Quimera Revista de Literatura | Número 414 | Junio 2018

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publi higini p.4

EL VIEJO TOPO Ensayo

Higinio Polo

Lugares adonde no quiero regresar

Un periodista norteamericano que había sido soldado en Vietnam durante la guerra confesaba, afligido: “Hay lugares adonde no quiero regresar”. Higinio Polo tampoco quiere regresar, no quiere ver la tristeza de Samarra, ni la pobreza de Basora; no quiere ver en qué se ha convertido Bosra, ni quiere ver las ruinas del Crac de los Caballeros, ni la destrucción del Suq al Madina, ni los cascotes de la gran mezquita de Alepo; no quiere ver las ruinas de Palmira, ni la melancolía de Beirut, ni volver a Babilonia, ni recorrer de nuevo las calles de Bagdad.


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ColaborAN en este número:

Paco Amate, Ana Abello Verano, Josefina Astorga, Enrique Benítez Palma, Alejandro Bentivoglio, Silvia Gallego Serrano, Reinhard Huamán Mori, Layli Long Soldier, Mario Martín Gijón, Erika Martínez, Andreu Navarra, Marcelo Pedro, Luciana Reif, Antonio Reseco, Antonio Rivero Machina, José de María Romero Barea, Ira Rosenberg, Javier Sáez de Ibarra, Otto Sarony, Edgardo Scott, Luis Sepúlveda, Carlota Subirós, Alba Tor, Begoña Ugalde, José Antonio Vila, Darío Zalgade, Ángel Zapata

Ilustración de portada y Dossier:

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Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:

Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso

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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Junio 2018

El artículo ensayístico ha sido y es uno de los valores más sólidos de Quimera. En su larga trayectoria —treinta y ocho años y más de cuatrocientos números— en sus páginas han reflexionado sobre literatura y arte premios Nobel como Octavio Paz, Vargas Llosa o García Márquez; premios Cervantes como Juan Goytisolo, Caballero Bonald o Antonio Gamoneda; premios Príncipe de Asturias como Susan Sontag o Antonio Muñoz Molina; académicos de la lengua como Luis Goytisolo, José María Merino o Carme Riera; y escritores tan relevantes como Jorge Luis Borges, Louis-Ferdinand Céline o Djuna Barnes. Por ello, de tanto en tanto, nos encanta dedicar un dossier específicamente a los artículos ensayísticos, que generalmente ocupan la sección «Einstein on the Beach». En esta ocasión, contamos con seis artículos que abarcan temas diversos, desde la poesía de posguerra hasta las curiosas relaciones de la literatura con el boxeo. Una gran forma de disfrutar aprendiendo. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

ISSN: 0211-3325 DL: Edita:

El salón de los espejos

La voz humana

Entrevista a Luis Sepúlveda – 4

Entrevista a Carlota Subirós – 50

Entrevista a Luciana Reif – 10 Entrevista a Begoña Ugalde– 13

El holandés errante

El cielo raso

Las islas en la literatura (I) – 53

Einstein on the Beach Álex Chico.

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Ginés S. Cutillas.

El ambigú

¿Qué es una novela de ensayo ficción? – 18

Erika Martínez:

Andreu Navarra.

Vibrato de Isabel Mellado – 58

Andariegos. Nueva literatura de viajes – 23

Antonio Reseco:

Enrique Benítez Palma.

El verano del Endocrino

Literatura y boxeo – 25

de Juan Ramón Santos – 59

Edgardo Scott.

Ángel Zapata:

Sobre Los diarios de Emilio Renzi (tomo III) – 33

Benditas luciérnagas

Javier Sáez de Ibarra.

de Aranzazu de Isusi – 60

Propaganda cultural – 35

José de María Romero Barea:

Antonio Rivero Machina.

Conviene tener un sitio adonde ir

Posguerra, poesía y viceversa – 38

de Emmanuel Carrère – 61 Ana Abello Verano:

La vida breve

Invasión de David Roas – 62

José Antonio Vila. La ley de la intimidad – 40

Silvia Gallego Serrano:

Los pescadores de perlas

de José Antonio Mesa Toré – 63

Microrrelatos inéditos de Alejandro Bentivoglio – 43

El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Layli Long Soldier – 44

Exceso de buen tiempo Mario Martín Gijón: Migraciones de Gloria Gervitz – 64

Recomendaciones – 65 3


El salón de los espejos

Entrevista a Luis Sepúlveda Por Ginés S. Cutillas Fotografías: Jordi Gol ©

A finales de marzo acudimos a la quinta edición del MOT, un festival literario celebrado conjuntamente por los ayuntamientos de Girona y Olot. Los organizadores, un año más, nos propusieron entrevistar a algunos de los escritores que participaban en él. El nombre de Luis Sepúlveda era uno de los más destacados. Un sábado lluvioso nos presentamos allí y en el vestíbulo del hotel apareció el autor con su sempiterno collar en forma de ballena que le regaló el mismísimo fundador de Greenpeace, David McTaggart. Pronto nos dimos cuenta de que, como decía Cortázar, vida y literatura son la misma cosa.

Nace en un hotel… Vengo de una familia absolutamente normal. Mi madre era enfermera y mi padre un gran cocinero. En el año cuarenta y nueve le ofrecieron ser el chef del primer hotel de turismo que se abría en Chile, en una ciudad

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a unos seiscientos kilómetros al norte de Santiago. Comenzaron el viaje con mi madre embarazada y a cien kilómetros del destino, en una encrucijada de caminos, se pararon justo en un hotel, que curiosamente se llamaba Chile, regentado por una familia de inmigrantes


croatas muy amorosos. Supongo que nacer en un hotel te marca, estás de paso por la vida. Su padre era comunista y su madre mapuche. ¿Qué le queda de ambas herencias? Mucho, evidentemente: por parte paterna tengo un abuelo andaluz y una abuela vasca, y por el lado materno, una abuela italiana y un abuelo mapuche. De todos heredé algo: la informalidad andaluza, la tozudez de los vascos, el gusto por la buena comida de los italianos y de los mapuches un inconformismo brutal. De mis padres recibí grandes lecciones de ética. Mi padre era un comunista de los convencidos, que decía que sólo había una manera correcta de vivir la vida y era haciendo lo justo. Por parte mapuche, de no olvidar lo que se fue, quiénes eran. Antes de la llegada de los conquistadores habían derrotado al Imperio incaico, luego estuvieron cien años de guerra con los conquistadores que acabó sin vencedores ni vencidos, sino con un tratado de paz, que fue respetado trescientos años hasta que Chile consigue la independencia y los hijos de los encomenderos violan el tratado y comienza a llegar inmigración rusa, polaca, sueca, alemana, suiza, etc., y a ocupar tierra que era de esas gentes. Todo eso hace que sea un pueblo muy rebelde que no se resigna a la usurpación de la que fueron víctimas. Y esa rebeldía se refleja en su obra. Mi penúltimo libro es una fábula para lectores de ocho a ochenta y ocho años. Historia de un perro llamado Leal, que hace una síntesis de lo que son los mapuches y cómo piensan. Su primera obra, publicada con diecisiete años, fue un poemario. Empecé a escribir poesía. Chile es un país que tiene una plaga de poetas. A día de hoy todavía me da vergüenza el título: Crepusculario de la tristeza [risas]. ¿De qué puede estar triste un niño de diecisiete años? Pero me abrió muchas puertas. Yo admiraba mucho a un poeta llamado Pablo de Rokha, que tenía mucho genio y era muy grande, parecía un oso. Yo estaba firmando en una miniferia del libro y lo vi acercarse. Me preguntó: «¿Cuánto vale su libro, compañero?». A lo que le respondí que no, que cómo… Que le dedicaba uno. Él contestó que no, que si yo creía que mi libro tenía algún valor, le dijera cuál era. Cinco escudos, pues. Se sacó un billete y lo tiró allí mismo. Me quedé perplejo. A los dos días vuelve, se me acerca y me dice: «Leí su

libro, compañero, es muy malo, pero hay talento ahí, así que véngase a mi casa». Recibí las clases magistrales de literatura de mi vida, leyendo los clásicos juntos. Una generosidad infinita, el viejo. El libro sirvió para conocer a un gigante de la literatura que me acogió, no en una relación maestro-discípulo, no, simplemente quería transmitirme algo de lo que él sabía. Y luego la prosa… Tuve un profesor de lengua en el Instituto Nacional, Julio Barrenetxea, un tipo estupendo, que sin decirme nada recopiló los textos que le iba dando, hizo una selección y los ordenó. Me enteré de que los había enviado a un concurso cuando lo gané. Era el de Casa de las Américas. Yo tenía dieciocho años y me abroncaron los grandes escritores del momento. Aun así, nunca sacralicé la idea de ser escritor. En el ochenta y uno llegué a Alemania, donde dirigí algo de teatro. En el exilio publiqué dos libros más de cuentos, uno de ellos, Los miedos, las vidas, las muertes y otras alucinaciones, cayó en las manos de Cortázar, quien me hizo una de las mejores críticas que me han hecho en la vida: «Pedazo de cabrón, en ese libro hay muchos cuentos que tendrían que ser míos». Es el escritor hispanohablante que más admiré y más sigo admirando. Era un tío muy decente. También con diecisiete años comienza a trabajar en el periódico Clarín como «reportero policial». Sí, era el de mayor tirada del país. Era de izquierdas y se publicaba en Santiago. Era muy raro porque tenía grandes dosis de humor y de amarillismo al mismo tiempo. Por ejemplo, si un carnicero había apuñalado a su mujer, mientras el resto de la prensa titulaba «crimen pasional» o algo por el estilo, nosotros abríamos con «cerdo burgués mata a humilde proletario» [risas]. El redactor jefe era un tal Zurita, uno de los periodistas más respetados del país. Yo llegaba con mi nota de prensa que no alcanzaba las quinientas palabras, él la leía y la arrugaba y me decía que eso era literatura, que escribiera periodismo. ¿Qué aprovechó de esa etapa de periodista para su carrera como escritor? Me enseñó el fabuloso valor de la síntesis, a escribir de una manera sencilla, inequívoca, sin ocultar nada, a ser riguroso con el idioma, sin adornar, y poner en primer plano lo que se quiere decir, no al autor. Esto lo he practicado a ultranza en todo lo que escribo. Escribir sin decir cosas que distraigan.

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El salón de los espejos

Entrevista a Luis Sepúlveda

Más o menos por entonces, la obra de Francisco Coloane le impresionó tanto que se enroló en un ballenero como pinche de cocina. Ser chileno siempre ha sido difícil, primero porque vivías en una ciudad como Santiago, que es como algo insular. Tú sabías que al norte estaba Perú, pero en medio había un desierto muy difícil de cruzar. Al este la cordillera de los Andes, con Argentina al otro lado, otra frontera muy drástica, luego el Pacífico al oeste que nos separaba del resto del mundo. Lo único que te quedaba posible era el sur. Aun así sabías que por vía férrea o carretera podías ir apenas mil kilómetros al sur. El resto era tierra incógnita: Magallanes, la Tierra del Fuego, las tres mil islas… Había un tercio de país que sigue para abajo que no te enseñaban en la escuela. Entonces llegó Coloane y empezó a contarme el mundo de ahí abajo. Fascinado, fui hasta allí cogiendo camiones en autostop a cambio de trabajar, cargando y descargando muchas veces. No te imaginas lo que es llegar a un sitio lleno de esqueletos de ballenas. Llegué al último puerto ballenero y allí me enrolé, era el último del barco. Lo que más me impresionó es que todos los balleneros estaban de acuerdo en que aquello tenía que terminar, que habían llegado ya a unas cotas muy grandes de caza. Sabían que era un animal muy noble y, sin decirlo con palabras grandilocuentes, eran conscientes de que era necesario para la conservación del todo.

