Quimera Revista de Literatura | Número 402 | Mayo 2017

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ColaborAN en este número:

Marta Agudo, Antonio Álamo, José Antonio Arcediano, María Artiaga, Claudia Bernaldo de Quirós, José Ángel Cilleruelo, Mateo de Paz, Ignacio Echevarría, Pilar Fraile, Elvio E. Gandolfo, Rebeca García Nieto, Ana Gorría, Juan Gracia Armendáriz, Gonzalo Gragera, Gael Kidich, Mario Levrero, Rubén Martín Giráldez, Ricardo Martínez Llorca, Antonio Muñoz Molina, Kike Parra, David Pérez Vega, Cosmin Perța, Iván Repila, Salvador Retana, Teresa Rivas, David Ruano, Alfonso Salazar, Unsplash IMAGEN de portada Y Portada Del Dossier: Unsplash

Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:

Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980 Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 / 937 962 631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj Edita:

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Mayo 2017

A muchos lectores les sorprendió la elección de La novela luminosa como uno de los veinticinco mejores libros en lengua castellana de los últimos veinticinco años —en una lista elaborada por cincuenta críticos para la conmemoración del 25 aniversario del suplemento cultural Babelia del diario El País—, ya que su autor, Mario Levrero, no suele ser un asiduo de los circuitos comerciales de la literatura en español. Levrero (Montevideo, 1940-2004) está considerado uno de los «raros» de la literatura uruguaya, en la línea de Felisberto Hernández. Un escritor inclasificable, que fungió como humorista, fotógrafo, guionista de cómic, librero, creador de juegos de ingenio y, sobre todo, como creador de una obra singular influenciada por la cultura popular pero a la vez de una gran introspección, que destaca por un depurado uso del lenguaje (casi maniático) desarrollado bajo una aparente (y tan sólo aparente) sencillez. En Quimera hemos querido rendir un homenaje a este original estilista con un completo dossier organizado por nuestro colaborador habitual Mateo de Paz, en el que destacan, junto a textos del propio Levrero, la presencia de firmas como Antonio Muñoz Molina o Ignacio Echevarría. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

El salón de los espejos

Los pescadores de perlas

Entrevista a Iván Repila – 4

Microrrelatos inéditos de Kike Parra – 46

El cielo raso

El castillo de Barba Azul

Mario Levrero

Poemas inéditos de Marta Agudo – 47

Mateo de Paz: Levrero se divierte y yo agonizo – 8

La voz humana

Elvio E. Gandolfo:

Entrevista a Antonio Álamo – 41

Algunos recuerdos de Mario Levrero – 9 Ignacio Echevarría: Levrero y los pájaros – 13

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no

El holandés errante

Rebeca García Nieto:

Álex Chico.

De pichones, palomas y otros seres alados – 19

Un peregrino vuelve a casa (Segunda jornada) – 54

Textos de Mario Levrero – 22 Antonio Muñoz Molina: La lógica de un sueño – 24

El ambigú

Mateo de Paz:

Teresa Rivas:

El personaje soy yo: notas en un diario – 26

Luz en las grietas de Ricardo Martínez Llorca – 58

David Pérez Vega:

Alfonso Salazar: Del infierno de José Abad – 59

Mario Levrero y la novela policial – 30

Ricardo Martínez Llorca:

Juan Gracia Armendáriz:

Pequeños tratados de Pascal Quignard – 60

solicitados ni mantiene correspondencia

Diario de un canalla, la «presencia» en el balcón – 33

José Antonio Arcediano:

sobre los mismos. La revista no comparte

Rubén Martín Giráldez: Tintinnabuli – 36

Acordes de una antigua canción de José Agudo – 61

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Esto no lo cuentes.

Pilar Fraile: Mediodía de Víktor Gómez – 62

Entrevista a Claudia Bernaldo de Quirós – 39

Gonzalo Gragera: Otro cielo de Santiago de Navascués – 63

La vida breve

Perros ladrando en la nieve de Kenneth Koch – 64

Cosmin Perța. Diario de un hombre hambriento – 43

José Ángel Cilleruelo:

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Iván Repila Por Fernando Clemot Fotografías: Fernando Clemot ©

Iván Repila (Bilbao, 1978) debuta en Seix Barral tras su paso por Ediciones del Silencio con una obra de riesgo. Prólogo para una guerra arriesga con la forma, juega con ella, nos aprieta. Ahonda en la sociedad y sus cambios, en la soledad y también en la arquitectura. De todo esto queríamos hablar con él cuando nos citamos en la terraza del Ateneu Barcelonès..

importante, consideré oportuno fluir entre un lenguaje más físico y otro más metafórico, entre lo técnico y lo orgánico.

Lo primero que llama la atención de Prólogo para una guerra es el cuidado, casi mimo, con que defiendes el lenguaje. Hasta hace poco esto hubiera sido remar contracorriente… La palabra es la única herramienta de la que disponemos para mirar a los ojos de los lectores y, en ese sentido, trato de afinarla para que sea posible interpretar cada giro, cada resonancia o cada silencio. Incluso cuando quiero ser ambiguo siento que debo serlo de forma precisa. Esto implica, también, adecuar el tono, el léxico y la estructura a la historia que quiero contar, de una forma que para mí tenga sentido, que sea coherente. Siendo esta una obra en la que la arquitectura es

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Se habla con profusión de la arquitectura: tendencias, estilos, incluso ideología. ¿Qué relación mantienes con ella? Das alguna pista en los agradecimientos, pero ¿qué tuviste que aprender? ¿Por qué la arquitectura, a mitad de camino entre el arte y la ciencia, como trasfondo de la novela? No tengo, o no tenía antes de empezar esta novela, una relación particular con la arquitectura más allá de ser alguien a quien le gusta pasear y mirar a su alrededor. Nivel usuario, diría. Creo que a todos nos fascinan determinadas construcciones, bien por su tamaño, bien por su antigüedad, su relación con el entorno o su forma. Puede leerse el espíritu de una época en la manera como un edificio mira o no mira al sol, o a los ríos, en el desarrollo del tejido urbano, en la forma de integrar grupos y clases sociales. Su belleza consiste en estar presente y acumular siglos frente a nosotros, como una lección de Historia que no termina y de cuyo índice formamos parte, o al menos así la percibo. Me tomé la fase de documentación, en todo caso, como un aprendizaje personal, más intuitivo que riguroso, y de hecho la novela crece también de este modo: las claves arquitectónicas tienen más presencia en la segunda mitad del texto, cuando los personajes están más dibujados, cuando yo mismo había interiorizado determinados conceptos. Quise que esa profusión que mencionas tomara cuerpo a medida que la historia se oscurecía, para construir, tal vez, mi propio edificio: un lugar neoexpresionista, retorcido, al que lentamente le han quitado la luz. Por eso me interesé, sobre todo, por la relación entre la arquitectura y las personas que la habitan, y no tanto por realizar un recorrido historicista. Y sí: tienes razón en señalar que la arquitectura invade lugares propios del arte y de la ciencia, pero añadi-


ría alguno más, como la política o la sociología. Incluso lo espiritual o lo natural. Uno de los temas de la novela, creo que redactado así, es que en las sociedades contemporáneas no sabemos qué hacer los unos con los otros. Especialmente en momentos de tensión social, o de cambios de paradigma, o de dolor. Vi en el sufrimiento particular de los personajes un símbolo que podía trascenderlos y englobar otros sufrimientos heredados, propios de una generación entera o de varias. La arquitectura como escenario y como trasfondo, en este sentido, me permitía no sólo establecer una alegoría sobre la forma en que gestionamos nuestros sentimientos, sino también sobre cómo estos afectan al espacio que ocupamos y a las personas que habitan, o habitarán, dicho espacio. Y, por supuesto, dado que la lectura más alegórica de la novela trata de la construcción del sueño de Europa, de sus anhelos y de sus fracasos, la arquitectura era una metáfora muy adecuada, casi inevitable.

A mí lo que me interesaba [...] era hablar de los orígenes de la ficción contemporánea.

Tus personajes se muestran desnudos. No hay apenas escenario de fondo o no es reconocible; no hay lugar, no hay referentes. ¿Por qué quisiste crear este vacío? ¿Qué se logra con ello? Me interesa mucho, como lector, la literatura que se resiste a las coordenadas, y cuando escribo intento reproducir ideas o fórmulas que siento cercanas hasta hacerlas mías. Debido al carácter simbólico de este y otros textos que he escrito, la ausencia de referentes es una decisión consciente, necesaria para mi propuesta. Digo «necesaria» porque quiero que el escenario sean todos los escenarios posibles: vuestra ciudad, la mía, todas aquellas que no he visitado... de manera que cada lector y yo mismo ocupemos ese vacío con nuestra mirada y nuestra experiencia. Eliminar las coordenadas espacio-temporales persigue que el texto crezca en el espacio y en el tiempo, aunque suene contradictorio. De acuerdo con las tesis más políticas del libro, además, creí importante situar a los personajes en un espacio occidental indeterminado, con sus carencias y sus ventajas, que resultara reconoci-

ble: si elimino toda referencia explícita, las metáforas y las imágenes de la novela se abren a un mundo más amplio, a múltiples interpretaciones. ¿Quién es Emil? ¿Qué representa? Emil es el hombre de éxito, el creador con ambiciones, el poeta de corte a quien la vida le opone una contradicción: su cuerpo refuta a su espíritu. Y representa la inercia de las civilizaciones, es decir, el hijo que hereda algo de sus antepasados y no lo cuestiona. Su deseo es continuar un trabajo global, histórico, del que se siente parte, y por eso, cuando estalla su conflicto personal, esa «refutación», no sabe cómo reaccionar y elige destruirlo todo. ¿Quién es el Mudo? ¿Por qué decide guardar silencio? La novela está formada por pares de personajes, no necesariamente opuestos. El Mudo es el hombre rebelde, o rebelado, que busca adaptarse a un entorno que no siente como propio. Lidia con el sufrimiento como Emil, al principio: callándose, dejando de comunicarse, ignorando todo lo que lo rodea. Pero su evolución, a lo largo del texto, será distinta. Oona, el personaje femenino, a menudo parece más un fantasma que un ente real. ¿Quisiste caracterizarlo así? ¿Qué es lo que define a este personaje? Y sin embargo realiza el monólogo más extenso y más directo de la novela. Oona tiene un aire fantasmal porque va desapareciendo, para el lector, al mismo ritmo que desaparece de la vida de Emil, y porque se transforma lentamente en una idea. Es el hilo invisible que une a los dos personajes masculinos sin que ninguno de los tres, hasta el final, lo comprenda. Ya en su primera aparición, se dice que Oona ve esos hilos que recorren la convivencia como una tela de araña, y quería que ella fuese el último. En el extremo opuesto está Hache, que es el otro personaje con un monólogo contundente: cobra cuerpo a medida que avanza la novela, hasta convertirse en un agente fundamental de la acción, el que arrastra consigo al Mudo y a todos los seres anónimos que lo acompañan. Su peso y su presencia tanto a nivel narrativo como de exposición de ideas es decisivo en la segunda parte del texto, a medida que Oona se desdibuja. De nuevo los pares, como mencionaba en la pregunta anterior.

Prólogo para una guerra es un libro plagado de metáforas y vacíos. ¿Cómo te planteaste su escritura? No es fácil avanzar entre metáforas

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

y aforismos. ¿Las defines antes de la escritura o aparecen en el momento de la redacción? La literatura que prefiero es la que funciona como una red de galerías subterráneas: depende de la experiencia personal del lector, de su estado de ánimo y de su relación con la palabra escrita que una obra le cale a partir de una idea o un tema determinado. Por eso me gusta releer novelas que me marcaron y analizar de qué manera, a partir del mismo texto, yo he cambiado. Cada galería, tal y como yo lo veo, representa una tesis, una interpretación. En Prólogo hay varios frentes abiertos y todos están presentes de una u otra forma: la gestión del dolor, la capacidad de adaptación, el uso del silencio como arma, el desprecio hacia lo diferente, el sueño antiguo de Europa y sus consecuencias, la posibilidad de atrincherarse en arquitecturas imposibles… Todos estos temas recorren la novela y, dependiendo de la lectura, de la mirada, pueden aprehenderse todos o quizá solamente alguno de ellos. Para integrarlos fue fundamental ahondar en la metáfora y en el silencio, en los vacíos que dejan las elipsis, en la ambigüedad de las imágenes. Algunas las ofrece de antemano la estructura, medida y pensada, pero otras surgen durante la construcción de los capítulos, a partir de ideas o metáforas anteriores. Creo que escribir es algo vivo, orgánico, imposible de cercar en una definición previa: nunca sabes por dónde crecerán raíces nuevas. El texto parece situado unas veces en el presente y otras en un pasado o futuro cercano. ¿En qué tiempo está situado (si lo está) Prólogo para una guerra? ¿Es importante esta atemporalidad del texto? Lo escribí como una intuición, como un acontecimiento posible dentro de dos o tres décadas. «Somos carroñeros felizmente hartos / en la segunda mitad del siglo veintiuno», dice uno de los poemas del final. Pero juego también con la ambigüedad: la idea de ciudad que presento, ese tejido urbano empeñado en crecer, cabe perfectamente en el imaginario de los últimos veinte años y también en el del presente. Quería otorgarle al texto un tiempo propio, autónomo, que basculara entre los sueños de ayer, los excesos de hoy y la posibilidad de un mañana inhabitable, y por eso elegí vestirlo con un halo de atemporalidad. Algunos ecos de la novela nos acercan a nuestra realidad social cercana (el descontento, el 15M, etc.). ¿Son un eco consciente?

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Creo que son mucho más que ecos y desde luego son algo consciente. El grupo que acompaña al Mudo representa a ese incalculable número de seres humanos que César Rendueles ha definido como precariado fragmentado, es decir, aquellos a quienes las políticas actuales han invisibilizado y cuyo abandono ha sido necesario para incrementar la distancia entre quienes más tienen y quienes menos, y que, entre otras cosas, se caracterizan por una desconexión radical entre sí y para con los estamentos del poder. En esta línea, me pareció muy acertada la lectura que hizo de mi libro Miguel Ángel Hernández: «Una novela sobre los modos en los que nos roban el mundo y las estrategias a través de las cuales podemos reapropiárnoslo». Yo no soy impermeable a las miserias, injusticias y carencias democráticas del mundo en el que vivo, y la novela se deja empapar, especialmente en la segunda parte, por mis impresiones y reflexiones sobre esto, que a fin de cuentas vehicula una de las tesis principales del texto. ¿Qué mantiene esta novela de Una comedia canalla y qué de El niño que robó el caballo de Atila? De la Comedia el interés por desarrollar una estructura compleja y medida. Con El niño tiene más puntos en común: la prosa poética, la intención alegórica y el mensaje político. De ambas, en todo caso, la ilusión y el vértigo del proyecto nuevo, de empezar de cero, de plantear un universo diferente con reglas diferentes. Cada libro es un viaje a un lugar en el que nunca he estado, y eso siempre tiene un punto de alegría y otro punto de miedo.


Mateo de Paz

Levrero se divierte y yo agonizo – 8

Elvio E. Gandolfo

Algunos recuerdos de Mario Levrero – 9

Ignacio Echevarría Levrero y los pájaros – 13

Rebeca García Nieto

De pichones, palomas y otros seres alados – 19

Textos de Mario Levrero – 22 Antonio Muñoz Molina La lógica de un sueño – 24

Mateo de Paz

El personaje soy yo: notas en un diario – 26

David Pérez Vega

Mario Levrero y la novela policial – 30

Juan Gracia Armendáriz Diario de un canalla, la «presencia» en el balcón – 33

Rubén Martín Giráldez Tintinnabuli – 36

Mateo de Paz

Esto no lo cuentes. Entrevista a Claudia Bernaldo de Quirós – 39

Mario Levrero Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

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E l ci e l o r a s o

Levrero se divierte y yo agonizo Por Mateo de paz Quienes hayan visitado la obra de Mario Levrero recordarán aquella imagen emblemática y recurrente de la calavera de una paloma descomponiéndose en la azotea vecina de un edificio. Los que lo han leído saben que uno siempre regresa a descifrarlo como el hombre que eternamente torna a contemplar dicha paloma. Hay autores a los que uno llega por error, autores a los que uno llega por azar y autores a los que uno llega recomendado por amigos. Seguro que hay más formas; en mi caso, llegué a Levrero obligado por las circunstancias —laborales, quizá sentimentales— de mi vida. En aquella época colaboraba en un blog de reseñas y uno de los responsables, a sabiendas de que me interesaba la literatura argentina, me adjudicó Dejen todo en mis manos y El discurso vacío, recién publicados en España. Supongo que pensaba que el escritor era argentino porque había vivido en Buenos Aires, pero la cosa es que el tipo quería que yo lo leyera rápidamente y que lo reseñara rápidamente para enviarle al editor la reseña mucho más rápido que la demora con que el uruguayo había sido rescatado por Caballo de Troya. Todo el mundo sabe, sin embargo, que cuando eres un joven sin talento y te obligan a leer rápido y a escribir a marchas forzadas —al menos en mi caso— tiendes a leer mal y a escribir mucho peor. Ahora leo aquel acercamiento primitivo y apenas me reconozco en él, más allá de dos o tres frases elocuentes. ¿Qué podía hacer yo para subsanar un error de justicia literaria con Levrero? Mi primera idea fue activar una página web personal y actualizarla regularmente con noticias, comentarios y análisis sobre el escritor. Sin embargo, si uno navega por internet verá que ya existe una página así: Desde la ciudad sin cines, de David Pérez Vega. Este es uno de los mejores diarios virtuales dedicados a la literatura por un crítico que no parece dispuesto a dejarse nada en el tintero, pero que resulta una aventura imposible para un padre con hijos. Entonces, para resarcirme de aquella metedura de pata quise hacer algo más interesante, elaborar un dossier ayudado por la amistosa colaboración de hombres y mujeres consagrados a la difícil tarea de leer al autor de La novela luminosa y La máquina de pensar en Gladys, entre otros, y a quien tenían, como yo, en el pedestal de la mejor literatura latinoamericana de los últimos años. Parece una hipérbole desmedida, una frase desganada o las dos cosas a la vez,

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pero en algún lugar he escuchado, tal vez leído, que una vez que pasa el tiempo y vuelves a abrir un libro mal leído y entras con tranquilidad en el mundo imaginario del autor puedes quedar fascinado para siempre. Es cierto que la imagen decadente de un hombre en calzoncillos y camiseta interior, espatarrado en su butaca, con un cigarrillo humeante en la mano derecha, mirando a través de unas gafas de pasta el infinito de sus creaciones, no parece una estampa respetable ni un autor apetecible. Ahora bien, si ese hombre se llama Mario Levrero, seudónimo de Jorge Varlotta, el asunto cambia. Lo cierto es que el proceso de selección de colaboradores no fue demasiado costoso. Antes de hablar con los responsables de Quimera en la calle del Pez, ya tenía apuntados en un cuaderno posibles nombres para los primeros correos electrónicos y llamadas de teléfono. ¿Qué importaba si alguno no lo había leído si podía escribir sobre el encanto que resulta de hablar de una persona a la que te acaban de presentar? Mis agradecimientos son para todos y cada uno de los participantes que han intervenido en el dossier: en primer lugar, a la familia Varlotta y a Claudia Bernaldo de Quirós, quienes en todo momento se mostraron dispuestos a enviarme fotografías, textos, enlaces y bibliografía. Gracias a Elvio E. Gandolfo, amigo personal de Jorge Varlotta y gran conocedor de su obra narrativa. Gracias a Ignacio Echevarría por su rapidez en el envío, mayor que la velocidad de la luz, y por su artículo sobre el Espíritu. Gracias a Antonio Muñoz Molina, tan amable y tan cercano, quien, ocupado en la escritura de su nueva novela, me invitó a rescatar aquel mítico prólogo, escrito veinte años atrás, de Mundos imaginarios, la colección de Plaza & Janés que entonces dirigía Marcial Souto. Gracias a David Pérez Vega y a Rebeca García Nieto, lectores compulsivos, y notorios, de la obra de Levrero: él llegó a hablar basari en Kundara; ella, medinense de pro, conoce de antemano las siete vidas del cangrejo. Gracias a Juan Gracia Armendáriz, escritor diarístico y nocturno, hombre pálido y piel roja, que salió de su pecera para adentrarse en un autor desconocido en un mar plagado de canallas. Gracias a Rubén Martín Giráldez, cuya labor paterno-filial, traductora y creativa, no impidió tenerlo aquí y que escribiera un texto marginal, extraño e identificable con su propio estilo. Gracias, en suma, a todos los que quisieron estar, pero finalmente la salud, el trabajo o el Rincón del Mar de Sucre se lo impidieron. Gracias a Enrique Vila-Matas, a Eloy Tizón, a Marina Perezagua y a Jesús Cano. Gracias al equipo de redacción de Quimera: Fernando, Jordi, Álex y Ginés. Y gracias, cómo no, a Mario Levrero por dejarnos abrir una de sus muchas puertas luminosas y mostrarnos el mundo tal cual es: infinito. De los errores, si es que los hay, soy el único responsable.


Algunos recuerdos de Mario Levrero Elvio E. Gandolfo

Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

La primera vez que pisé la ciudad de Montevideo fue el seis de enero de 1969. Lo sé con certeza porque me saqué una foto en la Feria del Libro y el Grabado que se clausuraba ese día, en la explanada del Municipio. La foto está impresa en el número 3/4 de la revista literaria que sacábamos entonces en Rosario con mi padre, Francisco: el lagrimal trifurca. En la foto me rodeaban diez uruguayos. Uno de ellos era Clemente Padín, alma mater de la revista Los huevos del Plata. El resto, integrantes o periféricos del grupo. Padín me había invitado a su casa. Yo había llegado ese mismo día, y en la semana siguiente sentí que había pisado una ciudad que me venía como anillo al dedo: si uno estaba solo, por ejemplo, la propia ciudad te sostenía, más que la gente, a diferencia de, por ejemplo, Buenos Aires, donde la ciudad por sí sola era brava si estabas a la deriva. Me quedé alrededor de dos meses.

En los números de su revista, que Padín me había enviado, había leído textos de un tal Mario Levrero que se parecían a lo que yo buscaba a menudo cuando leía y a lo que había empezado a escribir. Pero Padín me informó en seguida de que Levrero no estaba en Montevideo sino en Piriápolis, balneario donde vivían sus padres, y que probablemente se quedara allí todo enero y febrero. Lo que sí podía hacer era darme la plaqueta Gelatina, un relato largo recién aparecido. Me partió la cabeza. En el mismo número doble 3/4 (octubre 68-marzo 69) donde aparecía la foto como parte de un largo dossier sobre el grupo de Padín, publiqué un comentario sobre Gelatina. En seguida me llegó una carta entusiasta de Levrero y empezamos a escribirnos regularmente. En el número siguiente, de julio-septiembre del 69, aparecía un suelto incomprensible, titulado «Inédito

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E l ci e l o r a s o

de Melville», donde alguien a quien «podríamos llamar Bartleby» acababa de irse de un lugar que podría llamarse Madville, y un par de amigos —el señor Saw y el señor Dolpher— se encargaban de mantener su imagen ausente como si estuviera presente. Bartleby era en la realidad Mario Levrero, Madville era la ciudad de Rosario, el señor Saw era Samuel Wolpin y el señor Dolpher, yo mismo. Porque con Levrero nos conocimos en persona ahí, en Rosario, cuando se ausentó de Montevideo después de un conflicto sentimental, seguramente también económico. Lo había invitado por carta a pasar un tiempo en mi casa, en Ocampo 1812, dirección de la imprenta familiar y también de el lagrimal trifurca. El Levrero de ese entonces tenía su aspecto luego menos conocido y, para mí, más viejo. Exhibía un profuso bigote y una actitud de bondad constante (semisonrisa, cabeceo de asentimiento a lo que decía el otro). Desde entonces, mantuvimos una muy extensa amistad, complicada más tarde por las mudanzas cruzadas de los dos. Se estableció además una influencia primero nítidamente levreriana sobre mí y después bastante compartida. Levrero dormía en una pieza que yo tenía en la terraza. Una costumbre de él que llegó a fascinarme era el modo en que acumulaba ceniza de cigarrillo en el cenicero de una lámpara: un montón gris de crecimiento permanente, que nunca se caía, ni era barrido por el viento, ni era retirado, hasta llegar a una altura inverosímil. Se quedó poco en Rosario: unos dos meses, según recuerdo. Primero compartiendo la pieza, después en lugares que le conseguía Samuel Wolpin, de quien sería también muy amigo y que, para las necesidades de Levrero, tenía un conocimiento más prolijo de la ciudad. Manteníamos charlas larguísimas, comíamos en boliches baratos y nos veíamos a menudo en la librería Aries, que quedaba en pleno centro y donde trabajaba Wolpin. Como en toda librería medio culta o de culto de la época, había una muy pequeña trastienda donde uno podía refugiarse para charlar a salvo de los oídos de los clientes. Un día Wolpin me dijo que me esperaba allí, a eso del mediodía, y que también estaría Levrero. Como trinchera del contador de la librería, el sitio era un poco oscuro, con un escritorio, un par de sillas y forrado de papeles y carpetas. Allí estaba Levrero, otra vez con cara de bueno. En esos dos meses le habíamos aprendido las otras caras: de cómico magistral, de astucia, de angustia, sardónica, hasta de sabio. No todavía de gurú.

