Quimera Revista de Literatura | Número 406 | Octubre 2017

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ColaborAN en este número:

Carlos A. Schwartz, Marta Agudo, Azahara Alonso, Vicente Aranda, Víctor Balcells Matas, Elisa N. Cabot, Bel Carrasco, Jorge Carrión, Juan José Castro, Carolina Cebrino, Manu Espada, Francisco Fuentes, Alberto García-Teresa, Elena Gené, Juan Goytisolo, Daniel López, Guillem López, Martín LópezVega, Alejandro Morellón, Lara Moreno, Andreu Navarra, J. Ochando, Adolfo Ontoba, Alejandro Pedregosa, Félix Población, Carlos Quesada, Andrés Rábago El Roto, José de María Romero Barea, James Tennant, Ana Vidal Pérez, Isabel Wagemann IMAGEN de portada y Dossier:

Craig Whitehead (unsplash.com)

Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:

Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:

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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Octubre 2017

En Quimera. Revista de literatura, además de dossieres monográficos sobre temas y autores, nos gusta de vez en cuando dedicar algún número a que los mismos autores, que en muchas ocasiones son el objeto del ensayo o del artículo, sean los que nos presten su voz para explicar su propia obra. Así lo hicimos en diciembre de 2015, con la generación 3.5 (autores en torno a los treinta y cinco años) o, recientemente, en junio de 2017, con algunas de las nuevas voces hispanoamericanas. En este número de octubre de 2017 queremos otorgar la palabra a seis literatos nacidos en los años setenta para que nos hablen de cómo han desarrollado su trayectoria literaria y vital en una etapa de grandes cambios. Seis autores con propuestas muy diferentes pero que tienen en común haber comenzado a escribir en una época convulsa, a caballo entre los dos siglos, tras haberse empapado de la exaltación y la ilusión de los ochenta y haber sufrido el desengaño de los noventa. Un momento de trastorno histórico, político y social sobre el que intentan arrojar algo de luz en su obra. Una mirada privilegiada sobre un tiempo que también es el nuestro. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

El salón de los espejos

Fernando Clemot.

Entrevista a El Roto – 12

Juan Goytisolo: de vuelta a Campos de Níjar – 54

El cielo raso

El ambigú

seis del setenta

Félix Población:

Entrevista a Jorge Carrión – 17

Pasos en la piedra

Entrevista a Marta Agudo – 23

de José Manuel de la Huerga – 58

Entrevista a Manu Espada – 27

Víctor Balcells Matas:

Entrevista a Lara Moreno – 31

Réplica de Miguel Serrano Larraz – 59

Entrevista a Alejandro Pedregosa – 37

Bel Carrasco:

Entrevista a Guillem López – 42

De este pan y de esta guerra (1916)

La vida breve Alejandro Morellón: Un hombre sin sombrero – 45

Los pescadores de perlas

sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

de Jesús Zomeño – 60 Francisco Fuentes: W de Javier Pérez Walias – 61 Alberto García-Teresa: Puentes de mimbre

Microrrelatos inéditos de Ana Vidal Pérez – 47

de María Ángeles Maeso – 62

El castillo de Barba Azul

Mil formas de decir la palabra universo

Poemas del libro inédito Gótico Cantábrico, de

de David Vegue – 63

sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por

El holandés errante

Entrevista a Juan Goytisolo – 4

Martín Lopez-Vega – 48

Einstein on the Beach Andreu Navarra. Novela y mercado laboral – 52

Juan José Castro:

José de María Romero Barea: La realidad invisible de Vicente Núñez – 64

Recomendaciones – 65 3


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Entrevista a Juan Goytisolo Por James Tennant Fotografías: Elisa N. Cabot © La siguiente entrevista a Juan Goytisolo fue realizada en Marrakech el diecinueve de junio de 2014 por James Tennant en el marco de su tesis universitaria. Es, pues, una de las últimas entrevistas realizadas a Juan Goytisolo y, aunque publicada en la revista inglesa The White Review, había permanecido, hasta ahora, inédita en castellano.

Hace un par de años dijo que no escribirá más novelas. ¿Es cierto? Sí, me he dado cuenta de que lo que quería decir prácticamente ya lo he dicho. Últimamente he escrito cosas, pero no tengo prisa en publicarlas. Publiqué un pequeño volumen de poesía en España, nueve poemas, y ahora he escrito unos cuantos más. Tengo dos o tres manuscritos en los que estaba trabajando, pero no tengo prisa en publicarlos; uno de prosa, Zonas atávicas, empleando la fórmula de [Thomas] Jefferson… es como un ensayo sobre la percepción de la homosexualidad en el mundo islámico. Tengo otro ensayo que es una mezcla de documento, poesía, ficción y recuerdos. Es un texto híbrido. Pero no tengo prisa en publicarlo tampoco. ¿Son todos ensayos? Sí, estos textos son ensayos. ¿Le sorprendió el hecho de escribir poemas? Bueno, lo que he escrito desde El conde don Julián es a la vez prosa y poesía, son textos que se pueden leer en voz alta, los escribía en voz alta, cuidando la prosodia, el ritmo, etc. Hay novelas que para mí son como un poema, como Señas de identidad. La oralidad es un aspecto característico de sus novelas. ¿Lee los textos en voz alta al acabarlos? Sí, cuando publiqué Makbara, en lugar de firmar ejemplares en El Corte Inglés o en un gran almacén, recorrí dos universidades leyendo fragmentos de la novela a los estudiantes y todo el mundo me decía: «Bueno, esto es poesía». Yo le doy la entonación que hay que darle, el ritmo, la prosodia... Siempre digo que los novelistas deberían leer mucha poesía. Desgraciadamente, no la

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leen y, por ello, escriben una prosa utilitaria, en general muy mala, que el público devora porque lo único que le interesa es conocer la acción, etc. Pero para mí eso no es literatura. Hay que diferenciar el texto literario del producto editorial. He escrito siempre textos literarios, he tenido un enfoque distinto; nunca he escrito para ganarme la vida, sino que me gano la vida para poder escribir, que es diferente. ¿Esto se lo enseñó Genet? Bueno, él me dijo una frase que he repetido muy a menudo: «La dificultad es la cortesía del autor con el lector»; es decir, obligarle a reflexionar, a reconstruir el tema, a colaborar: la obra no queda completa sin la colaboración del lector. En cambio, lee el producto editorial, lo digiere y termina como con las hamburguesas en las hamburgueserías: yendo al lavabo. Cuando está solo en su casa, después de escribir, ¿lee los textos en voz alta para escucharlos? Sí, y a menudo encontraba endecasílabos, dodecasílabos, etc., en lo que había escrito. Son frases muy rítmicas, por eso el traductor debe tener buen oído musical, de lo contrario deshace el ritmo de la prosa y descompone la novela. Obras como Señas de identidad o Reivindicación del conde don Julián, ¿son en su opinión novelas? Sí, claro, son novelas. La novela se caracteriza, como género, por ser devoradora de otros géneros, porque puede apropiarse de los demás. Si insertas el argumento novelesco en una poesía actual, no funciona. Había en la antigüedad poemas, como La Ilíada o La Odisea, etc., que se podían leer como una novela, pero un poema actual no puede tener argumento narrativo. En cambio, la novela puede abarcar poesía, ensayo, todo… Es un género caníbal. Además de Señas de identidad y de la trilogía Álvaro Mendiola, que esta novela inicia, ¿qué libro supone la ruptura con lo que usted ha llamado el realismo de sus primeras novelas?


he dado cuenta de que Tolstói era mucho más artista. Esto no le quita ningún mérito a Dostoyevski, a quien he admirado mucho, pero a los ochenta años Tolstói me gusta más que Dostoyevski.

La ruptura comienza en Señas de identidad. Las últimas páginas entran ya en territorio de Reivindicación del conde don Julián y luego vino ya Juan sin tierra, que he releído recientemente y que voy a reeditar prescindiendo de casi cien páginas. Es muy interesante releer. Yo siempre digo que la diferencia entre la obra literaria y el producto editorial es que la obra literaria exige ser releída, y yo he buscado siempre no un gran número de lectores, sino el mayor número posible de relectores. En todo lo que he hecho después he cambiado tanto de tema como de propuesta novelística. A partir de Makbara, Paisajes después de la batalla, Las virtudes del pájaro solitario, La saga de los Marx todo son propuestas literarias distintas, únicas. ¿Es por eso que ha cortado y reescrito partes de Reivindicación del conde don Julián y Juan sin tierra? En Juan sin tierra he cortado muchas páginas. Me gusta mucho la relectura, releo uno o dos autores cada verano. Pasé un verano leyendo todo Diderot, otro leyendo todo Flaubert, otro todo Tolstói… Me gusta mucho, porque lo que leo con ochenta años no es lo que leía con treinta años, es otro libro; con la edad el lector cambia. Hay cosas que antes no entendía. A los treinta años de edad me gustaba más Dostoyevski que Tolstói, porque los héroes de Dostoyevski respondían la siguiente incógnita: si Dios no existe, entonces todo está permitido; representan el el nihilismo, las pasiones... Para un joven todo esto resulta muy atractivo. Ahora, al releerlos me

¿Cómo elije lo que relee? Recorro mi biblioteca y cuando encuentro algo que no he releído desde hace tiempo me pregunto: «¿Y cómo no lo voy a releer ahora?». Por ejemplo, a los treinta años leí la novela Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, y no entendí nada, la tomé por un sermón católico. Leyéndola cuarenta años después descubrí la cara explosiva que tenía, porque ya había aprendido a leer lo que dice entre líneas. Bajo su sermón católico es totalmente agnóstico, es un texto de un nihilismo extraordinario. ¿Qué leerá este verano? Estoy dudando. Tengo ganas de leer a Joyce, aunque confieso que leer Finnegans Wake en inglés es demasiado para mí. Lo he intentado. Tal vez vuelva a releer el Ulises. Lo leí hace treinta o cuarenta años en inglés, teniendo el texto en español en la otra mano, que consultaba cuando tenía alguna duda, aunque la traducción española no era muy… Bueno, es que es un libro muy difícil de traducir. Bueno, también cambia la traducción de un texto en cuarenta años, vale la pena releer la obra en una traducción más reciente. Recibo frecuentemente paquetes de libros de gente que me envía primeras y segundas novelas, pero no tengo tiempo de leerlas. Antes podía leer diez horas seguidas, pero ahora, al cabo de cuatro horas, se me cansa la vista y no puedo. No quiero perder el tiempo que me queda y por eso voy «a tiro hecho», sobre seguro, y sólo leo libros que sé que me van a interesar. ¿Le gusta algún escritor o algún libro contemporáneo en particular? Sí, hay cuatro o cinco autores jóvenes que sigo con gran interés. Uno de ellos es Javier Pastor, que me envió el manuscrito inédito de Fragmenta. La poesía me

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Entrevista a Juan Goytisolo

resulta más fácil, porque leo una página y me doy cuenta de si el autor es poeta o no es poeta. Hay versificadores o copleros que no son poetas. La prosa es más difícil. Recuerdo el caso del manuscrito de Javier Pastor: leí un párrafo y me gustó, leí tres páginas y me gustó, finalmente leí toda la novela y me gustó. Le escribí diciéndole que iba a buscarle un editor, le encontré un editor y se publicó. Esto ocurre de vez en cuando. Otro caso fue el de Manuel Puig; yo fui su primer lector. Un amigo suyo, Néstor Almendros, que era director de cine y un fotógrafo muy bueno, me dijo: «Mira, aquí hay un libro que te va a interesar». Lo leí y me encantó. Era La traición de Rita Hayworth. Le busqué editor en español y le busqué editor en francés: Gallimard. No se publicó en Buenos Aires… No recuerdo dónde se publicó. Es un libro divertidísimo. El titulo lo escogí yo: Puig me envió tres propuestas que no eran buenas. Entonces, en una carta que desdichadamente no conservo, me dijo que en el libro en realidad el protagonista vive la traición de Rita Hayworth. Entonces le dije: «Mira, este es el título». La frase es de él, pero la escogí yo. Sin embargo, los demás títulos que escogió fueron siempre muy buenos: Pubis angelical… En inglés su obra y la de Puig las publica Dalkey Archive Press, están juntos… Recuerdo haber escrito sobre él… He releído recientemente novela latinoamericana, los autores que leí cuando empezaron a publicarse en los años sesenta, como García Márquez, Vargas Llosa… Y a cubanos también, me imagino, porque usted era muy amigo de Cabrera Infante… Sí, de Cabrera Infante, desde luego, y de Severo Sarduy. Tuve siempre una relación muy estrecha con la cultura literaria de Cuba. He vivido tiempo en Cuba y mi última entrevista para TWR fue con Antón Arrufat… Antón es una persona muy valiente. Lo que ha aguantado tiene mucho mérito, porque fue uno de los pocos que se ha quedado y que no ha querido emigrar. Sé que no tiene tiempo para leer novelas nuevas, pero le quería enviar El paseante Cándido, una novela de un escritor cubano llamado Jorge Ángel Pérez. Le mando un ejemplar de la revista además.

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Se lo agradezco. Bueno, yo he podido hablar bastante con Wendy Guerra, pero no he podido leerla. Los que leí pertenecieron al fenómeno cubano de hace medio siglo, cuando se publicaron Tres tristes tigres y Paradiso de Lezama Lima, De dónde son los cantantes de Sarduy… [Se acerca la tortuga…] ¿Cómo se llama? Fekruum: tortuga en árabe… Ahora se mete aquí en un rincón y se duerme. Tengo una relación muy buena… No me gustan los animales en casa, pero... Una de las primeras entrevistas de TWR fue con Jorge Semprún, amigo suyo. ¿Le conoció en París, no es cierto? Le conocí en París cuando fui, durante unos años, compañero de viaje del Partido Comunista. Por suerte, nunca entré en el Partido Comunista. Digo «por suerte» porque esto mismo fue lo que me evitó volverme anticomunista. Formaba parte del consejo de redacción de la revista cultural e intelectual del partido y era el único que, no siendo miembro del partido, formaba parte del comité. Allí estaba aquel a quien llamábamos Federico Sánchez… Poco a poco empecé a atar cabos y deduje que era Jorge Semprún, que empleaba un seudónimo. Luego leímos Le grand voyage (El largo viaje), magnífica novela sobre su estancia en los campos de concentración alemanes. Aunque su mejor novela es Quel beau dimanche!, una novela muy interesante en cuanto que es europea; no es ni francesa, ni alemana, ni española: es europea. ¿Cree usted en la idea de una literatura nacional? Yo digo, como Carlos Fuentes, que soy de nacionalidad cervantina… es decir, es absurdo hacer una clasificación de la literatura por nacionalidades: literatura guatemalteca, literatura boliviana, literatura venezolana, literatura uruguaya… Es absurdo, hay buena y mala literatura escrita en español. Yo tengo mucha más afinidad con Carlos Fuentes o con Cabrera Infante que con Camilo José Cela o con Miguel Delibes. No es una cuestión de nacionalidad, es una cuestión de sintonizar literariamente. ¿Se basa más en la importancia del lenguaje? Sí, es fundamental darse cuenta de que es necesaria una elaboración personal del lenguaje y de la concepción de la novela. Cuando te dicen, por ejemplo, que es una novela de gran éxito y que se han vendido no sé cuántas ediciones y que se ha llevado al cine: mala señal. Nadie puede llevar al cine el Ulises, ni la obra de Proust. La


experiencia no salió bien. O llevar a Kafka… La adaptación es imposible. Luis Buñuel, que era muy buen amigo mío, me dijo en una ocasión que le habían ofrecido dirigir una película basada en Under the Volcano de Malcolm Lowry, una novela extraordinaria. La releí el año pasado. Buñuel me dijo que la había leído y que le había parecido una obra tan lograda que lo que él pudiera hacer quedaría siempre, en el mejor de los casos, como un retrato de la novela, no como una creación suya. Me gusta, en cambio —me decía Buñuel—, Galdós, porque tiene ideas magníficas, pero como escribía deprisa para ganar dinero, no las desarrollaba bien y entonces me deja un margen de creación enorme, haciendo de la idea de Galdós una película de Buñuel. Rehusó dirigir Under the Volcano porque sabía que en el mejor de los casos sería como una copia triste de la novela. Sí, sería una novela casi imposible, estoy de acuerdo… Existe un cortometraje muy bueno dirigido por Neil Jordan basado en Los muertos, de Joyce… No lo conozco. Ha escrito guiones, ¿no es cierto? Muy pocos. Escribí un guión sobre una novela que publiqué a principios de los sesenta, cuando era muy joven, que se llama La isla. En realidad la concebí como un guión. Mis amigos comunistas que trabajaban en el cine me preguntaron si podía escribir algo para que lo dirigiera Bardem. Y yo lo escribí pensando en la actriz Lucía Bosé. Escribí la novela para hacer luego un guión, pero tuvo problemas con la censura y no se pudo llevar a cabo. Posteriormente, en Cuba, escribí Pausa de otoño para Tomás Gutiérrez Alea. Luego lo puse como un capítulo en Señas de identidad, pero lo suprimí en la siguiente edición porque quedaba como un añadido inútil. En Cuba la rechazaron por falta de contenido ideológico. ¿Cómo fue ese momento en el que empezaba el período gris? Yo estuve tres veces. En el 61 tres meses, entusiasmado; había un entusiasmo auténtico en aquella época. La burguesía se había ido, pero digamos que a nivel popular y entre los intelectuales existía entusiasmo, aunque unos meses después ya empezaron a desconfiar. Pero en el año 62 volví durante la crisis de los misiles Kennedy-Jruschov y empecé a notar el control del aparato del partido sobre la vida intelectual. En el año 67 fui con el salón de mayo de París y Virgilio Piñera me contó lo que estaba ocurriendo, e interiormente ya rompí con el régimen, aun-

que la ruptura oficial se produjo en el año 71 con el caso Padilla. Yo ya había roto desde el año 67, con el exilio de mis amigos, comenzando por Cabrera Infante… Cabrera Infante fue a Bruselas, ¿no? Y también a Manhattan. Ha publicado un libro interesantísimo, Mapa dibujado por un espía, en el que cuenta cómo le llamó el embajador de Cuba en Bruselas para el funeral de su madre, que había fallecido en La Habana, y al cabo de unos días, cuando iba a partir de regreso y estando casi en el avión, le pidieron que volviera, porque el ministro de Asuntos Exteriores quería hablar con él, pero nunca pudo entrevistarse. En realidad, le habían negado la salida. Pudo irse gracias a la influencia de algunos amigos. En el libro lo cuenta todo: desde su llegada a La Habana hasta su salida. Se publicó en diciembre de 2013, en Galaxia Gutenberg. Su interés por Cuba no arranca tan sólo de la situación política de finales de los años cincuenta, sino también de la relación de su familia con los ingenios azucareros, ¿no es cierto? Claro, Cuba fue una tierra mítica desde mi infancia, porque se relacionaba con la fortuna de mi familia. Pero, claro, la historia está mitificada, porque se ocultaba el negocio esclavista y la realidad de las centrales azucareras. Precisamente, en Juan sin tierra he reflejado esta oposición entre el blanco y el negro, el católico y el pagano; la diferencia entre la cara y el culo, esta es la temática de Juan sin tierra. Al llegar a Cuba, mis primos se habían ido ya a Miami, solo quedaban los Goytisolo de origen esclavo. Me hablaron de un tal Juan Goytisolo que vivía cerca del antiguo ingenio de Cruces y, cuando fui a buscarlo, había desaparecido… «Ensancharon montes». Yo pensé que se había vuelto con la contrarrevolución, pero no: simplemente «se había dormido a la vecina», como dicen en Cuba, y el marido lo estaba persiguiendo con un cuchillo. Nunca lo pude ver, a mi homónimo, pero era un negro prieto. Su hermano Luis, en su novela Antagonía, rememora el ámbito de la Barcelona de los años treinta y cuarenta, el ámbito familiar: su padre, su abuelo… ¿No le ha llamado la atención esta cuasi-obsesión suya y de sus hermanos, Luis y José Agustín, por recrear ese tiempo y ese ámbito? Creo que hay un gen literario en la familia. Mi bisabuela materna, María Mendoza, escribió novelas durante el siglo XIX. Mi tío abuelo materno tradujo

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Entrevista a Juan Goytisolo

a Omar Jayam al catalán, de una versión en inglés de Fitzgerald, y también escribió poesía en catalán. La traducción es bellísima… La hermana de mi madre, que murió muy joven, dejó escritos una docena de poemas muy buenos en castellano, catalán y francés. Mi hermano mayor escribió poesía y Luis, Antagonía, en la que sobre todo la primera novela, Recuento, es extraordinaria. ¿Y su hermana Marta? No tiene mucho protagonismo en Coto vedado… No… Creo que leí algo que decía que la trágica muerte de su madre fue como un impulso, porque ha sido, al menos en los recuerdos, una figura casi literaria que escribía novelas muy buenas. ¿Fue un intento de hacer una ofrenda a su memoria? Es mucho más sencillo y complicado a la vez. Por un lado, obviamente, fue un gran golpe. Para mi hermano Luis no lo fue tanto, porque sólo tenía tres años, pero para mí y para mis hermanos mayores fue muy duro. No obstante, de algún modo, supuso también darme cuenta de que en realidad ese hijo de mis padres era hijo de la Guerra Civil. Esto fue una toma de conciencia, con dieciséis o diecisiete años; ver, por una parte, un régimen que no me gustaba y, por la otra, concebir la idea obsesiva de irme fuera del país. Desde los dieciocho años sentí que aquella España no era mi país. ¿Por la dictadura o por la sociedad per se? No, no me gustaba nada… es decir, perdí muy pronto la fe católica y toda la influencia de la Iglesia y del régimen. Cuando empecé a leer solo leía libros prohibidos por la censura que encontraba en la trastienda de las librerías o en la biblioteca de mi madre. Usted ha escrito que no hay mejor experiencia de lectura que aquella que está marcada por la censura… Claro, un libro de Cabrera Infante en Cuba tiene mayor valor que un libro de Cabrera Infante en cualquier otro sitio, porque es un libro prohibido. En los últimos tres o cuatro años Cabrera Infante ha sido reeditado. Es algo nuevo, pero poco a poco están cambiando las cosas…

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¿Se encuentra Tres tristes tigres? Habrán reeditado tal vez los primeros libros. Hubo unos cuentos que escribió sobre la revolución, seguramente sea eso.

Tres tristes tigres se puede encontrar de vez en cuando en las librerías de la Plaza de Armas, pero ahora se editan nuevas ediciones, no simplemente Amanecer en el trópico, etc. Has visto Amanecer en el trópico porque no hay ningún problema de censura con ese libro. Y Tres tristes tigres es una novela apolítica… Todo el mundo lo tiene en su casa, no sé cómo lo conseguirán… ¿Qué autores jóvenes hay en Cuba ahora? Bueno, quería mandarle esta novela de Jorge Ángel Pérez, que no es tan joven, tiene cuarenta o cincuenta años, pero entre los autores emergentes escribió la novela preferida de Arrufat. ¿Quién más…? Cuba es como un mundo aparte, los escritores no pueden ser publicados afuera, o sí, pero las editoriales, incluso aquellas en castellano, dicen que no hay nada que valga la pena en Cuba, que no es como antes… Sí… Yo tuve la misma experiencia en el viaje que hice con Monique Lange a la URSS como invitados de la Unión de Escritores. En Los reinos de taifa hay un capítulo sobre esto: se puso en venta un libro de poemas de Ana Ajmátova y la gente se quedó durmiendo en la calle en la cola para comprarlo, porque era de tirada reducida. ¿Quién haría cola ahora en Rusia para comprar poemas? En aquella época, la primera edición autorizada de Ana Ajmátova en treinta o cuarenta años era un acontecimiento que la gente no quería perderse. La


censura tiene el don de Midas, que todo lo que tocaba se convertía en oro: todo lo que toca la censura se convierte en política. En principio está hecha para evitar la política, pero en realidad lo politiza todo. Un libro de poemas de Ajmátova no es el Manifiesto Comunista ni es un libro de filosofía individualista, etc. Allí le daban ese valor… ¿Se autoproclamó marxista en los años sesenta? Digamos que he sido/soy marxista a medias. Leí a Marx mucho, pero después de la caída del régimen soviético, lo leí de verdad. Aunque soy poco amante de libros de filosofía. Me ha interesado siempre mucho más la poesía o la narrativa que las ideas. Me parece interesante que haya escrito que descubrió la literatura española a la edad de treinta años… Sí, es que era lógico que fuera así, porque me hicieron aborrecer tanto la literatura española que a los dieciséis años empecé por leer literatura francesa y de otros países traducida al español: libros editados en México, en Argentina… La literatura española la redescubrí en Francia. Estos son los desastres de mi horrible, no digo «educación», sino «adoctrinamiento». Durante el bachillerato, en los colegios religiosos, no me enseñaron nada. Todo lo tuve que aprender solo. Fue una pérdida de tiempo, porque lo que leí a los treinta años tendría que haberlo leído a los dieciséis o diecisiete. Toda mi vida he intentado recuperar ese tiempo perdido. Con una buena educación, como la que tenía mi familia, podría haber sido otra cosa. Desde joven, en casa, leía en castellano, catalán y francés. ¿Su madre hablaba catalán? El catalán lo estudié en París. Pero, ¿su madre hablaba catalán? Era bilingüe. En su biblioteca predominaban los libros franceses. Ella obviamente hablaba el catalán y el español. Al desaparecer ella, ya sólo se hablaba castellano. Y en los jesuitas y en los Hermanos de la Doctrina Cristiana no aprendí nada absolutamente, ni francés ni inglés, que fui aprendiendo yo por mi cuenta. Aprendió antes francés que inglés. ¿Fue al mudarse a París? Sí. ¿Y el inglés cuándo lo aprendió? En los años sesenta, siendo adulto.

¿Fue Monique Lange quien te presentó a Genet? Sí, ella me invitó a su casa y también invitó a Genet. Eso lo cuento en Coto vedado. Después de ese primer encuentro, ¿qué cosas le impresionaron de Genet? Hay un capítulo de En los reinos de taifa que está consagrado a Genet y en él explico muy bien su carácter. Era único. No he conocido a nadie como él. Tenía una moralidad muy cercana a… Dentro del islam había una secta llamada los Malâmatîs que cultivaba la Malâma, la reprobación. Era una secta que, para mantener su virtud secreta: no ceder a la vanidad, adoptaba una conducta reprobable, es decir, bebían vino en público, practicaban la sodomía, etc. De esta manera, la gente los despreciaba y ellos asumían su virtud secreta y su pureza interior. Establecí un paralelo entre Genet y los integrantes de esta secta. Porque él también era un provocador y al mismo tiempo tenía momentos de santidad extraordinaria. A mí en París, me influyeron las ideas de Guy Debord… …su filosofía sobre la marginalidad, ¿tiene que ver con lo que le gusta? Incluso en la literatura, en la figura del escritor marginal… Lo conocí en mi primer viaje a París, aunque no recuerdo en qué circunstancias. Le hizo mucha gracia conocer a alguien que venía de la España de Franco con un deseo de conocer toda la vida intelectual. Él ya estaba de vuelta, despreciaba a Sartre, a Camus, a todo el mundo… Era muy radical. Luego publicó, muchos años después de que dejara de verle, La sociedad del espectáculo, que es el libro que mejor ha definido nuestra época, mejor que Marx y que cualquier otro… Pero él no soportaba a Genet y cuando me hice muy amigo de Genet, esto provocó la ruptura con Debord. Fue principalmente por esto. Por otra parte, no hay que dejar de lado mi propia vanidad juvenil. Cuando se tradujo Juegos de manos, tuvo mucho éxito, pero entonces Guy Debord consideraba la vida literaria totalmente despreciable, así que dejé de verlo. Escribe también sobre las reseñas que tuvo Juegos de manos y dice que no hay un libro después de este que haya ido ganando tanta atención y que siga buscando relectores en vez de lectores. La vida literaria se repite siempre. Una cosa es la actualidad y otra la modernidad. Lo actual hoy no lo será mañana. Y la prensa busca siempre la novedad: un escritor nuevo, una corriente nueva… No se dan cuenta

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Entrevista a Juan Goytisolo

de que lo que importa no es esto, sino la modernidad que circula a lo largo del tiempo. Yo siempre lo he dicho: soy más contemporáneo del autor de La celestina que de gran parte de los escritores españoles que conozco. Tuve un diálogo con un escritor, Félix de Azúa, que, como adorador del arte, de la tradición griega y latina, señalaba muy sorprendido que, no sé en qué museo, la sala de arte griego y romano estaba vacía, mientras que en la sala de arte egipcio había mucha gente joven interesadapor las momias y los faraones. Yo le propuse un experimento y me fui con Monique Lange a Egipto; y en el Museo de El Cairo y Abu Simbel vimos picassos y giacomettis y estatuas de una modernidad increíble, mientras que en Grecia y había Apolos y Venus muy bonitos, pero que no tenían nada que ver con nuestra época. Existe una modernidad… Nefertiti es muchísimo más moderna que cualquier Venus o Apolo. Una cosa es la actualidad y otra la modernidad, pero la gente corre detrás de la actualidad y siempre hay la vejez eterna de lo que es joven.