¿Qué relación tiene la etapa del ballenero con haber militado en Greenpeace? Siempre me salió mi lado mapuche, la manera que tienen de relacionarse con el medio: no se corta un árbol

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sin plantar dos, se lleva un inventario constante de las especies que van creciendo para saber en todo momento qué es lo que falta. También soy hijo de la enseñanza laica y pública, donde había una asignatura, Educación Ambiental, en la que nos enseñaban que teníamos que cuidar el lugar donde estábamos. Me uní a Greenpeace en 1982. Visité un barco que había atracado en Hamburgo y me impresionó la seriedad con la que planteaban ciertos asuntos que me preocupaban. Me apeteció colaborar con ellos, les hacía falta un teleoperador… Estuve en el Sirius, en el Moby Dick… En el 84 bloqueamos el puerto de Yokohama para impedir la salida de la flota ballenera japonesa y conseguimos la primera moratoria. En su obra más conocida, Un viejo que leía historias de amor, aparece todo esto: la defensa de la naturaleza, la bondad del hombre salvaje, el ser humano frente a los convencionalismos sociales… Veo mucho de Rousseau, aquello de que el hombre es virtuoso en estado salvaje; también mucho de Thoreau, ahora tan de moda. No comparto mucho la teoría de Rousseau del buen salvaje; el hombre se debe al medio y a la forma que tiene de relacionarse con el medio. El hombre necesita producir para subsistir. La cosa cambia cuando se convierte en acumulación, ahí es cuando se empieza a pervertir todo. Ese salvaje roussoniano ha tenido la inteligencia suficiente para no traspasar esa peligrosa frontera de «esto me sustenta y no puedo llegar a la acumulación». Se presenta entonces la pregunta: ¿qué hago con lo acumulado? Me siento libre de producir y delego en otro a cambio de un pago o sueldo. Aparece entonces la relación amo-esclavo y empieza a pervertirse la relación social. En el setenta y siete, huyendo de la dictadura de Pinochet, comienza un periplo por Latinoamérica: Argentina, Uruguay, Bolivia, Perú… hasta llegar a Ecuador, donde conoce a los indios Shuar, los mal llamados jíbaros, en los que se inspira para escribir la novela antes mencionada. Estuve tres años y medio en la cárcel en Chile. Había sido miembro de la escolta de Allende. Me hicieron una farsa de juicio donde pidieron la pena de muerte, que rápidamente cambiaron a veintiocho años de prisión. Yo tenía veintitrés años, siempre pensé que la dictadu-


ra no podía durar tanto. Yo había publicado hasta ese momento un solo libro de cuentos que había ganado el premio de Casa las Américas en La Habana, Crónicas de Pedro Nadie. Algunos de sus cuentos, no todos, habían sido traducidos al alemán en la RDA y se incluyeron en una antología llamada Nueva literatura latinoamericana. Uno de esos ejemplares cayó en las manos de una chica de Alemania Occidental que sufría de ELA, esa enfermedad degenerativa. Era activista de Amnistía Internacional. Un día, viendo la lista de condenados de Chile, encuentra mi nombre y se da cuenta de que ha leído un cuento mío. Encabezó las listas de peticiones para exigir mi libertad. Gracias a ella, que consiguió recoger un montón de firmas, cambiaron los veintiocho años de cárcel por ocho de exilio. El primer país que me acogió fue Suecia, pero yo no quería ir allí. Fui a Argentina, otra dictadura —desaparecía gente todos los días—, pasé a Uruguay —lo mismo—, Brasil —exactamente lo mismo—… Todo el continente la misma mierda. Finalmente llegué a Ecuador, donde me contrataron para reemplazar a un antropólogo en una expedición a la Amazonia. Fuimos a la selva, al territorio Shuar, para medir los procesos de colonización en las poblaciones indígenas. Poco antes de llegar nos dimos cuenta de que les íbamos a llevar la desgracia. Aunque era una expedición de la UNESCO, estaba patrocinada por una petrolera, la Texaco. Íbamos a hacer un censo de cuánta gente vivía, dónde y cuál era la mejor manera de sacarlos de allí. Nos negamos, era una canallada. Se deshizo la expedición y yo decidí quedarme. Era la única oportunidad que iba a tener de conocer aquella zona. El resto de compañeros me dijeron que estaba loco, que no aguantaría mucho vivo. Pasé nueve días solo, como un náufrago, comiendo galletas y latas

de atún y sardinas, hasta que un día, al pie del árbol donde dormía, me habían dejado comida y bebida. Y no los vi durante los primeros cinco días, me despertaba y me encontraba con aquello. A la segunda semana nos vimos por primera vez. Cuesta verlos porque saben camuflarse muy bien en la selva. La primera intención fue acercarme a ellos pero me decían que no. Más tarde, gracias a uno de ellos que hablaba una mezcla de castellano y portugués, entendí que no sabían las enfermedades que podía llevar conmigo: una gripe puede diezmar una población. Hasta que llegó el día que nos pudimos tocar y me invitaron a vivir con ellos en su caserío, donde pasé casi siete meses. Eran cincuenta o sesenta personas, que siempre están de manera transitoria, permanecen dos o tres años como mucho y luego se retiran llevándose todo, incluso los huesos de sus muertos, para que el lugar se recupere desde el punto de vista de la fauna y flora. Me enseñaron a cazar, a pescar, a reconocer lo que se come y lo que no. Tardé en reflejarlo en el libro porque no quería hacer una tarjeta postal, no quería que fuera una invitación para conocer la Amazonia. Cada contacto del hombre blanco con el indígena acaba mal, de manera trágica. La mejor manera de defender aquello es no visitarlo jamás, dejándolo en paz. O si vas, aceptando sus reglas. Sus influencias son evidentes: Conrad, Salgari, Verne, Melville, London, además de Coloane… Y entre Borges y Cortázar creo que está claro. ¿Literatura y vida son la misma cosa? Sí, claro, esas primeras lecturas… En Cortázar hay una dimensión mucho más humana de la literatura. Él hizo una definición perfecta de lo que tiene que ser un escritor, al menos como lo entendía él y como lo entiendo yo. Decía que había que solucionar cuál era nuestra forma de relacionarnos con la vida: tenía que ser de una forma ética o simplemente no nos relacionábamos, y que con la literatura nos relacionábamos desde una manera estética o no nos relacionábamos; pero el problema era que éramos hombres y que éramos escritores, y que teníamos que tender puentes y darle a nuestra literatura la misma carga ética que le dábamos a la vida y, evidentemente, a la vida la carga estética que le dábamos a la literatura. Esa enseñanza es básica, era de Cortázar y la hice también mía. A Borges siempre lo he leído como una bellísima y brillante anécdota. Hay libros suyos que son de cabecera. El libro de los seres imaginarios me divierte muchísimo. Siempre he visto a Borges como un personaje laberíntico, es en sí mismo

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El salón de los espejos

Entrevista a Luis Sepúlveda

un personaje literario. Sin duda mi mayor influencia ha sido Cortázar. Aunque he aprendido mucho de Hemingway, he sentido admiración por cómo concebía la literatura, por su modo de trabajo, como un hombre de carne y hueso que escribe, nunca como un personaje. La manera de escribir, de pie frente al escritorio, aquello de afilar doce lápices y no dejar de trabajar mientras quedara alguno. Y esos consejos que he hecho míos: «Nunca pares de trabajar si no sabes cómo sigue la historia». Es fundamental. ¿No conoce el final de lo que escribe? Me dejo sorprender por el final, lo intuyo. Siempre va a cambiar. También aquí hago mío lo que decían Cortázar y Hemingway. Tú sabes que va a funcionar un libro cuando, llegados a un punto, los personajes se arrancan de tus manos. Cobran una cierta independencia, hasta tal punto que te conviertes en el cronista que va corriendo tras ellos. Ahí es cuando funciona. Entonces prefiere Chéjov a Poe. El Poe poeta es grandioso, pero en Chéjov hay una carga naturalista, una indagación de lo que es el ser humano, lo que hay bajo la epidermis. Eso hace que me sienta más chejoviano que del círculo de Poe. Ha hablado de las manías de Hemingway a la hora de escribir. ¿Tiene alguna costumbre, horario o rito a la hora de escribir? Depende de la época del año. En el verano me gusta levantarme muy temprano y escribo desde la nueve hasta las dos de la tarde. El resto del tiempo es mío. En invierno prefiero trabajar a partir de las seis de la tarde hasta las dos de la noche. Soy incapaz de escribir directamente en el ordenador, siempre escribo a mano. Soy un gran consumidor de moleskines. Hay una conexión entre la mecánica de la mano y tu cabeza, hay cierta sensualidad del roce de la pluma con el papel y tienes una gran ventaja, la ortografía está en la memoria de la mano. Sale solo lo de acentuar… Es un problema menos que tienes. Luego lo paso al ordenador y corrijo imprimiendo. Soy incapaz de corregir sobre pantalla. La última corrección la leo en voz alta y la grabo. Ahí sale cualquier error que se pasara en la lectura, las disonancias, las faltas de ritmo. La oralidad nunca miente. ¿Piensa que es profeta en su tierra? ¿Se le reconoce más fuera de Chile que en su propio país?

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Atxaga dice en un poema: «Nadie es croqueta en su tierra». Hay una parte de la sociedad Chilena que no me quiere porque sabe lo que he sido, lo que soy, y me han visto siempre en una posición inclaudicable: estoy de parte de los que están más jodidos. Saben que tuve ofertas del poder que son muy tentadoras. A mí me ofrecieron ser embajador chileno en la UNESCO, pero sabía que el precio a pagar era ser anulado para siempre. Yo tenía condiciones, y era que se liberara a todos los presos políticos que había en Chile. Me decían que no fuera tan intransigente. ¿Me leen en Chile? Muchísimo. Hace cuatro años me propusieron que diera una conferencia en la Biblioteca Nacional de Santiago. Fui acompañado de un amigo con el que comparto una empresa, somos los editores chilenos de Le Monde diplomatique, único órgano de prensa que no es de derechas en el país, que sale una vez al mes. Mi amigo preguntó por la sala y le dijeron que cabían setecientas personas, a lo que contestó que era pequeña. Le dijeron que nunca se había llenado. Más tarde se llenó la sala, el pasillo, el hall. Tuvieron que retrasar media hora para poner una pantalla y poder transmitir la conferencia fuera. Llegó la policía para disolver una manifestación no autorizada. Tuvo que salir la directora de la biblioteca a decir que no era una manifestación, sino una conferencia. La policía tuvo que cortar la calle de mala gana. Había congregado a cuatro mil personas. No soy profeta, pero hay un eco grande. También me gustaría destacar su faceta de cineasta, relacionada con su formación en teatro. Además de su película Nowhere, una crítica a los estados totalitaristas del mundo, dirigió también el documental Corazón verde. ¿De qué trataba este último? Había una serie de megaproyectos en la Patagonia. Endesa quería hacer unas cuantas centrales hidroeléctricas en un sitio que no las necesitaba, proyectos que


conllevaban violentar un entorno natural que además de ser bonito es importante, ya que es el gran centro donde desovan las merluzas que luego se expanden por todos los mares de la tierra. Es el último punto de apareamiento de los grandes cetáceos y la tercera reserva de agua potable del mundo. Todo eso lo iban a destrozar por darle energía a una fábrica de aluminio. La gente que vivía allí me pidió que fuera a echarles una mano y yo fui sin saber muy bien qué iba a hacer. Me presenté allí con una amiga italiana que era cámara y que ya había participado en Nowhere. Hablamos con el ministro de Economía y nos dio toda la razón en términos ambientales, pero nos dijo que en términos macroeconómicos era muy importante, que representaba siete mil millones de dólares para Chile. Yo le dije que allí vivían cuarenta mil personas y me contestó que en los mismos términos macroeconómicos, cuarenta mil personas son nadie. Le pregunté si podía volver al día siguiente con una cámara para preguntarle lo mismo. Me dijo que sí y al día siguiente volví y reiteró delante de la cámara sus palabras. Ahí supe lo que tenía que hacer y fuimos a contratar a un sonidista. Volvimos a la Patagonia con un reproductor portátil, le enseñamos a la gente las palabras del ministro y les preguntamos qué pensaban. Fue bien, ganamos el primer premio de documental del festival de Venecia en 2003 y conseguimos parar el proyecto. En cuanto a Nowhere, yo no la iba a dirigir originalmente. La idea era que la dirigiera un muy amigo colombiano, Sergio Cabrera, conocido entre otras por La estrategia del caracol. La RAI me hizo una oferta para hacer una película. Yo entregué el guión, que era una comedia política de unos presos que están en un lugar llamado Nowhere de donde pretenden fugarse. A punto de comenzar, Sergio recibió una oferta que no podía rechazar de TVE para una serie que se llamaba Cuéntame cómo pasó. Yo pensé que lo más fácil era dejarle a la RAI que eligiera otro director, pero entonces me vino Giuseppe Lanci, director de fotografía que acababa de ganar la Palma de Oro en el festival de Cannes con una de Moretti, La habitación del hijo, y me dijo: «Yo te he escuchado contar la historia, es tuya, ya la tienes, yo estoy contigo». Cuando tienes al director de fotografía y a la cámara, que son los fundamentales, lo tienes todo. Rodamos en el norte de Argentina, en un desierto limítrofe con la frontera de Bolivia. Tuve el acierto de repartir una copia del guión desde al chófer hasta a mí mismo, para que todo el mundo se sintiera implicado,

para que supieran lo que estábamos haciendo. Se estableció una camaradería, todos comíamos lo mismo en el mismo sitio a la misma hora, una especie de estalinismo. Fue una experiencia dura, once semanas de rodaje, pero fue bonita. Funcionó.

¿Algún proyecto de cine a la vista? Tengo una oferta para rodar un documental sobre el último carpintero de ribera que queda en la Patagonia. En esa zona se hacían veleros de prestigio, la única manera de salir de allí era en barco. Todo aquello ha ido desapareciendo con la fibra de vidrio y el motor. ¿A qué premio le tiene más cariño o cuál ha significado más para usted? Todos los premios los he tomado siempre de la mejor manera, siendo consciente de que una raya no cambia la naturaleza del tigre. Tengo especial cariño a los dirigidos a lo que he hecho como persona y como escritor, no a un libro. Ahí sí que hay un par. En Italia me declararon partisano de honor un grupo de ancianos, o una asociación de personas con minusvalías me dio un premio reconociéndome como un escritor que ha escrito sobre ello y que les ha tratado de igual a igual. El respeto a la otredad, tan fundamental.

