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ColaborAN en este número:
Marina Aguilar Salinas, David Aliaga, Luis Bagué Quílez, Agustín Calvo Galán, Eva Díaz Riobello, Manuel España Arjona, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, José Ángel Leyva, Sandro Luna, Rafael Malpartida, Pilar Martín Gila, Eduardo Milán, Andreu Navarra, Miguel Noguera, Pablo Pérez Rubio, Raúl Quinto, Armando Romero, José de María Romero Barea, Angélica Santa Olaya, César Tezeta, Alba Tor, José Antonio Vila Ilustraciones de portada y Dossier:
César Tezeta ©
Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:
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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:
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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA –Febrero 2018
Nos supo a poco. Es obvio que no basta con un número para dar una perspectiva, por pequeña que sea, de un universo tan rico y tan amplio como el que nos ofrece la interacción entre la literatura y el cine. Por eso hemos querido dedicarle un segundo número con artículos que ofrecen enfoques muy diferentes: desde piezas de aproximación histórica (al cine italiano, por ejemplo) hasta un ranking de los literatos españoles más trasladados a la pantalla, desde visiones particulares sobre la adaptación de obras literarias al cine (el Lazarillo de Tormes, La plaza del Diamante, Vicio propio, de Pynchon) hasta un análisis sobre la influencia del cine en la poesía (sí, ¡en la poesía!), pasando por una reflexión que trata de dilucidar cómo opera la imaginación frente al cine y frente a la literatura. Un extenso dossier que se complementa con el del número anterior para explorar esta relación tan fructífera y tan compleja entre dos disciplinas artísticas muy diferentes que se atraen y se retroalimentan sin cesar. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN
El salón de los espejos
La voz humana
Entrevista a Armando Romero – 4
Entrevista a Miguel Noguera – 44
El cielo raso
Einstein on the Beach
Literatura y cine II
Andreu Navarra. Vacaciones negras – 47
Fernando Clemot.
José Antonio Vila.
Cine italiano y literatura (I): De los orígenes al
«Veras prenósticas» (A vueltas con la posverdad) – 49
Neorrealismo (1896-1950) – 11 Eva Díaz Riobello.
Ginés S. Cutillas.
adaptados a la gran pantalla? – 15
Madrid, calle de Luciente:
Manuel España Arjona.
de crímenes castizos y ciudades subterráneas – 54
Tres lazarillos fílmicos y otros casos – 18 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
El holandés errante
¿Quiénes son los autores españoles con más libros
David Aliaga. Vicios propios – 22
El ambigú
Pablo Pérez Rubio.
Alberto García-Teresa:
La plaza del Diamante, un sueño de clase – 24
Lo grotesco de Santiago Eximeno – 58
Luis Bagué Quílez. La poesía del cine de prosa – 27
Rebeca García Nieto:
Rafael Malpartida.
La manada de Daniel Dimeco – 59
Imaginar o no imaginar: ¿esa es la cuestión? – 31
Agustín Calvo Galán:
La vida breve
Sandro Luna: Autorretrato a lo lejos de Lorenzo Plana – 61
Marina Aguilar Salinas. El sombrero invisible – 35
Raúl Quinto: Celebración de Gonzalo Hermo – 62
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Angélica Santa Olaya – 39
El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Eduardo Milán – 40
Medio mundo en luz de Joan de la Vega – 60
Pilar Martín Gila: Ningún precipicio de Olalla Cociña – 63 José de María Romero Barea: Elegías Doppler de Ben Lerner – 64
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Armando Romero Por José Ángel Leyva
Armando Romero nació en Cali, Colombia, en 1944, fue uno de los miembros más jóvenes del grupo nadaísta, junto con Jan Arb, hermano de otro de los miembros fundadores más activos, Jotamario Arbeláez. Más que un movimiento estético fue una reacción al conservadurismo cultural en su país y a la violencia que bañaba en sangre uno de los territorios más verdes del continente. Esta conversación tuvo lugar en Cincinnati, donde es profesor de Literatura en la universidad de dicha ciudad estadounidense desde hace ya varias décadas, y desde donde continúa realizando viajes a distintos lugares del planeta. Poeta, narrador, ensayista y traductor, Armando Romero cosecha ya importantes reconocimientos a su obra literaria. La charla comienza en el relato de una cruenta violencia que marcó su infancia y de cómo el amor familiar lo puso a salvo de esa vorágine sangrienta. Luego vino su incorporación efímera a las filas nadaístas y después el inicio de una búsqueda en otras tierras.
¿En qué momento de la vida se te reveló o descubriste el significado de la poesía y cómo fue que te percataste de tu necesidad y de tu capacidad de hacerla? Tú sabes mejor que nadie, José Ángel, que todo lo que tiene que ver o se relaciona con la poesía navega o transita por aguas o tierras muy extrañas, indescifrables. Tal vez es el hecho mismo de que esté compuesta esencialmente de lo más intrínseco a la condición humana como es el lenguaje, y todavía más allá, la palabra. Es así que la poesía nos viene por esa necesidad que tenemos de niños de aislar la palabra de sus contenidos semánticos y convertirla en objeto de juego. A mí me gustaba jugar así con las palabras cuando era niño, pero no por sus significados sino por su condición objetual. He ahí el origen de esta pasión que ha consumido mi vida por completo. Ahora bien, la posibilidad de convertir ese objeto lúdico en algo poético, siguiendo las normas de una tradición milenaria, sólo viene a mí ya pasada
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mi adolescencia y esto es algo que se desprende de mi intención de ser un narrador. Ese deslizamiento de la prosa a la poesía ya se anuncia en el primer cuento que escribí, que se titulaba «Cuando se sigue subiendo no se piensa en nada más». Yo creo con Lautreumont que «la poesía debe ser hecha por todos», pero eso no quiere decir que todo el mundo pueda ser un poeta. ¿Es uno un poeta? ¿Ha alcanzado la poesía? Creo que son preguntas muy difíciles de contestar al llegar a una edad como la mía, cuando toda la vida ha sido sólo poner palabras sobre un papel. ¿Qué representan en tu obra la tradición lírica colombiana y la noción de vanguardias y rupturas en América Latina? Yo no he sido muy fiel a la tradición lírica colombiana, aunque no tengo palabras negativas con respecto a ella. Con algunas excepciones, la tradición poética colom-
biana ha sido muy conservadora, lo cual ha dado como resultado excelentes poetas, valga el caso de Aurelio Arturo o Fernando Charry Lara. En mi caso personal siempre quise entrar a la poesía a través de una puerta que se abre al vacío y algunas veces creo haberlo logrado, otras no. Es el riesgo de navegar por la poesía como si fuese un río que nos tienta con sus meandros, que no podemos eludir porque los sabemos parte del mismo torrente. Es el viaje, me digo, y hago de nuevo la maleta. Si no hubiese existido el surrealismo, yo hubiera tenido que inventarlo para salvarme de la tradición colombiana, es lo que he pensado a veces. Tal vez peque de exagerado, pero soy hijo de las vanguardias. Creo que he nacido en varios sitios muchos años antes, aunque no pueda quitarme de encima la realidad de haber nacido en un barrio pobre, en una casa pobre de una ciudad pobre, en un continente pobre. Y sin embargo allí, por esas calles pobres de Cali, caminé de la mano de Huidobro, de Vallejo, de Paz, y fui a bailar con mis amigos Apollinaire, Cendrars, Artaud, Eliot, Pound y demás. Era la década de los años sesenta y ya la fiesta de romper con todo se extendía por América Latina. Era muy bella la francachela, pero después algunos se cansaron y yo seguí rompiendo hasta el día de hoy, sin remedio. Debo añadir, sin embargo, que sólo creo en las vanguardias como libertad, incluso la libertad de ser conservador y tradicional algunas veces. ¿Ha influido en algo la poesía de Estados Unidos en tu obra anterior o en tu concepción actual de los rumbos de la literatura y la poesía? Sí, pero no creo ser una excepción en el mundo latinoamericano, ya que a pesar de la influencia europea en América Latina, la poesía de los Estados Unidos ha sido el contacto humano más profundo que hemos tenido con este país o, como deberíamos catalogarlo, multitud de países. Desde muy temprano descubrí a Eliot, Pound, Wallace Stevens, Emily Dickinson, Marianne Moore, para no olvidar al Whitman que nos llegó de la mano de León Felipe. Esto fue al comienzo de los años sesenta y por supuesto en lecturas de traducciones al español. Un poco más tarde, pero también en los sesenta, recibí el impacto de la obra de los beatniks y con ellos el descubrimiento de la música del blues. Digo la música porque la letra de estas canciones no la podía atrapar. Un amigo, poeta estadounidense, y el libro de Leroy Jones sobre los blues fueron los que me introdujeron en este mundo encantador, doloroso y alegre a la vez. Años después, cuando pasé una temporada larga en este país, de 1971 a 1972, y luego de estudiar inglés, empecé a ver
Armando Romero en Venecia. Fotografía: Centro Cultural Isaacs ©
más de cerca la poesía norteamericana y esta presencia se tornó más sólida. Algo de esto se puede sentir si se lee mi novela La rueda de Chicago. Siempre he pensado que si Poe influye a Baudelaire para arrancar con la poesía moderna y Laforgue le da las claves conversacionales a Eliot, entonces los que del imaginismo pasamos al surrealismo de la mano de Pound y de Breton podemos trasegar también libremente con Apollinaire y Cendrars, Girondo o Borges, sin importarnos a qué «movimientos» pertenecemos. La poesía entra a la casa sin abrir la puerta. Se habla mucho de la influencia beatnik en los movimientos vanguardistas latinoamericanos de los años sesenta. ¿Cuál es tu opinión al respecto? Sí, se habla mucho de esa presencia, pero reflexionemos. Aullido, de Ginsberg, se publica en 1955. Los beatniks surgen en 1958 con una proyección desde San Francisco hacia Nueva York y la obra de Jack Kerouac empieza a darse a conocer en América Latina a comienzos de los años sesenta. De tal modo que ambos movimientos, el de los beatniks y la vanguardia latinoamericana, serían casi simultáneos y hay en todo caso lazos de afinidad, por supuesto. En cuanto al nadaísmo, me parece que en Gonzalo Arango hace mella sobre todo la filosofía existencialista francesa, de ahí la importancia de la palabra nada, de ese nihilismo, de esa negación que envuelve el sentido de su pensamiento y de sus acciones. Son dos rebeliones con distintos motivos: la de ellos, los beatniks, es una rebelión de individualidades, mientras que el nadaísmo es una rebelión colectiva contra un estado de cosas, el statu quo impuesto por las oligarquías y los poderes de facto, contra la violencia. En ese momento, salvo Amílcar Osorio y Elmo Valencia, ninguno entre nosotros hablaba inglés, así que era difícil tener acceso a la literatura beatnik directamente. Pero sí recuerdo que en algún momento llegó a nuestras manos un ejemplar de Aullido. Éramos, por otro lado, muchachos muy incultos que nos fuimos preparando gracias al estímulo de unos a otros, pero ninguno tenía una carrera universitaria. Así que era imposible más adelante, a mediados de los sesenta, no estar de acuerdo con los beatniks, pero no creo en su influencia directa en el nadaísmo inicial. ¿Por qué se dice que el nadaísmo era en sí un movimiento disruptivo y violento? Era una acción violenta contra la violencia. Es decir, su expresión tenía que ver con violentar las conciencias, con sacudir esquemas sociales y mentales que
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Entrevista a ARMANDO ROMERO
promovían la inamovilidad y el odio, la visión pacata de la vida. La violencia del nadaísmo se basaba en el escándalo y en la transgresión desde la provincia como una respuesta contra el centralismo bogotano, contra el canon oficial de la poesía colombiana que mantenía inmutable y en un pedestal al modernismo de Guillermo Valencia, por ejemplo. El nadaísmo no nace como un movimiento estético o ideológico, sino vital, existencialista. Poco a poco, en la marcha, se convierte en una aspiración literaria. Muchos de los miembros fundadores no eran escritores ni intelectuales, venían de los bajos fondos, algunos habían salido de prisión. De esos sólo recuerdo a uno con aprecio, al loco Lalinde. Cuando yo me incorporé, ese movimiento vitalista ya había adquirido tintes de movimiento literario, pero antes de eso sólo era acaso un impulso existencial.
Armando Romero en Venecia. Fotografía: Centro Cultural Isaacs ©
¿Y las mujeres nadaístas? Salvo Fanny Buitrago, no había más al principio del nadaísmo. Ella mantenía cierta distancia por miedo a ese grupo inicial. Yo aún alcancé a conocer parte de esa base social que poco a poco se depuraría y se decantaría por lo literario. Yo era muy joven; el consumo de drogas y la presencia de homosexuales eran algo corriente que de una u otra manera me incomodaba. No por prejui-
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cios o porque me acosaran, sino porque las conversaciones giraban mucho en torno a las experiencias carcelarias, a situaciones degradantes, como si se tratase de una novela de José Revueltas. Y eso, claro, provocaba temor. Sin embargo Fanny, que era y es una magnífica prosista, se fue alejando cada vez más del nadaísmo, hasta que hoy en día no aparece en las antologías. Es una lástima, pero yo entiendo muy bien su sentido de libertad. Más tarde aparecen otras mujeres, también valiosas, como Patricia Ariza, pero yo ya no tengo ningún contacto con ellas. ¿Cómo es tu recuerdo de Gonzalo Arango? Tengo a Gonzalo en la memoria dividido en dos partes, una muy dulce y otra un tanto amarga. El primer Gonzalo que conocí era sumamente amable, muy querido, me trataba con mucho cariño y me llamaba «Armandito», pues era yo muy joven. Me parecía un personaje tierno, delicado, con unos ojos claros que miraban de manera muy directa. Uno sentía que era auténtico, que era una figura real. No obstante, era muy difícil entender ciertas posiciones intelectuales de él. Con el tiempo descubrí que muchos de esos recovecos y retorcimientos venían de su vida, de relaciones secretas que él mantenía con mujeres de la alta sociedad, ligadas al poder y a círculos del Gobierno. Amoríos que ponían en riesgo su vida y la nuestra, pero que él no nos confesaba. Entonces modificaba constantemente sus planes y sus posiciones, sus estrategias, pues evitaba conflictos y situaciones de riesgo que impidieran, por otro lado, su acceso a tales placeres y beneficios. No entendíamos nada y nos quedaba un mal sabor de boca. Luego yo me fui por un viaje a Sudamérica y, a mi regreso, Gonzalo me llamó emocionado para hablar de mi aventura. Pero me pidió que me trasladara a Bogotá para que yo le diera un golpe de estado al nadaísmo. Me dijo: «Armandito, yo quiero que tú me destrones. Únete a Jan Arb y comiencen con los más jóvenes la destrucción de mi imagen bajo la consigna de nuevas ideas que traes del Cono Sur. Yo te ayudaré y te diré cómo hacerlo». Me quedé helado, sin saber qué responder, me levanté de la mesa y le dije: «Esto es una mierda, quédate con tu nadaísmo, no me interesa». Gonzalo me presentaba una cara de profunda tristeza. ¿Qué es lo que se proponía, qué buscaba realmente? Nunca lo supe y nunca quise comentarlo con mis amigos nadaístas, como Jotamario, hasta pasados muchos años. Hacia finales de los años sesenta yo ya no pude resistir más y me fui de Colombia.
Bogotá y Caracas, dos ciudades capitales de dos países que te marcaron. ¿Qué significan en tu biografía? Bogotá es desconocida para mí, realmente. Si pienso que me marcó es de una manera muy especial. Tal vez porque era el centro, la meta de una conquista que para mí nunca representó una victoria. Es tal vez una derrota. Creo que es una ciudad que estuvo más cerca de grandes capitales como México y Buenos Aires que de la provincia colombiana, de mi pueblerina Cali. La conozco sólo como turista, no tuve la oportunidad de vivirla. Aunque pasé largas temporadas allí. Caracas sí, la conozco íntegramente porque viví allí siete años y me integré en su espíritu tropical, cercano a Cali. Los últimos tres años los pasé con Constantina, mi esposa, pero alejado de los círculos literarios y más cerca de los artistas plásticos, pues durante un buen tiempo hice crítica de pintura. Yo advertía que Venezuela se deslizaba ya hacia una crisis social y cultural y poco a poco se me hacía más difícil vivir allí, pero gracias a la compañía de Constantina pude permanecer ese tiempo. Años antes había viajado por Centroamérica y después estuve casi un año en México, en la capital, aunque recorrí casi todo el país. Finalmente me vine a los Estados Unidos, donde vivo desde hace ya muchos años. También viví en Buenos Aires y puedo decir que la conozco más que Bogotá, la siento más cercana. Allí pude frecuentar a los poetas de Poesía Buenos Aires, lo que fue una experiencia maravillosa, inolvidable. Fui y soy un viajero, a diferencia del resto del grupo nadaísta, que fueron lo contrario, se quedaron en casa. Ahora Jotamario viaja mucho por las invitaciones a encuentros de escritores, pero es algo reciente; casi todos ellos optaron por vivir en Colombia, un país que desde esta perspectiva me es un tanto lejano, casi fantasmal. ¿Qué significa Grecia para ti? La vivo como una Colombia sin violencia, es una utopía personal; no es porque los griegos sean como los colombianos ni el paisaje corresponda al de mi país, pero la he vivido como una utopía personal, como una experiencia de carácter místico donde lo estético deviene religión. Una ocasión estaba con un amigo pintor, en su casa, que se encuentra en la parte más alta de una isla, desde donde se ve a la distancia el Peloponeso y las islas que lo bordean. De pronto me pregunta mi amigo: «Armando, ¿qué ves con tanta atención?». No quise responderle porque yo sólo veía belleza, pero él me insistía para que le diera una respuesta clara. Pero no era
posible, es como si te preguntan: ¿qué es poesía? Ante mi silencio porfiado él comenzó a gritarme: «¡Geometría, Armando, geometría!». Y sí, justo en ese momento comencé a ver ángulos y líneas, circunferencias. «Esto es Euclides», me insistía. Fue como una revelación del paisaje y de la historia. Allí en esa multitud de islas nacieron hombres, genios, que supieron ver la realidad desde otra perspectiva, aprendieron a ver el mundo y a pensarlo. Grecia es para mí la belleza, la geometría de lo invisible, la patria idealizada, sin violencia. Allí conociste o te reencontraste con el poeta Hugo Gutiérrez Vega, quien era entonces embajador de México en Grecia. ¿Cómo fue ese encuentro? Sí, en 1991 pasé un año en Grecia con mi familia y allí conocí a Hugo, quien de inmediato me ofreció su amistad. Yo sabía muy poco de él y de su poesía. Pero su presencia fue una experiencia extraordinaria. Con su gentileza, su erudición y una memoria privilegiada hacía que las conversaciones fueran interminables y gozosas. Era, me parecía, un alumno dilecto de Alfonso Reyes. Un día los invitamos a cenar a él y a Lucinda, su esposa. Nosotros vivíamos en un barrio del centro de Atenas, un barrio obrero, Petralona, muy interesante, y salimos a buscar algo especial para ellos. Pasamos a comprar vino y únicamente encontramos vino griego, que nos gustaba mucho, pero en la residencia de Hugo siempre había vinos de importación. No era fácil conseguir productos internacionales fuera de las Embajadas, pues Grecia era entonces un país pobre y fuera de la Comunidad Económica Europea. Pasamos por un café que tenía una terraza cerca de la Acrópolis a beber algo. Cuando me dirigía hacia los baños observé en la parte alta de unos estantes varias botellas que me recordaron las de un vino chileno que yo había probado alguna vez. Le pregunté a la dueña si las vendían y me respondió afirmativamente. Llamó a alguien para que las bajara y al limpiarlas aparecieron en efecto palabras en español. La sorpresa fue que era vino mexicano. Era insólito. Me contó que su hijo las había traído de Baja California hacía algunos años y nunca las abrieron, se quedaron allí olvidadas. Compramos tres botellas y llevamos de reserva otras tres de vino griego por si el vino mexicano estuviese avinagrado o fuera de pésima calidad. Pero ya estaba resuelto el regalo especial para nuestros invitados. Si no servían, al menos sería una nota graciosa. Cuando se las pusimos en la mesa se quedaron encantados y con mucha ilusión, pero
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Entrevista a ARMANDO ROMERO
con poca confianza, abrimos la primera. Hugo fue el primero en degustar. Lo mirábamos con expectación tras la breve ceremonia del olfateo, el movimiento en giros de la copa y los primeros sorbos. «Es uno de los mejores vinos que he probado», exclamó con éxtasis. Todos bebimos nuestras copas y, en efecto, el vino era extraordinario. Fue una noche maravillosa. Al día siguiente Hugo fue con el chofer de la Embajada y compraron todas las botellas de ese vino mexicano que allí habíamos descubierto. Durante ese año fui testigo de la gestión del poeta y embajador, que se vinculaba con mucha avidez con los intelectuales y artistas griegos y apoyaba con entusiasmo a los traductores mexicanos que allí llegaban y establecían también vínculos con los escritores griegos. Tu obra lírica parece moverse esencialmente en tres ámbitos de la conciencia o, digamos, tres constantes temáticas: la violencia cruda y la perplejidad que genera; la migración, la mudanza, la ruptura de fronteras y la lucidez que surge de ese desplazamiento, y la espiritualidad de los monasterios y los retiros de carácter místico, que no enseña el camino de la contemplación y la paz. ¿Qué los une y diferencia? ¿Hay otros ámbitos que valga la pena destacar? Hay una respuesta totalizadora para esta pregunta tuya y esta respuesta es muy ambigua, como todo lo que tiene que ver con lo indescifrable: movimiento y quietud. Yo abrí los ojos a la violencia desde mi infancia. No era la violencia del sol en el trópico ni los embates que nos daba la naturaleza en general. Era la violencia sin razón, absurda, que venía de los mismos seres que se llamaban mis compatriotas (palabra que nunca me ha gustado, la verdad). Una violencia que te hacía dudar de las palabras seres humanos. Y esta violencia nos congelaba en la pobreza, a mis padres, a mis hermanos, a mí. Era el mundo de la inmovilidad porque no podíamos salir de esos círculos del infierno. Los unos matando a los otros, los gritos de los que iban a morir en las calles oscuras, nocturnas. La primera parte de mi novela Un día entre las cruces es una clara muestra de esta realidad. En esta novela yo señalo tres grupos a los que afecta la violencia: el de los niños, el de los jóvenes y el de los adultos. Son tres visiones de esta realidad atroz, donde la presencia de los niños es preámbulo para toda la novela. Esto también se presenta con claridad en mis poemas. Me parece muy apropiado que tú unas lucidez con desplazamiento. Yo aprendí a ver mi realidad cuando
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salí de Colombia y esto no ha cambiado a pesar de los tantos años de mi ausencia del país. Yo no creo tener un espíritu combativo como el de mis antiguos amigos del nadaísmo. Más bien mi verbo preferido ha sido huir. Tal vez por esto aparece, como si viniera de un siempre inalcanzable, mi afecto por los monasterios. No soy religioso, pero el monasterio es un sitio de escape, aunque nunca he vivido en un monasterio. Los he visitado, especialmente los del Monte Athos en Grecia, pero por cortas temporadas. Los míos son más bien monasterios que me acompañan en la imaginación, producto de los sueños y sus realidades. He aquí un fenómeno extraño, porque se ha creído que soy místico o que busco contemplación y paz. No es así, y aunque estos estados anímicos no me son contrarios, no soy místico; lo que encuentro allí es como un punto de partida para detener el tropel de las ideas, las imágenes que me acompañan, y ponerlas a jugar en sentido especular con las imágenes de santos o santas, de las formas de reverencia a Dios, de la arquitectura, de la geografía, del tiempo dentro de esos monasterios que más que sitios de encuentro son sitios de búsqueda. Son lugares donde las coordenadas de movilidad y quietud se encuentran. Y todo esto se repite en mi pasión por las islas, en mi necesidad de estar rodeado de agua por todas partes. Como puedes ver, José Ángel, no tengo una gran vocación de compromiso con la sociedad, tal vez con mi escritura sí. ¿Cómo evitar que la poesía se convierta en un discurso narrativo y cómo impedir que la narrativa se vuelque en un regodeo lírico? Pregunto esto porque te mueves libremente entre ambos discursos y sensibilidades. Empecé a escribir como narrador. Mi primer cuento, como ya lo dije antes, se llamaba «Cuando se sigue subiendo no se piensa en nada más». Este cuento me permitió ser admitido dentro de los nadaístas o, por lo menos, que me prestaran atención. Pero si analizas este título podrás ver que tiene ya una carga poética. Entonces, la frontera, o ese deslizarse de la prosa a la poesía y viceversa, es inherente a mí, no es algo buscado. Muchos de mis poemas son muy narrativos, así como la mayoría de mis cuentos buscan un efecto poético. Es una forma del viaje, diferentes paisajes, un mismo ser. Todo esto está ligado a mi necesidad de experimentación, de forzar la prosa, especialmente en mis cuentos, a formas experimentales donde prima el lenguaje. Sin embargo, en mis novelas soy un tanto más tradicional y la línea que va de mis primeros poemas a los últimos
Armando Romero en Venecia. Fotografía: Centro Cultural Isaacs ©
cruces, La rueda de Chicago y La piel por la piel se basa en la presencia definitiva de tres ciudades: Cali, Chicago y Mérida (Venezuela). También tengo un libro de poemas dedicado a Venecia y otro al Monte Athos. En todos ellos la arquitectura está en un primer plano. Así, en general, me nutro de muchas disciplinas. La pintura me es fundamental, así como, dentro de las ciencias, la geometría.
que he escrito, es decir desde El poeta de vidrio a El color del Egeo, tiene saltos hacia adelante o hacia atrás en cuanto a tradición y cambio. No puedo estar en el mismo sitio mucho tiempo y las ideas de ser conservador o revolucionario dependen de mi estado de ánimo, de la realidad del poema o de la prosa. Por ejemplo, cuando se tradujo parte de El color del Egeo al griego, los críticos lo compararon con la poesía de los poetas griegos de la primera mitad del siglo XX. Una poesía que no se escribe más en Grecia y que los poetas griegos ven como conservadora, antigua. Por lo contrario, cuando apareció mi antología en francés L’arbre digital en París, que contiene muchos poemas de mis primeras épocas, la crítica la vio con ojos cercanos a la experimentación vanguardista, contemporánea, actual. Lo bueno de esto es que muchos de mis lectores entienden estos saltos. Así como nutres tu escritura de diversas fuentes escriturales —poesía, ensayo, narrativa— y las pones en práctica, ¿hay alguna o algunas disciplinas artísticas o técnicas que empates con tu quehacer literario? Me refiero a la música, la pintura, la arquitectura, el cine, la ciencia, la fotografía, la ingeniería, por dar algunos ejemplos. No, al parecer soy completamente inútil para poner en práctica algo que no tenga palabras, que no esté basado en el lenguaje. Esto no quiere decir que no frecuente varias de estas disciplinas y que bajo la forma de palabras me acompañen, las recree en mis poemas o en mis prosas. La música está allí desde el jazz y el blues hasta los maestros barrocos, pasando por la música popular del Caribe. Referencias, títulos, poemas enteros, cuentos se pueden encontrar en mi obra relacionados con la música, y así también con la arquitectura. Esta es fundamental en la construcción de muchos de mis cuentos o mis novelas. La trilogía de mis novelas Un día entre las
De los premios internacionales que has recibido, ¿cuáles son los más significativos y por qué? A mí no se me pegan mucho los premios como a otros escritores. Tal vez porque soy un poco inmune a ellos, mis anticuerpos trabajan constantemente en este respecto. De los pocos que he recibido, quizás el premio a mi novela Cajambre, en Pola de Siero, en España, es el que más me ha gustado obtener. Y esto se debe a que lo considero un premio honesto, donde el jurado no tuvo que obedecer a grupos literarios, camarillas, editoriales, sino a su propia visión de la obra. Como dato curioso tengo que decirte que todos los premios que he recibido son internacionales, nunca recibí un premio en Colombia. Esto no sé si me duele o me llena de satisfacción, y tal vez sea esta disyuntiva la que mejor dice de mi relación con este país. De la experiencia mística, ¿qué es lo que más provecho te deja para la escritura? Si algo tengo de místico es porque he hecho de la poesía un camino y un estar para la libertad y el amor, siguiendo la tradición surrealista. También porque tengo muchos pies metidos dentro del mundo medieval, en especial del arte fantástico religioso. Más allá, la mística como correligionaria del erotismo es algo que se perfila en mis poemas. Porque la mística para mí está al alcance de la mano, no en un otro dónde sino en un acá.
José Ángel Leyva
(Durango, México, 1958) es poeta, na-
rrador, periodista, editor y promotor cultural. Es director de la editorial y la revista literaria La Otra. Ha publicado poesía, narrativa, divulgación de la ciencia, periodismo y ensayo. En su obra destacan: Catulo en el destierro (México 1993 y 2006; Francia, 2007; Colombia, 2012); Entresueños (1996); El espi-
nazo del diablo (1998); Aguja (España, 2009; Italia, 2010; México-Quebec, 2011); Carne de imagen (antología, en Monte Ávila, Venezuela, 2011); Destiempo (antología personal, col. Poemas y Ensayos de la UNAM, 2012); En el doblez del verbo (Caza de libro, Colombia, 2013). Su poesía ha sido traducida al francés, italiano, inglés, serbio, polaco, sueco, portugués y rumano.
