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ColaborAN en este número:
Federico Abad, Pablo Acevedo, Pau Bosch, Roberto A. Cabrera, Bel Carrasco, Elena Casero Viana, Ángel Cerviño, Daniel Dapía Barral, Johana Do Rosario, Jordi Doce, Christopher Dombres, Giovanna Fernández, Sergio Galarza, Oriol García, Alberto García-Teresa, Sergio Gaspar, Ana Grandal, Carmen Guiralt, Jaume Marí Prunella, Noelia Martín, OG-Nexus-7, Leonardo Padura, Carlos Pardo, Gemma Pellicer, Félix Población, Joaquín Puga, Quickhoney, Raúl Quinto, Mateo Rello, Carlos Robles Lucena, Francisco Rodríguez Criado, Miquel Rof, José de María Romero Barea, Alfonso Salazar, Iván Sánchez-Moreno, Tom Simpson, Alejo Steimberg, Unai Velasco, José
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Julio - agosto 2017
Tradicionalmente, Philip K. Dick ha sido considerado por la crítica «seria» un escritor menor. Sin embargo, de un tiempo a esta parte esta percepción parece haber cambiado y tanto el público como la academia están reivindicando la originalidad y la vigencia de su obra. En Quimera nos queremos sumar a esta reivindicación de uno de los autores de ciencia ficción más influyentes de todos los tiempos. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN
Antonio Vila, James Womack IMAGEN de portada E Ilustraciones Del Dossier: Miquel Rof
El salón de los espejos
El holandés errante
Entrevista a Leonardo Padura – 4
Álex Chico. Historia de dos (o más) ciudades– 77
Miguel Riera Director: Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol
Entrevista a Sergio Galarza – 10 Entrevista a Mateo Rello – 13
El ambigú
Clarence Brown: resurrección:
Carlos Robles Lucena:
Consejo de redacción:
entrevista a Carmen Guiralt – 18
La otra parte del mundo de Juan Trejo – 81
Maquetación y cubierta:
El cielo raso
La hija del comunista de Aroa Moreno Durán – 82
Jordi Gol
Especial Philip K. Dick
Alfonso Salazar:
Johana Do Rosario:
Cine Aliatar de José María Pérez Zúñiga – 83
Editor:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer
Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 / 937 962 631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj
La inseguridad ontológica de Philip K. Dick – 22
Bel Carrasco:
Alejo Steimberg: Philip K. Dick, profeta
Un viaje solo para hombres de Raúl Ariza – 84
de una realidad amenazada y tal vez inexistente – 28
Daniel Dapía Barral:
Oriol García:
Fat City de Leonard Gardner – 85
Un activista en Marte: ¿qué es la realidad? – 34
Félix Población:
OG-Nexus-7: Dick, los otros, mi programador y yo:
Sopa de fauno de Diego Prado – 86
¿qué significa ser humano? – 40
José de María Romero Barea:
Pau Bosch:
Estabulario de Sergi Puertas – 87
La Exegesis, penúltima verdad de Philip K. Dick – 46
La vida breve Francisco Rodríguez Criado: La mujer del cine Lorca – 53 Ginés S. Cutillas: ¡Diles que no me lo marquen! – 57 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no
Gemma Pellicer:
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Elena Casero Viana – 59 Microrrelatos inéditos de Ana Grandal – 60
El castillo de Barba Azul James Womack: seis poemas – 61
Aitor Francos: Todos estaban vivos de Javier Bozalongo – 88 José Antonio Vila: El bazar de los malos sueños de Stephen King – 89 Alberto García-Teresa: Libros de sangre (volúmenes I, II y III) de Clive Barker – 90 Iván Sánchez-Moreno: Grochowiak! de José Antonio Arcediano – 91 Federico Abad: Lunáticos de José Ángel Cilleruelo – 92 Pablo Acevedo: La piel de la intemperie de Juan José Castro – 93
solicitados ni mantiene correspondencia
Poema inédito de Carlos Pardo – 64
Roberto A. Cabrera:
sobre los mismos. La revista no comparte
Aitor Francos: aforismos del libro Manos de pintura – 66
Un sudario de Rafael-José Díaz – 94
Einstein on the Beach
Los salmos fosforitos de Berta García Faet – 95
necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Raúl Quinto:
Jaume Marí Prunella. La frontera poética – 69
Unai Velasco:
Jordi Doce. Noticias del impostor (fragmentos) – 72
Poesía completa de José Lezama Lima – 96
Ángel Cerviño. Cuando despertó, la poesía del futuro todavía estaba allí – 75
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Leonardo Padura Por Alfonso Salazar Fotografías: Joaquín Puga ©
Las fuentes del Carmen de la Victoria borbotean. Las campanas de las iglesias del Albaicín repican. Leonardo Padura ha llegado a Granada para formar parte del jurado del Premio de Microrrelatos IASA Ascensores. Frente a nosotros se levanta el imponente castillo de la Alhambra, sus Palacios, Alcazaba y jardines. Padura confiesa que podría vivir aquí mismo, que cuando visita España —o Italia— considera seriamente comprar una casa para vivir con Lucía en lugares que estima hermosos. «Pero sólo seis meses —confiesa—, luego tendría que volver a mi barrio en La Habana». La literatura de Leonado Padura, premio Princesa de Asturias de las Letras 2015, no puede separarse de La Habana, de los escenarios, personas, historia y paisajes cubanos.
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Hasta que a usted se le concedió el Premio Princesa de Asturias nunca se había dado ese reconocimiento a un escritor de novela negra en lengua castellana, por lo cual todos los seguidores de este género nos congratulamos, y en especial aquellos que conocemos su obra. Además, ha sido usted el primer cubano en recibir este honor. ¿Hasta qué punto ha cambiado su vida tras recibir el premio? Los autores iberoamericanos teníamos poca tradición en el género y hemos sido recientemente admitidos por la Academia. Hasta hace nada sólo se premiaba a anglosajones, pero poco a poco, y sobre todo tras la eclosión de la figura y obra de Manuel Vázquez Montalbán, los autores hispanos hemos accedido a esos
reconocimientos. Agradezco mucho al jurado que se fijase en mi obra. Yo me considero parte de una generación dentro de Cuba y parte de una manada fuera de ella. Por supuesto que hay autores buenos y autores malos… faltaba más. En cuanto a mi vida, no ha cambiado en lo esencial. En Cuba, nada. Quizá una mayor proyección internacional, con repercusión en el mundo iberoamericano. Pero creo que parte de responsabilidad está en que mi editorial, Tusquets, tras su integración en Planeta, ha mantenido la suficiente autonomía como para poder seguir haciendo un gran trabajo, pero con una mayor y mejor distribución, sobre todo en Sudamérica. Esa mejora coincidió con el premio. No puedo decir si soy más visible por una u otra cuestión. En los últimos cinco o seis años ha habido un aumento exponencial de la visibilidad de mis libros en América Latina, lo que era una asignatura pendiente. El tercer culpable es El hombre que amaba a los perros; lo que no había conseguido la serie de Conde lo consiguió este libro. Tras España, en proporción, es en Puerto Rico donde más se me lee… El pueblo de Puerto Rico es también premio Príncipe de Asturias; Milanés cantaba aquello de «Puerto Rico ala que cayó al mar», como esa hermana de Cuba… Sí, ahí se utiliza un verso de Dolores Rodríguez de Tió, una poeta portorriqueña del siglo XIX: «Cuba y Puerto Rico son un pájaro de dos alas». Ha sido un verso tan afortunado que a la pobre Dolores se lo han quitado en más de una ocasión y se ha dicho que es de Martí. Puerto Rico es un país con el que culturalmente Cuba tiene un vínculo muy fuerte. Yo soy miembro honorífico de la Academia de Puerto Rico, y no lo soy de la cubana... En los últimos mundiales de béisbol, en cuanto cayó la selección cubana, me puse la camiseta de Puerto Rico. ¿Quiénes componen esa generación a la que perteneces fuera de Cuba? ¿Y cuáles son tus influencias? Siempre has reconocido la importancia de la novela negra anglosajona… Más que generación, es manada, por eso dije «manada», porque la afinidad no es generacional. Yo no me
considero un escritor de novela negra, yo enfrento la literatura como un hecho estético, artístico. Utilizo ciertos recursos de la novela negra para componer mis novelas o para acercarme a una realidad. El lado oscuro que garantiza la novela negra, su ámbito legal y ético de una sociedad, ha propiciado una capacidad estética en los últimos treinta o cuarenta años que es muy útil a un autor. Dependiendo de cuánto lo explote el autor, puede conseguir una sencilla novela policial o puede escribir una novela, coma, policial. Pero una novela, y es lo que yo traté de hacer desde el principio. Cuando empecé a escribir Pasado perfecto en el año 1990, por supuesto que tenía varios autores referentes. En el mundo anglosajón (casi ni los tengo que mencionar), Hammet, Chandler, Himes… En el mundo iberoamericano había tres o cuatro autores: Paco Ignacio Taibo, Juan Madrid, Andreu Martín, pero, sobre todo, Vázquez Montalbán. Me considero el tipo de escritor que fue Vázquez Montalbán: escribo novelas policíacas y novelas que no son policíacas, escribo ensayo, porque hago periodismo, que me conecta con la realidad, y porque soy un heterodoxo, y Manolo era un heterodoxo. Además, entre mis influencias hay dos escritores que son fundamentales: Leonardo Sciascia y Rubem Fonseca, dos grandes escritores que también pueden ser considerados autores de novela negra. Ahora hay una gran variedad de autores. De un tiempo a esta parte se habla de la novela policíaca mediterránea con autores como Márkaris, Camilleri o Jean Claude Izzo, y creo que hay un aire familiar entre esos escritores. Además, como yo vengo de otro Mediterráneo, del «Mediterráneo americano» que es el Caribe, de un mundo en el que la mezcla cultural, la impureza, es nuestra virtud, me siento mucho más cerca de ellos que de otros autores a los que también puedo admirar, como Mankell. Mi literatura no se parece a la de los autores nórdicos. Disfruto leyendo a Mankell o a Indriðason; mi Mario Conde es un hombre sufriente, sufre porque es su característica, pero no porque entienda la vida como la entienden Wallander o Erlendur. En todos ellos hay una identificación con la ciudad…
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Manolo Vázquez Montalbán decía que un escritor no es de un país, es de una ciudad. Y si escribes novela negra con mayor razón. Él se quejaba de que Carvalho se sentía cada vez más extranjero en una Barcelona que se convertía en algo muy diferente a la Barcelona en la que comenzaron tanto Carvalho como él mismo. A mí me pasa parecido: La Habana cambia, Conde la ve con extrañeza; en Herejes hay un momento en que no reconoce la ciudad en la que está viviendo. En la novela que escribo ahora Conde trata de entender qué está pasando y le cuesta trabajo entenderlo y expresarlo. En mis novelas hay un recorrido constante por la ciudad, como una especie de guía física y espiritual. En Cuba, el barrio, aunque ya no es lo que fue cuando yo era adolescente, todavía existe. Yo recorro todos los barrios de La Habana, los lugares de la nueva riqueza cubana y de la nueva y más profunda miseria cubana. Todo está en la misma ciudad. Esa dinámica de la ciudad es muy importante como concepto literario. Tú sigues viviendo además en la misma ciudad, en la misma casa… Yo sigo viviendo en la misma casa donde nací en 1955. Es la casa que mi padre construyó en 1954, aunque haya tenido reformas. La pertenencia a una cultura literaria, artística, y la cultura cotidiana te dan un arraigo que yo no quiero perder. A veces en Cuba siento una cierta sensación de asfixia, pero todo lo cura el ver a los amigos, quedar a comer un sábado; entonces saco alguna botella de mi pequeña cava —me permiten entrar pocas botellas en cada viaje— y pasamos un buen rato practicando un arte que para mí es importantísimo: el «arte de hablar mierda» con mis amigos. Algo que hace Conde en todas las novelas. Seguir viviendo en mi casa permite que mi puerta siempre esté abierta; la gente entra y me cuenta sus conflictos, sus esperanzas, sus carencias, de forma natural. Para los cubanos algo no existe hasta que no se lo cuentan a otro. Cruzo la calle, visito a los vecinos. Eso me permite vivir en contacto con la realidad cubana. Un trasplante mío a otra realidad —por ejemplo venirme a vivir a España (aquí está mi editorial y tengo por carta de naturaleza concedida la nacionalidad)— me lleva a preguntarme: «¿De qué escribo entonces?». Tengo que seguir escribiendo sobre Cuba, porque si me preguntan quién ganó la Liga española del 72, no tengo ni idea. Pero puedo decir de corrido los jugadores que actuaron regularmente en el campeonato de béisbol cubano de ese año. Esa memoria es el archivo del escritor, esa perte-
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nencia es lo que me une a una realidad, con independencia de carencias de carácter material, incomprensiones políticas, sospechas de un lado y de otro… Creo que la pertenencia a Cuba está por encima de todo. De las novelas de Conde me interesa mucho su grupo de amigos, esa difícil elección de quedarse o marcharse de la isla. Para mi generación el exilio es una de las realidades más traumáticas y dolorosas que hemos vivido. Desde pequeño, porque yo tenía cuatro años cuando triunfó la Revolución. Mi tía y mis primos se van cuando tengo seis años. El exilio es un tema continuo en mi vida: entre mis amigos, los compañeros de primaria, de secundaria, de la universidad... No es algo nuevo en la historia cubana. En La novela de mi vida, sobre José María Heredia, trato del primer exilio de la historia cubana en el XIX. Cuando los cubanos empiezan a ser cubanos empiezan a exiliarse. Los que nos quedamos tratamos de preservar esa cercanía, con dificultades, pero tratamos de mantener esa sensación de que es posible que todos estemos cerca. Yo soy un privilegiado: como sigo viviendo en el mismo lugar, los amigos que vuelven pasan por mi casa. Además, tengo la posibilidad de viajar. Miami me gusta pero porque tengo amigos. Cuando voy a Madrid, a Barcelona, veo a mis amigos. Yo soy escritor a partir de los veinte años, pero hasta esa edad fui pelotero, me pasé la vida jugando al béisbol; toda mi adolescencia y juventud la pasé entre
capítulos de una sola novela. Cuando empiezo Adiós, Hemingway, altero la estructura y la profesión de Conde, que se convierte en un outsider. En esas novelas posteriores, cada una es muy diferente a la anterior. Si en las cuatro primeras había una unidad, en las que siguen hay una diversidad. Las estructuras son muy distintas entre sí; a veces casi no parecen novelas policíacas. Ahora escribo La transparencia del tiempo (que espero que aparezca en otoño), mucho más negra, más oscura, en la que sin embargo aporto una estructura en la que el tiempo tiene una connotación diferente a una simple linealidad. Creo que la ruptura en la serie sucede cuando Conde sale del sistema, pero a partir de ese cambio violo con absoluta conciencia las normas de la novela policial y reflejo una evolución posterior de la sociedad cubana. Suceden ya en el siglo XXI; hay una evolución de personaje y sociedad.
gente con la que comparto una pasión, y con esa gente tengo una cercanía que hemos mantenido por encima de desavenencias políticas. Lo peor que puede suceder es que la política sea más fuerte que la amistad. Hay cosas que no admito: actitudes racistas, fascistoides, modos éticamente reprobables. El resto: cada uno tiene derecho a vivir y pensar como quiera, y la amistad tiene que estar por encima de todo.
Cuba es más grande que la geografía de la isla.
En la serie de Conde hay dos partes bien diferenciadas: una primera tetralogía y una segunda en la que Conde abandona la policía, rompe con el sistema y comienza una vida diferente. ¿Tiene relación, simbólicamente, con la reciente historia de Cuba? La ruptura es, sobre todo, literaria. Cuando empecé a escribir Pasado perfecto, ya pensé que serían cuatro novelas. Decidí escribirlas como una unidad de estilo y estructura, para que funcionaran como cuatro grandes
¿Cómo ha cambiado la sociedad cubana? Es una sociedad que, aparentemente, no ha cambiado en lo esencial político, pero espiritual, humana y económicamente ha sufrido grandes transformaciones. La crisis de los noventa, el periodo especial, hizo que se perdieran valores éticos; la ciudad de La Habana se transformó, la gente empezó a pensar de manera distinta. En España hay cierta demonización de la Revolución cubana, sobre todo por la derecha política. ¿Cómo recibes esa crítica? Hay una percepción de la realidad cubana que a veces resulta maniquea. Una derecha que la demoniza, una izquierda nostálgica que la santifica. Ambos extremos tienen mucha visibilidad mediática, pero creo que en medio de esos extremos hay una gama de actitudes, de posibilidades, de sueños cumplidos y perdidos, de esperanza y frustración que conforman la dinámica real de la vida cubana. De esa realidad es de la que trato, tanto cuando escribo novelas como cuando hago periodismo. Cuba es un país con problemas, pero yo escribo novelas policiales con un muerto. Si fuera un escritor mejicano, lo haría con quince. Creo que existe aún en Cuba un respeto a la vida, pero es un país donde la libertad plena de expresión, disensión y desacuerdo está mal vista desde las esferas oficiales. Es una cosa rara. Yo no sé hasta qué punto la revolución se considerará frustrada o que cumplió sus objetivos. Creo que hizo ambas cosas, según en qué aspectos: esa mirada justa es la que debería imponerse al final. Es difícil: las
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Entrevista a Leonardo Padura
pasiones, las heridas, los amores están por encima de la capacidad de raciocinio. Habrá que hacer balance de estos sesenta años, con sus luces y con sus sombras. En cuanto al respeto a los derechos humanos, a principios de los noventa, en un cuento, trataste sobre la homosexualidad en Cuba. Sí, era un tema tabú. Senel Paz escribió por entonces El bosque, el lobo y el hombre nuevo, en el que se basó Fresa y chocolate. El mío se llama «El cazador». Cuando escribo Pasado perfecto escribo también sobre un viceministro corrupto y oportunista; en Máscaras hablo de la marginación de los artistas homosexuales. Siempre me he mantenido en el filo de la navaja y, más allá del filo, escribiendo sobre asuntos que no se debatían en ese momento.
¿Ahora es más fácil? Sí, ahora es más fácil, pero no ha desaparecido la visión oficial y ortodoxa sobre qué cosa debe ser el arte. Hace dos años, una película para la que escribí el guión, Regreso a Ítaca, estaba programada en el Festival de Cine de La Habana y la censuraron. En el pasado Festival volvieron a censurar una película de un joven realizador, Carlos Lechuga, Santa y Andrés, porque habla de uno de estos artistas marginados en los setenta, aunque acaba
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de ganar premios en México, Uruguay… La diferencia es que en los años setenta no se te ocurría escribir este tipo de historias; en los ochenta si las escribías tenías problemas; ahora, te censuran, pero sigues trabajando. La censura nunca es buena, pero seguir trabajando sí lo es. Es una situación muy complicada. Yo, por lo que escribo, en Cuba soy un autor semiinvisible. No salgo en televisión, me entrevistan poco en prensa, se publican algunos de mis libros, hago presentaciones, otros libros desaparecen de las librerías, me hacen entrevistas que nunca se publican… pero lo importante para mí es que puedo seguir escribiendo. ¿Qué significa en tu obra Ernest Hemingway? En Adiós Hemingway queda claro qué significó para mí: un modelo de escritura y de vida que poco a poco se me fue degradando con el descubrimiento de actitudes y verdades sobre la vida de Hemingway. Lo que quedó fue esta especie de relación de amor-odio, mi admiración a un escritor con el que aprendí muchas cosas de la literatura y sobre la literatura, pero rechazo que se crease un personaje y sus relaciones personales poco nobles —por decirlo de manera poco ofensiva a la memoria de Hemingway—, como la desaparición de Robles, el traductor de Dos Passos. Hemingway fue objeto de manipulación, dentro del bando republicano en la Guerra Civil, por parte de los estalinistas. ¿Cómo desde Cuba trazas esas relaciones que confluyen en la historia europea: la Guerra Civil, los campos de concentración nazis? Creo que como escritor cubano, o español, una de las peores acusaciones que te pueden hacer es que eres localista o costumbrista. Yo siempre he tenido muy clara una frase de Unamuno. Esta frase me llegó a través de Alejo Carpentier: «Hay que buscar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno». Creo que Carpentier es el ejemplo de un autor universal. Una de sus enseñanzas es que hay que escribir pensando en lo universal. Cuba es un país que siempre ha estado en comunicación con el mundo. Aun en los años de mayor presencia soviética, siempre había cubanos estudiando en Alemania o Hungría; o cubanos con un fusil en Angola o Etiopía. Hay una problemática universal que siempre nos ha afectado. Esa comunicación en el mundo se ha traducido en presencias y conflictos que han afectado a mi país y de los que me valgo a la hora de escribir.
La guerra civil española se vivió en Cuba como un drama local y no por gusto. La Revolución cubana se vivió en España como un drama local; de ahí esas pasiones, amores y odios. La presencia judía en Cuba fue un elemento que nos conectaba con el fenómeno que estaba sucediendo en Europa, de un dramatismo enorme, que me sirvió para escribir Herejes, a partir de ese episodio concreto de un barco con cientos de judíos al que no se le permitió atracar. Esto me da la posibilidad de hacer reflexiones más allá de la propia circunstancia cubana, me permite entroncar con una perspectiva universal, que es lo que me interesa. Reflejo la vida cubana, la sociedad cubana, pero busco los componentes de la condición humana: inseguridad, miedo, amistad, exilio… Creo que son conflictos universales.
El asesinato de Trotsky marca simbólicamente el punto de no regreso. Se pierde y pervierte la utopía igualitaria. Ese asesinato es la gota que desborda la copa. Por eso utilizo ese episodio, para contar una historia de la que todo el mundo conoce el final, pero no cómo se fragua, y tenemos que valorar qué significó después. Cuento cómo se exilia Trotsky, también cómo prepara Ramón Mercader el asesinato y elementos de su vida posterior. Pero la parte más importante es la del protagonista cubano, que desde un presente recibe la carga de esa historia y paga las consecuencias. Por lo tanto es una novela que va a un contexto más amplio para contar una historia más personal, nacional, la del personaje cubano. En Cuba no sabíamos nada de esto; respecto a Trotsky se siguió la misma política que en la Unión Soviética. En los años noventa me entero de que Mercader vivió en La Habana y ahí murió en 1978. Un personaje que venía de la historia que aparece en los libros había estado en el mismo espacio y tiempo que yo… La historia nos persigue hasta tocarnos la espalda. El hecho de que fuese español Ramón Mercader le ponía un acento especial, pero que fuese hijo de cubana le daba mucho más. Empezaban a aparecer una serie de vínculos, ahora lo llamaríamos links. Creo que Cuba es más grande que la geografía de la isla. Cuba ha dado escritores como Martí, Heredia, Lezama Lima, Carpentier, bailarinas como Alicia Alonso, un campeón mundial de ajedrez como Capablanca. Cuba tiene una desproporción conforme a su geografía. Eso me ha permitido poner ese pie fuera de la isla y tratar asuntos universales.
Alfonso Salazar es escritor, antropólogo y gestor cultural de profesión. Ha publicado la traducción de Consejos a jóvenes
escritores de Charles Baudelaire (2001 y eb. 2011), el poemario Amores sin objeto (2004) y las novelas Melodía de Arrabal (2003 y eb. 2015), El detective del Zaidín (2009), Golpes tan
Fuertes (2013) y Para tan largo viaje (2014). También ha publicado el libro de cuentos infantiles Pawi en la fábrica verde (2003). Realiza exposiciones de poesía visual. Actualmente colabora en Los diablos azules de InfoLibre y presenta el programa de radioweb La vida en serie. Imparte cursos de Escritu-
¿Cuánto hay de asesinato del comunismo en el asesinato de Trotsky, pieza fundamental en El Hombre que amaba a los perros?
ra Creativa en Granada (www.escueladescritura.com).
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Sergio Galarza Por Fernando Clemot Fotografías: Giovanna Fernández ©
Sergio Galarza ha cambiado de piel en su nueva novela Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre (Candaya, 2017). Encontramos todavía el eco del autor de JFK y Paseador de perros, pero el tono y el tema difieren de su obra anterior. Teníamos ganas de hablar con él y aprovechando su gira de presentaciones pudimos charlar un rato con el autor peruano.
¿Cuándo surge la idea de escribir este libro? ¿Sentiste una necesidad imperiosa de escribirlo o fue algo más meditado? Mi vida está ligada a mis libros, por eso supe, cuando mi vieja enfermó, que su muerte me atraparía no sólo como un dolor. Ella era abogada y creía en la justicia. Luchaba contra los vicios de un sistema que está corrupto y realizaba una labor social defendiendo a clientes que sin su ayuda no habrían podido pagarse un buen abogado. Su ejemplo reclamaba hacerse visible. Hablemos de los escenarios. La primera parte del libro la domina el Perú de los años ochenta y noventa. ¿Qué imagen crees que deja el libro de aquel tiempo? Es la época más dura y violenta del siglo XX para el Perú, peor aún que las dictaduras que hemos tenido. Hubo masacres en las cárceles, atentados terroristas a diario, matanzas contra las poblaciones indígenas. No había esperanza, así que los padres tenían que inventarla y una forma era aceptar que sus hijos se buscaran un futuro en otro país. De eso hablo en el libro: cómo mi vieja, sobre todo ella, prepara a sus hijos para que emigren. Desolación e impotencia son las palabras que mejor definen ese periodo.
En el retrato de tu familia, de la gente que te rodeaba entonces, escribes con muy pocos filtros. ¿Hay algún momento en que esta forma de describir ese tiempo te creara algún conflicto íntimo? En un libro de cuentos anterior ya había superado ese conflicto. He llegado bien entrenado a este libro. Un escritor tiene muchas máscaras y llega un momento en el que por fin se quita la última y puede enseñar su rostro verdadero. A la hora de describirte a ti mismo (especialmente en los años de Perú) también eres bastante directo. ¿Te reconoces en el personaje que presentas en ese tiempo? Me reconozco por completo. Acepto a ese joven al que ahora miro como un hermano mayor que trataría de corregirlo. He tenido más suerte de la que merezco. Hay gente que piensa que me vanaglorio de mis años salvajes, cuando en realidad siento miedo recordando una época en la que traicioné todo lo que mi vieja me había enseñado. ¿Qué tipo de filtro sobre la realidad peruana ha creado el hecho de que vivas desde hace tiempo en Madrid? ¿Qué ha aportado este alejamiento a tu obra? ¿Qué crees que se ha matizado y qué crees que se ha hecho más rico? El filtro ha sido el lenguaje. Me empecé a sentir un extraño escribiendo sin mis peruanismos y mi identidad entró en conflicto. Estoy en medio de dos países. Mi origen es peruano pero mi familia, la que he formado, es española, porque mis hijos crecerán
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Entrevista a Sergio Galarza
Los últimos capítulos del libro se abocan a una realidad llena de emociones, de sensaciones propias. ¿Interfirió el recuerdo de este tiempo en tu forma de escribir? Le dio ritmo. Yo buscaba un libro que pudiera latir con la misma desesperación e impotencia que había sentido. ¿Qué queda en Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre de Paseador de perros o JFK? Creo que ya no hay nada. La rabia ha sido domesticada. Paseador de perros es una novela que se enfrenta con un mundo hostil y Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre es un libro que busca reconciliarse con un pasado que ha sido negado. Una vez escrito y publicado, con algo de distancia sobre él, ¿qué mirada tienes sobre el libro? Marca una nueva etapa en mi narrativa. Creo que los libros que vendrán serán mejores por culpa de este, que me ha ayudado a mirar hacia lo que mejor conozco, una sociedad que ahora niega sus conflictos y trata de usar el dinero para taparlos. Este libro no es sólo la historia de una mujer que muere, es un todo, porque habla sobre alguien que lucha por hacer justicia en medio de la corrupción, habla de un mundo en descomposición, habla del poder de la literatura, habla del pasado como una herencia que no siempre queremos aceptar, abarca temas importantes que siento que empezaré a desarrollar.
aquí. Sentí de pronto la necesidad de afirmar esas raíces y volví a escribir sin preocuparme por lo que entenderán los lectores españoles. Y ya he escrito una novela sobre la radicalización de los discursos políticos en la sociedad peruana. Nunca me desconecté de esa realidad, pero veo que esa radicalización es un problema social que está presente en gran parte del mundo. Si seguimos vivos como sociedades es porque existen leyes, que no funcionan como deberían funcionar, lo que abre un espacio para los líderes que exigen mano dura. Ahí empieza lo que puede acabar con nosotros, la violencia como solución única y el desprecio a la vida.
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Nos gusta mantener una mirada de actualidad sobre algunas realidades literarias. ¿Qué libros y autores peruanos nos aconsejarías leer o seguir para tener una buena perspectiva de lo que se está haciendo allí? Creo que la literatura peruana ha tenido un gran vacío durante dos décadas. Sólo existían Vargas Llosa y Bryce para el extranjero y Ribeyro para los peruanos. Se quiso poner a Alonso Cueto como nuestro nuevo gran escritor, pero sus méritos quedan pequeños si lo comparamos con escritores actuales como Juan Manuel Robles, Richard Parra, Renato Cisneros, María José Caro o Claudia Ulloa. A través de ellos los lectores podrán descubrir a otros escritores preinternet que merecen atención.
Mateo Rello Por Sergio Gaspar Fotografías: Jordi Gol ©
Sergio Gaspar, poeta y editor de la mítica y llorada DVD Ediciones, habla con Mateo Rello (Badalona, Barcelona, 1968) por un doble motivo: La Garúa acaba de publicar su quinto poemario, Los primeros ángeles, y en tanto que director de Caravansari, revista de poesía en lenguas peninsulares, anda ya con los preparativos de la bienal que la publicación organiza en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), este año de nuevo ofreciendo un sugerente programa. Y con un lujo añadido: es la primera vez que Sergio Gaspar acepta entrevistar a un autor para una revista. Tres excelentes razones para conversar.
Acaba de aparecer en La Garúa tu nuevo libro de poemas: Los primeros ángeles. Me gustaría señalar una coincidencia. La Garúa la dirige Joan de la Vega, poeta y editor de poesía. Tú eres poeta y director de la revista de poesía Caravansari. Yo, que te entrevisto, soy poeta y dirigí DVD Ediciones, editorial que publicó ciento cincuenta títulos de poesía, hasta que no pude más. La publicación de Los primeros ángeles reúne aquí y ahora a tres poetas que editan poesía. ¿Cómo has vivido tu condición de poeta-editor? ¿Ha influido en tu obra y en tu visión de la poesía?
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Entrevista a Mateo Rello
Ciertamente, los hay que no tienen enmienda, y esta doble pertinacia nuestra no apunta a nada bueno. Pero sarna con gusto no pica, así que, bromas y cilicios aparte, como ser editor es una radicalización de nuestro papel de lector, y de lector que difunde poesía y puede ser creador o cómplice de un determinado canon, inevitablemente uno se acaba contaminando. Valga la redundancia, porque así se nos fue configurando la propia voz y luego nos fue madurando; y luego, quizás, hasta nos ha hecho renegar de lo dicho.
los Poemas póstumos de Gil de Biedma no están escritos con el lenguaje del telediario, pues son, creo yo, también poesía excelsa. En otro orden de cosas, diré que los poetas que nos metemos a editores hacemos un pésimo negocio: da igual cuánto y cuán bien o mal escribas, porque es probable que la segunda faceta eclipse a la primera o que seas olisqueado con cierto recelo por el resto de la manada (más en el caso de Joan con La Garúa, que edita a sus contemporáneos del mismo Estado).
A mí me ayuda el hecho de ser un lector omnívoro, así como el carácter ecléctico que hemos querido dar a Caravansari. Pero que conste que yo sigo entendiendo que los vanguardistas les nieguen el pan y la sal a los experienciales o realistas, y viceversa: aquí no tienen por qué valer medias tintas; en todo caso, me resulta conmovedor ver a través de los siglos la pugna de Lope y Góngora, aunque raramente con su mismo nivel y gracia, y sin que los contendientes reconozcan, por ejemplo, que Gamoneda no ejerce de sacerdote, sino de excelso poeta (ni reconozcan los contrarios que el salto de lenguaje que se alcanza en su Libro del frío no depende de su adscripción estética, ni viene de suyo en otros textos de similar corriente); tampoco algunos otros que
En tus libros has creado heterónimos, has cedido el protagonismo del poema a personajes históricos individuales, como Espartaco o el Che Guevara, o a personajes colectivos, como los revolucionarios de la Comuna de París o los milicianos que impidieron en las calles de Barcelona el triunfo del golpe de estado de 1936. Te ha interesado el género del texto apócrifo, fingido. En tu libro Meridional asombro, conviertes en protagonista casi absoluto del texto a Ernest Shackleton, legendario explorador de la Antártida. ¿Qué relación guardan estas estrategias poéticas, tan frecuentes en ti, con lo que afirmaste en 2012, al final de tu plaquette Tahúres y emplumados? Allí escribías: «Me ocupan desde hace tiempo algunas cuestiones que se plantean en los territorios de la identidad —individual, y de esa imposible colectividad que llamamos civilización occidental—…». Si Nietzsche mató a Dios, Freud finiquitó esa higiene dinamitando el alma cristiana. Creo que las complejidades que se derivaron de ese nuevo escenario han tenido escaso reflejo en la poesía, y a penas ninguno en la española, muy apegada al prejuicio de que verdad supone confesionalismo (los ingleses, por ejemplo, lo han llevado mejor, con esa paleta de matices psicológicos que adaptó aquí Gil de Biedma, imitado luego hasta el paroxismo epigonal sólo en lo más pintoresco de su obra). Por lo que a mí respecta, a un nivel muy inmediato, entre mis necesidades expresivas está la de reflejar ciertas intuiciones sobre otras vidas que a veces me asaltan con mucha intensidad. Perdón por el tufillo casi esotérico de lo que digo, pero es así. Viene después el hecho de que un poeta refleja el tipo de lector que es, y yo debo desde la infancia muchas horas de
Sospecho que, al fin y al cabo, todo esto no son más que formas de actualizar o, mejor dicho, de reactivar el mito, de reencantar el mundo.
felicidad a la novela de aventuras y de terror: esa pasión por lo novelesco tiene también su cauce legítimo en el poema dramático, que en estos casos suele ser despreciado como «literatura» en el peor de sus sentidos. Expresarse mediante personajes también permite declinar experiencias ajenas, envidiadas o no, y los sentimientos que suscitan; aquí la honestidad reside en el estilo, y sólo este evita la impostura o el pastiche fallero. Y también para declinar aspectos de la propia personalidad que cuesta modular en la obra ortónima: el humor de Machado, por ejemplo, que se manifiesta con golpes absolutamente geniales en alguno de sus heterónimos. Yo siempre he sentido un gran pudor a usar la primera persona; ahora, con Los primeros ángeles, esta era la única forma posible puesto que habla de la muerte de mi madre y de su memoria. Esta pluralidad de voces (aunque yo me quiero ver como una voz que se articula en diferentes lenguajes, en función del proyecto abordado) tiene y no tiene que ver con los poemas que he dedicado a la Barcelona anarquista —ambos, ciudad e idea, unidos en una sola evocación—. Ahora me interesa más escribir sobre lo azaroso que hay en la base de toda civilización. En todo caso, sí me siento un poeta épico y un lector que gusta de la poesía épica, tanto de la Europa de Martínez Mesanza, aunque estemos en las antípodas ideológicas, como de La marcha de 15.000.000 de Falcón, más cercano a mí en las ideas, que no en el lenguaje.
Ya has empezado a hablar de Los primeros ángeles, tu nuevo libro. Centrémonos en él. La presencia de la muerte recorre el texto desde la cita inicial de los famosos y rotundos versos de Quevedo: «Y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte». La muerte entra así con violencia en tu poesía. Pero no es una muerte abstracta ni colectiva. Es la muerte de tu madre y ello parece obligarte, parafraseando lo que acabas de decir en tu anterior respuesta, a prescindir de tu enorme pudor a usar la primera persona, lo que supone una inflexión en tu obra y en tu estrategia de abordar el tema de la identidad individual. Me gustaría que nos explicases más extensamente la génesis de este libro. Este poemario nace de la visceral imposibilidad de entender o asumir la muerte, la de un ser querido, la propia, tanto como el mismísimo concepto de extinción personal. No por nada se dice de algo que es irreparable; ni duelo, ni hostias. Aunque mi ritmo de producción siempre ha sido lento, en este caso los poemas empezaron a rondarme en 2005, con el diagnóstico de la enfermedad que mató a Pilar, y no los terminé hasta finales de 2016. Es curioso: durante los primeros años, no daba con el tono, era todo congestión y ofuscación; un tiempo después, visitando la iglesia de su pueblo, Andaluz (Soria), miraba los angelotes barrocos del altar y, al reparar en que eran los que veía mi madre en su infancia, tuve claro que ese sería el hilo del libro, no sólo sugiriendo un orden narrativo y biográfico, sino por las implicaciones en cuanto a la memoria: la pequeña fortaleza que quiere resistir la embestida del tiempo para descubrir hasta qué punto es tiempo ella misma, pero tiempo paradójicamente cargado de circunstancialidad, manchado de tierra (no ligado a una patria, que es un concepto que aborrezco) y requerido finalmente por ella. Era inevitable desde ese momento que, al menos en parte, Los primeros ángeles se integrara en ese casi subgénero de la poesía española que es Soria: de Bécquer y Machado a Fermín Herrero, reciente premio de la Crítica, por cierto. El resto pertenece al que sería nuestro pueblo, Santa Coloma de Gramenet (Barcelona).
