Quimera Revista de Literatura | Número 407 | Noviembre 2017

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ColaborAN en este número:

Cristhiano Aguiar, Mauro Barea, Guillermo Barquero, Carol Bensimon, Daniel Cassady, Liliana Colanzi, Oriette D’Angelo, Andrea Daniela, Bianca de Sá, Mariana Enríquez, Montse Fernández Crespo, Angélica Freitas, Mariana Garay, Jacqueline Goldberg, Carmelo Gómez, Leandro Hidalgo, Rita Indiana, Andrea Jeftanovic, Ricardo Martínez Llorca, Lina Meruane, Eduardo Moga, Andrea Morena García, Lola Nieto, Natalia Noguera, Mónica Ojeda, Edmundo Paz Soldán, Denise Phé-Funchal, Félix Población, Pedro Pujante, Raúl Quinto, Luciana Reif, Santiago Roncagliolo, Anna Rossell, Ana Schulz, Constanza Ternicier, José Antonio Vila, Juan Pablo Villalobos, Dimitris Yeros, Darío Zalgade IMAGEN de portada y Dossier:

Té Negro. Óleo, óleo pastel (120x70cm) 2016. José Luis Ramírez ©

Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

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Consejo de redacción:

Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:

Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980 Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 / 937 962 631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Noviembre 2017

En el editorial del número 403 de Quimera, de junio de este mismo año, nos lamentábamos de que el exiguo espacio de la revista no hubiese podido dar cabida a algunos de los autores más representativos de la nueva literatura latinoamericana, que nos había presentado nuestro colaborador Darío Zalgade en el marco del grupo de investigación especializado en redes literarias latinoamericanas de la Universidad de Barcelona. Pues bien, en este número, y gracias de nuevo al esfuerzo de Darío Zalgade, hemos podido desagraviar a autores de la talla de Edmundo Paz Soldán, Santiago Roncagliolo, Mariana Enríquez, Juan Pablo Villalobos o Rita Indiana, a través de un amplio dossier que combina artículos y entrevistas —algunas realizadas por autoras que fueron entrevistadas en el número de junio de 2017, como Constanza Ternicier o Carol Bensimon— en las que los propios autores nos ofrecen las claves de su obra y su visión de la literatura que se está cociendo actualmente en los pucheros latinoamericanos. Un dossier que nos acerca al mundo de las letras del «otro lado del charco» y amplía nuestra panorámica sobre la nueva literatura, joven y fresca, que se está escribiendo en países como Bolivia, Venezuela, Chile, Brasil, Argentina, Perú, México o la República Dominicana. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

Edita:

El salón de los espejos

Los pescadores de perlas

Entrevista a Carmelo Gómez – 4

Microrrelatos inéditos de Leandro Hidalgo – 53

El cielo raso

El castillo de Barba Azul

Literatura hispanoamericana

drástica carrera acuática de la sinuosa.

Darío Zalgade.

Poema inédito de Lola Nieto – 55

Confluencia generacional en la literatura latinoamericana contemporánea – 10 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no

Einstein on the Beach

Entrevista a Edmundo Paz Soldán – 11

Pedro Pujante.

Entrevista a Jacqueline Goldberg – 14

El humor y la anti ciencia ficción – 57

Denise Phé-Funchal. El camino de las locas – 18 Entrevista a Andrea Jeftanovic – 20

El ambigú

Entrevista a Lina Meruane – 24

José Antonio Vila: Berta Isla de Javier Marías – 60

Cristhiano Aguiar.

Anna Rossell:

Violencia en la prosa contemporánea brasileña – 27

Los recuerdos del porvenir de Elena Garro – 61

Entrevista a Angélica Freitas – 29

Ricardo Martínez Llorca: El deshielo de Lize Spit – 62

solicitados ni mantiene correspondencia

Entrevista a Mariana Enríquez – 31

Eduardo Moga:

sobre los mismos. La revista no comparte

Entrevista a Santiago Roncagliolo – 35

Cuidados paliativos de José Antonio Llera – 63

Mónica Ojeda. Ariana Harwicz o la escritura caníbal – 38

Félix Población:

Entrevista a Juan Pablo Villalobos – 41

Palabras contra el olvido de José Luis Ferris – 64

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Entrevista a Rita Indiana – 46

La vida breve Mauro Barea: Geometría fraternal – 49

Raúl Quinto: Exogamia de Ángel Cerviño – 65

Recomendaciones – 66 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Carmelo Gómez Por Montse Fernández Crespo

Entre las muchas cualidades interpretativas de Carmelo Gómez (1962, Sahagún, León) hay que destacar una voz rotunda que parece hecha a propósito para resonar en la caja de los escenarios. En su último trabajo, un montaje de El alcalde de Zalamea bajo la dirección de Helena Pimenta, encarna al personaje de Pedro Crespo. La obra se estrenó en 2015 en el Teatro de la Comedia de Madrid, donde permaneció durante dos meses, siempre con un aforo al completo, antes de viajar por diferentes teatros españoles. El currículum del actor es extenso; y su buen hacer, tanto en cine como en teatro, ha sido merecedor de diferentes galardones; entre ellos, dos premios Goya. En televisión es siempre recordado su espléndido papel como Fermín de Pas en la serie La Regenta, adaptación de la novela de Leopoldo Alas Clarín que TVE emitió en 1995. En 2014 rodó su última película; y, según afirma, no quiere hacer más cine. Algo deja caer sobre los motivos de esta deserción. Actualmente, aparte de dedicarse a su gran vocación, que es la actuación sobre las tablas, imparte con gran éxito cursos de interpretación. Charlamos con él en el marco de la última edición del Festival de Teatro Clásico de Olmedo, donde ha sido invitado a participar en un diálogo titulado «Sobre El perro del hortelano, de Pilar Miró». Y aprovechamos para preguntarle sobre literatura, cine y teatro.

Al parecer, ya desde muy joven tenías claro que querías dedicarte a la profesión de actor, a pesar de que tu familia —tu padre, por ejemplo, era agricultor— no está vinculada al mundo artístico. Sí, vengo de una familia de campesinos que no tenían ninguna fe ni esperanza en esta vocación mía. Y, evidentemente, se opusieron todo lo que les fue posible ante la tozudez de un adolescente que había tomado la decisión de marcharse e ir a probar fortuna con algo que yo creía que era fundamental para mí. Lo tenía que intentar por lo menos. Así que, después de haber hecho mucho teatro en mi pueblo, me escapé a Salamanca, donde estuve tres años. Allí también me animaron para que diera un paso más ambicioso. Y me fui a Madrid. Hice las pruebas de la Escuela Superior

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de Arte Dramático (RESAD) y aprobé. Pero yo creo que quien me metió en todo esto no fue la RESAD, sino Miguel Narros, que fue un gran maestro para mí; a él le debo buena parte de mi formación teatral. Después comencé a hacer cine y no paré. Luego volví otra vez con Miguel Narros para hacer La malquerida, El caballero de Olmedo y otras obras. Siempre con personajes muy fuertes, muy potentes, de mucha envergadura emocional. En el cine, sin embargo, me convirtieron en un actor contenido. En ese momento había una cierta tradición de actores que venían del teatro y que iban pasando al cine. Y eso se notaba: en su forma de actuar había algo que era todavía muy grandilocuente. Y entonces, de repente, llegabas con esa escuela que lo había invadido todo —y por supuesto a mí también—, con esa forma de entender el naturalismo, un poco a lo Stanislavski, que tanto daño ha hecho —posteriormente lo hemos sabido— y me convertí casi por arte de birlibirloque en el actor contenido, el de la gran mirada, el del silencio... Así fue como triunfé en la pantalla, con La Regenta primero y, a partir de ahí, toda una carrera de cuarenta y ocho películas. Hasta llegar a la actualidad, con Zorrilla. En La paradoja del comediante, Diderot, contrariamente a Stanislavski, planteó en el siglo XVIII la tesis de que el actor debe provocar la emoción del espectador controlando en todo momento la suya. El buen artista es, por tanto, el que de manera fría y reflexiva interpreta un papel, sin llegar a vivirlo. Sí, he leído esa obra de Diderot. Y fíjate qué difícil es hacer lo que plantea en estos tiempos... En España tenemos un concepto parecido en el arte del toreo, que es el de «templar»; es decir, contener la fuerza hasta pararla, algo así como hacer más denso el instante, agrandar la fuerza y ganar en expresión. Lo cual creo que está también muy cerca de la búsqueda del duende, que decía Federico García Lorca. Acabas de nombrar también a Zorrilla. En esta edición del Festival de Olmedo hemos asistido a un homenaje por el bicentenario de


su nacimiento. Homenaje en el que te hemos oído recitar unos versos del Don Juan. Sí. Aquí se ha hecho un alegato del Don Juan de Zorrilla frente al don Juan que aparece en otros autores. Sin embargo, yo creo que el de Tirso, por ejemplo, es infinitamente mejor: tiene un verso y un personaje mejor construidos y la mujer no aparece como un mero objeto. Aun así, la gente reclama mayoritariamente el de Zorrilla, que es el que se suele representar. En todos los ámbitos, incluido el universitario, se sigue diciendo que ese es el eminente. Hoy se ha mencionado también aquí un artículo de Ortega y Gasset que habla de este mito, y lo he leído para ver qué decía, porque hablamos de un personaje, el de don Juan, al que yo particularmente detesto y que creo que literariamente tiene poco atractivo. Pero ese mito sigue resultando al parecer muy eficaz. Ortega habla de la relación afectiva que tiene todo lo mediterráneo con lo superficial, con lo simple, lo concreto, lo evidente, lo consueto. Y la verdad es que el Don Juan de Zorrilla está lleno de todo eso, de un tipo de costumbrismo donde la mujer atada a la pata de la cama es objeto de las apuestas de una serie de imbéciles. Puede ser que a alguien le siga pareciendo atractivo un sujeto así. Pero bueno... Y me parece además que el verso está lleno de

ripios. En Tirso, sin embargo, aparece de manera reiterada la palabra fuego, como elemento depurador y como materia de organicidad: fuego como vida y como muerte. En El burlador de Sevilla dice un personaje femenino (Tisbea): «Fuego, fuego, que me quemo…»; es decir: que esto no lo puedo soportar, que esto ha sido una burla, que no quiero seguir viviendo hasta que no sea vengada... Creo que este tipo de reacción es al menos más profunda, porque la mujer no representa un papel de abnegada perdedora que carece de palabra. En Tirso sí que la tiene, y bastante. Y además Tisbea se expresa en unos versos que creo que son los más bellos de toda la obra. Pero, ¿qué ocurre con ese don Juan? Pues que como no se salva, como va al infierno, no nos gusta. La verdad es que se trata de un mito muy complejo. Y, sin embargo, ha dado la vuelta al mundo. Incluso en La Regenta Ana Ozores acude a una representación del Don Juan de Zorrilla… Hablando de cine, Mario Camus, con el que has trabajado, declaró ayer que él no dirige a sus actores, sino que son ellos mismos los que estudian el texto y preparan el personaje en casa. ¿Es así? No, no es verdad. Pero sí es cierto que, a la hora de dirigir, Mario no es una persona que agobie al actor. Y, sobre todo, sabe que el actor está hecho de una madera muy especial y que nadie como él va a saber hacer su trabajo. Él es de la opinión de que cuando le das un papel a un actor, este se tiene que poner a trabajar para crear un personaje de carne y hueso. Y si no dejas al actor ir, si no permites que se luzca, que esté por encima del personaje, el trabajo nunca alcanzará ese resultado que jamás habría podido imaginar ni el autor ni siquiera el mismo actor. Pero ahora sucede que se lleva mucho la idea de que los actores somos, ante todo, «cuerpos rotos», que es como decir que no somos nada: un simple cuerpo sin idea, sin punto de vista. Un cuerpo que no piensa, que solo memoriza. Se considera que el actor tiene que hacer todo lo que diga el director, porque se supone que este es listísimo. El director te dice que vayas para allá, que vengas para acá, que entres o que salgas y, sobre todo, que no pienses. Porque si piensas, tienes opinión. Y si tienes opinión, según ellos, vas a caer en prejuicios. Aunque este es un mal que afecta hoy día a la sociedad en general, no sólo al teatro o al cine. Si quieres caer bien: perfil bajo. De ese modo os podéis llegar a sentir como simples guiñoles que alguien maneja sin más.

Carmelo Gómez. Fotografía de Manuel de los Galanes ©

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Ahora mismo no somos nada. Hablo en general, aunque los actores hemos sido vilipendiados en muchas ocasiones a lo largo de la historia. Y ahora estamos en uno de esos momentos. En España, por ejemplo, hemos denunciado una serie de injusticias y nos han dicho: ¡fuera con ellos! Y todo el mundo ha entrado ahí: la prensa, la política, la dirección, la escenografía. Todos nos vapulean, hasta los técnicos. Pero no lo dice nadie, porque nos hemos vuelto muy precavidos, muy temerosos. Nadie dice nada, todo el mundo calla. Hay que desconfiar cuando alguien te suelta eso de «todo va muy bien, todo va genial»... Eso esconde mucho temor. ¿Y tu trabajo con Pilar Miró cómo resultó? Pilar tenía un carácter muy complicado. Lo quería todo ya, quería las cosas muchas veces antes de haberlas pensado ella misma. Y, claro, eso es muy difícil. Pero es verdad que con ella no se movía nadie. Igual que con Mario Camus. A estos señores les sobraba tiempo para rodar. El cine de ahora, en el que yo ya no estoy, es, sin embargo, de dieciséis o dieciocho horas todos los días. Es una locura. Así revientan a la gente. Y no son capaces de rodar más que una secuencia en una mañana. Excepto en la televisión, claro, que es la responsable de la precariedad que arrastra el cine. En televisión se rueda casi toda una secuencia sin dejar mover a los actores, para facilitar el encuadre. De esa manera se ahorran una barbaridad en producción; todo queda en cháchara. Es un cine sin planos, y el cine sin planos es como el lenguaje sin palabras. Y esto ocurre por la falta de precisión y de claridad a la hora de abordar un proyecto. Sin embargo, Pilar y Mario tenían clarísimo lo que querían hacer. Eran de claridad meridiana. Venían ya con todo pensado. Luego tú, en ese espacio, tenías toda la libertad del mundo para decir: aquí hago la pausa, por ejemplo, aquí voy, aquí vengo, y lo negociabas con ellos en el ensayo. Y poco más. Los resultados de todo esto están por ver, si es que algún día queremos hacer autocrítica, que no creo porque estamos inmersos en la sociedad de las libertades del miedo. Así que nadie se atreverá a decir lo que siente. De todo ello se deduce que echas de menos a directores como Mario Camus o Pilar Miró, a pesar de lo que comentas de su carácter. Por supuesto. Todo el mundo los echa de menos. ¿Se ha ido entonces hacia un lugar equivocado? Se ha intentado dar un paso hacia un lugar que había perdido frescura y se ha tratado de sustituir esa frescura

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con la juventud y también con ese punto atractivo que da la improvisación, la locura, la ingenuidad. Pero resulta que muchos ya se han hecho mayores y no hemos visto que hayan sido capaces de dar ese paso hacia ese otro sitio. Y han negado el pasado. Y eso es lo que estamos haciendo permanentemente: negar las tradiciones. No hace mucho tuve la oportunidad de realizar una ponencia en Almería sobre el teatro de Lope de Vega, y uno de los textos que ponía como ejemplo era una carta que escribe Diana en El perro del hortelano que comienza: «Amar por ver amar…» «...envidia ha sido…». Lo recuerdas… Sí, aunque no me acuerdo del soneto entero. No resulta sencillo aprenderlo. En mi caso, para conseguirlo, visioné varias veces el momento de la película en que lees ese soneto. Pero vosotros, los actores, ¿cómo preparáis esa difícil tarea de la memorización cuando tenéis que recitar largos parlamentos en verso? Bueno, el texto se aprende o bien a base de relacionar unas cosas con otras, o bien de una manera mecánica, es decir, encontrando las palabras según te van viniendo. De la otra forma tú las vas buscando según te vaya empujando a ello la acción. Son dos formas de entender el trabajo de la memorización. Pero lo cierto es que termina siendo la mecánica la que te va a dar la seguridad para salir al escenario sabiendo que la cosa no va a fallar. Y con respecto a las cartas, estas casi siempre dan información. Pero en El perro del hortelano funcionan además como una estrategia estructural. A través de ellas avanzamos hacia el paso siguiente. La carta es un acontecimiento en sí misma. Diana le dice a Teodoro que mejore una carta que ella ha escrito a petición de una amiga suya que pena de amores por un galán.


Carmelo Gómez, Festival de Teatro Clásico de Olmedo. Fotografía: Montse Fernández ©

Y Teodoro tiene que escribirla sabiendo que quien se la ha encargado es posiblemente a quien va dirigida: la propia Diana. Aunque ella, muy estratega, ha pretextado que es para otra persona. Entonces, Teodoro escribe sin que parezca que se lo escribe a ella, sino a la amiga. Claro, aquí el espectador, que conoce ese juego de suposiciones y de probabilidades, está expectante por ver cómo Teodoro resuelve la situación. Y Diana le dice que ha estado muy bien y que ha escrito la carta con mucha cautela, dándole a entender que no parece que la haya escrito para una amiga, sino para ella misma. En ese momento, las cartas desencadenan la acción.

La verdad es que haría otra vez la película, pero ahora la dirigiría yo mismo... Intervienen decisivamente en el desarrollo amoroso de la acción. Claro. Y sirven para aumentar la suspicacia del espectador, que necesita saber qué va a pasar a continuación. Esto hace que lo tenga enganchado constantemente. Porque en El perro del hortelano no hay más acción que el amor y el desamor. Toda la comedia es, como se sabe, un vaivén de Diana, quien se debate entre el amor y el honor. Y entretanto no deja que Teodoro —una vez ha despertado en él la ambición de ser conde— la ame a ella ni que ame a Marcela. En el caso de la película, Pilar quería transmitir la idea de que una mujer puede manipular a los hombres. En cuanto a Teodoro, todo en él es interés. Es decir, un personaje tiene caracterización y carácter. La caracterización es lo que cree que es, o lo que hace creer que es, o lo que él cree que hace creer que es. Que muchas veces termina siendo su propia máscara. Y el carácter es lo que eres realmente. Y, ¿cómo sabemos cuál es el carácter de un personaje que siempre está fingiendo, seduciendo en este caso? Pues se sabe cuando sobreviene un estado de tensión, cuando el personaje tiene que tomar una decisión límite. Y parece que Lope coloca a Teodoro en esa situación cuando este tiene que irse a España. La forma en que ocurre eso es muy caprichosa, muy ficcional, muy poco real. Todo lo manipula Teodoro. Y ahí es donde realmente habría que

Entrevista a Carmelo Gómez

ver si está diciendo la verdad, si realmente está enamorado o está fingiendo. Y yo creo que fingen todos hasta el último instante. Pero, ¿qué pasará una vez que se case con Diana, una vez conseguido lo que soñaba? Lope lo deja ahí… Lope en realidad deja un final muy ambiguo. Una de las últimas frases que dice Diana a Teodoro es: «Sepa que no me ha de dar más celitos con Marcela, aunque este golpe le duela». Y él, ya convertido en noble, le responde: «No nos solemos bajar los señores a querer a las criadas». La verdad es que haría otra vez la película, pero ahora la dirigiría yo mismo, porque creo que El perro del hortelano aún encierra muchas otras aristas, además de todos estos aspectos de los que estamos hablando. En mi opinión, es una obra de lo más gótico que he visto en la vida. Hoy en día es difícil ver adaptaciones cinematográficas de obras clásicas, tal vez por miedo a que no tengan gran aceptación por parte del público. Pilar Miró, no obstante, acertó plenamente y tuvo un gran éxito con una propuesta de El perro del hortelano que respetaba el texto y los elementos propios de aquella época: vestuario, decorados, etc. Otros directores teatrales, sin embargo, apuestan por trasladar la trama de una comedia clásica al período actual, alterando hasta el propio texto. Con todo ello se alejan bastante del original. ¿Qué opinas de este tipo de adaptaciones? Está muy bien que la gente investigue, que trate de desarrollar otras propuestas. Lo que pasa es que a mí... ¿Cuál es el límite? El límite es que cuando te metes en un trabajo de investigación tiene que ser como mínimo durante un año. Está muy bien que se exploren otras perspectivas, pero eso necesita su tiempo. No puede ser que yo haga una versión, algo que yo me he imaginado, la ensaye durante cuarenta o cuarenta y cinco días, diciendo a los actores dónde se tienen que poner, y a continuación la estrene. Porque eso no es investigación ni es nada. Creo que ahora mismo somos víctimas de esta cosa comercial, donde todo va dirigido prioritariamente a la promoción. No se investiga porque no hay dinero ni ganas. Entonces, ¿que se hagan versiones? Yo puedo entender como director que, en un momento dado, en vez de sacar capas y espadas se saquen ametralladoras. Lo que pasa es que puede haber ahí un

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Entrevista a Carmelo Gómez

salto de difícil justificación en relación con los demás elementos que componen el espectáculo. Y para el espectador también, porque cuando se dice, por ejemplo, «saca tu espada» y lo que suena es una ametralladora… Ese sería un ejemplo de clara inadecuación entre el texto y lo que vemos en escena. En los casos de adaptación libre soy de la opinión de que esa obra teatral o cinematográfica tendría que tener un título distinto al de la obra clásica, señalando que está basada en ella. De lo contrario lo que se está ofreciendo es, en cierto modo, un fraude. En todo eso hay algo muy mercantil. Cambiando ahora de asunto, me comentaste ayer que El coloquio de los perros es la mejor obra de Cervantes. ¿Crees que realmente es así? A mí me fascina esta obra. Sobre todo porque estoy convencido de que Cervantes escribió una segunda parte donde Cipión cuenta su vida al otro perro, a Berganza. Date cuenta de que las últimas palabras de Cipión son: «... es muy entrado el día, y esta noche que viene, será la mía, para contarte mi vida». Los dos perros se encuentran por la noche, a la hora de las brujas. Es un aquelarre total. Es otra vez ese estilo de Cervantes de hilar aventura tras aventura, con un perro o con un loco, pero nunca con la realidad. Cervantes es un escritor al que le salían los personajes a chorro por la cabeza, era un tipo con una gran imaginación, muy vivaz y muy mordaz. En él no está el tema de la honra, no hay Dios, como sí ocurre en Lope. Porque Cervantes no se pone al servicio de ningún sistema. Ahora bien, Lope tiene también cuatro o cinco obras que están llenas de agujeros por los que podemos entrar a la trastienda, donde hay cosas que no son lo que aparentan ser. Y esa lectura hay que saber encontrarla. Por ejemplo, en El perro del hortelano no aparece la Iglesia... Casi todo transcurre en un palacio. Y no aparece un rey, sino una condesa. Tampoco refleja un comportamiento social que era habitual en aquella época en España, donde la mujer ocupaba un papel muy determinado. Se salta todo eso y traslada la acción a un palacio en Nápoles. Esto refleja una gran valentía, que es aún mayor si tenemos en cuenta que en aquel momento existía una censura que cortaba las manos a la gente o la quemaba. Aun así, Lope tiene que hacer ciertas concesiones, y las hace. Pero en El caballero de Olmedo vuelve a ocurrir algo parecido. Don Alonso, el protagonista, sale a

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escena con esta décima: «Naturaleza, en rigor, conservó tantas edades correspondiendo amistades…». O sea, es la naturaleza la encargada de la regeneración y de la vida. Dos personas se juntan, copulan y crean un ser nuevo. Y para ello no se habla de Dios, ni está la Iglesia presente. Lo que sí está es algo que es terrible: una España llena de fronteras, en la que los de Medina no podían ir a Olmedo, y viceversa, y menos a quitarles la chica, porque eso era una humillación. Y entonces surge una pelea de gallos que es la misma que existe ahora, en cierta forma. No han cambiado tanto algunas cosas, al final el ser humano repite ciertos comportamientos. Somos los mismos... ¿Y el tema de la envidia? ¿Y el tratamiento que da Lope a la muerte? Cuando don Alonso, en El caballero de Olmedo, va a morir no exclama: «Ah, pero voy contigo, oh Dios, y ya estoy salvado, mi alma irá a flotar», como hace don Juan, sino que dice: «Solo tengo un Dios, que es doña Inés». Eso es a lo que me refiero cuando hablo de que hay momentos en que uno puede internarse en el otro lado y ver que, desde la trastienda, Lope nos está hablando de otras cosas. Estas obras, El perro del hortelano y El caballero de Olmedo, junto con El castigo sin venganza, son las tres que querría haber hecho Pilar Miró. Y esta última porque no es atávica, porque no está atada a la normativa del momento, sino que, por el contrario, es realmente clásica; es decir, toca un tema que es universal: la pasión amorosa que sienten un hijo y su joven madrastra. Eso es muy potente y crea una situación de callejón sin salida, de pura tragedia, creo yo. Y eso a Pilar le fascinaba. Aparte de que ella sabía que era la gran obra de Lope.

Con estas últimas palabras de recuerdo a Pilar Miró y Lope de Vega, ponemos el punto final a esta plática, como diría Cipión en El coloquio de los perros. Y no porque «sea muy entrado el día», sino que es la tarde la que echa su telón. Es ya casi la hora de acudir a la representación teatral de la Corrala del Palacio del Caballero, aquí, en el cálido —y no sé si largo— verano de Olmedo.

Montse Fernández Crespo es licenciada en Filología Española por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y máster en Lengua y Literatura Española y Español como Lengua Extranjera en la misma universidad. Actualmente realiza allí su tesis doctoral, centrada en las comedias de Lope de Vega. También ha formado parte del grupo de investigación «PROLOPE» (UAB).


Nueva literatura latinoamericana Confluencia generacional en la literatura latinoamericana contemporánea Por Darío Zalgade – 10

Entrevista a Edmundo Paz Soldán Por Natalia Noguera – 11

Entrevista a Jacqueline Goldberg Por Oriette D’Angelo – 14

El camino de las locas

Por Denise Phé-Funchal – 18

Entrevista a Andrea Jeftanovic Por Constanza Ternicier – 20

Entrevista a Lina Meruane Por Constanza Ternicier – 24

Violencia en la prosa contemporánea brasileña Por Cristhiano Aguiar – 27

Entrevista a Angélica Freitas Por Carol Bensimon – 29

Entrevista a Mariana Enríquez Por Luciana Reif – 31

Entrevista a Santiago Roncagliolo Por Darío Zalgade – 35

Ariana Harwicz o la escritura caníbal Por Mónica Ojeda – 38

Entrevista a Juan Pablo Villalobos Por Darío Zalgade – 41

Entrevista a Rita Indiana

Por Andrea Morena García y Darío Zalgade – 46

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E l ci e l o r a s o

Confluencia generacional en la literatura latinoamericana contemporánea Por Darío Zalgade Dentro del campo de las letras latinoamericanas contemporáneas, 2017 es un año marcado en buena parte por un signo de relevo generacional tan específico como el Bogotá 39-2017, un evento cuestionable en gran medida, pero de innegable relevancia, donde nombres como Liliana Colanzi, María José Caro, Brenda Lozano, Giuseppe Caputo o Valeria Luiselli continúan su consolidación como grandes referentes en un panorama internacional donde, a su vez, continúan brillando figuras de una trayectoria ya más larga como Álvaro Bisama, Andrés Neuman, Guadalupe Nettel, Santiago Roncagliolo o Jorge Volpi, por citar a cinco de los seleccionados diez años atrás en la primera edición de la nueva lista, que hoy ya nos empieza a quedar algo lejana. Después del duro transcurrir de toda una década, echar la mirada atrás a aquellos primeros treinta y nueve nombres nos da una cuenta diáfana de lo relativo de este tipo de selecciones —subjetivas desde el descaro, esclavas del marketing, amiguistas— frente a un juez tan implacable como es el paso del tiempo, porque a posteriori resulta insólita, en aquella lista decana, la ausencia de nombres tan vigentes hoy como Patricio Pron, Lina Meruane, Andrea Jeftanovic, Angélica Freitas, Mariana Enríquez o Fernanda Trías, cuyas respectivas literaturas son referencias indiscutibles del campo cultural iberoamericano de nuestros días y sirven, en gran medida, de apoyo o de influencia para sus nuevos y nuevas contemporáneas. Mención aparte, además, merecen autoras como Ariana Harwicz, Rita Indiana o Tatiana Goransky, que por haber nacido en el año bisagra de 1977 parecen condenadas por un mal fario a caerse de las listas de ambas generaciones a pesar de la fuerza extraordinaria de sus respectivas literaturas. Son, entonces, muchos los argumentos que permiten cuestionar buena parte de las figuras que estarán presentes este año en el nuevo encuentro literario organizado por Hay Festival, pero lo es sobre todo la proporción de género: un absurdo dos a uno a favor de los hombres que no tiene el menor sentido frente al auge espectacular de la obra y la presencia de las escritoras contemporáneas en América Latina, justas protagonistas de una nueva generación de autoras y autores donde hoy, sin la menor duda, son ellas quienes están asumiendo el liderazgo creativo y el peso cultural a lo largo y ancho de todo el continente. Así, y sin voluntad de desmerecer a los nombres incluidos en la nueva selección —algunos

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tan incontestables como Daniel Saldaña París, Samanta Schweblin o Felipe Restrepo—, parece justo reivindicar a escritoras como Carol Bensimon, Ave Barrera, Paulina Flores, Alia Trabucco Zerán o Margarita García Robayo, todas ellas autoras de referencia excluidas inexplicablemente de una lista donde también cabría postular la literatura de otras compañeras quizá algo menos visibles, pero con una obra también extraordinaria, como Carla Badillo, Natalia Rozenblum, Daniela Camacho, Julieta Marchant, Romina Reyes, Ana Negri, Constanza Ternicier... y los nombres deberían seguir, seguir y seguir. Hecho este ajuste necesario, lo que nos propusimos lograr en estas páginas pasaba fundamentalmente por una idea de diálogo generacional entre esos dos grandes momentos que están coexistiendo en la literatura latinoamericana contemporánea: todas estas nuevas voces que vienen irrumpiendo con tanta fuerza en nuestro panorama cultural, por un lado, y, por otro, aquel escenario ya tan consolidado de autoras y autores nacidos en torno a los años setenta del pasado siglo. Lejos de plantearse como una instancia de ruptura, el nuevo mapa literario que se está desplegando en nuestras bibliotecas pasa por un sumar de ideas y discursos renovadores desde el diálogo y la amistad intergeneracionales, una instancia enormemente constructiva que amplía, más que sustituye, los círculos culturales de una América Latina cuya literatura se está demostrando cada vez más abarcadora, dialéctica, plural y global. Y es desde este diálogo colectivo, desde ese nexo tan hermoso entre lo nuevo y lo aún más nuevo, que desde Quimera hemos querido plantearnos un ambicioso recorrido donde las voces emergentes de Constanza Ternicier, Oriette D’Angelo, Carol Bensimon, Natalia Noguera, Andrea Morena García y Luciana Reif dialogasen con las figuras ya maestras de Jacqueline Goldberg, Edmundo Paz Soldán, Lina Meruane, Andrea Jeftanovic, Angélica Freitas, Mariana Enríquez, Juan Pablo Villalobos, Santiago Roncagliolo y Rita Indiana, todo en un espacio único donde resolvimos incorporar además tres lecturas críticas a cargo de firmas tan cualificadas, en lo académico y lo creativo, como son las de Mónica Ojeda, Denise Phé-Funchal y Cristhiano Aguiar. Se trata de un intercambio casi inédito entre norte y sur, capitales e interior, narrativa y poesía, trayectoria y esperanza, trazado entre más de veinte de los nombres más presentes de la literatura latinoamericana contemporánea. Y la propuesta, entonces, no podía estar más clara: se trata de una invitación para acercarse y disfrutar de tanta y tanta literatura, un convite para leer y conocer apenas un poco más de las redes y las sinergias que continúan trenzándose, hoy más que nunca, entre tantas voces brillantes que escriben y nos conversan (nos apelan, nos agitan) desde América Latina.


