Quimera Revista de Literatura | Número 394 | Septiembre 2016

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REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas

5-15 los espejos de El salón

4 El foyer

Colaboradores nº 394:

Contar el hundimiento

Rubén Abella, Rafael Argullol, Angel Aroca Escámez, Bertramz, Luis Miguel Bugallo Sánchez, Aitor Francos, Andrés García Cerdán, Gonzalo Hermo, Iván Humanes, Stefania Imperiale, Daniel Jándula, Mauro Jiménez, Antonio Lafarque, Miguel Lizana, Rubén Martín Díaz, Ricardo Martínez Llorca, Rossella Michienzi, Toni Montesinos, Andreu Navarra Ordoño, Verónica Nieto, Nieto, Jonathan Palanco, Gemma Pellicer, Javier Perucho, Carmen M. Pujante, Carlos Quesada, Raúl Quinto, Rashka, Anna Rossell, Santos Sanz Villanueva, Maria Teresa Slanzi, Pablo Valdivia, Inma Vegas Pérez, José Antonio Vila, Laura Villar Gómez Fotografía de portada: Gaetano Plasmati Maquetación y cubierta: Jordi Gol

16-39 aso El cielo r Dossier: Literatura de la crisis

Entrevista a Rafael Argullol (5)

Santos Sanz Villanueva: La literatura de la crisis: algunas conjeturas(16)

Entrevista a Rubén Martín Díaz (11)

Mauro Jiménez: Rafael Chirbes o cómo pinchar la burbuja (20) Stefania Imperiale: Buscando a los culpables de la crisis en la novela negra española actual (24) Pablo Valdivia: Narrativas de la crisis en el ámbito rural (28) Carmen M. Pujante: Otras cicatrices (literarias) de la crisis (32) José Antonio Vila: Notas sobre el compromiso (El caso español) (32)

40-41 e rev La vida b Javier Perucho. Inventario. Polvo y ceniza

42-43 perlas dores de Los pesca Microrrelatos inéditos de Rubén Abella

44-45 Azul de Barba El castillo Poemas de Gonzalo Hermo

46-50 ch n the Bea Einstein o Toni Montesinos. Camilo José Cela: claves para un centenario

Corrección: Cinta Moreso Galiana ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es

Imprime: Gráficas Gómez Boj Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

51-53 er rante dés El holan Fernando Clemot. Mahfuz y la Trilogía de El Cairo

54-64 ú El ambig Raúl Quinto: Tuscumbia de Lola Nieto (54) Rossella Michienzi: Mitze Katze de José de María Romero Barea (55) Gemma Pellicer: Andarás perdido por el mundo de Óscar Esquivias (56) Andreu Navarra Ordoño: Y no me llamaré más Jacob de David Aliaga (57) Verónica Nieto: Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enríquez (58) Iván Humanes: Políticas de la Nueva Carne de Jorge Fernández Gonzalo (59) Ricardo Martínez Llorca: Los muchachos de Zinc de Svetlana Alexiévich (60) Daniel Jándula: Irrupciones de Mario Levrero (61) Aitor Francos: De amor y furia. Epigramísticos de Minerva Margarita Villareal (62) Anna Rossell: El libro de las ciruelas tibias de Jorge Novak Stojsic (63) Antonio Lafarque: Corteza de abedul de Antonio Cabrera (64)

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Fe de erratas: en la portada del número 392uimera 65-66 nes de Q 393 el nombre correcto de la colaboradora es io c a d n e Recom Rebeca García Nieto y no Rebeca Garía Nieto.


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El Foyer

Contar el hundimiento Crisis. La palabra de moda. Un concepto que ligado al adjetivo económica genera unas consecuencias que están haciendo tambalearse peligrosamente nuestra sociedad, por más que algunos líderes políticos se nieguen a aceptarlo. El hundimiento de los mercados financieros en 2008 ha dejado a su paso una estela de empresas quebradas, desempleo, desahucios y desesperación cuyas ruinosas secuelas constituyen un lastre del que la clase media y baja tardará largos años en desprenderse. La supuesta necesidad de recuperación económica ha llevado a los gobiernos a malversar los logros sociales que se habían alcanzado con un ímprobo esfuerzo (en muchas ocasiones con sangre). La crisis nos ha enseñado un vocabulario nuevo: palabras como subprime, activo tóxico, acción preferente, etc., que antes pertenecían al glosario exclusivo de la ciencia económica (si tal concepto no es un oxímoron), hoy forman parte de nuestro léxico cotidiano. El mundo de las letras no ha sido ajeno a este fenómeno y han proliferado los libros que tienen la crisis como tema central. El año pasado (núm. 382, de septiembre de 2015) Quimera entrevistó a Lanchester con motivo de la doble presentación de una novela (Capital, Anagrama, 2015) y un ensayo (Cómo hablar de dinero, Anagrama, 2015) que abordan temas relacionados con la crisis y sus consecuencias. Otros escritores, como Enzensberger, Piketty, Volpi, Sacheri, etc., también han dedicado ensayos y novelas a este tema. Algunos narradores españoles han sabido exprimir esta realidad (sobre todo vinculada a la «burbuja inmobiliaria») para crear obras que aúnan la capacidad crítica con la calidad literaria. Es por ello que Quimera ha querido dedicar a la novela de la crisis un dossier coordinado por Stefania Imperiale (investigadora en la Universidad Ca’ Foscari de Venecia). Abre este dossier un espléndido artículo introductorio

del catedrático de literatura de la Universidad Complutense Santos Sanz Villanueva, seguido de un minucioso análisis de Mauro Jiménez (profesor de Teoría de la Literatura de la Universidad Autónoma de Madrid) sobre la relación de las últimas novelas de Chirbes con la crisis inmobiliaria. A continuación, la propia Stefania Imperiale y Pablo Valdivia (catedrático de Literatura y Cultura Europea de la Universidad de Groningen) aportan dos enfoques singulares de la crisis: desde la novela negra y desde la novela rural españolas, respectivamente. Carmen Pujante analiza la presencia de la crisis en la obra de Sara Mesa y José Antonio Vila cierra el dossier con un análisis sobre el compromiso social de los autores españoles. Antes del dossier, Carlos Quesada entrevista al filósofo, poeta y narrador Rafael Argullol, una de las figuras señeras de la intelectualidad española, y Andrés García Cerdán charla con el poeta Rubén Martín Díaz, premio Adonáis (2009), premio Ojo Crítico (2010) y premio Internacional de Poesía Barcarola (2015). En el apartado de creación contamos con un cuento inédito del mexicano Javier Perucho, microrrelatos inéditos de Rubén Abella y poemas de Gonzalo Hermo (premio Nacional de poesía joven y premio Nacional de la Crítica en 2014) traducidos por primera vez del gallego al castellano. Toni Montesinos, narrador, poeta, ensayista y crítico literario de La Razón nos ofrece en nuestra sección «Einstein on the Beach» algunas claves sobre la obra del nobel Camilo José Cela en el centenario de su nacimiento, y Fernando Clemot, en «El holandés errante», atraca en la populosa El Cairo. Cierran el último número de verano once reseñas y nuestras habituales recomendaciones.

Algunos narradores españoles han sabido exprimir esta realidad (sobre todo vinculada a la «burbuja inmobiliaria») para crear obras que aúnan la capacidad crítica con la calidad literaria. Es por ello que Quimera ha querido dedicar a la novela de la crisis un dossier

Jordi Gol Jefe de redacción de Quimera. Revista de literatura


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Entrevista a

Rafael Argullol por Carlos Quesada Fotografías: Jordi Gol ©

.Nos recibe en su casa,

con una sonrisa entre tímida y contenida. Educado y correcto, cercano y sencillo en sus formas, Rafael Argullol es un intelectual de verdad, un humanista. Desde sus primeros libros de poesía y su primera novela, Lampedusa, hasta la culminación de su obra —hasta ahora— con Visión del fondo del mar, su libro más complejo, nos introduce en ese universo inagotable de inteligencia, creación y belleza. Rafael Argullol es catedrático de Estética. Estudió Medicina, Economía, Filosofía y más y más estudios. Nuestra pretensión es adentrarnos en su mundo y, a través de él, con sus palabras, conocer parte del nuestro. Eugenio Trías y tú dialogasteis en un libro de título explícito: El cansancio de Occidente (Destino, 1993). ¿Cómo ve con los ojos de 2016 el cansancio de Occidente?

Un poco antes de publicarse ese libro, se publicó una novela mía que ganó el Premio Nadal, La razón del mal (Destino, 1993), en la que hablaba de una especie de muerte espiritual colectiva a través de la metáfora de una epidemia espiritual que asola una ciudad. Hablaba de un cansancio espiritual extremo. Yo creo que lo que en el año 1993 no acababa de estar claro, porque aún coleaba la euforia por la caída del muro de Berlín, ahora es absolutamente diáfano. Yo creo que Europa —yo soy europeo y europeísta en el sentido de reivindicación de su cultura y de su pasado— es un territorio espiritualmente agónico, muy cansado (la expresión cansancio fue afortunada); más que bueno o malo, odioso o simpático, es un territorio cansado. Los primeros estudios que realizaste fueron los de Medicina. ¿Cuando acabaste la

carrera eras ya consciente de que iniciabas una nueva andadura en el mundo de las humanidades? Yo empecé la carrera muy joven, con dieciséis años, con la ilusión de ser cirujano; pero pronto me di cuenta de que la disciplina del cirujano no era para mí. Sin embargo, el mundo simbólico que rodea a la cirugía, la metáfora de introducirme en la piel de las palabras, es algo que he mantenido durante el resto de mi vida. Después de Medicina hice Filosofía y también Economía (que me sirvió de poco). De alguna manera, siempre he entendido la literatura bien en una faceta digamos microscópica, de introducirme en el interior de los mundos, bien desde mi otra gran pasión, la del viaje, que sería una faceta macroscópica. Yo siempre afirmo que mi método literario no procede de la teoría literaria sino de la utilización de dos


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Entrevista a Rafael Argullol

aparatos: el microscopio y el telescopio. Cuando con el primero llego hasta lo que acaba siendo demasiado obsceno por personal, le doy la vuelta a la lente y vuelvo a lo general; y viceversa: cuando estoy a punto de rozar lo que es demasiado abstracto, vuelvo a darle la vuelta a la lente para mirar a mi interior. Tu primera novela, Lampedusa (Editorial Montesinos, 1981), nació de una estancia forzosa en la isla. En esa novela idealista y romántica, el mar, la pesca, nadar, la belleza, la Magna Grecia son elementos importantes (también el amor). Comparar la Lampedusa de entonces y la de 2016 da un poco de vértigo, ¿no es así? El Mediterráneo se está convirtiendo en un cementerio. ¿Vislumbras alguna salvación, alguna solución? De hecho, yo escribí hace tres o cuatro años, cuando empezó el fenómeno migratorio en Lampedusa, un artículo llamado «La isla de los espíritus dolientes» (El País, 16/03/2013), en el que comparaba mi novela y la idealización simbólica de la isla (encuadrada en lo que era la ilusión de Europa), con la cruda realidad actual, en que Lampedusa es un lugar de muerte y desolación. Aludía al contraste entre estos dos mundos. No he vuelto nunca a la isla de Lampedusa y ahora el retorno al escenario de mi novela es imposible sin pasar por la mediación de lo que está pasando actualmente, lo cual nos lleva a la reflexión de cómo la literatura interviene en la realidad y cómo la realidad interviene en la literatura. Se dice que la poesía debe ser un equilibrio entre emoción y reflexión. ¿Qué opinas de esta afirmación? Yo no hago una distinción de géneros literarios en el sentido clásico; para mí es algo que tiene que ver con el silencio y el grito. Cuando intervengo a través de textos en periódicos, lo hago en el seno del grito (de la actualidad). Sin embargo, creo que lo poético es aque-

El salón de los espejos

lla expresión que roza el silencio. Por tanto, mi clasificación de los géneros literarios tiene que ver con la obligación del escritor de intervenir en la realidad y la obligación del escritor de intervenir desde el silencio. Lo poético sería una destilación del silencio. ¿Y qué importancia tiene la reflexión en tu mundo poético? Para mí la reflexión es muy importante siempre que vaya acompañada de la acción. Siempre he defendido un equilibrio entre contemplación y acción. Yo mismo me considero un hombre contemplativo hasta que surge en mí el deseo de la acción; y un hombre de acción hasta que brota dentro de mí la llamada de la contemplación. Intento siempre alternar ambos mundos, que se complementen. También en mi literatura la idea y la imagen, la idea y la sensación, van muy unidas, como el haz y el envés. Acción y contemplación han de caminar unidas. En ese sentido soy un escritor que reivindica la unidad de literatura y vida —al contrario que muchos escritores, que consideran que son ámbitos separados— y la necesidad de una reflexión que sea capaz de dar responsabilidad de sí misma, una reflexión con una capacidad activa. El poema «Alegato contra la codicia» (El País, «Babelia»: 26/05/2012) nace como una denuncia, como respuesta a una situación social. La poesía social está muy denostada, pero parece evidente que es necesaria. ¿Qué opinas de la poesía social en la historia reciente de la literatura? Yo no considero «Alegato contra la codicia» poesía social, lo considero simplemente poesía. Para mí la poesía y lo social siempre han estado unidos. Hay gente que me ve como un escritor más vinculado al arte, a la belleza, a lo estético, pero yo nunca he visto lo estético separado de lo ético y, si se repasa todo lo que he escrito a lo largo de mi ca-

rrera (cuarenta años), se constata que siempre he procurado dar mi opinión sobre la realidad que me rodea. Ahora, también es cierto que he procurado que fuera una opinión enmarcada en una visión general, sin hacer nunca propaganda ni tomar la palabra de manera sectaria. «Alegato contra la codicia» es un texto trágico; más que poesía social es poesía trágica y por eso, en un momento determinado, comparo ese alegato, que sucede en Atenas, con el propio teatro trágico, que tiene su nacimiento en esa misma ciudad. Cuando leí el poema me pregunté si se hubiese podido escribir en prosa. Cuando comienzas un texto, ¿tienes claro a que género pertenecerá? Para mí, como he dicho, la poesía no es una forma genérica concreta, vinculada a unos recursos formales, aunque sí parte de una musicalidad que parte del silencio. «Alegato contra la codicia» lo escribí de corrido durante una tarde de Viernes Santo. Es poesía porque está vinculado a esa médula de desnudez, de soledad, de desolación, de silencio que para mí es la esencia de lo poético. Con El afilador de cuchillos vuelves a publicar poesía después de un largo periodo. ¿Por qué ese silencio? El año próximo depara una sorpresa al respecto de lo que preguntas, porque voy a publicar un libro del cual no puedo revelar aún su contenido, pero que puedo adelantar que está muy vinculado a lo poético. Mi primer libro fue un libro de poesía: Disturbios del conocimiento (Icaria Editorial, 1980) y desde entonces no la he abandonado nunca porque, de acuerdo con mis criterios de escritura transversal, lo poético ha estado constantemente presente en la mayoría de mis libros. El fin del mundo como obra de arte (Destino, 1990), aunque fue definido como un ensayo, es un libro narrativo y poético.


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Has escrito un poemario para un espectáculo de La Fura dels Baus, Los cantos de Naumón. ¿Cómo surgió ese proyecto? El origen fue una colaboración previa con La Fura dels Baus, un encargo arriesgado: escribir unos textos poéticos para los interludios de La flauta mágica de Mozart, que estaban representando en Alemania. Textos que posteriormente publiqué con el nombre de Poema de la serpiente (Asociación Cultural Littera Villanueva, 2010), porque el leitmotiv era una serpiente. Luego, con Carlus Padrissa, uno de los directores de La Fura dels Baus, creamos un gran proyecto náutico-teatral que transcurría en el Naumón, el barco de la compañía teatral. Eran cantos que se iban representando en distintas ciudades del mundo, en distintos puertos: Génova, Alejandría, Shanghái, Río de Janeiro, etc. Son textos desarrollados sobre la marcha a partir del propio espectáculo que se está representando.

¿Qué otros textos has escrito para el mundo audiovisual? En cine participé en una película que se rodó al inicio de la guerra del Sáhara, Pueblo Saharaui, para la televisión suiza. También he participado en algunos proyectos cinematográficos frustrados. Como colaboraciones teatrales, además de las de La Fura dels Baus, tengo escrito un texto para una ópera que se estrenará en el Liceo en 2017, que se llama El enigma de Elea, compuesta por Benet Casablancas. Lampedusa y Davalú o el dolor (RBA, 2001) nacen de una experiencia personal, de una experiencia extrema. ¿Crees que las novelas surgidas de estas experiencias tienen más verdad que otras surgidas de la pura imaginación? Yo creo que la experiencia personal concreta siempre es muy importante en las novelas, aunque se llegue a ella y se plasme a través de engranajes y re-

cursos literarios. Flaubert, que era el más objetivo de los novelistas, declaró que Madame Bovary era él. La pluralidad de yoes que nos configuran está siempre presente en todo texto literario. Por eso yo no sería capaz de crear textos en los que no estuviera presente, aunque sea de una manera muy mediatizada. En Davalú o el dolor dices que el dolor te hace egoísta, cobarde e incapaz para el amor. ¿Hubo un antes y un después de esa terrible experiencia? Yo creo que el dolor es una especie de sobredosis de vida que se concentra en un foco determinado del cuerpo. La conciencia queda atrapada en esa focalización. La experiencia que narro en la novela fue, desde el punto de vista físico, una experiencia extrema y, como tal, iniciática. El dolor, dependiendo de cómo se enfrente uno a él, puede llevar a la cobardía o a la valentía. El


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dolor, aunque lo temamos —y sea juicioso tratar de evitarlo—, tiene algo de condición iniciática profunda. Para ti el viaje es conocimiento, una catarsis. ¿Crees que un viaje a través de la literatura y la imaginación también puede serlo? Todo viaje, sea físico o sea imaginario, onírico, es extático en el sentido literal de la palabra: todo viaje te saca de ti mismo y te hace mirarte desde una perspectiva inhabitual. Es por eso que la experiencia del viaje es este éxtasis, y para ello no es tan importante la distancia, el espacio —se puede hacer un viaje extático yendo a la Patagonia o desde tu propio sillón—; lo importante del viaje es el éxtasis, salir de ti mismo, mirarte y considerarte desde fuera, descentrarte; el éxodo respecto a tu propia identidad. Hemos hablado de acción y reflexión, del mundo interior y el mundo exterior. ¿No crees que actualmente hace falta más reflexión? Lo que pasa en esta época —que es algo común con otras épocas del pasado de las que nos dan testimonio los clásicos: Cicerón, Séneca, Montaigne— es que hay un exceso de presentismo y una falta de capacidad de éxtasis, de distanciarse y verse desde la lejanía. Yo defiendo que todos los pensamientos (incluso los más íntimos) son utópicos, porque exigen salirse de la realidad más inmediata. Todo pensamiento es una polifonía, porque lo que pensamos está en relación con lo que podríamos ser, lo que querríamos ser, lo que quizá hubiéramos podido ser… La reflexión es atreverse a entrar en esa polifonía. Lo que, a mi modo de ver, falta es atrevimiento, la capacidad de bailar en la sala de espejos. ¿Crees que hay posibilidad de recuperar esta sociedad cada vez más enferma? Enfermo viene de infirmitas, que quiere decir «no estar en tierra firme». Y, como he afirmado en numerosas ocasiones, la condición humana es la de náufrago

y, por tanto, de infirmitas. Esto puede parecer una opinión pesimista sobre la humanidad, pero la parte optimista es que esa misma condición le hace irse adaptando, por lo que se vislumbra un futuro. Se pasa de náufrago a la ilusión de tierra firme y de tierra firme de nuevo a náufrago, como Segismundo en La vida es sueño pasa de la realidad al sueño en un círculo continuo. Visión del fondo del mar es un libro intenso y que después de leerlo se puede abrir por cualquier página y encontrar historias, y emociones, y reflexiones. Es un libro inagotable. ¿Cómo configuraste su estructura? El manuscrito tiene dos mil páginas —que en el libro se quedaron en mil doscientas— concebidas en forma de puzle o rompecabezas espacial y temporal, con una especie de premonición que me acompañó durante toda la escritura y que constituye, según creo, su éxito: que todo está en presente; tanto el futuro como el pasado están en presente. Esto hace que las piezas del rompecabezas tengan entidad propia y a la vez conformen un gran fresco narrativo en el cual el tiempo y el espacio, como en la teoría de la relatividad, se confunden: el tiempo se hace espacio y

el espacio tiempo. Todo fue escrito de forma seguida a excepción de los dos capítulos iniciales, que constituyen dos grandes umbrales para todo el material que viene después: un primer umbral abismalmente lejano en el tiempo, mi propio genoma; y un umbral alejado en la historia: seguir los avatares de una bala que va desde la Primera Guerra Mundial hasta la guerra civil española, vinculada a mi padre. Durante el proceso de escritura de Visión del fondo del mar, que duró siete años, dejaste de leer. Para una persona como tú, con tu vida ligada a la palabra, es algo sorprendente. ¿Cuál era tu estado anímico? Estaba cansado. Yo he escrito ya treinta y tres libros, pero este es el único para el que me he fijado una disciplina horaria. Escribía de tres de la tarde hasta que me dolía la muñeca (yo escribo a mano), a veces hasta las once de la noche. Cuando acababa no tenía ganas de leer. Estaba exhausto. Salía a pasear, vi muchas películas de cine negro, pero no leía. Lo echaba de menos, pero era imposible. En ese sentido fue un sacrificio. Ni siquiera leía el propio texto: iba siempre hacia adelante porque, si hubiera echado la vista atrás, como la mujer de


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Entrevista a Rafael Argullol

¿Cómo has sido capaz de escribir tantos libros, desarrollar tu labor docente, viajar…? ¿Eres muy organizado? La verdad es que soy bastante trabajador. También soy insomne, y en el insomnio aparecen muchas de las ideas de mis libros. Además, puedo escribir en muchos lugares distintos y tengo facilidad para improvisar. Hago mía la idea de Baudelaire: la inspiración es trabajo, trabajo y trabajo. Y aunque a veces me pregunto si han valido la pena tantas y tantas horas de trabajo, casi siempre me contesto que sí [risas].

Lot, me hubiera paralizado, me hubiera enfrascado en la revisión de lo escrito y no hubiera podido seguir avanzando. El mar está muy presente en tu obra, pero también el tren. ¿Qué importancia tiene para ti el tren como símbolo de libertad? Cuando era pequeño, veraneaba en Ribes Roges, que era un territorio infantil con dos fronteras: el mar y las vías del ferrocarril. Y lo que ansiaba el niño era atravesar estas fronteras. Podríamos resumir mi infancia (mis veraneos eran mi periodo de libertad) como la curiosidad por saber qué había más allá de la línea del horizonte del mar y a dónde llevaban los raíles del ferrocarril. Has dicho que las preguntas las has encontrado en los libros, las respuestas en los viajes y lo que está más allá, en las mujeres. ¿Cuál es la influencia de la mujer en tu obra? Lo influye todo, porque al haber definido esa unidad entre acción y contemplación, entre idea y sensación, hallo que lo que está más allá de las preguntas que te plantean los libros y las respuestas que te ofrecen los viajes, es el mundo sensitivo; y para mí la mujer es el símbolo máximo de las sensaciones. Es una respuesta que puede entenderse

con una cierta ironía, pero también con verdad, porque si la mujer es el centro del mundo sensitivo y este es la verdad del espíritu (si el cuerpo es la verdad del espíritu), en ese sentido lo erótico y la mujer constituyen el eje de ese centro. ¿Crees que en esta sociedad rutinaria la gente está inapetente de conocimientos? La apatía de nuestros días, que es el nihilismo, al que yo aludo como la enfermedad espiritual de La razón del mal, tiene que ver con la falta de atrevimiento. El nacimiento de la filosofía está basado en la expresión «Atrévete a conocer». La apatía a la que te refieres sería una falta de afán de exploración. Podríamos reelaborar el aforismo filosófico como: «Atrévete a explorar». A veces tengo envidia de esas acumulaciones de gente que se producían en las sociedades geográficas de finales del XIX esperando noticias de los exploradores. Hoy hay mucha avidez por estar al día de las noticias y poco atrevimiento por explorar. De todas formas, o el ser humano deja de serlo, o volverá a esa avidez de exploración, porque todo lo que llamamos cultura e historia de la cultura es consecuencia de esa avidez.

¿Es necesaria la melancolía para escribir? Para mí sí. Lo que no es necesario es la nostalgia. Pero la melancolía sí porque te lleva a una especie de deseo por una perfección que quizá nunca ha existido. Un deseo oscuro por la perfección. En El cazador de instantes desdibujas las fronteras entre los géneros. ¿Cuándo empiezas a sentir la necesidad de esa escritura transversal para expresar tu mundo? Yo no he inventado la escritura transversal, es una consecuencia de la forma de trabajar de mi cerebro. Necesito acompañar las ideas con imágenes, con historias, con narraciones, con sensaciones; y también me gusta que la sensación y la experiencia se conviertan en pensamiento, en idea. Si yo mentalmente trabajo así, es lógico que lo refleje así en mi escritura. En La razón del mal una extraña plaga acaba con las ganas de vivir de las personas. Para intentar luchar contra esto, se recurre a esoterismos, pero acaba llegando el miedo y, después, el silencio. ¿Es una metáfora de nuestro tiempo? Yo creo que sí. Creo que la nueva edición que salió el año pasado con una breve nota introductoria mía ha sido mucho mejor comprendida ahora que en 1993. El mundo está más cerca ahora de La razón del mal que entonces.

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Entrevista a Rafael Argullol

¿Pasión del dios que quiso ser hombre (Acantilado, 2014) ha sido una forma de liberación o una necesidad de explicar tu relación con la religión cristiana? Más bien lo segundo. La liberación, para mí, fue cuando abandoné el cristianismo y luego cuando abandoné un ateísmo fácil, porque entonces me di cuenta de la necesidad que tenemos del mundo de lo sagrado, de nuestra necesidad vital de su experiencia simbólica, más allá de las religiones. No me convencía ninguna religión, pero tampoco el ateísmo llamado científico. Por eso mi liberación fue encontrar una vía propia que empieza por hallar una concepción filosófica propia. Lo que he hecho en el libro es explicar de alguna manera hasta qué punto esa dimensión de lo sagrado es importante para el hombre, sin que ello deba reducirse a seguir un credo religioso. Aún te sigues dedicando a la docencia. ¿Cómo crees que se podría mejorar la educación? El problema no es del sistema educativo, como se dice habitualmente, sino de las conversaciones que uno oye en bares, restaurantes, metro, etc. Es un problema mental colectivo en nuestra sociedad. Si nuestra sociedad no se distingue por ese atrevimiento de exploración al que me refería antes, nunca va a poder tener una escuela de calidad. La escuela debería conseguir sistematizar ese atrevimiento, pero si la sociedad no lo exige, no va a ser posible. ¿Cómo es posible que un hombre de tu trayectoria no goce de un conocimiento mayor? Yo no tengo respuesta para eso. Pero me da la impresión de que es un fenómeno extendido dentro del campo de las letras y la filosofía: otros con más méritos que yo tampoco son conocidos. En ese sentido, España es una sociedad particularmente antipática. El equivalente a mi perfil en los países que nos circundan gozaría de más intervención social

y política. Y eso teniendo en cuenta que yo he intervenido mucho desde los periódicos desde hace muchos años. Pero España es una sociedad muy poco ávida de mundo cultural. El libro que te ha dedicado Oriol Alonso Cano, Archipiélago. Retrato polifónico de Rafael Argullol (Acantilado, 2015), es un reconocimiento a tu trabajo. ¿Qué opinas de ese texto? Yo el libro lo vi a posteriori, no participé en el proceso para salvo pedirle a Oriol que no hiciera trabajar demasiado a los participantes y que no fuera un libro apologético. Los colaboradores se debían definir ellos mismos a través de fragmentos e imágenes, para crear un retrato polifónico. El resultado es muy satisfactorio porque en lugar de un retrato mío es un autorretrato colectivo de todos los participantes.

mío de las mismas dimensiones que Visión del fondo del mar, aunque de características completamente distintas. Un libro que he estado trabajando a lo largo de tres años. Es un libro enigma, como las Variaciones Enigma de Elgar, que se desvelará en febrero. Un libro que es muy importante para mí por muchas razones. De momento, no puedo decir más. Nos despide junto a la puerta del ascensor con otra sonrisa. Ha sido muy agradable, un rato de cultura y sosiego, de emociones y preguntas y, a pesar de todo, de esperanza. Desde fuera se puede pensar que a pesar de su vitalidad, la creatividad y sus muchos viajes, puede ser un hombre triste. Hasta luego, Rafael.

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Carlos Quesada es poeta, dramaturgo y director del grupo de teatro Lauta, con el que ha realizado más de ochenta montajes en

Por último, una pregunta que, de alguna manera, ya has respondido. ¿Cuál es el próximo libro que veremos publicado? Sí, en febrero-marzo de 2017 va a salir en la editorial Acantilado un libro

sus treinta y dos años de historia. Ha escrito obras de teatro y poemas y en los últimos años se ha especializado, tanto en lecturas como en montajes ligados al teatro, en poner en escena la emoción y la reflexión poética.