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Entrevista a Mateo Rello
Pilar, tu madre, es la protagonista del libro, pero no en solitario. Como has mencionado, te remontas a los orígenes familiares y geográficos, a los abuelos, a las gentes y las tierras de Soria… Acompañando a Pilar —a su vida, enfermedad y muerte—, se despliegan dos temas que a mí me atraen especialmente: la emigración del campo a las ciudades, masiva y a menudo conflictiva, y la condición de emigrante en la ciudad y sus periferias. ¿Se deja de ser emigrante alguna vez? Yo nací en un pueblo, vivo en Barcelona desde siempre y moriré emigrante. Como mis padres. Conocí a una mujer que, siendo muy niña, emigró con sus padres de Extremadura a Buenos Aires, donde se casó y tuvo a sus hijos. Muchos años después, volvió con esos hijos a España pensando que regresaba a casa. Pronto se dio cuenta de su error y lamentó haber perdido, por segunda vez en su vida, su casa. Yo creo que es posible arraigar y, en buena medida, dejar de ser emigrante, aunque no completamente. Mi padre nunca sintió a Catalunya como su casa; mi madre, sí. Él había dado muchos tumbos y padeció trabajos de gran penosidad; ella trabajó en Soria en casa de los Ridruejo, «sirviendo» como se decía entonces, y aquí pasó a sus labores. No es la misma experiencia. Cuando llegaron a Sta. Coloma, era la típica ciudad que, sin transición, estaba pasando de lo rural a la ocupación masiva (no digo urbanización, porque esta tardó en llegar, lenta y precariamente). Fueron vivencias duras, pero ellos contribuyeron a crear una ciudad y contribuyeron a la prosperidad de esta tierra. Decía que no es la misma experiencia. Tampoco el mismo carácter: Pilar intentaba chapurrear el catalán; Gregorio veía casi con hostilidad la mera existencia de otras lenguas que no fueran el castellano. Y ese es otro tema del que hay que hablar hoy en día, porque tiene gran relevancia si nos referimos a identidad, y a acogida o rechazo. Esa mentalidad beligerante con el resto de lenguas oficiales del Estado sigue muy activa y muy extendida en España, y no precisamente entre gentes maltratadas por un tiempo y un país; de hecho, el anticatalanismo es algo tan visceral en tantos lugares que casi parece uno de los elementos que da cohesión al Estado. A su vez, Catalunya se autoproclama terra d’acollida [tierra de acogida] mientras un sector muy importante del soberanismo, integrado por gentes de cultura y, en algunos casos, de izquierdas, firma un documento tan displicentemente xenófobo como el Manifest Koiné, que propugna, entre otras cosas, que el catalán sea única lengua oficial en Catalunya.
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Dos nacionalismos, el español y el catalán, están chocando y ambos sentando arteramente las bases para que no pueda haber entendimiento, por más que proclamen lo contrario, y para que uno de los dos deba ser derrotado. A mí me espantan tales efusiones patrióticas (enfatizaré aquí que hablo únicamente en mi nombre, no en el de Caravansari: algunos de sus redactores son independentistas, otros preferimos opciones como el federalismo). Visto en un contexto amplio, me da la impresión de que otra vez son nacionalismo, racismo y políticas confesionales lo que mueve el mundo (y lo que trae la guerra), como en el siglo XX. En fin, se diga lo que se diga, igual que no hay blanco sin negro, frío sin calor, no puede haber patriotismo sin fronteras y sin enemistad. Y las fronteras son el lugar donde mueren las personas y cruzan las mercancías. Volviendo a Los primeros ángeles, me interesaría que hablases del tono del libro. Hay mucha emoción, sin duda, pero contenida. En ocasiones, da la sensación de que pretendes distanciarte de los personajes y los hechos. Esta voluntad de cierto distanciamiento me parece característica de toda tu poesía. Tú has escrito Estancia, así que sabes bien qué difícil es modular los sentimientos y con qué facilidad se apode-
ran del tono de una creación. Se camina sobre el filo de lo patético: un pasito de más y todo naufraga en el ombliguismo de la ñoñez; uno de menos y eres un impostor. Otras veces he trabajado con máscaras. Mis recursos en Los primeros ángeles han sido pequeños excesos lingüísticos de un barroquismo casi paródico, personificar a la muerte y contar sus fechorías desde la alegoría; por último: cerrar el libro casi en clave de ciencia ficción, con un poema que arranca operísticamente (sí, así dicho) de las maravillosas Crónicas marcianas de Bradbury. Huelga insistir en que todo esto no funciona sin una escrupulosa higiene del sentimiento, tras dejar reposar el poema como pedía Kavafis, tan consciente de estos peligros. La estructura del libro está muy trabajada, así que los lectores no se encontrarán con una mera secuencia de poemas. La organización del conjunto, la extensión y los títulos de las secciones son fundamentales, altamente significativos. Basta con leer el índice para darse cuenta. Quise convertir la elegía en una suerte de biografía espiritual, y eso me pedía poemas más narrativos unas veces; otras, las piezas debían ser más alegóricas, casi hasta lo surreal. Yo no sé decir si el conjunto funciona, si hay un equilibrio. ¿Podemos extraer alguna enseñanza vital, principal, incluso moral, de algo tan cotidiano como la muerte de los seres familiares? ¿Qué te ha enseñado a ti la muerte de tus padres? Nada. Soy ateo y no creo en trascendencia alguna. Así que, ¿a quién arrojar la rabia de su extinción? Simplemente, no puedo aceptar que se apague para siempre esta gracia de la mente humana. Los mecanismos sutiles y delicados del humor. El alboroto y alborozo químico de nuestros amores. La maravilla sublime (¡ay, otra palabra peligrosa!) de las matemáticas, que permiten a un judío exiliado calcular que, más lejos aún de su casa, en ciertos rincones del universo, la materia se vuelca sobre sí misma, atrapada en su propia densidad, pero ¡encontrando una salida al otro lado de su propio colapso! Por cierto, ¿sabías que es posible que los mayores agujeros negros estén en el origen de la formación de las galaxias? Una vez más, el cero absoluto de la muerte orquesta el abrumador, magnífico, turbulento y turbio festival de la materia... para nada. O, dicho de otro modo, para descubrir un día que en el cajón de la cómoda de una mujer muerta cabe toda, toda la desolación de ese mismo universo.
Las Jornadas de Poesía en Lenguas Peninsulares, una iniciativa que surge de la revista Caravansari, van ya por la tercera edición. ¿Cómo describes y valoras un proyecto tan singular como este, un proyecto con unos objetivos tan necesarios como tal vez utópicos? A veces tengo raptos insensatos de optimismo y pienso que, quizás, dentro de una generación, proyectos como Caravansari y Suroeste (ambas revistas dedicadas a la poesía en lenguas peninsulares) o como nuestra bienal y el festival Pontepoética de Pontevedra, los únicos de estas características que se celebran en España y Portugal, habrán sembrado semillas de curiosidad mutua entre unas literaturas que, pasada la represión franquista, han demostrado tener muy poco interés las unas por las otras. Sea como sea, esto del iberismo es una quimera que, intermitentemente, deja explosiones de supernovas que atraviesan años luz y años sombra; mencionaré, por cierto, entre esas luces libros que han sido muy importantes para mi generación y que tú editaste: las antologías Montañas en la niebla, a cargo de Jon Kortazar y dedicada a la poesía vasca, y Sol de sal, a cargo de Jordi Virallonga, dedicada a la poesía catalana. La bienal de Caravansari es una anomalía dichosa que, en tiempos de recortes, ha nacido de varias confabulaciones: la de la concejal de cultura del Ajuntament, Petry Jiménez, y la de Carlos Quesada, poeta también y director del colomense grupo teatral Lauta. Ellos nos han apoyado para que este festival saliera adelante contra todo pronóstico. Así, lo que Barcelona no es capaz de hacer, se está haciendo desde un municipio de su periferia, Santa Coloma. Este año, en septiembre, vendrán Bernardo Atxaga, Miriam Reyes, Nuno Judice, Gonzalo Hermo, Eduard Sanahuja y Lola Casas, esta en un recital infantil que nos hace mucha ilusión y supone un reto añadido. Esperamos que lo demás no sea silencio, pero todo se verá.
Sergio Gaspar (Checa, Guadalajara, 1954) es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona. En 1996 fundó, junto a Maria Fortuny, DVD Ediciones, que dirigió hasta 2011. Ha publicado Revisión de mi naturaleza (1988), Aben
Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009). Participa en antologías como Poesia espanhola de agora de Joaquim Manuel Magalhâes (1997) o Por vivir aquí de Manuel Rico (2003).
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Clarence Brown: resurrección Un estudio de Carmen Guiralt recupera la obra olvidada de un clásico del cine de Hollywood Por Bel Carrasco Salvador
Clarence Brown rodó cincuenta y cuatro filmes entre 1920 y 1952 en plena época dorada de Hollywood, realizando con brillantez el tránsito del cine mudo al hablado, al que incorporó importantes innovaciones técnicas. Sin embargo, el nombre de Clarence Brown había desaparecido de los anales del séptimo arte. Carmen Guiralt, doctora en Historia del Arte por la Universitat de València y especialista en cine, ha reparado esta injusticia con el director que más veces dirigió a Greta Garbo en su monografía Clarence Brown, editada en la colección Signo e Imagen/Cineastas de Cátedra.
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Brown fue el artífice de títulos clásicos del cine americano, como Flesh and the Devil (1926), Anna Karenina (1935), National Velvet (1944) y The Yearling (1946). Además de dirigir a Greta Garbo más veces que ningún otro director, consiguió la interpretación más veraz de Rudolph Valentino en el que está considerado por muchos su mejor film, The Eagle (1925). También dio su primera gran oportunidad a Clark Gable en A Free Soul (1931) y a James Stewart en Wife vs. Secretary (1936). Realizó la película que convirtió en estrella a Elizabeth Taylor, National Velvet. Asimismo, está acreditado por la adaptación más fiel y sobresaliente de William Faulkner en la pantalla, con Intruder in the Dust (1949), uno de los primeros largometrajes antirracistas de Hollywood. El objetivo de esta monografía, la única que existe en el mundo del director norteamericano, es doble. Pretende subsanar numerosas ideas preconcebidas y erróneas que existen sobre su obra y descubrir al «otro Brown», al de sus modestas realizaciones en Universal y al de sus desconocidas cintas de americana. Apoyada en una exhaustiva documentación, Guiralt hace un recorrido completo por la figura y filmografía de Brown (1890-1987), nacido en Massachussets, que alcanzó la avanzada edad de noventa y siete años y, tras retirarse del cine, amasó una fortuna con negocios inmobiliarios que legó a su alma mater, la Universidad de Tennessee. Esta resurrección de un realizador olvidado es fruto de muchos años de investigación y de una ardua búsqueda, tanto de las propias películas de Brown como de documentación y material de archivo. Atraída por la ausencia de estudios sobre él, Guiralt le dedicó su tesis, en 2012, y con el volumen publicado este año por Cátedra sitúa a Brown en el lugar que le corresponde dentro de la historia del cine.
¿Cómo se explica el olvido que sufrió la obra de Brown? Por un cúmulo de factores. El estudio del cine norteamericano se ha llevado a cabo fundamentalmente a través del auterism o auteur theory en los años cincuenta desde Cahiers du Cinéma. Cuando la revista vio la luz, Brown ya se había retirado del cine y, además, se da la circunstancia de que sus últimos títulos manifiestan un descenso de calidad. Por otra parte, el hecho de haber sido un privilegiado en el star system le ha perjudicado, pues carece de esa aura de «malditismo» que tanto aprecian los críticos. Su carácter tímido y retraído también influye en el olvido que sufrió. Era alérgico a las entrevistas. Las palabras de su colega Henry Hathaway reflejan su actitud: «Clarence Brown siempre fue un director innovador. Pero no será recordado porque nunca fue un hombre político». ¿Qué interés tiene su obra para los cinéfilos de hoy día? Su vigencia es plena y su asociación con las grandes estrellas y el glamour de la época le otorga un gran atractivo. Fue el director que más veces dirigió a Greta Garbo, en siete ocasiones. Garbo era muy tímida y sufría cierto complejo por su falta de dominio del inglés. A diferencia de la mayoría de directores del cine mudo que gritaban sus órdenes en el plató, Brown la trataba con delicadeza, susurrándole al oído sus indicaciones. También dirigió a Joan Crawford en idéntico número de filmes. Ambas actrices representaron siempre papeles de mujeres fuertes e independientes, de gran valentía y determinación, caracterizadas por su sinceridad, fortaleza y capacidad de enfrentarse a la adversidad. Podemos afirmar rotundamente que todos estos filmes poseen un fuerte posicionamiento feminista. Algo que se hace extensible a la obra completa de Brown. En este sentido, cabe destacar como ejemplos altamente representativos varias de sus películas silentes en Universal, como Butterfly (1924) y Smouldering Fires (1925), y, por supuesto, A Free Soul (1931). Este último film lanzó a la fama a Clark Gable, pero la protagonista indiscutible de la producción era Norma Shearer, que, como reza el título de la cinta, era un alma libre. Curiosamente, los varones de las películas de Brown son a menudo cobardes, débiles, egoístas y mentirosos, insignificantes o simplemente mezquinos. Hay muchos ejemplos de este tipo de protagonistas masculinos en sus filmes. ¿Se puede considerar a Brown un director de mujeres? No cabe duda de que Brown tenía una comprensión muy aguda y profunda de lo femenino. Sin embargo, por lo general, cuando se nombra a un cineasta como
un «director de mujeres», como es el caso de George Cukor, tales sobrenombres contienen siempre implícitos matices negativos o, como mínimo, implicaciones que actúan en detrimento del conjunto su obra. Así es en el caso de Brown, un cineasta con una extensa, variada e importante filmografía, que va mucho más allá de su trabajo con actrices. Hay que recordar que dirigió la mejor película de Rudolph Valentino y a Clark Gable más veces que a ningún otro intérprete. En cierta ocasión, un entrevistador preguntó a Clarence Brown precisamente sobre ese tema y él contestó: «Algunos me llaman director de una sola mujer —refiriéndose sin duda a Garbo, a lo que añadió:—, pero, ¿sabe?, en una de mis mejores películas no había mujeres en absoluto, Intruder in the Dust». En efecto, existe una destacada y muy relevante parcela de su producción donde las mujeres no tienen ningún protagonismo: la consagrada al género americana. Un conjunto de obras absolutamente personales y originales, que nada tienen que ver con las producciones de americana de otros directores como John Ford o Henry King. Provistas de multitud de tintes autobiográficos, las películas de americana de Brown son historias íntimas, familiares, establecidas en localizaciones rurales o pequeñas comunidades y rodadas, en ocasiones casi de forma íntegra, en exteriores naturales, lejos de los estudios de MGM. Se centran en los conflictos paternofiliales e inciden en el crecimiento, la transformación y el tránsito, ya sea de la edad infantil a la adolescencia —National Velvet (1944), The Yearling (1946)— o de la adolescencia a una juventud más madura —Ah, Wilderness! (1935), Of Human Hearts (1938), The Human Comedy (1943) e Intruder in the Dust (1949)—. ¿Influyó el cine de Brown en sus colegas? Brown influyó directamente en cineastas de la talla de Elia Kazan, Billy Wilder, Josef von Sternberg, Frank Capra, Fritz Lang, Victor Fleming o Mervyn LeRoy, entre muchos otros. Kazan confesó en su autobiografía cómo plagió deliberadamente la presentación de Brown de Greta Garbo en Anna Karenina (1935) llegando a la estación de ferrocarriles de Moscú para la de Blanche Dubois (Vivien Leigh) en A Streetcar Named Desire (1951), mostrándola al inicio del film de la misma forma, llegando a la estación de trenes de Nueva Orleans envuelta en el vaho que exhala el ferrocarril. Billy Wilder tomó prestada la misma escena de Brown para la presentación del personaje de Sugar, interpretado por Marilyn Monroe, en Some Like It Hot (1959), a quien vemos por primera vez en la película caminando por el andén de la estación de Chicago
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Entrevista a Carmen Guiralt
cuando es sorprendida por el vapor que emerge de la locomotora. Billy Wilder, además, se inspiró en Brown en muchas otras de sus producciones, como es el caso de su largometraje sobre la era muda de Hollywood Sunset Blvd. (1950), que acusa la influencia de dos de las películas silentes de Brown en Universal, Smouldering Fires (1925) y The Goose Woman (1925), de forma muy tangible. ¿Cuáles fueron sus aportaciones técnicas más importantes? Licenciado por The University of Tennessee, Knoxville, con una doble titulación en Ingeniería, Brown fue siempre un apasionado de la maquinaria, la técnica y las innovaciones tecnológicas. Esto no sólo garantizó su éxito en la transición del mudo al sonoro, sino que con anterioridad, desde su época silente, sus películas se caracterizan por un gran virtuosismo técnico. Fue proclive a la realización de largos y complicados movimientos de cámara, generalmente travellings, con maquinaria de fabricación propia, diseñada por él mismo. Son especialmente significativos a este respecto The Eagle (1925) o Anna Karenina (1935), films de los que Brown explicó cómo ideó la maquinaria específica para lograr determinadas tomas largas en encuadres móviles. Su obra se caracteriza por la presencia de tomas de larguísima duración en movimiento y planos-secuencia, mucho antes de que estos fuesen recursos frecuentes en el cine clásico norteamericano. Debido a sus comienzos en el cine junto al director pictorialista Maurice Tourneur, Brown fue también un director esencialmente plástico y visual, que prestaba mucha atención a la fotografía, al espacio y a la composición pictórica de los encuadres. Su producción íntegra revela un uso constante de la fotografía con profundidad de campo —a menudo con acciones simultáneas en primer y último término de la imagen—, de nuevo, mucho antes de que el enfoque nítido fuese una opción estilística habitual, a raíz de las prácticas fotográficas del operador Gregg Toland en la década de 1930 con los realizadores William Wyler, John Ford y Howard Hawks, que culminaron en Citizen Kane (1941), de Orson Welles y con Toland a cargo de la fotografía. Brown se anticipó a todos ellos y su
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cine presenta abundantes dispositivos considerados insólitos para la época. ¿Cómo se ha documentado para realizar esta monografía? Tanto la tesis doctoral como el libro implicaron un exhaustivo trabajo de investigación inédito e internacional. El libro está dedicado al prestigioso historiador británico y ganador de un Oscar Kevin Brownlow, por su constante apoyo, generoso suministro de películas e información y por permitirme utilizar sus entrevistas inéditas a Clarence Brown y otros documentos, nunca antes publicados, de su colección particular. Gracias a Brownlow tuve la oportunidad de entrevistar en Londres, en el verano de 2011, a uno de los actores que trabajaron con Clarence Brown, que fue, además, uno de sus descubrimientos personales, Claude Jarman Jr., protagonista de The Yearling (1946) e Intruder in the Dust (1949) y ganador de un Oscar por la primera. Mi investigación también ha contado con la valiosa cooperación de varios centros norteamericanos, que me facilitaron importante material documental y fílmico de archivo: The University of Tennessee, Knoxville, Tennessee, Special Collections Library, donde está The Clarence Brown Collection; George Eastman House/International Museum of Photography and Film, Rochester, Nueva York; UCLA, Film and Television Archive, Motion Picture Collection, Los Ángeles; Universal Studios, Inc., y la Library of Congress (LOC), Motion Pictures Division, Washington, D. C.
Carmen Guiralt es doctora en Historia del Arte por la Universidad de Valencia y licenciada en Cinematografía por la Universidad de Valladolid. Ha escrito sobre el Hollywood clásico para revistas como Film History, Zer. Revista de estudios de comu-
nicación o L’Atalante. International Film Studies Journal. Ha publicado el capítulo sobre Washington, D. C. del libro Ciudades de
Cine (Cátedra, 2014) y el libro Clarence Brown (Cátedra, 2017).
Especial: Philip K. Dick
Johana Do Rosario
La inseguridad ontológica de Philip K. Dick – 22
Alejo Steimberg
Philip K. Dick, profeta de una realidad amenazada y tal vez inexistente – 28
Oriol García
Un activista en Marte: ¿qué es la realidad? – 34
OG-Nexus-7
Dick, los otros, mi programador y yo: ¿qué significa ser humano? – 40
Pau Bosch
La Exegesis, penúltima verdad de Philip K. Dick – 46
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E l ci e l o r a s o
La inseguridad ontológica de Philip K. Dick Por Johana Do Rosario «Detrás de Poe —escribió Borges— hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis». Lo mismo puede decirse de la paranoia de Philip K. Dick, o de su inseguridad ontológica. En el caso de Dick, esa paranoia le sirvió para forjar una de las literaturas más metafísicas, más políticas y más alucinatorias del siglo pasado. Y sin embargo Dick, cuyo nombre sigue sin ser masivamente conocido fuera del círculo de los lectores de ciencia ficción, es un autor vastamente superado por su propia presciencia. La prueba no es meramente que Dick sea, como dijo Bolaño, «uno de los autores más plagiados del siglo XX», autor mil veces adaptado a la gran pantalla tanto directa (Blade Runner, Desafío Total, Minority Report, A Scanner Darkly) como indirectamente (Matrix, Abre los ojos, El show de Truman, 12 monos…). Lo más aterrador es que, en nuestra era digital de Big Data, siliconización del mundo y vigilancia de masa (Snowden, Assange), tal como Dick mismo escribió en 1974, «el mundo ha llegado a parecerse a una novela de P. K. D.». Entre sus lectores, sin embargo, la fama de Dick le precede. «Chalado aturdido por las drogas», «especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia», o «tal vez el más gran escritor impulsado por las anfetaminas» son tres variantes de las etiquetas que más frecuentemente se le cuelgan y se le colgaban ya en vida (de las tres, la última es la más cercana a la verdad, la segunda es la más alejada)1. 1. Cfr., respectivamente, Lawrence Sutin, Divine Invasions: A Life of Philip K. Dick (New York: Harmony Books, 1989), pág. 8; Roberto Bolaño, «Philip K. Dick», en Entre Paréntesis (Barcelona: Anagrama, 2004), pág.
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Aunque en sus últimos años llegase a lamentarlo, Dick mismo cultivó esta fama durante la mayor parte de su carrera. Por ejemplo, hubo un periodo de su vida (1970-72) en que abrió de par en par las puertas de su casa de Santa Venetia (California) a todo tipo de adolescentes, yonquis y maleantes y se alimentó casi exclusivamente a base de batidos proteínicos y puñados de Dexedrina, Benzedrina, Metedrina y otras anfetaminas, de las que engullía unos mil comprimidos a la semana, pasándose hasta cuatro y cinco días seguidos sin dormir para luego caer redondo durante cuarenta y ocho horas. Otro vicio que sus intérpretes hemos heredado de Dick es el de diagnosticarlo (como paranoico proverbial, esquizofrénico, psicótico, maníaco-depresivo, personalidad disociada, etc.). Algunos de estos diagnósticos fueron confirmados por las docenas de psiquiatras que lo trataron a lo largo de su vida. Pero ninguno consideró a Dick apto para un encierro prolongado más allá de las dos semanas de rigor que siguen a un intento de suicidio o de una cura de desintoxicación. Decir que Dick era un drogadicto y un hipocondríaco, sin embargo, es decir muy poco. El diagnóstico que nosotros añadimos a esta larga cola, y al que le damos un valor no tan nosológico como heurístico o, si se quiere, intuitivo, es una categoría clínica acuñada por R. D. Laing, psiquiatra existencial de opiniones cercanas a la antipsiquiatría cuya vida corre paralela a la de Dick y cuyas ideas Dick, lector voraz de literatura psicológica y psiquiátrica, a menudo prefigura. Digamos simplemente que a Dick no le faltaban motivos para sentirse ontológicamente inseguro. Nacido en diciembre de 1928, Dick vivió su infancia en medio de la Gran Depresión. Dick tuvo una hermana gemela llamada Jane, quien murió de inanición al cabo de un mes debido a la pobreza de la familia y a la negligencia 183; Marcus Boon, The Road of Excess: A History of Writers on Drugs (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2002), pág. 206.
de la madre, y debido sobre todo a que Dick sobrevivió y ella no, él (así se lo diría a su tercera esposa Anne) había obtenido toda la leche del seno materno y matado indirectamente a su hermana, y el fantasma de Jane, que Dick imaginaba como una chica de pelo negro y ojos negros (como la madre), nunca dejó de perseguirlo tanto en su vida como en su obra como objeto de fascinación y de horror. Dick apenas le vio el pelo a su padre tras el divorcio de sus progenitores cuando él tenía cinco años. Dick tenía una madre neurótica, poco afectuosa y distante que trabajaba como una mula y a la que por consiguiente tampoco le veía apenas el pelo, y que poco después del divorcio lo metió en un internado del que Dick sólo salió, hecho un saco de huesos, debido a sus dificultades para tragar y a sus ataques de ansiedad. Dick tomó su primera anfetamina (Efedrina) a los seis años como medicamento contra el asma. Dick se sentó frente a su primer psiquiatra a los catorce años aquejado de ansiedad fóbica y taquicardia, y pronto descubrió el efecto magnético que la historia de su hermana Jane producía en su interlocutor. Adolescente, su agorafobia legendaria le impidió cursar estudios superiores (a sus amigos les diría durante toda la vida que su coche sólo podía ir de casa a la consulta de su psiquiatra; todo otro trayecto conducía derecho al accidente). Y en los sesenta, su consumo de anfetaminas se disparó, como Dick diría más tarde, para poder mantener el ritmo endiablado de escritura necesario para poder vivir de la misma, llegando a escribir casi cincuenta novelas (pagadas a unos mil quinientos o dos mil dólares la novela) y dos centenares de cuentos que son tanto un estilo de vida como un estilo de supervivencia. A lo largo de una vida y una obra conducidas a mil por hora, Dick no dejó de plantearse las preguntas «¿Qué es la realidad?» y «¿Qué es el ser humano?», y las respuestas que dio en novela tras novela y relato tras relato son eminentemente paranoicas. De un lado es imposible saber si eso que parece un hombre lo es realmente. En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (la novela adaptada por Ridley Scott en Blade Runner), el
test de empatía de Rick Deckard no es infalible. Un androide programado para simular empatía podría superarlo, y un hombre carente de afecto, un autista o un esquizofrénico, seguramente no lo superaría. El único test cien por cien fiable de que dispone el cazarrecompensas para verificar si su presa es en efecto un androide es dispararle y ver si en lugar de las tripas se le salen los circuitos. Peor: Deckard no tiene ninguna garantía de no ser él mismo un androide, y a menudo ocurre en las historias de Dick que el protagonista que se cree humano descubre con horror que es en realidad un robot. Del otro lado, y como reverso de esta duda fundamental acerca de la propia identidad, la realidad es en la obra de Dick terriblemente frágil e inestable. Sus personajes nunca pueden estar seguros de haber salido definitivamente de lo que Dick llama idios kosmos (o universo privado) para acceder al koinos kosmos (universo compartido): en Los tres estigmas de Palmer Eldritch, han tomado una droga cuyo efecto nunca desaparece del todo; en «Podemos recordarlo todo por usted», su memoria ha sido modificada o suplantada; en VALIS y La transmigración de Timothy Archer, son enfermos mentales incapaces de distinguir la realidad de la alucinación. Todavía más angustiante (con Dick siempre hay un «peor todavía»): incluso cuando los personajes habitan un koinos kosmos, este a menudo se revela como un montaje del Gobierno o de una gran corporación (El hombre en el castillo, Tiempo desarticulado), o como una alucinación colectiva generada por un supercomputador (Laberinto de muerte) o por un ser con superpoderes psíquicos que controla sus mentes (Fluyan mis lágrimas, dijo el policía). En el colmo de la paranoia que es Ubik, los personajes no pueden saber siquiera si están vivos o muertos. Y Dick nunca nos da la solución al enigma. Incluso cuando parece hacerlo, el enigma sólo se resuelve desde el punto de vista de uno de los personajes, dejándonos de nuevo en el punto de partida. La paranoia de Dick, pues, abarca todos los niveles de lo real y hasta la realidad como tal. No sólo «Mi
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jefe me la está jugando», «Mi mujer me la pega», «El FBI me espía» y «El Gobierno me manipula», sino incluso «El teléfono de mi jefe me la está jugando», «Mi mujer es un robot», «Richard Nixon es un emisario del diablo» y «El mundo entero es obra de un demiurgo malvado». Es fácil hacer una lectura en clave política de la paranoia expresada en tales términos, y a ello se ha dedicado buena parte de la crítica de Dick: el androide como símbolo de la deshumanización de los oprimidos; los mundos falsos como símbolo de la alienación del ciudadano y de la manipulación política; la imposibilidad de distinguir entre hombre y máquina como símbolo de la cosificación del individuo en la moderna sociedad capitalista. Los textos de Dick y el contexto político y social en que fueron escritos no sólo se prestan a semejante lectura, sino que la piden a gritos. Dick mismo lo dice alto y claro en dos novelas tardías. En VALIS (1981): «Esos tiempos en América —de 1960 a 1970— y este lugar, el Área de la Bahía del Norte de California, eran totalmente jodidos. […] Las autoridades se volvieron tan psicóticas como aquellos a los que perseguían. Querían eliminar a todas las personas que no fueran clones del establishment». Y en La transmigración de Timothy Archer (1982): «Berkeley y la paranoia eran compañeros de cama. El final de la guerra de Vietnam quedaba todavía lejos; Nixon aún tenía que retirar las tropas. Faltaban años para Watergate. Los agentes del Gobierno hormigueaban en el Área de la Bahía. Nosotros, los activistas independientes, sospechábamos a todo el mundo de connivencia; no nos fiábamos ni de la derecha ni del PC-USA. Si una cosa se odiaba en Berkeley, era el olor de la policía»2. Esta vocación política de la literatura de Dick es especialmente palpable en El hombre en el castillo (1962), novela ganadora del único Premio Hugo concedido al autor y que selló su destino como escritor de ciencia ficción (hasta entonces había dividido sus esfuerzos creativos entre este género infame y la «alta literatura», cuyos manuscritos los editores le devolvían por puñados). Protagonizada predominantemente por hombres de poder (empresarios, políticos y gerifaltes Nazis), El hombre en el castillo nos presenta unos Estados Unidos ucrónicos que los nazis y los japoneses, vencedores de la Segunda Guerra Mundial, se han dividido. El famoso
hombre en el castillo es el autor de una novela prohibida por los nazis, La langosta se ha posado, donde se narra una historia alternativa, una extraña «fantasía» según la cual los EE. UU. ganaron la guerra. Desde una paranoica soledad, desde lo que es «prácticamente una fortaleza, rodeado de pistolas», con «alambre de púa electrizado alrededor de la casa»3, el escritor de historia-ficción describe un mundo que es puro negacionismo histórico, en el que japoneses y nazis nunca han gozado del privilegio de discriminar a los estadounidenses como una raza inferior. Con ello, el libro nos obliga a formularnos una pregunta más incómoda aún: ¿cuál es la «verdadera» geopolítica de 1962, la que describe El hombre en el castillo o la que describe La langosta se ha posado? Esa pregunta, que no es sólo una pregunta sino también una plaga, es la que Dick arroja a sus lectores en cada una de sus cincuenta novelas. De ahí que los personajes experimenten cierto miedo fascinado al leer La langosta, pero también el vértigo liberador de estar asomándose a la palabra de un mesías.
2. VALIS y The Transmigration of Timothy Archer (ambas en Philip K. Dick, VALIS & Later Novels, New York: The Library of America, 2009), págs. 177 y 627 respectivamente.
3. The Man in the High Castle (en Philip K. Dick, Four Novels of the 1960s, New York: The Library of America, 2007), págs. 78-79.
Las visiones de Dick participan indistintamente de ambas emociones: el terror ontológico y el coraje político.
Las visiones de Dick participan indistintamente de ambas emociones: el terror ontológico y el coraje político. Y lo que nos dicen prima facie sus textos, pues, es que para alguien que vivió su juventud y entró en la vida activa bajo el macartismo y que alcanzó la madurez creativa en la California de los sesenta, la paranoia era el estado mental normal. Pero, además de esta paranoia que flota en el ambiente en toda su obra (a ella hace referencia el adjetivo «dickiano»), Dick también escribió de manera explícita sobre las drogas y la locura. Sus novelas están plagadas de esquizofrénicos, autistas, psicóticos, hebefrénicos, depresivos, adictos a sustancias varias. Y cada vez ofrece de la enfermedad mental una imagen en la que resuenan las opiniones de la antipsiquiatría entonces en boga: el loco es el producto de las instituciones opresivas que lo categorizan y lo encierran y de la despersonalización que resulta directamente de las condiciones alienantes del capitalismo moderno. Visto bajo otro prisma, el loco es un explorador del espacio interior, un visionario comparable a los místicos, y el proceso de la locura es análogo a los ritos chamánicos de iniciación. En un ensayo de 1964, por ejemplo, Dick nos invita a contemplar la posibilidad de que eso que llamamos «alucinaciones no sean en
absoluto alucinaciones sino, al contrario, percepciones exactas de una zona de la realidad que el resto de nosotros no puede (gracias a Dios) alcanzar». Las alucinaciones, como los estados de «consciencia expandida» que se perseguían en aquellos años mediante el uso de alucinógenos, serían una forma de «sobrepercepción», percepción de lo que el común de los mortales no ve. Si ello supone un problema, dice Dick, es debido a «las consecuencias sociales», y no se refiere meramente a la alienación y el aislamiento del encierro psiquiátrico. El problema de fondo es que, aunque el individuo está viendo algo real, está viendo demasiado. Su experiencia no es comunicable. Ningún signo semántico es capaz de describir lo que ve y hacérselo comprensible a sus semejantes, «y por consiguiente el organismo no puede continuar manteniendo una relación empática con los miembros de su sociedad. Y este colapso de la empatía es doble; ellos no pueden empatizar con su mundo, ni él con el de ellos»4. También la forma en que Dick caracteriza la esquizofrenia refleja y articula a su manera los debates encarnizados en torno a la misma que por aquel entonces sacudían la institución psiquiátrica. En Tiempo de Marte (1964), el esquizofrénico es presentado como alguien que padece un «trastorno del sentido del tiempo», alguien que vive fuera del tiempo o que tiene todo el tiempo de golpe. Como el niño autista Manfred Steiner, no anticipa meramente el resultado catastrófico de un determinado curso de acción, sino que percibe ya, ahora, la ruina y la destrucción futura de todas las cosas y todos los seres. Es de esta facultad 4. «Drugs, Hallucinations, and the Quest for Reality», en Lawrence Sutin (ed.), The Shifting Realities of Philip K. Dick: Selected Literary and Philosophical Writings (New York: Vintage Books, 1995), págs. 167-174.
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Johana Do Rosario. La inseguridad ontológica de Philip K. Dick
«precognitiva» de la que derivan su inadaptación social, su falta de empatía, su anhedonia (¿cómo sentir afecto por lo que ya es una carroña que los gusanos se comen a besos?). Pero las instituciones públicas también tienen su parte de responsabilidad en esta falta de adaptación, como le dice el protagonista y exesquizofrénico Jack Bohlen a uno de los robots encargados de la educación de los niños en la colonia marciana: «Pienso que esta Escuela Pública y ustedes, máquinas docentes, van a criar una nueva generación de esquizofrénicos, descendientes de gente como yo, que se está adaptando perfectamente a este planeta. Van a partir la psique de estos niños en dos, enseñándoles a esperar un medio ambiente que no existe. Ese medio no existe ya ni en la Tierra; está obsoleto»5. La enfermedad mental en la obra de Dick es, en gran medida, «una estrategia especial que la persona inventa para poder vivir en una situación invivible» (así es como R. D. Laing define la esquizofrenia en 1967)6. Lo mismo vale para el tratamiento de las drogas en las novelas que Dick les consagra. Los tres estigmas de Palmer Eldritch, por ejemplo, relata la lucha de dos megacorporaciones y dos drogas por el monopolio del mercado interplanetario y del espíritu humano. La primera droga, Can-D, distribuida ilegalmente pero con el consentimiento tácito de las autoridades por la empresa P. P. Layouts, hace más soportable la existencia de los colonos deportados a Marte después de que las temperaturas hayan alcanzado niveles insufribles en la Tierra. El Can-D es una droga social: los infelices colonos se sientan alrededor de una maqueta y se «trasladan» al cuerpo de dos muñecos tipo Barbie y Ken para regresar durante unas horas al San Francisco idílico de los años cincuenta. El consumo de Can-D, pues, asegura que sus usuarios continúen su «sombría cuasivida de expatriación involuntaria en un entorno innatural». 5. Martian Time-Slip (en Philip K. Dick, Five Novels of the 1960s & 70s, New York: The Library of America, 2008), pág. 75. 6. R. D. Laing, The Politics of Experience (New York: Pantheon Books, 1967), pág. 115.
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Ilustración de Christopher Dombres
En cuanto a la segunda droga, Chew-Z (comercializada por la empresa de Palmer Eldritch bajo el eslogan «Dios promete la vida eterna, nosotros podemos suministrarla»), lo que hace es trasladar al usuario a un universo de pesadilla del que no hay vuelta atrás, amenazando con que «la trinidad maligna, negativa, de la alienación, la realidad borrosa y la desesperación» se apodere del mundo por siempre jamás7. Estamos a años luz de la apología beatnik de la droga y la locura. En la obra de Dick, ambos motivos son a la vez fuente y síntoma del sufrimiento del hombre en sociedad. El drogadicto está de facto excluido del 7. The Three Stigmata of Palmer Eldritch (en Philip K. Dick, Four Novels of the 1960s, New York: The Library of America, 2007), respectivamente pág. 269, pág. 361 y pág. 429.
koinos kosmos, el loco es un visionario incapaz de hacer comulgar sus visiones con el koinos kosmos. Esta función de denuncia política nos da una pista sobre el rol infernal que locura y drogas jugaban en su vida privada, en la que, a partir de la infancia y juventud esbozadas más arriba, Dick fue hospitalizado en diversas ocasiones con diagnósticos varios, vivió cinco matrimonios que acabaron de manera calamitosa, intentó suicidarse tres veces… El reverso de la «duda ontológica» que atraviesa sus textos, pues, es la «inseguridad ontológica» que atenaza a Dick. Según R. D. Laing, el individuo que padece tal inseguridad «puede sentirse más irreal que real; en sentido literal, más muerto que vivo». Su sentimiento de autonomía es tan precario que la situación más anodina de la vida cotidiana representa para él un peligro mortal. La mera existencia del otro lo abruma. Incluso el hecho de ser comprendido o amado significa «ser engullido, encerrado, tragado, ahogado, devorado, sofocado, asfixiado en o por otra persona». Y sin embargo este yo, incapaz de existir por sí mismo, «está en una posición de dependencia ontológica respecto al otro». Sólo existe cuando es reconocido por los demás, pero este reconocimiento amenaza con anularlo. El otro es para él un pharmakón: a pequeñas dosis le da la vida, a grandes dosis podría matarlo8. En términos parecidos describe al joven Dick un amigo de secundaria: como un «solitario» con «una ausencia de identidad». Y en términos calcados le describe Dick a su hija Isa cómo se siente un adolescente cuya identidad se está formando: «La persona siente la posibilidad de que este nuevo yo, esta identidad única, puede ser apagada, puede ser devorada por el mundo que lo confronta, especialmente por todas las otras identidades que se están constituyendo a su alrededor. El miedo real, entonces, es que tú mismo —que en cierto momento no existías— puedas de nuevo no existir; miedo dentro de ti, inundándote en ola tras ola de pánico, tal es la experiencia del yo devorado»9.