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No recuerdo bien, pero tal vez se afeitó el bigote antes de irse de Rosario: eso lo beneficiaba. Nos había citado para darnos la noticia de que se iba junto con una joven y simpática escritora que quería escapar de la ciudad, aunque estaba razonablemente casada con un profesional de la arquitectura. Le dimos nuestra bendición, nos estrechamos la mano o nos abrazamos. En cuanto se fue, Wolpin dijo con cierto fastidio: «¿Te das cuenta? Hace años que quiero tener algo con madame Bovary (por así llamarle), y viene este tipo y se la lleva sin decir agua va». Estaba irritado, pero lo decía sonriendo un poco. Sonreír o soltar carcajadas fueron dos actividades bastante constantes en la larga amistad con Levrero, en mí y en otros. También las largas conversaciones tranquilas o apasionadas sobre historietas, películas, libros u originales ajenos, o sobre temas de la existencia, las más jugosas. La dama de marras, en cuanto pisó Buenos Aires, sitio desde donde partían rutas internacionales, dejó a Levrero, o Levrero la dejó a ella o se dejaron de mutuo acuerdo, y siguió su camino rumbo a Europa en compañía de un corpulento artista plástico, hijo de una figura cultural con conexiones. Aquí la serie de viajes, movimientos, idas y venidas entre Rosario y Montevideo se me vuelve confusa, veloz. Se apilaron tal cantidad de experiencias, nuevos conocidos, planes y fracasos, que tendría que investigar con minucia especial y espacio como para un libro. Lo cierto es que en Montevideo conocí, por ejemplo, a Marcial Souto, que terminaría por ser un gran amigo mío y el editor más constante de Levrero. Y que me trasladé al fin allí atraído por el trabajo posible de traducciones en una colección de Literatura Diferente donde aparecieron la novela La ciudad (con una foto de mi hermano Sergio Kern en contratapa: Levrero posando en la esquina del almacén de la calle Ocampo ante un cartel de 7-Up) y los cuentos de La máquina de pensar en Gladys. En esos años conocí fugazmente a amigos históricos de Levrero, como Califra y, en especial, al Flaco Carlos Casacuberta y a Rubén Gindel. Los tres formaron un trío de ases humorísticos en la revista Misia Dura (suplemento del diario El Popular), material que alguna vez habría que recopilar. Un poco más adelante las condiciones cotidianas de la calle se fueron haciendo cada vez más complejas y violentas en Uruguay: hubo represión de manifestaciones con muertos (el nombre de uno de ellos parecía una orden o consigna: Liber Arce), y cuando viajaba a Piriápolis la policía nos hacía bajar a todos a las afue-


Elvio E. Gandolfo. Algunos recuerdos de Mario Levrero

Exhibía un profuso bigote y una actitud de bondad constante...

ras de Montevideo para cachearnos. En Piriápolis me hice rápidamente amigo de Nilda, la madre de Mario (o Jorge, ya a esa altura), que tenía una librería de viejo y kiosco de golosinas y cigarrillos. A veces estaba Levrero, a veces no. Cuando el padre de Levrero (que tenía el aspecto y los gestos de un caballero inglés y daba clases de ese idioma) enfermó y murió en un hospital de Montevideo, fui hasta Piriápolis con el cadáver en una camioneta fúnebre, acompañado por una amiga de Levrero. Lo enterraban en el cercano cementerio de Pan de Azúcar. Recuerdo que la asistencia masivamente femenina de las primeras horas (Nilda, sus amigas, mi acompañante) fue aliviada por la visita del Tola Invernizzi, un personaje mítico de la zona, excelente pintor, que había oficiado de partero de la vocación de Levrero y que tenía un humor a la vez fino y desopilante, mientras caminábamos en la noche para ventilarnos un poco. No mucho después, creo, me enamoré de Carol Moyá, que había sido la primera mujer de Levrero unos años antes; terminé casándome con ella y regresando a Rosario poco antes de que fuera elegido presidente Bordaberry. Allí nació Laura, en 1973. Cuando todo se descalabró aún más en Argentina, regresamos a Piriápolis con nuestra hija, de unos tres años entonces. Vivíamos primero en la casa de mi suegra, después cerca del Cerro del Toro, después en un departamento de la Rambla. Consolidé la amistad con Nilda: su negocio era el mejor lugar para unas horas de relax después de varias horas de las traducciones que hacía para Buenos Aires, charlando con ella, que era una mujer inteligente, divertida y muchas veces sabia. A menudo la ayudaba revisando a toda velocidad novelitas de Corín Tellado que habían traído para canje, sobre todo para confirmar que estuviera el final, mientras las clientas elegían las que iban a llevarse. Yo tenía cierto talento para ese tipo de tareas mecánicas, por mi trabajo en la imprenta de mi padre. Levrero aparecía y charlábamos, o de pronto no, por ejemplo cuando llegó con un cuadro depresivo, notorio e impenetrable (fue el momento en que se casó con Per-

la Domínguez, madre de Nicolás, su segundo hijo, que lo colgó prácticamente ese mismo día). Charlábamos hasta por los codos. En una ocasión le pasé un texto corto sobre las olas del mar que me parecía bueno, y no podía parar de reírse, ni para explicarse. Al fin, secándose las lágrimas, me dijo que era la boludez que escribía todo tipo que pasaba por Piriápolis. Tenía razón. Esos años de dictadura en los dos países fueron muy extraños, y lo que rescato en las numerosas cartas de la época que conservo, con familiares y amigos, es un clima a la vez emparentado con y muy distinto al de las novelas que se suelen escribir sobre el período. Recuerdo que Levrero estaba haciendo terapia con una psiquiatra que después heredamos con el tiempo varios (en mi caso cuando tuve que enfrentar el derrumbe de mi matrimonio). En su caso creo que ella fue esencial para que al fin decidiera mudarse a Buenos Aires, para trabajar algunos años en la empresa de juegos y acertijos de su amigo Jaime Poniachik. Antes estuvo su relación con Lil, mucho más joven que él y a quien había conocido al tratar de terminar sus estudios secundarios. Era extrovertida, linda, dinámica, graciosa. Recuerdo que en una de las típicas charlas en la pieza de adelante de Soriano 936, con las paredes cubiertas de frases de todo tipo («No hay que darle a Tarzán más virtudes de las que realmente tiene», por ejemplo), hablábamos con Levrero de El submarino amarillo, el dibujo animado de los Beatles. Y que él cometió el error, mientras nos reíamos, de preguntarle a Lil si lo había visto. «No», contestó ella con su tono frontal. «En esa época era una niña pequeña». Dejamos de reírnos, un poco inquietos. De Buenos Aires recuerdo sobre todo su departamento cercano a Congreso, ubicado en un centro de manzana, silencioso y despojado. También el modo en que le había cambiado la postura y la cara, ahora que ganaba dinero por su trabajo. O la manía de comprar todos los números que podía de la colección El Club del Misterio de la editorial Bruguera, su sólida amistad con gente como Víctor Pesce y demás empleados de la librería Premier, y su gusto por el olor de los subterráneos, que después extrañaría durante años en Uruguay. Al fin me enteré de que estaba enamorado, no por infidencias, sino por una extensa carta que aún conservo. De inmediato me imaginé distintas actrices de cine que apreciábamos en versión rioplatense. Me abstuve de hacer pronósticos (había pensado que con Perla iban a ser felices para siempre y comer perdices, por ejemplo). Cuál no sería mi sorpresa al enterarme de

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Elvio E. Gandolfo. Algunos recuerdos de Mario Levrero

que se trataba de Alicia Hoppe, antes mujer de Juan José Hernández, músico excepcional trabado en gran parte por su personalidad laberíntica, padres ambos de Juan Ignacio. Creo que con los dos, una vez que decidió que ya tenía bastante de Buenos Aires, que estaba perdiendo el contacto con su ser más profundo (el que le importaba), y que decidió mudarse con ellos a Colonia, formó su primera y única familia propia, por unos años. Más tarde escribió que Colonia había sido su «temporada en el infierno», pero exageraba un poco. No podía parar de moverse, de escribir, de contactarse (con los integrantes de un cineclub, con Helena Corbellini, que le dio el acceso a la técnica básica de los talleres literarios —que él reformó y mejoró—, con alumnos aventajados como la cuentista y escribana Beatriz Dávila). En esos años tuvo que soportar el deterioro y al fin la muerte de su madre, Nilda (de quien acabo de encontrar una hermosa carta de mujer creyente, que hasta en cierto aire de la letra se parece a las de mi abuela). Allí apareció un personaje central de uno de sus mejores libros, El discurso vacío: el perro Pongo. Lo visitábamos a veces con Lucía, mi mujer de entonces, en quien Mario admiraba el arte de cocinar el pollo, cosa que subrayaba ante Alicia, como si hablara de una actividad para ella inalcanzable. Con Alicia siempre tuvieron una costumbre de picaneo mutuo, al menos en mi recuerdo. Al fin la vida en Colonia se le hizo insoportable y decidieron mudarse a Montevideo, primero a un gran departamento en la avenida Brasil, junto a una estación de servicio de TEXACO cuyas letras rojas enormes brillaban en la noche, y después a un grandísimo departamento en la muy céntrica avenida 18 de Julio. Cuando terminó por establecer una relación con otra mujer, joven, escultora y según todas las referencias muy agradable (no llegué a conocerla en persona) hizo su última mudanza: a un departamento de la calle Mitre de la Ciudad Vieja que le eligió ella y que parecía tan semejante a una proyección de sí mismo (del sí mismo de esa época) como lo había sido el de Soriano 936 durante tantos años. Tenía ventanas amplias a la Plaza Independencia, que se veía mágica por la noche, con el fondo de la nave espacial de repostería que es el Palacio Salvo, y unas ventanas un poco más secretas por el otro costado, hacia la magnífica bahía de la ciudad. Allí vino cierto distanciamiento, no por ningún motivo en especial, sino por la aparición de lo que fue el elemento femenino definitivo: la computadora, según contó en La novela luminosa (segundo elemento crucial: la

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escribió en esos años, salvo la «luminosa» propiamente dicha, lo más breve de ese libro extenso, proteico, final). De la costumbre de pasearlo que tenían algunas alumnas, más la Chica Lista, me enteré en el libro. Pero como iba y voy seguido a la librería de viejo Cooperativa del Cordón, me enteré de que Alicia, con quien habían vuelto a verse, lo llevaba a veces a comprar policiales. Una vez la encontré a ella sola. «Ayer Jorge me habló de vos», dijo. «Me contó que te vio en un sueño. Después agregó: “¿Qué hacía Gandolfo en uno de mis sueños?”», y Alicia se rió. Le dije, también riendo, o sea riendo a dúo: «¡Fastidiarle la paciencia, como siempre!». El último contacto, póstumo, fue hace poco, en la tesis inédita de Jesús Montoya, donde dedica varias páginas a su biografía, gracias a una investigación en Montevideo. Allí, Perla Domínguez, en un momento, define su glamour usando con inteligencia su historieta «Santo Varón». «Jamás era aburrido —dice—, ni pesado, ni hablaba mucho, ni se repetía, ni forzaba nada. Hasta en lo más cotidiano funcionaba en este estado de… ¿descubrimiento? ¿Disponibilidad? No sé cómo llamarlo, pero él mostró de qué se trata en su muy autobiográfico “Santo Varón”, donde usted recordará que el personaje no hace absolutamente nada. Sólo se limita a estar parado en una esquina... y empiezan a ocurrir cosas, que pueden ser nimias pero que, como él ni va ni viene, ni está apurado, ni está pensando en otra cosa como hacemos casi todos casi siempre, las percibe y las realza. Y lo más extraordinario es que nos llevaba a los demás a funcionar también así (a los predispuestos, claro está, porque los otros —la mayoría— no lo soportaban). Por eso su compañía era... irremplazable». Jorge percibió y realizó mucho. Fue una suerte haber sido uno de los predispuestos, durante tantos años, de cerca o de lejos.

Elvio Eduardo Gandolfo (San Rafael, Mendoza, 1947) es un escritor, traductor y periodista argentino. Como periodista, ha trabajado en La Opinión, Clarín y el suplemento Radar de Página

12. Ha traducido a Tennessee Williams, Jack London y H. P. Lovecraft. Ha sido compilador para distintos sellos de antologías de ciencia ficción, relato policial, fantástico y de suspense. Su obra abarca diversos géneros: la poesía (El año de Stevenson, 2011), el cuento (Cada vez más cerca, 2013), la crónica (Parece men-

tira, 1993), la novela (Mi mundo privado, 2016) y el ensayo (La mujer de mi vida. Notas y margaritas, 2015), entre otras.


Levrero y los pájaros Ignacio Echevarría

Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

Entre los papeles póstumos de Albert Camus se encuentra la siguiente anotación: «Tema de Musil: la búsqueda de la salvación del Espíritu en el mundo moderno». La frase vino a mi memoria cuando, en una de las últimas entrevistas que se le hicieron a Mario Levrero («El laberinto de la personalidad», publicada en el número 5 de la Revista UDP, Santiago de Chile), su autor, Álvaro Matus, dice a propósito de La novela luminosa de Mario Levrero que es «una versión actualizada del hombre sin atributos de Musil». La afirmación de Matus suena tan peregrina que urge a preguntarse en qué cabe fundarla. Y aquí es donde me vino el recuerdo de las palabras de Camus. Pues el tema de Levrero, la obsesión central que recorre su obra, bien podría formularse de modo muy parecido: como la búsqueda de la salvación del Espíritu.

Sólo que el contenido de esa palabra, Espíritu, reúne en Levrero connotaciones algo distintas a las que tiene para Musil. Y el espacio de esa búsqueda ya no sería, en su caso, el «mundo moderno», sino, más humildemente, la personalidad excéntrica y escurridiza del propio Levrero. De un escritor que no tiene empacho en exhibirse a sí mismo como un hombre —él sí— carente por completo de los atributos idóneos para abrirse paso en el mundo moderno, del cual, por otro lado, se desentiende soberanamente, embarcado como está en una despiadada, radical y desternillante introspección. Buena parte de la obra de Levrero, y no sólo La novela luminosa, participa de esa búsqueda tozuda del Espíritu, como indica el dato de que, pese a haber sido publicada póstumamente, la escritura de La

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Ignacio Echevarría. Levrero y los pájaros

Mario Levrero. Fotografía cedida por la familia de Levrero

novela luminosa se remonte a comienzos de la década de 1980, poco después de que Levrero concluyera su «trilogía involuntaria» sobre la ciudad (involuntaria porque sólo a posteriori se percató su propio autor de que había escrito consecutivamente tres novelas —La ciudad, 1966; El lugar, 1969; y París, 1970— que tenían en común el tema de la ciudad). Los textos de esta célebre trilogía, por lo demás, muy en particular el primero, remiten a un autor que, a diferencia de Musil, sí suele asociarse, y con razón, a Levrero: Franz Kafka. El mismo Levrero ha dicho que Kafka fue determinante no sólo en su voluntad de ser escritor, sino también en la forma misma en que se planteó serlo. «Hasta leer a Kafka no sabía que se podía decir la verdad», declaraba Levrero a Hugo J. Verani en 1992. Palabras que invitan a recordar aquellas del autor de El castillo en que asegura que lo que hace al escritor «no es ver la verdad, sino serlo», y recomienda: «No nos haga

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creer en lo que usted dice, sino: háganos creer en su decisión de decirlo». Levrero cumple a rajatabla este mandato. Tanto más cuanto que «la verdad profunda de las cosas es necesariamente difusa, imprecisa, inexacta», como asegura el narrador de Desplazamientos (1987); y así es debido a que «el espíritu se alimenta del misterio y huye y se disuelve cuando lo que llamamos precisión o realidad intenta fijar a las cosas en una forma determinada —o en un concepto—». El nombre de Kafka permite comprender en qué sentido cabe referirse a Levrero —que en la mencionada entrevista de Matus se define a sí mismo «como un hombre religioso» y que en varios lugares de La novela luminosa invoca a santa Teresa como «mi patrona»— como un autor místico. Tanto Kafka como Musil, cada uno a su modo, delimitan dos de los vectores (un tercero, entre otros posibles, podría ser J. D. Salinger, a quien Levrero cita al final de La novela luminosa) en que a una mentalidad laica del siglo XX le es dado aspirar a una experiencia mística. Ninguno de estos autores temió referirse abiertamente a ese Espíritu cuya búsqueda obsesiona a Levrero. Este se plantea la literatura como «el intento de comunicar una experiencia espiritual», nada menos, entendiendo por esta cualquiera en la que cabe advertir «la presencia del espíritu o, si lo preferís, de mi espíritu». Y se apresura a puntualizar que el espíritu «es algo viviente inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los sentidos y aun de los estados habituales de consciencia». Conviene recordar esto último para comprender el vivo interés que Levrero sentía por los fenómenos llamados parapsicológicos, tales como la hipnosis y la telepatía. Un interés paralelo al que sentía por los sueños y todas las manifestaciones del inconsciente. De estos intereses manifiestos, y del tipo de práctica literaria a que dan lugar, deriva el que la escritura de Mario Levrero haya sido encasillada frecuentemente dentro de la literatura fantástica (emparentándola con Felisberto Hernández y Julio Cortázar), que haya sido celebrado como un maestro de la ciencia ficción, o que se le haya afiliado al surrealismo. Pero ya el propio Levrero, incómodo con estas etiquetas, se ocupó de precisar el alcance restringido y más bien equívoco que tienen en relación a su obra. «La crítica literaria —declaraba en una entrevista con Pablo de Rocca, en 1992— parece dar por sentadas muchas cosas, entre ellas la existencia de un mundo exterior


objetivo, y a partir de allí señala límites precisos a la realidad y al realismo, da por sentado que el mundo interior es irreal o fantástico, y trata de rotularlo todo de acuerdo con esos puntos de partida arbitrarios y pretenciosos.» Lo cierto es que la literatura fantástica, como la ciencia ficción, se maneja con parámetros que encajan mal con la literatura de Levrero, quien ampara toda su obra bajo el manto del realismo. Un «realismo introspectivo», según fórmula acuñada por Pablo Rocca que en su momento le pareció a Levrero «sumamente adecuada», en cuanto señala en dirección a esa dimensión «interior» de la experiencia hacia la que se orienta principalmente su imaginación. Por lo demás, ¿qué es lo fantástico?, se pregunta Levrero: «¿No hay veces en que una mosca es un ser extraordinariamente fantástico? ¿Nunca captaste la emoción de un árbol? Y uno mismo, si por un momento hace la experiencia de olvidar su nombre, su rol social y otras pautas ajenas, ¿no es un ser misteriosísimo, fantástico?».

Pues el tema de Levrero, la obsesión central que recorre su obra, bien podría formularse de modo muy parecido: como la búsqueda de la salvación del Espíritu. Importa reparar aquí en que la realidad representada por Levrero puede resultar —él mismo lo admite— «cruel, pesadillesca, asfixiante», pero nunca se presenta «deformada»: «Ése suele ser un recurso de la ciencia ficción. Yo no hablaría de “deformación de la realidad” en mis textos, sino más bien de subjetivismo... Me hacés pensar en los zapatos que están en una vidriera y en los zapatos “deformados” por el uso. ¿Le llamarías “deformados” a los zapatos que usás? ¿Son más “reales” los de la vidriera?». En cuanto a los sueños, Levrero dice que para él no dejan de ser «experiencias reales, reales en su dimensión inconsciente». Su literatura se relaciona con ellos en cuanto tienen de «experiencia simbólica». Es evidente, por lo demás, que Levrero trabaja con los materiales que los sueños le procuran. Pero ese trabajo —conviene advertirlo— se desarrolla en interacción con la propia conciencia, la cual interviene so-

bre todo durante el trabajo de revisión y corrección de la escritura. Quienes acudieron al taller de corrección que Levrero impartió durante años en paralelo a sus talleres literarios, o quienes se beneficiaron de su abnegación como lector atentísimo y muy escrupuloso de los textos que sometían a su consideración, recuerdan la severidad «prusiana» (así la califica Pablo Silva Olazábal) con que asumía esa tarea de corregir incansablemente. El caso es que en Levrero la actuación del inconsciente suele aparecer vigilada —dirigida, estimulada, ayudada, modulada o incluso «molestada»— por el yo consciente, que no renuncia a restaurar, por medio de la escritura, lo que Levrero denomina una experiencia «completa». Desde este punto de vista, el mismo Levrero propone eliminar, en relación con sus textos, la palabra azar («que sólo es ignorancia de las determinantes») y reclama que se maneje con pinzas «lo de automatismo asociativo». Levrero admitía haberse entusiasmado con el surrealismo, con el que se familiarizó «después de haber escrito una novela y varios cuentos»; pero, si bien asumía haber incorporado a su práctica literaria algunos de sus recursos, no sentía que lo hubiera marcado desde un principio y en general no se consideraba especialmente deudor de él. Por lo que toca al psicoanálisis, forma parte —inevitablemente, podría añadirse— del bagaje cultural de Levrero, pero su influencia debe considerarse a través de la aversión que profesa a toda suerte de análisis asociado a la experiencia literaria, a las interpretaciones unilaterales, a la perspectiva crítica. Por lo mismo, Levrero se manifiesta muy capaz de emplear desinhibidamente categorías —la de alma, por ejemplo— que parecen avecinarlo al esoterismo más irritante y lenguaraz. Pero es en este punto en el que se hace forzoso recuperar la perspectiva «espiritual» a la que se ha hecho mención desde el comienzo. No sin antes advertir, eso sí, que la búsqueda del Espíritu, y de su salvación, aparece imbricada, en el conjunto entero de su obra, por algunos elementos que tienden a distraer su dirección más profunda. Entre esos elementos se cuenta la actitud lúdica que transita por toda la obra de Levrero. Este se trasladó en 1985 desde Montevideo a Buenos Aires para hacerse cargo de la jefatura de redacción de una revista de crucigramas, que contribuyó a reflotar. Es sabida, por otro lado, su adicción a las computadoras y a la manipulación de toda suerte de programas informáticos, así

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como a los juegos de ingenio. La dedicación de Levrero a la literatura se perfiló en competencia con su afición a las tiras cómicas, a las historietas, al cine y, en general, a muchas de las manifestaciones de la cultura popular, comprendida la música. Mucho de todo esto se traslada a sus libros, en los que la «aventura interior» con la que nunca deja de andar metido este escritor es sometida a una fuerza centrífuga, un impulso de evasión que parece actuar en sentido opuesto a la búsqueda de sí mismo, si bien lo hace, por así decirlo, en una misma dirección. Esa dirección es perpendicular a la espesa capa de lo cotidiano —es decir, de compromisos, de tareas, de relaciones, de tráficos, de distracciones, de «pequeñas estupideces sin sentido»—, que malogra una y otra vez los propósitos que uno no deja de hacerse y lo condena «a la eterna postergación de sí mismo». El beneficio mayor de la escritura es atravesar esa capa. Así, antes de constituirse en camino de perfección («el retorno a mí mismo»: tal es el programa de Levrero), o más bien a la vez que eso, la literatura cumple para Levrero una función auxiliadora, que brinda la oportunidad de sustraerse momentáneamente a la mugre que recubre la propia personalidad. En el marco de esta afición de Levrero a los géneros populares debe encuadrarse su adicción, también, a las novelas policiacas, que proveen el patrón de muchos de sus relatos. Aunque en este caso cabe asociar profundamente el arquetipo de la novela policiaca —una investigación— con la búsqueda que, según se viene postulando, orienta la literatura entera de Levrero. Y luego está ese otro elemento tan relevante en la obra de Levrero, y que no sólo distrae, sino que invita a dar por fingida su pretensión de espiritualidad: el humor. Con toda razón se habla frecuentemente de Levrero como de un humorista. Es sabido que bajo el nombre de Jorge Varlotta (segregado, como el nombre mismo de Mario Levrero, de los nombres y apellidos auténticos de Jorge Mario Varlotta Levrero) publicó Levrero una parodia de folletín titulada Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) (1975), y lo siguió luego empleando como autor de tiras cómicas. Por aquel entonces (los años de la dictadura en Uruguay y los inmediatamente posteriores) el humor estaba mal considerado, y este y otros seudónimos le sirvieron a Levrero para obrar en según qué campos con mayor libertad. Pese a esta esquizofrenia deliberada, en la obra misma de Mario Levrero el humor nunca deja de estar presente. Y, como en lo relativo a erotismo

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Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

que tan intensamente impregna también su literatura, hay que pensar aquí en una actitud de contenido «esencialmente espiritual». No hace falta recurrir a la teoría freudiana del chiste para reconocer el valor liberador que a menudo tiene la risa. Levrero recordaba un célebre ensayo de Arthur Koestler en el que considera el humor como una peculiar forma de creatividad, asociada como tal a una búsqueda, y que conduce siempre a una suerte de imprevista revelación. Conviene enfocar bajo este punto de vista el papel determinante que el humor juega en Levrero. Nada mejor para ilustrarlo que el aspecto material que, cuando por fin decide manifestarse, adopta para él el Espíritu. Ese Espíritu que Levrero nunca dejó de perseguir y que de pronto —lo cuenta en el Diario de un canalla— desciende al patiecito trasero de la casa que ocupa en Buenos Aires, un cinco de diciembre de 1986. Levrero lo descubre al mediodía, cuando descorre las cortinas de su dormitorio (la noche anterior se


había acostado a las cuatro y media de la madrugada, «gracias a la lectura de una novela policial»). Se encuentra entonces con una criatura parecida a un gorrión, «aunque de mayor tamaño y plumaje de color más confuso, y pico como de pato». Se trata —lo certificará más tarde— de un pichón de paloma, caído allí por accidente, y Levrero no alberga duda de que es «una señal del Espíritu, una forma de aliento para este trabajo que tan penosamente he comenzado». Pasados un par de días, el pichón aprende a volar y desaparece por sí solo del patio. Pero al poco tiempo (apenas dos semanas después) Levrero descubre, anidado en una maceta del mismo patio, un polluelo de gorrión, a quien sus padres acuden a alimentar de vez en cuando. «¿Estoy loco?», se pregunta. «Es probable. Pero toda esta agitación de pájaros a mi alrededor me hace sentir la presencia del Espíritu.» Pajarito —tal es el nombre que pone al gorrión, a esta nueva e inequívoca señal del Espíritu— se hace ob-

jeto de los desvelos de Levrero, quien teme que muera de frío por las noches. Pero Pajarito sobrevive y, como era de esperar, también él, conforme crece, termina por emprender el vuelo y abandona a quien lo ha protegido con tanto cuidado. La atención que Levrero presta primero al pichón y luego a Pajarito trae el recuerdo de las fábulas de animales de Kafka, incluida la que tiene por protagonista a Odradek, en «La preocupación del padre de familia». En muchas de estas fábulas, el enigma que el animal plantea al narrador parece sugerir la inminencia de una revelación, la manifestación de algo cuyo sentido termina siempre por escapársele. Algo parecido ocurre con Levrero, ya se trate de pájaros, ya de una abeja (también en el Diario de un canalla), ya del perro Pongo (en El dicurso vacío). El animal, en todos los casos, actúa como «señal» del Espíritu, aportando la dolorosa constatación de un orden primigenio en el que el ser «participa de algún modo secreto de la chispa divina que recorre infatigablemente el Universo, y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara vacía». Se lee en La novela luminosa: «¿A usted nunca le pasó, mirando un insecto, o una flor, o un árbol, que por un momento se le cambiara la estructura de valores, o las jerarquías? [...] Es como si mirara el universo desde el punto de vista de la avispa —o la hormiga, o el perro, o la flor— y lo encontrara más válido que desde mi propio punto de vista. [...] Toda forma de vida se me hace, en ese momento, equivalente [...] lo inanimado deja de serlo y no hay lugar para una no-vida». La genialidad de Levrero reside, a partir de Diario de un canalla, en aceptar y hacer verosímil que el Espíritu se le anuncie conforme a la más ortodoxa iconografía cristiana: en forma de pájaro. «Algo sucede con los pájaros», escribe Levrero en El discurso vacío. Ocurre, dice, «cada vez que me pongo a escribir». En El discurso es Pongo, el perro, quien aparece con un pájaro en la boca, muerto. «Estas cosas son desconcertantes y me complican, sobre todo por su carga simbólica. Siento como si de pronto las circunstancias me situaran de lleno en un tema que trato de eludir, un tema para el cual no me siento todavía maduro». Ese tema es —ya lo sabe el lector— la salvación del alma propia, «el retorno a mí mismo». «¿Qué se ha hecho de mi alma? ¿Por dónde andará?», clama Levrero una y otra vez. Lo hace desesperado por «la incapacidad de mi conciencia para hacerse cargo de ciertos

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Ignacio Echevarría. Levrero y los pájaros

contenidos inconscientes que pugnan por salir a la superficie». La única vía que se le brinda para conseguirlo es la escritura. Una escritura cada vez más compulsiva, por otro lado, cada vez más desentendida de la necesidad de articularse, dado que por sí sola arrastra esos contenidos inconscientes, que sólo a posteriori se manifestarán como tales. La escritura, pues, se consagra como el espacio en que, a aquel que la ha perdido, le es posible recuperar su alma. O al menos sus trozos. «Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos», se lee en El discurso vacío; «mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones». De un modo cada vez más radical, la escritura de Levrero asume esta condición de red en la que atrapar su propia alma. Y de un modo cada vez más desolado, constata la imposibilidad de que con los trozos que va cobrando pueda reconstituirla. Esa imposibilidad va convirtiéndose poco a poco en la cuerda que tensa la escritura de Levrero, su aparente informalidad. Y por debajo de los humorísticos aspavientos a que da lugar, desvela una naturaleza esencialmente trágica. El pichón y la cría de gorrión por medio de los cuales el Espíritu se manifiesta en Diario de un canalla son relevados, en El discurso vacío, por el pájaro muerto que el perro Pongo trae en la boca después de una de sus escapadas. Y en La novela luminosa se convierten en el cadáver de una paloma que Levrero mismo descubre un buen día al levantar la persiana de su dormitorio, en Montevideo, en una azotea muy próxima al edificio que ocupa; un cadáver que observa obsesivamente día tras día: «La paloma muerta continúa paloma muerta. Quiero decir que conserva la forma de paloma. Chata y con el pelo blanco revuelto, no sé si ensangrentado, pero todavía con casi todas sus plumas y su forma. Me extraña esta permanencia». La señal del Espíritu sería finalmente, entonces, esa paloma muerta. No hace falta, a estas alturas, sugerir los simbolismos de esta imagen. Pero sí importa subrayar el hecho de esa permanencia, que es la del Espíritu mismo, la de su huella, incluso ahí donde parece haber sido aniquilado. En su gran libro póstumo, Levrero acepta de partida su incapacidad para retener por medio de la escritura las experiencias luminosas, esas epifanías del Espíritu. «Todo este libro —dice— es el testimonio de un gran fracaso.» Lo prodigioso es cómo Levrero trabaja desde su propio fracaso y, con los materiales de su derrota,

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Lo prodigioso es cómo Levrero trabaja desde su propio fracaso y, con los materiales de su derrota, construye el molde de esa imposible novela luminosa, sus contornos. construye el molde de esa imposible novela luminosa, sus contornos. Si la experiencia luminosa no es narrable, como finalmente admite Levrero, sí es posible, a cambio, narrar la oscuridad que la rodea y la necesidad de la luz. La novela luminosa se convierte, así, en el negativo de una experiencia mística, en el vaciado de su huella, en el clamor de su inminencia. En el glorioso montón de plumas y excrementos que confirman que el Espíritu pasó por aquí, y que hay por lo tanto una esperanza de salvación. Escribió Kafka: «La vida es una distracción permanente que ni siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae». Toda la obra de Levrero puede ser tomada como un reiterado intento de escapar a esta maldición. La experiencia luminosa consistiría, simplemente, en cobrar conciencia, pese a todo. «En eso consiste el verdadero aprendizaje», escribe Levrero. «No saber que se sabe, y de pronto saber.» «Levrero y los pájaros», apareció anteriormente en el número 5 (año 03), de la Revista UDP (Pensamiento y Cultura), Santiago de Chile. Julio de 2007, págs. 92-94. En 2012 se reeditó como anexo al libro de Pablo Silva Olázabal Conversaciones con Mario Levrero (2ª edición; Lolita Editores, Chile).