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El salón de los espejos

Entrevista a Luciana Reif Por Darío Zalgade

Luciana Reif nació en 1990, en Lanús, Buenos Aires. Es socióloga por la UBA y trabaja como becaria de investigación del CONICET y la Universidad Nacional de Avellaneda. Coordina junto con Valeria De Vito el ciclo de poesía «Lo que tan rápido fuga» en Espacio Enjambre. Tomó talleres de poesía con Osvaldo Bossi y Paula Jiménez España. Participó en las antologías El Rayo Verde (Viajero Insomne, 2014 y 2015) y Rizoma (2016). Poemas suyos fueron traducidos al italiano por el Centro Cultural Tina Modotti. Entrada en Calor (El Ojo del Mármol, 2016) es su primer libro publicado. En 2017 ganó el premio a la Creación Joven otorgado por la Fundación Loewe por su segundo poemario, Un hogar fuera de mí (Visor, 2018).

Vos desarrollaste tu carrera académica en el ámbito de la sociología, pero comenzaste a darte a conocer en el mundo literario como poeta. ¿De dónde te surge esta dualidad de intereses? ¿Son disciplinas que te resultan sencillas de entrelazar o preferís trabajarlas de manera independiente? En un primer momento me parecían dos intereses totalmente apartados, pero con el tiempo me fui dando cuenta de que eran más bien dos formas de mirar el mundo, con pretensiones quizás distintas. La sociología tiene una pretensión más teórica y científica que la poesía no tiene. La poesía tiene otro acercamiento más íntimo con aquello que toca. Sin embargo, ambas tienen la potencia de retroalimentarse, mi interés por la sociología buscando comprender las desigualdades sociales me sirve muchas veces de forma inconsciente para enfocar aquello que me hace reflexionar. La poesía le da a eso mismo una pátina, un brillo y un espesor particulares.

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Con la reciente efervescencia de editoriales jóvenes en el Gran Buenos Aires —pienso en Alto Pogo, Modesto Rimba, El Ojo del Mármol, Pánico el Pánico y muchas otras—, ¿cómo ves el panorama para las nuevas voces de la literatura argentina contemporánea? La verdad es que en Argentina el panorama editorial es bastante favorable para que vayan surgiendo nuevas voces. Se escribe y se publica mucho, y hay una gran variedad de opciones dentro de las editoriales independientes. Sería iluso igual pensar que todo se ciñe al momento de la publicación, aunque últimamente esto ha cambiado un poco. La poesía es un género que no vende mucho y sigue siendo considerado un género menor o de escasa llegada a un público más masivo. Los ciclos de poesía, o los diversos espacios literarios, sirven al mismo tiempo para consolidarse entre los que están y para abrir la escucha hacia un público nuevo. En el último tiempo, percibo una mayor llegada de la poesía. Creo que la poesía joven empieza a interpelar también


Luciana Reif. Fotografía: Marcelo Pedro ©

y a hablar a través de un lenguaje poético, generando una mayor empatía entre los lectores. Junto con Valeria de Vito, coordinás en Buenos Aires el ciclo de poesía «Lo que tan rápido fuga». ¿Cómo se desarrolla esta experiencia? ¿Qué tal te resulta el trabajo de coordinación al lado de Valeria? Por lo pronto es mi primera experiencia coordinando un ciclo de poesía, lo cual supone un gran aprendizaje, además de trabajar con una persona como Valeria, que también es amiga, y en un lugar como es el Espacio Enjambre que se ha ganado el respeto dentro del mundo literario por un laburo de hormiga y constante, a través de sus directores: Marcelo Carnero y Victoria Schcolnik. En lo personal creo que llevar adelante un ciclo de poesía supone también reconocer el espacio ínfimo de poder del cual uno dispone. ¿Con esto qué quiero decir? Que uno tiene que ser muy cuidadoso con los criterios que maneja. Con Valeria tratamos de que el ciclo sea un espacio convocante, que a la gente le despierte interés y se acerque; por eso, por lo general, invitamos a poetas con trayectoria y a poetas que recién se inician en el camino literario, además de abrir un espacio para que también participen narradores. Invitamos a escritores cuyo trabajo valoramos, y trabajamos con mucho ahínco para que en cada fecha haya voces y estilos distintos, procedentes de los diversos microespacios que pueblan el mundo poético en Buenos Aires. Sabemos de las limitaciones con las que contamos al no poder invitar a escritores de otras partes del país por falta de presupuesto, un deseo que tenemos pendiente. En Buenos Aires, además, la cantidad de ciclos de poesía que hay es vasta y por lo general casi todos los días de la semana hay algún evento literario. No se trata entonces de sumar otro evento por sumar, al estilo de un fast food literario. Uno no puede pasar por los espacios literarios como si fuera de shopping. Al menos yo considero que tiene que haber un compromiso mayor, tanto de los que vienen a escuchar como de los que leen y de las que organizamos. Se trata de aportar algo diferente y también de compartir un momento fuera de la rutina apretada y ajustada del día a día. Un espacio colectivo que se vuelva acogedor, que genere ganas de quedarse y donde la escucha y el respeto por los que leen sea la guía principal. Vos debutaste en el ámbito literario con tu poemario Entrada en calor (El Ojo del Mármol, 2016). ¿Qué supuso para vos publicar es-

tas páginas? ¿Hay un antes y un después en tu recorrido a partir de ahí? Publicar un primer libro por supuesto es una experiencia inaugural. En un sentido concreto, los poemas se despegan de tu propia voz, de tu propio cuerpo, para ir a parar al libro como objeto material que viene a señalar esa distancia y esa independencia. La muerte del autor, como diría Foucault, ya que el texto como tal no me pertenece y empieza a formar parte —sin querer ser muy pretenciosa— del mundo literario en general y del lector en particular. Publicar, en ese sentido, es la primera escisión por excelencia entre el autor y su obra. Creo que eso es lo que realmente me conmovió: que una persona del interior de mi país se interesara en el libro sin conocerme, o que Antonio Nazzaro, fundador del Centro Cultural Tina Modotti de Venezuela, empezara a traducir algunos poemas míos al italiano: es una alegría enorme y a la vez el comienzo de un desprendimiento.

Entrada en calor es un libro donde tu sensibilidad personal se deja percibir casi a flor de piel. ¿Te sentiste expuesta al publicar estos poemas? ¿Qué supuso para vos que textos a priori tan íntimos pasaran a entrar en diálogo con un público anónimo a través de tus páginas? Creo que la mayor exposición no fue tanto con el público, sino con mi propia familia, de la que hablo mucho en los poemas de Entrada en calor. Fue complicado en un primer momento, ya que eran ellos los que se sentían expuestos en los poemas. Sin embargo, como dice el gran maestro Osvaldo Bossi, la literatura es una gran mentira y escribir es mentir, ya que la poesía nunca es una copia fiel de la realidad. Yo creo que es mejor pensar la poesía como una distorsión, como esos espejos del circo que deforman y transforman todo lo que sobre ellos se proyecta. Dentro de esa sensibilidad, Entrada en calor presenta un compromiso singular hacia personas que ya no están o que están de otra forma: parejas, familiares, amistades o momentos de un pasado que en ocasiones aparecen como algo lejano o ya perdido. ¿De dónde surge ese protagonismo de la ausencia? ¿Cabría leer un cierto tono de melancolía articulando la inocencia, la sensualidad o incluso el miedo que van perlando el poemario en sus distintas instancias?

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El salón de los espejos

Entrevista a Luciana Reif

Me gusta esa lectura que hacés. Yo sigo insistiendo con los vínculos y con ese interrogante sobre nuestra propia identidad que se pone en juego en relación con los otros. Entrada en calor lo escribí después de una separación, en un momento en el cual empecé a independizarme económicamente de mi familia, y también asumiéndome mujer, conociendo mi propia sexualidad. Creo que son todos procesos fuertes a nivel vivencial, no por lo trágico sino más bien porque implican construcciones y deconstrucciones; el poemario transita entonces ese amplio abanico y vaivén donde el deseo, el miedo y la ausencia están muy presentes. Tu siguiente poemario, Un hogar fuera de mí, mantiene algunos de los temas que te hicieron fuerte en Entrada en calor, pero al mismo tiempo incorpora otros que aportan su fuerza. Aparecen, por ejemplo, una sensualidad más fuerte, menos naíf, o una mirada social más crítica. ¿Cómo ves tu evolución entre un poemario y otro? ¿Te planteaste de forma consciente dar esos pasos en tu literatura o es algo que se fue dando de manera natural? Más allá de que Un hogar fuera de mí sigue siendo un poemario intimista, creo que hay un mayor desplazamiento respecto de lo vivencial o autobiográfico, y en tal caso los temas que se plantean tienen una fuerza que a partir de lo íntimo reconoce una dimensión más social. Eso se fue dando de manera natural, en el sentido de que no fue algo premeditado. Sin embargo, no es fortuito: en Argentina, a partir del 2015, se empezó a gestar un movimiento llamado «Ni una menos» que comenzó a luchar principalmente contra los femicidios que se estaban perpetrando en nuestro país. La cultura machista es algo con lo que una se ha criado, desde la violencia o el maltrato en el interior de los hogares hasta las desigualdades que se evidencian en el acceso y la permanencia en el mercado laboral. Particularmente son cosas que a mí me tocan como mujer, desde los micromachismos que he vivido y también, como decía antes, desde mi formación como socióloga. Escribo sobre lo cercano, sobre lo que abre una fisura o un interrogante; y hoy en día, por la visibilidad que está teniendo el tema, las mujeres volvemos a revisar nuestras relaciones más íntimas y a pensar quiénes somos y cómo esta cultura patriarcal nos ha ido construyendo como sujetos. A mí me es imposible escribir desde otro lugar, porque la poesía, en algún punto, es una búsqueda imperfecta e inacabada por construir una identidad que siempre es social.

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Yo creo que es mejor pensar la poesía como una distorsión, como esos espejos del circo que deforman y transforman todo. ¿Te ves adentrándote en el terreno de la narrativa próximamente? Miro al terreno de la narrativa con una curiosidad todavía cauta. Es decir, escribí algunas crónicas hace unos años, cuando me fui de viaje al Sudeste Asiático, y el año pasado realicé un taller de crónica con Federico Bianchini en Buenos Aires que me gustó mucho y empecé a escribir sobre mi experiencia de ir a la cancha de futbol con mi papá. Tengo incursiones, pero no son constantes y necesitan un poco más de voluntad consciente, a diferencia de lo que me ocurre con la poesía, algo que me sale de forma más natural. Creo que la narrativa necesita una mayor constancia y yo sigo siendo una persona muy inquieta. ¿Qué significó para vos ganar el Premio Loewe de Creación Joven? ¿Cómo percibís la oportunidad de publicar con Visor y de interpelar por primera vez a un público internacional? Bueno, obviamente significó una alegría y una sorpresa muy grande porque era algo que no me esperaba. Había enviado el libro a concurso hacía meses, desestimando mis posibilidades. Después caí a tierra y me di cuenta de la dimensión que tiene el premio: primero, una alegría puramente narcisista y, después, que los poemas puedan ser leídos en otro país y en otro continente es algo que me emociona. Sobre todo porque el poemario tiene una fuerza desde el feminismo, especialmente desde el feminismo latinoamericano, de vivencias concretas de un crisol de mujeres que atraviesan situaciones de vulnerabilidad afectiva, económica, violencias. En ese sentido hay un despegue completo de mi persona como autora, algo que me parece puramente accesorio, y lo más valioso es que a través del premio y de una editorial tan importante como Visor pueda haber una lectura de este poemario que tiene significados para mí tan valiosos a nivel social. Y que una fundación como la Loewe otorgue, por segunda vez en la historia de su premio, un galardón a una mujer latinoamericana es algo sin duda celebrable.


Entrevista a Begoña Ugalde Por Darío Zalgade

Begoña Ugalde (Santiago de Chile, 1984) es licenciada en Literatura Hispánica por la Universidad de Chile y magíster en Escritura Creativa por la Universitat Pompeu Fabra. Es autora de los poemarios El cielo de los animales (La calle Passy, 2011), Thriller (Plup, 2011), La virgen de las antenas (Cuneta, 2011) y Lunares (Pez Espiral, 2016). Desembarca ahora en España con su nuevo libro Poemas sobre mi normalidad (RIL, 2018).

Vos estudiaste Literatura Hispánica en la Universidad de Chile y después te trasladaste a Barcelona para cursar un máster en Escritura Creativa en la Pompeu Fabra. ¿Hay muchas diferencias entre los sistemas universitarios de Chile y España? ¿Cómo sentís que se experimenta la literatura en uno y otro lado? Sí, definitivamente para mí hubo muchas diferencias. Pero eso tiene que ver con que en Chile estudié algo muy distinto que acá. La carrera de licenciatura en Lengua y Literatura hispánica se aproxima a la literatura como un objeto de estudio casi científico, desde un lugar muy académico, racional. La verdad es que por un lado disfruté teniendo que leer por obligación textos clásicos y las cátedras de profesoras y profesores especialistas en temas en los que yo era completamente ignorante. Sobre todo rescato a mis profesoras de género y estudios latinoamericanos, con quienes todavía mantengo el contacto. Y también fue increíble para mí, que había estudiado en un colegio donde había cero diversidad, llegar a un lugar tan plural, con gente de todos lados. En mi facultad había un clima combativo y festivo a la vez, lo cual lo hacía un espacio interesantísimo. Una especie de máquina del tiempo, llena de afiches con consignas revolucionarias, de estética setentera onda Ramona Parra. En el patio, por ejemplo, había un mural enorme con la cara del Che Guevara. Además había paro todos los semestres, los

encapuchados quemaban neumáticos y la policía tiraba bombas lacrimógenas, cosa a la que al final nos acostumbramos y a nadie impresionaba, aunque respondía a un problema real: el hecho de que en Chile la universidad estatal no es gratuita. También en Gómez Millas (nombre de mi facultad) había un gran patio con árboles y pasto donde se pasaba muy bien. Todavía tengo grandes amigos y amigas de ese tiempo. En realidad, recuerdo con mucho cariño mi época universitaria (qué vieja me siento al decir esto [risas]).