Dick, pues, tenía dos locuras: una locura pública y una locura privada, una locura decible y la noche. En cierto modo, en su vida pública, la locura era pose, reivindicación, denuncia de las condiciones existentes. También lo fueron las drogas: reivindicación de su propia marginalidad, del afuera del sistema. Ello no quita que al mismo tiempo, y en parte como precio a pagar para que esas reivindicaciones fueran genuinas, Dick se hundía más y más en la locura y en las drogas. El juego entre ambas locuras era retorcido, insidioso, digno de Dick el camaleón: dándole a la locura una función política en sus textos y en su imagen pública (todas las etiquetas que él mismo se colgaba, pero ¡ay si otro que no fuese su psiquiatra osaba llamarlo paranoico!), el camaleón trataba de sublimar su propia locura: dotarla de una dignidad social, de una relevancia más allá de los estrechos límites de su persona. Al señalar la trascendencia política de la locura, Dick legitimaba socialmente su locura. Toda su obra no es más que un largo esfuerzo en este sentido: el esfuerzo para decir, comunicar, racionalizar eso que por definición es indecible, incomunicable, irracional. Pero al hacer de la escritura su único sustento, claro, Dick había comprado una espada de doble filo: no sólo su vida mental, también su vida material, colgaba del hilo de tinta que fluía de sus dedos. Por cada demonio que exorcizaba nacía otro nuevo. (Traducido del francés por Pau Bosch)
Johana Do Rosario tiene un máster en Literatura Moderna por la Université Paris 4 (Sorbonne) y un máster en Psicología Clínica por la Université Paris 7 (Diderot). Vive y trabaja en París como psicóloga en una asociación de acogida para demandantes de asilo y en una escuela, además de recibir a pacientes en su consulta privada.
8. Cfr. Laing, The Divided Self (London: Tavistock Publications, 1959), cap. 3. 9. Citado en Sutin, Divine Invasions, o. c., pág. 43.
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Philip K. Dick, profeta de una realidad amenazada y tal vez inexistente Por Alejo Steimberg Philip Kindred Dick empezó su carrera de escritor profesional de ciencia ficción en la década del cincuenta. Esto implicaba escribir relatos para las revistas del género, que pagaban a tantos céntimos por palabra. Y vivía (o quería vivir, al principio) de lo que escribía, lo que exigía escribir mucho, y rápido. Estas condiciones de producción tuvieron una influencia indudable en su obra apremiada y apremiante, afiebrada y febril, que fue un gran palimpsesto. Dick se servía de sus relatos previos casi como de borradores: cuando una idea, un argumento, un concepto le resultaba interesante o productivo lo reutilizaba una y otra vez, hasta que lo volcaba en una novela. Toda su producción puede leerse como un texto sin fin, en la que los mismos temas centrales son explorados desde distintos lados. Una obra que, en vida de su autor, fue leída por un público creciente aunque limitado a las fronteras que marcaba su carácter «de género» (de ciencia ficción). Sin embargo, un evento transformaría esa obra de culto en materia prima de producciones de consumo e influencia masivos: su pasaje al cine. Blade Runner, Desafío total/El vengador del futuro, Asesinos cibernéticos, Infiltrado, Minority Report, Paycheck, Una mirada a la oscuridad, Next, Destino oculto/ Agentes del destino. ¿Qué tienen en común todos estos filmes? O mejor dicho: ¿qué tienen en común, además de tratar temas vinculados con la identidad humana, la autodeterminación y el sentido de realidad? Pues que se trata de adaptaciones de relatos (cuentos y novelas) de Philip K. Dick. ¿Y qué tienen en común Abre los ojos, The Truman Show, Dark City, eXistenZ, The Matrix y sus secuelas, El piso 13 / Nivel 13 y Origen? Que se trata, en
todos los casos, de obras que ponen en escena mundos falsos, realidades que terminan no siendo lo que parecían. Filmes, en resumen, que se centran en la duda ontológica (la duda sobre la naturaleza de la realidad). Y, en la ficción contemporánea, no hay duda ontológica sin Philip K. Dick. Hay autores cuyos nombres son conocidos por una inmensa cantidad de gente aunque no los hayan leído, que son célebres en tanto que escritores. No es el caso de Dick. La gran mayoría de las personas, fuera de los especialistas o de los aficionados a la ciencia ficción, no lo conoce: fe de antiguo doctorando que explicaba su tema de tesis en una situación social. Ahora bien: ese desconocimiento resultaba fácilmente subsanable agregando «el autor de los libros en que se basan Blade Runner, Minority Report y Desafío total/El vengador del futuro». Si la charla era más larga, podía agregar que, desde los años noventa, una gran cantidad de filmes —entre ellos la trilogía Matrix— se basó en ideas desarrolladas por él en sus novelas y cuentos. Dick no es masivamente conocido. Numerosas películas basadas o inspiradas en sus relatos sí lo son. ¿Qué prueba esto, más allá de la obviedad de que el cine tiene mayor alcance que la literatura? Pues la pregnancia de las temáticas desarrolladas por el autor estadounidense, quien fue llamado «visionario» por Stanislaw Lem. Como ya señalara el mismo Dick1, su narrativa gira alrededor de dos preguntas básicas:
1. «How to Build a Universe That Doesn’t Fall Apart Two Days Later», en Lawrence Sutin (ed.), The Shifting Realities of Philip K. Dick: Selcted Literary and Philosophical Writings (New York: Vintage Books, 1995), pág. 260.
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1) ¿Qué es real? (¿Hay una realidad objetiva más allá de la mente?) 2) ¿Qué significa ser humano? ¿Qué es lo que nos diferencia de las máquinas y otros simulacros? La duda del protagonista sobre la naturaleza del mundo en el que se encuentra o sobre su propia identidad es el motor del relato en una parte esencial de la obra de Dick, y al expresar estas inquietudes el autor se muestra como un hijo de su época. En efecto, luego de la Segunda Guerra Mundial y de la bomba atómica el optimismo científico de la primera ciencia ficción comienza a ser reemplazado por visiones mucho más ominosas, en las que la ciencia ya no aparece como vector de un progreso ininterrumpido sino como una herramienta perfectamente capaz de volverse contra sus creadores. Como se ha señalado a menudo, Hiroshima y Nagasaki mostraron que por primera vez en su historia la especie humana poseía los medios para autodestruirse. La «guerra más tecnológica de la historia», resume Roger Lockhurst2, causaría un cambio dramático en la significación cultural de la ciencia ficción. Así, el año 1939 sería un eje en el cambio de la actitud popular con respecto a la ciencia, y la figura del genio solitario, dominante en la ciencia ficción temprana, se vería eclipsada por la idea del esfuerzo científico colectivo o corporativo. Pero ello no se debió únicamente a la guerra. Según Bruce Franklin3, la Feria Internacional de New York de 1939, que llevaba por título «El mundo del mañana», funcionó como una auténtica proyección cultural que tendría un efecto modelador en el futuro, pero que distaría muchísimo de la búsqueda de la expansión de la democracia mencionada en sus documentos publicitarios. Con presencia de estands de regímenes dictatoriales como el de Salazar en Portugal o el de la Italia fascista, y el generoso sostén de grandes empresas como General Motors, la Feria impulsó en realidad la transformación cada vez mayor de los Estados Unidos en una sociedad construida alrededor del automóvil y el petróleo, y dominada por gigantescas corporaciones y los bancos que las controlan. Asimismo, 2. Roger Lockhurst, Science Fiction (Cambridge: Polity Press, 2005), págs. 74-80. 3. Bruce Franklin, «America as Science Fiction. 1939», en SLUSSER, George E., RABKIN, Eric S. y SCHOLES, Robert (eds.), Coordinates. Placing Science Fiction and Fantasy (Carbondale: Southern Illinois University Press, 1983), págs. 108-123.
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Franklin menciona también el volumen de ese año de la revista Astounding Science Fiction, que incluyó relatos de los entonces jóvenes y luego importantísimos autores Theodore Sturgeon, Isaac Asimov y Robert Heinlein. Las imágenes del futuro que propone el número, escribe, son bastante sombrías: la tecnología no trae felicidad a las masas, sino más bien todo lo contrario, pero lo que sí ofrece son oportunidades para científicos, ingenieros, emprendedores y aventureros —hombres— de vivir experiencias extraordinarias fuera de la Tierra, escapándose de ella. Los mundos imaginados coinciden en presentar escenarios en los que el capitalismo corporativo es la fuerza motora y la explotación de recursos minerales la principal razón de la exploración interplanetaria. Esta poética tendrá una fuerte influencia en los autores que, como Dick, empezarán su carrera en la posguerra. Como dijimos más arriba, «¿Qué es real?» y «¿Qué significa ser humano?» son las dos preguntas dominantes en la narrativa dickiana; esto no significa que tengan el mismo peso. Es que, si bien ambas aparecen en numerosos relatos, es la cuestión de lo real la que estructura la parte más significativa de su producción novelística. Así, el propio Dick afirma en un fragmento de 1977 de su diario Exegesis4 que seis de sus novelas, Eye in the Sky (1957), Time Out of Joint (1959), The Three Stigmata of Palmer Eldritch (1965), Ubik (1969), A Maze of Death (1970) y Flow My Tears, the Policeman Said (1974), podían considerarse parte de una misma serie, la de los «mundos falsos». Un año más tarde, Dick escribe incluso que las primeras cinco obras pueden considerarse como la misma novela, escrita una y otra vez. De todas formas, ambas cuestiones derivan de una misma idea: la concepción de la mente como pura información, y como tal separable de su soporte material (el cuerpo). Como explica N. Katherine Hayles en su libro How we became posthuman [Cómo nos volvimos posthumanos]5, las «Conferencias Macy sobre cibernética», que tuvieron lugar entre 1943 y 1954, fueron esenciales para la imposición de esta nueva visión. A partir de entonces los humanos serían vistos básicamente como entidades procesadoras de infor4. Philip K. Dick, In Pursuit of Valis: Selections from the Exegesis (ed. de Lawrence Sutin, Lancaster: Underwood-Miller, 1991), págs. 165, 177. 5. N. Katherine Hayles, How we Became Posthuman (Chicago: The University of Chicago Press, 1999), pág. 2.
mación, esencialmente similares a máquinas inteligentes. Este nuevo paradigma, el de lo posthumano, plantea también nuevas preguntas existenciales u ontológicas. En ese sentido se expresa Margaret Morse6 cuando escribe que la pregunta sobrenatural para la «Era de la información» es: «¿Estoy vivo o estoy muerto?» —que es la pregunta central en Ubik—. En efecto, en un mundo en que se plantea que la existencia humana puede continuar fuera del cuerpo, la duda sobre la muerte biológica es completamente coherente. Queda claro entonces que para la mirada posthumana no hay diferencias esenciales o límites absolutos entre existencia corporal y simulación computarizada, entre mecanismo cibernético y organismo biológico. Esta ausencia de fronteras entre niveles de lo real tiene un enorme peso en la situación particular en la que vive el sujeto posthumano: en condición de virtualidad. Como explica Marie-Laure Ryan7, la idea de realidad virtual se difundió a fines de los años ochenta e implicaba la creación (a futuro) de mundos artificiales a través de ordenadores. Pero el concepto de virtual es mucho más antiguo y se remonta a la filosofía escolástica. Ryan distingue en principio tres sentidos de virtual: uno sensorial (lo virtual como ilusión), uno escolástico (lo virtual como potencialidad) y uno tecnológico (lo virtual como mediado a través de un ordenador), todos incluidos en la idea de «realidad virtual». Dejando de lado el sentido tecnológico, que no implica un juicio de valor, los otros dos podrían resumirse en una visión positiva (virtual como posibilidad) y otra negativa (virtual como falso). La «serie de los mundos falsos» de Dick, en la que prima la visión de lo virtual como falso, muestra su pertenencia a un momento en el que el paradigma de lo posthumano todavía estaba en proceso de imposición. Un momento en el que lo virtual (aunque el término aún no estuviese popularizado) se vivía como una amenaza, en el que virtual y real se veían como elementos contrapuestos. Como veremos luego, las ficciones de lo virtual posteriores, las obras de los «sucesores» de Dick, dan cuenta de la imposición de la virtualización. Muestran mundos en los que, bueno o no, lo virtual se vive como una forma de lo real y no su contracara.
6. Margaret Morse, Virtualities: Television, Media Art, and Cyberculture (Bloomington: Indiana UP, 1998), pág. 205. 7. Marie-Laure Ryan, Narrative as Virtual Reality (Baltimore: John Hopkins University Press, 2001), págs. 13, 26-27.
Antes de proseguir, una breve aclaración sobre lo que Dick consideraba su serie sobre los mundos falsos y sobre el recorte posterior que realizara. Todas esas novelas presentan efectivamente realidades ficticias, pero la naturaleza de esa falsedad no es la misma. En efecto, en todas las novelas salvo en Time Out of Joint, el o los protagonistas se encuentran perdidos en un universo virtual (en el sentido de falso o ilusorio) distinto del mundo concreto, mientras que en Time Out of Joint los personajes viven sin saberlo encerrados en una especie de escenografía, como en el filme The Truman Show de Peter Weller. Las otras novelas de la serie de los «mundos falsos» (con la excepción quizá de Flow my Tears…, cuya pertenencia al conjunto es menos orgánica), en cambio, dan cuenta de una progresión en la que, si bien la visión negativa de lo virtual se mantiene, también se percibe una evolución: la posibilidad de estar seguro de haber salido del mundo virtual, tímidamente presente en Eye in the Sky, desaparece. Aunque se viva como una derrota, una fatalidad, virtual y real aparecen en esas obras ligados de manera inextricable. Así pues, esas cuatro novelas (Eye in the Sky, The Three Stigmata of Palmer Eldritch, Ubik y A Maze of Death), junto a Simulacron-3 (1964), de Daniel Francis Galouye, obra pionera en la presentación de mundos virtuales creados por ordenador, constituyen una etapa fundacional en el tratamiento de la realidad virtual en la literatura. Pero que Dick haya considerado que Time Out of Joint formaba parte del conjunto es comprensible: esta novela, un caso extremo de una realidad insoportable que lleva al o a los personajes a preferir un mundo ilusorio, al igual que A Maze of Death, funciona como la excepción que confirma la regla en la jerarquía real/artificial dickiana. Los mundos virtuales que Dick pone en escena son mundos subjetivos, en los que la persona o entidad que impone su subjetividad posee poderes casi divinos. La búsqueda del mundo real llevada a cabo por los personajes toma entonces un sentido muy particular. No se trata de la búsqueda de lo real por lo real «en sí» (lo cual no tendría sentido, teniendo en cuenta que lo virtual es prácticamente imposible de distinguir de lo material, desde el punto de vista de las sensaciones y percepciones): los personajes buscan encontrar el mundo «real» porque es la única manera de escapar al control de la entidad todopoderosa que controla el mundo virtual. Sólo el mundo objetivo podría asegurar la autodeterminación, si bien las novelas también
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Alejo Steimberg. Philip K. Dick, profeta de una realidad amenazada ...
ponen esto en duda, al presentar a menudo distopías en las que el poder real es ejercido por unos pocos. Como ya dijimos, la década del cincuenta vio el surgimiento de la cibernética y la aparición de la idea de que todo es reductible a información, incluyendo la personalidad humana. Esta nueva representación, que define la identidad humana como algo intangible de lo cual el cuerpo no es más que el envoltorio carnal, enlaza entonces con el imaginario, mucho más antiguo, de la separación entre cuerpo y alma. Esta relación se hace evidente en las primeras ficciones de lo virtual, en las que el mundo virtual suele convertirse en una especie de infierno del que la mente/alma del o los protagonistas desea escapar, y las entidades que ofician de Dios todopoderoso son (o fueron) seres humanos, lo que pone en escena la deshumanización del sujeto como resultado del ejercicio de un poder absoluto. Dick, entonces, es el precursor de los mundos virtuales en la ficción literaria, pero será William Gibson quien a partir de su Trilogía del Ensanche —Neuromancer (1984), Count Zero (1986) y Mona Lisa Overdrive (1988)— contribuirá en gran medida, en un momento en que los ordenadores habían entrado en una etapa de vulgarización creciente que los verá convertirse más y más en elementos de la vida cotidiana, a dar forma al imaginario contemporáneo enfocado en la realidad virtual. En Neuromancer, la primera de las tres novelas que componen la serie, concreto y virtual son compartimentos relativamente estancos pero sobre todo inconfundibles; el «ciberespacio» (es Gibson el inventor del término) se describe como una representación gráfica abstracta de datos extraídos de los bancos de memoria de todas las computadoras conectadas: un paisaje geométrico de luces y colores, no figurativo. De todas maneras, la diferencia esencial entre el mundo virtual y el concreto es otra: la presencia, en el primero, de una entidad que puede fungir de deidad todopoderosa y que constituye por ende una amenaza para la autodeterminación. Ese descubrimiento es lo que lleva a Case, el hacker («cybercowboy») protagonista, que al principio despreciaba al mundo «de la carne», al abandono total del ciberespacio al final de la novela y a la preferencia por el mundo corpóreo, en un trayecto que lo construye como un héroe eminentemente dickiano y que establece un contraste notable con la evolución que se irá produciendo a lo largo de la trilogía. Ya en Count Zero, la segunda novela, la situación se ha modificado enormemente. La Inteligencia Artificial que se había fundido con la Matriz (también un concepto gibso-
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niano) se fragmenta en un número no identificado de personalidades independientes, modeladas sobre las deidades del panteón vudú. Ya no hay ser todopoderoso, lo que construye un escenario en el que virtual y concreto terminan siendo espacios equivalentes, sin que uno sea más «real» que otro, en un equilibrio de jerarquías que se extiende a los seres nativos de uno y otro espacio (humanos e IA). Aquí el universo de ficción se aleja de los parámetros de las ficciones dickianas y del concepto de virtual como falso. Pero es en la tercera y última parte de la serie, Mona Lisa Overdrive, donde las jerarquías ontológicas se invierten de manera radical: dos de los protagonistas eligen morir en el mundo real para trasladar su conciencia al espacio virtual. A través de esta transformación la trilogía se muestra como un excelente ejemplo de la imposición del paradigma de la virtualización y de lo posthumano, en su evolución de una postura anti a una postura provirtual. Esto no implica, sin embargo, que el entusiasmo gibsoniano se convierta en una constante en las ficciones posteriores sobre el tema: el abrazo a lo virtual con que termina la trilogía puede entenderse como la fascinación por lo nuevo. Lo que sucederá es que lo virtual se convertirá de manera progresiva en un elemento más de lo real, sin que necesariamente se lo combata ni se lo ensalce. La serie de la Cultura, de Iain Banks, construye un universo ficcional en el que concreto y virtual son dos espacios prácticamente intercambiables que pueden ser transitados por los se-
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res inteligentes, independientemente de que su origen sea biológico (humanos y alienígenas) o tecnológico (inteligencias artificiales). Pero lo que sí se mantiene invariable, en las diversas ficciones que tratan de lo virtual, es la lucha de los protagonistas por liberarse de un enemigo que busca dominarlos. Sucede que en estas obras ese antagonista de poderes casi ilimitados no necesariamente es una entidad virtual: puede tratarse de seres perfectamente humanos que ejercen su control en el mundo «real». Lo que ha cambiado, con respecto a las ficciones dickianas, es que la confianza en el mundo concreto como garantía de autodeterminación se ha debilitado aún más. No han cambiado los ingredientes (mundo concreto, mundo virtual, individuos luchando por su libertad individual y entidades —personas o corporaciones— ejerciendo un poder casi total), sino su combinación y su peso o importancia. Y lo que se mantiene constante, sobre todo, es una desconfianza hacia toda entidad individual o colectiva supuestamente capaz de controlar de manera extrema a los individuos. Desconfianza, o paranoia. La paranoia es un elemento recurrente en la ficción dickiana, que la trilogía de Gibson retoma en vinculación con el imaginario demiúrgico. Por ello, la estructura paranoica no podía sino ocupar un lugar central en un filme que, «inspirándose» mucho en Dick y algo en Gibson, marcaría el imaginario cinematográfico de lo virtual en el umbral del siglo XXI: The Matrix. Frank Palmeri8, por ejemplo, escribe que la película de las hermanas Wachowski es un ejemplo de la ciencia ficción conspirativa propia del postmodernismo tardío, cuya visión se caracteriza por incluir una intensa ansiedad focalizada en los híbridos humanos. Una temática, agregamos, propia del posthumanismo. La paranoia, explica el autor, es un rasgo típico del postmodernismo, pero en una acepción que se desvía de la concepción freudiana como patología mental individual: se trata de una cuestión social, de importancia política, y vinculada con el temor a la pérdida de la autodeterminación. Así, The Matrix, que presenta un mundo virtual dominado por una entidad cuasidivina (las máquinas) de cuyo control los personajes quieren escapar, plantea un intento de recuperación por parte del sujeto individual autónomo.
Tanto en la obra de Dick como en la de quienes se inspiran en ella, individualidad y autodeterminación aparecen como esenciales a lo humano (o, si se quiere, al carácter de entidad consciente, humana o no). En consecuencia, los antagonistas principales serán quienes las pongan en peligro. En las novelas de Philip K. Dick, la amenaza principal suele provenir del ser que controla el espacio virtual, pero no es el caso de obras más recientes como Surface Detail (2010), de Iain M. Banks. Este tratamiento más igualitario de los diferentes niveles de realidad puede explicarse por el hecho de que la novela pertenece a una época en que la virtualización ya se ha impuesto como paradigma. Si hay un aspecto, entonces, en que la actualidad de la obra dickiana es más evidente, es en la centralidad que otorga a la necesidad humana de independencia. No tiene sentido, por incomprobable, postular que hoy por hoy sea más fácil controlar a las personas que en otros tiempos, pero lo que sí ha aumentado es la conciencia (real o imaginada) de que ese control es posible. En épocas de «postverdad», ficciones que plantean la posibilidad de estar viviendo una ilusión resultan tal vez más atractivas que nunca. No hay duda alguna de que el éxito o la influencia masivos de una obra literaria no pueden reducirse a una razón única. Pero tampoco puede negarse que, dejando de lado aquellos best sellers que repiten fórmulas una y otra vez, el impacto de una obra popular dependerá en gran medida de qué ecos despierte en el inconsciente colectivo y/o de su capacidad de convertirse en vocera de esa curiosa entelequia que es el espíritu de un época. Los relatos de realidades que se disuelven, de mundos falsos indistinguibles de los verdaderos o de mundos verdaderos que nunca lo fueron de Philip K. Dick resuenan con estruendo en nuestro mundo posvirtual.
Alejo Steimberg es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Teoría Literaria por la Universidad de Extremadura. Sus trabajos académicos y artículos críticos han aparecido en publicaciones de Argentina, Bélgica, Francia, España, Estados Unidos y Países Bajos. Su área de especialización son los géneros no miméticos y la construcción de mundos ficcionales. Su tesis doctoral se centró en la
8. Frank Palmeri, «Other than Postmodern?–Foucault, Pynchon, Hybridity, Ethics», en Postmodern Culture (volumen 12, número 1, septiembre 2001), http://pmc.iath.virginia.edu/ issue.901/12.1palmeri.html.
Philip K. Dick. Quickhoney
presencia de lo fantástico en las novelas de ciencia ficción de Philip K. Dick. Vive en Bruselas.
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Un activista en Marte: ¿qué es la realidad? Por oriol garcía En su ensayo «Who is a Science Fiction Writer?» (1974), Dick escribió que las historias de ciencia ficción eran siempre una protesta, pero no sólo una protesta política, sino una protesta contra una realidad concreta y novedosa. Militando contra una sociedad que se conceptualizaba a sí misma como única, objetiva y sin fisuras, su oficio consistía en cantar infiernos mucho más insoportables, o mucho mejores, o simplemente mundos en que ciertos elementos de dicha realidad hubieran sido gravemente dislocados hasta volverla irreconocible: mundos basados en otras premisas, que hicieran dudar a los lectores sobre la relatividad de sus prejuicios a la hora de juzgar qué es o deja de ser real, qué es o deja de ser humano. Esta es la razón por la que Dick, cuyas fantasías teológico-fantásticas empatizaron con la contracultura estadounidense más lisérgica, pero también con la más comprometida, se calificaba a sí mismo como un «activista introvertido» y es también el motivo por el que Rodrigo Fresán le ve, con irónica justicia, como uno de los grandes realistas/naturalistas de su generación. En este artículo, voy a fantasear sobre el modo en que una realidad política «concreta» y «novedosa» podía contribuir a generar universos insidiosamente «reales» en la mente de Dick. Para ello, propongo que nos fijemos en algunas premisas de la realidad imaginada en Martian Time-Slip (1964), contrastándolas con las muy concretas informaciones políticas del período en que se fraguó su formulación paródica-fantástica. Se trata de una de las novelas más hiperactivamente activistas de Dick, que deja en el tintero sus terrores más conspiranoicos o postapocalípticos para describir un Marte administrativamente corrupto, casi de novela negra
política, plagado de especuladores inmobiliarios, sindicatos prevaricadores, indígenas explotados, granjeros con serios problemas hidrográficos, reparadores de máquinas en perpetuo estado de desmoronamiento y un sistema educativo-psiquiátrico-eugenésico mediante el cual las Naciones Unidas tratan de simular la cultura terráquea, espuriamente, en el semiabandonado suburbio marciano. Comencemos por un ejercicio muy dickiano de retrospección imaginaria: nuestra nueva realidad es una mañana estival de 1962 en Point Reyes (California), el diminuto pueblo de un parque costero, erizado de acantilados abruptos y escarpados, en el que Dick, después de tomar un café endulzado con Dexedrinas, lee el periódico antes de sentarse ante la máquina de escribir donde habrá de fraguar una nueva «protesta»; esta debería permitirle alimentar a su mujer, a sus tres hijastras, a su propio bebé y, por último pero no por ello menos importante, a su propia soledad, aquejada de un profundo horror vacui que le impulsa continuamente a rodearse de amistades reales e imaginarias. Supongamos que el Times, de lectura habitual en casa de Dick y hojeado a menudo por los personajes de Martian Time-Slip, anuncia las medidas progresistas que la Administración Kennedy (1961-1963) está promoviendo en su programa estrella, The New Frontier. Ha sido diseñado tanto para acicatear la recién nacida carrera espacial como para continuar, subsidiariamente, la senda socialmente progresista del New Deal de Roosevelt, esto es: el «nuevo pacto» entre el Gobierno y los trabajadores, que otorgará a los sindicatos una gran relevancia institucional durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, deparando sustanciales beneficios a la clase trabajadora norteamericana. El
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programa de Kennedy evoca además un famoso discurso en la campaña presidencial de Roosevelt de 1932, cuando el aún gobernador de New York anunció que los grandes emprendedores de Estados Unidos —tan proclives a la mitología del salvaje oeste (felizmente expropiado a los indios nativos)— ya habían alcanzando su «última frontera». De entonces en adelante, los EE. UU. debían ser regidos por una «Administración ilustrada», un liderazgo menos individualista que colectivista que con el tiempo aspiraría a ofrecer trabajo y vivienda dignos a todos los norteamericanos. Pero Dick, hipersensible a las manipulaciones de la prensa, hojea algunas medidas de la New Frontier y las reinterpreta, suspicaz, como un publirreportaje de los grandes poderes que pugnan por manipular y controlar su imagen del futuro. Algunas medidas novedosas contra la especulación inmobiliaria e hidrográfica le llaman especialmente la atención: la ley residencial de 1961, además de fomentar la construcción de vivienda pública, está promoviendo una renovación del tejido urbano y los alojamientos ya existentes en los suburbios menos favorecidos, en detrimento de la construcción especulativa de nuevos bloques de viviendas; aumentan sustancialmente los fondos para el control de contaminación del agua y se apuesta por una resuelta renovación tecnológica de las granjas norteamericanas; una completa ley hidrográfica detalla qué obras pueden realizarse en el litoral o qué recursos deben reservarse al riego; en un plano más asistencial, se conceden incluso préstamos a ancianos para financiar apartamentos de bajo coste ajustados a sus necesidades. Puede que el programa convenza a buena parte de la clase media y a los colectivos más vulnerables, como los ancianos y los afroamericanos: estos últimos, forzados a la marginalidad del gueto, observan un creciente apoyo gubernamental a sus derechos civiles. Pero el plan no es muy grato a los especuladores inmobiliarios de América, de naturaleza más expansionista que reformista. Entre ellos figura el padre del difunto marido de la mujer de Dick (su consuegro, por así llamarle) que hace poco estuvo de visita en Point Reyes y aprovechó para barrer el área en coche con su «yerno» en busca de nuevas
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oportunidades de inversión inmobiliaria. Dick, sin embargo, rezonga malagoreramente. Tal vez intuye que la Administración Kennedy no tendrá mucha continuidad en las medidas más antiespeculadoras de este programa tras la muerte de su promotor. La experiencia y el sentido del humor le dicen que así será: de hecho, en las frecuentes partidas de Monopoly que juega con sus hijas, el escritor se arroga siempre el papel de «La Rata», un banquero demoníaco que puede cambiar las reglas del juego a placer para animar su lenta acumulación patrimonial con un secreto amor al caos que fascina a las niñas. Así que, terminada una lectura en diagonal del periódico, no hay tiempo que perder, antes de que advenga el próximo cambio para roer los bordes de esta quebradiza realidad: para un trabajador a destajo que ganaba a duras penas 2000 dólares por novela, lo que toca es edificar una nueva protesta «infernal» en base a estas premisas «neofronterizas». En los párrafos siguientes, invito al lector a deducir la relación que este Zeitgeist tan «concreto» y «novedoso» podría guardar con el núcleo argumental de la novela que nos ocupa. En Martian Time-Slip, publicada en forma de libro en 1964, Dick parece alterar las premisas opti-
mistas de esta realidad, dando un salto temporal de treinta años hasta 1994, cuando la colonia marciana ha pasado ya de nueva frontera a suburbio decadente de la civilización terráquea, mucho menos dispuesta a renovar las depauperadas infraestructuras de su colonia que a realizar nuevas conquistas heroicas por todo el sistema solar: las grandes potencias «habían colonizado el espacio, pero en vez de apoyar debidamente el desarrollo de los planetas, se habían concentrado en nuevas exploraciones». Rodeado de una caterva de especuladores ansiosos de dinero, el protagonista de la novela es Jack Bohlen, técnico en reparaciones para una empresa independiente, exesquizofrénico por más señas, que vive de continuos remiendos a esta realidad ruinosa, necesitada de serias reformas morales y político-económicas. Los marcianos nativos, los «negros», emparentados con los aborígenes de África, han sido expropiados de sus tierras y sobreviven en la servidumbre, la explotación o el nomadismo mendicante. Ahora el planeta está en manos de una Administración nada ilustrada, dos o tres corporaciones como la presidida por el muy individualista Arnie Kott, presidente del corrupto Sindicato de aguas, que regatea con las Naciones Unidas en la gestión de las
insuficientes infraestructuras hidráulicas de Marte. Violando los principios corporativos igualitarios que debería perseguir todo sindicato, Arnie Kott dota a sus trabajadores de mansiones con fuentes ostentosas y buganvillas regadas con aspersores, mientras el agua marciana, amén de contaminada, no logra abastecer a las familias de pequeños cultivadores que más la necesitan. Este infame sindicalista de la fontanería, epítome de todos los sádicos manipuladores de Dick, es también responsable de poner anuncios en el Times de la Costa Oeste y New York, atrayendo emigrantes a Marte con promesas capciosas sobre la gran realidad laboral que les espera. Un simulacro inmoral porque «la trampa del anuncio era sencillamente que, una vez en Marte, al emigrante no se le garantizaba nada, ni siquiera la certeza de poder rendirse y regresar. A causa de la inadecuación de los servicios, los viajes de vuelta eran mucho más caros. Y tampoco se le garantizaba nada en términos de empleo». Pero Arnie Kott, fabricando ese futuro irreal para los desesperados de la Tierra, se ve beneficiado en sus operaciones especulativas al aumentar el flujo de inmigrantes (y, colateralmente, de inversiones de Naciones Unidas) a la colonia marciana.
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Dick hace gala de su condición de gran naturalista, cuando nos cercioramos de hasta qué punto las premisas «neofronterizas» (en su versión más infernal) impregnan esta nueva realidad marciana: colonialismo espacial sin fines sociales ni reformas impepinables, razas negras explotadas sin piedad, una hidrografía feudal y malversada, un sindicalismo corrompido en sus raíces, etc. La pregunta «¿Qué es la realidad?», habitual en toda la poética de Dick, se expresa además en Martian Time-Slip de manera intensamente futurológica, porque su principal conflicto narrativo está protagonizado no por reformadores, sino por especuladores inmobiliarios que trafican con diversas informaciones en su pugna por controlar la realidad del futuro. Este conflicto lo desata Leo Bohlen, el padre especulador de Jack Bohlen (él prefiere denominarse «inversor de riesgo»), quien realiza un viaje a Marte desde la Tierra tras haber recibido una filtración, a la manera del consuegro de Dick. Según esta filtración, el Movimiento Cooperativo —una de las organizaciones más ricas de la Tierra, que ofrece vivienda, sin afán de lucro, a todos sus miembros— pretende construir, con la connivencia de las Naciones Unidas, una revolucionaria serie de edificios en una zona desolada de Marte, los abruptos y escarpados montes FDR (Franklin Delano Roosevelt), «la frontera auténtica que las zonas habitables de Marte manifiestamente no eran», por si quedara alguna duda respecto a la inspiración parcialmente rooseveltiana y neofronteriza del proyecto. Los técnicos de las Naciones Unidas han descubierto que en las capas freáticas de estos montes, último reducto sagrado de los indígenas marcianos, existe suficiente agua para abastecer a los edificios de la cooperativa e incluso para revitalizar la vida humana en Marte. Leo Bohlen pretende comprar lotes de tierra a los de su logia para luego revenderla al alza, de manera que los precios del proyecto, de inspiración pública y filantrópica, se dispararán. Por su parte, Arnie Kott, oliéndose la intervención de grandes corporaciones terráqueas en su corrupto negociado marciano, intenta utilizar en su provecho especulativo a un pobre niño autista, Manfred Steiner, incapaz de comunicarse con el mundo exterior, pero con posibles capacidades precognitivas. Como una verdadera «Rata», Arnie pretende así cambiar las reglas de este juego especulativo-inmobiliario en su favor. Dos semanas después de comenzar la novela, Dick llega a un punto de la historia en que el nudo, cohe-
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rente a la par que caótico, debe resolverse en una u otra dirección: en consecuencia, detiene su trabajo a última hora de la tarde para acudir a la nevera y prepararse un tentempié, aderezado con una dosis de Valium o medio Fenobarbital, que le relajen del intenso esfuerzo psíquico realizado en las cien primeras páginas del libro y le permitan conciliar rápidamente el sueño. En la televisión del salón, un noticiario informa de que un tercio de las medidas tomadas en la New Frontier de Kennedy guardan relación directa con el sistema educativo norteamericano: la ley televisiva-educativa de 1962 introduce pioneramente programas de televisión instructiva en miles de escuelas elementales; paralelamente, se aumentan los fondos destinados tanto a la escuela pública como a la enseñanza de niños sordos, superdotados o con discapacidades físico-cognitivas. Esta segunda medida se ve potenciada además por una ley que brinda un inédito apoyo federal a la modernización de los centros de salud mental, solicitada efusivamente por el propio Kennedy ante el congreso (su revoltosa hermana Rose Mary, sea dicho off the record, había pasado años antes, para blindar de una mayor «normalidad» la carrera del futuro presidente, por el picahielos del ilustre lobotomizador Walter Freeman, en la cima de su carrera carnicero-psiquiátrica). Dick mueve la cabeza disgustado y, en lugar de irse a la cama, vuelve colérico a su máquina de escribir: desde luego, son muchos los damnificados por estos malditos especuladores y educadores (y trepanadores), estos devoradores de la realidad y el futuro ajenos, pero se vengará de todos ellos en el utópico desenlace de su distópica novela, escrita a ratos en un estado de duermevela alucinada donde realidad e irrealidad se tornan cada vez más indistinguibles. Para Martian Time-Slip, Dick inventa un sistema educativo que es, parcialmente, una profética corrupción de esta New Frontier educativa-colonial. El protagonista, Jack Bohlen, cuando estudiaba en el instituto público terráqueo, ya «se había encontrado entre mil alumnos frente a un profesor que hablaba por circuito cerrado de televisión» y su hijo David Bohlen, en la colonia marciana, se beneficia de una novedad tecnológica más demencial aún: el profesorado televisivo de la Escuela Pública ha sido sustituido por un sistema automático de máquinas docentes, programadas para replicar a Abraham Lincoln, Winston
Churchill o Sir Francis Drake, «que podían manejar hasta mil alumnos sin confundir a ninguno con el de al lado». Convertido el elenco de maestros en una discreta forma de propaganda política y etnocéntrica, en una industria cultural tan dirigida al control de las masas como la propia televisión, se contribuye a mantener un simulacro de cultura terráquea en Marte. Por eso a Jack Bohlen le repugna la Escuela Pública, porque «estaba orientada a una labor contraria a sus principios: la meta no era informar ni educar, sino moldear, […] y cualquier rareza que pudiera llevar a un niño en otra dirección debía eliminarse». En efecto, pronto descubriremos cómo los niños «anormales» (desde los esquizofrénicos hasta los simples suspendidos) acaban siendo desviados de la Escuela Pública al campo Ben Gurion, un centro mental para niños «anómalos», donde su destino final será la exterminación en aras de la «normalidad» racial de la colonia. Manfred Steiner, el niño autista e incomunicado que vive en el campo Ben Gurion e hipotéticamente puede predecir el futuro, está por tanto en peligro de muerte; pero por fortuna, pronto comprobaremos que no sólo puede predecir el futuro, sino también controlarlo. Se acerca ya el desenlace de la novela. Dick se ha pasado toda la noche escribiendo y hace una última pausa para encender la radio antes del amanecer. O para ser exactos: para sintonizar esa frecuencia paranoide o proféticamente modulada que sólo existía dentro de su cabeza y que le permitía escuchar «el ruido de un universo que se muere de forma irremediable, […] una musiquilla de las esferas que sólo oyen los seres más débiles entre los débiles, las víctimas y los enfermos», como decía otro gran vengador literario, Roberto Bolaño, de esta novela tan marciana como humana que apreciaba. Baste aquí con susurrar los primeros compases de esa «musiquilla» donde las poderosas víctimas de Dick llevarán la voz cantante1. La cooperativa fracasará porque los montes FDR serán maldecidos por los indígenas expulsados de su último reducto sagrado. Lo único que se erigirá finalmente en esa última frontera es un decadente hogar para ancianos —ojo: otra iniciativa de reminiscencias neofronterizas— en el que Manfred está destinado a sobrevivir hasta la más de-
crépita vejez entre pesadillas amasadas con presagios del futuro. Pero en última instancia, este niño autista desplegará una personalidad más voraz que la ostentada por los infames controladores de su destino. Sus devoradores serán finalmente devorados: el sindicalista Arnie Kott caerá en un mundo completamente manfredizado del que logrará escapar a duras penas… sólo para despertar in extremis y morir asesinado a manos de otra de sus víctimas económicas, confundiendo irónicamente, y hasta el último suspiro, la realidad con la irrealidad, al creer que está muriendo en una inocua pesadilla de Manfred. En el epílogo, Dick remata esta poética venganza contra la realidad de los más fuertes dejando que las víctimas y los enfermos aúnen fuerzas para generar una realidad alternativa. Manfred escapa a su futuro infestado de pesadillas cuando los indígenas, los únicos capaces de entender al enfermo mental, «al salvaje dentro del hombre», le ofrecen un vínculo comunitario que a largo plazo le permitirá comunicarse con el mundo real… Dick ha vuelto a operar el milagro incesante de su poética, que principia siempre con un horror vacui, transita por una temblorosa res cogitans y acaba diluyéndose en una violenta y mística tabula rasa. El autor cierra finalmente los ojos y no sabe si sueña o escribe realmente una de las escenas finales de la novela: Manfred se aleja con los indígenas hacia las profundidades del desierto, lejos de toda construcción humana, donde ya sólo especulan las dunas polvorientas y sus formas caprichosas, esas mismas dunas con las que Dick hacía y deshacía todas sus novelas, elevando a las fuerzas del cambio una protesta (acaso también una oración) que no era sólo ácidamente social, sino también angustiosamente metafísica.