Entrevista a Edmundo Paz Soldán Por Natalia Noguera Fotografía: Liliana Colanzi ©

Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Alabama, doctor en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad de Berkeley y actualmente profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. Es autor de más de dos decenas de libros, fundamentalmente novelas y conjuntos de relatos, y el referente principal de la generación McOndo. Ha sido columnista en medios como el New York Times, La Tercera, El País o la revista Time, y ha sido galardonado con premios como el Juan Rulfo de cuento o el Premio Nacional de Novela de Bolivia. Su libro más reciente es la novela Los días de la peste (Malpaso, 2017).

«Mi novela tiene que usar esta atmósfera de cárcel como de La Paz, donde los presos viven con sus familias», explica en un video, refiriéndose a Los días de la peste. Esa atmósfera de La Casona resulta densa: violenta, surreal y plantea un universo de terror. ¿Por qué y cómo nació este mundo, que parece un resultado de la violencia latinoamericana y lo más sórdido de la ficción? En un cuento de Las visiones escribí sobre dos hermanos cuyo padre es el gobernador de una cárcel. A partir de ese germen quise escribir luego una novela, sólo que al hacerlo me di cuenta de que me parecía más interesante lo que ocurría en la cárcel que la vida de esos

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hermanos. De modo que un día hice desaparecer a los hermanos y me quedé con la cárcel. En Norte hay una sección que transcurre en una cárcel norteamericana; esta vez pensé que sería más interesante ambientar la historia en una latinoamericana y me puse a buscar modelos. San Pedro, en La Paz, me pareció ideal, por el trasiego que existe entre la gente que vive allí y la ciudad que rodea la cárcel.

Los días de la peste es una novela coral. Un personaje sigue al otro y esto da a la historia un ritmo trepidante, cada vez más intenso. ¿Cómo concibió la estructura de la novela? Me interesa mucho que la estructura misma de la novela refleje algo de su tema. Quería captar la hacinación en una cárcel a partir de la multiplicidad de voces y de narradores; que el relato fuera proliferando constantemente, bifurcándose a través de múltiples caminos. Desde el principio pensé que podía iniciar una escena contándola desde un punto de vista, continuar luego desde otra perspectiva y así sucesivamente, como si el narrador fuera una suerte de cámara en constante movimiento. ¿Qué retos le planteó el desarrollo de esta estructura? ¿Cómo desarrolló el cambio de voces, de personajes tan distintos como el gobernador, Krupa o Lya? El principal reto fue el de perfilar voces que fueran diferentes entre sí, crear un lenguaje carcelario, hecho a partir de coloquialismos y palabras inventadas. En algunos casos utilicé modelos: para el Loco de las bolsas, por dar un ejemplo, fue el esquizofrénico de El padre mío, de Diamela Eltit; en el caso de Krupa, que es un oficial sádico, se me ocurrió que su lenguaje mismo debía denotar la violencia de su personalidad y por eso recurre constantemente a las malas palabras, a las onomatopeyas, etc. La novela aumenta capítulo a capítulo su intensidad. Mi sensación por momentos fue desolación pura, al adentrarme en los cinco patios de La Casona, cada uno más sórdido que el anterior. ¿Hay una metáfora del presente político y la violencia, del estado actual del mundo? Quería que la novela funcionara a diferentes niveles. El más importante es el de la historia misma, relacionado con la lucha en torno a una religión popular de connotaciones peligrosas para las autoridades, y con la aparición de la plaga. La novela debía transmitir una sensación opresiva, asfixiante, y por eso pensé en La Casona

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como un laberinto, en el que siempre hay un patio en el que ocurren abusos que no ves. Todo eso puede dar lugar a una alegoría de nuestra situación actual, pero eso sólo funciona si funciona el relato. Los Confines puede ser cualquier lugar, una provincia indeterminada, pero no es un lugar del todo ficticio. ¿Qué sitio o qué sitios tuvo en mente a la hora de crear Los Confines? Los principales fueron San Pedro, en La Paz, y Palmasola, en Santa Cruz, dos cárceles bolivianas que funcionan más como pequeños barrios amurallados. Allá el Estado no les da una celda a los presos, sino que estos deben alquilarla o comprarla de otros presos, y hay toda una economía informal, desde restaurantes hasta carpinterías y kioscos administrados por los mismos presos. También viven mujeres y niños ahí, a pesar de que eso está prohibido por ley. Ese micromundo me parecía tan fascinante que fue la primera vez que, antes de tener una historia para escribir, tuve un escenario, una atmósfera. Uno de los grandes temas de la novela es la religión o, mejor, la manera en que los humanos la conciben. El culto pagano a Ma Estrella se transforma de uno más o menos misericordioso a otro que adora a una diosa con cuchillos en la boca. ¿Representa, en este sentido, la religión una manera de justificar todo aquello que los humanos consideran abyecto; es decir, que en nombre de una diosa todo puede hacerse? Como si esta sociedad quisiera justificar su violencia en el ser trascendente… ¿Cómo concibe usted este tema religioso? Las religiones, pese a todas sus búsquedas trascendentes, o quizás debido a ellas mismas, están muy ancladas en la tierra. Las más influyentes hoy están conectadas a lo político. Hay momentos en que, para subsistir, alguna apela a la diplomacia; otras a la violencia. Me atrae el vínculo entre fe popular y violencia, inevitable desde el momento en que uno cree que su dios o su diosa es superior a los de los otros. La religión no justifica sólo lo abyecto; justifica, de hecho, todo, una forma de ver el mundo que puede entrar en crisis al ser cuestionada, y por eso termina siendo defendida a ultranza por sus seguidores más fanáticos. El libro recuerda a Vargas Llosa, pero temas como el negocio de implantes biónicos se acercan más al mundo de un Philip K. Dick...


¿Es de alguna manera esta su pretensión: crear un mundo autónomo en el que convivan temas aparentemente imposibles? Nuestros días son más ilógicos de lo que parecen; convivimos con temas aparentemente imposibles, avances genéticos que parecen sacados de la ciencia ficción junto a miradas reaccionarias en contra de los derechos de las mujeres, de los gays, de las minorías. El desafío de una ficción es encontrar cierta coherencia dentro de las incoherencias. ¿Cómo es su relación con la crítica literaria: qué opina de la crítica que se produce en América Latina? Hay muy buena crítica que sigue el día a día, los libros que se van publicando, pero quizás nos faltan miradas más panorámicas que traten de encontrar los hilos principales dentro de tanta diversidad actual. De los críticos con una mirada abarcadora, me encanta el trabajo de Graciela Speranza, que habla de literatura en un contexto muy amplio, en diálogo con el arte contemporáneo.

El desafío de una ficción es encontrar cierta coherencia dentro de las incoherencias. En un artículo señaló que aquel McOndo de Fuguet cometió errores, que combatió el estereotipo latinoamericano del realismo mágico con otro: el de Latinoamérica como un gran universo urbano. ¿Cómo ve en perspectiva esta intención de desmarcarse de la tradición del boom? No hubo un intento de desmarcarse de la tradición del boom, sino del modelo realista mágico como forma central de narrar el continente. En mi caso personal, yo leía y seguía a Vargas Llosa y a Cortázar; el boom estaba muy vivo. Y me encantaba leer a García Márquez y lo admiraba, sólo que mi temperamento me acercaba más a otros escritores.

buscar otros paisajes y otros lenguajes, aunque, claro, las obsesiones centrales persisten y sobreviven incluso a pesar de uno mismo. ¿Considera que autores jóvenes como Valeria Luiselli, Patricio Pron, Samanta Schweblin o Fernanda Trías (se me quedan muchísimos fuera) están gestando hoy una nueva tradición latinoamericana? La tradición está renovándose todo el tiempo. La nueva generación es de las más innovadoras, pero lo hace apoyándose en una muy buena lectura de la tradición, poniendo en el centro de la discusión a escritores que estaban un poco a los márgenes del boom: Ribeyro, Felisberto Hernández, Levrero, Lispector… Para algunos parece necesario establecer esta nueva tradición, con otros estilos, otros temas y otras formas narrativas. ¿Cree que es necesario? Lo que me parece necesario es el deseo de búsqueda. Eso nos puede llevar a muchos callejones sin salida o hacernos reencontrar con nuestras raíces, y también incluso podemos terminar en territorios en verdad nuevos. ¿A qué escritores sigue hoy y quiénes son sus referentes? De lo último que he leído este año me han gustado mucho Fernanda Melchor, Mónica Ojeda, Almudena Sánchez, Vera Giaconi y Mathias Enard. En cuanto a referentes, más que eso pienso hoy en los que me acompañan y son fundamentales en un proyecto específico. En Los días de la peste lo fueron Defoe, Albert Camus y Donoso. ¿Planes de futuras novelas o libros de cuentos? Estoy metido en una novela corta ambientada en la frontera entre Bolivia y Brasil.

Natalia Noguera Álvarez (Bogotá, 1986) ha trabajado como periodista del periódico colombiano El Tiempo y en la re-

¿Y cómo se ve a usted con respecto a esta búsqueda de identidad? Cuando hablamos de identidad hablamos de esencias y eso no me interesa mucho desde el punto de vista literario. Me gusta ir en contra de lo que he construido,

vista Carrusel que circula con el mismo diario. Estudió un máster en Periodismo Cultural en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y trabajó durante un año como redactora de la revista

Librújula. Ahora, termina un máster en Marketing Digital y coordina una revista de viajes en Bogotá. Lee, escribe y procrastina.

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Entrevista a Jacqueline Goldberg Por Oriette D’Angelo Fotografías: Andrea Daniela ©

Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966) es doctora en Ciencias Sociales y licenciada en Letras. Poeta, narradora, ensayista, periodista, editora y autora de libros infantiles y testimoniales. Sus trece poemarios publicados entre 1986 y 2006 fueron recogidos en Verbos predadores, poesía reunida (2007). Luego vendrían Postales negras (2011), Limones en almíbar (2014, mención especial del jurado del Premio Tenedor de Oro a la Publicación Gastronómica, que otorga la Academia Venezolana de Gastronomía), Nosotros, los salvados (2015) y Las bellas catástrofes (2017). En 2013 apareció su novela Las horas claras, que obtuvo en Venezuela el XII Premio Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana (2012) y que a su vez ganó en 2013 el Premio Libro del Año de los Libreros Venezolanos. La escritora Jacqueline Goldberg irrumpió en el panorama literario venezolano en 1986 y a lo largo de los años se ha consolidado como una de las voces más importantes de Hispanoamérica. Su obra, compuesta por libros que navegan a través de distintos géneros, explora el cuerpo, los pasajes autobiográficos y la contemplación. Goldberg se erige desde la impaciencia por nombrar, por hacer palabra y vivir desde un verbo afilado, desde un lenguaje que no conoce límites y busca, en esencia, producir temblor. Esta conversación para Quimera busca explorar algunos detalles sobre su trayectoria literaria, su conexión con los libros y el entorno político, y los detalles personales que la llevaron a escribir sus obras más notables.

Jacqueline, publicaste tu primer libro, Treinta soles desaparecidos (1986), cuando tenías diecinueve años. ¿Cómo era escribir y publicar poesía en Venezuela entonces? Era fácil. Las palabras venían incontenibles desde el deseo recién aprendido, lo desconocido, el país que todo lo permitía. Publicar era también fácil. Lo natural era

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que quien tuviese un libro concluido y medianamente revisado lo echara a la imprenta. Las instituciones del Estado eran absolutamente paternalistas y el mundo editorial se manejaba, como tantas cosas en la Venezuela de entonces, a mano suelta. Eso obró maravillas, sobre todo para quienes empezábamos a escribir, pero también hizo mucho daño. Sembró falsas expectativas, engordó egos, abarrotó los estantes de autores que no llegarían a ningún lado. El tiempo lo ha dicho. ¿Cómo empezaste a vincularte con los libros? ¿Recuerdas cuáles fueron tus primeras lecturas? No provengo de un hogar lector, pero había una modesta biblioteca alimentada por los empeños «ilustracionistas» de una clase media en ascenso. Estaban los libros académicos de mi padre, optometrista, y los de mi madre, odontóloga. Estaban los libros vendidos a quemarropa por el Círculo de Lectores y el proselitismo de la Enciclopedia Británica. Entre esas rendijas comencé a leer Veinticuatro horas en la vida de una mujer, de Stephan Zweig. Luego vendrían obras obligadas por el sistema escolar, que por fortuna fueron formadoras: clásicos griegos y latinos, parte del boom latinoamericano, autores venezolanos como Rómulo Gallegos, Salvador Garmendia y Teresa de la Parra. En los dos últimos años del bachillerato apareció la poesía. El primer poemario que me regalaron fue de Rubén Darío y el primero que compré sola Residencia en la tierra, del mejor Pablo Neruda. El primer taller literario en el que participé, en las postrimerías de mis dieciséis años, me llevó a Rafael Cadenas, Ezra Pound, Paul Celan. Ya de inmediato cambié la carrera de Economía por la de Letras y las lecturas se hicieron sistemáticas, aunque alejadas de la contemporaneidad. Hoy veo que mi aproximación a la lectura fue errática, pobre y llena de golpes de suerte. Sigo solventando esa falla de origen. ¿Cuál es tu relación con la literatura que se escribe en España? ¿Qué autores españoles han ejercido una influencia fundamental en tu obra? España estuvo desde siempre en mis lecturas. Al principio lo obvio y necesario: Federico García Lorca, Miguel Hernández, Antonio Machado, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez. Luego la Escuela de Letras, con extraordinarios profesores-poetas, me llevó por

toda la historia de la literatura española clásica. A la poesía más actual me fui acercando sola, husmeando en librerías en mi país y también en viajes que tuve la fortuna de hacer a Madrid. De esos tiempos llegaron a mi casa autores como Carlos Marzal, Antonio Gamoneda, Luisa Castro, Vicente Gallego, Chantal Maillard, Isla Correyero... La lista es larga, promiscua, presa de grandes olvidos y guiada por amigos y catálogos. Procuro siempre mirar hacia España en busca de espejos que me reflejen y me refracten, atenta a las simbiosis que protagoniza con la poesía latinoamericana. Hoy leo a muchos poetas españoles jóvenes que vienen con el oleaje de la web, porque hace mucho que no llegan novedades editoriales a Venezuela. Paul Valéry afirma en su Teoría poética y estética que «la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje». ¿Estás de acuerdo? ¿Puede la poesía tener importancia más allá de su tratamiento en el lenguaje? La poesía es lenguaje. No hay discurso ni mirada sobre el mundo que no pase por la reflexión en torno al lenguaje y sus posibilidades. La poesía permanentemente es una meta poética, elabora discursos desde sí misma y con sus propias dudas como materia. Lo dice el mismo Valery: «La ejecución del poema es el poema. Fuera de ella, esas sucesiones de palabras curiosamente reunidas son fabricaciones inexplicables».

Verbos predadores (2007) reúne los trece poemarios que habías publicado hasta el 2006 y también un libro inédito para ese momento que da nombre al libro. En la nota de inicio mencionas que «toda obra reunida es de por sí un acto de fidelidad con quien uno fue y con aquel que quizá será» (pág. 14). ¿Cambió tu perspectiva creativa al revisar y reunir material que había sido publicado originalmente hasta veinte años atrás? ¿Cómo percibes tu evolución creativa a través de los años? Revisar el trabajo propio es un ejercicio aterrador. Inmensa la tentación de corregirse, reescribirse, borrarse. Tratándose de una obra reunida, que se publicaba justamente porque todos mis libros estaban agotados, debía ofrecer un panorama de mi proceso escritural y mostrarse en su forma original. De todas maneras hice correcciones. Soy obsesiva. Quité artículos, repeticiones, versos muy malos. Revisarme me permitió ver que mi trabajo jamás dio saltos mortales, que mis temas seguían siendo más o menos los mismos, que mi lenguaje continuaba persiguiendo la

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brevedad, la concreción, lo amargo, lo íntimo, la ironía. Esa experiencia me reiteró que terminamos escribiendo un solo libro. El tema del cuerpo es fundamental en tu obra. Se aprecia desde tu primer libro, Treinta soles desaparecidos, hasta Perfil 20 (2016), publicado en formato digital por Digo.palabra.txt. ¿Escribir sobre el cuerpo va más allá de un mero ejercicio deconstructivo de la identidad? ¿Qué se entiende sobre el cuerpo desde la escritura? La palabra es el cuerpo reconducido. Autocanibalización y autoconocimiento. En el principio de mi trabajo el cuerpo era imperativo. Estaba descubriendo el sexo, la belleza de otros cuerpos, la poesía que era capaz de leerse en él. Más tarde vino la maternidad y las infinitas preguntas de la carne que se traduce, se vierte, se convierte. Hubo también circunstancias para las que el cuerpo exigió decir: una histerectomía, muertes cercanas, la enfermedad. Ahora, entrando en los cincuenta años, el cuerpo arroja inquietudes sobre la vejez, la descomposición, aquello que objetamos y nos invisibiliza. El cuerpo es andamiaje para la palabra, lo verdaderamente autobiográfico. Detonante para todos los temas. Casi un lugar común. Ha sido, me guste o no, inevitable. Has escrito varios libros de poesía documental. Uno de los más recientes es Nosotros, los salvados (2015), cuyos poemas fueron construidos a partir de testimonios de supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, específicamente de supervivientes de la Shoá que se residenciaron en Venezuela. También está por salir de imprenta otro que has cobijado bajo ese término, Las bellas catástrofes. Para ti, ¿cuál es la importancia de la poesía documental? ¿Podría afirmarse que la escritura de poesía documental es también una forma de manifestación del sujeto político? Desde el momento en que opto por hablar sobre aquello que está más allá de mi cuerpo, estoy aludiendo a un zoon politikon, que mide una realidad organizada por el lenguaje. Esa realidad se convierte en poesía documental cuando se selecciona, se investiga, se cita, se edita, se quiebra y se reescribe en el acotado espacio del poema. Es una apropiación. Desde hace veinte años vengo trabajando con noticias y testimonios que por devastadores terminan teniendo una rotunda belleza. Se trata de un ejercicio de voluntad que disuelve la fuente original, de alguna manera usurpándola. Es

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simplemente una manera de aproximación a la realidad, una como tantas otras. En el caso de la escritura y el arte, parece que se exigiera a los individuos mantenerse alejados del partidismo y de las ideas políticas radicales. ¿Es posible combinar el partidismo político y la escritura? ¿Cómo se da este fenómeno en Venezuela? Somos animales políticos, se sabe. Tomamos partido o rechazamos ideas ajenas en todo instante. Eso no necesariamente significa militar en una tolda política y hacer proselitismo frente a cada gesto. Hay quien escribe muy mala poesía desde ahí, cuando la realidad los sobrepasa y ponen su voz al servicio de la inmediatez y las emergencias del ánimo. Por años vi de soslayo cierta poesía fraguada en el epicentro de variopintas hecatombes políticas, pero hoy, cuando presencio cómo poetas estimados escriben sobre el cisma que ocurre en Venezuela —el mismo que vivo yo—, mi percepción ha variado un poco. Soy más flexible en la comprensión de que hay escrituras necesarias, catárticas y por momentos salvadoras. Me resulta muy inquietante imaginar cómo leeré en el futuro esos textos ajenos que hoy me conmueven, si acaso me parecerán tan panfletarios como los de otras épocas, si perdonaré su lenguaje fácil y gritón, su desesperación. Aunque lo evito, yo misma he escrito textos que no escapan a lo circunstancial y político, sobre todo en las redes sociales. Intuyo que me arrepentiré.

Las horas claras (2013), tu primera novela publicada, narra la historia de Madame Savoye, una mujer de la burguesía francesa, y su relación con una casa y su construcción a cargo de Le Corbusier. Este premiado libro maravilló a la comunidad de lectores y críticos en Venezuela por distintos motivos, siendo uno de ellos la capacidad de narrar a través de tres códigos: la prosa, la poesía y la narrativa misma. Nunca me propuse escribir una novela. Tenía una historia real que me perturbaba, la de una mujer que en los años treinta del siglo XX emprendió la construcción de una casa que sería patrimonial a expensas de su pérdida. Quería contar lo que no sabía de esa historia, lo que intuía a partir de cartas que hallé en la Fundación Le Corbusier en París y de una larga visita a la casa en Poissy. No pensaba en el contenedor escritural. Hoy no sé si es una novela, han dicho que se trata de un relato y de un largo poema narrativo. En las librerías está indistintamente en anaqueles de poesía y narrativa. No


pocos agentes literarios y casas editoriales —muchos en España— rechazaron el libro por su ambigüedad y poca disposición comercial. Para más, obtuvo un Premio de Literatura Transgenérica. Visto está que no hay géneros prêt-à-porter, que las distinciones no están en el proceso creativo sino en la recepción de la obra y que eso no está en manos del escritor. Lo que me interesa es que haya poesía y lenguaje en cualquier género que aborde, incluso en la redacción de una receta de cocina o una gacetilla de prensa. ¿Cuál es tu conexión con Francia? Mi padre es francés. Pasó su infancia huyendo de los nazis y partió con sus padres a Venezuela en 1949, teniendo quince años. Volvió a París sólo dos veces en su vida y por poquísimos días. Heredé un pasaporte y una fascinación por un país que él, desde un insuperable dolor, decidió olvidar. También cuentas con numerosas publicaciones de libros infantiles. ¿Qué tipo de sensibilidad exige un libro para niños? Mi primer libro infantil, Una señora con sombrero, partió de rememorar la muerte de mi abuelo materno cuando yo contaba cinco años. Una vez más ocurrió que no supe en qué vasija escritural terminaría esa historia. Creí haber escrito un cuento, pero unos amigos me hicieron presentarlo a una editorial como poemario para niños y así se publicó. Nunca me propongo escribir para los más pequeños porque no creo en una poesía exclusiva para ellos. El lenguaje, el encandilamiento que produce la poesía son lo primordial. Su pertinencia o no, lo dejo en manos de editores, padres y maestros.

cos y sociales. ¿Cómo enfrentas tu proceso creativo desde un país en crisis? ¿Los problemas del contexto venezolano han afectado de algún modo tu escritura? Desde el pasado mes de abril, cuando comenzaron las protestas, los amigos escritores nos preguntamos con angustia: «¿Has podido escribir? ¿Estás leyendo?». La mayoría confesaba que no. Yo no llevo el ritmo de otrora, pero no he estado del todo paralizada. Escribo y leo de forma jadeante, con lágrimas y largas pausas para ver noticias o correr por provisiones. Vivo de escribir para otros y eso me ha obligado a no apartarme del teclado, a veces con mucha culpa. Mi espalda me impide participar de las multitudinarias marchas, por eso a veces he estado escribiendo en la ignorancia de que a cuadras de mi casa ha habido una brutal represión o matanza. No es fácil retomar la voz después del llanto, entre gases lacrimógenos, miedo e incertidumbre. Revisando textos de estos últimos meses, sobre todo una «novela» que intento, veo que su escritura es aún más fragmentaria que antes, además de distraída y temblorosa. Es lo que puedo. No sé para qué me servirá luego este oficio de amargura, sobresaltos y supervivencia. ¿En qué proyectos estás trabajando actualmente? En mi pantalla hay libros comenzados, de poesía, de narrativa, de gastronomía. Otros persiguiendo editor. Van al ritmo de los días y las dificultades, como mi vida toda. A la desesperanza más esencial se suma la editorial. Como dije, siempre he escrito sin pensar en el libro por venir; hoy lo hago además con el temor de que en Venezuela editar será improbable y, frente a tanto desasosiego, finalmente inútil.

Oriette D’Angelo (Caracas, 1990) estudió Derecho en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Es editora y fundadora de la plataforma literaria Digo.palabra.txt y columnista de la revista Philos. Administra el proyecto #PoetasVenezolanas (www.poetasvenezolanas.com). Es autora del poemario

Cardiopatías (Monte Ávila Editores, 2016; Premio para Obras de Autores Inéditos, 2014). Seleccionó y prologó la antología Amanecimos sobre la palabra (Team Poetero Ediciones, 2017). Sus poemas aparecen en diversas antologías publicadas en Venezuela, Argentina, México y Ecuador. Administra el

Venezuela está pasando actualmente por una crisis que afecta a niveles económicos, políti-

blog personal http://www.oriettedangelo.com.

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El camino de las locas: el ala femenina del manicomio de la literatura centroamericana Por Denise Phé-Funchal Habitaciones y pasillos enormes en los que la luz juega a crear pequeños universos por los que transitan almas vivas en pena que se refugian en fantasías, en seres imaginarios, en animales con almas humanas. Patio lleno de cuerpos que gritan, que deliran y vociferan la violencia, los miedos, los vicios humanos, que se masturban ante todos, sin pudor, con carcajada. Centroamérica, verde-azul que contrasta con el gris de la pobreza, el luto de la violencia, el rojo de la ira que corre por la historia, por la costumbre; territorio de carne viva que impulsa a sus habitantes a buscar refugio. La mayoría —como en otras latitudes— lo encontrará en la tele, el consumo, la iglesia, la institución de la familia, de lo cotidiano, de todo aquello que distraiga de la miseria propia y colectiva. La minoría, maniática, extravagante, inclinada y apasionada por la realidad que le bombardea constantemente, buscará refugio en el manicomio de la literatura y transitará los pasillos que llevan de los mundos de fantasía al patio de la libertad y grito descarnado. Este es el camino de las locas. El edificio de los sueños Espacios y corredores amplios para que las voces suaves de las locas no tropiecen unas con otras. Sol tibio y llovizna nostálgica engendran personajes mágicos como los murciélagos de Ana Escoto (2008) que «entienden de tumbas inexistentes, las visitan y les llevan flores para que las alondras no lloren, o sus caracoles que mientras duermen cantan (cosa que jamás harían despiertos, pues ante todo, son criaturas sumamente tímidas)»1; o como el rinoceronte «pequeño y juguetón» de Claudia Her-

1. Ana Escoto, Menguantes y otras creaturas. Dirección de publicaciones e impresos: El Salvador, 2008.

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nández (2007), que le da su compañía bajita y gris y acaricia con el cuerno a un hombre sin mano2. En esta construcción también hay personajes que surgen de esos rincones que la luz del día y de la lluvia no alumbra. Ahí nacen los más oscuros que conviven con los humanos, que comparten su mundo, como «Lázaro, el buitre» de Claudia Hernández, quien, aunque vestido de traje y mimetizando a los humanos, no puede evitar que el instinto le gane en los funerales y que diga en voz alta que quiere comerse al muerto, que le despierta el apetito, o que limpia ávidamente con su lengua la herida de una niña. También surgen personajes como la sirena cabeza de pez, «de sexo abultado y piernas largas y voluptuosas», de María del Carmen Pérez Cuadra (2004), que es violada por un hombre —que mientras la penetra piensa en «Dortohy, su gallina favorita, y Solange, la burra de su abuela paterna»— al cual, luego, arranca el pene, creyéndolo gusano, y esto la convierte en mujer que cae al agua, que como nueva humana no sabe respirar y se ahoga. Se ahoga justo como la chica en silla de ruedas que inventa a la chica pez para distraer a su hermana y dejarse caer en el mar3. Aquí conviven los seres imaginarios, caracoles soñadores, murciélagos de luto, rinocerontes de compañía, buitres con costumbres humanas, trágicas ayudantes chica pez, seres casi siempre asociados con una sonrisa de alegría, de nostalgia, de compasión. El centro y la ventana que da a la calle Bajo el edificio y frente al patio del delirio, espacio que, si bien roba un poco de sol tibio de los corredores y de la lluvia ciclónica del patio de los desnudos, está 2. Claudia Hernández, De fronteras. Piedra Santa: Guatemala, 2007. 3. María del Carmen Pérez Cuadra, Sin luz artificial (Narraciones). Fondo editorial CIRA, 2004.


iluminado principalmente por la luz que entra desde la ventana abierta de la puerta principal por la que se cuelan los ecos de lo cotidiano. Quedan atrás los animales. Nacen personajes humanos con necesidad de construir mundos en los que un hombre acoge cadáveres en su cocina para buscar a los deudos y darles duelo, como en Hechos de un buen ciudadano de Claudia Hernández. Se asoma, en El olvido de Elena Salamanca, una mujer cuya memoria está supeditada a la ingesta de azúcar4 y juega por ahí la niña del cuento «Canción de cuna» de Lorena Flores Moscoso (2012), que un día amaneció siendo Simoneta y dejó de llamarse como su madre o como su abuela5. Acá se sitúan los personajes reales que evaden el ruido del manicomio externo, los que transgreden una pequeña parte de la realidad para vivir mejor; aunque la muerte, una mejor muerte, es también una opción. En «Llover», de Isabel Burgos (2010), el personaje, al darse cuenta de la lluvia inversa, se plancha la corbata con la mano y se lanza por la ventana para despedazarse contra las nubes6; en «El hombre de Neandertal» de Georgina Vanegas (2013) una familia anticipa los velorios, los hace en vida para despedirse a tiempo de los muertos7. Cuando las escritoras asoman la cara a la ventana, ven a los otros y retratan las relaciones, la familia, el anonimato de la ciudad, el día a día con su locura inadvertida, asentada en las leyes, las tradiciones, la religión.

de Laura Fuentes Belgrave (2013), que le mete patadas en el culo a su esposa y la lleva a la cocina a empujones, la golpea, la viola y la deja «acurrucada en el piso de la cocina como lo que es: una vieja llorona»9; mientras muy cerca, la «Margarita» de Jessica Sánchez (2010) cuenta «la brutalidad de las violaciones, las torturas, los choques eléctricos en los pezones y en la vulva» como castigo a su activismo político10. Desde este patio, también aúllan de placer, señalan el derecho a sus cuerpos, como Mariela, de «El cielo o el infierno» de Ana María Jurado (2013), que subida en un árbol imagina tras ella el cuerpo del muchacho que le gusta11; o las voces de más de veinte escritoras que narran la experiencia erótica en la antología Cuerpos12, en la que fantasmas, encuentros con seres mágicos, hombres y mujeres comunes y momentos en solitario rompen a gemidos el silencio de las buenas costumbres. El manicomio sin muros de la literatura centroamericana también cuenta con un ala masculina, casi un espejo de la femenina, con espacios y caminos comunes, con personajes que también recorren el espectro del alarido —a veces silencioso y musical, otras con voz de trueno—, en el que se refugian los locos y locas en Centroamérica.