Ignacio Echevarría (1960) filólogo, editor y crítico literario español, ha publicado, entre otros, los libros Trayecto.

Un recorrido crítico por la reciente narrativa española (Editorial Debate, 2005), Desvíos. Un recorrido crítico por la

reciente narrativa latinoamericana (Universidad Diego Portales, 2007) y, ya como compilador e introductor, The Paris

Review. Entrevistas: el arte de la ficción (El Aleph, 2007).


De pichones, palomas y otros seres alados Por Rebeca García Nieto Hablaba Vila-Matas en Doctor Pasavento de un número reducido de escritores, todos ellos excepcionales, que pertenecen a lo que él llama «la sección angélica». Lo que los convierte en excepcionales es su capacidad para «llevarte con asombrosa facilidad a otra realidad, a un mundo con un lenguaje distinto» y de hallar «destellos de poesía», de verdad, en la vida cotidiana. Buena parte de la obra de Mario Levrero, no sólo La novela luminosa, contiene auténticos fogonazos de belleza entendida à la Gaudí: como resplandor de la verdad. Además, arroja luz sobre esa otra dimensión de la realidad que convive con la nuestra y «que estamos muy ocupados en esconder». En la obra levreriana, hay sueños que tienen efecto más allá del momento en que uno abre los ojos, hay casualidades inexplicables, conexiones entre hechos y personas alejadas en el espacio y en el tiempo… En definitiva, parece querer decir el uruguayo, hay otra realidad más allá de los estrechos márgenes de nuestra percepción, y de ella ha de ocuparse la literatura. Por eso, por ampliar los límites del mundo que conocemos, Mario Levrero sería, en mi opinión, merecedor de un lugar destacado en esta «sección angélica» vilamatiana, al lado de autores como Musil, Walser o Kafka. No obstante, a diferencia de esos «seres atormentados […] que parecen estar viviendo en un lugar aparte», Levrero reniega de ese aura de rara avis y se empeña en demostrar que se trata de un escritor ordinario. Así, en La novela luminosa, encontramos al narrador bajándose programas de internet, jugando al solitario o mirando por la ventana. Es más, con frecuencia intenta convencernos de que ni siquiera es un escritor: La novela luminosa es obra de un «escritor que, con ella, intenta demostrar que no lo es y que nunca lo fue», asegura el narrador. Y en otro punto: «Tengo pegado a la piel este rol de escritor, pero yo no soy un escritor, nunca qui-

se serlo». Sin embargo, lo extraordinario del libro, los destellos de genialidad que contiene, lo desmienten. En La novela luminosa asistimos «en directo» a un fenómeno curioso: la verdadera literatura se las ingenia para abrirse paso a través del escritor incluso a pesar de este. «Cada vez más me siento un personaje de Beckett», dice el narrador en «El diario de la beca» (parte «inicial» del libro que se prolonga hasta casi el final, cuando aparece la novela que le da título). Al parecer, al narrador le concedieron una beca de la Fundación Guggenheim para concluir la novela que había iniciado dieciséis años antes, justo antes de una operación de vesícula. Aparentemente, el diario no es más que un minucioso informe en que el escritor da cuenta de su día a día para informar a Mr. Guggenheim de cómo está empleando el dinero y el tiempo de la beca. Como se empeña en demostrar el diario, por mucho que el narrador intente avanzar en la novela inacabada, su escritura no avanza y, mucho menos, logra la «luminosidad» de la novela previa. Sin embargo, al igual que ocurre con los personajes de Beckett, aunque no puede continuar, continúa; aunque no puede escribir, sigue escribiendo. A través de una serie de metáforas relacionadas con la computadora (la escritura se parece a jugar al solitario; al escribir nuestras experiencias pasamos a limpio nuestro pasado, etc.), el diario muestra el arduo proceso de escritura, el making of, de una novela. En el informe se detalla cuándo escribe con Rotring y cuándo en Word; qué palabras, muchas relacionadas con el sexo o la palabra Joyce, son rechazadas por el corrector de textos; los sueños que ha tenido; los libros que va leyendo y cómo se integra su lectura en lo que está escribiendo… No obstante, nada de esto explica cómo se escribe una novela; entre otras cosas, porque ni siquiera el propio escritor lo sabe. Como bien dijo en Entrevista imaginaria con Mario Levrero, los procedi-

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Rebeca García Nieto. De pichones, palomas y otros seres alados

mientos de la escritura permanecen ocultos al escritor. Este ni siquiera sabe por qué ha elegido un tema, ya que «es el tema, o más bien el asunto», el que le suele elegir a él. En este sentido, no es de extrañar que cuando el escritor lee lo que ha escrito piense: «Me parece mentira que eso haya pasado por mí, a través mío». Si algo muestra la obra del uruguayo es que escribir es un modo de vivir. De ser. Como se nos dice en la parte final (llamada «La novela luminosa»), y que aparentemente se corresponde con la novela escrita dieciséis años antes, la literatura es superior al propio escritor: «Esas hojas me hicieron sentir que mi literatura era más importante que yo mismo». Hasta que el narrador no se sintió a la altura de la calidad de esas hojas en blanco, no se sentó a escribir. La literatura es sagrada, pero ¿tiene alguna utilidad?, se pregunta. Por supuesto que no, pero precisamente «porque es un trabajo inútil, por eso mismo debo hacerlo. [...] Estoy harto de perseguir utilidades», dice el narrador. La literatura se opone entonces a la vida diaria, caracterizada por el trabajo y la necesidad de emplear el tiempo en algo útil. Es entonces, al contraponer las dos partes, la escritura burocrática del diario y la literatura en estado puro del último tramo, cuando la novela cobra sentido en su conjunto: de algún modo, una parte eclipsa, pero a la vez ilumina, a la otra. El acabado muestra un contraste brutal entre luces y sombras, como el claroscuro que utilizaban los pintores para resaltar figuras u objetos durante el barroco. Pese a la aparente banalidad de «El diario de la beca», este aborda un tema trascendental. El diario es la crónica de un apagarse. Muestra cómo, día a día, se va apagando el amor (narra el declive de su relación con Chl), la inspiración y, sobre todo, el cuerpo. Si la luminosa novela que el narrador quiere retomar fue escrita antes de una operación de vesícula, en el diario se describe la eventración consecuencia de dicha intervención (y otras múltiples quejas somáticas). Esta imagen de la eventración es muy poderosa, ya que alude a la salida de las vísceras por el orificio que dejó la operación. La vida, parece notar el narrador, es eso que se le escapa por ese agujero sin que pueda hacer nada para evitarlo. Pero quizá sea la imagen de la paloma yaciendo en la azotea vecina la que el lector del libro recuerde con más claridad. En sucesivas entradas del diario, el narrador cuenta cómo es vivir con la muerte en los aledaños. Además de describir los cambios que tienen lugar en el

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Mario Levrero. Fotografía cedida por la familia de Levrero

cuerpo muerto de la paloma, el narrador cuenta las reacciones de la paloma que identifica como su viuda, de sus vástagos… En definitiva, de la vida que sigue cuando uno ya no está. Finalmente, en otra de las poderosas imágenes «luminosas» que abundan en la novela, nos muestra la calavera de esa paloma de la que sólo queda un largo, y ridículo, pico. Se podría pensar que la paloma es una metáfora del amor, ya que las palomas son monógamas y varias entradas del diario aluden a esa viuda que parece esperar la resurrección de su partenaire. Algunos críticos han especulado con la posibilidad de que la paloma aluda al Espíritu Santo, igual que el Espíritu se manifestaba a través de un pichón y un polluelo de gorrión en Diario de un canalla. Esta posibilidad no es muy descabellada, ya que la religiosidad o, mejor dicho, la espiritualidad, es un aspecto muy importante de la novela. Podemos seguir la trayectoria a ras del suelo de este pájaro y preguntarnos, como hizo Ignacio Echevarría en un artículo sobre este aspecto «ornitológico» de la obra de Levrero, si, de algún modo, el pichón de Diario de un canalla acabó en la boca del perro Pongo en El discurso vacío para finalmente ir a parar a la azotea de La novela luminosa. En ese caso, ¿quiso decir Levrero que del Espíritu San-


to sólo queda esa calavera de largo pico? Las posibles interpretaciones son infinitas. No obstante, si nos atenemos a los hechos descritos, buena parte de la novela muestra a alguien que todos los días, al abrir la persiana, ve la muerte desde la ventana. Sin embargo, y parafraseando la cita de J. D. Salinger que se incluye en el libro, da la impresión de que en el fondo el narrador «siempre ha rehusado aceptar cualquier tipo de final». Tal vez eso explique que Levrero se decantara por el formato de diario para buena parte de la novela. La diferencia entre un diario y una novela es, como dice el autor, que el diario no tiene punto final. Un diario es un «museo de historias inconclusas»; una novela, en cambio, implica algún tipo de cierre. Para el uruguayo, las novelas más cerradas suelen ser las policiales (a las que el narrador es adicto). El problema con las novelas cerradas es que dejan «una sensación de vacío, porque no tienen la menor capacidad de movilizar al lector. Te angustia, y te saca la angustia que te creó; no te deja una angustia libre que puedas aprovechar para modificar tu vida como sucede con la verdadera literatura». Habrá lectores que no estén de acuerdo con esta afirmación de Levrero y prefieran las historias herméticas, perfectamente acabadas, con todas las incógnitas resueltas. Levrero les replicaría que esto «es literatura, no un problema matemático donde se despeja la X» o, sencillamente, que «una novela no está hecha para ser entendida». En efecto, novelas como esta no están hechas para comprender nada, sino para sentir distinto, para percibir lo que habitualmente no nos permitimos percibir (en términos de Levrero, «la dimensión ignorada»). El escritor consideraba a Kafka como una especie de hermano mayor, alguien que descubrió antes que él una visión del mundo similar a la suya. Sin embargo, y pese a que en La novela luminosa el mundo onírico invade con frecuencia el llamado «mundo real», la novela tiene, a mi entender, poco de kafkiana (al menos, en comparación con otras obras del autor como La ciudad). Lo que caracteriza al Levrero de La novela luminosa es un modo de mirar que está en vías de extinción. El mundo que describe es ordinario; es su mirada la que no lo es. «¿A usted nunca le pasó», pregunta el narrador, «mirando un insecto, o una flor, o un árbol, que por un momento se le cambiara la estructura de valores, o las jerarquías? […] Es como si mirara el universo desde el punto de vista de la avispa —o la hormiga, o el perro, o la flor—».

Esta mirada recuerda a la de Walser. Al suizo le maravillaban esos objetos insignificantes en los que rara vez reparamos, como el botón al que le dedicó un discurso; la rosa, que perfuma sin darse cuenta porque va en su esencia; o la ceniza, porque «¿Se puede ser más inconsistente, más débil e insignificante que la ceniza? […] ¿Hay alguna cosa que pueda ser más transigente y paciente que ella? […] Donde hay ceniza, en realidad no hay nada»1. En La novela luminosa abundan también este tipo de imágenes. Son memorables las líneas dedicadas a las hormigas, a un racimo de uvas o a la muchacha de ojos verdes. Estos ojos, apenas vistos, contienen para el narrador la mirada del amor, tema muy presente en la novela. En el último tramo de esta, se suceden varias mujeres que han calado hondo en su alma. Levrero se lamenta de que no se hable ya del alma o el espíritu, desterrados ambos al terreno de lo esotérico al haber sido separados artificialmente de la carne. La espiritualidad es un tema importante, quizá por la cercanía intuida de la muerte. De hecho, otra imagen memorable, una especie de epifanía, es la de la primera comunión, cuando el narrador dice haber sentido el levísimo roce de las alas de un ángel. Desde luego, esta imagen se puede entender como metáfora o, en cambio, podemos tomárnosla al pie de la letra. No en vano, el narrador asegura que no fue él, sino su daimon, el que escribió la novela luminosa. Para los clásicos, el daimon es una especie de ángel protector (para Sócrates, es la voz que surge dentro de uno proveniente de un poder superior). Yo no tengo duda de que Mario Levrero fue tocado por un ángel: el ángel de la literatura. Y eso es algo que les ocurre a muy pocos.

Rebeca García Nieto (1977) ha publicado tres novelas: Historia de una mirada (Eutelequia, 2012), Eric (Zut, 2015) y Las siete vidas del cangrejo (Alegoría, 2016). Ha sido finalista del Premio Ateneo de Valladolid (2011), del Azorín (2012) y del Herralde (2013). Su segunda novela, Eric, será publicada en Estados Unidos e Inglaterra por Hispabooks en 2017.

1. W. G. Sebald, El paseante solitario: en recuerdo de Robert Walser (Siruela, 2007).

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Textos de Mario Levrero Mario Levrero, Irrupciones. Criatura Editora (1.ª edición): Montevideo, 2013/432 págs.

10 Hacía mucho tiempo que no veía una mirada de amor intenso en los ojos de una muchacha. Hace poco vi una, y lamentablemente no estaba dirigida a mí, sino a la muchacha que caminaba a su lado por la vereda. Dije «lamentablemente», y no es verdad. Me alegró ver esa mirada de amor; me alegró por el amor, y por las muchachas. Y también me alegró por mí, por el hecho de que no me estuviera destinada. Me habría asustado. Para soportar esa intensidad hay que tener catorce años.

Por momentos recupero la mirada salvaje de mis años más jóvenes. Me pregunto dónde he estado en todo este tiempo. Vuelvo a descubrir los ojos de los demás, ojos en su mayoría abiertos al miedo, por el miedo. Caras que parecen fijadas en un susto antiguo. Ojos redondos y fijos (esa mujer achatada y gorda, como si la hubieran aplastado con el taco de un inmenso zapato) (los ojos miran hacia arriba con terror, como esperando que la vuelvan a aplastar). Ojos con la mirada revertida hacia adentro, sin brillo, ojos de hombres delgados que podrían llegar a matar con indiferencia. Sólo algunos niños pequeños muestran en los ojos alegría y curiosidad, asombro de vivir, como si a partir de cierta edad la vida, sea un don o un castigo, se aceptara sin preguntarse, sin extrañarse. Casi llego a visualizar una máquina monstruosa, de alguna manera real: una máquina de fijar a la gente en un gesto (incluso la mirada de picardía de algunas mujeres es demasiado estable para creer en su actualidad). Vamos pasando por la máquina y recibiendo el sello, la impresión, la marca, y después todos los años son falsos; sólo puede repetirse una actitud, un gesto, realizarse mecánicamente un trabajo.

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Caras de haber sido asustados por un grito, o por un objeto muy grande, o por un movimiento detrás de la espalda, o por algo que amenazara desde arriba, o por un susurro casi inaudible desde un costado (y hacia ese costado vuelven continuamente la mirada, disimuladamente, con el rabillo del ojo); caras de haber perdido toda esperanza, o toda condición humana. Caras, en fin, de gente que maduró.

La mirada de amor de una chica a otra chica me trajo otro momento: una tarde probablemente de domingo, en una de esas horas perdidas de las tardes de domingo, cuando no hay nadie por las calles y todo rezuma aburrimiento, aun en París. La entrada desierta del metro, donde habitualmente hay multitudes; esta entrada era en forma de túnel, bastante sombría, ya no recuerdo en qué zona. Adelante van dos chicas, dos sólidas chicas con sólidos cuerpos bien desarrollados. Los pantalones vaqueros ayudan a exhibir, o a producir, las formas. En un recodo del túnel como embudo, cuando todavía el túnel no es propiamente túnel sino la parte ancha del embudo, conectada con el mundo exterior —es decir, antes de que uno se interne en la parte angustiante—, las jóvenes se detienen en seco, se abrazan y se besan apasionadamente en la boca. Después giran la cabeza y miran hacia atrás, entre culpables y desafiantes, esperando que no haya nadie o tal vez deseando que haya alguien, porque el amor a veces necesita ser publicitado. Es tan maravilloso e increíble... Sea como fuere, ahí estoy yo, a pocos pasos. Todavía no soy viejo —estoy hablando de algo que sucedió hace muchos años—, pero sí soy esa rara especie de voyeur más bien piadoso que he sido siempre, y con una sonrisa cómplice les hago saber que el espectáculo fue bueno. Ellas también sonríen. No sé exactamente qué quieren decir con la sonrisa, pero todo está bien.


Mario Levrero (Jorge Mario Varlotta Levrero) nació en Montevideo en 1940 y allí falleció en 2004. Fue fotógrafo, librero, guionista de cómics y de folletines experimentales, humorista y redactor jefe de una revista inclasificable. Ha publicado las novelas La ciudad (1970), Nick Carter (se di-

vierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) (1975), París (1980), El lugar (1984), La Banda del Ciempiés (1989), Dejen todo en mis manos (1996), El alma de Gardel (1996), El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005); los libros de relatos La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiem-

po (1982), Aguas salobres (1983), Los muertos (1986), El portero y el otro (1992), Ya que estamos (2001) y Los carros de fuego (2003). Algunos de sus mejores artículos periodísticos Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

se encuentran en Irrupciones I (2000) e Irrupciones II (2001).

82 En Buenos Aires estuve viviendo dos años en un apartamento que tenía una cocina plagada de cucarachas. Eran una pesadilla, y parecía no haber manera de eliminarlas. Cuando usaba cierta clase de cucarachicida desaparecían por un tiempo, pero reaparecían transformadas: mutantes delgadas y largas, de color claro, como las que aquí se ven a menudo bajo las campanas con sándwiches de los bares. Esas cucarachas, según pude deducir en mi experiencia bonaerense, son ciegas; no huyen ni se inquietan cuando uno enciende la luz. En cambio tienen como compensación un oído finísimo; el menor ruido las espanta, y desaparecen a una velocidad increíble. Son mucho más rápidas que sus ancestros. Y si bien tienen una cierta elegancia y su sola vista no produce repulsión, ni la forma de huir da pie a que uno se empecine en perseguirlas como a las otras, cuando aparecen muy a menudo y andan husmeando por los tarros donde se guarda comida, uno quiere librarse de ellas, y entonces hay que buscar otro tipo de veneno. No sé cuál marca fue, pero hubo un cucarachicida que según creo produjo una mutación asombrosa, aunque puedo estar equivocado; cabe la posibilidad

de que se tratara de otro tipo de insecto, aunque me sorprendería que fuera así. Lo que apareció, al desaparecer las cucarachas clásicas, fue una variedad de cucarachitas enanas, de color tirando a lila, o azul verdoso, fuerte, con forma de gota —con una cabeza casi triangular y una cola gordita y redondeada—. Parecían pequeñas piezas de hierro esmaltado, unas hermosas gotitas brillantes. Aparecieron de golpe, por decenas, una noche. Con la luz encendida. Y no huían ni de la luz ni del ruido. El sentido superdesarrollado era el olfato; y lo que las traía a la cocina en forma instantánea era el olor del café recién hecho. Se abalanzaban adentro de la cafetera. Y si dejaba el pocillo con un fondo de café, al otro día aparecían algunas ahogadas ahí adentro. Por eso me acostumbré a dar vuelta el pocillo. Y cuando me mudé, y cuando cambié de país y luego de ciudad, lo seguí haciendo por costumbre, pero también por las dudas de que en cualquier momento aparezcan esas mutantes. Y es esta toda la verdad acerca de mi hábito de dar vuelta el pocillo de café, en el que mucha gente ha querido ver algún tipo de maniobra esotérica.

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La lógica de un sueño Antonio Muñoz Molina

Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

No se puede leer La ciudad sin un sentimiento de desasosiego que en muchos pasajes linda con una forma amortiguada pero persistente de exasperación. Y sin embargo, la superficie del relato es de una perfecta neutralidad, de una transparencia expositiva y sintáctica que no se altera en ningún momento, y en la que no hay adornos ni golpes de efecto. La novela se abre con unas palabras de Kafka que aluden a una ciudad hipotética o inasible, y esa cita, más que una intención, lo que marca es una cierta tonalidad. Como en las fábulas de Kafka, en La ciudad apenas hay asideros espaciales o temporales que delimiten la historia, y su narrador, su dudoso protagonista, que no tiene nombre, se mueve por una geografía despojada de ellos, de modo que es una sorpresa, y casi una revelación, que muy cerca del final se aluda a un punto de destino localizable en los mapas: Montevideo. Tampoco hay casi nombres de personas: descubrimos por azar el de una mujer, Ana, y el de un raro

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anfitrión y empleado, Giménez, pero incluso esos nombres tienen mucho de genérico, de nombres puramente abstractos que igual podían haberse aplicado a otros, o ser falsos. Desconocemos, como el narrador, los nombres de las personas que se cruzan con él y de los lugares por los que pasa, no porque él no llegue a saberlos, sino porque suelen carecer de ellos. La ciudad, lo que arbitrariamente se llama ciudad, no tiene un letrero que la anuncie en la carretera, y tampoco tiene contornos precisos, y ni siquiera lógica: una inmensa y flamante estación de servicio en un lugar por donde no pasan coches, una serie de edificios más o menos en ruinas. Imaginamos la aldea a la que llega el agrimensor K., pero en ella, al menos, aunque tampoco tiene nombre, hay un castillo que la domina y que la identifica, un punto hacia el cual se orientan las miradas y las voluntades, el imán de un misterio. Desde la primera línea de este libro singular uno ya está plenamente instalado en el desasosiego: todo lo


que se cuenta es vívido y preciso, pero también es abstracto, e intuimos que posee una lógica oculta, pero en apariencia los hechos y los lugares no se organizan en un sentido previsible: la sensación es muy parecida a la que tenemos en algunos sueños, pero los sueños suelen ser inquietos y de algún modo caóticos, de una inconsistencia temblorosa, al menos al recordarlos, y en esta historia todo tiene un aire inaceptable de serenidad. Un hombre llega a una casa para instalarse en ella, pero la casa pertenece o ha pertenecido a otros y lleva mucho tiempo cerrada, y el orden de los muebles, como fosilizado por el tiempo, desconcierta al nuevo habitante, que debe pasar en ella la noche, pero no tiene luz eléctrica, ni esperanza de comodidad, porque todo está empapado, todo tan húmedo como el aire de la noche lluviosa, a la que él sale, sin meditarlo mucho, en busca de un almacén donde comprar algunas cosas, un almacén que no sabe o no recuerda dónde está, y que de cualquier modo no podría encontrar, porque es noche cerrada y hace mucho tiempo que no ha estado por esos caminos, si es que los ha recorrido alguna vez...

En Mario Levrero yo intuyo un fondo más denso de amargura Cada libro de verdad valioso nos impone desde el principio un estado de ánimo, una determinada actitud hacia lo que estamos leyendo. Desde el principio de La ciudad el lector se ve sometido a una rara discordia entre la avidez de continuar la lectura y un impulso de interrumpirla y abandonarla, parecido al deseo o a la urgencia de despertar que nos inquietan en el interior de algunos sueños, o a ese principio de crispación nerviosa que contiene algunas veces la mejor música del siglo XX. Queremos saber qué va a ocurrirle a ese hombre perdido, tan perdido como los niños en los bosques de los cuentos, queremos que se seque su ropa, que encuentre su casa, que consiga fumar un cigarrillo, y lo que nos exaspera no es que le cueste tanto culminar sus propósitos, hasta los más nimios, sino que se tome los contratiempos que sufre con una calma o una indiferencia que para nosotros, los lectores, es imposible. Esa calma inhumana procede de la aplicación de una rigurosa racionalidad a sucesos que no la tienen, y se

parece a la cara impasible con que Buster Keaton presencia los mayores desastres, los acontecimientos más inesperados. El humorismo de Keaton no es ajeno al de Franz Kafka (que lo tiene, y mucho, a pesar de su leyenda de sombría angustia), y compensa la impávida monotonía del infortunio que aflige a su héroe, su imposibilidad de culminar con éxito cualquier propósito. En Mario Levrero yo intuyo un fondo más denso de amargura: la mujer rozada y casi ofrecida y de pronto inalcanzable, la búsqueda por un laberinto de pasillos y puertas cerradas y escaleras sumergidas en la oscuridad, los campos desolados sin huella de presencia humana, la carretera que no parece que lleve a ninguna parte, el tren con las puertas cerradas. Igual que en Franz Kafka, la ley es oscura, pero la culpa es cierta, y el castigo —el destierro— inevitable. Por algún motivo, un estilo y una imaginación como los de Mario Levrero son raros en la literatura escrita en español: demasiado austero, demasiado recatado y liso para la retórica instintiva de nuestro idioma. Y sin embargo, a este escritor tan raro y tan solo yo le intuyo parentescos que me son muy queridos: este hombre que llega a una casa invadida por la humedad y se pierde en la carretera a oscuras se parece a aquel otro que viajó a un pueblo llamado Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, al que no había visto nunca. Estos paisajes lluviosos, esas oficinas y dependencias minuciosamente organizadas y gangrenadas a la vez por la inutilidad y el desastre nos habían contagiado ya una melancolía y una exasperación semejantes en otra novela uruguaya, El astillero, de Juan Carlos Onetti. A esa estirpe recóndita de escritores en el español de América pertenece Mario Levrero. Prólogo a La ciudad de Mario Levrero. «Colección Mundos Imaginarios». Plaza & Janés, 1999.

Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956), académico de número de la Real Academia Española desde 1996, donde ocupa el sillón u, en 2013 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Su obra novelística ha sido alabada por el público y la crítica. De entre ellas, destacan Bea-

tus Ille, El invierno en Lisboa, Beltenebros, El jinete polaco, Plenilunio, La noche de los tiempos y Como la sombra que se va.