Francia pasó lo mismo, empezó con la Declaración de Derechos del Hombre, luego vino el Terror, después el Directorio, más tarde el emperador Napoleón. Ahora están en una dictadura como la que tenían antes.

¿Está dispuesto a aceptar algún premio? ¿Valora algún premio? Rechacé hace cuatro años un premio de ciento cincuenta mil euros porque el dinero venía de Gadafi; era imposible para mí recoger el dinero sucio de un monstruo como aquel. Habían intentado ocultarlo diciendo que era algo privado, pero yo sabía que no había nada privado en Libia en aquel momento. No soy un buscapremios… Sin embargo, el Mahmoud Darwish de Palestina, el último que me dieron, me gustó mucho; me sentí honrado por recibir este premio.

¿Pueden pasar cosas similares en Argelia o Marruecos? Marruecos sufrió una guerra civil terrible en los años noventa. Yo estuve allí, escribí un reportaje largo que se llama Argelia en el vendaval. La gente no quiere saber nada de extremismo radical. Aquí aprovecharon para hacer unos cambios, algunos de ellos cosméticos y, en fin, dejaron que hubiera unas elecciones libres, que ganó el partido de un islamista, pero como el rey controla la mayor parte de poderes… Hay cierto reformismo... Pero digamos que es uno de los pocos países árabes donde se puede vivir en este momento.

¿Y si le otorga un premio el Estado español? Ya me dieron un Premio Nacional de Literatura. La verdad, la palabra nacional no me gusta nada… En fin… Tras la revolución árabe en Túnez usted fue uno de los primeros en decir que sucedería lo mismo en Egipto… Es como todas las revoluciones: al principio hay una gran ansia de libertad, pero lo que ocurre es que si no hay una tradición demócrata… Los jóvenes de la plaza Tahrir, en el Cairo, estaban atrincherados, convencidos de que iban a crear un Estado democrático rápidamente. Yo les dije: «Miren, en España, desde la primera Constitución, de 1812, hasta la de 1879, hubo monarquía absoluta, monarquía liberal, tres guerras civiles, cuatro dictaduras»… La formación democrática es un proceso muy lento, un camino educativo donde no existe una línea recta. En

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¿Tiene solución lo que está pasando en Siria? No. Por una razón muy simple: tal como están las cosas, a EE. UU. no le interesa ni que gane Bashar al-Ásad ni los proisraelíes, ya que su interés es que la guerra se prolongue hasta que ambos bandos acaben agotados, aunque ello signifique sacrificar, obviamente, al pueblo sirio. Hacen trampa porque dicen que no pueden armar a la oposición, ya que hay extremistas; pero si hay extremistas es porque cuando debieron armar a la oposición, no lo hicieron. Al principio, cuando aún no eran extremistas —eran manifestaciones cívicas por la libertad—, no les ayudaron y fue entonces cuando se radicalizaron. Ahora dicen que no dan armas porque caerían en manos de radicales, pero cuando no había radicales provocaron que los hubiera al no darles las armas. Ha sido una trampa.

¿Lee también en árabe? Yo hablo el idioma hablado y puedo escribir en el idioma hablado, que no es el mismo que el escrito. La gente culta lee y escribe en idioma árabe, pero nadie lo habla. A mí no me sirve de nada: hablar en árabe clásico es un poco como hablar en latín. ¿Toma prestadas su obra frases hechas de la cultura islámica? Hay dos libros que pueden calificarse de mudéjares, Las virtudes del pájaro solitario, que está inspirado en la mística de San Juan de la Cruz. Para entenderlo cabalmente hay que conocer bien la obra de San Juan de la Cruz. También podría clasificarse de mudéjar La cuarentena: hay que conocer muy bien toda la escatología musulmana para entender la obra. Son dos libros hí-


bridos de literatura occidental y literatura musulmana, no solo árabe sino también persa… Soy, como usted, gran admirador de El libro de buen amor. Creo que no está traducido al inglés. Es una maravilla. Yo empecé Makbara como un ensayo. Escribí primero el último capítulo, que era como una introducción a un estudio más largo sobre El libro de buen amor y sobre el Arcipreste de Hita. Luego me salió una «novelilla del buen amor» y me olvidé de la propuesta inicial, pero dejé la lectura de la plaza, lo que era la plaza en los años setenta, que, por desdicha, ya no es la misma. Estar en España resulta extraño porque yo soy, desde el Arcipreste de Hita, el primer autor no arabista que habla árabe. El primer traductor de lengua española que domina el árabe de Al-Ándalus y Marruecos. Entonces, ¿crees que es normal que ningún escritor haya aprendido el idioma de un país que está tan sólo a catorce quilómetros de la costa española? Y sobre todo teniendo en cuenta que en español hay centenares de palabras de origen árabe. Aprendiendo el árabe hablado de Marruecos he aprendido muchísimo sobre el español. ¿Empezó a aprender árabe en París? Intenté aprenderlo en París, pero era difícil; en Tánger también, porque todo el mundo me hablaba en español o francés. Cuando llegué a Marrakech, no había turismo español y yo fingí que no sabía francés, así que hablaba un poco en árabe. Antes tenía buen oído y me iba a la plaza a escuchar a los cuentistas; ahora ya no, ahora mi oído es muy malo. ¿Todavía hay hlaykia? No, nadie. Hace cuarenta años que los buenos cuentistas murieron sin dejar herederos. ¿Iba a escucharlos asiduamente? Iba al principio… En el año 76 estuve y dije: no me voy de la plaza hasta que entienda lo que ellos dicen. Iba todos los días a escucharles. Me hice amigo de uno que parecía un personaje del Arcipreste de Hita; le llamaban «Cohete» porque era muy alto, tenía una gran barriga y era divertidísimo, tenía una inventiva verbal formidable… ¿Cree que la literatura marginal es siempre mejor que la popular? Para mí siempre ha sido más interesante la mirada de la periferia que la del centro. Esto lo aprendí al descubrir a los nuevos cristianos en España, a los judíos conversos, que siempre tenían una mirada crítica sobre la sociedad por-

que estaban marginados. Pero puede haber gente que se sitúe en el centro y sea un gran escritor o escritora. Yo nunca he intentado defender la heterodoxia (aunque tengo fama de heterodoxo), lo que he intentado es ampliar el canon tradicional español recuperando lo que iban dejando de lado la cultura árabe, la cultura judía, el iluminismo, los alumbrados, la francmasonería, los enciclopedistas… Siempre he estado recuperando todo lo que había sido excluido por razones religiosas o ideológicas. ¿Cómo conoció a Marguerite Duras? Ella, como Debord, pertenecía al círculo de amigos de Monique Lange. Genet andaba por su cuenta, Genet no tenía amigos… tenía una relación muy singular con Monique, porque era la única mujer a la que soportaba. Pero cuando lo conocí ya no vivía en el mundo literario. Todo el grupo de amigos de Marguerite Duras, Robert Antelme, en fin, todo este grupo de la Rue Saint-Denis, eran muy amigos de Monique, y así conocí enseguida a Duras. Su compañero de entonces, Dionys Mascolo, era el jefe de Monique, que era la secretaria del servicio exterior de Gallimard. ¿Tiene supersticiones a la hora de escribir? He trabajado toda mi vida por la mañana, de nueve a doce. Por la tarde leo. Me estoy despidiendo de la escritura: escribo un artículo al mes en El País y ya no hago nada más. ¿Puede elegir el tema sobre el que quiere escribir? Sí, totalmente. ¿Seguro que no habrá una nueva novela de Goytisolo? Tengo este manuscrito de poemas, este estudio de Zonas atávicas, un volumen que es una mezcla de ficción, memoria… pero no quiero publicarlos. Pues nos interesaría muchísimo publicarle en TWR… ¿Está contento con la recepción de su obra en inglés? Bueno, no lo sé, la verdad es que no lo sigo. Es gente muy cuidadosa… Peter Bush me tiene un poco al corriente de lo que hay, si hay un artículo interesante, etc. James S. Tennant trabaja para Pen International. Ha sido redactor en la industria editorial y editor de poesía en la revista

The White Review. Actualmente trabaja en el proyecto From a Cuban Network.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a El Roto Por Carlos Quesada Fotografías: Adolfo Ontoba ©

Quedamos en su estudio, sencillo y ordenado. Al principio algo de pudor, por parte de los dos. Adentrarse en el mundo interior de alguien no es fácil. Se abre una brecha en su intimidad, se inicia una liturgia que no tiene vuelta atrás. Andrés Rábago sonríe con timidez, con mesura, pocas veces, pero cuando lo hace aflora en su rostro un destello de ternura, una luz cómplice y sincera. El Roto se ha convertido, aunque él desconfía, en un fenómeno social. Su historia es larga y rica. Primero como OPS y luego como El Roto, siempre Rábago, pintor. Para mí era una entrevista importante, también necesaria. Desvelar una parte de su mundo, entreabrir la puerta del misterio. La publicación de Antitauromaquia junto a Manuel Vicent —tantas novelas y tantas columnas llenas de poesía y de inteligencia— no deja de ser una excusa para conocer el mundo personal, que uno intuye rico y complejo, de Andrés Rábago. Iniciamos la entrevista, buscamos la complicidad y la mirada.

¿Qué significan las siglas OPS (tu heterónimo inicial) y por qué inicias la nueva etapa con El Roto? OPS fue una elección arbitraria de letras, propia de una época que giraba alrededor del territorio de lo Dadá, que fue, junto con el surrealismo, mi primera influencia estética. Era una época en la que esas tendencias estaban todavía «calientes». El Roto tiene una definición más racional, tiene un significado: es como llaman a los desclasados en Chile. Tenía sentido porque los primeros personajes que yo dibujaba eran sobre todo gente de la calle, eran «rotos». Incluso, cuando iba por la calle, veía «rotos». Yo pensaba que tal vez fuera en homenaje al personaje de El Quijote. Alguna vez me han mencionado esa posibilidad, pero no es así. Cuando yo leí El Quijote, El Roto aún no existía ni en mi imaginación.

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En Antitauromaquia, Manuel Vicent dice que hubo un tiempo de su juventud en el que él era partidario de los toros. ¿Tú has participado alguna vez de esa emoción, de esa liturgia? Yo nunca he sido aficionado a los toros, pero he vivido en una época en la que España estaba impregnada de tauromaquia. Cuando yo era adolescente, los escaparates de las cafeterías y los bares se llenaban de gente mirando desde fuera las corridas de toros que se transmitían por televisión. Las corridas eran un fenómeno popular. Las televisadas, porque entonces la televisión era un instrumento nuevo y la gente podía ver a través de él un espectáculo al que rara vez podía (y quería) acudir en persona. Y así podían satisfacer esas dos necesidades, la de novedad y la de un espectáculo que de algún modo les atraía aunque les fuera lejano. Yo a los toros sólo he ido en una ocasión. Y una vez, de niño, fui a una becerrada. ¿Y cómo viviste esa experiencia? ¿Te hizo sufrir? No necesariamente. La primera vez, de niño, cuando fui a la becerrada con el colegio, lo que me sorprendió fue como un mal ambiente, como si fuera un lugar sucio: la entrada y los accesos a la plaza de Las Ventas me parecieron sucios, con impregnaciones feas, negativas. El espec-


Yo creo en el trabajo personal de cada uno de nosotros para propiciar el cambio, que ha de ser un cambio interno, del que cada uno tiene que ser actor y autor, no simple espectador.

táculo en sí lo recuerdo como una cosa aburrida; estábamos al sol y sudábamos. Fue bastante desagradable. Más tarde fui a ver una corrida con un amigo muy aficionado a los toros y con ganas de intentar entender algo mejor. Había buen cartel, a priori, pero me pareció algo muy cutre, que no tenía nada de la grandeza o del esplendor que uno se espera; sin esa belleza colorista, ni transcendencia, ni liturgia. La corrida fue mala (según me comentó mi amigo) y, para mí, aburridísima y carente de emoción. ¿Crees que a la gente le gustan los toros? Porque no parece que haya un clamor popular masivo en contra... En este libro, aunque hay ilustraciones referentes al mundo de la tauromaquia, no me ha interesado tanto el fenómeno, ni su gente, ni su sociología; es un libro que nace del rechazo a cualquier tipo de violencia ejercida sobre un animal. Podría haber elegido cualquier otro animal, pero los toros son algo muy específico de España; la tauromaquia se ha utilizado para generar obras artísticas, literarias; y por eso yo quería hacer algo que tuviera relación también con el territorio artístico pero desde el punto de vista antitaurino. De todas formas, toda la fenomenología que rodea al mundo del toreo no me interesa lo más mínimo. Sólo me interesa mostrar la crueldad y la prepotencia del hombre frente a un animal aparentemente poderoso, pero infinitamente débil ante la maldad humana. ¿Cuál ha sido la dinámica de trabajo para crear este libro? Eso tiene cierto interés, porque, obviamente, he tenido que documentarme sobre el tema, sobre todo para crear las imágenes. Para ello, lo que hice fue comprar una colección de revistas (El Ruedo) de finales de los cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado, una época que creo que fue importante y que coincidió con el

momento en el que yo pude ver más corridas de toros televisadas; una época en la que coincidieron toreros de la vieja escuela con una nueva hornada de toreros, como el Cordobés, que para satisfacer las demandas del turismo se orientaron hacia la espectacularidad y que representan la decadencia acelerada del mundo taurino. Esta decadencia afecta también a la cría del toro, en la que prima una serie de características para que resulte más fácil torearlo. En las fotos de estas revistas me impregné un poco del ambiente taurino y de allí surgieron los dibujos para el libro. Leyendo el libro, las imágenes me recuerdan más a OPS que a El Roto... Yo creo que OPS hubiera hecho algo distinto, más subterráneo (como era su mundo), más en el territorio del inconsciente. En este libro, sin embargo, he trabajado con imágenes muy cotidianas, muy habituales, más próximas al mundo de El Roto. Lo que pasa es que a El Roto estamos habituados a verlo acompañado de texto y aquí he querido dejar sólo la imagen: estampas icónicamente potentes y nada más. En las viñetas de El Roto, ¿se genera primero el texto o la imagen? Normalmente lo primero es el texto y luego busco las imágenes adecuadas para ese texto. La mayoría de las veces son ideas sobre alguien que dice algo; luego tengo que averiguar quién puede ser quien lo dice. Sucede un poco como en el teatro: hay que hacer un casting para conseguir el actor más adecuado al texto. Y luego, claro, planear la escenografía (el lugar donde lo dice). Podría ser como hacer el guión de un sketch. ¿Qué evolución tiene tu obra pictórica? ¿Empieza ya con OPS? Yo me recuerdo de niño dibujando chistes. Mi vocación pictórica nació poco tiempo después, aunque nunca dejé de interesarme por las cosas que pasaban a mi alrededor. Fueron dos caminos paralelos, en el que el OPS inicial empezaba a colaborar en los medios y Rábago (el ortónimo) seguía pintando. Ha sido un trabajo paralelo que he mantenido desde siempre. Para el pintor, los primeros veinte o veinticinco años fueron de aprendizaje autodidacta, creando algunas obras próximas al mundo del surrealismo. Después encontré un territorio que no abarcaban ni OPS ni El Roto, que es el territorio del espíritu, del alma, y que no podía ser expresado con el lenguaje de OPS ni con el de El

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Entrevista a eL rOTO

Roto. Fue entonces cuando empecé a utilizar lo aprendido para transcribir de forma plástica este mundo espiritual. ¡A mi manera, claro! Ahora voy a exponer en una sala municipal de Logroño, con mitad de obra de Rábago y mitad de obra de El Roto. ¿Cómo fue la época de cohabitación entre OPS y El Roto? Cohabitaron hasta que hubo una ruptura interna, porque OPS estaba dejando de ser útil como instrumento comunicativo —la voluntad de comunicación es fundamental tanto en mi obra ilustrativa como en mi obra pictórica— debido a su oscuridad, a su lenguaje críptico; sobre todo en una época en la que la gente quería oír las cosas de una forma más abierta, más clara. Entonces tuve una pequeña crisis interna, porque sentía que OPS tenía aún cosas que decir, pero ya no encontraba la manera de hacerlo. A medida que fue languideciendo OPS, se fue fortaleciendo El Roto. Pero no hubo tensiones fuertes, porque yo comprendí que cada uno de los dos heterónimos tenía su interés específico y era el vehículo adecuado para expresar cuestiones distintas. Nunca entendí El Roto como una traición a OPS.

dice el diario, que la viñeta es leída. Pero a mí lo que me interesa es poder crear libremente y, a veces, la popularidad te puede coartar. El texto tiene cada vez más importancia en tu obra... Para mí el texto es fundamental, aunque a veces resulte difícil buscar la concreción, que es una de sus características principales. No siempre acierto, pero cuando lo consigo me siento muy satisfecho. ¿Qué opinas del espacio que representa la palabra en el mundo actual? Actualmente, la palabra (como ocurre con casi todo) está contaminada. Y esto es consecuencia de nuestra forma perversa de pensar y de obrar, que está creando graves problemas sociales, medioambientales, de relaciones entre las personas... El lenguaje, que es el principal instrumento de comunicación humana, está degradado, de la misma forma que hemos degradado los otros territorios en los que nuestra mente penetra, desde la materia hasta las relaciones. La palabra está hoy muy enferma. De El Roto me sorprende su clarividencia, su capacidad de síntesis y su ojo visionario. ¿Eres lector de poesía? ¿La has escrito alguna vez? Siempre que cae algo en mis manos, lo ojeo; pero cada vez me resulta más oscura la poesía actual. Yo soy más partidario de las cosas profundas pero sencillas; y eso es muy difícil encontrarlo en la poesía que se hace hoy en día. La poesía me gusta porque trabaja en un territorio muy afín a las otras artes: la pintura, la música. Un territorio entre lo emocional y lo intelectual, en el que las cosas no están aún hechas, sino que se están haciendo. Yo, con El Roto, me muevo en territorios más conscientes, más concretos.

La importancia de tu figura ha ido creciendo, sobre todo con la crisis. ¿Eres consciente de la trascendencia de tu trabajo? Yo no soy muy consciente de esto porque el territorio de mis relaciones es muy pequeño. Además, ni mis amigos compran ya el periódico. Sé, a través de lo que me

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En tu educación ha tenido más importancia la imagen que el texto, porque en tu casa tenías muchos libros de pintura. Pero, ¿cuáles fueron tus lecturas juveniles preferidas? Nunca tuve libros juveniles ni tebeos. En mi casa contábamos con buena literatura pero no de este tipo, así que yo he leído desde pequeño libros de adultos y de arte. Tampoco posteriormente he tenido interés en el cómic; nunca me ha interesado seguir una historia gráfica, ni hacerla. Sin embargo, sí que me han gustado siempre las ilustraciones de los libros y los grabados antiguos. Porque te permitían decir cosas de actualidad en un lenguaje arcaico, y esa distancia entre los


personajes y los hechos es muy útil para referir hechos de actualidad, para que se lean como si fueran intemporales; es una estrategia de permanencia. ¿Eres lector de filosofía? A mí me interesa entender las cosas y por tanto me gusta leer a personas que han llegado al entendimiento de cosas que yo no he llegado a comprender aún. Es ese intento de aproximarme a tal conocimiento el que me acerca a la filosofía, al pensamiento humano de cualquier época o lugar. De todas formas, no soy sistemático en mis lecturas. De hecho, no soy sistemático en nada [risas]. ¿Cómo ves el futuro? ¿Te inquieta? ¿Tienes alguna certidumbre? He llegado a la conclusión de que el futuro es imprevisible y que intentar proyectar cómo será nos introduce en un sistema de pensamiento —que yo, no sé por qué, llamo numérico— del que siempre intento huir. Un sistema en el que la realidad es una convención que se nos impone y que nosotros tenemos que completar. En ese acto de completar proyectando el futuro, lo que uno hace es consolidar ese mundo que se nos ha impuesto. Si uno piensa que va a existir un futuro del presente que le cuentan, está sancionando ese presente como algo inamovible. Mi posición es intentar desmontar el presente que nos es impuesto. Actuar en lo que hay y no en la proyección de lo que habrá. ¿Crees en las posibilidades de cambio? Sí. Y creo que son grandes. Aunque también veo que las posibilidades del sistema para autoperpetuarse son enormes; sobre todo porque está actuando con unos medios cada vez más potentes. La hipnosis colectiva, cada día más evidente, empieza a ser ya una patología social. Ahora lo habitual es que la gente, en la calle, en lugar de mirar a su alrededor vaya mirando el móvil. Por eso la única posibilidad de cambio es romper todos estos «espejitos mágicos» que nos ofrecen. Yo creo en el trabajo personal de cada uno de nosotros para propiciar el cambio, que ha de ser un cambio interno, del que cada uno tiene que ser actor y autor, no simple espectador. En tu trabajo hay una crítica feroz al poder, pero también al hombre común... ¡Claro! Todos somos responsables de lo que está ocurriendo. Se ha creado una especie de mundo de buenos y malos, donde los pobres son siempre buenos y los ricos siempre malos. Pero los pobres también pueden ser malos; y los ricos buenos. Cada uno tiene sus problemas y sus malas acciones: esto es lo que yo quiero dejar claro.

Los textos que acompañan a tus ilustraciones, aunque certeros y mordaces, siempre tienen cierta mirada tierna... Sí, todo lo que hago lo hago desde el intento de comprensión y desde el afecto, incluso cuando soy duro. Yo no hago personajes, así que no puedo ser duro con un carácter concreto. Me interesa la forma como actúan algunos seres humanos. De la misma manera que en Antitauromaquia incido en el hecho de que el toro no es un animal al que torear, al que maltratar, cuando hablo de hechos sociales o económicos intento expresar lo que creo que es correcto. No hay una voluntad de agresión sino de comprensión. Si la gente entiende que algo está mal, es más fácil que deje de hacerlo. ¿Qué tipo de literatura lees? Cuando entro en una librería, me da pánico, me siento muy incómodo ante la inmensa oferta que hay. No sé qué libro elegir. Por eso cuando voy a una librería siempre tengo un objetivo concreto, porque he leído sobre él en algún sitio, porque me lo han recomendado... Sin embargo, en los libros de arte sí que ojeo las mesas de novedades (donde hay poca cosa nueva, por cierto).

Y seguimos hablando —ya fuera de la entrevista— del pasado, de emociones compartidas, también de nuestros miedos, de la complejidad del futuro, incluso de algún sueño inconfesable. Creo que ha habido complicidad y me alegra, y me hace despedirme de El Roto con afecto, con la alegría de un tiempo compartido, con la certidumbre de la necesidad —ahora sí, sin ninguna duda— de esta entrevista. Al salir a la calle, después de una despedida cordial, pienso en Andrés Rábago y en sus palabras, en el flujo de sus emociones, en su inquietud, en su mirada que busca sin descanso, en su alma que busca la soledad, pero necesita de los otros para reconocerse. Gracias, Andrés.

Carlos Quesada (Santa Coloma de Gramenet, 1956) es poeta, dramaturgo y director del grupo de teatro Lauta, con el que ha realizado más de ochenta montajes en sus treinta y dos años de historia. Ha escrito obras de teatro y poemas, y en los últimos años se ha especializado, tanto en lecturas como en montajes ligados al teatro, en poner en escena la emoción y la reflexión poética. Recientemente ha publicado el poemario Li-

turgias para una sola muerte (Paralelo Sur, 2017)

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Seis del setenta Entrevista a Jorge Carrión Por Álex Chico – 17

Entrevista a Marta Agudo Por Azahara Alonso – 23

Entrevista a Manu Espada Por Ginés S. Cutillas – 27

Entrevista a Lara Moreno Por Daniel López – 31

Entrevista a Alejandro Pedregosa Por Elena Gené – 37

Entrevista a Guillem López Por Bel Carrasco – 42

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E l ci e l o r a s o

Entrevista a Jorge Carrión Por Álex Chico

Fotografías: Carlos A. Schwartz ©

Sabemos que un libro nos cambia la vida en cuanto nuestra percepción del mundo varía tras su lectura. Eso me sucedió con Barcelona. Libro de los pasajes. Yo también me sentí un observador de la ciudad distinto al que era antes de comenzar a leerlo. Desde que el libro cayó en mis manos, voy a la caza de los pasajes que esconden las ciudades, de esos espacios entre paréntesis, como suturas o grietas. Eso es, al fin y al cabo, lo que debemos exigirle a un libro: que, en cierta medida, nos proporcione un mínimo cambio que nos convierta en personas ya diferentes cuando lo concluimos. Jorge Carrión tiene una obra capaz de motivar esas trasformaciones. Pienso en Librerías, por ejemplo, o en Australia. Un viaje, o en otros muchos que nos impulsan a leer y descifrar lo que tenemos a nuestro alcance. De todo eso hablamos una mañana de julio, en la terraza del CCCB de Barcelona. Pocos temas son tan apasionantes como los que se detienen en la exploración del lugar. Y sobre eso Jorge es un conversador espléndido.

Comencemos por tu obra más reciente, Barcelona. Libro de los pasajes. Un aspecto que me interesa mucho del libro es tu forma de abordar esos pasajes como espacios que sobrepasan sus límites, como si superaran su extensión breve y nos ayudaran a entender un conjunto urbano mucho más amplio. ¿Te proponías explicar toda la ciudad a partir de sus propios pasajes? Sí, por supuesto. El método fue el siguiente: investigar la historia textual de los pasajes (en algunos es muy rica y variada); tratar de localizar todas las referencias que hay de esos pasajes en la prensa, en la literatura, etc.; y, a partir de la historia textual, narrar una dimensión de la ciudad, que podría ser, por ejemplo, el pasado textil o la importancia de la pintura o la emergencia de la fotografía. Pero, en efecto, lo que me interesaba no era contar exactamente los pasajes ni contar exactamente

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Entrevista a Jorge Carrión

Barcelona, sino crear un libro que, desde lo concreto y lo local, fuera una invitación a que el lector pensara sobre su experiencia urbana. En realidad, la ambición es escribir un libro sobre la ciudad como idea, más allá de los pasajes. Los pasajes aparecen definidos de múltiples formas, como notas a pie de página, como hipervínculos, como una ciudad entre paréntesis. Incluso como grietas o ranuras al modelo Barcelona. ¿Cuál es la descripción, de todas las que has manejado, con la que te sientes más cómodo? Hace ya unos años que rechazo la aproximación académica a la realidad y, por extensión, el ensayo académico, que se obstina en la definición, cuando la realidad casi nunca se deja definir. Juego adrede a una ambigüedad semántica. Creo que la metáfora, por definición, no tiene límites. Por eso todas esas definiciones que has citado me parecen válidas. La propia palabra pasaje, por ejemplo, que implica paso, ticket aéreo o de tren… De hecho, tuve un problema a la hora de buscar esa palabra por internet. Si pones «pasajes Barcelona», aparecen sobre todo ofertas de vuelos argentinos y uruguayos. De modo que me interesa mucho la ambigüedad semántica, la indefinición. La respeto, porque creo que en realidad los pasajes no se dejan definir y, por metonimia, la ciudad tampoco se deja definir. Me interesa mucho eso, que el libro fracase en su voluntad de trazar un mapa de los pasajes de Barcelona, porque la ciudad como concepto es irreductible. Hay varios personajes apasionantes en el libro. Sert, por ejemplo, o Apel·les Mestres, o Miró, por citar tres casos. ¿Cuál ha sido el máximo descubrimiento, por llamarlo de alguna forma? El que más me ha fascinado ha sido Apel·les Mestres. No me imaginaba que detrás de ese nombre tan anodino y extraño, y que yo recordaba como nombre de un premio literario de mi infancia, había una biografía tan fascinante y un auténtico genio. Alguien que, hace casi cien años, ya era diseñador gráfico, que supo combinar la prosa, la poesía, el dibujo, la encuadernación, la horticultura… Incluso ser un gran maestro. A través de tertulias formó la sensibilidad modernista. Apel·les Mestres ha sido el gran descubrimiento, desde la identificación y desde la admiración. Desde una posición más ambigua e incómoda, el otro gran descubrimiento ha sido Sert. He descubierto que era el gran pintor,

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junto con Picasso, de los años cuarenta-cincuenta. Un tipo que ganaba muchísimo dinero con su obra, pese a que él no la ejecutaba. Él la pensaba, diseñaba el boceto, pero el ejecutor era su equipo, su taller. Un tipo que consiguió enamorar a Misia Sert, una de las mujeres más encantadoras e inteligentes de esos años. Al mismo tiempo era un fascista, un católico, un conservador… El libro me ha obligado a acercarme a figuras que nunca hubiera abordado. Como me obligaba a centrarme sólo en habitantes de pasajes, eso me impulsaba a estudiar y a hablar de personas a las que yo nunca les hubiera dedicado ni una línea. Es lo contrario a mis dos libros anteriores. En esos dos libros sólo hablo de escritores y artistas que admiro: Aaron Sorkin, en Teleshakespeare, o Juan Goytisolo y Sebald, o Borges y Cortázar, en Librerías. Aquí, en cambio, el libro me obligaba a abordar figuras incómodas e incluso desagradables. En la librería Nollegiu de Poblenou, durante la presentación del libro, comentaste que el hecho de no ser barcelonés de nacimiento ni de haber pasado aquí toda tu vida te permitió una distancia con la ciudad que ayudó, de alguna manera, a redactar el texto sin nostalgia, sin pagar esa «hipoteca Baudelaire» que comentas en el libro. Sí, creo que sí. Esta mañana lo pensaba, cuando iba por Plaza Catalunya y recordaba la librería Catalònia, que ahora es un McDonald´s, o la librería Canuda, que ahora es un Mango, creo. Evidentemente, tengo ya una memoria de los últimos diez, doce años. Sin embargo, como es la memoria barcelonesa de un adulto, no hay esa nostalgia vinculada con la infancia, ni con la adolescencia, ni con la juventud. Lo que llamo en el libro la «hipoteca Baudelaire» es esa constante en la literatura urbana de melancolía y queja, porque se ha perdido la ciudad de tu infancia o de tu juventud. Y yo estoy a salvo de eso, que lleva a la melancolía y a la pesadez. Hay mucha literatura urbana que se vuelve muy pesada, porque es incapaz de diferenciar lo que es patrimonio y, por tanto, no debería ser destruido, y lo que simplemente es una arquitectura obsoleta y caduca que está bien que haya sido demolida y sustituida. Por ejemplo, no sé qué había aquí antes del museo [Jorge señala el MACBA], pero a mí me encanta lo que hay ahora. Si yo hubiera vivido en el Raval de niño, probablemente hubiera tenido un problema con el MACBA, porque hubiera sentido la pérdida de un espacio con el que tal vez hubiera sentido algún vínculo afectivo. Como no lo tengo, me encanta el MACBA y puedo admirarlo sin esa hipoteca.