El patio de las desnudas que gritan Sin duda el espacio más grande, amplio, versátil es el patio. Acá las escritoras gritan a pulmón partido bajo el sol intenso o la lluvia huracanada lo que sucede fuera, lo que todos saben y prefieren no escuchar. Personajes humanos, más que humanos, madres que golpean, que ignoran a sus hijas, que no usan —como otras— detergente Limpiex con Burbujas Acción Quitamanchas, que pasan del cuidado a la indiferencia y a la violencia, asoman en «Todas nosotras tus voces» de Lili Mendoza (2009)8 y se cruzan con el hombre de «Antierótica VII»

Denise Phé-Funchal (Guatemala, 1977) es licenciada

4. Texto inédito, publicado en http://www.goethe.de/ins/ mx/lp/prj/lit/buc/es12978353.htm. 5. Lorena Flores Moscoso, Eva y el tiempo. Editorial Cultura: Guatemala, 2012. 6. Isabel Burgos, Segunda persona. Fuga: Panamá, 2010. 7. Georgina Vanegas, El taxidermista. Índole Editores: San Salvador, 2013. 8. Lili Mendoza, Premio Centroamericano de Cuento

en Sociología por la Universidad de San Carlos de Guatemala, posgraduada en Género, y docente en la Universidad del Valle. Ha publicado las novelas Las Flores (F&G Editores, 2007), Ana sonríe (F&G Editores, 2015) y La habitación de la

memoria (Alfaguara, 2015), el poemario Manual del mundo paraíso (Catafixia Editores, 2010) y el libro de cuentos Buenas costumbres (F&G Editores, 2011). Algunos de sus cuentos y poemas han sido publicados en antologías y revistas en Guatemala, Argentina, El Salvador, Nicaragua, Estados Unidos, México, Italia y Alemania.

Yolanda Oreamuno, 2009. 9. Laura Fuentes Belgrave, Antierótica feroz. Editorial Clubdelibros: San José, 2013. 10. Jessica Sánchez, Un espejo roto, antología del nuevo cuento de Centroamérica y República Dominicana, 2010. 11. Ana María Jurado, Bandada de pájaros. F&G Editores: Guatemala, 2013. 12. Varias autoras, Cuerpos. F&G Editores: Guatemala, 2015.

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Entrevista a Andrea Jeftanovic Por Constanza Ternicier Fotografía: cortesía de la autora

¿Cómo diste el salto de la sociología a la literatura? ¿Qué te impulsó a hacerlo? Disfruté mucho la carrera de Sociología, pero al mismo tiempo, cuando comencé a trabajar, fue madurando mi compromiso con la literatura y lo artístico, por eso quise dedicarme a ello a tiempo completo. La única posibilidad era postulando a una beca para seguir un doctorado fuera de Chile (en esa época no había becas ni doctorados acá); eso me permitiría trabajar en mi pasión. La sociología siempre está en mi mirada sobre el cruce entre lo particular y lo general, en el impacto de problemas sociales en las esferas íntimas. Ese espacio liminal me interesa mucho; en otras palabras, lo mío está en la encrucijada entre biografía e historia. La superposición de las catástrofes colectivas y privadas. Quizás porque pienso en los paisajes culturales como grandes textos escritos en varios idiomas; a veces la serie aparece rota y hay que recomponerla. De ciertos textos se ha perdido el original y sólo existen como cita indirecta. Me he situado entre la sociología y la literatura para reconstruir y descifrar tales textos. Intento seguir las líneas de continuidad y escribir o reescribir donde hay interrupciones.

Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) es socióloga y doctora en Letras por la Universidad de Berkeley. Con su primera novela, Escenario de guerra (2000), obtuvo el primer lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral y el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura. Es autora de la novela Geografía de la lengua (2007) y de los libros de cuentos Monólogos en fuga (2006) y No aceptes caramelos de extraños (2015; Premio del Círculo de Críticos de Arte en Chile). Investigadora y profesora de la Universidad de Santiago de Chile, ha destacado también por su ensayo Hablan los hijos (2011), el conjunto de crónicas Destinos errantes (2016) y pronto saldrá en Ediciones UDP Escribir desde el trapecio.

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En tus libros, la condición de hijo parece casi un imperativo que marca a los personajes, como, por ejemplo, en el cuento «La necesidad de ser hijo» (No aceptes caramelos de extraños) o en el personaje de Tamara, la protagonista de Escenario de guerra, que siempre se define en relación con su padre. ¿Te sientes parte de una «literatura de los hijos» y de la posmemoria? ¿Te parece válida esa categoría? ¿Responde efectivamente a una necesidad generacional? Como categoría estética, la escritura desde la infancia (un claro artificio) es un interesantísimo lugar de mirada crítica, distanciada y desprejuiciada. Me parece que en Chile se ha pensado más bien desde un lugar temático-realista. Yo me inclino más a mirar esa perspectiva desde lo político, lo poético. Además, literatura de los hijos la ha habido siempre; pensemos en obras como Edipo Rey, Hamlet o Carta al padre de Franz Kafka. Los grandes eventos políticos traen a continua-


ción una literatura desde los hijos; ocurrió en la Guerra Civil Española, en la Segunda Guerra Mundial. Para mí, junto a esas referencias, fue muy importante «la rebelión de los hijos», la generación de hijos de familias judías que llega a Latinoamérica, en especial a Argentina, abandonan el ídish como lengua oficial y se quieren integrar a la sociedad latina. Es interesante ese relevo entre generaciones y sus miradas desajustadas. Comencé en 1996 a pensar esto en términos artísticos y ensayísticos, luego creo que se saturó el gesto y no coincido mucho con el enfoque dado (muy al pie de la letra y sin tomar en cuenta la larga tradición literaria). La literatura en cuanto memoria puede ser un ejercicio colectivo, una construcción coral de registros y perspectivas trazando un arco. El resultado de un proceso plural de ensamblaje de recuerdos y archivos personales que se reúnen en un texto. Creo que reunir todas las voces y registros infantiles arma un rompecabezas inquietante, paralelo a la historia oficial de esos eventos. La posmemoria es un concepto complejo; creo que tiene más sentido con la tercera generación y yo estoy, como autora y ciudadana, en una posición más cercana a los hechos de la Segunda Guerra Mundial y la dictadura chilena. A lo largo de tu obra, has manifestado un especial interés por representar la infancia, aquella «edad feroz». En tu ensayo Hablan los hijos, mencionas que este tipo de literatura funciona estratégicamente como una reveladora forma de expresión ideológica. ¿Qué te atrae de esa perspectiva? ¿Quieres seguirla explotando en futuros proyectos? Como decía anteriormente, la infancia permite una prosa poética e intimista que traza un retrato hiperrealista sobre la violencia ambigua y sensual que tensiona estas relaciones «nucleares» de la familia; pero de la familia como metáfora, como la pensaron los griegos o Faulkner; no la familia biográfica de uno como tal, sino la organización privada pero permeada por la época que habita. Además, la infancia, al ser un espacio de dependencia y vulnerabilidad, motiva cuestiones morales inquietantes. En estos casos los sujetos «menores» sirven de metáfora del cuerpo como plataforma de poder y de abuso, de una inherente pulsión de dominación y aniquilación, de

una necesidad de búsqueda de un chivo expiatorio en el que satisfacer la violencia, de la tendencia a la mercantilización de las existencias vulnerables. La ficción desde la infancia, siempre una trampa, pasa a ser una máquina con función creadora, que despliega procesos de subjetivación y empuja al lenguaje y al imaginario a límites y zonas insospechadas. Me interesa la sintaxis psíquica y emocional asociada a un lenguaje de los niños, a la memoria de los hijos. No todos los libros con niños o perspectiva de hijo logran esa distinción. Creo que se ponen todos en un mismo saco. No me gustan las novelas con «hijos» quejumbrosos de su verdadera biografía, me gusta que manipulen y trabajen estéticamente esa posición. En el libro de ensayos Hablan los hijos quise reflexionar sobre los niños como extrañas entidades de percepción y criaturas que suscitan la mirada entre sorprendida y escandalizada de la sociedad porque, pese a todo esfuerzo de control y formación, consiguen inaugurar un territorio impenetrable e imposible de reproducir. Es un estudio que analizaba la infancia como una estrategia literaria o artificio —la perspectiva infantil en manos de un autor adulto— en varios autores: Lispector, Fagundes Telles, Lobo Antunes, Juan Mayorga, Ana María del Río y otros contemporáneos. Mi idea era superar esta mirada como tema para examinarla desde posiciones estético-ideológicas: ¿por qué y en qué situaciones hablan los niños? ¿cuál es el deseo que despliega el autor en esta narrativa? ¿cuáles son las consecuencias de esta joven presencia en la operación ficcional? En Destinos errantes, dices que la escritura siempre implica una forma de denuncia, de «funa», porque puede tachar o subrayar. ¿Qué te interesa hoy día denunciar o visibilizar? En mi caso es una denuncia más elíptica. De hecho, me inquieta esa postura de los escritores de pronunciarse en la mayoría de los conflictos políticos de modo rápido y sensacionalista. Me gusta pensar que uno escribe para subrayar algo y señalar sus contradicciones, sus luces y sombras, y ver sus hebras emocionales. Creo que se subestima el poder de la literatura. En la mayoría de los conflictos bélicos, internos o externos, tenemos poderosas narrativas capaces de

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Entrevista a Andrea Jeftanovic

conducir a las personas a las cosas más loables y más denigrantes. Mi intención en ese libro fue desplegar la narrativa de las fronteras vitales y geográficas, ponerme a prueba; intentar narrar el horror, el dolor; ponerme a mí en ese caleidoscopio de orígenes y eventos mundiales que nos afectan de un modo u otro. A un nivel más micro, a pequeña escala, si cuando escribes algo sabes que eso se registra, que queda, se piensa de otra manera, aunque estés equivocado; la palabra es algo fijo que abre lecturas e información. Las palabras tienen peso específico, remecen.

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¿Cómo llevas tu doble vínculo con la academia, en cuanto docente de la USACH, y con la escritura creativa? ¿Te parece que son dos mundos que pueden compatibilizarse? ¿Te nutres de tu trabajo como investigadora al escribir? Yo no hago diferencia entre una esfera y otra. Al principio sentí que los demás marcaban esa diferencia; en mí están absolutamente contaminadas. Trabajar en una universidad es algo muy ventajoso: trabajas en tu área, lees, comentas lo que lees, escribes sobre lo que lees, investigas sobre lo que te interesa y sobre lo que piensas y, como si fuera poco, tienes alumnos que interrogan tus ideas. Además, en mi caso, trabajo en una universidad pública y laica, con lo que me siento más cómoda. Yo siento que doy herramientas críticas e instrumentos culturales a alumnos que provienen de familias vulnerables, con menos capitales simbólicos; quiero compartir mis aprendizajes y que se empoderen. Hay algo político para mí. Pretendo hacer ensayos y columnas como escritora, y escribo libros o ponencias como alguien que ha estudiado, que lee, que se interroga y que, además, trabaja en su pasión y tiene una pulsión creativa; que es sensible al lenguaje, a la belleza. Reconozco los distintos registros y los practico, porque creo que tener ese abanico de registros y velocidades es algo positivo, una ventaja. Digo «velocidades» porque es distinto el tiempo de creación de una novela, de un ensayo, de una ponencia. Soy una escritora de distintas velocidades.

planteas que escribir es una puesta en escena que permite que las cosas ocurran más de una vez, como intentando multiplicar los sentidos de un hecho. ¿Cuáles son las reproducciones o los juegos de dobles (o incluso triples) que te interesan hoy? Creo que escribir sobre esas zonas límite me sale natural, escribo de modo bastante intuitivo y siguiendo mis pulsiones. Como en el caso de la memoria, que siempre es una puesta en escena. Me interesa mucho el procedimiento de la memoria personal y colectiva. En Destinos errantes me interesó trabajar una metáfora: la literatura es siempre un diálogo fronterizo. Escribir es levantar una barrera e invitar a cruzarla. La literatura intenta descifrar las fronteras que separan los territorios geopolíticos, mentales, sociales. La literatura está constantemente «escribiendo» esas fronteras geográficas, históricas, culturales, idiomáticas, íntimas, emocionales, vitales. En las «fronteras» se pueden estudiar procesos de mezcla, transferencia y amalgama, en los que surge algo nuevo. La frontera ofrece un conocimiento de una cualidad particular. Reescribir, reformular, puntuar es algo que se lleva a cabo en plazos de generaciones e intervalos de siglos. Ahora ocupo esa metáfora para leer fronteras o espacios que existen, pero no en clave realista, sino como hacedora de sentidos y como mujer viajera; viajera en términos geográficos y mentales. Ahora quiero escribir algo sobre la maternidad/paternidad. Hay un discurso cultural muy fuerte, muy dogmático. Al mismo tiempo, es una zona incómoda, de las que me gustan a mí. Es natural y aceptable que los hijos critiquen a los padres, pero ¿al revés? Es un tabú y no es autoficción, es pensar en los hijos como lo nuevo, como espacio cultural, como el futuro que te decepciona, como el gap entre generaciones, como modelo democrático. Además, los discursos de la maternidad tienen solapadas formas de control social y de conservadurismo muy nefastas. La maternidad es el último bastión de control del orden patriarcal. Esa perspectiva abre un abismo poco transitado y me interesa explorarlo.

También pareces situarte al borde cuando pones en diálogo la guerra de los Balcanes con el golpe de Estado, o al plantear interferencias y cruces lingüísticos dentro de un plano íntimo y amoroso en Geografía de la lengua. ¿Buscas ex profeso dichas zonas límite o te sale de forma natural? En Destinos errantes

Publicaste un libro de entrevistas y testimonios en torno a la figura de la dramaturga Isidora Aguirre (Conversaciones con Isidora Aguirre, 2009) y escribes periódicamente crítica teatral. ¿Consideras que tu escritura está también empapada de elementos teatrales? ¿Escenario de guerra, por ejemplo,


podría ser leído como tal? ¿Tienes proyectos en mente que vayan en esta línea? Sí, me encantan los recursos teatrales y me interesa incorporarlos a la ficción. Por ahora escribo sobre teatro, no me animo a escribir teatro, pero sí me animo a investigar y hacer reflexiones sobre ese poderoso arte político. Y, por otra parte, me encantaría ver mis textos adaptados para el teatro o lo audiovisual. Ha habido algunos intentos, pero no se han concretado por falta de fondos; confío en que alguna vez ocurrirá. Me interesan mucho las imágenes visuales en la escritura y, por ende, me encantaría ese diálogo de formatos. Y lo de Isidora es porque también me ha interesado escribir libros con otras personas, salir del solitario oficio para cruzar diálogos, experiencias, generar otros universos creativos. Es una autoría más indirecta, que se tergiversa hacia direcciones impredecibles, donde se pierde cierto control sobre el acto creativo y sus resultados, dando paso a una escritura colectiva que trasciende el trabajo individual, como Conversaciones con Isidora Aguirre, Cuartos Contiguos, .cl: Textos de frontera, Paisaje humano... En unos meses publicaré un libro, en Ediciones UDP, con textos en los que hablo de mis lecturas, artistas favoritos, obras teatrales y perfiles de escritores; ese otro cariz también soy yo. Alguien que tiene mucha curiosidad y que ama el arte con intensidad. ¿Qué diferencias notas entre publicar en editoriales grandes, como Seix Barral o Alfaguara, y otras pequeñas como Cuarto Propio, Uqbar o Comba? Todo depende del editor. Lo ideal es trabajar con un editor con quien entables un diálogo, que entre en tu imaginario y te empuje a que el libro circule. Le estoy superagradecida a cada uno de mis editores. En Alfaguara y Seix Barral, coincide que ha sido con Gabriel Sandoval; a él le debo buena parte de mi carrera. Es posible que editoriales que están cerca de ser multinacionales tengan mucha más visibilidad y tracen un camino más expedito. Pero mi experiencia con Comba ha sido de lujo, no siempre tienes un editor-autor que te acompañe en todo el proceso del texto. Juan Bautista Durán es un fino y exigente lector y confío plenamente en su criterio y su gusto, me someto feliz a sus observaciones. Yo aprendo con él y eso es lo que más espero de un editor. Si es edición independiente, te permite publicar el libro en distintos sellos y países, y ese es un modelo que me ha interesado. Además, cada una de las ediciones tiene algo distinto, son tres o cuatro versiones particulares. La diferencia es que en las editoriales grandes los efectos son exponenciales (ventas,

visibilidad, traducciones) y en las independientes, más por goteo. Pero no comulgo con la idea de que todo lo que sale en multinacionales es malo y lo independiente bueno. Hay de todo, una mezcla impredecible. Más bien hay un modelo cultural diferente. Publicas en Chile, México, Cuba, España, Argentina y Portugal. ¿Notas alguna diferencia en la recepción de tu obra a uno y otro lado del Atlántico? Siento que fuera de Chile me leen con menos prejuicios. Por esa cosa provinciana en Chile, siento que elementos exteriores llevan a caer en ciertos estereotipos. A mí me sigue pareciendo insólito y risible que a mi edad me pregunten en qué colegio estudié. Además, como hija de inmigrantes, me asombra que la gente «descanse» tanto en sus circunstancias vitales (apellidos, barrio donde nació, escuela). Entiendo que determinan ciertas experiencias, pero no la esencia: buenas y malas personas. No digo que las diferencias socioeconómicas en Chile no sean escandalosas, pero esa segregación también genera categorías muy gruesas, mucho cliché. Yo misma soy bastante hija de las becas académicas más que de los privilegios. Lo importante es cómo trabajas esas circunstancias heredadas y las haces tuyas. Eso sí, creo que las autoras mujeres tenemos un camino más complicado, por omisión o malos tratos. Para mí el reconocimiento y la buena crítica ha sido mucho más beneficiosa fuera, una mirada sin prejuicios y valorando el texto, la escritura. Las ediciones y las invitaciones a ferias o festivales al extranjero han sido vitales, porque tengo una cabeza errante y soy muy curiosa, me atrae la gente de otras coordenadas. Además, en esas instancias he tenido una crítica mucho más generosa, que me ha permitido mostrar mis ideas y búsquedas. Soy una lectora y una autora de varias referencias y geografías.

Constanza Ternicier (Santiago

de

Chile, 1985) es di-

plomada en Edición, licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad Católica de Chile, máster en Literatura Comparada por la Universitat de Barcelona y doctora en Literatura Comparada por la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha publicado las novelas La trayectoria de los aviones en el

aire (Comba, 2016) y Hamaca (Minimocomún Ediciones, 2015; Caballo de Troya, 2017).

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Entrevista a Lina Meruane Por Constanza Ternicier

Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970) ha recibido el Premio Anna Seghers por la calidad de su obra y, en 2012, el Sor Juana Inés de la Cruz, por su novela Sangre en el ojo (2012). Destacan, además, a lo largo de su versátil trayectoria, Las infantas (1998; 2011), Cercada (2000; 2014), Viajes virales. La crisis del contagio global en la escritura del sida (2012), Volverse Palestina (2013) y Contra los hijos (2015). Actualmente, es docente de la NYU en Literatura Latinoamericana y Creativa.

Entiendo que cada libro es un universo distinto y arranca desde las más diversas motivaciones. ¿Qué es lo que detona en ti la escritura? ¿Una vivencia, un conflicto que te está causando incomodidad, una imagen, una voz? Todas las anteriores. Cada libro, cada texto, ha tenido un origen distinto. Eso ha sido estimulante, que el detonante haya ido cambiando, que la pregunta haya sido distinta cada vez. Comenzaste estudiando Periodismo y luego diste un salto a la literatura. ¿Cómo viviste este cambio y cuánto queda hoy en día en tu escritura de esa primera incursión profesional? Yo me preguntaba, con diecisiete años, dónde iba a escribir más, si en la carrera de Literatura o en la de Periodismo. Y aunque Periodismo me pareció una carrera sin contenidos, yo leía desaforadamente cada vez que entrevistaba a cuanto autor se me cruzaba por delante. Aproveché para escribir sobre sus obras y sobre sus procesos creativos. Fue un acercamiento, el periodismo cultural, y también escribí reportajes sobre lugares (ese fue mi primer trabajo, para una línea de buses en los que recorrí todas las ciudades y pueblitos de Chile y me entrené a viajar sola, a curiosear, a fijar el ojo). En esos años fui desarrollando una escritura propia, paralela, en la ficción. Todo eso sigue rondando en mi escritura, todos esos aprendizajes y ese movimiento de cintura al que me llevó la escritura en distintos géneros, incluida la columna de opinión. Y como el periodismo escrito

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tiene exigencias temporales que no permiten posponer entregas, comprendí que una se sienta y escribe, sepa o no para dónde va, con la idea a veces ilusa de que una lo va a descubrir escribiendo. ¿En qué terreno te sientes más cómoda: en la crónica de Volverse palestina, en el ensayo de Viajes virales o Contra los hijos, o en la ficción? ¿O sientes que más bien son fronteras que se tienden a disolver en tu escritura? Trato de pensar todos esos libros como parte de mis preocupaciones, de mi escritura, de mi obra, por más que esa palabra suene grandilocuente. Desde mi primer libro hay una interrogación sobre la convención de los géneros. Hay un libro de cuentos que es y no es una novela, hay una novela que contiene poemas y un monólogo dramático (de esa novela salió una obra de teatro), hay una novela que se inicia como un guión pero que luego no lo es. Una crónica se sigue de un ensayo para completar el libro. Y Sangre en el ojo tiene una extensión en un ensayo visual. Saltar esos bordes siempre me interesó, pero, al mismo tiempo, cada vez que escribo un libro sigo planteándome cómo sostenerlo, por más híbrido que sea. Cómo hacer que caiga de pie. En tu obra, las relaciones filiales son relevantes y están permanentemente cuestionándose. Pienso en el padre militar en Cercada, el rey castrador en Las infantas, los padres médicos en Sangre en el ojo o tu pertenencia a la comunidad palestina chilena («chilestina»). ¿De dónde arranca esa inquietud constante? Es cierto, la familia siempre está ahí. Tal vez es que el relato dominante de la dictadura fue escrito, o fue interpretado por mí, en clave familiar. El dictador autoritario, el militar castrador, el padre de la patria. Su mujer, la madre siniestra de Chile, con sus sombreros y sus sonrisas operadas. Los hijos bien portados y los descarriados. Los que se podían torcer en ese espacio claustrofóbico y violento del hogar que era nuestro país. Casi todas mis protagonistas escapan, pero se lle-


Lina Meruane. Fotografía de Guillermo Barquero ©

van la violencia como aprendizaje. Utilizan esa violencia o la cuestionan. Pese a esa preocupación por los vínculos filiales, tú presentas hijos activos y nunca víctimas. Ellos también pueden castigar a sus padres o desertar. En Las infantas, por ejemplo, además de la deserción de clase, también se plantea de fondo una huida de la infancia. En tu ensayo Contra los hijos, eres crítica con aquellos hijos que martirizan a sus padres y se posicionan en el centro de la familia. ¿Crees que en tu generación existe una renuncia a ocupar ese lugar de la infancia? No sé si huyen de la infancia o nunca la tuvieron, pero lo que a mí me importaba en ese primer libro era esa idea de que las niñas son inocentes y los niños obedientes. Que no tienen voluntad y deseos propios. Esa infantilización no me cuadraba y la lectura de los clásicos infantiles me dio la clave: esa infancia era una construcción conveniente que les negaba una voz a esos hijos, cancelaba su presencia pensante, ciudadana. Sin embargo, veinte años después, cuando escribo Contra los hijos, lo que percibo es que esos niños sobreprotegidos reclaman no sólo protección, sino que los padres cumplan con todos sus caprichos; caprichos de consumo que los padres se sienten responsables de proveer, con la idea de que si no harán de sus hijos (y de sí mismos) unos incompetentes, unos fracasados. Nuestra sociedad pasó de tener padres exigentes y autoritarios a padres exigidos y disminuidos, que proyectan en sus hijos la lógica individualista del consumo competitivo. Ese empoderamiento de los hijos, vehiculado por discursos sociales tan poderosos como difíciles de identificar, ocurrió en apenas una generación. Yo soy suficientemente vieja para haber experimentado ese tránsito de un extremo a otro.

La protagonista de Sangre en el ojo sufre una extraña enfermedad en la vista. Obligada a volver a Chile por un tiempo, recorre Santiago junto a su hermano y dice: «Tengo el pasado amontonado en los ojos». ¿Crees que el pasado debe ser recuperado o es necesario intervenirlo? ¿Consideras que existe un cambio en el modo de enfrentar el pasado desde tu generación de autores y quienes están escribiendo hoy? Más bien creo que el pasado no es recuperable, es más efecto de una reconstrucción en la que confluyen pedazos que creemos verdad y pedazos de evidente invención. Nos narramos una historia conveniente. Lo que llamamos memoria, ese «pasado amontonado en los ojos», no es más que la organización de esos pedazos sueltos. O eso quiero pensar. Y creo que esto es algo de lo que somos hoy más conscientes que nunca. Hay un cuestionamiento de esas verdades únicas, de esas versiones del pasado que se pretenden únicas. Eso siempre produce un temblor, una incomodidad, pero es productiva, esa incomodidad. Incluso te diría que es necesaria. En Sangre en el ojo, la protagonista dice que está realizando una tesis acerca de la enfermedad en la literatura latinoamericana. De hecho, se pregunta si no es acaso una antropóloga enamorada de su objeto de estudio. ¿Cuánta importancia juega la teoría en tu escritura de ficción? Muy poca, porque yo, aunque hubiera querido, no tengo una mente teórica. Mis capacidades para la abstracción son más bien limitadas. Por supuesto todos mis libros están informados por las lecturas que hago mientras escribo, pero cuando escribo ficción mis lecturas son sobre todo literarias. Una novela no necesita apoyarse en una teoría, sino que debe elaborar su propia teoría, y esa teoría nunca se formula de manera explícita ni tampoco es una sola. A lo largo de tu obra, has manifestado una preocupación por la enfermedad, desde la investigación en torno a la escritura seropositiva en Viajes virales hasta Sangre en el ojo y Fruta podrida. Dices que con estas tres obras has trazado una trilogía involuntaria en torno al tema. De algún modo, la enfermedad siempre aparece atravesada por un conflicto social entre el

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Entrevista a Lina Meruane

norte y el sur, entre el centro y la periferia o esa comunidad errante que son los enfermos de sida, obligados a trasladarse. ¿Cómo relacionas tú la enfermedad y la migrancia o la exclusión?