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Entrevista a Rubén Martín Díaz

Rubén Martín Díaz, hijo de la luz Andrés García Cerdán

.El mirlo blanco Es muy brillante la trayectoria poética del albaceteño Rubén Martín Díaz (1980). Sorprende la frescura, el dominio de la música y la profundidad con que llegó a la poesía española hace apenas unos años. Sorprende el vuelo de este mirlo blanco en su plasticidad y su aventura emocional. Sorprende la reflexión tranquila y la vocación desnuda de la palabra. Vacío Hay un vacío extraño sobrevolando el llano: noviembre blanco en el lomo de un ave que no existe. (Fracturas)

Su obra, fulminante e intensa, incluye ya títulos importantes como Contemplación (Vitruvio, 2009), El minuto interior (Rialp, 2010, Premio Adonáis y Premio Ojo Crítico de RNE), El mirador de piedra (Visor, 2013, Premio Hermanos Argensola), Arquitectura o sueño (Isla de Siltolá, 2015) o el muy reciente Fracturas (Nausícaä, 2016, Premio Barcarola). Martín Díaz es, sin duda, una de las voces importantes del grupo que en Albacete eclosiona, junto a Constantino Molina, Javier Lorenzo, Antonio Rodríguez, David Sarrión, Lucía Plaza, Matías M. Clemente o Javier Temprado. Entre la contemplación sensual de la naturaleza y la búsqueda de inteligencia en las interioridades y las fracturas de la realidad, la suya podría parecer una modernidad atípica. No hay en sus poemas concesiones a la banalidad, a las

modas, a lo superfluo. El poema es al tiempo inquisición ontológica y creación de mundos. Acunado en las aguas de los mejores poetas del siglo —Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda, Eugenio de Andrade, Antonio Cabrera, Basilio Sánchez—, el poema de Rubén abre la semilla con curiosidad, recorre la piel del árbol en una savia que es conocimiento de lo profundo, abre las puertas y las deja abiertas, enciende la luz con inquietud y delicadeza. En sus poemas acompañamos el gesto de desprenderse de una idea encendida o de agarrarse con fuerza a una idea que viene para quedarse. Confiesa haber nacido para la poesía en un recital de Ángel González. Sin duda, alguien está esperando oírlo para reconciliarse con la poesía. ¿A qué se dedica un poeta? Imagino que a lo mismo que el resto de la gente, y en todo caso cada cual a lo suyo. Me refiero a que el poeta no tiene por qué ser una persona diferente a las demás, y ni siquiera los poetas debemos parecernos necesariamente los unos a los otros. Yo me dedico a mi familia y a mi trabajo, soy técnico de mantenimiento industrial en una fábrica de componentes destinados a la producción de aerogeneradores (¿hay algo menos poético que esto?). Además me gusta ver películas y practicar deporte, y soy un apasionado de los videojuegos. Si analizamos todo ello desde el punto de vista de casi cualquiera, podría decirse que, debido a una lamentable desinformación, no doy el perfil de un poeta.

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La madre A mi madre La madre duerme

el planteamiento de la vida al tiempo que para abrir caminos nuevos más allá de la experiencia que yo pueda tener como persona física y, por lo tanto, como miembro de una sociedad.

sentada en una esquina del salón. Afuera de la casa la luz recoge aquellos signos que la tarde muestra: pequeñas pinceladas de un estío que pronto ha de llegar. Mientras escribo enfrente de ella, pienso: Hace bien poco íbamos de la mano hacia el colegio, me cuidaba en mis juegos y en mis noches de lágrimas.

¿Qué hace realmente alguien que escribe un poema? Lo primero que hace es vivir, porque el poema comienza a gestarse antes de que el poeta se siente a escribirlo. Y esto de vivir, que puede sonar tan obvio, a mí me parece que es una práctica que no todos y no siempre llevamos a cabo. Un poeta es sobre todo un contemplador: observa, asimila, entiende (o no entiende) y se pregunta. Pero, además de todo esto, se emociona. Después, ya sobre el papel, traslada esa emoción a las palabras mediante la técnica de la escritura y la inspiración, que por supuesto no tiene que ver con un alumbramiento divino ni nada parecido, sino más bien con una apertura o un desbloqueo de la mente.

Y ahora, sentada en una esquina del salón

En el jardín Light breaks where no sun shines.

con los ojos domados por la luz

Dylan Thomas

que atraviesa el cristal de la ventana, descansa de esos tiempos —no tan lejanos—,

Leo a Dylan Thomas bajo el estanque sideral. Una luna re-

de aquella voluntad

donda, aquilatada, vierte el sonido de un oboe nocturno

cumplida.

engalanado de grillos. Huele a tierra horneada. La ciudad, al fondo, espejea como brasas de un fuego contenido, aún

Con verdadera vocación,

sin apagar. Todo está en brazos de un orden perfecto. La

con una extrema sutileza,

vida me es propicia y me concede el placer de disfrutar de

dejo a medio el poema

la lectura sin que nada lo enturbie. Aprendo, pues, a valorar

y me levanto de mi silla,

su efímera benevolencia. No exijo, acepto, cumplo, doy las

me acerco

gracias: es todo cuanto sé hacer. A través de esta dicha, la

y la respiro:

intuición de una luz desmadejada prende el aire sin sol. El día es un proyecto con visos de futuro. La noche, sin embarhuele a verano.

go, la ebriedad presente con que fluyen los versos del poeta galés bajo mis venas.

(El minuto interior)

¿Sólo poeta o algo más? Es inevitable tener que autodefinirse para que los demás encuentren una referencia clara de nosotros, pero es algo que a mí me incomoda. Si debo hacerlo, me considero primero lector y después escritor, en todas sus vertientes. ¿Para qué escribes, Rubén? ¿Por qué escribes? Cuando pienso esta pregunta me da la sensación de que si lo supiera, si llegara a entender por qué escribo, no volvería a hacerlo. Pero, en fin, diría que escribo para cuestionarme

(Arquitectura o sueño)

¿De dónde vienes poéticamente y adónde vas? Vengo de una infancia en la que las lecturas y el asombro ante la vida tuvieron mucho peso en mi formación como persona, y también de una adolescencia muy intensa pero llena de desconciertos que me hacían preguntarme constantemente quién era yo y qué hacía aquí (he de decir que la educación que recibí en la escuela y en el instituto no me ofreció respuesta alguna sino más bien lo contrario, y que aún guardo parte de aquella frustración como un suceso bastante caótico). Creo que ese es el germen de mi vocación poética, y lo


El salón de los espejos

estuve alimentando sin saberlo durante años hasta que por fin algo dentro de mí pidió paso. Lo demás es simplemente causalidad. Pero, en fin, ya he contado muchas veces que fue Ángel González, el excelente poeta de la llamada generación del 50, y su recital en el ayuntamiento viejo de Albacete, el que me descubrió la gran poesía contemporánea. Michel Houellebecq Un tipo extraño es Houellebecq, la clase de persona que camina mirándose hacia dentro paralelo a las vías de un antiguo ferrocarril de carga, paralelo a sí mismo, pensándose, sintiéndose, escribiéndose con cada paso, con cada huella de barro en el camino, vertiéndose en la vida como lluvia diezmada, dictándose novela a contrahistoria, desluciéndose, adrede, ajironado, bajo un cielo marchito de imposibles en la estampa del mundo, en la serenidad de los azores, en el hueco infinito donde el tiempo se nombra.

Entrevista a Rubén Martín Díaz

Por encima de todo, en literatura me interesa experimentar, aunque siempre con coherencia. Tras Contemplación, tu presentación en sociedad, publicaste El minuto interior, reconocido con el Premio Adonáis y el Ojo Crítico de RNE. ¿Por qué es importante este libro? ¿Qué haces en él? Si me preguntas por qué es importante este libro a nivel literario (es decir, para los lectores) no sabría responderte. Es importante para mí porque me ayudó durante el tiempo en que lo escribí. Además, me trae muy buenos recuerdos de aquella época. En cuanto a los premios literarios, la verdad es que aún no me los explico, pero tampoco merece la pena preguntarse por ellos. Los premios llegan o no independientemente de lo que nosotros hagamos durante el proceso creativo, que es lo que de verdad me importa y me ilusiona. Es cierto que son dos premios especiales por historia, nómina de autores premiados y jurado, pero también porque colocan tu libro en una posición ventajosa para que llegue a un mayor número de lectores. Es, en definitiva, un inmejorable escaparate y una buena forma de conseguir la publicación.

Es Houellebecq, él mismo, su misma obra, la austera marquesina donde enrolla sus versos con papel de tabaco y fuma sus palabras con los labios curtidos de ceniza, con los ojos mudados a otra parte, con los dedos tomados por la sombra, con los sueños viciados por el humo perfecto y sin sentido, el verdiazul del agua cuando ha empezado el fondo a corromperse, la eterna espera en el andén de nunca. (Fracturas)

¿Cómo crees que ha ido evolucionando tu obra? ¿Eres consciente de ello? Exactamente, yo hablaría de evolución de una obra y no de varios libros inconexos. Tengo la convicción de que cada uno de ellos se sustenta en los anteriores, y de que todos forman parte de una unidad que no se debe separar. Soy consciente de esa evolución: hay cambios en lo formal pero sobre todo entiendo la búsqueda de una mayor profundidad en el tratamiento de los temas. Creo que la realidad a nivel descriptivo-superficial no da tanto margen de descubrimiento como a nivel introspectivo, aunque suene paradójico. Por eso me interesa cada vez más transitar los caminos que se dirigen hacia el interior del ser humano y no hacia el exterior (aunque fijar la vista adentro conlleve proyectarse afuera).

El lenguaje poético se ha ido depurando en tus manos. Da la sensación de que vas de la experiencia privada de los primeros libros a un estado de contemplación de la naturaleza (El mirador de piedra) y, finalmente, hacia un lenguaje que aborda la relación del poeta con el pensamiento y el lenguaje (Fracturas, Arquitectura o sueño). ¿O no? Sí, es posible. Digamos que ahora todo parece mucho más afinado y que la técnica está mejor asimilada, o al menos yo lo creo así. Esto es fruto del trabajo constante de taller, de la experiencia. Por otro lado, la contemplación (ya sea externa o interna) siempre ha estado en mi poesía porque me parece un pilar básico. Creo que el poeta es visionario y es intuitivo: mira más allá de lo que el ojo ve. Y sí, es cierto, en mis últimos libros el pensamiento ha ido cobrando fuerza a través de un lenguaje más depurado o menos descriptivo. El año pasado publicaste Arquitectura o sueño. ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué nos encontramos en este poemario? Para empezar, me he alejado de las estructuras formales más estrictas para encontrar una mayor libertad de expresión en la prosa poética. Después de tres libros de poemas en verso, me apetecía mucho trabajar así, lo cual no fue una elección tomada de antemano, sino que surgió de pronto ante la necesidad de llevar al papel mis pensamientos y emociones de una forma más narrativa. Comencé a escribir por pura necesidad

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y sin prestar atención a la forma. Un ritmo libre me iba dictando las palabras para formar las frases. Me gusta mucho la mezcla de géneros que se ha dado en este libro, ya que puede parecer un diario pero a la vez el tono es ensayístico, y otras veces se asemeja a un cuento corto o, incluso, a un aforismo, y todo ello bajo la mano de la poesía que dicta las palabras. Es un libro muy parisino y nutrido de numerosas referencias culturales. El mirlo blanco La lluvia deshace acuarelas sobre las alas del mirlo; sencillez y belleza en la arquitectura de lo natural. ¿Arquitectura o sueño? De igual forma, retoño de un milagro que pinta acrobacias de pátinas nunca antes contempladas: remolinos de incienso respirados por mis ojos, aroma visto que entibia mi alma y la abreva con cal latiente. En la plata líquida del día, vertida desde una terma celestial, el mirlo se enjuaga su plumaje entallado y renace blanco de tan puro, trasparencia apenas bajo el vértice primero que la luz convoca. Cuerpo vivo en apariencia de nieve —arquitectura o sueño, es indistinto—, su sola imagen me confirma.

poesía y que es, en realidad, un burdo juego de palabras. Pero, como digo, nada tiene que ver con la edad del que escribe. Por otro lado, veo de todo en el panorama poético emergente: cosas que me gustan y cosas que no, poetas que se nota que aman el lenguaje y lo trabajan a conciencia y poetas que creen que la originalidad es un acto voluntario y no el fruto fortuito de un estudio y un desarrollo previos de nuestra tradición. Allá cada cual. ¿Qué poesía te interesa a ti? ¿Cómo es para ti el poema del siglo XXI? Me interesa todo tipo de poesía siempre que sea de calidad. Me gusta la poesía bien trabajada y, sobre todo, aquella que consigue emocionar, porque este género literario debe transmitir emociones. El poema del siglo XXI es una consecuencia de las circunstancias políticas, sociales, laborales, familiares, etc., de nuestro tiempo, y no es un poema al margen de los poemas que se han escrito en el pasado, sino una evolución de aquellos. Sobre todo me gusta nuestra tradición española porque conecto mejor con su poesía que con la poesía extranjera, pero leo y disfruto de todo.

(Fracturas) Madrugada en un cuarto de hotel

A la vuelta de la esquina está también Fracturas, el libro con el que has conseguido el Premio Internacional de Poesía Barcarola. Sí, un libro que, viéndolo ahora, ya totalmente cerrado, creo que consigue ser rompedor en todos los sentidos con respecto a mis libros anteriores (aunque, insisto, lo entiendo como parte de ese todo unitario que es la obra completa). El tema de la muerte está muy presente en él; hay dolor visceral y hay dolor comprendido. Sobrellevar los malos momentos no es fácil, y es que la vida te impone sus reglas. Es importante aceptar esto para estar tranquilo contigo mismo y con lo que hay a tu alrededor. En cuanto a lo formal, la estructura y la extensión de los poemas es muy distinta entre sí. Por todo ello, temática y forma, digo que es un libro de rupturas.

En un cuarto de hotel, la madrugada se vierte por las páginas del libro como un sueño en la noche o un acero afilado entre las flores marchitas de silencio. Porque nadie me piensa, no sé si existo sentado a esta mesa indefinida que se presta al poema o si, henchido de sombras, soy la propia poesía naciéndome palabra desde el fondo del cuerpo. El mundo está intimando con el mundo y todo cuanto en mí se nombra fluye con tal intensidad y tal justicia que es exacta al volumen del vacío que me piensa. Al fin y al cabo, yo estoy en las cosas y me pienso al pensarlas.

¿Hay algo que nos pueda hacer pensar en una poesía joven? ¿Qué rasgos la definirían? ¿Cómo ves el panorama poético de los emergentes? No creo que la poesía escrita por jóvenes poetas pueda estudiarse al margen, alegando temáticas o estructuras diferentes. Existe la mala costumbre de organizarlo todo, y no estoy de acuerdo con ello. El poeta madura con el paso del tiempo y lo natural es que su poesía madure con él, pero no considero que esto sea un rasgo que haya que tener en cuenta a la hora de calificarla. En todo caso, hablaría de buena y de mala poesía. Y luego está eso que se quiere hacer pasar por

(Fracturas)

¿Qué valor otorgas a festivales como Fractal Poesía? Has estado también en Cosmopoética. ¿Qué diferencias aprecias? Estos festivales son imprescindibles para poder acercar la verdadera cultura al ciudadano. Fractal es casi un festival independiente porque saca su programa anual sin apenas ayudas institucionales. Cosmopoética es también un festival necesario pero diferente a Fractal, ya que sus organizadores sí que reciben una buena subvención para el desarrollo de las diferentes actividades.


El salón de los espejos

Entrevista a Rubén Martín Díaz

poesía, pero sí creo que puede darnos una mayor profundidad humana de forma individual, que no es poco. Lo que ocurre es que hay que estar dispuesto a hacer un esfuerzo de inicio, y no todos tenemos el interés ni la paciencia necesarios. La poesía es generosa con quien se acerca a ella, pero me temo que esquiva y desconfiada con quien la mira mal o, simplemente, no la mira.

¿Crees que hay intocables en la poesía y que se mueve el asunto por amistades? Yo diría que en la poesía no (más allá de los llamados «clásicos» que han dado prueba de una calidad fuera de toda duda), pero en el mundillo poético sí. Para mí son dos planos distintos que poco tienen que ver entre sí. Diría que son como dos caras contrarias de una misma moneda. En el mundillo poético, como en casi cualquier otro ámbito de la vida, hay corrupción y hay amiguismo. No siempre, ni en todos los casos, pero lo hay, existe. ¿Cómo crees que se ocupan las instituciones de la literatura y de la poesía en concreto? No se ocupan, directamente. O se ocupan poco. Da la sensación de que no interesa formar al ciudadano, no interesa ilustrar al joven para que sepa pensar y decidir por sí mismo sin necesidad de que otros lo hagan por él. Intelectualmente hablando, nos alimentan como a borregos, y la cultura es tratada como un juego o un pasatiempo y no como una herramienta imprescindible para combatir la ignorancia, el despropósito y el aprovechamiento abusivo de los jerarcas que gobiernan esta falsa sociedad del bienestar. ¿Tiene algo que decirle la poesía a este mundo? Al mundo en general, no lo creo. A las personas en particular, sí. No concibo un mensaje global y salvador por parte de la

Nada menos Salimos de la Cafetería Centro, cruzamos la acera y entramos en Popular Libros. Ahí lo doy por perdido. Pasa el poeta de largo por la mesa de novedades poéticas superventas y lo veo tentar un libro de Eloy Tizón y otro de J. D. Salinger. Parece que levita mientras los abre por cualquier página y los huele: los necesita. Lo dejo en su mundo y reviso yo los estantes. El mundo de la poesía —creo que afortunadamente— anda en ebullición. Nadie puede negarlo. «Hay ruido y hay música», decía el librero Juan Valero Collado. Estos últimos años, la aparición de los poetas-cantautores, del slam poetry, la autoedición, las ediciones independientes, la difusión en circuitos poéticos no convencionales, etc., animan la fiesta de la poesía. Con sus virtudes y sus peligros. La piedra de toque sigue y seguirá siendo la calidad y la capacidad de revolución y de verdad del poema. La explosión poética comercial desdeña, en muchas ocasiones, o sacrifica la reflexión profunda sobre el lenguaje que Rubén reivindica, y entonces parece que estos libros pecan de consabidos, ingenuos o superficiales. Consciente de la llamada salvaje, del empuje humano del poema, Rubén Martín Díaz se atreve a pisar la orilla de un lenguaje que busca ser nuevo, que explora sus propios dominios desde una aventura tranquila. Y hay una mirada lúcida, intemporal, sobre el mundo y la realidad. Como Roberto Juarroz, puede decir con razón: «Vivo el poema como una explosión de ser por debajo del lenguaje». Así, el quehacer poético del albaceteño habla por sí solo y enarbola la altura, la indagación, el diálogo fluido con la obra de grandes poetas —Borges, Gamoneda, José Emilio Pacheco, Colinas, Brines, entre otros—, la búsqueda de verdad y justicia poéticas, la hermosura y la intuición. Nada menos.

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Andrés García Cerdán (Fuenteálamo, Albacete, 1972) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Los nombres del enemigo (1997), Los buenos tiempos (1999), La cuarta persona del singular (2002), Curvas (2009), Carmina (2012) y La sangre (2015). Su obra aparece en distintas antologías nacionales. Como crítico ha escrito Discurso del no método, método del no discurso (2010) sobre la poesía de Julio Cortázar y ha compilado la amplia antología de poesía joven contemporánea El llano en llamas (Fractal, 2012).

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La literatura de la crisis: algunas conjeturas Santos Sanz Villanueva

.Los pactos que impidieron la ruptura política y social a la salida de la dictadura y facilitaron la estabilidad democrática tuvieron sus consecuencias literarias. En el decenio de los ochenta, la prosa de observación y testimonio que había practicado la generación rebelde del medio siglo era una antigualla, a la cual, no obstante, se siguió fustigando sin contemplaciones. Una obra sintomática, los recién rescatados Encuentros con el 50 que Miguel Munárriz organizó en Oviedo en 1987, revela el grado de distanciamiento de los poetas realistas de sus prácticas de anteayer. El documento crítico de la realidad inmediata desapareció de nuestras letras. Podían encontrarse en ellas las más peregrinas noticias acerca de mundos exóticos, pero no un mínimo reflejo de la realidad cercana. Por eso, un perspicaz periodista cultural, César Alonso de los Ríos, confesaba en un artículo de 1988 qué efecto le producían las novelas recientes de los jóvenes narradores; era, decía, «la misma impresión que la que tiene un viajero que se despierta en plena noche y no consigue leer los rótulos de las estaciones a través de las empañadas ventanillas del tren». Tuvo éxito aquella recreación evanescente de la realidad. Fue una tendencia de moda y a ella se iban sumando ya otras más sobre las que se asentaría una novela concebida como producto comercial. Con mínima exigencia de lo artístico, entrarían a saco templarios lunáticos, investigadores del submundo, detectives pintorescos, culturalismo de cartón piedra, exotismos románticos, amoríos estereotipados... Mayor nivel de escritura traía la llamada literatura del yo, el renacer del dietarismo, el memorialismo y la autobiografía, otra moda, que, con independencia de su mayor dignidad artística, supuso el reforzamiento del intimismo frente a la observación del mundo exterior.

La consecuencia fue que numerosos aspectos de la vida pública quedaron relegados en nuestras letras del momento. No se trata de hacer un censo completo de ausencias, y de manera indicativa puede anotarse que asuntos tan decisivos como la forma del Estado, la crisis institucional de la Monarquía, la separación de poderes, la partitocracia, el laicismo y las creencias religiosas han carecido de recreaciones —no de reportajes, informes sociológicos o estudios— con la dimensión simbólica de la novela. Ni siquiera uno de los azotes de estos lustros, el terrorismo, ha merecido la atención esperable. Un artículo del periodista y poeta Antonio Lucas con ocasión del décimo aniversario del atentado de Atocha señalaba que, diez años después de la tragedia madrileña, las publicaciones se habían ceñido «a la investigación, la especulación y el ensayo» y no se habían producido «por el flanco de la creación». «La cultura, un hueco en blanco», resumía en una página de El Mundo que gráficamente denuncia ese olvido dejando un gran espacio central sin texto. Un «hueco en blanco» o muy poco entintado es el 11M (casi excepcionales son los relatos de Luis Mateo Díez, Ricardo Menéndez Salmón o Manuel Gutiérrez Aragón sobre aquella barbarie), pero no el único. Hay muchos más, según la lista que indicaba antes. También es verdad que nuestra narrativa no fue un páramo absoluto, en este sentido. Ha habido autores que sí tienen voluntad de análisis del presente o del pasado cercano. Anotaré unas cuantas referencias importantes: el Ciclo Carvalho (entre 1972 y 2004), de Vázquez Montalbán, Pájaro en una tormenta (1984), de Isaac Montero, o Romanticismo (2011), de Manuel Longares. Aparte ha de recordarse a Antonio Muñoz Molina por su trayectoria de intelectual crítico que tiene un momento nuclear en El jinete polaco (1991) y se prolonga hasta Todo lo que era sólido (2013), ensayo con pulso


El cielo raso

Santos Sanz Villanueva. La literatura de la crisis: algunas conjeturas

Santos Sanz Villanueva es catedrático de Literatura de la Universidad Complutense y crítico literario en varias revistas. Ha publicado libros de referencia para el estudio de la literatura española contemporánea.

narrativo donde anuda con singular arresto sus permanentes preocupaciones cívicas. Aparte también debe mencionarse a Rafael Chirbes, por su lucidez en el análisis del izquierdismo antifranquista (La caída de Madrid, 2000), al que añade después el testimonio de la corrupción de nuestros días que le convierte en referente de la última narrativa sociocrítica. No es un fruto copioso, ya se ve. Tampoco aporta mucho a la cosecha otra moda efímera, la generación del Kronen, por decirlo aprovechando el título de la novela de 1994 de José Ángel Mañas, que aportó el testimonio de una juventud desalentada y de un cierto nihilismo más existencial que social. El impulso de Mañas era sincero, pero fue aprovechado editorialmente para intentar ocupar lo que se denomina un nicho de mercado, el de un sector social alejado de la lectura libresca. No respondía, pues, a un planteamiento literario auténtico. Y por eso el «hueco en blanco» siguió existiendo. Las cosas han cambiado, sin embargo, en los últimos años. En realidad, desde poco después de los primeros síntomas evidentes de la crisis hacia 2009. De buen tiempo a esta parte no pasa mes sin que aparezca algún libro narrativo que testimonie la Crisis (ya empieza a ser pertinente la mayúscula) o se refiera a ella directa o indirectamente. Si la cantidad no permite albergar duda alguna sobre la aparición de una tendencia temática, los variados planteamientos de los autores sí obligan a cuestionarse si se trata de un fenómeno coherente y sólido. La propia personalidad de los autores implicados requiere una primera reflexión. ¿Cómo participan de dicha inquietud un escritor de raíces formalistas (A. G. Porta), un prosista iniciado en el minimalismo experimental (Javier Pastor), una narradora de corte tradicional (Alicia Giménez Bartlett), una maestra del cuento de terror (Cristina Fernández Cubas), una creadora intimista que aboga por un espiritualismo cer-

cano a la mística (Cristina Cerezales) o un autor culturalista y hostil al testimonio (Alberto Olmos)? Nótese, además, que estos narradores pertenecen a oleadas biológicas diferentes, lo que daría al fenómeno una dimensión intergeneracional. Esta primera constatación apunta a dos tentaciones negativas. Una, a un aprovechamiento de la temática social. La artista plástica Concha Jerez denunciaba en una entrevista «el arte carroñero que utiliza sin escrúpulos los problemas sociales que sufre la gente para el propio beneficio económico del artista y de sus cómplices del mercado» (El Cultural, 13/5/2016). Otra, a su conversión en un aséptico movimiento inscrito en la actualidad y no en una tendencia de definidos perfiles ideológicos. Moda que tiene que ver, a su vez, con el papel que la crisis desempeña en el entramado narrativo de algunas novelas. No es la crisis en sí misma objeto del relato sino ambientación sociohistórica que le proporciona un aire actual. Ocurre con claridad en la trama de indagación sentimental de la novela de Giménez Bartlett (Hombres desnudos), en la problemática culturalista de Porta (Las dimensiones finitas) o en la nueva incursión en la homosexualidad de Eduardo Mendicutti (Furias divinas). En ninguna de estas obras se aprecia un fondo ideológico deliberado, y en alguna otra la ausencia se junta al oportunismo comercial. Estaríamos, así, en los límites de estampas de época con valor costumbrista. Este y no otro es, me parece, el sentido de las referencias al movimiento popular del barrio burgalés de Gamonal contra la especulación urbana dentro de un terrible drama provinciano en Javier Pastor (Fosa común). No se libra por completo de ello la incursión donde la ciudad pierde su nombre —por evocar el antecedente de Francisco Candel— de Miguel Ángel Ortiz (La inmensa minoría). Estampa de época, esta ya sí con trasfondo ideológico, es el retrato de

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los damnificados por la corrupción de Almudena Grandes (Los besos en el pan). La tendencia, o moda, vendría auspiciada también por factores externos a la creación. Por fuertes intereses comerciales («La novela social vende mucho», aseguraba Lino González en un artículo de El Español a finales de 2015) y por la captación de lectores que pretende la industria editorial —en el contexto de otra crisis no pequeña, la del libro— favoreciendo una temática de ahora. Sí hay, por el contrario, un grupo bastante homogéneo de narradores, con estrechas relaciones personales entre ellos, que responden a un proyecto ideológico. El mentor de esta tendencia sería Rafael Chirbes, cuyas últimas novelas (si excluimos la póstuma París-Austerlitz, un tanto aparte de su proyecto narrativo global), Crematorio y En la orilla, han tenido un enorme éxito que ha incentivado a otros autores de su orientación. En esta línea de literatura de intencionalidad política se inscriben dos autoras que reflejan no tanto la crisis material como el entramado moral de nuestros días, Belén Gopegui y Marta Sanz, y quien con mayor atención se ha detenido en la penosa circunstancia socioeconómica actual y en la misma realidad alienante del trabajo, Isaac Rosa. Chirbes es un autor de lectura muy exigente, con inquietudes formales muy serias, incluso con un grado de preocupación constructiva excesivo. El riguroso aparataje artístico de sus libros ha quedado, sin embargo, minimizado, y los comentarios abundantes surgidos a raíz de su prematura muerte insistieron monótonamente en su vertiente de testigo airado de la corrupción, al punto de que en algunos no había manera de distinguirlo de un reportero de sucesos. En ello incurrieron incluso escritores cuya poética no puede estar más alejada de la chirbesana. El veterano poeta y periodista Manuel Alcántara, de siempre poco amigo de encarecer los valores utilitarios de la literatura, le dedicó un artículo, «Mercaderes de suelo», en el que se rendía a la presunta eficacia de En la orilla, antídoto, dice, contra «sinvergüenzas y especuladores», y para nada reparaba en la cualidad artística de la novela. Nos encontramos, así, con un viejo problema, tanto desde el punto de vista de los creadores como desde el de la recepción, el tematismo o contenidismo. Sabemos que el motivo no justifica por sí solo la obra literaria. La selección anecdótica, la actitud ética, el coraje crítico o el planteamiento político progresista no son estrictamente méritos de un escritor, aunque lo sean del ciudadano comprometido.

Es necesaria una cualidad artística, unas exigencias de literariedad que, además, hoy en día deben tener presentes las insuficiencias que lastraron la literatura social en un pasado no muy lejano. El tema requiere un tratamiento formal y lingüísticamente creativo. Es necesario convertirlo en una categoría superior al testimonio costumbrista. Voluntad y aciertos, en este sentido, no faltan, según lo muestran algunas obras de Isaac Rosa, de Marta Sanz o de Pablo Gutiérrez. Pero otras, incluso la novela cómic de Rosa —el narrador social de ahora más innovador— sobre los desahucios (Aquí vivió), están demasiado enfeudadas en la limitativa y vieja teoría del reflejo. El tema exige también que el autor sepa con claridad hacia dónde orienta su sentido, qué meta general persigue. Cosa que hoy no resulta fácil de discernir. A mediados del siglo pasado, los escritores de la izquierda tenían un norte claro en el requisito del realismo socialista formulado por la Unión de Escritores Soviéticos y que condensó Zhdánov. El artista debía dar «una representación verídica, históricamente concreta, de la realidad en su desenvolvimiento revolucionario». Hoy, la meta a alcanzar, la sociedad socialista, no constituye un objetivo realista tras el derrumbe del comunismo en los países del este europeo. Tampoco sirven, por tanto, los requisitos formales que perseguían esa meta: la tipificación y el héroe positivo. De momento, la nueva literatura crítica está lejos de encontrar una alternativa a estas exigencias. Lo que sí parece que los escritores críticos no comparten es la antigua confianza en el utilitarismo directo del arte. A la pregunta del periodista Javier Morales (publico.es, 12/6/2016) sobre si la literatura y el arte pueden cambiar la sociedad, Isaac Rosa contesta que toda forma de representación sirve «demasiadas veces para conservar la sociedad, para que nada cambie. Si tienen esa capacidad, también podrían tener la contraria». Sin embargo, matiza que él no es ingenuo y que escribir Aquí vivió «no sirve para detener ni un solo desahucio. Leerlo tampoco. Quienes paran desahucios son todas esas activistas que no se rinden». Otros, por el contrario, sí defienden el utilitarismo. Según la información de Peio H. Riaño en elespañol.es del 17 de junio de 2016, Íñigo Errejón ha dicho en la campaña electoral de este mismo año: «Necesitamos con urgencia novelas que nos cuenten lo que está pasando en nuestro país, obras de arte, exposiciones de fotografía que reflejen cómo se movilizan las asociaciones de vecinos»). El líder del izquierdista Podemos resucita viejos postulados dirigistas.