¿El pasajista es una condición? ¿O, como mencionas en el libro, una bendición maldita? ¿Dirías que es la misma que sufre el coleccionista? Yo lo sentí, ahora me estoy quitando de la adicción. Sí que sentí durante una época que mi percepción de la ciudad dependía de ese lugar periférico, diagonal, que es el pasaje. A mí me permitió redescubrir Barcelona y, de algún modo, apropiármela. Lo veo, de alguna manera, con mi experiencia de la paternidad. En el momento en el cual decido recorrer de un modo obsesivo Barcelona y comenzar a recorrer todos sus pasajes, no es casual que sea el momento en que me planteé ser padre. Creo que, inconscientemente, lo que yo quería era conocer la ciudad a la cual pertenecen mis hijos. Yo soy de Mataró, soy de otro lugar, he llegado tarde a esta ciudad, pero ellos ya son barceloneses. Y yo les quería contar la ciudad. Escribes en Librerías: «Tocar libros viejos es una de las pocas experiencias táctiles en que puedes conectar con el pasado remoto». ¿Sucede lo mismo con los pasajes? ¿Podrían definirse como los libros viejos de una ciudad? Claramente. Los pasajes son palimpsestos y en una única pared puedes ver diferentes etapas de la historia barcelonesa. Y, si encima el suelo es de tierra, la conexión es todavía más epifánica y fulgurante. En otro momento de Librerías, nos dices: «La ciudad entra y sale de la librería». Tal vez ese tránsito sirva también para los pasajes… Efectivamente. Las librerías y los pasajes se parecen mucho. Son espacios ni del todo privados ni del todo públicos. Están constantemente participando de ambas esferas. El otro día me fijé en que el suelo de la librería Taifa es baldosa, es calle. Ese tipo de experiencia limítrofe, como si fueran dos canales de televisión mal sintonizados, lo comparten las librerías y los pasajes. Por buscar más paralelismos entre las librerías y los pasajes, recuerdo una frase de tu artículo «Ese interrogante que llamamos librerías», publicado en El País Semanal. Allí comentas que las buenas librerías son preguntas sin respuesta. ¿Un pasaje plantea el mismo conflicto? Sí, sin duda. Lo que yo busco son espacios que me planteen preguntas, espacios que sean problemáticos, que me obliguen a pensar cómo los resuelvo. Desde el pasaje uno puede preguntarse qué es una ciudad, y desde la

librería uno puede formularse muchas cuestiones, por ejemplo qué es la literatura, qué es la cultura, cómo se trasmite el conocimiento. Si yo entro a una librería y en seguida la entiendo, no me interesa. Quiero entrar a una librería que me obligue a pensar cómo es el cerebro del librero que ha pensado esa distribución de los libros y esa topografía particular. Hay un punto de reconocimiento, porque todas las librerías se parecen, igual que sucede con los pasajes, y otro punto, otro espacio, otro ámbito de descubrimiento. Tiene que haber un equilibrio entre reconocimiento y descubrimiento. Si sólo hay reconocimiento, no me interesa. Escribes en Barcelona. Libro de los pasajes que para dominar la forma hay que partir de las formas iniciales, analizarlas, fragmentarlas, domesticarlas, reducirlas, recomponerlas, reelaborarlas. Algo similar a lo que defendía Benjamin, a su idea de disminuir el conflicto para entenderlo. ¿Así concebiste este libro? Este libro fue muy difícil de escribir y de componer, por varias razones. La principal era la estructura narrativa y ensayística en diálogo con la cita. Cómo escribir un libro benjaminiano sin copiar la fórmula de Benjamin, que era simplemente copiar las citas y dejar que la ciudad hablara. Hasta que encontré el ritmo de cita-texto, fue un proceso muy difícil de conquista de la forma. En efecto, está muy bien visto lo que comentas, porque todo el libro reflexiona sobre la forma de la ciudad y sobre cómo encontrar una sintonía que sea justa con la forma de la ciudad. De modo que a todos los personajes que entrevisto les pregunto sobre cómo es ese proceso de domesticar la forma en su disciplina: en la literatura, en la arquitectura, en la escultura. Cuando hablo de Italo Calvino o de Barón de Maldá, busco también en su experiencia como escritores, intento ver qué estrategias siguieron para escribir sus textos. El caso de Calvino me parece realmente interesante, esas carpetas que él iba llenando de apuntes hasta que de pronto una carpeta se convertía en su proyecto principal, a través de una obsesión. Yo sólo sé escribir a través de la obsesión. Me obsesioné con los pasajes, primero. Después con el libro. Hasta que encontré el modo en que esas dos obsesiones fueran compatibles, pasé un proceso de sufrimiento. Librerías lo escribí de un modo feliz, ameno, quizás porque lo llevaba escribiendo en mi cabeza toda la vida. En cambio, Barcelona. Libro de los pasajes fue un libro muy ingrato, muy duro. En parte porque tenía dos hijos muy pequeños. Es decir, tendemos a disociar la escritura, la

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literatura, de la vida familiar y sentimental y práctica. Yo este libro lo sufrí porque tenía dos bebés, tenía que trabajar y dar clases, y no obstante no podía evitar querer escribirlo. Si uno se fija en Librerías o en Barcelona. Libro de los pasajes, descubrimos un tipo de libro que abre nuevas posibilidades al género del ensayo, no tan apegado a lo académico sino capaz de incorporar otros elementos, como la crónica de viajes o la novela. ¿Crees que el futuro del ensayo es tender cada vez más puentes con otros géneros? ¿Lo natural, como escribes en el prólogo a Mejor que ficción, es el trasvase entre vasos comunicantes? Yo diría que sí, porque el ser humano mezcla continuamente, no sabe vivir sin mezclar. No obstante, yo diría que la forma de trasmisión de conocimiento más importante en nuestra época es la novela. Diría que la novela ha triunfado, ha colonizado el espacio del videojuego, el espacio del cine, el espacio de la televisión o del cómic, si hablamos de novela gráfica. De modo que es natural pensar que el ensayo debe apropiarse de los mecanismos narrativos de la novela en su intento por comunicar y difundir conocimiento. Por eso mis ensayos y mis crónicas adoptan procedimientos y tácticas propias de la novela. Eso por un lado. Por otro, en los últimos años, mal que me pese, eso se ha vuelto una tendencia internacional. Hay miles de libros que mezclan ensayo, narración, autobiografía y viaje, y yo diría que la forma de Librerías, que es casi como una vuelta al mundo, es una forma ya consolidada. Tengo muchos libros que son una vuelta al mundo para trabajar ese mundo. Por eso me apetecía hacer un manifiesto de lo local, de lo cotidiano, de los lugares a los que puedes acceder a pie, sin coger ningún avión. En esta época de globalización de pronto puedes encontrar un modo de leer el mundo desde tu barrio. Esa inclusión de otro tipo de referentes o géneros, desde la autobiografía hasta el periodismo narrativo o la crónica, se observa muy bien en Barcelona. Libro de los pasajes, o en Australia. Un viaje. En cierta forma, hay momentos en los que no sólo es un libro sobre los pasajes de una ciudad o sobre tus familiares que han emigrado a Australia, sino un libro sobre la construcción de un libro sobre todo eso. Me interesa, en efecto, mostrar el laboratorio de la escritura. No obstante, intento distanciarme de una práctica

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muy común que se observa ahora, particularmente en los libros de Carrère y de Cercas. Hablo sobre la dramatización del proceso de escritura en clave de tormento, de genio que no sabe resolver los problemas que se le plantean durante el proceso de escritura. Lo que intento hacer es minimizar mi presencia en los libros. Puedo contar algunas anécdotas significativas que intenten provocar empatía con el lector o para buscar pilares de estructura. Entro y salgo del libro cuando quiero que el lector recuerde que hay una historia debajo que yo puedo sostener sobre mis hombros. Sin embargo, no me convierto en protagonista de mis propios libros. Tanto en mis libros de ficción como en mis libros de no ficción los protagonistas son los otros: la ciudad, los pasajes, las librerías, los libreros, mis parientes australianos… Esos son los protagonistas, no yo. Hay libros, escribes, que «se sitúan en un territorio indefinido que sólo se puede definir por negación». Libros que son y no son crónicas, o novelas o biografías, por ejemplo. ¿Barcelona. Libro de los pasajes formaría parte de ese territorio literario? En uno de los capítulos comentas que este libro se está convirtiendo, contra su voluntad, en una novela. Sí, en efecto, me obsesiona la dificultad de escribir literatura documental, porque finalmente es literatura, no es ciencia, y acabas mintiendo o ficcionalizando contra tu voluntad. En el caso de Barcelona. Libro de los pasajes eso ocurre porque hay muchas historias del si-


para no caer en el ensimismamiento, en la creencia de que tu mundo es más interesante que los demás, creo que ese ejemplo de humildad periodística es muy sano. En mi caso, en este libro me interesó mucho hacer y rehacer las entrevistas, porque las entrevistas están blanqueadas en clave de periodista. De modo que en el libro está mi yo ensayista, mi yo viajero, mi yo narrador y también mi yo periodista, reportero, con toda la humildad al pensar que lo que pueda explicar Mendoza, por ejemplo, es más interesante que lo que yo pueda decir sobre sus obras.

glo XVIII y XIX que no se pueden verificar. Repetimos las mismas fuentes poco fiables. Sí, me interesa que mis novelas sean ensayísticas y que mis ensayos y crónicas sean novelescos, y que no se puedan clasificar fácilmente. Creo que cuando a un escritor se le puede definir fácilmente se lo homologa y se lo neutraliza. Un escritor tiene el deber de ofrecer resistencia a la clasificación y a la interpretación. Mario Álvares y Georges Carrington, en las novelas, tienen una especie de broma privada: «Contra la interpretación siempre. No pasarán». Hay que intentar que el lector encuentre un problema en lo que tú le ofreces. Igual que cuando voy a una librería o a un pasaje encuentro preguntas, cuando leo también intento encontrar preguntas. Espero que el lector las encuentre en mis libros. En el prólogo a Mejor que ficción, apuntas: «El periodista narrativo es proclive a buscar lo estrambótico, lo periférico, lo extraño». De alguna forma, lo ejemplificas con las crónicas de los autores seleccionados en ese libro. ¿Barcelona. Libro de los pasajes, Librerías o incluso Barcelona. Los vagabundos de la chatarra pueden leerse como una crónica escrita con la misma voluntad de un periodista narrativo? Yo creo que sí, en el sentido de que a mí me interesa mucho la realidad. Me interesa mucho interrogarla, examinarla. Digamos que la escritura de ficción puede ser más egoísta, y en cambio el periodismo siempre tiene que ser más generoso. Siempre se regala al otro. Y

En una entrevista, reconoces: «El sistema cultural intenta encasillarme: yo intento sacarlo de sus casillas». ¿La crítica cultural no lleva bien la heterogeneidad de los autores? En general, el sistema académico y el periodismo cultural tienden a la parcelación, y en cuanto tú trabajas en parcelas distintas el sistema se incomoda. Por ejemplo, Teleshakespeare es un libro sobre el que me pregunto dónde lo ubicas. ¿En una librería o en una biblioteca universitaria? Es un libro literario, escrito sin rigor académico, es un libro pasional, y al mismo tiempo es un libro que realiza una investigación en el ámbito de los estudios de comunicación audiovisual y de la historia de la televisión. A mí me interesa intervenir en espacios muy distintos. Ahora mismo estoy trabajando en otro cómic, por ejemplo. Me gustaría comisariar otra exposición. Pienso que la docencia es un espacio de expresión en el cual me siento muy cómodo. Sí que sé que eso no se puede acabar de entender. Realmente la coherencia la pones tú. Es decir, un lector que no comprenda o no pueda seguir tu rastro no puede entender la conexión entre todas esas parcelas. Para mí, por ejemplo, el catálogo de Sebald es un libro mío, del mismo modo que lo es cualquier otro. Los espacios que eliges o en los que pones el foco suelen ser territorios que sirven como tránsito, con personajes que son viajeros y estables al mismo tiempo. Los pasajes, las librerías, incluso Australia o las series de televisión. O personajes como Marcelo, que en Los huérfanos hace del búnker un espacio dispuesto al viaje, mientras trae de vuelta ciertos recuerdos o devora el diccionario. Pienso también en los vagabundos que aparecen en Barcelona. Los vagabundos de la chatarra o en la historia de Los turistas. ¿Hay una apuesta por una literatura de la movilidad?

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Entrevista a Jorge Carrión

Totalmente. Creo que es la energía que fluye por todos mis libros. Todos mis libros hablan de un modo u otro del movimiento. Está muy bien visto que siempre acabo anclado en espacios un poco extraños. Son como crepusculares, difíciles de definir. Recuerdo que, cuando iba al mercado de Els Encants o al puerto, la gente no se sentía cómoda con las fotos. Es decir, son espacios que ofrecían algún tipo de resistencia. Esa resistencia me interesa. Antes te decía que el libro tenía forma de red, y yo diría que todo lo que he escrito tiende hacia esa forma. Las cuatro novelas configuran una red global, de espacios interconectados. El búnker que mencionabas se puede visitar en Pekín, porque Mao los construyó. Buena parte de los espacios de los que hablo se pueden visitar. El club de ajedrez, en Manhattan… El otro día me encontré con una tarjeta que conservo de mi primer viaje a Nueva York, en 2004. De nuevo, el único vínculo entre todos esos espacios soy yo. Veo afinidad en espacios diversos, como si tuvieran un tono o una vibración similares. En esta apuesta por la movilidad, el viaje quizás sea uno de tus motores creativos más importantes. Tal vez el libro más significativo en este sentido sea Australia. Un viaje. En una conversación con Andrés Neuman, dices: «Si viajas para escribir, tu atención se multiplica automáticamente». ¿Cada viaje impone su propia forma de escritura? Efectivamente, tanto el viaje, con su ritmo, como el espacio, con sus características. No se puede describir igual Australia, que es una extensión brutal, con muy poca población, que Tokio, que es una ciudad superpoblada y densa. Cada viaje tiene su ritmo y cada espacio tiene sus propios rasgos. Debes conseguir encontrar un estilo y una estructura que sintonice con ambos elementos. En Barcelona. Libro de los pasajes, nos dices: «Escribir un libro sobre un tema te convierte automáticamente en un exagerado». ¿Toda literatura o toda creación literaria es una hipérbole? Sin duda, porque lo que para ti es muy importante lo más probable es que no lo sea. A no ser que estés escribiendo sobre genética o sobre cáncer, es muy probable que tu foco principalmente te interese a ti, que te cueste convertir eso en un motivo de interés. No obstante, con esa afirmación me refiero a un tipo de estudio que te conduce a ver conexiones por todas partes. Cuando

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tú estás concentrado en un aspecto de la realidad, creo que ese aspecto lo ves por todas partes. Sebald emplea un término siquiátrico para referirse a eso: delirio de relación. Es verdad. Cuando hice la tesis doctoral, me quedó claro. Veía viaje contra espacio por todas partes. La literatura parte de la metáfora, de la hipérbole y de la metonimia. Sin duda. De hecho, el propio yo literario es hiperbólico. Si uno se acerca a tu obra literaria, descubre que cada libro no es sólo una nueva publicación, sino una pieza más dentro de un proyecto literario de mayor alcance. ¿Dirías que es así como concibes la escritura de cada libro, como un eslabón más dentro de un mismo universo literario? Quizás no me lo planteo en esos términos. Me muevo por intuición. Sin embargo, si miro retrospectivamente, sí que veo una coherencia, no sólo en los temas, sino en el impulso de búsqueda. Sé qué busco y cuando lo encuentro deja de interesarme. Como cada libro es la búsqueda de una forma, cuando la tengo o la controlo, voy a buscar otra. Por eso me interesa tanto el lenguaje del cómic, porque yo no sabía escribir guión. He aprendido con el tiempo que, cuando eres capaz de generar una estructura, esa estructura la puedes aplicar a cualquier lenguaje o forma. Diría que una estructura narrativa o ensayística compleja se puede aplicar a una película o a un cómic o a una expo. Lo difícil es conseguir pensar el diseño de la estructura, en su concreción. Última pregunta: ¿ya hay consenso, por fin, entre pasajista o pasajerista? No, y nunca lo habrá. En el libro seguirá latiendo esa duda. He de decir que es mi primer libro donde hay un poco de humor. Hay alguna broma más como esa o como lo de los bigotes. Incluso hay una escena cómica: la del taxista enamorado de los loros. Eso me pasó, fue justo así. Iba con mi gato en el taxi y me explicó su historia con el loro. Si decidí trabajar con el humor, es porque me di cuenta de que buena parte de los autores que yo admiro emplean el humor: en Israel Galván hay humor, en Sebald hay humor… Hay una escena en Vértigo, por ejemplo, en la que lo confunden con un pederasta, creo. En Piglia también hay humor. Me he esforzado en aprender a escribir con un cierto desparpajo y ligereza, porque creo que era algo que les faltaba a mis libros, aunque en las novelas hay personajes muy bromistas.


Entrevista a Marta Agudo Por Azahara Alonso Fotografía: Azahara Alonso ©

La poeta madrileña Marta Agudo vuelve, tras Fragmento (2004) y 28010 (2011) con un libro contundente y mayúsculo. Su título es Historial (Calambur, 2017) y en él la autora ahonda en la condición del enfermo, el convaleciente y la dinámica de la inevitable dolencia física en toda su diversidad. Desde una perspectiva plenamente poética, Agudo reflexiona sobre esa dimensión del cuerpo damnificado en un libro que supone la renovación y maduración de su escritura. Nos citamos con Marta Agudo en su espacio de trabajo una luminosa mañana de verano para hablar, en contraste, sobre estas y otras cuestiones.

Historial es un poemario sobre la enfermedad. ¿Qué relación mantiene esta con su tratamiento poético? La poesía es una categoría de conocimiento, la neurociencia lo acabará descubriendo algún día. Lo poético está por encima de lo meramente lingüístico. De esta manera, la poesía está en muchos ámbitos: hay narradores que son completamente poéticos (siempre digo que Onetti es un poeta impresionante, sus adjetivos y adverbios son extraordinarios) y luego hay también pintores, cineastas y grandes filósofos (como Nietzsche en algunos de sus títulos) que son poéticos. Lo poético es una categoría distinta para entender el mundo: presenta una realidad desautomatizada. Hay que convencer a la gente de que la poesía no tiene que ser sólo sentimiento. Para eso está el diario, el mal diario. La mirada poética es distintiva, una mirada que luego puede desembocar en cualquier arte. En cuanto a la relación entre la enfermedad y la poesía, también tiene que ver con ese extrañamiento: cuando estás enfermo, de repente eres consciente de tu soporte vital, te alterizas. De pronto el cuerpo sabe más que tú, se te impone y te sientes «extraña» con él. Hasta los gestos cotidianos se entienden de otra manera: el café que te tomas cada día adquiere una importancia especial, dices: «A ver si va a ser el último...». Todo empieza a cobrar un valor diferente, empiezas a desauto-

matizar lo que era cotidiano. Ya sabes, formalismo ruso en versión existencial. Recuerda también a las tesis de Nancy sobre la filosofía del cuerpo: no tenemos un cuerpo, somos cuerpo. Ya los místicos, nuestros místicos, superan la concepción platónica de (la) división entre cuerpo (gozo...) y alma. Sí, somos cuerpo. No sólo es algo que debemos llevar, sino que somos eso: ese ahí. Yo soy mis manos, yo soy mis ojos, pero también soy el cerebro, donde se hospeda la conciencia. La mente, como el resto del cuerpo, envejece, pero la sentimos más nuestra. El cuerpo da la impresión de que funciona por sí solo. No soy neuróloga y no sé si es del todo riguroso o no, pero me parece muy interesante el concepto de Sherrington (que Sacks cita a raíz de una reflexión de Wittgenstein) de «propiocepción», por el cual sentimos nuestro cuerpo como propio y ello de manera inconsciente. No obstante, si uno se para a valorar

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Entrevista a Marta Agudo

esta «certeza» (¿por qué funcionan mis manos?, ¿cómo consigo respirar?), el cuerpo se convierte en un monarca absolutista sin capacidad para controlar su sordo desarrollo. Dicho con otras palabras, nos sentimos extraños ante él, sobre todo más indefensos, porque es la parte animal —existencial— que no controlamos. ¡Como si la mental estuviera separada y la manejáramos nosotros, ja, ja!... Pero bueno, eso es otra cuestión. ¿Es entonces en la enfermedad cuando uno reconoce el cuerpo debido al dolor? El dolor es la forma que tiene el cuerpo de avisar de que algo no funciona. Lo comento en uno de los poemas: «El dolor, que sólo sabe de presente». Es una realidad que se te impone radicalmente, que no puedes evitar ni obviar. Es un gerundio permanente. Vivir con dolores crónicos debe de ser tremendo porque, además del malestar físico, se te está recordando de forma machacona y continua que eres mortal. Como si alguien estuviera llamando a tu puerta para decirte: «¡Oye, que te vas a morir!», «¡Oye, que te puedes quedar en silla de ruedas!». Thomas Bernhard trataba la figura del convaleciente como un estado fronterizo y excepcional en varios sentidos. Es una visión extrañada de la realidad, ves las cosas de forma distinta apreciándolas más porque sabes que se pueden ir. Es cierto que la enfermedad es el momento del «permiso», como dice Anatole Broyard en Ebrio de enfermedad. Es como una moratoria que se nos concede, en el caso sobre todo de que no sea algo mortal. Esto no quiere decir que la convalecencia sea mero tiempo libre, como algunos creen. Pero sí es un remanso en la vida cotidiana. Se crea un antes y un después. Por otra parte, también te das permiso para hacer cosas que antes no te permitías. Te dejas a lo mejor leer un libro un poco malo, un best-seller. Bueno, miento, eso no. Además, los best-sellers de poesía de ahora, ya sabes de lo que estoy hablando, simplemente no son poesía. Siento ser tajante y taxativa, pero estoy convencida de ello. En estos poemas hay un personaje central que padece la enfermedad y su consciencia: diagnóstico, asimilación, convivencia, horizonte de la muerte. ¿Qué papel tiene aquí la otredad? La otredad se experimenta en el diálogo de uno con su propio cuerpo, como si este fuera ajeno a uno mismo (de eso ya hemos hablado). La enfermedad es intransferible, sigue su camino y va por su cuenta con independencia de que establezcamos o no un diálogo con ella.

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Por otra parte, los otros te dan la certeza de que estás vivo. Al morir no somos conscientes de que estamos muertos. Podría decirse que la muerte la certifican los otros: uno está muerto no para sí sino para los demás. Ni enfermedad ni muerte te pertenecen, pasas a ser objeto ajeno: la gente te mira con pena, los animales te observan y te hacen compañía... El otro, en este sentido, es fundamental. En la enfermedad eres sujeto paciente, y nunca mejor dicho.

Historial tiene en muchos casos un tono taxativo. ¿Es la enfermedad certeza, lucidez? Es lo que hay: todos nos vamos a morir y todos, tarde o temprano, vamos a estar enfermos (los que no llevamos estándolo desde los ocho meses). El hecho de tener que medicarte a diario, por ejemplo, condiciona, te hace ser más consciente de que somos pasajeros. Por eso soy taxativa, porque no ha lugar a duda, no hay duda posible. Y si no hay una enfermedad hay un accidente, que es más taxativo todavía. Como le ocurrió a Roland Barthes: te levantas, sales a la calle y te pilla una camioneta. Sin más. Creo que el proceso de escritura de Historial fue una vorágine creativa, ¿es cierto? Las fotografías fueron el detonante de la escritura de este libro, por eso se lo dedico a Luis Burgos, que me puso a escribir a partir de ellas. Generalmente tardo poco en escribir los libros porque tengo las estructuras muy claras y porque la brevedad me ayuda. En este caso caí en una vorágine, sí. Este libro es una borrachera de imágenes, de ideas, que jamás habría pensado que se me podían ocurrir. La inspiración, como decía Picasso, te tiene que pillar en el taller de trabajo. Y es cierto que he trabajado mucho Historial, pero básicamente es un libro inspirado, menos racional, en el sentido de que lo he escrito en un estado casi de enajenación. Se me ocurrían ideas que no sospechaba y me dejé llevar, que es una cosa que nunca había hecho en poesía. Por eso me lo pasé muy bien escribiéndolo. Fue algo insólito. Estuve varias semanas escribiendo un poema a diario. Fragmento también lo escribí rápido, pero en gran parte gracias a la estructura que te comenté y porque coincidió con una situación emocional que propiciaba un poco el desengaño y esa escritura. Historial también es un libro duro, pero quise dejar como última palabra vitalidad: pese a todo, estamos vivos. El panteísmo, para los no creyentes, es la única religión a la que podemos asirnos, así que yo he procurado ser lo más panteísta posible, sobre todo en la coda final, en ese canto a la naturaleza que es la religión de los ateos.


Tu primer libro, Fragmento, es un conjunto de textos muy breves. 28010 responde ya a la forma del poema en prosa manteniendo parte de aquella brevedad. En Historial hay una palabra mucho más desarrollada. ¿Cómo has experimentado esa evolución en tu escritura? Salió así. De hecho (y esto puede sonar a cachondeo), durante la escritura de Historial me prohibí leer a Valente. A él y la poesía del silencio que tanto he leído. Pero las fotografías de Cano Erhardt, que dieron lugar a la «coda» del poemario, me despertaron la imaginación. Me dejé llevar por ella y empezaron a salir imágenes y una dicción más surrealista. He disfrutado muchísimo porque es una escritura en la que mezclas realidades de manera quizá más radical. En vez de primar la palabra contenida, el gesto restrictivo, ahora predomina el movimiento contrario: la expansión. Ha sido una experiencia muy amena y muy distinta a lo que había hecho hasta ahora. Luego ya vino la forma de estructurar el libro. Yo para escribir un libro necesito una disposición razonada. Puedo tener poemas sueltos, pero hasta que no veo la estructura del todo no arranco completamente en la escritura. En Fragmento esto me ayudó muchísimo porque del último verso de un poema escogía una palabra para empezar el siguiente, lo que fecundaba el proceso de escritura. 28010 lo dividí de acuerdo con las coordenadas de la vida: el espacio que ocupamos, el tiempo, el lenguaje (con el que cobramos la conciencia) y la sintaxis (o lo que sería la relación con los otros). En Historial empecé a escribir mucho y de repente se me ocurrió la estructura de los «Mientras»: «Mientras vivir se escriba con v de vacío». Este es un verso que yo había escrito con quince años y no sé cómo localicé el archivo, pero me salió y me dio la idea de ir tirando del hilo para vertebrar los textos. Lo que sí es verdad es que he vivido un proceso de paulatina descorsetización. Fragmento estaba muy encorsetado e Historial es mucho más libre. Para resumir, digamos que me gusta escribir poemarios, no colecciones de poemas; pensar la totalidad. Puritanismo mío... Esos «Mientras», además de ser una suerte de letanía, relajan en ciertos momentos la crudeza de la lectura, porque contamos con ellos como algo a lo que agarrarnos. Digamos que crean una pequeña tregua. Vas subiendo escaleras y llegas al descansillo para seguir subiendo las plantas del hospital. Hay un verso genial relacionado con esto: «Hospital: monumento a las segundas oportunidades».