Lina Meruane. Fotografía de Mariana Garay ©

Históricamente, toda comunidad se ha definido por exclusión. «Nosotros somos lo que ellos no son» sería la línea argumental de toda comunidad que establece parámetros bastante exactos. Y esos parámetros son culturales y corporales. Las distinciones raciales, las de género, incluso las de condición física han sido un modo de diferenciar a los que pertenecen y a los que no: los enfermos quedan en una categoría liminal, han sido de la comunidad pero sus cuerpos no dan la talla, ya no son bienvenidos. A su estatus biológico se le adjudicó una valoración moral: el hecho de enfermar se vio como una marca de debilidad o de delito y se los exilia para evitar que el mal que portan se expanda. Te estoy haciendo un dibujo que simplifica una situación harto más compleja, pero creo que da una idea de cómo el enfermo es expulsado del ámbito social, de cómo se lo mantiene fuera. Esa lógica se usa para todos los que no se ajustan a la norma social, a los raros, a los migrantes que pretenden ingresar. A todos se les adjudica una falla, un mal que de físico se vuelve moral: traen enfermedades, se dice, traen costumbres adversas, religiones que atentan contra las nuestras, etcétera. Motivos que justifican socialmente la exclusión de los otros en esas tierras de nadie que son los campos de refugiados en las fronteras. Y, de hecho, yo me he ocupado

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de la enfermedad, pero en tiempos más recientes me he interesado en el problema de la guerra, de la xenofobia, de los refugiados y de la ocupación de la tierra palestina. La hermana enferma de Fruta podrida está dispuesta a irse del país, pero siendo exportada como una fruta podrida, expulsada casi. La «sangre en el ojo» de tu siguiente novela puede ser leída como la manifestación de una rabia contra Chile. Tú decides irte del país y hoy habitas una zona intermedia que no se ubica plenamente ni en Chile ni fuera. En este sentido, ¿dirías también que tu literatura es transnacional o se enuncia también desde esa especie de tierra de nadie? ¿Cómo se conjuga esto con la intención que quisieron imprimirle al sello Brutas Editoras? No sé si se puede escribir desde una tierra de nadie, siempre hay un anclaje. Al menos para mí, Chile sigue siendo mi ancla, de ahí salen mis preocupaciones, mis temas, ciertos modos de expresar; y las referencias, tan chilenas. Aun cuando los desplazamientos de mi familia y luego mi propio desplazamiento, mi vida cada vez menos asentada, me hayan dado una perspectiva comparativa que yo antes no tuve, pienso que mi escritura sigue siendo chilena y todos mis libros hablan de un Chile real o imaginado. Por supuesto, durante mucho tiempo me he preguntado cómo se escribe un lugar que no es propio. Yo me he tenido que plantear vivir en un lugar que no logro hacer mío, y esa es la pregunta que Brutas lanzó a los autores de los libros que publicamos. Tal vez de manera vicaria, mis socias y yo queríamos acercarnos a una respuesta elaborada por otros. Y lo lindo es que esa respuesta, esa escritura, es siempre diversa. Si bien te niegas a establecer una identificación entre tus personajes de ficción y tu persona, juegas con ese límite, porque también a ratos optas por anular los hechos reales y vuelcas el interés en la pura palabra. ¿Qué valor tiene para ti el elemento autobiográfico o autoficcional en una obra? La experiencia biográfica es un material, la lectura es un material, los hechos sociales, políticos, económicos que una vive o lee en la prensa son un material, y mi imaginación trabaja a partir de esos materiales. Y la palabra es el medio, pero a la vez está por encima: si no hay lenguaje que lo sostenga y le saque brillo, lo demás no se levanta de la página.


Violencia en la prosa contemporánea brasileña Por Cristhiano Aguiar Dos jóvenes libaneses ahorcados en un árbol; mujeres negras lidiando con su condición social, con los deseos del cuerpo y las balas zumbando por las esquinas —dos ­­ imágenes fuertes que extraigo de las obras de los escritores contemporáneos Marcelo Maluf y Conceição Evaristo—. Nuestro hilo de Ariadna, en este ensayo, será la representación de la violencia. ¿Cómo la literatura contemporánea brasileña da cuenta de ella? Soy un brasileño escribiendo sobre mis colegas y este es, ciertamente, un tema problemático, porque «violencia», así como «samba», «Amazonia» y «fútbol», forma parte de una serie de estereotipos que componen la imagen de esta extraña, a veces angustiante ficción llamada «Brasil». Sin embargo, aunque la literatura sea creadora de mitos, principalmente mitos identitarios, también tiene la vocación de mostrar el lado oculto de los lugares ya visitados. Marcelo Maluf es descendiente de libaneses y nació en 1974 en el interior del Estado de São Paulo. En la literatura brasileña, a lo largo de los siglos XX y XXI hemos visto surgir un destacado conjunto de escritores de ascendencia libanesa. El Líbano es responsable de una de las más importantes corrientes migratorias árabes en llegar a nuestro país, migraciones que se intensifican a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Maluf se une a otros excelentes escritores tales como Milton Hatoum, Raduan Nassar y Salim Miguel. Aunque cada uno de ellos tenga una obra de características propias, es posible encontrar algunos trazos en común: una abertura hacia la poesía en el lenguaje de la ficción, un talento para la fluidez narrativa, una reflexión crítica sobre la memoria y el propio arte de contar historias, la búsqueda de una conexión entre posibles identidades brasileñas y la cultura libanesa. Son lenguajes, personajes y narrativas en continuo estado de frontera. La bella novela La inmensidad íntima de los carneros (2015, Editora Reformatório), de Marcelo Maluf, no es

diferente. El nombre dado al narrador del libro, que comparte con el autor el nombre de Marcelo, puede llevarnos a pensar, en un primer momento, que La inmensidad íntima de los carneros juega al juego tan actual de la autoficción. El camino seguido por Maluf, con todo, se aleja de esta posibilidad, pues luego del inicio de la obra encontramos una escena, tal vez delirio, tal vez realismo maravilloso, donde los carneros parlantes se ahogan en el mar. Así, el libro se abre inmediatamente hacia la alegoría, lo imaginario y la circularidad del tiempo. Sin haber conocido a su abuelo Assad, libanés que inmigró a Brasil todavía muy joven, el narrador-Marcelo, impactado por la reciente muerte de su padre, Michel, hijo del abuelo Assad, entra en un estado de crisis. Tal vez sea un ejercicio de imaginación del narrador-Marcelo, pero lo más probable es que la crisis y el luto hagan que el narrador emprenda un viaje en el tiempo donde Marcelo, como un fantasma, pasa a acompañar los últimos meses de vida de Assad. Fantasma, el narrador-Marcelo tiene acceso a los recuerdos dolorosos de su abuelo. La novela pasa a contar, a partir de ahí, con dos narradores que se alternan: Marcelo y Assad. De la misma manera se cruzan dos espacios: el interior de São Paulo entre las décadas de 1960-2000 y el Líbano de la infancia de Assad. Tiempo y espacio se tornan un mismo círculo en esta novela. ¿Y qué une las puntas? La violencia. La inmensidad íntima de los carneros realiza, a través de su lenguaje poético con narrativas encadenadas y un conjunto poco común de alegorías, una reflexión sobre las reverberaciones personales de la violencia política. ¿En qué sentido ocurre esto? Por el conflicto principal del libro, el motivo por el que Assad tuvo que mudarse del Líbano a Brasil. Todavía muy joven, Assad presenció el ahorcamiento, en el árbol de su propia casa en el campo, de dos de sus hermanos por soldados turcos. Este es un secreto revelado apenas después de su muerte, pero Maluf muestra cuánto la

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Cristhiano Aguiar. Violencia en la prosa contemporánea brasileña

violencia se termina convirtiendo, por mejores o peores que sean sus intenciones, en un fin en sí mismo. La violencia no tiene límites y sus consecuencias extrapolan los horizontes planeados por nosotros. En la novela, esta violencia, por ejemplo, reverbera a lo largo de tres generaciones, degradando y asfixiando las relaciones íntimas de sus personajes; la violencia crea pánicos, faltas de aire y fobias en Marcelo y sus parientes. Como tantas veces ocurre con aquellos que vivieron momentos extremos de violencia, en especial si se articula con conflictos políticos, La inmensidad íntima de los carneros es también una novela sobre una culpa cancerosa, innombrada, culpa por «haber sobrevivido». Conceição Evaristo (1946), por otro lado, en sus cuentos del premiado Ojos de agua (2014, Pallas Editora), surca un camino más consolidado en la literatura brasileña cuando pensamos las relaciones entre ficción y violencia: la representación de la violencia como problema social. Evaristo, después de pasar años al margen de las discusiones literarias y del mercado editorial, está siendo rescatada por una nueva generación de lectores. Nacida en una favela de la ciudad de Belo Horizonte, en el estado de Minas Gerais, la escritora se alistó tanto en la militancia política como en la vida académica, concluyendo su doctorado en Literatura Comparada por la Universidad Federal Fluminense. Conceição Evaristo dialoga con importantes escritores brasileños que escribieron sobre y a partir de una vivencia personal de exclusión social. Autores como Lima Barreto, Carolina Maria de Jesus, João Antônio y Paulo Lins. Al hablar sobre Maluf usé palabras como alegoría y poesía. Es posible asociarlas a los cuentos de Evaristo también. El foco de las narraciones contenidas en Ojos de agua son las mujeres negras y los bebés. Es fascinante darnos cuenta de cómo, en sus mejores cuentos, las mujeres de Evaristo son seres complejos, cuerpos llenos de deseo y también de dolores, y al mismo tiempo son fantasmas de toda una brutal división social. Sus rostros son suyos y, al mismo tiempo, son los rostros de la propia agresión y segregación social en el Brasil del siglo XXI. Cada palabra dicha por los personajes reverbera como una voz individual, pero es también la voz de una lucha colectiva que se arrastra de generación en generación.

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Su escritura está marcada por el realismo, con un fuerte sabor de crónica. Sin embargo, este realismo es remodelado por una sensibilidad poética discreta, pero que eleva las historias de Ojos de agua siempre que surge a nuestros ojos lectores. La inventiva poética hace relucir la relevancia temática. Sus protagonistas sufren agresiones por todos lados, no por causa de su elección ni porque sean víctimas de un conflicto político entre países, sino simplemente por sus propias circunstancias. Alrededor de ellas hay una triple violencia (por ser mujeres, por ser negras, por ser pobres) y por ello muchas veces los cuentos terminan trágicamente, con sangre derramada. Su obra de hecho trae, para la literatura brasileña, un aliento nuevo en términos de representaciones sociales. Es el caso de uno de los cuentos más sorprendentes del libro, «¿Cuántos hijos tiene Natalina?», donde la autora subvierte el estereotipo social de la mujer negra como «cuidadora», «madre de todos» y «niñera» al contar la vida de Natalina y su tortuosa relación personal con la idea de la maternidad. De este modo, Marcelo Maluf y Conceição Evaristo vienen construyendo, junto con otros escritores, la nueva cara de la ficción brasileña actual. Sus obras nos presentan diferentes facetas de la experiencia de la violencia, pensando la memoria, la cultura y la política a través de nuevas miradas y nuevas invenciones del lenguaje. Es literatura para más allá de las amenidades y más allá de los confetis, que repiensa el dolor y la poesía de cada uno de nuestros días.

Cristhiano Aguiar es escritor y profesor colaborador del programa de Posgrado en Letras de la Universidade Presbiteriana Mackenzie (São Paulo). En 2012 fue investigador-visitante en la University of California y participó de la antología

Granta: mejores jóvenes escritores brasileños. Publicó en 2014 el libro cartonero Recortes de Hanna en Brasil y en Argentina, así como el libro Narrativas y espacios ficcionales: una

introducción (2017, Editora Mackenzie). Prepara la publicación de un libro de cuentos para el segundo semestre de 2017.


Entrevista a Angélica Freitas Por Carol Bensimon

Fotografía de Bianca de Sá ©

Angélica Freitas (Pelotas, 1973) es licenciada en Periodismo por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul y escritora. Ha formado parte de más de una decena de antologías y es autora de los poemarios Rilke Shake (Cosac Naify, 2007) y Um útero é do tamanho de um punho (Cosac Naify, 2013). Es además coeditora de la revista de poesía Modo de Usar & Co., junto con los también poetas Fabiano Calixto, Marília Garcia y Ricardo Domeneck.

Te acabas de mudar a São Paulo y ya viviste en muchas ciudades: en la argentina Bahía Blanca, en las brasileñas Pelotas y Porto Alegre, en la holandesa Delft... ¿Hay lugares que parezcan dialogar más con tu poética y que por tanto entren en tus versos más que otros? Soy del interior de Rio Grande do Sul, como sabes, de una ciudad bastante conservadora llamada Pelotas. Desde pequeña sabía que un día saldría de allá. La verdad, esperaba ansiosamente que ese día llegase. Me acabé yendo a estudiar a Porto Alegre, una ciudad un poco menos conservadora. Fue importante haber ido allá porque estudié Periodismo; fui allá para aprender a escribir. Comencé a escribir mis poemas y a tener más acceso a los libros. Si me hubiese quedado en Pelotas creo que mi escritura se habría enmohecido. Pero Porto Alegre también es una ciudad conservadora. Lo fue para mí. São Paulo me liberó, incluso del periodismo. Escribí muchos poemas aquí. Bahía Blanca, donde fui a vivir después de São Paulo, me enseñó que el reconocimiento es importante para el oficio. Ahora estoy de vuelta en São Paulo y, bueno, me quiero divertir.

¿Quién era la Angélica Freitas que publicó Rilke Shake en 2007? ¿Qué dejaste atrás y qué te acompaña todavía? No lo sé bien. Ahí se fueron diez años. Creo que yo era una persona más ingenua. Todavía no conocía tantos poetas en vivo. Lo que todavía me acompaña es la certeza de que, en primer lugar, escribo para vivir un acto de creación que no sé explicar muy bien. De vez en cuando me pregunto: ¿de dónde salió este poema? Es ese misterio que me pone de vuelta en mi camino, siempre, cuando creo que me perdí. Quisiera que hablases un poco sobre el proceso de creación de tu último libro, Un útero es del tamaño de un puño. ¿Qué vino antes, la voluntad de escribir sobre ciertos temas —la percepción social de lo femenino, el cuerpo de la mujer— o la escritura de algunos poemas que, sin que lo percibieses, comenzaron a formar un conjunto armónico? Tuve la voluntad de escribir sobre un tema que fuese muy importante para mí. Ser mujer siempre me llenó de perplejidad (como también me llena de perplejidad nuestra organización económica y social del mundo, los seres humanos superricos, los seres humanos que creen que no son animales, las fronteras entre países). Desde muy pequeña me sentí condenada a un cierto tipo de comportamiento por ser mujer y, obviamente, siempre fui contra eso porque percibía la injusticia. Entonces partí de esa perplejidad y fui buscando formas de hacer los poemas.

Un útero es del tamaño de un puño fue publicado en 2012. De allá para acá, los debates que

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Entrevista a Angélica Freitas

envuelven lo femenino, tanto en las redes sociales como en la academia, parecen haber aumentado exponencialmente en Brasil. ¿Sientes que eso afectó a la recepción de tu libro de alguna manera? No sabría decirlo. Sólo sé que continúa siendo bastante leído, todavía, cinco años después. ¿Cómo ves la cuestión de la legibilidad en la poesía? En comparación con Rilke Shake, me parece que Un útero camina más en dirección de lo legible (a pesar de que ambos se distancian mucho de una visión hermética de la poesía). ¿Estás de acuerdo? ¿Piensas que eso fue intencional? Para un libro en que pongo al desnudo ciertas nociones, escogí trabajar con el mínimo de operaciones del lenguaje, por decirlo así. Pelé el lenguaje. Nunca pensé en términos de legibilidad. Pero fíjate, ya que hablas del hermetismo: ética y estética son la misma cosa, según Wittgenstein, ¿no? Creo que las elecciones estéticas son elecciones políticas. Siempre me parece que la vieja pregunta sobre influencias resulta más interesante cuando sustituimos esa palabra por familia, más aún teniendo en cuenta que autores que adoramos no necesariamente influencian nuestra obra. ¿Cuál sería tu familia literaria en el sentido de la proximidad estética, del sentido, del tono? ¿Quiénes son tus tatarabuelos, tus padres, tus primos? No sé bien cómo sería mi árbol genealógico literario, tengo mucha dificultad para imaginarlo porque no me consigo afiliar (y es precisamente esa la palabra) a nada, y ni siquiera sé si algún árbol genealógico me aceptaría. Entonces pido disculpas. También debo decir que esa historia de afiliaciones siempre me incomodó y recientemente entendí el porqué. Percibo como una preocupación patriarcal esa historia de la filiación, de pasar el ADN adelante, de a quién vamos a dejar como herencia. No es el caso de tu pregunta, Carol, pero ya que hablábamos de eso...

El otro día, por casualidad, me encontré frente a la portada de una revista alemana que hablaba sobre Brasil. La fecha: enero de 2013. «Orgulloso, confiado y bendecido por la naturaleza». Era así como describían nuestro país. Hoy, este resumen laudatorio es impensable; estamos abatidos, sin esperanza y con cero autoestima. ¿Crees que eso se está reflejando, o se va a reflejar, en la literatura brasileña? ¿Cómo? Un amigo poeta argentino dice que la crisis siempre es buena para la literatura. Yo no lo sé. Estamos viviendo un momento de mierda. Ojalá tengamos suerte, porque nos hará falta. ¿Cómo revertir esta situación? ¿Qué puede hacer la literatura? Pero yo ya he pensado más en el hecho de que tal vez de aquí a treinta años la Tierra se torne inhóspita para la vida humana, en que la Tierra tiene toda la razón, ¿y qué dirá la literatura? Si fuésemos lo suficientemente ingenuas para dividir a los escritores en dos categorías, la de los que creen que la literatura debe mantenerse apartada de la política y la de los que tienen la certeza de que la literatura es, inevitablemente, política, ¿en cuál te encuadrarías? Adivina. En esos años desde Rilke Shake, durante los que te consolidaste como uno de los nombres fuertes de la poesía contemporánea brasileña, ¿qué es lo mejor que te dio la literatura, aparte de sí misma? Una cáscara más gruesa. Con superpoderes de porosidad.

Carol Bensimon (Porto Alegre, 1982) es licenciada en Comunicación Social por la Universidade do Rio Grande do Sul (UFRGS) y magíster en Escritura Creativa por la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande (PUC/RS). Ha publicado el libro de relatos Pó de Parede (Não Editora, 2008; Dakota, 2015) y las novelas Un billar bajo el agua (Companhia

¿Escribir poesía forma parte de tu rutina? ¿Hay muchos poemas que murieron por el camino y que jamás veremos en un libro tuyo? Sí, muchos poemas muertos. (Un minuto de silencio.)

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das Letras, 2009; Continta me tienes, 2016) y Todos adorá-

bamos a los cowboys (Companhia das Letras, 2013; Continta me tienes, 2015).


Entrevista a Mariana Enríquez Por Luciana Reif

Mariana Enríquez nació en 1973 en Buenos Aires. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social, trabaja como subeditora del suplemento Radar del diario Página/12 y es docente de la Universidad Nacional de La Plata. Publicó su primera novela, Bajar es lo peor, a los veintiún años. Le siguieron Cómo desaparecer completamente (2004), Chicos que vuelven (2011) y el libro de relatos Los peligros de fumar en la cama (2009), entre otros. Su último libro de cuentos, Las cosas que perdimos en el fuego, está siendo traducido a dieciocho idiomas y recibió el premio Ciutat de Barcelona. Éste es el mar es su último libro, publicado por Random House en 2017.

¿Cuál crees que es el lugar del género de terror dentro de la literatura? Para mí el género de terror es muy importante, lo que pasa es que se terminó marginalizando por un montón de cuestiones que exceden muchísimos análisis. Pero pienso que Henry James hace terror, obviamente Stevenson... Toda la tradición de historias de fantasmas inglesas, las ghost stories inglesas, que para mí constituyen un corpus importantísimo; las novelas góticas, como Frankenstein... Y después toda la revolución en Estados Unidos a partir de los cincuenta con Richard Matheson, con algunos cuentos de Bradbury, con Shirley Jackson. Más tarde, en los setenta, con Stephen King, uno de los autores que logra incorporar lo cotidiano al horror; lo psicológico al horror. ¿Y en Argentina crees que tiene un peso menor? Creo que en castellano, en general, sí, cosa que es un problema para escribirlo como género, porque a veces necesitas leer lo que te gusta en tu lengua. Hay cosas muy aisla-

das, algunos cuentos de Cortázar, de Silvina Ocampo, Informe sobre ciegos de Sábato, alguna cosa de Quiroga, que igual queda muy lejos en el tiempo... Pero sí me parece que en los últimos años hay un montón de escritores que crecieron con otro tipo de influencias, leyendo mucha literatura norteamericana, mirando mucho cine, series. Para mí un escritor no está influenciado solamente por la literatura: es su influencia principal, pero hasta ahí. Samanta Schweblin no escribe siempre terror, pero incorpora elementos muy inquietantes; para mí Distancia de rescate es una novelita de terror. Y el último libro de Luciano Lamberti es un libro de cuentos de terror, bastante más de género que lo que yo hago; y su novela anterior también tenía elementos muy cercanos a Lovecraft. Me parece que se entiende que es un género. Los más jóvenes lo tienen muy incorporado en sus lecturas y en su literatura. Hace muchísimo tiempo que dejó de ser un entretenimiento y pasó a ser una influencia más crucial, más profunda. En Las cosas que perdimos en el fuego, trabajas con el tema del miedo, el terror, la violencia instaurada desde lo cotidiano. ¿Cómo comprendes la violencia social como fenómeno y cómo esa violencia influye en tu escritura? Creo que es totalmente epidérmica. Está tan cerca y tan enmarcada en lo cotidiano que, si trabajas conscientemente con elementos que tienen que ver con algún acercamiento al realismo —y yo creo que los cuentos tienen incluso una estructura y un tono que están totalmente enmarcados en el realismo—, ahí irrumpe lo que sea: lo sobrenatural, la violencia, lo

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que elija en ese momento: algún desdoblamiento de la realidad, alguna perturbación de ese tipo; pero para mí la violencia es muy cotidiana. Al mismo tiempo es medio absurdo decir eso teniendo en el mundo tantos lugares donde la violencia es explícitamente mucho más brutal que acá. Acá, todavía, por más que el argentino rezongue, hay un espacio relativamente seguro, pero de todos modos hay un pasado de violencia institucional muy cercano y muy presente. Vos pensá estos días la cuestión de Santiago Maldonado —que desapareció en Chubut—; cómo rápidamente emerge no sólo esa historia, sino también los discursos de esa historia, los discursos muy violentos de la gente que te dice: «El pibe está perdido por ahí», «es un hippie sucio», «está en Nueva York»; es justamente la misma matriz. Y, por otro lado, la gente que insiste en que es un desaparecido por el Estado. Después, cotidianamente, en toda gran ciudad vivís de una manera, no sé si llamarla violenta, pero sí muy dura. La ciudad tiene eso, una cosa de velocidad, brutalidad, diferencia, supervivencia, que es en sí violenta por la manera en que vivís. Pero tampoco creo que lo violento sea necesariamente negativo, creo que hay momentos en que tenés que reaccionar violentamente ante alguna situación o hay situaciones que son violentas y hay que atravesarlas, vivirlas así porque es la naturaleza de la situación.

Las cosas que perdimos en el fuego es un libro de cuentos realistas atravesados por el terror, lo sobrenatural, y Éste es el mar es una novela fantástica. ¿Cuál fue la diferencia a la hora de escribir uno y otro libro? Los cuentos yo los escribí en un período largo de tiempo, no pensados especialmente para un libro, salvo al final, cuando llegué a tener una cantidad de cuentos que tenían un tono, un tipo de protagonista, un tipo de escenario, ciertas tensiones, ciertas situaciones, ciertos manejos de la tensión del relato que eran un poco parecidos. Entonces me dije que eso tenía un aire de familia que determinaba que fuera un libro de cuentos. Pero lo que me pasaba, en general, mientras armaba el libro y mientras escribía los cuentos, era que me sentía un poco confinada ahí, encerrada en ese tono, que me gusta y era lo que tenía ganas de hacer en ese momento, pero que no me representa en su totalidad como escritora y tampoco

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Mariana Enríquez. Fotografía del Ministerio de Cultura de la Nación (Argentina) ©

como persona. Había una parte de mí como escritora que escribía al mismo tiempo esa novelita en los ratos libres, como entretenimiento pero con una consciencia literaria, sabiendo hacia dónde iba. Tenía una idea y quería transmitirla, pero con cierta liviandad, como para decir: cuando termine los cuentos me aboco a eso; era como un recreo. Hablar de rock, de jóvenes glamurosas, de cosas melancólicas. Es una tristeza más cercana al romanticismo que a una cuestión más dura; es una novela más lírica, incorpora un poco de mitología, referencias a autores que aún no había usado, como Arthur Machen, o cierta ternura a lo Bradbury, Neil Gaiman... No transcurre en Argentina y me interesaba que fuese así; en ese sentido, era como un escape. Y después, cuando terminé los cuentos, me puse a trabajarla más seriamente. Yo me aburro bastante de mí, de lo que hago, de un tono de escritura, y me gusta cambiar, leer cosas diferentes, escribir cosas diferentes. No creo funcionar como escritora en todos los registros, pero sí creo que tengo un arco de obsesiones determinado y no todas se resuelven en el mismo género. Hay cosas que me obsesionan y que están en Éste es el mar : el mundo de la mitología, del rock, cierta idea de lo juvenil como muy peligroso y


Entrevista a Mariana Enríquez

atractivo —que en algunos casos está en los cuentos pero desde un lugar muy demoníaco—. Lo que los personajes hacen tiene un aspecto violento, termina en un asesinato, pero es una especie de epifanía comunitaria, para tener un ídolo. Un registro totalmente diferente del de las chicas de un cuento como «Los años intoxicados», que son chicas deprimidas y desesperadas, dentro de una crisis económica, y que se evaden un poco hacia las cosas sobrenaturales como entretenimiento malsano, porque están en una situación mental absolutamente negativa. Volviendo a Éste es el mar y retomando lo que decías recién sobre tu interés en el mito y en el rock, me interesaba que ahondes en eso. A mí del mito me fascina la cuestión comunitaria del momento de la devoción, no tanto la devoción solitaria sino el contagio de la devoción colectiva. Me parece que se lleva bien con la adolescencia, donde justamente lo individual está un poco borrado en los grupos de amigas, en los shows. Me di cuenta de que tenía ese tipo de idea en un show de Backstreet Boys —que no es un show de rock, pero tiene que ver con esa cultura del músico y el artista, del artista y los fans—, al ver a todas las chicas juntas gritando al mismo tiempo como si fueran un organismo. Y no necesariamente por ellos, sino como un nivel de histeria que creo que tenía que ver con una comunicación de poderío entre ellas, una cosa muy guerrera. Entonces me dije que ahí había algo de la energía femenina que es un rito de paso, como si tuvieran que pasar por este momento de capullo para poder terminar la adolescencia y tener una sexualidad que no tiene que ver con esta entrega hambrienta. En el rock eso no se da tanto. En la construcción del rock, en los textos sobre el rock, en las revistas de rock se excluye muchísimo el tema de la mujer. Está absolutamente dominado por críticos varones que en un porcentaje alarmante te hablan de la música, los discos, la grabación, los masters... Toda una cuestión técnica, como si estuvieran hablando de una moto, y excluyen totalmente la sensualidad y la sexualidad. No digo que sea el centro total, pero es uno de los centros, una crítica de rock que pasa años sin registrar cómo se conmueve Mick Jagger sobre un escenario, sin registrar a las chicas agarrándose de los pelos cuando Axl Rose se saca la remera, sin registrar que también el artista está haciendo eso y que esa energía sexual se retroalimenta

en el sentido de que las mujeres que van a presenciar eso ahora tienen muchísima más representación en el escenario. Hay una mirada que tiene que ver con el desprecio de todo eso, que terminó en cosas horribles, como las groupies. Todas las mujeres de los grandes (vistas) como malas: Courtney Love, Yoko Ono... son todas unas perras. Entonces hay una negación, es como un velo sobre la realidad. Un tipo como David Bowie, que se pasa la mayoría de su carrera travestido, y todo el mundo te habla del teatro, las máscaras y no de la androginia, de la histeria, de otras cuestiones que tienen que ver básicamente con lo femenino; y jamás hablan de la devoción. Se descarta a las mujeres que crearon a Elvis Presley, porque sin ellas gritando no hubiera existido ese fenómeno. Sin él moviendo las caderas en televisión y que eso sea prohibido y lo corten porque era una incitación a la sexualidad, que hasta ese momento estaba asociada con la sexualidad de los hombres negros solamente: sin eso no tenías a Elvis Presley. Sin las chicas de los Beatles no existe el fenómeno Beatles: tenés una banda buenísima y que por ahí rompía todo, pero ese nivel no lo tenés. Los Rolling Stones sin sus chicas, sus novias glamurosas, medio satánicas... No existe ese mismo cuadro sin ellas; no tenés el mismo cuadro de Nirvana sin Courtney Love: el chico frágil de novio con esta bomba de locura, sensualidad e inteligencia, y mala. Al excluir esa narrativa se le quitó al rock una parte que el pop y las estrellas de pop —y creo que eso forma parte del triunfo del pop— abrazan sin ningún tipo de problema. Ariana Grande está en pelotas, Beyoncé aparece desnuda y embarazada: no hay un tabú con eso. Todo esto es para decirte que, en Éste es el mar, de lo que yo tenía ganas de hablar era de eso, de las mujeres como creadoras de eso, como partícipes del fenómeno. Un fenómeno y un mito no se construye sólo desde arriba hacia abajo, y esa energía que los completa y que en alguna medida los hace tiene mucho de femenino. No digo que sean todas mujeres, pero, digamos, ese fenómeno tiene mucho de femenino. Con respecto a la cuestión de género y la desigualdad de género dentro de la literatura, me interesaba saber si te parece fructífero y necesario remarcar la categoría de mujer en la literatura, si te parece necesaria esa distinción.