El cielo raso

El utilitarismo directo tampoco parece un objetivo razonable de la nueva literatura social si se tienen en cuenta factores que ya lo desmintieron en sus antecedentes de hace medio siglo y otros nuevos. ¿Quién consume esta literatura? ¿Qué efectos puede producir en un destinatario que pertenece mayoritariamente a una clase media de profesionales más o menos ilustrada? ¿En qué medida no está mediatizada por una sociedad de consumo que no discrimina bien entre la concienciación moral y el simple entretenimiento, por «un mercado pluralista al que le importa un bledo la diferencia entre Dante y el Pato Donald», como escribió hace tiempo Hans Magnus Enzensberger? ¿Qué margen de libertad tienen los nuevos escritores sociales cuando enseguida se integran, a poco éxito que logren, en la sociedad literaria tradicional y se convierten en autores institucionales: editoriales comerciales, premios, conferencias en centros oficiales...? Son muchas incertidumbres. Y una única certeza. La temática social y el testimonio de la crisis abundan en la creación artística de nuestros días. Llegan al cine, cuya vitalidad en este ámbito ha de recordarse, aunque sea una forma que se escapa al interés de estas páginas. Llegan al teatro. Jordi

Santos Sanz Villanueva. La literatura de la crisis: algunas conjeturas

Casanovas escribe Ruz-Bárcenas, donde da forma dramática a un núcleo verista centrado en el interrogatorio judicial al presunto político estafador. La representación madrileña de la pieza en la cooperativa Teatro del Barrio (empresa encabezada por el actor y también director de la obra Alberto San Juan, miembro del Consejo Ciudadano de Podemos de Madrid) fue seguida de un debate con el público, algo que recuerda a los cinefórum del franquismo y su papel político. En Barcelona, Marc Crehuet monta El rey tuerto, inspirada en un caso real, tratado en forma de comedia, en la que junta a un manifestante que ha perdido un ojo y al antidisturbios (antes portero de discoteca) que le disparó, y pone a su lado figuras representativas del momento, una chica en paro afanada en mil ocupaciones o un «documentalista social». En el tradicional Teatro de la Zarzuela se representa ¡Cómo está Madriz!, versión escénica de dos populares piezas del género chico preparada por el actor Miguel del Arco. A los textos antiguos se añaden notas de actualidad: aparecen el Pablo Iglesias clásico y el líder actual, se da encarnadura satírica a Doña Trasparencia, a Doña Sinceridad, a Doña Deuda Pública o a la Opinión Pública, y en este «viaje onírico y alucinado por la Villa y Corte» atraviesan las tablas Bárcenas o Rato, encarnaciones fácilmente identificables de heraldos de la corrupción presente. La representación de la crisis oscila en estas piezas entre la afinidad con el arte de agit-prop y la crítica satírica bastante amable (no por ello dejó la zarzuela de suscitar airadas protestas de esporádicos espectadores). Estos textos y la abundante narrativa aludida tienen el papel de conectar al destinatario con una dura realidad social. Sigue en el aire dilucidar si la presente tendencia testimonial de las artes obedece a un movimiento de fondo o a un impulso pasajero, fomentado por intereses ajenos a la creación. En cualquier caso, hoy, como antaño, la ya cuantiosa literatura de la crisis ha de afrontar el reto de superar el reflejo, de evitar un sociologismo plano y elemental, de encontrar formas artísticas complejas y actuales y de alcanzar representaciones de la vida verídicas a la vez que simbólicas. Ha de cumplir el papel de revelar el mundo sin conformarse sólo con informar (más en tiempos de amontonamiento noticioso indiscriminado) para que nadie pueda repetir mañana la demoledora moraleja de Juan Goytisolo sobre los realistas sociales del medio siglo: «Por una buena causa, hicimos una mala literatura».

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Rafael Chirbes o cómo pinchar la burbuja Mauro Jiménez

.Hoy, después de ocho años del origen de la crisis económica, pocos son los que en España tan sólo hablan de motivos crematísticos a la hora de explicar las causas que propiciaron la recesión. En el contexto español ya es común hablar de una larvada crisis moral y política que afloró de un modo evidente cuando cayeron las máscaras de un falso edén. Porque cuando en la reciente democracia española todo parecía dibujar un escenario idílico, pocos eran los que sostenían de forma tenaz un discurso crítico con los poderes fácticos. Desde esta perspectiva, la lectura del conjunto de la obra del novelista valenciano Rafael Chirbes (1949-2015) resulta iluminadora. En las diez novelas que escribió, la crítica social y la vindicación de la memoria colectiva ocupan un lugar principal. Chirbes perteneció a la generación de españoles que contempló en su juventud la caída de la dictadura y la construcción de la democracia. Sin embargo, en su obra no se sigue la común opinión de encomio a la Transición, sino la necesidad de llevar a cabo una relectura de la historia que, aunque no sea la de los vencedores, sí sea al menos justa con los derrotados. Acaso sea ese uno de los mayores logros de la novelística de Chirbes, el logro de escribir la historia oculta de la Transición, el logro de dar la voz a los que al perder la guerra perdieron también la posibilidad de contar su historia y, por lo tanto, su memoria se olvidó. Todo esto hace que su obra narrativa pueda ser contemplada desde una unidad en la medida en que su concepción de la literatura muestra un denodado interés por conectar la ficción con la realidad social de nuestro tiempo y por convertirse en un instrumento contra el poder. Esta visión de la literatura como un hecho incómodo para los poderosos quedó manifiesta en las dos últimas novelas que escribió (sin contar con París-Austerlitz, publicada póstumamente), Crematorio (2007) y En la orilla (2013), ambas elogiadas de forma unánime hasta el punto de ser considerado

Chirbes como el novelista que de un modo más acertado ha sabido retratar la España de la crisis. Es fácil, desde luego, llevar a cabo una recepción de las dos últimas obras de Chirbes, que son un díptico de la España reciente, según su editor Jorge Herralde, como novelas de la crisis e identificarlas con la crisis del ladrillo, con la crisis de la burbuja inmobiliaria en Crematorio y con la crisis del desmoronamiento social posterior con En la orilla. Esta es la lectura que se ha venido haciendo y es, claro está, una lectura factible, pero es también una lectura sobre la que el propio Chirbes se rebelaba desde su escritura. Recuérdese, por ejemplo, que Crematorio aparece en 2007, un año antes de que comenzara la Gran Recesión; esto es, difícilmente Chirbes podría subirse al carro de una moda, o de la escritura en torno a la crisis económica, cuando entonces, recordemos, el presidente del gobierno español se negaba incluso a pronunciar la palabra crisis. Quiero decir con esto que si en efecto su escritura describe nuestro tiempo y, por lo tanto, es posible encontrar en los periódicos titulares que rezan «La gran novela de la crisis en España», no es algo que él se propusiera, sino que supo pulsar el aire de nuestro tiempo antes de que la sociedad entera lo descubriera. Pero lo que es aún más importante, desde mi punto de vista, es descubrir una constante en la obra de Chirbes, constante según la cual no sólo podríamos encontrar el relato de una crisis en su narrativa, sino de varias. De otro modo, podría decirse que la narrativa de la burbuja inmobiliaria no puede entenderse sin la desmemoria contemporánea. Para Chirbes, que había estudiado y amaba la historia, como buen materialista, el estado presente tiene conexiones con el pasado más o menos reciente, de modo que es factible leer Crematorio y En la orilla como obras de la crisis financiera y del ladrillo en España, pero una lectura profunda de su obra demuestra que la ciudad se sostiene sobre las cloacas


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Jordi Gol. Cocinas literarias

Rafael Chirbes (2008). Maria Teresa Slanzi ©

del pasado. Así, nada de esta situación habría tenido lugar sin lo que podríamos llamar la crisis de la izquierda en España de resultas de la traición del Gobierno socialista de 1982 a 1996 a la tradición de izquierdas y también lo que podríamos llamar, a partir de la lectura de la obra de Chirbes, la crisis de la Transición entendida como una segunda derrota de los vencidos. Ahora explicaré cómo entendía esto Chirbes y cómo de algún modo puede rastrearse en sus novelas. Baste ahora señalar que en Chirbes podríamos llevar a cabo una genealogía de la crisis en tres tiempos: la crisis de la Transición, la crisis del Gobierno socialdemócrata y la actual crisis financiera que en España además está conectada con la burbuja inmobiliaria. También Ada Colau, ahora alcaldesa de Barcelona, conectaba, como Chirbes, en Vidas hipotecadas, de 2012, nuestra burbuja inmobiliaria con políticas comenzadas en la dictadura y continuadas en la Transición: «La transición española, lejos de marcar un punto de ruptura, dio continuidad a las políticas de vivienda de la etapa precedente. De manera gradual, los gobiernos democráticos de turno fueron profundizando en unas reformas que convirtieron el alquiler en una opción inestable, cara y estigmatizada, empujando a la población a endeudarse para acceder a una vivienda en propiedad» (pág. 51). Algo que hace aún más interesante la escritura de Chirbes es que no sólo escribió novelas, sino que también re-

flexionó sobre la literatura y la cultura españolas en ensayos como El novelista perplejo, de 2002, y Por cuenta propia. Leer y escribir, de 2010. Pero también escritos de circunstancia, capítulos en libros corales, que finalmente acaban siendo muy iluminadores para la comprensión de su pensamiento y de su propia narrativa. Para el asunto de estas líneas interesa especialmente el capítulo escrito por Chirbes para el libro La Transición, treinta años después, publicado en 2006 por la editorial Península, capítulo que utilizo ahora para explicar esa visión de la crisis en al menos tres tiempos y cómo no es posible comprender la burbuja sin la desmemoria. Lo primero que llama la atención de este capítulo es el mismo título, «De qué memoria hablamos», título combativo y que muestra ya desde el principio una mirada hacia la historia bien distinta de la del discurso hegemónico y oficial. Por una parte, Chirbes distingue la memoria que ofrecen los historiadores, que parten del testimonio y, por lo tanto, se convierten en jueces de los hechos al seleccionarlos y reconstruirlos para encontrar una explicación a lo acontecido. Por otra parte, el novelista valenciano señala la literatura como otro lugar de la memoria, como sucede no sólo con la escritura memorialística, sino sobre todo a su gusto con la obra de Balzac y de Galdós, obras en las que podemos rastrear el aire de la época. Dice Rafael Chirbes: «Por eso amamos a Balzac y a Galdós, porque nos convierten en presente

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el pasado y lo consiguen a través de la narración de hechos que nunca ocurrieron, o que, si ocurrieron, no ocurrieron así, como ellos cuentan, y porque, además, consiguen describir un mundo que ellos ni siquiera podían vislumbrar, y que es en el que nosotros vivimos. ¿Qué clase de mecanismo guardan esos libros? Parece casi milagroso ese poder de la literatura, de las grandes novelas, para, siendo fábula, ficción, hablarnos a un tiempo de lo que fue y de lo que somos» (pág. 230). Vemos en esta cita cómo Chirbes sigue la senda de La verdad de las mentiras de Vargas Llosa o La verdad de la ficción de Muñoz Molina, ensayos en los que ambos novelistas reflexionan sobre el valor cognoscitivo de la literatura. Visto así, la historia y la literatura pueden complementarse y esa es la idea de Chirbes. El problema lo encontramos cuando descubrimos que si la historia la escriben los vencedores, la literatura debe tener un papel fundamental para su restitución. Y aquí Chirbes echa mano de su querido Walter Benjamin para afirmar que la literatura tiene una originaria tarea didáctica. Y también reconoce la influencia del pensador francés Paul Ricoeur y sus trabajos en torno al papel del relato en la búsqueda del sentido existencial. Porque constantemente nos estamos contando historias sobre nuestra propia vida, estamos proyectando historias hacia el futuro y también entroncando nuestro relato con el de nuestros padres, nuestros abuelos, en fin, con nuestros antepasados y la sociedad en la que vivieron. Todo ello es un mimbre habitual en el taller narrativo de Chirbes. Pero el contratiempo sucede cuando la historia no respeta a los vencidos, cuando la historia se tergiversa y cuando la historia es utilizada de forma maniquea y arbitraria para detentar el poder. Y, curiosamente, a pesar de las grandes diferencias ideológicas que separan a Vargas Llosa de Chirbes, el escritor valenciano cita las siguientes líneas de La verdad de las mentiras: «Organizar la memoria colectiva; trocar la historia en instrumento de gobierno encargado de legitimar a quienes mandan y de proporcionar coartadas para sus fechorías es una tentación congénita a todo poder. Los Estados totalitarios pueden hacerla realidad. En el pasado, numerosas civilizaciones la pusieron en práctica». La diferencia estribaría en que, a los ojos de Chirbes, no sólo las dictaduras tratan de imponer una determinada memoria colectiva, un relato hegemónico, una historia verdadera, en definitiva. Para Chirbes esa voluntad de dominio de la historia se encuentra en toda forma de poder. De ahí también que su literatura pueda ser leída desde Mimoun hasta En la orilla como un sucesivo enfrentamiento con el relato hegemónico, que va desde la memoria de los vencidos hasta el relato del pelotazo y la especulación urbanística, pasando por el uso espurio de la memoria histórica no hace muchos años.

En este punto es donde puede introducirse una clave de lectura para la obra de Chirbes. Y es que quien no comparte el relato oficial está al margen de la corriente dominante, queda fuera de la cultura. En su obra una constante es la oposición entre el que posee cultura y el que desconoce pero desea aprender, tiene curiosidad por el conocimiento. Sin embargo, esta oposición se presenta como una especie de engaño por parte del que sabe hacia quien ignora, esto es, la cultura está, según Chirbes, más cerca del poder que del ignorante. Una novela como La buena letra puede ser leída desde ese prisma: Isabel representa la figura de la persona que, con cultura, lo que aspira es a medrar, cueste lo que cueste, bajo el engaño de la buena educación y de los correctos modales, aquí con la metáfora de «la buena letra» de su escritura en un contexto iletrado. Ana, la protagonista narradora de la novela, le dice a su hijo al final del relato: «A veces te veía escribir y, a mi pesar, recordaba aquellos cuadernos de ella. Pensaba: “La buena letra es el disfraz de las mentiras”. Las palabras dulces. Ella había tenido razón. Al margen de su camino sólo quedaba lo que en sus cuadernos llamaba “mezquindad” y “estúpida falta de ambición”» (pág. 131). También podemos encontrar esa crítica al mundo cultural en su segunda novela, En la lucha final, donde los personajes, todos ellos con una importante educación universitaria, tratan de enriquecerse incluso mediante el plagio. Y también esta crítica hacia la cultura la encontramos en Crematorio con las miradas paródicas e irónicas de Rubén Bertomeu hacia su hermano Matías, hacia su hija Silvia, doctora en Historia del Arte, y hacia su yerno Juan Mullor, catedrático de Literatura. En la secuencia de este relato, la sucesión de apropiaciones memorísticas sobre las que reflexiona la escritura de Chirbes comienza con la Guerra Civil y los años de la posguerra. En esa narración se silencia a los vencidos ausentes, presentes y exiliados, y la historia se convierte en desarrollismo y paz. Ejemplo de este olvido y el intento de Chirbes por su reconquista personal sería La larga marcha, si bien puede afirmarse que la presencia de la Guerra Civil es constante en toda su obra en la relación entre padres e hijos, entre quienes quieren mantener la memoria y transmitirla a sus descendientes, o entre quienes, a pesar de un pasado combativo, una vez llegada la democracia renuncian a sus antiguos ideales para lucrarse, mientras que sus hijos los critican pero disfrutan de su nueva situación de nuevos ricos. La segunda crisis en la memoria española contemporánea tendría lugar, según Rafael Chirbes, en la Transición. Era necesario, una vez fallecido el dictador, generar otros relatos distintos de los creados por el franquismo, ya que perpetuarlos supondría continuar con una herencia que se


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quería olvidar para entroncar con Europa. De ahí que junto al relato democristiano fue necesario incorporar parcialmente el relato de los exiliados, de los comunistas y de los movimientos obreros, entre otros. Pero aquí viene la crítica del novelista valenciano: aquello fue una farsa, según la cual el botín se repartió para hacer factible una convivencia sin que la memoria llegara a las últimas consecuencias, porque de haber sido así la legitimidad del nuevo poder se habría resquebrajado. En palabras de Chirbes: «El nuevo régimen […] sólo podía nacer de la desmemoria, del olvido. Ya en los llamados Pactos de la Moncloa, las clases medias cultas, los intelectuales, la cúpula del movimiento obrero y la alta burguesía sellaron el desmantelamiento de los discursos republicanos, más o menos proletarios y radicales, y se pusieron de acuerdo acerca de cuál había de ser la narración canónica de esos años, un capítulo que bautizaron en los libros de historia como “la Transición”, y que vino marcado por el desahucio de cualquier valor que pusiera en entredicho el pacto, y con la creación de una nueva colección de héroes, de un nuevo santoral laico, que desbancó tanto el procedente del franquismo, como el que se habían forjado los republicanos de fuera y del interior de España» (pág. 239). Hubo, como se ve, a los ojos de Chirbes una apropiación de la memoria de la posguerra y la creación de un nuevo relato, el relato de la Transición que imponía bajo el eufemismo de moderación la imposición de una determinada visión de la historia. Era necesario mirar hacia delante, lo que para Chirbes significa junto con Walter Benjamin la aceptación de la derrota, porque hacerlo de otro modo sería remover la injusticia sobre la que se basaba la nueva legitimidad. Y llegaron progresivamente los años de la desaparición de la ideología, más tarde incluso del fin de la historia, años en los que tuvo lugar una tercera crisis en dos tiempos. Sí, porque para Chirbes la crisis de la burbuja es fruto de estas sucesivas desmemorias y olvidos, ocultamientos y engaños. Parece que en España, puesta en marcha la democracia, aconteció una especie de interiorización de los fantasmas del pasado, algo así como un acuerdo implícito según el cual incluso las propias víctimas del franquismo, los vencidos, renunciaban a cualquier tipo de reconocimiento público más allá de la justa participación política en la inaugurada libertad. El motivo último de esa que podríamos llamar misericordia histórica se encontraría en un asunto de raíz psicológica, si es que podemos hablar en términos de psicología de masas sobre este tema, y sería la necesidad de olvidar, de cauterizar la herida del recuerdo. En esta visión que yergue Chirbes de una izquierda derrotada que traiciona o reniega de su pasado estaría de acuerdo

Mauro Jiménez. Rafael Chirbes o cómo pinchar la burbuja

José-Carlos Mainer, quien analiza los productos culturales de los primeros años de la democracia, los libros que se escribían y las películas que se realizaban y descubre en ellos una renuncia a la interpretación materialista de la historia bajo el canto de sirenas de un hedonismo recién descubierto. Esto es, podríamos decir que la libertad de los primeros años democráticos llevó a la izquierda más hacia el disfrute voluptuoso del cuerpo que hacia la restitución ética del pasado. De este modo, hubo, en palabras de Mainer, un «naufragio generalizado de la tradición de izquierda —política y cultural— que antaño estaba tan segura de su razón histórica, de su potestad de interpretar los signos de realidad, de su capacidad de proselitismo» («Cultura y sociedad», pág. 56). Este naufragio de la izquierda tradicional española durante los años de la Transición provocó su transformación en dos posibles formas expresivas, una de carácter sensual y otra de carácter utópico, pero ambas apartadas de lo que en ese momento histórico era la cuestión palpitante caída la dictadura. Lo que está también en el fondo de las novelas de Chirbes es el reflejo de los valores que la sociedad española abrigaba durante los años ochenta y noventa del pasado siglo. Valores que viraban hacia el individualismo y la insolidaridad auspiciados por un clima económico en el que el ministro Carlos Solchaga llegó a decir que «España es el país del mundo donde más rápido se puede hacer uno rico». Se trataba de la cultura del pelotazo, de los nuevos ricos, de la ambición por el dinero y del culto al cuerpo en búsqueda de la eterna juventud. En definitiva, Chirbes puede ser considerado el novelista de la crisis, pero no únicamente de esta Gran Recesión ni de la manera en que habitualmente se le ha leído. Sí, el novelista que ha tratado de mantener un relato de la crisis de la historia contemporánea española, una crisis que comienza en la posguerra, continúa en la Transición y llega hasta nuestros días pasando por los años veloces de los ochenta y de los noventa. Una crisis que ha tenido como último episodio la burbuja inmobiliaria, de la que da buena cuenta en Crematorio y En la orilla, pero también en La buena letra cuando nos presenta unos personajes que son capaces de medrar económicamente al poner en venta la memoria familiar, el suelo de sus antepasados. Por todo esto es posible afirmar que para Chirbes el desvelamiento de la desmemoria española es el mejor modo de pinchar la burbuja.

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Mauro Jiménez es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Madrid. Desde el comparatismo literario y los vínculos entre política y literatura investiga la obra de Rafael Chirbes. Sus principales líneas de investigación son las relaciones entre la filosofía y la literatura, la retórica y el ensayo.

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Buscando a los culpables de la crisis en la novela negra española actual Stefania Imperiale

.Terremoto bursátil, tsunami financiero, tormenta económica: así se ha definido la crisis desde finales de 2007 cuando esta empezaba a golpear las economías mundiales, en particular las del sur de Europa. Una retórica de la catástrofe que si por un lado subrayaba la magnitud del fenómeno y sus desastrosas secuelas, por el otro impedía buscar las responsabilidades (humanas) del cataclismo. Desposeído de su significado originario y delimitado en sus connotaciones económicas, el término crisis se ha configurado, afirman Carlo Bordoni y Zygmunt Bauman en Estado de crisis, como una entidad abstracta y siniestra: no se conocen sus orígenes aunque sus efectos adversos afectan aspectos diferentes de nuestra existencia. Este matiz meteorológico y enigmático de la crisis reubica metafóricamente al hombre contemporáneo en los tiempos de las sociedades arcaicas cuando el «mal» se caracterizaba por su externalidad, como argumenta Paul Ricoeur en Finitud y culpabilidad. En este primer estadio del mal, lo nefasto se configura como un fenómeno que sobreviene y destruye, respondiendo así a un destino implacable que irrumpe, sin dejar ninguna posibilidad de salvación. El sacrificio, tanto humano como animal, es la única forma de aplacar la fuerza devastadora del mal y restablecer el orden ya que la culpabilidad, ausente en las épocas arcaicas, es una condición que se dará con la llegada del judeocristianismo y la consecuente interiorización del mal. Análogamente a la exterioridad del mal de las sociedades primitivas, la fuerza incontrastable de los mercados neoliberales, ajena al control político, y el alto grado de abstracción (y corrupción)

de las operaciones financieras sacudidas por la crisis se caracterizan por la ausencia de culpables y necesitan víctimas sacrificiales para aquietar su potencia aciaga. Un repertorio heterogéneo de las víctimas de la crisis económica y financiera aparece en la narrativa española de los últimos años. Encontramos, por ejemplo, el caso de Marco en Democracia, de Pablo Gutiérrez (Seix Barral, 2012), un joven diseñador de una agencia inmobiliaria despedido el mismo día en que Lehman Brothers declaraba su quiebra, o el de Elisa en La trabajadora de Elvira Navarro (Literatura Random House, 2014) que asiste inerme al empeoramiento de su salud psíquica junto con las pésimas condiciones laborales a las que tiene que enfrentarse. Una suerte parecida es la que les toca a los múltiples personajes de En la orilla de Rafael Chirbes (Anagrama, 2013), representantes literarios de los miles de trabajadores del sector inmobiliario sacrificados tras el estallido de la burbuja, o al joven Javier de Yo, precario (Los libros del lince, 2013) mareado entre un trabajo inestable y otro sin ninguna seguridad económica. Ansiedad, desesperación y visiones apocalípticas del futuro afligen también a Juan Urbano, el protagonista de Ajuste de cuentas de Benjamín Prado (Alfaguara, 2013), novela a medio camino entre el género negro y la metanarración. Columnista de periódico y escritor, Urbano tendrá que encarar las consecuencias de su despido y la falta de inspiración para escribir su nuevo libro. Paralizado en un «dique seco y con la cabeza en otra parte» y arrojado a la abulia tras la pérdida de su trabajo, Urbano encarna una versión posible de


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Stefania Imperiale. Buscando a los culpables de la crisis en la novela negra española actual

Stefania Imperiale (1983) es investigadora becaria de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Ca’ Foscari de Venecia. Consiguió su doctorado en 2013 en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y en la Universidad Ca’ Foscari de Venecia. Recientemente ha publicado el ensayo Contar por imágenes: la narrativa de Juan Benet (Sevilla, Renacimiento).

la polifacética figura del precario actual que no sabe cómo pagar «una serie interminable de facturas, cuotas, tasas, multas de tráfico...». Deambula por Madrid como un individuo desorientado con «el lenguaje de la angustia escrito en rostro». Al contrario del miedo, que siempre tiene una causa precisa, la angustia, escribe Martin Heidegger en Ser y tiempo, no sabe qué es aquello ante lo que se angustia, desarraiga el ser-ahí y suspende el ente sobre la nada. El ser angustiado se encuentra sin posibilidad de comprenderse puesto que «se proyecta esencialmente sobre posibilidades». Frente a esta apertura a la posibilidad —y a la incertidumbre— el angustiado permanece en suspenso, a la espera, al igual que los precarios y los parados en estos años de recesión que, como argumenta el sociólogo Guy Standing en su reciente ensayo El precariado. Una nueva clase social, son conscientes de que cualquier error puede marcar la diferencia entre un tenor de vida aceptable y otro sin recursos económicos. Sin haber tenido el tiempo de reaccionar a su cambio existencial, Urbano se describe a sí mismo «perdido en algún punto indeterminado entre mi antiguo y mi nuevo yo, sin saber hacia dónde moverme en aquel mundo que ya no parecía estar ahí para mí e incapaz de pensar en nada, sin duda porque es imposible llegar al fondo de las cosas mientras luchas por no hundirte». La reflexión del personaje sobre lo que fue su vida en la época de la abundancia y lo que será tras el desempleo sigue paralela a la contemplación melancólica de lo que queda de la España del boom inmobiliario: edificios vacíos, tiendas cerradas y decenas de carteles

con el anuncio «Se vende». De lo que antiguamente fue su pueblo natal ya no queda nada: «todo se ha terminado», afirma tajantemente el narrador. Lo que ve Urbano en las afueras de Madrid no dista mucho de lo que observan, en Misent, los personajes de Chirbes de En la orilla o lo que el inspector Carrillo ve en sus paseos por Baria, ciudad del levante almeriense, en la novela negra Baria City Blues de Carmelo Martínez Anaya (2009). Tras investigar el asesinato de la mujer de un promotor inmobiliario implicado en operaciones poco transparentes en los años del pelotazo, el inspector Carrillo conduce resignado por una Baria desfigurada por el «urbanismo mezquino y embrutecido que deja calles estrechas y bloques de viviendas como colmenas». Allí, como en el resto de la España de los últimos años, la obesidad y la bulimia de las empresas constructoras, dos patologías señaladas por el propio Carrillo, dejarán sus huellas: escombros, obras a medio hacer y ruinas. Presentes en muchas novelas españolas de la crisis, las ruinas señalan una ausencia y una presencia, una intersección entre lo visible y lo invisible. Lo ausente, eso es, lo que pone de relieve lo invisible, es la propia fragmentación de las ruinas, su carácter de «inutilidad», ya que lo que existía antes ha perdido su funcionalidad, afirma Salvatore Settis. Símbolo del pathos del tiempo y de la historia en la cultura occidental, las ruinas se presentan como imágenes concretas del fin de una época y del comienzo de otra. Quizás sea prematuro poder decir a qué nueva época nos asomamos, pero es evidente que se han acabado los años de la falsa opulencia, cuando

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«la rueda de la fortuna giraba deprisa», como escribe Benjamín Prado en su novela. Como todo individuo endeudado, Juan Urbano lleva el peso de una culpa que de alguna manera tendrá que expiar: una falta que simbólicamente se vuelve visible a través de su cuenta en números rojos, «una mancha de sangre que crece sobre una camisa blanca». Acongojado por su insolvencia con el banco, decide purificarse aceptando el encargo de escribir la biografía novelada de Martín Duque, un empresario acusado de «malversación, soborno, blanqueo de dinero y fraude a sus inversores» y condenado a once años de cárcel. Aunque ese trato represente «un acto de capitulación» para Urbano, le llevará a investigar sobre una de las figuras más controvertidas del mundo empresarial español, implicada en muertes sospechosas y trapicheos financieros. La ausencia de responsables del desastre financiero empieza a ser remplazada, al menos en el plano ficcional, por nombres propios, hechos concretos y fechas exactas. Algo parecido sucede en otras dos novelas negras recientes, La rata. Novela indignada de Aitor Martinez Jiménez y Pablo Cueva (ECU, 2013) y El agua de la muerte de José Antonio Nieto Solís (Verbum, 2014), en las que banqueros, constructores y especuladores financieros en connivencia con los políticos, además de ser imputados públicamente por ser los responsables de la decadencia del sistema económico español, serán ejecutados a manos de unos asesinos en serie a los que se considera una suerte de ángeles justicieros. Siete años después de las primeras manifestaciones del 15M, Alex, el «justiciero» de La rata, un cuarentón a quien le han diagnosticado un cáncer en fase terminal, decide realizar unas «tareas de limpieza» y eliminar literalmente a quienes han llevado España al rescate financiero y a la clase media a la indigencia. No tiene nada que perder, y lo único que lo mueve es el afán de justicia, puesto que todas las pruebas han sido archivadas por unos jueces sobornados y «nada daña tanto como la impunidad». Empieza así una serie de cuatro homicidios, que comienzan con el asesinato de un famoso constructor en un campo de golf, un constructor que, con métodos mafiosos, trataba de que el director de Urbanismo de Alcorcón edificase viviendas