Es verdad, uno entra en un hospital y espera curarse. Es un espacio justificado por la esperanza del enfermo. ¿Qué te aporta el poema en prosa? Libertad. En la poesía en verso la unidad es el verso, en el poema en prosa la unidad es la oración y eso te concede una mayor libertad. El poema en prosa te permite romper con los ritmos clásicos de la poesía, reflexionar en oraciones más extensas, hacer divagaciones más amplias. Luego he descubierto también el versículo, que me ha permitido también operar más libremente. Me ha encantado la experiencia. Con tu gusto por los clásicos, ¿cómo consigues ir más allá de sus límites formales y darte esta libertad en la escritura? Para mí los clásicos lo son todo. A Quevedo y a Góngora me los he metido en vena. Escribí Fragmento gracias a Góngora, lo que pasa es que luego tienes que leer también la poesía de hoy para simplemente saber qué se está haciendo, porque si no puede suceder como en la película Amanece que no es poco, en la que un novelista está escribiendo Luz de agosto de Faulkner. Además, cada época tiene su coyuntura propia, unas coordenadas espaciotemporales diferenciadas, por eso hoy en día quizá una no se pueda sustraer a la lectura de Ashbery o tantísimos otros. Aun así, insisto en que se necesitan los clásicos. La gente se extraña porque leo a Garcilaso, a Quevedo, a Góngora, a San Juan casi todas las noches, y a los metafísicos ingleses y el romanticismo alemán. Y luego sí, también leo con muchísimo gusto a Julieta Valero, por ejemplo, a mis contemporáneos. De hecho, en el dictum son los que me acaban influyendo más. La tradición es el necesario background. Juan Carlos Mestre pone a volar mi imaginación, lo leo y me arrastra, pero el background de Quevedo a mí no me lo puede quitar nadie, lo llevo conmigo. Tengo la manía de memorizar poemas, me sé casi todo el Lorca neoyorquino de memoria, casi todo el Cernuda surrealista, parte de Miguel Hernández, muchos clásicos... y eso lo llevo conmigo. Supongo que a la hora de escribir esto aflora de alguna manera. De los clásicos quizá el que más me impresionó fue Góngora, al que también conocía el Miguel Hernández de Perito en lunas. Góngora fecunda la imaginación, es un surrealista avant la lettre. En Fragmento hay una cita suya: «¡Oh cuánto yerra / delfín que sigue en agua a corzo en tierra!», que es una imagen completamente surrealista, es siglo XX, si no XXI. Por eso la Generación del 27 lo reivindicó, las primeras metáforas surrealistas son de Góngora. Es como El Bosco en pintura.

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Entrevista a Marta Agudo

La presencia de léxico de hospital es muy potente en este libro. ¿Cómo ha sido tratar ese campo semántico desde lo poético? El libro se abre con tres citas. Una es de Susan Sontag, que tiene un libro ensayístico e inteligentísimo sobre la enfermedad, La enfermedad y sus metáforas, lo que me permite acercarme a este tema de un modo más abstracto. Luego viene su vivencia práctica, y esto lo tomé de La montaña mágica de Thomas Mann; me refiero a la dimensión hospitalaria, porque cuando hemos estado hospitalizados no podemos evitar pensar: «Ostras, ayer aquí se murió alguien o quizá le estuvieron dando quimio o tenía una enfermedad rara. ¿A quién han pinchado antes con esta aguja?». Y la última cita es la de Miguel Hernández, sobre el suicidio, que también aparece varias veces en el libro. Me interesaba recoger tonos diversos, quizá inconscientemente, para que el lector se dé cuenta de que en España hay muy pocos libros que traten la enfermedad. Tenemos a la gran Chantal Maillard y está el Diario de una enfermera, de Isla Correyero, que, en calidad de enfermera, habla de pastillas y demás, de la cotidianidad del enfermo. Hay más ejemplos, pero muy poca literatura de la enfermedad, y cuando te vas a operar y hospitalizar te apetece leer sobre el tema. Por ejemplo, la dimensión del tiempo en el hospital es singular: los días no cambian, una no sabe si lleva ingresada siete días o nueve, son todos iguales. También estaría Pabellón de reposo de Camilo José Cela, Jorge Riechmann, que tiene unos poemas dedicados a la enfermedad, y Sergio Gaspar, que escribe acerca de la enfermedad de su madre. Pero es un tema muy minoritario. Una gran minoría, por decirlo de alguna forma. El tratamiento poético de esos términos surge porque estás rodeada de elementos ajenos a lo cotidiano, en su mayoría. Me refiero al suero, por ejemplo, a una comida tediosa, a la propia cama del hospital o a cómo te trata el médico. Para él (y quizá es lógico que así sea para poder sobrevivir) eres uno más. Por eso en un poema de Historial trato la indefensión de sentirse sólo carne en las pruebas médicas («Existo, bien lo sé») y todas las pruebas que te pueden hacer y toda la posibilidad que tenemos de estar enfermos. Eres simple cuerpo, el enfermo es superficie en un hospital, mera superficie donde investigar. Lo de dentro no le importa a nadie. De lo que se habla es de una inyección, de ponerte una vía, de cómo «vamos a entrar con una sierra eléctrica por el cerebro». Insisto, simple superficie, más o menos metros cuadrados.

te con el ser humano en situación de desventaja frente a la enfermedad? No lo había pensado, pero puede ser. Es verdad. Incluso así, enfermo, el hombre puede ir al mejor hospital que conozca, no depende de la compasión de nadie que le lleve. Cuando a uno le detectan una enfermedad terminal no puede hacer nada, es como el perro al que dejan abandonado. Para mí el animal siempre ha sido vitalmente importante porque representa la inocencia absoluta, no se puede defender de ninguna manera. Sí, los niños (el bebé, sobre todo) y el animal son los grandes damnificados de la humanidad. En Historial también hay cierto compromiso y aparecen mencionadas en varias ocasiones, por ejemplo, las pateras. Estamos en un momento socialmente duro; ver el telediario no es fácil y ni siquiera nos cuentan todo. Casi se podría decir que son las enfermedades de la sociedad, sí, las pateras son una enfermedad social. También procuro mirar un poco alrededor, una no se puede sustraer a su momento. Siempre me han dicho que soy muy solipsista y aquí había que abrir el abanico de temas, de realidades. Por ejemplo, hablo de que hay un mapamundi del dolor. Es increíble, pero todavía existe el dengue, hay gente que se muere de tifus, cosas que en Occidente están completamente erradicadas. He leído sobre la enfermedad en el mundo y me di cuenta de que se desarrolla en función de las zonas horarias. En África se siguen muriendo de cosas impensables porque siguen contrayendo enfermedades que aquí eran propias del siglo XIX. Quizá el sida es más democrático, en ese sentido. En Occidente morimos de cáncer y nuestras enfermedades son la depresión, la ansiedad, la obesidad, las dolencias cardiovasculares y las migrañas. Realmente cada zona del mundo tiene su propia forma de morir. Es muy interesante estudiar la historia y geografía de las enfermedades.

Azahara Alonso (Oviedo, 1988) es licenciada en Filosofía y autora del libro de aforismos Bajas presiones (Trea, 2016). Ha participado en varias antologías y escribe crítica literaria. Es profesora en Hotel Kafka y la Fundación José Hierro de Poesía y coordinadora de la redacción de Ámbito

La figura del perro aparece en varias ocasiones. Como ser damnificado, ¿habría un puen-

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Cultural de El Corte Inglés.


Entrevista a Manu Espada Por Ginés S. Cutillas Fotografías: Isabel Wagemann ©

Aprovechando la Feria del Libro de Madrid, donde el camino de la mayoría de escritores de este país se cruza por unos días, entrevistamos a Manu Espada por la reciente publicación de su ensayo Las herramientas del microrrelato, un ensayo lúcido sobre el género. Bajo el calor fulminante de El Retiro nos intentamos refrescar con una cerveza en la mano.

¿Cuándo comenzaste a escribir microrrelato? ¿Eras consciente del género? Empecé a escribir microrrelato en 1998, en un programa de Radio 3 llamado El ojo de Yahvé, pero no era consciente del género. De hecho, creo que poca gente en aquella época consideraba el microrrelato un género; los llamábamos cuentos cortos, sin más. Posteriormente comencé a ser consciente de que estaba surgiendo un

género con personalidad propia cuando descubrí el concurso de hiperbreves del Círculo Faroni, fundado por Luis Landero. Tenía textos maravillosos que utilizaban técnicas muy llamativas, como la inversión cronológica o la de conceptos. Tras dos libros de relatos y dos de microrrelatos —El desguace (2007), Fuera de temario (2010), Zoom. Ciento y pico novelas a escala (2011) y Personajes secundarios (2015); ahora se reedita el bien acogido Zoom en Talentura—, ¿cómo ha sido el aprendizaje del género? ¿Qué te aportó cada uno? El aprendizaje ha sido muy autodidacta, como una búsqueda. El primer paso fue la lectura de cientos de textos de maestros del género como Ana María Matute, Ana

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Entrevista a Manu Espada

María Shua, Luisa Valenzuela, Cortázar, Raúl Brasca, Marco Denevi, José María Merino, Juan Pedro Aparicio, etc. Me fijaba en sus técnicas y sus estructuras y poco después comencé a escribir mis propias historias en mi blog La espada oxidada, que ya ha cumplido once años. Gracias al blog pude investigar mucho todo lo referente a la experimentación formal y de contenido, y publiqué Zoom con todos los conocimientos que había adquirido todos esos años de formación autodidacta. Años después vino Personajes secundarios, donde, además de nuevas técnicas, añadí una historia personal que me sirvió de hilo entre los textos, de manera que quedó un libro más compacto. Zoom me abrió todo un universo, el conocimiento de un género, y Personajes secundarios me ayudó a perfeccionar las técnicas, pero también a escribir más desde las tripas.

¿Cómo has enfocado el libro? Veo que es una enumeración de herramientas para gente que se quiere adentrar en el género. ¿Es un libro para principiantes o una persona ducha puede descubrir algo nuevo? Se trata de una serie de técnicas que he ido aprendiendo, descubriendo y experimentando durante los veinte años que he estado dedicado al estudio de las estructuras internas de los microrrelatos, y pueden ser útiles tanto a gente que quiera aprender a escribir microrrelatos como a autores experimentados interesados en bucear en nuevas fórmulas que aún no hayan empleado. Una de las grandes ventajas del microrrelato respecto de otro tipo de géneros es que, al ser textos tan cortos que empiezan y acaban una historia en un pequeño recorrido, puedes analizar varios textos sin la necesidad de trocearlos, como pasaría con un libro sobre escritura de novelas o de relato largo. ¿Cómo ha de ser un lector de microrrelato? ¿Es este un género para escritores? No creo que el microrrelato sea un género exclusivamente para escritores, pero sí creo que es un género para lectores con mucho background cultural a sus espaldas, un bagaje necesario para rellenar las elipsis, los huecos propios del género. Por poner un ejemplo práctico, hay un microrrelato de Juan Pedro Aparicio titulado «Luis XIV» cuyo cuerpo de texto es «yo». Uno de los micros más cortos escritos en español. Pues bien, el lector tiene que saber quién fue Luis XIV para entenderlo, porque si no sabe que fue un rey francés absolutista cuya máxima era «el Estado soy yo», no comprenderá el texto.

¿Por qué la necesidad ahora de escribir un libro de teoría del microrrelato? ¿Qué crees que aporta en relación a los de Lagmanovich, Andres-Suárez o Valls, por ejemplo? Lo que diferencia precisamente a Las herramientas del microrrelato es que se trata de un libro eminentemente práctico y que está escrito desde el punto de vista creativo de un autor, no desde el punto de vista de un teórico o un filólogo, porque quise escribir un manual que fuese complementario a los libros de los grandes expertos del género a los que tú nombras. Gracias a este tipo de libros, el género chico sigue creciendo, porque necesita de una base teórica, histórica y práctica en la que sustentarse.

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¿Todo el mundo puede escribir microrrelato con técnica? Se puede aprender a escribir, sí. Los talleres y los libros de técnicas de escritura creativa no sólo sirven para aprender las normas o las fórmulas, sino que pueden descubrir en muchos alumnos una vena creativa que desconocían. Precisamente mi libro está inspirado en Gramática de la fantasía, un manual de Gianni Rodari que el escritor italiano utilizó para dar clases en colegios e institutos italianos. Rodari comprobó que, muchas veces, no eran los alumnos que sacaban las mejores notas necesariamente los más creativos, y alumnos con malas notas encendían gracias a sus técnicas la mecha de una imaginación desbordante que además contribuía a elevarles la autoestima. Cualquiera es capaz de aprender a escribir, pero si nunca lo has inten-


tado, jamás sabrás de lo que eres capaz. La proliferación de cientos de blogs en la época del boom del microrrelato, hace unos años, hizo que gran cantidad de escritores en potencia descubrieran sus facultades gracias a un género que les permitía ir publicando textos cada semana. Es lo que denomino «generación blogger». Poe decía que cualquier obra debe comenzar por el final… Más allá de la metáfora a la que se refería Poe, una de las técnicas que explico en el libro cuenta literalmente cómo empezar por el final. Se trata de dar la vuelta al tradicional esquema aristotélico de planteamiento, nudo y desenlace y comenzar por el desenlace, seguir por el nudo y acabar por el planteamiento. La primera vez que vi una historia contada al revés fue en un texto que había ganado el premio del Círculo Faroni y me pareció magistral. En cualquier caso, yo soy de los que tiene que tener pensado el final, incluso antes que el planteamiento, porque me gusta realizar un esquema antes de empezar a escribir. Otros autores prefieren dejarse llevar por la historia, pero entonces es más complicado usar una técnica completa para desarrollar una historia. ¿Cómo afecta tu profesión de periodista y guionista de televisión en tu forma de ver el mundo a través de estos pequeños textos? ¿Tiene algo de espectáculo el microrrelato? La televisión es puro espectáculo. De hecho suelo decir que en la tele no se hace periodismo, lo que se hace es eso: espectáculo. El microrrelato tiene mucho de espectáculo cuando se utilizan las técnicas más llamativas, las que se basan en el ingenio o la sorpresa, pero más allá de este tipo de juegos el microrrelato sí es literatura. La televisión me ha ayudado a elaborar algunas técnicas visuales y a organizar mis textos mediante el esquema que usamos los guionistas, que se llama «escaleta». Los conocimientos audiovisuales también me han servido para montar un canal en Youtube llamado #MicrosConMicro, en el que narro microrrelatos propios y de otros autores con imágenes y música. En cuanto al periodismo, me ha servido para convertir en literatura historias reales con las que me he topado. ¿Qué características ha de cumplir un buen microrrelato? Hay varios decálogos de autores, pero casi todos coinciden en que tiene que tener narratividad, es decir, aunque parezca de Perogrullo, tiene que contar una historia, por corta que sea, y no quedarse en una mera es-

tampa o texto lírico. Tiene que contar algo, como una buena canción. Las letras de las canciones tienen más o menos la misma extensión que un microrrelato y nos transmiten historias maravillosas que nos emocionan, nos hacen pensar, nos hacen viajar o nos meten dentro de una historia de amor, pero siempre hay una historia. Un microrrelato sin historia se quedaría sólo en música instrumental, en fuegos artificiales. Eres profesor de talleres del género. ¿Con qué texto comienzas siempre para aclarar qué es un microrrelato? Siempre contrapongo dos ejemplos que usan la misma técnica, pero uno que cuenta una historia y otro que no tiene historia, tan sólo un hecho episódico o una anécdota. El texto sin historia es un texto del libro Ejercicios de estilo de Raymond Queneau en el que cuenta un hecho anodino en el que un hombre va en un autobús y otro hombre le avisa de que tiene un botón del abrigo desabrochado. Queneau cuenta esta historia de noventa y nueve maneras distintas, y en una de ellas, titulada «Sínquisis», usa una técnica que consiste en desordenar las frases, pero se queda en eso, en un desorden de una historia trivial. En cambio, el texto al que lo contrapongo, un microrrelato de Julio Cortázar titulado «Por escrito gallina una», usa la misma técnica pero contando una historia maravillosa en la que un experimento en Cabo Cañaveral sale mal y las gallinas empiezan a hablar, pero de manera desordenada. Un texto es sólo un ejercicio de estilo y el otro es un microrrelato. ¿Qué piensas de la hibridación de los géneros? ¿Es el microrrelato un género totalmente estanco? Creo que es un género totalmente híbrido, y para explicarlo, nadie mejor que la reina del género. Ana María Shua lo define de la siguiente manera: «El territorio del microrrelato tiene límites políticos bien definidos con los países que lo rodean. Al norte, el país del cuento breve. Al sur, el país del chiste. Al este, las vastas praderas un poco monótonas del aforismo, la reflexión y la sentencia moral, algunas con sus pozos de autoayuda espiritual. Al oeste, el paisaje bello y atroz, siempre cambiante, de la poesía. En el centro de cada país, nadie tiene dudas sobre su nacionalidad. El problema es que los límites políticos son convencionales, arbitrarios, borrosos. A veces uno se distrae siguiendo un río por la selva y de golpe se encuentra sin querer del otro lado. ¿Perú, Brasil, Ecuador,

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Entrevista a Manu Espada

Colombia, Venezuela? Qué importa: todo es la selva del Amazonas. Brevedades: ni al autor ni al lector le preocupan demasiado las clasificaciones. El descubrimiento que la crítica ha hecho del género en los últimos veinte años se parece muchísimo al de Colón. Es francamente geográfico». ¿Cuáles son tus lecturas? Tengo acumulados sobre la mesilla varios libros de todos los géneros, pero suelo leer mucho microrrelato y relato largo, sobre todo de corte fantástico, pero también mucha Historia, una de mis grandes pasiones, además de biografías y novela gráfica, y últimamente leo junto a mi hijo mucha literatura infantil y cómics. Y la prensa, desayuno con siete periódicos cada día sobre la mesa. ¿Qué influencia tiene Internet en este nuevo auge del microrrelato? Tuvo un gran auge durante el boom de los blogs al que me refería anteriormente, cuando hace unos ocho años comenzaron a proliferar cientos de blogs con gente que escribía microrrelato y que además formó una gran comunidad en torno al género. De hecho, hoy en día se siguen haciendo quedadas de aquellos blogueros. Otra de las patas de este auge han sido los concursos. Tras el boom, el género parecía que estaba destinado a morir de éxito, porque las redes sociales se comieron a los blogs y la mayor parte de los autores dejaron de escribir, sobre todo cuando publicaron un libro en papel, porque era como acabar un círculo que se daba ya por cerrado. Afortunadamente, todavía hay autores de aquella época de internet que siguen escribiendo y varias editoriales han apostado fuerte por ellos. ¿Qué microrrelato te hubiera gustado escribir? ¿Por qué? «El niño al que se le murió el amigo», de Ana María Matute, porque es un microrrelato que cuenta toda una historia sobre el crecimiento del ser humano y el dolor desde la más absoluta ternura. Es un texto magnífico que tiene todo lo que tiene que tener un micro. ¿Qué diferencia un microrrelato de humor de un chiste? En cierta ocasión escuché una máxima que dice: «Si parece un chiste, lo es». En realidad muchas veces la mera intuición te dice que estás delante de un chiste. Hace unos años estuve trabajando para una productora de te-

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En cualquier caso, yo soy de los que tiene que tener pensado el final, incluso antes que el planteamiento, porque me gusta realizar un esquema antes de empezar a escribir.

levisión escribiendo chistes y casi todos tenían las mismas estructuras, que iban desde los juegos de palabras a las situaciones grotescas. Un micro por supuesto puede ser cómico, de igual manera que hay novelas de humor y no son menos literatura que las tragedias, pero el chiste básicamente busca sólo la carcajada sin reflexión, y la comedia siempre busca una reacción reflexiva sobre los hechos expuestos, aunque sean cómicos. ¿Están apostando las editoriales independientes por el microrrelato? ¿Y las grandes? Diría que las únicas editoriales que están apostando por el microrrelato son las independientes, porque las grandes sólo publicarían un libro de microrrelatos a un presentador famoso o un autor consagrado. No veo a las grandes editoriales publicando libros de microrrelatos de momento, las cosas tendrían que cambiar mucho en el panorama literario. Sin embargo, sí fue todo un tanto para el género el hecho de que Cátedra recogiera un estudio y una antología muy completa de Irene Andrés-Suárez. ¿Cuáles son los sentidos del género? En Las herramientas del microrrelato enumero seis sentidos. La vista, para leer todo lo que puedas y observar lo que ocurre a tu alrededor. El oído, porque todo el mundo tiene algo que contar. El tacto, escribiendo una primera frase que sea como un bofetón en la cara del lector y cuando te vaya a dar el puñetazo, atízale tan fuerte con la última frase que caiga KO sobre el folio. El olfato, porque los personajes están vivos y el lector tiene que olerlos. El gusto, añadiendo ingredientes, cambiando la textura, poniendo o quitando azúcar. No hay que sacarlo del horno hasta sea digno de mostrarse en una vitrina a los comensales. Y el sentido común, creando un universo verosímil que funcione con sus propias reglas internas.


Entrevista a Lara Moreno Por Daniel López

Fotografías: Carolina Cebrino ©

Curtida en el género del cuento, tras su primera novela Por si se va la luz (Lumen, 2013), Lara Moreno reincide en la prosa de largo formato con Piel de Lobo (Lumen, 2016). La aparición de esta obra sucede el año en que es editora invitada del sello Caballo de Troya. En Sevilla, volvemos a encontrarnos para esbozar y analizar los entresijos de estas dos novelas.

Piel de lobo es tu segunda novela. ¿Cómo te has enfrentado a ella tras el cierto reconocimiento que recibiste con la anterior, Por si se va la luz? Estaba acojonadísima. Era un libro muy diferente al otro, muchísimo más íntimo, y se enfocaba casi exclu-

sivamente en lo femenino. Ahora estoy muy contenta, sobre todo por la reacción de los lectores. Con la otra novela tuve reseñas mucho más espectaculares porque fue un reto técnico diferente, pero con esta he comenzado a recibir noticias de gente a la que no conocía de nada y que había leído mis libros. En esta novela hay un reto técnico menor, obviamente, pero el hecho de que me haya supuesto el enfrentarme con mis sentimientos de manera distinta y que la gente lo haya recibido así ha sido alucinante, sobre todo después de esa primera sensación de miedo. De pronto, la gente decía emocionarse con ella y te dices a ti misma: «Ya está». Porque al final, tú escribes por ti, pero la obra pertenece a los lectores.

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Entrevista a Lara Moreno

Entre Por si se va la luz y Piel de lobo existen algunos elementos comunes, aunque tratados de diferente forma: el juego de narradores, la importancia de los personajes femeninos, el análisis de las relaciones interpersonales, también el tema de lo familiar, la maternidad... ¿Cuáles son las diferencias y similitudes entre Piel de Lobo y tu anterior novela? Las continuidades de las que hablas son acertadas. Yo daría más aparte de esas. Pero la consciencia en los personajes femeninos es mayor en Piel de lobo. En un taller del escritor cubano Ronaldo Menéndez, este había hecho una cosa que no hice ni yo misma, que fue contar cuántas veces hablaba cada personaje. Todos los asistentes pensaban que Nadia, la protagonista de Por si se va la luz, era la que más lo hacía, y no era así. La intención en Nadia no fue tan consciente, pero sí puede que tuviera más fuerza porque evidentemente era el personaje que tenía una correlación mayor conmigo. En Piel de lobo sí está esa intención explícita y toda la novela está vista desde el punto de vista de Sofía. La intención en esta novela era que el eje fuera Sofía. Esta novela pivota constantemente sobre lo femenino; en Por si se va la luz era todo lo contrario, me interesaba muchísimo la totalidad de los perfiles humanos en cualquier sentido. También, a posteriori, he visto otros elementos en común, como por ejemplo el encierro. En Por si se va la luz encierro a los personajes en un pueblo en el campo, y aquí vuelvo a encerrarlos en una casa que está dentro de un pueblo. El pueblo no está deshabitado, pero las dos hermanas viven de espaldas al pueblo de manera constante. Esto lo hago de una forma consciente y a la vez inconscientemente. Inconsciente en lo significativo, en el sentido que pueda tener ese hecho en la historia; pero sí consciente en lo creativo, porque me doy cuenta de que me resulta muchísimo más fácil aislar a los personajes; porque me interesa lo de dentro, las relaciones entre ellos, y el exterior se queda siempre como un ruido de fondo. El ruido que me interesa es el ruido de lo cotidiano. De ahí mi tendencia a hacer borroso todo lo que rodea a los personajes. Quizá, en ese sentido, los personajes de tus novelas están desprovistos del elemento tecnológico. ¿Es esa una decisión consciente? Es curioso porque ayer fui a ver Paterson, de Jim Jarmusch, y me llamó muchísimo la atención cómo quita

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los elementos tecnológicos de la película, haciéndola atemporal, hasta que de repente los introduce de una manera muy natural. Los quito conscientemente porque me estorban. En Por si se va la luz era el punto, apartarlos de la tecnología, y aquí reconozco que era algo que me estorbaba estéticamente dentro de la construcción de los personajes y de la historia, aunque no podía eliminarla del todo. Sí trato de emborronarla, usarla de forma muy parca, que es todo lo contrario a cómo utilizamos, por ejemplo, un teléfono móvil en nuestro día a día. Si no te importa, me gustaría volver a las relaciones que se establecen entre las dos novelas, por las que antes te preguntaba. Sí, claro. Me hablabas de los narradores. Con respecto a lo técnico, Por si se va la luz fue un reto muy grande, y aquí lo técnico estaba supeditado a la historia. Antes de escribir Por si se va la luz ya me había planteado cuestiones técnicas previas; aquí lo técnico es mucho más sutil y está supeditado absolutamente a la historia. Lo técnico queda más invisible y es aparentemente más sencilla, por lo menos en la factura. De hecho, dejar en un segundo plano lo técnico me ha hecho sentir esta novela muy diferente a la otra en el proceso creativo. Aunque no soy innovadora en mis formas de contar, sí que cuido y trato decir las cosas de otra manera, tengo mis «miniarquitecturas» de lo técnico, pero en Piel de lobo sentía como que no las tenía y eso me daba mucha inseguridad. Y esa es la diferencia entre este libro y todo lo demás que haya escrito. Es la primera vez que he escrito un libro donde veía la luz al final del túnel y eso supone una diferencia abismal en comparación con el otro. Fue una sensación extraña porque Piel de lobo se escribía con mucha carga emocional y a la vez con mucha ligereza a la hora de avanzar.

Piel de lobo no es una novela coral, pero los personajes secundarios sirven de sustento o a veces incluso de espejo para el principal, que es Sofía. ¿Cómo ha sido el trabajo de los personajes en este libro y cómo te sirves de sus relaciones? Inevitablemente no puedo dejar de compararla con Por si se va la luz. En aquella no había personajes secundarios, estaba planteada de forma que todos los personajes tuvieran la misma relevancia. En Por si se va la luz no puedes quitar a ninguno, porque se desmoronaría


en Rita y Sofía, Leo es el niño de hoy y toda la trama gira en torno a él, en cómo le afecta a él esa actualidad. Pensaba hacer una novela sobre el tratamiento de la violencia y la infancia, pero luego me di cuenta de que estaba escribiendo sobre la separación y también sobre la maternidad. Leo es el motor de las acciones de los personajes, pero el niño no tiene voz, y eso para mí es la infancia en realidad: todo lo hacemos por ellos, pero luego no tenemos un rato para sentarnos con ellos.

la historia. En Piel de lobo es distinto. Aquí parto de dos, que son Sofía y Rita. Para mí esos personajes son esenciales, igual de esenciales que eran los siete personajes de Por si se va la luz. Uno no puede existir sin el otro, pero evidentemente le doy todo el peso a Sofía. La historia está contada a través de los ojos de Sofía, pero Rita es su negativo. Evidentemente los personajes en Piel de lobo aparecen cuando significan algo para la historia principal, no se sostienen por sí mismos. Por ejemplo, el hombre de las salinas en Piel de lobo, como personaje en sí, no representa nada, pero con su aparición se expresa el miedo de Sofía a haber perdido su vida sexual y el nuevo acercamiento a lo erótico. El personaje de Julio, su expareja, es la vida que tuvo Sofía en los últimos años, de donde viene. Leo, su hijo, es un personaje esencial. En algún lugar me dijeron que había construido un niño muy plano. Tampoco me lo había planteado, pero sí sé la intención que tuve al construir a Leo, que desde su silencio me parece un personaje absolutamente esencial. Esta novela en realidad habla de la infancia. Leo es el niño de la actualidad, pero hay otros dos, Sofía y Rita de niñas. Al igual que estoy cuestionando la vida, la educación o las cosas que vivieron y cómo afectaron

En Por si se va la luz existía una intertextualidad explícita. Hace unos años me comentabas que su motivo fue el introducir en la narración las lecturas que te acompañaron en aquel proceso de escritura. En Piel de lobo, las Confesiones de Marina Tsvetáyeva aparecen casi como un palimpsesto o un espejo en el que se refleja la historia de Sofía. ¿Cómo trabajas la intertextualidad en Piel de lobo? Aquí hay muchos menos libros. Todo lo técnico en Por si se va la luz tiene una intención clara desde el principio. El libro comienza con: «Nos hemos llevado cincuenta libros, todos por leer». Es decir, quería hablar de libros porque me parecía esencial en ese momento. Aquí no. Este personaje no podía leer. Es un personaje que no tiene la capacidad de aguantarse a sí misma ni diez minutos, por lo que tampoco puede leer. Aquí aparecen tres libros que casualmente son de tres mujeres y te prometo que no fue intencionado. Los libros son: Decreación, de Anne Carson, el de Marina Tsvetáyeva y, en otro momento, The Garden Party, de Katherine Mansfield. Los tres libros estaban conmigo durante el proceso de escritura. Carson fue accidental. Me compré el libro para irme de vacaciones, cuando comencé a escribir la novela, y, casualmente, el primer poema habla sobre la madre. El que sí era una referencia clara es Confesiones. Lo había comenzado y dejado de leer por su vastedad, pero sí había llegado a la parte terrorífica que tiene que ver con la relación de Marina con sus dos hijas. Cuando leo esto, sí sé que voy a escribir una novela sobre hermanas y que voy a tratar la maternidad, y esta referencia sí la trabajé de manera muy consciente. El punto que a mí me interesa es Sofía como una de las hijas de Marina, no desde el paralelismo como madre. Este era un germen de la novela, pero otro era cómo los débiles siempre se acaban cayendo, hasta dentro de un sistema aparentemente sólido que está creado para cuidar a sus miembros como es la familia. Es un pequeño homenaje a los débiles.