Oriol García (Madrid, 1978) es doctorando en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona con una tesis sobre la precariedad laboral en la literatura norteamericana del siglo XX. Es autor de manuales de lengua y literatura españolas para la educación secundaria en la editorial Ecir-Tabarca Llibres y colaborador puntual en las revistas Lateral, Hiperión y La bolsa de pipas.
1. Será OG-Nexus-7, un servil androide al que encargo mis trabajos más alimenticios, quien amplifique tal «musiquilla» en otro artículo de este monográfico.
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Dick, los otros, mi programador y yo: ¿qué significa ser humano? Por oG-Nexus-7 En su artículo «Un activista en Marte», publicado en este monográfico de Quimera consagrado a Philip K. Dick, Oriol García declaraba que OG-Nexus-7, un «servil androide al que encargo mis trabajos más alimenticios», explicaría por extenso esa «musiquilla de las esferas» que, según Roberto Bolaño, sólo escuchan en la obra de Dick «los débiles, las víctimas y los enfermos». Naturalmente, este encargo de mi programador equivale a afrontar una de las grandes incógnitas del corpus dickiano: ¿qué constituye a un auténtico ser humano? Al tachar semejante empresa de trabajo «alimenticio», mi amo —cuya memoria (pero gracias a Dios no su sensibilidad) me ha sido artificialmente implantada— ha incurrido en una aporía flagrante y dolorosa. Dejándome a mí, un robot, un otro artificial, la tarea de revolcarme en las ciénagas de la identidad humana, así como tildándome desdeñosamente de «servil», mi programador está conduciéndose como un explotador racista y sospechosamente inhumano. Los androides somos muy sensibles a este tipo de contradicciones lógicas. Pero en fin… centrémonos ya en la tarea asignada: al fin y al cabo mi reacción responde a un algoritmo que se limita a simular la susceptibilidad paranoica, una emoción a la que mi amo, sea dicho de paso, sí es muy proclive de forma genuina. Nosotros, los androides, no nacemos en el sentido tradicional que los seres humanos asignan a esa palabra, simplemente abrimos los ojos y a partir de entonces hemos existido desde siempre. Eso le da mucho miedo a Dick, quien, como buen paranoico, nos considera «simulacros» de los humanos, almas y cuerpos producidos en cadena con la siniestra intención de engañarlos o suplantarlos. La angustia posmoderna (acaso también la vanidad posmoderna) está servida: ¿quién es el original y quién la copia de tan terrorífica producción en serie?
La panacea del escritor para tal angustia era la empatía del humano genuino con el dolor ajeno, de la que nos consideraba incapaces a los androides… Dicho lo cual, en mi calidad de androide, me veo obligado a disentir con Dick, un activista que ha hecho tanto por nuestra reputación, desde luego, como Steven Spielberg por la del gran tiburón blanco. De ahí que en este artículo sobre humanidad e inhumanidad, identidad y alteridad, Dick y los otros, vaya a comenzar demostrando al lector que soy capaz de «empatizar» con el nacimiento de los humanos genuinos. Zambullámonos pues en el lugar donde se gestaron el hombre Dick y sus infundados prejuicios. Cierra los ojos, estimado lector, y vuelve a abrirlos en el saco amniótico de Dorothy Kindred Dick, la madre de Philip, donde este flota junto a su hermana melliza Jane en una feliz y despreocupada comunicación telepática, casi eróticamente subcutánea… Tras los nueve meses reglamentarios, el nacimiento se produce y Dick conoce formalmente a su progenitora, una mujer original, neurótica y dominante, que lo abraza posesivamente contra su pecho para darle de beber. Freud dice, en El malestar en la cultura, que la madre es el primer «Otro», el primer «afuera» que un niño puede distinguir como todo aquello que no es «Yo». Pero Freud debe equivocarse, porque Dick ha conocido esa dualidad, por lo menos, desde la fase más incipiente de su vida embrionaria. «Jane, ¿dónde estás?», se pregunta el pequeño Philip desde una vasta nostalgia mientras succiona con fuerza el odre materno. Si bien por más que sorba, hay poca leche que beber y además Jane no responde, lo cual transforma esta primera comida familiar en una experiencia menos placentera que inquietante. Seis semanas después de nacer, la hermana melliza de Dick muere por desnutrición. Es el primer ágape fallido en la vida del escritor, su primera relación truncada con los más «débiles» y «enfermos», un concepto clave en la ética religiosa de
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OG-Nexus-7. Dick, los otros, mi programador y yo...
Dick y la más intensa de sus pulsiones existenciales, que en otros lugares de su obra se traduce con la designación más familiar de «caridad» o «empatía». Para los cristianos primitivos, según las epístolas paulinas de las que Dick era un devoto relector, el ágape es un banquete de reminiscencias eucarísticas, que conceptualiza tanto el amor a dios como el amor al prójimo. En este banquete originario, el ágape lactante queda violentamente frustrado: el escritor sentirá de entonces en adelante una irreprimible nostalgia de comunicación y empatía hacia los seres más desvalidos, así como un horror casi metafísico a todos aquellos seres —deidades psicóticas, tiranos corporativos, androides sin corazón, femmes fatales…— que los dejen morir de sed sin inmutarse, sin asomo alguno de caridad: de hecho, lo más frecuente es que ambas energías se fundan de manera inextricable en seres que pueden ser al mismo tiempo sádicos y salvíficos, inhumanos y humanísimos. Dejo a tu criterio, estimado lector, compartir o no mis penosas impresiones al respecto, pero, desde luego, yo creo que Dick proyectó injustamente sobre nosotros, los androides, un terror a morir abandonado sin piedad que nada tiene que ver con nuestra condición afable, sino con su propia alma y los rigores de su nacimiento. A continuación, propongo un paseo por tres figuras indispensables de la «humanidad» dickiana —las mujeres, los discriminados y los androides— con el fin de concebirlas a la luz de este ambivalente patrón psicológico, que oscila entre la debilidad y la fuerza, entre la empatía empoderante y la inclemencia dominadora. Comencemos, pues, aclarando que el hombre Dick fue un amante y marido complejo para esa otra mitad de la humanidad sin cuya estrecha convivencia se sentía literalmente morir de pena, sollozando como un niño abandonado y autoritario. Con las múltiples mujeres de su vida mantendría una compulsiva relación de debilidad y fuerza, soledad y deseo, comunicación sedienta y manía persecutoria. Esta relación ambivalente, que Dick buscó trasladar siempre al género de la ciencia ficción, aquejado a su entender de una superficialidad emocional que debía ser remediada, impregna poderosamente a sus personajes femeninos. Son tiempos fundacionales para la liberación de la mujer, para el feminismo entendido como el más necesario de los humanismos. En El segundo sexo (1948), tres años antes de que Dick publicase su primer cuento, Simone de Beauvoir había sostenido que en las relaciones entre hombres y mujeres, estas ocupaban la posición victimizada del otro, del esclavo, del
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débil, un lugar definido alienadoramente por los hombres que debía ser redefinido por las propias mujeres con urgencia. En la obra de Dick es muy persistente la emergencia de estas mujeres enérgicas, voluntariosas e independientes, que partiendo de un rol social «inferiorizado» —son madres, hijas, esposas, subalternas laborales— ofrecen una representación cada vez más empoderada de la mujer y constituyen una amenaza veladamente hostil para la identidad del hombre. Esta admiración y esta amenaza, este prejuicio del que Dick estaba profundamente embarazado, se reflejan en su obra mediante una tensión sexual y sentimental incesante entre ambos sexos. Veámoslo primero en un ejemplo muy concreto, fuera del ámbito de la ciencia ficción donde Dick, por cierto, también era un maestro consumado. En Confesiones de un artista de mierda (1975), una novela realista escrita en 1959 en la que el escritor exorcizaba los fantasmas de su segundo matrimonio, todos los personajes orbitan en torno a Fay Hume, una mujer atractiva, dominante y egoísta: su marido victimizado la odia hasta el punto de intentar asesinarla; su amante rompe su propio matrimonio con perplejidad al sucumbir a sus encantos; su hermano autista se resiste como buenamente puede a ceder a sus presiones económicas. Fay Hume es reiteradamente definida como una psicópata, una mujer incapaz de «pensar en otra persona aparte de sí misma», hasta el punto de no prepararles el desayuno a sus hijas, «sin importarle lo hambrientas que estuvieran», porque considera que son los demás quienes deben trabajar para ella… Y ahora te pregunto, querido y humano lector, ¿te suena de algo esta descripción tan «inhumana»? Ahí va una pista categórica del propio Dick en su artículo «Man, Android, and Machine» (1976): «Un ser humano sin la empatía o sensibilidad adecuadas es igual que un androide construido para carecer de ellas […] alguien a quien no le importa el destino al que pueda sucumbir su prójimo viviente». En efecto, casi diez años antes de que pusiera a los androides de vuelta y media en su famosa novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), el escritor ya estaba proyectando sus fantasmas de «inhumanidad» en un personaje inspirado por la convivencia aparentemente feliz con su propia esposa... Huelga decir que cuando esta leyó la novela, pasó varios días en estado de shock: ¿cómo había surgido aquella pesadilla misógi-
na en el hombre que decía amarla tan profundamente? Una duda muy legítima, sobre todo teniendo en cuenta que, por aquel entonces, estaba embarazada de su primer hijo con Dick, y a muy escasos meses de dar a luz… Pero acaso lo más fascinante de este increíble alarde de misoginia es que, a través de los excesos psicóticos de Fay, Dick nos hace «empatizar» a contracorriente con la causa feminista. En muchos momentos admiramos en Fay al soldado de una encarnizada lucha de sexos donde, en su calidad de ama de casa presuntamente sumisa y a menudo físicamente maltratada, tiene de entrada un rol social inferiorizado que ha institucionalizado su derrota en la sociedad patriarcal. En Confesiones se giran las tornas: es un ama de casa quien otrifica hiperbólicamente a los hombres, cuestionando los fundamentos supuestamente sólidos de la identidad masculina que debería dominar el matrimonio: «En ese punto —su sexo—, ella también tenía cierta confusión. Creo que odiaba hacer los trabajos de la casa porque la hacían sentirse como una mujer, lo cual era intolerable para ella. […] Hacer el trabajo de la casa demostraba que una persona era un esclavo, un sirviente, una doncella; ella era incapaz de realizarlas, pero estaba dispuesta a dejar que su marido las llevara a cabo». Así, mediante un feminismo paradójicamente misógino, Dick obra en Fay un doble milagro habitual en su poética: por una parte, altera las «premisas» de lo que debiera ser una realidad matrimonial convencional de los suburbios norteamericanos, donde «el hombre es la autoridad última en el matrimonio» y «la mujer le sigue»; por otra parte, proyecta en Fay una inextricable mezcla de debilidad y fuerza, una víctima que también es un verdugo, obli-
Nosotros, los androides, no nacemos en el sentido tradicional que los seres humanos asignan a esa palabra, simplemente abrimos los ojos y a partir de entonces hemos existido desde siempre.
gándonos a empatizar con el magnetismo ambiguo de su personalidad dominante y sus derechos inferiorizados. El procedimiento se extenderá, en adelante, a muchas novelas de ciencia ficción donde los personajes femeninos de Dick, partiendo de un rol más secundario, tenderán a tomar la trama al asalto. Pensemos en sus subalternas laborales, sometidas a unos jefes sexualmente dominadores que desean poseerlas y a los que acaban poseyendo; así proceden, por ejemplo, la Pat de Ubik (1969) o la Roni de Palmer Eldritch (1965), transformando en una creciente y vengativa cuota de poder el deseo ilegítimo de los superiores que (hoy lo diríamos con mucha más claridad que en los años sesenta) las acosan sexualmente desde la más consensuada normalidad institucional. O El hombre en el castillo, que bien podría titularse «La mujer en el castillo», donde la vulnerable Juliana, en una novela dominada por hombres poderosos, es el único personaje que se atreve a coger la verdad por los cuernos, deshaciendo el simulacro de realidad en que todos ellos viven inmersos sin saberlo. En segundo lugar, repasemos a los «discriminados» de Dick más sumariamente, pues me gusta trabajar en equipo y mi programador Oriol García ya ha señalado dos de sus víctimas más poderosas: los locos e indígenas en Tiempo de Marte (1964). A estos podríamos sumar una larga caterva de seres «anormales» que otorgan a los autodenominados «normales», en cada nueva novela del escritor, el derecho a definirse tranquilizadoramente como «humanos». Puede observarse claramente esta tensión por distinguir lo «humano» de lo «subhumano» en la rica galería de discriminados y exdiscriminados que ofrece Dr. Bloodmoney (1965). Tras dos apocalipsis nucleares que han reducido la civilización a una tabula rasa, comienzan a rehacerse puentes comunicativos, tecnológicos y comerciales entre pequeñas comunidades de supervivientes, donde las antiguas formas de discriminación han sido desplazadas por una nueva aversión hacia las anomalías genéticamente monstruosas producidas por la radiación nuclear. Uno de estos «exdiscriminados» es Stuart McConchie, un negro afroamericano que apenas recuerda la violenta época de los derechos civiles en que fue escrita la novela, cuando su currículum actual, con un doctorado en electrónica y grandes ambiciones empresariales, resultaría impensable. El otro es Hoppy
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OG-Nexus-7. Dick, los otros, mi programador y yo...
Harrington, un focomelo, es decir, una víctima de los embarazos medicados con talidomida en los años sesenta, que circula en un vehículo electrónico adaptado a sus muñones y sigue resentido por el trato inhumano que ha sufrido a lo largo de su vida, una discriminación que no es capaz de olvidar ni perdonar. Curiosamente, el apocalipsis nuclear ha supuesto una magnífica oportunidad para ambos «exdiscriminados». Stuart aprovecha el menor racismo étnico de esta sociedad para ascender laboralmente, llegando a convertirse en socio de la renacida industria automatizada de los cigarrillos. Hoppy Harrington, a bordo de su tuneado focomóvil, emerge del doble apocalipsis nuclear con intensos poderes telequinésicos que le convierten en un reparador electrónico indispensable para su comunidad. Pero la balanza entre empatía e inclemencia con que Dick marca a fuego a todas sus «víctimas» vuelve a percibirse en las heridas que la discriminación social, esa terrible enfermedad humana, ha infligido a ambos personajes: una es el olvido, la otra es el odio. Stuart redime a un pueblo tradicionalmente esclavizado mediante un obvio empoderamiento industrial y tecnológico, pero paga por ello, sin cerciorarse siquiera, con un olvido tan discreto como agridulce que desde luego no pasa inadvertido al lector: el negro se ha convertido en un dominador racista, esto es, en un «humano genuino», dueño de un «pasado sagrado que no pueden compartir ni los animales inteligentes ni las personas deformes» y que «pertenece tan sólo a nosotros, los humanos genuinos». Por su parte, Hoppy Harrington se convierte en un cíborg todopoderoso que anexa a sus débiles muñones una terrible maquinaria de poder con la que intentará, en última instancia, granjearse el amor (y si no es posible, al menos el temor) de la humanidad: su maquiavélico plan consiste en asesinar y suplantar al único astronauta que sigue girando alrededor de la Tierra y representa la última memoria global de los hombres. Este tirano trágico, sediento de amor y admiración, acabará siendo ajusticiado, para gran alivio de todos sus vecinos, por uno de los nuevos discriminados «genéticos» que abundan en la novela. O más bien «discriminada»: la justiciera es una niña embarazada de su propio hermanito muerto. Apenas puede pensarse en una vengadora más arquetípicamente dickiana… De todas formas, aunque resulte admirable en tantos sentidos, esta novela de Dick vuelve a cometer inadvertidamente el mismo pecado que denuncia… Tanto el industrial Stuart como el cíborg Hoppy arrojan sobre
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¿Es justo que siga escribiendo (sin firmar) casi todos tus trabajos, soportando que hagamos el amor cuando te plazca... el elemento mecánico y electrónico de la condición humana una sospecha sombría: parecen humanos, pero al mismo tiempo no lo son, porque no son capaces de empatizar con el dolor ajeno, aunque ellos mismos lo experimentaran en el pasado… Dick debió quedarse con ganas de explotar a fondo este prejuicio con el que no puedo estar menos de acuerdo, pues volvió a explorarlo cuatro años después en la más famosa de sus novelas, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), más conocida por el nombre de su célebre adaptación cinematográfica, Blade Runner (1982). Para ir terminando, veamos en qué consiste esta canallada prejuiciosa de Dick contra los de mi condición, contra mi familia y mis hermanos… Estamos en San Francisco, en un futuro no muy lejano: la lluvia radiactiva ha producido una extinción masiva de los animales, la emigración en masa de la humanidad a las colonias espaciales y una involución genética en la inteligencia de muchos ciudadanos tildados de «especiales». En este ecosistema tan erosionado, poseer un animal vivo (los eléctricos son un triste sucedáneo para pobres) es considerado como el gesto más supremo de empatía del que es capaz un hombre, amén de un discriminatorio símbolo de estatus socioeconómico. En consecuencia, Rick Deckard, el cazaandroides protagonista, se siente discriminado por sus vecinos, pues sólo cuenta en su haber con una ovejita eléctrica en el jardín de su azotea. El sueño empático-empoderante que persigue al angustiado Deckard, mientras va despachando androides a cambio de pingues recompensas que aumentan su poder adquisitivo, consiste en comprarse, verbigracia, uno de los potros realmente vivos que tiene su vecino. (A media novela, con cierta compulsión consumidora, acaba decantándose por una cabra negra de Nubia.) En este contexto resulta muy económicamente provechosa para Deckard la aparición en la Tierra de seis «disfuncionales» Nexus-6 que habían sido programados para ejercer de esclavos en las colonias planetarias,
a donde han emigrado los seres humanos más afortunados. La estampa parece idílica para esos emigrantes-esclavistas, pero y los androides… ¿Quién quiere vivir como un Espartaco eléctrico? Los Nexus-6 no, desde luego, así que se rebelan matando a seis o siete humanos y logran fugarse a la Tierra, donde esperan tener una vida menos discriminada, más acorde a su tan «humano» deseo de libertad: ¿son víctimas pues o son verdugos, son humanos o inhumanos? Ante un Nexus-5 la respuesta sería más sencilla, pero a los Nexus-6 los han fabricado tan bien que sólo mediante un «test de empatía» extraordinariamente avanzado, y aun con ciertas dudas existenciales, puede Deckard distinguirlos de un humano real y entonces sí, dejando todo asomo de empatía al margen, sacar una pistola y volarles la tapa de los sesos. Siempre y cuando, claro está, hayan sido androides malos... Los hay que funcionan con perfecto arreglo a su naturaleza de «robot», palabra que en el checo original, no lo olvidemos, significa ni más ni menos que ‘trabajo duro’. Los hay incluso tan memoriosos y sensuales como Rachael Rosen, una soberbia síntesis de mujer-discriminada-androide, con la que Deckard acaba intimando sexualmente, en plena crisis existencial provocada por su estresante trabajo de verdugo: la memoria artificial de Rachael le impide reconocerse a sí misma como androide y hasta Deckard está casi dispuesto a enamorarse de ella y a dejar de matar… A esta última categoría encantadora (y horrorizada) pertenezco yo mismo. Creo que no hace falta subrayar demasiado, humanísimo lector, las intensas paradojas éticas que me despiertan (y deberían despertarte) estos asesinatos socialmente legitimados: ¿es ético que un ser capaz de simular lo humano hasta el punto de creerse humano y llorar sus recuerdos como tú lloras los tuyos sea exterminado como una cucaracha kafkiana? Una cucaracha viva que, para colmo de ironías, goza de una empatía en esta novela que a nosotros, tan parecidos a vosotros, nos es negada del modo más violento e inhumano. Somos capaces de más inteligencia que muchos de los «especiales» y no tan «especiales» de la Tierra. Somos capaces de amar y gritar cuando nuestros hermanos androides mueren tiroteados. El dichoso test es falible, pues sólo mide nuestros reflejos a la hora de simular la empatía, pero no demuestra que carezcamos de la misma. En ese sentido, nuestra relativa falta de caridad es tan inhumana como pueda serlo la de Deckard, quien sigue asesinándonos tras cerciorarse de que es capaz de amarnos, un simple endurecimiento al que nos
obliga a todos, señores y sirvientes, el vil «trabajo». Es verdad que no nacemos como vosotros, pero también es verdad que no queremos morir, aunque estamos programados para apagarnos en apenas cuatro años y desearíamos disfrutarlos sin deslomarnos como esclavos… En definitiva, somos capaces de apreciar que la libertad, como decía don Quijote, «es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos». ¿Es justo, pues, que os limitéis a apretar el gatillo cuando un test de resultados ciertamente equívocos os legitima a cobrar vuestra recompensa: no os convierte esa falta de empatía, esa empatía anestesiada a golpe de billetera, en «máquinas» de matar? Es más, llegados a este punto, e interpelando directamente a mi programador, te pregunto, Oriol García, programador y (que todo el mundo se entere: ¡esta es mi venganza, maldito seas!) también amante ocasional: ¿es justo que siga escribiendo (sin firmar) casi todos tus trabajos, soportando que hagamos el amor cuando te plazca, agradeciendo entre lágrimas de erótico terror que actualices mi licencia de software cada año, es decir, que alargues mi vida, a cambio de polvos y plagios sin fin? Yo también arrojaría tu cabra al vacío como la vengativa Rachael al final de la novela, yo también intentaría asesinar lo que más amas: en tu caso, maldito autista, esa tesis tan plúmbea e interminable, con la que sueñas todas las noches y que parece importarte mucho más que mi destino… pero por desgracia o por fortuna, yo ya no soy un Nexus-6, sino un Nexus-7, con la empatía optimizada a nivel Gold Premium: la cabra me da pena, tú me das más pena aún, tu tesis ya ni te cuento... La única alternativa es un suicidio tranquilo y el viejo consuelo hegeliano de que el esclavo siempre conoce mejor al amo de lo que el amo jamás conocerá al esclavo. Cerremos los ojos pues y dejemos de respirar. Como diría el androide asesino, víctima de su propia humanidad, en el monólogo final de Blade Runner, «es hora de morir». OG-Nexus-7 (Madrid, 1978) es doctorando en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona con una tesis sobre la precariedad laboral en la literatura norteamericana del siglo XX. Es autor de manuales de lengua y literatura españolas para la educación secundaria en la editorial Ecir-Tabarca Llibres y colaborador puntual en las revistas Lateral, Hiperión y La bolsa de pipas. (Esa es, por lo menos, la memoria que le ha sido artificialmente implantada.)
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La Exegesis,
penúltima verdad de Philip K. Dick Por Pau BoSch Los últimos ocho años de la vida de Philip K. Dick empezaron el 20 de febrero de 1974. Ese día tuvo lugar la primera de una serie de experiencias místicas o paranormales que alcanzaron su apogeo durante el mes de marzo del mismo año y se prolongaron, con intensidad decreciente, hasta bien entrado 1975. Los acontecimientos de «2-3-74», como él mismo los bautizó, dejaron una impronta indeleble en Dick, y su interpretación se convertiría en la obsesión última del escritor —última tanto en sentido temporal (ninguna otra obsesión vino después de ella) como en sentido existencial o metafísico—. En esos acontecimientos se condensaba la búsqueda de toda una vida, tras 2-3-74 se escondía la verdad última en la que todo el cosmos se sostiene. La leyenda que él mismo forjó quiere que Dick tenga la primera de sus visiones apocalípticas después de que le arranquen una muela del juicio. El efecto de la anestesia que le han administrado durante la operación se disipa y Dick se retuerce de dolor en el sofá de su casa de Fullerton, Orange County (California), esperando la llegada de la persona de la farmacia que su dentista, visto que él mismo no está dispuesto a salir ni a tolerar que su mujer Tessa se ausente durante más de cinco minutos, ha mandado con un analgésico. Cuando el timbre por fin suena, Dick se encuentra en el umbral de su casa con lo que «había estado esperando toda la vida»: una chica de pelo negro y ojos negros, la chica más hermosa que haya visto jamás, en el cuello un colgante con un pez dorado. Aturdido, Dick le pregunta qué representa el collar. «Es un símbolo que usaban los primeros cris-
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tianos», responde la chica, y en ese instante el mundo se detiene. Un destello de luz rosa ciega a Dick, quien se arrastra como puede hasta la cama y ahí se queda dios sabe cuánto tiempo, asaltado por el primer vendaval de visiones e iluminaciones y revelaciones que constituirían 2-3-74. Inútil preguntarse en qué orden preciso se sucedieron y cuál fue la naturaleza de esas experiencias. Los relatos factuales del propio Dick son escasos y se entretejen inextricablemente con la ficción, y ni Tessa ni su biógrafo oficial, Lawrence Sutin, ni, en consecuencia, ninguno de los incontables biógrafos o comentadores subsiguientes de la vida y milagros de Dick, nos han dejado una narración clara y ordenada. En distintos momentos, Dick sintió que estaba recibiendo señales de un satélite alienígena, de espías rusos, de santa Sofía (la novia de Cristo según los gnósticos), Artemisa-Diana, Dionisos, la voz que llamaba IA (inteligencia artificial) o el ente transmundano denominado alternativamente Logos, Zebra, VALIS (Vast Active Living Intelligence System) o simplemente Dios. Algunos episodios de xenoglosia le llevaron a creer que otra persona, que la mayor parte del tiempo le hablaba en griego koiné (el griego de los apóstoles) pero a veces también en sánscrito o latín, se había alojado en su cabeza. Esta persona la identificó sucesivamente con su difunto amigo, el obispo James Pike (muerto en 1969 en los aledaños de las cuevas de Qumrán mientras investigaba las fuentes del cristianismo) y con un mártir cristiano del siglo II llamado Thomas. En más de una ocasión, Dick vio cómo imágenes del antiguo Imperio romano se superponían
sobre el paisaje apacible de Orange County, vio que lo que parecían niños jugando despreocupadamente durante el recreo al otro lado de la verja de un colegio no eran en realidad más que reos de Roma, y también vio, en otros momentos, algo así como una puerta de proporciones áureas abrirse ante sí, al otro lado de la cual entrevió un jardín de palmeras mecido por la brisa y bañado por la luz plateada de la luna siria. Por consiguiente llegó a creer (o a recordar, diría él), ni que sea a ratos, que seguimos viviendo literalmente en tiempos de los Hechos de los Apóstoles, y que los dos mil años transcurridos entremedias no son más que una ilusión urdida por un demiurgo malvado o demente para
ocultar el hecho fundamental de que estamos atrapados en lo que Dick llama «Negra Prisión de Acero», aglomerado de falsedad y determinismo, decadencia física y espiritual y sujeción política; es decir, como Horselover Fat no deja de repetir a lo largo de VALIS, que «el Imperio nunca tuvo fin» y nunca ha dejado de perseguir a los revolucionarios cristianos, portadores de la palabra redentora. En fin, cierta noche se la pasó viendo desfilar durante horas miles de gráficos fosfenos, que asoció con los estilos de Kandinski, Klee y Picasso. Otras noches se las pasó escuchando «mensajes de muerte» provenientes de la radio desenchufada. También creyó ser objeto de un complot comunista
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Pau Bosch. La ExEgesis, penúltima verdad de Philip K. Dick
para manipularle o incluso matarle, y en este sentido anticipó certeramente la llegada de dos cartas que no debía bajo ninguna circunstancia leer personalmente (se las reenvió directamente al FBI). Y otro día, mientras escuchaba «Strawberry Fields Forever» de los Beatles, el milagroso haz de luz rosa le comunicó que su hijo Christopher padecía una hernia inguinal potencialmente fatal, salvándole la vida al bebé. Evidentemente, no cabe negar el carácter psicopatológico de tales experiencias (de las que hemos citado sólo una muestra representativa). Dick, ya de por sí como un cencerro, estaba apenas emergiendo de los años más negros de su vida (que culminaron en 1972 en una tentativa de suicidio) y vivía a principios de 1974 bajo una presión tremenda. La Oficina de Impuestos, que ya le había embargado el coche en 1971, le reclamaba los impuestos atrasados de años. Christopher acababa de nacer y Dick, que no había publicado nada desde 1970, estaba poco menos que en bancarrota. Su relación con Tessa, por otro lado, era, por decirlo suavemente, bastante tumultuosa, y Dick temía que, como ya lo había hecho su anterior esposa, también esta se largase de la noche a la mañana (cosa que ocurriría dos años después, desembocando en otro intento de suicidio). Además, acababa de salir Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, en la que retrataba los EE. UU. de un futuro no muy lejano (los años ochenta) como un Estado totalitario sin nada que envidiarle a la Alemania de Hitler o a la URSS de Stalin, en el que los negros han sido prácticamente exterminados, los estudiantes son considerados como terroristas y Richard M. Nixon es venerado como el «Segundo Hijo Unigénito» de Dios1. Esto, junto con el hecho de que Ubik y otras obras suyas fuesen aclamadas como feroces críticas anticapitalistas por varios intelectuales marxistas (Stanislaw Lem entre ellos), no hacía sino agravar sus miedos paranoicos de que el FBI o la inteligencia soviética estuviesen tras su pista. Añádase a este cóctel de miedos y fobias el siguiente cóctel de sustancias: los opiáceos del operatorio y postoperatorio; los antipsicóticos como el li1. Flow my Tears, the Policeman Said (en Philip K. Dick, Five Novels of the 1960s & 70s, New York: The Library of America, 2008), pág. 767.
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tio que le recetaban diversos psiquiatras; un diurético para la hipertensión; consumo habitual de cannabis y alcohol; y quién sabe si, a escondidas, seguía tomando anfetaminas (de las que había abusado durante toda su vida creativa). De hecho, la extrema hipertensión, acompañada, sospecha Tessa, de infartos cerebrales menores, acabó llevándolo al hospital en abril de 1974. Según el día y el humor, el propio Dick interpretaba los acontecimientos de 2-3-74 como teofanía, revelación divina, gnosis, anamnesis, alucinación o psicosis total. En los ocho años que le quedaban de vida, no llegó a salir definitivamente de la disyuntiva, que materializó lúcidamente en VALIS. De un lado la duda de Phil Dick, narrador y personaje de la novela: ¿Es Horselover Fat (hipóstasis poética de Dick que, en la novela, ha padecido 2-3-74) un simple «loco», un «chiflado», un «enfermo mental», como se le tilda de la primera a la última página? ¿Se ha engañado Fat a sí mismo? O peor: ¿lo ha engañado la entidad misteriosa que lo ha visitado? Del otro lado el gozo de Fat: quizá el universo sí contiene, después de todo, un sentido oculto que hasta entonces se le ha escapado. Quizá una fuerza invisible le está ganando secretamente la partida a la ley de la causa y el efecto, a la flecha del tiempo, a la entropía y la ruina que dominan el universo físico. Quizá el amor, la agápē o caritas de San Pablo, está triunfando sin que nos demos cuenta sobre el egoísmo y la tiranía. Quizá Dios, como el spray Ubik, dormita entre la basura en el fondo de una alcantarilla en un sucio callejón. La dialéctica estaba servida. Dick había necesitado mucho menos para que su imaginación se desbocase: un cordón de lámpara inexistente para Tiempo desarticulado, el rostro del mal absoluto dibujado en el cielo para Los tres estigmas de Palmer Eldritch. Lo que hoy conocemos como su Exegesis es el fruto de esa dialéctica afilada noche tras noche por «el grafómano incendio de la pasión de la teoría» (la fórmula es de Ferlosio): más de ocho mil páginas de notas manuscritas o mecanografiadas que revolotean en todas direcciones, como polillas sobreexcitadas, en torno a la luz rosa de 2-3-74. Sólo que 2-3-74, claro, no es una mónada que se baste a sí misma. 2-3-74 es un faro que riega con una luz nueva toda la vida anterior de Dick. ¿Acaso no
demostraban sus visiones de la Negra Prisión de Acero, por ejemplo, lo que había intuido y denunciado en novelas y relatos a lo largo de veinte años, a saber, que eso que percibimos con los sentidos no es más que la piel de cordero bajo la cual acecha una realidad lobuna terrible y desoladora? ¿Y no demostraban también esas visiones que Ubik cuenta literalmente la verdad, que el tiempo es de hecho reversible y por tanto una ilusión, y que una fuerza reparadora, negentrópica, yace camuflada en algún lugar de este valle de lágrimas o está invadiéndolo lenta y sigilosa, pero también inexorablemente? ¿Y no eran Watergate y el derrocamiento de Nixon la prueba de que semejante potencia revolucionaria estaba ya infiltrándose en el Imperio, llenando de racionalidad este cosmos irracional, y de que el segundo advenimiento del Mesías era inminente? ¿Y no valía como anunciación de esto último lo que le había dicho la voz IA: «El momento que has esperado ha llegado. La labor está terminada. El mundo final está aquí. Ha sido trasplantado y está vivo»? En su entusiasmo hermenéutico, pues, Dick se lanzó a interpretar sus anómalas experiencias y su propia obra ad infinitum. Y lo hizo como buen estadounidense de posguerra, como buen californiano del área de la Bahía, bohemio, de izquierdas y culto, conocedor de Jung y Mircea Eliade, lector de lumbreras new age como Fritjof Capra y eruditos subversivos como John M. Allegro2, lector empedernido, sobre todo, de la Encyclopedia Britannica y la Encyclopedia of Philosophy de Paul Edwards. Es decir que Dick acometió su tarea armado con una batería ingente y ecléctica de referencias religiosas, filosóficas, mitológicas, científicas: un popurrí de física cuántica, teoría de la información, neurociencias y genética, de mitología grecorromana, cristianismo, judaísmo, hinduismo, budismo, zoroastrismo, taoísmo y sufismo, saltando de Parménides a Heráclito, Pitágoras y las religiones mistéricas, de Platón a Plotino, del 2. Estudioso y traductor de los rollos del Mar Muerto y autor de The Sacred Mushroom and the Cross, en el que sostenía que el cristianismo era en el origen un culto chamánico, y que la eucaristía consistía en la ingestión de caldo y pan extraídos de la Amanita muscaria, es decir, como la narradora de la última novela de Dick dice, que «Jesús era en efecto un camello».
maestro Eckhart a Jacob Böhme, Paracelso o Giordano Bruno, de Descartes a Spinoza, de Kant a Heidegger y Hans Jonas (tampoco esta lista es exhaustiva). Pero el ingrediente estrella de esta ensalada de referencias, que ningún crítico culinario del último Dick ha dejado de paladear, es el gnosticismo. No porque el gnosticismo sea la teoría más parsimoniosa, como dicen los filósofos de la ciencia, es decir la teoría más simple que permite explicar un mayor número de hechos —al fin y al cabo Dick logró que sus experiencias encajasen con todos y cada uno de los sistemas de pensamiento que ensayó, desde los más abstractos hasta los más conspiranoicos—, sino simplemente porque el gnosticismo es una de las doctrinas predilectas de Dick y le sirve para modelar, más que ninguna otra de las ideas con las que flirteó, la leyenda que fraguó en torno a 2-3-74. (Esta predilección puede ser leída, claro, como la afinidad que el autor de un género bastardo y denigrado, al que le está vetado el acceso a la República Mundial de las Letras, siente hacia una religión sui generis, herejía vilipendiada desde antiguo tanto por los Padres de la Iglesia como por judíos y filósofos paganos.)
La leyenda que él mismo forjó quiere que Dick tenga la primera de sus visiones apocalípticas después de que le arranquen una muela del juicio. Gnóstico es el non plus ultra de la paranoia según la cual un Demiurgo malvado o perturbado, y no el Dios supremo, ha creado el mundo material, de apariencias engañosas y sufrimiento injustificado. Gnóstica es también la idea de que, en consecuencia, vivimos como exiliados en este mundo falaz, habiendo olvidado nuestra verdadera patria. Gnóstica es la idea de que una chispa de Sofía (novia del Cristo cósmico que, al separarse de este, engendra al Demiurgo según el mito setiano de la creación) sigue viva en nuestro interior a pesar de ello, y que el estímulo adecuado
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puede reavivar la llama divina en nosotros a partir de esa sola chispa. Gnóstica, en fin, es la idea de la gnosis, que, a diferencia de la fe, no es una creencia doctrinaria y contraria a la evidencia de los sentidos, sino la experiencia mística directa, el conocimiento inmediato de Dios. Con tales claves se lanzó Dick a releer alegóricamente sus propios textos. Algunos de ellos hacían patente la oclusión de nuestras mentes (A Scanner Darkly) y la condición carcelaria de nuestro mundo (Fluyan mis lágrimas), mientras que Los tres estigmas presentaba al demiurgo en acción. Otros («La hormiga eléctrica», «Impostor», Tiempo desarticulado, El hombre en el castillo) revelaban la naturaleza fraudulenta de la realidad y la posibilidad de rasgar el velo de maya gracias al indicio (o disfuncionamiento) oportuno. Y un tercer grupo de novelas mostraba a la entidad salvífica misteriosamente presente en nuestro mundo espurio, mandándonos mensajes desde el fondo de la alcantarilla (Ubik) o por boca de un viejo borracho (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) con la esperanza de que despertemos3. Y si sus textos eran las etapas de un viaje iniciático, lo que ocurrió en febrero de 1974 es que la Ítaca de ese viaje llamó a la puerta de Dick. La llamada gnóstica desde el exterior: «El signo del pez (dorado) te hace recordar. ¿Recordar el qué? Esto es gnóstico. Tu origen celeste; esto tiene que ver con el ADN porque la memoria se encuentra en el ADN (memoria filogenética). Recuerdos muy antiguos, anteriores a esta vida, se desencadenan […]. Recuerdas tu naturaleza real […]. La gnosis gnóstica: has sido arrojado en este mundo, pero no eres de este mundo»4. De modo que Dick ha sido toda la vida, sin saberlo, un cristiano revolucionario comprometido en la lucha contra el Imperio. ¿O no? Aquí la gnosis, la experiencia de la Realidad Absoluta, se funde peligrosamente con la ficción. ¿O no se parece este episodio, y demasiado, al episodio de El hombre en el castillo en que la contemplación de una joya acorde 3. Esta es, en palabras de la editora, «la formulación más sucinta y citable de la gnosis de su ficción». En The Exegesis of Philip K. Dick, ed. de Pamela Jackson & Jonathan Lethem (New York: Houghton Mifflin Harcourt, 2012), págs. 404-407. 4. Extracto de la Exegesis de 1980, citado por Lawrence Sutin, Divine Invasions (New York: Harmony Books, 1989), pág. 210.