Begoña Ugalde. Fotografía: Josefina Astorga ©

Lo de venir acá fue como un sueño, porque justamente pude hacer lo que en Chile no tenía mucho espacio dentro de la actividad académica, que fue escribir. Vine con una beca, lo que me permitió estudiar tranquila. El programa era mucho más corto que mi licenciatura, por lo que no significó lo mismo que asistir cinco años al mismo lugar. Además el máster se imparte en horario post-trabajo, en un edificio que no tiene patio, muy ordenado y pulcro. Pero esto es porque la universidad es privada, tiene otro perfil estudiantil. (Me imagino que debe ser distinta a la UB o la UAB.)

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El salón de los espejos

Entrevista a Begoña Ugalde

También guardo amistades del máster a las que quiero y admiro, cosa que me parece lo mejor que a uno puede pasarle como estudiante. Pero era otro formato, en todo sentido, y mi momento vital también fue muy diferente. Yo no estaba en onda de salir a tomar birra después de clase porque me vine con un hijo chico a Barcelona, entonces era un poco la nerd del curso. Creo que aproveché bastante las clases y las conferencias de los invitados, que nos hablaron de temas bastante específicos. Rescato sobre todo que algunos profesores y profesoras me mostraron autores y autoras que no conocía y criticaron con dedicación y cariño mis textos (¡qué más se puede pedir!). Después de haber publicado cuatro poemarios en Chile, debutás ahora en España con Poemas sobre mi normalidad (RIL, 2018). Al ser nieta del exilio de la Guerra Civil española, ¿qué significa para vos esta publicación? ¿Qué tal recepción encontraste el pasado enero en la presentación del libro en Santiago de Chile? El libro surgió de manera más o menos inesperada gracias a que en una lectura de Liberoamérica conocí a Paco Najarro, editor de RIL, que vivió en Chile cuatro años. Le mandé mis poemas y sintonizamos de inmediato. Casi con la misma rapidez salió el libro, aprovechando que fui a Santiago en enero, lo cual fue muy emocionante para mí. Porque como dice mi amigo Pablo Paredes, lanzar un libro es como estar de cumpleaños, y además fue al final de mi viaje, casi antes de volver a Barcelona, por lo que fue también mi despedida. Al lanzamiento fue gente a la que quiero y admiro mucho. Todos escucharon con atención a mis presentadoras y también los poemas que leí aguantándome las ganas de llorar. Sentí que gustaron mucho, que logré transmitir el espíritu del libro (sea lo que sea lo que ello signifique). En la lectura hubo momentos conmovedores (mi tía favorita no paraba de llorar). Creo que eso es lo que persigo con mi arte, así que quedé muy satisfecha. Algunos amigos y amigas me han escrito diciendo que el libro les ha parecido bello, que los ha identificado, lo cual me pone feliz. Al mismo tiempo que es un libro súmamente íntimo, me parece que es también político, porque habla, entre otras cosas, de lo que significa criar sola a un hijo en una sociedad machista y conservadora. Es un poemario diferente a lo que he publicado antes, más narrativo, que es el género que estoy trabajando ahora.

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Como todo ha pasado recién, aún no he recibido críticas oficiales y, la verdad, no tengo muchas expectativas al respecto, porque todos mis libros han pasado más o menos desapercibidos, salvo por algunas personas que amorosamente han escrito reseñas al respecto y me han dado sus comentarios. Respecto a lo de mi relación con estar acá, no lo he pensado tanto, pero seguro es un tema importante. El poemario está atravesado por una melancolía que tiene que ver con sentir que en realidad no soy de ningún lado, que no pertenezco ni acá ni allá, con no encontrar un lugar o encontrarlo sólo en la escritura. El libro habla también de las cosas que se pierden, de la soledad, y de encontrar en la cotidianeidad espacios de placer y felicidad, temas que me obsesionan. Este libro además te posiciona casi como autora franquicia en el desembarco de la editorial RIL en España. ¿Cómo estás percibiendo vos el desarrollo de la filial española de RIL? Con editoriales como Hueders o Montacerdos dando también ese paso, ¿se están dando las condiciones para que la literatura chilena independiente comparta por fin sus propuestas en el campo literario español? No tengo una noción muy clara de cómo se desarrollan estas editoriales comercialmente, por ejemplo, o el riesgo que para ellas implica intentar abrirse campo por acá. De todos modos me parece que es un paso importante y muy necesario. Me parece urgente dar a conocer autoras y autores de América Latina en este lado del mundo, tanto por su calidad como por su importancia discursiva. Si te pierdes buena parte de lo que se está escribiendo hoy en castellano, te pierdes la oportunidad de comprender mejor cómo funciona el mundo. Y también mucha belleza y diversión. Anteriormente habías publicado Lunares (Pez Espiral, 2016), donde ya mostrabas un sentido de la aventura muy lleno de armonía y un espíritu tremendamente libre que también se encuentran presentes en Poemas sobre mi normalidad. Esta forma de experimentar la propia libertad en tus versos parece trasladarse al viaje, al romance, a la búsqueda personal. ¿Puede ser uno de los sellos de tu literatura? ¿Begoña Ugalde busca esta libertad y esta armonía en su forma de sentir, en su propio transitar, en su poesía misma?


Begoña Ugalde. Fotografía cedida por la entrevistada ©

Gracias por lo que me dices, es muy halagador. Claro que busco esas cosas, en la vida y en la escritura (que para mí están muy ligadas). Fui madre muy joven, por lo que tengo un tema con la libertad en todos los sentidos. He pensado mucho en ese concepto y me interesa subvertirlo, ponerlo en tensión, pensando en que vivimos en un sistema de supuesto libre mercado. ¿Qué significa ser libre en un mundo donde algunos viven en el lujo y otros trabajan sin parar en empleos que odian o tienen que vivir de la basura? También me interesa investigarlo en mi propia vida. Encontrar espacios de libertad, a pesar de todas mis obligaciones. Y bueno, puede sonar tremendamente cliché, pero para mí el lugar más libre que conozco es el de la escritura. El tema del romance también es importante. Aunque disfruto mucho en soledad y creo que no es necesario estar en pareja para ser feliz, he tenido que asumir que soy romántica en el sentido que creo que querer a alguien, estar en una relación, te permite compartir cosas que no son aparentemente importantes y hacer que los momentos muertos y los pequeños acontecimientos tengan otro valor. Tener una relación estable (cosa que me ha costado mucho) me ha permitido dejar un poco de lado mi egocentrismo, ampliar un poco mi perspectiva. Mi pareja es filósofo, y lee de temas que yo no leo. Conversar con él me obliga a cuestionar algunas ideas que tengo de las cosas. ¿Puede haber poesía en una carta de protesta contra la deforestación? El arte ecológico está muy estigmatizado, es un imaginario y un discurso que ha sido raptado por los new age o neojipis, cosa que ha hecho que pierda legitimidad, pero creo que es importante llamar la atención sobre este tema. Nicanor Parra, por ejemplo, fue un ecopoeta. Se le criticaba que era tibio políticamente, pero él hablaba mucho de ecología, que, como dice la palabra,

plantea otra lógica, ajena por supuesto al capitalismo y sus formas salvajes de explotación de los recursos naturales, que comprende al ser humano como un animal no más importante que otros. La ecología tiene que ver con el entenderse como un hijo e hija de la tierra. Si talas un árbol estás restándole oxígeno al planeta, y todos necesitamos respirar. Creo que recordarles eso a las personas es un acto poético-político. En todo caso, el poema del libro al que aludes, en realidad, tiene que ver con mi papá, que es un ser muy especial, que ama los árboles. Es capaz de pararse a mirar uno por media hora o más. Es una persona que me enseñó a contemplar. Y eso es para mí una definición del amor. Bueno, no sé si contesté a tu pregunta, pero me aproveché de ella para hablar de algo que me importa. En Poemas sobre mi normalidad hay varias instancias de intercambio generacional. En algunos de tus versos, la voz poética lamenta la pérdida de las historias contenidas en las cartas quemadas de una abuela que siempre quiso ser escritora. En otros hay un reconocimiento de la propia infancia en la infancia de los hijos, así como una plenitud singular en el compartir historias con ellos. ¿Por dónde pasan para vos ese diálogo entre generaciones, esos lazos culturales y de consanguinidad? La literatura es sin duda un espacio de dialogo intergeneracional, en cuanto que confluyen tiempos y espacios. No sólo con nuestros ancestros sino también con personas que vivieron en lugares y épocas lejanas. Se puede incluso viajar al futuro, o al no tiempo, a otros tiempos. Ahora por ejemplo estoy leyendo a Katherine Mansfield, a Gloria Fuertes, a Pablo de Rokha y a Sharon Olds, autores muy diferentes, pero en todos encuentro imágenes entrañables, atractivas, que me conmueven en lo profundo. Esa idea me encanta. Desafiar un poco la idea de que se parte de una tradición y poder acceder a cualquiera, adoptar otras creencias. Incluso otras costumbres o modos de vida. Es uno de los aspectos más seductores para mí de leer y de escribir.

Poemas sobre mi normalidad concluye con una última parte de versos muy breves, casi aforismos: tus particulares «apuntes sobre el amor y la locura». ¿Por qué elegiste precisamente estos dos conceptos? ¿Les encontrás similitudes? ¿De qué manera se articulan en tu poética?

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El salón de los espejos

Entrevista a Begoña Ugalde

Sí. Creo que el amor y la locura tienen mucho que ver. Son como las dos caras de una misma moneda. Cuando más cercana he estado a la locura, onda escuchando voces y todo eso, ha sido en momentos de mi vida en que me he sentido muy sola. Aislada. Sin capacidad de disfrutar nada. Neurótica si se quiere. El amor, pensándolo como una energía, o una fuerza, es lo que por el contrario me ha hecho sentirme ligada a otra cosa, parte de algo. Y esa es una sensación liberadora y muy placentera. Soy de esas personas que cree que al mundo le hace falta amor. Y que el amor tiene que ver con la política. Muchas escritoras que admiro terminaron matándose y estoy segura de que su locura tuvo que ver con no sentirse aceptadas, comprendidas, en otras palabras amadas, en la sociedad que les tocó. Y esto a su vez tiene que ver con lo que llaman patriarcado. Para mí es importante hablar de esto, un poco para reivindicar la cursilería y nuestra necesidad de sentirnos amados, aceptados como somos, sobre todo cuando somos niños. Es mi grano de arena para combatir el cinismo, porque aunque me encanta reírme y creo que la vida no tiene sentido sin humor, creo que no se necesita más cinismo. Se necesita amor. En La virgen de las antenas (Cuneta, 2011) ya esbozabas algunos fragmentos de prosa poética o narrativa breve que volviste a trabajar de un tiempo a esta parte, con resultados excelentes. ¿Cuándo te verías dándole una salida definitiva a esa prosa? Para mi proyecto final del máster escribí una novela, pero le falta una corrección en serio, una reescritura. Por ahora estoy trabajando un conjunto de cuentos que me parecen publicables y me tienen muy entretenida. Además de ser poeta y narradora, también ejerciste como dramaturga. ¿Cuáles son las dificultades de escribir para un proyecto teatral? ¿Te gustaría abordar el guión cinematográfico en alguna ocasión? He trabajado con guiones de cine y, aunque es un mundo que me encanta, me doy cuenta de que es mejor concentrarse en una cosa. Porque escribir guiones tiene una técnica muy específica (lo de separar audio e imagen) que me aburre un poco y que tiene que ver con una forma de pensar las historias. La verdad es que yo veo pocas películas y no veo series. Me suelo quedar dormida frente a la pantalla, cosa que no me pasa leyendo.