José Antonio Nieto Solís. Fotografía: Nieto ©

en terrenos no urbanizables. Quien tendrá que resolver el enigma de esas muertes y atrapar a esa «rata» (así es como el ministro de Interior define al criminal) es el comisario Ferranz, el cual, a lo largo de las investigaciones, deberá luchar contra el aumento del consenso popular, el éxito mediático que el asesino cosecha y la pésima gestión de los eventos por parte del Gobierno. En los desplazamientos cotidianos del comisario Ferranz, de Carrillo en Baria City Blues y de la inspectora Labordeta de El agua de la muerte, así como del veterano comisario Costas Jaritos por las calles


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Stefania Imperiale. Buscando a los culpables de la crisis en la novela negra española actual

de Atenas en las novelas de Petros Márkaris, se reflejan los efectos de la política de austeridad dictada por el rescate financiero de España y Grecia: prejubilaciones, coches de la policía que se quedan sin gasolina y funcionarios que no saben cuándo cobrarán. La pérdida de credibilidad del Estado y la desconfianza en la «mano invisible» del mercado, precipitada por el estallido de la crisis económica, se unen en La rata al escepticismo europeo ante a las investigaciones del Ministerio de Interior: la España que Martínez y Cueva representan es un país doblemente humillado por el rescue package, además de quebradizo e incapacitado para levantarse con sus propias fuerzas. Políticos metidos a banqueros, empresarios con fortunas en paraísos fiscales e imputados en varios casos de corrupción a la espera de juicio caerán también en las manos mortales del homicida en El agua de la muerte, novela negra publicada por el escritor y profesor de Economía Aplicada José Antonio Nieto Solís. Aquí, sin embargo, la inspectora Marian Labordeta y su ayudante Marcos Peñafiel se enfrentarán a una doble amenaza que paraliza la capital durante los cuarenta días de las investigaciones: junto a los cadáveres de «peces gordos» del sistema financiero español, encuentran mensajes intimidatorios sobre un posible envenenamiento masivo del agua que beben los madrileños. Dejándonos en suspenso hasta la solución del enigma, Nieto Solís nos conduce por una intrigante pesquisa entre el oscuro sector de los negocios, por el tráfico ilegal de material radioactivo en el puerto de Valencia, pasando por una enigmática secta conectada con la mafia china y por la opacidad de los presupuestos en el mundo académico español. Mientras va tejiendo la intriga, el autor aprovecha todas las posibilidades que el género negro ofrece para observar de manera crítica aspectos menos visibles de las secuelas de la crisis. Uno de ellos es la difícil situación económica de la investigación académica en España, que Nieto Solís conoce muy bien y que convierte en la imagen desoladora de «sillas vacías acopladas a mesas de trabajo sin papeles y con pantallas de ordenador apagadas». Como confirma Silverio Flecha, el estrafalario profesor de geología de El agua de la muerte que (aparentemente) investiga sobre la relación entre el agua y

el estudio de la Historia, la «externalización de las tareas» en las facultades, la rescisión de contratos laborales y la progresiva reducción de becas obligan a los jóvenes, cada vez más preparados, a dejar el país. En otras ocasiones, en cambio, los desplazamientos de la inspectora por las calles de Madrid nos brindan escorzos heterogéneos del malestar social y de la situación decadente en que se encuentra la ciudad. Como ocurre también en las novelas de Márkaris, aquí no faltan manifestaciones y protestas civiles, como por ejemplo la de los afectados por la estafa de «Viaje Marsella Plus», o la de los médicos a raíz de los «intentos de privatización y desmantelamiento de los servicios públicos» o la de la «marea verde» contra los recortes a la educación. El deterioro de la viabilidad pública, en cambio, vuelve palpable el empeoramiento de los últimos años de «las condiciones salariales y laborales de los trabajadores de limpieza, jardinería, asfaltado de calles y arreglo de aceras». En este escenario desolador en el que se confirman la impunidad de quienes han envenenado con la corrupción la sociedad y la falta de responsabilidad por parte de las instituciones públicas, los lectores nos encontramos frente a un reto ético, ya que el significado de «culpabilidad» se subvierte: el asesino serial —el «ángel indignado»— se convierte en un justiciero capaz de restablecer el orden social y económico. En El agua de la muerte, sin embargo, el asesino adquiere el papel de portador sacrificial de una «mancha» de la sociedad entera, una «infección casi física que apunta a una indignidad casi moral» (Ricoeur), representada metafóricamente por el angioma que tiene en su rostro. Una mancha que remite a la venganza de lo impuro, el alto precio tras la violación de un orden que toda la colectividad, según el plan criminal del asesino, tendrá que pagar echando «más veneno» al que ya nos ha contaminado. Además de ofrecer una crítica social y política de la actualidad, sin llegar a ser panfletarias, las novelas negras aquí presentadas, así como otras que no he citado por cuestiones de espacio, ofrecen alternativas posibles, aunque ficcionales, a la inevitable impunidad que la «retórica de la catástrofe» a la que me he referido al principio de estas páginas nos quería hacer creer.

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Narrativas de la crisis en el ámbito rural: el caso de Caballos de Labor de Antonio Castellote Pablo Valdivia

.En las coyunturas históricas de desajuste social, como la generada por la crisis financiera de 2008 y sus consecuencias, la literatura adquiere un papel esencial en la renovación de cualquier sistema simbólico, puesto que se constituye en el baluarte último de la imaginación y del territorio de la soberanía individual que se conforma en el mismo acto fundamental de la lectura. De hecho, cuando hablamos de «crisis financiera», tal y como explicó Paul Crosthwaite en un trabajo de 2012 titulado «Is a financial crisis a trauma?», deberíamos añadir que también nos situamos ante una «crisis simbólica». Y en ella, efectivamente, la literatura es el discurso humano por excelencia en el que los símbolos, por su naturaleza polisémica, ponen de manifiesto especialmente las contradicciones de un tiempo de profunda crisis social, cultural y económica. En dos trabajos nuestros actualmente en prensa —«Narrando la crisis financiera y sus repercusiones» (Valdivia, 2016), y «La novela española ante la crisis financiera de 2008: mercado editorial y renovación» (Valdivia, 2016)— hemos expuesto dos aspectos fundamentales sobre la llamada «literatura de la crisis» (Rodríguez Marcos, 2013). Por un lado, el desequilibrio en cuanto se refiere al número de obras que abordan la crisis en espacios rurales frente a ámbitos urbanos y, por otro, la emergencia de nuevos modelos de sujeto histórico, que podemos denominar «sujeto precario/sujeto emprendedor», como dos caras de la moneda cuya circulación ha reemplazado a la noción de «sujeto ciudadano» omnipresente en los discursos intelectuales y literarios desde la consolidación del ideario de la Revolución Francesa a partir de 1789. Al mismo tiempo, en esos dos trabajos proponíamos la construcción de una cartografía de las llamadas «novelas de la crisis», que puede ser elaborada a partir de un conjunto de núcleos o ámbitos operacionales, entre los que destacábamos las «novelas de la crisis en el ámbito rural» y la obra Caballos de labor (2012), de Antonio Castellote, como ejemplo representativo —y casi único reconocido— de aquellos textos de

ficción que se han ocupado de las especiales contradicciones y tensiones que han surgido en territorios físicos y simbólicos ajenos a los del espacio literario urbano. En tal panorama o cartografía, Caballos de Labor cobra un doble valor para el lector y el estudioso no solamente por ese motivo, sino porque, en primer lugar, representa una mirada original y distinta dentro del conjunto de la producción novelística relacionada con la crisis financiera de 2008 y sus consecuencias y, después, porque además y sobre todo nos emplaza ante una realidad, la del campo trabajado — que se opone a la de la recuperación y adaptación mercantilizada de lo bucólico—, que ha sido sistemáticamente excluida de los estudios —salvo la excepción que representa el volumen Handbook of Rural Studies (2006) editado por Paul Cloke, Terry Marsden y Patrick Mooney— sobre las nuevas relaciones sociales impuestas por el desarrollo de los procesos de globalización neoliberal y de la hiperconectividad a través de las nuevas tecnologías de la comunicación, de la información y del entretenimiento. Ese mundo, el del campo trabajado, constituía una realidad relativamente cercana e incluso conocida por la mayoría de los lectores españoles hasta fechas relativamente recientes. Por ende, su exclusión del imaginario cultural compartido se debe, entre otras razones, al privilegio concedido al espacio urbano dentro de la tradición literaria europea desde que Baudelaire publicara en 1863 su artículo «El pintor de la vida moderna», pero también a una ignorancia sistémica del ámbito rural por una buena parte e importante de los creadores y de los críticos culturales contemporáneos. Este fenómeno es el resultado directo, en nuestra opinión, de los procesos de «desmaterialización» en la producción tanto de los objetos físicos como de los simbólicos en nuestro mundo actual, rápidamente acentuada por la denominada globalización. En otras palabras, el sujeto urbano moderno adolece y sufre una rémora esencial en la cadena de configuración de sentido de los discursos que elabora o recibe, provocada por la desconexión


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Pablo Valdivia. Narrativas de la crisis en el ámbito rural: el caso de Caballos de Labor de Antonio Castellote

Pablo Valdivia (1981) es catedrático de Literatura y Cultura Europea y codirector del Centro de Investigación Artes y Sociedad de la Universidad de Groningen. Desde 2015 es el presidente del Comité Científico del proyecto Horizonte 2020 Ciencia Excelente Marie Curie RISE «Narraciones Culturales de Crisis y de Renovación -CRIC» financiado por la Comisión Europea que agrupa a un consorcio de ocho universidades europeas y latinoamericanas. Entre sus publicaciones destacan sus estudios sobre novela y teatro contemporáneo.

entre la materialidad de la realidad que desconoce y el consumo de los objetos y de los discursos que los acompañan, que se convierte en la única realidad que le alcanza. Por tanto, si el sujeto urbano moderno se acerca al campo, en el mejor de los casos, no puede hacer otra cosa más que idealizarlo. No obstante, la crisis financiera/simbólica de 2008, al desajustar el tejido social, ha provocado que cierta parte de la población urbana —cuyas condiciones de existencia han devenido en los resultados trágicos que con tanto acierto han retratado películas como Techo y comida (2015)— regrese a zonas rurales donde las relaciones de solidaridad familiar han absorbido y amortiguado el impacto de la devaluación del trabajo y del desmantelamiento de las estructuras públicas que han de garantizar la igualdad entre ciudadanos, la justicia social y la redistribución de la riqueza. Los elementos hasta aquí enunciados presentan el paradigma que, a nuestro juicio, rodea la singularidad encarnada por Caballos de labor (2012) de Antonio Castellote, cuya original propuesta, quizá por enmarcarse dentro de la estética del llamado realismo literario, ha pasado desapercibida para buena parte de los críticos y de los editores, aunque no para los lectores, que han ido pasándose este texto que obtuvo el Premio de Novela Corta Maestrazgo 2012 y que constituye una mirada muy distinta a la que permiten las coordenadas desde las que se han escrito otras novelas mucho menos ambiciosas y peor conseguidas, pero bien sustentadas por el entramado de marketing y de promoción de los grandes grupos editoriales. Las redes sociales han tenido —todavía lo tienen— un rol fundamental en la especificidad de la crisis simbólica/ financiera de 2008, porque la producción de contenidos ha encontrado en ellas vías alternativas a las tradicionales, bien por medio de fenómenos como el del crowdfunding o bien por la posibilidad de que autor y lector puedan entrar en contacto con mayor facilidad gracias a los blogs o a la autoedición digital, por mencionar un par de ejemplos ilustrativos.

Para acercarnos con rigor a Caballos de Labor (2012) es interesante remitir antes a una entrada en el blog del propio autor, fechada el 28 de febrero de 2012 y titulada «Mitos para una crisis», en la que Castellote reflexionaba sobre las posibilidades de la respuesta que la literatura podría brindar ante una coyuntura trágica y adversa como la que vivía (y aún vive) España. Escribía Castellote las siguientes palabras cuando se preguntaba por cómo construir un nuevo tipo de realismo que entiende necesario ante la urgencia de los acontecimientos, de qué temas debería ocuparse y de qué manera debería plantearse en ese momento: ¿Y ahora? Más de una vez he comentado que es la hora del realismo, que la literatura se está quedando en el recreo, en la sala de espera, en la terraza para fumadores, pero el negocio editorial impide su paso al aula, al quirófano, a la verdad del tiempo en que vivimos. […] Quien quiera escribir una novela sobre Mercamadrid se encontrará lectores que para eso ya ven la tele, a no ser, claro, que tenga el arte de Josef Winkler. Los escritores ya no se van con papel y lápiz a la Rosilla, a informarse de primera mano, y en todo caso ese es el terreno de la miseria estable, de las desigualdades globales, de las contradicciones de los países desarrollados, etc., cosa que tampoco es como para dedicarle 500 páginas, al menos en España. (2012)

Castellote —un escritor no profesional— apunta hacia una de las cuestiones que todavía muchos novelistas no han podido resolver, aunque les inquiete: cuál es el espacio que la literatura debe ocupar dentro de una sociedad en la que distintos medios (televisión, radio, cine documental, entre otros) o plataformas (periódicos digitales, noticias en streaming, etc.) ofrecen la información, y por lo tanto un discurso con el que conformar el mundo, de manera más inmediata que la que ni siquiera puede pretender un texto de ficción. Para Castellote el camino de la literatura debe ser otro, según

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Antonio Castellote Bravo. Fotografía: Inma Vegas Pérez ©

él mismo afirma: «No. El camino es, más bien, íntimo». Es decir, confía en la capacidad de la literatura para plantear mundos posibles en los que la complejidad psicológica de los personajes y de las tramas alcance un grado de profundidad y de particularidad que no pueda ser igualado en su riqueza de matices por ningún otro medio. Además, Castellote se pregunta por un segundo desafío tan importante como el anterior y que se encuentra estrechamente unido al de la función de la literatura en una sociedad en crisis:

no importa tanto la existencia de la inmoralidad, de lo reprobable, sino el cinismo de los discursos que enmascaran su legitimación. Por lo tanto, a la literatura le ocupa indagar en los mundos posibles de aquello que puede acontecer y todavía no ha sucedido, aunque ese futuro esté en el pasado como, por ejemplo, la vuelta a la estructura familiar que da cobijo, el regreso al campo, al trueque u otras formas de convivencia de lo que Castellote denomina como «conveniencia moral» al término de la siguiente reflexión:

¿Pero qué vamos a denunciar? Uno de los rasgos más deses-

Me pregunto qué le queda, aparte del miedo, a la literatura.

perantes de esta crisis es que todo el mundo ve lo que pasa

Qué historia sin historia sería suficiente para trazar el mito

a pesar de que se lo enmascaren, pero nombrarlo, denun-

de nuestro tiempo, o bien qué mito antiguo reciclado servi-

ciarlo, es caer en lo obvio, en lo que todo el mundo sabe y

ría para contarlo. […] El gran cuerpo social solo inicia mo-

no tiene ganas de que se lo repitan. Así que fuera la historia

vimientos retráctiles, como los animales cuando perciben

del banquero sin escrúpulos, la del cura intrigante, la del

el fuego, nosotros incluidos; por eso casi es más interesante

liberal-fascista, la del político mentiroso. Todo eso se echa

imaginar cómo tendrá que arreglárselas la gente cuando

de comer al cine, que convierte la realidad en maldad y ésta

la gran obra del conservadurismo español esté consumada

en fascinación y todo en 16 euros, algo menos el día del

y haya, como toda la vida de Dios, cuatro señoritos y una

espectador. (2012)

mayoría de seres inferiores. […] Yo no creo en la solidaridad sino en la conveniencia, aunque sea una conveniencia

Efectivamente, no le falta razón a Castellote cuando subraya que ya la denuncia no es suficiente porque es posible difundirla por otros medios con más inmediatez y eficacia. Y, con verdadero acierto, inquiere qué mito (actualizado o no) podría funcionar en una coyuntura de crisis como la actual para explicar un mundo en pleno desajuste donde

moral. Me imagino una subsistencia basada en el trueque, un ir a cuidar al amigo enfermo, un dar unas clases por un saco de patatas, un abrigarse en lo que de auténtica familia, hecha o heredada, de parientes o de amigos, haya podido quedar. Llevo tiempo dándole vueltas, y creo que, más que un mito clásico, nos merecemos una parábola dominical, la


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del hijo pródigo. España entera empieza a ser pródiga de sí misma, y cuando no hay futuro se camina hacia el pasado, a lo que no se ha llevado el río. (2012)

Esta imagen del hijo que regresa, expresada en los términos anteriores, es la que vertebra la trama argumental de Caballos de labor (2012) de Antonio Castellote. La novela se inicia con la muerte de José Antonio Labordeta. El narrador es un geólogo de un pueblo de la provincia de Teruel que debe regresar a la casa de sus padres debido a las consecuencias de la pérdida de su empleo. Martín, su hermano, había permanecido en «Villarroya de los Pinares como una forma de poner en práctica lo que decían las canciones [de Labordeta], de redimirlas en la medida de lo posible. Entonces se daban casos de estudiantes de la edad de Martín que decidían irse voluntariamente al tajo, a los pueblos que cantaban los cantantes de ciudad, y luego montaban una cooperativa de queso de cabra que duraba unos pocos años y desaparecía» (2012:13). Esta cita nos sitúa, por tanto, ante un espacio rural sin idealizar, un «campo trabajado» con toda su dureza y todas sus contradicciones. El protagonista indica las posiciones dispares ocupadas por él y su hermano en el campo y en la ciudad cuando leemos un poco más adelante: «A mí esa actitud tan extrema de Martín me venía de perlas porque yo no quería ni la carpintería ni volver al pueblo. Aquel verano del 75 yo estaba más o menos como ahora que acaba el del 2010. Había terminado los estudios y no sabía por dónde tirar, igual que ahora, que se me ha terminado el trabajo y tampoco sé por dónde tirar. Entonces dudaba si irme a Londres o a París, vestía de negro y cuando me preguntaban por Franco yo decía que era una moneda. Mi hermano no. Mi hermano trabajaba entonces y trabaja ahora» (2012:13). La pérdida de identidad que conlleva a su vez la pérdida del trabajo —frente al hermano al que la agricultura de subsistencia le ha permitido tener mayor estabilidad— «espectraliza» al sujeto precario (el narrador en este caso), que se siente y representa en un estado de desajuste: «Así no puedo evitar la sensación incorpórea de los fantasmas, la pérdida del equilibrio temporal, de no saber cuándo estoy» (2012: 45). Este sentimiento tan sólo encuentra un cierto bálsamo cuando se encuentra en el palomar modificado por Martín y forrado con libros donde «nos tirábamos en un jergón semicircular a escuchar música mientras el sol iba cambiando de hornilla y los haces se proyectaban sobre la mesa como cañones de luz en un teatro. Aquí sí me reconozco. Aquí no soy mi propio fantasma» (2012: 46). El hijo pródigo, al que aludía Antonio Castellote como mito de nuestros días, ha regresado «desajustado» a la estructura familiar y poco a poco, según transcurre la novela

y se desarrolla la trama, vuelve a encontrar un proyecto de vida en el trabajo del campo, donde Martín aún halla la posibilidad de mantener una relación directa con la materialidad de las cosas, de conocer el producto final de su trabajo. Como el propio Martín explica al narrador: Me gusta ir montado en este carro y arrastrar los troncos por el monte. Me gusta construir instrumentos y entrecavar tomates. Me gusta levantarme al alba. Me gusta darle de comer a Severino, y a ti me has dicho que también te gusta. El campo es limpio. Y tú no hagas caso. Aquí no se viene a recordar nada. Aquí sólo se viene a vivir. (2012:106)

Las últimas palabras de Martín son fundamentales para entender lo que Caballos de labor plantea y la novedad que representa dentro de la producción novelística que se relaciona con la crisis simbólica/financiera de 2008 y sus repercusiones. El campo no es una evasión, no es un paraíso artificial. Tampoco son válidos algunos lugares comunes — presentes en la tradición literaria desde Antonio de Guevara en el siglo XVI— del «menosprecio de corte y alabanza de aldea», ni la idealización romántica que se inicia en el siglo XVIII con J. J. Rousseau y sus Les Rêveries du promeneur solitaire (1776). El campo es duro, pero ofrece también la autenticidad de aquellos símbolos/trabajos primordiales sobre los que volver a «ajustar» el pulso de la identidad. Martín no se jacta de ser un agricultor, sino que se reafirma como individuo en los objetos y las acciones que él mismo puede construir. Esa libertad, llevada al extremo por Martín, se convierte en el horizonte al que aspira el narrador de la novela. Por tanto podemos concluir que Caballos de labor de Antonio Castellote, lejos de proponer una reacción conservadora ante una crisis de la noción del sujeto ciudadano, reivindica nuevas formas de resistencia, desde la sencillez formal y la inteligencia, ante la imposición del sujeto precario. Por todo ello, tal y como explicaba Pedro Moreno en un excelente artículo publicado en Turia: «Pese a la ingente cantidad de obras que se publican y distribuyen por doquier, resulta complicado encontrar un lugar a algunos autores más allá del mainstream narrativo actual. […] El hecho de que no sea subversivo, radical, ni cree argumentos en los que tenga más peso la hibridación de lenguajes o la metaliteratura, tal vez lo alejen del circuito comercial más conocido» (2016: 4). Desde luego, Caballos de labor es la única novela que ha tratado con ambición la crisis de 2008 en el mundo rural y su unicidad radica precisamente en la poderosa verdad de las vidas que este texto representa sin otra pretensión que la de presentarlas al lector con la autenticidad de las cosas esenciales.

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Otras cicatrices (literarias) de la crisis Carmen M. Pujante Segura

.Una marca física tras la herida, pero también una impresión anímica tras el sentimiento ya pasado: por igual, la bifurcación de la palabra cicatriz recala en la idea de posterioridad, consecuencia, secuela o repercusión, normalmente tras un trance doloroso. Físicas y anímicas, de esas dos clases de cicatriz ha dejado la crisis de la economía española de los primeros años del siglo XXI (se dice que desde 2007) o, como la denominamos los que la estamos viviendo, la crisis, tout court. Por el hecho singular de padecerla —y nombrarla— «en directo», esta crisis no nos deja ver las crisis, aquellas que siempre ha habido y habrá en todos los campos de la vida. Pero la vida es crisis porque es cambio (nos pasa desapercibida la etimología griega de κρíσις), un cambio continuo y líquido que, paradójicamente, hemos jugado a plasmar o congelar fingidamente a través del arte, como la literatura, ese arte mimético para el cual Aristóteles en su Poética proponía, entre otros, el concepto de peripecia (περιπέτεια), esto es, cambio —de suerte— debido a un acontecimiento sorpresivo. Asimismo, en su sentido original, crisis entronca con la idea de separación o rotura de algo, idea que al mismo tiempo engarza con la de su posterior análisis o juicio, porque también se refiere a decisión y estudio crítico. Tal ecuación semántica, pues, nos conduce a que seamos críticos a la hora de analizar las secuelas y fracturas de la crisis desde otra perspectiva, como puede ser la literaria ya que, si bien esta es considerada una coyuntura económica, desgraciadamente está dejando cicatrices humanas y sociales, pero también otras de tipo artístico y literario. Por otro lado, el propio hecho de intentar remediarla al mismo tiempo que sigue sangrando hace que a la mayoría nos esté resultando difícil clarificar cuáles son las

causas y cuáles las consecuencias (¿la crisis es la causa o más bien sería la consecuencia o cicatriz de algo que se nos oculta?). Por ejemplo, no descartaríamos que la literatura que nos es contemporánea fuera una consecuencia de ella, pero sí que fuera su causa: parecería impensable (ingenuamente quijotesco) que la literatura pudiera influir en la sociedad o en las personas de ese modo. Pero he aquí que sucede en la reciente obra de Sara Mesa, Cicatriz (publicada en 2015 por Anagrama, que también edita en 2016 su colección de cuentos Mala letra), y ese es uno de los hallazgos de esta novela: los dos protagonistas se pueden leer e interpretar como reflejo o consecuencia de la actual coyuntura, pero sus cicatrices no son sólo económicas pues, a partes iguales, también son víctimas de todas sus lecturas literarias. Más allá de cualquier reduccionismo o determinismo literario y también social, se podría leer la vida de Sonia y de Knut como el reflejo o testimonio de una coyuntura que, sin embargo, no puede no ser global y particular al mismo tiempo: sus respectivas vidas, en crisis pues paradójicamente no experimentan cambios, les llevan a conocerse por internet (en un foro literario) y entablar una relación a distancia que irá viviendo cambios o peripecias que sirven de motor a la trama. En esa correspondencia epistolar-virtual los cambios se irán produciendo a través de las palabras, que con precisión retórica sabe reinventar y acomodar la escritora, consciente de que con las palabras se es y se cuenta, se hace y se empuja a hacer. Con todo, esa vida puramente textual con apariencia de libertad es paralela a otra vida, real o externa, marcada o por el trabajo, o por la familia, o simplemente por la inercia. Entre la apatía o la carencia, el exceso o el


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Carmen M. Pujante Segura. Otras cicatrices (literarias) de la crisis

Carmen M. Pujante Segura es filóloga hispánica y francesa. Tras el Máster en Literatura Comparada Europea y varias estancias en Francia y Bélgica, se doctoró y obtuvo el Premio de Doctorado de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia, con una tesis en torno a temas que ha continuado estudiando (literatura comparada, escritoras, relato corto, etc.) y que ha ampliado (especialmente, en torno a la literatura contemporánea).

defecto, estos personajes protagonistas, como el mundo que parece rodearlos, (no) se mueven. Lo hacen en el ámbito laboral, por la indiferencia ante un trabajo rutinario y sedentario, como es el caso de ella, o por la carencia de este, como es el caso de él, pues comulga con la idea de que no es necesario trabajar mientras se pueda vivir de otra cosa. También lo hacen en el círculo familiar, ya que la familia es o ausente o impuesta y, por lo tanto, determinada por las relaciones difíciles o la enfermedad; y con todo, en el caso de ser elegida, la relación familiar puede irse a la deriva, también por elección propia, por ejemplo, la determinada por esa otra vida virtual. Pero del mismo modo actúan en el mundo social y consuetudinario, pues desapercibidamente las costumbres pueden pasar a convertirse en vicios: del hurto se pasa a la cleptomanía, de una mentirijilla a la compulsión mentirosa, del trato y el tacto a la virtualidad cibernética, de la constancia a la obsesión, del cansancio a la abulia vital. Hay poco margen para la voluntad, la elección, el libre albedrío, y, si lo hay, para estos personajes vendrá marcado por esa realidad virtualmente controlada. Sin embargo, también en este caso, será problemático decidir dónde empiezan las causas y dónde terminan las consecuencias de todas esas vidas (que bien podrían ser encarnadas en la de una sola persona). A pesar de que todo ello puede resultar sintomático y testimonial de una sociedad rizomática, sobreactuada e hiperexcitada, en esta novela los juicios de valor no los hace el narrador, sino que los lanzan los propios personajes sobre ellos mismos y sobre los otros. Astutamente, la escritora se libra de ello y libera también al narrador, pues los personajes se retratan y autorretratan; sin embargo, en absoluto se

libra el lector, ante el cual otras muchas cuestiones no terminan de ser claras como, por ejemplo, qué sentimientos atraen y qué motores mueven a los dos protagonistas. Con todo un juego de espejos, de prismas, de ángulos, la vida se reduce al pseudónimo escogido ante los otros porque, para ser, uno se tiene que disfrazar, como hace Knut. De hecho, también en las primeras páginas de Cicatriz Sonia reconoce que le gusta «enmascararse», pero eso no quiere decir que sea mentirosa, como ella afirma, pues de siempre lo único que ha querido es «vivir otras vidas», que no la suya. Quizá esta novela refleja la pasividad o la apatía, mencionada en las primeras líneas, o quizá encierra y enmascara un falso estoicismo propio de esta crisis, cuya filosofía se condensa justamente en la primera intervención, anónima pero personalizada, del primer capítulo numerado de Cicatriz: «Por encima de todo, se impone mi visión estoica de la vida: pase lo que pase, vaya como vaya el mundo, unos han de estar arriba y otros abajo, unos han de sufrir injusticias y otros han de provocarlas incluso aunque no quieran. Lo único que podemos hacer es confiar en que haya una justa proporción entre las alegrías y las penas. Sí: creo en la predestinación. ¿Qué interés tiene entonces vivir, si nunca seré el dueño de mis actos, e incluso estas palabras que ahora escribo, y la relación que tengo contigo, hace mucho que están escritas? Cuando se llega a tal conclusión, el fardo de penas disminuye, o se hace más ligero de llevar». Porque hay síntomas, hay dolor en la crisis de la España enferma de hoy y de los últimos años, pero la sensibilidad parece anularse estoicamente para sólo resistir. Yendo o volviendo, saliendo o entrando de nuevo, uno