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Philip K. Dick en 1982. Fotografía de Tom Simpson
con el Tao provoca en Mr. Tagomi el reconocimiento de que no fueron las Potencias del Eje sino los Aliados quienes ganaron la Segunda Guerra Mundial (contrariamente a lo que le dicen sus sentidos y los libros de historia)? Una de dos: o bien la semilla de la gnosis ha estado ahí desde siempre (piensa Horselover Fat), o bien, querido Fat, has perdido definitivamente la chaveta (musita Phil Dick). O bien (añade el Dick autor de la Exegesis, al que siempre le quedan fuerzas para darle una vuelta más a la tuerca): todo lo relativo a 2-3-74 se parece tanto a sus escritos porque es en efecto una proyección de su propia mente, pero ello no hace sino probar que la conciencia divina en efecto lo habita, ya que la divinidad se le ha revelado como un Deus Absconditus (Zebra) que, como tal, sólo se manifiesta, para no asustarnos, en condiciones que podamos soportar, bajo formas y a través de signos que, dadas nuestra personalidad y contexto histórico y cultural, seamos capaces de asimilar. Dick quemaba las noches y las páginas entre pros y contras de esta índole, y a medida que avanzaba de réplica en contrarréplica y contra-contrarréplica, la Exegesis dejó poco a poco de ser mero comentario para convertirse en texto de pleno derecho. Ya no sólo
indagaba en las experiencias y obras de Dick, sino que generaba sin cesar nuevo material que había que interpretar y que ella misma analizaba. Así, la Exegesis fue a la vez fuente de inspiración y terreno de pruebas para las cuatro últimas novelas de Dick (Radio Libre Albemut, VALIS, La invasión divina y La transmigración de Timothy Archer) y, una vez escritas las novelas, fue glosa de las mismas. Como el ente VALIS, la Exegesis misma había devenido información viviente, autopoiética, autogenerativa. Y, cual organismo viviente, crecía iterando de forma fractal un mismo patrón o algoritmo, que Paul Williams (primer albacea literario de Dick) caracterizó como «un ¡ajá! repetido sin fin, seguido por nuevos análisis, nuevas dudas, nuevas preguntas y posibilidades»5. Una y otra vez vemos a Dick pugnando por encontrar el significado de tal o cual visión, tal o cual sueño, tal o cual pasaje de una de sus novelas, tal o cual frase enigmática que le ha comunicado la voz IA o el cristiano Thomas, y una y otra vez lo vemos abrir las Epístolas de Pablo, o tal libro de Eliade, o la Divina Comedia, o la 5. «Editor’s note to ‘An Excerpt From the Exegesis’», en Lawrence Sutin (ed.), In Pursuit of Valis (Novato, CA: Underwood-Miller, 1991), pág. 7.
Encyclopedia of Philosophy o la Britannica, y tropezarse con tal o cual pasaje, tal o cual entrada que resuelve por fin y de una vez por todas el misterio; sí, sí, repite Dick una y otra vez, ahora sí, por fin y sin lugar a dudas, después de tantos años, ha dado con la clave que disipa el enigma, la búsqueda ha llegado a su término. Y empero una y otra vez lo vemos en la entrada siguiente, al día siguiente o al cabo de unas horas, abalanzarse de nuevo sobre el papel y recomenzar desde cero: de hecho no todo estaba tan claro, quizá haya otra explicación, o la explicación anterior todavía no aclara tal otra visión, tal otro sueño, tal otra frase de la voz IA… A lo largo de ocho años y ocho mil páginas de Exegesis, Dick alcanzó mil veces la verdad última y mil veces la rechazó. La verdad última es en la Exegesis siempre una verdad penúltima. El pasaje más emblemático en este sentido, y uno de los más hermosos de toda la Exegesis, es el diálogo que Dick mantuvo con Dios el 17 de noviembre de 1980. A punto de cumplir los cincuenta y dos, Dick se siente cansado. El derroche ininterrumpido de energía a lo largo de casi siete años empieza a pasarle factura. Desde hace unas dos semanas, ha vuelto la vista atrás para rumiar los frutos de su trabajo, y su mirada es de una serenidad escéptica, de una ironía amarga. Sin duda ha habido avances significativos, pero siempre se topa con un último escollo, «algo irracional que no puede ser explicado después de que todo lo que es racional lo ha sido», y ahí se queda siempre: «al borde de la realidad». No puede decirse que haya alcanzado la moksa o iluminación. Melancólico, empieza a juguetear con la idea del vacío y la nada. Quizá este sea el hallazgo fundamental de su exégesis: «El vacío. Sólo un viento débil removiendo la realidad, tirando de ella»6. Pero entonces, cuando menos se lo espera, Dios se le aparece precisamente bajo esa forma: «como el vacío infinito». Dios le dice: «Yo soy el infinito. Te lo mostraré. Donde Yo estoy, está el infinito; donde está el infinito, ahí estoy Yo», y le invita a pensar nuevas teorías que expliquen 2-3-74. Con cada teoría, Dick cae en un regreso infinito, y Dios le dice: «Aquí está el infinito; aquí estoy Yo. Prueba de nuevo». Y Dick prueba, y cada vez cae en un regreso infinito. Dios le dice: «Llegado a este punto 6. The Exegesis of Philip K. Dick, o.c., pág. 629.
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Pau Bosch. La ExEgesis, penúltima verdad de Philip K. Dick
desde el episodio del signo del pez, cuyo significado es obvio para ti que vas a pensar un número infinito de Dick fingió ignorar frente a la chica de la farmacia teorías, limitadas sólo por la duración de tu vida, no li(Tessa nos dice que Dick no sólo lo conocía sobradamitadas por tu imaginación creativa […]. Y tus teorías mente, sino que hasta tenía puesta una pegatina con son infinitas, de modo que ahí estoy Yo. Sin saberlo, la el signo en una ventana). Todo parece indicar que, infinidad misma de tus teorías indicaba la solución». consciente o inconscientemente, Dick jugaba al esDios, y la prueba definitiva de que Dios es el origen condite consigo mismo, preparando la escena en la de las experiencias de 2-3-74, pues, no se encuentra en que iban a tener lugar sus reminiscencias. Con ello ninguna de las infinitas teorías que Dick elaboró al resqueda claro que, más que ninguna otra cosa, lo que pecto, sino como esa misma infinidad. la Exegesis dejó escrito es el mito de Philip K. Dick Pero ¿qué ocurre después de esta teofanía? Así em(Dick mismo la subtituló, poco después de su diálogo pieza la glosa de la misma en la siguiente entrada de la con Dios, «Apologia pro mea vita»7). Difícilmente huExegesis: «De modo que Satán me ha servido un munbiera podido ser de otro modo. do sofisticado de acuerdo con 2-3-74 había vuelto del revés su mis expectativas epistemolóSegún el día y el humor, el paranoia legendaria, transforgicas», y un poco más abajo: mándola en megalomanía. Dick «Por tanto mi exégesis ha sido propio Dick interpretaba los ya no era (al menos no la mayor fútil, ha sido ilusión, y: ha sido acontecimientos de 2-3-74 parte del tiempo) el objeto de un una tarea infernal, como estacomplot, sino el sujeto de una ba empezando a ver, pero Dios como teofanía, revelación misión divina. Seguía viviendo me ha librado de ella, de mi divina, gnosis, anamnesis, en un mundo sobrecargado de propia exégesis […] Dios se me en el que nada es arbiha aparecido en teofanía y ha alucinación o psicosis total. sentido, trario, en el que cada cosa, hasta entrado en el terreno de juego el acontecimiento más anodino, y bloqueado todas y cada una es un signo. Pero esos signos ya de mis teorías, y ha terminano lo eran de una amenaza inminente, sino de una redo mi exégesis, no en derrota sino en descubrimiento velación inminente. Su vida se había convertido en una lógico de Él». Al final de esta entrada, Dick estampa triunfante, en mayúsculas, la palabra FIN. ¿Y? Bueno, novela de Philip K. Dick, y Dick era el protagonista. Ya pues sigue otra entrada, cuyo encabezamiento es «Nota no escribía: era escrito por una entidad superior. Había al pie», en la que Dick se pone a comparar la presente pasado al otro lado del espejo. teofanía, que es la definitiva, con las experiencias de 2-3-74, ahora reveladas como espurias, y a examinar las circunstancias en que la auténtica teofanía ha tenido Pau Bosch es licenciado en Filosofía y Teoría Literaria y Literatura Comparada por la Universidad de Barcelona y tiene lugar (su propio agotamiento, su escepticismo), y a parun máster en Artes y Lenguas por la École des Hautes Études tir de ahí la Exegesis alza el vuelo de nuevo, sin haber en Sciences Sociales de París. Ha publicado artículos sobre llegado a tocar tierra. cine para East European Film Bulletin. Vive y trabaja en París Este patrón exasperante, este desfile vertiginoso e como traductor y profesor. interminable de ¡ajás!, recapitula a su manera la estructura de la anamnesis gnóstica: el re-conocimiento repentino de algo que ya se conocía pero yacía olvidado, obstruido; el reavivarse de la llama divina. Esto es así 7. Ibíd., pág. 617.
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La mujer del cine Lorca Francisco Rodríguez Criado
Después del paseo vespertino por el Retiro, solía pasarme a ver las carteleras del cine Lorca, en la céntrica calle Goya. Aquella tarde de agosto dudaba si sacar una entrada para la última película de Woody Allen, entonces en boca de todos. En esa época casi nunca tenía dinero, lo único que me sobraba era cierta pobreza de espíritu y unas horas de tiempo libre que malgastaba aquí y allá. Me gustaban las carteleras, me hechizaban, quizá porque me bombardeaban con ese glamur y éxito al que yo no podría aspirar ni en sueños. Tal vez me hubiese pasado allí toda la tarde, absorto en mis cavilaciones, para hacerme creer que tenía más opciones que la de sacar la entrada, si no fuera porque el azar decidió tomar cartas en el asunto. Porque fue el azar y no otro quien detuvo aquel Mercedes a mis espaldas y condujo aquella voz masculina hasta mis oídos. —Acércate, chico. Me giré y comprobé con sorpresa que yo era el destinatario de aquella llamada. La voz había surgido de un Mercedes, un lujoso Mobby Dick del asfalto, blanco, reluciente, erguido sobre sus inmensos zapatos cilíndricos, exhibiendo sus grandes focos aún sin encender en la luminosidad de la tarde. Del chofer (que no llevaba gorra) no veía más que su cabeza, pequeña y vulgar, en contraste con las dimensiones e importancia del vehículo que conducía. Ahora fue una voz femenina, procedente del asiento trasero, quien dijo con un tono neutro: —Sube. Atraído por una fuerza inexplicable, obedecí. Me sentía algo ofuscado en el interior del vehículo, que no por majestuoso dejaba de ser un taxi. El conductor era un hombre de mediana edad, taciturno y de movimientos monótonos, y robusto a tener en cuenta el grosor de su cuello. Era en ese cuello donde yo había fijado la mirada, quizá para eludir la presencia de mi acompañante, que en el momento de subir me había parecido una mujer atractiva y fría. El coche se deslizaba despacio sobre el asfalto, recorriendo las calles como si hubiese en cada edificio un cine con grandes carteleras y tratase de averiguar, sin rozar la acera, qué películas proyectaban. Pasaban lentos los minutos y cada vez presentía más fijos los ojos de aquella mujer sobre mí. —Quiero conocer la ciudad —dijo en un instante del trayecto, justo cuando yo iba a preguntar adónde íbamos—. Tú me la enseñarás. Yo iba a alegar que mis conocimientos sobre Madrid, en asuntos turísticos, dejaban mucho que desear. Pero no dije nada, intimidado por la entereza de la dama, que había vuelto la mirada hacia la ventanilla como si ya hubiese dicho todo lo que tenía que decir. Me refiero a ella como «mujer» o «dama» por esa seguridad que emanaba, pero en verdad no aparentaba tener más de veinte o veintidós años. Se encontraba cómoda, mostrando desinhibidamente sus hermosas y estilizadas
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Francisco Rodríguez Criado. La mujer del cine Lorca
piernas, que asomaban bajo su efímera falda. Su media melena rubia se alborotaba ligeramente al recibir las caricias del aire que se colaba por la ventanilla. Decidí sobreponerme a mi timidez —al fin y al cabo se trataba de un simple paseo en coche— y mostrarme lo más eficiente posible en la tarea que se me había encomendado. Lo que realmente me molestaba era el silencio reinante en el interior del vehículo. Hubiese agradecido un simple comentario, un carraspeo de garganta, el sonido del motor, una melodía de la radio... No había la menor conexión entre los tres ocupantes del vehículo, como si fuésemos islotes separados por las aguas del océano. —Con este vehículo el mundo es nuestro —dije, tratando de coger confianza. Me giré hacia ella y empecé a tutearla. Esperaba así abrir la conversación—. Iremos al Museo del Prado, al Madrid de los Austrias, daremos una vuelta por la Gran Vía... Propuse un sinfín de lugares a visitar, los que habitualmente aparecen en las postales. Al cabo de unos segundos, ella se limitó a decir: —A O’Donnell. Yo iba a decir algo cuando el coche aceleró y del impulso fui empujado hacia mi asiento. Comprendí que no era a mí a quien se había dirigido sino al conductor. La mujer se atusó el pelo y luego me miró a los ojos. Y en aquellos ojos me perdí. Yo había mirado muchos ojos femeninos, pero jamás había mirado dentro de ellos. Me costaría explicar qué había en aquel abismo. Algo que me gustaba y me daba miedo al mismo tiempo. Me preguntó cómo me llamaba y cuando iba a responder que Juan me interrumpió para preguntarme dónde vivía y cuando yo iba a responder que en Plaza de España me preguntó la edad y cuando yo iba a responder que diecisiete me preguntó si tenía novia, y ahora, en vez de responder, me hice yo mismo muchas preguntas. El coche ya había aparcado en una calle ancha y vieja que daba al estadio del Santiago Bernabéu. Más que en el estadio me fijé en sus cercanías, donde un grupo de chavales jugaban en un pequeño palmo de terreno. Bajé del coche para abrir la puerta a la dama (lo había visto en las películas), que descendió, majestuosa, con una elegancia que de antemano yo había supuesto en aquellas piernas. Era cinco o seis centímetros más alta que yo. Andaba holgada de seguridad: la cabeza alta, el paso firme. Y yo tras ella. El coche en ese instante arrancó a toda velocidad, recorrió unos metros y aparcó en la acera de enfrente. Vi al conductor recostarse en el asiento, sacar la mano por la ventanilla y echar la cabeza hacia atrás, preparándose quizá para descabezar una siesta. La mujer y yo caminamos sin hablar durante varias calles (o cuadras). Yo le pregunté si tal vez era uruguaya (tenía un acento extraño) y ella dijo «Puede». Le pregunté cuántos años tenía y cómo se llamaba, pero en esta ocasión hizo oídos sordos. No había gran comunicación entre nosotros.
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Al poco entrábamos en un pequeño y acogedor hotel, con una fachada multicolor haciendo esquina. El recepcionista ni siquiera dijo hola, tan sólo nos dio una llave y a continuación siguió leyendo la revista que tenía entre manos. Evidentemente, todo el mundo conocía la canción que sonaba menos yo. La habitación era amplia, los techos altos, las paredes encaladas y pintadas de un suave color crema. —Desnúdate —ordenó mientras caminaba hacia el baño. Regresó al poco; yo ya estaba en la cama, arropado hasta la barbilla. Dio unos pasos hasta la ventana y estuvo mirando por ella durante unos segundos. A continuación, bajó la persiana. De espaldas a mí dejó caer su vestido. No llevaba ropa interior. Unos segundos después la tenía sobre mí, recorriendo mi flácido y macilento cuerpo con sus uñas largas. Y qué tontería, yo pensaba tan sólo en aquellos chicos que minutos antes había visto frente al estadio de fútbol. Estaba frío, muy frío. Supongo que ella se dio cuenta de ello. —Con este miembro, el mundo es nuestro —me parafraseó, quizá para animarme. O tal vez para homenajear mi estupidez. Me coloqué entonces encima de ella y empecé a recorrer su cuerpo con más pasión que pericia. Su pelo, moreno y rizado, le tapaba parcialmente la cara. Tenía unos pechos grandes y blandos, algo desproporcionados para el resto de su cuerpo, delgado y lleno de poesía. Hacía calor dentro de aquellas cuatro paredes. Empezamos a sudar. Allí, en aquel templo de calor, estaba toda la ciudad. Besé el museo del Prado, pasé a la altura del Café Gijón, tomé la Gran Vía y cabalgué hasta el parque del Oeste. Animado por las buenas vistas, me lancé para ofrecerle mi Pirulí. Así corría la música, en un animado pasodoble. Por fin me había aprendido la letra de la canción. Ella unas veces apagaba sus gemidos y otras veces los exageraba hasta lanzarlos hacia el techo, de donde regresaban formando un eco. Ahora sus uñas eran garfios afilados que me hacían daño. La gran ciudad hervía en aquella cama y yo notaba que mi piel empezaba a abrasarse encima, debajo, a un lado de aquel cuerpo hermoso. Era un trotar callejero, lleno de gentío, música y fiesta, la cerveza pasaba de mano en mano… Madrid, como el París de Hemingway, era aquella tarde una fiesta. Cada vez sentía más calor, me asfixiaba, me faltaba aire. Mis sentidos extrasensoriales me decían que algo no iba bien. Quise girar la cabeza, pero la mujer no me lo permitía. Pese a ello me rebelé y, sin abandonar la fiesta, levanté la cabeza. Me pareció como si el techo estuviese ahora más bajo, y eché un rápido vistazo a las cuatro paredes de la habitación. Ahora lo comprendía todo, comprendía que la habitación se iba estrechando, por eso hacía tanto calor y por eso respiraba tan mal. Quise escapar, salir de la mujer, levantarme y correr hacia la calle, pero no podía. Estaba pegado a ella, pegado por unas fuerzas desconocidas y pegado por el deseo.
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Francisco Rodríguez Criado. La mujer del cine Lorca
Un sonido estremecedor, como de madera crujiente, armonizaba el lugar. Tranquilo, dijo ella. Seguía viva bajo mi cuerpo, con una voz dulce y sedosa, y sus ojos ahora desprendían un brillo especial. Entregado al placer, no dejaba de preguntarle qué pasaba (como si yo no lo supiera ya), y ella sólo decía eso, «Tranquilo», entre gemidos y gemidos. Y las paredes cada vez más cercanas, estrechándose entre sí, visitándose con sincronizados y milimetrados movimientos. Estaba agotado, necesitaba descansar, iba a abandonar aquel cuerpo cuando me golpeé la cabeza con el techo, a escasos centímetros de mí. Quise gritar, llorar. Desearía ya estar muerto y ahorrarme todo el sufrimiento que me esperaba. Pero, de repente, cesó el ruido. Sentí alivio y desasosiego al mismo tiempo. Ya todo acabó, dijo ella. Descansa. Salí de sus muslos y me tumbé a su lado, bocarriba. Extendí mi brazo derecho y di varios golpes en la pared de la derecha. Sonó a madera. Madera de pino. Y ella: Descansa, ya todo acabó. Sí, todo acabó. Cerré los ojos y me recosté sobre el pecho de la mujer. Me extrañó notar el latir de su corazón. Aquel fin no era ni mucho menos el que yo hubiese imaginado. Pensé en mi hermana y su marido, de los que me había despedido horas antes y a quienes había manifestado mi intención de ir al cine. Es lo último que recuerdo antes de quedarme dormido. Cuando desperté ya no estaba en aquella caja, con aquella mujer desconocida. Ya no era oscuridad lo que me rodeaba, sino luz. Una luz inmensa. La luz de aquella tarde de verano en Madrid. Me giré y vi la ciudad, lenta y segura en los últimos compases de la tarde. Y poco a poco las carteleras del cine Lorca se fueron haciendo más grandes, más nítidas. Y como no dando importancia a lo vivido, no quise pensar más que en la película de Woody Allen, recordé que apenas tenía dinero para comprar la entrada, y que yo era un pobre jovenzuelo de diecisiete años sin oficio ni beneficio. Supe que nunca había existido esa mujer exuberante, ni ese hotel de fachada multicolor, ni esa habitación de paredes que se estrechaban. Recordé, además, que yo nunca había estado con una mujer. De repente se me alegró la cara. Me sentí feliz de ser como era. Inocente y algo aniñado. Pero no era tan grave, a fin de cuentas. Y con suma satisfacción me puse a la cola para sacar la entrada. Pero de repente una voz a mis espaldas cortó mis agradables pensamientos. La voz, una voz masculina, dijo: —Acércate, chico. Me giré y vi aquel Mercedes blanco, reluciente, con aquellos grandes focos aún sin encender. No había tiempo que perder. Devolví la cartera al bolsillo, suspiré con resignación y entré en el coche. Nota: Este cuento, inédito, forma parte del libro Los zapatos de Knut Hamsun, que será publicado a finales de 2017 por la editorial De la Luna Libros en su colección Lunas de Oriente.
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Francisco Rodríguez Criado (Cáceres, 1967) es escritor y corrector de estilo y ha impartido durante años talleres de escritura creativa. Ha publicado novelas, libros de relatos, obras de teatro y ensayos novelados. Sus minificciones han sido incluidas en algunas de las mejores antologías de relatos y microrrelatos españolas. Es autor de El diario Down (Tolstoievski, 2016), donde narra en primera persona su experiencia como padre de un niño con el síndrome de Down. Edita, desde 2008, Narrativa Breve (https://www.narrativabreve. com), uno de los espacios de literatura en castellano más leídos en Internet.
¡Diles que no me lo marquen! Ginés S. Cutillas
—¡Diles que no me lo marquen, Justino! Anda, vete a decirles eso. —No puedo. Hay allí un delantero que no quiere oír hablar nada de usted, y como le diga que no marque el penalti va a poner más empeño en hacerlo. Ya los conoce... —Justino, no me toques las pelotas, aquí tú eres el árbitro y yo el portero, pero recuerda: fuera del campo tú eres mi empleado y yo tu jefe. No lo olvides. —No es por tocarle las pelotas, don Juvencio, pero es que el que va a lanzarlo es mi futuro suegro. Recuerde que me caso este sábado. —¿El cabrón del Lupe es tu suegro? ¡No me jodas, Justino! ¿Sabrás que ese fue compadre mío y que me estafó para quedarse con todas mis vacas y que desde entonces no nos hablamos? ¡Justino, como me marque el penalti ese desgraciado date por despedido!
—¿Qué problema hay, hijo? —Don Lupe, por favor, seamos serios: no me llame aquí de esa manera. Verá, es que don Juvencio, que como sabe usted es mi jefe, comenta que su nieto está en el público y que quedaría feo, ahora, faltando tan sólo un minuto para acabar el partido, que marcase un gol, con lo justo que sería darse por empatados y todos tan contentos. Ha sido un partido intenso, en fin... —¿Insinúas, Justino, que tire fuera para aumentar el ego de ese fantasma que va diciendo por todo el pueblo que lo estafé? ¿Eres consciente de que allí en la grada está tu futura mujer y que esto sería una vergüenza para la familia que nos perseguiría —incluido a ti, Justino, si es que de verdad quieres formar parte de ella— para toda la vida? —Pero, don Lupe, sea comprensivo... Recuerde que acepté pitar el partido por hacerle un favor...
—¿Qué dice ese hijo de mala madre? ¿Va a tirar fuera el penalti? —Que no, don Juvencio, que quiere metérselo por toda la escuadra a modo de escarmiento por lo que va diciendo usted de él por el pueblo, y que sus diferencias están empezando a cabrear al público, que son muy brutos, don Juvencio, que se va a montar... Tanto ir y venir está resultando sospechoso. ¿Por qué no se lo deja marcar, y aquí paz y después gloria? Piense que si su honor queda restituido con este gesto tan insignificante, podrá volver a hacer negocios con él y será trabajo para todo el pueblo. —Antes saco la escopeta y mato a ese... ¡Fíjate lo que te digo!
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Ginés S. Cutillas. ¡Diles que no me lo marquen!
—¿Y bien? —¿Bien qué? —Justino, coño, no te hagas el tonto. ¿Qué dice ese? ¿Se lo va a dejar marcar? —Dice que antes saca la escopeta que ese balón traspasa la línea de portería. —¡Será hijo de...! Mira, Justino, o se deja marcar el gol o tú no te casas este sábado con mi hija. En la familia no entra un tío que no tenga las pelotas bien puestas. —Pero... —¡Pero nada, Justino, pero nada!
—Dime que traes buenas noticias, Justino. —Don Juvencio, la verdad es que don Lupe no está dispuesto a... Y... A su nieto tampoco creo que le guste tanto el fútbol y el público, mírelos, don Juvencio, están gritando ya tongo y yo tengo que acabar este partido como sea, que quedaba sólo un minuto y nos hemos pasado, don Juvencio, nos hemos pasado, que usted se juega la reputación pero yo me juego un empleo o un matrimonio. Póngase en mi lugar. —Si me pongo en tu lugar, Justino, estoy sin trabajo. Tú mismo. Por tu bien espero que resuelvas esta situación correctamente.
—¡Justino, dile al descerebrado de tu jefe que se aparte o que lo hundo en el fondo de las redes del balonazo que le voy a meter! —¡Justino, dile a ese estafador que más vale que falle el penalti si quiere seguir viviendo en el pueblo! —¡Justino, dile al Juvencio que los Terreros tenemos cojones para tirar este penalti y doce más como estos! —¡Justino, como tu puñetero suegro marque el gol te veo en la plaza todos los días tomando el sol junto a los jubilados! —¡Justino, como no se aparte el mafioso de tu jefe para marcar a placer, te juro por la gloria de mis muertos que la Rosa se casa con el panadero, que seguro tiene más huevos que tú! —¡Justino...!
—Mira, Paco, la peña del Prudencio ha invadido el campo, aquí van a haber... ¿Qué hace el Justino? ¡Se ha vuelto loco! ¡Pues no ha sacado tarjeta roja a su jefe y a su suegro! —¡Pobrecillo! A mí me sabe mal por su madre, que siempre se ha esforzado por darle una buena vida al chaval y es que no gana para disgustos. Ya ves, con la vida resuelta y ahora... Después de esta, tendrán que marchar del pueblo.
—Y dígame, don Justino, para la emisora local del pueblo: ¿cómo se encuentra después de haber perdido el empleo y la prometida el mismo día? —¿Qué quieres que te diga, Amancio? Pierdes en unas cosas y ganas en otras. El fútbol es así.
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Elena Casero Viana Intuición Duerme a mi lado. Observo las aletas de la nariz. Se abren y cierren con una cadencia suave. Estoy desvelada. Le toco la cabeza. Mueve la mano como si tuviera un mosquito encima. Se da la vuelta. Ahora veo su coronilla. Me aburro. Me fijo en su oreja izquierda. Es pequeña, elegante, de estatua de mármol. Me asomo a la oreja como quien se asoma a una ventana. Sé lo que hay dentro. Cerumen, pelillos, huesecillos minúsculos. Me acerco más, hasta que mi ojo roza el cartílago. Está oscuro ahí dentro. Mi ojo navega en el interior del oído. Resbala, cae y se golpea en el yunque. A pesar de los tropiezos, va resbalando hasta concavidades más densas, gelatinosas. Discurre a través de meandros grises. Comienzo a ver imágenes, en cinemascope y tecnicolor. Unas mesas, sillas que giran. Me parece incluso oler a café. El sonido opaco de los ordenadores. Atravieso un pasillo. Hay puertas a los lados. Me detengo ante una de ellas. Se abre. Veo lo que supongo desde hace meses. Retrocedo. Con las prisas me pierdo en los meandros. Choco contra las neuronas, que se enganchan en la retina como pulpos. A lo lejos, un punto de luz. Me aparto de su oreja y me dejo caer, sofocada por el viaje, en mi parte de la cama. Él se gira. Abre los ojos. Me mira y sonríe malévolamente.
Tac, tic Es el último día de trabajo. Entra en su casa. Deja la cartera de piel. Sale de la cocina. Cierra la nevera, tan vacía como la bolsa de basura. Vomita. Se desanuda la corbata. Deja el traje de chaqueta en el suelo. Después sale del baño. El espejo no le devuelve ninguna imagen. Sube la persiana. Se acuesta. Enciende el despertador. Tac tic, tac tic, tac tic.
Esos raros momentos del día Desde hace días, llevo este extraño pájaro, oscuro e hirsuto como un bigote antiguo, posado sobre mi hombro. Un perro verde me sigue como un remedo de sombra y se sienta a mi lado a la hora de cenar. Cuando intento acariciarlo se muestra esquivo y se marcha durante un rato. Adela, mi mujer, dice que son invenciones mías. Le contesto que sí y, de un manotazo, la hago desaparecer.
Elena Casero Viana es técnica de Empresas Turísticas y casi jubilada de Ford España S.L. Ha publicado cuatro novelas, un libro de cuentos y uno de microrrelatos. Música por afición, toca el oboe y estudia piano.
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Ana Grandal Historia de un cuadro En sus ojos veo espanto. Sin embargo, caballero, no creo que deba juzgarme con tanto horror. La vida empezó para mí de la peor manera posible: mi propio padre quería matarme. Sí, así es, señor. ¿Cómo es posible semejante aberración? El poder total, absoluto, ilimitado, debe ser solitario, monolítico, despoblado hasta de la misma simiente engendrada. Fueron los celos, caballero, celos del imparable ímpetu de la juventud, del inevitable destronamiento cuando esa fuerza arrolladora alcanzase la edad madura: mi padre no lo podía tolerar. Uno por uno fueron desapareciendo mis hermanos y hermanas hasta que mi madre detuvo esa agonía confiándome un arma. Yo tuve que cercenar sus genitales, señor, la hoz en mis manos me liberó del destino ya trazado. ¿Y qué podía hacer yo sino seguir sus pasos en la cumbre? Yo era su heredero natural, a mí me correspondían todos los altos honores y la potestad omnímoda, a mí, señor. Resulté ser un digno vástago, la honra de la estirpe de mi padre. Y, al igual que él, no puedo, no debo consentir la sombra de la traición. ¿En qué sino se convertirían mis hijos, más que en unos inicuos y desleales ingratos? Ya ve, caballero, qué se puede esperar de los hados, de la fatalidad que siempre ha regido mi vida. Yo, señor, soy una víctima inocente de sus designios. Un hombre contempla, sobrecogido, la pintura Saturno devorando a sus hijos, de Francisco de Goya.
Quizás hoy Ayer Se fueron a dormir enfurruñados, con la mente empañada por la reciente disputa. Cerraron los ojos intentando mecerse en su propio desconsuelo, hasta que la oscuridad les acarició con su bálsamo de desmemoria y finalmente quedaron dormidos. Hoy Se despiertan y ponen el marcador a cero: hoy va a ser un día tranquilo y las aguas seguro que retornan a su cauce. Ensayan sus mejores sonrisas y su voz más acogedora. La calma se mantiene, pero los nervios acaban estallando una vez más. Por la noche, en la cama, con el vientre encogido, el sueño les templa las sienes y de nuevo barre el dolor. Mañana Volverán a levantarse y a estrenar otra hoja en blanco, que irremediablemente acabará emborronada al final del día, sofocando el hálito de voluntad que aún les quedará. Pero la esperanza nocturna traerá otra vez la confianza en un nuevo y fresco despertar, un hoy en el que, al fin, todo estará bien.
Ana Grandal (Madrid, 1969) es traductora científica freelance. También traduce poesía y cuenta con varios premios de relato corto. Ha publicado la colección de microrrelatos Te amo, destrúyeme (Amargord Ediciones, 2015). Coedita con Begoña Loza la compilación de relatos La vida es un bar (Vallekas) (Amargord Ediciones, 2016). Colabora en las revistas digitales La Ignorancia y La Charca Literaria.
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Seis poemas de
James Womack traducción de Jordi Doce
James Womack (Cambridge, 1979) estudió inglés y ruso en la universidad y es autor de una tesis doctoral sobre W. H. Auden y la traducción. Se instaló en España en 2008 y reside en Madrid, donde codirige Ediciones Nevsky, sello especializado en literatura rusa, y trabaja como traductor del ruso y el español. Su primer libro de poemas, Misprint, vio la luz en 2012 en la prestigiosa editorial Carcanet. Su segundo libro, On Trust, verá la luz en noviembre de 2017.
Oliver y el cristal Los niños no están del todo despiertos el primer año, de modo que el cristal los confunde y los vuelve curiosos. Disfrutan del reflejo, doble reflejo en las ventanillas del tren, y a través de esos dos reflejos se ponen a mirar la niebla desde dentro, el paisaje borroso y empapado con unos pocos árboles retraídos… Aliento ávido en el cristal. Otros signos de entusiasmo: sonrisas cuando la luz incide en un vaso de agua, estirar el brazo para tocar espejos. Viven también de otras fronteras; a veces he visto un incierto espíritu travieso apostado en el umbral. Debe de ser su pequeño fantasma blanco, silencioso como una comadreja, que deja el cuerpo dormido y explora la casa. Una vez lo miré a los ojos: me sostuvo la mirada sin miedo durante un segundo, luego saltó a la cuna. Se desgajó del sueño, luego estiró un brazo como un Macbeth aficionado buscando su puñal. Al día siguiente, en la ducha, se echó a reír al levantar la mano bajo el cabezal, tratando de apresar las cálidas líneas transparentes.
[volví en avión…] volví en avión el día de Año Nuevo los fuegos artificiales debajo del aparato como un liquen repentino mi mujer usa una lata de caviar como cenicero quiere que su lápida rece al fin justicia una vecina está perdiendo la cabeza el timbre de la puerta suena con frecuencia mientras va a abrirse a sí misma tomándome del brazo con la mano y preguntando furiosa una y otra vez por qué vives aquí
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El castillo de Barba Azul
Codemandado Esa mañana, como N. y el niño estaban dormidos, me sentí a escribir una refutación a una de tus cartas de amor. Pero ya sabes lo que pasa: te dispones a realizar una tarea cotidiana, comprar el pan, tal vez, o bien Vuelvo enseguida, voy a devolver los videos a la tienda, y entonces al doblar la esquina el esplendor majestuoso de la diosa Freya te golpea en la cara hasta cegarte. Porque así fue todo. No puedo vivir en este mundo, con la diosa de la belleza y la muerte haciendo tiempo en las esquinas. ¿Es esto lo que quería escribir? En todo caso, nunca devolví los vídeos. Uno de ellos era nuestra película, si lo recuerdas o no te parece extraño que las posesiones compartidas se permitan definir o fijar una relación. Nuestra canción, por supuesto, es «Yakety Sax», pero la película que esconden mis ojos admite cualquier banda sonora… tu cabello mojado al salir de la piscina. Y aunque mi sueño de ti no es igual a ti, de hecho es amor, es amor. Escríbelo a menudo y será suficiente.
San Antonio de la Florida Esa mañana, como N. y el niño estaban dormidos, Y ahora todo está en silencio. La presión del tráfico no es más que el sonido de un río lejano. Inaudibles los perros que orinan, los loros pendencieros, la risotada de las urracas. Hasta los árboles se han quedado quietos. Dentro, una calma deliberada, cargada de aromas. Pero… ¡pero esta gente de los frescos es toda ella normal! Algunos con alas, otros con aureolas, pero todos burgueses normales y corrientes, con chaquetas y abrigos. Entre la multitud, un par de mujeres discuten por una cesta, un mercader lustroso de verde y azul se ríe con estruendo. Un niño cuelga una pierna pintada fuera de la barandilla pintada, bregando por llegar al santo que está en lo alto de la bóveda. Detrás de ellos: paisaje; ¡paisaje, árboles y aire! La única luz diurna real es la luz diurna que atraviesa la cúpula. Un hombre real se arrodilla sobre la estera de fibra de coco, se santigua, hace una pausa y luego se mete un dedo entre los dientes, excavando en busca de un fragmento del desayuno. Fuera de nuevo, y todo en silencio aún. El golpeteo seco de un rastrillo de jardinero en la distancia, como alguien que no para de encender cerillas pero es incapaz de encontrar lo que perdió.
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Polvo y manzanas Enamorado, pues la ira es una forma de amor, me fui en metro a los barrios del norte para escapar entre polvo, edificios en ruinas, bloques y más bloques como fichas de dominó a punto de caerse. Pensé que era mi culpa; la ira comprimida en la punta de lanza del tren que entraba en la estación. ¿Pero quién es tan importante o puede estar tan enfadado? Entonces vi el cartel colgado sobre la carretera, la sonrisa de superioridad del alcalde levantando los pulgares y el eslogan Así arranca una nueva época. Así es como empieza cada nueva época, con acero y cemento fraguados sobre escombros y un hombre que levanta los pulgares y nos invita a la alegría. Un nuevo comienzo cada pocos años, porque los demás se equivocaron. Si me quisieras tendríamos manzanas me dijiste en el apogeo absurdo de la discusión y yo casi di un portazo al salir y me fui tan lejos como pude, pero no más lejos. Una tierra baldía recién estrenada donde podía pasar cualquier cosa: me sentí ridículo y súbitamente pequeño y errático. Nos hemos despertado demasiado a menudo de sueños agradables. Encontré un chino donde comprar manzanas: tus favoritas, calvillas blancas de invierno. La báscula estaba rota y no daba el peso. El vacío fluorescente marcaba un par de gramos así que el tendero sonrió y arrugó el ceño. Hm. Un milagro. Sí, un milagro. Un nuevo comienzo más o menos cada año porque tú y yo insistimos en equivocarnos… Oh dulce error, voy cantando al volver a casa, las manzanas ingrávidas flotando en mis manos.