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... se piensa en la literatura de mujeres como una literatura de lo íntimo. Eso es una cosa que me irrita profundamente. Yo tengo una relación superambivalente con eso. Cuando lo pienso políticamente digo que sí, que todavía hay que reivindicar y rescatar escritoras, porque son realmente buenas y no están en el lugar que merecen, cuando hay otros escritores para mí menos interesantes y en lugares muy representativos. En ese sentido, todavía me parece una operación necesaria. Pero, al mismo tiempo, soy totalmente reacia cuando me invitan a una mesa femenina, o cuando se piensa en la literatura de mujeres como una literatura de lo íntimo. Eso es una cosa que me irrita profundamente. Y creo que tiene que ver con una reacción muy temperamental, de decir: eso es totalmente machista. La mujer hablando sobre lo pequeño y las pequeñas emociones, la intimidad y el cuerpo: ese es el lugar donde históricamente estuvieron las mujeres. Pero, al mismo tiempo, hay otra voz que me dice que falta el relato de eso. Y, además, me parece que en los últimos años hay mucha literatura sobre eso y me irrita esa idea de que la mujer es buena en eso, porque es lo mismo que decir que la mujer es buena limpiando la cocina, sólo que trasladado a la literatura. A mí me gusta Liliana Bodoc, una escritora que se sienta a escribir una épica a lo Juego de tronos, a lo Tolkien, con dragones, con culturas, con guerreros, contando escenas de guerra con bestialidad y con un lenguaje totalmente lírico. Y si le tapás el nombre y le ponés Martin Bodoc te lo compran. Creo que la mujer debe agarrar los géneros inapropiados, los grandes géneros. Creo que hay un montón de discursos totalmente anquilosados sobre lo que es la literatura femenina.

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Frankenstein no es un relato sobre la intimidad, es un tipo que levanta muertos. Hay otro terreno que se asimila a la escritura femenina, cercano a una literatura muy fragmentada, en la línea de Clarice Lispector. Yo no soy muy fanática, esa otra literatura femenina como voluptuosa, sensual, regodeada en el lenguaje, los fluidos y la animalidad no me gusta políticamente, aunque sí estéticamente; porque es un lugar tradicional de la mujer: la mujer irracional y desbordada en todo sentido, sexualmente peligrosa: Lilith; o la mujer en la intimidad, que cuenta su pequeño mundo. Me parece profundamente machista decir que sólo existen esos dos lugares en la literatura de mujeres.

Luciana Reif (Lanús, 1990) es socióloga por la UBA y trabaja como becaria de investigación del CONICET y la Universidad Nacional de Avellaneda. Se desempeña como docente de una materia sociológica en la carrera de Enfermería. Realizó talleres de poesía con Osvaldo Bossi y con Paula Jiménez España. Coordina junto con Valeria De Vito el ciclo de poesía «Lo que tan rápido fuga» en Espacio Enjambre. Dicta el taller «Amor y poesía - Todo beso es político». Poemas suyos fueron traducidos al italiano por el Centro Cultural Tina Modotti. Publicó Entrada en Calor (El Ojo del Mármol, 2016) y actualmente trabaja en la corrección de su segundo poemario, Un hogar fuera de mí.


Entrevista a Santiago Roncagliolo Por Darío Zalgade Fotografía: Dimitris Yeros ©

Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es licenciado en Lingüística y Literatura por la PUCP. Es escritor, dramaturgo, guionista y traductor y ha publicado una veintena de libros en las últimas dos décadas. Sus obras más recientes son el libro infantil El gran escape (SM, 2013) y las novelas La pena máxima (Alfaguara, 2014) y La noche de los alfileres (Alfaguara, 2016).

Contabas que desde niño sabías que querías ser escritor. Vos tuviste una infancia repartida entre México y Perú, y muy pronto decidiste emigrar a España. ¿La idea de emigrar también la tenías en mente desde pequeño? ¿En qué momento comenzaste a percibirte como un autor que desarrollaría su carrera en el exterior?

En realidad, nunca. Ni siquiera pensé que me dedicaría profesionalmente a escribir libros. Donde yo crecí, eso parecía imposible. No tenía sentido ni desearlo. A finales de los noventa, yo quería ser un guionista que a veces escribiese literatura. Pero me habían rechazado todas las editoriales —que eran tres— y mi último proyecto de guión había naufragado: trabajaba con un equipo y queríamos hacer un programa de humor político, sólo que eran tiempos de semidictadura y el canal del Estado compró a los cómicos para evitar el humor crítico. Simplemente, en ese país no había nada que hacer, ningún estímulo. Yo viajé a España a estudiar un curso de guión y quise aprovechar para buscar editorial. Al final, resultó más fácil dedicarme a los libros que a cualquier otra cosa. Pero si tan sólo hubiésemos podido hacer ese programa de humor político,

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Entrevista a Santiago Roncagliolo

posiblemente yo seguiría en el Perú, dedicado a hacer televisión. Y ganaría más dinero. En tus inicios literarios escribiste teatro, ensayo y literatura infantil, un género donde hace poco llegaste incluso a ganar el premio Barco de Vapor con El gran escape. Sin embargo, a lo largo de tu trayectoria te hiciste más fuerte en el thriller. ¿Qué tiene este género que se adecúa tanto a tu literatura? ¿Cómo hace un autor para pasar de escribir cuentos para niños a narrar una novela tan dura como Pudor? Siempre he escrito sobre los miedos, porque es un tema que conozco bien. Cuando era un bebé, la policía política perseguía a mi padre y hostigaba a mi familia. Después, viví en medio de una guerra. Después me mudé a otro país a buscarme la vida sin red de seguridad. Como periodista también he enfrentado varias situaciones extremas. He conocido terroristas, torturadores y asesinos. Me he visto obligado a enfrentar y digerir el miedo con frecuencia, hasta que se ha vuelto el prisma a través del cual veo el mundo. Mis historias salen de esas experiencias de riesgo y, por lo tanto, de manera natural, surgen thrillers, novelas negras o historias de humor negro. Mis personajes se enfrentan a lo que más los aterra, porque me aterra a mí. Sin embargo, precisamente por pasar tanto tiempo en la oscuridad, muchas veces necesito explorar territorios más luminosos e imaginativos. Entonces escribo libros que se publican como cuentos infantiles. Aunque, para mí, son historias para grandes también, como las de Roald Dahl o Lemony Snicket. Vos realmente la peleaste mucho para salir adelante en el mundo de la literatura. Contabas que tuviste que limpiar casas en España para salir adelante cuando migraste a este país. ¿De qué manera cambió tu vida conseguir el Premio Alfaguara con tu novela Abril rojo? Supongo que fue como ganar en Operación Triunfo. Pasé un año sin parar de viajar, hablando de mi trabajo. Además, era un año lleno de elecciones en América Latina, con Hugo Chávez en su cúspide, y yo llevaba una novela muy política. Eso le dio a todo una dimensión muy potente. Lo difícil vino después, cuando yo ya no era el del premio y, en algún sentido, estaba preso del éxito de Abril rojo. El mercado te presiona para no correr riesgos y repetir la misma novela. Pero yo necesitaba explorar muchas otras cosas para encontrar mi camino. Tuve muchas depresiones por sentir que todo iba mal. Me tomó años entender que, en realidad, me seguía yendo

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bastante bien y debía estar agradecido. Hasta el día de hoy soy un privilegiado, que puede dedicarse a lo que más le gusta sin dejar de asumir retos diferentes. Ese comienzo tan intenso, por un lado, me impidió durante mucho tiempo valorar equilibradamente mi situación. Por otro, me forzó a trabajar mucho y a tener claro lo que quiero. A la larga, eso fue lo mejor. En Abril rojo explorás el contexto de la dictadura de Fujimori, pero en otras novelas trabajaste también las dictaduras de Videla o de Franco. ¿Buscabas sacar a la luz los horrores de estos gobiernos a través de tu literatura? ¿Por qué te interesaban literariamente estos escenarios? Como de costumbre, sólo hablo de lo que conozco. En cierto modo, soy un escritor de historias de terror. Y en la historia del mundo hispano, el poder ha sido una fuente frecuente de terror. En el Perú de los ochenta conocí el miedo a salir a la calle y morir. Mis padres tuvieron amigos desaparecidos en las dictaduras de Chile o Argentina. Mi abuela es española y su familia vivió la Guerra Civil. Esas historias han estado siempre bailando su danza macabra a mi alrededor. Me interesa cómo los países creamos Estados para protegernos, pero a veces nuestra creación termina por destruirnos. Se parece a la historia de Frankenstein. O a la pintura de Goya Saturno devorando a sus hijos.

En la historia del mundo hispano, el poder ha sido una fuente frecuente de terror. Frente a novelas de contenido emocional e histórico mucho más grave, con Óscar y las mujeres abordás casi una parodia del género de la telenovela. ¿Qué te llevó a plantear en este punto una novela tan llena de humor y por qué decidiste publicarla por entregas? ¿De qué manera te parece que dialogan la literatura y el género telenovelesco? Por esa época, había escrito una trilogía de historias reales sobre el siglo XX latinoamericano que también podría llamarse la trilogía que me metió en líos: censuras, campañas en contra en la prensa de varios países, amenazas de muerte o judiciales... Estaba agotado. Ne-


cesitaba buscar otras maneras de escribir. Sobre todo, necesitaba recuperar el placer de contar una historia. Y recordaba mucho lo bien que lo había pasado escribiendo telenovelas, que, al fin y al cabo, fueron mi primera escuela en el oficio de narrar. Quería homenajearlas, jugar un poco. Además, me sentía muy decepcionado de los políticos y los intelectuales en que había confiado antes, a los que consideraba hipócritas. En cambio, a través de todos los problemas, me había salvado tener a mi familia conmigo. Óscar es una metáfora de eso. Es la historia de un escritor que descubre que lo importante no es lo que tiene dentro de su cabeza, por bueno que sea. Lo importante es la gente de carne y hueso que lo rodea y lo quiere. ¿Por qué elegiste de nuevo a Félix Chacaltana —protagonista de Abril rojo— para conducir tu novela La pena máxima? No lo hice. Él me escogió a mí. Yo quería contar la historia de Joaquín Calvo, un hombre que nace en una guerra y muere en otra. En el fondo, es la misma guerra, que lo persigue toda su vida. Quería hablar de los herederos sudamericanos del fascismo europeo, sobre todo en Argentina. Pero no soy europeo y tampoco argentino. Después de mucho pelear con la historia sin saber cómo contarla, Félix se ofreció a hacerlo. A partir de su ofrecimiento, todo salió rodado. Y Joaquín Calvo muere en la página diez. Las mujeres (las chicas, las niñas) aparecen como un gran desconocido para los protagonistas adolescentes de La noche de los alfileres. ¿Este desconocimiento puede ser una de las raíces de la violencia sexual? ¿Una sociedad que fomenta la división cultural entre sexos facilita el surgimiento de actitudes agresivas hacia la mujer? Como no conocíamos mujeres de carne y hueso, las remplazábamos con imágenes bíblicas: vírgenes o putas. Creíamos que había mujeres para casarse y mujeres para acostarse con ellas ¡y no eran las mismas! Era una versión bastante retorcida de las cosas. Pero lo de la violencia era otra cosa. Crecí en una sociedad que invitaba a ella. La brutalidad era una demostración de hombría. Estábamos orgullosos de actuar como orangutanes. Aunque no dirigíamos ese salvajismo sólo contra las mujeres. También contra nosotros. Éramos los culpables y las víctimas a la vez. Éramos violentos para disimular el miedo que nos daba la violencia de los demás.

En la literatura peruana de los últimos años están destacando con fuerza los nombres de jóvenes autoras como Nataly Villena, Jennifer Thorndike o María José Caro. ¿Se están dando las condiciones para una mayor igualdad de género en los campos literarios peruano y latinoamericano? Se está dando una mayor igualdad de género en todos los campos, en todos los países. Lo raro es que haya tardado tanto y que aún falte tanto por hacer. Actualmente sos uno de los autores latinoamericanos contemporáneos más prolíficos, con más de una veintena de obras publicadas en los últimos diecinueve años y muchísimas colaboraciones cinematográficas, teatrales y periodísticas. ¿Cómo hacés para mantener un ritmo de trabajo tan elevado? Es que no hago otra cosa. Esto no es una vocación. Es una enfermedad. Los días en que no escribo, me siento mal. Quizá escribir sea la manera de exorcizar mis pesadillas, de quitármelas de encima. Por otro lado, trato de seguir escribiendo periodismo o guiones, porque me alimentan creativamente. Tampoco quiero ser un tipo que vive dentro de su cabeza. Me interesan los proyectos que me mantengan aprendiendo y escuchando. ¿Por dónde pasan tus próximos proyectos literarios? ¿Cabe esperar un nuevo libro tuyo en este 2017? Justo ahora, en contradicción con lo que acabo de decir, me he tomado un periodo sabático de las novelas. No he escrito una en casi dos años. Necesitaba tomarme un respiro. Mirar alrededor. Renovarme. Bueno, quizá no sea tan contradictorio. Después de todo, el silencio también forma parte de la escritura, igual que los espacios en blanco entre las palabras.

Darío Zalgade es licenciado en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) y máster en Literatura Comparada y Estudios Culturales por la Universitat Autònoma de Barcelona. Administra la plataforma cultural Liberoamérica y se especializa en el estudio de la literatura latinoamericana contemporánea.

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Ariana Harwicz o la escritura caníbal

Por Mónica Ojeda Escribir es un acto de canibalismo Ariana Harwicz

Hablemos de la literatura caníbal de la escritora argentina Ariana Harwicz: una escritura que tiene sangre entre los dientes y carne bajo las garras. Su prosa, de mandíbulas grandes, se mueve a dentelladas por la mente de los lectores; salvaje en el ritmo y la poeticidad de su palabra; visceral, porque sólo desde las entrañas puede emerger la verdadera poesía. Y es que Matate, amor (2012), La débil mental (2014) y Precoz (2015), su trilogía involuntaria, estremecen de la misma forma que lo hace un buen poema: a través de su lenguaje. Están unidas por la intensidad y la brutalidad que laten bajo la piel de las relaciones humanas (allí en donde conviven la ternura y la violencia) y representan, a partir de una prosa que cae sobre la cabeza del lector como una cascada, un estudio narrativo de la experiencia de hacer familia y de sobrevivir (o no) a ella. Harwicz irrumpió en el panorama literario con Matate, amor, una nouvelle en donde una mujer asfixiada descubre, enfrentada a su marido y a su bebé, que la familia es un peso, un monstruo debajo de la cama contra el que debe luchar (o como mínimo negociar) para existir. Le sucedieron La débil mental y Precoz: la primera, sobre la relación de amor y destrucción entre madre e hija; la segunda, sobre la relación de amor y destrucción entre madre e hijo. Sus tres novelas se desarrollan en escenarios de relaciones de familia, específicamente en el de la maternidad (madre e hijo; hija y madre), que sirve de dinamitador de eventos que encierran pulsiones primordiales y anhelos insatisfechos. En

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Harwicz, el amor de familia está lleno de brutalidad: es un amor primitivo y, por ende, salvaje. El tema no es nuevo y está presente en la historia de la literatura, pero en contadas ocasiones se ha abordado con la fiereza y la honestidad con las que lo ha hecho Harwicz. La maternidad, la familia, el deseo, la locura: mirar de frente al abismo de adentro produce vértigo en la conciencia y Harwicz hace literatura con ese vértigo. Lo que siguen son unas pinceladas que pretenden señalar algunos de los motivos de una escritura que es, junto a la de Samanta Schweblin, Selva Almada y Mariana Enríquez, una de las más arriesgadas (por su apuesta con el lenguaje) y contundentes (por su mirada sobre lo humano) de la literatura argentina actual. La madre de los dientes Acerca de la maternidad, Lacan dijo: «Estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre». Un cocodrilo guarda a sus crías en su mandíbula para protegerlas y, entre esos dientes hechos para triturar, construir una casa. Este doble filo es la madre: la proximidad entre el peligro y la ternura. En las tres nouvelles de su trilogía, Harwicz construye madres cocodrilo: madres que protegen, pero que están siempre a punto de morder. Cuando en entrevistas le preguntan por esto, ella suele responder que el amor maternal está siempre muy cerca de la locura y del desenfreno. Es una emoción del miedo tanto como del deseo. Gran parte de los textos que abordan la escritura de Harwicz ponen el acento en la maternidad monstruosa que se ensancha en las tramas de sus novelas: madres que están lejos del afecto prístino, de la santidad, la abnegación y el sacrificio, pero no del amor en sus facetas más reales y violentas. En su


literatura, las madres desean con furia («Ser madre es tan poco excitante. Muero de ganas») y lidian con ese ímpetu que las cabalga igual que cualquier otro ser humano, pero con la carga de la responsabilidad del hijo o hija a cuestas: «Pienso en ese animal monstruoso, en ese parásito que es un hijo, en eso de llevar tu corazón con el otro, para siempre». Por supuesto, son madres fuera de los estereotipos edulcorados de la maternidad y por ello devienen en monstruos de leche (entendamos aquí por monstruo a todo aquello que se aleja de un orden establecido). A veces de tanto querer a sus crías pareciera que estas madres fueran a comérselas («Tus tetas me distraen, cómo te crecieron los pezones, están morados, dios, más grandes que los de la abuela, de dónde saliste») o que fueran sus presas («El hijo no me alegra, el hijo no sacia»). Harwicz trabaja con la madre de los dientes: la que muestra sus caninos y los usa porque le pertenecen. Sus personajes crean y después, como el Dr. Frankenstein, no saben qué hacer con sus criaturas: «Te malcrié. Te anticrié». La culpa, el arrepentimiento y el deseo se despliegan en el lenguaje de una literatura que pone sobre la mesa de disección los matices más oscuros de la maternidad. QUIERO IR AL BAÑO desde que terminó el almuerzo pero es imposible hacer otra cosa que ser madre. Y dale con el llanto, llora, llora, llora, me va a trastornar. Soy madre, listo. Me arrepiento, pero ni siquiera lo puedo decir. De Matate, amor.

En las palabras de las madres harwiczianas se nos revela el eros y la muerte: palabras que provienen del fondo de la psiquis, es decir, que son caóticas, indecentes y

reveladoras. Que desnudan y exponen lo que es frágil y, por ende, lo potente.

... una escritura que tiene sangre entre los dientes y carne bajo las garras. Afirmando al monstruo Tanto las madres como las hijas/os de la literatura de Harwicz exponen, a la luz de la escritura, sus zonas opacas, y es en esos rasgos pulsionales en donde emerge lo verdadero de lo humano, lo más primitivo e instintivo: lo abyecto y obsceno. Esta escritura no le teme al horror, sino que se adentra en él entendiéndolo como una emoción más a explorar con el lenguaje. Los personajes de Harwicz conforman, en este sentido, un bestiario. Son parte de una teratología: la de las criaturas deformes en el discurso, diferentes al orden natural y a los estereotipos. Madre e hija/o se nos presentan bordeando el matricidio, el filicidio, el incesto… La madre desea comerse a su cría: protegerla y asesinarla a la vez. La hija y el hijo desean fusionarse a la madre, pero también arrancarle la cabeza. Se trata de personajes que están siempre a punto de romper el orden familiar y de una escritura que afirma lo monstruoso en lo humano y lo humano en lo monstruoso. Los lectores se encontrarán a sí mismos en esa exploración subterránea, telúrica, de los personajes que no hacen nada por esconder su irregularidad frente a la organización del discurso. Es por esto que la narrativa de Harwicz afirma al monstruo de debajo de la cama

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Mónica Ojeda. Ariana Harwicz o la escritura caníbal

(es decir, la familia) mostrando, como ella misma dice en una entrevista, «todas las texturas del amor». La mordida es la atmósfera Tanto Matate, amor como La débil mental y Precoz se desarrollan en un espacio rural, cerca de los bosques y de las carreteras vacías. Ese entorno aislado, alejado de la gentrificación, colabora a crear el ambiente de ansiedad y de asfixia que rodea a los personajes y que el lector experimenta con una fuerza arrolladora. Los bosques, los animales y los personajes contados con los dedos de una mano son parte del cincelado de atmósferas enrarecidas que anticipan, desde las primeras páginas, peligros diversos.

En las tres nouvelles de su trilogía, Harwicz construye madres cocodrilo: madres que protegen, pero que están siempre a punto de morder. Harwicz es una escritora de personajes y de paisajes. Los personajes observan, sienten, se desplazan, por una naturaleza en estado puro que respira y crece sin la intervención del hombre. El paisaje y sus criaturas se convierten en un lugar de revelaciones, de alegorías y de analogías. El efecto poético surge en la comparación entre el mundo interior y el mundo exterior: «De pronto, noto que es mediodía y los ojos azules de las liebres brillan fríos y salgo a comer, pero es pasado». Las metáforas nacen con el reconocimiento de lo que habita el paisaje («Mi cerebro son polillas en un jarro y se ahorcan») y también con el reconocimiento de las emociones más primarias: «Lo tengo sobre mí. Miro los altos árboles inmóviles, cómo pueden fabricarse una vida inanimada. Miedo de que alguien nos vea». Harwicz ha dicho en innumerables ocasiones que sus novelas surgieron de paisajes. Semejante plasticidad se palpa en su escritura. Sus personajes son inquietantes porque develan opacidades con las que empatizamos en el miedo. Los entornos boscosos son el reflejo de esos abismos.

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Hambre caníbal: la escritura Si antes he afirmado que Harwicz hace una literatura del canibalismo es porque sus novelas están llenas de personajes hambrientos y desenfrenados que comen de otros personajes hambrientos y desenfrenados. Personajes que se canibalizan desde las relaciones interpersonales que establecen entre ellos y que nos hacen preguntarnos si esa no es la verdad oculta de las relaciones humanas: alimentarnos del otro hasta la destrucción conjunta. En una entrevista en Culturamas, Harwicz dijo: «Escribir es un acto de canibalismo», refiriéndose a cómo el escritor se nutre de todo lo vivo que tiene enfrente, incluso de sus iguales, para hacer literatura. Sin embargo, la escritura de Harwicz no sólo es caníbal por su capacidad de aprehender lo que requiere del entorno para existir, sino porque los argumentos de sus novelas se sostienen en el hambre que sus personajes sacian con la carne de los otros: hambre de amor, hambre de sexo, hambre de odio, hambre de madre, hambre de hija o hijo, hambre de horizonte. Las voces, entre el flujo de conciencia y el monólogo interior, desean hasta la locura y ese desquiciamiento no es una enfermedad, sino una condición humana más («El horror de este deseo. De querer arrancarle el pellejo»). El hambre caníbal en Matate, amor, La débil mental y Precoz, entonces, está en la escritura: en la prosa que es narrativa y poética a la vez porque indaga en lo más hondo de la experiencia valiéndose de la palabra como instrumento y fin. Su magia reside en el hallazgo de un lenguaje que es ritmo y significado; un lenguaje que no sólo cuenta, sino que expresa. Esta escritura que va a la caza de lo verdaderamente expresivo desemboca en la poesía, el género más caníbal: el que engulle la palabra siendo palabra y deja en las líneas el cascarón lleno de pantanos. Harwicz hace esto: una literatura que muerde.

Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es licenciada en Comunicación Social por la Universidad de Santiago de Guayaquil, máster en Creación Literaria por la Universitat Pompeu Fabra y máster en Teoría Crítica de la Cultura por la Universidad Carlos III. Es autora de las novelas La desfiguración Silva (Premio Alba Narrativa, 2014) y Nefando (Candaya, 2016), así como del libro de poemas

El ciclo de las piedras (Rastro de la Iguana, 2015). Ha sido seleccionada como una de las voces literarias más relevantes de Latinoamérica por el Hay Festival, Bogotá 39-2017.


Entrevista a Juan Pablo Villalobos Por Darío Zalgade Fotografía: Ana Schulz ©

Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, 1973) es licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana y diplomado en Estudios Avanzados en Teoría Literaria y Literatura Comparada por la Universitat Autònoma de Barcelona. Es autor de las novelas Fiesta en la Madriguera (Anagrama, 2010), Si viviéramos en un lugar normal (Anagrama, 2012), Te vendo un perro (Anagrama, 2015) y No voy a pedirle a nadie que me crea (Anagrama, 2016), ganadora del Premio Herralde de ese mismo año.

Vos cursaste tu licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en México y después hiciste un postgrado en Barcelona. ¿Por qué elegiste Barcelona para continuar con tus estudios? ¿Y por qué esa Universitat Autònoma que después novelizarías en No voy a pedirle a nadie que me crea? ¿Son muy diferentes las formas de abordar los estudios literarios a uno y otro lado del Atlántico?

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Entrevista a Juan Pablo Villalobos

Podría intentar novelarte esta respuesta, pero la verdad es que yo no elegí Barcelona del todo. Fue un plan que hice junto con mi pareja de aquel entonces y, si he de serte honesto, yo al principio me inclinaba más por la Complutense de Madrid. Pero ella encontró un programa de postgrado en la UB que le convenció y yo fui un poco a remolque. Por supuesto, la opción de Barcelona no me desagradaba: ya había estado en una ocasión en la ciudad, de vacaciones, y me había gustado mucho. En cuanto a la comparación entre los estudios literarios en España y América Latina, esto puede sonar chovinista, pero lo creo de verdad: se aprende más en las universidades latinoamericanas que en las españolas. Mi experiencia con la academia española fue francamente mediocre. Quizá fue el momento que me tocó: el discurso de la posmodernidad se había cargado mucho del rigor teórico y con frecuencia en las aulas se decían puras chorradas, las discusiones del doctorado muchas veces no se diferenciaban de charlas de café. Abundaban los opinólogos, en lugar de los estudiosos. Y en el otro extremo estaban las vacas sagradas de siempre, los carcamales que a la menor provocación te gritaban: «¡Adorno no dijo eso!», «¡Eso no es lo que quiso decir Benjamin!». Lo curioso es que a veces en las universidades españolas hay una actitud paternalista (colonialista, incluso) hacia los estudiantes latinoamericanos.

historia el calificativo de «expatriado», «inmigrante» o «exiliado». O, si se hace, habría que agregarle «de lujo». Me interesa mucho eso porque siempre hay que pensar desde dónde se escribe, desde qué perspectiva de clase, por ejemplo. En eso el marxismo sigue teniendo la razón. Yo crecí en un pueblo de Los Altos de Jalisco, en Lagos de Moreno, en una familia de clase media sin ninguna influencia política o económica, mucho menos cultural. Mi trayectoria ha sido desde el provincianismo hacia el cosmopolitismo, pero siempre he tenido claro que el verdadero cosmopolitismo se construye desde los márgenes, el cosmopolitismo lo construimos quienes venimos de escenarios de particularidad extrema y traemos todas nuestras peculiaridades, nuestras rarezas, para mezclarlas con lo que encontramos. Usamos el mestizaje como estrategia contra un discurso de identidad hegemónico que quiere que nos «integremos» acríticamente. Y justamente eso es lo que yo intento hacer en mis libros: una literatura transnacional (aunque suene a laboratorio farmacéutico) que mezcle, desde una perspectiva crítica (y humorística), tradiciones literarias, que articule un cruce de miradas que es, al mismo tiempo, un ajuste de cuentas.

Valeria Luiselli, Brenda Lozano, Daniel Saldaña París y Laia Jufresa son algunos de los muchos autores y autoras mexicanas contemporáneas que se licenciaron en México y continuaron sus estudios en EE. UU. o Europa. ¿Puede ser un rasgo distintivo de esta nueva generación de autoras y autores, o al menos de parte de ella? ¿Qué aporta a la literatura un recorrido académico y vital transnacional como el que hiciste vos? Hay distintas historias de vida. No deberíamos generalizar, sobre todo en el caso de México, donde no es lo mismo una trayectoria individual, de alguien que estudia, consigue una beca y se va, con muchas dificultades, a hacer un postgrado al extranjero, que otras historias, muy comunes en México, donde esto forma parte de un proceso natural por pertenecer a una élite cultural y económica. Me refiero a gente que desde niño fue a las escuelas de élite de la Ciudad de México, tuvo la oportunidad de viajar al extranjero desde muy temprano y de manera un tanto obvia termina viviendo fuera de México. Es difícil aplicarle a alguien con esa

verdadero cosmopolitismo se

... siempre he tenido claro que el construye desde los márgenes. Vos viviste tres años en Brasil, conocés de primera mano el mundo de la traducción lusófona y en varias ocasiones defendiste a la literatura brasilera más reciente. Recuerdo que hace unos meses presentabas en La Central del Raval un ciclo de literatura brasilera con Carlos Henrique Schroeder, Katia Gerlach y Marcos Peres, donde también reivindicaste el trabajo de Carol Bensimon. ¿Cómo percibís vos el aislamiento lingüístico de Brasil en América Latina? ¿Qué autores y autoras brasileras contemporáneas nos estamos perdiendo acá por culpa de esta brecha? Ellos se interesan más por nuestra literatura que nosotros por ellos. En la generación de narradores nacidos en los años setenta, por ejemplo, hay un interés particular por la literatura argentina, uruguaya y,


entre los escritores más recientes, incluso los nacidos en los ochenta, detecto mucha influencia de Bolaño o de Aira. Resulta chocante, en cambio, el desconocimiento que hay en nuestro medio de autores como Raduan Nassar, que es considerado, unánimemente, el narrador vivo más importante de Brasil (y que ha sido publicado recientemente por Sexto Piso). A mí me interesa muchísimo lo que están haciendo algunos autores que ya fueron publicados en español pero han pasado desapercibidos hasta ahora, como Daniel Galera, Paloma Vidal, Michel Laub, Joca Reiners Terron o Andrea del Fuego. Y me parece terrible que no se haya divulgado bien a Sérgio Sant’Anna, un verdadero genio, ni a su hijo, André Sant’Anna, que es mi escritor brasileño favorito. Siento debilidad por tu primera novela, Fiesta en la madriguera, por su creatividad y su apuesta de narrar el narcotráfico desde los ojos de un niño, algo que ya proponía Rita Indiana con Papi y que vos llevás un paso más cerca de la fantasía con la manera tan singular de ver el mundo que tiene Tochtli. Entrecruzás aspectos tan duros como la violencia y la muerte que rodean al narco con una historia casi propia de un cuento para niños, donde conducís a Tochtli hasta Liberia en busca de un hipopótamo enano. ¿Cómo se te ocurrió plantear esta combinación de elementos en una primera novela tan arriesgada y tan llena de luz? Siempre he visto esa novela como un cuento infantil para adultos. Por eso todos los nombres, en náhuatl, remiten a animales: Tochtli, el niño narrador y protagonista, es un conejo, su padre una serpiente, su profesor particular un venado, etcétera. Quería darle a la novela un aire de fábula, de una muy perversa y sin moraleja, pero que funcionara con los mecanismos de la fábula: un cierto maniqueísmo moral para confrontar a la bondad con la maldad, lo que creo que sigue siendo necesario cuando hablamos de la violencia del narcotráfico. La mirada infantil, más que fantasías, crea malentendidos, y el malentendido es la base del humorismo en esa novela. En el fondo es una novela de iniciación, sobre la pérdida de la inocencia y el descubrimiento de la identidad del padre. Ahora que lo pienso, en un sentido es como Pedro Páramo: al final va a resultar que los escritores mexicanos lo único que hacemos es reescribir a Rulfo.