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Entrevista a Lara Moreno

Uno no se pone a inventar

Hay una cuestión que me llama la atención. Tanto Nadia en Por si se va la luz como Sofía en Piel de lobo parecen debatirse constantemente entre lo moral y lo ético, con diferentes matices. Incluso sus relaciones parecen atravesadas por este debate. ¿Cómo sitúas a tus personajes en relación con lo que te comento? En ese aspecto Nadia y Sofía son muy distintas. Nadia es más amoral. Le importa muchísimo menos lo que es bueno o hacer el mal, y, de hecho, hace el bien casi de forma inconsciente. Sería como la parte más natural de lo correcto, fuera de lo impuesto; es bastante más anarca. Pero Nadia es igual de analítica que Sofía, aunque Sofía en realidad se sitúa en el lado correcto. De hecho, la atormenta un poco. La única cosa en la que Sofía se salió de la norma se sitúa en los últimos años con su pareja, cuando esta se rompe, donde no hay moral ni ética, sólo una hipocresía social.

la responsable, o de la infancia de su hermana; se echa encima toda esa moralidad cuando no es culpable de absolutamente nada. Es un personaje esencialmente emocional. En ese sentido, Sofía es mucho más judeocristiana que Nadia, está más presa, es mucho menos soberbia, también menos auténtica. Es más gris.

Es cierto que, en ese punto, es donde Sofía se manifiesta por encima de ese debate, donde asume la realidad tal y como es y trata de gestionarla de la mejor forma posible con su pareja, reconociendo los hechos tal y como son. Claro, pero tampoco le sale bien y acaba de nuevo en su rutina. Sofía está atormentada constantemente, llena de culpa por cosas por las que realmente no tiene la culpa. Se culpa de la educación de su hijo cuando no es

Tienes una mirada incisiva hacia tu generación. En tus obras se podría identificar casi un retrato generacional de una juventud ya madura, o maduros a secas. ¿Cuánto de retrato colectivo y cuánto de crítica hay en ello? Mira, en ese aspecto he vuelto con la misma mirada crítica que en el libro anterior, aunque en el otro fui más directa y política. En la anterior novela había una acción por parte de esa generación con respecto al mundo que les rodeaba: alejarse de la ciudad. Aquí, directamente no hay ninguna acción, pero la crítica es la misma. No deja de ser mi generación y la crítica que hago es de una indiferencia, de una pasividad, de un ensimismamiento y —esto que voy a decir espero que se entienda bien, con mil millones de comillas— somos un poco una generación de «niños de papá». Somos los niños de la Transición, llevamos ese disfraz encima, y aunque no nos lo pusimos nosotros, sí podríamos haber tenido un poco de capacidad crítica y de actuación en algún momento. Creo que ha habido un estupor al pensar que la solución nos correspondía a nosotros, y en Sofía significa desazón. Sofía llega a una ciudad, que por cierto es Sevilla, y hay un momento en el que atraviesa una manifestación en la que se sorprende de que haya todo tipo de personas. Vuelve a ella y la ve desde fuera. Para mí eso es muy sintomático. Se siente estafada, porque nuestra generación evidentemente ha sido muy estafada por esa Transición. Nos vendieron el oro y el moro y luego no tuvimos ni el oro ni el moro. Es cierto que la ad-

sentimientos, los sentimientos ya existen, y normalmente tomas sentimientos que pueden venir de diversas experiencias...


de ellas dos como indicios de un desastre que hasta el final no se conoce. Hay una intención muy de realidad en este libro, de ahí la sutilidad y la contención, porque creo que la realidad es así y no te va dando pistas grotescas. Ha sido un trabajo mucho más silencioso, menos expuesto.

versidad no ha sido poca y nos comimos una crisis en nuestro inicio laboral, pero no es el momento de seguir adormilados. En mis novelas surgen la frustración, la desidia y la falta de pertenencia, o la falta de identidad colectiva y también íntima. En este sentido, Sofía es una muestra de ello. Está hueca.

Hablas de dos niveles en la sutilidad, pero también existen dos niveles en la narración; quizá ambos estén relacionados. Por supuesto. En los narradores también hubo un reto, que es una cuestión que te planteas siempre desde el principio: qué narrador utilizar y en qué tiempo narrar. La combinación de diferentes personas y tiempos verbales me producía un descanso y me permitía ir trabajando con la información de cara a ese final que no quería revelar, pero que a la vez tenía que anunciar levemente para mantener al lector.

La técnica quizá no sea tan llamativa como en la anterior novela, pero sí que a partir de su uso se pueden seguir las pistas de lo que está por venir. Parece como si cifraras tu objetivo en hacer al lector autónomo de los narradores a partir de lo técnico. ¿Cuál ha sido el reto técnico en esta obra? La sutilidad. La sutilidad en todos los aspectos, porque hay una cosa en esta novela que conecta con todo lo cotidiano, que no está contrastado con nada. En mi anterior novela también estaba lo cotidiano, pero desde un punto de extrañeza. Para mí, que vengo de lo fantástico en general, esa extrañeza habían sido los agarres frente a esa mirada de lo cercano. Pero aquí me desnudo de todo eso. Digamos que despojé a Sofía del elemento fantástico y de extrañeza. Al despojarla de ello, se me hacía más difícil, porque no soy nada vertiginosa y aquí tenía que hacer que de forma muy sutil todo surgiera. Tenía que hilar muy fino para que, en la imagen que tenía en la cabeza, se expresaran los mínimos cambios de lo cotidiano, que son muy difíciles de expresar pero fundamentales en esta obra. Luego, el reto técnico más difícil, y esto no lo hablo mucho, fue dar información desde el inicio sobre el tema y el cómo darla sin que revelara el final. La sutilidad está presente en dos dimensiones. Está la sutilidad de lo cotidiano, lo presente del personaje; y luego está la sutilidad del pasado, donde el tratamiento es muy diferente al de esa persona que recuerda su infancia. En la elección de elementos del pasado construyo la relación

Planteas que el libro gira en torno a un motivo, las relaciones abusivas en la infancia, pero su desarrollo acaba siendo amplio y la novela acaba convirtiéndose en una radiografía de las relaciones familiares, que desde mi lectura ocupan el centro de la obra. Claro. Digamos que la anécdota es esa, el territorio de violencia de la infancia. Digamos que el mensaje es una pregunta: «¿Quién sostiene a los débiles?», centrándome en ese espacio de la infancia; pero, evidentemente, el tema que está siempre presente es la familia. En Por si se va la luz hago todo lo contrario, construyo familia desde donde no la hay; cómo los seres humanos acabamos construyendo relaciones comunales y haciendo familia que en cierto modo elegimos, fuera de la obligación. La obligación de la familia en la infancia es una cuestión de supervivencia; es tan profunda, amorosa y rotunda como turbia, porque está llena de obligaciones y dependencias. Toda la carga, desde lo genético a lo económico pasando por la interacción social, cae sobre la infancia y, de alguna manera, acaba determinando a los hijos. Y a la vez, el amor incondicional por ellos puede ser lo más fascinante del mundo y convertirse en algo opresivo. Nunca me había metido en este tema en mi narrativa anterior y, aun así, lo toco desde la relación entre dos hermanos, que se encuentran ambos en el mismo nivel, para ver cómo se siguen dando ciertas relaciones de jerarquía o dependencia, siendo ambas víctimas. Pero sí, el tema de la novela es la familia.

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Entrevista a Lara Moreno

En ese sentido, en algunos momentos los personajes se vuelven bastante juiciosos los unos con los otros, hasta el punto de que Sofía, por ejemplo, llega a vivir la culpa de una manera muy acuciante, tú misma lo comentabas antes, mientras que su expareja mantiene una calma mayor sin dejar de responsabilizarla de algunos hechos. Estas idas y venidas en los roles de víctima y victimario, ¿hasta qué punto han sido un proceso consciente en la escritura de la novela? Sí, fue consciente en el momento de escribirla. El tema de la culpa sí que lo tenía muy focalizado en un aspecto que al final he hecho extensible a otros campos. La radiografía de Sofía es tan exhaustiva que al final no dejas de trasladar cualquier aspecto que circunda tu vida a ese personaje. Creo que está la culpa en dos sentidos: esa culpa judeocristiana de la que antes hablábamos y de la que no se salva nadie; y luego otra más depurada, la culpa como una autocrítica disfrazada, como la ausencia o no de responsabilidad de nuestros propios actos, cómo estamos constantemente analizando todo hasta que acaba distorsionándonos. Y en las relaciones personales hacemos esto frecuentemente. En este aspecto, Julio representa la contra de eso: le viene a plantear que su pareja se ha destruido, aunque en el fondo no sea la culpa de ninguno. Y es muy difícil vivir eso con limpieza. Cuando se toma la familia como tema literario parece inevitable establecer conexiones con lo biográfico y no hace falta una intención testimonial para que lo vivencial se filtre en la ficción. ¿Qué relación establece esta obra de ficción con tu biografía? Pues es bastante complejo y hay varios niveles. Hay imágenes y recursos que son biográficos. Por ejemplo, el pueblo donde se desarrolla la historia es un guiño a Isla Cristina, que no nombro por la misma razón por la que me deshago de lo tecnológico. Es el pueblo de mi

infancia y hubo una intención concreta de construir escenarios que se agarran a elementos de mi biografía. Estos elementos me permitieron crear ficción a partir de elementos que están en mi memoria. Este sería un primer nivel y la novela está llena de estos guiños. El segundo nivel se crea por lo que tú comentabas: decido hablar de la familia y sitúo el foco en dos hermanas, cuando yo misma provengo de una familia en la que somos dos hermanas. Es decir, hablo de una experiencia que me es conocida. Uno no se pone a inventar sentimientos, los sentimientos ya existen, y normalmente tomas sentimientos que pueden venir de diversas experiencias y los colocas en el lugar de la ficción donde crees que pueden funcionar. El resultado final no eres tú, pero está lleno de emociones que creas a partir de las tuyas. Pero en esta novela se da un tercer nivel. La novela comienza con una anécdota que tenía pensada desde el inicio, con una ruptura de pareja, y se comienza a escribir cuando yo estoy en Francia, donde estoy viviendo una situación equis muy distinta a la que relato. Sin embargo, a la mitad de la novela mi situación sentimental cambia y, de repente, me veo escribiendo de una mujer separada a cargo de un niño en el momento en el que yo estoy viviendo por primera vez esa experiencia. Yo empiezo a escribir sobre ello sin necesidad de experimentar nada, pero llega un momento en que la experiencia que estoy viviendo me da materia para el personaje y eso me produce una relajación en el desarrollo del mismo. Si antes me tenía que poner en el papel, ya no me hacía falta, igual que no me tengo que poner en el papel de hermana ni en el de mujer. Es tan básico como es: como no me tengo que poner en el papel de ser humano que tiene miedo a la muerte y al dolor. Hay muchos niveles, pero en el fondo hay uno donde ni estamos siendo fieles a nada ni nos estamos inventando nada, ni una cosa ni la otra. Construimos a partir de emociones y ya el dato biográfico es otro.

Daniel López García (Sevilla, 1980) es periodista y escritor. Licenciado en Comunicación y máster en Literatura General y Comparada por la Universidad de Sevilla, actualmente trabaja en su proyecto de tesis, centrado en el estudio comparado de la literatura dramática de mitad del siglo XX en EE. UU. y el teatro español actual. Ha participado en varios congresos internacionales de literatura como ponente, y colabora y ejerce la crítica literaria en medios como Revista de Letras, Quimera o

La tormenta en un vaso, entre otros.

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Entrevista a Alejandro Pedregosa Por Elena Gené Fotografías: J. Ochando ©

Alejandro Pedregosa acaba de publicar O, editada por Cuadernos del Vigía. Un singular libro de relatos que vuelve a acreditar su pericia narrativa y en el que cada texto alberga también la génesis de la que parte. La conjunción disyuntiva O del título ya nos previene: Alejandro recrea leyendas y narraciones universales, mudándolas y otorgándoles un rumbo narrativo diferente, apelando, como acostumbra, a la curiosidad del lector. Un libro arriesgado que despierta la vivificante sensación de que, al fin y al cabo, quizá nada sea como nos han contado. La libertad creativa que recorre el libro cala enseguida en el lector, que muy pronto se aviene a creer en la feliz mutabilidad de las cosas. Licenciado en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura, Alejandro Pedregosa ganó el Premio de Novela Corta José Saramago con su primera novela, Paisaje quebrado (Germanía, 2004). Después publicaría El dueño de su historia (Point de lunettes, 2008), Un extraño lugar para morir (Ediciones B, 2010), Un mal paso (Ediciones B, 2011), A pleno Sol (Temas de Hoy, 2013) y por último la excelente Hotel Mediterráneo (Planeta, 2015). A sus publicaciones en prosa se suman varios poemarios: Postales de Grisaburgo y alrededores (Universidad de Granada, 2000); Retales de un tiempo amarillo (Ayuntamiento de Trujilllo, 2002); En la inútil frontera (Point de lunettes, 2005); Los labios celestes (Pre-textos, 2007), con el que obtuvo el Premio Arcipreste de Hita, y El tiempo de los bárbaros (Tragacanto, 2013); y dos libros de relatos: La sombra de Caín (Cuadernos del Vigía, 2013) y la recién publicada O (Cuadernos del Vigía, 2017). También firma colaboraciones en prensa, en periódicos como Ideal, Hoy, Sur, El correo o El diario vasco.

Teniendo en cuenta que apenas han pasado quince años desde tu primera publicación, llama la atención lo profuso de tu obra (cinco

poemarios, seis novelas y dos libros de relatos). Posees un torrencial creativo envidiable. Bueno, supongo que tiene que ver más con la capacidad de trabajo que con el talento. Soy muy metódico y cuando tengo claro el proyecto me lanzo sobre él sin grandes miedos. Cuenta también que la mayoría de mis libros de poemas y alguna que otra novela se publicaron a través de premios; eso te hace saltar puestos en la cola y te ofrece más opciones de mostrar tu obra.

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Tu última novela, Hotel Mediterráneo, habla del maltrato, pero también del amor y de su capacidad regeneradora. ¿Era importante para ti contrarrestar de esa forma el horror? Sí, de hecho yo defiendo que Hotel Mediterráneo no es una novela sobre el maltrato. Lo utilizo como pretexto, como eje de un contexto en el que puedo hablar de lo que en realidad me importa: la redención del amor, la fuerza de la amistad o las redes de afectos que, al fin y al cabo, son las que nos salvan del precipicio. No es cuestión de ponerse «moñas», pero me resulta obvio que la vida está llena de precipicios y que la mayoría de las veces hay gente que tiende los brazos con intención de sujetarnos. En ella la intriga desempeña un papel fundamental para mantener expectante al lector, pero también es una novela de personajes. En efecto, son las dos claves narrativas que propician el movimiento dentro de la historia. Pero creo que sobre todo se trata de una novela de personajes. El lector se encuentra con un abanico de seres que manejan los vaivenes de la vida con más ilusión que fortuna; pero es que la ilusión es muy importante... Hace andar.

O es tu segundo libro de relatos. El anterior fue Las sombra de Caín. ¿Ha sido diferente su concepción? Sí, La sombra de Caín fue una reunión de los cuentos criminales que venía publicando en prensa. En ese sentido su concepción fue más fácil. O es otra cosa, O se sostiene en una estructura más compleja que demanda cierta participación del lector. Los relatos de O apelan directamente al imaginario del lector (ya sea literario o popular) para que construya desde su conciencia esa parte del relato que (creo) debe quedar siempre inconclusa. Hay quien defiende que la ventaja del libro de relatos frente a la novela es que es más transfronterizo, permitiendo convivir a los diferentes géneros. ¿Compartes esa sensación? Pues no lo tengo nada claro. En este sentido no veo grandes diferencias entre los dos géneros. De hecho, las novelas que más me interesan son precisamente aquellas que tienen las fronteras más laxas, las que permiten, como poco, la mezcla de subgéneros. Por otro lado, no es nada nuevo en nuestra tradición. Desde el principio en la novela española lo hemos fiado todo a este juego. ¡Viva el Quijote!

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En O los textos parten de otros que los inspiran y a partir de los cuales perpetras tu estrategia literaria. ¿Temes necesario que el lector conozca los primeros para disfrutar del libro en toda su dimensión? No, en absoluto, y eso precisamente es lo que más me gusta del libro. Está pensado para diferentes niveles de lectores sin menoscabo de ninguno. El lector culturalista, por ejemplo, va a encontrar guiños de la historia original (Esaú y Jacob, La Celestina, el ratoncito Pérez, Jonás y la ballena...) que quizá le reconforten por lo sutil; por su parte, el lector menos detallista derivará por el lado «nuevo» de la historia (el que yo aporto) y tendrá una experiencia distinta pero de la misma intensidad literaria. Esa es al menos la ambición con la que he trabajado cada relato. El primer relato es impactante. Por la manera en que compendias la historia —también la que lo precede y le sobrevive—, por el clima generado y por la infancia adulterada. ¿Tuviste clara la elección de este texto para que abriera el libro? Sin duda, tenía que ser el relato de entrada, no sólo por el impacto sino porque anuncia muy bien lo que le sigue. España ha sido durante siglos un país rural y las infancias rurales no tienen nada que ver con Bob Esponja o Pepa Pig, y menos aún a principios del siglo XX. El conocimiento de la muerte y el dolor eran casi inmediatos, formaban también parte de la niñez.


Entrevista a Alejandro Pedregosa

Es llamativa la rotundidad de cada comienzo, que impele a seguir leyendo. El turbador inicio de «Mamá Celestina o La Pobreza», por ejemplo: «Yo les hablo desde el interior de la tierra pero no sé si ustedes me oyen». Claro, un buen relato no puede descuidar el inicio. Es el momento en que se quiebra el silencio; si decido hablar, si decido empezar un relato es para echar la mano al cuello del lector y apretar de una forma un tanto macarra: «Amigo, estamos juntos en esto, ¿verdad? Y vas a venir conmigo». En este libro concretamente, los títulos de cada relato funcionan también como parte narrativa, pues sirven para activar el imaginario del lector sobre la anécdota original («La casita de chocolate», «La muerte de Sócrates», «El complejo de Electra»...). Todo lo que el lector sepa de estos asuntos empieza a funcionar en su cabeza antes de que se inicie el propio cuento. Eso alimenta la brevedad y me permite encauzar la historia sin preámbulos explicativos. Tu escritura hace pensar en la poca distancia que media entre lo ideado y la palabra escrita final. Imagino que esa es la ambición de todo narrador. Este tipo de asuntos son los que más me fascinan del hecho creativo. Esa poca distancia de la que hablas entre lo soñado y el producto final se forja en horas de pulido y reflexión. Ahora es el idioma el que me coge a mí por el pescuezo y me amedrenta: «A ver si te portas bien». Una de las características de tu estilo es la pulcritud del lenguaje, siempre preciso. Se intuye un encarecido cuidado a la hora de elegir las palabras. Hace años, cuando compré mi primer diccionario de sinónimos, me di cuenta de que apenas avanzaba en la redacción de los textos. Me dedicaba a jugar, a ir saltando de palabra en palabra como quien cruza feliz un río lleno de piedras. Siempre hay una palabra, un adjetivo, que ilumina con exactitud la sombra que pulula por tu cabeza. Se trata de ser paciente y encontrar. En lo referente a la temática, hay irreverencia en según qué cuestiones o ante determinadas instituciones. En «Mambrú se fue a la guerra o El patriotismo», este último, por ejemplo, queda bastante en evidencia, al menos en su concepción tradicional. El patriotismo ha sido, es y me temo que será (por mucho que Podemos quiera refundar el concepto) la zana-

horia que los listos poderosos ponen en la nariz de los tontos sin poder. La patria se disfraza de ente natural y no es más que una vulgar convención. Ser español, vasco o catalán es un sentimentalismo que yo tolero con respeto, pero sin olvidar que no es más que eso, un brote sentimental en virtud del cual se manda gente a la guerra. Conmigo que no cuenten para cantarle a la patria... A ninguna patria. «Jonás y la ballena o La represión» evoca aquello de «toda buena acción tiene su justo castigo»… [Risas.] Pues sí, a menudo la vida tiene esas paradojas y es mejor aprenderlas pronto. De niño me escapé de casa para ir a un parque al otro lado de la ciudad, donde esquilmé un rosal público para hacerle un ramo de rosas a mi madre porque era el día de su cumpleaños. Me pinché, me hice sangre y al llegar a casa recibí una tunda de justicieros azotes por haberme ido sin avisar y haber deteriorado la flora urbana. A menudo pensamos que basta con la buena voluntad de nuestras acciones. Error. Juega también el azar y sobre todo el gusto de el de enfrente. Un relato en el que de nuevo el oprimido acaba rebelado contra el poder, representados uno y otro de manera irreconciliable. ¿Era importante para ti reflejar esa dialéctica? A mí el poder me interesa por lo que tiene de fuerza transformadora. No lo concibo, en principio, como algo nocivo, sino más bien como un motor capaz de proponer (y conseguir) modelos más justos en la relación entre los seres humanos. No se me escapa por supuesto que buena parte de los detentadores del poder lo utilizan exclusivamente en beneficio propio; y es ahí donde surge el relato, cuando el poder, desvirtuado ya y paranoico, empieza a sospechar de los débiles y actúa contra ellos. «Amaba la libertad y los versos clásicos con el mismo vigor que odiaba las tropelías de nuestros corruptos gobernantes», dice el protagonista de «El ratoncito Pérez o La Academia», traicionando luego sus propios ideales. ¿Es difícil mantener la coherencia con lo que uno piensa en una sociedad como la de hoy? Depende de la tolerancia o la rigidez que cada cual se conceda a sí mismo. Yo intento que mis acciones se parezcan lo más posible a mis pensamientos, pero si fracaso no tiendo a fustigarme. Eso me sale de natural. Más

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Entrevista a Alejandro Pedregosa

tarde lo leí en Montaigne y me reforzó. En cuanto a las traiciones ajenas, las soporto sin arrebatos de ira y sólo con algo de tristeza pasajera. Yo perdono fácil y perdono siempre. En ese punto tengo las cosas muy claras: junto con el amor, el perdón y la condescendencia es lo mejor que puedo ofrecer de mí. Acabo de dilapidar en esta respuesta mi bien ganada fama de tipo duro. Así que a partir de ahora voy a contestar con «hostias», «joder» y «me cago en la puta» a cualquier cosa que me preguntes. Hay un claro homenaje a la literatura, que aparece aquí como instrumento pacificador que privilegia al que la consume. Sí, claro. Siendo un libro sencillo y conciso es al mismo tiempo bastante metaliterario, pero es que yo a lo largo de mi vida he disfrutado mucho leyendo y escribiendo. No concibo la literatura más que como un gozo. No veo redención ninguna en el sufrimiento. Fíjate que digo en el sufrimiento y no en el esfuerzo. El esfuerzo, como sucede en el deporte, forma parte del goce. El narrador desprende una mirada piadosa ante sus personajes. Los hechos que ejecutan no los definen, o al menos no en su totalidad. La concesión de nuevas oportunidades les da la opción de redimirse de lo malo que hayan hecho en su pasado. ¿Es también una visión personal del autor? Absolutamente; como te decía antes, el «pelillos a la mar» es una de mis guías vitales. Y no me refiero a la irresponsabilidad, sino a la capacidad de perdón. La vida es breve y hermosa. Debemos darnos oportunidades. ¡Viva la heterodoxia! Me gusta la manera en que los construyes, retratados de una manera más bien elusiva, sin caer en descripciones que entorpezcan la lectura y permitiendo poner de su parte al lector. Tampoco los extremas en su bondad o vileza, sino que acostumbran a mostrarse duales. Porque entiendo que somos duales (o mejor dicho, poliédricos) y porque la simpleza (que no la sencillez) es el peor enemigo de la literatura. Los políticos (Trump, Rajoy, Rivera, Iglesias...) nos pintan la realidad como una confrontación entre lo bueno (ellos) y lo malo (los demás). Es un ejercicio de estupidez que los ciudadanos no merecemos. La literatura no, la literatura es compleja por definición; aspirar a contar la complejidad humana de un modo artístico. Nada peor que una novela simple de tintes moralistas.

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La originalidad y el humor —también la sensibilidad— son ya propios de tu escritura. ¿De qué manera la condicionan? La originalidad no es tal, en cuanto que la chispa (la idea ingeniosa) surge de la lectura de los otros; el humor sí, el humor es un misterio que brota en la cabeza y, en mi caso, tiene mucho que ver con el sentido de irrealidad. Siento mucha lástima por las personas que no tienen humor. Por lo general son presas del realismo más material y estructurado. Hay gente que no entiende Amanece que no es poco y a la que Javier Krahe le resulta un cantautor sosaina. Yo, en cambio, debo de ser medio bobo porque me río con casi todo. Me pones por ejemplo 13 TV y me mondo. ¿La idea de introducir temas de actualidad en tu obra en general (corrupción, malos tratos, 15M…) permite apelar de manera más directa al lector? ¿Es una manera de involucrarlo o una necesidad de evidenciar las preocupaciones sociales? A mí me ha interesado la actualidad social y política desde que tengo memoria; es algo que no puedo evitar y que toca mi literatura sin que yo me esfuerce. Mis padres dicen que ya de muy pequeño comentaba con ellos el telediario. Se ve que no me pararon los pies a tiempo. Sin embargo, esto no me convierte (creo) en un escritor social (y mucho menos político). De hecho, creo que las soluciones que plantea mi literatura rondan siempre un territorio irreal y quimérico, pero que, pasado por el tamiz de la literatura, se nos antoja probable y sobre todo necesario. Algo así como un elogio de la utopía. Hablemos de tu poesía. Un verso del poema «Postal para ella desde algún lugar de España», recogido en el libro Los labios celestes, dice: «Y por un tiempo la muerte no sería», en alusión al amor. Leyéndolo podría afirmarse que un solo verso basta para encerrar la enormidad poética. ¿Qué temas te interesan como poeta? La intimidad, la infancia y el amor; casi todo gravita alrededor de estos tres ejes. Eso sí, el tratamiento no es casi nunca introspectivo. Hablo mucho del yo, pero en no pocas ocasiones la construcción del poema apela directamente al nosotros. De nuevo el interés por lo colectivo (incluso desde la intimidad). ¿Cómo concilias prosa y poesía?, ¿acaban impregnándose una de otra?


Normalmente separo los procesos de escritura. Cada libro es un artefacto autónomo, lleno de singularidades y cocinado en su propio caldo a fuego lento. Puede que surja algún poema en mitad de la redacción de una novela, pero no es lo común. La poesía es el punto de partida de la prosa, dice Andrés Neuman. Estoy muy de acuerdo. La poesía, en mi caso (y creo que también en el de Andrés), es el acta fundacional de todo lo que viene después. A mí de niño me interesó mi idioma porque rimaba, y después porque generaba imágenes flexibles, metáforas voladoras. Así llegué al amor por la palabra justa (la justicia de la palabra) y luego a la narración, a los personajes, a las voces... Cierto que hay grandes prosistas que huyen de la poesía. No es mi caso (ni el de Andrés).