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se encuentra aún en una crisis cuyas resacas se suceden y los síntomas se prolongan, ya que estos por definición son los indicios de lo que va a suceder o de lo que está sucediendo, pero no de lo que ya ha cicatrizado. Por ello, con estos personajes una novela como Cicatriz podría leerse como una señal o un síntoma de que todavía nos hallamos en plena espiral. Así, la escritura de Sara Mesa también nos puede servir para elaborar el cuadro clínico que recoja algunos síntomas y, quizá, determine un diagnóstico. De hecho, igual que una golondrina no hace primavera, una coincidencia novelesca no puede llevar a hablar de corriente literaria o de generación, pero tampoco podemos renunciar a fijarnos en que otros narradores españoles de la «quinta» de Sara Mesa, por contagio —literario— o por otros motivos, comparten ciertos síntomas. Por ejemplo, el mundo de la sociedad de consumo, las grandes tiendas y marcas o el ansia por acaparar objetos de todo tipo, con sus consecuentes trastornos psicológicos, también ha sido novelado por una escritora como Elvira Navarro. Si no de la crisis, su novela titulada La trabajadora (2014) podría leerse como una obra sobre el mundo neoliberal y las trampas capitalistas. Del mismo modo, en otra de las últimas novelas de Sara Mesa, Cuatro por cuatro (2012), el personaje del Sr. J. alude a aquello de lo que pretenden «salvar» en su college (o colich): «abusos, agresiones, drogadicción, alcoholismo»; para ello, establecen un «comercio sano, higiénico», con esa retórica embustera que puede recordar a la del protagonista de Cicatriz, pero también a la de la publicidad o a la de la política actual. Y es que, aunque todos sepan/sepamos el final, como reconoce el sustituto usurpador de Cuatro por cuatro, nadie actúa, porque el ser humano se aletarga en su pasividad, especialmente dentro de esta sociedad que parece crónicamente en crisis. Así, existe una sintomática coherencia en la obra narrativa de la escritora española. Por ejemplo, en esa novela, que le valió ser finalista del Premio Herralde de Novela en el año 2012 (el año más terrible de la crisis económica en el país), se corroboran algunos de esos otros síntomas: en Cuatro por cuatro se padece la claustrofobia que se acaba convirtiendo en «claustrofilia» (propia de las sociedades informatizadas de hoy, conformadas por sujetos pasivos a la vez que mediáticos, según R. Gubern en El eros electrónico, de 2000), se

siente la moral retorcida de las lecturas e imágenes aparentes de quienes intentan convencer de que hay molinos cuando realmente hay gigantes y, además, se tiende a la metaficción, con el juego de falsas identidades o con la escritura placebo y adictiva de algunos personajes. Tal novela se desarrolla en un college con personajes tales como un suplantador que escribe diarios, un trabajador angustiado que escribe cuentos o algún adicto a relaciones fuera de la costumbre o la norma que son empujadas a convertirse a su vez en ficción. También son recurrentes algunos espacios reconocibles de la sociedad actual, desde el aparente colich a las nuevas ciudades desdibujadas, como la imaginada Cárdenas, que aparece igualmente en Cicatriz e incluso en cuentos de Mala letra. En la novela, desde la primera página (casi con el fin de hacer que los lectores nos sintamos «como en casa»), también tienen su espacio los centros comerciales o los edificios altos y feos que alojan a personas «en serie», lugares que además absorben otros espacios sintomáticos de hoy tales como las auditorías, los bufetes o las academias de idiomas. En esa primera escena del primer capítulo, que ocurre en ese extraño edificio, el ascensor en el que suben las dos personas (cuando aún carecen de nombre y de identidad) resulta claustrofóbico, como la azotea a la que logran subir y que es descrita justamente así: «Una ventana con los cristales casi opacos por la mugre vierte algo de claridad en el último espacio, un cuadrado de cuatro por cuatro metros por donde no ha pasado nadie en mucho tiempo». Así, en esta cita vemos el guiño que hace la autora a su obra anterior Cuatro por cuatro, una costumbre que ha adquirido ya desde sus primeras obras: en El trepanador de cerebros (2010) ya lanzaba sutiles referencias, por ejemplo, a unos galápagos (por La sobriedad de los galápagos, de 2008) y a cierta lectura de un personaje titulada No es fácil ser verde (de 2009) —dos obras, valga añadir, demasiado difíciles de conseguir hoy—; es más, no hay duda de que los protagonistas de Cicatriz tienen sus antecedentes en dos personajes destacados de El trepanador de cerebros. Pero también cohesiona la obra de Sara Mesa un estilo cortante que al mismo tiempo es cortado con precisión, con una sencillez cuya apariencia sirve para soltar un repentino revés y que es escanciada como la propia estructura escogida, ligera pero contundente al componerse de grandes y escasas secciones que son troceadas en capítulos


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Carmen M. Pujante Segura. Otras cicatrices (literarias) de la crisis

Sara Mesa. Fotografía: Jonathan Palanco ©

que se acaban convirtiendo en un jadeo asfixiante. Y no habrá una razón, y por eso se seguirá así, sin saber si se entra o se sale, si se va o se vuelve de ese mundo. Sara Mesa maneja, pues, la palabra y el tiempo, como se observa en los títulos de los capítulos, que alternan entre aquellos que reflejan la obsesión por los objetos y la cosificación absoluta (en los capítulos breves) y los que reflejan el tiempo (en los extensos). Y es que tampoco queda clara la experiencia del tiempo, con ese comienzo cinematográfico (¿spoiler?) que genera en el lector el desconcierto. Pero hay dos grandes cambios, crisis o peripecias: a la mitad de la novela, cuando Knut consigue «contagiar» a Sonia de sus vicios y, posteriormente, con la «conversión» de ella. Con todo, cuando el final de la novela se aproxima, se va acelerando más la confusión en sus propias vidas (y en las lecturas), entre la realidad y sus ficciones, de lo cual ellos mismos son conscientes. Además, Cicatriz posee otras tantas lecturas literarias: en medio de la curiosidad que es imparable y la inco-

municabilidad que invade incluso un mundo sobrecargado de palabras, ambos personajes son autores y lectores, hay crítica a la crítica literaria y, además, la realidad y la ficción se fusionan aceleradamente en sus mentes en los últimos capítulos. Plagada de intertextualidad, literaria y fílmica, en Cicatriz la literatura ante todo les sirve a los protagonistas de justificación de sus actuaciones. ¿Y por qué no? ¿Por qué no justificarnos con Nabokov y su Lolita, como hacen los personajes? Podríamos ser cualquiera, identificándonos y/o juzgando. Más allá de determinismos y reduccionismos, como el de la infancia —que también está presente en S. Mesa—, la literatura deja sus propias cicatrices y hiere la vida. Como para poder valorar los síntomas, habrá que esperar también que esta literatura tenga sus consecuencias. A veces se piensa que estas presencias temáticas tienen fecha de caducidad, pero también una trama psicológica, como en la mejor novela del siglo XIX, cuando las crisis se vivían pero se podían llamar de otro modo. Ya estamos advertidos de los reparos de los tecnicismos literarios, pero hay una generación de la crisis en la que se encuentra Sara Mesa. Por ello, puede sobrevivir a esa supuesta caducidad temática, incluso a la del realismo literario —con o sin reparos por parte tanto de críticos como de escritores—, porque no sólo el tema de esta novela la hará sobrevivir. Por ambos flancos colma una de las grandes «ausencias» de la novela española contemporánea, llámese novela de la crisis o como se quiera. Los lectores pueden ver en una ficción otro de los recovecos de la sociedad actual, más allá del gusto y de la disensión, porque esta novela, más allá de ello, desprende sensaciones (agobiantes, desquiciantes, repugnantes o incluso condescendientes), a las que invocaba con una «erótica del arte» S. Sontag en Contra la interpretación en detrimento de una hermenéutica. Con el tiempo este libro podrá leerse también como una cicatriz, social a la par que literaria, como las que dejan las grandes batallas, por muy estropeada que deje una mano escribiente. Como de hecho advertía aquel segundo prólogo cervantino, dado que no «se escribe con las canas, sino con el entendimiento», lectores tendrá en los tiempos venideros más allá de toda caducidad agorera y de toda crisis, pero que no busquen vituperios sobre esa crisis en la que se gestó la novela de S. Mesa, pues no hallarán ese contento sino el reflejo excepcional de otra cicatriz.

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Notas sobre el compromiso (El caso español) José Antonio Vila

.Una de las cuestiones que con mayor frecuencia ronda a los escritores es la del «compromiso». Desde la instauración de la democracia, en España ha sido habitual que los escritores, sobre todo los novelistas, empleen las páginas de la prensa diaria como tribuna desde la que opinar acerca de todo lo que les venga en gana: sobre sus gustos y fobias, sus querellas en el campo literario (sus envidias mutuas y egos sobredimensionados), y también, por supuesto, sobre sociedad y política. Desde hace unos treinta años (más o menos desde que la estabilidad de los Gobiernos socialistas de los ochenta acalló el «ruido de sables» militar) se ha opinado con normalidad, y sin excesivo dramatismo, acerca de los sucesos importantes que ha traído la actualidad, nacional e internacional. Prácticamente todos los escritores de alguna relevancia han echado su cuarto a espadas a propósito de la OTAN, Cuba, Rushdie, Palestina, Sarajevo, ETA, los GAL, el islamismo, los nacionalismos, Bush, Irak o Roldán. Se han firmado manifiestos, se ha protestado ante las injusticias, se ha criticado a los gobiernos (PSOE, PP, autonómicos), se ha mostrado solidaridad con chechenos, inmigrantes explotados, víctimas del terrorismo, jóvenes parados, mujeres maltratadas, etc. Hasta aquí lo normal. Y entonces llegó la crisis económica mundial de 2007-2008. Fulminante como una maldición bíblica. En los años más recientes, dada la excepcionalidad sin precedente de la hecatombe financiera que ha sacudido nuestras sociedades, bastantes escritores y gentes de letras, de distintas edades y posicionamientos ideológicos diversos, han querido volver a pensar la cuestión del «compromiso» y hacer público ese debate. Con estas breves notas me gustaría intentar aclarar, y aclararme, algunas nociones en torno a esa idea. Especialmente cuando el compromiso quiere vehicularse a través de la obra de creación. Y sobre todo, cuando

desde hace un tiempo, en algunas zonas de la vida pública y civil española se ha instalado un discurso que, en su radicalidad política más esperpéntica, quiere ver en la actual democracia constitucional una continuación disimulada del franquismo, cargando el muerto a la Transición existente en nombre de una Transición ideal (e irreal), y desacreditando tanto aquel momento histórico como los logros culturales de ese periodo, como si esos tuvieran relación directa con la corrupción institucional que ha carcomido la estructura del sistema. 1) La figura del intelectual comprometido tiene su referente más emblemático en el Zola del affaire Dreyfus en 1898, pero fue sin duda Sartre quien, en el siglo XX, vino a encarnar el ejemplo más famoso del escritor como una suerte de caballero andante moderno. Suya es asimismo la definición más difundida del compromiso de los escritores (el célebre engagement). Podemos leerla en ¿Qué es la literatura?: «... obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente». Habría que remarcar que esta idea la postuló en 1947, recién concluida la Segunda Guerra Mundial y recién inaugurada la Guerra Fría, en el momento en que el filósofo se estaba acercando progresivamente a las tesis comunistas, y de ahí la dureza con que en ese ensayo critica al que llama «escritor burgués». Sartre insiste en la situación problemática, contradictoria, que ocupa el escritor dentro de una sociedad burguesa capitalista, y señala cómo la novela realista del XIX quedó «contaminada» o fue portavoz de la ideología dominante, la que profesaba la clase social hegemónica (una tesis que recuerda a la ya adelantada por Georg Lukács en 1916, de que la novela moderna es la epopeya de la burguesía), de acuerdo con Sartre, esta impregnación de la ideología burguesa que experimentó la


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forma novelesca iba a alcanzar su paroxismo con la obra de Proust, escritor «burgués» por antonomasia. Por lo demás, la noción de que el capitalismo funciona como ideología «invisible» que da forma a la novela es una idea recurrente entre escritores e intelectuales de izquierdas; para citar un par de ejemplos cercanos, podemos hallarla en el balance de trazo grueso a cargo del ensayista César Rendueles en Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura (2015) o en los escritos que un destacado crítico literario y editor como Constantino Bértolo reunió en 2008 bajo el título de La cena de los notables, que contextualiza la discusión en el marco de la posmodernidad y viene a sostener que la no-ideología que manifiestan muchos narradores actuales vendría a ser la asunción tácita o inconsciente de la ideología capitalista. Además, según Bértolo, las apelaciones a la tradición humanista para legitimar la relevancia de la literatura representarían una complicidad cínica o bobalicona con ese apuntalamiento del «paradigma económico». En el fondo, lo que estaba haciendo Sartre, más que politizar el debate literario, era proponer una concepción altamente moralizada de la figura del escritor: el escritor en tanto que conciencia moral de la sociedad. Creo que el periodista y escritor alemán Lothar Baier acertaba de lleno cuando decía, en su ensayo de 1996 titulado ¿Qué va a ser de la literatura?, que la noción sartreana del engagement reposaba sobre una visión heroica de la tarea del escritor. Al hilo de esto me parece pertinente sacar a colación un ensayo de Félix Ovejero Lucas publicado en 2014, El compromiso del creador. Ética de la estética. Me interesa destacar de este libro la manera astuta, y documentada, en que el autor investiga el sendero que lleva del mitológico Prometeo al intelectual comprometido, pasando por los doctores Fausto y Frankenstein, el Satán miltoniano, el egotista héroe romántico y el dandi que hace

José Antonio Vila. Notas sobre el compromiso (El caso español)

de su propia vida una obra de arte. Individualista y soberbio, el intelectual se ve a sí mismo como un dios menor enfrentado a Dios, tentado por el Mal pero con un pie en el Bien, superior a los hombres comunes y, no obstante, dispuesto a ayudarlos y liderarlos generosamente. De la propia conciencia de su excepcionalidad es de donde extrae el intelectual esa reserva espiritual de decencia, moralidad y honor que cree no encontrar en otros sectores de la sociedad. Y en los peores casos eso lo empujará a hacer de su imagen pública su mejor obra. 2) Las ideas de Sartre gozaron, como es sabido, de gran aceptación en muchos países de Europa continental. También España, donde el filósofo francés contó con un divulgador notablemente influyente en la persona del crítico literario, y después editor, José María Castellet. El prócer catalán publicaba en 1957 La hora del lector, seguramente el libro teórico de mayor impacto en las letras españolas de su tiempo. Castellet se proponía compaginar la modernidad literaria en la novela (a su entender el objetivismo behavorista) con el compromiso político del escritor en una obra que estaba a medio camino entre la divulgación de ideas que eran de curso corriente más allá de las fronteras del franquismo y el manifiesto preceptivo. Aunque en La hora del lector no encontramos el tono doctrinario que permeaba muchas de las páginas de su anterior Notas sobre literatura española contemporánea (1955) o de la antología Veinte años de poesía española (1960) es innegable que el discurso de Castellet delata una deuda notoria con las ideas de Sartre y no es precisamente neutro, ni inocente, en su llamada a la responsabilidad social del escritor y tampoco en su guiño cómplice a los «compañeros de viaje». Y si bien gentes como el estudioso Laureano Bonet, y nada menos que Umberto Eco, quisieron, después,

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ver explicitada en La hora del lector una anticipación precursora del concepto de «obra abierta» dentro del campo de la estética de la recepción, en realidad, como diría Manuel Vázquez Montalbán con hiperbólica precisión, «el libro de Castellet fue leído como la summa teológica del quehacer literario». 3) No es este el lugar para ocuparse de las dilatadas, y frecuentemente agrias, polémicas que se desarrollaron en España en torno a la vinculación obligatoria entre realismo literario y progresismo ideológico. Un realismo, a veces llamado «realismo social», «realismo histórico» o «realismo crítico», de intencionalidad socialmente crítica con la dictadura y políticamente vinculado a la oposición antifranquista. He tratado en otros sitios de este asunto y el lector, si desea informarse con mayor detalle, puede consultar el excelente trabajo del profesor José Jurado Morales aparecido en 2012 a propósito de la literatura española del medio siglo, Las razones éticas del realismo. Lo cierto es que, a pesar de los dictados de la «literatura social», la obra de los novelistas más importantes de la segunda mitad de los sesenta discurrió por caminos bien distintos, y ni Juan Benet ni Juan Marsé ni Juan Goytisolo ni Luis Martín Santos pagaron tributo en sus novelas a la austeridad formal del realismo de testimonio ni acataron la observancia ideológica del compromiso de la estricta denuncia antifranquista, más bien se mostraron sarcásticos con ella o la desdeñaron por completo, porque además se diría que vieron en ese mandamiento una traba a la ambición literaria (aunque todos ellos, en su vida civil, simpatizaron o formaron parte de los movimientos clandestinos de oposición a la dictadura). A principios de los setenta aparece una nueva generación de escritores —podemos llamarlos para simplificar «novísimos» o «generación del 68»— que van a rechazar enfáticamente los postulados de la literatura social, que juzgarán anacrónica: impotente en el terreno político y decepcionante en el estético. Es la generación que alcanzará la plena madurez en los ochenta y los noventa, y en ellos se sustentará buena parte de la mejor novela española contemporánea. Entre sus integrantes figuran los nombres de Félix de Azúa, José María Guelbenzu, Javier Marías, Juan José Millás, Álvaro Pombo o Enrique Vila-Matas; a partir de mediados de los setenta se les sumaría el de Eduardo Mendoza y desde mediados de

los ochenta podrían incorporarse a la nómina los de Antonio Muñoz Molina y Arturo Pérez Reverte, cercanos en edad a los anteriores. Son autores muy distintos entre sí pero un rasgo común a todos ellos lo señaló Santos Sanz Villanueva en 1988: los escritores de esa generación habían distinguido entre el «compromiso cívico y el compromiso literario, estableciendo entre ambos una frontera muy clara». La mayoría ha estado en la órbita ideológica de la socialdemocracia y muchos encontraron en las páginas de El País su ubicación natural en el espacio de la prensa nacional. Esta época puede caracterizarse por el descrédito del compromiso «duro», fuertemente ideologizado, porque el talante de los intelectuales será más irónico o escéptico, aunque no renuncien a intervenir en el debate público (de hecho, intervienen más que nunca), y la negativa a sacrificar la libertad individual a los dogmas colectivos (políticos y morales) es uno de los más evidentes puntos de unión entre ellos. Quisiera recordar unas reflexiones reveladoras de Rafael Sánchez Ferlosio en una entrevista televisada de 1987. El autor de El Jarama, la novela que Castellet encumbró en los cincuenta como la muestra más brillante de realismo crítico objetivista, opinaba que del compromiso «se ha abusado en el sentido de que era el modo de obtener la sanción y la salvación moral por aquellos grupos a quienes uno quería tener como adictos». Ferlosio afirmaba de esta manera que la imposición tácita del compromiso izquierdista había terminado por convertirse en una forma de censura interiorizada para muchos escritores de su generación. Así, el abandono de las posturas más militantes de antaño puede verse como parte del necesario proceso de construcción de una «razón democrática» en España, por decirlo citando una acertada metáfora de Vázquez Montalbán. España era cada vez más un país «normal», donde la anomalía política y cultural que fue el franquismo quedaba cada vez más lejos (tanto como la cultura que quiso oponérsele), integrado en la Unión Europea, y cuyos hábitos de vida y consumo, también los culturales, iban haciéndose equiparables a los del resto de países desarrollados. El propio autor barcelonés puede considerarse una figura representativa de un segmento de la intelectualidad española de ese tiempo: nostálgico de la utopía comunista —«contra Franco vivíamos mejor»— pero exitosamente aclimatado a una sociedad literaria capitalista.


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José Antonio Vila. Notas sobre el compromiso (El caso español)

Marta Sanz. Fotografía: Miguel Lizana ©

4) Llegó la crisis, y parafraseando un título de Muñoz Molina, todo lo que había parecido sólido resultó no serlo tanto. En los últimos años han alcanzado una relevancia importante un puñado de autores que parecen haber suplantado en el candelero de la nueva narrativa a la anterior hornada ascendente, el llamado grupo «afterpop» o «nocilla», cuya obra parece haber envejecido muy rápidamente con la crisis, hasta casi quedar como bagatelas posmodernas light del tiempo de abundancia. Muy señalados entre estos nuevos narradores son los nombres de Belén Gopegui, Marta Sanz e Isaac Rosa, si bien los tres habían comenzado a publicar mucho antes del cataclismo económico. Los tres son excelentes prosistas y tienen en común la voluntad de no querer soslayar en su obra y su discurso público el resquebrajamiento del modelo social imperante en Europa occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: el estado del bienestar fundamentado en la socialdemocracia, una vieja aspiración española y cuya crisis ha sido particularmente aguda en nuestro país. Un claro precedente de su actitud está en

la obra del ya fallecido Rafael Chirbes, dirigida por una firme voluntad de denuncia, del olvido de los perdedores de la Guerra Civil y de la vileza de muchos de los vencedores, una obra que culminó con la elogiada novela de 2013 En la orilla, crítica sin ambigüedades con la cultura del enriquecimiento rápido basado en la especulación inmobiliaria. Sanz Villanueva se ha interesado también por esta promoción, a la que ha denominado la del «nuevo realismo crítico». La renovación del compromiso literario con la asunción de un ideario político marcadamente de izquierdas forman parte de unas señas de identidad compartidas, a pesar de las diferencias que median, por ejemplo, entre el anhelo utópico de Gopegui, la llamada al activismo de Rosa (que era la conclusión de su novela La habitación oscura de 2013) o la lucidez combativa de Marta Sanz, aparente en un soberbio ensayo de 2014, No tan incendiario, o en la hermosa memoria de su formación sentimental, La lección de anatomía, publicada originalmente en 2008 y reeditada con correcciones en 2014. Además, algunos escritores de esta tendencia han encontrado en los postulados del filósofo italiano Maurizio Ferraris sobre el «realismo positivo» o «nuevo realismo» una legitimación teórica de sus planteamientos. Para decirlo rápido, Ferraris propone un retorno a lo real que quiere ser también un retorno a lo social, una impugnación de la filosofía posmoderna (reducida básicamente a la deconstrucción) y una vuelta a la primacía de lo ontológico por encima de lo epistemológico en un nuevo marco epocal que se quiere «post-posmoderno». Sin embargo, me atrevo a aventurar que tal vez habría que matizar más cuidadosamente al trasladar los rasgos de un paradigma filosófico a las coordenadas estéticas de la literatura. Sin ir más lejos porque las técnicas empleadas por la mayoría de estos escritores (monólogo interior, narradores no-fidedignos, multiperspectivismo, metaficcionalidad) se antojan más propias de la narrativa posmodernista que de las convenciones del realismo. A lo mejor es necesaria una literatura que quiera responder a una situación histórica inaudita, quizá a un cambio de ciclo, como a veces se dice, pero creo que haríamos bien en procurar no cometer errores del pasado, y tampoco ese error tan profundamente español: el de creer que se combaten gigantes cuando en realidad sólo se están persiguiendo molinos de viento.

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Inventario. Polvo y ceniza Javier Perucho

.Ahora lo recuerdo. El tiempo pasa y yo con estas vasijas del recuerdo sobre los hombros como un aviso de que volvemos al polvo, más tarde seremos piedra, pero desde mucho antes ya éramos ceniza. Rememoro esta escena que sucedió en la casa de Juan José Arreola; transcurría el noviembre invernal de 1958. Mientras pergeñaba los relatos que integrarían Punta de Plata, el Maestro reposaba en su cama. Sentado en una rústica silla de mimbre, me dictaba sin imposturas en la voz las acciones humanas, las descripciones fáunicas, los parlamentos inacabados, que luego puliría sobre las galeras que la Imprenta Universitaria le mandaba con el corrector de pruebas, un muchachito de nombre latino, Augusto, expulsado de su pueblo por un sátrapa bananero. Esos poemas en prosa que son el artificio de sus cuentos, años después los fundiría en un libro célebre, el Bestiario, donde un selvático zoológico domesticado hacía de bufón para aleccionar al torpe ser humano, tan cerca de la bestia enjaulada. Maestro, le repetí en varias ocasiones, antes de que retornaran a la imprenta las galeras, ya nos retrató en este anfibio del lodo y con aquella ave rapaz nos iluminó oscuridades del alma, pero no se olvide de la Sirena por cuyas melodías el héroe de la Antigüedad titubeó en su retorno a la tierra nativa. Pero ese animal, herencia de la sal, es para la pura diversión en las ferias pueblerinas, me amonestaba, luego bostezaba, se estiraba en toda su esbeltez, mesaba sus rizos y volvía a dictarme otra de las estampas magníficas que integraron aquella animalia, más domesticada que fantástica, donde inspeccionaba las monstruosidades de la especie, es decir, las nuestras. Hasta que un día, luego de unos sostenidos tragos de ron Potosí y unas sabrosísimas tostadas de camarón preparadas magistralmente por su señora esposa, escuchó y atendió mi súplica. Está bien, tome nota, me dijo vaso en mano antes de sentarse en la cama, arrellanarse entre las almohadas y

encabalgar la botella de ron hasta la cómoda. No, mejor me levanto, ese animal de los sargazos no se presta para la prosodia de mis relatos, pero sí se atiene a las melodías del canto, ¿está usted listo? De un envión se puso de pie y al instante me dictó las siguientes estrofas, que más tarde enviaría en correspondencia privada a una de sus amigas francesas, aunque nunca las añadió a Punta de Plata ni las cobijó entre su magna obra completa por mis testarudos comentarios que le recordaban que los adelantos recibidos por regalías —invertidos en saldar la renta de su modestísimo departamento, en la compra de unos cuantos litros de vino, además de liquidar las deudas con el carnicero— eran para entregar un libro de cuentos, no para un cancionero. Afortunadamente nunca atendió la necedad del amanuense testarudo, que seguramente lo atosigaba. Gracias a una incipiente memoria histórica, resguardé —¿o escondí de la fuerza destructiva del Maestro?— el original mecanográfico entre mis cajones. Ahora lo hago público a regañadientes, más por culpa que por desvelar inéditos extraviados, ciertamente apenado por alterar el descanso perpetuo del Maestro, pero agradecido de haber llevado a las pautas del papel el cántico marino de un fabulador de tierra adentro, en cuyas prosas el mar apenas se vislumbra. Confieso que el original del manuscrito lo guardo en mis archivos; ese viejo papel que nos recuerda el paso indecible del tiempo. Ya habrá investigadores escrupulosos que lo certifiquen cuando inquieran entre los sótanos y el polvo de las bibliotecas. Una advertencia final: le facilité una fotocopia a Javier [Perucho] cuando me enteré de que espigaba nuestras narrativas en busca de ese animal anfibio, entre charal y gallina, mitad ensueño y mitad hechizo, templanza y prueba del héroe. Por esa culpa que se entreteje en nuestra historia personal, cedo a sus lectores esta letanía de la Sirena para honrar la memoria del Maestro, tal cual me la dictó mientras allá, en medio de la calle, los automóviles marcaban el pulso citadino:


La vida breve

Javier Perucho. Inventario. Polvo y ceniza

Javier Perucho es narrador, editor, ensayista e historiador literario. Doctor en Letras por la UNAM, ha escrito Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México (UNAM, 2009), Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano (Fósforo, 2008) y El cuento jíbaro. Antología del microrrelato mexicano (Ficticia, 2006). También ha escrito sobre la literatura chicana: Los hijos del desastre (Verdehalago, 2000), Hijos de la patria perdida. Pachucos, chicanos e inmigrantes en la narrativa mexicana del siglo XX (CNCA-INBA, 2001, Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas) y Estéticas de los confines (Verdehalago, 2003); y el Diccionario de escritores chicanos y mexicanos en Estados Unidos, siglos XIX y XX.

Plegaria del granicero Señor nuestro, deje de llover que mis hijas sufren

Aclaración al calce: Ésta es la única certeza que iluminaba mis días: La Sirena no existe ni entre los sargazos. Que sea imposible, es lo realmente funesto. (JEP)

por sus gordas gotas de agua de lluvia harta pluvia humedece su alma ya de por sí compungida. Plugo a usted, señor de las aguas nuestras que cesen las lluvias mas si llegan sus hijas del mediodía en visita estival silbando una melodía de sirenas y tocan a la puerta y no se abre dóteles paciencia

Posdata Un lector atentísimo del «Inventario» publicado del domingo pasado (febrero 6, 2009), me advierte que Arreola sí escribió sobre la Sirena y me manda por fax el recorte del poema que sirve de obertura a Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, de la pluma maestra del peruano José Durand, la cual copio a su vez para mis lectores, pues se vuelve cada vez más difícil encontrar un ejemplar de este libro en librerías de viejo, ese hospicio de veteranos donde yacen, entre la oscuridad y el polvo, nuestras escrituras:

cumplen los deberes del pan no escuche los reclamos de lluvia

A Ocaso de Sirenas

truenos y chubascos que imploren los argonautas para cazarlas,

[Elogio y vejamen]

haga caso omiso de sus ruegos. Juan José Arreola Señor nuestro de las aguas mansas piedad con las beldades marinas

En materia de mujeres

que trabajan

y de pescados farsantes

sueñan y ordenan el día

muchos hoy y muchos antes

para llevar pan, tinto que escanciar

han sido los pareceres.

y manjares dulces a la mesa.

Durand, el sabio que tú eres nos lo demuestras aquí…

Ruego en su nombre paz en las nubes

…pero una tarde te vi

en el cielo sol de verano

siguiendo sobre la arena

trinos, golondrinas y cálido frescor,

el rastro de una sirena

¿mi señor, entonces escancias el día?

que se volvió manatí.

Arpones y flechas del argonauta las esperan en sacrificio. ¿Escancias el día, Señor nuestro de las aguas dulces?

La memoria es una trampa que tiende la nostalgia, por eso no me queda más que rectificar mis añoranzas: somos polvo y regresamos a las cenizas.

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Microrrelatos inéditos de Rubén Abella

Examen Najwa preparaba un examen de matemáticas y, al levantar la vista para memorizar una fórmula, vio a través de la ventana a un vecino del bloque de enfrente encaramado a la barandilla del balcón. Se balanceaba muy despacio, como si estuviera invocando el coraje. Najwa se acercó corriendo a la ventana para ver mejor cómo caía. El cuerpo rebotó contra el asfalto y quedó grotescamente tendido en la acera. La niña observó fascinada el hilo de sangre que surgía de la cabeza fracturada y se hacía charco en el bordillo. Luego regresó a la mesa y, tirándose de los rizos, volvió a repasar los problemas. Sabía que, cuando llegaran la ambulancia y la policía, allí ya no habría quien estudiara.

Ritos En plena Procesión del Arrepentimiento, uno de los cofrades encapuchados abandona su fila, cruza la calzada al ritmo fúnebre de los tambores e, inclinando el capirote, susurra en el oído de otro penitente: —¿Cuándo nos vemos? —Mañana, a las siete —contesta una agitada voz de mujer, apenas audible tras la tela purpúrea—. Mi marido no vuelve hasta las diez. El cofrade yergue el capirote y, muy lentamente, con una solemnidad papal, se reincorpora a su fila.