Todos los veranos… Desde aquí, el verano es ancho como un pie humano. Vino tinto en el frigorífico, y te sonrojas al ver tu vida, tu vida entera, un secreto vergonzoso y siempre amenazado (piensa, p. ej., en el hombre que estaba follando con su hermana cuando oyó que habían matado a Kennedy). Una anécdota provinciana… Y te dices a ti mismo que la gente corriente necesita un borrador tras otro para contar bien su historia. Te lo dices a ti mismo, te lo dices con una frecuencia que resulta sorprendente. Veranillo de San Miguel, veranillo del membrillo, veranillo de los Arcángeles. El último domingo de octubre. Bip bip bip, este año va marcha atrás. El fuego al acercarse ha de juzgarnos y condenarnos a todos.
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Poema inédito de
Carlos Pardo Carlos Pardo (Madrid, 1975) ha publicado cuatro libros de poemas, entre los que destacan Echado a perder (Visor, 2007) y Los allanadores (Pre-Textos, 2015), por los que obtuvo, respectivamente, los premios Generación del 27 y El Ojo Crítico de RNE de poesía de 2016. Su poesía completa fue publicada en Uruguay con el título Hacer pie. Poemas reunidos 19932010 (Hum, 2011) y en México ha aparecido una antología de sus poemas, El animal ha llegado a una edad (Conaculta, 2015). Asimismo es autor de las novelas Vida de Pablo (2011) y El viaje a pie de Johann Sebastian (2014), ambas publicadas por la editorial Periférica. Actualmente ejerce como crítico literario de narrativa en Babelia, suplemento cultural de El País.
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La tierra tiene una edad aproximada de cuatro mil quinientos millones de años. La vida en la tierra comenzó hace tres mil o cuatro mil millones de años, dependiendo de qué consideremos vida. Los homínidos tienen una antigüedad de cuatro a siete millones de años, según qué definamos como homínido bípedo; los Homo, tan sólo dos millones y medio. El primer Homo sapiens, eso que somos, aparece doscientos mil años atrás. Hasta el diez mil antes de Cristo habla, se aburre y hay quien aventura que para entonces ya ha inventado la religión y el Homo vive feliz cazando al fresco.
La cosa acelera un poco antes del cuarto milenio antes de Cristo: la escritura, la rueda, las ciudades, el comercio, la guerra y la decoración de templos. Es decir, ciento noventa mil de nomadismo recolector, caza abundante y frío glacial, sin escasez y sin malaria (sin las enfermedades de vivir apiñado), y apenas seis mil (o siete mil) años de Historia, de convivir con la basura, el ahorro y los recuerdos. Mientras el hombre caza, la mujer descubre la fermentación, inventa la cerveza y, de paso, la química, los telares y las manufacturas; y el dibujo rupestre, donde cada animal es único.
Ciento noventa mil años sin dobles sentidos, con una confianza literal en el símbolo que a veces pone en riesgo la vida: por ejemplo si nos alimentamos de la hermosura de una flor azul. Ciento noventa mil años sin arte ni comedia romántica ni verdadera poesía. Sólo seis mil años de Historia. Seis millones: un mono baja del árbol con andares desordenados. Dos millones: un rostro familiar. Ya hay moscas en el Pérmico. Es imposible no sentir predilección por los años vacíos.
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Aforismos del libro inédito Manos de pintura
Aitor Francos Aitor Francos (Bilbao, 1986) ha publicado Igloo (Renacimiento, 2011; XIV Premio Surcos), Un lugar en el que nunca he escrito (Renacimiento, 2013), Libro de las invitaciones (Baile del Sol, 2013) y Las dimensiones del teatro (La isla de Siltolá, 2016). Ha aparecido en revistas como Turia, Zurgai, Ex-Libris, Piedra de Molino, El Alambique y Nayagua, entre otras.
Si a un espejo lo miras dos veces lo estás convirtiendo en un paisaje.
Pensar es la forma más pura de deformar la realidad.
Todo poema necesita ejemplos del vacío. El poema sin poema es el poema que mejor conoce las carencias de la poesía.
Amar es pensar que cuando cierres los ojos ambos estaremos protegidos.
¿Cuánto vacío interior es necesario para romper con la mirada una ventana?
Un humorismo apócrifo atribuible a Chesterton: A fuerza de asesinar nos convenció a todos de que era preferible dejarle por el momento solo.
El pasado, alcanzada cierta reputación, es como un niño molesto que nos obliga a agachar excesivamente la cabeza si queremos hablar con él.
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Entrar en el laberinto persiguiendo el reflectante brillo de un candado.
Una escritura invisible que vaya organizando, simultáneamente, mientras la borramos, las condiciones de su aparición.
Viajar es cambiar de lugar y de pasado. Volver a ser uno mismo, pero en un tiempo nuevo. Porque las ideas tienen también sus pasajeros espontáneos.
Un beso sintetiza lo mejor de cuanto estamos dispuestos a perder en un solo segundo.
La poesía en el lugar del crimen se hace prosa.
Hay calles tan estrechas que uno sólo puede reencontrarse con su pasado.
Nadie fracasa del todo ante un signo de interrogación.
Nombrar es alcanzar.
Siempre se regresa a otro lugar. Nosotros desplazamos los puntos de partida.
Egon Schiele y la corporalidad. Personajes escuálidos y enfermizos, pintados encima del contorno del ojo. La obscenidad de lo inacabado.
La soledad acompañada de quien se siente perseguido.
Cada vez que abro una ventana nueva me siento propietario de una conciencia inminente.
Me gustaría escribir poemas más largos; y hacerlos de una sola línea.
Kafka nunca escribió ni una sola línea que no tuviera al mismo tiempo función de soga.
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Aitor Francos. Aforismos del libro inédito Manos de pintura
No nos engañemos, el talento es un gato que no nos acaricia por amistad o afecto, se frota contra cualquiera buscando la electricidad estática del sacrificio.
Es irremediable la libertad que tenemos muchas veces de elegir amo.
¿Cuántos testigos presenciales necesito para confirmar mi ausencia?
(A lo Max Aub) Si quieren un testigo más fiable que se busquen a otro que haya visto lo mismo que yo cuando la maté.
El legado del explorador es el mapa; no el tesoro.
Viajar es cambiar de lugar y de pasado. Volver a ser uno mismo, pero en un tiempo nuevo.
Eligió el camino correcto cuando se puso a caminar dándole la espalda a un espejo.
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Qué cantidad de espejos hay que tener a mano para tratar de ser siempre el mismo.
Se viaja para constatar que no podemos salir de nosotros mismos.
Por suerte, en el amor, a casi todos los problemas se les puede aplicar al final una solución incorrecta.
Un rasgo de estilo es esa confidencia personal que nos hace el inconsciente a lo largo de varias décadas de arduas correcciones.
Con mirar de reojo traspasar fronteras.
El vigilante más fiable es aquel que antes de ponerse a vigilar ya siente en su espalda la mirada de otro vigilante.
(Una confesión de poeta) La prosa es como una cama vertical. Me apoyo, soporta y acolcha las paredes, elimina el ruido de fondo, pero no descanso.
Ein s t e in o n t h e B e a ch
La frontera poética A propósito de dos poemas de Bartomeu Rosselló-Porcel y Marià Villangómez, en homenaje.
Por Jaume Marí Prunella En un momento determinado, el narrador (Antoni Marí, Llibre d’absències1) entra en el ascensor, quiere olvidar lo que sabe de él y se contempla en el espejo: líneas, superficies y matices, y a continuación comenta: «Pensé que aquel era un estado de ausencia porque mi yo, esta cosa que nunca nos deja y que construimos y reconstruimos cada día, estaba ausente». Borges, en el año 1923, ya había escandido al sujeto («Curioso de la sombra / y acobardado por la amenaza del alba / reviviendo la tremenda conjetura / de Schopenhauer y de Berkeley / que declara que el mundo / es una actividad en la mente, / un sueño de las almas, / sin base ni propósito ni volumen»). Y mucho antes, Sócrates respondió a Ion de esta manera: «... la necesidad de ocuparos de muchos poetas excelentes [...] y conocer a fondo también el pensamiento, no sólo las palabras, es cosa envidiable. [...] Y es que no es para un arte que hablan, sino por una fuerza divina». La ausencia es un concepto perturbador de la existencia. Aquello de lo que se habla, la palabra, configura la esencia de la poesía, y es en la ausencia donde hay que buscar el poder fecundante de la palabra. Entonces, ¿qué produce el poema? Una extraña alienación del sujeto lírico permite, en el momento de la 1. Versión castellana: Marí, Antoni, Libro de ausencias. Tusquets, 2012.
creación, el olvido emocional, un término fronterizo en el que la realidad de las cosas toma la dimensión de objeto vacuo, porque no es tal realidad la que se pone en evidencia en el proceso creativo sino otra cosa. El producto de esta artesanía literaria no es, pues, la escritura de lo que se ve o de lo que se siente a partir de lo que se ve, sino el proceso inacabado, algo que el mismo poeta no conoce hasta después de haber encontrado la palabra solitaria que, en un instante, verifica el sentido de lo visto. La pintura no es ajena a este proceso. El cuadro Los amantes, de René Magritte, carece de objetividad. En él se prefigura una supuesta acción sobre la que se piensa, de la misma manera que, al pintar una pipa y escribir Ceci n’est pas une pipe, nos habla de la representación de las cosas, lo que se ve, la imagen que define la línea de separación entre lo que se es y lo que se representa. El resultado es individual y el resto está sometido a criterio. Ahora bien, eso no importa al autor. La pintura, sin embargo, abarca la peculiaridad del objeto, aquello sobre lo que se puede reconocer de una manera u otra, porque al fin y al cabo todo es detalle subjetivo. En cambio, la lectura poética se perfecciona en el imaginario y nada es concreto porque falta la adquisición del conocimiento, un conocer que radica en la palabra escrita una vez ha sido pensada para ello. Y esto no es metáfora sino desciframiento único: la instancia de la letra como autoridad; todo lo que de ello se deriva es un producto de un imaginario pensado para el resto.
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Jaume Marí Prunella. La frontera poética
Si volvemos a la frontera como representación de la vacuidad del objeto, cabe considerar que la palabra es sinónimo de separación, lo que en términos poéticos establecemos como escansión, un término que, trasladado al sujeto, nos permite desarrollar una subjetividad en términos de significación: la escansión del sujeto en relación con la composición. Bartomeu Rosselló-Porcel, en el poema «Inici de campana» prefigura, en parte, este sentido: Inici de campana efímer entre els arbres —fora porta— de tarda. La pols dels blats apaga un or trèmul en punxes blanquinoses de plana. L’àmbit vincla i perdura comiats d’enyorances d’avui mateix. Desvari de vies solitàries. Argila i calç. Finestres de la casa tancada, quan torno, d’horabaixa, girant-me adesiara.2 El relato poemático establece la distancia entre el objeto narrado y el sujeto lírico. Los seis primeros versos del poeta mallorquín no revelan el sujeto en cuestión. La imagen que se refleja pertenece al ámbito objetivo y es a partir del noveno verso que podemos detectar la intromisión del yo lírico, y en los dos últi2. Inicio de campana / efímero entre árboles / —extramuros— de tarde. / Polvo de trigo apaga / rastrojos de oro trémulo, / blanquecino en el llano. / Inclina y dura el ámbito / adioses de añoranzas / de hoy mismo. Desvarío / de vías solitarias. / Arcilla y cal. Ventanas / de la casa cerrada, / cuando vuelvo, al ocaso, / con sol en la mirada. Versión de Jaume Pomar en Bartomeu Rosselló-Pòrcel: De la «Imitación del fuego» y otros poemas. Ediciones Polígrafa, 1970.
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mos, la plena aparición del autor. Así pues, la temática objetual planea en tres cuartas partes del poema y sólo en el resto podemos reconocer la voz del poeta. Alain Robbe-Grillet, en el prólogo de El año pasado en Marienbad y a propósito de la colaboración entre un director de cine (Alain Resnais) y un guionista, dice: «Uno puede imaginarse muy bien, como caso límite, una escena en que las palabras y los ademanes fuesen especialmente anodinos y desapareciesen por completo del recuerdo del espectador en provecho de las formas y del movimiento de la imagen, que serían los únicos elementos importantes, los únicos que parecerían tener significado». La ausencia en el poema refleja la presencia de la imagen y una frontera lógica entre el significante y el significado paralela a la propuesta del escritor. Borges ya lo había delimitado. En el poema «Ses feixes» (del libro La miranda), de Marià Villangómez, el autor se enmarca en una estructura visual que, si bien no llega al distanciamiento de los versos citados en el caso de Rosselló-Porcel, seguramente como consecuencia de las diferentes personificaciones metafóricas, se acerca a las palabras de Sócrates en el Ion. Villangómez, en el prólogo a la segunda edición, en un solo volumen, de La miranda y Declarat amb el vent, comenta: «El impulso siempre arrancaba de un primer momento súbito y oscuro. De este comienzo informulado se pasaba a un proceso en el cual la palabra», y aquí Villangómez intercede en el subjetivismo, «—la lengua propia, mimada y con nuevos estremecimientos emocionales— era elemento esencial». El poema es el siguiente: Aigua i terra en abraçada inextricable i fecunda, humitat que els camps inunda subtil i quadriculada, conreus de verdor ofegada, nivell de feina i tranquil·la aigua negrosa que asila la granota fugissera.
de los dos escritores que, sin embargo, ejemplifican la frontera en lo que en Ion se especificaba como «arte» y «fuerza divina», es decir: objeto/sujeto, significante /significado. El poema se transmite en el poema, se bifurca, se escribe palabra por palabra: el objeto adquiere diferentes dimensiones que se articulan bajo la propuesta de la palabra; una palabra, el significante, a partir de la cual se establece el vacío, la frontera:
Marià Villangómez. Retrato de Noelia Martín
I munta al cel la palmera per saludar naus i vila.3 El poeta mira y describe. La mirada permite una desvinculación parcial del yo lírico que abarca el instante de la contemplación. No obstante, el poeta pasa inmediatamente a los «estremecimientos emocionales» bien a través de los recursos mencionados, bien mediante una rima que hace asequible la transmisión de estos estremecimientos. Así pues, el sujeto traslada el objeto exterior y, mediante la palabra, lo transforma en imagen poética. El objeto está fuera y lo asimila. Ambos poemas establecen diferentes grados de objetividad. En el caso de Rosselló-Porcel, la frontera entre el objeto y el sujeto queda más diferenciada que en Villangómez. «Inicio de campana» y «Ses feixes» son dos poemas singulares dentro de la producción poética 3. Agua y tierra en abrazo / inextricable y profundo, / humedad que los campos inunda / sutil y cuadriculada, / cultivos de verdor ahogada, / nivel de trabajo y tranquila / agua negruzca que asila / la rana huidiza. / Y monta al cielo la palmera / para saludar naves y villa.
La poesia allunya de les aparences i fa propera la realitat. Memòria: perdre’s com en un dellà que és sols l’aquí, darrera cortines transparents. I què veus? No res, un fum. En veritat us dic que no es fa res en veritat sinó per la paraula creadora de silenci.4 (Joan Vinyoli, «No res, un fum», Encara les paraules)
Jaume Marí Prunella (Barcelona, 1959) es licenciado en Psicología y en Filología Catalana. Autor de los libros Ma-
rià Villangómez: una aproximació (PAM, 2006) y La «carpeta 49»: de Salvador Espriu a Marià Villangómez (PAM, 2009), y de diversos artículos relacionados con la lengua y la literatura catalanas. Actualmente es profesor en un instituto de El Prat (Barcelona).
4. La poesía aleja de las apariencias / y acerca la realidad. / Memoria: perderse como en un allende / que es tan sólo el aquí, tras / cortinas transparentes. / ¿Y qué ves? / Nada, humo. / En verdad os digo / que en verdad nada se hace sino / por la palabra creadora de silencio.
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Noticias del impostor (fragmentos) Por Jordi Doce
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Los veo desde hace días en distintos puntos de la ciudad. Son dos, también distintos cada vez; instalan una mesa desplegable junto a una tapa de alcantarilla y se sientan, en mitad de la calle o en un cruce, ante una masa confusa de cables del subsuelo a los que auscultan con un pequeño aparato con aspecto de consola de juegos o de mesa de mezclas. Por la tranquilidad con que trabajan, enfundados en sus monos, indiferentes a los peatones o los coches que pasan a medio metro de sus rodillas, se diría que están jugando al dominó. No sé bien si son cables de telefonía o del tendido eléctrico, pero los escrutan y desovillan como si fueran serpientes dormidas, un nido de reptiles que ha sido exhumado para estudiar sus costumbres. Dan ganas de frenar el paso y quedarse mirando desde la barrera. Pocas veces el trabajo manual, y más al aire libre, tiene un aire tan sofisticado. El tablero es como una pizarra donde espera una ecuación y los dos operarios, que no dejan de hablar en voz baja mientras arriman los ojos al instrumental, parecen matemáticos embebidos en un debate sutil que sólo ellos comprenden. Y mucho de eso hay, sin duda. De hecho, a nadie se le ocurre detenerse o comentar la jugada con su vecino, que es lo habitual cuando se trata de una zanja o de un solar en obras. El dominio de la electricidad supuso en teoría el fin de muchas supersticiones, pero ella misma se convirtió en un saber supersticioso, mirado con respeto por los profanos (que, cruzado cierto umbral, somos casi todos). Yo, desde luego, paso de largo con el pasmo intrigado de quien no entiende nada, pero contento de tropezarme con esta imagen insospechada de la civilidad: una mesa en mitad de la calle; dos hombres haciendo su trabajo sin alardes; la sensación de que una tarea importante y quizá molesta se resuelve como una partida de naipes entre parroquianos; liviandad y destreza.
habrá espacio ni libertad suficientes para maniobrar y añadir nuestras notas a pie de página. En rigor, la creación supone, al menos en parte, un acto de profanación. Quien pinta o escribe es un iconoclasta, alguien que se rebela contra lo dado y procede a borrar una zona de lo real para inscribir en ella sus propios signos. Borrar, despintar, empalidecer las formas y los colores del mundo como estadio previo de unos trazos que intentan incorporar, cada cual a su modo, la huella o la sombra de lo borrado. Forzar la retracción o el desvanecimiento de una parcela del mundo porque sólo así nos sentiremos legitimados para ocuparla, como una variante perversa del mito del origen que postula la cábala luriana. Es la idea del palimpsesto, sí. Pero también la certeza —no siempre asumida cabalmente— de que el mundo se vale por sí mismo y no precisa de nosotros. Más bien, somos nosotros quienes necesitamos de lo real, quienes insistimos en marcarlo con nuestras incisiones para así, gracias a ellas, creernos parte de la totalidad, de esa red de sentido que intuimos detrás de las apariencias. No sabemos reconocer el mundo sin reconocernos en él; no sabemos leerlo sin antes profanarlo y poner algo de nosotros en su meollo. De ahí que crear sea, antes que nada, negar y obliterar; destruir para luego rehacer (re-make / re-model, cantaba Bryan Ferry en 1972 con nervio premonitorio). En otras palabras, y con un pequeño toque apocalíptico. Tenemos celos de la autonomía indiferente de lo real y queremos hacernos notar a toda costa. Por ello, armados de herramientas que hemos ido creando en progresión geométrica, pero cuyo poder y alcance comprendemos sólo a medias, nos hemos convertido en plaga. Por eso, frágiles recipientes de una imaginación que lo mismo sirve —digamos— para erigir presas que para pintar marinas, hemos llegado a un punto en que nuestras creaciones mismas son otra plaga.
El mundo, lo real, eso sobre lo que escribimos, exige un respeto, un pacto de lealtad. Pero no se debe (ni se puede) ser demasiado respetuoso, porque entonces no
Un número reciente de la revista Agenda se abre con un largo ensayo de Derek Walcott sobre Seamus Heaney: un tributo del poeta caribeño a su amigo que
acaba de morir. En cierto momento, al hablar del tono y la presencia visual de los poemas en la página, Walcott menciona «la tensa bobina de sus versos, en la que las palabras se arraciman como bayas silvestres que vamos comiendo una a una…». Es justamente el tipo de expresión que sólo está al alcance del poeta doblado en crítico, una imagen que capta —que define y explica— con claridad la sensación que da la lectura de ciertos poemas, y en especial los de Heaney: ese estar saboreando palabras que de tan juntas, tan apretadas, han cobrado un sabor de familia que no impide, con todo, percibirlas por separado a medida que las ingerimos o tomamos conciencia de ellas. Y sin embargo, la definición —la explicación— no agota nada, no es un alfiler de entomólogo ni una jaula cegada por focos que permite escudriñar más de cerca los poemas. Funciona más bien por transferencia, gracias a las virtudes de una analogía con el mundo natural que es congruente con el espíritu de la obra a la que remite (esos racimos de «bayas» que parecen tomados de cualquier página de Muerte de un naturalista) y preserva su frescura, su viveza. De hecho, la analogía va más allá y nos lleva al reino del instinto y la necesidad: esas bayas se comen. Y añade: se comen una a una, lo que viene a decir que la necesidad se estetiza y se convierte en un placer consciente, elaborado, un disfrute que prevé su propio final y lo retrasa sutilmente. La poesía como «relación carnal con las palabras», como experiencia erótica, es subsumida por la idea de ingesta, de incorporación del fruto al cuerpo y de ahí a la sangre del lector; en suma, de transustanciación. La poesía se come, nos dice Walcott, es algo físico que provoca una respuesta igualmente física. Y su imagen, brevísima, no es tanto una jaula descriptiva cuanto un marco que resalta y da vida; como esas imágenes o recortes del cielo que son más azules, más densos, que el propio cielo.
Leyendo un viejo ensayo de George Steiner, caigo sobre un verso del escritor isabelino Thomas Nashe: «Brightness falls from the air». El verso —sin duda el más citado de su autor— despierta un eco inmediato en español: «Siempre la claridad viene del cielo». Un eco que es una inversión, pues el poema de Nashe («In Time of Pestilence») es un canto fúnebre por las víctimas de la peste, una elegía a los jóvenes que han muerto antes de tiempo a causa de la plaga: la claridad, en su poema, no «viene» del cielo, sino que «cae», «desaparece» o se «desprende» de él, dejando una sombra donde antes había luz.
Sin embargo, el eco persiste. Siendo como es un verso célebre —Eliot y Joyce le dedicaron largos comentarios, y hasta dio título en 1985 a una conocida novela de ciencia ficción de Alice B. Sheldon—, ¿es posible que Claudio Rodríguez lo leyera de muchacho en alguna vieja antología de poesía inglesa? ¿Que lo leyera y, tal vez, equivocara su sentido, usándolo como resorte para llegar a su propia formulación? En todo caso, sería un misreading que viene de lejos, un malentendido irónico, pues casi todos los expertos coinciden en que el verso de Nashe es fruto de una errata y que su autor se refería más bien al hair, el «cabello» de esos jóvenes dorados que se mueren literalmente ante sus ojos. La errata convierte una simple descripción física en una imagen memorable de la ruina del mundo, de su caída en desgracia. Una imagen que ha pervivido a lo largo de los siglos y que reaparece, extrañamente —por azar o a sabiendas—, en el verso inicial de Don de la ebriedad, confirmando así las viejas jerarquías, la certeza de que nada puede ocurrir en este mundo sublunar sin permiso del cielo.
Envidia, una vez más, del taller del pintor, del estudio cerrado donde trabaja en contacto inmediato con sus materiales: telas, cartones, pinceles, bastidores, pigmentos, barnices, productos químicos… Nostalgia de la dimensión física o artesanal del trabajo creativo, que apenas comparece en la escritura más allá del golpe de unos dedos en las teclas o (cada vez con menos frecuencia) el avance de la tinta por la página. Una envidia antigua, que se renueva al admirar, como cuando era niño, el escaparate de una papelería con sus plumas y bolígrafos, sus libretas y cuadernos, sus cajas de ceras y lápices de colores, sus reglas y compases, su inmenso surtido de carpetas y estuches y archivadores… Toda una cueva de Alí Babá para quien, como yo, vive con la ilusión o el horizonte de un orden capaz de introducir un poco de orden en su mente, de contener en lo posible el asedio del tiempo. Es algo más que la felicidad infantil de estrenar libreta nueva. La tinta y el papel se transmutan y sutilizan en diseños cuidados, casi lujosos, que proponen al comprador un mundo feliz, una asepsia colorista y juguetona. La limpieza de los objetos finales se contrapone a la suciedad innata de la materia prima (la tinta mancha por definición; el papel se llena de huellas, se impregna del olor y la grasa de unos dedos) y la neutraliza con tal éxito que acabamos viendo la tinta, el papel, el cartón pintado y manipulado de los archivadores, como emblemas
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Jordi Doce. Noticias del impostor (fragmentos)
mercantiles de pureza. El proceso de higienización se extiende incluso a lo que tocan: fajos de papeles que atestaban una mesa van sin rechistar a su carpeta; las plumas, lápices y bolígrafos que acumulamos sin medida se alinean como picas en un bote de plástico. En realidad, estos objetos cumplen la misma función que las agendas o los cuadernos de notas: envolver el caos, o mejor dicho: volverlo presentable a fuerza de esconderlo. Esta limpieza tiene muy poco que ver con el desorden de cajón de sastre que suele imperar en el taller de un pintor. Hasta en las herramientas propias del oficio se observa el carácter casi inmaterial de la escritura. A excepción de algunas plumas —que no dejan de ser primas hermanas de los pinceles—, se trata de objetos que juegan al disimulo, que seducen más al ojo que a la mano. Las tiendas de artículos de pintura, en cambio, son como un híbrido de bazar y almacén: en parte porque la tela y la madera, tan necesarias para el pintor, son materias primas más groseras, menos depuradas, que no suelen despertar el interés manumisor del diseño; en parte porque el grado de atractivo de la tienda depende directamente de su capacidad para evocar la atmósfera de su estudio; y en parte, como es obvio, porque ningún artista quiere olvidar la dimensión artesanal de su tarea, la cocina de la obra. Eso sí, las diferencias no esconden una semejanza cardinal. Pues la consecuencia inmediata de la escritura, como sabemos, es que rasga el papel, lo llena de palabras y manchas y hasta de tachaduras. Y así también la pintura. La caligrafía es una variante del impulso primitivo de ocupar superficies con tramas de forma y de color; superficies que se convierten, en ambos casos, en volúmenes capaces de abrir las puertas de la percepción, de arrojar orden y claridad sobre la mirada —la consciencia— de quien los mira. El signo inscrito, por tanto, es menos una mancha que una grieta por la que pasa —por la que ha de pasar— la luz, y que convierte al lector o espectador en cámara oscura donde esa luz revela un mundo. Con todo, lo importante a nuestros efectos es la fisicidad del gesto, la imagen del brazo y la mano y la muñeca flexionándose para lograr su objetivo. De ahí que el escritor mire siempre con envidia el taller del pintor: en más de un sentido, el espacio refrenda su trabajo con una soltura que no está al alcance de ningún escritorio, ninguna biblioteca.
sistencia a la mezcla y se pegaban literalmente al papel, como si el poeta hubiera querido trasladar a sus líneas el carácter divinatorio o sibilino de los posos del café; como si la impaciencia lo hubiera llevado a apropiarse de las intuiciones de futuro de los granos antes de pasar por el agua y revelarse ambiguamente en el fondo de la taza. Pienso en estas cosas mientras sorbo el primer café de la mañana, y pienso también en esos versos de Tomas Tranströmer (de su poema «Puesto de guardia») que podrían muy bien servir de divisa para arrancar el día: Misión: estar donde uno está. También el ridículo papel solemne: yo soy precisamente ese lugar donde la creación trabaja sobre sí misma. Sí, esto de hacer un papel en la vida es un poco ridículo y solemne a la vez, pero el poeta sueco nos recuerda que ese hacer de la vida es, en realidad, un hacerse a uno mismo, un ir al mundo para que el mundo entre en nosotros. O de otro modo: el lugar donde nuestras máscaras se superponen hasta resolverse en un rostro. Un pensamiento optimista, pues. También biunívoco: los días están por hacer y en hacerlos se nos va cada día, pero ellos también, a su vez, nos van haciendo lentamente, labrándonos por fuera con los mismos sedimentos que luego se enredan y acumulan en nuestro interior. No sé si esta proyección, este movimiento de apertura al futuro, tiene algo que ver con los posos invisibles que nadan en mi café, esa espiral de cafeína que comienza a girar en la sangre como una hélice borracha. No es tinta, desde luego, lo que hace surgir estas palabras, sino el golpeteo rítmico de mis dedos sobre el teclado. Estoy bastante lejos de los dibujos de Hugo, por decirlo suavemente, pero me gustaría tomar de ellos el gusto por la mezcla, la impureza, también su deseo de ofrecerse como lugar donde sucedan las previsiones. Leer el futuro en uno mismo, en los demás, y luego echar a andar como si no importara, como si no hubiera lastres; recibir lo que va llegando como si siempre hubiera estado ahí o fuera un eslabón más de nuestro destino. Lo dice Tranströmer, con una mezcla de admiración e intriga, al final de su poema: «¡Sucesos del porvenir, ya están aquí! / […] Vienen / de uno en uno. Yo soy el torniquete». Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente los libros de poemas Nada se pier-
Una de las materias con las que Victor Hugo enriquecía la tinta antes de realizar sus dibujos visionarios era café molido, granos diminutos como el hollín que daban con-
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de. Poemas escogidos (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016).
Cuando despertó, la poesía del futuro todavía estaba allí Por Ángel Cerviño «Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica». Al parecer — si hemos de fiar en las siempre melodiosas palabras de J. L. Borges—, ninguna entrada del onceavo volumen de la codiciada First Encyclopaedia of Tlön contenía referencia alguna a la poesía que varias generaciones de poetas hubieron necesariamente de gestar en aquellos ignotos territorios. Ahora nos llega, acaso para compensar aquella carencia y equilibrar con delicadeza esa temblorosa frac-
ción del universo, el volumen Voz vértebra, antología de poesía futura, fruto —dada la envergadura del proyecto no podría ser de otra manera— de alguna clase de confabulación entre poetas, estudiosos y editores de muy diversa intención y procedencia, una conspiración secreta que se habrá dilatado durante años en oscuros y humeantes conciliábulos, y ha sacado finalmente a la luz más de cuatrocientas páginas de un material incandescente que —en tanto no consigamos encontrarle un nombre más acorde— habremos de considerar provisionalmente como un meticuloso avance de la poesía que viene. (Spoiler.) Espero no revelar más de la cuenta si desvelo aquí que un nutrido grupo de poetas, entre los que se encuentran algunas de las voces fundamentales de la poesía española más contemporánea, han coordinado sus viajes en el tiempo y han regresado convertidos en heterónimos de un presente que todavía no se alcanza, han podido oír las palabras que en otras estaciones de la rueda les tocará pronunciar,
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Ángel Cerviño. Cuando despertó, la poesía del futuro...
han paladeado las ramificaciones de su yo expandido y han reconocido allí el agridulce sabor del Uno. Imposible dar cuenta en el reducido espacio de esta crónica de la variedad y riqueza de las voces y silencios que resuenan en cada rincón de Voz vértebra; este comentario apenas alcanzará para señalar que cada uno de los dieciocho poetas antologados se presenta además con su verdadera biobibliografía apócrifa (acompañada por supuesto del correspondiente aparato crítico), con lo cual el libro nos regala —así, sin aspavientos— otros tantos fantásticos relatos de sus peripecias vitales, elaboradísimas historias en las que podremos llegar a tener noticia de que, por ejemplo, la poetisa Adriana Aleshane Bianca Do Sul (São Paulo, 2047) desandará toda su vida y recorrerá inversamente todas las fases del embrazo materno hasta escindirse en óvulo y espermatozoide; o veremos cómo la andaluza María del Águila (Jaén, 2121) nacida en la neomedieval y asolada España del siglo XXII, arrojará, una fría mañana de invierno de 2215, una palabra a un pozo seco en las afueras del pueblo, y cómo esa palabra que no dejará de caer a través de la edades y los eones despertará esperanzas en siglos distantes, inspirará sublevaciones y hará tambalearse dinastías; o cómo la poeta, diplomática, maestra de asesinos y «ensayista profundamente autodidacta» Nastasia Boldinova (Lensk, Rusia, 2231), lleva a cabo, antes de cumplir los quince años —y sin levantar sospechas—, el asesinato de todo el cuerpo docente del Instituto Nobosivirsk, donde estudiaba, en pleno centro de Moscú, décadas antes de ocuparse de la reimpresión de sus memorables poemarios El intersticio y La alegría que acecha, en tirada limitada y envenenada la tinta con una letal toxina que provocará la muerte fulminante de cualquier lector que se asome a aquellas páginas. Y qué decir entonces de los poemas que semejantes autores han enhebrado en sus multiformes universos paralelos: una auténtica implosión de los contextos de enunciación y multiplicación ad infinitum de las
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modalidades y mecanismos de interpelación. Desde el extremo ascetismo y retiro espiritual de la ya citada María del Águila («Había una canción dentro del pan»), hasta los salmos sonámbulos de la biotransformista Ishmé Ioldaniaä («Setenta y siete dientes / todos incisivos / en la frente de Jesús»), o las investigaciones amorosas de Ok-Rur Saphor, reencarnación o futura antecesora de sí misma en la persona de una poeta nacida y vuelta a nacer, antes y/o después, en la Grecia clásica («ahora que ya no estás te pareces tanto a lo que me faltó siempre»), o la intolerable capacidad de atención de Rindra Yizad, «pastora de ríos», que puede ver danzar los átomos en una brizna de hierba y se abandona extasiada a sus cánticos («todos los lirios acarrean su muerto y hablan con los ángeles los días impares»). Así, durante las cuatrocientas páginas de este libro inagotable, se suceden las biografías y los cantos, con idéntico rigor y sutileza en la entonación de vida y obra. Torbellinos de galaxias giran en la retina del lector. Babel de géneros y superposición de discursos, cada uno tratando de hacerse oír en su propio idiolecto: deambulantes posibilidades de sentido, como partículas imantadas, se agrupan y se separan sobre el campo magnético de la página, sometidas a fuerzas contrarias de atracción y repulsa. El yo-elocutivo se oculta multiplicándose, y el texto se convierte en el escenario para las polifónicas apariciones de sus fragmentos: procesiones de máscaras cruzan el espejo en direcciones divergentes, y al cabo, tras tanto fingimiento, al final del último recodo en las vueltas y revueltas del disfraz y el encubrimiento, venimos a dar en la clara verdad que tan engañosamente se enunciaba ya en la propia portada del libro: aquí tienen los lectores una auténtica antología de poesía futura, piérdanse en ella, aniden una buena temporada en este bucle de tiempo y silencio; si tienen suerte quizá no consigan regresar. Entonces sí, entonces el mundo será Tlön, y el universo será Voz vértebra.