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El personaje soy yo: notas en un diario por Mateo de Paz Jueves El ruido de una excavadora, gritos de obreros y una suspensión de orugas arrastrándose por la carretera desierta. Son las tres de la mañana. Asomado a la ventana, y en completa oscuridad, los veo picar como si buscaran un tesoro escondido. El agua mana a borbotones. Se arrastra por la calle hasta la calle contigua. Allí se acumula al pie de la fachada de la frutería de los hermanos González. Pienso en las cámaras de refrigeración y en los bajos del negocio inundados, en la fruta y verdura echadas a perder. Dentro de unas horas, cuando llegue al trabajo, pagaré caro mi insomnio, pero ahora no puedo dejar de observar el absurdo y matar el tiempo. Minutos después, regreso adentro y me siento en la butaca del despacho, mi hermosa esquinita en la habitación matrimonial, enciendo la lámpara y escribo en el cuaderno breves palabras que me reconfortan. Poco más puedo hacer, cuando la única escritura, tras el fracaso impotente, es este cuaderno; no es culpa de nadie, simplemente debo esforzarme más. Mojarme yo y sólo yo. Yo por la mañana y por las noches. Yo a la hora del desayuno. Yo los martes y los viernes. Yo en la consulta del médico, un hombre amable que me da cuanto necesito y pido. Yo en el supermercado, en la librería y en la tienda de discos. Yo conmigo mismo, en el placer solitario, en la biblioteca circular donde estudié la carrera. Yo con mi familia. Yo... Yo… Yo… Si en el ensayo, decía Montaigne, el escritor debe ser el sujeto del libro, Mario Levrero aparece en sus novelas como personaje principal. Sus historias son ensayos narrativos que investigan la presencia del espíritu —del suyo propio— en la experiencia, de ahí que subrayara que el espíritu es algo vivo e inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que están lejos de la percepción y de la conciencia. Sin embargo, su narrador y personaje no es delirante: cree firmemente

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que está narrando la verdad y que esta es luminosa y auténtica. Tiene un grado diferente de representarla porque considera que el arte, y en concreto la escritura, es el instrumento revelador para comunicar una experiencia espiritual, el tema principal de su obra. Viernes Los llevo al pueblo y regreso a Madrid. A las 19:30 presentación de Magistral. Llego quince minutos antes, lo que significa que no soy puntual, sino que la hora convenida siempre me pilla en fuera de juego. ¿La exactitud temporal es posible? ¿Y necesaria sabiendo que el tiempo, nuestro tiempo, finalizará dentro de —quién lo sabe— años, meses o días? Aún no han retirado la cadena del pasillo para bajar las escaleras hasta el lugar de la charleta y promoción. La Central se inauguró hace cinco años con la presencia de Vargas Llosa, Baricco, Herralde y Feltrinelli y no habré estado más de seis o siete veces. Me doy un paseo por sus plantas, ojeo y hojeo libros al azar. Nabokov, Pynchon, Levrero, Philip K. Dick, Lamborghini… Veo que ha salido Bailando en la oscuridad, el cuarto volumen de Knausgård, la purga de su corazón, dice, la obra de su vida, el sollozo, la dicha y la posibilidad de perdurar en el tiempo, pero sobre todo en la escritura. ¿Se lo leerá dentro de cien años o sólo se lo citará como a Proust? ¿Será una danza para la música del tiempo o el primer gran escritor del siglo XXI? El noruego tiene talento y habla de las cosas que cree verdaderas, como Levrero, que narraba sus experiencias luminosas con la seguridad con que protege el realismo. Termina la presentación y nos retiramos al bar. Bebo vino. Tinto. Esto está bien. El vino me relaja. Sin considerarme un enfermo, puedo tomar vino a cualquier hora del día. Me uno a Alberto, que me pregunta qué estoy leyendo ahora. Le digo que Hallberg,


un autor desconocido que ha recibido un adelanto de dos millones de dólares por su primera novela, cuando aún no estaba terminada. Esto desearía él y yo y todos los que estamos allí. ¡Dos millones de dólares! ¡La gran apuesta! Alberto ha leído toneladas de papeles. Es un lector voraz, de grandes cantidades de pliegos, la marca de su triunfo y consideración crítica. A veces me pregunto si eso no limita su vista y retención, al contrario que hacían los antiguos lectores, quienes disfrutaban de los pocos libros que había en un mercado que no existía aún. Hoy en día, sin embargo, se lee por megas y por gigas, la unidad de capacidad de almacenaje de la lectura en tabletas y libros electrónicos. Aun así, suele acertar más que otros blogueros que siguen sus huellas, no su camino. Me recuerda que la última vez que nos vimos yo estaba con La casa de hojas, aquel horror de Danielewski. Me encantó que la casa fuese más grande por dentro que por fuera. Si esto sucediera en la vida real, el problema de la vivienda se habría solucionado para mí. Tendría un despacho propio y Darío un cuarto de juegos. Pero también estarían los monstruos, como en el libro, las pesadillas que llegan con el ruido de fondo del espacio infinito. Vuelvo a saludar a Rubén y me presenta a Paco, un profesor de Literatura que acaba de sacar una crítica elogiosa de su novela en El imparcial. Rubén me pregunta si he leído el libro y luego que se preocupó cuando desaparecí de las redes sociales. Al parecer, le preguntó a Jon si sabía de mí. Llego a la conclusión de que hay gente que se preocupa por nosotros sin que nos demos cuenta, mucho más que aquellos que consideramos amigos. Entiendo que su primera pregunta es honesta. No quiere una crítica, aunque poco más tarde, ya de madrugada, en la puerta del Picnic de la calle de Minas, junto a Daniel, que acaba de sacar un libro de cuentos para gente sin jardín, le diga que veo similitudes con Lolita, pues en ambos mundos el personaje confiesa su

crimen, lingüístico y moral. En ese momento no termino de hilar mis argumentos y le digo que tengo que darle al asunto otra vuelta de tuerca. Todos, salvo él, hemos bebido demasiado. A esto hay que añadir que ayer, por las obras en mi barrio, no dormí lo suficiente. En el bar de La Central hablo con Víctor, el editor de Rubén. ¿Tú eres…? Mateo, le digo. Oculto siempre el apellido, y no lo descubro si no es necesario. En el sector editorial siempre hay esa sucia tendencia a revelar quiénes somos para que el otro localice coincidencias en la ficha de la memoria literaria, publicaciones y jerarquías. Lo detesto tanto… Finalmente se lo indico y le hago saber que reseñé Mansa chatarra, aquel brebaje de Ferrer Lerín en Buensalvaje. Ah... Sí… Obviamente no sabe ni quién soy. Cuánto me habría gustado tener dos nombres y dos apellidos, como Jorge Varlotta, que utilizó en sus escritos el de Mario Levrero, o Ricardo Piglia con Emilio Renzi, para desaparecer bajo otra identidad. ¡Tengo ganas de dejar a Mateo de Paz de lado! Caminamos desde Las Navas de Tolosa hasta la calle del Pez, donde nos encontramos con Fernando, Alex y Ginés, de Quimera. Entonces les propongo hacer el dossier sobre Mario Levrero que tenía pensado desde hace unos meses. Sábado Kafka, reconocido maestro de Levrero, decía que la literatura es siempre una expedición a la verdad, y si la verdad es la conformidad que se tiene entre lo que se dice y lo que se piensa, la obra levreriana registra esta máxima. Lo cierto es que, como escribió Ricardo Piglia, siempre habrá un hiato insalvable entre el ver y el decir, entre la vida y la literatura, pero el sentido autobiográfico de La novela luminosa, por ejemplo, o incluso los breves textos de Irrupciones acercan ambos

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Mateo de Paz. El personaje soy yo: notas en un diario

mundos antagónicos, el de la realidad y el de la ficción, el de la vida y el del relato, convergiéndolos en uno solo. Alguien pensará que en medio está el lenguaje, ese instrumento maravilloso que los hombres poseemos por el simple hecho de haber sido arrojados al mundo y con el que ocultamos, reinterpretamos y confundimos los acontecimientos vividos; pero ¿quién mejor que el narrador narcisista, poseedor de esa capacidad innata, para conectar los dos términos, incompatibles para algunos? La ficción se une a la vida, o la vida está llena de invenciones, fábulas, mitos, cuentos y parábolas, y pocas obras literarias han hecho posible que ambas se involucren tanto, y se confundan, como la de Levrero. Lunes Conocí a Mario Levrero —es un decir— en el año 2007, cuando Caballo de Troya publicó Dejen todo en mis manos y El discurso vacío. Ocho años atrás habían sido editadas La ciudad y El lugar en Plaza & Janés sin la parafernalia publicitaria posterior que inició su desembarco en España. Era una colección de literatura fantástica titulada Mundos imaginarios, donde Philip K. Dick era el autor destacado. En aquella obra ya estaba el narrador autorreferencial de sus novelas y diarios, historias en las que un yo investiga, sin resolver del todo, en un espacio maternal —«creador y destructor», reconocería el propio Levrero—, vago e incomprensible, y cuyo tema principal, y el de toda la «trilogía involuntaria», es el de la búsqueda. La búsqueda de un autor desconocido, Juan Pérez, que ha enviado a la editorial del narrador una novela publicable con una única referencia en el remite: el pueblo de Penurias. Reviso en mis papeles antiguos, en el disco duro del ordenador, y encuentro una reseña, mala, fría, de cartón piedra, sobre una novela de la que sólo soy capaz de rescatar una frase: «La obra de Juan Pérez habla de la sucesiva precipitación hacia el vacío de las instituciones, los valores, la economía y, sobre todo, la cultura, en un lugar, Penurias —parábola del mundo—, donde nadie lee y, por supuesto, donde nadie escribe». Martes A finales de los años noventa, David Foster Wallace llamó «Grandes Narcisistas Masculinos» a Mailer, Updike y Roth por el profundo ensimismamiento de su obra realista. El autor suicida de esa historia inmensa y difícil, La broma infinita, anunciaba que la muerte de la novela, tal y como la conocemos, se produciría por

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la muerte de los tres sacerdotes de la literatura norteamericana: «Cuando un solipsista muere», decía, «después de todo, todo se va con él». La obra de Levrero es muy amplia, pero hay algo de solipsista en sus obras más cercanas a lo autorreferencial y diarístico. El sexo y la muerte en «El diario de la beca» y el Diario de un canalla, por ejemplo, ambos asuntos en un sentido erótico más que pornográfico, contribuyen a especular sobre el hecho de que sólo existe el yo alrededor de lo que el mundo gira ensimismado. ¿O es el yo el que gira ensimismado alrededor del mundo? El diario, por este motivo, se muestra como el mejor catalizador literario para hablar con uno mismo sobre uno mismo, como si la «insincera sinceridad» de que hablaba Gombrowicz fuese irónicamente invertida por la «sincera insinceridad» de los diarios ficticios de Levrero: «No estoy escribiendo para ningún lector», dice, «ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar Biblioteca Mario Levrero de Mateo de Paz. Fotografía cedida por el Mateo de Paz ©


pedazos de mí mismo que han quedado adheridos a mesas de operación, a ciertas mujeres, a ciertas ciudades, a las descascaradas y macilentas paredes de mi apartamento montevideano, que ya no volveré a ver, a ciertos paisajes, a ciertas presencias. Sí, lo voy a hacer. Lo voy a lograr. No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida». Lunes El realismo desprestigia la imaginación, que era para el uruguayo un instrumento de conocimiento. Se consideraba un traductor de vivencias y experiencias espirituales en imágenes representadas por palabras, su propia biografía. Tomaba de la vida real a los personajes que luego poblaban sus relatos, los retorcía hasta hacerlos irreconocibles, aunque dejando una impronta, un detalle, algo que los recordara. A la pregunta sobre las versiones de una realidad deformada que suponía su obra, se atrevió a contestar: «Yo no hablaría de “deformación de la realidad” en mis textos, sino más bien de subjeti-

vismo... Me hacés pensar en los zapatos que están en una vidriera y los zapatos “deformados” por el uso. ¿Le llamarías deformados a los zapatos que usás? ¿Son más reales los de la vidriera?». Por eso su obra tiene más relación con el habla que con la lengua, con el uso de esa lengua, más que con un código lingüístico. Según esto, el lenguaje, su instrumento de creación, solamente sería una capacidad innata del creador para comunicar conocimiento; la lengua, un sistema de signos. Sobre aquel asunto Bellow dijo que cuanto más realista se era, más se amenazaban las bases del propio arte. El realismo ha aceptado siempre, y al mismo tiempo rechazado, las circunstancias de la vida cotidiana. ¿Era Levrero un realista? ¿O un escritor de raíces fantásticas? Si, como reconoció, se situaba siempre en el polo opuesto al de su interlocutor, ¿cómo podemos saberlo si no es leyendo su obra? ¿Por qué un narrador subjetivo y profundamente espiritual no puede ser realista? El polaco Gombrowicz, perpetuo luchador contra la forma resistente y la perpetua inmadurez, escribió: «...la altura del arte tiene que encontrar su correspondencia en la esfera de la vida corriente, del mismo modo que la sombra del cóndor se posa sobre la tierra». Esta cita, proveniente de sus diarios argentinos de los años cincuenta, se emparenta con el propósito de la literatura levreriana, puesto que en las experiencias más triviales y cotidianas él encontraba material artístico. Los pájaros eran un símbolo del espíritu del hombre, narrador y personaje que fue, la sombra que surcaba rasante los campos del yo. Miércoles Hoy hay luna llena. Desde la cama observo su radio luminoso en la esquina superior de la ventana, un círculo lleno de luz con tenues manchas grises que parecen veladuras. Me levanto empapado de sudor, me asomo al hueco de la ventana abierta y trato de tocarla, de arrancarle un trozo de tierra para comprobar su sabor, pero solamente soy un pequeño ratón subido a una escalera, el personaje infame de una vida disfrazada.

Mateo de Paz (1975) es licenciado en Filología Hispánica con premio fin de carrera. En la actualidad trabaja como profesor de instituto en Madrid.

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Mario Levrero y la novela policial por David Pérez Vega Soy un escritor. No soy Philip Marlowe. (Almudena)

La Trilogía involuntaria, constituida por las novelas La ciudad (escrita en 1966 y publicada en 1970), El lugar (escrita en 1969 y publicada en 1982) y París (escrita en 1970 y publicada en 1980), y el libro de relatos La máquina de pensar en Gladys (escrito entre 1966 y 1969 y publicado en 1970) formarían una primera etapa de la obra de Mario Levrero, que la crítica ha vinculado al surrealismo, a la corriente de «los raros» uruguayos (cuyo máximo representante sería Felisberto Hernández), a Lewis Carroll y sobre todo a Franz Kafka. En 1966, Levrero, aquejado de una crisis espiritual, deja Montevideo por unos meses y se traslada Piriápolis. Allí descubre a Franz Kafka, ante el cual cae subyugado. La ciudad, declararía, fue para él un intento de «traducir» a Kafka al español. Sin embargo, en las no muy numerosas entrevistas que concedió, Levrero siempre quiere dejar claro que sus obras son «realistas», pues hablan de sucesos que le han ocurrido de una manera u otra (en su experiencia cotidiana, a nivel espiritual o tal vez en sueños...). Si bien su obra parece fluctuar entre esta primera etapa onírica y kafkiana y otra más madura e intimista, que tendría que ver con la experiencia personal y el diario, y que fructifica en libros como Diario de un canalla (1992), El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005), en este artículo quisiera destacar la importancia que tuvo para Levrero el género policial, tanto en su formación como lector como en su obra literaria. Cuando Levrero descubre a Kafka tiene veintiséis años, y si, como ya he apuntado, es a partir de esa edad cuando empieza a escribir la obra que conocemos, esto no quiere decir que hasta entonces no hubiera escrito nada. De joven había sentido atracción por la pintura y el cine, pero también había escrito poemas, un libro de humor y una novela policiaca. En la «Entrevista imaginaria» que se hace a sí mismo, y que apareció en el libro El portero y el otro (1992), Levrero apunta: «A los quince

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años escribí una novela policial y se la di a leer a una sola persona, una alumna ya madura de mi padre con quien yo había hecho una gran amistad. Ella me dijo que le parecía excelente, pero creí que no era cierto y la destruí». En el libro Un silencio menos (2013), en el que Elvio E. Gandolfo, escritor, crítico literario y uno de sus mejores amigos, recoge las entrevistas más destacadas a Levrero, resulta fácil rastrear su pasión por el género policial. En la «Entrevista imaginaria» también podemos leer: «En quinto o sexto de escuela comenzó la adicción a las novelas policiales que tengo hasta hoy». Entre sus autores policiales favoritos destacan Rex Stout, Simenon, Graham Greene, Arthur Conan Doyle y sobre todo Raymond Chandler, al que considera una influencia tardía pero al que vuelve a releer de continuo. De hecho, alguna de las obras de Levrero (Fauna) está dedicada, entre otros, a Chandler, y algún otro libro (Dejen todo en mis manos) se abre con una cita suya. En Diario de un canalla (la obra que da comienzo a su etapa más intimista, que culminaría en La novela luminosa), Levrero rememora los días en que le operaron de la vesícula (momento en que escribió la versión primitiva de La novela luminosa, texto que pudimos leer en 2005, antecedido por el extenso prólogo de cuatrocientas cincuenta páginas que constituye «El diario de la beca»), y cuando se recupera en el hospital dice sentir, como una manifestación del Espíritu, la presencia benefactora de Raymond Chandler a su lado. Pero Levrero no es sólo un lector de novela policial de calidad, sino que se declara adicto por completo al género, y en distintos periodos de su vida se dedica a recopilar, sobre todo de librerías de segunda mano (uno de sus principales quehaceres al salir de casa una vez a la semana en el periodo de «El diario de la beca»), todos los números de las colecciones «Trazos»


y «El club del misterio», donde se mezclaban los clásicos del género con otras novelas baratas y olvidables. En los años que pasó en Buenos Aires (1985-1988), cuando las obligaciones de un horario de oficina llegarían a abrumarle, Levrero leía una novela policial al día. «Es lo que resulta más eficaz como escape de la realidad», leemos en la «Entrevista imaginaria». En una entrevista de 1989 concedida a Carlos María Domínguez, Levrero reconoce que le embarga un sentimiento de culpa al acabar una novela policial. En la «Entrevista imaginaria» señala: «El problema insoluble de la novela policial es que debe ser necesariamente una novela “cerrada”; los enigmas planteados deben quedar perfectamente resueltos, porque si no la novela fracasa y produce ira, o un sentimiento de estafa, o ambas cosas. Y una novela “cerrada” deja una sensación de vacío, porque no tiene la menor capacidad de movilizar al lector. Te angustia, y te saca la angustia que te creó; no te deja una angustia libre que puedas aprovechar para modificar tu vida, como sucede con la verdadera literatura». En 1975 aparece la novela Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo), en la que Levrero juega al policial paródico (este libro se publicó con la apostilla de folletín), usando la figura de un detective al que sitúa en un lugar llamado «la Zona Siniestra de París», pero que realmente habita los espacios oscuros de su subconsciente: Nick Carter entra en el Castillo de su cliente por la ventana, acompañado de su ayudante Tinker, al que lleva en una bolsa de mano; los espejos

no reflejan la realidad tangible de las habitaciones y la acción puede trasladarse a la pantalla del televisor... La Banda del Ciempiés, publicada en 1989 por entregas en el diario Página 12, no sólo es una parodia del género policial (se perseguirá aquí a un grupo de unos cincuenta hombres que se cubren con una tela, con forma de gusano, y siembran el pánico en la ciudad, ya que a su paso por las calles golpean a las personas con palos o les clavan finos estiletes), sino también al género de espías (con tensiones propias de la guerra fría), al puramente folletinesco (una pobre chica que vende flores es secuestrada y salvada por una bailarina de striptease) y al género erótico (que se refleja en la fuerte atracción sexual entre la vendedora de flores y la bailarina). Según el crítico Ezequiel de Rosso, la dispersión de estas novelas —que prescinden del clásico narrador innominado de Levrero, se sirven del recurso de la alternancia de los puntos de vista y, además, eluden su clásica estructura de Viaje y Búsqueda— pretende (sin conseguirlo) crear una novela policiaca «abierta», que rompa con las limitaciones que Levrero le achaca al género. En 1987 aparecen, en un solo volumen, las novelas Fauna y Desplazamientos. Si bien Desplazamientos puede remitirnos a las primeras novelas de Levrero, con un narrador perdido en un «lugar» freudiano y desequilibrante (que era el de su infancia, pero que ya no lo es), Fauna es un nuevo acercamiento a la novela policial, en el que Levrero mantiene sus recursos más bajo control que en las dos novelas que ya he comentado (Nick Carter y La

Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

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David Pérez Vega. Mario Levrero y la novela policial

Banda del Ciempiés), tan policiales como surrealistas. En Fauna, un escritor de textos parapsicológicos, que colabora en revistas y periódicos, pero que también tiene que regentar un quiosco para poder sobrevivir, recibe un día en su casa la visita de una rubia exuberante que ha de abandonar de forma inmediata Montevideo. La rubia (Fauna), tras depositar en sus manos una buena cantidad de dinero, le pedirá al narrador que libere a su hermana (Flora) de las garras de Monsieur Victor. Como podría ocurrir en alguna azarosa novela de Paul Auster, nuestro narrador aceptará el encargo y llegará a afirmar: «Me sentía un poco como un investigador privado, y creo que inadvertidamente había adoptado el aire de un detective neoyorquino». En su ensayo El último lector, Ricardo Piglia resalta un rasgo distintivo de las mujeres de los libros de Raymond Chandler: aparecen en dúos y son hijas del dinero. En este sentido, Fauna y Flora podrían ser tomadas, de nuevo, por unas hermanas paródicas de una novela de Chandler. Fauna, a pesar de sus rasgos parapsicológicos poco canónicos, que dejan abierto más de un punto de fuga, sí que trata de apostar por la resolución «cerrada». Además de novelas, Mario Levrero también escribió algún relato policial, como «El inspector», que aparece en El portero y el otro. También trabajó como guionista de historietas (siempre consideró a La pequeña Lulú una de sus más tempranas influencias literarias), principalmente en tres series: Santo Varón, El Llanero Solitario y Los Profesionales. Esta última trata sobre los avatares y desencuentros de una pequeña banda de ladrones y en cierto modo podría inscribirse también, aunque de forma tangencial (pues aquí el humor absurdo es más importante que resolver cualquier misterio), en el género policial. No debemos olvidar que Levrero trabajó durante bastantes años creando crucigramas y pequeños acertijos lógicos. A estos últimos les achaca el mismo problema que a las novelas policiales: su capacidad para decepcionarnos una vez que se resuelve su problema de lógica «cerrada»: «Los juegos lógicos permiten cierta creatividad: tenés que inventar algún problema y después darle una envoltura más o menos literaria. Te acercás al proceso de una novela policial. Sobre todo en una serie que hice como free lance, un juego que se llama “Quién es quién”, donde tenés que encontrar correspondencias de acuerdo a ciertos datos que das y a otros que omitís. Me divertí bastante haciendo una imitación de Sherlock Holmes y otra de Perry Mason» (declaración en una entrevista concedida a Osvaldo Aguirre).

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Incluso puede verse en YouTube un vídeo mudo de doce minutos (un claro divertimento paródico), titulado Alea Jacta Est (1991), en el que Mario Levrero interpreta al asesino de un niño (Juan Ignacio Fernández Hoppe, su hijastro) y Elvio E. Gandolfo hace del policía que acaba con él (muy recomendable, el baile final no tiene desperdicio). En cualquier caso, para mí la mejor aproximación de Levrero al policial sería su último libro inscrito en este género: Dejen todo en mis manos (1996), en el que un escritor innominado (pero próximo a Levrero) recibe el encargo de su editor de encontrar al autor de un manuscrito —un libro que podría contribuir a la regeneración moral del país— en el pueblo de Penurias, en el interior de Uruguay. Dejen todo en mis manos es, de nuevo (sin dejar de lado el mundo onírico del autor), un profundo homenaje a Raymond Chandler: el narrador acabará intentando comprar, sin éxito, las obras completas de Chandler en Penurias, y algunas de las frases del relato nos remiten a las novelas del maestro («Adiós, muñeca», refiriéndose a una chica que puede que no vuelva a ver; «Soy un escritor. No soy Philip Marlowe» o «Muy bien, Marlowe», refiriéndose a sí mismo). Hacia el final de la novela, el narrador comenta —acerca del personaje al que busca— que le cuesta imaginar el proceso que le había llevado a conectarse con «el escritor que todos llevamos dentro». Esta última idea me lleva a preguntarme si las aproximaciones que realizó Levrero al policial acabaron realmente con Dejen todo en mis manos o bien podemos ir más lejos y considerar que en El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005), que se inscriben en el género del diario, Levrero, dejando fluir su conciencia, en principio con el único objetivo de obligarse al hábito de escribir, se convierte en un detective de sí mismo, en el buscador de ese extraño y perdido personaje llamado «Levrero», quien siempre afirmó que había vivido todo aquello sobre lo que escribió, bien estuviera mirando una paloma por la ventana o volando sobre París después de un viaje de trescientos siglos.

David Pérez Vega (Madrid, 1974) ha publicado novelas (Los insignes), poemarios (El bar de Lee) y un libro de relatos (Koundara). Reseña libros los martes en la revista Eñe Digital y en su blog Desde la ciudad sin cines.


Diario de un canalla, la «presencia» en el balcón por Juan Gracia Armendáriz No puedo por menos de estar de acuerdo con el título: se trata, en efecto, del libro de un canalla. Para quien no conozca la poética de Levrero y se enfrente por vez primera a este texto bajo las premisas de las convenciones narrativas más hueras, el desconcierto está asegurado. Trataré de explicarme. El narrador confiesa que se siente culpable —y tal vez sea así— por haberse perdido a sí mismo: ha abandonado la búsqueda de lo Espiritual a cambio de dedicarse a tareas de supervivencia económica; ha dejado inconclusa La novela luminosa y, tras dos años de silencio, vuelve a escribir en Buenos Aires. Es el mes de diciembre de 1985. Su declaración de intenciones no admite réplica. «Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando para rescatar pedazos de mí mismo que han quedado adheridos a mesas de operación (iba a escribir disección), a ciertas mujeres, a ciertas edades, a las descaradas y macilentas paredes de mi apartamento montevideano, que ya no volveré a ver, a ciertos pasajes, a ciertas presencias. Sí, lo voy a hacer, lo voy a lograr. No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida.» ¿Qué lector puede sustraerse a un texto cuyo autor declara que escribe en el filo de la navaja? La trampa está colocada… Y aquí se plantea la pregunta que implica al lector: ¿o no hay trampa? Levrero se promete a sí mismo rememorar cómo llegó a tal situación de abandono y se dispone a narrar el proceso de esa pérdida. Pero la memoria de Levrero es un «monstruo» devorador de imágenes cuyos vacíos sustituye por una rememoración imaginaria de lo que aconteció o pudo haber acontecido. Esta premeditada ambigüedad funciona a modo de bilocación, de suerte que el lector sospecha que lo narrado (apunto

una obviedad: lo contado no es fiel reflejo de lo que se recuerda pues todo recuerdo es una construcción sesgada, seleccionada y fragmentaria), para introducirnos en una construcción ficcional sin salida… ¿O sí hay salida? El narrador «olvida» su propósito y nos propone un juego narrativo muy serio: su lucha por la supervivencia de un pichón que ha caído del nido y se ha refugiado en su terraza. Levrero es un narrador del que no hay que fiarse, pero el lector avisado, acaso por la lectura del «Diario de la beca», con el que establece un vínculo más allá del parentesco genérico, caerá de nuevo en la logomaquia del autor, tras la cual lo luminoso, lo Espiritual —al parecer—, no comparece… ¿O sí comparece? El propio autor lo explicó en una entrevista en la que ejercía al mismo tiempo de entrevistador y entrevistado: «...el intento de comunicar una experiencia espiritual. […] cualquier experiencia, en la medida que pueda advertir en ella la presencia del espíritu o, si lo preferís, de mi espíritu. […] el espíritu es algo viviente inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los sentidos y aun de los estados habituales de conciencia». Pero si una experiencia luminosa no puede ser comunicada, ¿puede acaso comunicarse cualquier experiencia, por intrascendente que sea, a través de la literatura? Levrero cree que sí, afortunadamente. El propio autor nos ofrece en sus escritos algunas claves: la contemplación de un árbol, de un insecto, de un animal... En Diario de un canalla es asombrosa la capacidad de Levrero para transformar a una sucia rata urbana en un ser adorable, porque los animales, según su particular percepción, que asigna significados y establece sincronías, son heraldos de lo Espiritual.