Rubén Abella es autor de cuatro novelas: La sombra del escapista (Premio Torrente Ballester 2002), El libro del amor esquivo (Finalista del Premio Nadal 2009), Baruc en el río (2011) y California (2015). Su primer libro de microrrelatos, No habría sido igual sin la lluvia, fue merecedor del Premio Mario Vargas Llosa NH de Relatos en 2007. Esta feliz incursión en el género quedó revalidada en 2010 con Los ojos de los peces. Los microrrelatos de Rubén Abella se han recogido en varias antologías entre las que cabe destacar: Después de Troya (2015), Mar de pirañas (2012), Antología del microrrelato español (1906-2011) (2012), Por favor, sea breve 2 (2009) y Soplando vidrio (2008).


Los pescadores de perlas

Rubén Abella. Microrrelatos inéditos

Filología —Todo lo que se ha contado es mentira —dice don Fabián espantando con la mano una mosca imaginaria. Tiene cien años y durante la Guerra Civil fue barman en el mítico hotel Florida. Con él están su hijo Diego y un estudiante americano de doctorado que ha venido a verlo desde Massachusetts para que le hable de Hemingway. —Para empezar, no se alojaba en la habitación 109, sino en la 236. Diego traduce. Don Fabián cuenta que, con todo lo grande que era, Hemingway se asustaba como un niño con el tableteo de las ametralladoras, y que no fue con Martha Gellhorn con quien tuvo un romance en el hotel, como se ha creído siempre, sino con un torero gringo llamado Franklin. Diego traduce. —No me mire con esa cara, joven. Los vi besarse en el ascensor. Después de traducir la última frase, mientras el americano, visiblemente complacido, toma nota en un cuaderno de hojas amarillas, Diego se vuelve hacia don Fabián y le dice muy serio: —Esta vez se ha superado, padre.

Latas El Sueño de Edwin era salir en televisión, e hizo de todo para conseguirlo. Formó un grupo de rock, Intransigence, que jamás logró dar un concierto. Participó en docenas de castings para películas de Hollywood. Lo único que obtuvo fue un papelito sin frase en una producción de serie B que se fue al garete por falta de presupuesto. Frecuentó los bares y restaurantes de moda con la intención de engatusar a alguna famosa desprevenida. Llegó a tener una breve conversación con Julia Roberts, que lo confundió con el camarero, y a recibir una llamada telefónica del representante de Jennifer López, diciéndole que o la dejaba en paz o se atuviera a las consecuencias. Desesperado, llamó a los reality-shows ofreciendo la triste historia de su fracaso, pero ni por esas. La idea de su vida se le ocurrió una mañana de domingo, mientras disparaba su rifle de repetición sobre unas latas vacías en la Sierra de Santa Mónica. Con el cargador lleno, enfiló el arma hacia la carretera que discurría por el valle y colocó un coche en la mirilla. Sintió entonces la luz cegadora de las ocurrencias geniales, el éxtasis lúcido de la inspiración. El resultado fue devastador. Una hora de disparos. Ocho muertos. Trece heridos. Veinte coches accidentados. Pánico. Sirenas. Carreteras bloqueadas. Helicópteros. Un ejército de policías. Y, por fin, la televisión. Hordas de periodistas con micrófonos, grabadoras, focos y cámaras, que captaron los últimos minutos en libertad de un Edwin radiante.

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Poemas de Gonzalo Hermo De su libro Celebración (Apiario, 2014), ganador del Premio Nacional de Literatura en la modalidad de poesía joven Miguel Hernández, así como del Premio de la Crítica 2014 en la categoría de poesía en gallego.

Traducción de Laura Villar Gómez Gonzalo Hermo (Taragoña, Rianxo, 1987). Licenciado en Filología Gallega, actualmente prepara su tesis doctoral en la Universidade de Santiago de Compostela. Ha publicado los libros de poemas Crac (Barbantesa, 2011, Premio Xuventude Crea de la Xunta de Galicia) y Celebración (Apiario, 2014). En 2014 colabora en la versión audiovisual de Crac, mediometraje dirigido por Lázaro Louzao. Ha participado en varias creaciones del diseñador y artista Gonzalo Vázquez. Mantiene activo en la red el blog Escola do resentimento.

Después del crac En tu libro yo soy un niño servil que limpia la casa. con el ritmo de cualquier corazón Fue tu manera de vengarte. torciéndoseme un brazo Hiciste de mí un andrajoso que araña la voluntad en las juntas de las

mientras friego

paredes retira la humedad con un paño

dilatando el tiempo que tardas en llegar para salvarme

y ya está.

mientras el agua surge por los poros de la madera desata la pintura de los tabiques

Espera a que llegues y eso es todo.

verdea los contornos que lustré sin reposo.

Yo no puedo impugnarlo. Porque hay lugares donde la memoria no es

Hay frío, a veces, en la escritura.

quien de deslindar la potencia de un nombre

Algún momento de pericia donde los números cuadran.

de su culpa. Cuando él y yo desaparecemos Mi pasión de tu desaire.

al paso del poema.

El apego a la cadena de la casta que nos viste. Como un alarido En tu libro soy yo

o un trance

pero con la voz como en play-back

algo que definitivamente se incendia


Gonzalo Hermo. Poemas

El castillo de Barba Azul

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Musgo #1 Pienso en la mimosa, en la flor de la acacia que surge en la invernada. No hay belleza sin frío, dices y yo imagino tu rostro enterrado en el granizo con la forma exacta de un ángulo de cuarzo y la luz de enero que te entra en las heridas. Algo me dice que tu labio sería más rojo en las ciudades del norte donde la vegetación no germina

el cuerpo del ave en desbandada tus pies descalzos sobre los líquenes el cerebro del poeta contra sí calcinando las líneas maestras del trazado. Pregúntate qué ocurre con la voz cuando el pánico aparece en forma de ruido

en todo caso se extiende por la piedra qué cuerpo, nervio o materia resiste el envite de una hueste de calor un bioma de musgo y de maleza y en el medio una banda de cisnes con la sombra pulida y el lomo arqueado

porque la belleza vaya delante con el cadáver del pájaro que pone el tiempo en alza

con las alas escondidas en el vientre. porque las cenizas de esa ave sean cisne otra vez y de nuevo regrese a la Pienso en el perímetro de un cisne en un paisaje de tundra en tus ojos mansos observándolo desde la maleza

tierra donde lo miras ojo-de-Dios que observas la deflagración de la carne, la musa, cuando hablamos de un poema que sea devenir.

midiéndoles el contorno por brazadas. Para que vayamos junto a él sin remos ni tutela Un corazón curtido en la desidia del deshielo no puede atender a la belleza de la carne que se rompe pues nada es más hermoso que que la memoria nos engañe desbordante de escritura o espectro donde antes tal vez hubo textura.

en el ruido de la sintaxis por los nexos pues algo respira libre en los límites todavía todavía se revuelve y no se tranquiliza cuando el ave emprende el vuelo rumbo a tierra extranjera

Sabes que un golpe de luz bastaría para errar el plan entero que construyes

sin aroma de cuna sin nostalgia


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Camilo José Cela: claves para un centenario Toni Montesinos

.El once de mayo se cumplieron los cien años del nacimiento del premio Nobel 1989, que murió en el año 2002. Tanto en su natal Iria Flavia como en universidades y diversos ámbitos culturales más se van sucediendo actos en torno a esta onomástica, como el que emprenderá la Asociación de Academias de la Lengua Española con la publicación de una edición de La colmena que incluirá los párrafos que eliminó en su día la censura. Desde su poema de fecha más temprana, «Alba para mí», escrito en 1934, hasta ese poema en prosa titulado Madera de boj (1999), donde se convocan mares y horizontes borrachos de náufragos y cadáveres, leyendas de las costas gallegas amparadas por una mitología descrita con la minuciosidad de un científico, la muerte encierra la presencia de su insigne vulgaridad a lo largo y ancho de la obra de Camilo José Cela. Cualquier lector que se prodigue en los escritos del nobel verá tal cosa incuestionable y acaso innecesaria de remarcar. Ciertamente, si la primera sección del joven poema mencionado rezaba «Mi entierro», toda una vida después, a los ochenta años, proclamará, en los que tal vez sean sus mejores versos: «Con una voz clavada en la garganta / Con una voz confusa / he de morir». Es la muerte ampulosa que atraviesa el poemario Pisando la dudosa luz del día (escrito en los años treinta, publicado en 1945); es la muerte, igual de próxima pero verbalmente más contenida aunque más potente, en sus años finales, la que se halla en piezas en las que el escritor recupera sus inicios líricos, tal es el caso de «La traición» (1995). El caminante Cela diseña con su obra un círculo, lo recorre y lo cierra. Del principio al fin, del fin al principio. He ahí, pues, la constancia y la plenitud de la muerte, que viaja del verso a la prosa: choque de realismos estéticos que se complementan. ¿Firmaría Cela pese a todo el propósito vivencial de Jorge Guillén: «Muerte: para ti no vivo»? Esta es

el destino principal, seguro y al tiempo imprevisible, futuro pero también pretérito a través de la memoria: «Recordar es saberse morir, es buscar una cómoda y ordenada postura para la muerte, esa muerte que ha de llegar precisa como un verso de Goethe, indefectible lo mismo que el cauteloso fin del amor», dijo en el prólogo al primer tomo de sus memorias, La rosa (1959). Muerte en sus prosas, en la concepción de lo narrado, en los recuerdos que se convierten en materia literaria; lo señaló José María Pozuelo Yvancos, en su introducción al Viaje a la Alcarria (1948), aludiendo a «una indisimulada tendencia a la literaturización de toda experiencia, incluida la biográfica». Y en medio del trabajo celiano, tan tenaz, incansable, abrumador, se trasluce el aliento poético que insufla hondura, belleza, marco a lo que va a convertirse en cuento; José Ángel Valente lo explica así: «La prosa del narrador tiene una prolongada preparación poética o hunde profundamente en la poesía muy sólidas raíces». De nuevo algo obvio para el lector, y a la vez, extraordinariamente interesante y complejo: de la perspectiva poética nace la conciencia lingüística que va a penetrar en una realidad concreta, limitada: la España rural y/o pobre del siglo xx. La fidelidad a lo realista parte de lo imaginativo, de la libertad poética sin embargo, y esa combinación de sensualidad y contundencia, de espejo stendhaliano e inventiva narrativa alcanza una estatura literaria que amenaza con romper los moldes de los géneros, los estilos y las tendencias estéticas. Cela rebusca entre los límites de la tradición, y sus innovaciones creativas —las propias de una mente lírica libre— se muestran ajenas a la autoexégesis: «La novela no sé si es realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Tampoco me preocupa demasiado. Que cada cual le ponga la etiqueta que quiera: uno ya está hecho a todo», apuntó en la nota a la primera edición bonaerense de La


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Toni Montesinos. Camilo José Cela: claves para un centenario

Toni Montesinos Gilbert (Barcelona, 1972). Licenciado en Filología Hispánica, es novelista, poeta, ensayista y crítico literario del diario La Razón. Colabora también en Clarín, Mercurio, Letra Internacional y en el suplemento El Viajero del diario El País. Es autor de las novelas Solos en los bares de noche (Mondadori, 2002) y Hildur (Paréntesis, 2009; Piel de Zapa, 2015). Ha publicado varios libros de poesía recogidos en el volumen Alma en las palabras (Renacimiento, 2015). Por su ensayo Éxito y rabia en la narrativa norteamericana (2013) recibió el XI Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso.

colmena (1951), obra que «no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad», añadía. Aquellos dos días y medio de 1943 en los que transcurrían los pequeños acontecimientos de un Madrid mísero de posguerra, sobre todo en el café de doña Rosa, constituyeron para Cela, tal vez como en 1925 para el John Dos Passos de Manhattan Transfer en su paralelismo neoyorquino, «un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre». En torno a ello, acaso fuera iluminador acudir a una reflexión que Franz Kafka hiciera, supuestamente, a su amigo Gustav Janouch y que, a mi entender, se relacionaría a las mil maravillas con el arte realista celiano: «Inventar es más fácil que encontrar. Representar la realidad en su propia y más amplia diversidad, seguramente es lo más difícil que hay. Los rostros cotidianos desfilan ante nosotros como un misterioso ejército de insectos». En tal sentido, Cela compartiría la visión kafkiana: la representación es anterior a la invención; luego, vendría la experiencia estética, la recreación artística del artesano que consume horas y horas en limar el resultado de su escritura, la elevación de lo realista al terreno ficticio de la literatura, el hecho de poner a hablar a esos insectos que deambulan a nuestro alrededor y que guardan una historia siempre singular, emblemas comunes, unos pensamientos desconocidos que salen a la luz por mediación de la palabra vivificadora. Ese realismo de raíces poéticas, pues, se inclina por captar el entorno, pero —siguiendo con el tópico— el espejo en el camino que coloca Cela, por ejemplo durante sus caminatas por pueblos y montes e incluso ciudades, cobra diferentes formas (cóncavas o convexas) en función de lo que se quiera retratar, como apunta Antonio Vilanova en su comentario a El Gallego y su cuadrilla (1955). Por eso, este

filólogo habla de realismo grotesco al definir el origen valleinclanesco de los apuntes carpetovetónicos, del tremendismo naciente de La familia de Pascual Duarte (1942), de la deformación de lo circundante que, a menudo, ha sido poco o mal tratado desde el mundo de las letras: «Frente a la visión de la realidad española que nos brinda el popularismo folklórico y castizo, desenmarcado del tiempo y de la circunstancia histórica del momento, Cela nos da una imagen totalmente verídica y real de la España típica, reflejada en su fauna humana y en su carácter racial, no en un fácil pintoresquismo de navaja y pandereta». Detrás, gracias a lo literario, asoma lo verídico; no lo evasivo ni lo fantasioso. En el cristal, se refleja el rostro verdadero, pese a que sus facciones puedan parecernos grotescas, insólitas o imposibles. Porque también el espejo capta el alma de los seres y las cosas, su pasado y porvenir en forma de deseos o recuerdos, sus sueños, sus quimeras inconscientes, sus fábulas y mentiras. Y en el gran escaparate donde nos detenemos para ver moverse a los personajes, todo es confusión —«voces confusas», parafraseando el poema antes aludido—, sentimientos encontrados, hiperbólicos, extraños, tenues, contradictorios, absurdos, estúpidos o locuaces; de ahí la embriaguez de miradas, diálogos, pronunciamientos que nutren la obra de Cela y que llega a su clímax con Mazurca para dos muertos (1983), el relato de un asesinato y una venganza, bárbaro, sexual y circular, henchido de la musicalidad con la que da inicio la obra —el poético «Llueve mansamente y sin parar»— y que convoca los rasgos más inequívocamente celianos: el ruralismo, el humor y la melancolía dirigidos, si bien a la deriva, por el timón que gobierna la inercia humana: la práctica o idea del sexo. En esta novela se daban cita la sobriedad del narrador y la cadencia del poeta logrando un equilibrio glorioso, incomparable; el compás de la lectura se quedaba para siempre en

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Estatua de Cela en Padrón. Luis Miguel Bugallo Sánchez

la memoria rítmica del lector, que veía surgir, como en medio de un gran museo del esperpento y la irracionalidad, a personajes de todo pelaje, hábitos y supersticiones: una mujer en celo que daba palizas al hombre que sufría gatillazo y otra que se negaba a casarse con un hombre «porque iba para muerto»; niños que se balanceaban en los pies de un ahorcado; una mujer que orinaba todo el día por costumbre y un hombre que vomitaba de vez en cuando por aburrimiento. No hay transición en la aparición de esas gentes que monologan frente al que sería el cronista, el visitante, el ser invisible que toma nota de ese río de oralidad inacabable en el que, entre ungüentos de brujas, actos violentos y veleidades cariñosas, se le da la vuelta a la importancia de las cosas o se inventa una importancia nueva: de este modo, levantar el dedo meñique al coger una taza es más «doloroso» que cometer adulterio; «los curas y los toreros no llevan bigote, son muy respetuosos»; Casimiro y Trinidad no quieren separarse por los hijos, pero porque no se los quiere quedar ninguno de los dos; «a Trinidad le gustaría vivir donde no la viera nadie y morir sin avisar». Se deforma todo, se piensa del revés, sin menoscabo de restar realismo a lo ficticio; la cámara del narrador celiano filma sólo «aquello que ve: con

los ojos del cuerpo o con los del alma. A la visión conseguida por estos últimos, le llamo imaginación». Son palabras escritas en 1971 para un cuestionario que le hiciera al autor Antonio Cantos, y que resultan iluminadoras para comprender la perspectiva del de Iria Flavia. Por aquel entonces, coincidiendo con la compleja Oficio de tinieblas 5 (1973), Cela relacionaba el objetivismo con «un determinado realismo»; pocos años después, a la pregunta de Joaquín Soler Serrano en su programa televisivo A fondo sobre la preponderancia de lo poético en sus narraciones, el autor respondía con un vago «probablemente sí». En verdad, qué otra cosa que pura poesía es la frase de Mazurca «Hay hombres que llevan un murciélago colgado del corazón»; o ese magistral pasaje donde la crudeza negra y desoladora de lo que se narra da paso con fluidez cristalina a la prosa lírica: «Llueve sin misericordia alguna, a lo mejor llueve con mucha misericordia, sobre el mundo que queda de la borrada raya del monte para acá, lo que pasa más allá no se sabe y tampoco importa. Orvalla sobre la tierra que suena como la carne creciendo, o una flor creciendo, y por el aire va un ánima en pena pidiendo asilo en cualquier corazón. [...] Estamos en la mitad de todo, el principio es la mitad de


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todo, y nadie sabe lo que falta para el fin»; o ese fragmento en el que se explicitan algunos crímenes de la Guerra Civil donde el paisaje del hombre y la huella de su horror van de la mano: «En cada rincón del monte hay una mancha de sangre, a veces vale para dar de comer a una flor, y una lágrima que la gente no ve porque es igual que el rocío». Para este hijo de Quevedo, de la poesía vanguardista, el lenguaje carece de parcelas o jerarquías; toda palabra sirve para lo literario, todo vocablo puede contribuir a la sonoridad de una narración, más si cabe en series de adjetivación —destacadas por Pozuelo Yvancos en Viaje a la Alcarria— o, añadiría yo, sustantivación triple a final de frase. Tres años después, se insistirá en el recurso, leyéndose en La colmena: «Victorita iba como una nube. Era remotamente dichosa, con una dicha vaga, que casi no se sentía, con una dicha que era también un poco triste, un poco lejana e imposible»; «A la señorita Elvira le gusta estarse en la cama, muy tapada, pensando en sus cosas, o leyendo Los misterios de París, sacando sólo un poco la mano para sujetar el grueso, el mugriento, el desportillado volumen»; hasta el fin del capítulo VI que precede al breve «Final»: «La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...». Lo rítmico, el concepto que sustituye en la poesía del siglo XX a la rima, y aun a la musicalidad, empapa cada renglón celiano desde, repitámoslo, su «entierro» poético inicial del año 34 hasta Madera de boj, cuyo mar sonoro es el equivalente a aquella lluvia de Mazurca: «... dicen que el viento pasa pero la mar permanece, el ruido de la mar no va y viene [...] sino que viene siempre, zas, zás, zas, zás, zas, zás, desde el principio hasta el fin del mundo y sus miserias». Ambos libros, el de la Galicia profunda y el de la Galicia costera, presentan algunos paralelismos: en los dos se requiere un vocabulario gallego-castellano, se comparte algún que otro personaje —como el del hombre aburrido que se suicida— y sobre todo se respira la misma inconsciencia de la muerte y a la vez su presencia absoluta —«Nadie sabe que va a morir ni siquiera cuando se muere»—, la idealización mágica de la misma —«A los muertos les pasa como a las olas de la mar que son todas diferentes y todas respetables»— y en definitiva la falta en la vida de lógica, orden y sentido del tiempo mediante la frase: «La vida no tiene argumento, cuando creemos que vamos a un sitio a hacer determinadas heroicidades la brújula empieza a girar enloquecidamente y nos lleva cubiertos de mierda a donde le da la gana». No es propiamente pesimismo, en absoluto tristeza, ni preocupación siquiera; el latido de la prosa de Cela resucita al marginal para el que la existencia es sólo sobrevivir, que morirá sin pena ni gloria. Al dar voz a los que permanecen aislados

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en las aldeas, el escritor dignifica una parte de la sabiduría popular, la idea de la influencia recíproca en territorios recónditos que parecen estancarse en un presente eterno, ajenos al avance del resto del mundo. Se trata de la misma condensación temporal, la misma claustrofobia al aire libre que se aprecia en las novelas de William Faulkner, hermano mayor estético del Cela que se propone en cada libro un desafío lingüístico —¿la Mazurca o la Madera celianas, el Intruso en el polvo o El ruido y la furia faulknerianos, pueden en verdad traducirse a otras lenguas?—, antecedente del Cela que, reproduciendo la realidad, reinventándola, saca a flote lo verídico entre los tópicos y el folclore al uso. A este respecto, Gonzalo Navajas realiza una valiosa comparación entre los dos escritores: «El sur de los Estados Unidos, rural y atrasado (premoderno), pero también mítico y primordial, se corresponde con los microcosmos primitivos de Cela donde la ley del monte rige sin trabas y donde se ponen de relieve los rasgos humanos originales. En su aislamiento y hermetismo, la zona acotada en Mazurca continúa y desarrolla los rasgos humanos fundamentales que hallamos en Faulkner. Ambos presentan espacios humanos que, precisamente por sus dimensiones reducidas e idiosincráticas, nos retrotraen a un pasado arqueológico virgen no afectado por los efectos de la civilización y, por tanto, objeto idóneo para el estudio de una humanidad esencial». Y quizá este sea el término clave: la esencialidad. Lo que remite a lo primario, lo instintivo, lo intuitivo, lo animal: esto es, el sexo, aunque, considerando el ruralismo en el que se va a desarrollar, desde la perfecta naturalidad y el más higiénico decoro, por así decirlo. Habla Moncho Requeixo, compañero en la campaña de Melilla del asesinado Lázaro Codesal en Mazurca: «Antes, en las familias había más respeto y miramiento y aseo. [...] La madre de mis primas, bueno, mi tía Micaela, que era hermana de mi madre, me la meneaba todas las noches en un rincón de la lareira, mientras el abuelo contaba lo del desastre de Cavite. Antes, en las familias, había más unión y comedimiento». También descollará el sexo como exhibicionismo y voyeurismo, reflejado en la Catuxa a la que le gusta pasear con las tetas mojadas o en la Benicia de «los pezones como castañas», la Benicia que «es igual que una perra salida y sabe cantar tan bien como el jilguero», la que «le aguanta bien las embestidas al cura de San Miguel de Buciños, que vive rodeado de moscas, que va envuelto en moscas, a lo mejor las cría debajo de la sotana». El sexo, pues, ornado por los símiles o las compañías animales, asimismo acto liberador no sólo fisiológico sino igualmente válido para la pura evasión: huida instantánea de la miseria, de los límites sociales. Lo afirma Gonzalo Sobejano al pro-

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Retrato de C. J. Cela. Rashka

logar La colmena: «La humillación se ceba en la pobreza, y desde ésta se recurre al sexo como solución económica o como gratuito solaz. La repetición engendra el aburrimiento y para escapar de él se vuelve, como principal recurso de diversión, al sexo, cuyas vergüenzas (y las de la pobreza) se recatan en un encubrimiento aislante». De hecho, ya sea en las tentaciones carnales del campo como en las de la gran ciudad, Cela muestra como nadie ha sido capaz de hacerlo esa pulsión entre la animalidad y la conducta social, el balanceo entre la lujuria inherente y la contención juiciosa. Por eso, cuando toca tales extremos, le salen pinceladas graciosas que glosan bien el aspecto frívolo y paradójico de un personaje que «encuentra guapas a todas las mujeres, no se sabe si es un cachondo o un sentimental», por ejemplo. El aludido es «Paco, el señorito Paco», de La colmena, pero de esa permanente dicotomía también participará su creador, que se refocila al describir los cuerpos de ciertas mozas en el divertido Nuevo viaje a la Alcarria, o desata su lenguaje más lascivo en el extenso y pornográfico poema «Reloj de arena reloj de sol reloj de sangre», escrito en 1989, un texto en el que Cela demuestra, por enésima vez, más valentía y modernidad, instalado en lo que se da en llamar tercera edad, que muchos jóvenes que se las dan de rupturistas. Así, tanto en la sensualidad insinuada como en la contundencia de una fornicación salvaje, suele aflorar, suavizando la situación, una melancolía erótica que humaniza el acto, lo espiritualiza a veces, fundamentalmente en Mazurca: «Es re-

confortador ver escanciar vino a Benicia en pelota, mientras el cielo llueve sobre la tierra y también sobre los corazones lastimados y horros y ansiosos». En estas líneas, está Camilo José Cela al completo: en ellas, quedan reflejados el comportamiento rural, el panorámico paisaje, la sensualidad de la mirada y la sexualidad de la mente, la poesía con su triple adjetivación, incluso un sutilísimo humor, el detalle absurdo y deformante, la fuerza del narrador puro en suma. Del caminante Cela que se reconocía melancólico en su paso por la Alcarria —emoción que se trasladará al texto en forma de nostálgico lirismo— a pesar de sus intentos de evitar cualquier atisbo de sensiblería, al Cela que regresa a esas tierras en junio de 1985, se extiende el proceso de un cinismo profundo. Ahora se enfrenta a ciertas inquietudes existenciales antes inéditas, por así decirlo, que le inspiran bellas afirmaciones como la que sigue: «Al viajero le tiembla un punto el minutero del alma, esa agujita que se estremece más al compás de la memoria que al del entendimiento o al de la voluntad». Su visión se esclarece; sus ojos convierten su antiguo afecto por las cosas, por los objetos cotidianos, en una manera apenada de entender algunos instantes biográficos: así, el objeto no es en sí triste, sino que lo es la percepción del cronista, que singulariza su melancolía por medio de algo intrascendente: «En las aguas de un minúsculo zafareche adornado por la yerba verde y delicada, flotan dos condones huérfanos, usados y tristísimos». No en vano, el viajero se reconoce «de temple sentimental y propensiones añorantes», por un momento al menos, pues enseguida la languidez pasajera se le hace insoportable, y el poeta parece recordar que, antes que nada, es un ser humano normal y corriente que, por mucho que se esfuerce en pensamientos elevados, un día morirá y formará parte del ciclo de la vida: excelso párrafo aquel —seguimos hablando del Nuevo viaje a la Alcarria— donde, antes de defecar tras su accidentado viaje en globo, describe de modo formidable la fauna y la flora que le rodea; ocasión, como él mismo percibe, para que se desate una oportunista metafísica ante la contemplación de la «historia natural, la historia sagrada y la historia de las civilizaciones, las guerras y los inventos». Será, justamente, en la negación a la trascendencia, en la prioridad del natural y «biodegradable» excremento ante la artificial filosofía cuando, de repente, en un suspiro, comprendamos la grandeza de semejante síntesis comparativa, la capacidad para mezclar lo hermoso y lo ordinario en unas pocas líneas, y el Cela humorista, el poeta melancólico, el narrador de los pueblos perdidos, nos salude ofreciéndonos su escéptica sonrisa y su impenetrable vulnerabilidad.

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Fernando Clemot. Mahfuz y la Trilogía de El Cairo

Mahfuz y la Trilogía de El Cairo Fernando Clemot Pocas ciudades deben tanto a un escritor como El Cairo a Naguib Mahfuz, su mejor embajador. El escritor egipcio retrató la historia antigua de su país y luego centró su mirada en su capital, la ciudad que le vio nacer, a la que idolatró y que en sus últimos años acabó convertida más en una cárcel que en la urbe que había plasmado con fervor durante décadas. Cuántas veces hemos caminado solos, bajo la lluvia, sintiendo el peso de nuestras rutinas, soledades, desamores, problemas cotidianos, en apariencia irresolubles. Salimos a la calle casi huyendo bajo el peso de nuestra propia existencia y de pronto la lluvia nos sorprende al doblar una esquina, todo el dolor se va atenuando hasta casi desaparecer, los problemas parecen caer por un sumidero arrastrados por el agua y al volver a casa nos sentimos más limpios, notamos la vida liviana, reflejada en ese pequeño arco iris que forman las gotas de lluvia, que van cayendo por nuestro rostro. Sus colores nos devuelven la confianza y volvemos a creer en la vida y en nosotros mismos, mientras al volver a casa, sostenemos una taza de aromático café, que huele a cielo recién molido. Naguib Mahfuz: Palacio del deseo (1957)

.No hay un único Mahfuz. Puede que su trayectoria albergue hasta tres o cuatro escritores, que van desde el narrador joven que escribía novelas históricas sobre el Egipto faraónico al autor de novelas surrealistas u oníricas de sus últimos años. Todos son el mismo escritor, separadas sus obras por un abismo de sesenta años de un trabajo que a menudo no desarrolló en las mejores condiciones y que, en sus últimos tiempos, se colmató en un opresivo encierro. Si podemos encontrar un eje en la obra de Mahfuz, quizá sea su imagen de El Cairo, su ciudad —que retrataría una y otra vez de forma obsesiva—, con sus cambios, sus contrastes y sus gentes; desde sus callejones hasta la vida en los cafés que tanto le gustó frecuentar. En los noventa y cinco años que duró su vida (1911-2006), la ciudad y Egipto sufrieron cambios políticos y sociales que irían desde las dinastías fatimíes de principio de siglo al dominio colonial inglés, la nueva república, la Segunda Guerra Mundial, los tiempos de Nasser, las traumáticas guerras con Israel, el conflicto del canal de Suez, el asesinato de Sadat y, alargándose hasta prácticamente los últimos años, la dictadura de Hosni Mubarak. Cuando nació Naguib Mahfuz, en 1911, su país tenía dieciocho millones de habitantes; a su muerte, más de ochenta. Algo semejante había pasado con El Cairo: de ciudad colonial de poco más de un millón de habitantes a principios de siglo había pasado a megalópolis de más de trece millones a la muerte del autor. A lo largo del siglo XX todo cambió en Egipto y en El Cairo, pero la prosa de Naguib Mahfuz fue el valor más estable en ese país en continua mutación.