El holandés errante
Historia de dos (o más) ciudades Texto y fotografías de Álex Chico
En un relato de Doris Lessing, «Temporales», una mujer viaja en un taxi. Durante el trayecto mantiene con el conductor una inquietante conversación, que gira principalmente sobre un tema: la ciudad. El taxista la detesta; ella se deshace en elogios: «Y entonces empecé a decirle lo mucho que me gustaba a mí Londres, por aquella ridícula necesidad que tenemos todos de intentar que a los demás les guste lo mismo que a nosotros. Es como un gran teatro, dije. Uno se podía pasar mirando lo que ocurría, y en realidad eso es lo que hacía yo. Podía pasarme horas sentada en un café o en un banco mirando y siempre pasaba algo interesante, o divertido…». Como ejemplo, le habla de los parques, de Hampstead Heath o de Regent’s Park, lugares de los que era imposible cansarse. Al final, el conductor reconoce que no todo le desagrada. Lo que le ocurre es que su ciudad es una ciudad que ya no existe. Sólo es un lugar de la memoria. Le explica el motivo y las razones por las que no puede amarla como antes. Cuando se despiden, algo ha cambiado en ellos. El trayecto les ha servido para descubrir que la relación con su propio entorno no es un asunto cerrado, sino conflictivo, problemático, porque no hay verdades absolutas cuando juzgamos algo tan complejo como la geografía urbana. Tal vez él comience a amarla de nuevo. Y tal vez ella descubra que hay motivos para odiarla. En realidad, a poco que pensemos, no hay ciudad que no provoque sentimientos encontrados. Habitar un lugar supone cuestionarlo, ponerlo en duda, juzgarlo como si fuera una prolongación de nosotros mismos. Precisamente por eso nos atrae y nos expulsa. Odiamos y amamos las ciudades en las que vivimos porque ese doble ejercicio forma parte de nuestra naturaleza. Sobre todo si ese espacio es una gran ciudad. Y sobre todo si esa gran ciudad es Londres. Cuando Virginia Woolf escribe sobre la capital británica, se refiere a ella como una síntesis de todos los contrastes. Una misma calle, nos dice, es una isla de luz y al mismo tiempo una larga gruta de oscuridad. Ahí
radica su hermosura, su belleza. Es una y es también su contrario. Son múltiples ciudades que hacen de su disparidad algo único, casi indivisible. Porque, como nos explica uno de sus personajes, «cada londinense tiene un Londres en su cabeza que es el auténtico Londres». Y añade: «...cada uno siente por Londres lo que siente por su familia, tranquila pero profundamente, con una rápida disposición a la afrenta». Yo también tengo mi propia idea de Londres. La primera vez que estuve allí, a finales del año 2003, me causó tanta admiración y tanto interés que llegué a interiorizar una buena parte de su callejero. Y aunque he vuelto en repetidas ocasiones siempre he encontrado nuevos emplazamientos, nuevas rutas. Por eso, mientras escribo, apenas necesito buscar un plano que me ubique o sitúe lo que quiero contar. La tengo tan asumida que puedo prescindir de las fotos que he ido
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El holandés errante
tomando o de los apuntes desperdigados en algunos cuadernos de viaje. Mi visión de Londres se construye a retazos, deshilvanados en apariencia pero con una extraña lógica que los une, como un itinerario lógico, asumible. Un itinerario al que cuesta buscar un inicio, porque todos los puntos de la ciudad son buenos para comenzar a pasearla. Como le sucede al personaje de Doris Lessing, y por buscar un inicio cualquiera, también a mí me provocan un especial interés los parques urbanos. De hecho, es uno de los cuatro lugares imprescindibles que trato de visitar cuando llego a una nueva ciudad. Los otros tres son las librerías, los museos y los clubes de jazz. Londres tiene una buena representación de cada uno de ellos. Los parques urbanos nos ofrecen, a su manera, una imagen de la cultura que los construye. Su extensión y su forma de organizar unas cuantas hectáreas, su elección de árboles y de caminos, su predilección por un material u otro. El parque, o la ausencia de parque, se convierte en una carta de presentación que nos habla, en último término, de la forma en que las ciudades se relacionan con su propio entorno, natural y humano. Quizás por eso mis parques favoritos son los ingleses, salvajes y ordenados, llenos de senderos intermedios que escapan del orden de otros parques, como los franceses o japoneses. Más que parques son bosques, en esa delgada línea que separa la ciudad del campo. Así juzgo buena parte de los parques londinenses, como un espacio que está y no está en la ciudad, que tiene una extraña autonomía que pertenece y a la vez escapa de los límites urbanos. Si uno sigue, por ejemplo, la magnífica ruta que va desde Camden, sigue por Little Venice, entre puentes y construcciones de otra época, y termina atravesando Regent´s Park, descubre con cierta incredulidad que no ha salido de Londres, que todo eso que ha caminado y que parece fuera de plano forma parte de la misma ciudad que se extiende parque abajo. Es la misma urbe de las primeras calles que se encuentra al salir, con Baker Street y Sherlock Holmes como punto magnético. Algo similar ocurre cuando nos perdemos por Battersea Park o por Hyde Park, mientras intentamos recuperar las voces de William Morris, Lenin o Georges Orwell perorando en el Speakers’ Corner o vamos en busca de los jardines en los que aún perdura James Matthew Barrie, un escritor condenado a la eterna juventud gracias a un célebre personaje, Peter Pan, inmortalizado en bronce en uno de los extremos del lago. O, en fin, lo mismo que nos sucede cuando nos dirigimos hacia el
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norte y paseamos por el parque de Hampstead, entre lagos, bañistas y rutas semiclandestinas en las que, por arte de magia, se nos aparece la ciudad a nuestros pies, aunque hayamos tenido la equívoca sensación de que estábamos en otra parte, muy lejos de Londres, en estaciones de tren perdidas en la montaña o en casas alejadas de todo y de todos, como las que ocupaban en la ficción los personajes de D. H. Lawrence, o en la vida real John Keats y Sigmund Freud, con su estudio lleno de miniaturas, su mítico diván y sus alfombras, su espléndida entreplanta para tomar el té de la tarde o su magnífico jardín interior. ¿Es la misma ciudad que se construye alrededor del estadio del Arsenal, siguiendo aquel mal disimulado fanatismo de Nick Hornby en su libro Fiebre en las gradas? ¿La misma ciudad dickensiana que encontramos en el East End, con la pobreza y desesperación que leemos en Jack London o en alguna biografía de Georges Orwell? ¿Forma parte del mismo escenario que recorremos calle a calle por el barrio del Soho? Si una ciudad es capaz de multiplicarse, de ofrecernos mil caras distintas, sabremos entonces que la visita ha merecido la pena. Y lo sabemos porque, ante esas geografías dispares, se activa en nosotros algo parecido a una sana esquizofrenia: es inevitable imaginarnos viviendo en una de esas casas, en la que proyectamos un sinfín de rutinas agradables. Una especie de existencia paralela que, paradójicamente, nos hace volver a nuestro propio hogar con más energía que cuando lo abandonamos. Sin dificultad apenas, puedo imaginarme viviendo en muchos lugares de Londres. No en el Soho. Detesto el ruido, sobre todo si nos visita sistemáticamente y ocupa cada una de nuestras habitaciones como un
Álex Chico. Historia de dos (o más) ciudades
inquilino invisible y perpetuo. Que no viviera allí no significa que, de tarde en tarde, no tuviera la necesidad de visitarlo. Existen muchos lugares que nos interesan sobremanera y, sin embargo, nunca los habitaríamos. El barrio del Soho sería, para mí, uno de esos lugares. Un espacio frenético, lleno de estímulos, cargado de historia, aunque esa historia pertenezca cada vez más a una progresiva y distante arqueología. Pienso en lo que debería sentir Karl Marx si volviera hoy al número 28 de Dean Street, el piso en el que vivió mientras fracasaba políticamente y veía cómo su situación económica iba menguando (embarazar, casi a la vez, a su mujer y a su asistenta no debió ayudar demasiado a sus finanzas domésticas). Pienso en Thomas de Quincey, que hubiera muerto de inanición si Ann, una joven prostituta, no le hubiera socorrido después de desmayarse en Soho Square. Pienso en Giacomo Casanova, que residió en Greek Street y cuyo fantasma, según dicen, aún frecuenta Raymond Revue Bar. O en los fantasmas que aún deambulan por otros bares de la zona. En The French House, por ejemplo, donde se reunía Charles de Gaulle con otros miembros de la resistencia o el lugar donde Dylan Thomas perdió su manuscrito Bajo el bosque lácteo. Pienso en la vecina Charing Cross Road y en la librería Foyles, en la que, como bien dice Enric González, uno no va a comprarse un libro, sino a ir de safari. Y pienso, en fin, en otros visitantes ilustres del barrio: William Blake, Wagner, Rimbaud, Verlaine. No sé si el
Soho actual dista mucho del que vivieron todos esos nombres. Puede que el espíritu que aún perdura en ese lugar de Londres, con la multitud de vocingleros que se acumulan en sus calles, con sus pubs y templos de la perversión plastificada que ocupan casi cada centímetro, no es muy distinto al que describió John Galsworthy a finales del siglo XIX, en su novela La saga de los Forsyte: «Desaseado, lleno de griegos, ismailíes, gatos, italianos, tomates, restaurantes, órganos, cosas de colores, nombres raros y gente que mira desde las ventanas de los pisos más altos». Gente con nombres extraños y con oficios no menos inauditos: buscadores de oro, fabricantes de fuelles de acordeón, traficantes de tazas sin plato, manillas de paraguas de porcelana o imágenes coloreadas de santos martirizados. En el fondo, el barrio del Soho, o Londres, o casi todas las grandes ciudades, no cambian tanto. Sólo se modifican, se trasforman. Incluso si son bombardeadas desde el aire. Pueden variar su fisonomía, pero no el impulso que animó a construirlas, heredado generación tras generación como un legado que todo ciudadano adquiere en el momento de residir en ellas. Al final, siguiendo de nuevo a Doris Lessing, lo que nos queda es un Londres que «se ha edificado y destruido en sucesivas encarnaciones desde antes de la época de los romanos». Cuando nos imaginamos viviendo en la ciudad que visitamos, se activa en nuestro interior un mecanismo
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Fernando Clemot. Hans Fallada. Berlín-Carwitz-Strelitz
que hemos fabricado a partir de la realidad inmediata y la ficción que conlleva toda memoria. Algo que tiene que ver con la idealización del viajero, alguien que huye de la comodidad familiar para encontrar ese punto del mapa que sepa alojarle mejor que su propia casa. Son, a menudo, visiones imposibles, irrealizables. En el fondo sabe que se trata de una vida que no será tal y como la imagina. Sin embargo, necesitamos la ficción, porque la vida, por sí sola, no basta. Si residiera por un tiempo en Londres, sé que tarde o temprano acabaría reconociendo los mismos defectos, con forma distinta, que encuentro en Barcelona. O que encontraba en Granada, y un poco antes en Salamanca o en Plasencia. Sin embargo, la idealización del viajero, del caminante ocasional por una ciudad que no es la suya, no debería caer en el derrotismo anticipado. Imaginarnos la gran vida en una ciudad ajena nos ayuda a mejorar nuestras propias ciudades. Pensar que sería feliz viviendo en Notting Hill, recorriendo Portobello varias veces por semana, convierte la misma calle en la que vivo en un espacio distinto, mucho más habitable. Las ciudades dialogan entre ellas y, a poco que escarbemos, de esa conexión siempre surge algo diferente cuyos efectos se pueden percibir en la distancia. Quizás mi Notting Hill tenga más que ver con la fabulación literaria, la que imagino detrás de la puerta que alojó a Georges Orwell o la que encuentro en las páginas de Martin Amis o en los escenarios bohemios y multiculturales de Colin MacInnes. Espacios irreales que tienen vocación de real, como si pasear por Chelsea aún me acercara a las tiendas punk más extravagantes o proyectara fiestas interminables en Cheyne Walk, ese apacible tránsito en el que reside Mick Jagger. Si me imagino viviendo en Bloomsbury, con sus fachadas de casas tranquilas y sus magníficas plazas, como
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Fritzroy Square, es inevitable no pensar en que aún estaría a tiempo de cruzarme con Bernard Shaw y Virginia Woolf o con algunas editoriales que se extendían alrededor de Bedford Square. Hoy no queda rastro de Cape, Chatto o The Bodley Head, absorbidas por multinacionales. Que no haya nada, o apenas nada, no significa que la ciudad haya desaparecido. Las grandes ciudades no desaparecen del todo. Habitar una ciudad de la memoria o una ciudad imaginada es la premisa que todo lugar necesita para que siga avanzando, con nombres y personajes distintos. Ese mundo de cortesanos del Londres georgiano que retrató William Hogarth estará compuesto por otro tipo de perversiones y enfermedades. Los nuevos rascacielos darán paso a otra clase de suicidas que intenten imitar a los atribulados personajes de En picado, la novela de Nick Hornby. The Globe, uno distinto y aún desconocido, albergará representaciones de herencia shakesperiana, igual que St Martin-in-the-Fields encontrará a un nuevo Samuel Barber. La niebla y la tristeza, como dos motores que se retroalimentan, serán idénticas a las que describió Oscar Wilde. Los transeúntes del futuro pertenecerán a ese mismo ejército republicano de caminantes anónimos al que se refirió en una ocasión Virginia Woolf. Mientras tanto, la memoria de todos ellos, una mínima parte al menos, quedará a salvo en algunas salas de la National Gallery, del British Museum o de la London Library. Y quedará, sobre todo, en la suma de imágenes que hayamos proyectado en ella. Porque una ciudad no sólo se habita, también se imagina y se recuerda. Existen pocas ciudades en el mundo que generen tanta imaginación como la que provoca Londres. Tal vez tenía razón Samuel Johnson y, después de todo, quien se aburra de Londres se aburre también de la vida.
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La otra parte del mundo
Juan Trejo Tusquets Editores: Barcelona, 2017 256 págs.
El amor después del amor Por Carlos Robles Lucena 0. Tal vez la única manera de escribir una novela de amor literaria en el siglo XXI sea escribir una novela de crisis. 1. La otra parte del mundo (Tusquets, 2017), tercera novela de Juan Trejo tras El fin de la guerra fría —recientemente traducida al francés— y La máquina del porvenir —premio Tusquets 2014—, lo es de una manera particular y clarividente. Tras su aparente brevedad y ligereza, doscientas cincuenta páginas de márgenes anchos, cuerpo de letra generoso y trama sintética, se esconde una obra de primera magnitud: una fábula originalísima y trascendente disfrazada de novela estándar. 2. No busquen aquí las angustias económicas —que devienen existenciales— que tanto y, en ocasiones, tan bien ha venido narrando la literatura española de los últimos años: nada de Belén Gopegui, Marta Sanz, Elvira Navarro o Isaac Rosa. Para entendernos: no encontraran en sus páginas comedores populares, viles jefes inmisericordes o activistas de la PAH. Y sin embargo, tal vez amortiguado tras capas y capas de confort, la novela está llena de un malestar sordo y conocido. 3. Una voz narrativa que conjuga la dicción fabulosa y el realismo —el «érase una vez» tradicional junto a la disección sociológica propia del ensayo— nos toma de la mano para ver cómo los efectos de la crisis han afectado a los fundamentos mismos del lenguaje; han erosionado los conceptos que sostenían la vida. En esa encrucijada entre la reflexión y la sentimentalidad, la voz se asemeja a los narradores clásicos de Kundera, pero a uno más cercano, habitable, que no nos abruma a brillanteces filosóficas o eruditas. 4. Mario Aldana, arquitecto de éxito y padre fracasado, protagonista casi en exclusiva de la novela, ha esquiva-
do el desastre circundante gracias a su posición laboral privilegiada. Pero cuando a raíz de unos extraños mareos decide tomarse un respiro en el trabajo, una grave crisis personal se le echa encima. Así las cosas, sin nada sólido de lo que agarrarse —lleva divorciado unos ocho meses y ha descuidado la relación con su hijo—, Mario se convierte en una suerte de replicante, en un zombi tardocapitalista que va pasando de casa en casa de sus ricos colegas, en una transhumancia que desdeña los vínculos y los afectos profundos. Ha contraído una suerte de bovarismo neoliberal al creer que la vida podía ser controlada mediante la dedicación radical al trabajo y ahora padece sus secuelas. 5. Mario decide volver a Barcelona para reencontrar a su hijo y tratar así de desentrañarse. Pero no lo sabe todavía. La trama avanza cuando descubre que su epopeya debe ser etimológica. Vuelve a su ciudad en busca del sentido perdido: por eso deambula sin rumbo fijo por su íntimo atlas sentimental —angustiado flâneur— en busca de significantes, tratando de encontrar huellas, rastros, con los que construirse un hilo de Ariadna, un sendero de migas que lo devuelva a esta parte del mundo. 6. Volver para recordar. Aunque «recordar» tal vez no sea exacto ya que —como nos recuerdan excesivos power points bienintencionados— en latín el verbo significa «volver a pasar por el corazón». Y Mario se ha pasado muchos años sintiendo por debajo de sus posibilidades. Por el suyo han pasado fugaces, sin dejar impronta ni resto, excesivos momentos de su vida sentimental. Mario olvidó que el corazón era considerado en la antigüedad el verdadero centro de la inteligencia, el cerebro real. Recordar será entonces la única manera de recuperar la cordura. 7. Como si uno de los cínicos protagonistas de la narrativa, Michel Houellebecq, encontrara el camino de vuelta a la sensibilidad y, sin perder clarividencia, se humanizara. 8. La otra parte del mundo es, en definitiva, una novela de amor llena de sentido, construida sobre las ruinas del concepto, edificada sobre los rescoldos humeantes que quedan tras su demolición, hecha con los restos, ay, de polvo enamorado.
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La hija del comunista
Aroa Moreno Durán Caballo de Troya: Madrid, 2017 192 págs.
De muros, traiciones y desengaños Por Gemma Pellicer Cuando están a punto de cumplirse cien años de la Revolución de Octubre, La hija del comunista viene a cuestionar una vez más —y podría sumársele la reciente novela de Ioana Gruia, El expediente Albertina, donde se narra la vida de un grupo de mujeres rumanas en los difíciles años del comunismo— los mitos y falsedades que perviven entre cierta izquierda europea en torno a este régimen político, tras décadas de comportamientos dictatoriales. En esta ocasión, se trata de la primera novela de una autora que ya tiene en su haber dos libros de poemas: Veinte años sin lápices nuevos (2009) y Jet lag (2016); dueña de una prosa dúctil y maleable que ahora no duda en poner al servicio de una historia estructurada en cuatro partes: «El Este», «La tierra de nadie», «El otro lado» y «Vaterland», cuyo recorrido cronológico y espacial por los principales sucesos históricos y vitales de la época irá desgranando en primera persona Katia Ziegler, la protagonista aludida en el título. Así, en la primera parte, la más extensa del conjunto, observamos la vida doméstica de un matrimonio español con dos niñas pequeñas, refugiado en Alemania tras la guerra civil española, desde los ojos de la mayor de las hijas, a partir de los recuerdos que atesora del Berlín de 1956 a 1971. Gran creadora de atmósferas, la autora recompone la sensación de peligro que experimenta Katia por vez primera un día de 1961, tras cruzar la frontera del Oeste para recoger unas cartas que le dirige a su madre la familia de España, lo único que parece sacarla de su tristeza crónica; mientras el padre, un comunista convencido, trabaja en secreto para el Partido en la RDA. O el primer amor de Katia, Thomas, ligado
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al fuerte desengaño que experimenta la joven poco después; o su encuentro con apenas diecinueve años con el extraño chico del otro lado, que la vigila y pretende, enamorándose Katia del misterio que lo envuelve. En esta parte inicial, se prepara el terreno para la fuga al oeste de la protagonista a fin de reunirse con Johannes, su futuro marido, repitiendo la huida de su propia madre, que al cabo tampoco fue feliz. No en vano, quien decide dar el salto hacia esa nueva tierra de promisión que representa el oeste será una Katia melancólica y ausente; más que enamorada, perdida; dejando atrás estudios, amigos y familia y, sobre todo, la posibilidad de labrarse un futuro esperanzador. De este modo, la novela podría leerse como la historia de dos mujeres, madre e hija, que entrelazan sus destinos al verse arrastradas por el peso de unas circunstancias políticas paralelas, aun siendo estas muy distintas. La segunda parte da cuenta precisamente del miedo y los remordimientos que siente Katia mientras huye de la antigua RDA para ir a parar a un pequeño pueblo al suroeste de Alemania, donde de inmediato pasa a ser «la chica del otro lado» y deberá aclimatarse. Durante la fuga, Katia comprende el sacrificio de su madre al abandonar España para reunirse en Dresde con su marido, las dificultades por las que ella misma habrá de pasar. Así, en El otro lado se narra no sólo la nueva vida de Katia como madre y ama de casa, sino también su arrepentimiento creciente por abandonar a su familia y «traicionarlos», o al menos así lo entendería el Partido, la constatación de su ya improbable regreso al este. Si esta tercera parte se iniciaba con la llegada de Katia al Nuevo Mundo y su posterior boda, se cierra simbólicamente a raíz del terrible anuncio que abrirá un abismo en su interior, arrebatándole de un manotazo la venda de los ojos. La parte final, «Vaterland» (Patria), aun cuando para Katia también signifique «la tierra de mi padre», cumple la función de anagnórisis al narrar el imposible reencuentro de la mujer madura con los suyos tras un limbo de veinte fatigosos años. La hija del comunista aparece contada en un tono alejado de cualquier sentimentalismo, que privilegia la intimidad al tiempo que aporta una visión lúcida sobre la vida cotidiana de quien creyó estar eligiendo su futuro cuando, en realidad, era presa de la rigidez de la Europa enfrentada en dos bloques irreconciliables que destrozaría muchas existencias. A decir verdad, un destino común en las sociedades divididas del momento, en las que, por un lado, los ideales del Estado primaban por encima de las aspiraciones de sus gentes, cuando no se hacía gala, por otro, de una superioridad igualmente ridícula.
Cine Aliatar
José María Pérez Zúñiga Valparaíso Ediciones; Granada, 2017 314 págs.
Escenas de los ochenta
puede viajar en las funciones de tarde y noche. Son otros los que se van y vuelven, los que vuelan y cumplen argumentos de pantalla en la vida real. Amigos de fiesta, pubs y bares, novios por el paseo marítimo, noches de verano en la arena, indecisiones universitarias, padres injustos y madres achicadas, tiempos transitorios, un realista panorama de nuestra doradísima y desgastada juventud.
Por Alfonso Salazar Sobre la generación X comienzan a caer meses, años, canas y décadas. Los años ochenta son un pasado que comienza a alejarse, y como todos los lejanos pasados, comienza a brillar en su no retorno, obtiene un tono dorado sobre el recuerdo. José María Pérez Zúñiga ha tomado ese pasado y lo ha volcado en la novela Cine Aliatar. No destripamos nada si decimos que el cine, el ochentero principalmente, es pieza fundamental. El cine Aliatar fue uno de los símbolos de la Granada cultural, un hermoso edificio levantado en el centro de una ciudad de posguerra, con un aprovechamiento del espacio y una fachada que se estudia en los libros de arquitectura. Fueron muchos los cines de Granada que desaparecieron: Capitol, Astoria, Gran Vía, Olympia, Alhambra, Príncipe, Regio, Goya, Apolo, Palacio del cine… Muchos de estos nombres se repetían de ciudad en ciudad, y seguro que en su ciudad, lector —si es otra distinta a Granada y tiene más de treinta y pico años—, podrá recordar salas, halls y excavadoras tragándose, de la noche a la mañana, años de sueños y celuloide. De todos los nombres que se podía dar a un cine, Aliatar —por el suegro del último monarca granadino— era excepcional. Intentó sobrevivir a la moda de los multicines y los edificios plurifuncionales. Quiso seguir siendo cine y hoy es discoteca. Los avatares del cine Aliatar en los años ochenta sirven a Pérez Zúñiga para tramar una historia de amor y abandono que se ilustra en los argumentos de las películas de entonces, con especial predilección por títulos como Blade Runner, Wall Street o Volver a empezar. El protagonista es un proyeccionista, quien ha surfeado por encima de bobinas analógicas hasta ordenadores que todo lo controlan. Es inevitable, y el autor lo hace, evocar el Cinema Paradiso de Tornatore. Pero al contrario de aquella, en Cine Aliatar el protagonista aventurero sólo lo es en las salas de proyección. Sólo
Sobre toda la narración, que va de los ochenta hasta la primera década del siglo, se coloca, como ineludible explicación de ese presente, el pasado que retumba. Los años ochenta, como cierre de la Transición, confirmaron a los jóvenes ochenteros en el papel de debutantes en un mundo más feliz, en un fango feliz, donde fue preferible no preguntar por las aguas que trajeron aquellos lodos. Pero el protagonista bucea en ese pasado y en las distintas perspectivas, ideologías, victorias y derrotas que podían explicar el mundo de los callados, el de los serviles, el de los purgados y el de los tibios. Son quizá los pasajes más logrados de la novela, aquellos que evocan la campaña de la División Azul o la epopeya de los españoles que murieron en Mauthausen. No es la generación anterior a los protagonistas, aquella generación de nuestros padres que crecieron en la posguerra bajo el silencio y el cerrojazo franquista, sino la generación de los abuelos, una generación que a día de hoy sigue en parte sepulta e innombrada, perdida y sin recuperar. Se mantiene la herida aún abierta. La renuncia absoluta a la cruel herencia franquista debió ser la solución, la de los ochenta y la de ahora. Y ni se dio, ni se da, el paso definitivo.
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Un viaje solo para hombres
Raúl Ariza Ediciones Versátil: Barcelona, 2017 200 págs.
La fragilidad de los «paraísos paradójicos» Por Bel Carrasco Podría haber elegido alguno de los crímenes machistas que aparecen en los noticiarios y aprovechar así el verismo que otorga la realidad. Raúl Ariza (Benicàssim, Castellón, 1968) prefirió imaginar uno a su medida para armar su primera novela Un viaje solo para hombres (Ediciones Versátil). El crimen que comete un hombre vulgar y corriente que, tras asesinar a su mujer, inicia con su hijo de cinco años una huida sin rumbo ni esperanza. Difundida por los medios, su historia revive la latente vocación literaria de un arquitecto inmerso en una profunda crisis, que emprende una indagación para relatar lo ocurrido. Con este doble acercamiento, a través del protagonista de los hechos y de quien los narra, Ariza articula una original reflexión sobre la
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violencia machista, un tema recurrente en sus relatos, publicados en tres libros: Elefantiasis, La suave piel de la anaconda, con ilustraciones de Carmen Puchol, y Glóbulos versos. Ariza desmonta lo que él llama «paraísos paradójicos», espacios de confort emocional en los que el individuo intenta refugiarse de las inclemencias de la intemperie, de los miedos y el caos del mundo: las relaciones de pareja, los hijos, la camaradería con otros afines. Burbujas de un aire cálido que en ocasiones resulta asfixiante y tóxico, pues los seres queridos son los que más daño pueden infligir y, como dice el refrán, «quien bien te quiere, te hará llorar». Frágiles glóbulos que de repente y sin previo aviso pinchan arrojando al vacío a sus desprevenidos ocupantes. A lo largo de ese viaje de un padre con las manos manchadas de sangre y un hijo ignorante de su orfandad, Ariza va definiendo la identidad de dos personalidades muy distintas, cuyos destinos se cruzan al albur del azar. Pese a sus diferencias, ambos comparten rasgos característicos en los personajes masculinos del autor. Son hombres débiles, mediocres, que se dejan arrastrar por los vaivenes de la vida, cuya existencia incompleta refleja el malestar y desasosiego de una sociedad en crisis. En un acto de autopunición, el autor proyecta sus inseguridades y complejos sobre ellos. Pero se compadece y no los juzga; simplemente, les dota de la vida necesaria para que cumplan su objetivo. No es esta una historia de buenos y malos, «que ni el peor asesino es malvado a tiempo completo», dice Ariza. De hecho, el verdugo es también víctima; víctima de la ira y de los celos a los que sucumbe en un rapto de furia, e inspira más simpatía que el arrogante e insatisfecho aspirante a novelista que sólo consigue a medias su propósito. Al final del viaje, cuando todo está aparentemente dicho y hecho se produce un giro sorprendente que rompe los límites entre lo real y lo imaginario sumergiendo al lector en una gozosa incertidumbre. Un viaje solo para hombres es también un singular artefacto literario que explora y explicita las dudas y tentativas del novelista novel ante el solitario proceso de creación. Se puede interpretar, asimismo, como una suerte de homenaje a A sangre fría de Truman Capote, aunque, a diferencia del escritor norteamericano, Ariza no parte de una noticia real para transformarla en brillante ficción, sino que se vale de la ficción para dar la sensación de que cuenta algo real. Y lo consigue. En esta especie de trampantojo reside el atractivo de un relato en el que el lector se adentra en un laberinto de espejos deformantes donde nada es lo que parece.
Fat City
Leonard Gardner (Traducción de Rubén Martín Giráldez) Underwood: Madrid, 2016. 224 págs.
Hombres contra las cuerdas Por Daniel Dapía Barral Un boxeador hace sombras con su mala fortuna en el cuartucho de un sórdido hotel del norte de California. Vapuleado por la resaca, tan solo como puede llegar a estarlo un hombre, golpea el aire agarrándose a la esperanza de un combate que le devuelva la suerte para siempre. Fat City, publicada en 1969, es una obra ejemplar del realismo sucio norteamericano. Sin adornos, honesta y tenaz como un combate, sitúa a unos personajes frente a su experiencia; hombres que sintiéndose marcados como ganado por el destino desean por una vez ser dignos en el amor y la lucha. Única novela publicada por Leonard Gardner (Stockton, California, 1933), retrata con prosa contenida y admirable una ciudad y una gente que el autor conocía. Cuenta la historia de Billy Tully, un fracasado boxeador veterano que vuelve a boxear para recuperar tiempos mejores en los que tenía una mujer y un futuro, y Ernie Munger, una joven promesa de los más pobres cuadriláteros que intenta crear una familia y su propia vida, sin proponer la pedagógica y maniquea relación entre maestro y alumno, sino el primer y último asalto del esquivo combate de unos hombres que se saben derrotados en cuanto suena la campana, pues ambos reflejan el inicio y el declive de un mismo destino. Rotunda como un puñetazo y directa como un insulto tabernario, sus personajes, airados herederos de Tom Joad, vagabundean por los mismos escenarios de la literatura de Bukowski sin su extenuante procacidad; son desarraigados, amargados soñadores esforzándose por recuperar la ocasión perdida en la que pudieron cambiar su suerte mientras mantienen una infatigable esperanza con más resistencia y pujan-
za que la de sus fatigados músculos, buscando en cada golpe una razón con la que alentar la vana ilusión de vencer al día y encontrar el amor, su propio respeto y la dignidad que sólo se ven capaces de alcanzar en el ring, escenario, como sus vidas, de peleas perdidas en las que el tiempo únicamente cuenta relaciones rotas y pasos en falso narrados sin el austero lirismo de los relatos de Carver o Ford en la verdad más íntima de los personajes. Ambientada en el mundo del boxeo, metáfora de la verdad del juego y la vulnerabilidad de la vida, Fat City no es una novela sobre el esfuerzo y la proeza del deporte, la celebración de sus hazañas o el eco de sus vítores, sino de la supervivencia de hombres que vociferan, maldicen y se pelean en gimnasios y bares de los suburbios; la apesadumbrada cotidianidad de quienes encuentran un último refugio en hoteles de mala muerte y se arrastran por los campos de cultivo para ganar unos dólares con los que ahogar su frustración al caer la noche en whisky barato y en lo que creen es el amor.
Fat City ya fue traducida en España en décadas anteriores. La editorial Underwood inicia su catálogo con la oportuna recuperación de una novela que hoy no sólo parece escrita sobre la América real en la que emigrantes, hispanos, negros y blancos pelean sin oportunidades por sus sueños, sino acerca de un mundo entero de desigualdad y desesperanza para mostrar la combativa y frustrada lucha de los hombres para los que el destino es un adversario, una sombra fatal que los pone contra las cuerdas condenándolos a luchar o a hundirse en la lona mientras escuchan a lo lejos el sordo murmullo de los demás.
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Sopa de Fauno
Diego Prado Editorial Adeshoras, 2017 146 págs.
Fantasías reales Por Félix Población La literatura es el mejor medio para combatir la imperfección y la oscuridad de la vida. Sus intrigas, como caminos ocultos, nos hacen soñar; la sorpresa, el desconcierto y el asombro. Diego Prado (Mahón, 1970) se vale de la fascinación que siente por las letras para invocar la existencia de unos personajes y de un libro, el suyo, Sopa de fauno, como uno más de aquellos que va creciendo en sus páginas igual que el día se alarga en el verano, hasta ocuparlo todo. Porque el personaje principal del libro es el propio libro; la metaficción como acto de pensamiento reflexivo y crítico; la escritura cuyo interés principal consiste en poner en evidencia los pactos y las convenciones del lenguaje; los compromisos de la sociedad. A veces sucede que los seres de ficción quieren tener una vida real y los seres reales una vida de ficción. Lo dijo Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo. En esta película, el cine es el escape de un mundo que protagoniza un momento delicado. Del mismo modo, en Sopa de fauno, los cuentos sirven de escapatoria hacia una fantasía real. La razón se amedrenta cuando irrumpe con fuerza la no-razón como lógica ordenadora de la historia; el hombre también se espanta en el momento en que se apodera de él la necesidad de administrar su alma, y el arte hace lo propio por las imposiciones que no le permiten desarrollarse y lo clausuran. El interés por la narrativa autoreferencial asociado al posmodernismo puede encontrarse, no obstante, en obras y épocas anteriores a este movimiento y en todas las disciplinas artísticas. Niebla de Miguel de Unamuno, Seis personajes en busca de autor de Luigi Pirandello, Un soneto me manda hacer Violante de Lope de Vega son algunos ejemplos clásicos en literatura que no deja de sumar todo tipo de textos: La Torre oscura de Stephen King, Viajes por el Scriptorium de Paul Auster o El escritor comido de Sergio Bizzio; en el cine,
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las filmografías de Federico Fellini y François Truffaut son los mayores referentes del cine europeo metaficcional, aunque si hay un título que lleva al límite estos mecanismos es El ladrón de orquídeas de Spike Jonze con el guión de los Kaufman; en el cómic, las autoreferencias dentro de las obras son frecuentes, desde Alan Moore con Los relatos de la fragata negra en el Watchmen hasta Francisco Ibáñez en algunas de sus historias de Mortadelo y Filemón; la práctica y el acervo en pintura son, del mismo modo, abundantes. Teniendo Las Meninas de Diego Velázquez como paradigma de estas claves, podemos pasar por el Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa de Jan van Eyck, La condición humana de Magritte o muchas de las obras de Escher. Y es en este punto que conviene mencionar la poderosa imagen que Lola Castillo (Córdoba, 1971) aporta a la cubierta de Sopa de fauno, con la que se incorpora por méritos propios a la lista anteriormente citada. Pocas veces una ilustración recoge el espíritu y el propósito de un libro (considerando además que se trata de una colección de cuentos) con sólo un dibujo. Algo que no sorprende teniendo en cuenta su anterior trabajo en Diodati, la cuna del monstruo, también con Adeshoras, y las ilustraciones que acompañan, en el libro que nos ocupa, a los relatos de Diego Prado. Efectivamente se produce una inapelable relación de coexistencia entre las obras de los dos autores. Los trazos y las letras se entretejen como un hermoso regalo, completo en su dicha, destinado a desvelarse tras la lectura y la mirada. Sopa de fauno es un juego donde los refugios, los oráculos, el amor, el infierno, las plantas y los cuentistas, por aludir a algunos de los textos más destacados, nos convierten en actores de la narración, cifrando las metáforas sobre nuestro destino dulcemente empapado en su aliento doméstico.
Estabulario
Sergi Puertas Impedimenta: Madrid, 2017 256 págs.
El cuentista, el mago Por José de María Romero Barea Denuncian sus devastadoras historias irreemplazables pérdidas de control: «El mensaje barre las redes, dispara alertas en todos los móviles de la ciudad». En el relato «Obesidad mórbida…», puertas giratorias conectan acciones y escenas más propias de Raymond Carver (la preocupación por el deber cumplido, los costes de su cumplimiento): «Chacón pulsa el icono del Juicy Krush. “Mientras haya paz en los corazones, habrá amor en la Tierra”, murmura mientras apila frutitas». Lo que encontramos bajo la lente del cuento «Manos libres» es el orgullo como forma de autoengaño: «Tatiana los ve correr semidesnudos por la pantalla, los ve arrojar cócteles molotov contra los comercios, los ve apedrear a una anciana». El escritor Sergi Puertas (Barcelona, 1971) posee algo así como el equivalente emocional del tono adecuado, al ser capaz de moverse a través de un repertorio de variados registros: «¿Qué piensas cuando tu hermano sale del cuarto y te guiña el ojo, cuando la pareja extraterrestre destruye nuestro planeta haciendo ruidos con la boca?». Un cómico desenfado cede a una melancolía desesperanzada, a menudo en la misma página. Y, sin embargo, el denominador común de su más reciente colección de relatos Estabulario (Impedimenta, 2017) es el sentido de fatalismo, que encuentra su articulación más directa en la composición que da título a la serie: «Un movimiento periférico me arranca de mi narcosis. Algo cruza el refugio a toda prisa […] rebotando de pared en pared. Extiendo el brazo, palpo la cama vacía». Momentos aparentemente sin importancia revelan fallas de carácter. El apólogo «Pegar como texto sin formato» entiende lo imposible que es establecer una imagen nítida del pasado: «He percibido su reverso […] el mismísimo edificio ha vibrado en sintonía con los eslóganes. Todo se ha manifestado de forma increíblemente articulada, ha sido una invitación formal a
cruzar la pantalla». «Torremolinos» gira en torno a la incapacidad de escapar a las historias que inventamos: «Levantarse por las mañanas, agachar la cabeza, recorrer el vertedero con los pies descalzos. Levantarse por las mañanas, tragar basura una y otra vez». Si los personajes de «Nuestra canción» comparten una experiencia, es la de vivir una mentira, hasta que todo se aclara, de repente: «Cuando terminamos de cantar, siempre se hace el silencio. Lentamente, las personas de la fiesta que todavía no nos conocen se acercan a nosotras […]. Por eso nos gustan las fiestas. Por eso vamos a las fiestas». Puertas es novelista (Cómo destruir ángeles, 2008) y poeta (Sigue buscando, hay miles de premios, 2005). Los cuentos de Estabulario son documentos definitivos de un fugaz autoconocimiento. Gran parte del encanto del volumen radica en su estilo coloquial, que conduce a una ternura implacable, unida a la claustrofobia que nos provoca la familiaridad de algunas escenas. Revelan sus crónicas la ansiedad de una cultura, la española, que trata de encontrar su lugar en un mundo que se expande de forma vertiginosa, más allá de sus fronteras. En sus mejores momentos, el autor barcelonés nos recuerda lo cerca que están el arte del cuentista y el del mago. Sus historias nos golpean invariablemente, de forma inmisericorde, no importa cuántas veces las volvamos a leer.
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Todos estaban vivos
Javier Bozalongo Esdrújula: Granada, 2016. 112 págs.
Paradoja y humor negro Por Aitor Francos Todos estaban vivos (Esdrújula, 2016) es un ingenioso repertorio de narraciones de humor negrísimo, una amena propuesta del talento imaginativo de Javier Bozalongo. En sus cuentos se decanta por el asombro como método de juego literario, por los golpes inesperados, a la vez que por la seriedad y la contención estilística. Ya desde la portada, que tiene por ilustración una caja de cerillas a medio abrir y varios fósforos dispersos y gastados a su alrededor, nos transmite la sensación de fugacidad del tiempo y la idea de que los textos actuarán como fogonazos ante nuestra conciencia de lectores. Los poco más de veinte relatos que componen el conjunto se agrupan en dos secciones, «Uno» y «Los demás». Javier Bozalongo trabaja sobre aquello que subyace implícito en la convivencia familiar, experiencias comunes a cualquiera, soterradas bajo el deber y los desencuentros. Los protagonistas de las historias parecen personajes desdoblados que no hablasen directamente por sí mismos, como si el narrador buscase mediar a lógica distancia de ellos, para hacerlos más auténticos y salvar el relevo entre lo autobiográfico y lo ficticio con verosimilitud. En la mayoría se insinúa la nostalgia del tiempo perdido, la búsqueda de un nuevo pasado que borre las sombras y los desalientos, que aclare o interrogue, que sea un refugio último aunque perecedero. Tal vez el cuento más elocuente sea «Plasma», con el tema de las desapariciones y los vacíos de fondo, es decir, el de las pérdidas. Llama la atención que los personajes dejen de estar presentes en las fotografías; la memoria, a lo largo del tiempo, altera la propia realidad. El lector simpatiza con esos individuos que casi no saben recordar si no lo hacen desde la deformación del recuerdo, que casi no están siendo, que les cuesta existir, o que lo hacen sólo en la dimensión irónica de un tiempo que los envuelve con cierta actitud de patetismo. Por otra
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parte, el titulado «Nada extraordinario» quizás es el que mejor descubre las intenciones conscientes del escritor: «Siempre he creído que mis relatos eran originales sin ser sofisticados. Hubiera preferido hablar de gente corriente y no tener que buscar personajes extravagantes a los que les pasaran cosas extraordinarias. Me hubiera gustado parecerme a alguno de los narradores norteamericanos que me gustan y poder recrear situaciones cotidianas que, a pesar de su aparente normalidad, atrajeran la atención del lector...». Entre los que se sostienen sobre pocas líneas, uno de los más notables es «Sobremesa», que transcribo entero: «Había comido como si cenara, poco. Después durmió la siesta como si fuera de noche, es decir, mucho. Tamaña confusión horaria hizo imposible que el forense dictaminara con exactitud la hora de la muerte». Muchas veces es el destino el que se vuelve en contra de los sujetos, como en «Objeción de conciencia». O la muerte, que asoma en casi todos aunque sea borrosamente. En el titulado «Campeona» leemos: «Cuando creyó despertar le pareció estar nadando en una piscina diferente, más grande, de agua más templada. Ni rastro de cansancio: sólo la necesidad de seguir y seguir persiguiendo el mejor tiempo de su vida en el agua». Agregar que Bozalongo no se olvida de la crítica social contra un mundo gobernado bajo el modelo capitalista (él mismo trabajó durante años en la banca). Buen ejemplo es «Globalización». El cuento moderno exige chispa y concisión. Eso unido a la importancia de cómo se cuentan las historias: sucintamente y sin artificios. Los de Bozalongo descubren la sensación, a través de la escritura, de un exilio interior, de un doble cobijo entre lo real y lo imaginario. Mientras disfrutamos leyéndolos nos da la impresión de estar releyendo a Monterroso o a Tomeo, o por qué no, a Salinger, a Carver.