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El lugar más libre que conozco es el de la escritura. Lo difícil de ser dramaturga, y esto lo saben los dramaturgos del mundo, es que, cuando la obra se monta, el texto se cambia, porque hay que adecuarlo a la escena, cosa que está muy bien, pero que siempre es difícil para quien escribe. Para que eso no pase la obra tiene que estar muy bien escrita y eso implica conocer bien cómo funciona el teatro, que es un arte muy complejo donde confluyen muchos lenguajes. Es casi mágico que haya gente que aún lo haga, porque se hace con mucho sacrificio. Hubo un tiempo en que estaba escribiendo casi puro teatro y lo recuerdo como una época linda pero muy agotadora. Creo que la gente que hace teatro es un tipo muy especial de ser humano. Y aunque a mí me fascina ese mundo, y ver una buena obra, me doy cuenta de que me cuesta también mantener el ritmo que implica ser parte de un montaje. ¿Por dónde pasan ahora tus próximos proyectos? ¿Te veremos todavía durante algún tiempo más en España? Mi objetivo es poder destinar la mayor cantidad de tiempo posible a terminar mis proyectos narrativos. Esto tengo que compatibilizarlo con la crianza de mis hijos y con mantenerme viva, generar recursos. En ese sentido mi pareja y yo tenemos ganas de quedarnos un rato más por acá. Nos gusta que Barcelona sea una ciudad pequeña, caminable y entretenida, donde no necesitamos tantas cosas para estar bien. Yo amo nadar en el mar y aquí puedo hacerlo. Me entusiasma también seguir ayudando a generar encuentros entre escritores y escritoras latinoamericanas y de acá. Dar a conocer la obra de autores y autoras prácticamente desconocidos en Europa. En ese sentido tengo varios proyectos para este año.

Darío Zalgade es licenciado en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) y máster en Literatura Comparada y Estudios Culturales por la Universitat Autònoma de Barcelona. Administra la plataforma cultural Liberoamérica y se especializa en el estudio de la literatura latinoamericana contemporánea.


Einstein on the Beach

¿Qué es una novela de ensayo ficción?

Sobre Los diarios de Emilio Renzi (tomo III)

Andariegos. Nueva literatura de viajes

Propaganda cultural

Literatura y boxeo

Posguerra, poesía y viceversa

Por Álex Chico – 17

Por Andreu Navarra – 23

Por Enrique Benítez Palma – 25

Edgardo Scott – 33

Por Javier Sáez de Ibarra – 35 Por Antonio Rivero Machina – 38

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E l ci e l o r a s o

¿Qué es una novela de ensayo ficción? Varios apuntes sobre las posibilidades de la narrativa Por Álex Chico Aunque resulte un tema cada vez más caduco, quizás también un poco manido, lo cierto es que el asunto de los géneros literarios me sigue generando mucho interés. Por una razón: quien se plantea los límites de los géneros se cuestiona, a su vez, las posibilidades de la literatura, su alcance, su proyección. Hablar de ellos es preguntarnos sobre qué significa escribir, qué forma empleamos para hacerlo, qué tipo de intuiciones o de censuras o de riesgos ponemos en marcha. Cuando reflexionamos sobre todo eso, traemos de vuelta ejemplos, novelas de autores clásicos o contemporáneos, poemas de escritores actuales o perdidos en la noche de los tiempos, ensayos recientes o compuestos hace siglos. Es decir, reflexionamos sobre la historia de la literatura, porque únicamente de esa manera llegamos a entender si eso que escribimos aporta algún tipo de novedad o no es más que una innecesaria repetición envuelta en una aparente, e ingenua, modernidad. Todo escritor es, en cierta forma, novedoso. O actual, por emplear otro adjetivo. Si lo es, es porque escribe desde un presente que nunca ha sucedido antes, aunque sus textos se dirijan a idear historias ocurridas décadas atrás. Es novedoso no por lo que escribe, sino por los motivos que le empujan a escribir, que siempre son una experiencia íntima, única e intransferible. Es su presente quien le despierta o no la necesidad de la escritura. Puede que tan sólo imite el estilo, los temas o el universo literario de otros autores y su discurso no aporte nada nuevo. La novedad, su verdadera novedad, es por qué se decidió a imitarlos. Probablemente todo esté ya escrito. Probablemente poco podamos aportar a la saturada república de las letras. Lo que podemos hacer, o debemos intentar al menos, es combinar las piezas de otra forma. Barajar

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las cartas siguiendo un orden distinto. Recomponer el puzle buscando otros encajes. Tal vez ahí podamos hacer algo nuevo. Aunque las fichas estén marcadas, nadie nos dijo cómo debemos distribuirlas sobre el tablero. La escritura, me temo, sólo consiste en esto: en tener algo que decir y encontrar la mejor forma de hacerlo. En mi caso, eso que creo tener que decir ha venido recubierto, con más o menos fortuna, de un género híbrido, fronterizo, limítrofe. Al fin y al cabo, las historias y cómo las diseñemos son dos fuentes inagotables, repletas de posibilidades. Literariamente hablando, debemos asumir que todo, o casi todo, está a nuestro alcance, porque cada una de las cosas que nos rodean es susceptible de convertirse en literatura, más allá de los impedimentos que nos genera el lenguaje. Por eso siempre he pensado que un autor no sólo debe aspirar a que sus libros llenen una estantería, sino a que sus obras logren saltar de balda en balda. Una forma híbrida, fronteriza y decididamente heterogénea. Una forma anfibia. Así es como defino a la novela de ensayo ficción, un tipo de escritura a medio camino entre varios géneros: la novela, el ensayo, el diario de viajes, las memorias, la crónica y la prosa poética. Es decir, un género que intenta nutrirse de un buen puñado de formas de expresión literarias para que el lector elija qué está leyendo. Un lector que es, ante todo, un ser activo, porque tiene a su alcance diversas posibilidades de lectura. Que él decida en último término si lo que ha leído es una nouvelle, un ensayo o un extenso poema en prosa. O, en fin, que tenga la impresión de que ha accedido a todos ellos página a página. Pocas cosas tan fecundas como la hibridación, la mezcolanza. También en lo que a cuestiones literarias se refiere. Ahí veo un camino por explorar en la nueva narrativa española. Seguramente no haya invención alguna, pero sí una ruta poco transitada hasta el momen-


to. Tiene tantas posibilidades que cualquier opción en ese terreno siempre aportará algo nuevo, algo distinto. No creo que exista un mejor cumplido para un escritor que el que se analicen sus obras desde diferentes planos de lectura. Que, para algunos, un texto suyo se perciba como un relato; para otros, como el diario o las memorias de alguien que tal vez no exista. En realidad, poco importa que hagamos existir un personaje o un lugar. Lo que importa es sembrar la duda de si ese personaje ha podido suceder en algún momento, o si el lugar en el que se localiza una historia ocupa o no un punto del mapa. La novela de ensayo ficción no apuesta por la verdad, sino por la verosimilitud. O por una verdad literaria, más que por una verdad factual o histórica. En Paisajes después de la batalla, Juan Goytisolo nos advierte: «Cuidado, lector: el narrador no es fiable». Y poco después nos da una clave: «Escribe cuanto sepas y, si no sabes nada, inventa. Recuérdalo: un buen relato ficticio vale por cien verdades si respeta mejor que ellas las leyes de la verosimilitud». Puede que Goytisolo no sea un narrador fiable y que debamos desconfiar de sus palabras y puede que su aseveración no sea más que una mentira, y sin embargo… En este punto recuerdo una cita de Gorgias que siempre me aclara el camino: «La poesía es un engaño en el que quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar es más sabio que quien no se deja engañar». ¿Significa eso que hay que inventar? No necesariamente. La novela de ensayo ficción no tiene por qué inventar, o no debería hacerlo sistemáticamente, porque la realidad, mejor aún, la representación de la realidad, ya nos ofrece demasiadas posibilidades. La mirada que dedicamos a lo que existe lleva aparejada un sinfín de caminos. Igual que la imaginación, siempre que no olvidemos que detrás de ella hay alguien que está imagi-

nando, alguien que siente la necesidad de fabular cuando se detiene y observa. Hablar de o desde la realidad no implica la práctica de la sociología. Insistimos en esto: una novela de ensayo ficción no lleva a cabo una sociología de la realidad, sino una representación de la realidad. Es justo ahí, en la representación, en donde el observador afecta a lo que es observado. Es ahí donde vuelca su relación con el entorno, los caminos ocultos que unen un paisaje concreto con todos los tiempos y lugares que ha conocido o imaginado previamente. Las posibilidades de la narrativa pasan por el tratamiento que hagamos de la realidad. Cuanto más la tensionemos más probabilidades tendremos de multiplicar su lectura. Cuanto más la disparemos más oportunidades surgirán para enlazarla con otras voces y otros ámbitos. Suelo emplear un término que define esta idea: «realidad disparada». De eso hablo, de hacerla estallar en múltiples direcciones y que ese movimiento expansivo nos empuje detrás de ella, a la búsqueda de fragmentos desperdigados por el suelo. Miguel Ángel Hernández emplea un concepto similar: «realidad aumentada»; Luis Bagué Quílez nos habla de «vitalismo expansivo»; Manuel Vilas escribe sobre una «cascada o concatenación de acciones». Y añado una más, que pertenece, si no me equivoco, a Enrique Vila-Matas: «literatura expandida». Los cinco apelativos conducen, en definitiva, a un mismo universo. Esa irrupción de la realidad me recuerda mucho a una imagen de Calle de dirección única, de Walter Benjamin: «Así, por una pequeña brecha abierta en el muro se filtra un rayo de luz en el gabinete del alquimista, haciendo destellar cristales, esferas y triángulos». Es decir, un destello minúsculo que es capaz de iluminar el mundo. Un destello que se dispara y alumbra una buena parte de la habitación donde escribimos.

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E l ci e l o r a s o

Álex Chico. ¿Qué es una novela de ensayo ficción?

¿Hablar de la realidad sin contar la verdad? O dicho de otra forma: ¿es honesto escribir sobre algo que existe y no ser fiel al modelo? O rizando más el rizo: ¿hasta qué punto un escritor tiene derecho moral para intervenir o moldear a su antojo la realidad que le rodea? Me temo que no hay una respuesta rotunda para cada una de estas preguntas, porque todas están llenas de matices. Honestidad, pudor, autocensura…, esto es, piedras en el camino que hay que saber sortear, porque en la escritura nuestro deber es sortear cada obstáculo. Existen términos que, de tan sobrevalorados, matan la creatividad artística. Intentar contar la verdad podría ser uno de esos venenos que aniquilan las posibilidades de lo narrativo. Ahora bien, lo contrario a la verdad no es la mentira, igual que el antónimo de realidad no es ficción. La ficción amplía la realidad, la dispara, la aumenta, concatena acciones y tiempos. Puede que el término ficción deba comenzar a ser sustituido por otros nombres quizás más fecundos: especulación, probabilidad, hipótesis, suposición, conjetura, posibilidad, elucubración. En las novelas de ensayo ficción la realidad se convierte en una figuración abstracta: tenemos delante un cuadro que aparenta retratar la realidad y, sin embargo, nuestra imaginación lo conecta con cosas que tal vez nunca hayan sucedido. ¿Nos miente? No, sólo nos amplía la visión de campo. Nuestra labor es ir en búsqueda de un arte figurativo en el que haya pocas evidencias. El Fausto de Goethe nos da un gran consejo a los espectadores: «Si no lo sentís, no lograréis atraparlo». Siguiendo la ecuación, si no sentimos una probabilidad como algo cierto, por muy extravagante que nos resulte, no lograremos atrapar lo que está oculto detrás de lo aparente. Si no nos creemos nuestras propias mentiras, es imposible generar un relato que contenga historias verosímiles. Recupero una dicotomía aristotélica, la que separa al historiador del poeta. El primero cuenta lo que ha sucedido. El segundo, lo que podría suceder. Empleando un camino trazado por Luis Bagué Quílez, el trayecto de las novelas de ensayo ficción tiene cuatro paradas: testimonio, reflexión, grafía, monumento. Primero observamos algo, somos testigos de una conversación. Después meditamos sobre

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ello, ampliamos sus posibilidades a través de la memoria y la imaginación. Más tarde lo escribimos y, por último, tratamos de convertirlo en una obra de arte. Ahí está el viaje. Charles Simic resume perfectamente, con una sola frase, todos estos asuntos: «Hacer algo que aún no existe, pero que al crearlo parezca que siempre existió». El tratamiento de la realidad exige, en las novelas de ensayo ficción, esa lupa de la que nos habla Basilio Sánchez. Una herramienta que tendría una triple función: una lupa para profundizar en los detalles; otra para encender un fuego; y una más para acceder a las palabras y a sus significados invisibles. Sólo de esa manera, deteniéndonos y observando con atención el paisaje, accederemos a la topografía del inconsciente, por emplear un término de Kathleen Raine. La realidad se trasforma y las fronteras de la escritura se diluyen, porque al traspasar esa línea, como demuestra Jordi Doce en sus poemas, se mezclan al fin las condiciones reales de nuestra vida cotidiana con su proyección imaginaria. El escritor se convierte así, según el aforismo de Azahara Alonso, en víctima y verdugo. En Los poemas muertos, Raúl Zurita nos recuerda que hablar es siempre hacer presente una historia. Al escribir vamos dando forma, estética, tono a esas viejas narraciones orales. Porque el paisaje está sucio de miradas previas, de observaciones que se han sucedido mucho antes de que nos hayamos detenido para mirarlo. Una ciudad es un palimpsesto, una suma de capas subterráneas que configuran la superficie, que le dan fisonomía al espacio. El escritor de novelas de ensayo ficción tiene que saber dejarse llevar por esos hilos ocultos que le conectan con otros tiempos y otros lugares, dar una nueva oportunidad a quienes nos han precedido para que vuelvan a tomar la palabra, como parte de una conversación general, por seguir con una idea Zurita. Ahí reside la modernidad en la poesía de Baudelaire, según Benjamin: hace aparecer lo nuevo en la reiteración de lo mismo en lo nuevo. Como escribió Henrik Nordbrandt, «un reino se derrumba y el siguiente hereda sus pasadizos ciegos y brechas invisibles». Por eso, cada generación de escritores encarna una muerte y un renacimiento. Su cuerpo es, citando un verso de David Vegue, la huella de otra huella.