En una obra tan extensa y diversa conviene encontrar un eje que represente su ciudad, la esencia de la caracterización que hizo de ella. Posiblemente este eje —la etapa de su obra por la que es más conocido— sean los años que van desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1957. En esa docena de años se acumulan sus obras más emblemáticas: Trilogía de El Cairo (Entre dos palacios, Palacio del deseo y La azucarera) —escritas entre 1955 y 1957—, que junto a Hijos de nuestro barrio (1959) y El callejón de los milagros (1947) constituyen la base de la obra del futuro premio Nobel. Pero quizá las cinco novelas sea abarcar demasiado y convendría repasar únicamente la Trilogía, donde mejor se caracteriza una sociedad y un tiempo. Los El-Gawwad: La Trilogía de El Cairo La magia de Mahfuz reside en la habilísima forma en que sabe conjugar el tono oral de la narrativa árabe tradicional con lo mejor de la literatura realista europea del XIX. Así encuentra para su Trilogía una base teórica en las obras de Zola (Les Rougon-Macquart), Balzac (La comedia humana) o Tolstói (Guerra y paz). Las grandes sagas del realismo y el naturalismo europeo1 son reproducidas por Mahfuz en su forma —discurrir de la acción calmado, descripciones minuciosas de escenarios y de la psicología de los personajes, series de novelas centradas en el desarrollo vital de una familia— y en la capacidad de re1. Podríamos aquí incluir Los Maias de Eça de Queirós (1888) como otra de las grandes sagas del naturalismo que reproduce la vida de la familia Maia (más bien su decadencia) en el Oporto del siglo XIX.

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Mapa de El Cairo en 1933. Alexander Nicohosoff

tratar no sólo un tiempo histórico sino también los cambios sociales de ese tiempo. La ciudad que dibuja una y otra vez Mahfuz en su Trilogía es la de los barrios más orientales de la gran ciudad: zonas antiguas, artesanas, que rodean la Gran Mezquita y el Bazar (barrios de el-Gamalhiya y el-Guriyya) y al norte de este sector otros barrios más nuevos, pero igualmente tradicionales y populares como el-Huseyniyya y el-Abbasiya, cerca del cementerio de Bab-el-Nasr. Una Trilogía que no sólo recorre un espacio, sino que también recoge los cambios sociales que mutaron la sociedad egipcia en las décadas que van de los años veinte a la Segunda Guerra Mundial, con una República Egipcia recién nacida pero todavía bajo la tutela de los británicos y la influencia de los franceses. Estos cambios sociales están representados por la familia de Ahmad Abd el-Gawwad, comerciante en el barrio antiguo de El Cairo. Ahmad es un hombre social y tradicional a la vez. Un tipo que se muestra jovial y extrovertido con sus amigos, buen bebedor de vino y seguidor impenitente de la vida de los cafés; un pequeño seductor cuando se acerca a las mujeres. Ahmad muestra su doble rasero y su hipocresía al regresar a su casa, donde se transforma en un tirano y en un férreo seguidor de la ley tradicional musulmana. Las víctimas de esta faceta de la vida de Ahmad serán su mujer Amina, continuamente humillada, y sus hijos: Yasín, Jadiga, Aisha, Fahmi y el pequeño Kamal.

En estos sectores tradicionales de la capital se vive una vida secular, alejada de la occidentalización que están experimentando ya otros barrios, donde los nuevos egipcios conviven con los ingleses y otros europeos, hacia el Oeste, en los barrios de Baruf, El Insha o Garden City, pegados al Nilo y a la zona burguesa de El Gezira y sus hípicas y clubs para occidentales acomodados. La familia de Ahmad trata de vivir de una forma tradicional bajo la rígida batuta del cabeza de familia, pero a lo largo de las tres novelas, poco a poco, irá minando la autoridad del padre, que ve los cambios sociales que se están produciendo como una traición a los valores que ha querido transmitir a la fuerza y que él mismo abandona cuando sale de su casa. Cada uno de los hijos muestra una faceta de las contradicciones y actitudes de ese tiempo. Así, el hijo mayor, Yasín, mantiene el modo de vida del padre, al que admira y en cierta manera imita. Las hijas, Jadiga y Aisha, muestran las dos caras de estos cambios en el universo de las mujeres: Jadiga trata de seguir también las tradiciones y se muestra algo atormentada por el poco interés que despierta en los hombres; su contrapunto es su hermana Aisha, bella y seductora, deseosa de romper con todas las ataduras sociales. Ambas muestran las contradicciones de las relaciones familiares y tienen entre ellas un vínculo que aúna el amor, la envidia y las dudas que parecen someter y aplastar a ambas.


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Fernando Clemot. Mahfuz y la Trilogía de El Cairo

Estatua de Naguib Mahfuz en El Cairo. Fotografía: Bertramz ©

Otro de los hijos, Fahmi, crece inflamado por el nacionalismo que enardece a la juventud y a las clases ilustradas egipcias de los años veinte y treinta, vertebrados en su mayoría sobre el partido Wafd, que desaparecerá tras la revolución de 1952 y la aparición de la figura de Gamal Abdul Nasser. En los ojos de Fahmi, el dominio inglés y francés sobre el país es el responsable del régimen de corrupción, de la inoperancia del Estado y la pobreza absoluta en que vive gran parte de la población del país. Por último, está la mirada de Kamal, el más joven, inquieto, que recorre los barrios viejos de la capital, sus rincones, mostrando una mirada entre inocente y esperanzada sobre los restos de un mundo que parece a punto de desaparecer. Una Trilogía que describe los últimos años de las dinastías fatimíes, la nueva república marioneta y los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Una ciudad en la que pugnan lo nuevo y lo viejo, que parece lastrada todavía por el peso de sus mezquitas, del laberinto de su barrio antiguo, de la enorme pesantez de ancla que parece ser el cementerio más grande del mundo, donde yacen muertos de todas las condiciones y siglos. El Cairo (como Roma, Jerusalén o Estambul) parece una ciudad donde difícilmente se puede escapar de la historia. Naguib Mahfuz hizo todo lo posible para representar la vida de su tiempo. Con toda seguridad ningún escritor ha

hecho tanto por enseñar una ciudad como hizo Mahfuz con El Cairo. La humanizó, nos enseñó sus bellezas y contradicciones, nos mostró como nadie cómo palpitaba, cómo vivían sus gentes, sus servidumbres, sus valores y problemas; todos los cambios que experimentó a principios del siglo XX y que en buena parte todavía reproduce. Ni Dublín a Joyce o Lisboa a Pessoa le deben tanto como El Cairo a Mahfuz. Al final de sus días la ciudad no fue tan generosa con el escritor como él lo había sido con ella. Mahfuz pasaría los últimos años de su vida (entre 1994 y 2006) viviendo bajo protección policial en su apartamento del barrio de Zamalek. Unos años antes, el jeque islamista Omar Abdel Rahman, el famoso Jeque Ciego, había ordenado una fatwa por un supuesto uso irreverente de la figura de Mahoma y Jesucristo en el libro Hijos de nuestro barrio. Como resultado de este juicio religioso el escritor fue atacado por dos extremistas que le hirieron de gravedad en el cuello en octubre de 1994. Mohamed Nafi Mustafá y Mohamed Al Mahlaui, autores del atentado, fueron ahorcados en la cárcel de El Cairo en marzo de 1995. El escritor, la víctima, pasó sus últimos años saliendo poco de su casa, casi escondido, apenas para acudir a alguna reunión y a la redacción del periódico en que colaboraba, Al-Ahram Weekly. Siempre con protección policial. Mahfuz murió en julio de 2006 en el hospital de El Cairo.

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Tuscumbia de Lola Nieto: reseña de Raúl Quinto

La caja rota del lenguaje Raúl Quinto Tuscumbia Lola Nieto Harpo Libros: Madrid, 2016. 88 págs.

nEn Mulholland Drive (2001) David Lynch nos muestra una secuencia donde se canta una canción en un playback fantasmagórico, que pareciera decir que el lenguaje rompe amarras con cualquier emisor y vive por sí mismo y más allá del mundo, mientras las protagonistas lloran entre el público del Club Silencio. Entonces descubren una caja, miran dentro, el plano se pierde en su interior, y la realidad ya es completamente otra. Una caja como cada uno de los textos de Tuscumbia. Podría ser. Tuscumbia es también el pueblo de Alabama donde se produjo el famoso milagro de Ana Sullivan: enseñar a leer, escribir y hablar a Helen Keller, una mujer sorda y ciega. Abrió la caja del lenguaje dentro de la caja oscura de su aislamiento para descubrir que tanto el lenguaje como el mundo que conforma no es otra cosa que una convención aceptada, una amalgama de símbolos tejidos para salvarnos aparentemente de la soledad. Una mentira maravillosa y terrible, cuyas reglas y sentido pueden ser otros. Sobre esas coordenadas traza Lola Nieto (Barcelona, 1985) el mapa de su segundo libro, tras el interesante Alambres (Kriller71, 2014). Un mapa «deforme y libre» (pág. 29) sobre distintos tipos de soledad y aislamiento, desde la alienación laboral a la enfermedad, que pone en cuestión la relación del lenguaje, y por tanto de la literatura, con la realidad. Un libro consciente de que «ninguna palabra nos dice» (pág. 29) y de que los símbolos convenidos, lo que parece significar el mundo, están siempre cerca de perder su significado, que la función del lenguaje pende de un hilo demasiado débil, que el mundo y lo que somos es más incertidumbre que otra cosa. Y, también, que «no explicar a veces ayuda a explicar y a seguir viviendo» (pág. 35). Porque este es un libro sobre el misterio y desde el misterio, consciente de que el asombro es el motor de todo arte, y puede que de toda vida digna. Y en ese camino de cuestionamiento de las convenciones lingüísticas, rompiendo con ellas o ensanchando sus límites,

nos encontramos los hallazgos más notables de este libro, sin desmerecer las atmósferas enrarecidas, las historias como de cuento o mal sueño que profundizan en la veta del misterio a la que antes aludíamos y que lo vuelven a hermanar con Lynch. Tuscumbia hibrida sin remilgos los géneros literarios y hace indistinguible el poema del relato, y, sobre todo, reclama la función expresiva de la página impresa y la tipografía, el valor significativo de los significantes, en lo que podríamos catalogar como una escritura pictórica. Lecciones de Mallarmé y sus dados, pero tirándolos lejos del azar. Ese valor de la comunicación plástica, más allá de la mera palabra, se conjuga además con una dicción propia de la oralidad, lo que añade más extrañeza y originalidad. Enjambres de puntos que son mariposas en vuelo, palabras rotas por el temblor del que hablan, palabras que giran, se empequeñecen o agigantan, que te dicen lo que son en un símbolo nuevo y puede que más preciso, como esas «cuatroooo gotitas» (pág. 14). Del mismo modo en que juega con las anáforas para desgastar el sentido o con las palabras inventadas, como ese «dudú dudurudú» (pág. 29), para situarlas en el mismo plano que las aceptadas, para demostrar que aquello de Derrida de que el poema siempre está a punto de carecer de sentido se puede aplicar al lenguaje mismo, a la realidad; y que hay momentos en los que irremediablemente se rompe todo y ningún lenguaje sirve porque no sirve el mundo, como se aprecia en el último texto donde cruza fragmentos de Jean Améry con el relato del suicidio de una madre, con la incomprensión del mundo que genera, con el antilenguaje que crea. Con el enigma en carne viva. Esta contundente coda cierra un libro que abre algunas puertas poco cruzadas y confirma a Lola Nieto como una de las voces a las que hay que seguir la pista, las que demuestran que la poesía está «para hacer ruido y romper la ciudad muda» (pág. 45). Eso: abrir la caja del Club Silencio, entrar dentro, llegar a Tuscumbia.

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Mitze Katze de José de María Romero Barea: reseña de Rossella Michienzi

La polifonía de Mitze Katze entre realidad y ficción Rossella Michienzi

Mitze Katze José de María Romero Barea Amargord: Madrid, 2016 226 págs.

nLa novela Mitze Katze

(Amargord Ediciones, 2016), de José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) lleva hasta la exasperación el carácter ficticio de una literatura donde lo real, aparentemente, no irrumpe hasta el final de la novela. La obra —que refleja una compleja relación entre la narrativa y el tiempo— se construye a través de una constante mezcla entre elementos reales y elementos ficticios, y a través de constantes saltos temporales. Lo que sorprende es la sublime capacidad del autor de construir imágenes a través de las palabras y de desestabilizar a sus lectores con las confusas emociones que esas mismas imágenes generan. Los periplos de los protagonistas proponen un itinerario que permite descubrir el constante dualismo entre conceptos como el devenir y el estatismo, la identidad y la alteridad, la vida y la muerte. Como relata, con mucho éxito, Marina Bianchi —investigadora de Literatura Española de la Universidad de Bérgamo— en su reseña titulada «Mitze Katze, o la vana búsqueda de una justicia poética», «en Mitze Katze, como en las otras novelas del autor, aún se percibe la convivencia del caos de la actividad psíquica antes de que el cerebro la organice en un discurso coherente y cohesionado, y de la escritura razonada, medida y clara que transmite la emoción sin falsearla». El enfrentamiento y la sucesiva fusión de distintas concepciones del mundo (o del sueño) y sus diferentes realidades (o percepciones) recurren a menudo en esta novela, desorientando y, al mismo tiempo, apasionando a su lector ,que se encuentra una y otra vez enredado en una (in)controlada libertad de juegos del lenguaje. No es casual que la crítica haya recibido la novela de José Romero describiéndola en los términos de un complejo rompecabezas poblado por personajes ininteligibles y fluidos, sujetos a una perpetua metamorfosis.

Mitze y Katze «avanzan en direcciones opuestas, uno al encuentro del otro, cada uno desde el mundo que le es propio». Acceden, diríase, a una realidad común bajo un cielo que hierve, en un «simultáneo proceso de descorporeización física, de recorporeización mítica». El encuentro entre Mitze y Katze nos lleva hasta las imágenes finales de un hombre en prisión y un cadáver sobre el margen de la calle Fin. Ahora el lector se hace todo un océano de preguntas que se van mezclando con las reflexiones reveladoras de Eric. Este último se presenta a sus lectores como el autor y lo hace a través de un monólogo que aclara la historia narrada. Eric se expresa sobre las ideas que han generado su novela y sobre las sensaciones que han surgido a lo largo de la misma. Una búsqueda imperecedera de identidad entre las quebraduras de la vida; una denuncia contra los males de la sociedad y de una realidad cada vez más alienante. Todo esto es Mitze Katze. Abandonando la narración lineal y elaborando personajes aparentemente sin psicología, usando un estilo experimental y cada vez más elegante, el autor pasa a través de una re-conceptualización —típicamente postmoderna— de la sociedad, de la escritura y del yo. Construir verdades para después destruirlas, dar certezas para después quitarlas, mostrar una cara de la luna para después revelar la otra: todo esto, y mucho más, es Mitze Katze. La novela, casi abriendo las puertas a un joyceano flujo de conciencia, «despierta» entre recorridos contemplativos y acciones dinámicas, emociones de vida e ideas de muerte, realidad e ilusión, memoria y olvido, dolores de la existencia y esperanzas del alma. Todos dualismos que fluyen con el fluir de la narración, de las memorias y de las historias fragmentadas de Mitze y Katze y que, al parecer, el río Lielaupe de la ciudad de Maravilla metafóricamente separa con sus «resonancias marítimas».

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Andarás perdido por el mundo de Óscar Esquivias: reseña de Gemma Pellicer

Territorios felizmente ignotos Gemma Pellicer

Andarás perdido por el mundo

nCon varias novelas en su haber y tras publicar los libros de relatos La marca de Creta (2008) y Pampanitos verdes (2010), el autor agrupa bajo un título de resonancias bíblicas, que remite a la maldición que Yavé le dirigió a Caín, catorce cuentos de factura cuidadísima en donde sus protagonistas se nos muestran perdidos, o a punto de encontrarse, en un momento crucial de sus atribuladas existencias. Son historias que transcurren en ciudades tan distintas como Burgos, Florencia, Madrid, Oña, Dakar, Mtsensk, Moscú, Londres, Santa Mónica o París, a caballo entre los siglos XIX y XXI, con una clara presencia de la década de los ochenta y noventa del pasado siglo, etapa que se corresponde con los recuerdos de juventud del autor, de los que en ocasiones bebe para recrear atmósferas y episodios vividos. Así ocurre en «La Florida», de corte netamente autobiográfico, uno de mis cuentos preferidos, o en «El misterio de la Encarnación», donde recrea con humor agridulce el embarazo no deseado de una niña de trece años tras haber recibido la educación sexual típica de las escuelas religiosas en la España de entonces. Estos relatos, compuestos por encargo para diversas publicaciones, tienen como hilo conductor la aparente fragilidad de sus personajes. Todas y cada una de las historias merecen atención, si nos atenemos a su calidad literaria. Y también todas, sin excepción, dan cuenta de la madurez literaria que ha alcanzado Esquivias, al reunir relatos que homenajean, entre otros, a Chéjov, Leskov, Dostoyevski y Dickens, mientras a veces cultiva una experimentación que no rehúye la sátira propia de Juan García Hortelano. Así ocurre en «La última víctima de Trafalgar», donde aparece el personaje adulto más «perdido» de todo el libro, el insigne profesor Robredo. O se propone remedar el humor desternillante y disparatado de las mejores ficciones de Mendoza o Eduardo Mendicutti, rastreable en «El Chino de Cuatroca», divertídísimo de principio a fin, pese a las bromas pesadas que tiene que soportar un sudaca español al que todo el mundo toma por chino; o en «La casa de las mimosas», otro de los relatos que prefiero, en donde Esquivias lleva a cabo un homenaje al cine y al glamour hollywoodiense a través de las figuras de Greta Garbo y Ramón Novarro, rememoradas en boca de un niño de ocho años a punto de descubrir el misterio del sexo en las miradas penetrantes y los besos de película que a menudo aparecen en la pantalla.

Óscar Esquivias Ediciones del Viento: La Coruña, 2016. 248 págs.

La temática musical está a su vez muy presente en varias de las piezas mejor resueltas, siendo «El príncipe Hamlet de Mtsensk», situada hacia la mitad del libro, la más destacada en este sentido. Aquí, se dispone a narrar la historia del joven intérprete Yuri, y los amores sólo a medias correspondidos que mantiene con su amigo Vania, en un relato lleno de sobreentendidos que me ha recordado el cuento con que arranca el libro, «Todo un mundo lejano», pues en él también aparece una pareja de jóvenes enamorados e igualmente indecisos. Por último, en «El arpa eólica», de temática asimismo musical, contrapone a un joven Hector Berlioz arrogante y desesperado con la figura vanidosa de un enorme Luigi Cherubini, en una historia llena de humor que bebe, a un tiempo, de Robert Louis Stevenson o del mismísimo Edgar Allan Poe. Esquivias domina un amplio registro narrativo que va del cultivo del microrrelato (entre los que destacaría «Curso de natación») al cuento extenso, de casi cuarenta páginas (por ejemplo, «La última víctima de Trafalgar», pieza que podría leerse como una novela corta). Aun cuando esta recopilación se muestre plagada de buenos relatos, «El príncipe Hamlet de Mtsensk» me parece —entre los más extensos— uno de los mejores del conjunto: por la gradual atmósfera que es capaz de construir hasta envolvernos en un verdadero manto de época; así como por las innumerables referencias ambientales y culturales capaces de trasladar al feliz lector a un tiempo y un espacio distintos del suyo, aunque la presencia de la tecnología, tal como ocurre en el primer cuento, termine por afianzar el tiempo narrativo en la actualidad de nuestros días. La ilustración de Asís G. Ayerbe que aparece en la cubierta remite sin duda a este cuento de factura impecable; mientras que la foto del autor en la que aparece con gesto ensimismado subido a un vagón de tren, con unas vías que le sirven de punto de fuga, apuntaría al leitmotiv del viaje de estos catorce espléndidos cuentos.

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Y no me llamaré más Jacob de David Aliaga: reseña de Andreu Navarra Ordoño

Precisión y ternura Y no me llamaré más Jacob David Aliaga Ediciones de la Isla de Siltolá: Sevilla, 2016 140 págs.

nHace tres años que sigo el trabajo literario de David Aliaga, y pienso que puedo afirmar que no decepciona nunca. Empieza su andadura con un deslumbrante libro de relatos, Inercia gris (Base, 2013), deslumbrante por la maestría técnica que denotaban esos cuentos tan característicos suyos y también por la insultante juventud del autor, que por entonces no llegaba ni siquiera a los veinticinco años. Luego vino Hielo, del año siguiente, depurada y casi perfecta en su género. Si me plantearan encontrar una palabra o rasgo que definiera la prosa de Aliaga, creo que escogería «precisión». En segundo lugar, «ternura». David conoce el secreto de pulir obsesivamente el párrafo sin que se note que detrás de cada línea hay un esfuerzo infinito, cuando resulta evidente que lo hay. No se trata precisamente de un escritor torrencial, ni mucho menos. Aliaga recorta, pule, poda y requetepiensa cada párrafo suyo, pero luego sabe ocultar sus trucos con mano maestra. Es, sin duda, un artesano, un ebanista. Le interesa mucho más la fragilidad que la exuberancia. Leyendo los cuentos de Inercia gris resultaba inevitable pensar en Raymond Carver, pero no un Raymond Carver cualquiera: un Carver despiadado, un Carver más carveriano que el mismo Carver, sin concesiones, sin bajar la guardia. Con Hielo ensayó una fórmula que ha repetido ahora con Y no me llamaré más Jacob: intercalar cuentos tenuemente entrelazados. Con la diferencia de que en esta segunda nouvelle el hilo conductor (el mundo judío) es aún más tenue y sugerido. Mientras en Hielo el contexto islandés era claro y firme, en esta ocasión las narraciones campan libres y el conjunto se deshilacha deliberadamente. Algunas de estas piezas autónomas son auténticas piezas maestras («Será peor», con la que abre el volumen, o la tierna y simplemente perfecta «Plomo en la mirada», que tiene su reverso hacia el final del volumen con «Escribir la memoria»). Hay otra característica especial que define al autor: David Aliaga no distingue entre vida y literatura. Si escribe sobre el

Andreu Navarra Ordoño judaísmo, Islandia, las lenguas nórdicas, el Black Metal o su versión más amable, el Viking, es porque David no es nunca un degustador radical, le gustan los platos sabios más que los mejunjes estridentes, es porque él se encuentra sumergido en esas materias, de las que se llena, con las que trabaja como si fueran materiales primordiales. Se mezcla en sus temas, se impregna de ellos; o más bien al revés, es su literatura lo que se alimenta de lo que él exuda. Si escribe sobre una conversión religiosa, es porque se está convirtiendo. Si observa dormir a su amada, es porque la está observando dormir. Eso es impúdico, y contramoderno, pero es puro y personal. Eso es David: alguien que enseña su mundo, que muestra sus entrañas. Pero con sordina, sin exhibicionismo, con pudor. Porque él es más ecuánime que radical, o su radicalidad tiene un tono diferente: es una radicalidad tranquila, diríamos. Es un hombre de horarios, de orden: un auténtico trabajador, un relojero del relato, un poeta de objetos y pequeños rituales, y tampoco se avergüenza de su faceta académica, pasa de poses fáciles: sabe quién es y lo proclama (incluso en el capítulo «Clases de hebreo» de este su último libro no tiene ningún reparo en presentarse a sí mismo como protagonista). Está de moda exhibir incultura, confundir masculinidad con primitivismo. Pero Aliaga prefiere insertarse en otra tradición completamente distinta: la del escritor judío escéptico, que ni rehúye los misterios ni abandona la duda metódica, ni la indagación como principio vital. Pero una indagación discreta, sin pancartas. Impregnan estos relatos una intensa emotividad que es una novedad en David. En Hielo, en Inercia gris, el escritor se ocultaba más. Y tampoco esas historias alcanzaban el grado conmovedor de las que protagoniza Edith Wasserman. Esa dispersión, esa apuesta por la poesía ha desencorsetado la prosa de David Aliaga, y lo que tenemos entre manos es un desmelene. Junto a cuentos a su antigua usanza («Ascuas»), cuentos de una sola pieza, únicos en su técnica hiperdepurada, conviven textos más internos, ligeramente dislocados, como «De triatletas y filacterias». Un feliz desmelene, una ampliación de horizontes, un hito más en una trayectoria seria y sólida que dará mucho que hablar, mucho más que hablar. Porque Aliaga no decepciona nunca.

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Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enríquez: reseña de Verónica Nieto

Perdido, quemado, esfumado Verónica Nieto

Las cosas que perdimos en el fuego

nLas cosas que perdimos en el fuego, de la argentina Mariana Enríquez (1973), debería llevar el logotipo de PELIGRO en la cubierta o al menos una advertencia del tipo: «Le advertimos que lo que encontrará en este truculento universo habitado mayormente por chicas adolescentes y destroyers, niños deformes y zombis, un montón de fantasmas y desaparecidos que regresan para aterrorizarnos, gente que malvive en la calle bajo leyes estremecedoras, violencia constante, casos de corrupción, psicóticos y desquiciantes hikikomoris, mucho calor y un elevado porcentaje de drogadictos, se acerca bastante al susto y a la taquicardia, aunque con agudísimas dosis de sentido del humor». Atengámonos a lo evidente: Las cosas que perdimos en el fuego es una colección de cuentos de terror psicológico, social y político. Sin ir muy lejos, recordemos que la reciente historia argentina se asimila bastante al horror («La ciudad no tenía grandes asesinos, si se exceptuaban los dictadores, no incluidos en el tour por corrección política», en «Pablito clavó un clavito: Una evocación del Petiso Orejudo»). Ahora bien, Mariana Enríquez toma el género de terror y lo retuerce, lo exacerba de realismo y de ironía, expone el pánico que ataca cotidianamente a los que habitan en tantísimas ciudades latinoamericanas, y por eso da más miedo que un vampiro. «Me daba cuenta, mientras el chico sucio se lamía los dedos chorreados, de lo poco que me importaba la gente, de lo naturales que me resultaban esas vidas desdichadas.» («El chico sucio») «Durante años pensé que este río podrido era parte de nuestra idiosincrasia, ¿entendés? Nunca pensar en el futuro, bah, tiremos toda la mugre acá, ¡se la va a llevar el río! Nunca pensar en las consecuencias, mejor dicho. Un país de irresponsables.» («Bajo el agua negra») También encontramos a mujeres desesperadas que no saben cómo dejar a sus maridos, o esas chicas algo brujas medievales que se queman a lo bonzo como venganza contra los maltratadores, y ya sabemos que la venganza de las féminas provoca pavor desde tiempos inmemoriales. «¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?» («Las cosas que perdimos en el fuego»)

Mariana Enríquez Anagrama: Barcelona, 2016 200 págs.

Sin duda es llamativo cómo reelabora las leyendas populares o urbanas propias de Argentina y ese aire local que tanto me recuerda a mi adolescencia de pueblo de provincia («El perro se había vuelto loco, les suele pasar a los dóberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado chico para el tamaño del cerebro», en «La casa de Adela»), o cómo expone la idiosincrasia de la clase media argentina («Me parece muy extraño que haya rubios pobres», en «Nada de carne sobre nosotras»), pero sobre todo cómo dirige al lector hacia una expectativa predecible para romperla en el párrafo que sigue. Creemos que sabemos eso que está a punto de suceder, pero enseguida nos lleva hacia otro lugar, bastante más lejos de lo que nuestra imaginación, conducida como niña de pecho, es capaz de anticipar. Sentimos miedo y vergüenza a un tiempo; nos reímos y a la vez nos aterra nuestro propio pudor. Además el estilo de Mariana Enríquez, preciso, voraz, violento y a la vez con cierta fresca y directa y también burlona oralidad, resulta sumamente atractivo. Aunque lo que nos atraiga sea asqueroso, mugriento, perverso y, lo sabemos, tantas veces verdadero. «Era aburrido y yo era estúpida. Tuve ganas de pedirle a alguno de los camioneros que me atropellara y me dejara destripada en la ruta, partida como las perras que veía muertas sobre el asfalto de vez en cuando, algunas de ellas embarazadas, con todos los cachorros agonizando a su alrededor, demasiado pesadas para correr rápido y evitar las ruedas asesinas.» («Tela de araña») Afortunadamente los cuentos de Mariana Enríquez no se pierden en el fuego: poco queda en nosotros de ese regusto ceniciento que suelen dejarnos los libros cuando los cerramos y nos olvidamos de ellos. Bien al contrario: las chispas siguen ahí muchos días después, pues transitar estas páginas se transforma en una experiencia de lectura inquietante, meditativa, sorprendente y, ante todo, divertidísima.