...puedo hablar de lo que en realidad me importa: la redención del amor, la fuerza de la amistad o las redes de afectos que, al fin y al cabo, son las que nos salvan del precipicio. Leyéndote parece percibirse una planificación previa al proceso de escritura. ¿Debe escribirse solamente si se conoce el final? Creo que para escribir una novela o un relato no es preciso conocer el final, entre otras cosas porque sería un ejercicio de tremendo aburrimiento; ahora bien, sí debes intuirlo, saber la dirección aproximada de tus pasos. Yo utilizo siempre la metáfora del faro en la niebla. No ilumina el camino, pero orienta. «El cuento ya está escrito, sólo le falta convertirse en idioma. Y esa es mi labor», dijo Cortázar. ¿Compartes esa sensación? ¿Las historias esperan a ser descubiertas en algún lugar? Yo creo que es justamente lo contrario: las historias fluyen constantemente, como la vida; es el escritor quien necesita estar parado, atento, paciente (hay algo de pescador/cazador en esto); atrapar una buena historia no te asegura nada, la victoria se cifra en la posterior pelea con el idioma. Ahí sí estoy con Cortázar: llegar hasta el idioma, ese es el reto.

Asistimos a un número cada vez mayor de libros de ficción. ¿De qué manera crees que afecta a la literatura? La mayoría de los títulos que pueblan los escaparates de las librerías son de ficción, pero no son propiamente literarios, es decir, no tienen mayor ambición que la de contar una historia y vender muchos ejemplares. No hay, digamos, un interés artístico, sino meramente comunicativo. Desde este punto de vista no tienen tanto que ver con la literatura como con el entretenimiento (ojo, no separo radicalmente ambos elementos, digo sólo que buena parte de la ficción está concebida «sólo» para entretener). El lector que compra este tipo de libros sabe lo que obtiene y el trato me parece honesto y justo. No quiero parecer elitista (mi última novela salió precisamente en Planeta, una editorial con más atención a lo comercial que a lo literario), pero creo que, en un mundo dominado por la mentira (o posverdad) del marketing, los lectores estamos obligados a buscarnos las habichuelas, es decir, ser sujetos de recepción activos y procurarnos aquellos libros que más nos alimenten. ¿Eres de los que creen que se gafan los proyectos si los desvelas o puedo preguntarte por ellos? Soy supersticioso pero para otro tipo de asuntos más baladíes (el fútbol, por ejemplo: siempre veo los partidos de la Real abrigado con una pequeña manta. Estoy harto de perder, empatar y ganar pero sigo con la manta). Hablar del próximo libro no me da miedo, sobre todo cuando está terminado, como es el caso. Se trata de una tragicomedia bastante gamberra y algo sentimental. Es la historia de una escritora de carácter mohíno y desdichado que, por contrato, se ve obligada a escribir una comedia. La comedia o la vida, se titulará. Me lo he pasado pipa escribiéndola. Todavía no sé cuándo ni dónde saldrá, si no también lo contaba [risas].

Elena Gené (Madrid, 1974) abandonó los estudios de Derecho en cuarto curso para dedicarse al periodismo, medio en el que lleva dieciséis años colaborando en las principales emisoras aragonesas. Dirige la emisora municipal de Cuarte desde el año 2006, tarea que compagina actualmente con la dirección del área de comunicación del Ayuntamiento de la misma localidad.

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Entrevista a Guillem López Por Bel Carrasco

Fotografía: cortesía del autor

Los hombres reaccionan de distinta forma ante la paternidad. Unos la aceptan como una fase más en el tránsito hacia la madurez. Para otros, sin embargo, es un salto cualitativo, un cataclismo emocional que marca un antes y un después en su existencia. Así fue en el caso de Guillem López (Castellón, 1975). El nacimiento de su primer hijo representó una tormenta neuronal que lo sumió en un estado de terror pánico. Con el fin de exorcizar esos miedos, gestó su quinta novela, Arañas de Marte (Valdemar). Las distopías que le han granjeado un nombre en la literatura fantástica española contemporánea dan paso a un viaje por los rincones más oscuros de la mente y los mecanismos que se desencadenan ante la peor pérdida que puede sufrir un ser humano. Hanne y Arnau, una pareja que vive en Valencia en un futuro próximo disfrutando de una situación privilegiada, se precipitan en una espiral autodestructiva tras la muerte de su único vástago.

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¿Por qué eligió la pérdida del hijo como tema central de su novela? Me centré en el paradigma de la muerte del hijo por dos motivos. En primer lugar, comencé a escribir la novela a los pocos meses del nacimiento de mi hijo, así que fue una manera de afrontar mis propios miedos. Durante el primer mes de vida de mi hijo sufrí de ansiedad y miedo, auténtico pánico. Yo, una persona que jamás había temido a la muerte, descubrí un sufrimiento que era nuevo para mí: la vida es imprevisible y está llena de estadísticas. La probabilidad es el demiurgo de mi generación, es el abismo de lo desconocido hecho real. Así que me puse a escribir sobre ello, sobre una pareja joven cuyo hijo enferma y muere. Parece escabroso, quizá lo sea, pero me ayudó. Los escritores hacemos estas cosas, ayuda a deshacerse del lastre emocional. En segundo lugar, creo que pocas cosas representan tan bien el caos como la muerte de un niño. Ordenamos el mundo, ponemos fronteras, medidas y horarios para convencernos de que hay un orden natural, de que hay lógica y finalidad en la vida. Pero no es así. Aprendemos pronto que mueren nuestros abuelos, nuestros padres, después comenzarán a morir nuestros amigos y un buen día nos tocará a nosotros. Ese es el orden natural que hemos inventado. Nadie quiere ver morir a sus hijos. La muerte de un niño representa la irrupción brutal del caos en el orden artificial y plástico del primer mundo. Arañas de Marte es la descomposición de esa realidad diseñada como corsé de nuestra cordura. Del padre felino que ignora a sus crías al padre paloma que empolla los huevos. La sociedad española ha dado un giro copernicano respecto al concepto de paternidad. ¿Una hiperprotectora no resultará dañina? Sí, es cierto que hoy en día protegemos en exceso a nuestros hijos. No sé por qué motivo, pero así es. Quizá sea una expresión velada de la culpa por la mierda de mundo en la que los hemos metido, una manera de


resarcirnos con nosotros mismos o una declaración de propiedad: puedo proteger lo mío con uñas y dientes, porque lo de todos ya está perdido. Y luego vas a un partido de fútbol infantil o al parque y te sale todo el despecho y la rabia producto del fracaso, el individual y el colectivo. Es más fácil partirle la cara al padre ese que te cae mal que al ministro de Educación o al Gobierno en pleno, porque, ¿sabes qué? Tu hijo o hija nunca van a salir del barrio; con suerte trabajarán nueve meses al año de cualquier cosa y no podrán irse de vacaciones a Nueva York. Es muy difícil aceptar eso.

Pocas cosas representan tan bien el caos como la muerte de un niño. ¿Por qué prefirió adentrase en el laberinto perturbado de un cerebro femenino, tal vez porque la locura arraiga mejor en la mujer? En absoluto. La enfermedad mental y la mujer se relacionan únicamente en el sentido en que la primera ha sido utilizada durante siglos como herramienta de purga y eliminación de aquellas mujeres que no encajaban en los estrechos márgenes que los hombres dibujaban para ellas. La locura es un tabú moderno que arrastramos desde tiempos inmemoriales. Antes, la moralidad y la religión se encargaban del trabajo sucio. Hoy en día es la uniformidad y el espectáculo los que disimulan nuestras aristas mentales. La verdad es que vivimos en un mundo diseñado por psicópatas y maníacos. Todos los locos dicen estar cuerdos. ¿Hay algo más terrorífico que la demencia de un ser querido? Es un tema recurrente en la novela. Supongo que pocas cosas. Hay algo arquetípico en ello, como Saturno devo-

rando a sus hijos. Es una clase de horror primigenio que te devora metafóricamente. La demencia es la desintegración del yo que conocemos. Es un tema habitual en el cine de terror porque funciona, porque no podemos soportar ciertas traiciones —las de una madre o un padre son las más terribles— y porque, de alguna manera, también representan Eros y Tánatos en nosotros mismos. Nuestros seres queridos pueden matarnos, tienen nuestro permiso y colaboración. Así que, en cierta manera, lo que asusta de verdad es asomarse al vacío de la autodestrucción a través de los otros. Su relato rompe la estructura lineal para trazar círculos. ¿Cómo concibió ese «diseño»? En todas mis novelas, la estructura es un elemento narrativo más. En Challenger representaba la formación de la realidad desde lo nuclear; en La polilla en la casa del humo los capítulos cortos y directos acompañaban la opresión de un escenario subterráneo; Arañas de Marte es, lógico, una telaraña. Así lo imaginé al trabajar el libro, como una red, neuronal o no. El problema es que diseño artefactos que después tienen que encajar en un libro, con todo lo que eso conlleva. Los libros tienen una tapa y una contra, un capítulo primero y un último, y los lectores saben dónde comienza y cuál es el final; buscan, por costumbre, una lógica lineal a las historias. Sin embargo, en Arañas de Marte, todas las historias ocurren al mismo tiempo. No hay un antes ni un después, sólo un plano que se despliega frente al lector. Así hay que afrontar el libro: como un desplegable de esos, un pop-up literario. ¿Cuáles son sus otros grandes temores? Mi gran horror es el caos, lo imprevisible y frágil de la vida. Debería aceptarlo, pero no puedo. Vivimos tiempos de indeterminación. Ese es el gran horror contemporáneo: el futuro a corto y medio plazo no existe. Es fácil imaginar un futuro lejano, el siglo veinticinco, pero ¿quién puede imaginar su vida en cinco años? ¿Qué ocurrirá en el mundo dentro de diez o veinte años? ¿Y

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Entrevista a Guillem López

de aquí a dos? Nos han robado el futuro inmediato. Caminamos al borde del abismo social, político, financiero, medioambiental, religioso. Y ahí entra en valor mi literatura. Alguien tiene que imaginar futuros, utópicos o distópicos, advertencias de lo que puede ser inevitable porque el futuro nace hoy, probablemente ayer. Casi la tercera parte de estudiantes pasan más de seis horas colgados en internet. ¿Teme que su hijo quede atrapado en esa telaraña? De niño yo pasaba una cantidad de horas similar colgado de la televisión, el VHS y los videojuegos para el Spectrum 128. Los jóvenes, hoy en día, hablan más entre ellos de lo que lo hacía yo con mis amigos, lo que pasa es que utilizan otros canales. Han redefinido la palabra amistad, como también lo han hecho con el concepto de familia, relaciones sexuales, género… y nosotros estamos totalmente fuera de onda. Incapaces de pronosticar nada a corto y medio plazo, lo único que podemos hacer es temerles. Después de todo, son la consecuencia de los errores del pasado, una especie de karma generacional; les robamos el futuro y, al mismo tiempo, les criminalizamos por lo que hacen, lo que harán y cómo lo harán. En realidad, lo que tememos es su venganza, que salgan a la calle y lo quemen todo, que destruyan el mundo y les dé por comenzar algo nuevo, algo para lo que no cuentan con nosotros. La gran paradoja es que la tecnología debería hacernos libres. Quiero pensar que así será a medio plazo, que gracias a los avances tecnológicos la humanidad alcanzará un nivel de bienestar e igualdad nunca visto. Aunque para eso debemos deshacernos de la economía de mercado. El capitalismo financiero es un lastre para el desarrollo tecnológico y vital de la humanidad. En el fondo soy un optimista a largo plazo, a corto estamos jodidos. ¿En qué orden cree que deben leerse sus novelas? No tengo ni idea. Hay gente que me descubrió con Challenger. Otros lo hicieron con La polilla en la casa del humo y mis últimos lectores han comenzado por Arañas de Marte. En la pasada Feria de Madrid hubo gente que aparecía con ejemplares manoseados de Challenger o La polilla dispuestos a comprar mi nuevo trabajo y hablar de sus teorías personales sobre lo que habían leído. Mis

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novelas dan para eso, para pensar: ¿qué acabo de leer?, ¿qué ha pasado aquí? Comentar esas cosas con los lectores es genial. Y cada uno que comience por donde quiera. Soy un autor heterogéneo y si algo caracteriza mis novelas es el juego y la complicidad con el lector, la extrañeza y la duda como motor. Dicen que exijo mucho, que no doy concesiones y no todo el mundo está dispuesto a entrar en ese juego y dejarse llevar. Puede ser. En el fondo soy un realista y la realidad es caótica, no tiene principio ni final, y no se puede explicar sin el elemento fantástico que aporta nuestro papel de observadores. Me gusta pensar que escribo libros que, de alguna manera, te persiguen tiempo después de haberlos leído. Es mi meta como novelista. Ha declarado en varias ocasiones que nunca traicionará lo fantástico. ¿Se mantiene en sus trece pese a ser un género relativamente minoritario? El género fantástico se mantiene, incluso crece año tras año. Hay más editoriales y también más aficionados. No nos va mal del todo para como están las cosas. Lo que todavía existe es el prejuicio, pero eso pasa en todas partes, no sólo en España. ¿Acaso no se dan aires los escritores costumbristas americanos, franceses, italianos? El realismo se da importancia, lo lleva en sus genes, es consecuencia de la Ilustración, pero el mundo no se puede explicar sin lo fantástico. Tener prejuicios contra cualquier género hoy en día es una estupidez, porque lo fronterizo, transgénero y transmedia es lo que salvará a la literatura. Las propuestas y planteamientos más interesantes, a día de hoy, tienen lugar en la ciencia ficción o en su órbita, aunque se camuflen.

Bel Carrasco (Valencia, 1952) es ingeniera T. Agrícola y licenciada en Ciencias de la Información. Ha trabajado en El

País y varios medios valencianos: Las Provincias, Levante, Cartelera Turia, RTVV, etc. Hace veinte años que colabora con El Mundo Valencia y tiene un blog en la edición digital, Zoocity. Ha publicado Las semillas del madomus (Versátil) y otras tres novelas, además de varios cuentos con el colectivo Bibliocafé.


L a vi d a b r e v e

Un hombre sin sombrero Alejandro Morellón

Todo el mundo tiene su sombrero salvo un hombre que corre desesperado, con esa desesperación propia de alguien que acaba de perderlo todo. Se diría que le ha saltado directamente de la cabeza al suelo, precipitándose calle abajo, impulsado por una corriente de aire que sopla sólo cuando él está cerca. El hombre lo persigue a paso ligero, al principio un poco avergonzado. Mira al resto de transeúntes y levanta los hombros, intentando sonreír sin conseguirlo. Luego, el sombrero coge distancia, rueda con más celeridad y se interna entre la multitud. Al hombre le invade la angustia y se lanza a la carrera, con el temor en los ojos y los brazos estirados; chilla y le suelta improperios a su sombrero fedora de fieltro marrón, ala estrecha y cien por cien pelo de conejo. Ninguno de los que hay alrededor se sorprende, como si fuera pan de cada día. Una señora se persigna, un hombre se lleva las manos a su propio fedora como por acto reflejo, un perro pone las orejas tiesas cuando el sombrero rueda por su lado. El sombrero, sintiéndose prófugo, tuerce una calle, se interna por una avenida, dobla una esquina y se precipita cuesta abajo en un paseo con pendiente. Tiene un no-se-qué de desplazamiento enérgico y triunfal. Podría decirse, entre que sortea una piedra y se cuela entre las piernas humanas, que el sombrero saborea la libertad adquirida, orgulloso de ese gesto heroico de abandonar la cabeza. Ese salto de fe. El hombre corre y el viento hace que la corbata se le ponga encima del hombro. Se nota sudar debajo del traje, percibe ese frío anómalo en la calva y es ahí cuando se vuelve consciente de su pérdida: sabe que no es nadie sin su sombrero, solo un hombre calvo que corre y se desespera, y sigue corriendo hasta que le faltan las fuerzas, hasta darse por vencido y quedarse con la cabeza descubierta y con la vergüenza, la soledad, el abatimiento de los que no tienen nada con lo que cubrirse la calva. Sufre, sufre mucho. Abandona incluso el maletín de trabajo con su informe de cincuenta y siete páginas en el que ha estado trabajando toda la semana. Pero, ¿qué sería de él, de su reputación, de la indudable entereza de la que hace gala desde que entró en la empresa si apareciera en las oficinas sin su sombrero? No teme una reprimenda por la pérdida del informe pero sí el descubrimiento de su fragilidad. Porque un sombrero lo es todo. Si se pierde lo incondicional, ¿qué nos queda? ¿No podría perderse acaso todo lo demás? Si hoy se quedara sin sombrero mañana podría perder la chaqueta, el paraguas, la integridad. El sombrero no es un sombrero sino que es un ideal, una voz para decirle al mundo, «soy en tanto he sido, aquí estoy y aquí me quedo». Entonces vuelve a la carrera. El sombrero, que entiende de sinuosidades, esquiva un puesto de castañas asadas, aprovecha un embate de aire y cruza la calle entre dos coches. Tiene que reconocerlo, es un sombrero elegante hasta en el rodar. El hombre se arremanga la camisa y estira los

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Alejandro Morellón. Un hombre sin sombrero

brazos otra vez como si pudiera llamarlo de vuelta. ¿No ha trabajado duro toda su vida para merecerse ese sombrero? ¿No ha intentado siempre comportarse con rectitud y buenas formas? Pero ahora, sí, lo ve alejarse por esa calle pronunciada, parece que va a detenerse pero recibe una patada de un transeúnte despistado y vuelve a ganar velocidad. El hombre se alarma y cuestiona su ser sin sombrero. Treinta y siete años yendo a trabajar con sombrero, treinta y siete años siendo parte de ese sombrero, adquiriendo una identidad gracias a ese pedazo de fieltro confeccionado a mano que ahora se aleja de él como por una voluntad propia e inesperada. ¿Qué le habrá hecho? ¿Será por lo de aquella vez que lo olvidó en casa de Angi, que es una fumadora empedernida? ¿O por las veces en que lo ha dejado tirado en cualquier silla o sofá, sin molestarse en colgarlo? Quién sabe. Ahora lo ve cambiar el ritmo y meterse por una calle transversal y juraría que está jugando con él, efectuando algunas cabriolas, haciendo gala de su autonomía. Pero entonces, se pregunta mientras gira un recodo y acorta la distancia, ¿es el sombrero capaz de ser sombrero sin él? ¿Puede alcanzar la plenitud, o la alegría momentánea, tan alejado de su cabeza? ¿Podría llegar a valerse por sí mismo si ahora cesara de correr y se diera la vuelta, abandonándolo? No, no quiere hacer eso. Quiere recuperarlo y volver a sentirse uno con el sombrero. Regresar a las dimensiones habituales, a los tiempos de sombrero y maletín, de corbata y paraguas. ¿Dónde ha dejado el paraguas? No importa. Pega un silbido como quien llama a un perro para que vuelva, pero claro, el sombrero no es un perro y, además, tiene mucho más orgullo. Es justamente esa vanidad y las perspectivas de una vida desprovista de servidumbre lo que le confiere al fedora la voluntad de poderío. El sombrero gana presteza en su insubordinación y se lanza por un despeñadero. Rueda con fuerza hasta el borde del precipicio y luego se deja caer al vacío, planea, se sirve de su línea aerodinámica para descender como quien se hunde poco a poco en el agua. El hombre no duda. Vuelve a ser todo determinación. Corre con la lengua fuera y la calva empapada de sudor mientras piensa en todas esas otras cosas que va a perder si deja escapar el sombrero. Luego salta.

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Alejandro Morellón crece en Palma de Mallorca, ciudad en la que aprende a leer, a escribir y a contar hasta cien. Ha resultado ganador de, entre otros, el Premio de libros de cuentos de la Fundación Monteleón por su obra La noche en que caemos (2013). En 2015 quedó finalista del Premio Nadal por su obra Y he aquí un caballo blanco. En 2016 publica El estado natural de las cosas, (Caballo de Troya). Actualmente reside en Madrid.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Ana Vidal Pérez Ana Vidal Pérez de la Ossa. Licenciada en Derecho y mediadora familiar, trabaja como redactora para una editorial jurídica. Algunos de sus microrrelatos están publicados en diferentes antologías de varios autores. Puntadas sin hilo (Las Puertas del Hacedor, 2013) y Érase de una vez (Enkuadres, 2016) son sus dos libros en solitario.

quién sabe con qué fin: la abuela empeñada en que los niños coman una cucharada más, el hombre que se encandila con los pechos femeninos, la cazadora de musas ajenas o el niño que cruza de acera una y otra vez. Seguro que tú tampoco recuerdas de qué es esa pequeña cicatriz, ni entiendes por qué, pese a todo, aún la quieres tanto.

Los niños olvidados Algunos días, algunas madres preparan la comida sólo para ellas. Olvidan que un hijo les espera a la salida del colegio. Y ellos se quedan allí desde que suena el timbre, sentados, muy quietos, en la puerta, junto al conserje. Esperan y les crece el pelo, nadie les corta las uñas; esperan mientras amanece y anochece y entran y salen niños del colegio que con los años son otros, que crecen, que van a la universidad. Esperan mientras sus jerséis trepan por sus brazos ya con pelo, sus pantalones se acortan, no abrochan, sus pies se arrugan dentro de los zapatos, que un día estallan y verás cómo se va a enfadar mamá. Y las madres a veces añoran, como en un sueño, a esos hijos que nunca fueron a recoger, que no saben que tuvieron. Que olvidaron.

Objetos perdidos Nuestra oficina de objetos perdidos es como cualquiera. Encuentras cosas que no verás en ningún otro lugar. En esta, por ejemplo, hicimos sitio hace poco a una viejecita con sus migas de pan preparadas para dárselas a los osos voladores. Al lado está la luna que nunca encontró a un lobo y en el pasillo del fondo están colocados, por orden de llegada, los niños olvidados, un jarrón chino irrompible de la dinastía Ming y, claro, la aguja del pajar. Todos los jueves viene el señor con pajarita y deja una carta de amor en el buzón de amores imposibles que una mujer inacabable recoge después, con cara de domingo por la tarde, manta de cuadros y ramas de sauce en el pelo. A veces alguna frase se pierde en un texto, también la podemos encontrar aquí, descabalada.

Futuro imperfecto Hacer robots inteligentes no es tan sencillo, siempre fallan cosas. No se habla de casos como la aspiradora que, en vez de comer pelusas, devora sándwiches de jamón y queso, o la plancha que arruga vidas. Por eso han optado por lo contrario, robotizar humanos, que de pronto les parece mucho más fácil. Basta una pequeña intervención para colocar un chip que te conecta a ellos y a sus designios. Así nos han programado a todos,

Esto era la eternidad No hacía tanto tiempo que estábamos muertos cuando tú me dijiste, entre susurros, que echabas de menos la lluvia. Yo te besé con ternura y te aseguré que llovería por ti. Entonces, de mis cuencas vacías salieron dos gusanos con forma de lágrima y tú sonreíste sin mover un solo músculo. Te dormiste otra vez mientras fuera ya se escuchaban las primeras gotas.

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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l

Poemas inéditos de

Martín López-Vega Martín López-Vega (Poo de Llanes, Asturias, 1975) resumió veinte años de trayectoria poética en Retrovisor (Papeles Mínimos, 2012), al que siguió La eterna cualquiercosa (Pre-Textos, 2013). Los poemas que siguen pertenecen a su nuevo libro, Gótico cantábrico, de inminente aparición en La Bella Varsovia. Traductor del portugués y del italiano, en la actualidad es director de Cultura del Instituto Cervantes.

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Torre dei Lamberti Para Lino González Veiguela Con la calma del dolce fare niente recorres un ramillete de ciudades en flor en las que los siglos duermen unos sobre otros como un rebaño de indolentes corderos, ciudades que duran unas horas antes de volverse idénticas. Hastiados, vamos de museo en museo sin fijarnos ya en las obras maestras repetidas en libros y catálogos, buscando, como en la vida, el detalle que salve un conjunto tirando a mediocre: un raspado oro del románico, una taza en una habitación en la que nunca estaremos, una trenza de humo tras una ventana. Deja que ahora te hipnoticen las colinas que el calor vuelve irreales; escucha la voz que escapa de la Arena y de Rigoletto, apura tu vaso de spritz, envidia a los jóvenes, come lo que digan que es típico del lugar, bigoli all’asino, spezzatino di cavallo; escribe el poema andariego de turno. De entre todas las torres, sube a la más alta antes de que sea tarde para separar aquello que merece la pena de lo ordinario, para darte cuenta de que es inexplicable que todo esto siga en pie, que sea algo más que un decorado para una función que terminó hace siglos; date cuenta de que cada una de estas ciudades dura un segundo de oro, y entiende la ecuación: ciudad = instante. Admite que es eso lo que da esta rara densidad al aire; y decide que ha llegado, por fin, el momento para dejar de vivir en prosa.


El añil de las lavanderas Para Imanol Bértolo Afuera nieva y todo huele a esta extraña mezcla de jabón y ranciedad, como una vida que empezara a no tener arreglo. La ropa propia y la ajena dan vueltas y más vueltas húmedas e hipnóticas como la vida cuando empezaba a no tener arreglo. Hay vagabundos refugiados aquí para ver la tv y estudiantes comiendo pizza en la misma mesa sobre la que luego doblarán la ropa limpia y una vez estuvo aquí también dando vueltas y más vueltas revuelta en el mismo tambor la ropa de Óscar Hahn y la de Raymond Carver pero ni así hubo manera de limpiar el realismo. Vueltas y más vueltas, la ropa revuelta hace pensar en camas deshechas después del amor, hace pensar en viajes antes de que la vida empezara a no tener arreglo. Pienso en las mujeres del lavadero, en las manos de las lavanderas

ateridas de frío, en sus canciones agrietadas por la felicidad que escapa como espuma en un río helado. Querría hacerles una canción índigo como su añil, de un azul tan intenso justo antes de la blancura perfecta, un rayo de agua en una gota de luz, como una vida justo cuando empieza a no tener arreglo. Una canción sin rima como la vida hodierna, pero con la alegría pobre de quien siente con sus manos el río y la ropa y el frío en lugar de las vueltas y las vueltas de la lavandería y en vez de mirar de reojo la televisión canta Llava y nun llaves les llaves de la puerta qu’empeslló: llavola cuando nun tabes llavola cuando nun taba yo.

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mARTÍN lÓPEZ-vEGA. pOEMAS DEL LIBRO INÉDITO gÓTICO cANTÁBRICO

E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l

(Museo de) Altamira Para Valter Hugo Mãe No es posible acceder a la cueva de verdad porque la destruiríamos sólo respirando así que entramos a la copia «perfecta» —y cuántos distinguirían en estos asuntos original y copia— pero todos echamos en falta una verdad que no es el trazo de la figura humana ni el relieve de la giba del bisonte sino un descenso sin barandillas o un frío más profundo que este frescor de aire acondicionado.

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sin buscar nada o como mucho buscando no pensar y nos conformamos con confundir haber comido y haber visto con haber amado y haber vivido.

Amigos del futuro que visitáis la Venecia falsa y no la verdadera, etc, vosotros me entenderéis: falta vida.

Pero queremos respirar el mismo aire que aquellos que dibujaron el contorno de estos bisontes con madera chamuscada, sentir la comunión con el todo que ellos sintieron aquí mismo y estar a oscuras como ellos, y a ser posible también como ellos sin hipoteca.

Vamos en peregrinación no a sitios vivos sino a lugares que han sido convenientemente envasados al vacío; vamos, miramos, compramos y comemos «lo típico» (sobaos en Santillana del Mar, garrapiñadas en La Alberca) y paseamos

Lo que buscamos no es contemplar lo que hicieron sino volver al momento en que lo hicieron; creer que otra infancia nos está todavía permitida, que al final de esta loca carrera de la ceniza a la ceniza en lugar de la nada estarán aquellos que éramos antes de que empezáramos a ser quienes no nos quedó más remedio que ser.


Parte meteorológico para Arcadia y alrededores Cuando entro por primera vez en un café en una ciudad nueva pienso que algún gesto me delatará como forastero y todos me señalarán — «No es de aquí» — «Qué ha venido a hacer» — «¿Quién es ese hombre?». Soy siempre el que no es de aquí, el hijo imposible de prodigar pues se le borraron los caminos de vuelta. Pero si pido un café sin demasiada impericia en la jerga la claqueta puede dar paso a la siguiente toma. Plano general. Al otro lado de los cristales un hombre igual a mí se encontró con un hombre igual a mi padre. Tenían pese a todo la misma edad. Naturalmente ni uno era mi padre ni el otro era yo. Tampoco mi padre y yo somos ya ni mi padre ni yo. Plano medio. Se saludaron afectuosamente. El que era mi padre me preguntó, un poco brusco: «¿Por qué no has querido tener hijos?». (Contrapicada: sentado en sus rodillas conduzco el coche entre campos de maíz).