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Su escritura transita por aquellas cortezas oscuras que ocultan lo inenarrable por excelencia. A cambio, nos muestra las capas nada tectónicas que lo ensombrecen. El pretexto es esa cría de paloma a la que cuida. Decide llamarlo Pajarito y por él se desvela a fin de que sobreviva. Pero ya ha colocado una señal de advertencia que pasará por alto el lector no familiarizado con su poética: «Debería explicar varias cosas y no sé en qué orden hacerlo. Tal vez, para comenzar debería dejar sentada mi firme convicción de que este proyecto de paloma es una señal del Espíritu». No estamos ante La paloma, el relato fóbico de Patrick Süskind, referente de obvias resonancias kafkianas, o ante los seres inquietantes del propio Franz Kafka que se limitan a «estar» y que emparentan con la obra de Levrero por ser el autor checo el gran desatascador de su expresión literaria. En Diario de un canalla, aparentemente, no hay nada extraordinario. Nos ofrece una peripecia doméstica que ocurre todos los días en cualquier ciudad del mundo. Lo luminoso, lo Espiritual (¿lo numinoso?) comparece en forma de endeble pichón desplumado. El simbolismo religioso resulta tan obvio que lo formidable reside, precisamente, en hacer verosímil que esa imagen sea asumida por el lector gracias, entre otras cosas, a lo que Levrero calla, a la ausencia de énfasis o de experiencias trascendentes que, sospecho, para el autor uruguayo eran habituales. El pasaje central del libro está tratado con esa fluidez que parece salir de su lapicera, generando en el lector la impresión de asistir al momento mismo en que los hechos y reflexiones son enunciados. Asistimos al nacimiento mismo de lo ficcional. Sus amigos afirmaban que el uruguayo era incapaz de distinguir entre la literatura fantástica y la realista. Error. Levrero propone, como en «Diario de la beca», un proyecto de escritura hiperconsciente que rompe las convenciones del canon realista para enfocar en sus diarios las auténticas preocupaciones de lo banal —donde lo Espiritual se revela— y de la introspección. Rompe los moldes de los géneros literarios en un acto de libertad creativa impulsado por la necesidad, sin que por ello se perciba pose alguna transgresora. Su diarios pueden leerse en clave de épica humorada doméstica: una pila de platos sin fregar, el cubo de Rubik, el desaliño del narrador, la descripción de un apartamento inhóspito, la hipocondría, la memoria del dolor causado por la extirpación de una vesícula… Interpone lo mínimo o,

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Rompe los moldes de los géneros literarios en un acto de libertad creativa impulsado por la necesidad, sin que por ello se perciba pose alguna transgresora. como ocurre en «Diario de la beca», una amalgama de gigantescas nimiedades (su carácter compulsivo, su adición a los juegos de ordenador, las novelas policiacas, la pornografía, los ciclos trastocados del sueño, las milanesas…) como hiperanécdotas que se sitúan en el centro de una escritura que lucha por desplegarse para impugnar las convenciones de la narración realista basada en el principio causa-efecto. Lo realmente luminoso es que el lector, a quien interpela con la baza del humor y la autoparodia, continúa la lectura metido en esa centrifugadora de palabras que, con sus recurrencias, recuerda al juego matemático de un músico loco. El texto crea la ilusión de que se gene-


Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

ra por la propia inercia de llenar un hueco y justificar el acto de escribir. La única opción de Levrero ante la pérdida de lo Espiritual es poner en marcha la máquina de la escritura, invocar al Espíritu —verbo que le sería grato por su afición al espiritismo o la telepatía—; una máquina que parece empeñada en rellenar el vacío. El muy canalla nos escamotea las causas, la historia de la pérdida, que siempre queda postergada en beneficio de lo que en verdad importa: la escritura de lo desplazado, de lo que en apariencia no es serio, no es enfático, y sin embargo… Y sin embargo, nos muestra lo Espiritual y no lo vemos. Aunque las apelaciones al lector no son escasas, como ya se ha dicho, sospecho que a Levrero le importaba un comino «el pacto autobiográfico» u otros conceptos teóricos, pues él no pacta, a pesar de la complicidad del lector, sino que lo hace su texto al proponer un juego ficcional que se retroalimenta y al que el lector asiente, por nimios o triviales que sean los asuntos tratados. No obstante, dichas apelaciones tal vez no sean ajenas a su condición de autor minoritario. Diario de un canalla es un artefacto estético persuasivo en que la relación con el pichón, narrada de forma excelsa, es la

auténtica historia de la pérdida y recuperación de lo Espiritual. Una relación llena de reproches, ternura y tronchantes cabreos. Con Levrero, hacedor de crucigramas, nunca se sabe. Y en esa ambigüedad establece su posición ante un texto que se justifica por sí mismo, no como juego autorreferencial sino como empeño de escritura sostenida desde la convicción de que es mejor callar de lo que no se puede hablar, parafraseando a Wittgenstein… O a cualquier místico. Presenta lo luminoso de la forma menos misteriosa posible, a fin de enunciarlo desde lo que debe permanecer oculto y no explicado. Huye, como de la peste, de la grandilocuencia. Escritura de los límites y escritura elíptica; hipnótica, «antiliteraria», por así decir. Cuando Pajarito se marcha, todo termina de forma abrupta. La iluminación se ha producido y se nos ha escapado entre los dedos. Al parecer, era un hombre tierno, maniático e inteligente canalla al que le interesaba mucho más el procedimiento de la escritura que las previsibles convenciones que nos ofrecen un cómodo viaje en tren, algo que ya colmaban, acaso, sus lecturas de policiales, y que le ofrecieron otro molde narrativo. Pasado el trance de lo luminoso, que ha transcurrido ante nuestros ojos disfrazado de torpe avechucho, Levrero nos clava un final abrupto. Por un instante creemos ser la cría de paloma que, en lugar de salir volando, se quedó aleteando contra los barrotes de su balcón preguntándose si el «monstruo» que de vez en cuando lo observa tras la cortina existe o es sólo producto de su imaginación. Vladimir Nabokov ofrecía a sus alumnos una reflexión a propósito de La metamorfósis de Kafka. Gregor Samsa era un coleóptero, por lo tanto bajo el caparazón tenía alas, pero lo ignoraba, de modo que pudo haber escapado de su encierro. Sólo debía desplegar los élitros. Como muchos de nosotros, afirma Nabokov. El pájaro Levrero, sin embargo, voló. El muy canalla.

Juan Gracia Armendáriz es escritor. Durante dieciséis años fue profesor numerario en la Universidad Complutense. Es autor de Cuentos del jíbaro, La línea Plimsoll, Diario del

hombre pálido, Piel roja y La pecera, entre otras obras.

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Tintinnabuli

Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

por Rubén Martín Giráldez Cuando abordo este ensayículo minúsculo por primera vez —antes de las poco sutiles correcciones que le hago, ya de mayor, semanas más tarde— poco puedo sospechar del campo de minas epifánico que piso. La revelación crucial: que tal vez no era tan descabellada la idea de escribir sobre Levrero antes de saber nada de él, puesto que enseguida descubro que en El discurso vacío la caligrafía, el significante, desempeñaba un papel tan notable como el significado. Y ahí voy. Pocos libros han hablado tan claro desde sus lomos a mis prejuicios como Éden, Éden, Éden, de Guyotat o La vocation suspendue de Klossowski. La grafía, el tipo y el sentido son mis compañeros de viático. Teniendo en cuenta que ya sólo leo para escribir y para traducir (acabo de ser padre por segunda vez y quiero terminar algún otro libro propio, de modo que

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dejo la natación para después de muerto), leo exclusivamente «en función de». Estos días leo a Julián Ríos, a Terry Pratchett traducido, a Camille de Toledo o a Raymond Roussel porque necesito fenomenologías del Scattergories este que nos ha tocado parlar para una traducción que terminará con el aspecto original de mi frente; leo todos los ensayos de Angela Carter porque es otro de los proyectos de este año; leo a Sade y a sus exégetas antiguos y modernos porque ahí ha estado todo siempre para mí. Pero nada es casual ni inocente, ni siquiera funcional de verdad. Leo varios viaggios in Italia porque en breve me voy a Trento, pero me pelo los dedos para encontrar ediciones asequibles de los de Ceronetti o Sade, porque hay que manipular el destino hasta de los trenes. Leo libros que no sé por qué leo todavía: The Humor of the Fabliaux, edición de Cooke y Honeycutt; Swift: Preacher & Jester, de P. Steele; The Devil, the Gargoyle, and the Buffoon, de Lemuel Johnson…


Nulla dies sine plancton.

También sucede lo contrario, que un autor es un pitido ultrasónico infame para nuestra vocación. Seamos francos: a veces reconocemos en un libro, pese a su calidad, al enemigo o al enemigo del libro que estamos escribiendo o leyendo (lo contrario al perfect companion), y no puede ser que tal libro no nos repugne en mayor o menor medida, con más o menos justicia privada. También entran en juego aquí nociones (seguramente obtusas y falseadas por la personalidad) de deportividad, cortesía y elemental sentido común. Estas ofuscaciones —benditas y frívolas, presintagmáticas, adivinatorias— son mugre fantasma pero inclinan la balanza. Seguimos con el cometido Levrero. Uno evita la Wikipedia por el síndrome del pundonor o porque de niño le contaron, va, pongamos las cartas blancas de miseria y embarque sobre la mesa: me contaron en catequesis (en la catequesis misma donde supe de la existencia de muslos y culpas y donde contraje la curiosidad)1 que alguien lleva la cuenta de las faltas. Evito acumular demasiadas referencias académicas o «dirigidas» para aprestarme a una particular proctología. Aunque mi predisposición hacia Levrero no es suspicaz: mi amigo y zahorí David Martín Copé me cuenta que se deja — en un alarde de edging, tántrico como él solo— La novela luminosa para el final. Para terminar en la cima. La asociación inmediata es El luminoso regalo, de Vilas, así que mi ignorancia otorga a Levrero un segundo sello de garantía. Así hasta el séptimo, imagino. Trompettes de la renommée, vous êtes bien mal embouchées !

Escucho Diario de un canalla leído en un podcast. Como pierdo la conciencia a los pocos minutos, la experiencia se convierte en uno de esos mp3 de «Aprenda inglés mientras duerme». Es como dormir dentro del estómago compartido de dos ballenas de pueblos distintos. Algunas nociones se me graban y las reproduzco al día siguiente: parece que Levrero es de los que se refiere 1. Ya había visto medio dormido en el regazo de mi madre un telefilme adaptado de El pecado del padre Mouret (en internet descubro que eso sucedió el domingo 7 de septiembre de 1986 en TVE 2 a las 22:40h).

a la palabra como «materia prima»; tiene mecanismo y pelaje de nutria, à rebours, poco permeable, polipiel para vicios propios —en el sentido albañil, «de irrecusable constitución»— extraños; que hablamos de alguien a quien lo mismo podríamos encontrar entre los grafómanos como haciendo guardia en Misión del ágrafo, ese libro de Valdecantos que me está pidiendo a gritos que lo lea. Valdecantos es otro ejemplo de autor no leído pero indefectiblemente destinado a integrarse en mi masamadre (yo la llamo así, dejadme que sufra las consecuencias de mi predicamento y que con mi pan me lo coma, ¿qué remedio?), y su libro anterior, Teoría del súbdito, también me llama por las noches. Mi retrato mental de Levrero a esas alturas es el de un nazareno inverso, con un vórtice en lugar de un capirote por tocado y hundido: es el lector y el narrador a un tiempo. O eso es lo que sobre él se dice y jura. Observo con gusto que la crítica no le hace ascos al epíteto «novela» para referirse a El discurso vacío o a La novela luminosa. Hago esta butoriana a medida que voy entendiendo qué es «Diario de la beca», el prólogo de cuatrocientas páginas de La novela luminosa, y pienso que las chaladuras del sujeto y del sujetador (yo) se hermanan un poco. Hace unos meses, la fortuna y Víctor Gomollón, el editor de Jekyll & Jill, pusieron los medios para que asistiese a la composición —toques finales— del último libro de Sergio Chejfec, Teoría del ascensor; y se me ocurre que mi planteamiento podría coincidir un poco con el tarannà del autor o, por el contrario, servir como revulsivo y lección si opina que mi idea esotérica de los prejuicios es estéril. Le cuento: […] sobre Mario Levrero para Quimera, autor al que no he leído jamás. Se trata de ver cómo nos hacemos llegar la literatura que nos conviene o, peligroso, cómo maleamos lo que leemos para llevárnoslo a nuestro terreno, para que sirva al propósito de lo que escribimos. Al menos ése es mi caso; me muevo en unas coordenadas (no diría en una zona de confort, más bien al contrario) que dan por resultado cosas en la estela de Manganelli, Sade o Gracián. Y a lo mejor eso es productivo por un tiempo. Por ejemplo, tengo comprobado que no tolero demasiado bien a Calvino, igual que tampoco a ningún Mendelssohn (esto último es pretencioso, dado que conozco lo justo de música clásica). Y podría decirse que siempre lo he sabido, que he nacido sabiendo que no.

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Y Chejfec responde amablemente: […] creo que el prejuicio lo es casi todo en literatura, lo que en definitiva nos permite evadir el presente sin relieves que aflige al Autodidacta amigo de Roquentin. Y eso también tiene que ver con la pronunciación. Dos comentarios que me marcaron desde hace tiempo, esos comentarios casuales, que son fragmentos mínimos de conversaciones, o digresiones de un segundo y medio. Uno es de Saer, cuando señalaba la importancia que tenía la musicalidad de un nombre + apellido de un autor para predisponerlo bien o mal a leerlo con más o menos ganas. Supongo que no quería decir que su prejuicio era siempre certero, sino que le servía recortar un paisaje. Pero si era así, evidentemente debía creer en lo certero de su oído. Otra anécdota viene de alguien lamentablemente menos conocido. Pancho Aricó, intelectual marxista y traductor de Gramsci, dijo una vez, hablando de sus inicios, que cuando a los 18 años leyó por casualidad en un periódico que cayó en sus manos la expresión «materialismo dialéctico», sintió tal impacto entre eufónico y verbal (en definitiva eran palabras que no le decían nada claro) que ese impacto lo llevó a saber que abrazaría la causa del materialismo dialéctico no sólo como militante, sino también como intelectual, porque proviniendo de una familia inmigrante y pobre ser letrado no estaba en su horizonte. […] Tengo la impresión de que comparto en un 75% el prejuicio anti Calvino. Hasta hace un tiempo era un prejuicio al 100%. A lo mejor ahora, escribiendo esto, ha bajado al 60%. Siempre me pareció que si la obra de un escritor podía equipararse con una piscina, la de Calvino no permitía lanzarse de cabeza o bucear; que era de poca profundidad, sólo para mojarse. Pero le fui subiendo el porcentaje por motivos morales: es una piscina que nunca se vendió como profunda, ni acaso como de inmersión. Como argumento, admito, suena muy complaciente y puede ser endilgado a la vejez. Pero me tranquiliza que no me pase con todos. Yendo al grano. No voy a argumentar a favor de Levrero, uno de los autores que más adoro. Sólo expongo mis preconceptos, positivos. Nunca creyó en la Literatura; Poroso; Neurótico; Materialista; Uruguayo; Inconstante; Curioso. Antirretórico, es verdad; quizás el precio que pagó por ello fue blandir otro nombre.

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La eufonía hace de nosotros lo que se le antoja; en cada signo va un negro simbionte. Digo yo que habrá grupos musicales que se hayan formado después de jacular felizmente el nombre (a lo mejor es el caso de Los Ganglios, a saber). El nombre de los británicos Felt tiene su origen en la manera en que pronunciaba ese verbo Tom Verlaine en la canción «Venus» de Television: How we felt (Did you feel low?) Not at all (Huh?)

Este pequeño truécano para evitar decir la palabra semiótica, miren. Parafraseo a Philippe Sollers en aquello de que ya sólo es posible convertir la escritura en objeto estudiable si no es por la vía de la escritura, de la ejecución de la escritura. De modo que, si bien uno no es tan nuevo como para seguir valorando la obra por el grado de identificación que experimenta al consumirla, todavía ha de reconocer que encuentra en la coincidencia repugnantemente casual de lexicones, signos y barruntos mágicos un amigo —como no debería ser natural— o un enemigo de su Tema. Cabe decir que quizás la coincidencia no es más que pura combinatoria. Nos hacemos buscar por los libros y los libros nos persiguen hasta de espaldas: La antijustine, creía yo que se llamaba en el fondo una de las primeras novelas que escribí; no conocía aún la de Restif de la Bretonne y así es como se me reveló: poniéndome a la cabeza de un culo. De lo distal a lo proximal en literatura. También con Sollers: aquello que la escritura escribe no es más que una parte de sí misma.

Rubén Martín Giráldez (Cerdanyola del Vallès, 1979) es el autor de las novelas Magistral (2016) y Menos joven (2013), publicadas en Jekyll & Jill Editores, y de los ensayos burlescos «Siempre hay que volver a montar el caballo que casi te ha matado» (Thomas Pynchon, Editorial Base, 2016) y Thomas Pyn-

chon: un escritor sin orificios (Alpha Decay, 2010) entre otros. Ha traducido a autores como Tom Robbins, Jack Green, Bruce Bégout, Blake Butler, Laird Barron, Leonard Gardner, Rudolph Wurlitzer, Jonathan Shaw o Morrissey.


Esto no lo cuentes Entrevista a Claudia Bernaldo de Quirós por Mateo de Paz

Mario Levrero. Fotograma del documental Uno de nosotros. Televisión Nacional de Uruguay

Claudia Bernaldo de Quirós ha sido jefa de prensa para la Editorial Punto Sur, representante en España de la Agencia Literaria Latinoamericana (ALL) y correctora de estilo para distintas editoriales (Santillana, Anaya, Akal…). En la actualidad es responsable y propietaria de CBQ Agencia Literaria.

«Los traductores ayudan mucho en el boca a boca —dice poco después de llegar—. Al volver de Frankfurt tenía cuatro e-mails de editores brasileños distintos, más chicos, más grandes, interesados en publicar a Levrero.» Claudia Bernaldo de Quirós tiene un rostro maduro que sigue siendo hermoso. Es joven, aunque ella se lance al vacío del paso del tiempo disculpándose por su lar-

go recorrido en el mundo editorial, entrecomillando constantemente que entonces, cuando apareció este libro o este otro, aún era una muchacha. —También es importante que digas, me interesa que lo digas, que el Gobierno de Uruguay sacó un programa de apoyo a la traducción de autores uruguayos a otras lenguas. Lo cual se está usando y mucho en el caso de Levrero. Eso ponlo porque a quien lo lea puede ser que le interese. Estos programas de apoyo, que yo sepa, los empezó Argentina con sus autores, los continuó Brasil y ahora los tiene Uruguay desde hace un año. —Está muy bien. —Está genial. De hecho, hay muchas editoriales que se han acogido a esto. La novela luminosa son casi seiscientas páginas y todo el mundo la quiere, así que ayuda. Yo les recomiendo, sin embargo, que publiquen

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Esto no lo cuentes. Entrevista a Claudia Bernaldo de Quirós

otras obras para empezar, por ejemplo El discurso vacío, que tiene el mismo espíritu confesional, pero menos páginas. La gente cree que sólo publicando su gran obra tiene al autor. Un miércoles, a mediados de noviembre, cuando aún no ha llegado el frío a Madrid, y después de una docena de correos electrónicos, quedamos en la cervecería Santa Bárbara para vernos y charlar. Le he propuesto entrevistarla para que me hable de los papeles de Levrero, del gran autor de su agencia literaria que tiene en su haber además a Selva Almada, Aurora Venturini, Fabián Casas o Ariana Harwicz. Cuando hablas de él con la familia, ¿cómo lo llamas? ¿Mario Levrero o Jorge Varlotta? Verás, yo conocí a Mario Levrero primero y nunca pude decirle Jorge. La familia me habla de Levrero como Jorge y a mí no me sale decirle Jorge. A mí me sale decirle Mario o Levrero. Pero por una cuestión de respeto absoluto. Como te he dicho antes, él nunca fue mi íntimo amigo y yo nunca voy a decirle Jorge. Incluso en estos escenarios que te digo, más personales, para mí es Mario o, si eso, Levrero. En Argentina es muy frecuente tratar a la gente por el apellido, resulta cariñoso. [Yo he llegado a la cita en mi coche, que he aparcado en una zona que tengo localizada en Madrid, y he subido andando por Génova, pensando en esa escena de Irrupciones en la que un amigo le dice a otro amigo que los clásicos siempre le traen a uno sorpresas. Son las seis y cinco de la tarde y la primera pregunta que le hago gira en torno a su consideración de la obra de Mario Levrero, un escritor clásico o de culto. Se acerca el camarero, chaqueta blanca y galones de color rojo, y le pido un segundo café solo sin azúcar, mientras ella, una botella de agua fría y sin gas.]

Con Levrero hay un circuito literario muy curioso porque tiene auténticos clubs de fans, fanáticos que compran sus libros y leen su obra y lo estudian como a un Dios. Esto no lo cuentes, pero, cuando la familia vendió su biblioteca personal hubo voluntarios que se ofrecieron para buscar incluso anotaciones entre las páginas como si quisieran descubrir otro Levrero en el subrayado de los libros. Yo sí creo que es un autor clásico, a la vez que de culto, si lo entendemos como un autor imprescindible de leer. Recuerdo que en Granta dijeron de él que rompió el canon literario y si querés conocer el canon debés leerlo. Hay que leerlo porque forma parte de todo este mundo de literatura clásica uruguaya donde estaban Felisberto Hernández, Juan

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Carlos Onetti, Marosa Di Gorgio y, por supuesto, Mario Levrero. Cuando te propuse hacer esta entrevista, te mostraste muy reacia a ella. ¿Por qué? Me da apuro porque en realidad el protagonista es el propio autor, no la agente literaria. Yo creo que sólo soy la protagonista de una negociación que hay que hacer; o estar con la familia para algunos consejos... Entonces sí me siento protagonista. Solamente soy un puente con el editor.

¿Y cómo lo conociste? [De pronto, en la conversación, sobreviene la parapsicología, el estudio de los fenómenos paranormales que tanto interesó a Levrero, cuando ella admite haber sufrido una experiencia telepática, treinta años atrás, con cierta persona de Buenos Aires. Estamos a finales de los años ochenta y Levrero vive en la capital argentina empujado por la penuria económica montevideana. Entonces Claudia, una hermosa joven de ojos verdes que trabaja como jefa de prensa de la editorial Punto Sur, la editorial donde Levrero publicó Espacios libres y Los profesionales, lo llama, y el escritor la invita a su casa para charlar del asunto.]

Sólo él podía entenderme porque yo estaba asustadísima. ¿Y te ayudó? Me tranquilizó: Levrero era un tipo especial. [El camarero llega con las bebidas y ella aprovecha para relatar una pequeña anécdota de sus tiempos de Buenos Aires.]

Una tarde quedamos con tres autores que estaban por publicar a la vez —el propio Levrero y dos más— y estábamos por bajar al almacén, que era un sitio lúgubre, y uno de los autores tenía un poncho lleno de manchas marrones. Yo le dije: «Qué pena, se te manchó». «Son manchas de sangre», me dijo. «Ah… Entonces me quedo más tranquila». Levrero, que tenía un humor muy agudo, comenzó a hacer chistes sobre cuánto tiempo llevaría allí la sangre, en el poncho del autor, si se actualizaría en el ascensor o seguiría estando... No sé, él tenía un gran sentido del humor, difícil de entender muchas veces. Nunca fue un amigo íntimo, pero guardo gratos recuerdos su-


yos de su etapa argentina, antes de que yo me viniese a Madrid. [Veinte años después, ya muerto el autor, se hace con la explotación de los derechos de la obra de Levrero cuando se pone en contacto con la familia para solicitar publicar sólo un cuento. Alicia Hoppe, la albacea, le dice si no «querés todo, Claudia. ¿Por qué sólo eso? ¿No querés todo?» Ella se asusta porque todo es la mina de oro que aún queda por explotar y todo el metal sacado: La novela luminosa y El discurso vacío, la «trilogía involuntaria», los cuentos, las pequeñas novelas, aquel delirio tropical llamado La banda del Ciempiés y el folletín detectivesco Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo), las historietas de Jorge Varlotta recientemente editadas en Criatura Editora… ¡Todo! El aturdimiento de la agente que empieza y acaba de descubrir el yacimiento, un autor a la altura de los grandes autores latinoamericanos del boom, el que faltaba por llegar.]

Bueno, lo más inquietante es que él no tenía a nadie. Estaba su albacea, claro, su familia, pero no había nadie que lo representara. En realidad, cuando una se acerca a un autor tan grande, piensa que ya hubo gente interesada, pero con Levrero esto no había sucedido. Tuve suerte.

Yo sí creo que es un autor clásico, a la vez que de culto, si lo entendemos como un autor imprescindible de leer. ¿Tú ya vivías en España? Sí, claro, fue cuando salió El discurso vacío… Total, llamé y terminé gestionando sus cosas. ¿Qué interés tiene para ti como autor? Bueno, yo releo mucho a mis autores, y en particular a Levrero. A veces, cuando tengo ganas de leer algo relajada, vuelvo a mis autores, que ya los leí, que ya los conozco, y leo con más tranquilidad, disfruto más. Abro un libro y releo algún pasaje que recuerdo y que me gusta. El otro día estaba releyendo La novela luminosa, así, salteando, e Irrupciones, y me reía mucho porque sus análisis de la cucaracha… Una cucaracha que entra y que a partir del insecticida que le echan es más chica o más grande, de color bordó, no color bordó… Te quedás así, como diciendo: «ajá, muy bien, vale»…

En Irrupciones tiene varios textos dedicados a las cucarachas. Recuerdo ese que dices, cuando él vivía en un apartamento bonaerense plagado de cucarachas. Una pesadilla. A él le interesaban mucho estas cosas cotidianas y fusionarlas con elementos fantásticos. ¡Y las aves! En La novela luminosa parece describirlas según el estado de ánimo del narrador, ¿no? De hecho, así termina la novela, con el esqueleto muerto de una paloma en el tejado, descomponiéndose como su vida, como el amor. No hace mucho me sucedió una cosa. Ahora estoy tratando de que se traduzca al italiano, por fin, Caza de conejos, que acá lo ha editado de una manera preciosísima Libros del Zorro Rojo. Ese libro me lo regaló a mí Levrero hace… cuando yo vivía en Argentina… y estaba ilustrado con unas acuarelas… Me acuerdo perfectamente de la ilustración que tenía, pero yo leí en ese libro la escena de una mujer que pare conejos. Le salen conejos de su vagina, ¿recordás? De esto hace ahora por lo menos treinta años. Acá en Madrid, en mi recuerdo, yo siempre tuve la imagen de una mujer que pare conejos, pero no recordaba en qué libro lo había leído. Le preguntaba a la gente y me decía: «Pero ¿una mujer que pare conejos? ¿Eso no es Cortázar?». «No», les aclaraba. «Esa vomita conejos». Yo sabía que era una mujer que abría las piernas y de su vagina salían conejos. Preguntaba y preguntaba, pero nadie sabía a qué libro me refería... Tuve esa escena en mi cabeza ¡casi treinta años! Un día, cuando los hijos me empezaron a enviar los archivos de la obra, allí estaba Caza de conejos. Lo imprimí a toda velocidad y allí encontré la escena famosa. ¡Por fin, después de tantos años! En el mundo levreriano hay casualidades así. Antes hablaste de que tienes toda la obra de Levrero, que eres el puente entre el autor y los editores. ¿Cómo funciona el agente literario de un autor fallecido? En el caso de Levrero, cuando yo empecé a trabajar con él, ya había muerto. La familia tenía un albacea claro, Alicia Hoppe, y estaban los papeles claros… También los tres hijos, Juan Ignacio, Nicolás y Carla… En términos legales, es importante tenerlo todo claro porque si no está definido el albacea, los herederos, no puedes mover nada, ni una coma del autor, absolutamente nada. Nada se puede hacer. El año pasado Alicia organizó un encuentro muy bonito, muy entrañable, en Montevideo, con todos los hijos de

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Levrero, incluida Carla, que no es tan conocida como Juan Ignacio o Nicolás, y estuvimos dos días en Colonia, en un hotel. Alicia, después de que yo le preguntara y preguntara si hacíamos esto o lo otro, o qué tal les parecía determinada decisión, me dijo: «Ay, mirá, Claudia, yo soy médica y yo no les cuento a los pacientes por qué se tienen que tomar este medicamento cada siete horas. Se lo tienen que tomar y se acabó. Tú haz igual. Nos dices esto es así y se acabó. Confiamos en ti». Fue una bonita demostración de confianza en mi trabajo. Entonces tu función… Mi función es que se mantenga vivo, que tenga más lectores, que se amplíe… Cuando hablo con la familia sobre sus clubs de fans les digo que Levrero tiene que tener algo más que estos clubs de fans: tiene que llegar a lectores nuevos, distintos, que traspasen este círculo que ya conocemos, que vayan más allá del circuito de siempre, ¿entendés? Ese es mi desafío mayor. Porque Levrero tiene todo para ser un autor más conocido, para tener lectores nuevos. Él es un autor que tiene una panoplia de libros que puede interesar a quien le interesa su rama más kafkiana, a quien le interesa su rama más personal, a quien le interesan los cómics; hay de todo en Levrero, y cada lector puede encontrar su libro, entonces ese es el desafío para mí y también lo que más ilusión me hace. ¿Se ha publicado toda su obra en español o quedan inéditos? Entre tú y yo, esto no lo cuentes porque… Bueno, estoy tratando de que Levrero se lea más en Méjico. Allí tiene muchísimos lectores, pero funciona en fotocopias y algunos libros imprescindibles como La máquina de pensar en Gladys no están… Y quiero que vaya entrando, ¿sabés? La novedad que puedes contar es que van a salir todos los cómics de Levrero en un solo volumen con la editorial Criatura, un libro supercuidado, un precioso libro. Esta es una editorial que quiere mucho a Levrero, como Random House, también. ¿Tú has visto la de editoriales que han sacado ensayos sobre la obra de Levrero? No hay Levrero para todos, entonces sacan ensayos. La máquina de pensar en Mario, un libro que a mí me encantó… Un silencio menos, las conversaciones con Gandolfo…

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¿Crees que ha obtenido el reconocimiento que se merece? No. Según Babelia, La novela luminosa está entre las diez mejores novelas de los últimos veinticinco años. La sexta mejor, sí. Y ¿cómo definirías su estilo? ¿No es un autor raro y difícil? Una vez se lo definí a un chino, a quien era muy difícil hablarle de Levrero, y le dije: «In the middle of Kafka and Woody Allen». «Ahh… Funny?», me preguntó. «Yes, funny». Y ya está: Entre Kafka y Woody Allen. Porque tiene esa atmosfera kafkiana, porque tiene ese humor ácido, porque tiene esa mirada absurda, ese humor ridículo de Woody Allen también. He leído cosas por ahí que lo definen así. No lo digo yo, pero me sirve. Respecto a lo de «raro», fue una invención de Ángel Rama, que lo situó junto a Felisberto Hernández. Qué sé yo… A mí esos cánones no me dicen mucho. ¿Por qué raro? ¿Por la temática? ¿Porque puede escribir sobre una cosa y la otra? ¿Porque puede leer novelas de cuarta policiales y a la vez brindar opiniones sobre algo más profundo? ¿Por qué es raro? El otro día, como te digo, releía La novela luminosa. Por momentos es una novela muy angustiante, ¿no? Está angustiado por su adicción a la computadora. Angustiado por las palomas. Con su vida porque no sale a la calle. Con las mujeres. Con el sexo… Está angustiado. Yo lo leía y pensaba: «Joder, este tipo tan angustiado…». Lo acompañas y por momentos te da risa y por otros ganas de llorar, ternura... Me da lástima que él no haya podido ver las traducciones y las portadas. Las ediciones tan bonitas y tan cuidadas. Me da pena. Alicia dice que lo ve todo, que nos está viendo ahora, y que él es feliz con todo lo que le está sucediendo. Y no es que yo no crea que él no tiene el reconocimiento que se merece porque soy su agente, sino porque, la verdad, creo que es un autor muy original, distinto, muy valiente, lanzado… Cuando escribe en Diario de un canalla que «esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida», te está diciendo la verdad, porque Levrero fue un autor que se jugó la vida escribiendo, renunciando a todo para escribir.