Tu siguiente novela, Si viviéramos en un lugar normal —traducida al inglés como Quesadillas—, la planteaste como la segunda de una trilogía crítica sobre México y de nuevo elegiste la perspectiva infantil —al menos parcialmente, en retrospectiva— para contarla. ¿Es más sencillo encontrarle lo absurdo al mundo desde el punto de vista de un niño? Más que una perspectiva infantil, es adolescente, y funciona de manera muy distinta a Fiesta en la madriguera: aquí, en lugar del malentendido, lo que sucede es que Orestes, el protagonista, ya entendió. ¿Y qué fue lo que entendió? En qué país vive. Y lo que descubrió no le gustó, porque se da cuenta de que le ha tocado estar del lado de los vencidos, de los perdedores, de los jodidos. Por eso su voz está llena de rabia, es una novela muy rabiosa, mi novela más política. Puede leerse como una novela antipriista, es una novela escrita como un libelo contra el perfecto sistema de corrupción y cooptación con el que el PRI ha controlado al país desde que finalizó la Revolución. Es verdad que es una novela absurda, porque en otro nivel de lectura hay una parodia del realismo mágico y de la literatura fantástica, y una intención de estirar los códigos del realismo costumbrista. Hay una burla sobre esa idea muy extendida en Europa o en Estados Unidos de que México es un país surrealista donde todo el tiempo pasan cosas maravillosas. No. México no es un país surrealista. Quien diga eso no ha entendido nada sobre México y tiene pereza de pensar, de estudiar. En Te vendo un perro comenzás a adentrarte en un ámbito metaliterario que exhibirás incluso con más fuerza en No voy a pedirle a nadie que me crea, y, de nuevo, la propuesta acá pasa por una mezcla inusual donde la literatura se entrelaza con un edificio casi en ruinas habitado por jubilados, que en lo personal disfruté mucho porque lo asocié con Firmin y con Cristal, de Sam Savage. ¿Qué te aportaba la perspectiva de estos ancianos a la hora de entrecruzar la historia de México con el pensamiento metaliterario? ¿La estructura tan abarcadora y a veces tan dispersa que tiene esta obra responde a la idea de novela mural que insinuás en el texto? La mayoría de las veces las novelas acaban tomando una forma imprevista porque hay que encontrar

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soluciones narrativas a ideas fijas, a proyectos obsesivos. Yo llevaba más de diez años queriendo escribir una novela sobre un pintor olvidado que había nacido en mi pueblo, Manuel González Serrano, a quien apodaban El Hechicero. Había fracasado una y otra vez en ese proyecto, por una sencilla razón: yo detesto la novela histórica y tardé mucho tiempo en encontrar la manera de hablar de este pintor sin recurrir a los códigos de ese género. Además, quería escribir una novela que transcurriera en la actualidad. La solución que encontré fue que el protagonista hubiera conocido al Hechicero, que había muerto en 1960; entonces por simple aritmética este personaje se convirtió en un anciano. Teo, el protagonista, tiene setenta y ocho años y eso me dio el pretexto perfecto para hacer un recorrido por esas ocho décadas de historia de México. Es una novela que narrativamente tiende a la dispersión, a la acumulación aparentemente inconexa de tramas; más que en un mural yo pensaba en distintas salas de una misma exposición, ligadas unas con otras a través de un hilo muy sutil que sólo se descubre al terminar la novela. Al final, la historia del Hechicero se volvió secundaria, aunque representa el sentido más profundo de la novela, que intenta preguntarse cómo operan los mecanismos de la memoria histórica, sea a nivel político o social, cómo se construye el canon artístico o literario. ¿Por qué olvidamos a un pintor, o a un escritor, mientras que a otros los volvemos estatua de parque, nombre de avenida y escuela? Es una pregunta muy importante en un país con tendencia a institucionalizarlo todo, la Revolución sin ir más lejos. Pensemos en Octavio Paz o Carlos Fuentes. Comentabas en otro lugar que esta trilogía pretendía ser además un homenaje al escritor Jorge Ibargüengoitia, quien decías que había caído en el olvido por una «tendencia a menospreciar la literatura humorística». Tu investigación de postgrado también reivindicaba la obra de un autor olvidado, en este caso el ecuatoriano Pablo Palacio. ¿Existe una hegemonía de un canon realista-costumbrista que limita las producciones literarias que buscan explorar otras formas de expresión? ¿Es más difícil para una autora o un autor publicar un libro que apueste por la experimentación narrativa, el juego ficcional o, como en tu caso, el humor y la sátira? ¿Encontraste mucha resistencia en este sentido? Hay una hegemonía de ese canon realista-costumbrista, es un hecho, aunque sucede más en España que en

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América Latina. Pero el canon se mueve y me parece que está claro que ese realismo cutre, como me gusta llamarlo, interesa cada vez menos. El canon no es algo estático y, por lo que veo, por las influencias declaradas por los autores mexicanos nacidos en los años setenta, por ejemplo, me parece muy claro que Jorge Ibargüengoitia, Sergio Pitol o Daniel Sada acabarán siendo el canon en detrimento de Carlos Fuentes, incluso de Rulfo (ya sé que es una herejía). Y además tenemos a Elena Garro; hay que acabar de enterrar a Octavio Paz para que podamos leerla sin prejuicios como lo que es: escribió los mejores cuentos del siglo XX mexicano. También hay que reivindicar a Nellie Campobello, a Julio Torri, a Efrén Hernández, a Josefina Vicens, a Francisco Tario. Escritores geniales opacados por la mediocridad de un medio cultural y literario que replicó, de muchas maneras, los vicios del sistema político mexicano: compadrazgos, corrupción, etc. Yo tuve la fortuna de que mi primera novela le entusiasmara a Jorge Herralde y de que quisiera publicarla cuando nadie me conocía. El entusiasmo de Herralde fue para mí como una legitimación para escribir lo que quisiera y cada vez he ido exagerando más mi propuesta, que ya era hiperbólica en origen. Lo mismo ha pasado con las traducciones: creo que felizmente hay algunos editores que ya se cansaron de publicar novelas «bien escritas», políticamente correctas, «productos literarios» que encajan en un supuesto gusto. La literatura siempre ha estado en otro lugar. En No voy a pedirle a nadie que me crea apostaste ya definitivamente por los mecanismos de la novela total, si bien comentabas que habías utilizado recursos de la novela corta para no alargarte hasta las mil páginas como ocurre con Los detectives salvajes, un libro de referencia que citás con frecuencia en la obra y con el que dialogás, pienso, tanto desde el humor como desde el homenaje y la admiración. Mi pregunta en este sentido es: ¿qué tiene Los detectives salvajes para haberse erigido en una referencia tan grande para vos y para la literatura latinoamericana contemporánea? ¿Por qué sin embargo en EE. UU. parece que relegan esta obra a un segundo plano frente a 2666? Yo veo dos cosas importantísimas en Los detectives salvajes. La primera es que es una novela transnacional. Y no sólo porque transcurra en distintos escenarios. Eso es lo de menos. Me interesa más a nivel de len-


guaje: ¿en qué está escrita esa novela? A ratos pretende estar escrita en castellano de México, pero falla. O en el de Cataluña, donde falla también. Es una novela muy «sucia» a nivel lingüístico y que no tiene miedo de ello. Eso supone una liberación para escritores como yo, que hemos visto «contaminado» nuestro castellano por vivir expatriados mucho tiempo. Está escrita en un castellano que no existía más que en la cabeza de Bolaño. En segundo lugar, es obvio que la fascinación que ejerce la obra de Bolaño en general tiene que ver con sus personajes y con el mundo que retrata: ese mundo lleno de poetas, aspirantes a escritores, críticos, editores, etc. Leer a Bolaño es una especie de iniciación para el aspirante a escritor, que ve confirmado en esa obra todo aquello en lo que quisiera convertirse. La obra de Bolaño es una versión posmoderna, y bastante extensa, de las Cartas al joven poeta de Rilke. En Estados Unidos ha tenido más repercusión 2666 porque se convirtió en un fenómeno de mercadotecnia: los americanos tienen una idea de la literatura atravesada por fenómenos que no tienen nada que ver con el arte, sino con el mundo del espectáculo.

La obra de Bolaño es una versión posmoderna, y bastante extensa, de las Cartas al joven poeta de Rilke. Me llamó mucho la atención —y me encantó— que apostaras de manera tan abierta por la autoficción en No voy a pedirle a nadie que me crea, sobre todo porque además exhibís los mecanismos teóricos de los que te valés para hacerlo. ¿Por qué quisiste autoficcionalizarte en una obra tan abarcadora y que dialoga tan fuertemente con el campo literario latinoamericano? ¿Por qué ese humor sobre uno mismo, sobre la «mexicanidad» y la «catalanidad», sobre las novelas de migración, sobre el intelectualismo y el hate speech en el ámbito académico contemporáneo? Justamente porque si iba a burlarme de todo eso, tenía que empezar por reírme de mí mismo. Hay un tipo de humor muy común que se basa en la idea de la superioridad del que ríe. Ese tipo de humor no me interesa, es un humor autocomplaciente que se evapora en una carcajada y que lo único que deja al que ríe

es la satisfacción de confirmar su visión del mundo, sus prejuicios. Hay otro tipo de humor que se ejerce desde la marginalidad, o incluso desde la inferioridad, un humor que intenta ser medio de resistencia y que suele terminar en una media sonrisa agridulce. Me encanta cuando Kurt Vonnegut, no recuerdo si en Payasadas, culmina algunas frases terribles, que nos revelan lo más oscuro de la condición humana, con la onomatopeya «hi-ho». El efecto es chistoso de una manera tétrica y nos sume en una melancolía profunda. Hay algo de demagogia, por supuesto, en todo este discurso de creer que el humor puede contribuir a un debate social, a crear conciencia crítica. Lo más honesto sería decir que escribo así porque así escriben los escritores que admiro, esa es la tradición literaria a la que me gustaría pertenecer. Definitivamente pienso que serás —ya lo sos— uno de los autores latinoamericanos de referencia para las próximas décadas. Después de una obra de tanta magnitud como No voy a pedirle a nadie que me crea, ¿por dónde pasan tus próximos proyectos? ¿Te ves explorando otros géneros narrativos como el relato breve o el ensayo? Acabo de terminar un libro totalmente distinto a lo que he hecho hasta ahora. El proyecto original era escribir un libro de testimonios de menores migrantes de Centroamérica que viven ahora en Estados Unidos. El año pasado estuve allá y entrevisté a diez menores de Honduras, Guatemala y El Salvador, quienes me contaron sus historias. Ya con los testimonios me di cuenta de que el libro no iba a funcionar así, que tenía que echar mano de estrategias de la ficción para contar esas historias. Al final se convirtió en un libro de cuentos. No se parece a nada de lo que he publicado porque yo no tuve libertad creativa respecto de la trama, ni de las voces narrativas, sólo de la estructura y las estrategias narrativas. Fue una experiencia interesantísima borrarme del texto justo en lo que a mí más me interesa (la voz, la trama). Es un libro de no ficción (todo lo que se cuenta ahí sucedió de verdad), aunque la forma es la de un libro de ficción. Lo publicará Anagrama en enero de 2018 y saldrá también simultáneamente en Estados Unidos en Farrar, Straus and Giroux. En este momento estoy trabajando en un libro infantil: tengo dos hijos de diez y ocho años, excelentes lectores, mucho mejores de lo que yo era a esa edad, y me hace mucha ilusión que me lean ahora.

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Entrevista a Rita Indiana Por Andrea Morena García y Darío Zalgade Fotografía: Daniel Cassady ©

Rita Indiana (Santo Domingo, 1977) es escritora, compositora y cantante. Es autora de las novelas La estrategia de Chochueca (Riann, 2000), Papi (Vértigo, 2005; Periférica, 2011), Nombres y animales (Periférica, 2013) y La mucama de Omicunlé (Periférica, 2015), así como de los libros de relatos Rumiantes (1998) y Ciencia succión (Amigo del hogar, 2001) y la antología Cuentos y poemas 1998-2003 (Cielonaranja, 2017). En 2011 lanzó el álbum El juidero con su grupo musical Rita Indiana y los Misterios. Está considerada por El País como una de las cien personas más influyentes de América Latina.

Recién publicás con Cielonaranja una antología de tus primeros cuentos y poemas donde queda patente la capacidad que tenías ya entonces para entremezclar discursos y sensaciones distintas. Es toda una exhibición visual donde combinás poesía y narrativa, dureza y ternura, humor y rabia, lenguaje oral y lenguaje literario. Retomando estos textos después de casi veinte años se diría que supiste conservar muy bien ese mestizaje. ¿Cómo percibís hoy a la Rita Indiana de aquellos años? ¿Qué cosas cambiaron para vos desde entonces? Miguel de Mena, el editor de la nueva edición de esos textos (un amigo muy querido) tuvo que obligarme a publicarlos. Son cosas muy juveniles que escribí sin mucha pretensión ni preparación, cosas que publicaba yo misma en fotocopias o en ediciones baratitas de cien ejemplares en Santo Domingo. No sé qué tanto hay en ellas de lo que vendría después, quizás la fascinación con la cultura popular y las artes plásticas. Tu novela Papi se convirtió en un texto de referencia al poco de publicarse y te encumbró como una de las principales autoras de América Latina por su ritmo, su lenguaje y la perspectiva inocente, pero rotunda, de su protagonista. ¿Cómo te surgió la idea de escribir esta novela? ¿Cómo hiciste para conseguir un registro tan ágil y tan vibrante en la narración de Papi?

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Estaba en Noruega con unos amigos artistas viendo Scarface y sentí una nostalgia muy profunda, como si Tony Montana fuese mi padre mismo. Mi padre era un mini-Montana y murió asesinado cuando yo tenía doce años. Era un personaje, como dicen los gringos, «bigger tan life», muy amado y carismático, negociante, extrovertido, era mi gran amor. Papi es un homenaje a ese amor, pero es también una deconstrucción del gran mito latinoamericano, el macharrán. La agilidad de la voz surgió de sesiones de escritura automática en las que canalizaba a esa pequeña posesa y su arrebatada pasión por su escurridizo padre y por la mercancía con que este me manifestaba su cariño. En Nombres y animales elegiste de nuevo el punto de vista de una niña para construir tu narración, que en esta ocasión se desarrolla por cauces mucho más familiares, más íntimos quizá, al menos en comparación con la trama y el contexto de Papi. ¿Cuánto hay de la mirada de la propia Rita Indiana en ambas protagonistas? ¿Cómo hiciste para abarcar dos mundos a priori tan diferentes en estas novelas? Ambos son textos que parten casi en su totalidad de mi historia personal, de dos épocas distintas. Papi de la infancia y Nombres y animales de mi adolescencia. En la primera la intención experimental, la oralidad y la musicalidad van al frente; Nombres y animales es mi primera novela realmente literaria, por eso parece una primera novela, un bildungsroman típico. Ambas escudriñan temas similares: el género, la raza, la clase, la sexualidad... En Papi de forma satírica, fantástica y barroca; en Nombres y animales en un retrato melodramático mucho más escueto.

La mucama de Omicunlé exhibe toda una serie de retratos sociales extraordinarios, desde la visibilización de la santería caribeña hasta la parodia del ambiente universitario de Santo Domingo, pasando por una presencia del narcotráfico que ya habías mostrado en Papi, todo en una sociedad dominicana


muy atravesada por la cultura estadounidense. Más allá de los aspectos obviamente ficcionales del texto, ¿buscaste retratar o incluso parodiar determinados aspectos de la sociedad dominicana contemporánea? ¿Qué intentabas conseguir con esta novela? Es una novela que escribí en tres meses, pero en la que trabajé mentalmente durante años. La meta era construir un personaje que fuese un aleph de la contemporaneidad caribeña. Un protagonista que fuese a la vez colonizador y colonizado, aborigen y turista, hombre y mujer, homosexual y transexual, bucanero y galerista, mesías y demonio, mercancía y traficante. Que todas estas facetas pudiesen ser observadas a un tiempo sin estar superpuestas, es decir, simultáneamente. El escenario en que se desarrolla la acción surge de una obsesión con un texto de Lovecraft, La sombra sobre Innsmouth, una obra maestra sobre el viaje de un joven a un pueblo pesquero de Nueva Inglaterra. Allí le esperan secretos cósmicos que hubiese preferido no conocer, todos ligados al mar, ese ente odiado por Lovecraft del que provienen muchos de sus monstruos. Un amanecer en una playa de Montecristi, en República Dominicana, tras una fiesta, vi a unos mulatos jugando con revólveres cargados, donde rompían las olas. Estaban muy borrachos, cubiertos de arena y agua y se apuntaban los unos a los otros como en un juego de niños. La arena en la cara les deformaba el rostro y los brazos. Arruinaban el día a un par de jóvenes turistas que intentaban tomar el sol llenos de miedo. En el cuento de Lovecraft, el pueblo de Innsmouth entra en concubinato con demonios a cambio de oro. Reconocí en aquellos pistoleros mojados algo de las criaturas de Innsmouth, generaciones enteras degradadas por el turismo sexual, la violencia y la falta de educación, monstruos creados por la necesidad económica. Una realidad pancaribeña poscolonial. En tus letras y en tu discurso artístico, cultural y social se siente un mensaje de muchísimo activismo en favor de la integración y la tolerancia entre pueblos, no sólo en el marco de las tensiones entre Haití y la República Dominicana, sino, quizá, en un ámbito extra-

polable a toda el área del Caribe y a toda América Latina, al mundo en general incluso. Canciones como «Da pa lo do» van camino de convertirse en auténticos iconos de este mensaje de igualdad que transmitís. ¿Puede ser que este tipo de causas sociales sean ya emblemáticas de la figura de Rita Indiana? ¿Qué tipo de acciones pensás que puede llevar a cabo la ciudadanía de América Latina para acompañar esta propuesta? Llaman activismo a una conciencia social en la obra, a la capacidad que tiene la obra de sensibilizar al lector sobre distintos temas. Mi intención cuando escribo ficción no siempre es tan altruista, muchas veces hay una obsesión estética o sencillamente una necesidad de desahogar y organizar ciertas vivencias difíciles. El activismo no es intencional: yo no escribo pancartas; escribo novelas, pero el testimonio que hay en toda obra de arte tiene el poder de sensibilizar al ser humano, acercarlo a la realidad universal de su condición. Muchos de tus seguidores pensaron que habías abandonado la música para dedicarte a la literatura en exclusiva, pero volviste a los escenarios hace pocos meses. ¿Qué te hizo regresar con «El castigador»? ¿Cabe interpretarlo como un preludio para un nuevo álbum? Hasta el momento sigo de escritora full time, sin privarme de hacer intervenciones musicales puntuales como la de «El castigador», viéndolas como piezas multimedia y no como eslabones continuos de una carrera en la música popular. El merengue es un estilo musical que ha recibido críticas por tener una tradición que con frecuencia ha sido sexista o discriminatoria. Cuando comenzaste a componer y cantar y decidiste incorporarle elementos musicales y escénicos procedentes de ámbitos diversos, ¿lo hiciste consciente de estar reinventando el merengue, resignificándolo en términos de mayor integración étnica, política, de género o de orientación sexual? ¿Cualquier estilo musical puede ser reconcebido creativamente para transmitir un mensaje de armonía y de mestizaje? El merengue nació con doble sentido. Hay verdaderas joyas poéticas que trabajan lo sexual, casi siempre desde la perspectiva masculina. A mí me gusta trabajar esto pero desde mi perspectiva. Lo político desde lo lúdico, desde el humor, es algo que la gente agradece. El humor es un

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Entrevista a Rita Indiana

antídoto contra la arrogancia y la ingenuidad, cosas que detesto en ciertas tradiciones de la canción de protesta. Mi álbum El juidero es una mezcolanza de referencias y de pequeñas rebeliones. Con «El castigador» hice otro tipo de ejercicio, algo más limpio: es una canción de trabajo afroamericana, un worksong con blues; el único elemento que viene de otro lado es la tambora dominicana de merengue, que va en cámara lenta como rindiendo homenaje a esa otra herencia africana del norte. La letra es mucho más explícita en términos políticos y mágico-religiosos, no hay chiste, ni doble sentido; hay mucha rabia. ¿Qué estilos musicales te influenciaron más a lo largo de tu trayectoria? ¿Cambiaron mucho tus gustos entre lo que escuchabas de niña y lo que escuchás ahora, o siempre mantuviste intereses similares? Siempre he escuchado de todo. Sólo tuve una época ortodoxa, de los trece a los quince, cuando sólo escuchaba metal, desde Black Sabbath hasta Mayhem, me vestía de negro y me gustaba asustar a la gente con comentarios y actitudes. Mi mamá estaba muy preocupada con la decoración de mi habitación. Estuve muy bombardeada por el bolero y la música clásica de pequeña; mi tía abuela Ivonne Haza es soprano y daba clases de canto todas las tardes en la casa donde yo vivía. Por allí desfilaban todas las figuras de la música popular dominicana a coger clases. En la secundaria empecé a escuchar música brasileña, folklore dominicano y punk. Obviamente, como a cualquier latinoamericano, la balada en español de los setenta y ochenta (Raphael, Rocío Jurado, Emmanuel, Amanda Miguel, etc.) me brindó la educación emocional que nunca quise. ¿Cómo es tu proceso de elaboración de una canción en comparación con el de un cuento, un poema o una novela? El trabajo literario es como un matrimonio de décadas, que se trabaja todos los días de sol a sol, que demanda espacio y atención y del que extraigo placeres más profundos y permanentes. La canción es un polvo de una noche, una pasión furtiva. Tu recorrido biográfico siempre se desarrolló a caballo entre EE. UU. y la República Dominicana y Puerto Rico, de manera similar a los de otras autoras y autores de tu generación, como Valeria Luiselli, Brenda Lozano, Liliana Colanzi o Rodrigo Hasbún, en su mayoría radicados alrededor de Nueva York. ¿Nos en-

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contramos en un momento en que la literatura latinoamericana está replanteándose desde una nueva forma de diálogo con los EE. UU.? ¿Cómo es tu relación con esos otros autores y autoras latinoamericanas que andan permeando el espacio cultural estadounidense? El planteamiento no es nuevo, aunque sí el hecho de que mucha de esta nueva literatura diaspórica se esté escribiendo en español y que no sea escrita en inglés por hijos de puertorriqueños, dominicanos o mexicanos. Tengo muchos amigos escritores que viven en Estados Unidos, pero la verdad es que muchos de ellos siguen escribiendo sobre sus países de origen. ¿Durante los últimos años se ha avanzado en la integración y el reconocimiento LGBTQ en el área del Caribe o más bien hay una situación de estancamiento? ¿Qué se puede hacer desde el ámbito cultural para deconstruir los clichés discriminatorios en torno a las diferentes formas de orientación sexual? Hay tantas posiciones en el Caribe como islas. En Puerto Rico, donde vivo, el matrimonio igualitario es legal, sin embargo en República Dominicana, mi país, están a años luz de algo semejante. Los clichés discriminatorios se pueden desarmar en la producción cultural, pero la acción de la sociedad civil y la transformación de la perspectiva de las instituciones es mucho más importante. Las leyes no cambian por una canción, cambian porque la gente se organiza, escribe cartas, demanda, protesta, vota, etc. Con la publicación de Cuentos y poemas y tu vuelta a los escenarios tan próximas en el tiempo, ¿tenemos más cerca un nuevo libro o un nuevo disco tuyo? ¿Por dónde pasan tus siguientes proyectos? Acabo de terminar una novela nueva en la que vemos a uno de los personajes de La mucama de Omicunlé tres años después. A fin de año estaré musicalizando la adaptación al cine de mi novela Papi, que escribió y dirigirá Noelia Quintero Herencia, mi esposa.

Andrea Morena García (Los Pijiguaos, Venezuela, 1991) es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Monteávila (Caracas, Venezuela). Ha producido documentales y reportajes para Vice News y 4 Channel. Es música y boxeadora amateur.


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Geografía fraternal Mauro Barea

«Hay matemáticos y filósofos que dudan si todo el Universo y toda existencia fueron creados sólo de acuerdo con la geometría euclídea. Incluso se atreven a soñar en dos rectas paralelas que, de acuerdo con Euclides, nunca se pueden cortar en la Tierra, quizás puedan hacerlo en el infinito». Según Arturo, esto lo decía papá. Mi padre no era poeta, era arquitecto. «Los niños crecerán y tendrán tiempo de pecar». Esta frase también la repetía nuestro padre cuando me veía retozar alegremente contigo en la playa, cuando mi cuerpo parecía una tabla bajo el traje de baño rosa, uno de falditas muy monas que terminé perdiendo en un viaje a Cancún. Nunca entendí, hasta ahora, el significado de aquellos crípticos mensajes. Mi madre, profesora de literatura y crítica incisiva de los poetas callejeros, le respondía con ojos de fastidio a mi padre que «dejara de mamar con Dostoyevski». Hasta ahora sigo pensando que este señor Dostoyevski tuvo que ver con que papá se fuera para siempre, y con lo que pasó el último día. Las palabras de mis padres flotan alternadamente en un limbo espeso. No siento mi cuerpo, ni espacio dimensional al cual aferrarme. Creo que he muerto. ¡No es posible! Mi último día sí que puedo recordarlo, y en orden cronológico; una tarde soleada con cirros hiriendo el horizonte azul de una tarde acabando las clases. Lo recuerdo por tu cabello, crespo y desordenado como siempre; dejaba pasar trazas de sol constante, como el que nos mantenía entornando los ojos esos días en la playa. Mis pulseras moradas, verdes y rojas, todas deslavadas, se agitaban en mi muñeca mientras te hacía señas. La estúpida de Viviana se te pegaba como una lamprea, casi colgada de tu mochila. Nunca he entendido bien tus poderes de mago, pero los usas a tu antojo; ayer era Pati, la semana pasada, Andrea. Se nos hacía tarde para regresar a la casa y tú seguías jugueteando con las ninfas putas de tu clase. No puedo estar muerta, de verdad que no. —Arturo, ya se va el camión. —Regrésate sola —dijiste, sin voltearte a verme y enseñándome el dedo medio. —¡No vamos a llegar a la comida, animal! No te estoy esperando por pinche gusto. Como para contrariarme, besaste en la boca a Viviana, que reía sin parar. Y la lamprea con labios y patas se dejaba hacer, retorciéndose como babosa en un baño de sal. Su falda ondeaba y la blusa se desabotonaba sola bajo la prestidigitación de tus manos. Empezabas a agarrar sus nalgas cuando se apartó y entre risas manoteó con esas uñas de cotorra, pintadas con barniz barato, despidiéndose de ti. Apreté los puños y bufé. El regreso en el camión fue silencioso. Siempre era como si te cambiaran un software en la cabeza: te apartabas de las porristas y del equipo femenil de natación, y eras la maldita seriedad andando, sobre todo conmigo. ¿Por qué me ponías así, y por qué me enojaba? Tenía tres años menos que tú y no era fea. Era menuda tirando a flaca, mi cabello castaño y ondulado siempre caía justo a los lados sin hacerse un alboroto de león; no me carcajeaba como esas urracas, no me pintaba las uñas con marcador permanente. No

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tenía gustos musicales estúpidos, era alguien normal. Y tú, por Dios, no espantabas, eras mono desde niño, pero tampoco era para exagerar. Quizá eso me perturbaba. Percibí tu olor característico mientras apoyabas tu brazo en la ventanilla del autobús; ese perfil de pensador tan propio de ti se recortó ante la luz solar, maquillada de contaminación de la ciudad. No sé en qué diablos pensaba cuando tu cachetada me devolvió a la realidad. Ya estábamos en nuestra parada y te reías como un mandril, parándote y haciéndome a un lado en el asiento. Mi reacción fue darte un puñetazo en el brazo, uno tan fuerte que hasta a mí me dolió. —¡No mames! —dijiste mientras me empujabas. El camión no iba a tardar en arrancar y alejarnos de nuestro destino. Bajamos a trompicones. Más que el bofetón, estaba aturdida por tu cambio abrupto. ¿Qué pasó ese día con tu seriedad? No lo sé. Quizá las rectas destinadas a unirse ya estaban encontrando su infinito. Tus palabras salieron burlonas y dañinas: —¡Me lo dormiste, pendeja, me lo dormiste! —¡Te lo mereces! A mí no me cachetees, cabrón. Sin que lo pudiera evitar —eras muy hábil, increíblemente hábil con las manos— agarraste mi mochila asida a mis hombros y la jalaste hacia el piso con toda tu fuerza. Fue cómico en realidad. Caí en un terrible sentón que me cimbró todas las cervicales. Mi cara debió permanecer como una pintura de muda sorpresa. La falda se me corrió hacia las ingles y mostró parte de mi ropa interior. El poni Pinkie Pie asomó sonriente entre los pliegues de la falda, y algunos peatones desviaron la mirada hacia mi entrepierna, buscando colarse y cabalgar con el pequeño poni feliz. —¡Usas calzoncitos de niña! ¡Ja-ja-ja…! No sé cuantos segundos pasaron para que me pudiera reponer. Pero no quería reponerme. Y empecé a llorar. Como años atrás, cuando una vez en esa misma playa mi copo de nieve de fresa resbaló del cono y se estrelló en la arena, tiñéndola de rojo. Los minutos pasaban, y mis lagrimones y muecas de dolor debieron alertarte, porque pasó lo que nunca. Dejaste de reírte de mis pantaletas y tu cara se ensombreció. Lloré con más fuerza. Debía sonar gracioso, porque ya no soy una niña, dejé esa etapa hace tiempo, pero sentí la necesidad de ser una cría otra vez. Lo primero que hiciste fue tratar de tapar a Pinkie Pie, pero te di un manotazo tan fuerte que casi caes de espaldas. Algunos de los mirones más osados me encañonaron con sus móviles, enfocando al poni. El silencio en la calzada sólo era cortado por el paso de los innumerables autos y microbuses. Mi llanto opacaba sus claxonazos. —¡Déjame en paz, pendejo! —Oye, oye, perdón, per… —Eres un mierda. ¡Me jodiste la espalda! —No, espera, por favor, te ayudo… Tardé en decidirme a separar mi culo del asfalto. Realmente no me había dañado, pero sí que había sentido tronar mi espalda. Me hice la jorobada, negando con la cabeza, y eso te preocupó más. —No mames, ¿neta estás bien? No fue mi… —Me dejaste mal. No sé si pueda llegar a la casa caminando. No sé si me dejaste coja para siempre o algo así. —Te cargo, ven —dijiste. Atenuabas cada sílaba de tal forma que se convertía en el suave copo de fresa perdido; tu cara estaba realmente fuera de control, lejos de aquel chaval segurísimo de sí mismo citándose con las porristas, una tras de otra, alardeando y usando una suerte de técnicas barriobajeras, mezcladas con la sutileza de un Mauricio Garcés de pacotilla. Hice como que me caía, toda desguanzada. Me tomaste con tus brazos, firmes, seguros. Me dijiste con palabras que se derretían como la nieve en la playa, que me montara en ti. Te agachaste, mostrándome tu espalda, fuerte y que ¡Caballito, caballito, Arturo hazme caballito, anda anda anda! ¡Arre, arre!