Uno de los objetivos principales de la novela de ensayo ficción es que carece de objetivo alguno. No es una novela de tesis, ni una novela de género. No hay trama, tampoco argumento. Y, si los tiene, acaban siendo un punto de partida, sólo eso. Algo que motive la reflexión, poco más. Se puede decir de la novela de ensayo ficción lo mismo que decía Shklovski sobre Shakespeare: «No fue un creador de argumento, pero sí de nuevas motivaciones para la acción». Porque, al fin y al cabo, lo importante no es lo que nos habíamos propuesto encontrar, sino lo que va surgiendo en el proceso de búsqueda. Las capas que recubren el hallazgo acaban teniendo más relevancia que la existencia o no de un tesoro oculto varios metros bajo tierra. Es decir, no sólo debemos hablar del fuego, sino del camino que hemos emprendido hasta llegar a la leña. Por ese motivo, la tarea de un escritor tendría que ser la misma que leemos en el micrograma de Robert Walser La sopa caliente: para evitar que se nos queme la lengua, comenzamos a comer por los bordes del plato. El centro, llegados a un punto, puede quedar en cualquier parte. Sólo así los personajes que intervienen o los lugares que se describen logran encontrar su propio protagonismo. Cada elemento citado debe aspirar a convertirse en un nuevo Augusto Pérez o en uno de los seis personajes en busca de autor, como en la magnífica obra de Pirandello. No

sé si los personajes se imponen al autor, pero sí sé que debemos darles la oportunidad de que eso suceda. Una novela de ensayo ficción no sólo propone un tema. Da rodeos para explicar cómo hemos llegado hacia ese tema. Es decir, construye novelas sobre la construcción de las novelas, dejando a la vista el laboratorio que se esconde detrás de la escritura. Se muestra el taller, la habitación propia, las reflexiones, dudas, contradicciones y errores productivos que estimulan la composición de un libro. Se retroalimenta frase a frase, porque hay conflictos que sólo aparecen mientras escribimos, como si todas las páginas previas no fueran más que una preparación para encontrarnos con una idea que no habíamos contemplado al inicio. Creo que a la literatura únicamente podemos afrontarla con más literatura, si queremos aprehenderla o aproximarnos lo máximo posible. Pocas veces un ensayo al uso, académico, logra ese propósito. La crítica, lejos de los principios sistemáticos, naufraga en el más burdo de los apriorismos, escribió José Ángel Cilleruelo. Como nos recordó Marcel Proust, las buenas ideas no son las que provocan el asentimiento, sino la contradicción. Es decir, las que generan nuevas ideas. En Perros en la playa, Jordi Doce lo explica muy bien: «Las razones por las que un libro nos ha entusiasmado rara vez pueden explicarse en un texto crítico. Habría que recurrir, más bien, a una suerte de autobiografía». Eso mismo es lo que me sucedió a mí con José Antonio Gabriel y Galán y Walter Benjamin. O lo que me ocurrió con París y Portbou. Si quería explicarlos, tenía que construir un texto que fuera el relato de mi propia biografía. No hablo de autoficción, sino de otra cosa, de algo que tiene que ver con la idea de que la escritura es una consecuencia radical de la lectura. Algo no muy distinto, si lo pensamos bien, a lo que hacía Platón, el primer autor de novelas de ensayo ficción de la historia de la literatura. Para entender a Sócrates, a Aristóteles, a Jenofonte o a Aristófanes tenía que hacerlos hablar, reinterpretarlos desde su propia escritura, en un diálogo entre lo que decían y lo que Platón imagina que hubieran dicho. En la literatura española del siglo XX hay un ejemplo muy interesante, el de Ramón Pérez de Ayala. Pocos autores han empleado el perspectivismo como él, convirtiendo esa técnica fronteriza en un ejercicio de auténtica orfebrería literaria.

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Álex Chico. ¿Qué es una novela de ensayo ficción?

Las fronteras vuelven a diluirse, se evaporan. ¿Quién nos narra: el autor, el lugar, otros escritores? ¿Son personajes reales, inventados? El paisaje se convierte, entonces, en la proyección de quien lo observa. De esta forma llegamos a comprender unas palabras de Rafael Argullol: «Aquello que vemos lo podemos celebrar, porque también está en nuestro interior». Toda escritura es, en cierta forma, un viaje de regreso. Si algo aprendemos mientras escribimos, es a volver hacia un espacio que teníamos interiorizado, un lugar que siempre espera el momento oportuno para emerger de nuevo. De ese regreso se ocupa la novela de ensayo ficción, de cómo la literatura interfiere en la vida de quien escribe. De cómo la mención continua de otros autores acaba configurando una constelación de citas que nos sirve como fe de vida. Ser en otro y consignarlo por escrito es también un testimonio que nos define como seres humanos. A través de esas palabras prestadas, la lectura del paisaje se trasforma en una caleidoscópica experiencia que se multiplica en el interior del sujeto, como diría Cilleruelo. Porque no basta con hablar de libros, sino del espacio donde se encontraron o donde se leyeron. Se trata de ahondar hacia el exterior. Eso es lo que condiciona la comprensión subjetiva de los signos. Y eso es lo que aportan de modernidad las novelas de ensayo ficción. A menudo pienso que un autor de este tipo de escritura no compone novelas, sino digresiones. Como un flâneur, pasea por su entorno en busca de epifanías, reflexiones, territorios en los que se superpongan otras geografías y otros planos temporales. Caminar es, como nos recordó Vicente Valero, una llamada a la revelación, un ejercicio de profundo conocimiento. Un escritor de novelas de ensayo ficción es, ante todo, un paseante, un callejero, un vagabundo, una persona que mira a su alrededor y excava en lo que le rodea, buscando experiencias al borde de lo invisible, por citar un término de Walter Benjamin. Alguien que es capaz de ver en casi todo pequeños mundos en miniatura, como sucedía en La nueva Melusina de Goethe.

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Un escritor que traduce todo lo que ve y lo sitúa en los límites de una página. Un autor que elabora una suma de digresiones y fragmentos, porque el tiempo y los lugares actuales también son fragmentarios. Una sucesión de piezas que el escritor debe recomponer a través de capítulos breves. Como un detective, sigue pesquisas, hipótesis de lectura. Añade oraciones condicionales y desciende, con cada una de ellas, un nuevo peldaño. Su tarea frente al lenguaje no es fácil: tiene que encontrar un tono sin que parezca que lo posee y debe hacer pasar por literatura aquello que no lo es en apariencia. Y viceversa. Al final, lo que nos queda es la titánica tarea de construir un libro que sea capaz de cambiar la vida del lector. Con cambios minúsculos, insignificantes tal vez, pero con intención trasformadora, amparándose, a modo de consuelo, en aquello que dijo André Gide: «Escribo tan sólo para ser releído». Esa es, quizás, la mayor motivación que debe mover a un autor de novelas de ensayo ficción.


Andariegos

Nueva literatura de viajes Por Andreu Navarra Pienso que tendríamos que alegrarnos de que en nuestra república de las letras destaque una escritora como Patricia Almarcegui, una auténtica aventurera literaria como las de la época de la Ilustración o el Romanticismo. Conocer Irán (Fórcola, 2018) es una auténtica revelación. Almarcegui es capaz de cincelar párrafos como si su propio espíritu fuera una escultura, y la estatua de sí misma la construyera a partir de sus relaciones con los paisajes, la arquitectura, los jardines, las artes aplicadas y las demás mujeres, hermanas suyas fugaces, con que se cruza en su viaje, un viaje que va volviéndose iniciático a medida que se avanza en la comprensión integral del mosaico persa. No es sólo que describa con enorme exactitud lo que ve: es mucho más. Lo que consigue esta escritora es desentrañar las claves íntimas y los significados espirituales de los objetos que desfilan ante ella. Le entran a uno ganas de ir, y de hacerlo ya, a ciudades como Isfahán, Yazd, Kashan, Mashhad, Kermán o Shiraz, donde la autora vivió luego, y que debe ser algo así como la Sevilla de Irán. Conocer Irán invita a volverse loco y salir a ver mundo sin red. Pero, entendámonos, a vivir una locura ilustrada como la suya. Impresiona la capacidad de asombro de Almarcegui. Impresiona su capacidad para integrar la realidad otra y de abandonarse a su seducción. Su talento para desentrañar lo real oculto, el carácter de las gentes y las culturas con las que tropieza. Impresiona la naturalidad con la que expone las dificultades por las que ha de pasar una viajera por el simple hecho de ser mujer e ir sola. Impresionan su sabiduría, su capacidad para engarzar anécdotas, historia y deslumbramientos en una prosa basada en la arquitectura de los párrafos y la confesión moderada. Un libro delicioso, vaya. También va siendo hora de que la crítica se fije en el Eduardo Moga prosista. Su obra dedicada a los viajes empieza a ser ya muy extensa. La pasión de escribil.

Relato de tres viajes a Hispanoamérica es del 2013; Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres, del 2015; y su continuación homónima, con el subtítulo añadido de «Una visión crítica de Londres», del 2016. Los ha ido publicando en La Isla Siltolá y Varasek. A sus toneladas de excelente poesía hay que ir colocando ya todas estas toneladas de impresiones y juicios en buena prosa. Su nueva entrega, El mundo es ancho y diverso, incluye un relato sobre una estancia familiar en Lanzarote, la aventura de un festival literario en Polonia y Ucrania y un periplo tunecino; lo acaba de publicar Baile del Sol. Todo ello viene a sugerirnos que la dedicación moguiana a los viajes no es una broma ni un episodio fugaz, sino un cultivo creciente sobre el que valdría la pena detenerse. Lo que más abunda en El mundo es ancho y diverso es la ironía: «A mí las actuaciones folclóricas siempre me han dado sueño (de hecho, solo puedo imaginarme tres cosas más narcóticas que un festival folclórico: una misa, un encuentro de poetas de la experiencia y un congreso de auditoría y contabilidad»; o: «Muy pronto comprobamos la eficacia del servicio de guaguas: el último autobús a la capital acaba de salir, y el siguiente tardará una hora y media». Un humor que no abundaba en sus libros dedicados a Londres, lugar que dejó en el autor una impresión culturalmente rica pero más bien nubosa y crítica. La idiotez inmanente en el mundo del turismo es una de las cosas que más indigna al visitante de Lanzarote, pero a la vez el autor se pregunta por qué a veces no puede reprimir el instinto de hacer el guiri. Asimismo, el libro concentra un acerado anticlericalismo, característico también de los textos de Moga, así como la denuncia de los nombres de fascistas colocados sobre placas, calles y hoteles. Y se nota que escribe un poeta, sobre todo en las pinceladas de paisaje: «Contemplamos el paisaje de Lanzarote por primera vez: picachos pelados se elevan, como pezones, de la tierra seca, y a sus pies se disponen, como legos dispersos, islotes de casas blancas y cuadrangulares. En-

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tre los montes y las agrupaciones de casas, muretes de piedra volcánica intersecan los campos». También llama la atención, en el libro, el interés moguiano por las desnudeces de las mujeres y los juguetes pornográficos. Se trata del registro que exploró en sus Seis sextinas soeces. Y no es un registro erótico; no: es un registro soez, un idioma guarro. La sinceridad entra de lleno en la poética del autor, que tiene un falito con patas sobre la mesa de su despacho y se hace fotos con estatuas de enormes falos. Ver nalgas y tetas, lamentar el estado de vejez y decadencia física, admirar y dejarse enamorar por chicas guapas y cultas es su manera de denunciar la hipocresía generalizada, y de reivindicar el sexo como algo lúdico y vital. Eduardo Moga es un escritor radicalmente materialista, ateo y, a veces, pornográfico como un goliardo. Es un auténtico pagano medieval. El mundo es ancho y diverso es, curiosamente, el libro más confesional del autor, el que más refleja su vida familiar, su identidad y su manera cotidiana de vivir y pensar. Hacia el final de la obra, Moga nos muestra qué opinión (o pasión) le despiertan los libros de viajes: «Me gustan los libros de viajes: leerlos y escribirlos. Es una forma singularmente directa de obtener lo que persigo en literatura: ser otros, vivir más, ser más». Es una declaración aleixandresca. En el otro reverso de la medalla, el neorromanticismo pudoroso de Sergi Bellver, que acaba de publicar Variaciones sobre Budapest (La Línea del Horizonte), una auténtica joya del género. Lo siento, me pierden los libros minúsculos. Conocer Irán también es un maravilloso libro menudo. Para escribir una novela sobre el Imperio austrohúngaro, Bellver pasa unos meses en la capital húngara y se deja enamorar por todos sus rincones. Cuando observa a chicas en el metro, Bellver se entrega al más musical de los sentimentalismos. Estamos muy lejos del exhibicionismo juglaresco de Eduardo Moga. Bellver engarza su impresionante capacidad de evocación y vivencia y observación con pasajes musicales, y el resultado es una viva sinfonía de sensaciones armoniosas. Moga bebe de Sade y de la Ilustración gamberra; Bellver es más sereno y leopardiano. Más que una teoría del viaje, lo que firma Bellver es una teoría de la vida, de la Historia, un manifiesto a favor de la lentitud y una teoría de la soledad: «Otra de las bondades de la renuncia es, simplemente, ser dueño de tu tiempo y no tener que cumplir con un programa sólo porque los demás esperan que lo hagas»; «Viajar en tren es atender al ritmo del paisaje, no tiene nada que ver con facturar kilómetros». Bellver es uno de los escritores más puramente escritores que pueden encon-

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trarse hoy en nuestro país. No es que sea «puro», es que lucha desde el nomadismo y la ascética por no ser más que un escritor. Por ejemplo, Moga es también editor o padre, y Patricia Almacergui es también aventurera y profesora. Bellver escribe: «Para mí, viajar tiene que ver con estar dispuesto a extraviarse, a renunciar a un plan, a no cerrar el círculo previsto». La impresión fugaz, el descubrimiento íntimo, la metáfora feliz («veo deslizarse las anguilas amarillas de los tranvías»), la belleza para sí misma son las cosas que persigue. Viajar es huir del turismo, de los tópicos y de las aglomeraciones idiotizadas. Estos tres autores nuestros lo demuestran y defienden. El género goza, por lo visto, de excelente salud. Disfrutémoslo, estudiémoslo como se merece.