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Diario de un hombre hambriento Cosmin Perța Traducción: Gael Kidich

Me despierto con hambre. Con tanta hambre que en cierto momento, cuando la sensación de hambre es tan poderosa que se traslada al cerebro, se transforma en necesidad de hacerme con algún dinero. Busco trabajo, pero nadie lo ofrece. Paseo por Rahova1, donde sin avisar me he presentado ante un patrón que me ha echado de su taller. He salido muy nervioso, alteradísimo. Camino en busca de algún transporte público. Paso por edificios en ruinas y matorrales en el momento en que mi vista da con un billete de cinco euros en un arbusto. No puedo creer lo que veo, pero me paro unos instantes analizando la situación. Es evidente que es lo que veo y que está ahí mismo. Acelero el paso. En el arbusto hiede. Hiede miserablemente a caca. El billete está totalmente untado, y detrás de él veo otro, y tras este otro más, y así unos cuantos cientos de euros untados en mierda. «No pasa nada, es sólo dinero, lo lavaré con agua fría del grifo y el olor desaparecerá, estos billetes europeos son cien por cien resistentes», me digo a mí mismo. Y con este entusiasmo meto la mano en la mierda, voy tanteando y saco billetes cada vez más grandes y más embadurnados. No tengo la sensación de estar siendo codicioso, sino sólo la de estar hambriento y ser consciente de que en casa me esperan mi mujer y mis dos hijos. Los junto, tan limpios como puedo, y los meto en una bolsa de plástico que casualmente se encontraba en mi cartera. Y ya iba a salir caminando cuando dos tipos fortachones a dos pasos de mí sonriendo maliciosamente me dicen: «¿Qué ibas a hacer con nuestra guita, loser?». Tengo tanta hambre que cuando los dientes me castañetean de cólera los siento a punto de cuartearse. Durante un segundo pienso en la posibilidad de zurrarme con ellos. Si no tuviera tanta hambre se iban a enterar estos, pero tengo la certeza de que no están solos. Lanzo la bolsa en la dirección contraria a aquella por la que salgo huyendo. Ellos salen disparados hacia la bolsa al tiempo que yo desaparezco de su vista. No encuentro ninguna parada. Me voy andando. Es de noche ya cuando llego a la entrada del Teatro Bulandra. Por vez primera me doy cuenta de que el teatro dispone de un sótano y existe puerta de entrada desde el sótano. De manera muy extraña, un tipo parado delante de la puerta me hace una señal para que me acerque. Yo estoy por todos lados cubierto de barro, apesto a excrementos, pero el hambre me impulsa hacia él. Somos de similar altura, él es algo gordo, aunque tiene una mirada confiada. Me dice que le parezco simpático, que le gusta mi cara, parece sincero, y me cuenta que en el sótano del Teatro Bulandra hay un videochat 1. Barrio del suroeste de Bucarest donde se encuentra la mayor institución penitenciaria de Rumanía. (N. del T.)

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Cosmin Perța. Diario de un hombre hambriento

y si comienzo hoy puedo ganar hasta mil euros por noche. Huele mucho a chamusquina, pero tengo hambre y acepto, mayormente por el dinero, pues, como me ha explicado, no tengo la obligación de hacer todo lo que me pidan y nadie sabrá nunca qué he hecho. Me ducho y me dan todo nuevo: un traje elegante y un sombrero y me llevan a una sala pequeña, de un metro por uno. Veo que allí hay bastantes salas de grabación. Dondequiera que me vuelvo doy con un sillón y un tresillo. Me dicen que me siente en el sillón. Lo hago. Me quedo de piedra. Aparecen dos pibas tremendas, una rubia, la otra con el pelo rizado, y un tipo en camiseta. Son mis compañeros de reparto, según me hacen saber. Empieza el show. Yo sigo en el sillón, tranquilo, con el sombrero aún puesto, y ellos juegan relajados, sin una gota de vergüenza. En un momento determinado comienzan a desnudarse, giran en torno a mí, yo sigo frío. Ya están en pelota picada y se ponen a tocarse. Yo sigo frío. No, no estoy bromeando, no me viene la erección. Hacen el amor en el tresillo mientras que yo sigo en el sillón, tan pancho. A las seis de la mañana acaba la función. Kaputt. Llega el jefe bañado en sudor, parece como si hubiera recién despertado en medio de un sueño terrible. Viene a mí, se ensaña conmigo porque ni siquiera me he desnudado, pues, como dice, ha perdido a muchos clientes por mi penosa actuación. A continuación se ríe, me felicita, me da una palmada en el hombro porque al no haberme desnudado he acabado atrayendo a más. «A mí sólo me interesa la pasta, y punto», le digo. El jefe sonríe. Me da seiscientos euros y blandiendo un cuchillo me dice al punto que vaya hacia él. Llegamos a una cámara frigorífica en la que penden diez cerdos degollados. Con el enorme cuchillo me corta un pedazo de carne que embala en una bolsita. «El resto mañana», me dice. Llegué a casa a las 9:15, tras dos días de ausencia. Mi mujer, nerviosa, se plantó en la entrada. Le dejé decir lo que tenía que decir, insultarme, que hiciera lo que quisiera. Cuando terminó le dije sólo esto: «Pero he vuelto a casa con dinero». Le mostré trescientos euros y la carne, dándome importancia al decirle que la había elegido entre al menos un centenar de cerdos. Se tranquilizó y relajó el rictus. El hambre iba en aumento. Le expliqué que debía estar dos días fuera de casa otra vez, pero no en un sitio cualquiera, sino en el teatro Bulandra, donde se apresta una pieza increíble que lleva un mes ensayándose, y que yo había tenido una suerte increíble y el privilegio de ser elegido como extra. Le dije que los extras son los que más trabajan, que varias veces configuramos y reconfiguramos el escenario… le dije todo lo que se me pasó por la cabeza y estuvo bien hecho, pues había ganado algo de dinero. Lo más importante fueron las bolsitas llenas de carne de cerdo. Con cuanta más grasa, mejor. Fue lo más difícil de explicar: mi envilecido gusto gastronómico. Al final, cada vez hubo menos dinero. Sólo que no lo vi venir, no me di cuenta, ¡carajo! Mi doble vida en el sótano del Teatro Bulandra en poco tiempo se me hizo muy estresante. No he vuelto a ser el mismo hombre, y a menudo me he sentido como una mierda. Caí en una depresión hasta el punto de que me emborrachaba de whisky a cuenta de la casa. Una vez salí del teatro totalmente beodo. Caminé lentamente junto al río, me desvié hacia la boca de la estación de

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metro Unirii. Estaba muy ciego. Pensé en quedarme en la plaza un rato antes de marchar para casa, tomar un café y, ya está, como nuevo otra vez. Justo esa mañana me alcanzó la mala suerte. Mi suegro, en su Opel Astra 1.6 del 2004, pasó a mi lado. Me acuerdo únicamente de que se paró y me llamó. Entré y me senté junto a él. Me desperté al segundo día, en mi casa, junto a mi amor. Me dijo abiertamente que quería el divorcio. Hubo griterío, insultos y descalificaciones, y aún cosas que no vale la pena describir. Logré tranquilizarla para que me contara al menos qué había pasado. «Imbécil, mi padre, un hombre de bien como ya sabes, tuvo que salir a tu encuentro al verte dando tumbos en torno al Dâmbovița2. Si al menos te hubiera dejado allí en aquel estado, todo hubiera salido mejor, pero él, cielo, tan sólo pensaba en ayudarme y por eso te trajo. Y tú sin apartar un momento la sonrisa de la cara, como si estuvieras fumado. Y eso no ha sido todo, sino que al entrar en el coche, animal, armaste un escándalo. Agarraste el volante y te pasaste al carril de sentido contrario diciendo que querías una cerveza más antes de volver. ¿Me estás oyendo? ¡Antes de volver! Y papá, que es un buenazo, lleno de comprensión, algo totalmente innecesario, se paró en una taberna y allí te pusiste a beber como un cerdo y montaste un circo. Lo insultaste, le dijiste que te importábamos un carajo. Y aún tuviste valor para llamar a una tipa que en seguida se te posó encima y presentársela a papá y decirle que ésa era la mujer que merecías tener y querer, y no a mí.» Intento acordarme de todo lo que me cuenta, pero no recuerdo nada. No me acuerdo, fin de la historia. Lo que mi amor dice son palabras mayores. Todo lo que he hecho por ella, hecho está, pero algo así no podría olvidarlo tan fácilmente. No participo de la vida familiar, me excluyo de la vida social, me imagino como a un pordiosero. Ese pensamiento despierta en mí una impotencia inexplicable. Me suena el teléfono. Mi madre me llama y dice: «Desde hace unos cuantos días vengo sintiendo por tu voz al teléfono que estás bastante deprimido, así que partí para Bucarest, por supuesto sin que tú lo supieras, para seguirte. Hace tres días ya que te estoy espiando. Sólo me siento culpable de que en todos estos años no hayas dejado el tabaco ni aprendido a reconocer cuándo alguien te espía. Es una vergüenza el trabajo que tienes, eso no es futuro ninguno». «¡Mamá!», me lanzo desesperado. «Deja eso ahora. Mi mujer quiere divorciarse por algo que hice anoche, ¡¡¡ayúdame!!!» «Pero, ¿qué hiciste anoche, desgraciado? Saliste borracho como una cuba de tu, digamos, trabajo. Necesitaste dos horas para llegar a la plaza Unirii donde tu suegro te recogió, te metió de un envión dentro del coche y condujo en círculo hasta encontrar una tasca. Yo estaba apostada en una esquina. Él bebió dos colas; tú, cuatro cervezas. Él pagó todo. No os peleasteis. En verdad ni siquiera hablasteis mucho. Eso es todo. ¿Qué más podrías haber hecho?» No entiendo nada, voy a darme una ducha. Descorro las cortinas. Orino en la bañera. Una vergüenza. De buena gana me tomaba una birra.

Cosmin Perța (Vișeu de Sus, Rumanía, 1982) es poeta, narrador y ensayista, además de docente universitario. Es doctor por la Universidad de Bucarest y especialista en literatura fantástica en la Europa del Este. Ha publicado cinco volúmenes de poesía, dos colecciones de relatos, dos novelas, una monografía, un estudio y un drama. Sus poemas han sido traducidos a once idiomas.

2. Dâmbovița Center, conocido edificio y megaproyecto inmobiliario sin acabar en Bucarest que toma el nombre del río Dâmbovița, afluente del Danubio, que pasa por las proximidades del edificio homónimo. (N. del T.)

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Kike Parra

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Kike Parra (Alzira, 1971). Autor de Ningún millón de ángeles cantando (Ejemplar Único, 2012), Siempre pasan cosas (Enkuadres, 2015) y Me pillas en mal momento (Relee, 2015). Ha sido premiado, entre otros, en el Concurso Internacional de cuentos Elena Soriano y el Certamen de Cuento Corto de Laguna de Duero. Actualmente compagina su labor como profesor de Escritura creativa y Proyectos narrativos con la de director de la colección Microsaurio en la editorial Enkuadres.

Preparativos La mujer le clavó el cuchillo con cuidado, como si le estuviera perforando el lóbulo a un bebé; utilizó un veneno tan mortífero como el de la cobra; apuntó al lugar por el que la bala le atravesaría el corazón de parte a parte; lo empujó desde un acantilado coincidiendo con la bajamar. Estuvo asesinándolo durante quince años. Hasta que alguien le dijo que eso no era amor. Que se estaba engañando. Se marchó, contenta de no servir para ciertas cosas.

La habitación de intrusos Vivo solo desde hace siete meses. Aún no sé muy bien por qué elegí esta casa solitaria, en mitad de la nada, si únicamente debía alejarme quinientos metros de mi exmujer. De buena mañana salgo a caminar un par de horas, cada vez llego más lejos y vuelvo menos sudado. A veces, al volver del paseo, me doy cuenta de que me he dejado las ventanas abiertas. Me suelo encontrar con algún «intruso», algún animalillo que, en cuanto me ve, intenta escapar. Una vez fue una cría de gato, de color gris y los ojos verdes como una canica. Otra, una serpiente o culebra, no sé diferenciarlas. Perros han sido más de cinco. Lo más normal es que me encuentre pájaros: gorriones, mirlos, petirrojos. ¿Adónde vas, imbécil? ¿No ves que ya he cerrado la ventana? Hoy ha sido una golondrina. Ha trazado un par de diagonales y ha buscado cobijo en el hueco que queda entre la cortina y el cristal. Ha sido fácil poner la mano sobre la tela, notar su corazón desbocado en mi mano. La he llevado a la habitación vacía (la de mi hija para cuando quiera venir). He abierto la puerta lo justo para que cupiera su cuerpo. Al verse libre ha volado hacia la oscuridad. No he percibido nada extraño, ni siquiera mientras me preparaba el desayuno en la cocina.

Un viaje a la Toscana Siempre habrá una pareja de enamorados que llegue en coche hasta un campo de trigo o cebada. Una guía de viajes a todo color les conducirá por caminos de cipreses y viñedos trazados con la precisión de un orfebre. Reconocerán las casas palaciegas que aparecen en las fotos, los caminos zigzagueantes de cipreses, los campos donde las huestes del Imperio romano lucharon contra los bárbaros. Saldrán del coche y se mirarán a los ojos, reconociendo la felicidad que están a punto de poner frente a la cámara. Ella se alisará el vestido con las palmas de las manos, se alegrará de que el estampado haga juego con el verde del cereal. Él se alejará unos pasos para dar con el mejor encuadre. Al mirar por el visor, verá a lo lejos un regimiento de soldados avanzando hacia ellos, lentamente. Ella le preguntará: «¿Aquí estoy bien?». Él, disimulando, responderá que sí, y se asegurará de que la cámara quede sujeta al trípode. Correrá a ponerse junto a ella antes de que lleguen los legionarios. Juntarán sus cabezas, y la abrazará más fuerte que nunca. Se inmortalizará ese momento en el que una pareja de enamorados llega en coche hasta un campo de trigo o cebada en la Toscana. Los soldados seguirán su camino, arrasándolo todo, cámara y trípode incluidos, y esta historia de amor no aparecerá nunca en ninguna guía con fotos de caminos bordeados de cipreses y viñedos tallados por un orfebre.


El castillo de Barba Azul

Poemas inéditos de

Marta Agudo Cuatro poemas de Historial Cuerpo (de próxima aparición)

Marta Agudo Ramírez (Madrid, 1971) es doctora en Filología Hispánica. Ha publicado los poemarios Fragmento (Celya, 2004) y 28010 (Calambur, 2011). Coeditó la antología Campo abierto. Antología del poema en prosa en España (1990-2005) (DVD, 2005) y coordinó con Jordi Doce el volumen Pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente (Abada, 2010). Ha editado Los senderos que se bifurcan: escritores hispanoamericanos del siglo XX (Calambur, 2008) y la novela póstuma El final de una pasión (Bartleby, 2010), ambas de Ana María Navales, así como Los trescientos escalones (1973-1976), de Francisca Aguirre (Bartleby, 2012). Su obra ha sido incluida en antologías como Poesía Pasión (ed. Eduardo Moga), Palabras sobre palabras. 13 poetas jóvenes de España (ed. Julio Espinosa) y 12 + 1. Una antología de poetas madrileñ@s actuales (ed. Alberto Infante). Es crítica literaria en Ámbito Cultural, Quimera y Turia, entre otras publicaciones. Actualmente forma parte del consejo de redacción de la revista Nayagua, editada por la Fundación Centro de Poesía José Hierro.

Y me nombras, enfermedad, pero no alcanzo a ver tu itinerario. Puerta sin cerradura, habrá que arrinconar al animal que pudo vivir un azul más verdadero. Excusas luminosas, ha llegado el momento de enfrentarse a las iglesias. La laxitud de los rosarios no basta para ahorcar la incertidumbre de un hígado que sangra y soberbio ignora la paradoja del inocente: si vivir ya implica morir, para qué estos sorbos de nada precedida...

…En la contención del jeroglífico, en su oráculo de días que serán fechas, dibujos de dónde, amuletos o dogmas, en la plenitud de un hoy convincente y el sol que respira por toda su circunferencia. Ejercicio de luz, circuito de vida donde la lluvia construye un otoño que alguien dijo tardará unas horas más en formularse. …En la contención, en el puzle sin fichas de este cielo no repetido sino vuelto a nacer, porque hay fuerzas que avalan confines, fuerzas que repercuten y otras que albergan cuatro bloques helados donde ceñir el pronóstico de cien décadas menos. …En la contención, sí, en lo que se ignora del mar cuando un nueve de abril se suicidaron todos sus cetáceos, algas como juntura, y el plancton hubo de asomar al segundo porque siglos de sed, desgarro de genes. …Aquelarre de hielo, prólogo o prejuicio, perseverar en la arrogancia o entender que es la ola y su imán quienes labran la arena. …Todo camino se evidencia al volver y en la espuma tendida el gesto de la multiplicación. …En el silencio del jeroglífico, en sus bordes fértiles la búsqueda, la fertilidad del día que abortó todas sus vocales…

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El castillo de Barba Azul

Marta Agudo. Cuatro poemas de Historial Cuerpo (de próxima aparición)

Con la coquetería de la mujer que duerme con los pendientes puestos, con el dolor de lo incoloro me iré para clasificar lo que sí y lo que no, el margen de lo respirable. La pantalla del futuro es un coágulo de historias que no tienen por qué suceder. Cerrazón del espejo, mirada ancha, ¿cómo repercute el magma de la historia en este cuerpo de niño jugando entre la arena? Cadena de siglos, pero siempre cuatro extremidades acabadas por cinco uñas que se mantendrán mientras la circulación, mientras el deseo de arañar, mientras el sol cubra la mente y comparta el deseo de ser ciclo de algo...

Le dieron el alta. Cuarteado el principio de verosimilitud, sanó a las dos del mediodía, hora exacta en que la comadrona practicaba una cesárea para extraer al bebé muerto de esa madre demasiado mayor. Concentrarse, sí, en la certidumbre de que no hay intercambio porque no hay más motivo que un corazón que de pronto, fuera de toda expectativa, exige desertar. Rojo o negro, ruleta sin responsable, decálogo de la decepción. Diez mandamientos como diez consignas en las que el «no matarás» fue escrito sólo por un hombre. Decir rojo cuando toca negro, decir negro cuando toca rojo. Caerse escaleras arriba con la determinación calcárea de no hacer de la mejoría un mero síntoma. Si estar enfermo es un continuo sobreponerse, si estar enfermo es matar al tiempo con tu espacio, si estar enfermo… Sintaxis de rutas que se solapan. Cuándo acabamos de conjugar una para ingresar en la otra pertenece a la libre asociación, a este fluir que congrega palabras como aditamentos, voces estimuladas con la anestesia o indulto, quimioterapia, el carburante que hace de cada célula caudal amurallado. Sintaxis flexible como el tránsito de la escritura a lo póstumo. Rojo por negro. La súplica de que se trate sólo de un vago adormecerse, de inclinar la cabeza porque pesa vivir para alentar sólo el relato de esa profana hagiografía que toda persona merece y más aún este anciano que no puede respirar. Cada experiencia su estilo. Decir rojo cuando toca rojo...

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La voz humana

Entrevista a Antonio Álamo Por Ana Gorría

La copla negra. Fotografía: David Ruano ©

Antonio Álamo es uno de los más firmes valores del teatro de nuestro país, representado tanto en España como en el extranjero. Entre los muchos estrenos que jalonan su trayectoria cabe destacar La oreja izquierda de Van Gogh (Premio Marqués de Bradomín 1991); Agujeros (1992); Los borrachos, que resultó merecedor del Premio Tirso de Molina, del Premio Ercilla al mejor montaje del año y finalista del Nacional de Literatura; Pasos, Premio Palencia 1996; Los enfermos, Premio Born 1996; Caos (2000); En un lugar de la niebla (2005); Veinticinco años menos un día, Premio Born 2005; Chirigóticas (2005); Yo, Satán (2006); Cantando bajo las balas (2007); La maleta de los nervios (2009); Patadas (2009, accésit Premio SGAE) o La copla negra (2013). Además es autor de versiones y dramaturgias, tanto de autores clásicos como contemporáneos, entre las que destacan: Cielo e infierno (a partir de textos de Santa Teresa de Ávila y Fray Luis de León); Donde hay escalas hay tropiezos (dramaturgia de La Celestina); La mujer y el pelele, inspirada en la novela de Pierre Louis; El príncipe tirano (dramaturgia de la obra de Juan de la Cueva), Johnny cogió su fusil, dramaturgia sobre la novela de Dalton Trumbo; Carmen, de Prosper Mérimée; Cardenio, de William Shakespeare y John Fletcher, encargo de la Royal Shakespeare Company. Su obra dramática ha sido traducida al francés, al portugués, al rumano, al catalán, al árabe, al ruso, al italiano y al inglés. Además, ha publicado las novelas Breve historia de la inmortalidad (Premio Lengua de Trapo 1996), Una buena idea (1998), Nata soy (2001) y El incendio del paraíso (Premio Jaén de novela 2004), así como el libro de cuentos ¿Quién se ha meado en mi cama? (1999).

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La voz humana

De forma muy temprana, durante su formación universitaria se inicia usted en el teatro, al fundar la compañía El traje de Artaud, donde también desarrollaba su actividad Pepa Gamboa. ¿Qué recuerda de esta experiencia? También colabora y establece una relación profesional con directores como Jesús Cracio o Alfonso Zurro. ¿Qué importancia tuvo para usted esta experiencia? ¿Considera que la vocación de escritor le hubiera llevado a la práctica de la dramaturgia sin interlocutores directos? Mis inicios teatrales tuvieron lugar, en efecto, en el seno de ese grupo universitario. La cosa empezó así: yo acababa de publicar un libro de cuentos en una pequeña editorial independiente (Quimera, por cierto, hizo una reseña del mismo). El caso es que fui asaltado por Pepa en la cafetería de la universidad, y ella me invitó a un ensayo. Estaban haciendo Nosferatu, de Francisco Nieva, una obra con un lenguaje tremendamente barroco. Al acabar el ensayo me pidió mi opinión, y yo le dije que me parecía que había «demasiadas palabras». No es difícil imaginarlo: ese texto denso, barroco, digresivo, hecho por actores no profesionales tenía algo de imposible. Pepa me invitó a unirme al grupo, y mi primer cometido fue amputar el texto de Nieva. Hoy diría que hice una dramaturgia. Las obras que hicimos —a partir de textos de Arrabal, Barry o el mismo Nieva— eran muy libres, muy desprejuiciadas. A falta de una formación mínima, nuestra principal herramienta era la intuición. Eran obras que se hacían unas pocas veces y que, aunque las representaciones se presentaran con el mismo título, siempre eran funciones completamente distintas. Respecto a mi colaboración con otros creadores, se trata de algo que ha resultado crucial. Como escritor, uno de los principales alicientes del teatro es, precisamente, el de tener interlocutores inmediatos. Los directores, los actores, el resto del equipo artístico —músicos, escenógrafos, coreógrafos, etc.— y, por supuesto, el público. De todos ellos uno se nutre y aprende. ¿Hasta qué punto puede haber influido en su desarrollo como autor dramático el no haberse formado de manera reglada en estudios de dramaturgia o dirección? Me ha obligado a dar algunos rodeos que de otra forma me hubiera perdido.

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La copla negra. Fotografía: David Ruano ©

En 1991 gana usted el Premio Marqués de Bradomín, un premio de gran importancia para la dramaturgia de los años noventa que fue capaz de convocar en su nómina de galardonados a algunas de las voces de la dramaturgia más relevantes en la actualidad: Eva Hibernia, Sergi Belbel, Itziar Pascual, Juan Mayorga, Paco Zarzoso, Yolanda Pallín, entre otros... De hecho, uno de los rótulos para designar a los autores que se dieron a conocer en este período es el de «generación Bradomín» o «Bradomines» ¿Qué supuso para usted este reconocimiento? ¿Considera conveniente la equiparación de los autores que se dan a conocer en los noventa con la nómina de galardonados por el Injuve? ¿Cuál es su relación con los autores de este período? Fue un premio bastante decisivo. Eran medio millón de pesetas. Y me parecía un dineral. Me dio libertad para escribir mis siguientes textos sin preocuparme de nada más. Tuve la fortuna de, a partir de ese momento, ir encadenando estrenos, encargos, premios, publicaciones… Mi relación con esos autores es muy variada: algunos son amigos y, de la mayoría de ellos, puedo citar al menos un texto que admiro, pese a las grandes diferencias estilísticas y sensibilidades de esos autores que usted cita. También cultiva usted la narrativa desde que publicó Breve historia de la inmortalidad con


Entrevista con Antonio Álamo

un éxito que se extendería a sus siguientes publicaciones. De hecho, su primera publicación se remonta al año 1985, en que usted da a la imprenta el libro de relatos Los gatos o los perros. ¿Encuentra diferencias entre el proceso de escribir narraciones y literatura dramática? ¿Qué aprende el dramaturgo del novelista? ¿Y el novelista del hombre de escena? ¿Qué quiere un escritor que suceda cuando se cuenta y qué quiere que suceda cuando se muestra? La narrativa y el teatro constituyen modos de pensar distintos. De hecho, mis primeros textos —que eran dramaturgias sobre obras ajenas— eran escritos a pie de escenario y, además de diálogos, iban acompañados de dibujos, diagramas, descripciones de acciones físicas, etc. Consideraba la literatura y el teatro campos completamente contrapuestos y no concebía sentarme en una silla para pergeñar un texto desligado de una puesta en escena concreta y ya en marcha. La primera vez que hice eso —creo— fue con Los borrachos y, sinceramente, mientras la escribía pensaba que jamás nadie se interesaría por ella. Afortunadamente apareció Alfonso Zurro. Aún hoy en día afronto el proceso de escribir una obra de teatro y una novela de una forma completamente distinta, aunque ahora, en cierto sentido, las siento como tareas complementarias, y se retroalimentan unas de las otras. La inmediatez de un género y la paciencia que requiere el otro; lo colectivo y lo individual; la palabra dicha en voz alta y el susurro; la dependencia del dramaturgo y la soberanía absoluta del novelista... Su producción literaria despliega una tupida red de significaciones y de recurrencias a través de la intertextualidad entre sus diversas obras. De hecho, en Los gatos y los perros se incluía una primera versión que dramatizaría después en La oreja izquierda de Van Gogh. De hecho, por ejemplo, su novela Nata soy encuentra un estarcido en la obra dramática Yo, Satán, cuyos títulos funcionan como un palíndromo para subrayar su estrecha dependencia. La pieza Caos se basa en el cuento «Haciendo un favor a Charlie» del conjunto de relatos ¿Quién se ha meado en mi cama? ¿Es esto un juego, un desafío al espectador, una forma compositiva que le define, una toma de postura ante la propia escritura? ¿Dónde o cuándo concluye, en su opinión, la realización de una obra?