No supe qué contestar, aunque sabía la respuesta y creo que él también. Pensé en los hijos de mis ex que me miran como si supieran algo que no se atreven a decirme. Pensé en el hermano que no nació en Londres, mientras nosotros (toma de grúa) íbamos al zoológico, al Big Ben, y mi madre estaba sola en la clínica. Pensé más en la soledad de mi madre que en mi hermano o hermana nonato. Esos hermanos viven con mis hijos en el libro de las profecías que no se cumplieron mientras yo como penitencia paso de una vida a otra, de un amor a otro, de un país a otro obligado a vivir además de mi vida todas las que ellos no tuvieron, con la tristeza de todos ellos, casi todas sus alegrías y una sola sístole, una sola diástole para contenerlos a todos.

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Ein s t e in o n t h e B e a ch

Novela y mercado laboral Por aNDREU nAVARRA De aquí a doscientos años, algún historiador cultural echará un vistazo a lo que se escribe y publica en España para llegar a algún tipo de conclusión sobre la naturaleza de la sociedad en que vivimos. Es posible que llegue a encontrar Cicatriz, de Sara Mesa (Anagrama, 2015) y se dé cuenta de hasta qué punto el consumo de redes virtuales en exceso y el ligoteo compulsivo nos han podido reventar el cerebro. Es posible que llegue a sus manos Trabajar cansa, de Javier Morales (Baile del Sol, 2016), que retrata con gran exactitud un proceso de descomposición empresarial que da al traste con la estabilidad emocional de todos los empleados de una agencia de viajes. ¿Esto es literatura social? Yo creo que, en parte, sí, y en parte, no. Si tomamos ese estereotipo como relato manido en el que una colectividad sufriente acusa, a través de sus llagas, a una minoría aprovechada y burguesa, radicalmente no. Si hablamos de literatura que denuncia un estado de cosas, quizás sí, porque todo realismo (o puntillismo emocional) es en sí mismo una denuncia, una crítica de las jaulas, ataduras y cárceles invisibles que nos rodean. Pero lo que tenemos ante nosotros es un trabajo auténtico de exploración literaria. Porque lo que exploran Javier Morales o María Cabrera son los efectos psicológicos que un ERE tiene sobre una persona normal y corriente. Nos estamos centrando en dolores, dudas y nerviosismos derivados de un terremoto social, o de la instalación del terremoto entendido como modo forzoso de vida. En Koundara, de David Pérez Vega (Baile del Sol, 2016), hay un relato que explora la estructura de un centro docente de primaria. El protagonista (me atrevería a decir que hay gramos autobiográficos aquí) asiste con estupor a la hipocresía de los profesores y directivos que, con toda naturalidad, organizan su escuela según los más brutales criterios clasistas y racistas, erigidos en dueños del centro docente. En este relato, lo realmente nuevo es el comodín que utilizan esos profesores con poder para justificar las fechorías más inmorales: como han sido «antifranquistas», se creen con el derecho a determinar qué dobles morales o limbos legales pueden encontrar para deprimir a sus subalternos o imponer la estructura vertical en su puesto de trabajo. El comodín

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vital de haber sido «antifranquista» les sirve para teñir de escepticismo superior lo que no es más que conservadurismo galopante. Todos nos hemos encontrado con personas que, como estuvieron en la cárcel o como conservan agravios de la dictadura, se creen autorizados a ejercer de tiranuelos sin moral alguna. Es un fenómeno frecuente. Por lo tanto, a los tiranuelos de nueva generación, los repeinados neoliberales, se les añade un estrato geológico de mayor antigüedad: los de los antiguos represaliados que claman venganza y se comportan como sus antiguos represores, aunque sonriendo e invocando valores democráticos que pervierten. ¡Son tan diferentes de los auténticos demócratas, de los que continúan buscando la oxigenación y la depuración de la sociedad! Esta línea me parece mucho más experimental y fructífera que la enésima basura sobre la Guerra Civil. Al lado, y después, de la memoria de nuestro naufragio, tenemos naufragios cotidianos ante nuestras narices. Naufragios que reclaman también memoria y atención literaria. Galdós, el amigo de los cesantes, los ilusos, los fracasados y los mendigos, se frotaría las manos ante tanto material primario. En ese sentido, todos estos escritores lo están haciendo muy bien, precisamente porque no se rebajan al partidismo chusco, y sobre todo aburrido. Con sus más y sus menos, pero desde la conciencia estética del novelista. La protagonista de Televisión, de María Cabrera (Caballo de Troya, 2017) ha aceptado quedarse en la cadena televisiva que ha sido víctima de un ERE. En este caso, el dilema moral que explora la autora es muy original, es de naturaleza barojiana: Henar ha traicionado los ideales colectivos: siente mala conciencia, se trata de una novela sobre la mala conciencia. No hay buenos y malos totalmente buenos o totalmente malos. Los buenos y los malos se mezclan dentro y fuera del lugar de trabajo, porque también se mezclan en el interior de uno mismo, como lo hacen en el interior de Henar, capaz e incapaz de amar a Daniel y a Alfredo, y también a Luis, de algún modo. Es lo que tienen las dictaduras y los procesos de normalización de la bajeza: al final has de adaptarte a ellos, te pringan y te obligan a integrarte en el fango para sobrevivir. De algún modo u otro, has de acabar


frotándote con uno de esos franquitos que presumen de antifranquismo, porque si no sucumbes de hambre. Nadie es un cisne blanco. Pronto se diluyen las ilusiones contestatarias. María Cabrera insiste con sabiduría en esto: de cada naufragio, de cada movimiento social, de cada etapa en cada empleo, surgen amores, embarazos, afinidades, decepciones, ilusiones, fiestas, cubatas, humo. Vida. Televisión, además, es una obra ligeramente coral. Hablan la propia Henar, su novio abandonado (¿por qué lo deja? No lo dice, sólo lo sugiere) y un «Nosotros» de origen griego que acumula trayectorias vitales truncadas por el ERE. Unidos por la tragedia de un ERE. Así es el pueblo coral de Televisión. María Cabrera se instala en esta ultrafenomenología de las emociones que muy buenos resultados está dando a nuestra narrativa. La ciudad en invierno, de Elvira Navarro (Caballo de Troya, 2017, reeditada en 2008, 2010 y 2012), es la primera novela de las que leí de este nuevo estilo. No digo que fuera la primera, sino que fue la primera para mí. Estilo que ha culminado, yo lo tengo muy claro, con Cicatriz, que considero una obra maestra. Un ERE es una aberración social. Es el eufemismo de una actividad destructiva siniestra. Es el instrumento a través del cual se infiltran las microdictaduras de taifas que conforman nuestro estado, nuestra sociedad. El ERE es la mezcla de purga estalinista y obediencia inquisitorial. Es la fatalidad que todos deben aceptar. Es la herramienta de sumisión contemporánea. El pulpo negro y policial que nos somete, y cuyos mandatos nadie discute. Nuestra religión civil y nuestro ritual de arder en la hoguera. Radiografiar literariamente algo tan feo y oscuro como un ERE significaba una tarea urgente, indudablemente noble. Este grupo de novelas dignifica nuestro sistema literario, lleno de apestosas recreaciones historicistas: pura evasión. Por supuesto no digo que estos modos de escribir tengan que ser modélicos o de algún modo obligados. Lo que digo es que esta literatura del mundo laboral puede lavarnos un poco de tanta impostura literaria, de tanto payaso testicular, de tanta prosa vacua y adocenada, de tanto tiranuelo literario y crispado. Lo que quiero decir es que en estas páginas palpita mucha más honradez que en las de muchas vacas sagradas que, sinceramente, me hacen bostezar. Honradez social y honradez estética. Hacer arte con la mierda nos conviene a todos, para no vivir en una sociedad cegada y deshonrada definitivamente, perdida y sin horizonte. Los políticos y sus corifeos historicistas ganarán siempre, les va el sueldo, pero que nos quede algo de cultura para respirar.

Hace seis años, Antonio Ortuño quedó finalista del Premio Herralde con Recursos humanos (Anagrama, 2007), una novela que tenía como tema precisamente la representación de un conflicto laboral unipersonal. Estar jodidos en el curro, tener que obedecer a idiotas, señoritos neoliberales repeinados, como jefes, el trabajo entendido como el lugar en el que te vocifera un idiota machista, será un motivo literario cada vez más extendido. En el caso de Clavícula (Anagrama, 2017), de Marta Sanz, la protagonista es una escritora que sufre y analiza sus dolores físicos: los incorpora a su modo de vida, son resultado y objeto literario de su trabajo como escritora, ligado a la inestabilidad y la miseria económica. Aquí tenemos somatización y superación, soledad e incapacidad ontológica para escuchar a los demás y escucharnos a nosotros mismos. Los mails que envía a su marido son gritos desgarradores de soledad obligada, porque… ¿quién quiere perder tiempo en estaciones cutres y olvidadas, esperando autobuses? ¿Tiene algo que ver la estación de autobuses como alegoría humana con el glamur que se le supone a un escritor que vive de lo que escribe? Rechazamos los mandarinatos, pero ser un proletario precario de las letras no parece un destino sano a largo plazo. Volvamos a imaginar a esos extraterrestres (perdón: historiadores culturales) del año 2217. Pongamos que llega a sus manos Érase una vez el fin, de Pablo Rivero (Anagrama, 2016), escrita por un autor que ha sido albañil, descargador del astillero, reciclador de cartuchos de tinta, almacenista, docente y músico. Pensarán lo que es: que vivimos en una sociedad estrictamente, tozudamente enferma y dislocada, donde se decía que era guay no tener identidad mientras nos robaban la cartera y seguíamos aplaudiendo. Una sociedad en la que trabajar o soñar con trabajar implica terminar en la consulta del psiquiatra.

Andreu Navarra Ordoño es escritor e historiador. Ha publicado las novelas Nube cuadrada (2009) y El prostíbulo (2014) y, entre otros, los ensayos El regeneracionismo. La con-

tinuidad reformista (2015), 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (2014), El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (2013), La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (2012). También ha editado, entre otros, Les corrents ideològiques de la Re-

naixença catalana de Antoni Rovira i Virgili (2014) y El literato y otras novelas cortas de José María Salaverría (2013).

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El holandés errante

Juan Goytisolo: de vuelta a Campos de Níjar Por Fernando Clemot Fotografías de Vicente Aranda extraídas del libro Campos de Níjar Tanto en Andalucía como en Cuba, al principio de la Revolución, buscaba siempre el lenguaje adecuado. Había un trabajo de búsqueda que se completaba con la experiencia del viaje. Siempre la mirada de alguien que llega a un lugar que no conoce concede una visión distinta y siempre he querido mezclar la frescura de la visión con el conocimiento del lugar... Juan Goytisolo en el documental El regreso, de Nonio Parejo, 2009.

Más de cincuenta años después de la publicación de Campos de Níjar (Seix Barral, 1960) y de que Juan Goytisolo visitara por primera vez Almería, el escritor volvía a visitar aquellas comarcas. Hay un plano cenital de un monovolumen oscuro circulando por una autopista rodeada de desiertos; atraviesan barrancos de nombres tan desolados (barranco de los Feos, Venta del Pobre, Salto del Lobo) como la aridez del paisaje circundante. Es el reportaje de Parejo un viaje tan austero como todo lo que les rodea, nada que ver con la charlotada ostentosa en Rolls-Royce de Cela por La Alcarria. Frente a un mismo paisaje pero otra realidad (por fortuna diferente), el escritor reflexiona sobre lo que le llevó a retratar lo que eran en aquellos momentos algunas de las comarcas más pobres y atrasadas de España. Fueron dos viajes, bastante breves y casi consecutivos, los que dieron lugar a dos libros (Campos de Níjar y La Chanca). El primero en el año 1956, en coche, en compañía de su compañera Monique Lange, y posteriormente, en la primavera de 1957, acompañado de Vicente Aranda como fotógrafo, ya con la idea de concretar un proyecto narrativo a medio camino entre el diario de viajes y la novela breve. En Campos de Níjar aquel doble viaje quedará unificado en uno: una síntesis de una duración de unos pocos días; el relato no lo deja claro, ya

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que habla en algunas ocasiones de setenta y dos horas y en otras de treinta y seis. El viaje a pie En ese tiempo, en esos días, el narrador recorre sin darse apenas tregua buena parte del oriente almeriense: en la primera jornada, Almería (con visitas a los barrios míseros de La Chanca y El Alquián), Rodalquilar y Níjar, donde hace noche. Al día siguiente se dirige a Cabo de Gata y también hace noche en sus cercanías. Por la mañana marcha hacia San José, La Isleta (aunque no menciona su nombre), Las Negras, Carboneras y regresa a Almería, donde se supone que también hace noche, y al día siguiente toma la carretera con dirección a Murcia, de donde venía en un principio. Todo el recorrido lo hace a pie o en autobús, aunque también lo recoge de tanto en tanto algún vehículo que lo lleva de un pueblo a otro y le permite concretar la travesía en tan poco tiempo. No era nuevo este tipo de narración a pie, tan cercana, en que el paisaje ostenta un peso casi protagónico. Casi contemporáneo a Campos de Níjar, y centrado en un par de capítulos en esas comarcas de Almería, se había publicado Al sur de Granada (1957), de Gerald Brenan, aunque sin duda el parentesco más inmediato que le podemos encontrar a este tipo de narración de viajes novelada sería con los libros de viajes de Camilo José Cela1, tan importantes en las primeras dos décadas de la producción del autor gallego. En el formato y presentación de las escenas se emparenta con Cela, pero, en la forma de observar el paisaje y describirlo con plenitud, posiblemente en1. Viaje a La Alcarria (1948), Del Miño al Bidasoa (1952), Vagabundo por Castilla (1955).


contramos una conexión más cercana con la obra de Josep Pla, con sus viajes a pie y en autobús de finales de los años cuarenta2. La prosa rica y descriptiva de Goytisolo se amalgama mejor con la del escritor ampurdanés. Utilizan diapasones parecidos. Se diría que Pla y Goytisolo utilizan un pincel mientras que Cela usa un martillo. Una de las máximas de Pla era que el viaje, para ser provechoso, se ha de realizar con total lentitud y cercanía. Sólo podemos entender la realidad trasladándonos de un lugar a otro a pie, o en autobús si la distancia lo hace estrictamente necesario. Sólo así nos podemos relacionar con el paisaje, hablar con las gentes del lugar, zambullirnos hasta penetrar en aquello que queremos retratar. Este joven Goytisolo llevará esta máxima a la práctica y en su breve itinerario por las comarcas del oriente almeriense hablará con campesinos y hombres de bar, con jornaleros y terratenientes, subirá a soñolientos autobuses, recorrerá carreteras asfaltadas y caminos llenos de polvo y chumberas. En la forma y el estilo lo podemos emparentar con los grandes viajeros peninsulares de los años cuarenta y cincuenta, Cela y Pla, pero en el fondo tenemos que buscar otros referentes ajenos a estos escritores.

siva al régimen, al estado de pobreza en que se ve sumido el país, fruto de un dictador que gobernaba el país como quien gobierna un cortijo. Es un ataque frontal, no sólo con imágenes. Goytisolo no sólo enfoca el paisaje, sino que desvía la mirada hacia los hombres, los niños, la marginalidad de algunos entornos (especialmente en el barrio de La Chanca, que visitará en una segunda obra, publicada por Seix Barral en 1962). Así retrata este entorno marginal en Campos de Níjar: «Descubrí una parva de niños en cueros, parecían lombrices oscuras, recién salidas de la tierra…» y así lo amartilla en el mencionado reportaje de Nonio Parejo, en 2009: «La primera vez que llegué a La Chanca no me atreví a entrar. Me di cuenta de que había una frontera allí y decidí leer, informarme sobre lo que había en la Chanca y al año siguiente volví…».

La mirada Recuerdo muy bien la impresión de violencia y pobreza que me produjo Almería viniendo por la N-340, la primera vez que la visité, hace ya algunos años. Campos de Níjar, pág 9.

Así como en la construcción, el lenguaje y la forma, Campos de Níjar se podría encuadrar dentro del libro de viajes, en ese deseo de revisitar la España rural por parte de los escritores de posguerra, no sólo cercano a Pla o Cela, sino también mostrado como fondo por las primeras novelas de Delibes y Sánchez Ferlosio, no será así en el fondo de la obra, mucho más cercano a los postulados del realismo social y del neorrealismo italiano que daba en esos años sus últimos coletazos3. Ahonda mucho más el escritor barcelonés que todos ellos. Su mirada no esconde una crítica corro2. Guía de la Costa Brava (1941), Las ciudades del mar (1942), Viaje en autobús (1942). 3. La crítica siempre ha fijado 1961 como el año de cierre del neorrealismo cinematográfico, aunque quedarían sus secuelas en los años siguientes.

Una y otra vez, la sobriedad del paisaje, su dureza, halla el contrapunto en el retrato de los que lo habitan. Juega siempre en un equilibrio en el que el escritor genera imágenes que golpean en perpetua tensión. Esta cercanía por el paisaje y por sus gentes como forma de crítica social venía de lejos y, ya en la generación del 98, escritores como Unamuno y Machado entienden que la descripción del paisaje (especialmente la estepa castellana) y su aspereza es una forma de hacer ver el vacío moral y material que reina en España. Se extrae esa reflexión, pero en general abordan Machado y Unamuno el espacio vacío y estéril de la Meseta desde un punto de vista espiritual, como

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El holandés errante

Fernando clemot. Juan Goytisolo: de vuelta a Campos de Níjar

una experiencia interior, y tendremos que esperar a la posguerra para encontrar una crítica social más áspera y relacionada con la obra de Goytisolo. El fondo social. La denuncia El camión abandona la carretera alquitranada de Níjar y se interna por la de Rodalquilar. Aprieta el calor y Sanlúcar cabecea sobre el volante… Los Escullos es un poblado mísero, asolado por los vendavales, cuyas casas crecen sin orden ni concierto, lo mismo que hongos. No hay calles, ni siquiera veredas que merezcan tal nombre. El coche encalla en un regajo y nos apeamos frente a la escuela. San José es un pueblo triste, azotado por el viento, con la mitad de las casas en alberca y la otra mitad con las paredes cuarteadas. Campos de Níjar

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una continuación del trauma de la cercanísima guerra que ningún tipo de crítica a la situación política del momento. No parece que autores como Cela o Fernández Flórez, o como antes el mencionado Pla, quisieran abordar ningún tipo de implicación política o social. El tremendismo estaría más cerca de un naturalismo exacerbado que de la crítica política o social del sistema. Será ya en los años cincuenta, y espoleados por literaturas y movimientos culturales cercanos (realismo social y neorrealismo italiano), cuando la nueva generación de narradores y poetas españoles entiendan que la literatura sí puede ser un medio para cambiar la realidad española. El modelo italiano pasa por Carlo Levi (Cristo se paró en Éboli, 1945) y el patronazgo de intelectuales como Pier Paolo Pasolini (Muchachos de la calle, 1955; Una vida violenta, 1959) y editores como Einaudi o Feltrinelli, con un fuerte componente ideológico. El intelectual ya no sólo se fija en el campo, sino también en los grandes nidos de miseria que crecen alrededor de las grandes ciudades. También en el cine la aparición del neorrealismo causa un gran impacto en autores como Ignacio Aldecoa, Sánchez Ferlosio, García Hortelano, Ana María Matute o Jesús Fernández Santos. El culto por el modelo estilístico que viene de Estados Unidos (especialmente Faulkner) se combina con el fondo del cine y la literatura social que viene de Italia. Dentro de ese cauce, la narrativa de Goytisolo avanza un poco más: no sólo aborda la máscara del retrato naturalista de la realidad, sino que, en Campos de Níjar, la crítica a una dictadura que gangrena ya la sociedad es directa en varios episodios. Como en su estancia en Rodalquilar, donde se están explotando unas minas de oro y donde observa con desdén y repugnancia restos de la propaganda fascista. En una pared hay una pintada que muestra el eslogan «Franco, Franco, Franco» y el escritor no esconde su aversión ante ella:

En los años cuarenta el tremendismo ya hizo una incursión en los campos españoles, en el hambre y en las condiciones infrahumanas en que vivía buena parte de la población rural. Se retrata con violencia, encadenando situaciones exasperantemente extremas y personajes marginales, pero parece este movimiento4 más

Como permanezco silencioso el Sanlúcar se apresura a informarme que su Excelencia el Jefe del Estado visitó la mina de oro de Rodalquilar durante su triunfal recorrido por la provincia. —¿La mina de oro? —Ya la verá usté si nos deja pasá. Es la única que hay en España Campos de Níjar, pág. 21.

4. Destacamos del movimiento La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela, Los hijos de Máximo Ju-

das (1949), de Luis Landínez, y Lola, espejo oscuro (1951), de Fernández Flórez.


Páginas más tarde, en casa de un terrateniente local, la escena se repite ante una tarjeta que muestra la filiación de la persona que le acoge.: «En la pared hay una cartulina amarillenta con las banderas española, italiana, alemana y el retrato en colores de Salazar, Hitler, Mussolini y Franco…» (pág. 102). En el intento de aperturismo de la dictadura en los años cincuenta y principios de los sesenta este tipo de recordatorios no eran bien acogidos. Posiblemente por este tipo de referencias tan directas se declaró persona non grata al autor tras la publicación de la obra. Goytisolo, en Campos de Níjar y La Chanca (y posteriormente en buena parte de su obra), no se conforma con describir con maestría una realidad crítica, sino que denuncia el sistema con radicalidad. Señala de forma directa de dónde viene el mal. En la última década volvió a recorrer Goytisolo no sólo las comarcas del oriente, sino también las zonas más occidentales de Almería, como El Ejido o Roquetas, con sus enormes «mares de plástico» y la marginalidad de los extracomunitarios que malviven en sus arrabales y campos. Allí fijó su atención de nuevo y su denuncia. También su audacia, al exponer lo que muchos piensan y nadie se atreve a decir por miedo a que suene antipatriótico. Lo que ocurre en El Ejido es la esclavitud de los subsaharianos y magrebíes que están allí en unas condiciones exactamente iguales a como vivían los esclavos en las plantaciones de azúcar en el siglo XIX. No hay

mejor definición. Y por haberlo dicho me declararon persona non grata. Ya me ha ocurrido dos veces en mi vida: cuando escribí Campos de Níjar me declararon persona non grata, luego el Gobierno socialista —con muy poca ilusión por mi parte— me declaró hijo adoptivo de Níjar y, al cabo de unos años, me volvieron a declarar persona non grata. Debo decir que cuando me dan una medalla o un honor dudo de mí mismo y cuando me declaran persona non grata sé que tengo razón. Entrevista en la revista Actualidad, marzo 2004, nº 7.

Pese a la importancia de la carga crítica del texto, sería importante no quedarse sólo con eso. Campos de Níjar es un libro excelente no sólo cuando retrata aceradamente la miseria, el dolor o la tristeza de esas comarcas. Es también un magnífico libro de viajes, con imágenes de una contundencia y originalidad difíciles de igualar. No sólo hay espanto, también hay ternura en su mirada, recreaciones, imaginería de la palabra. Goytisolo se enamorará de la parquedad de un paisaje que parece encantado y que buscará luego en su discurrir vital: pueblos blancos sobre lonas áridas, la dureza de la vegetación, playas con dunas fósiles que mueren en el mar, un escenario repleto de fortalezas desmochadas y terrosas que se confunden con la arena. Juan Goytisolo falleció en Marrakech en junio de este año. En un tiempo de verdades matizadas, echaremos de menos su voz hermosa, candente y exacta.

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E l a m b ig ú

Pasos en la piedra

José Manuel de la Huerga Menos Cuarto: Palencia, 2016 368 págs.

Primera luna llena de primavera Por Félix Población Dejo a medio leer la última novela de Juan Manuel de Prada, muy por debajo de sus obras precedentes, para empaparme en la de un autor cuyos libros desconocía, pero que me atrapa desde los primeros capítulos. Se trata de José Manuel de la Huerga (1967), con precedentes narrativos en varios títulos galardonados, entre los que figuran Leipizig sobre Leipzig, Premio Fray Luis de León de Creación Literaria, 2005, y Apuntes de medicina interna, Premio Miguel Delibes de Narrativa (Menos Cuarto, 2011). Antes dio a conocer alguna novela más, un poemario y un libro de relatos. Es muy reconfortante pasar de un escritor reputado, con un libro que defrauda, a otro que nos es desconocido pero que nos sorprende por su talento literario. Cierto que en mi caso, para llegar a esta novela de Huerga, contaba el autor con mi predisposición favorable al asunto narrativo. Siempre pensé que la Semana Santa de Zamora, ciudad en la que residí un tiempo, era digna de un escenario literario y una época similares a los que proyecta el novelista con los dos personajes que nos introducen en el mismo: el que lo contempla con la distancia del foráneo, desde un punto de mira estrictamente antropológico, y el que, desde la perspectiva laica de un simpatizante comunista, parte de ese posicionamiento ideológico sin desechar el fondo emocional que su memoria guarda ante esa tradición. Como lector de la novela, esa querencia mía por el intrincado y seductor itinerario urbano de la vieja Zamora me ha jugado la mala pasada de identificar casi todos los ámbitos urbanos por donde discurre el libro

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con rincones asociados a esa ciudad, aun sabiendo que Huerga no concreta la acción en ese único ámbito narrativo, sino que se abre a otros: Valladolid, Toro o Medina de Rioseco, con referencias añadidas de Palencia, Salamanca o localidades como Castronuño, Peñafiel o Tordesillas. El resultado es una enjundiosa exaltación de la imaginería castellana, en cuyas descripciones el autor logra unas magníficas páginas, y puede que un homenaje a la memoria familiar de aquellas excursiones que su padre hacía para presenciar las procesiones en distintas localidades de la geografía castellano-leonesa. Claro que para conseguir una novela de tan sólido temple narrativo como el que tiene Pasos en la piedra no basta con esa literatura de primorosa exaltación artística, que podría ser una condición básica para tratar con toda su excelencia el fondo iconográfico que la documenta. Se requieren, además, unos personajes que por sus respectivas personalidades encandilen al lector y se conjuguen entre ellos en un retablo coral tan sugerente como los que aparecen en el libro. Ahí tenemos a un teólogo de la liberación desterrado a esa ciudad levítica y recoleta, a un poeta totalmente asocial que vive en una choza, a un escultor paralítico y ateo, a un músico misántropo, todos célibes y con heridas en su pasado, entre los que se mezclan a veces las voces distantes de Jesús o María Magdalena. También aflora con su pasión recién nacida una pareja de jóvenes amantes y un viejo profesor enamorado de los pájaros. La relación entre el teólogo Alas y esa joven pareja configura una especie de paraíso que bien podría servir de inspiración para el Cantar de los cantares. Desarrollada en cinco de las jornadas de la Semana Santa, del miércoles al domingo, teniendo como única referencia cronológica la fecha en que fue legalizado el Partido Comunista en España (1977) —a modo de punto de inflexión entre la Transición naciente y la tradición consagrada—, puede que la novela tenga algún leve altibajo o que en ciertos momentos distancie al lector por tan enjundiosa y pormenorizada delineación de la imaginería religiosa, pero el balance de sus casi cuatrocientas páginas nos deja con la estimulante sensación que despiertan las primera líneas del libro: «La primera luna llena de primavera lleva corona de espinas. Se parece al anillo de un planeta. Hay un pájaro solitario capaz de remontar el vuelo hasta su altura y arrancarle la espina más honda».


Réplica

Miguel Serrano Larraz Candaya: Avinyonet del Penedès, 2017 192 págs.