Andreu Navarra Ordoño (1981) es escritor e historiador. Doctor en Filología Hispánica (2010), enseña Historia de la Cultura Contemporánea en la Universidad Oberta de Catalunya. Ha publicado El espejo blanco. Viajeros españoles

en Rusia (Fórcola, 2016), El ateísmo. La aventura de pensar libremente en España (Cátedra, 2016), El regeneracionismo. La continuidad reformista (Cátedra, 2015), 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014), El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (Cátedra, 2013), La región sospechosa. La dialéctica hispanocata-

lana entre 1875 y 1939 (Universidad Autónoma de Barcelona, 2012). Recientemente le ha sido concedido el Premio Café 1916 por su novela Hojas (Sloper, 2017).


Literatura y boxeo Por Enrique Benítez Palma Fue Jimmy Cannon quien escribió que «el boxeo es el barrio rojo de los deportes» (boxing is the red light district of sports). Aunque confinado al oscuro rincón de los deportes violentos, no es menos cierto que el boxeo es el «deporte de deportes», según escribiera Jack London, o por encima de todo «el deporte al que aspiran todos los demás deportes», en certero diagnóstico de George Foreman, citado por Joyce Carol Oates. Las memorias de Cannon permanecen inéditas en castellano. Sin embargo, los aficionados al boxeo, a la literatura y a los libros de boxeo acabamos de recibir un regalo inesperado y milagroso de la mano de Capitán Swing: nada menos que la traducción al castellano de La dulce ciencia, de A. J. Liebling, el libro de boxeo por antonomasia, la biblia del cuadrilátero, la guía espiritual del deporte de las doce cuerdas. Liebling reunió en este volumen sus irrepetibles crónicas escritas entre 1951 y 1956. Su biografía no deja lugar a dudas sobre su compromiso con su país, primero, pero también sobre su compromiso con la libertad, oponiéndose en voz alta y públicamente a la persecución de muchos de sus amigos y conocidos por el furibundo senador anticomunista McCarthy (que fallecería en 1957) y el horrendo Comité de Actividades Antiamericanas, azote de cualquiera que tuviera a bien tener ideas propias en el paranoico Estados Unidos de los inicios de la Guerra Fría. Liebling escribe sobre Sugar Ray Robinson, sobre Boxiana (el clásico inglés del siglo XIX); escribe sobre bares, whisky, periodismo y tertulias de madrugada: una combinación imbatible y ganadora que ha proporcionado grandes victorias al oficio más denostado del mundo. Liebling escribía cuando los cínicos aún no habían ocupado los grandes despachos y las salas de reuniones. Él estaba allí, a pie de calle, y trasladaba su verdad a los lectores sin intermediarios, sin trampa ni cartón. La relación entre literatura y boxeo, entre periodismo y boxeo, viene de lejos y ha dado algunas de las más

hermosas páginas de la historia. Es curiosa la afición al boxeo del olvidado premio Nobel de Literatura de 1911, el belga Maurice Maeterlinck, al que conocemos en España gracias a Jorge Luis Borges y su mítica Biblioteca personal, editada en los años ochenta. En el volumen titulado La inteligencia de las flores se esconde un breve opúsculo, «Elogio del boxeo», donde muestra su admiración por este noble deporte: «Contemplad por otra parte a dos boxeadores: nada de palabras inútiles, nada de tanteos, nada de cólera; la calma de dos certidumbres que saben lo que hay que hacer». Ya en el tránsito del siglo XIX al XX, autores como sir Arthur Conan Doyle o Jack London incorporaron el boxeo a sus temas favoritos. El creador de Sherlock Holmes es el autor de Rodney Stone (Capitán Swing) y también de diversas Historias del ring (Valdemar) entre las que destaca «El amo de Croxley», en las que narraba el pugilismo a la antigua usanza. Una lucha más pendenciera que deportiva —no olvidemos su origen anglosajón— que en el último tercio del siglo XIX devino en deporte de masas y gentío gracias a la civilizada intervención del noveno marqués de Queensberry, cuyas reglas de 1867 hicieron que una lucha encarnizada, sucia y sangrienta —pasto de apuestas y amaños— pasara a convertirse en todo un deporte reglado, que llegaría a ser olímpico no mucho después. La sagacidad británica para hacer de una bronca entre dos hombres un espectáculo multitudinario, lucrativo y de pago nunca ha sido suficientemente aplaudida. El mundo, sin duda, podría ser mucho mejor sin los británicos, pero también podría ser bastante peor. De esos albores del siglo XX son los relatos del aventurero Jack London, entre los que destaca «Por un filete», mil veces traducido (se puede leer en Knock Out. Tres historias de boxeo; Libros del Zorro Rojo). En 1910, London es enviado por el New York Herald a Reno (de nuevo en Nevada, el Estado de la sagrada tolerancia) para cubrir el combate del siglo: la gran pelea entre James Jeffries —la gran esperanza blanca— y

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el negro Jack Johnson, pionero de sus iguales, el Gigante de Galveston, todo un ejemplo para los grandes campeones negros del futuro. En la pelea (El combate del siglo, Gallo Nero), Johnson acaba sin dificultad con Jeffries y a continuación se desata tal furia racial que mueren al menos veintitrés personas en Reno y otros Estados y, además, se promulga una ley de censura ad hoc para evitar que el combate pudiese verse en cines de todo el país, preocupados los legisladores blancos por la recién descubierta supremacía deportiva de la raza negra. Un episodio poco conocido pero que está presente en la evolución del boxeo y en su relación con las bellas artes. Jack Johnson es perseguido en su país natal, que no le perdona su victoria. Era locuaz, simpático y muy campechano. Llevaba dientes de oro, lo que le procuraba «una sonrisa dorada». Y además le gustaban las mujeres blancas, algo que era considerado delito en los Estados Unidos de principios del siglo pasado. Para evitar la cárcel recaló en París y poco más tarde en Barcelona, donde se enfrentaría al bohemio poeta metido a boxeador Arthur Cravan. Cravan —cuyo verdadero nombre era Fabien Avenarius Lloyd— es uno de los grandes personajes del enorme siglo XX. Isaki Lacuesta le con-

sagró un documental hace pocos años (Cravan contra Cravan). Sobrino carnal y devoto enfermizo de Oscar Wilde, poeta maldito, artista total, nadie sabe cómo le dio por boxear —la verdad es que era alto y apuesto— y mucho menos contra un profesional de la trayectoria y experiencia de Jack Johnson. Fue en la plaza de toros Monumental de Barcelona, en 1916, ante miles de espectadores, y aquello terminó con una severa paliza. Cravan publicaba una revista (Maintenant, rescatada por Olivo Azul) de remota vocación pugilística pero con ínfulas de arte; pues bien, en el número 5, el penúltimo, de marzo-abril de 1915, publicó un texto titulado «Poeta y boxeador» que aún hoy resulta incomprensible. Sin embargo fue aquel combate —y sus posteriores amores mexicanos con la polifacética poetisa Mina Loy— lo que le hizo pasar a la historia. Como detalle anecdótico, comentar que su adorado tío Oscar Wilde, de quien Cravan se consideraba epígono, fue a la cárcel de Reading por sus amores entonces prohibidos con Lord Alfred Douglas. Lo que poca gente sabe es que el tal Douglas era nada menos que hijo del noveno marqués de Queensberry (John Sholto Douglas, padre del boxeo moderno), que cogió un enfado monumental cuando supo de las andanzas de su vástago. El boxeo, deporte de masas En esos años Barcelona es la capital del boxeo español. Hay un enorme trasiego de europeos que huyen de la Primera Guerra Mundial y abundante dinero fácil de la burguesía cuyas fábricas y negocios se benefician del conflicto. Para hacernos una idea, La verdad sobre el Caso Savolta está ambientada en 1918, poco después de la pelea entre Cravan y Johnson. Y es en Barcelona donde el gigante Paulino Uzcudun combatiría contra Primo Carnera y Max Schmeling, ya en la década de los años treinta, batiendo todos los registros patrios de asistencia a un combate de boxeo. Más de treinta mil personas acudieron al actual estadio olímpico en mayo del 34 para ver el feroz combate entre el español y el alemán, pero fueron más de sesenta mil quienes abarrotaron las gradas a finales de 1930 para ver el combate del siglo entre el toro vasco y el gigante italiano. Un registro imbatible. Sobre Schmeling se ha hecho alguna mala película, pero ningún libro traducido al castellano. No conviene olvidar su verdadera personalidad: está contrastada su ayuda a diversos judíos perseguidos por el nazismo, así como el dinero que pasaba puntualmente a su gran rival, Joe Louis, cuando el bombardero de Detroit se movía entre la pobreza y el olvido.

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Jack Johnson El gigante de Galveston en 1909. Fotografía: Otto Sarony


Paulino Uzcudun en El Grafico del 26 de Junio de 1926.

Uzcudun, por su parte, era tan popular que el mismísimo Nabokov dio sus primeros pasos en el periodismo escribiendo un artículo sobre uno de sus combates. Lo desveló el Times Literary Supplement en agosto de 2012: la crónica se publicó en el diario Slovo y recogía el combate que enfrentó a Breitensträter con «Paolino» [sic] en diciembre de 1925 en el Sports Palace de Berlín, con clara victoria del Leñador Vasco, embalado hacia la corona europea de los pesos pesados. Nabokov firma una crónica tan cultural como deportiva —habla de Grecia, Roma, Nelson y la batalla de Trafalgar— en la que confiesa su devoción por la dulce ciencia y revela su asistencia entusiasmada a combates de púgiles como Smith, el Bombardero Wells, Goddard, Wilde, Beckett o el campeón francés Carpentier. Una rareza que merece la pena revelar. La figura de Uzcudun ha sido recuperada en Golpes de gracia (Malpaso) por Joxemari Iturralde. El libro, ameno y muy bien documentado, se centra en la rivalidad entre dos boxeadores de la misma zona: el propio Uzcudun y el también guipuzcoano Isidoro Gaztañaga, el Bello Izzy, una figura legendaria que había caído en la fosa del olvido. La historia que cuenta Iturralde es también la historia de nuestro propio país, la metáfora

que supuso la rivalidad entre ambos —motivada sobre todo por motivos extradeportivos— y la identificación de cada uno de ellos con uno de los bandos de nuestra maldita Guerra Civil. Merece la pena leer a Iturralde porque desvela muchos detalles de la época, la vida de los boxeadores, la mítica derrota de Uzcudun en el Madison ante Joe Louis —en un combate en el que tal vez pudo estar Gaztañaga en su lugar—, la miseria que aguarda al cruzar la siguiente esquina de la vida, el olvido que serán también los ganadores. Hay que destacar un cierto movimiento de recuperación de la memoria histórica del boxeo español de aquellos años, con resultados tan interesantes como Jamás me verá nadie en un ring (Comanegra), de Julia Guillamón, una crónica del boxeo en Barcelona entre 1911 y 1936, así como la historia del púgil Pedro Roca, que escribiría De boxeador a literato. Las dos obras vienen en el mismo paquete. En España se ignora lo que escribió Santi Durán en el Mundo Deportivo en un artículo de 2007: que «en 1927 había cuatro campeones de Europa españoles sobre ocho títulos posibles: Víctor Ferrand (mosca), Antonio Ruiz (pluma), Lluís Rayo (ligero) y Paulino Uzcudun (pesado). En Barcelona no eran pocos los clubs que tenían en el boxeo su principal actividad y las veladas atraían a una afición numerosa y fiel». Otro libro similar y destacado es Audaz y tanguista (ImagenTa), de Ricardo Tejeiro, un proyecto personal del autor de rescate de la figura de su abuelo, exitoso boxeador entre 1923 y 1933 en la categoría del peso ligero. Sin olvidar Kid Tunero. El caballero del ring (Pepitas de Calabaza), de Xavier Montanyà, sobre los orígenes y el entorno pugilístico del que llegaría a ser preparador de dos de nuestros más grandes campeones nacionales: Pepe Legrá y Alfredo Evangelista. Todo, sin embargo, se truncó con la Guerra Civil, maldita siempre. La guerra destruyó personas y gimnasios, acabó con vidas y reputaciones. Siempre quedará para la duda el país que quizás pudo haber sido y no fue, el destino que esquivó España. Tras la guerra, si eras boxeador eras torturador. No había escapatoria. Y de la misma manera que Uzcudun, falangista, fue acusado de serlo y calumniado sin pruebas —una leyenda atribuye a Umbral la patria potestad de los rumores—, los boxeadores que vivieron en el bando republicano tuvieron que soportar las mismas acusaciones, también sin fundamento, pero con más dramáticas y terribles consecuencias. Es llamativo el odioso y triste caso de Carlos Flix, el matemático del ring, fusilado por los franquistas