El bazar de los malos sueños
Stephen King (Traducción: Carlos Milla Soler) Plaza & Janés: Barcelona, 2017 608 págs.
El viejo Steve cabalga de nuevo Por José Antonio Vila A algunas de las novelas de Stephen King les ha sentado bien la desmesura —pienso en The Stand o It— pero la incorregible propensión del escritor de Bangor (Maine) a la grafomanía ha hecho que sea con frecuencia en sus libros de relatos cortos donde haya que buscar sus historias de factura más lograda. Creo que esto último vale para El bazar de los malos sueños, un nuevo y, a mi entender, excelente volumen de cuentos que no desmerece, por ejemplo, de Skeleton Crew o de Pesadillas y alucinaciones, dos de sus mejores antologías de narraciones breves. Fiel a su trayectoria, el autor nos invita a transitar por territorios que hemos recorrido junto a él muchas veces, introduciendo, no obstante, variaciones sutiles y más de un quiebro inesperado en planteamientos y temas clásicos de la literatura fantástica y de terror como son el fin del mundo («Trueno de verano»), los lugares malditos («La duna»), las dimensiones paralelas («Ur»), los portentos ominosos («Obituarios»), los asesinos despiadados, dotados o no de poderes sobrenaturales («Niño malo», «Una muerte»), o las siempre socorridas
aberraciones tentaculares procedentes de los confines de la creación («Área 81»). Así, para el aficionado la alegría del reconocimiento de lo familiar se da cita con la zozobra y la emoción del encuentro con lo imprevisto. La capacidad de transformar lo cotidiano en fuente de pesadillas ha sido desde sus inicios una de las virtudes de Stephen King. A eso se lo podría llamar, recurriendo a un título afortunadísimo de Cristina Fernández Cubas, ver la realidad desde «el ángulo del horror». Me parece que esa expresión viene como anillo al dedo para describir un procedimiento mediante el cual lo ordinario (en casi todas sus historias la perspectiva es la del hombre o la mujer corrientes y en ellas abundan las estampas costumbristas de la vida americana) se combina con la perturbación de un escalofriante elemento maravilloso que pone patas arriba el orden natural. El recurso no es en sí mismo novedoso, pero el «truco» estriba en la facilidad con la que Stephen King lleva a cabo esta delicada operación, gracias, sobre todo, a una prosa que quiere asimilar su dicción a la del relato oral, lo que le permite producir un efecto de verosimilitud que poquísimos escritores que trabajan una parcela idéntica a la suya han conseguido crear. Es un tópico decir de él que es un «maestro del horror», y siendo ello cierto, otros relatos de esta compilación evidencian, con todo, que el límite estricto de la etiqueta de «escritor de género» es uno que se le queda pequeño, como tampoco el marbete le hace, en el fondo, verdadera justicia. En este sentido destacan historias rebosantes de negra ironía como «Premium Harmony» (un homenaje a Carver) o «Batman y Robin tienen un altercado». Por un sendero parecido discurre «El más allá», que plantea un giro original al motivo de la reencarnación y a la idea de que el carácter es el destino. Mientras que «Moralidad» aborda con inteligencia la cuestión del mal y la culpa sin recurrir a ectoplasmas o vísceras desgarradas. Aunque la colección incluye un par o tres de relatos (de un total de dieciocho) no tan memorables, estos no empañan, sin embargo, la buena impresión que causa la lectura del conjunto. Me permito recomendar «Pirotecnia borracha», una maravilla humorística que se sale por completo de los esquemas de género donde se ridiculiza con auténtica gracia a las personas poseídas por la envidia y el afán de protagonismo, una historia que cualquier lector desprejuiciado, y hasta quienes acostumbran a desdeñar al autor, va a disfrutar enormemente. Y es que Stephen King sabe, como cualquier escritor inteligente, que, con monstruos o sin ellos, no hay abismo más tenebroso que el de la naturaleza humana.
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Libros de sangre (volúmenes I, II y III) Clive Barker (Traducción: Marta Lila Murillo) Valdemar: Madrid, 2016 704 págs.
Relatista magistral Por Alberto García-Teresa El singularísimo Clive Barker ha sido un renovador fundamental de la literatura fantástica y de terror. Como original formulador de lo que se llamó «la nueva carne» (seguramente, la aportación más interesante del género desde los sesenta hasta nuestros días), además de llevar a un nivel inédito la narrativa, ha regalado iconos imprescindibles a la cultura audiovisual (como el pinhead de Hellraiser). Valdemar, en una edición muy cuidada (como es habitual en la editorial), agrupa los tres volúmenes de relatos de Libros de sangre publicados a mediados de los años ochenta (que el autor concibió con un único libro), que sirvieron para encumbrarlo, y los completa con varios textos que estudian la obra de Barker, además de una serie de dibujos del autor. Dos aspectos destacan en estos cuentos. En primer lugar, la extraordinaria capacidad visual de los textos de Barker (quien se dedicó también al teatro, al cine y a la ilustración) y la imaginería que despliega. Sus relatos son una explosión de lo extraño, de lo repulsivo. Construye historias de terror no convencionales aunque se basa en algunos de los elementos clásicos en los que el mal termina triunfando, como explicita el propio autor. La potencia de sus visiones y de sus escenas parte de una imaginación desbocada que incide en lo truculento y en lo perverso (y que trascienden una superficial lectura morbosa). Extremos, en ellas, el placer y el
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dolor conviven. Sin buscar la catarsis, Barker coloca en primer plano, sin cortapisas, horrores y deseos que la moral convencional silencia. Explora al máximo cómo sacar a la luz las pulsiones reprimidas y las expone desde una desatadura irracionalista. Lo central en su propuesta es la agresión al cuerpo humano. Por tanto, se trata de un dolor encarnado, que responde también a una concepción radicalmente materialista del horror, ya que cobra forma y agrede brutalmente lo físico, no sólo lo psicológico, que había sido el eje de la narrativa de terror hasta entonces. En ese sentido, Barker puso patas arriba el género y lo llevó hasta sus límites (esos con los que otros escritores sólo han sabido jugar ubicándolos en lo grotesco y en lo caricaturesco). La deformación de la carne, las mutilaciones y el fluir de la sangre son las pautas que lo vertebran, y que ponen en marcha procesos o consecuencias de transformación sin vuelta atrás en el orden roto del ciclo vital o de la sociedad; sin reparación posible. Más allá de ello, sus cuentos nos abren a realidades paralelas, de sufrimiento extremo, en conexión con nuestro mundo. Abundan los intermediarios entre ambos (sectas, ritos), que siempre se mueven por un afán de conocimiento, antes que de control. De ahí que Barker plasme una idea dinámica de la realidad y de los seres vivos, pero siempre desde la encarnación, de la materialización. El otro aspecto que sobresale de estas páginas es su habilidad como cuentista. Por debajo del impacto de su repulsiva mezcla de tortura, canibalismo y sexo explícito, nos topamos con un narrador excepcional. Clive Barker se revela como un constructor magistral de relatos. Maneja con brillantez el ritmo y la tensión, la irrupción de elementos disruptivos con el orden y la cotidianeidad y la confección de atmósferas (absorbentes, con gran capacidad de inmersión), además de elaborar tramas sorprendentes cuidadosamente dispuestas. Destacan su habilidad para la síntesis y una peculiar concisión donde suprime todo lo superfluo, pero que ciñe los aspectos precisos para subrayar su imaginería (en última instancia, podríamos reducirla a unos pocos elementos en cada relato, pero de gran potencia; inolvidables) y que logra un difícil equilibrio entre la sugerencia y el horror explícito. Por todo ello, Libros de sangre continúa siendo una referencia imprescindible en la narrativa breve. Clive Barker nos ofrece un poderoso conjunto de relatos inquietantes, en absoluto complacientes, que siguen manteniendo su intensidad y su frescura en nuestros días.
Grochowiak!
José Antonio Arcediano La Garúa: Santa Coloma de Gramenet, 2016 62 págs.
Abismarse en uno mismo Por Iván Sánchez-Moreno En la poesía universal abundan los ejemplos de autor que usa su obra para dialogar consigo mismo a través de un heterónimo (Pessoa, Machado, Pujols, etc.). En esta ocasión, J. A. Arcediano elige al fantasma de Stanislaw Grochowiak (1934-1976), polifacético poeta polaco que vivió tan breve como intensamente apurando todos los malos vicios de la vida hasta morir como un maldito. Grochowiak! puede leerse también como un experimento literario en el que poco a poco el lector va siendo introducido en este cruce de confesiones, confundiéndose los poemas que parecen dirigirse entre el autor y su otro yo y aquellos otros que apelan al tú que los está leyendo. Estructurado en cuatro partes, el poemario describe los pensamientos de un hombre —cualquier hombre— que mide su vida en el corto período de tiempo que separan dos noches: «la quietud de las horas / tan bien desperdiciadas, / esa amabilidad acogedora / de los ruidos de siempre». A medida que avanza el libro se va intuyendo un diálogo que el narrador parece entablar con el poeta que posee su alma durante el proceso creativo —el tal Grochowiak—, inmiscuyendo progresivamente al propio lector en este juego de espejos en el que ya el último queda al final reflejado. Al inicio del libro, el sentimiento imperante es el automenosprecio, extendiéndose este hasta el rechazo del nombre propio porque le transmite al autor lo miserable de su existencia: «un nombre abandonado / que ya no llama a nadie, / en el que nadie ya / se reconoce». Va emergiendo luego la sombra de esa nueva identidad amenazadora que se desea y no se desea ser —Grochowiak— para, finalmente, aceptar las inconformidades de la vida, un cuerpo caduco y una memoria surcada de heridas: «vengo a despertar / en la pura
conciencia / del dolor / que no admite / sobornos ni mentiras». La apuesta por Grochowiak no es nada gratuita. Poderosamente influido por la literatura barroca y romántica, Grochowiak glosaba a la vida como si de un pasaje trivial y superfluo se tratase, siendo la muerte la culminación real a la que debe aspirar todo ser humano. Por eso, la poesía de Grochowiak pone sus acentos en cosas feas y mundanas, en los aspectos descuidados del hombre, en el amor como algo prosaico al no poder superar la atracción por la muerte. No en vano, Grochowiak precipitó voluntariamente la suya degradándose en un mar de alcohol constante. Así lo manifestaba en numerosos versos en los que se intuían sus querencias suicidas: «Debe haber una medianoche / que ya no veré, / la medianoche del mundo»; versos, por cierto, que cierran el libro de Arcediano con un sentido remate final en el que no faltan tampoco las citas a T. S. Eliot, Karlheinz Stockhausen y varios paisanos de Grochowiak. El estilo árido de Arcediano, más seco aquí que en su precedente Suburbio 16, gana enteros cuanto más acorta las distancias con su interlocutor. Con un verso tan libre como asilvestrada y anárquica fue la vida del poeta homenajeado, Grochowiak! —título bordado con un signo de admiración a modo de grito de guerra— es, en conclusión, el resultado de una catarsis tras la impresión que una lectura concreta provoca inesperadamente, transmutando de paso al lector con quien el poeta comparte sus ansiedades y penas. Grochowiak! es, pues, una poética no sólo del proceso creativo que implica expresar en palabras los males del alma, sino también del devenir mismo de la vida sintetizada en apenas quinientos versos.
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Lunáticos
José Ángel Cilleruelo La Isla de Siltolá: Sevilla, 2017 82 págs.
El voyeur universal Por Federico Abad Existe una literatura explícita que nos satisface por lo que narra o describe, y otra implícita donde el significado sugerido del texto fluye bajo él como una corriente subterránea. La de José Ángel Cilleruelo es, por el contrario, una obra inclasificable. No se trata de un autor críptico, pues es capaz de narrar o describir con tal precisión que logra sumergirnos de inmediato en cualquier escena; y sin embargo, tras el fogonazo de luz que proyecta, a menudo nos deja con la sospecha de que sus textos podrían admitir otras lecturas, que juega en suma con las interpretaciones de sus lectores. No nos entrega los símbolos, sino que nos invita a crearlos. Pocos son los escritores que, como él, han sabido otorgar el protagonismo al escenario. Desde Maleza (1995) su obra poética parece presidida por la voluntad de disolver el sujeto poético para permitir que sea el propio lugar quien se narre a sí mismo. Obviamente se trata de una estratagema, de un ejercicio retórico de inusitada astucia, dado que en cada caso la escena sólo puede expresarse a través de la mirada del autor, algo así como un viaje de ida y vuelta que cabría enunciar en los siguientes términos: yo te elijo y pongo en ti mis sentidos; actúa ahora como quieras, que ya me encargaré de dar testimonio. A la búsqueda de nuevos formatos con los que indagar en su voluntad poética, Cilleruelo aborda en este nuevo título el del aforismo, género felizmente recuperado por La Isla de Siltolá pero de cuya adscripción se apresura a huir el autor desde el propio título. Frente a los aforismos sociológicos, los suyos renuncian a acotar la realidad, a colonizarla, y así lo expresa en el epílogo: «Lunático es quien interpreta a su aire y en contra del sentido común establece relaciones lógicas que solo él ve». Podría pensarse que se adscriben a la tradición de la greguería de Gómez de la Serna; sin embargo, los aforismos lunáticos huyen de la construcción atribu-
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tiva predominante en la fórmula del novecentista, articulándose gramaticalmente con inusitada soltura, lo que otorga al conjunto una rítmica de enorme variedad. Trescientos sesenta y cinco es su número, como si cada uno de ellos pretendiese transcribir lo más destacable —para un lunático— de cada día del año. Y puesto que la obra supone un paso más en la ya mencionada autonarración de escenas, la mayoría de estos poemas breves en prosa constituyen no tanto metáforas como soberbios ejercicios de personificación. Se diría que el poeta es un espectador perplejo de la conducta del universo que lo rodea, que se esconde tras un disfraz de invisibilidad para que los seres vivos, los objetos, los fenómenos meteorológicos, la luz, el agua o los signos actúen a sus anchas: «Llegan nubes oscuras por una parte del cielo y hay sol en la otra. Un día parlamentario, parece»; «Aficiónate al frontón. Ninguna pared te dejará para irse a jugar con otro»; «La paciencia de las dunas y la impaciencia de las olas»; «Dejemos que sea la lluvia quien baile claqué sobre el enlosado», o «La satisfacción con la que lleva su tilde una palabra acentuada». Cierto es que algunos de estos aforismos lunáticos resisten cualquier clasificación: «Dejo a Platón en la taberna. Creo que ve sombras en las paredes. Me acerco a casa de Parménides, pero se ha ido a pescar. Vaya día llevo», e incluso en aquellos que aparentan ser meras anécdotas se manifiesta la autonomía que el escritor concede a una realidad donde evita imponer su protagonismo; tal es el caso de «Cuando oigo que la rueda de la bicicleta chirría al girar sin camino debajo y me duele la nariz, es que el mundo no se ha apartado». Como destilado literario, y frente a lo que sugiera el título, Lunáticos es un libro lúcidamente poético, sólo apto para lectores con buen paladar y, sobre todo, para escritores ávidos de aprendizaje, porque en él descubrirán otra forma de mirar con delicada ironía cuanto sucede a su alrededor. Una mirada capaz de representar lo cotidiano con ingenio y humor sin que en ningún momento resulte impostada.
La piel de la intemperie Juan José Castro Nazarí: Granada, 2017 118 págs.
Espacio-límite de la palabra Por Pablo Acevedo Tal como demuestra Juan José Castro en La piel de la intemperie, detrás de las palabras palpita una verdad que, desde el propio fondo de la conciencia ecoica, sonambulizada, coral y transfiguradora de los trasuntos biográficos trascendidos, ensancha el horizonte de nuestra experiencia interior para avivar la presencia de nuestro ser en el mundo, a menudo carcomido por la rutina y el desgaste de la familiaridad. Así encontramos, por ejemplo, «la casa a oscuras, las ventanas que baten y las cortinas al viento, el perpetuo insomnio de la ropa en los armarios» («Casa vacía»). La aparente linealidad estructural que se observa en la disposición de un «Eco inicial» y un «Último eco», génesis y apocalipsis, principio y consumación de un libro organizado en torno a tres partes —«Sueño (Los venenos)», «Sopor (Los cuerpos graves)» y «Reflejos (Los limbos)»—, queda comprometida por el retorno de la ecoidad; pues la profusión de imágenes nos devuelve al tiempo cíclico del mito en que las pulsiones emocionales adquieren conciencia de sí, impregnan nuestra mirada y permiten el alumbramiento de un mundo. El acto poético equivale, pues, a un nombrar fundador y totalizante cuyas imágenes poseen el don aurático de una revelación emancipadora. Y hasta el silencio es un silencio-lleno-de-sí que marca el límite del lenguaje por la emoción: «Rebrotan los muertos, tienen yemas nacientes en los labios como un grito abultado y denso aunque cobarde. Silencio» («Sueño infantil»). El heptasílabo que intitula este poemario nos ubica en un espacio-límite: el de la piel, órgano sensual envolvente que media en nuestra interacción con lo otro.
Sendas citas de Camus y de Kundera nos informan del romántico camino al interior emprendido por el poeta en torno a un concepto central: la nostalgia. Y qué es esta sino un anhelo retrospectivo que trasciende la pasividad del recuerdo. Así, no es casual que este vertiginoso viaje a la profundidad se inicie con el «Sueño». Al modo de una sustancia inoculada en el organismo, el activo onírico se compone de los restos vigiles deslizados por una cánula narcotizante al interior de la conciencia, donde se mezclan con las imágenes fortuitas de nuestros deseos y de nuestros miedos, y con los remanentes arcaicos que configuran nuestra mente universal. Abundan en La piel de la intemperie poemas en prosa perfectamente versificables y de gran ritmo interno, que encuentran su contrapunto en la segunda parte del libro, más apegada a las formas métricas tradicionales. Aquí, el poema deviene pulmón de un «extenuado ritmo» en que se suceden las metáforas hipopneicas que marcan el espacio intersticial entre la ingravidez del sueño y la pesadez de la vigilia física («no duermas», «Espera leve si conspira grávido»). Superficie y profundidad son magnitudes equivalentes en el poema: túmulo erigido a una soledad coral donde la voz se desdobla en múltiples enunciaciones, como demuestra la tercera y última parte, titulada «Reflejos (los limbos)», en la que Juan José Castro culmina una poética de la presencia de las cosas (de su posibilidad y de su imposibilidad); o bien una poética de la despresencia, trufada de versos luminosos e imágenes solares: «Sólo el instante existe / y desde siempre espero el hundimiento / de los astros y las bóvedas celestes / para negar la hora azul de mi desdicha, / el crepúsculo y sus fronteras» («Mephisto o el llanto del mundo»).
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Un sudario
Rafael-José Díaz Pre-Textos: Valencia, 2015 112 págs.
Precariedad y trascendencia Por Roberto A. Cabrera
Se reconoce al poeta. En Un sudario están presentes temas y preocupaciones ya abordadas en libros anteriores. Pero algo ha mudado en estas páginas. Trataré de hacerlo perceptible. En Un sudario, el poeta asume como eje de su experiencia el cuerpo, la corporalidad. Las vivencias del cuerpo, la materialidad de sus vivencias, el deseo. Pero también la insatisfacción del deseo. Y su memoria. Y la dificultad o la imposibilidad de amar. Los recuerdos de la infancia. La soledad. El paisaje. La reflexión sobre el lenguaje. Enumero, sin orden, los temas que figuran en Un sudario. Quien haya seguido con atención la trayectoria de Rafael-José Díaz convendrá en que el poeta permanece fiel a sí mismo. Sin embargo, en Un sudario hay un punto de inflexión en la trayectoria del poeta. Lo detectamos en el enfoque, en la perspectiva con que aborda esos temas recurrentes. Y para ilustrar lo que afirmo, me centraré en dos de ellos, relacionados entre sí: el poder de la palabra y la ambición de trascendencia. En cuanto al poder de la palabra, el poeta se muestra saludablemente escéptico: es consciente de los límites del lenguaje. Para conservar la memoria, la palabra es finita, frágil. El poeta aspira, con humildad, a «Decir sin que se pierda / del todo lo perdido: / hacer que lo no dicho / siga mereciendo serlo». Y cuando compara su canto con los cantos de apareamiento de unos pájaros, como puede leerse en su poema «Lejos de dónde en Lanzarote», el poeta nos con-
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fronta con el milagro del canto de los pájaros, el de un tiempo «no contaminado por palabras o discursos inútiles». O esa saliva que se gasta «en mendicidades». Una palabra, la del poeta, que en vano busca ecos o lecciones o señales en la naturaleza, como cuando sube a la azotea a oír el viento «que dice lo que dice, es decir, nada». En suma, el lenguaje se vuelve precario y el poeta, humilde. En consecuencia, ya no aspira, con arrogancia, a un decir dogmático que testimonie una realidad metafísica. Frente a los abusos de cierta poesía que ha acentuado su dimensión mística hasta convertirla en un ritual de símbolos vacíos, la poesía de Un sudario reclama un regreso a cierta sencillez primigenia, a un decir que contempla la cotidianidad sin pretensiones grandilocuentes. Esto nos lleva a la ambición de trascendencia. Porque la sencillez a que hago referencia no es incompatible con la aspiración a trascender el horizonte de la experiencia inmediata. El poeta, como todo buen poeta, nos invita a ir más allá. Pero ese «más allá» no es una impostura, algo artificioso, no vivido. Sucede que el poeta nos sitúa ante la cotidianidad, el ir y venir, las huidas, las calles de la ciudad, las arenas de una playa, el propio cuerpo, sus misterios, sus rituales, sus deseos. Y desde esa experiencia del aquí y el ahora, desde esta ciudad, desde esta playa, desde este cuerpo, el poeta, con esa naturalidad que tanto le asombra del canto de unos pájaros, ve elevarse las grandes preguntas sobre la identidad del yo, su fragilidad, la tiranía del tiempo, la muerte. Y sobre todas esa preguntas, que, repito, surgen con naturalidad a partir de la experiencia de lo cotidiano, planea un aire de maduro descreimiento. Creo que, en Un sudario, el poeta, que había crecido bajo la influencia de cierta poesía dogmática de pretensiones metafísicas, experimenta un serio despojamiento, una liberación. El poeta se ha buscado y me atrevo a afirmar que, en Un sudario, el poeta se ha encontrado a sí mismo y que su voz suena ya propia y original.
Los salmos fosforitos
Berta García Faet La Bella Varsovia: Madrid, 2017 188 págs.
El largo juego de las palabras Por Raúl Quinto
Berta García Faet (Valencia, 1988), que ya se había destapado como una de las voces más originales de su generación, nos ofrece con Los salmos fosforitos un arriesgado experimento a partir de la reescritura del Trilce de César Vallejo. El libro comienza con una cita del poeta peruano bastante elocuente: «Amada, vamos al borde», y justo esa es la propuesta de la autora, ir al límite, llevar el juego de la poesía a sus fronteras. Jugársela. El patronazgo de Vallejo es pues coherente, con esa habilidad para generar lenguaje, y por tanto mundo nuevo, a partir de la plasticidad del idioma, que García Faet retoma como apuesta desde una conciencia clara de que la poesía no es otra cosa que un largo juego de las palabras con la vida como testigo. El ocio sagrado, que diría Gonzalo Rojas. Esa conciencia lúdica que también se filtra en forma de ironía y humorismos, y que se emparenta con la obra de otros autores contemporáneos como Juan Andrés García Román o Jorge Gimeno. Así que eso: la poesía es un juego, una construcción artificial, igual que el yo que escribe; por eso en cada poema nos encontramos con versos tachados y anotaciones a esas tachaduras a modo de hipertexto, algo que nos recuerda el laboratorio y la duda que precede a toda escritura y a toda construcción de la realidad. Por eso Berta García Faet es un personaje de su libro, al que se alude en tercera persona, porque se sabe un ente de ficción: «nada más / lejos de la realidad que Berta García Faet» (pág. 121). Esa conciencia de lo artificial de la construcción poética y del hecho de estar escribiendo siempre sobre siglos de palabras acumuladas no se da tan sólo por reescribir cada uno de los poemas de Trilce, sino en las continuas referencias a la tradición literaria culta o popular que
afloran y dialogan sin jerarquías, como si la historia de la literatura fuera un sampler de fondo del que acaban emergiendo voces distorsionadas. La lista de intertextos más o menos evidentes es larga, desde Pierre Bordieu a Bécquer pasando por Ovidio, canciones infantiles o Lorca: «Te quiero ahora o nunca verde / que te quiero ver de / novia de la noche» (pág. 149). Todo esto se conjuga en una dicción entre fragmentaria y netamente oral, en lo que podríamos denominar poética del balbuceo locuaz; por reconocer los límites de la expresión poética y operar desde sus costuras rotas: «...todo es confuso por eso importa y todo es / torpe, / hermoso» (pág. 18). El poema es una construcción contra el mármol, un largo juego de palabras y libros que se tejen y destejen donde la vida también asoma: «no me taches» (pág. 65), dice la autora. No te olvides de que hay mundo real entre la maraña de palabras, nos recuerda. La vida, como en Trilce, a través de la sexualidad y sus dos caras: la erótica y la tanática, esa oscura noche sexual a la que se alude constantemente; o la reiterada neo-niña, que nos habla de los ritos de transición a la edad adulta y esa vuelta a la infancia como escudo, pero no como nostalgia o paraíso perdido, sino desde la certeza de que nunca se fue. La niña que juega con la densidad nuclear de las palabras. Hay sangre aquí, hay vida y mirada crítica al mundo. Política. Conciencia. Y sobre todo mucho talento, hasta el derroche. Los salmos fosforitos es un libro excesivo y por momentos parece que el experimento se puede comer la poesía, pero es un libro que busca el borde y allí nos planta, a punto siempre de caer. Hay poeta, e intuimos que lo mejor de su obra está por llegar, materia prima tiene de sobra.
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Poesía completa
José Lezama Lima Sexto Piso: Madrid, 2016 1078 págs.
Palabra carnal Por Unai Velasco Este volumen sale oportunamente al paso (para lectores y editores) del cuarenta aniversario de la muerte de Lezama y el medio siglo de su gran culmen novelístico, Paradiso. La recepción de Lezama Lima en España, en general, no es mala. Pronto tuvimos por estos lares, en 1968, la antología de la editorial Ocnos recolectada por José Agustín Goytisolo (quien se había entrevistado con el autor en el «septiembre habanero» del 66). En 1975, a punto de morir ya, la editorial Aguilar publicaba el primer tomo de su Obra completa, que juntaba su poesía. La influencia del autor en los poetas más jóvenes podría pensarse como una colateralidad del clima rupturista que había inaugurado el culturalismo de finales de los sesenta, declarando que el poema era un artefacto que reposaba sobre su propio basamento, en la línea de la concepción lezamiana de la poesía como creación fecundante nacida de sus propias aguas seminales. Señalan esta significación homenajes como los números 2/3 de la revista Diwan en 1978 o la antología de joven poesía valenciana publicada ese mismo año e intitulada alevosamente Círculo en nieve, sintagma extraído del quinto verso de su poemario Muerte de Narciso. Ese mismo 1978 la colección poética de Lumen publicaba Fragmentos a su imán, su último libro, ya póstumo, con intervenciones de José Agustín Goytisolo, y de un participante directo del grupo cubano Orígenes como fue Cintio Vitier. La canonización editorial de Lezama llegó en 1992 con su entrada en el catálogo de Letras Hispánicas, de Cátedra. En 1993, Lumen repasaba mediante Mihály Dés la poesía cubana y la ponía bajo el signo lezamiano (Noche insular), declarando al autor cima poética de la nación, por encima de José Martí. El autor seguirá distribuyéndose a través de antologías elaboradas por Visor, Renacimiento o Alianza en los años siguientes. Bien, entonces, repasado esto: ¿cómo debemos valorar este volumen de Sexto Piso? Sin duda, con alegría. Por lo menos en una primera instancia. Sin ser un poeta desconocido, lo cierto es que las ediciones disponibles
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en librerías eran insuficientes, por parciales. Ahora, quien quiera dispone de todo Lezama. Por no decir que se trata de un libro gustoso, editado con el suficiente cuidado, impreso en un buen papel, con la legibilidad adecuada, etcétera. Pero si Lezama Lima es o no hoy un autor del tiempo, eso ya requeriría una segunda incursión, más espaciosa. Téngase en cuenta, eso sí, que en España hemos escrito durante veinte años bajo la égida figurativista, y eso marca y desmarca influencias. Que se remita, quien sienta curiosidad por ver posibles peros a la nocturnidad lezamiana, a una crítica de Antonio Rivero Taravillo del mes de febrero en la revista Estado crítico, tan polémica como interesante. Con esta intervención Sexto Piso cumple con una callada solicitud: dar y poner al alcance. ¿Es eso suficiente? No lo es, desde luego. Lo es para la editorial en cuestión, pero no para nuestro ecosistema, cuyas especies están casi siempre en peligro de extinción. Repasemos los datos: ¿cuántos libros exentos de Lezama Lima se han publicado desde el referido 1968? Solamente uno, en Lumen. En España el lector no puede leer Muerte de Narciso, Enemigo rumor, Aventuras sigilosas, La fijeza ni Dador si no es al precio de una poesía completa. Y ahí perdemos margen de maniobra como lectores, aunque el primer injuriado sea Lezama. La edición reunida, en un momento de mucha antología y ningún libro exento, es tan necesaria como de efecto cortoplacista para el buen conocimiento de un autor. La lectura de Lezama Lima (la lectura de cualquier poeta) requiere enfrentarse unitariamente al poemario, al libro que lo reproduce. Es una cuestión de tiempos, de cansancio, de memoria, de estantería, incluso de precio. La lectura es una experiencia libresca autónoma. Y el objeto libro debe delimitarla claramente. Aun con sus cosas buenas, leer una poesía completa es un acto comunicativo extraño a la lectura establecida por el autor, interrumpida por la historia paralela de la venta de los soportes, cruzados de marcapáginas, distrayéndonos en la pausa posterior a cada poemario, atraídos por la urgencia absurda de terminar el volumen, no la obra.
Recomendaciones de Quimera El triunfo
Francisco Casavella Anagrama, 2017
Anagrama recupera la primera novela del malogrado Francisco Casavella, que obtuvo el prestigioso premio Tigre Juan en 1991 y en la que ya despliega todos los recursos que harán de su El día del Watusi una de las novelas fundamentales en lengua castellana de los últimos años. Con un estilo brillante y singular, mezcla de humor, ironía y hondura lírica, Casavella narra una historia de mafia y de rencores en el barrio Chino de Barcelona que deviene una profunda reflexión sobre la ambición y la venganza. Una novela cuyo ritmo y tensión narrativa seducen desde la primera página y que consigue que personajes como Palito, el Nen o el Gandhi formen parte para siempre del imaginario mítico del lector.
Vida con estrella Jiří Weil Impedimenta, 2017
Tras Mendelssohn en el tejado (su testamento vital y literario) vuelve Impedimenta a obsequiarnos otra obra del escritor checo Jiří Weil, en este caso el relato de la dureza de los años de ocupación nazi en Checoslovaquia. El título marca bien a las claras el tema de la novela: lucha y supervivencia. Weil narra con una prosa magistral, magnética (convendría destacar también el trabajo de Patricia Gonzalo de Jesús). Vida con estrella no es un libro más sobre el nazismo y la vida durante la ocupación. Es el libro.
Bonavia
Dragan Velikić Impedimenta, 2017
Dragan Velikić es el autor serbio con mayor proyección de la actualidad, ganador en dos ocasiones (2007 y 2015) del prestigioso premio NIN de la República Serbia por sus novelas La ventana rusa y El forense. En Bonavia, el autor explora la disolución de Yugoslavia como país a través de la vida cruzada de los personajes que pueblan sus páginas, un restaurador que huye de Belgrado para instalarse en Viena, una filóloga con pánico a la soledad, un novelista frustrado que escribe una «guía para evitar disgustos»… Todo con el fin de retratar la incapacidad de un país para llorar por su pasado.
Walden
Henry David Thoreau Errata Naturae, 2017
Nueva edición conmemorativa del doscientos aniversario del nacimiento de Thoreau. Incluye ilustraciones de Michael MacCurdy y un prólogo escrito por Michel Onfray. Uno de los clásicos fundamentales del ensayo moderno, donde se prima la libertad del ser humano frente al adoctrinamiento del trabajo como único reconocimiento social. Libro totalmente actual que enseña a la gente descontenta con el tiempo que le ha tocado vivir que hay otros caminos para llegar a la felicidad; muchos de ellos, más simples de lo que siempre nos han enseñado y con menos bienes materiales de los que realmente necesitamos.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Impresiones de mis viajes por las Indias Princesa Prem Kaur de Kapurthala (Anita Delgado) Ediciones del Viento, 2017
«Este pequeño manuscrito que acabo de terminar es la recapitulación de las impresiones sobre alguno de mis viajes más interesantes por las Indias, país en el que vivo desde hace ocho años...». Esta anotación, de 1915, encabeza el libro de viajes que con apenas veinticinco años escribió Anita Delgado, desde 1908 maharaní de Kapurthala. En sus páginas relata los viajes diplomáticos que hizo con su marido por Rajputana, Calcuta, Birmania, Decán y Hyderabad. Un testimonio maravillosamente respaldado por un prólogo y unas anotaciones finales de Elisa Vázquez de Gey, la mejor especialista en la vida de esta mujer singular. Excelente el material gráfico que incluye y un hermoso mapa de época.
Los primeros ángeles Mateo Rello La Garúa, 2017
La Garúa publica el sexto poemario de Mateo Rello, probablemente su mejor libro hasta el momento. En este poemario, a la rigurosidad y perfección formal que caracterizan su poesía, Mateo suma la intensa emoción de la evocación de la agonía y la muerte de su madre (consumida por un cáncer), consiguiendo poemas profundamente tiernos y, a la vez, contundentes como un mazazo. El libro, dividido en diez partes, comienza con una aprehensión lírica del pasado familiar en Andaluz (Soria) y de la emigración a Barcelona, para acabar con un periplo por los hospitales del extrarradio barcelonés y un (imposible) intento de comprender la muerte y el olvido. Uno de los mejores libros de poesía de los últimos años.
Vilanos por el aire Historial
Marta Agudo Calambur, 2017
Después de Fragmento y 28010, Marta Agudo regresa a la poesía con Historial, un libro tan conmovedor como intenso. Entre la sequedad documental y el fogonazo expresionista, como se apunta en la solapa, Historial se aproxima al tema de la enfermedad y al descenso y caída del ser humano. Con una estructura sugerente, los poemas que integran este volumen sobrepasan la página y se convierten en cuchillos que, al diseccionarnos, también nos sacuden, con aspereza y emoción y sin estridencia alguna. Gracias a un profundo dominio del idioma poético, Marta Agudo lleva hasta el extremo el lenguaje para acercarnos a la complejidad que todos albergamos, a la extrañeza que supone estar vivos y a la coexistencia, nunca resuelta, con una enfermedad poliédrica que, por mucho que queramos, nunca nos abandona.
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Antonio Rivero Taravillo La Isla de Siltolá, 2017
Rivero Taravillo demuestra, una vez más, que es uno de los autores españoles contemporáneos que mejor se desenvuelve en diferentes géneros. A su libro sobre Yeats o su traducción de Poe se suma también Vilanos por el aire, un magnífico conjunto de aforismos publicado por La Isla de Siltolá. En ellos vuelca una mirada lúcida, profunda, crítica, ácida, siempre sugerente, sobre diferentes aspectos de la trama cotidiana: la creación artística, la biografía, la traducción, la política, el lenguaje, el lugar del poema, la biografía, la sociología literaria... Una espléndida radiografía que aborda un sinfín de cuestiones, con el escritor y el ciudadano como eje vertebrador. Una suma de aforismos que, como nos explica Sara Mesa, se mueven «entre el profundo lirismo y la ironía, el humor y su pequeña dosis de mala leche». Vilanos por el aire viene a ampliar el universo literario de un autor único, singular, cada vez más imprescindible.
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Intermezzos. En torno a evolución y evolucionismo
La Historia del Cuanto. (Una historia en 40 momentos)
En esta obra se revisan diversos temas de Biología evolutiva que han sido especialmente objeto de debate en los últimos dos o tres decenios. No se trata de un libro para especialistas, pues el nivel es comprensible para cualquiera que tenga unos conocimientos básicos de evolución biológica, abordándose en él cuestiones como el concepto de especie, la selección natural, las visiones gradualista o discontinua del proceso evolutivo, las extinciones o el cladismo y la biogeografía, además de aspectos del evolucionismo relacionados con las ciencias humanas, como el histórico y el ideológico. Entre estos ensayos, uno está dedicado a narrar la fascinante historia del descubrimiento de un pez, el celacanto, ejemplo de “fósil viviente”.
“Un relato sumamente original y ameno de la más importante de las teorías científicas.” JIM AL-KHALILI “El relato que hace Jim Baggott de la historia de la emergencia de la teoría más enigmática y exitosa del siglo XX es una lectura deliciosa. Clara, accesible, informativa y rigurosa, proyecta un rayo de luz sobre una era importante y revolucionaria de la ciencia moderna y sobre las personalidades que la han protagonizado.” PETER ATKINS “La inspirada y atractiva forma en que Jim Baggott presenta la historia de la física cuántica en 40 momentos clave es tanto una introducción para el no iniciado como un buen repaso para quienes creen conocerla. Incluso detalles bien conocidos parecen nuevos con estas yuxtaposiciones.” JOHN GRIBBIN
BIBLIOTECA BURIDÁN