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Cine italiano y literatura (I): De los orígenes al Neorrealismo (1896-1950) Por Fernando Clemot – 11
¿Quiénes son los autores españoles con más libros adaptados a la gran pantalla? Por Eva Díaz Riobello.– 15
Tres lazarillos fílmicos y otros casos
Por Manuel España Arjona – 18
Vicios propios
Por David Aliaga – 22
La plaza del Diamante, un sueño de clase Por Pablo Pérez Rubio – 24
La poesía del cine de prosa Por Luis Bagué Quílez – 27
Imaginar o no imaginar: ¿esa es la cuestión? Por Rafael Malpartida – 31
Literatura 10
y cine II
E l ci e l o r a s o
Cine italiano y literatura (I): De los orígenes al neorrealismo (1896-1950)
La relación de la literatura italiana con el cine es de las más estrechas y fructíferas de toda la historia de la cinematografía. Nombres como Moravia, Marinetti, D’Annunzio, Pirandello, Pavese, Verga, Pasolini… están no sólo relacionados con la literatura sino que dejaron una profunda y fructífera huella en el cine italiano y europeo. En este reportaje (dividido en dos partes) repasaremos los orígenes y el desarrollo de esta relación.
Por Fernando Clemot Poco después del nacimiento del cine (apenas tres meses, en marzo de 1896) ya se produce el primer pase de una película en los estudios fotográficos La Lieure de Roma y pocos meses después se realizan sesiones en las principales ciudades italianas (Nápoles, Milán, Génova, Bolonia, etc.), dentro siempre del recinto de teatros o cafés-cantantes. Serán breves documentales (menos de un minuto en la mayoría de los casos) provenientes de las productoras pioneras francesas y americanas como las de los hermanos Lumière, Edison y, pocos años más tarde con metrajes algo mayores, la de Georges Meliès. Pronto surgirá alguna productora y los primeros realizadores italianos (Pacchioni, Calcina) que centrarán sus documentales en la figura de personalidades (como el papa León XII o la familia real de los Saboya) o en la visita a conocidos lugares de Roma, Florencia y Venecia y las escenas familiares o cotidianas. Tras estos pequeños devaneos, muy semejantes a los que se desarrollan en casi todos los países de Europa occidental, no será hasta la segunda década del siglo XX cuando surja en Italia una auténtica industria del cine, con toda seguridad una de las más grandes a nivel mundial y capaz de rivalizar con la incipiente industria norteamericana y con la francesa a nivel europeo. Productoras como Roma Cines, Itala Film, Partenope Film o Pasquali surgen entre 1909 y 1912 y darán al cine Fotograma de la película Cabiria.
italiano unos años de máxima producción y calidad de sus películas que sólo conseguirá estancar y desvirtuar la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial en la primavera de 1915.
Cabiria (1914): el apogeo del Periodo Dorado Estos inicios de la industria del cine en Italia tendrán una cierta tendencia a la reproducción de dramas históricos, los llamados tableaux vivants, en que se escenifican momentos históricos de la Antigüedad, con especial predilección por aquellos que ensalzan la gloria de Roma y su colmada historia en la Edad Media y el Renacimiento. Esta fiebre se repetirá con posterioridad en dos periodos: en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial (con motivos propagandísticos) y en los años cincuenta, con las grandes coproducciones y los péplums. En los años previos a la Primera Guerra Mundial, las primeras y exitosas grandes producciones de la industria italiana serán Quo Vadis (1913), de Enrico Guazzoni, sobre la novela del mismo título del polaco Henryk Sienkiewicz (1895), y Los últimos días de Pompeya (1908), sobre la novela del británico Edward Bulwer-Lytton. Las dos rodadas por la productora Roma Cines. También cabría destacar reconstrucciones históricas como Nerone (1905), Agripina (1910) y Brutus (1910). De todas ellas destaca el éxito internacional de Quo Vadis, hasta el punto de hacerse segundas y terceras versiones de la
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obra: en 1924, con guión de Gabrielle D’Annunzio, y en 1951, con la productora Metro Goldwyn-Mayer ya en los estudios de Cinecittà. Quo Vadis pone a Italia en el mapa del cine mundial, y será una película rodada a finales del mismo año, Cabiria, la que la situará en la vanguardia de las grandes industrias, al nivel de Francia o Estados Unidos. Cabiria (1913) será la obra cumbre del cine mudo italiano y, sin lugar a dudas, una de las películas más influyentes en la historia del séptimo arte. Nada será igual tras este rodaje, pues se convirtió en un preludio de las grandes superproducciones históricas que ocuparán buena parte de las siguientes décadas del siglo XX a los grandes estudios norteamericanos. Decorados impresionantes, centenares de extras y un desarrollo coral y operístico. Con Cabiria se avanzan los desarrollos que dominarán la época dorada de Hollywood. Dos años más tarde, el director americano David W. Griffith mostrará esta ascendencia en la primera superproducción norteamericana, Intolerancia (1916), que le debe mucho a esta primera gran producción europea. El guión original de Cabiria es de Giovanni Pastrone y del gran novelista italiano de principios de siglo XX Gabriele D’Annunzio, que encontró en el cine un nuevo formato para desarrollar todos sus presupuestos de teatralidad y propaganda. Pese a la calidad del autor, en buena parte de la película se diría que su prosa recargada y decadentista se traslada al texto, que se ve lastrado por la densidad de los diálogos y el poco peso que parecen tener los personajes, ahogados en mitad de los monstruosos decorados de la película. La entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial supone el fin de este tipo de producciones de alto coste. Sin embargo, durante los primeros años de la guerra todavía se mantiene una industria activa, aunque con producciones más reducidas, que olvidan los temas históricos y los grandes decorados para dar pie a melodramas románticos. Es el momento de las grandes divas (Francesca Bertini, Lyda Borelli, Leda Gys, Italia Almirante Manzini) con enorme éxito popular, que asentarán con gran fuerza la industria del cine. Tras la guerra, el cine italiano tiene que reconstruirse y vive una profunda crisis, pasando de las trescientas cincuenta películas rodadas en 1919 a las apenas cincuenta de 1922 y cerrando así este primer periodo dorado del cine italiano.
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Fotograma de la película Thaïs, perfido incanto, muestra del cine futurista italiano.
El cine futurista Pese a que en cuanto a producción y éxito de taquilla tuvo un apoyo minoritario, la plasmación del movimiento futurista (que tiene su primer manifiesto en 1909) tendrá una gran influencia a nivel estético y es posiblemente una de las grandes bases del expresionismo alemán (Murnau, Lang, Pabst) y del cine surrealista que eclosiona en los años veinte. Consciente del enorme vehículo que puede representar el cine para el desarrollo de sus postulados, el movimiento futurista italiano publica el Manifiesto de la cinematografía futurista en Milán el once de septiembre de 1916 y propone una continuación y agudización de los presupuestos del de 1909, siendo incluso más duro y belicoso: «El libro, medio absolutamente arcaico de comunicar y conservar el pensamiento, estaba llamado desde hace tiempo a desaparecer como las catedrales, las torres y las murallas, los museos o el pacifismo. El libro es un estático compañero de los nostálgicos, los inválidos y los neutrales, no puede exaltar a las nuevas generaciones futuristas ebrias de dinamismo revolucionario y de beligerancia. La guerra libera cada vez más la sensibilidad europea. Nuestra gran guerra higiénica centuplica la fuerza innovadora de la raza italiana. El cine futurista que nosotros preparamos debe ser una deformación jocosa del universo, una síntesis jocosa, ilógica y fugaz de la vida mundial. El cine futurista se convertirá en la mejor escuela para los jóvenes: una escuela de alegría, de velocidad, de fuerza, de temeridad y de heroísmo. [...] el cine, en cuanto es un arte autónomo y esencialmente visual, debe asumir la evolución de la pintura, apartarse de la realidad, del registro fotográfico, de lo solemne, de lo gracioso. Debe ser lo contrario de lo gracioso, ha de ser deforme, impresionista, sintético y dinámico». Reivindicará el cine futurista también «las sinfonías de líneas y colores, la poesía, y los juegos de proporcio-
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nes para superar las limitaciones del naturalismo del ochocientos». Aparte de su labor de avanzadilla ideológica del fascismo, el Manifiesto dará lugar a una serie de películas menores, muy experimentales, entre las que destacan dos: Vita futurista (1916), de Arnaldo Ginna, repleta de coloraciones a mano, montajes enloquecidos y encuadres extraños, y Thaïs (1917), de Anton Giulio Bragaglia, mucho más conseguida y artísticamente articulada que la anterior. El movimiento se deshace con la misma velocidad que propugnaba para sus creaciones, aunque a nivel visual crea alguna propuesta interesante reproducida por las vanguardias años más tarde. Cinematografía del Bienio Negro y base literaria del movimiento neorrealista Los años centrales de la dictadura fascista en Italia (1925-1935) aparecen recorridos por la profunda crisis de las productoras en los primeros años y luego por el desarrollo de un tipo de comedia o melodrama burgués que contará con gran éxito de público. Es el llamado «cine de teléfonos blancos y teléfonos negros», ya que así se representan los personajes burgueses desenvueltos afectos o pasivos ante el régimen (con teléfonos blancos, muy al modo de la comedia americana de los años treinta o de la novela Gli indiferenti de Alberto Moravia) y los antagonistas, obreros o el lumpen, que suelen llamar desde los teléfonos negros. Destacan en estos años algunas adaptaciones de obras de Luigi Pirandello (1867-1936), como El difunto Matías Pascal (publicada en 1904, la novela de mayor éxito del autor y adaptada por primera vez por Marcel L’Herbier en 1924), y la propia implicación del escritor en el argumento de la película Acciaio (1933), del documentalista alemán Walter Ruttman, en que se observa el trabajo de los obreros en las acerías de Terni. También, todavía en cine mudo, se versiona su cuento Il viaggio (1921), y su relato In silenzio será la base para la creación del argumento del film La canzone dell’amore (1930), de Gennaro Righelli, con seguridad el mayor éxito cinematográfico de esas décadas centrales del fascismo. Los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial se verán sacudidos por dos hechos: en primer lugar el auge de las películas históricas que reproducen un pasado glorioso italiano, ensalzadas por el régimen (I condottieri, de 1937; Héctor Fieramosca, de 1938, y Escipión el Africano, de 1937). Destacadísimo hecho es también
la prohibición de importar películas norteamericanas que se produce en 1938 (en aquel momento tres cuartas partes de las películas que se exhibían en las salas italianas provenían de las cinco grandes productoras norteamericanas). Esta nueva tesitura, junto con la creación de los estudios de cine más grandes de Europa, Cinecittà, con más de quinientos mil metros cuadrados, al sudeste de Roma, representa un aumento exponencial de las producciones italianas, que copan el mercado nacional. En los años siguientes se llegan a producir más de doscientas películas por año, que acaparan un mercado prácticamente cautivo. En este contexto triunfalista de los últimos años del fascismo, con una cinematografía autárquica, es cuando surgen los referentes intelectuales del neorrealismo, el gran movimiento cinematográfico que se desarrollará a partir de mediada la Segunda Guerra Mundial. En esos mismos años empieza a publicarse la revista Cinema (1936) con Vittorio Mussolini en su dirección, pero con la colaboración de dos figuras centrales para la base teórica de lo que sería el neorrealismo: Umberto Barbaro y Luigi Chiarini, profesores del Centro Sperimentale di Cinematografia que, a partir del debate estético de entreguerras, empezaron a reivindicar el valor artístico del cine y a considerar la necesidad de realizar una elaboración creativa de la realidad. Una perspectiva desnuda de aparatajes, emotiva, sencilla, ferozmente realista. Este nuevo punto de vista tendrá una peculiar puesta de largo en los filmes de propaganda que se realizan en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, directamente financiados por el Ministerio de la Marina y de la Guerra. Entre esos filmes destaca Uomini sul fondo (1941), de Francesco de Robertis, rodada en un submarino auténtico y con marinos como sus principales actores. Los primeros planos rotundos, la sencillez, la verosimilitud y el realismo extremo convierten a esta película en el precedente más inmediato de los filmes neorrealistas de la posguerra. En el debate ideológico sobre de qué fuente literaria debe beber la nueva estética se impondrá el naturalismo italiano de finales del siglo XIX (el llamado verismo, con autores como Giovanni Verga o Federico de Roberto). Desde el punto de vista ideológico, la nueva generación de realizadores (Rossellini, De Santis, Visconti, De Sica, Lattuada, Germi, Zampa, etc.) no sólo adapta estas novelas sino que da a cualquier representación cinematográfica una estética verista (realismo exacerbado, basado en
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clases obreras y populares, utilización generalizada de actores no profesionales, etc.). En su libro El cine italiano: 1942-1961 (Paidós, 1997), el crítico Ángel Quintana dibuja con claridad este momento estético e ideológico: «Filósofos como Gentile o Croce influyeron en algunos jóvenes, futuros cineastas, que articularon entorno a la revista Cinema las líneas maestras de un debate crítico encaminado a asentar las bases de una teoría realista. Se encontraron con la necesidad de buscar un referente en la tradición realista italiana y empezaron a explorar diferentes terrenos: la novela verista italiana del XIX, especialmente Verga, o algunos elementos de la tradición del cine mudo italiano fueron los referentes elegidos.
Autorretrato de Giovanni Verga (1887)
También empezó un gran interés por modelos realistas del extranjero, como las novelas americanas que algunos escritores como Cesare Pavese y Elio Vittorini estaban traduciendo al italiano, así como los desarrollos de las vanguardias cinematográficas soviéticas o el realismo poético francés…». Como antecedentes y referentes literarios del neorrealismo encontraríamos (aparte de las novelas ve-
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ristas de Verga) novelas como Gente in Aspromonte de Corrado Alvaro (1930), Fontamara de Ignazio Silone (1933) y la novela de Carlo Levi Cristo se paró en Évoli (1946). En todas ellas predomina una atmósfera obrera o campesina, se retrata con crudeza la miseria y se aborda, generalmente, un escenario de la Italia meridional (Mezzogiorno). Un caso particular: Alberto Moravia Desde los inicios del cine mudo italiano las productoras buscaron el aliento para sus guiones en obras literarias y la batuta de grandes escritores. Posiblemente, este nexo entre literatura y cine no se encuentra con mayor arraigo en ningún país como en Italia y, dentro de los autores que hallaron en el cine una bis para encauzar sus proyectos, nadie como Alberto Moravia. En el autor romano encontramos el paradigma del escritor que tiene notoriedad desde sus primeras novelas (cuando escribe Gli indiferenti, de 1929, apenas tiene veintiún años) hasta el final de sus días. En Moravia tenemos seis décadas de relación con el cine, no sólo como escritor versionado por el cine, sino como guionista en innumerables películas e incluso realizando cameos o pequeñas intervenciones en algunas otras. También se aventuró, una única vez, a la dirección de un cortometraje, Colpa del sole, de 1951, producido por un jovencísimo Marco Ferreri. Colpa del sole dura apenas siete minutos, pero refleja con fiereza algunas de las obsesiones del escritor: ambiente burgués, erotismo y violencia que afloran en cualquier momento, la indiferencia ante el dolor... Moravia se convertirá en el novelista más representado por el cine italiano y tuvo la suerte de que sus adaptaciones las dirigieran los mejores directores europeos del momento, desde De Sica hasta Jean-Luc Godard o Bertolucci. Entre las principales adaptaciones destacamos Último encuentro (1951), de Gianni Franciolini; La campesina (1952), dirigida por Mario Soldati; La romana (1954), de Luigi Zampa; Dos mujeres (1960), dirigida por Vittorio de Sica; Agostino (1962), de Mauro Bolognini; Le Mépris (Il Disprezzo), de 1963, de Jean-Luc Godard; Gli indiferenti, de 1964, de Francesco Maselli; El conformista (1970), de Bernardo Bertolucci, etc. Así hasta un número de veintitantas adaptaciones de sus novelas. Moravia sería así un caso casi único de autor con prácticamente toda su creación adaptada al cine.
Escritores en el cine ¿Quiénes son los autores españoles con más libros adaptados a la gran pantalla?
Por Eva Díaz Riobello Desde que en 1895 los hermanos Lumière organizaron la primera proyección pública de su maravilloso cinematógrafo en París, el cine ha bebido de las fuentes de la literatura para dotar de carne y movimiento a sus historias. Ya uno de los cineastas pioneros más célebres, el francés Georges Méliès, se inspiró en las novelas de Julio Verne para rodar algunas de sus películas más famosas, entre ellas su obra maestra: El viaje a la luna. Desde entonces, son incontables las obras literarias que se han llevado a la gran pantalla: desde Sófocles a Shakespeare, pasando por Jane Austen o Stephen King. Hoy en día cualquier escritor recibe con una mezcla de euforia y miedo la propuesta de que una de sus obras sea adaptada al cine: euforia, por los indudables beneficios en forma de dinero y popularidad que esto conlleva; miedo, porque no son pocos los escritores que han visto con horror cómo sus novelas quedaban completamente desvirtuadas por la versión personal y totalmente libre de un afamado cineasta. Sí, va por ti, Stanley Kubrick. En la actualidad, basta con echar un breve vistazo a las listas de escritores cuyas obras han sido llevadas un mayor número de veces a la gran pantalla para constatar que la literatura anglosajona lidera todos los rankings, un dato que no sorprende teniendo en cuenta que Hollywood, el mayor motor de la industria cinematográfica, se nutre principalmente de autores estadounidenses y británicos. Sin embargo, el cine español también ha recurrido a la literatura patria en busca de inspiración. Una breve investigación sobre cuáles son los autores españoles más adaptados nos deja más de una sorpresa: ni Cervantes gana entre los clásicos, ni el omnipresente Arturo Pérez-Reverte vence entre los más actuales. En este listado de autores se tiene en cuenta únicamente el número de obras literarias llevadas a la gran pantalla, aunque el mismo título se haya adaptado más de una vez. Comenzamos.
Los autores vivos más adaptados A la hora de establecer quiénes son los autores españoles vivos con más obras adaptadas al cine nos encontramos con trece nombres. Entre quienes lideran el ranking, se adivina una clara ventaja de los escritores que también son profesionales del mundo del cine. Y es que, a la hora de adaptar un libro, siempre es más fácil si lo ha escrito uno mismo. En el primer lugar de la lista se alza imbatible el escritor canario Alberto Vázquez-Figueroa, con un total de diez libros y relatos llevados a la gran pantalla. El primero de ellos fue su relato «¿Es usted mi padre?», que dirigió en una película homónima el director Antonio Giménez-Rico, en 1968. Más adelante el autor participó como guionista e incluso dirigió las adaptaciones de algunas de sus novelas más conocidas, entre las que destacan Oro rojo (1978), Manaos (1979) o Tuareg (1984), documentadas a través de sus numerosos viajes por el desierto africano o la Amazonia. En 2004 se rodó una nueva adaptación de su novela El perro, con el título de Rottweiler, a cargo del cineasta Brian Yuzna. A poca distancia, con ocho obras adaptadas, le sigue el escritor y cineasta asturiano Gonzalo Suárez, más conocido por su faceta de director de películas premiadísimas como Oviedo Express, Don Juan en los infiernos o Remando al viento. El origen de su carrera cinematográfica está, precisamente, en su producción literaria, que en la década de los sesenta compaginaba con el periodismo. Cuando algunas de sus obras —como Ditirambo (1968) o Trece veces trece (1966)— fueron llevadas al cine con éxito, esto animó a Suárez a probar suerte tras las cámaras, labor que ha simultaneado desde entonces con la literatura. Empatado con él en el segundo puesto encontramos a un autor consagrado: Juan Marsé, ganador entre otras distinciones del Premio Cervantes y del Premio Nacional de Narrativa. Sus novelas, donde la ciudad de Barcelona es casi un personaje más, se enmarcan en la
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Eva Díaz Riobello. Escritores en el cine
España de la posguerra y se caracterizan por un marcado realismo social. El cineasta Vicente Aranda ha adaptado nada menos que cuatro de ellas: la primera fue La muchacha de las bragas de oro en 1980, seguida de Si te dicen que caí (1989), El amante bilingüe (1993) y, más recientemente, Canciones de amor en Lolita’s Club (2007). También destaca la adaptación que filmó Fernando Trueba de El embrujo de Shanghai en 2002.
A su vez, la escritora y guionista Elvira Lindo coincide en el quinto puesto con Eduardo Mendoza. Aunque ha colaborado en el guión de numerosas producciones, sólo cinco de sus novelas han sido adaptadas a la gran pantalla, tres de ellas sobre las aventuras de su personaje infantil más querido, Manolito Gafotas. También dos de sus libros para adultos se han transformado en largometrajes: El otro barrio (2000) y Una palabra tuya (2008).
Espadachines y detectives En tercer lugar no podía faltar uno de nuestros escritores más internacionales, Arturo Pérez-Reverte, con un total de siete novelas convertidas en películas. La primera de ellas, El maestro de esgrima, fue llevada al cine por Pedro Olea en 1992, con un reparto estelar que encabezaban Joaquim Almeida y Assumpta Serna. Su buena acogida permitió a Reverte dedicarse de lleno a la literatura con un gran éxito. Famosas son las adaptaciones de La tabla de Flandes (1994), Cachito (1996) o las más recientes Alatriste (2006), basada en la saga de aventuras del espadachín homónimo a quien encarnó el actor Viggo Mortensen, y La carta esférica (2007), con Carmelo Gómez y Aitana Sánchez-Gijón. Mención aparte merece la particular versión que Roman Polanski hizo de su novela El club Dumas en el largometraje La novena puerta (1999), donde sólo adaptaba una parte de la trama. El género negro siempre ha dado grandes historias para el cine y, en el caso de la literatura española, no podían faltar los investigadores privados y los casos sin resolver en sus filas. Es el caso de una de las adaptaciones más celebradas del escritor catalán Eduardo Mendoza: La cripta, con José Sacristán y basada en la novela El misterio de la cripta embrujada, primer título de una exitosa saga protagonizada por un detective sin nombre. En total, cinco de las novelas de Mendoza han sido adaptadas a la gran pantalla, entre ellas dos de sus títulos más importantes: La verdad sobre el caso Savolta (1978) y La ciudad de los prodigios (1999).
El club de las tres películas Cerramos la lista con el empate de cinco importantes autores cuyos libros han sido llevados al cine en tres ocasiones. Pese a la prolífica obra de Antonio Muñoz Molina, sólo hemos podido disfrutar de tres adaptaciones cinematográficas de sus novelas: El invierno en Lisboa (1990), Beltenebros (1991) y Plenilunio (2000). De Antonio Gala hemos podido ver convertidas en películas La pasión turca (1994) y Más allá del jardín (1996), así como su obra teatral Los buenos días perdidos (1975). Junto a ellos encontramos al autor madrileño Lorenzo Silva, que obtuvo una gran acogida de crítica y público con su libro La flaqueza del bolchevique, a cuyos protagonistas encarnarían los actores María Valverde y Luis Tosar. Las aventuras policiacas de sus agentes Bevilacqua y Chamorro han sido llevadas al cine en dos ocasiones: El alquimista impaciente (2002) y La niebla y la doncella (2017). Muy celebradas fueron también las adaptaciones de las novelas Todo es silencio (2012) y El lápiz del carpintero (2002), del escritor gallego Manuel Rivas, así como el largometraje basado en su cuento La lengua de las mariposas (1999), que además le valió un Premio Goya al mejor guión adaptado. Por último, el escritor y guionista vasco José Luis Olaizola, especialmente reconocido por sus obras de literatura infantil y juvenil, ha visto adaptados tres de sus libros: La paloma azul (1980), Dos mejor que uno (1984) —basada en su novela El señor del huerto— y La guerra del general Escobar (1984), con la que ganó el Premio Planeta.
Las escritoras más adaptadas En este tramo del ranking también encontramos a dos autoras españolas. La madrileña Almudena Grandes figura en cuarta posición, por detrás de Reverte, ya que seis de sus relatos y novelas han sido llevados al cine. Muchos recordarán aún la tórrida adaptación de Las edades de Lulú que dirigió Bigas Luna en 1990, con la actriz italiana Francesca Neri en el papel principal; o la interpretación de Ariadna Gil en Malena es un nombre de tango (1999). Más recientemente hemos podido ver la adaptación de sus novelas Atlas de geografía humana (2007) y Castillos de cartón (2009).
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Los autores clásicos en el cine Resulta curioso comprobar cómo los cineastas españoles han acudido con más frecuencia a los clásicos de nuestra literatura en busca de inspiración que a los escritores contemporáneos. Un vistazo a los registros de nuestra filmografía revela que el autor español más adaptado de nuestras letras ha sido el dramaturgo alicantino Carlos Arniches —autor de una extensísima obra teatral y renovador del género de la comedia—, con nada menos que treinta y nueve obras llevadas a la gran pantalla. Al igual que el también dramaturgo Alfonso Paso, segundo
adaptaciones cinematográficas, si bien diez de ellas son todas versiones de su obra más famosa, Don Juan Tenorio.
Fotograma de la película Los santos inocentes, dirigida por Mario Camus.
en la lista con veintinueve adaptaciones, Arniches supo plasmar en sus obras los ambientes castizos de la época, y sus textos —entre los que destacan títulos como La señorita de Trévelez o Noche de Reyes— gozaron de una inmensa popularidad durante las primeras décadas del siglo XX, tanto en los teatros como en los cines. En tercer lugar encontramos a una escritora: Luisa María Linares. Aunque hoy su nombre haya caído en el olvido, fue una exitosa autora de novela romántica y de aventuras, con más de una treintena de títulos publicados entre 1939 y 1983. Sus novelas, como Soy Salomé la magnífica o En poder de Barba Azul, fueron convertidas en películas hasta en veintitrés ocasiones. Le sigue muy de cerca el escritor gallego Wenceslao Fernández Flórez con veintiuna novelas adaptadas, entre ellas la inolvidable El bosque animado. Cervantes, en quinto puesto Llegamos por fin a nuestro autor más universal: Miguel de Cervantes. De sus libros se han rodado un total de dieciséis adaptaciones, la mayoría de ellas de su obra maestra, Don Quijote de La Mancha. La más reciente fue una versión de dibujos animados, si bien en 2002 pudimos ver al actor Juan Luis Galiardo encarnando al ingenioso hidalgo y a Carlos Iglesias en el papel de Sancho. También se han rodado películas basadas en obras menores de Cervantes, como La gitanilla o La ilustre fregona. Los autores de teatro copan el siguiente tramo de la lista. Por un lado, en sexto lugar, encontramos empatados a dos prestigiosos dramaturgos: el premio Nobel Jacinto Benavente (Pepa Doncel, Vidas cruzadas) y un referente del teatro del absurdo, Enrique Jardiel Poncela (Usted tiene ojos de mujer fatal, Eloísa está debajo de un almendro), ambos con quince obras teatrales llevadas al cine. Mientras, en séptimo lugar, con trece adaptaciones, se encuentran Miguel Mihura y Armando Palacio Valdés, seguidos por José Zorrilla en octavo puesto con doce
Del cine a la televisión Cerramos la lista con tres grandes representantes de la literatura contemporánea. En noveno puesto, Benito Pérez Galdós, cuyas novelas de profunda crítica social han sido llevadas al cine en once ocasiones. La más reciente fue la versión de El abuelo que dirigió en 1998 el cineasta José Luis Garci, con Fernando Fernán Gómez en el papel principal. En décimo y último lugar vuelve a haber dos escritores igualados: Miguel Delibes, de cuyas novelas se han rodado un total de diez películas, entre ellas Los santos inocentes, cinta que ha pasado a la historia del cine por la magnífica actuación de Paco Rabal y Alfredo Landa, que les valió el premio a la mejor interpretación en el Festival de Cannes; y Federico García Lorca, también con diez obras adaptadas. La más reciente de ellas es La novia (2015), una versión de Bodas de sangre dirigida por Paula Ortiz, que el año pasado estuvo entre las cintas preseleccionadas por la Academia de Cine para representar a España en los Oscar. En los últimos tiempos se advierte una tendencia cada vez mayor a adaptar las obras de escritores actuales a la televisión en forma de miniseries, un formato que parece adecuarse mejor a la extensión y desarrollo de los libros. Así ha ocurrido con novelas como El tiempo entre costuras, de María Dueñas, Víctor Ros, de Jerónimo Salmerón, o La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, todas ellas precedidas por un gran éxito de ventas. A su vez, el cine nacional sigue alimentándose de la literatura patria, con más avidez si cabe ahora que las posibilidades técnicas y visuales son mayores. De hecho, en la última edición del Festival de Sitges, dos de las películas que levantaron más expectación entre el público eran adaptaciones de dos novelas de género: Musa, basada en La dama número trece de José Carlos Somoza, y La piel fría, de Albert Sánchez Piñol. Está claro que esto no es el Fin de la simbiosis entre el cine y la literatura española, sino un prometedor Continuará.
Eva Díaz Riobello (Avilés, 1980) es licenciada en Periodismo y en Literatura Comparada. Trabaja en comunicación y es colaboradora habitual de la cadena SER. Es autora del libro de cuentos Susu-
rros en el tejado (Alhulia) y con las Microlocas ha publicado La aldea de F. (Punto de Partida) y Pelos (Páginas de Espuma).