Creo que es mucho más simple. Es cierto que, en esas ocasiones que usted cita y en algunas otras, he reescrito obras propias y las he podido ver desde un ángulo distinto. Y, según creo, las he mejorado. O, al menos, he aportado algo inédito a esa primera escritura. Pero si volví sobre ellas fue, esencialmente, porque me parecían buenas historias y eran susceptibles de un trasvase a otro género. La reflexión sobre el teatro es una de las características más significativas de su producción dramática, ya desde sus inicios. En Veinticinco años menos un día, por ejemplo, es la característica constitutiva de la acción dramática donde, a través del personaje de P. D. Green, se cuestiona el proyecto teatral. ¿Quién es el destinatario de estas reflexiones? Como espectador de teatro uno nunca olvida que se encuentra inmerso en una representación. Nada más que una representación. Durante el proceso de escritura, o incluso durante los ensayos, esa evidencia puede ponerse de manifiesto. Paradójicamente, señalar que no estamos sino inmersos en una representación puede conferir a nuestra historia una mayor veracidad. De una forma similar, en nuestra vida diaria, reparar en la artificiosidad de la construcción de la realidad puede llevarnos a vivir con mayor conciencia y plenitud. A propósito de la definición de Woody Allen de comedia como ‘registro que es igual a tragedia más tiempo’, usted aventuró la siguiente concepción: «Tragedia es una comedia a la que se le escamotea el final». Esta visión es coherente con su tratamiento de la memoria histórica. Por ejemplo, en Cantando bajo las balas el protagonista es el general Millán Astray que, en compañía de un músico que toca en función de sus apetencias y ánimo, canta sus hazañas como legionario de la gran nación: España. ¿Por qué este tratamiento bufo de la guerra situado en Salamanca: un carnaval de sangre y miedo del conflicto? ¿Qué le interesaba subrayar o destacar de uno de los episodios más violentos de la historia de España? Ese episodio que cita es el primer acto franquista de la historia. Un episodio en el que, por cierto, Franco se encontraba ausente. Aunque para suplir esa ausencia allí se encontraban Pilar Polo y Millán Astray. Lo que me interesaba de ese momento era, en realidad,

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La voz humana

Entrevista a Antonio Álamo

Unamuno, uno de los escritores que probablemente más me han influido. Tras algunos meses de apoyo al levantamiento nacional, el escritor estalla, se rebela y pronuncia palabras que han quedado en la memoria de la gente. Lo que despertó mi interés en esa historia fue, por un lado, bucear en los sentimientos íntimos de Unamuno y, por otro, en la increíble y fantasmagórica intervención del General que, en la obra, sale de la tumba para rendir cuentas con el pasado.

Ensayo de El pintor. Fotografía: María Artiaga ©

Han sido señalados como temas fundamentales de su producción el poder, el conocimiento científico, los ideales sociales, la fe religiosa... Esto es especialmente relevante en su Trilogía del poder, conformada por Los borrachos, Los enfermos y Yo, Satán. ¿Qué busca conseguir al representar de una manera cáustica e irónica los excesos, los abusos de los poderosos? La bomba atómica, Stalin, Churchill, Hitler... ¿Por qué acudir al humor, al registro cómico para poner en primer plano el mal? ¿Qué efecto espera que tenga esto en el espectador? ¿Por qué ponerlo en escena? La ideología es una especie de mampara que el sujeto que detenta el poder —el político, el militar, el líder religioso, el artístico— interpone entre sí mismo y su público. Lo hace, entre otras cosas, para resultar

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más atractivo. Pero el poder, en sí mismo, está vacío de contenido. De ahí se derivan una serie de consecuencias que pueden resultar cómicas. Pero no hay una voluntad distorsionadora por mi parte. No fuerzo el humor, sino que me lo encuentro. Por ejemplo, si yo retratase en una ficción a un imbécil tan perfecto como Donald Trump cabría pensar que, por motivos estéticos, estoy deformando o distorsionando la realidad. Pero ahí está ese señor, y sus sesenta millones de votantes. Como autor ha referido: «Pero no hay que prever la reacción del público ni pretender manipularlo. El público es soberanamente libre, uno lo único que puede hacer es soñar el espectáculo que quisiera ver, y confiar en que el público te acepte ese sueño». Usted ha sido responsable del 2004 al 2011 de la dirección del Teatro Lope de Vega en Sevilla. ¿Cómo manejar, desde el ámbito de la programación y la gestión pública, esa soberana libertad del espectador? ¿Es necesario crear espectadores? ¿Qué le supuso esa relación con la institución como creador dramático? Fue una experiencia apasionante, aunque en ocasiones muy exigente. Por supuesto, una de las labores principales de un teatro de titularidad pública es la de abrir el teatro a propuestas inéditas y crear público. Y conseguí hacerlo. Uno de los secretos es, me parece, el de propiciar que sucedan cosas únicas, extraordinarias y relevantes. También, en los últimos años, usted ha dirigido sus espectáculos. ¿Por qué esa decisión? ¿Ha tenido peso en su ulterior producción dramática la dirección de sus espectáculos? Bueno, sí, he dirigido algunos de ellos. Me gusta hacerlo. Disfruto en la sala de ensayos, creando los personajes con los actores y dirigiendo un equipo de gente talentosa que enriquece lo que uno, meses atrás, había concebido en soledad. Es un privilegio contar con su confianza. Hay determinadas obras y dramaturgias que escribí sabiendo que yo las dirigiría, pero si en un primer estadio el dramaturgo lleva el timón, luego se lo entrega, inevitablemente, al director. En colaboración con Greg Doran, director asociado de la Royal Shakespeare Company, ha desarrollado usted una propuesta de es-


critura sobre Cardenio, una obra incompleta de Shakespeare a partir de este personaje cervantino. ¿Cómo fue la colaboración? ¿Qué resistencias, desafíos y límites encontró en el proceso de adaptarse a un público como el inglés, a una tradición teatral como la isabelina? Trabajar e indagar en el personaje cervantino de Cardenio fue un regalo inmenso. Siempre lo es tratar con Cervantes, un autor al que he recurrido con frecuencia. Pero en esta ocasión era aún más especial, porque iba de la mano de la Royal Shakespeare Company y del propio Shakespeare. La capacidad de trabajo, el rigor y el compromiso con el oficio de esa compañía y de su director artístico, Greg Doran, son apabullantes. A partir de un encargo de José Monleón, para el Festival Sur, para hacer un montaje sobre el Carnaval de Cádiz en el año 2005, se pone usted en contacto con La chirigota de las niñas, hoy Chirigóticas, en la que usted asume las labores de dramaturgia y dirección. Esta compañía, formada por Alejandra López, Ana Lopez Segovia y Teresa Quintero, ha llevado a escena sus dos últimos montajes: Juanita Calamidad y La copla negra. ¿Cómo es su relación creativa con Chirigóticas? En 2005 José Monleón me encargó la producción de un espectáculo para inaugurar el teatro que lleva su nombre. Me había escuchado decir que en la tradición de la chirigota gaditana había un germen de teatralidad inexplorado y cogió esa sugerencia al vuelo con la valentía que le caracterizaba. Ese primer espectáculo, que titulé Chirigóticas, dio lugar a la compañía. A José Monleón le debo mucho: me puso en el camino de varios proyectos apasionantes y me metió en media docena de líos. Respecto a esa propuesta concreta que me hizo en torno al carnaval gaditano, tras darle unas cuantas vueltas, me encontré con una chirigota ilegal formada sólo por mujeres. Cada uno de los cinco espectáculos —Chirigóticas, La maleta de los nervios, Tres monjas y una cabra, La copla negra y Juanita Calamidad— constituye un acercamiento distinto a esa tradición, afianzando un lenguaje propio y una estética, y creando historias y personajes. En la sala de ensayos los procesos de creación fueron muy libres y heterogéneos.

Inevitablemente. Hay determinadas obras que, incluso años después de publicadas y estrenadas, he vuelto a revisar y corregir para una nueva puesta en escena. Por ejemplo, la nueva versión de Caos, que se estrena en México ahora y que ya no sucede en el Londres de Margaret Thatcher sino en el Nueva York de Donald Trump. Van Gogh decía que un cuadro nunca se termina, sólo se abandona. ¿Cuál es su valoración de la escena española? ¿Cree que el espectador está informado y preparado para participar del espectáculo teatral? ¿Reconoce su magisterio en las últimas dramaturgias? Hay un puñado de autores y creadores a los que sigo, y obras de ellos que admiro. ¿Qué pasa cuando se acaba una función? ¿Sirve el teatro para algo? Cuando se acaba la función lo más probable es que no pase nada y no haya servido para nada. El arte apunta a la excepcionalidad y —valga la redundancia— sólo de vez en cuando alguien —en el caso del teatro, un grupo de gente— logra alcanzar lo excepcional. ¿Qué proyectos desarrolla en la actualidad? Edito una novela en breve, con Siruela, Más allá del mar de las Tinieblas; mañana estreno la dramaturgia de El festín de Babette, de Karen Blixen; el veintitrés de marzo se presenta en los Teatros del Canal El pintor de batallas, una dramaturgia de la novela de Arturo Pérez-Reverte, que también he dirigido, con Jordi Rebellón y Alberto Jiménez de protagonistas; sigue la gira de Fuenteovejuna que realicé para las mujeres gitanas de El Vacie. Además, estoy escribiendo una serie de televisión.

Ana Gorría ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición «Gesto sin fin», para el Museo de América, y se ha formado como

Cuando termina el proceso de escritura, ¿vuelve a leer sus textos?, ¿los revisa o los corrige?

investigadora en el CSIC.

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El holandés errante

Un peregrino vuelve a casa

(Segunda jornada) Por Álex Chico Fotografías: Salvador Retana ©

Poco antes de abandonar el palacio y el monasterio de Yuste, Pedro Antonio de Alarcón cita el soneto de Quevedo «A Roma sepultada en sus ruinas». El endecasílabo que cierra el poema es magnífico: «Lo fugitivo permanece y dura». Alarcón menciona ese verso mientras observa la última residencia de un emperador. Si lo cito yo ahora, lo hago con un punto de referencia distinto: un cementerio alemán que no aloja la tumba de reyes ni emperadores, tampoco de personajes ilustres. Sólo son soldados que perdieron su vida en España durante dos guerras mundiales. Casi todos tienen nombre y, sin embargo, siempre me han parecido seres anónimos, como si su apellido se diluyera en un mar de fechas y de cruces, de pasillos

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funerarios robados a la naturaleza. Si lo pensamos bien, quizás no exista nada más extranjero que morir en un lugar que desconocemos. La historia de este camposanto militar se remonta a 1980. Durante ese año se comienzan a trasladar los restos de soldados alemanes que habían sido abatidos en territorio español durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Según leemos en la placa de la entrada, sus tumbas estaban repartidas por toda España, «allí donde el mar los arrojó a tierra, donde cayeron sus aviones». La obra finaliza tres años más tarde. Todas las sepulturas son similares: una cruz en granito oscuro, con el nombre y el apellido del soldado, las fechas de su nacimiento y de su muerte y su rango militar.


Veintiséis pertenecen a víctimas de la Primera Guerra Mundial y ciento cincuenta y cuatro, a la Segunda. Entre ellas, ocho lápidas con ocho tumbas que guardan a soldados sin identificar. Esos son, en el fondo, simples datos técnicos, informaciones básicas, números, figuraciones. Lo que sé del cementerio alemán no viene de ahí, sino de mis visitas a ese lugar o de los poemas y fotografías que han caído en mis manos. Vuelvo a la primera jornada, a cómo algo real se acaba convirtiendo en una ficción que, más tarde, se transforma en una realidad distinta a la original. Mi lectura de ese territorio no es más que una combinación de fabulación y verdad, de algo que parte de una certeza y concluye bajo el paraguas de la imaginación. Casi todo lo que me encuentro en algunas comarcas del norte de Extremadura tiene algo de eso, de incógnita, de enigma indescifrable. También el cementerio alemán, con el muro de piedra que lo rodea, el camino de entrada que recorremos solemnemente por intuición o por inercia, las vigas de madera y las enredaderas, las escaleras que descendemos mientras van creando huecos de sombras o de vacío, como un terreno de nadie, oscurecido a intervalos por las tres columnas que anticipan una representación geométrica de la muerte. Frente a nosotros, un cúmulo de cruces perfectamente alineadas. La muerte, escribió Álvaro Valverde, tiene una medida exacta. Así inicia su «Cementerio alemán, Yuste», al que volverá años más tarde con otro poema, «Regreso al cementerio alemán». Ambos textos se recogen en un libro que tengo ahora a mi lado. Lo publicó no hace mucho Ediciones de La Rosa Blanca. Con un sugerente prólogo de Miguel Ángel Lama y con las magníficas imágenes de Salvador Retana, Cementerio alemán. Yuste reúne todos, o casi todos, los poemas dedicados a ese emplazamiento perdido en la comarca de la Vera. Un total de diecisiete autores que se sirven de este lugar de la memoria como motor del poema. Al escribir sobre él, esa metáfora de la historia o ese recinto del pasado se convierte en un presente vivido, en un espacio leído y legible, como recuerda Miguel Ángel Lama en sus páginas preliminares. Aunque cada poema sea una forma única de abordar el cementerio alemán, existen ciertos temas que se

repiten: la lejanía («una patria ilusoria / que aquí, lejos de casa, se ha formado / con jóvenes despojos», José María Micó; «lejos de las guerras / que os trajeron hasta aquí», José Carlos Llop; «tan lejos de su tierra, / tan cerca de su sino», Santiago Castelo; «Para acabar aquí, / lejos de vuestra casa», Santos Domínguez; «Más lejana la luz», José María Muñoz Quirós); la juventud de los soldados («muertes lejanas, jóvenes muertes», Elías Moro; «aquellos adolescentes tardíos», Cristian Gómez Olivares; «la valentía, en suma, / de tanta irreparable juventud», Daniel Casado; «Soldados alemanes, cuántos jóvenes…», Carlos Medrano; «Muchos de vosotros, todos vosotros, / sois ahora jóvenes para siempre», Antonio Reseco; «No hay pena ni perdón para muchachos / que a destiempo cruzaron la frontera», Álvaro Valverde); la presencia ausente del emperador, monte arriba («en el que hace unos siglos / se retirase un viejo emperador», Antonio del Camino; «en la sierra florece / la barba encanecida del César moribundo», Santiago Castelo; «bajo los árboles donde un Emperador / cambió sus sueños por relojes y misas», Juan Lamillar; «el fantasma del emperador / os visita a veces», José Carlos Llop). Más allá de esos temas, lo que predomina es una figuración abstracta que al describir el paisaje lo interioriza, lo reformula, como si la naturaleza del lugar lograra proyectarse en lo más profundo de quien se detiene a explorarla. Un proceso de observación motivado por el sosiego, la calma, la solemnidad del silencio y de la soledad, el idioma extranjero, los nombres impronunciables, desconocidos y alineados como un solo hombre, la paz continua y la derrota, la paradoja de la ruina y del árbol que a pesar de todo florece, la memoria y el olvido, el epitafio sin inscripción alguna, la apariencia de infinito y de eternidad, la geometría, la exactitud y la injusticia de la muerte. No hay lugar que no pueda leerse. Todos, de alguna forma, llevan inscritos sus propios signos, la motivación que llevó a construirlos, el anhelo de que perduren en el tiempo, la razón por la que serán demolidos tarde o temprano. Todo espacio conserva el alzado de su ruina, como un esqueleto invisible que configura su identidad, su modo de ser y de estar en el mundo. Todo territorio es un libro abierto al aire, a la espera de que alguien se

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El holandés errante

Álex Chico. Un peregrino vuelve a casa (Segunda jornada)

acerque para identificar qué significan, qué significaron. El cementerio alemán de Yuste es uno de los lugares más legibles que conozco, desde que comencé a visitarlo durante los primeros años de la década de los noventa. Acostumbrado a tanto camposanto de hormigón y cemento, encontrarme en un lugar de ese tipo supuso para mí un hallazgo, un aviso, una señal distinta de cómo puede proyectarse la muerte. Algo que tiene que ver con la aceptación y también con la extrañeza, con la ley y el accidente, como en aquel poema de Jorge Guillén.

Aún sigo repasando los nombres y las fechas mientras paseo por las cruces. Los recito en silencio, como si fueran un mensaje que sólo tuviera un destinatario. Con ellos imagino las ciudades que dejaron, los aviones desde donde cayeron, los submarinos que no volverán a emerger de nuevo. Cada cruz es una muralla repartida por el suelo, escribió Gómez Olivares. La sombra que despliegan esas mismas cruces hace que la luz se vuelva más lejana, más difusa, y sin embargo esa distancia de décadas y de países se aferra a nosotros con fuerza, como quien abandona un lugar para tratar de entenderlo. En cierta forma, el cementerio alemán de Yuste no es más que el reguero de escombros que iba dejando a su paso el ángel de Paul Klee, mientras avanzaba de espaldas y un viento huracanado le impedía detenerse.

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Aquí al menos esa destrucción, como escribió Micó, es «perversamente hermosa / y hermosamente triste». Como las imágenes de Salvador Retana que aparecen al final del volumen: las huellas en la nieve; los ríos diminutos que se cuelan entre las cruces; la niebla que trasforma un escenario natural en una película muda; las hojas esparcidas por el suelo, anticipando una nueva estación del año; la tinta china que en su simplicidad se vuelve aún más profunda; la perfecta combinación del blanco y el negro, como una macabra prolongación de la tierra; la mirada perdida de algunos paseantes; la corteza variable de los árboles, también de los que se sitúan más allá del muro. Todo ello, visto desde fuera, me hace pensar que estos soldados no llegaron hasta aquí para morir, sino para permanecer. Por eso soy capaz de cumplir el aviso que leo en la placa de bronce de la entrada: «Recordad a los muertos con profundo respeto y humildad». He necesitado muchos años, muchas visitas y lecturas, muchas imágenes, para reconciliarme con ellos. Si hacemos caso a lo que escribe en Viajes por España, Pedro Antonio de Alarcón no pasó por Cuacos de Yuste. No quería visitar el pueblo que amargó, literalmente, los últimos días de Carlos V. Según algunas crónicas, los habitantes de Cuacos se apoderaron de las vacas suizas del rey porque pastaban fuera de palacio. O apedrearon a Juan de Austria, aún niño, mientras cogía cerezas de un árbol que pertenecía a alguien del pueblo. También Unamuno se refiere a esos episodios. Cita un texto de Fray José de Sigüenza: «[Los habitantes de Cuacos] vencieron la paciencia del emperador. Son de baxos respetos, desagradecida, interessada, bruta, maliciosa». Más allá de la visión laudatoria de Alarcón cuando se refiere al emperador o de la despiadada crítica de Sigüenza, me quedo con las palabras de Pedro Mingote, uno de los personajes que aparecen en El peregrino entretenido, la magnífica novela de Ciro Bayo. Llegué a ese libro gracias a La España vacía, de Sergio del Molino, y aún hoy creo que es una de las mejores recomendaciones literarias que me han hecho nunca. Mingote es una invención, un desdoblamiento del propio autor, por mucha apariencia real que adopte (añadirle el adjetivo ficcional a la literatura no deja de ser un pleonasmo). Cuando Ciro Bayo le pregunta qué le había parecido Yuste, Mingote lo resuelve con una respuesta genial: «Será mejor que reserve mi opinión, porque así lo verá usted sin prejuicios. Todo espectáculo está dentro del espectador».


A la pregunta de cómo juzga la elección de Carlos V cuando optó por retirarse allí sus últimos días, Mingote echa mano de una cita de Séneca: «El que se retira con ostentación convida a todos a que le visiten». Una forma estupenda de desmitificar tanto tópico latino aplicado al retiro del emperador. Porque, según ese personaje, Carlos V sólo quiso convertir a Yuste en su nuevo palacio y a Cuacos, en un arrabal de cortesanos y soldados. Y añade: «So pretexto de hacerse eremita, hizo ni más ni menos que un mercader de Florencia

que liquida sus negocios y se retira al campo». No hay, pues, ni beatus ille ni locus amoenus ni odas a la vida retirada. Sólo un usurpador que, tal vez por inercia, quiso ejercer sobre Cuacos un poder al que no había renunciado del todo. Existen otros personajes que Ciro Bayo va describiendo mientras visita el pueblo, durante una verbena de San Juan. Por ejemplo, un cacique dadivoso al que apodaban Rey de Cuacos. O un pintor, conocido por todos como el Pintamonas o El Solitario de Yuste, porque se pasaba muchas horas solo frente al palacio o en las cercanías del convento pintando cuadros que luego trataba de vender a los turistas que visitaban la comarca. En realidad, no sólo pintaba esa zona, también retrataba el paisaje humano que iba encontrando. Según el artista solitario, en Cuacos no le faltaban

modelos, porque el pueblo era «un cinematógrafo de tipos trashumantes». Allí recaía, nos dice, una gran variedad de personajes. De entre todos los episodios que relata Ciro Bayo sobre el pintor, me quedo con el que le detalla la factura que entregó al Ayuntamiento de Cuacos por la reparación de los cuadros de la iglesia parroquial: dos pesetas por ponerle una cola nueva al gallo y unas cuantas más por añadir dos estrellas al cuadro de la Creación del mundo. También por dibujarle algunos dientes a la quijada del asno. Ciro Bayo le pregunta por qué no vive en la ciudad. No puede entender que una persona de su talento prefiera un pequeño pueblo y no una urbe en la que desarrollar su carrera. Parece una pregunta sin importancia, casi banal, obligada incluso, y sin embargo se trata de una cuestión que guarda un trasfondo mucho más profundo del que pueda resultar a primera vista. Un siglo y pico más tarde este país sigue sin tolerar bien ciertas actitudes o modos de vida. Aunque España haya sido un país esencialmente rural, a excepción de algunos núcleos industriales, todavía pervive ese prestigio bobalicón de los centros de poder, normalmente instalados en las ciudades. De tal forma que, para algunos, resulta incomprensible no estar donde se supone que se debe estar, siempre que uno quiera ser conocido y respetado. ¿Por qué una persona con talento no trata de vivir en uno de esos centros? ¿Por qué prefiere instalarse en un pueblo y renunciar así a una sociología de favores de ida y vuelta? Quien lo elige, pensamos, es porque algo oculta. Y lo que oculta el pintor solitario es un asesinato (paródico, irrisorio, burlesco, cómico, pero un asesinato al fin y al cabo). Por eso prefiere vivir allí, en Cuacos, «ni envidiado ni envidioso, que es el sumo bien que desear se puede en una aldea». Es el fin de la última jornada. Cuando miro atrás y pienso en algunos pueblos de la Vera, no puedo evitar juzgarlos como un único pueblo. Poco importa que sea Jaraíz o Jarandilla, o Cuacos y Garganta. Para mí tienen la misma forma a la que se refería Unamuno: pueblos con callejas que se retuercen, como el cauce de un río que fuera culebreando. Al final, vistas desde un extremo, todas las calles parecen lugares de una sola vivienda, bajo una misma paz sedante o una misma eternidad quieta y serena. Quizás sea ese el motivo por el que, cuando regreso a Plasencia, visito también la Vera, aunque me cueste llegar si no es en coche. Vuelvo de nuevo a Unamuno: el viaje, cuando es lento, se hace más viaje.

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E l a m b ig ú

Luz en las grietas

Ricardo Martínez Llorca Desnivel: Madrid, 2016 176 págs.

Morir con pasión Por Teresa Rivas

El propio Ricardo Martínez Llorca (Salamanca, 1966) lo menciona en algún momento del libro: conocer la cercanía de la muerte, ser consciente de que puede suceder, ayuda a ver el mundo como un paisaje y a dejar testimonios breves, pero de una crudeza muy hermosa. El ejemplo que saca a colación es la carta de Oliver Sacks, una especie de guillotina en la que da por liquidado un paso por este mundo, que oculta tantas cosas por las que merece la pena haber vivido. En el caso de Martínez Llorca, esta carta de despedida se ha ido prolongando a lo largo de días, semanas, meses hasta que, una vez ha certificado la función de la despedida, bonita paradoja, culmina las ciento setenta páginas de uno de los libros más inquietantes y poéticos de las últimas décadas. Y no sólo en España, sino a nivel mundial. La importancia capital de esta obra, que nadie debería perderse, engañado por la publicación en una editorial especializada en literatura de montaña, radica en la reconciliación con la literatura de la sinceridad. En una época en la que se confunde la literatura con la literatura, conviene retroceder a las raíces de lo que somos. Eso es lo que supone Luz en las grietas. Nos explicamos

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mejor. El paraguas bajo el que se cobijan los autores en boga y los emergentes se llama, por norma, Roberto Bolaño. Sebald o Vila Matas, incluso Borges, no andan muy lejos. Todos ellos han vivido a través de la literatura y será con esa materia con la que construyan sus sueños. Los turistas, Hermano de hielo, Los inmortales, todo Nocilla, por poner algunos ejemplos dignos, están construidos con un fuerte armazón de técnicas literarias. Pero quedan lejos del impulso directo, del azote que nos acompaña más allá del libro. El texto no es sólo la escritura y la estructura. Ni la prosa. Una obra literaria contiene texto en tanto que representación de la vida. O, como es este caso, de la enfermedad y de la muerte, que es lo que expresa con literalidad. Pero está lleno de fulgores vitales. Y eso es lo que se impone. Al margen de ello, como en las obras anteriores de Martínez Llorca, no hay ni una palabra barata. Escribir es conjurar a los fantasmas. Toda una vida está presente durante la experiencia de la escritura, si uno es sincero. Eso supondrá saldar cuentas y atreverse a poner el corazón al desnudo. En un caso testimonial, donde la debilidad de un corazón famélico y la soledad acompañan al narrador, desde la muerte de su mejor hermano, el riesgo es caer en la pornografía sentimental. Martínez Llorca lo evita refugiándose en una musculatura que no permite al lector ser ajeno a la suerte del narrador, que es tanto como decir a su vida. Porque nada de lo que aparece es ficción. Hay, sí, una exteriorización ética, como en la representación del Doctor Jekyll y Míster Hyde que suponen los dos hermanos, polos opuestos. Pero el libro, tan demoledor como lírico, trata sobre la presencia de la dignidad contra viento y marea, contra los empujones de un físico desprotegido y una ausencia por parte de los padres que no se menciona, pero por eso mismo resulta muy intrigante. Frente al acoso escolar y la defensa del débil, que le supondrá un derribo tras otro, Martínez Llorca nos abre una ventana en cuanto entra en la pasión. La vida sin pasión es menos vida. Y en su caso, tras una infancia forzosamente contemplativa, conoce el verdadero amor en la amistad al aire libre, en los grandes viajes que protagoniza, hasta que se rompe en uno de los episodios que da más temor leer, o en la montaña, donde perdió la vida su mejor hermano y sobrevive a situaciones límite. La literatura como pasión no podría ser ajena a alguien que nos recuerda que nos olvidamos con frecuencia de lo que somos, sobre todo cuando nos va bien, y se impone. Por eso, porque se impone la literatura más natural, de la que bebieron Borges o Bolaño, es por lo que este será uno de los grandes libros en décadas.


Del infierno

José Abad Editorial Nazarí: Granada, 2016 184 págs.