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Políticas de la Nueva Carne de Jorge Fernández Gonzalo: reseña de Iván Humanes

la Nueva Carne Políticas de la Nueva Carne

Iván Humanes

Jorge Fernández Gonzalo Excodra Editorial: Barcelona, 2016 134 págs.

nLa Nueva Carne como el auténtico problema de nuestro tiempo y David Cronenberg como máximo representante de esta estética. Es este el leitmotiv del nuevo ensayo de Jorge Fernández Gonzalo. Una línea de reflexión filosófica que recorre toda su filmografía y que nos permite replantear conceptos como sexualidad, límites entre el individuo y la tecnología y la dicotomía clásica entre materia y mente gracias a su visión particular sobre los temores más elementales del ser humano. Estructurado el punto central del ensayo en las dos etapas de Cronenberg (la teratológica y la etapa perversa), Fernández Gonzalo analiza toda su filmografía con exhaustividad, estableciendo su anclaje en el filósofo esloveno Slavoj Zizek, para constituir una cartografía cronenbergiana sobre una Política de la Nueva Carne donde de los monstruos de sus producciones iniciales se pasa a la perversión psíquica y se traslada la monstruosidad externa a la interior, abandonando ciertas estrategias de lo fantástico y del terror por nuevos registros que han contribuido a enriquecer su obra y que han hecho de Cronenberg un cineasta singular y reconocido. El autor divide, por lo tanto, la producción entre la fase teratológica, la pedagogía de lo irreal, y la fase perversa, pedagogía de lo real. En la primera etapa da cuenta de sus primeros cortos y de obras aplaudidas como Vinieron de dentro de… (1975) donde se piensa desde el lugar del ente parasitario, Rabia (1977) o Cromosoma 3 (1979), que concluye la primera trilogía de los delirios orgánicos. Y otras como Scanners (1981), el poder de la mente sobre la materia o Videodrome (1983), el control videodisciplinario y las políticas de adoctrinamiento mediático, obra cumbre de la primera fase. En la etapa perversa, donde Cronenberg abandona los decorados de ciencia ficción y se centra en cuestiones argumentales, ideológicas, el autor analiza filmes como Inseparables (1988), El almuerzo desnudo (1991), Crash (1996),

Una historia de violencia (2005), Promesas del Este (2007) o Cosmópolis, (2016) por citar algunas. En ellas los componentes escabrosos de nuestra realidad bastan y renueva la intencionalidad de sus primeras películas. Y en ambas los temas que circulan son aquellos que obsesionan al director canadiense desde los inicios: lo sexual y lo asexual, los límites y las fronteras del cuerpo, las fronteras entre masculinidad y feminidad… Y, como apunta el autor, no se trata tanto de inventar la carne nueva sino de descubrirla en la vieja carne, al haber sido siempre distinta a todo lo que creíamos ver en ella. Merece mención especial el apartado del ensayo donde se confronta eXistenZ vs. Matrix. Fernández Gonzalo aborda los usos políticos de la ficción a través de su obra, destacando eXistenZ. En ella el juego es un artefacto orgánico que proyecta la psique, al trazarse en la ficción un componente subversivo donde se transponen a la realidad las prácticas disidentes de la irrealidad, y donde la invención, la fantasía y los sueños configuran modelos de resistencia. Cronenberg, como ya hizo en Crash dándole un nuevo registro a la sexualidad (pornografía tecnológica), aborda la enfermedad, la corporalidad y la tecnología como un nuevo territorio donde la cartografía psicosomática de sus personajes reinterpreta la realidad, la norma, lo psíquico y lo físico a través de lo técnico y de la máquina. Gozar la máquina, dice el autor, o la destrucción, no tiene otra finalidad que saltarse las fronteras de los convencionalismos. Nos encontramos, pues, ante un acertado ensayo sobre la obra de Cronenberg que no sólo cubre el espacio vacío de este director canadiense en la literatura de aquí, sino que actúa como corpus cerrado para construir la teoría filosófica sobre las obsesiones del canadiense y su importancia al establecer una nueva manera de abordar y reflexionar sobre el cuerpo, al respecto de la Carne. De la Nueva Carne.

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Los muchachos de Zinc de Svetlana Alexiévich: reseña de Ricardo Martínez Llorca

¿Por qué nos dejamos hacer de todo? Ricardo Martínez Llorca

Los muchachos de Zinc

Svetlana Alexiévich (Traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González) Debate: Barcelona, 2016 330 págs. nReseñar un libro de Svletana Alexiévich (Bielorrusia, 1948) es casi imposible: no sobra ni una sola palabra. Nada es calderilla. De hecho, parece apartarse para dejar paso a las voces de la bres y mujeres muy jodidos. El resto es propaganda y en la gente con la que se encuentra y, sin embargo, la consisten- propaganda va oculto el mensaje de odio. Lo que nos han cia y la unidad del volumen son de la dureza de un pilar de vendido como patria es un concepto geográfico militar. A la hormigón. Los muchachos de zinc debe su título al metal con hora de la verdad, quien regresa de la guerra ha perdido cualel que forraban los ataúdes en que repatriaban a los muertos quier forma de patria, desde la que vendió la propaganda a en Afganistán, durante los años en que la Unión Soviética la de la amistad, la infancia o la familia. Los supervivientes invadió el país y mantuvo una guerra contra los resistentes. que nos muestra Alexiévich son no muertos, zombis. Hasta Y debe su razón de ser a un proyecto que no concluye con el punto que se cuestiona cuál es la utilidad del olvido, el ressu obra anterior La guerra no tiene rostro de mujer, dado que la peto que merecen los silencios de quienes prefieren no conbarbarie tiene que seguir siendo denunciada. En esta oca- taminar narrando nada de lo que vivieron, porque recordar sión, Alexiévich recorre el país para encontrarse con super- equivale a meter la mano en el mismo fuego. O, como en el vivientes y con las madres de los muertos en combate. Y el caso de las madres, a combatir la guerra en la que murieron resultado es atronador. Ahí está esa madre que aparece al sus hijos después de que ellos combatieran en las trincheras. Los libros de Alexiévich tratan sobre otra forma de nosprincipio del libro, a la que le devuelven un hijo con la mutilación en el alma, que asesinó a alguien con un cuchillo talgia, dado que tratan sobre la memoria. El hombre desual regresar y fue juzgado. La madre reclama que se juzgue bicado, sin raíz, sin lugar, es un hombre para quien la prea quienes le enseñaron a matar y confiesa envidiar a las ma- gunta «¿para qué la vida?» se le queda fuera de la memoria dres a las que les devolvieron un hijo sin piernas. Porque su o del razonamiento. Fuera de la sensibilidad. Porque ese es hijo la odia cuando se emborracha y arremete contra ella el tema real de Los muchachos de zinc, la lucha por no percomo un animal. Porque tiene que pagarle prostitutas para der la sensibilidad. La lucha por no deshumanizarse. De ahí que no se vuelva loco e incluso hacer el amor con él para este mosaico de soledades que nos dejan sordos, mientras escuchamos a los protagonistas que intentan explicarse el evitar que salte desde un décimo piso. Es difícil encontrar un pasaje más ensordecedor en la porqué, pero que sólo encuentran la posibilidad de relatar con desgarro. Saben cómo les ven los demás, con las bocas historia de la literatura. Intrigada por el oscurantismo que existió en su país sobre llenas de sangre, y el riesgo que supone ponerse a hablar en aquella guerra, y tras viajar a Afganistán para reconocer un esas condiciones. Como confiesa un superviviente. Las páginas finales del libro están dedicadas a los pleitos poco el terreno, Alexiévich comienza con unas reflexiones propias sobre lo que supone una guerra. La locura de la que que Alexiévich tuvo que soportar por la publicación de estos se nutren esos párrafos la lleva a ser fragmentaria, espontá- testimonios, y constituyen una defensa de su trabajo narratinea, y a llegar a la conclusión de que la guerra en realidad es vo documental, de su trabajo literario. Porque eso es lo que algo que no existe, es una abstracción para saltarnos lo que Alexiévich hace: literatura elevada a la mayor temperatura deberíamos llamar de una forma más verosímil como hom- que permite la fiebre humana.

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Irrupciones de Mario Levrero: reseña de Daniel Jándula

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Travesuras en la prensa Daniel Jándula Irrupciones Mario Levrero Criatura editora: Montevideo, 2013 430 págs.

nLos seguidores de Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) que residimos fuera de Uruguay nos acercamos a su obra con la ansiedad e irresponsabilidad de una activa militancia. Mi ejemplar llegó a través de un complejo envío gestionado por el Librerío de la Plata, gracias a su especialización en literatura latinoamericana. Y algo de clandestinidad tiene esta serie de ciento veintiséis textos, publicados primero en la revista Posdata (entre febrero de 1996 y junio de 1998) y escondidos años más tarde entre las páginas del suplemento Insomnia, en lo que fue una segunda edad de la colaboración para tratar de alterar el cambio de siglo. Fue en 2007, en una editorial argentina, cuando se produjo el intento primario de unir los dos volúmenes de Irrupciones publicados en 2001 e intentar dar una unidad a la transversal reunión de obsesiones de su autor, tarea que se ve finalizada con un meritorio trabajo de investigación. Como afirma el prólogo de Polleri, cualquiera de estas febriles irrupciones podría aparecer por unos momentos intercalada en muchos de sus libros, para luego dejar el recuerdo de un sueño al que se echa de menos. En una de sus últimas entrevistas, cuando aún habitaba en el mundo tridimensional, Levrero hablaba de que cada vez encontraba menos momentos de hipnosis frente al arte. Se me antoja pensar que entre estos textos el lector hallará, una vez leídos y picoteados, muchos pequeños trances, despertará ante breves milagros envasados, querrá coleccionar las posdatas dirigidas a otros escritores, curiosidades dignas del libro Guinness, o trazados turísticos en círculo. Aquí se incluye lo que necesitamos de nuestro mundo, cosas a las que no queremos ni debemos renunciar: visitas inesperadas de un biólogo a quien nunca se le acaban las anécdotas, movimientos imposibles de ajedrez, interesantes lecturas de la Carta a los hebreos, espantos propios de una sala de espera para el dentista, instrucciones para el afeitado y para los besos, heroísmos de una linda hormiga, discursos rellenos,

descartes que sólo podían ser publicados con su esplendoroso tachado, la exploración de las tiendas del barrio a las que nunca entramos por un terror infantil que no alcanzamos a explicar… y con el rigor de la seria sonrisa de aquel presente previo a la obtención de la beca Guggenheim. Hay un Mario Levrero que se permite un cameo entre estas páginas. Es un valor adicional del libro poder asomarnos a la persona (aunque sería más justo decir que él irrumpe), de un modo seguramente más cercano a la idea que él tendría para presentarse a sus lectores. Como breves destellos sobre el agua, el escritor se despoja de la máscara, o abre la puerta de la jaula para que podamos asistir (sentir con mayor intensidad) a la posibilidad de ser verdaderamente libres, ingenuamente nosotros, dolorosamente vivos. Con este tipo de volúmenes suele quedarnos la duda de la intención comercial. Lo acostumbrado sería apoyar ese deseo completista sobre un autor determinado, pero si somos honestos, hemos de reconocer que una gran cantidad de veces el resultado es irregular, cuando no flojo. No sucede esto con Irrupciones, libro que forma parte de la obra y biografía de Levrero con todas sus implicaciones. Es tan útil para iniciarse en el descubrimiento del uruguayo como puede serlo La novela luminosa o su trilogía involuntaria; es tan desconcertante y lúdica esta recopilación de su producción en prensa (que no periodística) como su vida paralela de guionista de cómics, o creador de juegos y crucigramas. De hecho, esa necesidad del juego obsesivo con la lengua tiene en el contexto de la columna (datado en un período histórico anterior a la disolución de la prensa escrita) un inédito campo para dar salida (consciente) a la poderosa imaginación de Levrero, a su alma delicadamente inquieta. Si la literatura es una mirada al mundo desde una ventana particular, aquí nos dice Levrero que «un hombre mira la lluvia / desde mi ventana. / Luego advierto / que ese hombre soy yo».

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De amor y furia. Epigramísticos de Minerva Margarita Villareal: reseña de Aitor Francos

Ecos latinos Aitor Francos De amor y furia. Epigramísticos Minerva Margarita Villareal Esdrújula: Granada, 2016 106 págs.

nEn sus Epigramísticos la poeta mexicana Minerva Margarita Villareal nos entrega ecos de siglos de cultura grecolatina epigramática y de poesía de intención satírica. Tal que si fuesen apéndices modernos a traducciones de Catulo y Marcial, la poeta deja constancia de que todo en la vida es perecedero, eróticamente ridículo y caricaturesco. Villarreal refunda un género y lo deja vinculado a un nuevo tejido cultural; este circula hacia una conquista literaria de superación, por un universo original de dispersión heteronímica, de diálogos imposibles y escenas dramáticas, una mezcla de humor descarado, libertad furtiva y malditismo. Tal vez en estos tiempos tan contradictorios, escribir un poema consista en asumir la posibilidad de creer que hemos saturado una tradición: tal vez escribir sea suponer que todo en la vastedad de la cultura es demasiado complejo como para ser volcado en su totalidad para la memoria humana; pero hay, sin embargo, en cada palabra que rescatamos, en cada verso, un esfuerzo por recuperar la belleza y por reconocerla cerca, por salvarla de los desfiladeros de la vanagloria y la posteridad. Notable, en verdad excepcional, el trato que hace de la historia de la cultura. Esta es una colección consagrada, hasta un grado obsesivo, a la pasión: a la erótica, que es examinada con tanta intensidad como desaliento y exasperación, rabia y carcajada contenida; y a la de la vida, que no deja de ser una vocación perecedera. Tan radical es la posición de Villarreal en el tratamiento del tema amoroso, que el cuerpo, la belleza y el dolor estallan en la onda de gravitación de un dominio magistral del lenguaje. Sus poemas son como el fantasma de una femineidad que irrumpe, a veces diabólicamente, en la imaginación, acomodada a un clasicismo que en la era grecolatina fue de predominio masculino. Son enérgicos resortes que transitan por el eros, el destierro de la edad, las vicisitudes de los días y los entresijos del idioma. Pero son una muestra generosa y sutil del arte de la variación, de una poesía llena

de sensibilidad e ironía. En Epigramísticos Minerva Villarreal evoca todo un desafío dentro de la tradición epigramática: lograr, en una misma zozobra visceral, crear un clima que nos recuerda la poesía de Catulo y Marcial, pero también a la de Luis Antonio de Villena, Aurora Luque y por encima de todo, a Cavafis. Todo palpita vitalidad descreída en una patria donde reina definitivamente la voluptuosidad, el desarraigo amoroso y la furtiva delicadeza erótica. Entre otros poemas, el titulado «Lucio, lírico aprendiz», es una crítica mordaz a la monogamia en los jurados de los concursos literarios. «Las alturas de Fosca» o «Ayer despedimos a Kyria Laurentia» son, sin embargo, poemas absolutamente cavafianos. Como Cavafis, con quien tanto tiene en común, Villarreal es una poeta que no le teme a la reiteración, que prefiere repetirse en unos pocos temas, mostrando a sus maestros, ahondando cada vez más en ellos, siempre bien reconocibles como melodías viejas que, sin embargo, nunca nos cansamos de escuchar. Quien busque rupturas y disonancias, las hallará en sus poemas, pero pensadas desde la idea de profundizar y mostrarnos sus modelos y herencias. Poesía elegíaca, pero también hímnica; poesía que es, en su musicalidad, una demorada interrogación, y que no se cansa de acariciar toda la belleza del mundo, en las cosas y asuntos elementales. Villarreal no pierde de vista el hecho de que la escritura se compone de actos mínimos, de futilidad, que es un ejercicio lento y difícil que requiere toda una vida. De que escribir es, por qué no, vestir a las palabras con la posibilidad del silencio, de no decirse más que una vez. Villareal aporta su pensamiento como el viajero perturbado por la belleza histórica anota en su dietario sensaciones y aspiraciones: se ofrece para comprender y ser comprendida. Y todo sin que la poeta pierda nunca la voluntad antigua y salvadora de ordenar el mundo, de que la escritura sea una fortuita e inevitable celebración.

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El libro de las ciruelas tibias de Jorge Novak Stojsic: reseña de Anna Rossell

El ambigú

sosiego y melancolía Anna Rossell El libro de las ciruelas tibias Jorge Novak Stojsic Parnass Ediciones: Barcelona, 2016. 102 págs.

nSumergirse en la poesía de Jorge Novak Stojsic —Montevideo, Uruguay; residente en España desde 1972— es entrar en un mundo donde el tiempo transcurre con la plácida lentitud que aguza los sentidos, es deleitarse en el sosiego que regala la melancolía. De la lectura de sus poemas se sale calmoso, abierto a la ternura, a lo emotivo, el ánimo reposado y ávido del esencial detalle, del gesto delicado. Las partes del poemario anuncian fielmente los ambientes que recrea, las imágenes que inspiran su escritura: «de otoño, amores y paraguas, del tiempo, silencio y soledades, de carencias, recuerdos y nostalgias, del ahora y el mañana». Esta es la materia con que Novak Stojsic teje el pulso vital que lo conduce: el apacible crepúsculo de lluvias y colores tenues, el limbo reflexivo en que nos sume la soledad, la añoranza a que nos aboca, en la lejanía, el recuerdo de la dicha pasada en el lugar dilecto. El lenguaje poético de Novak es en extremo metafórico. Pletórico de figuras retóricas —sinestesia, prosopopeya, hipérbaton, juegos lingüístico-poéticos—, las palabras fluyen con pasmosa naturalidad. La voz poética personaliza la ciudad de sus orígenes, Montevideo deviene amada y amante: «ay señora / si supieras cómo me gustas»; y la añoranza impele a la escritura poética, es permanente anhelo que se desea eterno para perpetuarse en el placentero lugar de la nostalgia: «me seduce brutalmente / tu lejanía // también sé / que si todo fuera a estar en ti / no habría poemas» («para andar amándonos de cansancio»); «y sólo los versos te permiten / vivir lo que ya no es» («te has hecho viejo viejo poeta»). Lo inalcanzable es la ubicación ideal del sujeto poético: «dónde andará tu sombra / tu línea esbelta / tu risa azul y naranja / […] // mejor no encontrarte // así me dejarás vivir siempre contigo» («niña de las madreselvas»); el recuerdo, su tabla de salvación: «y sentir / cómo se escapa / la tristeza sin retorno / tratando de encontrar cobijo / en los recuerdos» («mapa de imposibles»). La poesía de Novak es

estrictamente sensual, la sinestesia, herramienta predilecta: «escuchar tu desnudez / en la penumbra» («mujer de mis orillas»); «susurran sonidos / con olor / a ciruelas calientes / de la tarde» («eres bruma, lágrima y verso»). Esenciales las percepciones sensoriales -—olfato, oído, gusto y tacto—. Los olores, los colores, los roces, la piel, los sonidos (o la ausencia de ellos, el silencio) son savia, nutriente vital: «tengo sed de tocarte/amante de agua limpia (tengo sed de tocarte); mujer mía // escóndeme / silencios diferentes / y guárdalos distantes // […] // y cada tanto / respírame al oído / para irte descubriendo» («despiértame misterios»). Sus temas: la ausencia, la soledad, la reposada y plácida tristeza en la evocación del ocaso —del paisaje y de la vida—, la remembranza del Sur: «moriría de tristeza / si no pudiera recordar // y se me eriza la piel / si me tocas / desde los atardeceres / de mi pelo blanco» («te has hecho viejo viejo poeta»); sus versos rinden homenaje al poso emocional de lo vivido: «y era azul tu verso // roce / de risa dulce / […] // y tu piel ajada // voz para mis manos / habladoras // […] // y serás arruga / y amorosa sombra / recostada en mi pelo blanco» («voz para mis manos habladoras»). Sus recurrencias son sintomáticas: la luz, la luna, la lluvia y sus afines (agua, orilla): «mi amiga // la de la luna azul / y los ojos de agua / amaneció lluviosa […] // dice que se le voló / el recuerdo / […] // qué tristeza // pájaro de oscura luz» («qué tristeza»); los colores (sobre todo azul y sepia), las estaciones del año: «por verano // entre aralias / y una aucuba // azul / de azules y lilas // […] // si no te desnudas hoy / amiga mía // ya no dispondré de otoños» («por verano»); las manos: «andan volando tus manos / hebras finas» («eres bruma, lágrima y verso»); las frutas: «que le pongas a la luna / un mantel / de azules y naranjas // […] // ciruelas frescas // sandías gritonas / abiertas // y melones sin pecas» («quiero sentarme contigo»); el aire (viento, brisa); la voz: «y si al silencio tuyo / lo cubre mi voz cansada / […] // es que la soledad / me cala hasta los huesos» («la soledad me cala hasta los huesos»). El poemario, precedido del prólogo de Ignacio Gamen, viene enriquecido con sugerentes dibujos del autor, que cultiva además la pintura.

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El ambigú

Corteza de abedul de Antonio Cabrera: reseña de Antonio Lafarque

Filosofía del Paisaje Antonio Lafarque

Corteza de abedul Antonio Cabrera Tusquets Editores: Barcelona 2016. 109 págs.

nEn una de las magistrales prosas de El minuto y el año (2008), Antonio Cabrera pedía reconocimiento académico para una Filosofía del Paisaje. Corteza de abedul es el programa de la ansiada asignatura y propone un modelo de acercamiento a la naturaleza basado en el respeto a sus múltiples manifestaciones y fenómenos. Así, el poeta es consciente de ser sólo «una esquirla / más del Todo», una rueda que gira «al modesto compás / de lo que soy» en el engranaje del universo. Hay una gustosa demora en la contemplación («Camina así la tarde / hacia nada que pienses») y un tono de emoción celebrativa y confraternidad muy cercanos al panteísmo («Los arrozales, antes de ser ondulación, / se ungían con luz tibia»). El estado de ánimo es similar al del discípulo en presencia de sus maestros o del creyente ante los dioses, incluso un texto se titula «Oración». Antonio Cabrera hace suya la doctrina de Juan Gil-Albert, otro hedonista mediterráneo, para quien la naturaleza oculta tenuemente la palpitante divinidad. Al respecto del citado El minuto y el año comenté su habilidad para otear el horizonte y apreciar lo inmediato, un don perfeccionado si cabe en esta entrega. Aquí dibuja con minuciosidad hiperrealista el paisaje divisado desde la cima de un cerro y las centenarias grietas que surcan una piedra. Los versos siguientes dan cuenta del proceso: «La amplitud va filtrándose en mis ojos, / gigante por el aire y luego diminuta / cuando se deposita en mí». Conviene leer Corteza de abedul al ritmo de los instantes, esos periodos infinitesimales que la mirada de Antonio Cabrera fotografía —«yo, / que soy el ojo»—, mientras su mano escribe mentalmente. Es cuestión de estar atentos («Cuando vuelvo a mirar ya no la veo») y seguir su consejo («Permaneced inmóviles e íntimos»). Observar, escuchar, meditar: «Qué suerte / haber estado allí. No atendido: atendiendo». Las imágenes congeladas marcan pausas de lectura e invitan a pensarlas en sus tres dimensiones. Salvo contadas excepciones, entre las que brilla «Viento nocturno en Medina Sidonia», extraordinaria descripción del allanamiento de una vivienda por el viento, los poemas transcurren en exteriores con el sol en su cénit. Se hace raro

encontrar un texto en el que la palabra «luz» esté ausente con cualquiera de los variados atributos que le otorga el poeta. Hay un atractivo juego con la sintaxis recurriendo a opósitos y disonancias, pues la naturaleza no es un apacible campo de recreo ni nuestra relación con ella es siempre amistosa. Las antítesis suben el voltaje: «un verde en ascua», «sin roce os acaricio». La contención expresiva innata en Cabrera acentúa la tensión y hace vibrar los poemas. A veces bordea el oxímoron, cuando no entra de lleno en él («rasante vanidad», «espeso sutil»). En ocasiones, el poema se agita por el enfrentamiento entre mundos opuestos, caso de «Plaza desierta», que conjuga las redondeces de un ficus con las aristas de algunos volúmenes geométricos sombreados por la iluminación urbana, es decir, Linneo contra Euclides a la luz de las farolas. Aunque en el colmo de la sutilidad el juego llega a marcar las fronteras del libro. El poema de apertura es un anti-autorretrato, podríamos calificarlo, en el que nos cuenta que atesora en su casa un trozo de piel de abedul por ser emblema «de lo contrario a mí» en su condición imputrescible. Y el poema de cierre es, esta vez sí, un autorretrato sobre la vuelta al medio urbano y la bajada al sótano del yo en compañía de la soledad. Para que nada falte en este prodigioso ecosistema, Antonio Cabrera nos regala un brote de talento —otro más— a propósito de un granado en flor: «Vive para la pulcritud y la entereza, / pero no busca aleccionar. Por eso / ni siquiera es altivo por humilde. / No se retuerce en subterfugio alguno». ¿Es o no una poética? Y también el mejor resumen de su actitud ante la naturaleza. Decía Apollinaire que la ceniza de abedul perfuma como el incienso de Minos, pero esta Corteza no necesita del fuego para impregnar los sentidos porque es poesía en estado puro.

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Recomendaciones de Quimera

septiembre 2016

Recomendaciones de Quimera Viento fuerte, Miguel Ángel Asturias (Drácena, 2016) Viento fuerte, primera novela de la Trilogía Bananera de Miguel Ángel Asturias, narra la lucha de los agricultores autónomos guatemaltecos contra la todopoderosa Tropical Platanera S. A. (trasunto de la United Fruit Co.), liderados por el idealista Lester Mead y su mujer Leland Foster. La épica de la acción se sustenta en Asturias con una literatura de alto nivel que ofrece una dimensión profunda de los personajes y que otorga gran importancia a la naturaleza con una prosa térmica, telúrica y extremadamente sensorial. Un canto al heroísmo del hombre sencillo contra un entorno natural, social y político hostil cuyo sorprendente final constituye uno de los cúlmenes del realismo mágico. El Papa Verde, Miguel Ángel Asturias (Drácena, 2016) El Papa Verde, segunda novela de la Trilogía Bananera, narra la ascensión, caída y resurrección de Geo Marker Thompson como hombre fuerte de la Tropical Platanera S. A., que expande sus dominios expulsando a los campesinos de sus tierras, esclavizándolos y privándolos de todos sus derechos con la anuencia de las autoridades (Estrada Cabrera primero y Ubico después). Una obra con una importante carga crítica (denuncia incluso un intento de anexión de Guatemala por los EE. UU.), que acepta varias lecturas: como crónica, como novela de aventuras o como revelación de un personaje violento e implacable que consigue sus objetivos materiales, pero fracasa en sus anhelos personales, encarnando la soledad del poder. Todo ello con la prosa de altísimo nivel de uno de los mejores escritores en lengua castellana y el primer narrador del idioma en conseguir el Premio Nobel (1967).

Los ojos de los enterrados, Miguel Ángel Asturias (Drácena, 2016) La tercera novela de la Trilogía Bananera es una obra coral que narra la toma de conciencia de los guatemaltecos en una manifestación de fuerza que desembocará en una huelga general de todas las clases sociales para derrocar al régimen y cambiar la política explotadora de la Tropical Platanera S. A.. El amor entre el líder sindicalista Tabío San y Malena Tabay se constituye en metáfora (la unión y el amor como fuerzas transformadoras) que sirve de hilo conductor de una historia que conecta muchos personajes de gran profundidad, que desarrollan sus experiencias personales e íntimas en un entorno marcado por la lucha, la acción y la represión política. Una novela crítica y épica que no renuncia al lirismo, a un extremo cuidado estilístico y a la inclusión del realismo mágico, que le da una dimensión mítica que trasciende la novela social. El ruido del tiempo, Julian Barnes (Anagrama, 2016) La última novela de Julian Barnes aborda, en un biopic sui géneris, los avatares de la vida del compositor Dmitri Dmítrievich Shostakóvich dentro de la represiva maquinaria del totalitarismo soviético. Narrada desde una primera persona ficcionalizada, la obra se articula a través de un rompecabezas de fragmentos en los que, a través de las reflexiones y recuerdos de Shostakóvich, el lector va descubriendo las complejas relaciones del músico con su familia, con el poder y con su propio arte. Una novela arriesgada y muy bien documentada que se sumerge en la psicología del personaje para denunciar la fragilidad de valores como la dignidad, el respeto y el talento en un entorno dominado por el miedo, la paranoia y la arbitrariedad.

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Recomendaciones de Quimera

septiembre de 2016 Miguel, Federico Jeanmaire (Anagrama, 2016) La celebración del cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes nos sigue deparando gratas sorpresas, como la reedición de Miguel (Anagrama, 1983), del argentino Federico Jeanmaire. Especialista en el Quijote, Jeanmaire se pone en la piel de un Cervantes que, a los sesenta y ocho años, a punto de morir, escribe una autobiografía destinada a su hija Isabel. En ella, el autor del Quijote relata su atribulada vida, repleta de aventuras (Lepanto, el cautiverio de Argel, la cárcel, etc.) y de constantes penurias económicas. Jeanmaire reproduce el estilo cervantino en una obra repleta de intertextualidades de la propia obra de Cervantes, en la que abunda la ironía y no falta el juego —introducción de personajes reales o imaginados cuyo carácter responde a figuras modernas como Borges o Dalí—, para mejor representar la esencia de la literatura: la sutileza del límite entre la realidad y la ficción. Fuerza Menor, Javier Puche (Isla de Siltolá, 2016) Javier Puche vuelve a sorprendernos con sus microrrelatos después de su celebrado Seísmos. Pianista y filólogo, combina ambas disciplinas para infundir un ritmo lírico a los magníficos cuarenta textos que atesora el último descubrimiento de La Isla de Siltolá. El autor alterna el humor y lo inquietante para aturdir al lector. El libro cierra con una sección de seísmos, juegos literarios de seis palabras a imitación del famoso texto de Hemingway («For sale: baby shoes, never worn») donde Puche muestra verdadera maestría. Libro para leer con detenimiento degustando cada posible interpretación del microrrelato. Llora en la celda el inmortal.

Aquiles o El guerrillero y el asesino, Carlos Fuentes (Alfagura/FCE, 2016) Veinte años pasó Carlos Fuentes tratando de novelar la historia del guerrillero de M-19 Carlos Pizarro Leongómez, asesinado a tiros en oscuras circunstancias, en 1990, tras deponer las armas para tomar la vía política. Aunque la póstuma organización definitiva del material se debe al impecable trabajo de Julio Ortega, la obra rebosa del talento y los mejores recursos de Fuentes, que emplea un estilo rico, preciso, lírico en ocasiones, y una trabajada estructura circular que da primacía a lo literario sobre lo histórico, con vaivenes temporales y simultaneidad de puntos de vista de la familia, los camaradas e incluso los enemigos para ofrecer una versión humana de la tragedia. Un gran libro de un grande de las letras hispánicas. Aire de familia, de Juan Ramón Santos (La Isla de Siltolá, 2016) Juan Ramón Santos va construyendo, paso a paso, un universo literario que abarca diversos géneros, desde la novela o el cuento hasta la poesía. Un universo rico en matices y en propuestas, como sucede en su reciente libro de poemas Aire de familia. También aquí se exploran las posibilidades de lo real, de esa cotidianidad no sujeta a un punto fijo, sino a otros muchos asideros que se van sucediendo a lo largo del texto. Poemas, algunos, con tono narrativo, discursivo, que no pierden el ritmo que impone toda creación esencialmente poética. Se agradece, de igual forma, su apuesta por una manera de decir lúdica, por momentos irónica, que hacen de este Aire de familia un nuevo ejemplo de una trayectoria literaria que deberíamos tomar muy en cuenta.

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