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Tres lazarillos fílmicos y otros casos Por Manuel España Arjona Uno de los aspectos más interesantes de las adaptaciones fílmicas es la perspectiva escogida para materializar en imágenes el material literario. En las obras clásicas, cuya profundidad, entre otros aspectos, viene dada por los múltiples significados subyacentes, la perspectiva elegida para una adaptación anula al instante otras posibles interpretaciones. En estos casos, la adaptación es una lectura más entre tantas, discutible, irreverente, subjetiva, enriquecedora, ilustrativa; lo que ustedes quieran, pero, en el fondo, una interpretación que reitera otra ya existente, que propone nuevas vías interpretativas, que manipula el texto matriz con el objetivo de satisfacer necesidades extraliterarias (políticas, sociales o económicas), o que simplifica los textos clásicos reduciéndolos a la pericia, como si estos fuesen únicamente una colección de viñetas destinadas a nutrir las escenas fílmicas. Las adaptaciones del Lazarillo de Tormes (1554), novela anónima que, grosso modo, inauguraría el fecundo género de la picaresca, ejemplifica muy bien lo que apuntamos. Sin llegar al horror vacui de El Quijote (existen quijotes para todos los gustos e ideologías), en el cine, la televisión e internet hay muestras suficientes para analizar las preferencias interpretativas e ideológicas resultantes. Entre las producciones más modestas y proyectos en ciernes, se encuentran El lazarillo de Tormes de TVE, una adaptación infantil de Carmina Morón, dirigida por Gerardo N. Miró para la serie Nuestro amigo, el libro (1964-1966); El lazarillo de Tormes (2015) de Pedro Alonso Pablos, un corto para la plataforma Filmin, que se limita a ilustrar algunas de las aventuras más reconocibles de la novela (las acaecidas con el ciego sobre todo); y el Lazarillo Z: matar zombies nunca fue pan comido (2011) de Yoyi Molina y Zoe Berriatúa. Aunque de esta última adaptación sólo se rodara el teaser (estrenado en el Festival de Sitges), hay elementos suficientes para calibrar el invento. Bebe de la moda zombie, un vi-
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Fotograma del cortometraje El lazarillo de Tormes, dirigido por Pedro Alonso Pablos
rus posmoderno que amenaza con infectar en nuestros días cualquier obra clásica (Quijote Z, Orgullo y prejuicio y zombies, La casa de Bernarda Alba zombie, Alice in Zombieland, etc.). Asimismo, adapta la novela homónima firmada por el propio Lázaro González Pérez de Tormes; un homenaje al personaje adulto, que otras adaptaciones, como ahora veremos, habían menospreciado. Se trata, en suma, de un juego gamberro y deconstructivo que busca entretener a los fans carpetovetónicos del género que inventara George A. Romero. Altas dosis de humor, de aventura, de sangre y de muertos vivientes del siglo XVI son los condimentos de este amago que, por falta de financiación, no ha tenido aún la fortuna de exhibirse completa en las salas de cine. Más interesantes son las dos adaptaciones televisivas: una animada y otra en código de ciencia ficción. La primera es una modesta coproducción de Euskal Telebista y Canal Sur Televisión, con guión de Joxean Muñoz y Mitxel Murua, y dirección de Juanba Berasategi. El lazarillo de Tormes (2013) narra las aventuras de un astuto crío y un ratón; ambos intentan zafarse de las garras del pregonero (y del obeso gato Moisés), una suerte de exterminador obsesionado con limpiar la ciudad de Salamanca de roedores y mendigos. En su huida, son ayudados por María, una chiquilla al servicio del arcipreste de San Salvador. Será a ella a quien Lazarillo le cuente algunos tramos de su vida. La forma vivaz y sazonada de narrar sus aventuras cautiva a Ma-
ría, generándose una atracción que terminará emparejándolos felizmente. Es una simpática adaptación sobre la que no hay que cuestionarse demasiado sus profundos cambios, pues estos están lógicamente determinados por el público infantil. El estupendo guión descansa en la pericia (más ingeniosa a veces que la de la propia novela) y en crear un simpático lazarillo con rasgos más de héroe que de resignado antihéroe. Se impone un happy end que prescinde de la estructura epistolar, del famoso caso (un ménage à trois entre Lázaro, su mujer y el arcipreste) y de la irónica cumbre de la buena fortuna que alcanzara Lázaro. Es una animación de carácter pedagógico que rescata, curiosamente, la figura de la madre como ninguna otra adaptación había hecho hasta el momento, o que busca transmitir determinados valores entre los niños, como, por ejemplo, la comprensión hacia aquellos seres que, obligados por el hambre, no tienen más remedio que ingeniárselas con pequeñas triquiñuelas para sobrevivir. En 2015 se emitió en TVE un nuevo episodio de la aclamada serie de los hermanos Olivares, El ministerio del tiempo. «Tiempo de pícaros», que así se titulaba, adapta parte del Lazarillo de Tormes. En un nuevo caso que resolver por los viajeros del tiempo (Julián, Amelia y Alonso de Entrerríos), la acción se traslada a 1520, donde se oculta como corregidor real de Salamanca un corrupto empresario de nuestros días. Allí se toparán con Lázaro, un cómico afín a las ideas de los comuneros de Castilla, al que tendrán que salvar para que el Lazarillo de Tormes no desaparezca con su muerte. El episodio problematiza la manida discusión sobre la autoría de la novela anónima. Entre los nombres barajados (Juan de Ortega, Diego Hurtado de Mendoza, Juan de Valdés, entre otros), los guionistas proponen al propio Lázaro como autor. A más de un hispanista le hubiera dado un síncope si la inverosímil propuesta hubiese sido cierta. Filológicamente no se sostiene, pero tampoco importa. El capítulo es ingenioso y revi-
taliza inteligentemente la novela. Lázaro cobra protagonismo como modesto titiritero y, a modo de guiño literario, les resume a los funcionarios del tiempo el «Tratado Primero» (su nacimiento y algunas aventuras con el ciego). Quitándose importancia (cómo la vida de un simple comediante podría importarle a alguien cuando las novelas de caballerías monopolizaban el gusto de los pocos lectores de la época), Lázaro es influenciado por la decimonónica Amelia para que traslade por escrito su vida. De nuevo, como sucedía con la animación, es un personaje femenino el que incita a Lázaro a que cuente sus aventuras.
Cartel de la película El lazarillo de Tormes, dirigida por Florian Rey
Para la primera adaptación fílmica del Lazarillo de Tormes hay que viajar, en cambio, hasta 1925. Se trata, paradójicamente, de un film mudo. Lázaro adulto, Vuestra Merced, el caso y la estructura epistolar son omitidos. La novela anónima, que le otorgaba protagonismo, voz y perspectiva a un personaje de ínfima escala social, queda así cercenada.
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Manuel España Arjona. Tres lazarillos fílmicos y otros casos
La cinta, dirigida por Florián Rey, está hoy desaparecida. Pese a ello, contamos con algunos fotogramas, carteles y sinopsis que permiten recrearnos una idea cabal de su argumento. La trama, según recoge el historiador Agustín Sánchez Vidal en su ensayo El cine de Florián Rey (1991), gira en torno a la disputa de dos pueblos colindantes (Romeral y Romerilla) por la figura de una Virgen. En este marco, dos jóvenes se enamoran, con la desgracia shakesperiana de que cada uno de ellos pertenece al pueblo rival. El Lazarillo, que mantiene una tierna relación con la joven, maestra y tutora del chicuelo, auspicia sus encuentros furtivos en la ermita de la Virgen. Tras un malentendido, la figura desparece y cada pueblo atribuirá la pérdida a su vecino, aumentándose así las ya tensas relaciones. Felizmente, el conflicto se soluciona con el artificio del deus ex machina: la figura reaparece en el cruce de caminos de los pueblos rivales, proporcionando la concordia entre los habitantes de Romeral y Romerilla.
Cartel de la película El lazarillo de Tormes, dirigida por Marco Paoletti
Como reza en el cartel, el film de Florián Rey está únicamente inspirado en la novela anónima. Se adapta sólo el «Tratado Primero»: la treta del jarrón de vino y la pajita, la falsa longaniza y el topetazo del ciego contra el poste (un árbol en la adaptación). En realidad, para la trama fílmica la novela no interesó demasiado. Únicamente se necesitaba un texto que proporcionara el personaje de un crío para sacar a relucir a Alfredo Hurtado Pitusín, la verdadera apuesta del film. La presencia del actor era sinónimo de éxito (fue uno de los primeros actores del star system hispánico), pues se codeaba en importancia con Minutiyo (el Bout-de-
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Zan de la Gaumont) o Jackie Coogan (el pequeñajo que acompañaba a Charles Chaplin en The Kid). El Chiquilín español, como también se le conocía, era fruto del gusto de la época por la ternura y el gracejo interpretativo de estos niños prodigio. Lo que interesaba, por tanto, era explotar económicamente el filón de Pitusín y el Lazarillo de Tormes fue la excusa perfecta. En 1959, la revitalización de esta moda colocó de nuevo al Lazarillo de Tormes en la pantalla grande. Parece que fue el Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica el que impulsó nuevamente la corriente de los niños prodigio, pero la crudeza del neorrealismo italiano influye muy poco en la edulcorada adaptación de César Fernández Ardavín. La adaptación, protagonizada por Marco Paoletti, se basa en otros códigos. Son los que se inauguran en España con el fulgurante éxito nacional e internacional de Marcelino, pan y vino de Ladislao Vajda, que situaría al angelical Pablito Calvo como una de las promesas interpretativas de los cincuenta. Es un cine excesivamente sentimental, sin crítica social y condimentado de ideales cristianos. Con estos ingredientes, Ardavín crea un lazarillo afín al franquismo, de ahí que se maquillen, se modifiquen, se supriman o se amplifiquen los tratados de la novela en función de la ideología dominante. Lázaro adulto desaparece y el caso sufre una curiosa transformación: en vez de un problema de cuernos, el arrepentido Lazarillo confiesa un delito penal al cura del lugar, atajando así los engaños de los falsos bulderos del «Tratado Quinto». Curiosamente, la denuncia del delito no se produce bajo secreto confesional, eximiendo a la institución eclesiástica de atentar contra sus principios. La novela epistolar se transforma de este modo en una película confesional con dos claros mensajes: deber cristiano y deber cívico. Por un lado, el Lazarillo redime ante la iglesia una vida de «pecados»; y por otro, delata como «buen» ciudadano a los malhechores que se atreven a infringir el orden establecido. En resumen, se trata de un lazarillo franquista que funciona perfectamente como modelo de comportamiento. Esta manipulación político-social subvierte incluso la médula ósea de la novela: la película, que contó con dos versiones (una para el extranjero y otra para la península) y que ganó el Oso de Berlín a la mejor película extranjera (arrebatándole el premio a Al final de la escapada de Godard o a Pickpocket de Bresson), condena sin ambages el hambre, colocando al comienzo del metraje una cita de San Agustín que ni el omnipotente Google es capaz de rastrear.
Cartel de la película Lázaro de Tormes, dirigida por Fernando Fernán Gómez
De las adaptaciones de El Lazarillo de Tormes, la más interesante es la de Fernando Fernán Gómez. Supo como ningún otro comprender a Lázaro, dándole voz, expresividad escénica, dignidad y complejidad narrativa. Aunque, por motivos de salud, el rodaje lo compartiese con José Luis García Sánchez, el mérito es atribuible casi totalmente al polifacético autor hispanoperuano. Fernán Gómez vino rumiando el proyecto casi medio siglo antes. La picaresca había sido uno de sus géneros predilectos. Era, por un lado, un gran lector de la literatura del Siglo de Oro. Y, por otro, solía enlazar su oficio de cómico con los personajes picarescos de Quevedo, Cervantes, Mateo Alemán, Espinel, Salas Barbadillo o del anónimo de 1554. Él mismo nació entre bambalinas; su madre, Carola Fernán Gómez, lo trajo al mundo en medio de una gira por Latinoamérica; esto explica que naciese en Lima, fuese inscrito en Buenos Aires y desarrollase gran parte de su carrera en España. Parafraseando al cómico latino, a Fernán Gómez de la vida de los pícaros nada le era ajeno: el hambre, las itinerancias, el servicio a varios amos, el ingenio, el abuso de poder, la corrupción, etc. Escribió el ensayo Historias de la picaresca; imitó notablemente el estilo del género
en su novela Oro y hambre, y, en los años setenta, se estrenó como showrunner con la joya televisiva El pícaro, donde adaptó varias obras picarescas (Estebanillo González, Rinconete y Cortadillo, La hija de Celestina, Marcos de Obregón, etc.) y creó al simpático Lucas Trapaza, uno de los personajes más humanos y redondos de la televisión de aquellos años. Con este bagaje estrena en el 2001 la que será su última película: Lázaro de Tormes. En ella adapta su obra de teatro homónima, que a su vez adaptaba la famosa novela áurea. El título es ya de por sí bastante elocuente. Por primera vez los tratados de la novela son secundarios y lo que realmente cobra protagonismo es el caso. De esta forma, Fernán Gómez bucea en la ambigua dignidad del personaje adulto, desarrollando un presente desde el que Lázaro es juzgado (Vuestra Merced se transforma en la adaptación en un tribunal de justicia) y desde el que Lázaro, como un juglar (un papel destinado, como no podía ser de otro modo, a Rafael Álvarez El Brujo), relata su vida ante un público fascinado con sus habilidades interpretativas. Narrativamente, la película es una matrioshka, donde el espectador disfruta con los relatos perfectamente encajados unos en otros y con las dosis alternantes de las fortunas y adversidades de la niñez de Lázaro. Llama la atención la interpretación (correcta o no, esto depende de la crítica) del «Tratado Cuarto»: sin sutilezas, Fernán Gómez interpreta el breve fragmento (aquello de «romper zapatos» y «las cosillas que prefiere no decir») como abusos sexuales a un menor. En definitiva, Fernán Gómez comprende la humana resignación de Lázaro (hecho que no se había producido en las demás adaptaciones), sobre todo al situarlo en un contexto donde la hipocresía de los poderes fácticos —el eclesiástico, el jurídico y el civil— queda desenmascarada. Quizás con la intención de que, como el cine es un arte de masas, la verdad del Lazarillo de Tormes «venga a noticia de muchos y no se entierre en la sepultura del olvido».
Manuel España Arjona es doctor en Filología Hispánica, máster oficial en Gestión del Patrimonio Literario y Lingüístico y máster universitario en Formación del Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato. Ha publicado diversos artículos sobre ciine y literatura en revistas especializadas como Making of o Sesión no numerada.
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Vicios propios Paul Thomas Anderson en diálogo con Thomas Pynchon Por David Aliaga En un elegante salón, el senador Crocker Fenway observa al fumador de marihuana con aire de surfista venido a menos llamado Doc Sportello. En el cuerpo del actor Joaquin Phoenix, con la melena enmarañada, ropa ancha y las plantas de los pies negras de andar descalzo por Los Ángeles, el protagonista de Vicio propio (o Puro vicio, en la menos afortunada traducción española de su adaptación cinematográfica) se convierte en la constatación física de una intromisión indeseable en la burbuja dorada del Capital. Sportello se ha visto arrastrado por su expareja a una confusa búsqueda que lo ha conducido tras un objetivo no siempre muy claro y a través de espacios a veces brumosos y a veces deslumbrantes, pero siempre sórdidos, hasta la mesa de Fenway. El senador lo observa desde una alteridad firme y absoluta —el establishment frente a esos cuyos nombres no es necesario recordar; la jet set en oposición a los muertos de hambre— y pronuncia la frase que vendría a resumir no sólo la novela, sino la obra que Thomas Pynchon ha estado escribiendo desde hace más de cinco décadas: «A las personas como tú os perdimos el respeto cuando pagasteis la primera factura». Contra pronóstico, en escenas como el encuentro entre Sportello y Fenway, el largometraje logra que el lector llegue a escuchar superpuestas las voces de Thomas Pynchon y Paul Thomas Anderson narrándonos la misma historia. A pesar de que la película traduce al lenguaje cinematográfico las pesquisas del desgraciado Sportello y se permite variaciones respecto a la trama, se deja ver como una lectura apegada a la novela de la que parte, que no es tomada como excusa creativa o reclamo comercial, sino que es objeto de interpretación y diálogo. Si se trataba de rodar una cinta que pudiese proyectarse en las salas de cine de los centros comerciales, Vicio propio ofrecía la posibilidad más fácil de tomar prestado el título, la estética de la decadencia
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de los hippies, al detective colgado, la femme fatale y su trama detectivesca y armar un noir en el que lo importante fuese averiguar quién asesinó al mayordomo (o, en este caso, al neonazi que hacía de guardaespaldas del promotor inmobiliario judío). En cambio, la película aspira a ser una traducción del libro explotando los recursos propios del séptimo arte. El respeto por la obra de Pynchon se hace evidente en la elección de algunos fragmentos reproducidos de manera exacta en la cinta, ya desde la secuencia inicial, en la que la voz de Sortilège (Joanna Newsom) nos lee las primeras frases de la novela. Pero donde el diálogo entre Vicio propio y Puro vicio cobra mayor interés es en la elección de recursos audiovisuales para trasladar a la pantalla la singularidad literaria de la novela. Quizá la concepción de la película como interlocución de la obra literaria es lo que ha llevado a los especialistas en cine a ser severos en su valoración de la obra de Anderson («material vacuo, insoportable, absurdo» según Carlos Boyero o «confinada en el libro» para Richard Brody). Para un lector obsesionado con los textos de Pynchon como yo, pero al mismo tiempo reacio a cualquier forma de ortodoxia, la adaptación de una de sus novelas no era tanto el pretexto para chasquear la lengua con desprecio autosuficiente y criticar el resultado — fuese cual fuese— por impreciso, como la oportunidad de acercarse a través de otros estímulos expresivos — ante los que me siento más ignorante y, por lo tanto, más expuesto— a la historia concebida por el autor neoyorquino. Me planteé el visionado de la cinta de Anderson como una invitación a asistir a la forma en la que Thomas Pynchon hubiese concebido la fotografía, los movimientos de cámara o el sonido para su novela. Sin Pynchon, pero a partir de su propuesta textual, que Anderson demuestra haber estudiado notablemente. El desconcierto que suele producir la dispersión argumental habitual en sus obras, más evidente en El arco iris de gravedad o Contraluz que en Vicio propio, emana
Cartel de la película Puro vicio, dirigida por Paul Thomas Anderson
en la película de la continua aparición inopinada de nombres y personajes y el contraste entre escenarios. El desfile de rostros y corporaciones, las luces y decorados radicalmente cambiantes, la suposición de que el espectador ya conoce algo que es muy probable que no conozca… buscan reproducir la tensión narrativa pynchoniana así como el hábito del autor de maltratar al lector azotándole con un texto que es imposible abarcar con una sola lectura. El regusto arquetípico de la estética, desde el vestuario hasta los cortes de pelo, remite también a la querencia de Pynchon por tomar una realidad pop muy reconocible como punto de partida de sus laberínticas tramas. Quizá sólo la banda sonora se aparta de lo pynchoniano, al optar por intérpretes actuales en lugar de haberla configurado a partir de los discos que el escritor podía haber escuchado a finales de los setenta, época en la que ambientó la novela. Con todo, el mayor acierto de Puro vicio en cuanto que adaptación de la obra de Pynchon es que, del mismo modo que sucede con Vicio propio, los recursos estéticos, la estructura, la caracterización, los escenarios… están al servicio de un acto político. Autor de culto, críptico o sobrescrito; personaje del pop underground contemporáneo, icono del gafapastismo mainstream o un desconocido para la mayor parte de la población mundial, la identidad de Thomas Pynchon como creador es sobre todo la de una voz contracultural de oposición al neoliberalismo y a la fagocitación del individuo. Sus obras retratan con distintos personajes y argumentos la oposición de un Ellos omnipotente y omnipresente, el culto al gran dios Dinero, al yo de los nombres propios escritos en los encabezamientos de las facturas de la luz. Ese Ellos se opone a los protagonistas pynchonianos, individuos que de manera consciente o inconsciente aspiran a la libertad de ser y que, como mucho, se integran en un nosotros con minúscula, un pequeño grupo irredento integrado por ciudadanos invisibiliza-
dos, como R.E.S.T.O.S. (La subasta del lote 49), o marginados y desacreditados como la blogger March Kelleher (Al límite) o el drogadicto arrepentido Coy Harlingen (Vicio propio). En la narrativa de Pynchon está siempre presente el desarrollo de una cruzada de Ellos contra el individuo, del control contra la libertad, del tener contra el ser. En sus textos marcados por el maccarthismo y el consumismo, el control estatal y el exceso de poder del capital, la singularidad identitaria es un ejercicio de resistencia e insumisión, a menudo, la única posible (cuando lo es). Ser el desgraciado Doc Sportello es quizá la única posibilidad de Doc Sportello de ser. Y ese juego de contrarios, de perseguidores y perseguidos, de malvados afortunados y afables perdedores se aprecia en la adaptación de Paul Thomas Anderson, que frente a la pantalla logra situarnos ante el discurso elaborado por Pynchon y, como el escritor neoyorquino, nos obliga a tomar partido cuando un senador impolutamente vestido, en el salón de un hotel o un club de campo, mira con desdén al tipo malvestido que es capaz de renunciar a su recompensa con tal de que quienes manejan la libertad y las vidas permitan al arrepentido Coy Harlingen regresar a casa con su mujer y su hija.
David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) es licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona y máster en Humanidades con especialidad en Literatura Contemporánea por la Universitat Oberta de Catalunya. Ha desempeñado el oficio de editor para diversos sellos europeos. Es autor de los libros de relatos
Y no me llamaré más Jacob (La Isla de Siltolá, 2016) e Inercia gris (Base, 2013), y de la novela Hielo (Paralelo Sur, 2014). Colabora habitualmente con las revistas Librújula, Mozaika y Quimera.
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La plaza del Diamante, un sueño de clase
Por Pablo Pérez Rubio Entre 1982 y 1983 se produjeron en España películas y series de televisión (o, en algunos casos, ambas) como Los gozos y las sombras (Rafael Moreno Alba, 1982), Juanita la Larga (Eugenio Martín, 1982), Crónica del alba (Antonio José Betancor, 1983), Las pícaras (varios realizadores, 1983), La colmena (Mario Camus, 1982) o La plaza del Diamante (Francesc Betriu, 1982). A ellas seguirían inmediatamente otras conocidas adaptaciones de Valle-Inclán, Villalonga, Vázquez Montalbán, Pardo Bazán, Arturo Barea, Delibes o Sagarra, entre otras. Ello fue posible en aquellos años de la transición política española porque a la vez se vino a producir, y en paralelo, una transición cinematográfica, marcada por dos jalones legislativos propiciados por dos Gobiernos de signo político distinto. En el primero, el último Ejecutivo de UCD firmaba, tras una exigente negociación con la industria del cine, el llamado «decreto de los 1300 millones de pesetas», que regulaba la relación entre esta y Televisión Española y posibilitaba la financiación de películas y series con destino a ser emitidas por la cadena pública, en aquel momento la única existente. El segundo vino, tras la victoria del PSOE, con la promulgación en diciembre de 1982 de la conocida como ley Miró, cuyo propósito era colocar al cine español a la altura de los estándares europeos eliminando las prácticas fílmicas que podían considerarse residuos del pasado, como los subproductos y el celuloide postfranquista1. Entre otras cosas, ambas iniciativas tuvieron como consecuencia el nacimiento de un nuevo modelo fílmico institucionalizado que tenía no pocos precedentes en la historia del cine español —y muy especialmente durante el primer franquismo, aunque con una dimensión ideológica e industrial bien diferente—: el del cine 1. Este texto es una reelaboración de un epígrafe de mi artículo «Un sueño de clase. Rodoreda en la pantalla», Turia, número 87, Teruel, junio-octubre de 2008, págs. 210-216.
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literario de qualité, quizá ahora inspirado en las formas propuestas por la BBC británica, que buscaba a la vez dar satisfacción a un nuevo público instruido de clase media y recaudar para España éxitos en los certámenes internacionales especializados. Un modelo que se cimentará, mediante una relativa holgura en los medios de producción, en la búsqueda de ese citado estándar internacional: presencia de actores de cierto renombre provenientes de la gran pantalla, recreaciones históricas pertinentes (ambientación, decorados, vestuario y atrezzo, banda sonora) y apoyo narrativo en obras de algunos de los autores literarios de mayor prestigio intelectual, que transita desde los grandes nombres del realismo decimonónico hasta escritores del exilio, antes silenciados y ahora rehabilitados, como Sender, Barea y Rodoreda. De esta operación dimana una tendencia fílmica dominante que podríamos denominar «caligrafismo academicista»; una vía que apuesta por el esteticismo, la corrección formal, la interpretación plana de la historia reciente de España, el didactismo, el decorativismo y la lectura literal de los originales novelescos. Por supuesto, existen los matices y las excepciones, y quizá sea La plaza del Diamante la más notoria de todas ellas. De hecho, su realizador, Francesc Betriu, llevaba ya varios años trabajando en la adaptación de la obra de Mercè Rodoreda cuando el citado decreto abrió el complicado camino para su conversión, a la vez, en una película para salas comerciales (estrenada en marzo de 1982) y en una miniserie destinada a ser emitida por TVE en 1983; no se trata, por tanto, de una apuesta coyuntural que aprovechara las favorables circunstancias del momento, como sí ocurriría después con el propio Betriu en Réquiem por un campesino español (1985), sino de un antiguo proyecto «de autor» que encontró en esa coyuntura favorable la vía idónea para tomar cuerpo. En ese sentido, no está de más entender La plaza del Diamante como una productiva continuación de la apuesta del director por la alegoría sobre la condición «de clase» apuntada en las anteriores y lúcidas Furia es-
pañola (1975) y Los fieles sirvientes (1980), y cimentada en una atinada reinterpretación de materiales populares propios de la tradición española. La novela de Rodoreda generaba no pocos problemas de adaptación, el principal de los cuales era la manera de resolver fílmicamente el hecho de que sea un texto narrado en primera persona y que además ello fuera precisamente uno de los mayores atractivos del relato previo. El director encaró el reto mediante una operación que se bifurcaba en varias direcciones. La primera de ellas fue el respeto a ese punto de vista de la narradora Natalia-Colometa. En el film, como en la novela, es ella quien «hace saber» y «hace ver» y se convierte en la conductora narrativa de la totalidad de las secuencias. El punto de vista (ese lugar desde el que se mira) del narrador está, pues, identificado con el punto de vista cognitivo de la protagonista, de manera que toda la información «visible» está filtrada narrativamente por ella, «focalizada» (según la terminología de Gérard Genette) internamente en ella. Lo cual no supone, necesariamente, una «ocularización» de ese punto de vista: el espectador no ve en el encuadre lo que ve Colometa, sino que, narrativamente, y merced a una estrategia fílmica de mediación, ve «a través de ella». La segunda de las estrategias es la inclusión periódica de la voz over de la chica, que reproduce el flujo interior de sus pensamientos y que, por lo general, está constituida por fragmentos literarales de la novela. La tercera —y más interesante desde el punto de vista expresivo— es la dotación al relato de una productiva red semántica mediante el uso de un entramado simbólico que lo impregna de una extraña e inconstante belleza. El propio Betriu reconocía en una vieja entrevista que incorporar al film la voz over de la protagonista «fue la decisión más importante. Yo conocía el trabajo literario hecho por otros realizadores que habían intentado adaptar la novela al cine y todos trataban de soslayar el hecho innegable de que la obra original está contada en primera persona. Nosotros, al incorporar esa voz interior de la protagonista, quisimos hacerlo de forma deliberadamente ostentosa. [...] Se me planteaba como un proceso de investigación de una serie de posibilidades expresivas»2. La solución permite, en primer lugar, alcanzar cierto grado de economía narrativa y resolver el problema (sobre todo en la versión para 2. Juan Miguel Company, Vicente Ponce y Jenaro Talens, «Todo en ti es naufragio. Entrevista con Francesc Betriu», Contracampo, número 30, agosto-septiembre de 1982, págs. 21-28.
el cine) de reducir a dos horas escasas de proyección el ingente y rico material previo propuesto por Rodoreda: el recitado de unas líneas de la novela por parte de Silvia Munt evita desarrollar visualmente ciertas secuencias. Pero, además, resulta ser una lección de fidelidad no a la literalidad de la obra, sino a su espíritu y a su creación de sentido. La plaza del Diamante es un recorrido interior y subjetivo por el tiempo (los algo más de veinte años que transcurren entre el final de la dictadura de Primo de Rivera y los comienzos de la década de 1950) que ilustra la sensación de extrañamiento vital de Colometa («Lo que me pasaba es que no sabía muy bien por qué estaba en el mundo») y su silencioso y estoico sometimiento a las circunstancias sociales, políticas y culturales que determinan su existencia. Natalia termina siendo una suerte de lectora de su propia vida, la que otros (padre, jefe, maridos, régimen) escriben por ella, y ese monólogo interior activa en el relato fílmico el flujo psíquico de una experiencia existencial vivida pasivamente, pero no de manera irreflexiva o insensible. La plaza del Diamante es la historia de una identidad femenina silenciada: por ello sólo se manifiesta interiormente.