El Doble en el Infierno Por Alfonso Salazar

Del infierno de José Abad trata sobre un tema que está presente en la humanidad desde hace miles de años: el tema del doble. Los alemanes lo llamaron doppelgänger, el doble fantasmagórico de una persona viva, una especie de andarín de los caminos que es exactamente igual que uno mismo, un fenómeno que tanto la ciencia ficción como la literatura fantástica y la novela psicoanalítica han utilizado como recurso. Todo doble evoca una dualidad. Nuestros entornos nos señalan dualidades abundantes, sensaciones enfrentadas. Hay calor y frío como hay humedad y sequedad, ruido y silencio, luz y oscuridad en las sensaciones; hay arriba y abajo, derecha e izquierda, cercano y lejano, dentro y fuera en el espacio; acción y reacción, pregunta y respuesta, olvido y memoria en el pensamiento; nacimiento y muerte, salud y enfermedad, fortuna y desgracia en la vida; pronto y tarde, antes y después, mañana y ayer en el tiempo; miedo y osadía, razón y emoción, corazón y cerebro, pobreza y abundancia, paz y guerra, piedad y saña, en el curso de la historia, en el ámbito de la ética, en el campo de los sentimientos y la personalidad. Pero la categoría absoluta de duplicidad se establece en el Bien y el Mal, donde lidian los valores entre sí, ambos lados de la Fuerza. La literatura gótica alemana legó el Doble como la inglesa trajo el Fantasma. El siglo XIX también legó el psicoanálisis. Tzvetan Todorov plantea que el psicoanálisis suplantó al género fantástico en el siglo XX. Otto Rank, discípulo de Freud, aplicó el psicoanálisis a los diversos campos de la cultura y dedicó un estudio psicoanalítico al Doble. Rank señala a E. T. A. Hoffmann como creador del concepto, cuya influencia convertiría a Jekyll en el demoníaco Hyde de Stevenson. Dice

Nietszche que «el peor enemigo con quien puedes encontrarte eres tú mismo: tú mismo te acechas en las cavernas y los bosques», esto es en mitad de la naturaleza, donde reside el yo salvaje, antecesor, el ser antiguo pretercultural. Hay más dobles: Goliadkin de Dostoyevski, Wilson de Poe, Gray de Wilde, el prisionero de Zenda de Hope, el príncipe y el mendigo de Twain. En estas fuentes se entronca Del infierno de José Abad. El Doble resuelve su inquietud con dos explicaciones: o bien es fruto de la imaginación —o de la locura, esa imaginación malinterpretada— o es semilla de lo maléfico. Lean la novela y encuentren la elección del autor. Pero hay otra lectura del doble en la novela, también concéntrico como los círculos de infierno dantesco: Siena es la doble de Granada. El protagonista encuentra su doble en una ciudad que era doble de la suya. Una ciudad que es doble de otra, por fuerza, tiene que incorporar todos sus habitantes dobles. Siena y Granada son ciudades monumentales, de resonancia histórica y con un importante patrimonio universitario: sus bares, apartamentos y comercios se dirigen al universitario y al turista. Del infierno rinde homenaje a La Divina Comedia en su título. La novela tiene una bajada concéntrica hacia el infierno del Doble. Se sostiene en un temor creciente a la figura del doble, contada desde la primera persona de un joven español recién llegado a Siena como erasmus. Las resonancias de Dante y la presencia del Doble ofrecen una nueva lectura: no sólo en el Infierno se convive con el Doble, que muestra todo el Mal que albergamos, sino que el libro se convierte en una guía espiritual para el protagonista, a la espera del Purgatorio.

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Pequeños tratados

Pascal Quignard (Traducción de Miguel Morey) Sexto Piso: Madrid, 2016 908 págs.

La conversación Por Ricardo Martínez Llorca

Pascal Quignard (Francia, 1948), refiriéndose a los ensayos de Montaigne, habla de la nostalgia de la conversación. Pero esa misma expresión se podría referir a estos Pequeños tratados de Quignard, que Sexto Piso edita con una muy cuidada traducción de Miguel Morey. Cada momento, desde el que ocupa una línea hasta los que se extienden a lo largo de cuatro o cinco páginas, es un apunte sobre la veleidad de un Quignard privado de un conversador que participe de su erudición y su gusto por los rompecabezas filológicos. En su mano sí está ese proyecto para una moral del que sólo se atreve a referir el gusto por una belleza sin afectación. Quignard busca algo más poético y abierto que Pascal: una idealización que sólo se atreve a reconocer en la lectura. Pero siempre dudando: «¿De la violencia de qué deseo purga leer?». Todo lo que tenga que ver con la historia y la filología del libro, de la lectura, del texto, de la comunicación, de la lengua, de la literatura entra en estos fragmentos construidos a base de disociar y de asociar con una libertad muy entera, hasta el punto de preguntarnos en qué grado se toma a sí mismo en serio. El traductor, en un prólogo que debemos leer, nos advierte de este hecho, dada la etimología y la forma final que tiene el francés. De hecho, puede paarecer que algunos de los textos no son muy limpios o que son pirotecnia, si no se reconoce su origen y el trabajo de un traductor a quien no le queda más remedio que recurrir a los barbarismos. Los Pequeños tratados nos remiten al encuentro ocasional con la sabiduría, reducida a la condición de serenarse, también cuando culmina en interpretaciones abiertas. Tal vez, Quignard crea que el vacío es el lugar donde mejor se descansa. La escritura de Quignard puede ser automática o reflexiva. En el segundo caso nos recuerda al Libro del desasosiego: la literatura se arrima a lo vital. En el primero, Quignard muestra su gusto

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por las paradojas y las aporías, con frecuencia obra de la reducción etimológica. La sensación que se impone es la de que el equilibrio es lo que se encuentra a mitad de camino entre lo comprensible y lo incomprensible. Todo esto, incluida la memoria, que es su herramienta de trabajo, atiende a la construcción del pensamiento. Lo que no logramos pensar mediante el lenguaje pertenece a lo salvaje. Aunque el lenguaje y la literatura tampoco serán lo que nos redima. Es una religión sin mito. Roba la magia e impone el misterio. Por supuesto, con música, siempre presente en la obra de Quignard. Las referencias son a los clásicos griegos y latinos. Dado que las primeras formas de literatura no fueron escritas, la lectura también es parte del cuerpo. De ahí que la reflexión, también parte del mismo cuerpo del que nace la literatura, sea sobre la reflexión; de ahí que pensar nos dignifique con una naturaleza sentimental. Pero no siempre es tan profundo. En ocasiones se aprovecha de la etimología para establecer un juego literario. De la etimología extrae nuevos sorprendentes significados, distintos de los que se han impuesto a través del consenso social. Y el lenguaje, como nuestros cuerpos, también pertenece a lo social. En ese sentido, son las dos únicas propiedades universales que poseemos. Quignard se aprovecha de esta universalización para contar con que sus Pequeños tratados poseen diversos estratos de lectura. De alguna manera, y en algún momento de forma explícita, esta ciencia que es la lectura, con sus estratos, no es ajena a la lucha de clases. Pero no es ese el tema principal que unifica esta obra. Más bien, se diría, Pequeños tratados trata sobre la decadencia, o advierte sobre la decadencia de la lengua, de la lectura, que se refleja en la pérdida de contacto con la naturaleza.


Acordes de una antigua canción

José Agudo Editora Regional de Extremadura: Mérida, 2016 56 págs.

La conciencia de un tiempo que se extingue Por José Antonio Arcediano José Agudo (Fregenal de la Sierra, 1952) se confiesa seducido por la luz mediterránea desde la adolescencia. Su poesía da fe de esa entrada del mar y la luz por los ojos ávidos de claridad y belleza. Se nutre de ellas; conforman su elegante estilo. Y se agradece, como en otros es grato el hermetismo o el desvelar a medias. Agudo no es pródigo en apariciones públicas, aunque su trayectoria se remonta al libro Naufragios (1992) y desde entonces sigue en la brecha. Sus últimas aportaciones: Hombre desnudo (2006; Premio Villa de Chiva 2004) y Esta frágil cadencia (2008; Premio Juan Ramón Jiménez). Buenos ejemplos de su saber poético. Acordes de una antigua canción mantiene y eleva los logros de la producción del autor. Es un canto desde el refugio de la soledad, que a veces suena a susurro de notas — acordes— al oído del lector. Poemario urbano, nocturno, exquisitamente lánguido, diestramente equilibrado, de intimidad y lirismo sobrecogedores, en el que una parte importante del discurso se basa en la mirada hacia el pasado, minuciosamente reelaborado, reescrito, acaso reinventado, con la hipotética intención de hacerlo más real, menos difuso y, de paso, otorgarle un influjo más benigno sobre el presente, dándole a este algún sentido que nos saque del absurdo. Agudo exhibe un yo poético dinámico, que de algún modo se va posicionando en el ahora y en el antes alternativamente, y en ese desdoblamiento sutil hace posible que el lector abarque una realidad más completa, más amplia, más rica, aunque a menudo también más dolorosa, que genera un diálogo con lo que fue, buscando explicaciones a lo que es. Lo hace con oficio: parece que hable sólo para nosotros. Empatiza: sus experiencias se hacen nuestras. Y lo consigue mediante una dicción figurativa, pero sin recurrir a la anécdota, revelando confidencias, compartiendo estados de ánimo, peripecia vital, a través de la expresión de percepciones, sensaciones y

sentimientos de forma tan nítida, sutil y sensual, que nos remueven por dentro como si nos pertenecieran. Hace un uso brillante de la analogía y la metáfora, urde imágenes bellísimas, emplea una sintaxis irreprochable, aseada, certera y envolvente, creando una atmósfera que sólo un maestro de los versos, un orfebre incansable amante de la belleza y la perfección formal, puede alcanzar. El poeta está tan estrechamente ligado al yo poético, vida y poesía están tan vinculadas, que incluso llega a hacerle una especie de confesión, en forma de advertencia, al lector: «Y yo, posiblemente, / me pierda cualquier día / tras el verso imposible / de alguna eternidad» («Posiblemente»). Es la confesión del que vive en el verso y para el verso. El poema es algo así como la cara visible de la existencia, el referente simbólico, y su reverso no es otra cosa que la vida en estado puro: «Detrás de este poema está la luz / que humedece los árboles del bosque, / los caminos que buscan las distancias / como el placer más íntimo, / quizás una oración, un hombre solo, / unos labios que nombran el vacío» («Lugares ocultos»). Hay también en Acordes, como en la obra anterior de Agudo, una vocación hedonista que convierte la consecución de la felicidad en una especie de ideal asintótico al que nos estamos queriendo acercar cada vez más pero que no alcanzaremos nunca, porque ni siquiera sabemos si existe. El paso del tiempo es el gran enemigo de esa búsqueda. El yo persigue la felicidad, el tiempo persigue al yo, y el resultado es que «ha envejecido el tiempo con nosotros» («Senectud»). Otro rasgo de Acordes es la necesidad de individualizarse e individualizar la experiencia. No vale la mirada del otro, ni siquiera la del propio yo en otro tiempo, puesto que el yo de otro tiempo es, de algún modo, un yo-otro. Incluso el yo actual (o un otro yo actual que nos mira desde el espejo) está bajo sospecha. «Así que no creas / en las horas que inventan / con mirada de otro», se dice y nos dice el poeta en otra advertencia que es, esencialmente, un alegato en favor de la búsqueda de la identidad. Acordes de una antigua canción es una obra rica en recursos. Entre ellos, tres grandes metáforas que favorecen el desarrollo del correlato poético: la ciudad, escenario real en que se desenvuelve el yo; el mar (tan presente en la poesía de Agudo), ese vasto espacio de libertad tan anhelado y, al mismo tiempo, barrera insalvable que impone distancias con otras geografías y otras secuencias temporales cuya plenitud se rememora; el viajero, proyección del yo hacia esas geografías y esos tiempos anhelados en la evocación y el recuerdo, así como el ente que transita por la existencia y reúne en un solo individuo todos los yoes en los que este se ha ido desdoblando y en los que de algún modo se reconoce. Así suena la música de estos Acordes: dramática, dura, intensa, esperanzada. Como la vida misma.

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Mediodía

Víktor Gómez EOLAS Ediciones: León, 2016 140 págs.

La voz, las voces Por Pilar Fraile No es la primera vez que Víktor Gómez obra el milagro de sintetizar la exigencia formal con el compromiso ético en un texto. Mediodía, recientemente publicado en la editorial Eolas, viene precedido de varios poemarios en los que ya se plasmaba la originalidad de esta voz irreductible. Pobreza, publicado por Calambur en 2013, y Trazas del calígrafo zurdo, del mismo año en la editorial Varasek, sus más recientes poemarios, daban cuenta de ello. En Mediodía la propuesta del poeta surge con una fuerza inusitada. Esa fuerza surge, paradójicamente, de la insistencia en su fragmentarismo como propuesta estética, en la defensa de la imposibilidad de construir una voz sin el auxilio de otras voces y en la impureza del texto como parte constitutiva del lugar desde el que se escribe. Vayamos por partes, si en los anteriores poemarios de Víktor se recurría a la cita para enmarcar la propia obra, en este, la cita alcanza un nivel superior, rara vez visto en un libro de poemas. Las citas son tantas —encabezan y cierran el libro, encabezan cada parte, van al inicio de los poemas, al final de los poemas, en medio de los poemas—. Hay incluso una parte del libro que se llama «MadreCita». Y no es esta una operación de mero enmarcar su propuesta poética, no se usan para resaltar la propia obra sino que viven en el libro, son parte constitutiva de él. Si uno se detiene en el origen de las citas enseguida salta a la vista que la práctica totalidad son versos de autores vivos, españoles o hispanoamericanos que, en su mayoría, tienen propuestas estéticas muy diversas, pero todas arriesgadas, radicales. Y esto, como decimos, es totalmente intencionado: el poeta nos está diciendo que su voz no funciona en el vacío, no se puede constituir sin otras voces.

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Pero esta no es la única forma en la que el libro trae al presente otras voces. Dice el poeta, en un fragmento que encabeza el tercer poema del libro: «soñé que era ella / no sé cómo despertar». Y así emprende el camino de dar voz a otras voces, de amigas, de mujeres principalmente que se funden con la propia voz y se transforman en ella. No es sólo, entonces, un mero reconocimiento, sino una propuesta ética y estética: no hay voz sin voces, no hay yo sin los otros, hay nosotros. En segundo lugar destaca el fragmentarismo de los textos, que basculan entre el verso muy breve y el extenso poema en prosa. Una profundización de nuevo en el camino que el autor emprendiera desde los primeros libros: el rechazo de la forma acabada, del poema «redondo», como artefacto en el que su voz no podría respirar. Si hay poemas que sobresaltan por su cruda belleza, fruto de una gran estilización formal («no hay ángel cuyo corazón no sea un disparate»), hay otros que bajan a la vida de una forma muy inusual para los poetas que dedican sus esfuerzos al trabajo más puramente estilístico. Y no sólo eso, sino que en algunos de los poemas se da un viaje desde la poesía más puramente experimental a un tono mucho más cotidiano. Es paradigmático en este sentido este tercer poema que antes mencionábamos, donde encontramos pasajes del tipo: «la aspirante el aire empolvado en el sillón debajo de un /techo de cristal líquido hacer volutas con el humo de los / huesos de un camaleón», en los que el poeta demuestra su maestría formal, su capacidad de producir imágenes y giros inesperados de lenguaje, que conviven con este otro tipo de pasajes: «ni voy a dejar pasar la oportunidad de / llamar irresponsables a los que no luchan con toda su inteligencia / contra El Patriarcado y El Capital y las muchas caras del neofanatismo la egolatría y el hambre insaciable / de Poder Panfleto sí que cada noche tiene su afán y cada día sus deudas de honor». Y con esta arriesgada y personalísima propuesta formal parece que el autor nos estuviese diciendo: desengáñate, todo se da al mismo tiempo, la insoportable belleza, la lucha irrenunciable, la injusticia, el compromiso moral, no podemos, no debemos escapar de ninguno.


Otro cielo

Santiago de Navascués Ediciones Rialp: Madrid, 2016 80 págs.

Poemas cardinales Por Gonzalo Gragera De los quinientos cincuenta y seis trabajos presentados, fue este libro el que se alzó con el XX Premio Internacional Alegría, editado y acogido por la editorial Rialp. ¿Su título? Otro cielo; ¿su autor? Santiago de Navascués, nacido en Pamplona, en 1993, estudiante de doctorado en Historia Contemporánea por la Universidad de Navarra. Su nombre quizá no suene dentro del panorama poético español, y es que es con esta obra, Otro cielo, con la que se estrena, ópera prima. Quinientos cincuenta y seis trabajos, recordamos, número que impone respeto y ofrece primeras pistas sobre lo que nos encontraremos al abrir el ejemplar. Pero vayamos de lo cuantitativo a lo cualitativo. Divido en cuatro vientos —norte, sur, este, oeste—, y rematado por una coda —dejando a un lado los agradecimientos—, denominada «puntos cardinales», el libro arranca con un ideal de unidad: del título a su vinculación con los conceptos en los que se diseccionan las diferentes partes de la obra. El lector podría intuir, con las indicaciones dadas, que se trata de un conjunto bien construido, en donde la medida es el orden de todas las cosas, arquitectura de la palabra poética, y no simple ejercicio de taller para aspirantes, no tímida apariencia de aquel que busca, desde lo ya conocido, desde ciertas corrientes, sin ánimo de nuevos caminos por los que transitar, la aprobación general y el aplauso convencional y seguro.

Comienza el libro con un buen primer poema, con cadencia, tono preciso y proporción en el desarrollo de sus ideas, sonoridad de la palabra y el concepto, la atmósfera, que se pretende evocar, cierto corte culturalista, leve, de reminiscencias a las civilizaciones pasadas y su puesta en escena en el mundo de hoy. Su título, «Vida contemplativa». Mucho de contemplación, necesario y maduro don del buen poeta, hay en este recorrido literario. Recorrido en el que saltan, salpican en cierto modo, las influencias, naturales por otra parte, del joven poeta. Una de estas la adivinamos en, más o menos, un rasgo formal: la firma del poema. Constituida por una fecha, su huella surge al final del último verso, en cada poema, recordando las famosas fechas de los poemas de Miguel d'Ors. Quizá sea esto un traspiés, y no un acierto, pues del discípulo al epígono media menos de un paso. Pero Santiago de Navascués da para mucho más, y a la sorprendente soltura, y lectura, de sus poemas se une la calidad de estos. Un ejemplo hay en «Luz esfumada»: «Después, la luz es un recuerdo, breve / parpadeo de vida vacilante, sueño / iluminado en un instante eterno / que se queda conmigo como el gato: / jugando con su sombra en la cocina». O en «Beyond the Missouri sky»: «El cielo no se detiene en Missouri, / vislumbré brevemente aquella tarde. / Tenía antojos de espejismo / y los pájaros huían con el secreto de las nubes. / Se escapaba el azul albatros / por las rendijas del horizonte. / Yo contemplaba la escena / y creía ser otro: el viento, / un árbol, los montes». Antecede al último poema de Otro cielo un conjunto de haikus medidos y bien acentuados. No todos igual de deslumbrantes, pero sí, al menos, convincentes. Los que, en nuestro criterio, sobresalen: «Las hojas muertas / hasta en el aire tienen / cierta vanidad»; «Crecen jazmines: / la pared andaluza / sube a la luna»; «Casa desierta. / El vacío angustioso / todo lo llena». Los hay algo más débiles, pues en ellos no se logra la trascendencia de la significación, de lo que se quiere decir, más allá de la solemnidad del significante, de las palabras sobre las que se apunta lo que se quiere decir: «Las olas del mar / se entierran con la luna / bajo la arena»; «Una flor gris / bajo las escaleras / nadie la ve»; «Sobre la torre / destellos de pájaros, / lluvia de sol». Pero deja Santiago de Navascués una joya para el final, uno de esos poemas torrenciales, justos, exactos, que justifican cualquier publicación. «Walt Whitman» tiene por título. Evito transcribir el texto, pues es ese un placer que habrá de reservarse para los lectores. Como invitación, los dos últimos versos, con los que se cierra la obra; versos que son, en su intención, broche y conciencia para los que gusten de acercarse a la poesía: «para que en silencio traspasen este libro / las manos temblorosas de lector».

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Perros ladrando en la nieve

Kenneth Koch (Traducción de Sílvia Galup y Aníbal Cristobo) Kriller 71 ediciones: Barcelona, 2016 200 págs.

La juventud que no cesa Por José Ángel Cilleruelo

Tras la estela de John Ashbery (1927) y Frank O'Hara (1926-1966) se traduce ahora otro poeta de la Escuela de Nueva York, Kenneth Koch (1925-2002), quien dejó escrita la loa de aquella época: «Frank tan seguro de su / talento… y John infeliz y brillante y bobo… nunca / fui tan feliz con nadie / como lo fui con esos amigos». Se trata de un escritor poco conocido aquí hasta ahora; sólo Jordi Doce había vertido al castellano algunos poemas antes y firma ahora un certero retrato en el prólogo a esta antología editada por Kriller 71, cuyo catálogo ya ha presentado la obra de poetas estadounidenses de gran interés, como Mary Jo Bang, Richard Jackson o Ben Lerner.

Kenneth Koch publicó su primer libro en 1962, a una edad tardía, a punto de entrar en esa curva que toma la vida a los cuarenta, en la que ya a nadie se le puede confundir con un joven, y sin embargo sus poemas parecían escritos por un adolescente: «Tu pelo era rubio y tú eras preciosa. Me preguntaste, “¿La mayo-

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ría de los chicos piensan que la mayoría de las chicas son malas?”… / Madre caminaba por el salón… / Padre entró con su corbata Dick Tracy…». El libro se titulaba Thank you and other poems. En la década siguiente, ya con cincuenta años, se diría que Koch había rejuvenecido aún más: «¡Qué raro fue oír cómo movían los muebles en el apartamento de arriba! / Yo tenía veintiséis y tú veintidós». La edad y las fechas fueron importantes para Koch, que solía consignar estos datos, aunque rara vez coincidieron la biografía del profesor de Columbia que acumulaba trienios y su poesía, que prefería evocar la década de los cincuenta y cumplir veintitantos. Incluso cuando su poética asume que el tiempo ha pasado, lo hace con un cierto retraso: a los setenta y cinco años, en el 2000, publica su poema «A mis cincuenta». La obra entera de Kenneth Koch está construida sobre esta poética adolescente y juvenil, algo desarreglada, pero cuya ironía y lenguaje resultan aún hoy sorprendentemente frescos; poemas que evocan nombres fugaces de chicas y recuerdos de viajes realizados con la bolsa al hombro, pero que contienen una visión del tiempo y de los temas que lo atraviesan cuya hondura no conseguiría un poeta metafísico. Se explica bien la admiración que ha despertado entre los mejores poetas estadounidenses —Ashbery le llama «tesoro» y Simic «gratificante» en la faja de promoción que añade el editor, y ambos tienen razón—; Koch ha logrado la cuadratura del círculo de la escritura: crecer hacia la infancia. De hecho, la colección de casas de escritores y artistas reunida en Straits (1998) parece un cuento para niños que sin embargo condensa, en la ingenuidad de su trazo, la imagen palpitante de cada autor: «Ludwig Wittgenstein vivía / en una casita / en Viena / salió / y se fue a vivir / a otra casa / en Inglaterra / no paraba de salir / y entrar todo el tiempo…» En la presente antología destaca una extensa poética: «El arte de la poesía», publicada en 1975, donde lo didáctico y lo festivo se funden sin jerarquías. En sus versos, también largos, Koch da una clave esencial de la singularidad de su «forma». La épica resulta aburrida y «escribir únicamente lírica es ser alguien triste, quizás». De ahí que Koch sueñe con revitalizar la «poesía dramática» que «parece imposible en nuestro tiempo». «Para escribir poesía dramática / uno tiene que concebirla como una respuesta a lo que uno dice, como yo ahora estoy concibiéndoos». Y esa inclusión del lector en el diálogo es exactamente la piedra angular del atractivo que mantiene la poética de Kenneth Koch, tan «gratificante» y juvenil como resulta a cualquier edad una conversación entre amigos.


Recomendaciones de Quimera La vida negociable Luis Landero Tusquets, 2017

Landero siempre es una apuesta segura. Este autor que ha ido depurando su estilo hacia una sencillez suma, digna de los mejores maestros, nos sorprende ahora con una novela donde se cuenta la vida de Hugo Bayo, peluquero inmerso en la crisis de los cuarenta que se pregunta el sentido de la vida y que desgrana capítulo a capítulo su vida con los clientes que acuden a la barbería, desde sus andanzas por el barrio de adolescente hasta su relación amoral con su madre. El humor y la literatura, huellas inconfundibles de este escritor, impregnan todo el texto de una manera justa e inteligente.

Lesbia mía

Antonio Priante Piel de zapa, 2016

Piel de zapa reedita esta magnífica novela de Antonio Priante (publicada en 1992 por Seix Barral) que ya contó en su momento con el reconocimiento unánime de la crítica. A través de las cartas apócrifas del propio poeta y de sus amigos, Priante se sumerge en los turbulentos amores de Catulo y Lesbia en el marco de los últimos días de la República romana, ante el inminente ascenso de Julio César. Aunando magistralmente el género epistolar, la anécdota histórica y la trama amorosa, Priante trasciende las etiquetas de la novela de amor y de la novela histórica para lograr un libro profundo y de largo alcance sobre el significado del arte, los conflictos sentimentales y los entresijos del poder.

Estabulario

Sergi Puertas Impedimenta, 2017

Seis piezas largas que beben de otras disciplinas como el cómic o el cine. Sergi Puertas, redactor jefe de Kiss Comix y director de la revista Víbora hasta su desaparición, deja ver esta influencia claramente en sus textos. Hace una exhibición tremendista de presentes y futuros cercanos distópicos, desde una Andalucía independiente, hasta trajes ligados por el ADN del que lo lleva, o el terrorismo Yihadista, donde la televisión habla a sus mujeres para liberarlas. Destaca un relato al más estilo Chirbes que habla de la corrupción en Valencia. Recomendable para las nuevas generaciones de lectores enganchados a series televisivas.

La antivida de Italo Svevo

Maurizio Serra Fórcola, 2017

Ensayo sobre la vida de Italo Svevo (1861-1928), uno de los autores más traducidos de la literatura europea pero que sigue siendo un desconocido para el público español. En el libro, Maurizio Serra aborda su biografía, pero también analiza su obra y las corrientes de pensamiento que influyeron en su obra. Un libro que redime la figura y la obra del autor de Trieste y que viene acompañado de un muy interesante prólogo de Jorge Edwards y unas entrevistas sobre Svevo con Claudio Magris y Predrag Matvejević.

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R e c o m e n d a ci o n e s

El uso de las ruinas. Retratos obsidionales Jean-Yves Jouannais Acantilado, 2017

Ya desde su sorprendente prólogo, en el que Jouannais tiene la audacia de atribuirle el texto a Vila-Matas —mientras advierte que él es el autor de Historia abreviada de la literatura portátil—, este libro se anuncia como un juego literario de largo alcance. A través de figuras históricas como Escipión Emiliano, Abert Speer o Shang Yang, Jouannais reflexiona sobre la posibilidad de una cosmología fundamentada en las ruinas de las ciudades y los edificios destruidos por la guerra. Los personajes que pululan por sus páginas esbozan diferentes perspectivas ante los escombros de urbes destruidas o sitiadas: su perpetuación en la historia (Naram-Sin), su razón de ser (Speer), su uso adivinatorio (Bogacki)... Un libro mágico para leer y releer sin descanso.

La vida enorme

Xavier Rodríguez Ruera Témenos edicions, 2017

Posiblemente, una buena elección de citas o de autores mencionados, a modo de homenaje, no asegure la calidad de un libro. Sin embargo, a veces funcionan como una declaración de intenciones, porque esas palabras prestadas pueden hacernos entender mejor a quien las emplea. Eso sucede en La vida enorme, de Xavier Rodríguez Ruera. Su alusión a otros escritores nos proporciona un refugio, como una apoyatura necesaria desde la que observar lo que nos rodea. Con un magnífico tono elegíaco, Ruera repasa algunos lugares, especialmente uno que aparece en las dedicatorias que anteceden al libro: Barcelona. Un poemario bien escrito (parece una obviedad, pero conviene recalcarlo) que nos hace retroceder hacia el pasado del autor y, con él, reinterpretar las claves de nuestro propio presente, con esa visión tan aguda, también reposada, que agradecemos tanto cuando leemos un libro.

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Estación en curva

Alejandro Salse Batán LeTour1987, 2016

Con la paciencia y la dedicación que presuponemos a cualquier editor, Mario Quintana, director de LeTour1987, está creando un catálogo que merece toda nuestra atención, tanto en su continente como en su contenido. Un buen ejemplo es uno de sus últimos títulos, el poemario Estación en curva, del autor vigués afincado en Barcelona Alejandro Salse. Es un buen ejemplo, decimos, porque bajo una edición muy cuidada nos encontramos con un poeta al que seguirle la pista. Entre otros motivos, por su forma de construir el escenario, de configurar un decorado a través de lo que acontece alrededor de la voz poética. Una voz, por cierto, que tiene algo de sabia impostura. Bajo esa primera persona no está forzosamente el propio autor, sino la máscara, a veces irónica, que ha construido para configurar sus poemas. Estación en curva es, también, una reflexión sobre la ausencia, sobre el fracaso, como si lo uno y lo otro actuaran como fe de vida. Todo ello con la narratividad que subyace en los buenos poemas. Como esas historias que, sin la mirada del autor, acabarían perdiéndose.

El bebedor

Hans Fallada Maeva, 2017

En la novela gráfica El bebedor no sólo se desgrana la existencia del protagonista de la novela (Erwin Sommer), sino que aparecen algunos momentos esenciales de la vida de Hans Fallada (1893-1947) que se mezclan con especial ingenio con las de Sommer, con el que tantos puntos tiene en común. El bebedor no es sólo la traslación de una de las novelas más desgarradoras de Fallada a la ilustración, sino que va mucho más allá creando una de las novelas gráficas mejor engranadas y desarrolladas de los últimos años. Imprescindible.




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