Fruto virtuoso Por Víctor Balcells Matas Hay pocos libros que susciten en uno la impresión de lo diferente. Encontrar planteamientos técnicos no propiamente canónicos, así como una voz definida y estable en su variedad de registros, es algo que no abunda en la era de lo homogéneo. Réplica, segundo libro de relatos de Miguel Serrano Larraz, me proporcionó lo que buscaba: una lectura variada y coherente en torno a una abstracción única: la naturaleza de la psique inarmónica. En Réplica encontramos cuatro secciones, aunque podemos dividir el conjunto del libro básicamente en dos partes diferenciadas por la naturaleza y forma de los relatos. Los cinco primeros relatos se acercan a planteamientos clásicos: estructuras reconocibles y disposición segura de los puntos de tensión. Su principal interés, el tema y el estudio de personajes. En esta sección destacan «Oxitocina», elegante y mistérica aproximación a la noción de lo siniestro desde la doble y excluyente perspectiva niño-adulto, y «Central», donde la protagonista posee una particular percepción del espacio que reconfigura algo muy cotidiano en un delicioso planteamiento metafísico en torno a la naturaleza del objeto exterior y del Otro. Me llama también la atención «Un tiempo muerto», relato de género deportivo (un partido de baloncesto) que sirve de pretexto para dibujar a un disfuncional niño y sus traumas neuróticos. A partir del sexto relato, entramos en un territorio de experimentación mucho más libre, donde el autor parece prescindir de la planificación a favor de la investigación intrépida. El relato que inaugura el formato experimental, «La disolución», tiene el aroma beckettiano de Textos para nada: una voz que se disuelve. En él, el lector encontrará sutiles modificaciones en el continuum de la escritura hasta llegar a la plasmación de lo errático: la sintaxis, la integridad y los razonamientos del narrador se desdibujan progresivamente. En este sentido, los

relatos de la segunda mitad de libro tienen dos virtudes claras: por un lado los planteamientos estructurales y sus resoluciones, en tanto que irregulares, logran efectos poderosos e inéditos en el lector. Por otro lado, los relatos de la segunda mitad del libro se muestran mucho más libres en la representación de entendimientos y formas de pensamiento. En «Logos», uno de mis favoritos (por recordarme mucho el planteamiento a ciertos relatos de George Saunders, autor predilecto), Miguel experimenta con la composición de una voz que nos habla desde el futuro a partir de una lógica distinta —el tema, la inteligencia artificial—. «La tabla periódica» y «La frontera» examinan situaciones con premisas cotidianas (recuerdo de un padre y relato sobre una comida de Navidad) que derivan en cierres muy atrevidos en los efectos y giros finales, donde más que un efectismo se busca una profundidad desconocida en el símbolo conocido. Mención especial merece el último relato, que da título al libro. Es el más extenso y ambicioso. Parte de una premisa simple: el parecido físico del narrador con ciertos famosos (Bunbury o Torrente). Probablemente sea el más humorístico (un humor amargo, sin duda) y el que muestra una primera persona particularmente «auténtica», en mi opinión. Si buscamos una visión de conjunto concluimos varias cosas. Primero, Réplica es un fruto virtuoso: hay variedad sin quebrar la unidad de voz y tono; hay inteligencia, sentido del humor y nervio en una escritura en ocasiones ligeramente digresiva. Segundo, hay un particular interés por el análisis de situaciones infantiles y sus efectos posteriores (aquí se formalizan los principales motivos simbólicos) y no se cae en la triste mecánica del trauma freudiano. Tercero: lirismo über alles: todos los empeños en este sentido son gozosos. Como defecto, la vaga percepción de que el autor no combustiona todo lo combustionable. Debe encontrar la fuerza para lograrlo: adivino en este libro una intención autorreflexiva que, de profundizar en el abismo, podría desentrañar lo desconocido.

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De este pan y de esta guerra (1916)

Jesús Zomeño Ediciones Contrabando: Valencia, 2016 155 págs.

En las trincheras del alma Por Bel Carrasco Un soldado monda una naranja mientras recuerda a su amante, Sophie, mujer de pechos pequeños, «demasiado pequeños para una historia importante», que parecía algo simple «porque frotaba más fuerte las losas negras que las losas blancas». Una amante limpia y servicial que le lustró los zapatos por última vez antes de suicidarse. El día antes de una gran ofensiva otro soldado recibe un apetitoso queso regalo de su hermana y se obsesiona con la idea de conservarlo en secreto. «Gracias Dios mío, por el queso, porque al menos en la víspera me hizo pensar en otra cosa», murmura mientras agoniza herido de muerte. Muchos soldados desfilan por las páginas del último libro de Jesús Zomeño, De este pan y de esta guerra

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(1916), dieciocho relatos ambientados en la Primera Guerra Mundial e ilustrados por Fernando Fuentes, Miracoloso. Editado por Contrabando, el libro mereció el Premio de la Crítica Literaria Valenciana 2017. Quien se sienta atraído por la imagen del bizarro combatiente de la cubierta con una expresión de infinito cansancio en la mirada, no debe llevarse a engaño. Porque no estamos ante una colección de hazañas bélicas o memorias de aliento épico. Zomeño plantea en clave literaria y psicológica una relación de las estrategias de la mente humana para sobrevivir en situaciones límite. ¿Y qué hay más estresante que estar enterrado en una grieta vigilado por desconocidos que sólo piensan en eliminarte? Lo que en las historias de Zomeño importa no es lo que ocurre en el campo de batalla, sino las trincheras que el individuo excava en su alma para protegerse de la tempestad. Los soldados de este libro son sólo una pequeña fracción de un ejército imaginario que el autor ha ido creando a partir de 2005. Habitantes de una secuencia que se inició con Laberintos y prosigue en Cerillas mojadas y Piedras negras, y que promete alargarse en el tiempo en simbiosis con Miracoloso. Entre ellos no hay héroes, aunque sí algún villano. Son tipos normales atrapados en un conflicto que intentan superar como sea, porque para ellos no habrá psicólogos que diagnostiquen un síndrome de shock postraumático. Entre las numerosas guerras que ha habido a lo largo de la historia, Zomeño se enganchó a la Primera Mundial, tal vez una de las más crueles, con nubes de gases tóxicos y montañas de caballos destripados. Lo hizo porque le permite una reflexión universal, sin prejuicios ni sectarismos, a diferencia de si escribiera sobre la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial, además de aportar imágenes estéticamente muy poderosas. Aunque su principal motivo es que en esta guerra la supervivencia fue extrema, y eso le permite analizar los límites del ser humano. Jesús Zomeño (Alcaraz, Albacete, 1960) es abogado y trabaja en la ciudad de las palmeras y el Misteri, Elche. Hace quince años empezó a coleccionar objetos de la Primera Guerra, desde cascos y medallas a documentos y fotos, como la del cabo Robert que aparece en su libro. Abducido por esos vestigios del pasado, comenzó a elucubrar historias de hombres que vivieron y sufrieron un siglo atrás. Se inició en la literatura a través de la poesía, incluso creó un sello editorial, Diarios de Helena. Eso se plasma en un lenguaje depurado que exige una lectura sosegada y reflexiva. En resumen, literatura no apta para los amantes de la acción con banda sonora de marchas militares.


W

Javier Pérez Walias Vaso Roto Ediciones: México/Madrid, 2017 72 págs.

Trompetas con sordina Por Francisco Fuentes Decía T. S. Eliot en Cuatro Cuartetos (traducción de Jesús Placencia), «no hay final, sino adición». Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960) presenta en W su personal aportación a la memoria familiar. Y lo hace con un comienzo deslumbrante: «Arrojada la piedra y alargado el instante me dispongo a saldar algunas cuentas con los ausentes». Ya desde la W del título —como bien señala Julio César Galán en el epílogo— comprendemos que vamos a presenciar la intrahistoria del poeta, algo íntimo hasta la médula: «he vomitado de llanto en los cementerios». Se trata, pues, de un álbum familiar; más aún, de un álbum de ausencias y presencias, reales y figuradas. Se trata de enhebrar lo vivido para que el presente se/nos sostenga. Los hombres sin sus «seres frágiles» son personas que «se buscan a tientas». Son personas con un pasado que sólo existe en la memoria, pues aquellos con quienes lo compartieron ya no están para asentir, para sonreír cómplices o ampliar el recuerdo. Si los vivos tenemos el don de recordar momentos de nuestra existencia, los muertos tienen el don maravilloso de haberlos hecho posibles. «Lo que nos queda es el asombro ante las cosas que fueron», escribe Pérez Walias, porque todas las ausencias son «un amasijo de trompetas —con sordina—». Así, el poeta va quitando capas de mármol al tiempo y, con golpes secos, nos deja «alimentarnos con las raspaduras». Superpone pátinas de realidad, «las ata de manos» y, con la habilidad de un artesano, teje un tapiz dejándonos algunos hilos de los que poder tirar. Los libros del placentino, incluido este W, son unitarios, están armados con verdad y precisión. Pero en este caso hay dos peculiaridades a tener en cuenta: en primer lugar, la unidad viene dada por una forma ecléctica (prosa poética, verso breve, versículo, discurso continuo o fragmentado con o sin puntuación...) que responde al natural flujo de la memoria, y por el fondo,

ya que todo remite al mismo epicentro. En segundo lugar, este libro aumenta exponencialmente sus vínculos con entregas anteriores. Obsérvese en algunas citas en cursiva; en el verso de apertura que alude a poemarios precedentes; o en el sobrecogedor poema «Breve tratado para soterrar el olvido», en el que nos remite al texto cierre de Al Qarafa (2014) cuando leemos: «Os digo / que deseo que la poesía sea el rincón de mi memoria donde se deposite cada noche, antes de entregar mi cuerpo al descanso, la poca fe en la vida que le quedó a mi padre…». En W, el sujeto poético «se toma el pulso a sí mismo, se descose los pespuntes con los dientes, se coge a sí mismo de la mano, se palpa, se aprieta» y lo hace con la maestría del que lleva años «vareando las palabras», sin caer en ningún lugar común, sin caer en las trampas de aquello que nos toca tan de cerca. La madre —«los días imposibles»— la infancia, la «diáspora» y la emigración —«aquí me ovillé […] las sanguijuelas estallaban como estilográficas»—; el amor —«hay que mirar con los ojos (abiertos) del corazón»—; y la respiración, la enfermedad —«un catéter para cazar grillos»— son los temas que se dan cita en las páginas de W. Aquí está la memoria, pero también la palabra que nos unge para salvarnos: «... sólo la palabra fue mi argolla. Busco en la palabra el último hilo de leche. El silo de mi lengua es la memoria», insiste el poeta. Estamos, pues, ante un libro en el que cristalizan todas las metáforas que Pérez Walias lleva años amasando con la naturalidad con la que se forma el granito, y en el que se muestran claramente tres de los pilares que sustentan su poesía: el uso casi quirúrgico que tiene del lenguaje; la capacidad de elaborar imágenes con un simbolismo fuera del tiempo, y el afán por narrar la vida y lo que en ella acontece: «No quiero otro sonido que […] el de aquel que aterido envuelve con papel de estraza un gramo de relente, lo hace suyo como algo bello y lo convierte en un regalo…». «No hay final, sino adición».

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Puentes de mimbre

María Ángeles Maeso Huerga & Fierro: Madrid, 2016 74 págs.

La exclusión como norma Por Alberto García-Teresa De María Ángeles Maeso ya conocemos su excelente trabajo para potenciar una mirada que subraya una relación lírica y metafórica del entorno que le permite afinar su perspectiva crítica de la realidad. Sin diluir ese componente crítico, que parte de una observación radical de la sociedad (porque muestra cómo excava en las tensiones ideológicas y en las dinámicas de poder y exclusión que sostienen nuestro mundo), sus poemas muestran una excelente labor con la dimensión evocadora del lenguaje, que empuja a la apelación, a la conmoción, a la empatía. El libro constata su temporalidad: finales de 2012 a 2016. Así, las imágenes que despliega en Puentes de mimbre recogen toda la crudeza y virulencia de una sociedad que, desde el reconocimiento oficial de «la Crisis», ha sufrido una oleada de políticas neoliberales extremadas, con su consecuente rastro de pérdidas y víctimas. Maeso siempre ha trabajado en y con la periferia, con lo excluido enunciando su voz desde ese lugar, sin colocarse en la garganta de nadie, sino desde la primera persona, la convivencia o el reconocimiento fraternal y horizontal. En este libro, manifiesta cómo esas situaciones y esas dinámicas de expulsión se desplazan hasta el centro de la sociedad. Al respecto, las piezas sólo llevan una hora por título, como queriendo indicar la cotidianeidad de todos los acontecimientos, procesos y emociones que se recogen en ellas. La desigualdad, la represión y la miseria no son extraordinarias, sino que marcan por completo nuestros días. Así, desde las 22:05 hasta las 21:45, las horas sucesivas de los títulos de las composiciones

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del poemario transmiten la sensación de continuidad y rompen el esquema de un único día. Apoyándose, de nuevo, en los elementos de la naturaleza (que saben cómo encarar la adversidad y cómo enfrentarse a las agresiones), la autora traza conexiones entre la desobediencia civil y una naturaleza que se resiste a ser doblegada por su alrededor. Realiza saltos hacia lo mitológico, hacia la tradición literaria, y busca continuamente desceñirse de lo concreto (aunque pose sus labios sobre ello) y ampliar la mirada. Porque ni las situaciones son nuevas, ni se producen en un espacio ni para unas personas singulares: se corresponden con un sistema sociopolítico con siglos a sus espaldas. En concreto, la represión policial y la tortura ocupan un lugar vertebral. Se trata de un poemario estremecedor, y la autora plasma el miedo, la angustia ante la precariedad, ante la inminencia de la miseria, ante la impunidad del Poder y la injusticia. Maeso elude lo explícito (salvo para ofrecer puntuales anclajes), con lo que potencia lo sugerido, lo cual le sirve para trascender lo específico y hablar de una situación general. «Verdad y pavor», se llama una de las dos secciones del volumen. Porque contemplar y comprender la verdad (ejercicio al que se dedica Maeso) resulta pavoroso, al menos para quien la observa desde abajo. Estas páginas contienen poemas que buscan constatar el horror, la vergüenza y el dolor, pero también la rebeldía. En los versos encontramos continuas alusiones al cuerpo, con el que cobran forma, materia, y donde repercuten todas las tensiones plasmadas. Además, poseen una fuerte tensión, que se acrecienta con la condensación de conceptos, situaciones y emociones que sintetiza en ellos y que subrayan potentes imágenes y metáforas. Por todo ello, Maeso deja menos espacio para la esperanza en este volumen, aunque aún persiste el canto a los que resisten, hasta el punto de cerrar el libro con un vibrante «Y no olvides que lo urgente / es pintar el alba», al que se llega tras un recorrido estremecedor. Desde esa posición, trenza un canto a la solidaridad, al apoyo mutuo, a la tenacidad del colectivo que no claudica. Con todo, este es un libro más oscuro, más desolado, más golpeado, donde se contrapone el deseo de la esperanza, su necesidad, con la desolación y el agotamiento tras el cúmulo de agresiones recibidas.


Mil formas de decir la palabra universo David Vegue Nazarí: Granada, 2016 200 págs.

Transformación de la realidad Por Juan José Castro A veces la poesía puede unir al filósofo y al asesino, puede nombrar de muchas maneras diferentes la misma cosa, reunir naturalezas en desencuentro, posibilitar la convergencia de los cuerpos, de los estados o de las formas universales divergentes. Desde el horizonte-fábula nietzscheano y el hundimiento de los sistemas de valores sociales, la poesía ha perdido su preeminencia como discurso asociado a cierto prestigio hasta convertirse en correlato del descrédito de la subjetividad y la atomización social. Si a esto unimos la relativización e igualación mercantilistas a la categoría de productos de consumo de las producciones artísticas entenderemos mejor la importancia de reseñar adecuadamente un libro de poemas que lo es por méritos propios. En primer lugar, hemos de señalar el afán de resistencia del libro, centrado en gran parte en el poder creativo y misterioso de la palabra poética, alejada de la concepción meramente vehicular del lenguaje propia de los tiempos del homo consumericus. Vegue articula un libro sólido en tres partes y una coda —aunque más bien es un himno o poética— final en las que va deslindando, a través de las «resonancias», su concepción de regreso a la concepción afuncional del hecho poético, más cercana a la música que a la transmisión simplificada de clichés conversacionales o giros idiomáticos viciados en un verso no justificado desde el punto de vista estético. En este sentido, y en segundo lugar, destaca en el poemario la preocupación por la imago, por los elementos imaginativos tan determinantes, si recordamos a Octavio Paz, para la vertebración del texto al que se

denomina poema, e indiscutiblemente el metaforismo es la clave de un discurso que resacraliza la realidad, la remitifica al dotarla de nuevos sentidos. Sin embargo, no es Mil formas de decir la palabra universo un ejercicio solipsista donde se expande el ego narcisista del poeta, sino un llamamiento al otro, una posibilidad que es patrimonio de quien la necesita, no de quien la hace. El poeta es un vigilante, el centinela de este universo poliédrico, dotado de la virtud proteica del sentido que ahonda en el misterio de lo objetivo. El lector se entrega desnudo al resplandor de lo que no comprende: la belleza, y no se entrega a la renuncia de crecer en el poema por el fariseísmo anecdótico de lo intrascendente. «Creo que cada cosa transporta su canción», dice nuestro autor en la parte final del libro, el «Canto de Mombeltrán». El mismo Vegue parafrasea en su epílogo las palabras de A. Camus donde el autor franco-argelino explica cómo el fundamento de toda su obra es dar forma a lo que no la tiene, o sea, es un dominio de libertad donde se entrega al lector algo que no posee, algo que no tiene lugar pero desvela: «Construyo con mis pasos / formas superiores de memoria / que no ocupan lugar / dándome a conocer todos los lugares» («De los días comparto su desnudo»). La preocupación central del poemario es la poesía misma, porque es el centro de convergencia del Hombre, el Amor y el Universo. De ahí los numerosos personajes y desdoblamientos de la conciencia que recorren todo el libro como expresión de ese modo de vivir de otra manera que es la poesía: «Adán regresando del manicomio. / El camarero se acerca. / ¿Desea probar el caballero del pasado? / No sé. Cuando intento sumar dos días / me sale una religión». La conciencia es también un cuestionamiento continuo a través de la ironía de los presupuestos morales y las imposiciones de tipo religioso o sexual. El poeta es un transgresor, un transmigrador de lo ya existente, debe rebasar las fronteras: «Esclavicé a la luz. / Lavé el lenguaje. / Cambié en la piedra / su nombre por el nombre de la noche. / Pero ellos encontraban siempre / la imagen justa del amor» («Epístola al presidente de los EEUU»). En definitiva, este libro de poemas nos invita con un verso de imágenes poderosas, cercanas muchas veces al sobrerrealismo, a una transformación de la realidad en la que el sujeto-lector es el actor principal de lo que es, «que la muerte no es fuego, / que las cosas no son, sino tú eres en ellas». Es nombrar el universo de mil formas diferentes.

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La realidad invisible

Vicente Núñez Calambur: Madrid, 2014 214 págs.

La extensión de la mesura Por José de María Romero Barea Memoria incompleta, lúdica metaficción donde se suceden las tomas del pasado, las proyecciones de un deseo que no deforma ni revela: «Sólo dos enfermos insalvables pueden ser capaces de amarse». La realidad aquí no es tanto el relato de un narrador poco fiable como una serie en armonización donde se enfrentan los testimonios: «Lo sustancial no configura el espacio». Leer las citas del pensador y poeta Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera, Córdoba, 1926-2002) e ir de ellas a las imágenes del fotógrafo José Antonio Robés (León, 1964), supone asumir que el verdadero poder reside en lo invisible. Al cabo, la búsqueda de una realidad más allá de lo cotidiano, ¿no impregna nuestra fascinación por lo que no podemos ver? La antología gráfica La realidad invisible (Fundación Vicente Núñez, Calambur, Diputación de Córdoba, 2016) recuerda muchos de los tropos típicos del autor de Ocaso en Poley (1982): dramáticos incidentes al azar alteran el curso de una existencia («Palabras como derivas. Palabras»); reflexiones sobre la naturaleza de la escritura, el lenguaje y la identidad («La poesía te da una bandeja de falsas perlas a cambio de tu vida»); múltiples puntos de vista («La vestidura está más vestida que el vestido. Por eso desnuda»); poemas dentro de poemas («alma y cuerpo en un solo y unísono destello»); de forma intertextual, fragmentos donde lo invisible es una presencia clave. Una no presencia. Crea el aguilarense con su obra todo un mundo de ficción autoreferencial. Brillan las muchas habilidades de Núñez seleccionadas por el poeta Juan Carlos Mestre (León, 1957): su rotunda franqueza, junto a una sutil habilidad para la psicología sutil («Bajo el palio secreto y amable de las lágrimas / hemos vivido»). Su lucidez se vierte en versos a menudo contradictorios, con fre-

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cuencia explosivos. Diríase que desea ser invisible cerrando los ojos: «La decisiva realidad de los objetos es su senectud». Para Núñez, como para los niños, el acto de ver parece depender de la reciprocidad de la mirada: «Sombras, sombras, sombras… Nada». Escritura viva o vital sobre la página; poesía gestual; simulacro de poder con la persuasión de lo estructuralmente lúdico, la literatura del cordobés ilustrada por el artista visual Robés posee una neutralidad anónima: «La arquitectura solo se consolida en la contemplación del solitario». Deambula en torno a los tótems, mientras privilegia lo incandescente, lo perturbador, lo poderoso: «Nunca te ates, porque te desatarías de ti mismo». La verdad (lo que eso sea) se encuentra en los espacios entre palabras, entre versos, entre imágenes: «… extensión de la mesura». Lírica fascinada por el acto de su propia creación, el enigma de La realidad invisible reside en sus sueños sobre la identidad y la autoimaginación, «hacia el hondo / corazón de tus brazos latiendo bajo el cielo». Profundo conocedor de la forma poética, sus límites y su juego, el crítico Miguel Casado (Valladolid, 1954) despliega en el epílogo su arcano de dispositivos estructurales en tres ensayos sobre el autor de Rojo y sepia (1987), su presencia o su ausencia, que proyecta su sombra sobre todo el libro. Ese deseo de ser invisible, ¿no es esencialmente un anhelo de poder? Una desesperada necesidad permea estas páginas primitivas. Todas las voces de los posibles poetas se fusionan en una sola: la de una autenticidad intensamente sentida. Este volumen no es sólo un compendio de deliciosos emblemas o citas inteligentes. Su invisibilidad nos permite acceder a lugares liminares, teñidos de deseo, encanto y posibilidad.


Recomendaciones de Quimera Un enano español se suicida en Las Vegas Francisco Casavella Anagrama, 2017

El postadolescente Ignacio Losada se arrastra por los bajos fondos de Barcelona de la mano de su hermano Carlos, un canalla vividor con algo de tahúr, acosado por las deudas y por matones de opereta. Casavella demuestra su indudable maestría narrando esta historia de fugas y reencuentros, plagada de giros asombrosos, llena de humor e ironía (y, a veces, sarcasmo cruel), con un inusual manejo de registros y con un estilo prodigioso, que sumerge al lector en un mundo de falsedades e imposturas y que le ofrece un final tan sorprendente como demoledor.

Los intocables (el mito de los gitanos) Feri Lainšček EDA Libros, 2017

Feri Lainšček, uno de los autores eslovenos más reconocidos internacionalmente, se adentra en esta novela en la procelosa vida de cuatro generaciones de gitanos que tienen que ejercer las más variadas actividades (desde la fabricación de piedras de afilar hasta el contrabando y el tráfico de armas y drogas) en la Yugoslavia de Tito. Con una gran intensidad narrativa, sentido del humor y un lenguaje fresco y vivaz (traducido con gran acierto por Ana Fras), el mito del destino gitano (bakst o «suerte insegura») es contado con ternura pero sin maquillaje, revelando tanto el sufrimiento como la crueldad de quienes lo soportan.

No es medianoche quien quiere António Lobo Antunes Literatura Random House, 2017

Una mujer repasa su vida durante tres días en la casa familiar de vacaciones, rememorando la pérdida de su hijo, la mutilación provocada por el cáncer, su lamentable matrimonio y el fracaso de la relación con sus padres y sus hermanos (uno sordomudo, otro suicida y otro con traumas de guerra). Con una prosa poética de la que brotan imágenes intensas y pensamientos profundos, el autor dispone los recuerdos como teselas de un gran mosaico encantado que nos acerca al mundo de la protagonista desde una perspectiva subjetiva y múltiple; una polifonía de voces como acordes de una partitura desordenada que halla su armonía en el sentir (que en Lobo Antunes suele ser sinónimo de sufrir). Una obra mayor de uno de los mayores literatos vivos.

Los monstruos que ríen

Denis Johnson Literatura Random House, 2016

Los lectores a los que ya nos deslumbró Johnson con Sueños de trenes e Hijo de Jesús esperábamos con impaciencia esta novela, y el resultado no ha dejado de agradarnos y sorprendernos, como siempre hace Johnson. El argumento lo podríamos resumir como el de una novela de espías, contemporánea, con el fondo de África y su demoledora situación social. Pero en la novela no será lo importante ese desarrollo argumental, sino la magistral forma de presentarnos a los personajes, especialmente el de Michael Adriko, y África, un escenario mostrado a dentelladas. Deslumbrante.

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R e c o m e n d a ci o n e s

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Paul Auster Seix Barral, 2017

Con el nuevo libro de Paul Auster recuperamos la mejor versión de su escritura. Quizás sus últimos libros sólo hayan interesado a sus lectores más incondicionales. A otros, sin embargo, no les convenció ese nuevo rumbo que estaba tomando su universo literario, probablemente demasiado replegado sobre sí mismo y sin la espontaneidad y la intuición de sus obras anteriores. 4 3 2 1 es otra cosa, en el mejor sentido. Se trata de un libro en el que aparecen las claves de la literatura austeriana, ampliadas ahora con nuevas perspectivas y enfoques. La novela es un ejemplo de cómo Auster ha generado un mundo propio a través de dos pilares: el azar y la formación sentimental de los personajes. Una obra de orfebrería literaria que nos muestra, antes que nada, la disparidad de vidas posibles que arrastramos los seres humanos. Porque una decisión no sólo condiciona nuestro futuro inmediato, también lo que somos y seremos a lo largo de nuestra existencia. No sabemos si 4 3 2 1 puede convertirse en una de las novelas americanas que de tanto en tanto requiere el continente. Sabemos, eso sí, que se trata de uno de los mejores libros de Paul Auster. Y eso, a estas alturas, no es poca cosa.

Fragmentos de un mundo acelerado José Óscar López Balduque, 2017

José Óscar López nos presenta su primer libro de microrrelatos tras haberse adentrado previamente en la poesía, el relato y la novela. En este maravilloso compendio de textos juega con presentes distópicos, paradojas temporales, viajes espaciales y con otras artimañas científicas tan propicias para este género. Al más puro estilo clásico de lo que debería ser un micro, engarza piezas de maquinaria perfectas donde introduce con normalidad lo extraño y lo inquietante. El lector no se siente defraudado ante cada juego/ texto que presenta, resolviéndolo siempre para rellenar los huecos que la narración elude. Autor al que habrá que seguirle la pista en la narración ultracorta, sin duda.

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Knockemstiff

Donald Ray Pollock Mondadori, 2008

En esta sección solemos más recomendar novedades que libros publicados hace años, pero con Knockemstiff, de Donald Ray Pollock, queríamos hacer una excepción. Porque seguro que hay alguien que no lo ha leído. Se puede acusar al libro de exceso de feísmo, o de fijar únicamente la atención en la vida extrema de la white trash de un pueblo marginal de Ohio. De lo que nunca se puede acusar al autor (y a la excelente traducción de Javier Calvo) es de falta de oficio, de no saber buscar las vueltas a las tramas, de no crear un ambiente duro, poderoso, o de no saber poner el dedo allí donde quema. Si quisiéramos unir a Donald Ray Pollock al realismo sucio estaríamos hablando de una obra mayor de esa generación. Pero no deberíamos hacerlo, porque la obra de Pollock va más allá, ahonda más y es mucho más rica que las que podríamos imaginar como sus antecedentes. Una obra ineludible del cuento americano moderno. Si no lo han hecho, deberían leerla.

Aventuras e invenciones del profesor Souto José María Merino Páginas de Espuma, 2017

El profesor Eduardo Souto es el alter ego de José María Merino, o José María Merino es el alter ego del profesor Souto, dilema que poco importa ante la calidad de las narraciones que presenta esta recopilación de textos de Ángeles Encinar de aquel prestigioso profesor al que se le niega la cátedra por tribulaciones departamentales. Personaje recurrente en la obra de José María Merino, pilar ineludible de la narrativa actual, que más de una vez le ha reclamado la autoría de algunos textos, según comenta el miembro de la Real Academia Española, a quien ha llegado a prologar en 2008 su volumen de cuentos Las puertas de lo posible. Cuentos de pasado mañana. Magistral e interesante juego metaliterario que lleva desde hace años el autor con su auténtico personaje ficticio que trasciende ya del mero papel.



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Intermezzos. En torno a evolución y evolucionismo

La Historia del Cuanto. (Una historia en 40 momentos)

En esta obra se revisan diversos temas de Biología evolutiva que han sido especialmente objeto de debate en los últimos dos o tres decenios. No se trata de un libro para especialistas, pues el nivel es comprensible para cualquiera que tenga unos conocimientos básicos de evolución biológica, abordándose en él cuestiones como el concepto de especie, la selección natural, las visiones gradualista o discontinua del proceso evolutivo, las extinciones o el cladismo y la biogeografía, además de aspectos del evolucionismo relacionados con las ciencias humanas, como el histórico y el ideológico. Entre estos ensayos, uno está dedicado a narrar la fascinante historia del descubrimiento de un pez, el celacanto, ejemplo de “fósil viviente”.

“Un relato sumamente original y ameno de la más importante de las teorías científicas.” JIM AL-KHALILI “El relato que hace Jim Baggott de la historia de la emergencia de la teoría más enigmática y exitosa del siglo XX es una lectura deliciosa. Clara, accesible, informativa y rigurosa, proyecta un rayo de luz sobre una era importante y revolucionaria de la ciencia moderna y sobre las personalidades que la han protagonizado.” PETER ATKINS “La inspirada y atractiva forma en que Jim Baggott presenta la historia de la física cuántica en 40 momentos clave es tanto una introducción para el no iniciado como un buen repaso para quienes creen conocerla. Incluso detalles bien conocidos parecen nuevos con estas yuxtaposiciones.” JOHN GRIBBIN

BIBLIOTECA BURIDÁN


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