Fotograma de la película La plaza del Diamante, dirigida por Francesc Betriu
En ese sentido, hay en el film un plano de alta trascendencia semántica que divide el relato en dos partes: aquel en el que Colometa, desde la terraza de su casa, «mira» frontalmente a la cámara —rompiendo así uno de los tabúes de la escritura fílmica— y declama, siguiendo casi literalmente sus palabras en la novela:
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Pablo Pérez Rubio. La plaza del Diamante, un sueño de clase
«Tuve que hacerme de corcho con el corazón de nieve, porque si hubiese sido como antes, de carne, que cuando te pellizcan te duele, no hubiese podido pasar por un puente tan alto, tan estrecho y tan largo». Se trata del momento inmediatamente posterior a la recepción por parte de Colometa de la noticia de la muerte de su marido Quimet; el instante en que se cierran a la vez el sueño colectivo de la libertad y el individual de la felicidad. La mujer se dirige ahora dolorosamente al espectador, buscando una empatía emocional (ese «sentirse en el otro») que acerca la narración a los límites de lo melodramático3; recordemos, en este sentido, que los relatos melodramáticos suelen depositar el punto de vista del narrador en el de la víctima —generalmente un paciente personaje femenino— y que buena parte del goce del espectador reside en su predisposición para acompañarla emocionalmente, mediante un efecto de identificación o implicación, en su camino de sufrimiento por un mundo hostil4. Y, al igual que sucede en los melodramas teatrales o fílmicos, la contextualización sociopolítica y existencial está asentada en La plaza del Diamante film sobre la base de la connotación, generalmente redundante, es decir, sobre la creación de un entramado de redes de significados (casi todos ellos presentes ya en el texto de Rodoreda) que dotan al relato de una notable densidad simbólica y de una gran espesura semántica: el osito de juguete que reside en el escaparate de una tienda y que jalona, como espectador privilegiado, la deriva de Colometa; las estrellas que aparecen en momentos culminantes del drama, como el dibujo en el mosaico de un banco del parque Güell que ilustra el noviazgo de la protagonista con Quimet, la nata sobre un pastel durante la celebración popular republicana y la galleta que muerde Colometa y a la que da forma estelar cuando el tendero Antoni le pide matrimonio; la balanza que la chica repasa con el dedo cada vez que sube las escaleras y que simboliza el imposible ascenso a la justicia; la rosa de Jericó que representa la paz espiritual y la fortaleza de ánimo y que la suegra regala a Natalia antes del parto; y, sobre todo, las palomas,
que —en combinación con el apodo de la protagonista— se erigen en alegoría de una promesa de libertad truncada5. Todo ello conforma un fértil catálogo de signos icónicos (símbolos, metonimias, metáforas, indicios) recurrentes y cuyo sentido consolida una suerte de collage audiovisual que refleja el traumático paso del tiempo como transición emocional, a la vez que pone en evidencia la herida moral o constata su fugaz cicatrización (el olvido como sello), y sirve como elipsis significativa del prolongado derrumbamiento de la protagonista y de su posterior recuperación. Así, La plaza del Diamante consigue ser, a pesar de sus carencias y de sus restrictivas condiciones de producción —y de subvención—, una película que se edifica a partir de la novela previa pero que alcanza a tener, mediante estas citadas operaciones de sentido fílmico, un discurso propio: un discurso sobre el tránsito de una clase social a otra (de popular a pequeño-burguesa) que coincide con el tránsito de un régimen político a otro. El plano final, con Colometa durmiendo al lado de su marido en su alcoba aburguesada en pleno franquismo, mientras la cámara se aleja en travelling, contrasta con la escena inicial —el baile popular en la plaza del Diamante— que anticipa la alegría y el vitalismo republicanos y el sueño de libertad: sentimientos que para Colometa no son más que fantasmas de una felicidad ilusoria que nunca alcanza a consumar.
Pablo Pérez Rubio
(Granada, 1963) es autor de una
veintena de libros sobre asuntos cinematográficos, entre ellos El cine melodramático, Voces en la niebla. El cine du-
rante la Transición, Jerry Lewis o Escritos sobre cine español. Tradición y géneros populares. Ha escrito varias monografías sobre asuntos relacionados con el cine aragonés en colaboración con Javier Hernández, además de numerosos artículos en publicaciones culturales y cinematográficas y capítulos de libros colectivos. Recientemente ha publicado su primera obra de ficción: Locos de cine y otros relatos.
3. En un libro tan discutible como el firmado por Antoine Jaime, Literatura y cine en España (1975-1995), Cátedra, Madrid, 2000, pág. 147, se encuadra La plaza del Diamante, junto a Los gozos y las sombras, en el peculiar epígrafe «folletines serios». 4. Pablo Pérez Rubio, El cine melodramático, Paidós, Barcelona, 2004.
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5. «Las palomas son, pues, el correlato simbólico de la condición sometida de Colometa», Juan Miguel Company, «Variaciones sobre un oso de juguete (La plaça del Diamant)», Contracampo, número citado, págs. 15-20.
La poesía del cine de prosa Por Luis Bagué Quílez Pero... ¿hubo alguna vez un «cine de poesía»? A finales de los años sesenta, Pier Paolo Pasolini y Eric Rohmer se enzarzaron en una animada trifulca a propósito de los llamados «cine de poesía» y «cine de prosa». Para el primero, podía rastrearse una suerte de textura lírica en aquel celuloide ansioso de «hacerse notar»: los encuadres artificiosos, la interrupción de la continuidad, la presencia exhibicionista de la cámara o los juegos de montaje revelaban un manierismo que limitaría con esa voluntad transgresora que —a falta de mejor nombre— llamamos «poesía». El paciente francés Eric Rohmer respondió al flamígero italiano con argumentos que abogaban por una visión menos apocalíptica del séptimo arte: según Rohmer, el cine constituía un artefacto esencialmente narrativo, lo cual no era óbice para que en ocasiones se filtrase en las imágenes un imprevisto efecto poético. En el fondo, la citada polémica discutía sobre la posibilidad de inyectar «desde fuera» un sentido estético a los fotogramas: mientras que Pasolini era partidario de ese enfoque programático, Rohmer entendía que el lirismo no debía constituir una finalidad, sino una eventualidad que se daría por añadidura. Aunque tengo la impresión de que la controversia planteada les parecerá bastante antañona a los suspicaces lectores-espectadores posmodernos, también me barrunto que esa inercia maniquea sigue operando a la hora de referirnos a la poesía influida por el cine. No en vano, asumimos que existe un canon de cineastas «poéticos» —en cuyas filas se incluirían Wong Karwai, Léos Carax, Krzysztof Kieślowski, Abbas Kiarostami o el primer Wenders, pero también parte de la filmografía de Sofia Coppola o David Lynch— que se opone al canon narrativo con el que identificamos mayoritariamente al cine estadounidense, desde la edad de oro de los estudios hasta la actualidad. Sin embargo, al descender de la teoría a los textos, comprobamos que
las écfrasis mediáticas de los autores españoles contemporáneos no suelen dedicarse a ilustrar los ejemplos del «cine de poesía», sino que prefieren reciclar iconos, personajes o actores del «cine de prosa». Podría aducirse que esa maniobra pretende evitar la ingrata tarea de trasladar al lenguaje verbal las imágenes nacidas del lenguaje audiovisual. Con todo, se me ocurre una explicación acaso menos convincente, pero desde luego más sugerente: el cine narrativo tradicional ha sido capaz de crear una mitología repleta de héroes impenitentes y santos laicos, villanos de leyenda y malvados de excepción. Y un gremio de natural fetichista como el de los poetas no iba a permanecer indiferente ante semejante mitogénesis explosiva. La adicción Un modo eficaz de meter el miedo en el verso consiste en apelar a la fastuosa epopeya vampírica que nos ha brindado el nuevo arte, desde el Nosferatu (1922) expresionista de F. W. Murnau hasta la vampira metafísica que vagaba por La adicción (1995), de Abel Ferrara, por no hincarle el diente a sagas adolescentes con colmillo retorcido o al Brácula, «con b de Barbate», de Chiquito de la Calzada. No en vano, el personaje creado por Bram Stoker se convertiría pronto en un mito del terror y en el monstruo más fotogénico del celuloide. Al Drácula (1931) fundacional de Tod Browning, protagonizado por Bela Lugosi, remiten la viñeta histórico-culturalista «Rumbo a Londres, el conde Drácula resucita un pasado sentimental» (Scholia, 1978), de Luis Alberto de Cuenca, y el oscuro salmo «Fundido en negro», que da título al libro de Jesús Jiménez Domínguez publicado en 2007. Este «Fundido...» se concibe como un monólogo pronunciado por un apócrifo Bela Lugosi en el que se confunden la invocación al Señor de la Noche y la evocación de un Hollywood báquico y babilónico: «Dame a probar tu nuca de murciélago, la llama de lo eterno, / las bridas de tu Morfina Bendita dame y que nada me capture: / ni los espejos de
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Luis Bagué Quílez. La poesía del cine de prosa
Narciso, ni el olvido con su estaca blanca, / ni el cíclope de la cámara, ni el epitafio de los títulos de crédito. // Oh Señor de la Noche, guíame en el gran plató de las sombras». La sombra del actor se mezcla en el poema con la del Martin Landau que interpretaba a un Lugosi crepuscular en Ed Wood (1996), aquel insuperable biopic de Tim Burton dedicado al peor director del mundo.
Christopher Lee caracterizado como el Conde Drácula.
Con todo, si regresamos a la silueta del vampiro, no cabe duda de que para muchos espectadores el Drácula por antonomasia es el patentado por la factoría Hammer, al que prestó su rostro afilado y anguloso Christopher Lee en películas como Drácula (1958), Drácula, príncipe de las tinieblas (1966), Drácula vuelve de la tumba (1968), El poder de la sangre de Drácula (1969) y Las cicatrices de Drácula (1970). En esas adaptaciones libres parece inspirarse Javier Egea para su poemario Raro de luna (1990), donde el vampirismo adquiere una proyección erótica y se enmarca en un decorado alucinógeno que se diría surgido de los fotogramas de la Hammer. De hecho, la voz en off del poeta nos conduce por jardines abandonados, lunas llenas, surtidores sin agua, castillos fabulosos, gárgolas amenazantes y campanadas a medianoche. Esta escenografía gótica resulta sintomática de la estética de la extrañeza que adoptó Egea en un libro que oscila entre la exuberancia imaginativa y la austeridad expresiva, el romanticismo de cartón piedra y la metaforización de un drama personal
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de diversa etiología. Así se aprecia en una pieza como «Porque me llaman dos pozos», en la que la transferencia sensual se mezcla con la pulsión enfermiza que implica la posesión vampírica: «Porque me llaman dos pozos / en tu cuello / y en tu corazón habitan / rastros de un príncipe negro // Porque tienes esos ojos / prisioneros // Porque en tu ventana brillan / los dedos largos del sueño / como tiemblan tus palabras / en el vaho del espejo // Porque sé que vas perdida / oculta en los bosques ciegos / sin amor // Por eso fui cazador». Un nuevo eslabón en esta genealogía es el Drácula (1992) de Francis Ford Coppola, que se caracteriza por su delicuescente morbidez y su abigarrado barroquismo formal. El subtítulo, «según F. F. C.» —las iniciales del director—, desvela que este es el hipertexto fílmico que sirve de modelo a «El testamento de Drácula» (Viaje al fin del invierno, 1997), de Jenaro Talens, otro monólogo dramático donde un Drácula melancólico reflexiona sobre el paso del tiempo, las ruinas de la identidad y la condena vampírica. Ese Drácula, al que el autor compara con Narciso —como hará Jiménez Domínguez—, contempla las evidencias de su caducidad y envidia a quienes no padecen la maldición de la inmortalidad: «Narciso fui cuando vivía. / Mientras no estuve en el arcén del tiempo, / lo miraba pasar. La muerte ahora / es la venganza de los otros, de / esos otros extraños a quienes amé / sin proyectarme en ellos. Ven a mí. / No te haré ningún daño [...]». Hay muchos más colmillos en la poesía del siglo XXI: los vampiros «de barra» que apuran la noche en «Para cazar vampiros» (Juego de niños, 2003), de Ana Merino, cuyo título rinde homenaje a la serie Buffy, cazavampiros; el vampiro doméstico víctima de un acto de compasión amorosa en «La mujer del vampiro» (La vida en llamas, 2006), de Luis Alberto de Cuenca; o la rediviva Lucy Westenra que protagoniza «Canción de ultratumba» (Las pequeñas espinas son pequeñas, 2013), de Raquel Lanseros, una reivindicación del vampirismo constante más allá de la muerte. En definitiva, con capa o sin ella, Batman no es el único murciélago que sobrevuela las pantallas de cine. Como lágrimas en la lluvia El reciente estreno de Blade Runner 2049, dirigida por Denis Villeneuve, supone un buen pretexto para revisitar otro monumento del séptimo arte: el aquelarre ochentero orquestado por Ridley Scott hace treinta y cinco años. Asimismo, es una excusa perfecta para entretenernos con algunas de las versiones líricas basadas
en esa ensalada de antropoides, replicantes y criaturas de diverso pelaje. Ya en su libro Araña (2005), Ana Gorría desplegaba una retícula asociativa en la que comparecían las esculturas arácnidas de Louise Bourgeois, el land art de Robert Smithson y, sí, los fotogramas de Blade Runner. Ejemplo de ello es la composición «Tela de araña», que va precedida de una cita de la película («La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad del tiempo»), pero en la que subyace la fábula cruel que Rachel (Sean Young) le cuenta a Deckard (Harrison Ford): «¿Se acuerda de la araña que había en su ventana? Era naranja, con las patas verdes. La vio tejer una telaraña todo el verano. Un día puso un huevo. Luego el huevo eclosionó [...]. Y salieron de él cientos de crías de araña que se la comieron». Con todo, si se trata de ponernos líricos, la palma se la lleva el famoso monólogo del Nexus 6 Roy Batty en el desenlace (o en uno de ellos) de la película original. Dado el accidentado montaje del filme de Scott, hay quienes aseguran que el soliloquio fue una improvisación del actor Rutger Hauer el día previo al rodaje de la escena. Otros, más escépticos o más quisquillosos, han señalado la impronta de «El barco ebrio» de Arthur Rimbaud, donde pueden leerse los siguientes versos: «Sé de cielos que estallan en rayos, sé de trombas, / resacas y corrientes; sé de noches... Del alba / exaltada como una bandada de palomas. / ¡Y, a veces, yo sí he visto lo que alguien creyó ver!». Sea como fuere, los vates actuales no han sido inmunes al magnetismo de la antedicha secuencia. En el poema que abre Carne de píxel (2008), Agustín Fernández Mallo ensaya una serie de variaciones, entre físicas y lisérgicas, a propósito del parlamento de Hauer, como se aprecia aquí: «Sin habla apretabas mi mano, llorabas y llovía. Vi claro en ese instante [suma de instantes] por qué era tan bueno el verso malo que antes de morir recitó aquel Replicante, porque en tus ojos vi cosas que jamás ni yo ni nadie
había visto, y todas se perderán [son simultáneas muerte y vida] como tus lágrimas en la lluvia». También la mencionada Ana Gorría ha confeccionado en su cuaderno Un piano silencioso y una guerra inocente (2017) un collage fragmentario y un montaje personal de Blade Runner donde se incluyen las lágrimas en la lluvia, las naves quemadas en Orión, la esclavitud de la colonia o este pasaje que combina la banda sonora futurista de Vangelis con el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz: «Apenas reconozco la música que suena en nuestras manos, / larva incipiente del pasado que espera más allá / de Tannhauser, / más allá / de lo dulce y de lo trágico / mientras la niebla espesa contra los edificios / y los cuerpos no alcanzan a saberse / voy / de vuelo». Y no me resisto a reproducir el monólogo dramático inspirado en el dramático monólogo del replicante que Joaquín Juan Penalva urdió en La tristeza de los sabios (2007) bajo el título de «Roy Batty L.A. (CA). Noviembre, 2019»: «He conquistado mundos, / he explorado el universo, / he destruido y asesinado / en vuestro nombre, / pero para vosotros solo soy / un modelo anticuado. / Teméis mi belleza, / os asusta mi perfección, / pero yo he visto cosas / que ni tan siquiera podéis imaginar: / atacar naves en llamas / más allá de las nubes de Orión; / brillar rayos gamma / cerca de la puerta de Tannhauser; / desaparecer planetas enteros / a través de agujeros de gusano... / Ahora ya no importa, / se perderá para siempre... / todo se resume en tierra, / sueño, polvo y nada». La finta telúrica y gongorina que elude la mención de las «lágrimas» demuestra que cada cual puede quedarse con su Blade Runner favorito.
Stellarum bella Si hemos de referirnos a mitologías de nuevo cuño, es muy probable que la medalla de oro le corresponda a la odisea galáctica Star Wars, inaugurada por George Lucas en 1977. El valor icónico de la saga, el entusiasmo jacobino de los fans, las píldoras zen en las que se disuelve la efervescente filosofía jedi o el elenco de personajes y actores carismáticos garantizan la pervivencia de esta novela de caballería sideral. Del influjo que Star Wars ha ejercido en los poetas contemporáneos da prueba la antología bilingüe Que la fuerza te acompañe / May the force be with you, publicada por El Gaviero en 2005. En estas páginas encontramos el poema «Fuerza oscura», de Javier Rodríguez Marcos, que se publicará en Vida secreta (2015) con el título más neutro de «Nuestros», y que entraña una meditación sobre las ambigüedades de la Fuerza y las paradojas de la condición humana: «Si ni Rutger Hauer caracterizado como el replicante Roy Batty en el film Blade Runner.
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Carteles de las tres películas de la primera trilogís de Star Wars.
siquiera sé de qué bando estoy. / De los que dan la mano, / de los que cortan la mano. / De los que compran, / de los que se venden. / De los que ríen, / de los que se ríen. / De los hundidos / o de los salvados. / De ti o de mí. Y a veces / me pregunto si acaso / soy uno de los nuestros». Sin embargo, la mayoría de los textos dedicados a glosar la magia de Star Wars se centran en los personajes de los filmes. Es el caso de la oda «A Alicia, disfrazada de Leia Organa» (Sin miedo ni esperanza, 2002) y de la elegía «Star Wars (1977)» (La vida en llamas, 2006), ambas de Luis Alberto de Cuenca. Mientras que la primera es un soneto que se pliega a las convenciones del amor cortés para cantar a la intangible belleza petrarquista de la princesa Leia y a la carnalidad corpórea de la mujer real, la segunda se retrotrae a la evocación funeraria de un amor de juventud sobre el que se superpone el holograma de Leia Organa: «[u]n nombre que sonaba a romance galáctico, a balada / espacial, a cantar de gesta del futuro». Ese correlato subjetivo desaparece en diversas cristalizaciones parnasianas, irónicas y sentimentales de Star Wars, como las que ha llevado a cabo Álvaro Tato. Su soneto «Han... Solo» (Libro de Uroboros, 2002) incorpora en el último terceto un giro displicente ajeno a la cartografía estelar desplegada en los versos anteriores: «Empiezo a entender todo, princesita. / De pronto piensa en ti cada asteroide. / Y nada más desde el Hiperespacio». En la misma senda se inscribe «Variaciones Leia ante Han Solo congelado», de Vanesa Pérez-Sauquillo, que se ha rescatado últimamente en una antología personal de la autora: El sueño intacto (2017). Estas variaciones compendian la reescritura de la albada medieval, la imprecación a la imperturbabilidad del amado y el humor criogenizado de la ciencia ficción. Para muestra, dos botones: «Si en una deslumbrante / noche de carbonita, Han Solo, me durmieran, / que nadie me despierte. / Quiero vivir tu oscura hibernación, hombre hecho invierno, / invierno hecho tableta», y «Maldito
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seas, cuentista y mercenario. / Cesa ya de tentarme. // Me prometí dejar los congelados». No obstante, el corolario de esta aventura homérica se condensa en el título de otro poema de Álvaro Tato, «Ubi sunt stellarum bella» (revista Ex Libris, 4, 2003), donde el arrastre inercial del tópico que cultivó en nuestras letras Jorge Manrique se transforma en un réquiem colectivo por la infancia de todos los niños que nacieron con la guerra (de las galaxias): «¿Dónde está hoy la Rebelión aquella / que derrotó al Imperio represor? / ¿Dónde la Fuerza y ese resplandor / de sables en la lucha cruel y bella? // ¿Qué fue de Han y la princesa Leia? / ¿Qué de Darth Vader y el Emperador? / ¿Qué de Obi Wan y Luke y 3PO / y esas batallas sobre las estrellas? // Quedó nuestro estelar cantar de gesta / perdido en la galaxia ya lejana / de aquella infancia que soñó el futuro. // Y en nuestra soledad solo nos resta / soñar otra aventura sobrehumana / hasta que nos devore el Lado Oscuro». En síntesis, los poetas cinéfilos de la actualidad han abandonado las lánguidas secuencias del «cine de autor» para disfrazarse con una capa roja y unos colmillos postizos, lamentar el simulacro existencial del replicante o desafiar al lector con una espada láser.
Luis Bagué Quílez
(Palafrugell, 1978) es doctor en
Filología Hispánica y trabaja como investigador «Ramón y Cajal» en la Universidad de Murcia. Sus últimos libros de poemas son Página en construcción (2011, Premio Unicaja),
Paseo de la identidad (2014, Premio Emilio Alarcos) y Clima mediterráneo (2017, Premio Tiflos). Recientemente ha publicado el ensayo La Menina ante el espejo (2016) y el libro de relatos 5 capitales (2017, Premio Cortes de Cádiz).
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Imaginar o no imaginar: ¿esa es la cuestión? (Reflexiones de un profesor de literatura y cine)
Por Rafael Malpartida
Me parece tan divertido y estimulante comparar literatura y cine, que sigo sin comprender, a estas alturas, por qué suele enojarse tanto el prójimo cuando lo hace. Y entiendo aquí por prójimo al lector y al espectador de a pie, pero también sucede a veces al próximo desde un punto de vista profesional: al que investiga, escribe y enseña sobre este particular. La concepción «popular» de todo lo que el cine es incapaz de lograr y cómo frustra al espectador, frente a la todopoderosa y gratificante literatura, es fácil de recabar en páginas web como Filmaffinity e IMDb, e incluso en los desesperados comentarios de compradores de películas en tiendas online. Son, naturalmente, opiniones viscerales; de hecho, no son sino variantes de ese deporte del insulto y el desprecio que ahora se practica a diestro y siniestro en redes sociales y foros de la Red, sólo que ahí se despotrica contra personas, mientras que en este caso se trata de vituperar a todo un arte, el cine. Pero, ¿qué ocurre con los juicios no precipitados, sino tamizados por la madurez y la reflexión? Parece que, gracias a ellos, la cantinela de que el cine es inferior ha obtenido el refrendo libresco, de modo que esos tópicos han cristalizado con cierta fuerza y no resulta sencillo mostrar una perspectiva más equilibrada y evitar que se contemple el asunto desde el prisma de la jerarquización entre ambos cauces artísticos. La cuestión «en abstracto» De todos esos lugares comunes, el que parece más arraigado porque no dejo de oírlo y leerlo es la asociación de la imaginación a la literatura, mientras que el cine, según esta concepción, la atenúa o incluso la impide. Como es muy fácil acceder, simplemente a gol-
pe de clic, a testimonios de raíz «popular»1, me voy a limitar, dentro de la vertiente profesional, a un par de citas extraídas, además, de libros valiosos: «Hay que tener en cuenta la diferencia existente entre el libro y la película: aquel exige una participación del lector que ha de construir en su imaginación lo que el novelista le sugiere […]. El cine, por el contrario, no deja opción a la fantasía»2; «para el público, el cine ha sido más cómodo que la literatura porque acorta nuestra imaginación visual, nos conduce en una dirección precisa, determina nuestra mirada, mientras que el literato hace que cada uno de los lectores construya su propio pensamiento visual»3. Resulta sorprendente que ambas procedan no de los predios filológicos en los que acostumbro a moverme, sino del terreno de la crítica cinematográfica. Es más, si procuramos ahondar en los orígenes de este prejuicio, podemos leer en muy reputados libros sobre teoría del cine, como el de Kracauer, que «las películas tienden a debilitar la conciencia del espectador», de modo que «el cine adormece la mente»4. Buñuel llegó a hablar incluso de «hipnosis» y, por citar un caso más reciente, hasta en un ensayo ejemplar para reivindicar el séptimo arte y su enseñanza como el de Thomson se desliza la idea de que ver una película es como experimentar 1. Pueden obtenerse, por ejemplo, de esta entrada de un blog: <http://vadelenguayliteratura.blogspot.com.es/2008/05/literatura-y-cine-dos-formas-distintas.html>. Otro precioso surtidor de opiniones similares, aunque bastante más chabacanas por lo general, puede encontrarse aquí: <https:// pqpq.es/porqueses/ocio/cine-o-literatura/>. 2. L. Quesada, La novela española y el cine, Madrid, JC, 1986, pág. 12. 3. J. A. Hernández Les, Cine y literatura. Una metáfora visual, Madrid, JC, 2005, pág. 164. 4. S. Kracauer, Teoría del cine, Barcelona, Paidós, 1996 [1960], pág. 207.
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Rafael Malpartida. Imaginar o no imaginar: ¿esa es la cuestión?
un sueño: «... nos sumergimos en la oscuridad y nos relajamos»; en cambio, «un libro nos exige participación y compromiso»5. Y como siempre se está apuntando hacia el cine, no hacia la pintura o la fotografía, lo que se está destacando es, en cuanto a la recepción, la oscuridad, y respecto a la emisión, el movimiento. Resulta así que, entre tinieblas y prácticamente hechizado, el espectador apenas si puede reaccionar, más allá de lo emocional, ante esas imágenes subyugantes. ¿No hay modo alguno de cambiar esta estampa? Mucho me temo que no. Pensemos por un momento en las campañas de animación a la lectura y sus lemas y clichés iconográficos: «Si lees, vivirás muchas vidas», y a la frase la secundarán, por ejemplo, coloridos libros volando como si de palomas se tratara; en cambio, si pasamos al cine, la promesa es de cierto entretenimiento y unas palomitas para que no te duermas. El símbolo de la paz, nada menos, surcando el ancho cielo, frente a unos pocos granos de maíz que explotan hartos de aguantar semejante calor y apenas levantan el vuelo. ¿Cómo no va a imaginar el atentísimo lector? ¿Y cómo va a hacerlo el aletargado espectador? Las dos imaginaciones Todo esto deriva, tal vez, de que cuando se apela al verbo imaginar se está activando su acepción de ‘poner en imágenes’, en lugar de otra que me parece mucho más estimulante: ‘crear a partir de otra cosa’ o ‘concebir’. Los diccionarios (entre ellos, el académico o el de María Moliner) recogen ambas, pero cuando se compara literatura y cine, es la primera la que parece imponerse. Vayamos por partes: si por imaginar entendemos ‘poner en imágenes’, el solícito lector comienza por erigirse en un pequeño dictador cuando protesta por la fisicidad del cine. Pensemos en el final de El tercer hombre: «¡Así no era mi chica! ¡Los árboles de mi avenida eran otros!». Yo, la verdad, por más inspirada que esté mi facultad imaginativa, prefiero ver a la Alida Valli que me ha puesto otro ahí delante que al monigote que alcance a establecer yo solito a partir del relato de Graham Greene. Y a la avenida, ¿qué le ocurre? ¿Los árboles del lector son más frondosos, verdes o aromáticos? Porque el lector, claro, hasta puede oler... Que se 5. D. Thomson, Instrucciones para ver una película, Barcelona, Pasado & Presente, 2015, págs. 236 y 237. Por fortuna, acaba el capítulo matizando a tiempo: «... un film es una aventura, en la que se supone que debes ver más allá de las cosas que se te presentan en la pantalla. Lo que se ve no es solo lo que está a la vista, también hay ventanas que se abren» (pág. 241).
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lo digan a Patrick Süskind... A mí los de Carol Reed no me disgustan, pero, en todo caso, puedo encomendar mi imaginación a preguntarme si la chica se parará ante Joseph Cotten, qué hará él, qué haría yo, si la película va a terminar entonces (porque ese plano huele... ¡también en el cine! a final) y un sinfín de elucubraciones, remozadas por la música de Anton Karas, que no están mal para esa actividad supuestamente tan pasiva. Es más: vayamos no a un texto algo desgarbado y escrito ex profeso para el cine como el de Greene (no quiero jugar con ventaja), sino a una indiscutible obra maestra de la literatura, y si ese mismo lector ofuscado me trae, por ejemplo, a uno de aquellos lectores «virginales» (es decir, de los que no tenían referente iconográfico alguno) del Quijote, y le preguntamos cómo engendró su límpida mente aquellas tierras y aquel señor espigado acompañado del otro más orondo, podremos divertirnos un rato discutiéndolo. Pero, dado que no creo en fantasmas, contentémonos con nuestra perspectiva de mentes agitadas en esta iconosfera en que nos movemos: ¿de veras ‘ponemos en imágenes’ a esos personajes y lugares al leer a Cervantes, o estamos activando los que hemos visto una y otra vez, ya sea en las ilustraciones de Doré, la popular serie de animación o la de Gutiérrez Aragón y un largo etcétera? He perdido la cuenta de las veces que he leído esa maravilla, y no digamos este o aquel fragmento para mostrar a mis alumnos en clase, pero ¿va a enfermar mi capacidad imaginativa porque desde hace algunos años, al tener colgada en mi despacho una reproducción del peculiar Don Quijote de Picasso, cuando vuelvo al texto emergen a veces esas imágenes que otro ideó antes que yo? Pero es que esa acepción de imaginar creo que está, además, muy sobrevalorada. Más sugerente me parece la de ‘concebir’. Así, de ‘pintores mentales’ (y diría que de brocha gorda) pasamos a ser nada menos que ‘creadores’ a partir de algo que nos espolea. A Bécquer, por ejemplo, el doblar de las campanas, en la noche de difuntos, le impide conciliar el sueño porque «una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda»6. Me gusta más esta idea, que podría asociarse (además de con la propia creación) con la reflexión y el pensamiento. Un diccionario como el de Covarrubias, que sigue siendo, más de cuatro siglos después, un Tesoro, equipara imaginar con pensar. Y esto lo hace el lector —y el espectador— siempre que se le invite a ello y 6. Se trata del prólogo de «El monte de las ánimas» (Leyendas, Madrid, Cátedra, 2010, pág. 206).