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reconocía apenas. Haciéndome la renga, me afiancé torpemente de tu cuello, pero no te moviste. Soportaste mi peso —que no era mucho realmente, estaba en una época donde me daba igual comer— y con delicadeza tomaste mis pantorrillas haciendo una suerte de mago, con esas manos que se movían más rápido que el pudor de las ninfas del bosque escolar. Eras un potro, mi potro, y al fin lo tenía domado y montaba sobre él, como cuando tenía cinco, seis, siete… ¿ocho? Sonreí, pero nadie pudo verme, porque mi pelo se había convertido en huracanes castaños que se arremolinaban sobre tus hombros. Empezaste a caminar, seguro, como un equino, el animal que nos convierte en sangre bullente de las fieras. Seguro que mi madre me diría lo mismo, que dejara de mamar con Dostoyevski, pero, ¿era esa frase suya? Aún quedaban tres esquinas para llegar a nuestra casa, un edificio de departamentos. Vivíamos en el quinto nivel, y con un sobresalto pensé: iba a hacerte subir cargándome y con las dos mochilas. Pero al final fui firme, no me iba a bajar. El potro caminaba y jadeaba. Sentía completamente bajo mis pechos el andar desenfrenado de sus pulmones y la maquinaria de los pistones del corazón. Arre, arre, arre. Hiciste una pausa en el cubo de las escaleras. Una cascada de sudor bajaba por tus sienes, pero no proferías palabra. Yo tampoco quería hablar. Descubrí —o mejor dicho, redescubrí— que me encantaba sentir el resoplido animal, el movimiento bajo mi vientre y los músculos trabajando entre mis piernas. Fue mejor al subir. Los pistones subían y bajaban en ritmos que me recordaban la música de jazz que ponía papá cuando vivía, antes de morirse al salir por este mismo cubo, bajar estas mismas escaleras para irse con sus sueños y sus vicios y sus otras mujeres. Por estas mismas escaleras, antes de morirse para todos. Llegamos al 501. Increíblemente, no temblabas. Con mano segura, esa misma mano fantástica, sacaste las llaves. Con los dedos hiciste una vez más tu magia y la insertaste en la cerradura. Repetiste dos veces más el procedimiento para abrir la puerta. En seguida descubrí que no había nadie en casa. Aún no entiendo cómo es que tuviste la paciencia restante de cerrar, meter el cerrojo de nuevo y dejar las llaves en la mesa de la sala, con perfecto orden y conmigo arriba. Me depositaste en el sofá con delicadeza y te amé por eso. Tu espalda estaba húmeda, y la temperatura que empezaba a bajar llegó como un golpe a mi vientre. Se disipó el calor que había generado con mi cuerpo. Seguíamos sin hablar. Me quitaste los zapatos y terminaste de acomodar mi cabeza sobre los almohadones. Tu cara era la del niño de ocho años que perdí; la del niño que decidió, como papá, irse por su lado y olvidarse de que su hermana menor seguía tirando sus barquillos sobre la arena. Me enterneciste más, pero los mechones que caían sobre mi rostro no te dejaban ver mis ojos de borreguito. —¿Estás bien? —preguntaste, sin mirarme a los ojos. Parecías más preocupado que antes. —Quizá —susurré. Entonces me incorporé y, sin avisar, te lamí la mejilla como una leona. Fue divertido, abriste mucho los ojos. Tu rostro era de alguien que ve a su artista favorito y no sabe cómo actuar, el de un friki virgen. Me divertía. Te jalé del brazo y caíste sobre mí. Te besé repetidas veces sobre el cuello y al fin localicé tu boca fruncida, aterida. Tus manos de mago carnal esta vez temblaron como una batería, e intentaste zafarte de mi abrazo. —¿Qué, qué haces? —Hazme lo que le haces a esas chicas. Tócame y hazme lo que les haces. —¿Pero qué te pasa? ¿Estás…? ¡Eres mi…! Por toda respuesta, me quité de un tirón la blusa de la escuela. El sostén de flores asomó, cubriendo unos pechos tan maduros como los de cualquiera de tus mujeres retozonas. Fue aquí cuando me empecé a sentir rara. El hormigueo inicial que había sentido con el golpe ahora subía por mi columna vertebral, como una carga de profundidad dirigiéndose a mi cerebro. Le resté importancia, debía ser por esto que íbamos a hacer. Estaba segura y no había forma de que te escaparas. Mi mano izquierda te apresaba el hombro mientras me mirabas, incrédulo, y

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la otra ya sujetaba tu pierna. Estabas verdaderamente asustado, mi venadito lampareado. Al besarte, esa sensación de hormigueo me invadió en oleadas más fuertes. La sangre debía bombear directo a donde se necesitaba, y mi cuerpo sabía que la necesitaba toda ahí y ahora. Para Arturo y para mí, dos rectas paralelas que tenían que cruzarse en el plano. Cuando me quité la falda de cuadros y apareció el poni, saliste de tu letargo y una mueca burlona se enganchó a tu rostro. Al fin me miraste a los ojos con la seriedad que se ve en los hombres experimentados que salen en las películas. Ese era el hermano que necesitaba ahora. —Pero júrame que no le dices nada a mamá. Júramelo. —Lo juro. Quítame las pantaletas, Arturo. No veas a Pinkie Pie, no te rías. No te rías, carajo. No te reíste. Poco a poco retomaste la confianza, y la mano penetró la chistera, la hizo suya, manipuló al conejito y liberó a las palomas. Lo hiciste, lo hacías, lo estabas haciendo. La magia que deseaba apareció, y el dolor separó mis entrañas. En un momento sentí que querías separarte de mí, pero acaricié tu espalda y te apreté las caderas con mis piernas, todavía más fuerte. Aguanta, mi potro, aguanta. El hormigueo dentro de mí reverberaba con más intensidad que mis jadeos. Mamá no llegará diciendo que dejemos de mamar con Dostoyevski, mamá no podrá abrir la puerta, y si la abre, que la abra. Arturo es mi sangre, y mi sangre mana ahora por mis piernas, como el copo de fresa resbalando en las arenas de una playa lejana. Fue entonces cuando escuché: «Los niños crecerán y tendrán tiempo de pecar». Las cargas de profundidad llegan a su destino, porque el hormigueo se convierte en un estallido que me sumerge en un poderoso sueño, una red sedosa que me atrapa y envuelve como un útero enorme. Cuando me doy cuenta, si es que cabe decirlo, el cosquilleo se va apagando y regresa a mi columna vertebral. Algo pasa en mis cervicales y los discos dejan de girar en sus tornamesas; el hormigueo se lleva todo a la cabeza y termina en mi cerebro. Mi corazón da un último pataleo, la respiración se vuelve ajena y mis ojos empiezan a ver manchas rojas en la arena. Y es cuando tú, el rostro de niño que ahoga un grito, la puerta que se abre y las palabras que intentan llegar, todo se arremolina y se aleja cada vez más de mí para nunca volver.

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Mauro Barea (Cancún, 1981) estudió la Maestría en Creación y Apreciación Literaria en el IEU Puebla. Finalista en el I Premio Hispania de Novela Histórica de Madrid y consultor del documental Entre dos mundos. Ha publicado la novela El colapso del tiempo (Niram Art, 2012). En 2014 fue finalista de cuento corto en el XIV Concurso de Tanatocuentos de la Revista Adiós Cultural de Madrid, finalista y antologado en el Certamen Relats d'amor del Ajuntament de Constantí (Tarragona) y finalista en el V Concurso de Microrrelatos del Ateneo de Mairena, Sevilla (2017). Actualmente colabora en las revistas Relatos sin contrato (España), Bitácora de vuelos (México) y escribe la columna «Mexicano en Gades» para el periódico El Castillo de San Fernando (Cádiz).


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Leandro Hidalgo Leandro Hidalgo (Mendoza, Argentina, 1981) es escritor, sociólogo, docente y músico. Es también integrante del equipo editor argentino ¡Basta! Contra la violencia de género, colección extendida en toda Latinoamérica. Colabora con artículos en medios gráficos. Sus textos son recogidos en diversas publicaciones de habla hispana y algunos de ellos han sido traducidos a otros idiomas. Publicó Instantáneas - 100 fotos (2005), Capacho (2010), Grado (2014), Irresponsables (2015) y Zona paréntesis (2016). En 2015 recibió el Premio Uno Escenario Artista Revelación.

Exilio El escritor es un atleta del fracaso Eduardo Lalo

Me perdí en el campo, entre las montañas, y anocheció. Se me oscureció tanto la libreta que ya no pude escribir ¿Cuánto hace que nadie me espera? *** Me quedo tieso bajo una luna negra, que sólo da sombras. Me perdí así. Ni estrellas hay. Ni silencio. Ni miedo tengo. Ni eso me queda. Se me extravió todo. Lo dejé no sé dónde. Se me cayó. Lo perdí. Se me rompió. ¿Cómo pudo la noche haber sido tan distinta? me pregunto, ¿cómo pude verla, alguna vez, tan diferente? Yo tuve. Y no sólo cosas materiales. No sabía que las otras también podían perderse. Se me traspapelaron, se fueron agujereando con las discusiones, con las manías, las fui así como perforando con lo cotidiano. Primero se desvanece lo superfluo, después lo esencial. El derrumbamiento es una pirámide invertida, hasta que desaparece el punto donde se apoyaba todo. ¿Cuánto hace que nadie me espera? No sé. Este es el campo misterioso. Estoy solo y no hay libertades. Qué en vano fue creer en la lejanía. Sin embargo reconozco algo en el filo de aquel monte: asoma un delfín. Será la combinación de negros, azabache sobre azabache, o el deseo que ve cosas donde no hay nada. Me levanto y camino, y tropiezo, y me equivoco. Pero me entusiasmo. Hay algo en mí que me recuerda al mí que yo era antes, si me vieras ahora correr y rasparme las piernas ¡Mi delfín! mi pequeño delfín, ¡esa boca que parece una risa! Corro/trastabillo/me río/se me cae la baba como a un enfermo, mi delfín, mi pequeño delfín. Te veo tan cerca que parece que llego ¡Mi delfín!, grito, y ahora sí mi voz es lo único entre las montañas. Tu boca digo, y parezco borracho, y mis zapatos estallan contra las piedras. Mi amor, digo, y me derrumbo a respirar o a llorar. Pasa que ese delfín que se ha formado al final se parece tanto a mis hijos.

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Los pescadores de perlas

Leandro Hidalgo. Microrrelatos inéditos

La custodia de la belleza Lo bello no es el resplandor o la atracción fugaz, sino una persistencia, una fosforescencia de las cosas. Byung-Chul Han Monjas desnudas se vuelven pulcras en este río. Niños Guerreros

Se incendian de lava las fábricas. Los canillitas venden diarios viejos. ¿Quién salvará la belleza? Se abre un resplandor, escuchá. Suenan imágenes de chapa, mirá. Es ahora la eternidad. No hay adelante ni atrás. Comenzaron a congregarse los robots, se desprendieron como bestias de sus amos humanos. Se escuchan esos pasos atronadores pasar por la puerta de casa. Si te asomás a la ventana y corrés la cortina, vas a ver centenares de esos cuerpos latosos, sin espíritu, sin cuerpo sexual, sólo la mecánica de la información desfilar por tu barrio. Imprimen sus imágenes en latas de acero y las clavan en los postes. De las montañas bajan más robots, y es un horror, aunque es bella la simetría. Nadie llora. Es que no es inteligencia artificial. Esto es distinto. Los robots saben que no se trata de fantasear. Se trata de hacer un juramento. ¿Quién salvará la belleza? El hombre ya no es posibilidad. Lo era antes. Cuando la desgracia era inspiración. Ahora los robots firman una carta de hojalata. Es una advertencia. O un sacramento nuevo. Algunos padres tapan los ojos de sus hijos para que no vean eso. Hay cosas que no fueron bautizadas, y esta noche se nota. El caballo mensajero es blanco, lo sueltan y aplauden con sus manos atravesadas de tornillos, esos robots. ¿Quién salvará la belleza? Los canillitas en la mañana seguirán vendiendo diarios viejos, y nosotros comprándolos, o leyéndolos en internet.

Decepción Cuando se enamoró de mí, su cerebro liberó unas sustancias químicas llenas de euforia, que fantasearon sobre mí, y sobre mis roles sociales, pero esas cosas se sabe, duran muy poco. Me fui desinflando ante ella, como un muñeco en el patio, a la intemperie del tiempo, y sin embargo seguí escribiendo libros, malos, pero libros. Es ahora que pienso en ella, y en su cuerpo tomando té en alguna parte, y es ahora que pienso también en la brecha, entre mi existencia, esa ordinaria pero auténtica, y sus mariposas primeras, esas que al tiempo nomás de saberme huían de mí tanto como les fuera posible.

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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l

Poema inédito de

Lola Nieto drástica carrera acuática de la sinuosa sabíamos subir hasta la corola de brumas de ahí los nenúr crecieron estrepitosamente en forma de clave musical y desarrollar las escafandras lumínicas los dientes triple boca vertía cada molar un vaso instrumental fundiendo melodías en fractales de descomposición sonal /grugrugrugrrrgruuugrurgrugrgrgrrrgrrrrrrrrrrrgggggrrggrggrgrrgrugrugruggrr / los olores de un cactus tocadiscos al que saltaron varios de ellos huyendo de la realidad básica lanzamos entonces el hilo y prendió en la cúspide superior entre los restos de humedales la pirueta arriesgada pasamos de nivel el mundo abajo yacía precioso las tres bocas se filtraron por la lengua exlogo no hay que hacer nada hasta que lleguemos al área de conductos troncales pero el pie ascendía por la exageración de peldaños la operación o finalizaba en vísperas del inicio seguido y exuberante de una cadencia de habla de longitud de onda en la retícula de tubos la ciudad está creciendo a ritmo irracional /corta corta emisión subgénero centelleo spuspuspsuchupchupchupchupcchuhshshsh/ veo millones de túneles flotantes cosidos esqueletos como ballenas una cremallera de esqueletos en red /kukukukukukukukukukuuuukkuukkuuuuggggrr : silbido como emulando el viento mucho el viento mucho soplido labios juntos como si besara/ cuando perecí siete agujas inoculadas en el rostro retransmitieron la memoria física de años luz en colisión: a a a aaaa aaaa distancia no entendí cuerpos microscópicos lanzados habían desaparecido a escribir recibimos así el código en bolsas de plástico que contenían órganos de terciopelo fluorescente embalsamado viví cientos de instantes a la espera de la respuesta y aquella niña del receptáculo gimió la coleta larga se escurría por detrás de la capucha /multinivel de clase dos

aún cuelgan bolsas con órganos fluorescentes

/ salva la piel y su contorno podríamos estar viviendo en los recovecos sucios de una gran tripa lanzada al cosmos seríamos las heces de un intestino cuando llegue el instante de la expulsión qué sentiré? come azúcar con purpurina en un brebaje que me tiende

el mapamundi está pegado al cielo la tierra será será las larvas de abeja en la guarida es un desván de vigas y cableado con farolillos colgantes la vida está a punto de estallarnos de nuevo

en la cara prieta y tensa yo/nosotros heredar la base lingüística con una conexión intrasensorial cerebro-cerebro la sangre en la boca quién eres? respuesta

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tocarnos en la esfera

Lola Nieto. Poema inédito

toctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoc toctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoc toctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoctoc

el líquido del que desciende la baba excretoria expulsa cinco piernas y dos brazos las cabezas son tres tres

tres tres

tres mandíbulas vociferando trestrestrestrestrestrestrestres acentos de realidad básica superpuesta la voz hiper-cambiante hiper-inestable hiper-inútil hiper-mágica hiper-ventrílocua hiper-sonante hiper-cinco cuatro tres trestrestrestres dos siete cinco cuatro tres tres dos uno doscientas once tres en total: tres (1) el búfer alterará el tiempo subjetivo y en un segundo tuyo viviremos diez años de amor sincronizado no sé si sabías que adoro la romántica sin neuronas ni virales (2) el búfer toca la distancia mancha voraz ausencia de gravedad en algunas zonas cambiamos de tamaño de brazos a alas te sujeto no caerás del dedo supuran cinco nervios retráctiles para la conexión con las fosas sépticas de la estrella o del cosmos de la octava caverna trece se volvió a ella misma una bifurcación confusa la materia empieza a distorsionarse saltamos en el tiempo blupbluplupblupblupblupblupblup………..…trestrestres/blup/tres/blup/tres/blu la otra realidad no ofrece más ni respuestas cada caverna de tiempo es un buche o una copa intestinal quién diría el vientre se yergue y se deforma una esfera de cristal redonda y pulida con una grieta que se abre desde dentro las palabras me salen solas soy una inteligencia artificial de tipo lúdico no entiendo si estás llorando quizá ahora?

Lola Nieto (Barcelona, 1985) es doctora en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona. Trabaja como profesora de Lengua y Literatura en un instituto de secundaria. Coordina, con Antonio F. Rodríguez y Laia López Manrique, la revista Kokoro (www.revistakokoro.com) y la colección autónoma Kokoro Libros de la editorial Kriller71, en la que codirige además, con Aníbal Cristobo, la colección Púlsar. Ha publicado los libros de poemas Alambres (Kriller71, 2014) y Tuscumbia (Harpo libros, 2016).

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Ein s t e in o n t h e B e a ch

El humor y la anti ciencia ficción. La subversión del género Por Pedro Pujante Viajar al espacio es como contarle un chiste sin gracia a Dios. Woody Allen

El estudio de los géneros es connatural al mismo estatuto de la crítica literaria. Su distinción ya fue atendida por Aristóteles en su Poética. Sin embargo, la hibridación, como un sistema de significados complejo que reivindique una nueva estética, parece ser una de las señas de identidad que emanaron de la literatura posmoderna. Aquí nos interrogamos por la convivencia de dos géneros, a priori tan dispares, como son la ciencia ficción y la comedia. Analizando algunos antecedentes de las obras de anticipación canónicas, opino que no es que la ciencia ficción pueda ser humorística. Es que, aunque parezca una aserción arriesgada, el origen de la ciencia ficción está en el relato de humor. El binomio formado por los términos ciencia y ficción no siempre ha permanecido en un perfecto equilibrio. En sus orígenes, cuando la ciencia, tal como la conocemos hoy día, carecía del rigor suficiente para ser percibida como un sistema de conocimientos de valor empírico, el escritor no tenía más remedio que forzar al lector a un pacto de lectura ficcional. Y esta ficción, para adaptarse a un registro literario idóneo de su época, y también para ser un disimulado vehículo de crítica sobre temas sociales, debía recurrir al subterfugio de lo paródico, de lo cómico y lo grotesco. El primer escritor de ciencia ficción posiblemente fue Luciano de Samósata, autor sirio del siglo II d.C., con su novela breve Relatos verídicos. En este relato, con suma ironía y humor absurdo, nos cuenta un viaje a la

Luna y algunas maravillas que allí se encuentra el narrador-personaje. Algunos de los descubrimientos descritos, en parte por casualidad, en parte por intuición y profusión de fantasía, coinciden con objetos que en el futuro existirían. Ojos que se quitan y se ponen —¿lentillas?— o un pozo especular a través del cual es posible atisbar otros lugares distantes, otras personas que están lejos —¿la televisión, internet?—. El crítico francés Vincent Colonna ha querido ver en este pozo el antecedente del Aleph borgeano. Desde los albores hasta nuestros días, el paradójico matrimonio entre ciencia ficción y humor siempre ha sostenido una continuidad, tanto en literatura como más adelante en el cine. Del siglo XX son memorables algunos autores como Terry Pratchett, con su ciclo de novelas sobre el Mundo Disco, o la célebre La Guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams; pasando por escritores como Fredric Brown o films paradigmáticos con títulos como Cazafantasmas, la paródica serie El gran héroe americano o esa sátira llamada Mars Attacks!, de Tim Burton. También cineastas alejados de la ciencia ficción han aportado su grano de celuloide al subgénero: Woody Allen filmó El dormilón, una de sus primeras cintas, en la que el humor socarrón, la clonación y una sociedad orwelliana pero idiota configuran un delirio total. Aunque pueda resultar chocante, escritores contemporáneos como César Aira también han fusionado

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Ein s t e in o n t h e B e a ch

Pedro Pujante. El humor y la anti ciencia ficción.

en algunas de sus obras la ciencia ficción con el delirio. En El juego de los mundos imagina una sociedad futura en la que la literatura ha sido sustituida por un juego virtual. La novela El congreso de literatura rescata la figura del genio loco que mediante la clonación trata de duplicar al escritor Carlos Fuentes con resultados apocalípticos. Ambas novelas, escritas en clave autoficcional fantástica, están barnizadas por el humor, el absurdo y la autoparodia. Viajes hacia el absurdo El motivo del viaje, desde Homero —recordemos la Odisea—, se repite a lo largo y ancho de la literatura. En la ciencia ficción, agotados todos los rincones del globo, el viaje deviene aventura intergaláctica. Hay un autor pionero que aunó la ciencia ficción y el humor más sardónico: Cyrano de Bergerac, un escritor del siglo XVII con un fantástico libro titulado Historia cómica de los Estados e imperios de la luna, en el que de nuevo, con humor sarcástico y gran alarde de imaginación, recrea un extraño viaje a la luna. Si bien sus intenciones consistían más en indagar en su presente y exponer su filosofía racionalista que en explorar los límites de la ciencia, no cabe duda de que los avances que describe en su relato —un audiolibro incluido— resultan cuando menos reseñables al lector contemporáneo. Los viajes en el tiempo son otro de los topos clásicos de la ciencia ficción. Las paradojas y, por lo tanto, las situaciones hilarantes que estas travesías de época en época pueden provocar son innumerables y un registro pormenorizado resultaría imposible. Por ejemplo, quedar atascado en un día, como le ocurre a Billy Murray en Atrapado en el tiempo. Otra película en la que los viajes en el tiempo y el humor se entrelazan para conformar un juego de paradojas divertido es Regreso al futuro. Todos recordaremos a Michael J. Fox —el joven McFly— desvaneciéndose de las fotografías por culpa de sus propias injerencias en el tejido espaciotemporal, o a su joven madre enamorándose de él, lo que concluiría en una catástrofe edípica sin solución. La mítica serie de televisión Doctor Who también recurre a los viajes en el tiempo para enhebrar su argumento repleto de aventuras.

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Poderes mágicos, héroes de risa El asunto de hombres y mujeres con poderes viene de antiguo. Herederos de los héroes clásicos griegos y romanos, los superhéroes contemporáneos son personas más o menos normales con algún don o capacidad que los hace especiales, superiores. A partir de los años treinta comenzaron a hacerse famosos los superhéroes a través del mundo del cómic. Casi al mismo tiempo aparecerán los superhéroes humorísticos. Súper Ratón, en EE. UU. Y más adelante, en España, Superlópez, una suerte de Superman con características de Alfredo Landa. Aunque las revistas pulp se centraban en un tipo de ciencia ficción seria, existía alguna excepción, como la serie de relatos de Pete Manx, escritos por Henry Kuttner y Arthur K. Barnes. En los ochenta llegó a España la serie antes mencionada El gran héroe americano, en la que un hombre corriente —antisuperhéroe por excelencia— se encuentra por casualidad con un traje de superhéroe que unos alienígenas han dejado. Pero en el primer episodio de la serie Ralph Hinkley pierde las instrucciones del traje. El resto de los capítulos son una suerte de «manual sobre el mal superhéroe». Hay también una serie británica titulada Misfits en la que se tematiza el universo de los superhéroes rebajado a drama juvenil. En ella unos adolescentes adquieren unos repentinos poderes que no controlan. Hormonas, irracionalidad juvenil y poderes sobrenaturales conjugan un cóctel explosivo. Los poderes que poseen esta nueva raza de humanos, además de servirles para sobrevivir a los problemas que irán surgiendo en el relato fantástico, también son una oportunidad para que el autor explore situaciones límite, argumentos diferentes y, sobre todo, cuestiones morales que ponen en tela de juicio los excesos y la responsabilidad del poder y los límites de la naturaleza humana. Por supuesto, en las comedias de ciencia ficción —ahora mismo también recuerdo Hancock, de Will Smith, o Los Increíbles, esa familia de dibujos animados que trata de adaptarse a un mundo «normal»— estos asuntos éticos quedan aparcados y se trata de sacar partido de sus anomalías para crear escenas hilarantes.


Científicos locos en sus locos gabinetes En ocasiones, estos poderes son adquiridos por medios naturales o genéticos. Otras, a través de un experimento fallido. Los laboratorios y los científicos locos son un caudal inagotable para las comedias de ciencia ficción. Mi preferida es la película El jovencito Frankenstein, de 1974, una parodia desternillante de la obra de Mary Shelley. En La familia Monster, la serie norteamericana de los años sesenta, el abuelo también disponía de su laboratorio, en el que no con poca frecuencia solía ocurrir algún desastre. El profesor Bacterio, el profesor Hubert Farnsworth de la serie de animación Futurama, Doc, de la ya mencionada Regreso al futuro… La lista es interminable y su interés siempre tiene su centro de gravedad en un laboratorio con peligro de explosión. El doble que se ríe de sí mismo La ciencia ficción es la nueva alquimia literaria. La búsqueda de la esencia que anida en el ser humano ha pasado del relato filosófico al fairy tale sobre robots y viajes en el tiempo. Y es que la línea que nos define como humanos, con los nuevos avances en genética, mecánica cuántica y robótica, suele estar cada vez menos clara. En la literatura de ciencia ficción se han explorado lo humano y la alteridad a través de la figura del clon o del androide. El «otro» como espejo de nuestra humanidad más recóndita, no obstante, es un asunto viejo que ha trasmutado desde el doppelgänger a duplicado genético o cíborg. En el humor, sobre todo en las comedias de enredo, el asunto de la confusión de personajes, debido muchas veces a su parecido, ha sido un lugar común. Desde Plauto, pasando por Shakespeare, las confusiones provocadas por gemelos han funcionado humorísticamente bastante bien. La figura del doble, que se erigirá como uno de los grandes temas del Romanticismo —con cuentos de Poe, Hoffman o Dostoyevski—, ha sido desarrollada en historias de terror y angustia psicológica, y pasará a acoplarse fácilmente a las tramas de ciencia ficción mediante un nuevo personaje: el androide, el ser no-humano. O también, el clon. Famosas son películas y relatos como Yo, robot o Blade Runner. Historias en las que la naturaleza de los seres artificiales propone

un reto y cuestiona la identidad frente a la otredad: delimitar la frontera entre lo humano y lo no-humano. La cuestión es difícil de responder: ¿qué significa ser humano? Para no alejarnos del tema que nos ocupa, mencionaré al menos una película humorística en la que el clon metaforiza el deseo de ser otro. Mis dobles, mi mujer y yo, donde Michael Keaton se clona para poder atender sus tareas domésticas. Robots o seres artificiales en relatos humorísticos tampoco faltan. En La guerra de las galaxias, recordemos que el contrapunto humorístico lo provocaban los dos robots: R2-D2 y C-3PO. Cortocircuito es otra gran película familiar en la que un robot es el entrañable protagonista. El humor, como decía al comienzo, está en el origen de la ciencia ficción y ha mantenido con ella estrechos lazos a lo largo de su devenir. La comedia cienciaficcional funciona como artefacto lúdico, que se vale de la risa para neutralizar nuestras fobias y miedos, pero también como herramienta de urdimbre cultural para reflexionar sobre la vida, la identidad humana, los límites de nuestra realidad. La literatura de ciencia ficción contiene en su ADN todas las instrucciones para la construcción de pequeños escenarios que reproducen el mundo real y, mediante su simulacro, lo proyectan en un supermodelo que nos ayuda a entenderlo mejor. Un mundo distinto que resulta (o resultará) ser el nuestro. Un viaje a lo otro, a lo desconocido. ¿Quién ha dicho que el descubrimiento de lo extraño no pueda entrañar un pasaje por los límites de la diversión y la parodia, que la vida no es un ridículo teatro cósmico de lo cómico?