Fotograma de la película El tercer hombre, dirigida por Carol Reed.
esté dispuesto a aceptarlo. Porque convendremos en que tanto la literatura como el cine potencian esa imaginación en grado variable. Pero creo que hay que indagar en otro componente más para entender la espinosa cuestión. Si ante una película también se imagina, se piensa, se reflexiona, ¿cuándo podemos hacerlo? Porque es un objeto aparentemente volátil, frente al dominio que tenemos del libro, que podemos detener, abrir por cualquier página... No hay que olvidar que la literatura fue durante muchos siglos, en realidad, oralitura, de manera que aquellas palabras eran igualmente volátiles, pero si tal distinción en la recepción de literatura y cine se ha producido durante largo tiempo, no cabe establecerla de manera taxativa desde que irrumpió el visionado doméstico de películas. Ya no se trata de la imagen etérea y casi milagrosa que sale de un tragaluz (ese «del infinito» que describió Noël Burch) y sobre la que sólo cabe dejarse llevar, sino una que podemos atrapar y, por qué no, analizar en profundidad. Esa misma operación que antes había de realizarse en un «instante pregnante»7 o tras el visionado, puede efectuarse de igual modo, en cualquier momento, con un mando a distancia. Además, con el tránsito de lo analógico (¡bendito VHS cuando no había otra cosa!) a los soportes digitales de creciente capacidad (DVD, blu-ray...), una videoteca empieza a parecerse mucho a una biblioteca, gracias a ediciones de películas cada vez más cuidadas, con audiocomentarios que son como las notas a pie de página de los clásicos y extras que a veces funcionan como las introducciones de especialistas. Es probable que el streaming debilite esa feliz equiparación, pero, por ahora, sólo cabe disfrutar de la franca mejoría de lo 7. Tomo el término en el sentido que J. Balló interpretó, a partir de Lessing, como una «suspensión contemplativa» que «crea en el espectador la necesidad del juego libre de la fantasía, de crear asociaciones mentales» (Imágenes del silencio. Los motivos visuales en el cine, Barcelona, Anagrama, 2000, pág. 17).
que sabemos sobre cine, merced a esos elementos enriquecedores, en lugar de lamentarnos. Ya es, por tanto, más fácil buscar un equilibrio entre la «erótica del arte» que propugnaba Susan Sontag, arrobada por el cine, en los sesenta (Contra la interpretación) y la sesuda (y a veces mecánica) exégesis del filme que otros procuran instaurar académicamente. Quizá David Bordwell, ironizando desde el título (El significado del filme), haya dado las pistas adecuadas para ello, pero lo cierto es que las herramientas las tenemos más que nunca en nuestras manos para que imaginemos y reflexionemos viendo una película tanto como leyendo un libro, y despleguemos otro tipo de reacciones cuando nuestra novela es mudada por otro al cine. La cuestión «en concreto» Pero descendamos de estos presupuestos teóricos a alguna adaptación en particular. Justo cuando me temía que la reciente versión fílmica de una espléndida novela, Indignación (J. Schamus, 2016), iba a suscitar, tal vez por contagio del título, airadas protestas, me he llevado la sorpresa de que no ha sido mal acogida entre los lectores de Roth. Y eso que, de acuerdo con otro tópico, el gran escritor había caído irremediablemente en desgracia con el séptimo arte. Lo que no me ha sorprendido tanto es que, entre las razones para no desdeñar esta adaptación, figura en primer lugar una condición de lo que Robert Stam denominó burlescamente fidelity criticism: ¡por fin alguien ha logrado «captar la esencia» de Philip Roth! Con esto ya nos ponemos casi alquímicos, porque seguro que habrá quien llegue a hablar de la mismísima «quintaesencia», y nunca he entendido bien por qué el cine ha de ser guardián alguno de la supuesta «esencia» (o, según algunos, «espíritu») de un texto literario. Como esa es otra historia, y no menos peliaguda, volvamos a la imaginación: el texto de Roth es una delicia para desarrollarla y lamento no haberlo leído siendo, como su malogrado protagonista, alumno universitario, pero cuando se publicó ya llevaba yo algunos años «al otro lado» de la institución, que, por fortuna, eso sí, dista mucho de aquella recalcitrante de Winesburg. Ahora bien, hay modos sutiles en que la adaptación fílmica nos impulsa también a cavilar: por ejemplo, la obsesión del chiquillo con el peligro de ser llamado a filas y morir en la Guerra de Corea, diseminada estratégicamente por Roth mediante narración en primera persona y «bajo la morfina», cobra forma en la película de desfiles de los universitarios mientras Marcus trata de sobrevivir a la otra guerra que discurre, más doméstica pero implacable, en su mente. Como en la novela se disecciona con
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Rafael Malpartida. Imaginar o no imaginar: ¿esa es la cuestión?
detalle toda esa tragedia del joven incomprendido, es por vía de enigmáticas elipsis, de tiempos muertos, de leves retazos de voz over como nos invita el filme a penetrar nosotros mismos en esos arcanos. Pero estamos hablando, al fin y al cabo, de un gran escritor, y eso contribuye a menudo a que el espectador, como ha sucedido con las anteriores adaptaciones de obras del literato estadounidense (incluso con Elegy, que a mí no me pareció nada mal), se sienta defraudado. Otro grande, pero en este caso del cine, Hitchcock, tenía claro cómo evitar esto: elegía novelas insignificantes y a veces ni las leía, pues le bastaba una sinopsis. Podría citar Alarma en el expreso, Pero... ¿quién mató a Harry?, Psicosis, Los pájaros, Frenesí..., pero detengámonos en un ejemplo muy conocido: en Vértigo, cuando Scottie salva a Madeleine de las aguas en la Bahía de San Francisco, con escasas dotes de socorrista pero dejando indeleble estampa al tomarla entre sus brazos, se la lleva, cómo no, a su apartamento, y todo lo que sucede hasta que sale de la habitación vestida con una bata roja es, por elipsis e insinuación, afilado aguijón imaginativo. En el texto de Boileau y Narcejac, Flavières la carga como si de un saco de patatas (¿adelantándose al de Frenesí?) se tratase, la lleva a un «tabernucho», esta sale con alpargatas de la trastienda y él ¡se enoja por tener que pagarle el taxi! ¡Menudo hombre perdidamente enamorado! Scottie, en cambio, lejos de pensar en cuestiones pecuniarias, la mira de un modo que dispara nuestra imaginación tanto como la suya. Hitchcock hace además que la secuencia rime con otra, bien avanzado el relato y ya en un hotel, y nos trae a Madeleine, si ponemos de nuestra parte y la asociamos con la primera, nada menos que de entre los muertos... He comprobado que entre mis películas favoritas hay varios de esos casos: Cluny Brown, El fantasma y la señora Muir o El graduado no son novelas muy logradas ni, sobre todo, las conocía antes de que sus adaptaciones al
cine suscitaran mi curiosidad por ellas. Profeso cariño a esas obras literarias porque, y vuelvo así a mi punto de partida, me divierte comprobar cómo un surtidor de ideas nutre a un segundo texto que ha de incorporar ingredientes tras desechar otros. Es frecuente que se hable de «destrozo» cuando se compara literatura y cine. Pero a menudo es de tan escasa calidad lo que se elimina para construir el filme, que más que echarlo en falta nos sentimos aliviados. Además, ¿no estará incentivando mucho más nuestra imaginación algo que no está ya presente, sino ausente, cobrando así nuevo sentido el relato? Ante los chispeantes diálogos de la Cluny Brown de Lubitsch o El fantasma y la señora Muir de Mankiewicz hay que estar muy despierto e hilar bien fino para captar todo su encanto. El ennui que siente Benjamin en El graduado de Nichols lo tenemos que inferir y reconstruir nosotros mientras el joven está rodeado de gente hablándole y él no puede oír nada porque lo impide el ridículo traje de buzo que le han regalado. Los momentos en que está bajo el agua (como, más adelante, a la deriva en la piscina) constituyen un precioso impulso para que elucubremos sobre qué determinación tomará. Imaginar es, desde luego, y por encima de todo, hacernos preguntas. En esos ejemplos nos tornan activísimos las películas y apenas si nos llevan a la reflexión sus desangeladas fuentes literarias. ¿No será porque la germinación imaginativa y el reto intelectual no son consustanciales a un arte u otro, sino que dependerán del caso que elijamos? Ahí es donde la discusión sobre la valía de las adaptaciones podrá resultar fructífera, y no en prejuicios sobre lo que la literatura y el cine pueden alcanzar. Si el espectador procura no transformarse en lector ofendido cuando el cine le propone otra mirada, podrá encomendarse mejor a recibir nuevos y gratificantes estímulos y así elevarse de esas tinieblas a las que tantas veces se le ha relegado.
Rafael Malpartida es profesor de Literatura y Cine de la Universidad de Málaga. Ha escrito sobre versiones fílmicas de la novela negra estadounidense y la narrativa erótica española, los diálogos teatrales llevados a la gran pantalla o la brujería y las distopías entre la literatura y el cine; y sobre adaptaciones a cargo de directores como Juan José Campanella, Michael Haneke, Manuel Martín Cuenca o Denis Villeneuve. Entre sus últimos trabajos destacan Espectros de cine en Japón. Entre la
literatura, la leyenda y las nuevas tecnologías (Satori, 2014) y la coordinación del volumen colectivo Recepción y canon de la
literatura española en el cine (Síntesis, 2018).
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Fotograma de la película Vértigo, dirigida por Alfred Hitchcock.
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El sombrero invisible Marina Aguilar Salinas
I. El viejo o el saludo afectuoso Un hombre entrado en años, viejo. Perteneciente a la ambigua pero inequívoca categoría de viejos adorables, que son aquellos que te saludan sin conocerte de nada con un sincero «Hola». Nadie (a menos que le pregunte y suponga que su respuesta no será falsa ni desacertada, lo cual es mucho suponer) sabrá nunca por qué. Puede ser porque crea que te conoce, lo cual es evidentemente falso. O porque te haya confundido con otra persona, con un tercero, lo cual peligra de solaparse con lo anterior. O porque, al contrario de estos dos motivos anteriores, saluda por el placer mismo de hacerlo. Esta tercera posibilidad puede guardar relación con que por algún casual le hayas caído bien, sin mediar palabra, lo que, en principio, puede sonar raro, pero ocurre con más frecuencia de lo que se piensa. No exactamente por exceso de prejuicios, sino más bien por simpatía. La simpatía y el prejuicio están a la vez reñidos y estrechamente ligados. No obstante, nos quedamos con la tercera y última opción, la de la simpatía. Digamos que ambos, tanto esta como el prejuicio, forman parte de algo más general que se podría llamar afecto. El hombre viene desde el fondo umbroso del pasillo hacia la superficie del rellano, inundado de luz. Dicha luz está tintada de una coloración marrón clara un tanto naíf, pero muy cálida, que dota al ambiente de una familiaridad y un carácter de acogimiento de lo más agradables. En su acto de pasar de la sombra a la luz, el hombre aparece dibujado, con maletín incorporado. También consta de un bigote al que aparece igualmente pegado. A este bigote se lo podría calificar de exento o ajeno, por el simple hecho de que aparece junto al hombre pero como algo separado de este. Igual de separado que el maletín. Completando la visión, la figura lleva incorporado un sombrero invisible. Naturalmente, al no poder verse, este sombrero no existe en el mundo de las cosas que se ven. Pero no cabe duda, el hombre lo lleva puesto. II. El objeto lámpara o la extrañeza de las cosas que el viejo debe usar de inmediato La extrañeza que siente al circular entre el gentío no es para nada comparable a la que llega a manifestar cuando, una vez sentado en su silla junto a la larga mesa de estudio, y a punto de comenzar la clase que él mismo preside, mira primero furtivamente, luego con honesto asombro, la lamparita que hay allí mismo, sobre la mesa, junto a un micrófono que hay instalado en ella. Todo aquel aparataje lo atrae y a la vez lo distrae del resto de asuntos que entrarían dentro de la categoría de «importantes en la vida de un profesor» en
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Marina Aguilar Salinas. El sombrero invisible
el momento exacto de impartir su clase, causando en él una zozobra que se exterioriza fácilmente. El público no tarda en ver su gesto compungido. Su clara desorientación se percibe a través de su rostro: las cuencas de sus ojos parecen querer vaciarse y su pupila está tan dilatada que estallaría de no ser por la exigencia de los alumnos, pasados unos minutos, de un poco de atención y conversación. Al fin y al cabo, él es el profesor y se entiende que todavía pertenecen a un paradigma de clases magistrales. La lámpara queda inaugurada como el objeto más extraño de todos los que componen su mundo. Un puro summum. Para él, es un cachivache casi abismal. La mira dubitativo. Algo se interpone desde hace años en su relación con el mundo y ese utensilio ha tenido mucho que ver. En otras ocasiones no suele darse cuenta. Todo parece ir como la seda. Pero la visión de esa lámpara lo trastoca todo. A diferencia del sombrero, que no existe en el mundo de las cosas que se ven, la lámpara sí existe, pero causa un desasosiego mucho mayor que si acabara de aparecer de la mismísima nada. El hombre pierde su fuerza vital, como si estuviese en presencia de un ser mortífero. Aquella lámpara le impide actuar y casi también respirar. No obstante, en medio de toda la algarabía, nuestro hombre se incorpora dirigiendo su rostro hacia el auditorio y esboza, inesperadamente, una sonrisa enternecedora. Aquel momento, el de su sonrisa, no es el mismo que el otro, el momento de la lámpara, aunque le haya sucedido inmediatamente en el tiempo. El de la sonrisa conduce a la absoluta compenetración con el público. Su empatía roza lo extraordinario y todo ello por medio de gestos, de humanidad en el rostro, de sus arrugas y esos brillantes ojos azules que se desprenden de su cara inundando la habitación de destellos. III. Moral o civilizado La adorabilidad de nuestro hombre merece ser abordada una segunda vez, por lo menos. No sabemos cómo sería antes de ahora, pero su carácter no puede haber cambiado tanto. En todo caso, como suele ocurrir, sus rasgos se han acentuado con la edad. Podemos decir entonces que, muy probablemente, este hombre era ya adorable cuando era más joven. Pero su vejez acentúa su inocencia, su alegría, la vaga nebulosa en la que parece instalado y, en definitiva, su suavidad y facilidad para estar-bien-con-todos-sin-distinción-de-su-edad-raza-clase-sexo-uorientación-sexual-y-todo-lo-que-pone-en-la-carta-magna-pero-sin-necesidadde-que-esté-por-escrito-ni-de-hacer-caso-de-ley-alguna-salvo-quizás-la-moral. Es bien cierto que nadie, ni siquiera el más abyecto e inmoral de los seres, merece ser ignorado. Todos somos, hasta el mayor sacrílego, en cierto modo inocentes. El devenir de todas las cosas lo es, ¡cómo no vamos a serlo nosotros, que somos las hormiguitas del devenir! En todo caso, el hombre que nos ocupa no es ni abyecto ni inmoral. Aunque tampoco carece de la natural ambigüedad moral inherente al común de los mortales que, sin ser héroes ni totalmente libres de pecado, tampoco son grandes maníacos ni perversos sin cura. Nuestro hombre está moralmente en ese intermedio que caracteriza a la mitad de la población,
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si bien es cierto que su adorabilidad le da un plus que lo sube unas décimas por encima de algunos bienhechores. Sin embargo, esa adorabilidad corre el peligro de ser puramente estética. IV. La extrañeza de sí mismo o la confusión del objeto originario Algunas veces, nuestro hombre, aquel anciano jovial de sombrero invisible, experimenta una angustia indescriptible, fruto de una certeza que se formula como sigue: «Yo existo». Puede parecer ingenuo que ese «yo existo» le produzca tanta melancolía. Lo cierto es que no viene de la nada, sino que lo precede una ola de pensamientos encadenados, formulados en un torrente interminable y abusivo, que nuestro buen hombre no puede detener. Los pensamientos negativos suelen aparecer en forma de bucle y siguen repitiéndose durante un lapso de tiempo indefinido, lo que lo hace todo mucho más desesperante. Al final, nuestro hombre, cansado, siempre llega a la misma certeza irrefutable: «Yo existo». Esa conclusión lo atormenta sin descanso. Porque esto significa, evidentemente, que dejará de existir. Que se morirá, no sin que antes su cuerpo y su mente se degeneren poco a poco. Sin que se note, con lentitud. Este sentimiento lo tiene desde niño. Y está seguro de que no es el único al que le ocurre algo así. Todos tendrán, supone desde su ignorancia, algo en lo más hondo de su ser, algo, formulable o no, que se manifiesta a veces en forma de dolor mudo, otras veces en forma de éxtasis, de alegría, de sentimientos de lo más variado. Imposibles de especificar en datos concretos. Tal vez alguno sí pueda decirse con palabras. Pero las palabras son confusas, equívocas y tienen connotaciones. La extrañeza de este hombre para consigo ha existido desde más o menos siempre. Cada vez que se para a pensarlo, le viene a la mente que esa extrañeza ha sido su primer contacto consigo mismo. La vive como algo genuino, lo más verdadero de entre las cosas que piensa o cree más intensamente. Su extrañeza para consigo, cree él, es más primaria que su extrañeza para con las cosas que le rodean. Pero a veces el segundo tipo de extrañeza se lleva la palma. En estos casos, la imagen de la lámpara resurge. V. De por qué las cosas invisibles son importantes o elogio de los recuerdos Nuestro hombre odia a los que piensan que la imaginación no sirve para nada y ven en ella un remiendo de quien carece de recursos para la razón. Está de acuerdo con ellos en que es un remiendo de quien carece de recursos, pero carecer de recursos es muy común, a su juicio. Por lo tanto, la imaginación sería más bien un útil a desarrollar, una técnica, un desvío, un hacer de otro modo, un saber huir en el último momento para intentar algo nuevo. Nuestro buen hombre lo intuye. Por eso lleva ese sombrero. Es una provocación pero también una protección. Con él se protege de la lámpara. El primer contacto con algo suele ser ficticio y se reconstruye después. La primera vez recuerda a otra que no ha existido. Esto quiere decir que nuestro
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Marina Aguilar Salinas. El sombrero invisible
hombre ya ha visto esa lámpara antes y que jamás la ha visto por primera vez. Tropieza con ella cada vez que va a dar su clase, los lunes a las ocho y media cada quince días. Otro tanto podría decirse del sombrero, del bigote, del hombre mismo, de su público risueño, de los que piensan que la imaginación es una tontería. De todas las cosas. Como si todas hubiesen estado allí siempre, en su cabeza, antes de vivirlas. Sin embargo, lo curioso es que, aunque no sea posible, la lámpara siempre aparece con la fuerza y la inenarrable angustia de la primera vez. La vive igual que si la viese por primera vez y le horroriza todas las veces. Ya no sabe qué sensación le produce ni cómo defenderse. De algún modo, lámpara y sombrero coinciden en un punto: ambos aspiran a no poder ser clasificados. Tanto el hombre como su público han notado la presencia del sombrero y su extrañeza para con la lámpara. Su bigote entraría también en este ya numeroso grupo de objetos no clasificables. Lo que usualmente ocurre cuando contamos objetos que no se pueden meter en ningún casillero es que los acabamos metiendo en uno. Hacemos una lista de objetos que se clasifican por su incapacidad para pertenecer a una clasificación. Los inclasificables. Es contradictorio pensar que un sombrero y un bigote, así como una lámpara, escapan a la clasificación, porque inmediatamente se los está integrando en otra. Entonces, simplemente, estos objetos se acaban catalogando en dos grupos: el de los objetos extraños para el señor del sombrero invisible, como la lámpara y él mismo (incluidas sus afirmaciones melancólicas como «Yo existo»), y el de los objetos barrera o protección que este señor integra en su cuerpo, como el bigote y el sombrero. Todos estos objetos también se asemejan a recuerdos de distinta intensidad. A veces, nuestro hombre llega a olvidar lo vivido. Suena trágico. A veces el pánico es tal que incluso se olvida de la lámpara. No recuerda cómo era. Cuando no está frente a ella, no sabe describirla. Cuando está frente a ella, su parálisis le impide hacerlo. Consigo mismo le pasa algo parecido. No recuerda cómo era, ni cómo es ahora. A lo mejor eso explica por qué saluda y sonríe con esa ternura. Aunque me da la impresión de que ese «Hola» suyo no tiene explicación.
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Marina Aguilar Salinas (Puerto de Santa María, 1990) es licenciada en Filosofía, con un Máster en Filosofía y otro en Psicoanálisis. Su trabajo aborda la noción de la narración y su relación con lo imposible. Ha escrito y publicado diversos relatos y textos de temática y formato variados, donde lo fantástico y lo inquietante tienen lugar. Recientemente ha sido galardonada con el premio Enjambre literario por su obra Catálogo de enfermos mentales, un libro que presenta a una serie de personajes variopintos y que será publicado próximamente.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Angélica Santa Olaya La domadora de letras Su mayor logro era que, más o menos, se estuvieran quietas en la cuerda floja que atraviesa un folio de papel rayado. Pero el sueño de la aprendiz de domadora era meter la cabeza entre sus fauces nomás para ver si eran tan feroces como parecían. Lo intentó con la U, pero le quedaba demasiado alta. Luego fue a dar con la Y, pero el único pie de la letra se tambaleó con su peso y ambas fueron a dar al suelo. Con la C le pareció demasiado fácil y a ella le gustaban los retos. Con la J ni decir. En la W su cabeza no cabía. Con la X trepar a la mitad fue toda una hazaña para caer al piso antes de llegar a la meta. La E fue el colmo de la comodidad y la F tenía mal aliento y un equilibrio fatal. La G era un buen escondite aunque, al final, se decidió por la S y sus curvas suaves para deslizarse, caer y, tercamente, volver a meter la cabeza en ese casi infinito que buscaba, precisamente, su otra sinuosa, engañosa, mitad. Irresistible Cuando Laura conoció a Rubén supo que era el hombre con quien debía tener un perro, dos hijitos y una mecedora para arrullar su vejez; en ese orden. Se casaron como era de esperarse. Un día, llegó Memo, con su irresistible sonrisa, a pedir posada por unos meses. Era tan divertido verlo pasearse en calzoncillos por la casa contando chistes y haciendo bromas que Laura se olvidó del perro. Por eso ahora, en el fondo, comprendía por qué Rubén había salido por aquella puerta, junto con Memo, dejándola sola; sin marido, sin hijitos y sin mecedora. Desolada, tomó su bolso y se dirigió a la veterinaria. Espera Y viendo Dios que la tierra se secaba, los mares disminuían y los animales morían… supo que su obra era buena, pero el hombre no. El hombre había nacido defectuoso. Todo lo entendía al revés; así que, nada debía hacer excepto esperar. Los hombres estaban, ya, destruyéndose los unos a los otros… Confusión Jugaban a policías y ladrones... No pudieron hacer bandos, sólo hubo disparos a granel.
Angélica Santa Olaya (1962, Ciudad de México) es poeta, escritora, dramaturga, historiadora y maestra de la ENAH y de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha participado en numerosas antologías latino e iberoamericanas y en diversos diarios y revistas nacionales e internacionales. Es autora de una docena de publicaciones de poesía, cuento, minificción y novela.
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El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de
Eduardo Milán Poemas inéditos del libro Salido, que será editado en 2018 en la colección Buccaneers de Varasek Ed.
este espacio que no hay insiste en que no hay –traza una insistencia en su no haber una taza de café humeante señales de una a otra cara, pálidas señales de una a otra piel, rojas– este espacio que aparece sin su haber desposeído, poesía sin la posibilidad de la aprehensión, su sheriff –su sheriff sufre a solas con su hocico– sin posibilidad para el zarpazo lejos –aunque estuvo ahí– de una guerra aunque estuvo, guirnaldas de una a otra época de grietas sin haber, sin tener, aparece no hay sin queja porque hay sin queja si quieres, esos resplandores que van para llover ¿a dónde? no a Roma, que ya fue esa flor la brisa trae un aroma a mojado del lugar que no hay y hay si quieres, huele a perro mentira que huele a mil demonios ahora, si quieres mucho, huele a humano
no conozco un objeto que se pregunte qué es no conozco un objeto que se pregunte para qué no conozco un objeto que se pregunte dónde no conozco un objeto que se pregunte no conozco –en el puro de cielo, azul celeste con sol, sin sol, no cuando llueve, gris– verde apagado de lluvia sobre el campo esa lluvia donde ni ella se oye– en el sentido de ¿conoces a Dante? y ese íntimo de ¿conocés, loco, el tartamudeo concreto decolonial de Simón Rodríguez? –en el sentido de conocer a Rodríguez salvo mi poema que se arma mientras se arma una leyenda que se crea leyendo
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no sé cuántos poder-no posee la poesía en sus dominios de altura sin poder cielos de altura, océanos de hondura pez de espina y pájaro de pico esos costados del camino de piedra con jazmín huele a pino, cedro, huele de noche y jazmín cercas que el habla detecta sin decir sin ver, cae hacia dentro saltos de paje, joglar, bufón y trobadúrs –pero sé lo que la entraña: no-saber
los que pueden, poderosos, célebres agenciado el mundo de lo posible van dividiendo lo posible en posibles cortando carne sobre tabla de cortar de este lado todo lo posible, la totalidad madre-mater-materia, cósmica cosa infinita, afinada en su agudeza de luz entradas en las grietas que a oído sordo piden sutura, sutura eternidad –cada cosa minúscula ahí se queda de fósforo de noche a antorcha olímpica– gruesa en su despliegue de masa, goteo de oro Cosa de cosas –para los que disminuyen gravedad en falta de afecto, Cosa de cositas– sobre una lengua desenvuelta en alfombra roja –el comunismo no vuelve–
lo que pasó de contrabando Arnau Daniel lo que Pound insistía en saber y saber ese valor que venía del XIX, saber un fundamento para Pound levadura, magma fermentado movimiento silencioso de insectos un solo ruido que escapó al cristal el mayor oído luego del Atlántico, Ezra Pound lo mismo que Ulises, Pound no lo tolera lo que Arnau Daniel pasó de contrabando el eco inconfundible del canto de sirena Atlántico, el mejor oído «l olors d enoi gandres» esa cápsula, ese embutido de misterio desde Ulises, desde su no-caída por atarse, por ensordecer de cera ese sin sentido trata de una herida
de ese otro lo imposible, vean de ese otro, lo imposible, vean cómo se despliega la tanta resta un salto a cresta de gallo en posición reto no de ese comida a lo andaluz, antiguo resto reto de no, habla insobornable, no saber
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El castillo de Barba Azul
Eduardo Milán. Poemas inéditos
uno que cree en el canto canta su trabajo de canto porque el canto, uno sabe, se cultiva huerto de canto pasando tomates, lechugas, almácigos los monjes, condenados –uno se lo cree cuando el padre dice «tenés que plantar unos tomates y hacerte cargo de que crezcan sanos» no porque sea el lugar donde las almas crecen no sobre el mundo –como si el canto pudiera– consciente de la ruina del mundo –un mundo que no tiene cabida para cualquier uno qué: nada, la potencia, el porque sí, otro en su lugar– su trabajo de canto cuando el canto no trabaja creación, no trabajo: antes que el trabajo imponga sus horas de fábrica cuando, esto importa, ni siquiera hay canto hay quien canta –un poema debe terminar– pero canto lo que se dice canto, ese concentrado trascendente, aquí no hay siquiera –seguimiento menos– en cuanto al lenguaje coloquial alternativo, no hay alternativa
vi mucho humano corroído, unos de bronce unos puro físico, anclas naranja punteadas de peñarol óxido que hace de castor que chirría –ardilla o castor: castor, que tiene dientes más fuertes– –a esta hora ronda la palabra ónix pero aquí no tiene lugar– vi mucho humano blanco muy coco perdiendo por la nariz –a esta hora le llega la hora a la hora y esto significa lo contrario, se acabó– un amanecer en la playa tiene un sabor que se aleja– una almeja se aleja y en la mano ni un alma y para allá, horizonte adentro y vi, en Ibiza, mucha resonancia interna, mucha rima final, de fin de mundo la arena fina, de la más fina, refinada de tan fina pensé –eso dejó el hombre cortado–: lo fino tiene final marcado
Eduardo Félix Milán (Rivera, Uruguay, 1952) es un poeta, ensayista y crítico literario uruguayo radicado en México. Ha publicado una treintena de poemarios, entre los que destaca Alegría! (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 1997), y una decena de libros de crítica y ensayo literario. Entre sus influencias destaca a Kafka, Williams, Pound, Cummings, Stevens, Eliot y la poesía concreta brasileña.
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el como no era el pro-Comuna del poema la leyenda que se crea leyendo ya que yo no estuve allí el como del habla contó con que comías –esto es lo más lejos que puedo ir en la nostalgia– era un como comida para todos, no sé si comunista al menos un seguro repartidor de lo mínimo un expansivo, bordeaba lo total, el imperio del como precisamente ahí está el peligro, no en la ola en edificio edificante, nunca cante jondo, cae sepultando el «como» no genera constelación, no ve allí donde no hay todo se parece a todo y en la lógica del everything is connected puede prosperar, bien raíz por aquí llamas por allá verdeoscuro tubérculo en la nariz del topo y el musgo tan mágico de donde cuelga para ver mejor el murciélago de moda que en todo cabe contrapoder o poder, perseguido o adorado mirada amarilla y orejas en aguja un musgo se avejenta donde huele se aterciopela antiguo un cuerpo perseguido corta el aliento en dos un poder que se reparte sin sopor ni peso sólo aliviana unos dedos al sumiso solivianta una brisa de corriente, no un viento por los poros de esa piel se desplazaron comandos mercenarios rápidos por Alepo y demás la Comuna es selectiva, idea hierbas finas que se cortan a traición «París ya no quiere ser la capital de Francia» además del ahora digestivo museo antropofágico cuya divisa ondea en los desiertos de espíritu más seco Arizona o Potosí: «Tupí or not tupí» los filósofos avanzan por el tiempo como santos nunca comían, a puro pan y agua borracheras por la noche hasta la luna de Guevara, nunca «porque nadie sabe lo que puede un cuerpo» parecería que abrió un apetito posible, una sed siempre despierta cierro su llave con la cita que leí en Jacques / Jean Luc: «Hay que comer»
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La voz humana
Entrevista a Miguel Noguera Por Alba Tor Miguel Noguera. Fotografía cedida por el entrevistado ©
Miguel Noguera (Gran Canaria, 1979) es licenciado en Bellas Artes. Desde 2004 lleva a cabo el espectáculo Ultrashow en contextos variados (teatros, festivales y museos). En colaboración con Jonathan Millán ha publicado el libro Hervir un oso (Belleza Infinita, 2010) y en solitario Ultraviolencia, Ser madre hoy, Mejor que vivir, La vieja tigresa o el erotismo en la senectud y La muerte del Piyayo (los cinco con Blackie Books; 2011, 2012, 2014, 2015 y 2016). También ha colaborado como actor en algunos vídeos humorísticos del dúo Venga Monjas y en los filmes Extraterrestre, de Nacho Vigalondo, Diamond Flash, de Carlos Vermut, y Mi loco Erasmus, Taller Capuchoc y Algo muy gordo, los tres de Carlo Padial. Colaboró semanalmente en el programa matinal de Manel Fuentes en Catalunya Radio (2008-2013) y durante un corto periodo de tiempo fue colaborador satélite del programa Buenafuente en la Sexta.
Miguel Noguera aparece en el escenario como si nada, empieza a teclear un metrónomo electrónico y baila al son de este. Acto seguido, empieza a cantar un cántico acerca de un edredón de aceite y mil hojas. Ello provoca en el espectador una especie de vacío de sentido que lo deja perplejo riendo sin saber muy bien por qué. Miguel se debate en tercera persona sobre la imposibilidad de un edredón de mil hojas, de las múltiples potencialidades en las que ello podría desembocar, etc. Tras quince minutos de canción, que en el fondo parece que los haya dedicado a denunciar de la forma más hilarante la calidad de los éxitos del año, al fin Miquel saluda al público con un austero «buenas noches». Finalmente, tras muchos debates sobre la estructura, el sentido y la trascendencia de la canción, nos resuelve el enigma: hay una crítica detrás, dice, y es la siguiente: la capa de aceite no era una hoja. Se ríe de sí mismo y del público. Vuelve a explicarnos en qué ha consistido hasta el momento el espectá-
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culo y, acto seguido, confiesa: «Os he arrancado quince minutos, es decir, sois quince minutos más viejos, y ¿qué he hecho? He cantado una canción y he analizado su significado más oculto». Ahora empieza el ULTRASHOW. Hasta el momento estábamos en la fase de la «fantasmagoría». «Elijo imágenes, situaciones, pensamientos, etc., colecciono esos fragmentos según mi propio arbitrio y os los comento.» ¿Consideras que practicas un teatro «irreverente»? Puedo entender que se concluya que es irreverente, pero yo no lo hago desde ese lugar. Es «irreverente» porque es una impostura: ni considero que sea teatro, ni que yo sea actor, ni siquiera monologuista. No hay una conciencia de estar en el terreno público en el show; hablo como si estuviéramos tomando unas cañas. Dado esto, no busco violentar a la gente, por eso no pienso en la irreverencia como provocación. Te alejas bastante de lo que es un monólogo televisivo. Sí, es algo más naíf, más underground. ¿Y absurdo? Sí, eso sí. Hay escenas absurdas y delirantes. En la Wikipedia dice que eres actor, cantante, escritor y dibujante. ¿Cómo nace el oficio del dibujo y la decisión de llevarlo a escena? Empezó en un ámbito privado. Un amigo me propuso leer unos textos en su tetería. No me lo planteaba como una propuesta escénica. ¿Habías actuado antes? Sí. Había hecho un curso de clown con Merche Ochoa en la escuela La otra orilla. Sí que había pisado escenarios pero nunca como ahora.
¿Y el dibujo? Estudié Bellas Artes. Me gustaba dibujar, el cómic europeo, el arte contemporáneo... Hacía mis rutas solitarias por galerías de Mallorca. Había esta idea de mezclar el cómic con algo más abierto y por eso estudié Bellas Artes, y de este modo entré en contacto con el arte contemporáneo. De allí nació un poco todo, pero no premeditadamente. Es curioso cómo en el show desglosas qué es lo que acabas de decir, qué es lo que harás a continuación... Sí, hay un momento «meta». Sí. Eso es algo que se ha ido elaborando con el tiempo. A parte del contenido, comentar el devenir. No suelo pensar en el espectáculo hasta el día antes o el mismo día. Es una manera de funcionar. Algunas ideas son del mismo día y otras hace cinco meses que las he estado contando. Hay parte de improvisación pero también hay una estructura del espectáculo. Hay material que se trabaja en el directo. La preparación ocurre en el mismo momento que lo explico. ¿Te sientes cómodo improvisando? Tengo la suerte de que he caído en gracia a un público cómplice durante mucho tiempo. Eso me ofrece muchas más posibilidades de repetir el show (que no todo el mundo tiene) y ese punto de partida tan libre. Pero yo no puedo defender delante de ningún gremio de nada que lo que yo hago es valioso. Que lo hagan los otros. Se persigue un entusiasmo y una energía. Últimamente, por recursos como la metavoz (que va evolucionando), cada vez estoy más tranquilo y disfruto más del espectáculo. ¿Crees que cierto público acostumbrado a espectáculos «para todos los públicos» está preparado para tu espectáculo? A ver, yo creo que todo lo que digo es inteligible. Yo no soy en absoluto culto ni leído. Humilde sí. Más que humildad es encarnizamiento. No es que cierto público no comprenda mi humor; probablemente lo vean como lo veo yo si tengo que ser muy autodestructivo: «Este tío... ¿dónde está su destreza?». Es un concierto de punk del delirio.
No hay muchos clichés en tu show. Bueno, es una posición quizás anómala en un escenario. Pero en la vida te encuentras gente así, que bromea de un modo algo esquizo. Hay gente que comulga y hay gente que prefiere el virtuosismo en las artes escénicas. Lo que sí encuentras en el Ultrashow es cinismo. Sí. Lo hay, aunque el cinismo a veces es una especie de cobardía. Hay momentos en los que una se ríe y no sabe muy bien de qué. Sí. Todo tiene que ver con lo inconsistente, con lo fraudulento. ¿Cuántos años llevas en los escenarios? Desde 2011 hasta ahora. Empecé en el Teatreneu, una o dos veces por semana. ¿Lo disfrutas? Si yo no alcanzara ese estado de entusiasmo, si me despegara de ello y lo pasara mal un show tras otro, lo dejaría. Incluso me voy relajando con el tiempo. Soy muy torpe, no sé hilar muy bien el relato y soy muy despistado; al integrar eso en el show, me siento más cómodo, al igual que al integrar esta especie de flagelación. Cuando digo que la canción de inicio es una tortura, lo digo en serio. ¿Hay algo de autobiográfico en tus soliloquios? Nunca aparece mi vida tal cual es, ni mi vida es el material. ¿Qué llegó primero, el dibujo o los textos? Lo que siempre ha habido es un anotar cosas que ocurren. El dibujar o el escribir es un modo de explicar. Odio escribir. De hecho mi último libro se ha retrasado un año. ¿Cómo se llamará? No lo sé. Han sido dos años horribles. Puedo estar ocho horas para un párrafo: que si miro el Twitter, que si me entran ataques... Y no deja de ser un párrafo mediocre. La actividad de escribir o dibujar no existe en mí. Existe una actividad de registro y anotación. Este es el sustrato que tengo y de donde saco todo mi material. El problema viene cuando yo tengo que formular esos pensamientos de un modo conciso o en un formato concreto. Eso son los contenidos. Para mí era una gamberrada
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La voz humana
Entrevista a Miguel Noguera
tratarlos como contenido. Hay un desprecio al contenido, pura posmodernidad. Se critica la posmodernidad como un «todo vale», pero yo siempre he sentido un gran afecto por la posmodernidad. Ahora bien, el compromiso social posterior yo no lo tengo. Me importa poco el resto de gente, sólo me importa mi bienestar. Ser posmoderno tiene un precio. El precio es que eres una mierda. Asúmelo: todo son frivolidades, formalismos, un juego de humo y espejos. Si lo eres, comprométete con ello; eres un payaso sofisticado. ¿El humor puede ser un compromiso? Sí, claro. Determinado cinismo, la ausencia de compromiso, centrarse en cosas formales cuando el barco se hunde... Si me pides compromiso, sociedad, civil, ignorante, que mira la Sexta y vota a Podemos. A mí me han vendido mis amigos de Twitter, «me habéis convencido, mi voto es para vosotros». Si no te identificas con el mundo capitalista pero al mismo tiempo tampoco empatizas, lo único que puedes hacer es dar tu voto y defenderlos. Tampoco soy el enemigo, pero hay un «hasta aquí». Yo firmaría continuar así... A mí la realidad, en cuanto que deviene y tú puedes actuar sobre ella, nunca me ha interesado. Para mí esto es como un Matrix que ojalá se perpetúe, y viva mis fases de vejez y tal, con dinero suficiente y sin sufrir demasiado, y ya está. No estoy conectado al pulso de la vida, en un sentido colectivo. Como mucho puedo votar o agradecer ciertos actos. Personalmente no tengo conciencia crítica ni política. Por ejemplo, Žižek siempre está con lo mismo, pero a mí me encanta. Es un tipo del que siempre sabes que si ves una conferencia suya, pasarás un buen rato... A mí me da igual lo cerca que está de la verdad.
La primera vez que fui a ver el Ultrashow, al salir, había cola para proponerte nuevas azañas. ¿Te pasa a menudo? Sí, a veces recibes mensajes por Facebook, te sugieren imágenes graciosas, imposibles... ¿Y utilizas ese material? No. No me veo utilizando material que me han dado. Bueno, si un amigo te pasa una foto y, a partir de allí, le das una vuelta de tuerca... Pero una idea ajena en concreto no la integro en el show. Ahora bien, el entusiasmo de la gente me da fuerza y hace que continúe y que, pase lo que pase, valore lo que hago. También has estado en televisión. Sí, para mí es un medio de promoción, y si me dejan ser yo mismo con mi trabajo, pues genial. Pero para mí no es un medio en sí mismo, sino más un espacio para mostrar una versión televisiva de tu show. Es raro, es como si entraras en una terapia de rayos, en una tecnología de radiación... Cuando llegas a poder vivir de lo que te gusta, sin tener que imitar a nadie, siendo genuino con tu propia fórmula, ¿queda alguna meta más por cumplir? No. En mi caso tiene más que ver con la documentación y el afianzamiento. Si tú me dices: «Vas a seguir así hasta que te jubiles», yo firmo. Ahora lo que quiero es editar el material de vídeo, colgarlo en el canal (sin contratar a nadie); y con respecto a los libros, resolver este bloqueo que tengo. Abrir vías dentro de lo mismo, con nuevos formatos, y documentarlos.
¿Entiendo que te ganas la vida de esto? Sí, claro. Alba Tor. Formada en Interpretación de la Lengua de Signos y
El teatro es un oficio bastante inestable y más en estos tiempos. ¿Te preocupa que un día de repente dejes de «caer en gracia»? Sí, me preocupa tener que ir a una ETT, ese miedo estará hasta que me muera.
en Filosofía, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la actividad artística y a la escritura (poesía, prosa, teatro...). Ha creado espectáculos propios interdisciplinares: cabarets (ExcéntricCabaret, Autokabaret Cosas Que Nunca Harías...), performances, recitales de poesía y obras de teatro (Sala Fénix, Solera Café Teatro, Club Cronopios), laboratorios de investigación tea-
Respecto a los títulos de tus libros: por ejemplo este que tengo entre mis manos se titula Ser madre hoy. ¿A qué se debe? Los títulos se escogen para que sean llamativos, no tienen una razón de ser.
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tral y filosófica, y talleres de literatura, cine y filosofía. Ha ejercido como gestora cultural (Club Cronopios, AdArts, Sala Beckett) y locutora de radio. Colabora en la revista Quimera como redactora y en la Fundación La Caixa como gestora cultural.
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Vacaciones negras Por Andreu Navarra Les llamaron locos, herejes, inmorales. Los llevaban a los tribunales y ellos iban allí contentos porque entonces podían celebrar sus escándalos, seguir escupiendo su bilis ante un público cautivo, que no compraba sus novelas pero sí vociferaba contra su presunta pornografía. Fueron, básicamente, tres, hacia 1880: Alejandro Sawa, Eduardo López Bago y Felipe Trigo. Estaban hartos de la calma chicha de la Restauración. En el mundo existían cosas que nadie quería ver, porque nadie quería arreglar. La virtualidad de la obra literaria ayudaba a todos esos buenos ciudadanos a construirse un mundo perfecto, el mundo de la idealidad en que habitaban, que debía verse reflejado en novelas ejemplares: épicas, morales, espejos de virtudes y de abnegación. Sin embargo, esa pequeña galaxia de chalados reflejaba peleas, prostitución, matrimonios por dentro, explotación contra la mujer, servidumbre, noche cultural, bragas, calzoncillos, ropa sucia, suburbios, tuberculosis, antros, garitos, tugurios, buñolerías, enfermedades venéreas. Con más urgencia que buen estilo deseaban dar puñetazos literarios, remover un poco el cotarro. Y ese fue un poco el problema: escribir una literatura basada en toscos puñetazos, cuando afinar el sarcasmo podría haber sido mucho más efectivo. La Historia los olvidó, pero esa historia ha vuelto. Con la sociedad hecha un adefesio, surgen voces que reclaman una literatura moral, ajustada, espejo de buenas costumbres. Sin embargo, el monstruo continúa aquí delante. No verlo o no querer reflejarlo ni examinarlo constituye la hipocresía de nuestro tiempo. Cada vez son más los novelistas que pierden la paciencia ante las policías lingüísticas, que son policías ideológicas. Pero lo hacen con más astucia que Sawa o López Bago. En eso hemos mejorado bastante. La sinceridad literaria no tiene por qué soltar la mano al estilo. Tampoco hace falta hoy acabar en el calabozo. Aunque tiempo al tiempo… De momento (y antes no pasaba) si escribes un mail a un amigo que tiene algún cargo a su dirección de trabajo, el mail rebota. Es asombroso: si escribes whisky o churri en un mail, un robot con criterios morales
selecciona tu correo y lo pone en cuarentena. Las palabras malsonantes son como un virus. De algún modo se nos invita, no a que nos pongamos un condón, sino a que vivamos dentro del condón. Dentro de la profilaxis hablada, nuestra nueva religión. De momento, nos quedan novelas como la que acaba de publicar Juan Carlos Márquez. Resort (Salto de Página) explora la oscuridad de nuestra pobre civilización presente. Las vacaciones familiares son la quintaesencia de la hipocresía social de nuestro entorno. Las familias se trasladan a lugares horribles, en los que se pelea por una hamaca, donde las sonrientes animadoras de hotel odian su trabajo, su ropa, el peinado que les obligan a llevar, donde toda promesa de vida feliz es prostituida y bastardeada. Donde desaparecen los niños, donde la comida es reutilizada una y otra vez, donde los cocineros son magos del glutamato, donde los hombres no saben ya qué hacer con sus erecciones. Donde un jubilado monta celosa guardia durante horas sobre un rectángulo de arena en el que, unas horas más tarde, ha de yacer su familia. Donde un padre de familia va perdiendo poco a poco su serenidad para acabar explotando de rabia. Donde toda la hediondez moral de nuestro tinglado económico aflora, con las taras que nadie quiere ver: pobreza, ansiedades, insatisfacción, explotación, radical fealdad arquitectónica, sinsentido cotidiano, alienación, comida basura, presión estética, desposesión del cuerpo. Centrada en la peripecia de un policía que acaba de procrear, Resort muestra el reverso de nuestra presunta felicidad, creando un micromundo de oscuridad en la que vivimos inmersos, y esto si no se da el caso de que esa inmensa fábrica de hipocresía nos degluta y nos obligue a participar de sus rituales sociales, como el Aquagym o las discotecas. Márquez nos acompaña al lugar desde el que podemos desmontar las sonrisas de las fiestas del consumo, donde la persona humana es capaz de rebajarse hasta extremos inquietantes. Menos corrosiva y más introspectiva, Inundación (Sloper), de Patrícia Font, también transcurre en un micromundo anónimo que gira en torno a la playa y sus inenarrables prácticas sociales. Hernán es un joven perdedor que regenta, junto a su padre, un chiringuito
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de playa cutre y ruinoso. A Hernán le ocurre algo extraño: de repente, se le aparece su hermano Julio, muerto tres años antes, y este hecho inexplicable acciona los engranajes de su vida absurda, de su existencia para la nada, para la deuda. Márquez hace diez años que publica, y no para de ganar premios. Es un nombre en ascensión y su nueva novela es un grado más a su progresión. Se le ve un autor con las herramientas a punto. Su estilo es directo y sabio, rápido y afilado, y también vampírico. Font procede del mundo del teatro, aunque también ha trabajado para la televisión. Inundación es su primera novela y ha hecho bien en esperarse. Su narración es dinámica y mental, se nota que pertenece a alguien acostumbrado a pensar sobre el diálogo y la escena. Nada que ver con la literatura de batracio, empachada de conceptos librescos y moralina multiusos. Una muestra representativa de la particular voz fontiana podría ser el siguiente párrafo: «Julio se levanta y abraza a su hermano [recordemos que se trata de un fantasma] y él se deja abrazar para volver a comprobar que es real. Bueno, a ver cuándo se pudre, se evapora y se va, igual que se va la resaca. Julio: Si uno le quitara lo de la muerte, ¿qué hay de él en él? Solo uno se conoce a sí mismo. Hernán le toca los brazos, hunde sus dedos contra la carne, calibra la tensión de sus músculos; es súper real. Julio se queja de un pellizco, pega un saltito y se queda en la parte soleada del balcón. Grita de dolor, un alarido profundo, de esos que engullen al resto de sonidos, a todos los ruidos de alrededor, parecido al centrifugado de una lavadora sobrecargada. ¿Le está pasando algo? Hernán deduce que Julio tiene la fisiología de un vampiro, quizás de un zombie. Todo esto le está rallando bastante». Bailando pobremente entre la realidad y el deseo, Hernán trata de instalarse en la utopía. Una utopía caracterizada por el bienestar económico y una vida menos subhumana, sexualizable: «Hernán sabe que su padre debe de estar en el bar, detrás de la barra con su calva y su barriga, con la bayeta sucia encima de alguna mesa. Y esperando que él descuelgue para meterle la bronca. Eso es lo que es. Pero Hernán sabe que en el futuro será distinto. Hernán se imagina el futuro; uno bucea y sale a flote y todo lo ve claro y sin sal. Ve el local reformado y casi puede oler la comida; casi escuchar el grupo de música que contratarán en temporada alta». Lo que es y lo que podría ser. Pero las alemanas empapadas en bañador que acuden a su puerta se quedan fuera de su chiringuito y no llegan a entrar. Porque Hernán ni siquiera es capaz de comuni-
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carse con ellas. Porque es un cateto. El clásico cateto español de 1960. Porque no hemos avanzado nada, leches. El fantasma se escapa y Hernán sale a buscarlo, preguntándose si no estará buscándose a sí mismo. Porque Hernán no es como el policía o el papi de la novela de Márquez, no va caliente eternamente. Su desidia vital es tan preocupante que ni siquiera le interesan las chicas. La feminidad, en la novela de Font, es sobre todo ausencia. Y no debe extrañarnos, con este panorama humano de mafiosos cutres, perdedores y peligrosos chulos. Las vacaciones son un espacio de masculinidad reptante, fundamentalmente ensuciada. Lo único que le preocupa es conseguir dinero para poder comprar alcohol, venderlo y salir a flote. Estilo de paradojas, elipses y juegos de equívocos. Juguetón y melancólico. Font explora los horizontes metafísicos de la persona humana a través de objetos amenazados, manchados de decadencia y hollín cotidiano: lavadoras, cubatas, bambas de plástico, bolsas de deporte, patatas fritas, coches sin glamur, bloques de apartamentos, chancletas, bayetas y bañadores. Todos los objetos abocados al fracaso que conforman este pequeño universo de la derrota que es un pueblo de costa indistinguible del de al lado. Porque tanto el hotel de Márquez como el putrefacto pueblo de Font son la cloaca de la humanidad. Y allí, con todo en contra, rodeados de macetas y biquinis y camareros, tienen que sobrevivir sus estragados protagonistas. Alegrémonos de poder contar con novelistas que oxigenan nuestra atmósfera. Nuestros feudalismos mentales tienen las de ganar, pero aún podemos dejar de reptar y desafiarnos ante tanta falsa calma chicha de la Restauración.
Andreu Navarra Ordoño es escritor e historiador. Ha publicado las novelas Nube cuadrada (2009) y El prostíbulo (2014) y, entre otros, los ensayos El regeneracionismo. La con-
tinuidad reformista (2015), 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (2014), El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (2013) y La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (2012). También ha editado, entre otros, Les corrents ideològiques de la Re-
naixença catalana de Antoni Rovira i Virgili (2014) y El literato y otras novelas cortas de José María Salaverría (2013).
«Veras prenósticas» (A vueltas con la posverdad) Por JOsé Antonio Vila Decía Larry Flynt, el famoso magnate del porno, en una entrevista reciente (septiembre de 2017) concedida a El País Semanal: «George Washington no era capaz de mentir. Richard Nixon no era capaz de decir la verdad. Y Trump no es capaz de distinguir una cosa de otra». Flynt es conocido en España, y supongo que en el resto del mundo lo mismo, en gran medida por El escándalo de Larry Flynt (The People vs. Larry Flynt), la película que en 1996 Milos Forman hizo basada en su vida, con Woody Harrelson, Courtney Love y Edward Norton en los papeles protagonistas. Aunque en su país es también un tipo notorio —amén de por su inmensa fortuna— por la espectacular y teatral manera en que ha querido presentarse siempre como paladín de la libertad de expresión y «verdadero patriota» americano; una faceta de su perfil público que se recrea con inspirado humor en dicha película. En los últimos tiempos, Flynt la ha tomado con Donald Trump, llegando a ofrecer, más de una vez, según creo, varios millones de dólares a cualquiera que le proporcionase información lo bastante comprometedora sobre el actual presidente de los Estados Unidos como para forzar su revocación mediante un impeachment. Dejando a un lado lo afortunado o desafortunado de la oferta (y el afán de protagonismo del señor Flynt), que parece querer traer a la mente los legendarios pósters del far west con las leyendas, escritas en grandes letras, de «Wanted» y «Reward», me quedé con la frase de la entrevista en el dominical de El País porque pensé que daba de lleno en el meollo de esa cosa que viene llamándose «posverdad» desde hace poco más de un año a esta parte. En efecto, al hablar de posverdad parece que queramos designar esa incapacidad de distinguir lo verdade-
ro de lo falso a la que aludía Larry Flynt en referencia a Trump. Aunque tal vez para completar la definición del concepto habría acaso que decir que la posverdad consiste no solamente en no distinguir entre verdad y mentira sino, en el fondo, en no querer hacerlo. O quizás, mejor aún, en no tener el menor interés en distinguir una cosa de otra. El propio interés de uno se convertiría así en criterio de veracidad. Los hechos subjetivos en hechos objetivos. «Hechos alternativos». Como los que había pretendido aducir Kellyanne Conway, asesora de Trump, para justificar la manifiestamente falsa afirmación (tales «hechos» nunca salieron a la luz ni existieron, por supuesto) según la cual en la ceremonia de investidura de este como presidente hubo una mayor asistencia de público que en la de su predecesor en el cargo Barack Obama (las imágenes que la desmentían pudieron verse en todo el mundo). Y si en el panorama de la política internacional la idea de posverdad se ha relacionado a menudo con la muy controvertida administración Trump, en el de la política nacional no ha sido infrecuente que se haya traído a colación con el llamado «procés» catalán. Mucho de esto sobrevoló la conversación que mantuve con Jordi Ibáñez Fanés cuando me reuní para charlar un rato con él a propósito de la posverdad. Jordi Ibáñez, quien, además de profesor universitario de estética y de pensamiento moderno, es ensayista, novelista y poeta, ha hecho las veces de editor, y autor de la introducción, del trabajo colectivo titulado En la era de la posverdad, en complicidad con los también profesores de universidad y escritores Jordi Gracia y Domingo Ródenas de Moya, ambos autores asimismo de sendos ensayos que recoge el volumen. ¿Es posverdad simplemente un término de moda? Algo pasajero, una palabra con gancho, con ese prefijo «pos-» añadido como una
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especie de garantía de modernidad, pero nada más que una nueva forma de decir algo que siempre ha existido: la falsedad pura y desnuda. ¿O designa, por el contrario, una realidad nueva? A esta pregunta pretenden dar respuesta los autores en el libro. Un heterogéneo elenco de intelectuales que, junto a los ya mentados, comprende los nombres de Manuel Arias Maldonado, Victoria Camps, Nora Catelli, Joaquín Estefanía, Andreu Jaume, Valentí Puig, César Rendueles, Marta Sanz, Justo Serna, Joan Subirats y Remedios Zafra. Jordi Ibáñez me confirma que la amplitud del espectro ideológico en los colaboradores seleccionados ha sido una decisión deliberada. El libro, dice, quiere ser un trabajo diverso y, por eso, el muestrario de posturas abarca desde autores que podrían situarse en posiciones políticas implicadas con la izquierda hasta posiciones más cercanas a la derecha, para expresarlo en términos convencionales. Me cuenta que eso ha sido así para rehuir un enfoque partidista, aunque, recalca, eso no quiere decir que el libro sea neutro ni equidistante. Me comenta asimismo que la posverdad es algo realmente existente y que esa constatación ha sido el principal motivo de aparición de este libro: poner de manifiesto la realidad de un fenómeno distinto de la vieja mentira y que tampoco es una variedad ligeramente mejorada de la propaganda política típica del siglo XX. Curiosamente, prosigue, al poco de su publicación, en la primavera de 2017, aparecieron una serie de artículos en la prensa periódica en los que se negaba realidad al concepto de posverdad. Dice que no quiere ser malpensado, y no afirma que sean respuestas indirectas o tácitas al libro, pero que esa ha sido, sin embargo, una coincidencia que se le antoja curiosa cuando menos. ¿Así que la posverdad existe?, le pregunto. La posverdad existe, por desgracia, y tiene una definición muy concreta, responde. La verdad y la mentira siguen siendo registrables como lo que son, el valor de la mentira y el valor de la verdad siguen siendo transparentes, pero la posverdad responde al deseo de que te engañen, al deseo lúcido, subraya, de querer ser engañado.