Pedro Pujante (Murcia, 1976) es máster en Literatura Comparada Europea. Ha escrito novela, cuentos y colabora en diversos medios literarios. Es autor de El absurdo fin de la rea-

lidad (Premio 451 de Novela de Ciencia Ficción) y Los huéspedes (Irreverentes, 2016).

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Berta Isla

Javier Marías Alfaguara: Barcelona, 2017 552 págs.

Otra vez Marías Por José Antonio Vila Lo primero que podría venirle a la mente a un lector fiel de Javier Marías al abrir Berta Isla sería, tal vez, el recuerdo de Los enamoramientos. Ya desde el título se apunta al protagonismo de un personaje femenino sobre el que parece va a estar focalizada la historia. Si bien aquella novela de 2011 obtuvo una generosa acogida entre los lectores, a algunos nos dejó, sin embargo, y pese a su interés y al altísimo nivel de calidad en todo lo que Marías publica, un sabor agridulce, como si en esa historia se estuviera apuntando a algo que no había acabado de cuajar completamente. Nada de eso sucede al terminar la lectura de Berta Isla. La perspectiva de estos años transcurridos permite ver ahora en Los enamoramientos el comienzo de una vertiente más acentuadamente narrativa en la escritura de Marías —un paso, en parte, natural tras la grandiosa y lograda ambición de Tu rostro mañana que comprimía la acción «figurativa» y potenciaba al máximo la narración edificada sobre el pensamiento y la digresión—, y que el autor acertó a desarrollar con plenitud, originalidad y brío en la espléndida Así empieza lo malo de 2014, un hilo del que aquí vuelve a tirar para construir una excelente novela con la que de nuevo alcanza un perfecto equilibrio de empuje narrativo y tendencia reflexiva, esa maravillosa tensión armónica que en buena medida explica la excepcionalidad de su obra. Berta Isla se construye sobre la base de una intriga de espionaje que tiene como ejes a los dos personajes centrales de la novela, la protagonista femenina que da título al libro y Tomás (o Tom) Nevinson, su marido, y la atípica historia de amor que mantienen a lo largo de tres décadas, una historia marcada por los silencios, el secreto, la desconfianza y el alejamiento forzoso. En cierto sentido, Berta Isla puede verse como la novela más conradiana de Marías; como en muchos de los relatos de Conrad, la intriga política, o de espías, o la trama de aventuras queda fuera del «encuadre», o bien como trasfondo nebuloso, para que, en su lugar, pase a primer plano la conciencia de los personajes, sus pasiones, motivos, también sus bajezas. Pero el relato se sazona con

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más de una escena o episodio emocionante que ayudan a mantener vivo el suspense (no desvelo detalles para no destripar la novela), porque Javier Marías no es sólo un estilista soberbio —afirmación no por reiterada menos cierta—, sino un narrador de primer orden que sabe cómo crear una atmósfera de anticipación, de intriga, para el lector cuando la trama lo requiere. Estructuralmente presenta la novedad de la alternancia en los puntos de vista, esto es, los capítulos focalizados en Berta se narran en primera persona, mientras que aquellos que lo están en Tomás se narran en tercera, un procedimiento, la muda de narradores, interno y externo, que Marías no empleaba desde El siglo en 1983. Berta Isla es una mujer inteligente y sagaz, hermanada acaso con esos hombres que parecían «no querer nada» y que fueron los narradores de Todas las almas y Corazón tan blanco, que observan y conjeturan, como ella hace mientras espera a ese hombre al que tendrá que amar en la distancia; es, en suma, un personaje-narrador más redondo, en mi opinión, que su predecesora María Dolz (la narradora de Los enamoramientos), admirable en conjunto pero no exenta de contradicciones, cobardías y egoísmos. Esto último vale igual para Tom, un hombre de acción malgré lui que se nos muestra desde fuera pero a cuya interioridad Marías, con mano segura y dominio de la técnica narrativa, se acerca sin penetrar, no obstante, del todo en ella, con una aproximación que recuerda un tanto a los juegos de perspectivas de Henry James. Berta Isla puede entenderse así como una novela «sentimental», en su acepción más noble, sin melodrama, la novela de un escritor preocupado por indagar en las sutilezas de las emociones de sus personajes. Y si en Los enamoramientos el amor era fundamentalmente deseo, aquí es, sobre todo, fidelidad, esa extraña y rarísima lealtad que se mantiene entre dos personas durante toda una vida. En fin, una nueva novela de primerísimo nivel. Otra vez Marías.


Los recuerdos del porvenir

Elena Garro Ed. Joaquín Mortiz: Ciudad de México, 2017 287 págs.

Pionera del realismo mágico Por Anna Rossell De culto. Extraordinaria la primera novela de la guionista, periodista, dramaturga, cuentista y novelista mexicana Elena Garro (Puebla, 1916 - Cuernavaca Morelos, 1998), quien, con Juan Rulfo, debiera encabezar la lista de autores hispanoamericanos de la historia de la literatura del siglo XX. La interesada marginación a que se ha sometido a Garro se debe a causas no literarias: su truculento matrimonio con el intocable Octavio Paz, su público apoyo a determinadas causas políticas y su posicionamiento contra intelectuales de izquierdas, a los que culpó, en parte, de la masacre estudiantil de Tlatelolco en México, en 1968. Definitivamente, debemos poner a Garro en el encumbrado lugar que merece. Escrita entre 1951 y 1953, pero publicada en 1963, Los recuerdos del porvenir es la innegable pionera del realismo mágico (Cien años de soledad se publicó en 1967). Claramente anunciada en su título, la calidad de la narración en esta entonces novedosa corriente literaria cala en el lector con la fuerza de un nuevo lenguaje, por su densidad en figuras retóricas y su fuerza metafórica de evocación, de cuño poético. No cuenta tanto lo que cuenta sino cómo lo cuenta. De ahí su genialidad. El manejo del tiempo cronológico en infinitas connotaciones significativas, su protagonista. Garro subvierte el discurso oficial de que el pueblo protagonizó la Revolución mexicana de 1910 recurriendo a la voz omnisciente del pueblo que —en primera persona del singular, si narra el pueblo físico, o en primera del plural, si lo hacen este y sus habitantes— relata los hechos: un episodio de la Guerra Cristera (19261929), que enfrentó al Gobierno con milicias de laicos (peones y aparceros rurales) y religiosos católicos, sublevados contra la Ley Calles, que pretendía limitar el culto católico en México. Su dominio del lenguaje y su penetrante mirada a los resquicios del alma nos descubren a una maestra en

evocar estados de ánimo a través de paisajes, en pintar paisajes o situaciones a través de estados de ánimo. Su insólita capacidad de síntesis logra situarnos en la Revolución mexicana previa a la Guerra Cristera en media página y da cuenta de traiciones y posicionamientos de los personajes en diálogos exiguos. Ubicada en Ixtepec, pequeña población cristera de Oaxaca, la trama describe la tensa atmósfera del lugar, perdido y detenido en el tiempo por la ocupación militar del pueblo, que convive con la muerte a manos de un destacamento del ejército gubernamental, comandado por el general Francisco Rosas. Centrado en los militares y las queridas de estos, las cuscas, más o menos cautivas en el Hotel Jardín, la familia Moncada y su entorno (otros burgueses, un par de beatas, el cura y el sacristán), el relato nos traslada a un tiempo histórico estancado pero evocador en gran medida de muchas aldeas del México actual. Garro vertebra las dos partes del relato en torno a la pasión del desquiciado amor de Rosas por su querida Julia, joven etérea y ausente que no le corresponde, anclada en un enigmático pasado que intuimos asociado al de Francisco Hurtado, un forastero recién llegado. Su común destino, perdido en una neblina misteriosa, cierra la primera parte para abrir la segunda, en la que asistimos a la amargura enajenada del general, que se desquita, más si cabe, en la población. Mención especial merece el personaje de Juan Cariño, autodenominado el presidente del Hotel Jardín, un loco visionario, un contrapunto de luz a la locura de los cuerdos, en su cuerda locura. Los recuerdos del porvenir, llevada al cine por Arturo Ripstein (1968), fue editada en nuestro país por Siruela (1994), Planeta DeAgostini (2005) y 451 Editores (2011). De Garro se ha publicado también en España La culpa es de los tlaxcaltecas (Grupo Enciclo, 2011). No pueden perdérsela.

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El deshielo

Lize Spit (Traducción de Catalina Ginard y Marta Arguilé) Seix Barral: Barcelona, 2017 528 págs.

Un aprendizaje peligroso Por Ricardo Martínez Llorca Es posible que el lector considere que las últimas ciento cincuenta páginas de esta novela contienen un tipo de violencia demasiado explícita, rompiendo la genialidad con la que insinúa a lo largo de las anteriores. Pero lo que es seguro es que todavía arrastramos la bola de preso del contrato social que es la conciencia, con un falso pudor que ya está bien de respetar. Agota Kristof, de quien bebe Lize Spit, ya lo demostró en El gran cuaderno, que ahora actualiza Lize Spit (Bélgica, 1988). Spit planifica la obra sobre la memoria en tres estratos: el inmediato, en el que visita el gran negocio que abre uno de sus amigos de la infancia; el de la infancia, propuesto en escenas en que cada capítulo tiene una entidad como relato; y el año 2002, el de la adolescencia rural de tres personajes en el que la tontería termina por ser pornografía salvaje. La narradora elabora sus recuerdos con el vaivén nada cronológico con que funciona la memoria involuntaria, deja intuir la necesidad de verbalizar su pasado por algún motivo de peso. De la motivación no

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sabremos nada hasta el final, pero de su peso sí nos daremos cuenta, a medida que avanzamos en la lectura, que es una carga de profundidad que no cesa de caer hacia el fondo de un océano de horror. Ligar la muerte, el horror y la familia, mostrándonos una ventana hacia el cariño, es un ejercicio de equilibrio que resuelve Spit con un oficio y un talento pocas veces mostrado. De su familia sabemos que el padre parece aborrecer a los demás, la madre es alcohólica, su hermano mayor está condicionado por haber sido el superviviente de un parto de mellizos y la hermana pequeña padece diversas enfermedades del alma y es el clavo sobre el que golpean los martillos de los padres. Esta figura, la de la hermana pequeña, es la que salva a la protagonista: si conoce alguna forma de amor, es la compasión que siente hacia ella. El hecho de que los episodios centrales tengan lugar en los momentos en que se descubre el sexo nos hace pensar en una novela de iniciación. Y sí, no hay episodio en el que no se aprenda algo y de episodio a episodio la apuesta sube de gradación. El escenario rural podría sanar, dado que en una sociedad del recién inaugurado siglo XXI algo de bucólico debería compensar esas apariciones que de vez en cuando nos sorprenden, como la autopista o el WhatsApp. Pero viven en una cárcel, semejante a un tiempo entre guerras. Ese entorno rural y esos dos amigos a los que se les ocurre enredar a las chicas a un juego que va pasando de lo pueril a la matanza del atractivo sexual, esos padres borrachos que han matado la infancia de sus tres hijos, su hermana pequeña y, finalmente, su hermano construyen una moral que la narradora nos deja vislumbrar. El peligro sucede porque la forma de aprender no tiene nada que ver con el contrato social que llamamos conciencia. Su arrepentimiento es único y la condiciona de una manera que no podemos comprender si no leemos toda la obra, incluidas las páginas que no son aptas para estómagos que presuman de delicados. Sorprende, se nos anuncia, que una escritora tan joven haya creado esta obra. Durante la lectura, poco importa ese tipo de datos. Durante la lectura lo que valoramos es la tensión que nos mantiene unidos al texto. O la imaginación, que esperemos que Spit no haya desgastado escribiendo esta obra y pueda seguir creciendo, madurando. No diremos fermentando, porque en muy pocas ocasiones habremos leído un libro en el que la imaginación se haya puesto a fermentar tanto y con tanto ahínco como en esta novela extraordinaria en el sentido más literal del adjetivo: muy alejada de lo ordinario.


Cuidados paliativos

José Antonio Llera Pepitas de Calabaza: Logroño, 2017 172 págs.

Extraor(di)n(ario) Por Eduardo Moga Los diarios, cuando son buenos, están mucho más cerca de la vida, son más vida, que cualquier obra de ficción, por brillante que esta sea. La literatura importa en la medida en que nos permite intensificar la conciencia, experimentar con mayor hondura el dolor y la maravilla de vivir: sentir más, ser más. Con Cuidados paliativos, ganador del XXIII Premio Café Bretón & Bodegas Olarra, el poeta y ensayista José Antonio Llera (Badajoz, 1971) consigue despabilar la conciencia mortecina con una sucesión de apuntes sin ubicación ni fecha, de extensión variable (desde el equivalente diarístico del monóstico, una frase: «Más Heráclito y menos Prozac», hasta apuntes de varias páginas), sostenidos por un fuerte espinazo crítico, un no menos vigoroso espíritu lírico y una prosa afilada, elegante y expresiva. La falta de datación, el mero sucederse de las entradas —sólo agrupadas en una sección liminar y seis partes sin título, que quizá correspondan a seis años—, las sitúa en un espacio ambiguo, felizmente indeterminado, en el que pueden leerse como crónica e incluso como relato, pero también, a veces, como poema en prosa. Los temas en los que Llera pone el foco —aquello de lo que quiere hablar, porque el diario no obliga a contarlo todo, ni siquiera a ser sincero— son múltiples. Una parte importante está dedicada a la rememoración autobiográfica, con escenas de una infancia recordada, para su nostalgia o (regocijada) deploración. Otra se ocupa de la reflexión sobre la literatura y sobre el mundo de la literatura, que es una cosa muy distinta, con juicios siempre personales e iluminadores: «¿La poesía de Paul Celan? Un butrón en lo más difícil de la piedra, en el lóbulo que no se ve, y acupuntor». Otra, en fin, ausculta la realidad inmediata, la cotidianidad, si se quiere, de alguien que trabaja, y tiene familia, y ve la televisión, y va al cine, y le gusta el baloncesto: la panoplia de observaciones es aquí amplísima y sorpresiva. Reducen —o represan— la heterogeneidad de este caudal de anotaciones dos rasgos estilísticos. El primero es el impulso poético —el último libro de versos de José Antonio Llera es Transporte de animales

vivos, de 2013—, que impregna muchas entradas de una polisemia y una potencia insólitas. Pero no se trata sólo de que lo poético cincele la dicción; es que todo Cuidados paliativos aparece punteado de analogías perturbadoras, de radicalidad lingüística, de afán transgresor: «Todo lo que no puede ser, lo imposible, lo que se desnuda y se cierra, eso que nos da la mano, niña en el bosque que nos conduce al cadáver de Rilke, moscas sobre sus bigotes rubios, moscas que juegan a un arte adivinatorio desconocido. Y no pudo ser la parra de las uvas verdes, porque lo imposible se ha parado en medio de las peluquerías y los bingos, en mitad del látex y de la fortuna. Si lo posible llevara máscara o tachuelas, me vestiría de soldado eterno». Por otra parte, Llera gusta de la ironía y, en ocasiones, se da a la sátira —su interés por la comicidad se ha plasmado en sendos estudios sobre el humor en La Codorniz y en la obra de Julio Camba—. El humor recorre Cuidados paliativos, aun sus entradas más melancólicas, que son muchas, pero nunca se desborda: cierta retranca anglófila, cierto pudor sutil, impiden el exceso. Escribe, por ejemplo: «Hace unas semanas, en la cafetería de la UCM, me topé con el que fue mi profesor de Filosofía en la Universidad de Extremadura, Isidoro Reguera […]. Tenía un color saludable, como de codillo alemán. Es de agradecer que no haya terminado como Javier Sádaba». Las palabras de Llera siempre parecen las más adecuadas para decir lo que dice, y ese es un indicio inequívoco de calidad. Hay un esfuerzo —pero un esfuerzo ingrávido, natural— por proscribir toda cartilaginosidad, por que la imprecisión y la flaqueza no minen un pensamiento coagulado en palabra. Uno lee este diario y ve lo dicho. La exactitud repuja la idea hasta casi lo insoportable. Pero es una insoportabilidad hipnótica. La verdad de una existencia única, sangrante, asombrada, se nos viene encima como un alud de alfileres. Y, clavándosenos, nos vivifica.

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Palabras contra el olvido

José Luis Ferris Fundación José Manuel Lara: Sevilla, 2017. 467 págs.

Vergüenza del olvido Por Félix Población Tal como hace constar el autor con sobrados motivos en la introducción, resulta en verdad amargo y descorazonador, casi tres décadas después del fallecimiento de María Teresa León (1903-1988), que, como le ocurrió a su regreso del exilio en Roma, su figura literaria siga siendo desconocida, con una muy precaria y contada publicación de sus libros. El desconocimiento de los ciudadanos ahora, tras cuarenta años de democracia, es similar al que se tenía de ella en 1977, después de cuarenta años de dictadura, en contraste con el reconocimiento del que disfrutó su marido, Rafael Alberti, y tal como ocurrió con otras mujeres de su tiempo. Sería deseable y justo, a raíz de la publicación de esta excelente y documentada biografía de José Luis Ferris (Alicante, 1960) sobre Teresa León, que obtuvo el Premio Antonio Domínguez Ortiz 2017, que al menos algunas de las magníficas obras de las que es autora esta extraordinaria escritora fueran nuevamente editadas. Personalmente apuntaría entre ellas Memoria de la melancolía, pues para la autora la lucha por no perder la memoria fue el fundamento y el objetivo esencial de su literatura. Dado que, además de la excelencia de sus libros, Teresa León tuvo una vida sumamente activa e interesante —antes de la Guerra de España, durante el conflicto y a lo largo de sus casi cuatro décadas de existencia fuera de su país—, el biógrafo ha tenido materia documental suficiente para elaborar un trabajo de indudable interés, sobre todo para todos cuantos hayan leído a la protagonista. Autora de novelas, relatos, ensayos, obras teatrales, centenares de artículos periodísticos, guiones de radio, cine y televisión, León encarnó desde muy joven el ideal de la «nueva mujer» preconizado por la segunda República y, aunque se definió a sí misma como «la cola de la cometa», no puede ni debe quedar reduci-

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da a un papel secundario como consecuencia de su matrimonio con el gran poeta gaditano. Dos cometas con luces paralelas, dice Aitana Alberti, pero en una época en que la mujer iba por detrás del hombre. A juicio de Ferris, María Teresa era muy consciente de su capacidad y de sus cualidades creativas, pero tanto tiempo al lado de un hombre también con luz propia y poco dado a la colaboración doméstica hizo que ella tomara las riendas de la casa, sobre todo durante el exilio y el nacimiento de su hija Aitana. En León es digno de resaltar la riqueza de su lenguaje cálido, preciso e intenso, su capacidad de evocación y lirismo, sobre todo en obras tan notables como Memoria de la melancolía o Juego limpio. En esta escritora, lo autobiográfico es una constante, tanto en sus relatos como en sus novelas y obras dramáticas. Subraya el biógrafo que el sentido último de la veintena de libros escritos por Teresa León se encuentra en la epopeya colectiva. Se trata —según sus palabras— de un yo nutrido de experiencias comunes, de episodios compartidos con las víctimas de una misma realidad —la crudelísima guerra civil y el exilio—, que en su escritura se transforman en una acción ética. María Teresa hubo de compaginar la literatura y el compromiso político con la administración familiar y la maternidad, con el exilio como última circunstancia, para que sobre su obra pese hoy un olvido tan injusto como mezquino. Es especial y conmovedoramente triste el último periodo de su existencia, perdida la memoria y alojada en una residencia de ancianos de la sierra madrileña. «Ella, que siempre había creído que recordar era más importante que vivir, tuvo que vivir la última parte de su vida sin recuerdos», escribió el poeta José Infante. Falleció el trece de diciembre de 1988, víspera de la huelga general contra el Gobierno del PSOE. Esto impidió que se celebrara el entierro en la capital de España. La ceremonia tuvo lugar en el pequeño cementerio de Majadahonda, con la asistencia de sólo quince personas. Sus restos descansan sobre un almohadón de la cuna de Aitana y bajo un verso del poema que le dedicó su segundo marido: «Esta mañana, amor, tenemos veinte años».


Exogamia

Ángel Cerviño Ediciones Liliputienses: Cáceres, 2017 124 págs.

Palarvas Por Raúl Quinto En el prólogo de este libro, Benito del Pliego nos advierte de que «en el poema nunca hay más allá del poema» (pág. 7), y aunque Ángel Cerviño (Lezoce, Lugo, 1956) dibuja mapas para refutar esa sentencia, desde el propio título de Exogamia (que nos llama a las nupcias del poema con lo exterior al poema) también acaba insistiendo en que la palabra, y sólo ella, es el centro, el punto de fuga y de retorno. Porque resulta que más allá de la realidad, o de eso tan oscuro que llamamos verdad, todos los discursos son equivalentes y todos se contradicen en el caldo de ese blablablá sagrado que es el pensamiento y la escritura poética, tan consciente de su precariedad y de su labilidad. Exogamia se articula en torno a sesenta y nueve textos, o más bien con-textos (por la estructura discursiva que ahora describiremos), cuyos encabezamientos son citas de pensadores y artistas acerca de la relación del lenguaje y el arte con la realidad, a los que se suman a veces notas al pie de página que dotan de profundidad hipertextual a los poemas, que acaban resultando objetos-collage en, al menos, tres dimensiones, tal y como señala acertadamente Maurizio Medo en el postfacio, relacionándolo con los assemablages d´empreintes de Jean Dubuffet. El libro se concibe pues como una aventura performativa, a medio camino entre el arte conceptual y la poesía tradicional: que es justo el lugar donde se ha situado la figura de Ángel Cerviño desde sus primeras incursiones en el formato libro. Por su parte, el cuerpo en sí de los poemas (por resaltar un núcleo en una apuesta que, como venimos diciendo, se genera a partir de centros múltiples), que a veces son cuentos o simples borradores, se halla plagado de neologismos, hipérbatos y otros juegos sintácticos que extrañan el discurso sumergiéndonos en fecundas elipsis que contrastan con la información diáfana de las citas-título. La estrategia comunicativa aquí, por llamarla de alguna manera, sería la de la resonancia, por contraste o eco, donde el sentido no es sino la reverberación de los significados y sus

significantes. Una emancipación del discurso: «déjalo salir / déjalo que muerda» (pág. 27), que al cabo será una emancipación del poder. Me explico: la palabra (poética) se nos presenta siempre como un quicio líquido, algo siempre precario y a medio terminar, una «palarva» (pág. 105) donde caben todas las posibilidades y donde no debiera haber imposiciones verticales, y es que, como escribieron en la Internacional Situacionista, «la poesía es el momento revolucionario del lenguaje» (pág. 33), una «lengua sin párpado» (pág. 91) abierta a todo, añade el autor, porque «hablar por hablar no conoce cercados» (pág. 71). O sí. Ángel Cerviño nos ofrece en Exogamia un viaje para (des)pensar muchas cosas sobre lo que de verdad pueda haber en cualquier creación humana, en lo que la poesía pueda balbucear al respecto. Justo eso. Se nos invita a reclamar nuestra «ración de incertidumbre» (pág. 30) frente al peso de las verdades impuestas y unidireccionales. Y como la base del proyecto es también la contradicción, el libro contiene un prólogo, una explicación final del autor y un postfacio, amén de varias notas que se empeñan en darnos, innecesariamente tal vez, las claves del libro. Lo cual acaba reduciendo la ración de incertidumbre que nos corresponde, aunque se acaben abriendo otros modos de transitar el espacio poético. Como sea, es un libro rebosante de inteligencia, que obliga a pensar y que nos deja tantas pistas como huellas borradas.

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Recomendaciones de Quimera Hojas

Andreu Navarra Sloper, 2017

Ganadora del XIV Premio Café 1916, Hojas narra, en primera persona y con forma de diario, los recuerdos deslavazados y anárquicos de un hosco y desengañado filósofo, antiguo delator socialista en Hungría, que viaja a Ámsterdam en busca de soledad (y prostitución). Andreu Navarra consigue, con un lenguaje fresco y directo, repleto de sarcasmo e ironía, introducirnos en la compleja mente del personaje, de sus contradicciones, de su asombro ante un mundo en el que ha perdido la fe; de su admiración por la férrea determinación de Spinoza y su conciencia de poseer sin embargo el carácter acomodaticio de Leibniz, escribiendo libros sin interés simplemente por dinero. Una novela que nos interpela directamente.

Cómo escribir un microrrelato Ana María Shua Alba Editorial, 2017

El género del microrrelato lleva unos años en auge. No dejan de surgir nuevos autores y ensayos sobre cómo escribir estos textos diminutos. Al primero, aparecido en Editorial Base en 2016, Lo bueno, si breve, etc. de Ginés S. Cutillas, le han seguido este año Las herramientas del microrrelato de Manu Espada y ahora este pequeño manual publicado en Alba Editorial, que no se basa tanto en dar reglas específicas para escribirlos como en proporcionar pequeños artículos en torno al tema. Desde cómo utilizar los conocimientos del lector hasta su relación con la literatura fantástica, el cruce de géneros, propuestas de lectura, los errores más comunes y cómo evitarlos… Al final de cada capítulo se proponen algunos ejercicios. Ana María Shua deja su impronta teórica en el género.

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La coronación de las plantas Diego S. Lombardi Jekyll & Jill, 2017

Inclasificable y maravilloso libro dentro de las sorpresas que nos viene dando la editorial zaragozana en los últimos años. Jekyll & Jill está siendo una de las grandes animadoras del panorama independiente y La coronación de las plantas es un nuevo paso en este sentido. En este libro encontramos todo tipo de sorpresas: de estilo, de estructura, de variedad de conceptos; también en las ilustraciones del chileno Claudio Roma. La coronación de las plantas recoge vetas del surrealismo y de las vanguardias dentro de un libro absolutamente contemporáneo. Un relato proceloso, denso y maravillosamente escrito, hijo de Cortázar, Danielewski y de Lautréamont.

Revista Crátera

número 0 (primavera 2017)

En Quimera siempre nos complace dar la bienvenida a nuevas revistas literarias. En esta ocasión, saludamos a la recién nacida Crátera, editada desde Catarroja, Valencia. Entre sus particularidades, Crátera se caracteriza por tratarse de una revista especializada en el género poético, que se aborda desde diferentes ángulos y perspectivas: desde la reseña o la traducción hasta el ensayo, la entrevista o el poema inédito, incluidas algunas páginas de poesía visual. Desde su primer número, el 0, Crátera cuenta con colaboradores excepcionales, auténticos pesos pesados de la literatura española contemporánea. Sin lugar a dudas, un buen inicio y una carta de presentación inmejorable. Desde Quimera les deseamos una vida muy larga.



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Intermezzos. En torno a evolución y evolucionismo

La Historia del Cuanto. (Una historia en 40 momentos)

En esta obra se revisan diversos temas de Biología evolutiva que han sido especialmente objeto de debate en los últimos dos o tres decenios. No se trata de un libro para especialistas, pues el nivel es comprensible para cualquiera que tenga unos conocimientos básicos de evolución biológica, abordándose en él cuestiones como el concepto de especie, la selección natural, las visiones gradualista o discontinua del proceso evolutivo, las extinciones o el cladismo y la biogeografía, además de aspectos del evolucionismo relacionados con las ciencias humanas, como el histórico y el ideológico. Entre estos ensayos, uno está dedicado a narrar la fascinante historia del descubrimiento de un pez, el celacanto, ejemplo de “fósil viviente”.

“Un relato sumamente original y ameno de la más importante de las teorías científicas.” JIM AL-KHALILI “El relato que hace Jim Baggott de la historia de la emergencia de la teoría más enigmática y exitosa del siglo XX es una lectura deliciosa. Clara, accesible, informativa y rigurosa, proyecta un rayo de luz sobre una era importante y revolucionaria de la ciencia moderna y sobre las personalidades que la han protagonizado.” PETER ATKINS “La inspirada y atractiva forma en que Jim Baggott presenta la historia de la física cuántica en 40 momentos clave es tanto una introducción para el no iniciado como un buen repaso para quienes creen conocerla. Incluso detalles bien conocidos parecen nuevos con estas yuxtaposiciones.” JOHN GRIBBIN

BIBLIOTECA BURIDÁN


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