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Vaya, pues. Algo así como el diálogo que mantienen Sterling Hayden y Joan Crawford en la película Johnny Guitar, y que Domingo Ródenas evoca oportunamente en su ensayo: «Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años»; «Te he esperado todos estos años». Mentiras consentidas y demandadas, que no «verdades fingidas», aclara el propio autor en su texto, como pueden ser las situaciones conjeturales que plantea la ficción literaria o la audiovisual y que no debemos confundir tampoco con afirmaciones «contrafactuales», así esos presuntos «hechos alternativos» que niegan la realidad de los hechos realmente acontecidos, o con el uso que de ciertas verdades «de consenso» pueda hacerse para ocultar la verdad objetiva. Domingo Ródenas nos recuerda el episodio del «baciyelmo» en el Quijote, cuando todos los personajes de la escena se ponen de acuerdo a la hora de sostener que el objeto que don Quijote ha robado al barbero es un yelmo y no una bacía. Una reminiscencia cervantina que le sirve para describir la situación que se vive actualmente en Cataluña, un problema cuya gravedad no disimula ninguno de los autores que en el libro piensan sobre la cuestión. Que el poder ha mentido o ha ocultado la realidad cuando le ha convenido no es ninguna novedad; lo novedoso es la capacidad de amplificación de la mentira que permite la tecnología, con la radio y la televisión en el siglo XX, y ahora con internet y las redes sociales virtuales. Jordi Ibáñez cita en la introducción el librito Reflexiones sobre la mentira, que el filósofo e historiador de la ciencia Alexander Koyré, de origen ruso pero exiliado en los Estados Unidos, había publicado en 1943. «Nunca se mintió tanto como en nuestros días», declara Koyré al comienzo de su libro. Y lo que te rondaré morena, podría pensar un lector contemporáneo, a buen seguro mucho más cínico y descreído que un hipotético lector medio de los años cuarenta. Lo que Koyré registraba hace más de setenta años no era solamente esa capacidad de amplificación de la mentira, sino la posibilidad novedosa de mentir mucho más de lo que se había mentido hasta entonces. Mentir con todo el cinismo, la alevosía y la reiteración que han quedado
condensadas en la figura de Goebbels y su celebérrima frase acerca de cómo las mentiras devienen verdades a fuerza de repetirse. De esa inaudita capacidad para la mentira se nutrió la propaganda de los regímenes totalitarios, la Unión Soviética de Stalin, la Alemania del nacionalsocialismo y, a su manera, la Italia del fascismo y la España de Franco, para armar discursos autolegitimadores y, al mismo tiempo, de difamación y demonización de adversarios y disidentes; discursos que fueron creídos por una parte de la sociedad y que la otra, por miedo o interés, fingía creer. Eso me lleva a pensar, claro, en el contexto político en el que estamos viviendo en Cataluña desde hace ya unos cuantos años. Y me acuerdo de las imágenes vistas en la televisión durante los meses de octubre y noviembre de 2017, de los grupos de jóvenes, presumiblemente de clase media y estudiantes universitarios la mayoría, entorpeciendo la labor de los periodistas que daban cuenta de la pseudorrevuelta que estaba teniendo lugar
al grito/consigna de «prensa-española-manipuladora». Nadie parece querer acordarse ya —y es muy probable que estos jóvenes, que entonces tendrían once o doce años, no lo recuerden en absoluto— de cómo, pocos años antes, otros muchachos de su misma edad, y que ahora rondarán muchos los veinticinco o veintiséis años, eran gaseados y echados a palos de la plaza de Cataluña en Barcelona por la policía autonómica catalana. Un espacio público que habían «okupado» en señal de protesta ante los recortes presupuestarios y nuevas medidas económicas implementadas por el entonces reciente Gobierno nacionalista catalán de Convergència i Unió. Un cuerpo de agentes de policía que la retórica, o el «relato», del procés independentista ha transformado en el imaginario de muchísimos catalanes, haciéndolos pasar del estatuto de brutales villanos al de héroes de la patria. Lo mismo que los actuales herederos de aquel partido político, hoy desaparecido, han pasado de ser los «malos» abucheados por reducir los gastos de la administración pública en sanidad, educación o asistencia social a ser vitoreados en las manifestaciones independentistas como los caudillos que habrán de guiar al pueblo catalán hasta su Canaan prometido. El presente se proyecta ideológicamente sobre el pasado y el futuro y se pasan de soslayo las verdades históricas y los datos de hecho. En la posverdad la identificación emocional hace que la factualidad de los hechos sea irrelevante, creando lo que Arias Maldonado denomina en su ensayo «tribus morales»: ellos y nosotros. Una de cuyas consecuencias puede apreciarse en el nuevo auge de los populismos políticos, un asunto del que César Rendueles trata en el libro en relación con la posverdad. Hablando de la innovación tecnológica que ha supuesto internet, Jordi Ibáñez sostiene que precisamente ahí radica uno de los elementos decisivos de la posverdad: en la creación de nichos de autosatisfacción ideológica que internet ha posibilitado. En esto coinciden todos los autores del libro. «De alguna forma, se ha perdido la vergüenza a la mentira, como si el mundo virtual estimulara otra relación con la realidad», es lo que escribe Andreu Jaume en su ensayo. Mientras que en su
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texto, Nora Catelli señala de igual manera que la Red es un campo abonado para la posverdad, porque favorece la expresividad emocional en bruto, sin que esta se acompañe de una reflexión crítica. Una circunstancia que fomenta, como sostiene Joan Subirats, el triunfo de eso que desde antiguo se llama doxa, la opinión acríticamente aceptada, ahora magnificada, difundida a los cuatro vientos y llevada a hombros de las emociones. Nos reímos cuando recuerdo una ocurrencia bien conocida de Ferlosio a propósito de los nacionalismos, sobre cómo su funcionamiento puede ser descrito mediante una metáfora escatológica que él llamaba «la moral del pedo». Los nacionalismos, venía a decir Ferlosio, son como el olor de los pedos: nadie soporta los cuescos ajenos, pero los propios no suelen molestarnos tanto y hay hasta quien se recrea en el hedor de sus ventosidades. Parece que la posverdad no está demasiado alejada de eso. Tanto más si uno repara en una interesante expresión que el mismo Jordi Ibáñez emplea en el texto introductorio: «hedonismo cognitivo». «… un tipo de percepción de la realidad que no responde ni a una racionalidad sólida y contrastada ni a una forma de empirismo estricto y severo, sino a los deseos —a los más oscuros y a los más obvios— de que las cosas sean de un modo y no de otro», como desarrolla a continuación. Tú consumes ese discurso porque es un discurso que te da gusto, prosigue en nuestra charla, al comentarle yo esa fórmula que me había saltado a la vista al leer el libro. Y es que tal como apunta en su texto Valentí Puig, las pesadillas anticipatorias de George Orwell y Aldous Huxley (Gran Hermano, ministerio de la Verdad, soma), que hace apenas unos años se nos antojaban erradas o anacrónicas, vuelven a presentar visos de verosimilitud. Retomando el hilo de la expresión ferlosiana, Jordi Ibáñez reflexiona que la posverdad es incluso más que esa complacencia narcisista y autoafirmativa del nacionalismo porque la posverdad en estado puro es creer porque deseas creer, y porque en el fondo te es indiferente si es verdad o no aquello que deseas creer. Hasta el punto de que la posverdad construye relatos muy consistentes, pero desde una relación paranoica con la realidad. Y cuando ese vínculo es tan placentero, romper con esos relatos es
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muy difícil. Crees sólo aquello que te gusta creer, a sabiendas de que puede ser mentira; la posverdad es una indiferencia absoluta a las demostraciones de hechos factuales, concluye. La posverdad, pues, tendría también una parte grande de wishful thinking. Esa proyección de la conciencia en la que el pensamiento se confunde con el deseo y termina en el autoengaño. Uno de los ejemplos clásicos para ilustrar ese «pensar como querer» es el del enamoramiento, en particular el juvenil, que no ha pasado todavía por la experiencia del desengaño amoroso y en el que a menudo el enamorado quiere creer que es también objeto de deseo de la persona a la que ama, y para ello realiza en su pensamiento una selección muy sesgada de los datos e informaciones de tal modo que estos le permitan confirmar en su conciencia la veracidad factual de su deseo. Quizá, a fin de cuentas, la posverdad juegue con la misma clase de atractivo que la publicidad. Y como sucede con la retórica publicitaria, tal vez la posverdad no consista más que en la emisión de un mensaje que no persiga otra cosa que una efectiva estimulación del deseo. De la creación de deseos y la satisfacción del consumo, consumo de imágenes y mensajes placenteros, hablan varios de los autores en sus ensayos, si bien ninguno se ocupa específicamente del discurso publicitario. Lo que es una pena porque, a mi modo de ver, la retórica de la publicidad, cuyo mecanismo de efectividad se basa en el halago del consumidor y la estimulación de sus deseos, tiene muchos aspectos en que confluye con la idea de posverdad. Acerca de la relación de posverdad y consumo, Marta Sanz, que en su ensayo aborda la degradación a que se han visto sometidos valores básicos de la racionalidad ilustrada, escribe que «nuestra libertad es la libertad de comprar y de vender». Victoria Camps, por su parte, define en su texto la posverdad como una nueva sofística y no solamente nos recuerda que «Marshall McLuhan no pudo imaginar lo certero de su hallazgo al sentenciar que el medio es el mensaje», sino que «la posverdad implica introducir la arbitrariedad en el uso del lenguaje, utilizarlo en beneficio de los intereses de quien habla, desconsiderando las reglas gracias a las cuales el lenguaje es un instrumento eficaz de comunicación». En
ese punto coincide con Jordi Gracia, quien afirma que «la posverdad ha aprendido a hacer un uso intensivo de las técnicas de la publicidad y el marketing». Pienso en la película de Hitchcock, Con la muerte en los talones, y me acuerdo de que el personaje que interpreta Cary Grant (Roger Thornbull, a quien confunden con el misterioso y a la postre inexistente «George Kaplan») es un publicista que en un momento dado del film comenta algo así como que en el mundo de la publicidad no existe la mentira, tan sólo la exageración. Y como sucede con el discurso publicitario, en la era de la posverdad prima la eficacia retórica sobre el contenido del mensaje. La exageración forma parte también de esos procedimientos del bullshitter, el charlatán, el que «habla mierda», como si dijéramos, ese concepto que conocemos por la jerga del inglés americano y para el que no tenemos en español equivalente exacto, aunque sí experiencia de su significado, algo que traducimos en ideas afines a la charlatanería, o incluso la jactancia o la fanfarronería, que se le acercan. Es el hablar por hablar, el tipo de enunciación en la que el discurso cobra un carácter eminentemente instrumental y se supedita al lucimiento del emisor; donde las piruetas verbales del ingenio y la circularidad autorreferencial del egocentrismo sustituyen al contenido de verdad o de mentira como vértices rectores de lo que se dice. No por casualidad son varios los autores del libro que hacen mención al ensayo de Harry G. Frankfurt On Bullshit (que en su traducción española lleva por subtítulo Sobre la manipulación de la verdad y que en alguna edición se ha vertido como Sobre la charlatanería). La posverdad vendría a socavar así un cierto pacto de confianza entre interlocutores que posibilita los consensos necesarios para la creación de verdades en el terreno político. De la degradación de la confianza en el marco de la comunicación social tratan unos cuantos de los autores, en particular Remedios Zafra, que insiste en la necesidad de construir nuevos vínculos éticos que sirvan para reparar esos marcos de confianza dañados, sobre todo en las redes virtuales. Volviendo a lo político por última vez, Jordi Ibáñez reflexiona que el juego político es necesariamente un juego de acuerdos y no de demostraciones científicas, y,
por eso mismo, la política es tan vulnerable a la toxicidad de la posverdad. No se puede demostrar científicamente que la socialdemocracia sea preferible al liberalismo, y viceversa. Pero uno de los usos de la posverdad es el de disfrazar de cientificidad una toma de partido ideológica, proponer una base pretendidamente científica para legitimar determinadas decisiones políticas o económicas. De eso trata uno de los artículos más interesantes del libro, como es en mi opinión el de Joaquín Estefanía, que cuestiona la supuesta neutralidad, objetividad y distanciamiento científico de muchos economistas actuales cuyas afirmaciones y «recetas» no se basan en la realidad sino que reflejan una ideología enmascarada que, no obstante, transparenta la intención de beneficiar a los ricos. Termina la conversación con el editor y la relectura del libro. Más allá de la perspectiva individual de cada uno de los autores, el auge actual de la posverdad parece poner de relieve la creciente dificultad, que ya conocemos desde finales del siglo XX pero acentuada en el XXI con las nuevas tecnologías de información y comunicación, de fundamentar objetivamente unos valores o unas opciones políticas, unas reglas de juego, si se gusta de la metáfora lúdica, en sociedades democráticas, laicas y plurales, más aún después del éxito del relativismo cultural y del declive del prestigio de las viejas figuras de autoridad intelectual. Me acuerdo otra vez de Ferlosio, de un comentario iluminador que tiene de las palabras que Juan de Mena pone en boca del conde de Niebla en el Laberinto de Fortuna. Justo antes de lanzarse al asalto de Gibraltar, en el año del Señor de 1436, el militar, hombre ya de mentalidad renacentista y por tanto racional, amonestaba a su maestre de flota, marino supersticioso, diciéndole que no se guiara en sus acciones por falsos augurios, señales irracionales de mal agüero, sino por «veras prenósticas», indicios racionalmente ciertos, y lo instaba a seguir los «fechos». Atenernos a los hechos veraces, volver a conectar con los hechos, debería ser la base de la revalorización de un racionalismo emancipador, porque a lo mejor eso es lo único que nos puede proteger de los nuevos fundamentalismos, sean estos religiosos, raciales, étnicos, nacionalistas, sexuales o económicos.
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El holandés errante
Madrid, calle de Luciente
(de crímenes castizos y ciudades subterráneas) Texto y fotografías: Ginés S. Cutillas A los once años leí una selección de cuentos de Edgar Allan Poe sin saber quién era ni la importancia que adquiriría para mí en el futuro. Saqué el libro de la biblioteca del colegio porque la portada era muy atractiva para el niño que era: un gato negro en primer plano miraba desafiante al lector, detrás una pared quebrada mostraba lo que parecía ser la mano de una señora traída de otro tiempo por aquel guante de puntilla. El título creo recordar que era El gato negro y otros cuentos de terror. El autor, si he de ser sincero, ni lo vi —sabría al fin el nombre cuando años más tarde, ya consciente de a quién leía, volví a toparme con el cuento—. Era lo más macabro con lo que me había encontrado en mi corta carrera como lector, en la que básicamente leía cómics y aquella colección de clásicos de Bruguera que toda mi generación tiene en mente. Yo buscaba la complicidad con mis compañeros de clase contándoles aquel relato que tanto me había impresionado. Tan sólo uno de ellos acertó a decir que yo era raro antes de girarse e ignorarme. De cualquier modo, aunque incomprendido en su tiempo, ese cuento agarró en mí como pocos. Luego descubrí que Poe había reutilizado la fórmula en El corazón delator. Uno en la pared con un gato y otro en el suelo con un latido… Bueno, ya me entienden lo que quiero decir. Años más tarde, mi madre me encargaba religiosamente todos los jueves bajar al quiosco a comprar El caso, aquel periódico sensacionalista de sucesos que marcó una época en nuestro país. Me aficioné a leerlo por el oscuro morbo de lo que creía prohibido para un chaval que contaba dieciséis años en 1989. En la portada venía en titulares más grandes de lo habitual: Los crímenes del mesón del Lobo Feroz, donde se anunciaba que un expolicía emparedaba prostitutas en el sótano de su mesón. No un bar, no. Eso hubiera sido prosaico:
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Recorte de prensa con la foto del Mesón del Lobo Feroz
un mesón, esa palabra tan obsoleta y sugerente como la de emparedar, la cual no creía que tuviera tampoco un uso actual. Ambas activaron de inmediato aquel cuento atesorado en alguna curva perdida de mi cerebro. Durante muchas semanas se fueron desgranando detalles macabros del crimen, que para recordarlo, venía a contar que un tal Santiago José Pardo, un excomisario de policía que había servido en la Legión y que era un pobre diablo alcohólico al que su madre le había puesto un bar para que se ganara la vida, de vez en cuando buscaba la compañía de alguna prostituta, se la llevaba al mesón, que estaba cerrado por las noches, y al intentar tener sexo con ellas y no conseguirlo por la impotencia que le causaba la bebida, entraba en cólera y las mataba con un cuchillo jamonero. Luego limpiaba todo y las emparedaba en el hueco de la escalera que llevaba al sótano de una forma rudimentaria, con maderas y escayola, y anteponiendo cajas de cervezas para disimular semejante chapuza. De esa manera procedió
con tres chicas. Las dos primeras acabaron respectivamente en aquel hueco el 22 de agosto y el 12 de octubre de 1987. La tercera, a la que buscó en la madrugada del 22 de diciembre de ese mismo año, consiguió zafarse tras una dura pelea en la que los vecinos llamaron a la policía por el escándalo de los gritos. La chica, herida, contó a los policías que acudieron en su ayuda que, tras el gatillazo de rigor, se había puesto violento y que la había amenazado con el cuchillo causándole algunos cortes. En aquella ocasión Santiago pasó algunos días en el calabozo, pero a los cuerpos de seguridad no les dio por registrar el local y menos tirar paredes, por endebles que pudieran parecer. Sólo diecisiete meses regentó el local. Luego lo traspasó y no se preocupó siquiera de llevarse consigo el espeluznante lote. Así, el 23 de enero de 1989, los albañiles que trabajaban en la reforma tuvieron la desafortunada sorpresa de encontrárselo. Enseguida la policía relacionó un caso con el otro y el mesonero fue encarcelado. Tras pasar quince años en prisión y reducírsele la condena por buena conducta, salió en 2005 y se perdió por el sur de España. Hace unos meses, en uno de mis tantos viajes a Madrid, una amiga escritora me alojó en su casa de la calle de Luciente, un bello y robusto palacete del siglo XVII. En una de esas sobremesas alargadas comentó de pasada que justo enfrente había estado el famoso mesón, ahora reconvertido en casa de costuras y regentada por dos señoras mayores —¿Arsénico por compasión?—. Poca gente allí sentada se acordaba de los crímenes, pero en mi interior se removió algo. Le hablé de lo que había significado para mí, de El caso, del vínculo con el cuento de Poe, de la literatura de los crímenes macabros —A sangre fría de Capote sin ir más lejos—, de subsuelos y emparedamientos… Y tirando del hilo, y conociendo mi condición de mitómano empedernido, me informó de que precisamente allí mismo donde nos
Escaleras de acceso al sótano tapiado del número 4 de la calle Luciente
encontrábamos, en el número cuatro de la calle de Luciente, Emilio Carrere había situado en 1920 la entrada al inframundo de su novela La torre de los siete jorobados, conocida más por la versión cinematográfica que hizo Edgar Neville en 1944, y que, para colmo, había una escalera en el sótano que bajaba unos cinco metros hasta un acceso que había sido tapiado. Me contó que habían picado y que habían descubierto tres escalones más, pero que estaban esperando a algún experto, un pocero en concreto, para tirar aquello abajo y descubrir adónde conducía aquel pasaje. Aquella historia fantástica merecía levantarse de la mesa y chequear la escalera, y efectivamente, tal y como lo había contado, allí estaba. Tras hacer una y mil conjeturas —entre las que se barajó, porque se sabía que el último Gobierno republicano antes del exilio se reunía allí mismo y que eran ellos quienes lo habían tapiado, fantaseamos con que el Oro de Moscú estaba justo debajo de nuestros pies—, volvimos a la mesa y la conversación derivó de nuevo en lo literario, en concreto en la figura de Carrere y qué le habría llevado a fijar la entrada en aquella localización. Emilio Carrere (1881-1947) fue un superventas de su época. Popular, bohemio, galán, frecuentaba a otros noctámbulos contemporáneos como Pedro Barrantes, Ciro Bayo —uno de los iniciadores del género de literatura de viajes— o el bohemio por excelencia, Alejandro Sawa, en el que Valle-Inclán se basó para crear el protagonista de Luces de bohemia y al que Pepe Cervera le dedicó un acertado libro de relatos.
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Ginés S. Cutillas. Madrid, Calle de Luciente
Carrere comenzó como poeta modernista decadente a lo Verlaine, pero pronto se dio cuenta de que el dinero estaba en la prosa, sobre todo si era macabra y a ser posible con alusiones esotéricas. Publicó en las revistas por entregas del principio del siglo XX: La novela de hoy, El cuento semanal o La novela corta entre otras. Supo reflejar ese Madrid costumbrista, castizo, y encontrar las tramas en las habladurías de barrio y el saber popular, aderezándolas siempre con tiznes terroríficos y policiacos y envolviéndolas con ese humor negro tan característico en su obra.
Fotograma de la película La torre de los siete jorobados, dirigida por Edgar Neville.
La publicación en concreto de su novela más conocida, La torre de los siete jorobados, no está exenta de una historia rocambolesca. Como buen vividor que era, Carrere la vendió a mitad acabar, alargando una historia ya publicada bajo otro título —Un crimen inverosímil—. El editor de La novela corta, Juan Palomeque, se encontró, una vez pagado el encargo, un manuscrito sin pies ni cabeza con partes que habían sido rellenadas con recortes de otras obras. Al reclamarle a Carrere que acabara debidamente la novela, este se negó en rotundo. El editor, lejos de dar por perdida la inversión y sabiendo que el caché del autor le repercutiría en ganancias, contrató a un negro literario que, tras empaparse de la obra entera de Carrere, acabó el manuscrito imitando su estilo e introduciendo los elementos más fantásticos de la historia,
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como la ciudad secreta subterránea, construida por los judíos como refugio tras aprobarse su expulsión —homenaje implícito al relato El pozo y el péndulo de Poe, con inquisición incluida—, y los mismísimos siete jorobados. Este negro era Jesús de Aragón, autor bien considerado bajo la dictadura de Franco, al igual que el otro autor que nos ocupa: Edgar Neville (1899-1967). Veinticuatro años más tarde de la publicación de la novela, Neville se fija en la historia y la lleva al cine. Escritor, dramaturgo, director de cine, contaba con un título nobiliario, el del IV Conde de Berlanga del Duero. Participó de la vida bohemia de Madrid, pasando por las tertulias del Café Pombo. En Granada entabla amistad con Lorca y Falla. Más tarde se codea con Salvador Dalí, Emilio Prados, José María Hinojosa… Todos ellos adscritos a la generación del 27, a la que no accedió quizá por haber militado en el bando nacional o quizá por haberse tomado la intelectualidad con demasiado humor —no comprometido políticamente—, como les pasó a varios de sus amigos: Miguel Mihura, Enrique Jardiel, Antonio de Lara Tono… La otra generación del 27. En 1922, como diplomático, viaja a Los Ángeles, donde aprovecha para introducirse en Hollywood, conoce a Chaplin e incluso participa como actor de reparto en Luces de ciudad. Podríamos afirmar que la película La torre de los siete jorobados es una de las más peculiares rodadas en España. A su realismo de sainete castizo, combinado con ese irrealismo de expresionismo alemán tardío, se le junta un humor negro, muy acorde al de su autor original, pero también interpretaciones un tanto forzadas de los protagonistas, una clara diferenciación del bien y del mal, de los guapos y los feos, y una historia de amor calzada a presión buscando ese final feliz que tan bien había aprendido Neville en su estancia americana. Si a los decorados expresionistas trasnochados de Pierre Schild, Francisco Escriñá y Antonio Simont le sumamos que los rollos de película con la que fue rodada eran de antes de la Guerra Civil —ante la escasez de materiales— y esa fotografía basada en los opuestos del blanco y el negro de Enrique Barreyre, obtenemos una película con un granulado un tanto inquietante que resulta ideal para la historia que se está contando. En cuanto al guión, hubo numerosos cambios ante la
dificultad de rodar ciertos pasajes que técnicamente eran complejos para la época. Entran y salen personajes a placer del director en pro de una trama fluida, la cual acaba siendo lo más interesante de la cinta. Sin duda, cada obra por separado tiene una fuerza distinta, una plenitud individual a la que no le hace falta la existencia de la otra, hermanadas por ese humor más negro en el caso de Carrere y más jovial en el caso de Neville. El protagonista, Basilio Beltrán —interpretado por Antonio Casal—, en la película es un hombre inteligente, seductor, de buena presencia y educado, un héroe al estilo Hollywood. En el libro, Carrere lo presenta como un ser supersticioso, con múltiples tics nerviosos y no muy listo. En ambos casos se le aparece un espectro que sólo él puede ver: un hombre tuerto vestido elegantemente que le hará ganar mucho dinero
en el juego. Los finales también cambian de forma ostensible, cada uno fortaleciendo el soporte para el que fue pensado, el papel o el celuloide, distintos idiomas. La otra película que destaca en la obra de Edgar Neville, ya por ir cerrando el círculo, es El crimen de la calle Bordadores, que cuenta el conocido «crimen de la calle Fuencarral», acaecido en el actual número 95 de dicha calle. Neville la sitúo en Bordadores por necesidades de producción. Tuvo lugar el 2 de julio de 1888 y fue uno de los primeros crímenes mediáticos en España, ya que la sociedad se polarizó en los dos posibles asesinos de la señora de la casa: el primero, el hijo bon vivant, y la segunda, la doncella que la asistía. Es decir, en la burguesía y en la clase trabajadora. ¿El móvil? Robar a la acaudalada viuda de Varela. Lo curioso del caso es que el juez instructor del caso fue Nicolás Salmerón, que había sido presidente del poder ejecutivo de la Primera República durante mes y medio en 1873. La doncella de veintiocho años fue condenada a garrote vil. Veinte mil personas acudieron a la ejecución el 19 de junio de 1890. No se puso mucho interés en aclarar del todo el crimen. De hecho, el hijo fue condenado años más tarde a prisión por la muerte de una prostituta. Benito Pérez Galdós refleja el crimen en las crónicas enviadas al diario argentino La Prensa, abriendo un estilo desconocido hasta entonces en la literatura española: el policíaco. De cualquier modo, Neville aprovecha la historia para introducir escenas de zarzuela y chotis para reflejar el Madrid de finales de siglo XIX. También en esa misma calle, en el 45 de Fuencarral, catorce años más tarde se produjo el conocido como el «crimen de la plancha», el 22 de junio de 1902 para ser exactos. También es una criada quien mata a un excéntrico señorito a base de golpes de plancha en la cabeza mientras duerme, con la intención de robarle. El imaginario criminal de Madrid es inabarcable. Cada asesinato te conduce a otro cercano, ya sea por tiempo, espacio o similitud en las acciones, que siempre te llevan a escarbar en lo más profundo del terreno, en el subsuelo de la ciudad, y acabas dándote cuenta de que literatura y vida se traen ese extraño juego holístico donde los autores volvemos una y otra vez sobre los mismos temas, los mismos clichés, generación tras generación, y Poe tiene mucho que ver en esto. Aspecto actual del portal de número 4 de la calle Luciente.
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Lo grotesco
Santiago Eximeno Enkuadres: Valencia, 2017 180 págs.
La normalidad de lo extraño Por Alberto García-Teresa Santiago Eximeno tiene ya demostrado su dominio en el terreno del cuento. Precursor de la «tuitliteratura», desde los años noventa ha ido desplegando una trayectoria prolífica e inquieta, siempre con una perspectiva oscura, que ha fructificado en cinco libros de microrrelatos, seis antologías de cuentos y otras tantas novelas, mayoritariamente de género fantástico y de terror, además de varios proyectos experimentales. En este nuevo volumen se agrupan una veintena de piezas. Muchos de los cuentos recogidos aquí ya habían sido publicados en revistas de todo tipo y distribución, pero también se ofrecen varios inéditos, entre los que constan un par de microrrelatos y el texto de una supuesta pieza de títeres. En todos ellos, el autor juega a desorientar al lector. Eximeno busca romper las expectativas que cuidadosamente ha ido sembrando en las páginas precedentes a las vueltas de tuerca que culminan con desagradables clímax sus historias. Sin embargo, no busca la sorpresa, sino el desconcierto. Se desliza para prepararlo por un supuesto costumbrismo, en el que se van colando elementos extraños, disonantes. Estos son asimilados por las pequeñas proyecciones en el futuro que poseen los cuentos o por la interiorización de los ambientes degradados o enfermizos en las que coloca sus historias. Más o menos cercano, el trasfondo es un mundo empobrecido por la crisis económica. Eximeno suele trabajar con personajes en situaciones de expulsión de la «normalidad» (emocional, productiva, normativa, moral…): abandono, paro, precariedad laboral. Son individuos doblegados por las carencias y la inminencia de la miseria. Él los mueve en una atmósfera desolada, crepuscular, de seres y entornos en decadencia, que impregna todo el libro, y los coloca ante durísimos dilemas. Pero, hábilmente, nos muestra que no son conflictos de un único indivi-
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duo, sino la consecuencia de una nueva y aberrante lógica social, aceptada y generalizada en su realidad. No se trata de comportamientos asociales; al contrario, se llevan a cabo para integrarse en la sociedad. Ese constituye uno de los grandes aciertos del libro: Lo grotesco no nos presenta personajes singulares o peripecias extraordinarias, sino que retrata hábitos y situaciones cotidianas en sociedades tremendamente parecidas a las nuestras, en las que se ha producido un leve pero crucial desplazamiento (hacia adelante —cuando introduce elementos de ciencia ficción— o lateral —cuando se coloca en la cuerda floja de lo fantástico o se adentra en lo sobrenatural—). De nuevo, la infancia y la vejez son fundamentales en sus historias, buscando la contraposición y la contradicción en los vectores de vida y muerte. En algunas piezas, emplea toda la imaginería de fantasía oscura habitual en su narrativa y, cómo no, puntean algunas de estas páginas esos episodios de imaginería grotesca tan propios de este escritor. En ese sentido, Eximeno vincula el horror con la exposición de lo que negamos, de lo que rechazamos aceptar, y con escenas repulsivas o ligadas a la degradación de la carne, con la corrupción del cuerpo como sinécdoque de la inminencia de la muerte (motor de todo terror). No en vano, los cadáveres (inanimados, que para zombis ya tuvo el autor su chispeante Refranero zombi) poseen un lugar destacado en ello. Sin embargo, en sus narraciones, los acontecimientos o los componentes fantásticos y de terror aparecen limados, sin estridencias, de acuerdo con el ritmo de las historias, siempre sobre un buen soporte lingüístico. Así, Santiago Eximeno nos vuelve a regalar un conjunto muy destacado y elaborado de cuentos; un grupo de relatos perturbadores, contenidos en su extrañeza pero, precisamente por ello, tremendamente incómodos.
La manada
Daniel Dimeco Ñaque: Ciudad Real, 2017 78 págs.
Una granja en África Por Rebeca García Nieto Isak Dinesen recordaba con nostalgia su granja en África, al pie de las colinas de Ngong. La granja donde transcurre La manada, en cambio, está situada en el Karoo, un área semidesértica del sur de Sudáfrica, y se parece más a la de En medio de ninguna parte, de J. M. Coetzee, que a la de Dinesen, por lo que dudo mucho que pueda ser recordada con añoranza por nadie. En cierto modo, esta finca situada en medio del desierto está fuera de la jurisdicción de ninguna ley, así que no es de extrañar que sus protagonistas tengan unos comportamientos más propios de los animales que de los humanos. Para que el lector se vaya situando, se nos dice que se trata de «uno de los veranos más calurosos que recuerdan en el Karoo. Las lluvias no descuelgan su llanto y la calima que envuelve a los pocos seres vivos que salen a la superficie los decapita». El ambiente en casa de los Oonde van Graan, tres hermanos que pertenecen a la primera generación de jóvenes afrikáners tras el apartheid, es literalmente asfixiante: «... los muros irradian fuego. Por las noches, se eleva la sinfonía de los grillos cortejándose y el runrún monótono de las cigarras copulando hasta morir inunda los silencios durante el día». Esta imagen de los insectos como telón de fondo contiene los dos ejes sobre los que va a vertebrarse el resto de la obra: el goce ciego, el trasfondo de maldición bíblica. Las vidas de los personajes de La manada son tan áridas como el lugar donde han crecido. De hecho, el tema de la infertilidad es clave en la obra, al igual que lo era para Magda, protagonista de En medio de ninguna parte. Otro punto en común con el escritor sudafricano, aparte del estilo sobrio y efectivo con el que está escrita, son las relaciones familiares. La obra de Dimeco gira en torno a una familia que arrastra, nos dice, «secretos de sangre». Una de las hermanas —Vera— se quedó en la casa cuidando del padre; los otros dos —
Andries y Helen— se fueron, pero han vuelto a casa (lo hacen siempre que hay problemas), ya que la casa es al mismo tiempo su refugio y el epicentro de su dolor. Además de las relaciones familiares, es interesante ver cómo Dimeco retrata las relaciones entre blancos y negros con apenas un par de pinceladas. La sutileza a la hora de abordar cuestiones tan complejas como las raciales es uno de los mayores atractivos de la obra. La segregación se mantiene en la lengua («Nuestro idioma es el afrikáans, el de nuestros antepasados», dice Helen imitando a su padre, o «papá me habría azotado si se hubiese enterado de que aprendía zulú»…) y, por supuesto, en los prejuicios: los blancos hablan de los negros aludiendo a su fuerza física y su vigor sexual, como si en su mente fueran únicamente bestias de carga o, como dice Helen cuando habla de su pareja, Motsamai, «máquinas de follar». Aparentemente, el hecho de que haya parejas interraciales, como la de Helen y Motsamai, supone un gran avance, ya que en la época del apartheid estaba prohibido. Sin embargo, por mucho que Helen y Motsamai hablen en inglés para eludir las diferencias lingüísticas, si algo muestra su relación, y las conversaciones que mantienen los personajes, es que los vestigios del apartheid aún perduran después de 1994. Por último, cabe destacar el hábil manejo de la elipsis por parte de Dimeco. Este recurso, utilizado magistralmente por Coetzee, que, a su vez, lo aprendió de Beckett, hace que el final de la obra te deje clavado en el asiento. Los protagonistas se han ido construyendo a base de «huecos, de ausencias, de faltas…». La imagen que resume su infancia es la de «un puto agujero en la pared de la cocina», «un agujero abortado». En cierto modo, este agujero va creciendo a medida que avanza la obra. Igual que ocurre en Incendios, la magnífica obra de Wajdi Mouawad, el final te golpea con fuerza y te deja completamente aturdido, preguntándote cómo lo ha hecho, por qué no has visto venir el golpe. Esta obra de teatro le valió a Daniel Dimeco el Premio Max Aub de Teatro en Castellano en 2016. Un premio, sin duda, más que merecido.
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Medio mundo en luz
Joan de la Vega La Isla de Siltolá: Sevilla, 2017 88 págs.
Encuentro necesario Por Agustín Calvo Galán El desfiladero de Terradets, frontera natural entre las comarcas catalanas del Pallars Jussà y la Noguera, se ha ido formando a lo largo de milenios por el paso del río Noguera Pallaresa, cortando en este punto la sierra del Montsec en dos mitades y creando paredes verticales de más de quinientos metros de altura. Es ahí, a los pies de ese desfiladero, donde nos podremos encontrar la fuente de Les Bagasses, punto de encuentro y de descanso para excursionistas y escaladores. Y es en ese mismo lugar, centro y vértigo entre las aguas del río y el muro petrificado, donde Joan de la Vega delimita el origen exacto de su territorio creativo, un recuerdo de su infancia: «Mi padre toma mi mano para acercarla al salto del agua: me inclino ante sílabas de arena» (pág. 79). Poeta de intensa trayectoria y lentísimo pero seguro ascenso, Joan de la Vega, después de reunir su poesía en castellano en el libro En manos del aire (Libros en su tinta, 2017), emprende con Medio mundo en luz un viaje de retorno a los orígenes, a lo sagrado, a la esencialidad: la motivación de su escritura. Tal y como decía W. H. Auden: «Pero el impulso que lleva al poeta a escribir un poema brota de los encuentros de su imaginación con lo sagrado» (El arte de leer, Lumen, 2013, pág. 103). Así, la fuente de Les Bagasses deviene metáfora no sólo de contacto con lo sagrado, sino también de la inocencia primigenia, y de la creatividad. El poeta la cita en dos ocasiones: al inicio y al cierre de la segunda parte del libro, titulada «Esperanza de vida (auto de fe)». Y es que Medio mundo en luz se divide en dos partes muy diferentes, tanto temática como formalmente. Las imágenes del desfiladero de Terradets, por el que transitan los recuerdos del poeta, se convierten —en la segunda parte— en el simbolismo estructural y, aparentemente insalvable, de la mitad o de las dos mitades en las que se divide el mundo: lo encontramos, además
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de en el título, a lo largo de todo el libro. De la Vega condensa, de esta manera, la existencia en una geología de frontera, en la profundidad entre dos paredes; pero piensa el desfiladero no como sima, sino como borde de dos mundos, siempre con una de las partes en luz y la otra en sombra. Ahí, justo en el lugar en el que brota el manantial sagrado y esencial, esas dos mitades no parecen irreconciliables, sino que forman parte de un todo único: él mismo. Incluso, en el caso del colomense, esas dos partes equidistantes toman también la forma de dos idiomas: el catalán y el castellano, las dos lenguas hermanas entre las que él ha hecho y sigue haciendo de nexo —meritorio en estos tiempos en los que, no hace falta recordarlo, se han derrumbado tantos puentes—; y que no sólo se expresa en sus propias creaciones poéticas, sino también en su labor como editor, pues la editorial que dirige tiene dos patas: La Garúa para una colección de poesía en castellano y Tanit para otra en catalán. Además, con la identificación entre manantial y sacralidad, entre escritura y vida, consigue situar justo en el centro a la poesía: la fuente de Les Bagasses, el lugar en que el padre del poeta le acercó la mano a las aguas del manantial para que se sintiera en el mundo. Por último, la primera parte del libro se titula, muy descriptivamente, «Veintiún poemas en prosa dedicados a quien se hacía llamar HOMO, en otros tiempos». Se trata de un conjunto de prosas poéticas en las que el autor no define al ser humano, sino que relata, inventa, piensa, se lamenta y alimenta tanto las certezas como una cierta animadversión hacia sus congéneres: los poetas. «Déjalo estar. Cero súplicas, cero pálpitos, cero halagos. Si algo has de ganar, que sea su silencio» (pág. 35). Al fin, Joan de la Vega no teme expresar sus emociones; sabe que se arriesga al ridículo o la incomprensión, pero no le importa: para conseguir acariciar lo sagrado tiene que asumir que camina por sus bordes. Por otro lado, superar todas las mitades, todas las contradicciones, todos los mundos irreconciliables, hace de su poesía un encuentro necesario.
Autorretrato a lo lejos
Lorenzo Plana Pre-Textos: Valencia, 2017 76 págs.
Borrar la luz Por Sandro Luna «Porque ella murió, / soy un obseso de la claridad» son los primeros compases con los que Lorenzo Plana nos abre la puerta de su casa y nos invita a seguirle con premura y a beber hasta hacernos grandes… y ¿cómo no seguir al conejo blanco, al gato, al cisne a través de la niebla, en el lago, en la nieve del sueño? («I’m late / I’m late / For a very important date. / No time to say “Hello, Goodbye”. / I’m late, I’m late, I’m late», Alice’s Adventures in Wonderland). Sólo sabe mirar aquel que, primero, ha ardido en la pira de sus ojos. A partir de ese fuego ya da igual la distancia que uno tome con respecto a sí mismo. No existe ya sujeto, objeto ni separación de por medio: todo se ha vuelto uno, todo es origen. Eso es, en esencia, Autorretrato a lo lejos de Lorenzo Plana (Lleida, 1965): origen y transcendencia. Este libro, valiente y necesario, nos llega después de casi diez años de silencio. Le precede el también notable Desorden del amanecer (Pre-Textos, 2008), obra en la que constantes intuidas en el resto de publicaciones anteriores (La historia de Silly Boy —1991—, Ancla —1995—, Extraño —2000—, La lenta construcción de la palabra —2004—) empiezan a tomar forma sólida y arraigo para evidenciarse de manera total en el libro que ahora nos ocupa. Razón, inspiración, magia, abstracción, infancia, paraíso y muerte, por ejemplo, son cuerpos transfigurados en un solo ángulo, percepciones imposibles y, a la vez, hechas carne y encuentro a través del lenguaje y su vuelo helicoidal. Se trata de un libro de cercanías: lo dual queda desposeído de sus atributos para fundirse en la magia de aquel que posa su mirada en cualquier cosa y la posee y transciende con tan sólo contemplarla.
Así, a través del decir más misterioso y elíptico, la brega dialéctica, la lucha titánica de los opuestos nos lleva hacia no sabemos dónde. Y le seguimos, cómo no hacerlo: «El universo es comprensible allá en el lenguaje. / Pero el lenguaje agrieta luces» («La nieve en el abismo»), «La poesía es un átomo desnudo» («El autobús de la escuela»), «Cómo puede fabricar la niebla una mirada profunda» («El gran pacto»), «Ahora en el amor arriesgas mucho, /porque estás solo ante ti mismo» («Diamantes en el alcohol») o «Los charcos van transformándose en Dios» («Buen puerto»). En estos poemas uno se encuentra a un Ulises transfigurado («A casa siempre llega el otro») y sólo la perspicacia es capaz de sacudirnos el polvo de los ojos y mostrarnos el camino de la flecha que se abre en infinitos círculos concéntricos. Así se adentra en la verdad, mediante el pensamiento, germen de nuestro ser que se proyecta en múltiples entradas. Lorenzo Plana, inteligencia pura y limpia, siempre nos exige valentía y atrevimiento, más allá del miedo y de la muerte: «El miedo no traiciona / a quienes dignifican la existencia. / Tal vez, sin darte cuenta, / la inmediatez de tu dolor / consigue que tú avances a lo lejos. / A lo lejos, allí donde no importe lo que te pase hoy». Autorretrato a lo lejos es una invitación a la aventura. Adentrarse en sus versos siempre es un viaje iniciático y quien navega en sus aguas no vuelve nunca vivo de igual modo. Y si, a punto de partir, uno pregunta, él nos responde, como si fuera el capitán Ahab: «No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están».
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Celebración
Gonzalo Hermo (Traducción de Miriam Reyes) La Bella Varsovia: Madrid, 2017 68 págs.
Un corazón imposible de decir Por Raúl Quinto Celebración ya apareció en gallego en 2014 y fue premiado con el Premio Nacional de Poesía Joven y con el Premio de la Asociación Española de Críticos Literarios, lo cual no tiene por qué significar nada literariamente. Ahora Miriam Reyes lo traduce al castellano y comprobamos que hay un autor y un libro sólidos tras los galardones. Gonzalo Hermo (Rianxo, 1987) escribe un conjunto de poemas orgánico que pone en cuestión la solidez de tres de los grandes pilares sobre los que se asienta la poesía contemporánea desde el ya viejo romanticismo: el tiempo, el yo y el lenguaje. El autor constata que el tiempo y el ser en el tiempo son materiales inestables, en constante mutación, que chocan con la ansiedad por fijar la realidad que tienen tanto el lenguaje como la escritura poética. Y sin embargo escribe acerca del paso del tiempo, pero muy alejado, como no podía ser de otra forma, del tópico elegíaco que tanto contamina tanta poesía; escribe contra cualquier conato de nostalgia: el paso del tiempo no se llora, se celebra, porque no hay pérdida, aunque se pierda, aunque ni siquiera el poema sea capaz de retenerlo. O tal vez por eso. El tiempo se celebra con toda su erosión y toda su nada amenazando: «... no queremos un cuerpo que no sepa estropearse» (pág. 31). El tiempo se celebra con todo su olvido, con toda su muerte acechando: «No tememos la muerte // La llevamos dentro // La celebramos» (pág. 53). Por lo tanto toca aceptar que nada permanece nunca y cantar desde ahí, desde el poema que sabe que no puede decir lo que le excede, pero que se construye en un conjunto de ficciones luminosas idénticas al collage de tiempos (re)creados con el que conformamos nuestra identidad. Nada permanece, y lo celebramos. Nada de lo que somos es más estable que la materia temporal que nos construye: «Apurados por el
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exceso / prometimos regresar / con un cuerpo distinto cada día. // Pero hay una sola memoria / una sola memoria / que nos miente» (pág. 33). Diríamos pues que la tara es el molde del que se sacan estos poemas, conscientes de la imposibilidad de decir lo que es el frío, la pequeñez del musgo y su tacto, todo el universo que resbala en una gota de rocío; y a pesar de eso, de un lenguaje superado y de un yo que se sabe líquido, estos poemas conciben su propia vida, su belleza susurrada a pesar del tiempo y del mundo, afilándose como una grieta necesaria en la aparente solidez de las cosas. A pesar, o precisamente. Porque cómo fijar por escrito algo que no deja de cambiar, cómo decir la vida, cómo resolver la paradoja de que «el lenguaje dura / los cuerpos no» (pág. 52), cómo cantar todo eso sino aceptándolo y perdiéndose poema adentro como quien se pierde en el bosque sin esperar nada al otro lado salvo el murmullo siempre nuevo de los árboles, con la mirada del incendio como amenaza, sí, con la promesa de la primavera como esperanza, también, pero en el bosque. En el poema. Sin más. Celebrando la claridad del que sabe que nada permanece y todo nos pertenece. Celebrando la posibilidad de cantar para/con el otro: «... donde hallemos silencio habrá ruido / esperando encontrar / un oído que lo escuche» (pág. 36). Es este un libro que no está escrito en mármol sino en el agua y que sabe que la poesía tiene más de improbabilidad que de certeza: «Quisiera saber / si conseguiré regresar del frío / con un corazón imposible de decir» (pág. 46), se pregunta, y cuando llega a la conclusión de que no hay nada más allá, de que todo es una nada maravillosa, asiente y lo celebra con nosotros.
Ningún precipicio
Olalla Cociña (Traducción de Gonzalo Hermo) Progresele: Madrid, 2017 80 págs.
Vasto almacén de posibilidades Por Pilar Martín Gila La editorial Progresele publica ahora, en su colección Diminutos salvamentos, la traducción del poemario de Olalla Cociña, Ningún precipicio, aparecido originalmente en gallego. La traducción es del también poeta Gonzalo Hermo. Este hecho, me refiero a la traducción, da pie a hacer una primera reflexión: es posible conjeturar que Olalla Cociña mantiene una clase de trato con la lengua que si bien la lleva a sustraerse de la traducción al dejársela a otro poeta, precisamente esto mismo es lo que le puede propiciar la ocasión de asistir al texto vertido en castellano desde el otro lado, el lugar propio del lector. Así que mientras que, en cierta medida, la autora se desvanece a través de la traducción de otro, es por ello por lo que puede acceder al texto como a una construcción de la lengua que leyera casi por primera vez, o quizá como una lengua inesperada. Posiblemente así se elabora esa mirada de extrañamiento que recae sobre la propia escritura. Esto es ya de por sí un acto plenamente poético, en el sentido al que aludía Ildefonso Rodríguez durante la presentación del libro en Santiago de Compostela: «Lo poético habla en lengua materna, pero habla también en extranjero esa misma lengua». Toda escritura poética trata de replantear la relación entre el lenguaje y el mundo. En este sentido, más que un propósito de la escritura, en el presente poemario se puede hablar de una consecuencia: la poesía es la consecuencia de ese intento que, aquí, en Ningún precipicio, nos acerca a una poderosa constitución del deseo, que es poderosa seguramente porque es impura, porque la expresión verbal nos pone ante algo más que hay en la escena y que no se puede llegar a nombrar. Y tal vez ese algo sea, al menos en parte, ese tú que surge a veces como un desdoblamiento del sujeto y, en ocasiones, como una verdadera construcción del deseo en
el otro. Ahí es donde asoma el primer movimiento de la pérdida en la que es necesario dejarse caer hasta despertar algo parecido a la nostalgia. «... también yo me estiro sobre la mesa cotidiana / y me dejo ir, con gusto y pena». Pero también se puede guardar el deseo como si él mismo fuera a su vez el objeto deseado, ampararlo, protegido de la acción de las palabras. «Sólo este amanecer puede manipular / con tal veteranía / un diminuto anzuelo de plata / y clavártelo finamente en el lugar / donde la boca / guarda la sed». En el cuerpo, en la boca, se esconde toda la añoranza. Y no hay nostalgia mayor que la de la infancia, ese sentimiento entre el desconsuelo y el anhelo, algo incumplido y algo que no se puso en juego y sigue ahí, esperando su momento y su otra forma: «... mi hermana pequeña / yo te protegería / de cualquier catástrofe // y tú / pensando lo mismo para mí / te abrías para que te llenara de dibujos y palabras». Ningún precipicio parece, sí, en cierta medida, haberse formado sobre significados nacidos de la ausencia, células de sentido que se forman en la falta, el hueco. No me refiero a algo que se ha perdido, pero sí a la forma misma del vacío, los límites de esa forma, que nos permiten percibir la ausencia cuando algo no está en su lugar. El recuerdo puede ser uno de estos significantes y también lo es el deseo, «y sólo quieres tener / esa hambre / con que ellas comen». O la exacerbación de los sentidos que revelan lo que surge, lo que se crea a partir de lo que no hay, al nombrar justo eso que no está o que se niega recorriendo los bordes. La negación, decía George Steiner, es el vasto almacén de las posibilidades. Así podemos leer el hermoso poema que abre el libro y donde se contiene su título: «... quiero ir junto a ellas / detrás de la mano y de la vid: / que coman mi cuerpo / porque una extraña paz que me pone al revés / me lleva absurda / deliciosamente / a ningún precipicio». Ese no-precipicio puede ser el lugar donde actúe la poesía para Olalla Cociña, en el choque entre la imaginación y el mundo, que deja a la vista siempre un lado incumplible.
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E l a m b ig ú
Elegías Doppler
Ben Lerner (Traducción de Ezequiel Zaidenwerg) Kriller71: Barcelona, 2015 160 págs.
Exceso de piedad en la desesperanza Por José de María Romero Barea Hay algo ligeramente desconcertante en la fascinación que algunos autores franceses (Baudelaire, Michel Butor) muestran por el pasado. Los actos de ventriloquía del poeta que nos ocupa recuerdan a las fantasías necrománticas de un Roland Barthes o las macabras resucitaciones de un André Breton: «Ella se fue de la ciudad. Después llovió. Me robaron las lentillas unos cuervos». El vate que sueña con esta interminable serie de personificaciones en su primer poemario, The Lichtenberg figures (2004), parece él mismo un fantasma, un espectro atormentando por las ruinas de lo desaparecido: «... el cielo trasgrede su marco / pero obedece al museo». Nos referimos al poeta, novelista, ensayista y crítico Ben Lerner (1979), devoto desacomplejado de un sofisticado formalismo; no pionero, pero sí uno de los mejores representantes de una lírica intrincadamente forjada e intensamente autoconsciente, que logra fusionar lo formal y lo conversacional: «La sola posibilidad de una disculpa me permite expresar / mi ruina favorita como una relación entre escaleras / y estrellas». Al igual que el recientemente fallecido John Ashbery o el añorado James Merrill, el de Kansas escribe poemas coloquiales y literarios a partes iguales, con intereses (más o menos) estéticos. En la antología Elegías Doppler (Kriller71 ediciones, 2015; selección, traducción y prólogo de Ezequiel Zaidenwerg), el autor de Saliendo de la estación de Atocha (2011) asume las paradojas implícitas en nuestra compulsión de habitar la vida, las palabras o las imágenes: «Si está colgado en la pared, es un cuadro. Si se apoya en el piso, es una escultura». Los poemas de
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Angle of Yaw (2006) tratan de atrapar a sus distintos alter ego, pero también son testimonio de su propia reclusión en la forma, «la discapacidad emocional radical […] la permutación húmeda y opaca». De hecho, las composiciones de su segundo poemario podrían ser descritas como una mezcla de homenaje y crítica estética. Suponen, en cualquier caso, el monólogo de un monitoreo auto-incriminador, «una progresión infinita de últimas fronteras». La lírica formalista de su tercera colección, Mean Free Path (2010) sugiere un conjunto de conexiones subyacentes a la naturaleza civilizada y erudita del verso, su fluida facilidad y la forma en que eleva su leve agudeza, su durabilidad clásica: «En un mundo perfecto, sería abril, o un concepto asociado / Verde al tacto / a varios metros de distancia». La selección de inéditos evoca la fijación personal de una vida inmersa en consuelos estilizados: «El ideal es visible a través de su antítesis» («Dilación», 3). En «Ningún arte», por último, el artificio conduce al corazón de la realidad: «Hay un exceso de piedad en la desesperanza». Surge el poema intrigado por el acto de su propia creación («Ningún arte es total»), ese instante en que lo vivo se convierte en una imagen visual sin vida («Toda mi gente está conmigo ahora / como la luz»).
Recomendaciones de Quimera Tener una vida Daniel Jándula Candaya, 2018
¿Quién es el personaje que protagoniza Tener una vida? ¿Un hombre sin atributos? ¿Un flâneur inmóvil? ¿Una memoria del subsuelo? ¿Una mezcla de cronopio y de fama? ¿Un Estragón más perspicaz y a la vez más torpe? ¿Un Quijote sin quimeras? ¿Un Augusto Pérez que no se rebela? ¿Un Hamlet poco vengativo? ¿Un Otelo que huye de los celos? ¿Un ser extraviado de El pozo? ¿Una creación tardía de Mario Levrero o de Isaac Asimov? ¿Una nouvelle, una nivola? ¿Un poema en prosa? Tal vez sea todo eso junto. Y mucho más. Daniel Jándula acaba de publicar una novela magnífica que no sólo nos hará leerla de un tirón, sino que nos invitará a que sigamos en ella durante mucho tiempo.
Oficio de difuntos Arturo Uslar Pietri Drácena, 2017
Descendiente de dos presidentes de Venezuela y ministro (triple) él mismo, Uslar Pietri, uno de los más eminentes políticos y escritores venezolanos, narra la biografía novelada del dictador Juan Vicente Gómez con un conocimiento de primera mano. Escribe así una novela de dictador (casi un género por sí mismo en la literatura hispanoamericana) que trasciende la figura particular del tirano para mostrar una forma de poder justificado por sí mismo, sin oposición posible y aplaudido de forma abyecta por quienes lo rodean. Una forma inmejorable de conocer la psicología de un dictador y de acercarse a la historia de Venezuela de principios del siglo XX.
La extinción de las especies Diego Vecchio Anagrama, 2017
Con esta obra, el autor argentino ha conseguido ser finalista del XXXV Premio Herralde de Novela. En ella actúa como un creador de mundos donde cuenta la historia alternativa, mediante un humor refinado, de la creación de la red de museos de Estados Unidos, desde su nacimiento y expansión hasta su agotamiento y desaparición. Es una apuesta por la fe en el progreso, la manía de coleccionar y restaurar. Mediante la concatenación alocada de personajes recorre la historia natural de lo que ha podido ser la gestión museística de cualquier país que se ha ido construyendo a la par que catalogaba sus objetos, su fauna y su flora.
Los turistas desganados Katixa Agirre Pre-Textos, 2017
Llega la esperada traducción de la novela (Atertu Arte Itxaron) publicada con éxito en euskera hace dos años. Abunda la novela en el tema de la lucha armada o, mejor dicho, de lo que ha dejado la lucha armada de las pasadas décadas en la sociedad vasca. El tema, explorado recientemente por el gran éxito de Patria y también por novelas como La línea del frente o El comensal, lo aborda Agirre de una forma lateral, tremendamente inteligente. Una aparente road novel, con la velocidad propia del género, acaba abordando los problemas de profundidad. Novela medida, enigmática, tierna y despiadada. Una de las grandes apariciones de los últimos meses.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Antes de la tormenta Theodor Fontane Pre-Textos, 2017
Traducida por primera vez al castellano, Antes de la tormenta es un clásico imprescindible de la literatura alemana que compone un minucioso fresco de la sociedad prusiana de principios del siglo XIX. Ambientada durante la invasión napoleónica, esta monumental novela narra la historia de dos familias nobles y su reacción ante la ocupación extranjera; y lo hace a través de escenas intimistas, que capturan a los personajes conversando en las reuniones de nobles, en las tabernas, en las tertulias literarias... Cabe destacar la traducción, el prólogo y el aparato crítico de Helena Cortés Gabaudan, que contextualiza histórica y geográficamente tanto la acción como los personajes.
Solo en Berlín Hans Fallada Maeva, 2012
Confieso que no había leído nada de Hans Fallada hasta hace poco más de un año. Tendría que haberlo hecho antes. El bebedor, Pequeño hombre, ¿y ahora qué? y, especialmente, Solo en Berlín deberían estar entre las lecturas principales de nuestra vida. Fallada escribió Solo en Berlín al final de su vida, en los primeros años de la ocupación rusa de Alemania. En sus páginas resume perfectamente lo que fue su novelística: personajes desvalidos, débiles, intrigantes, siempre luchando contra un destino que los atropella. Los personajes que deambulan por Solo en Berlín (Otto, Anna, Enno, el comisario Escherich, Barkhausen, Trudel Baumann, etc.) deberían estar en los manuales de retratos de personajes. Solo en Berlín es una deliciosa mezcla entre la vivacidad de Dickens y el expresionismo.
El día que dejé de comer animales Javier Morales Sílex, 2017
El día que dejé de comer animales no es sólo un libro sobre vegetarianismo. Es, ante todo, un viaje, la crónica de un trayecto en el que se mezcla el diario personal, la progresiva concienciación sobre la cuestión animal y, sobre todo, un homenaje a la literatura desde la perspectiva de quien, en un momento de su vida, abandona el consumo de carne. Para ello echa mano de textos de John Berger, Chantal Maillard, Antonio Gamoneda, Bashevis Singer, Marguerite Yourcenar o Cynthia Ozick, entre muchos otros autores. Un libro híbrido que explora los límites del ensayo, entre la biografía del autor y la necesidad de convertirla en un cuento o en una ficción real, como las estupendas ilustraciones de Paco Catalán que encontramos entre capítulo y capítulo. Los recuerdos que se mencionan no sólo reconstruyen una vida, sino una posición ante la vida. Este nuevo libro de Javier Morales cambiará, estamos seguros, nuestra forma de mirar a los animales.
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Homo deus. Breve historia del mañana Yuval Noah Harari Debate, 2017
Tras el éxito de Sapiens. De animales a dioses —éxito mundial traducido a treinta idiomas que va por el millón de ejemplares vendidos—, este autor israelí vuelve con una mirada sobre nuestro futuro más cercano. Somos la única especie que puede controlar su futuro. El ateísmo será la opción lógica en cuanto más sepamos, en cuanto consigamos controlar el hambre, las enfermedades y las guerras, las tres plagas que han condicionado nuestra existencia. Según Epicuro, constante referencia en toda la obra, el ser humano está aquí para buscar su felicidad, ese es su fin, no el de escalar social o laboralmente. Cuando la inteligencia artificial nos obligue al ocio, ¿cuál será el sentido de nuestra existencia?