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tras volver a Barcelona, tan inocente como ingenuo, acusado de pertenecer al Servicio de Inteligencia Militar de la República (esto lo contó Patrick Urbano en Código nuevo, en 2015), y sobre todo merece la pena conocer la peripecia vital de Josep Gironès, el Crack de Gràcia, cuya identidad fue suplantada por un farsante, torturador real, y que hasta el año 2000 no vio cómo su honor era públicamente restituido (aquí hay que citar el trabajo de Juli Lorente y el artículo que publicó Joan de Sagarra en El País el 9 de julio del año 2000). Siguiendo con la ignominia que ha golpeado al mundo del boxeo, hay otro oscuro episodio que comienza a salir a la luz: el de la supervivencia en los campos de exterminio de boxeadores profesionales, utilizados por los nazis para su distracción y sosiego. Eduardo Halfón, salvadoreño de origen judío, ha escrito un retrato memorable de aquella sórdida situación en El boxeador polaco (PreTextos): narra la historia real de su propio abuelo —aficionado al whisky y a Isabel Pantoja—, a quien salvó de una muerte segura un boxeador polaco que le decía lo que tenía que hacer y decir. Pero entre los casos más sangrantes está el caso de Víctor Young Pérez, boxeador liviano, francés de origen tunecino, al que los nazis obligaban a pelear con pesos pesados en Auschwitz. Invencible, fue asesinado en marzo de 1945. La literatura está en deuda con él y con otros como él: Salomo Arouch, Kid Francis, Leone Efrati o el gitano imprevisible Johann Trollmann, ejemplos de coraje y orgullo, protagonista este último de El campeón prohibido (Siruela), una de las obras ya crepusculares del premio Nobel de Literatura Darío Fo. Se trata de un libro muy didáctico, casi juvenil, que permite además comprender las presiones que vivieron en la Alemania del ascenso del nazismo todos los que fueron catalogados sin piedad como enemigos del Estado. Y eso incluía a los gitanos como Trollmann. Aún libre, en 1942, Víctor Pérez combatiría con Panamá Al Brown por el título de los pesos gallo. Ya lo había hecho en 1934, según recoge Eduardo Arroyo en su libro magnífico dedicado al boxeador superlativo (es de finales de los noventa, pero se recomienda la asequible edición reciente de Fórcola). Afincado en Francia, vividor, desprendido, generoso, amante de Jean Cocteau, amigo de Maurice Chevalier y de otros muchos artistas, abandonado al alcohol y las drogas, Panamá Al Brown es una de esas personalidades complejas que ya no pueden repetirse en el mundo encorsetado en el que vivimos, sometido a las presiones de la corrección política y de la pacata moral contemporánea.

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Los años dorados Termina la Segunda Guerra Mundial y de nuevo regresa el mayor espectáculo del mundo. En 1947 ven la luz dos de las mejores novelas de boxeo que se conocen: Nunca llega la mañana (Reno), de Nelson Algren y, por supuesto, Más dura será la caída (Alba Editorial), de Budd Schulberg. Nelson Algren retrata la vida de un boxeador de origen polaco, emigrado como tantos otros a Nueva York, más aficionado al béisbol que al boxeo. El propio Algren es todo un personaje: es el autor de novelas tan conocidas como El hombre del brazo de oro (que sería llevada al cine y protagonizada por Frank Sinatra) y también Un paseo por el lado salvaje, que serviría de inspiración años después a Lou Reed para componer su canción más reconocida. Por su parte, Schulberg toma como modelo la carrera amañada por la mafia de Primo Carnera en los años treinta, pero con un personaje de origen argentino, El Toro, en un gesto que hay quien ha querido interpretar como un homenaje tardío a Luis Ángel Firpo. La novela sería llevada también al cine, con Humphrey Bogart como protagonista principal.


Es curioso que el escritor amante del boxeo por antonomasia, Hemingway, apenas escribiera algunos relatos sobre el tema —como el excelente «Cincuenta de los grandes»— y colocara a un boxeador retirado como protagonista de la más española de sus novelas, Fiesta. Son los años dorados del boxeo y había una buena historia por escribir, pero no lo hizo él. La mejor novela sobre este deporte, en palabras del propio Hemingway, la escribió un periodista deportivo, W. C. Heinz, y se publicó en 1957: El profesional (Gallo Nero). En ella, un periodista se «incrusta» —como se dice ahora— en los entrenamientos de un aspirante al título, para contar la realidad escondida tras la vida de un campeón. «Millones de espectadores ni siquiera saben que los boxeadores tienen cuñado», escribe Heinz. Un relato verosímil y auténtico sobre la trastienda de los grandes campeones. Un relato precursor del «cuñadismo», ahora tan vigente y de moda en España. La publicación de esta novela coincide con la llamada edad de oro del boxeo español. En el origen el brillante Fernando Vadillo y su libro primigenio, Doce cuerdas (es de 1949, aunque la que tengo es la edición de 1960 del Servicio comercial del libro), un relato atrevido con todas las claves del boxeo: el hambre, la pobreza, la falta de oportunidades, la ambición. Un relato transversal que abarca toda una época de la historia de España. Estampas de la Segunda República, del Madrid sitiado, de la posguerra brutal. Personajes que cuentan cómo fusilaban a los moros durante la batalla del Ebro, sus andanzas con las Brigadas Internacionales al mando del general Walter. Un libro inclasificable, que sin duda su autor pudo publicar sólo porque era falangista y venía de haber peleado en Rusia con la División Azul. En julio de 1957 publica Ignacio Aldecoa en el diario Arriba su relato «Young Sánchez», dedicado a Manolo Alcántara. Y en 1962 ve la luz Neutral Corner (Alfaguara), novela visual, extraordinaria y adelantada a su tiempo. Como ejemplo de la fuerza del boxeo en la España de aquellos momentos, baste recordar que en 1959 el Premio Planeta lo gana el olvidado escritor Andrés Bosch con su olvidada novela La noche (Planeta), sobre el mundo del boxeo. Un libro al que el paso del tiempo no le ha sentado bien, escrito en la España pobre y gris del Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, y que posiblemente dormite en varios miles de estanterías olvidadas en apagados hogares españoles, como tantos otros libros de Planeta, Salvat o Reno, abandonados a su suerte en la España triste que se vacía y languidece.

Son años de clubs, de gimnasios, de victorias (Pepe Legrá, Fred Galiana). Años del Campo del gas (Notorious), retratados por ese gran amante del boxeo que es José Luis Garci, tan cariñoso con Vadillo y sus crónicas, de las que dice que atrapaban «la épica de lo vulgar». Son años de largas veladas en torno a un cuadrilátero y, como escribe Liebling, «parte del placer de asistir a una velada de boxeo es leer los periódicos de la mañana siguiente para ver lo que los periodistas deportivos consideran que sucedió». De eso mismo se han encargado, años después, los periodistas malagueños Agustín Rivera y Teodoro León Gross, que han seleccionado 15 asaltos de leyenda (Libros del KO), las mejores crónicas escritas por Manuel Alcántara para el diario Marca y que abarcan desde 1967 hasta 1978. Una obra de revisión obligada para entender la historia del boxeo español y para saber lo que sucedió en aquellos tiempos. Los años sesenta y setenta devuelven al boxeo todo su esplendor. La combustión espontánea que se produjo entre el «deporte de deportes» y el «nuevo periodismo» alumbró algunas de las páginas más memorables que la literatura ha dedicado al boxeo. La materia prima era de altísima calidad por las dos partes: Alí, Foreman, Patterson, Frazier o Liston por un lado, y Norman Mailer o Gay Talese por el bando de las teclas. Sin olvidar el impagable servicio de Don King, que olfateó mucho antes que la FIFA el gran negocio que suponía montar grandes timbas deportivas en lejanas satrapías alérgicas a la democracia, y que trasladó de Nueva York a Las Vegas —junto con Bob Arum— el epicentro del boxeo mundial. Un viaje de regreso a los orígenes. Mailer escribe desde las alturas inalcanzables y Talese prefiere, fiel a su estilo, la trastienda, lo que no se ve. En El combate (Contra) se recrea la más famosa pelea de todos los tiempos, la batalla de Kinshasa entre Alí y Foreman. Es un libro imprescindible. En su otro gran retrato del boxeo (En la cima del mundo, Editorial 451), Mailer prefiere explorar el triunfo, la fuerte personalidad de Muhammad Alí, su rebeldía, su lucha contra las convenciones. Alí tiene dos caniches gemelos, bautizados como Angel y Demon. Hoy es necesario releer a Mailer y repasar las entrevistas a Alí para conocer y valorar en su justa medida su valentía, su desafío al establishment, su negativa a seguir el camino trazado para otros antes que él, juguetes y puños rotos de una ruleta al servicio del espectáculo. Lo que queda tras las luces, cuando el neón se apaga y la gente adormecida vuelve a casa, es la materia prima de El silencio del héroe (Alfaguara), donde el elegante Talese da voz a Floyd

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Enrique Benítez Palma. Literatura y boxeo

Patterson tras su dolorosa derrota contra Sonny Liston. No es el único contacto del gran Talese con ese mundo: en El puente (Alfaguara), la historia del puente de Verrazano-Narrows, se topa por casualidad con James Braddock, Cinderella Man, reconvertido en meticuloso y responsable obrero de la construcción. La década de los sesenta se cierra, en términos literarios, con Fat City, de Leonard Gardner (celebramos la nueva traducción de Rubén Martín Giráldez para Underwood), una novela que inspiró a John Huston para rodar una de las películas que mejor ha captado el alma del boxeo. Un libro emotivo, ambientado a finales de los cincuenta en una polvorienta ciudad del medio oeste, cuyos protagonistas superan sobre el ring sus propias dudas existenciales. Huston dijo que «Fat City es una novela sobre soñadores». Con eso basta. El más grande Muhammad Alí merece y necesita de una sección propia en cualquier repaso a los libros de boxeo. Liebling escribió algo en los cincuenta sobre Sugar Ray Robinson, el mejor boxeador de la historia libra a libra, el negro misteriosamente invisible a ojos del cine de Hollywood, capaz de vencer a Rocky Graziano, Carmen

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Basilio y Jake LaMotta. Pero en muy contadas ocasiones un boxeador de raza negra había logrado atraer simultáneamente el deseo, las miradas y el interés de tantos intelectuales brillantes de raza blanca sobradamente preparados. Sobre Alí han escrito Mailer, Talese («El más grande», relato del viaje de Alí a La Habana en 1999, publicado en su momento en la revista Esquire e incluido en el libro El silencio del héroe), Davis Miller (En busca de Muhhammad Alí. Historia de una amistad. Editorial Errata Naturae) o David Remnick (Rey del mundo. Muhammad Alí y el nacimiento de un héroe americano. Editorial Random House). Por citar sólo los libros disponibles en castellano. Ojalá se traduzca pronto al castellano Blood Brothers: The Fatal Friendship Between Muhammad Ali and Malcolm X, de Randy Roberts y Johnny Smith (Basic), crónica de la amistad entre ambos y de la poderosa influencia del asesinado y polémico líder sobre el campeón de campeones. El libro de Remnick, por su parte, es fabuloso, una suerte de biografía orteguiana de Alí y todas sus circunstancias, que fueron muchas y muy potentes. Su carrera, sus amistadas, sus influencias, su rebeldía. Alí era fuerte, era guapo, era sólido. Pero también era perspicaz, inteligente y divertido. En seguida le imputaron un sobrenombre, «el charlatán de Louisville», que era ya mucho un ataque indisimulado, un recordatorio de la obligada prudencia de los negros. Sus entrevistas eran pura mordacidad: se convirtió en el portavoz de toda una nación, contra la guerra de Vietnam, pero también contra el propio sistema. Alí dio para tanto que incluso estuvo en los orígenes de Rocky, la película que lanzó a Sylvester Stallone: en marzo de 1975 Chuck Wepner, un desconocido púgil de Cleveland de treinta y seis años, aguantó al campeón hasta casi el final del último asalto, para sorpresa de todos (la historia la contó Gregorio Belinchón en El País en enero de 2016). Ahí nació Rocky Balboa, el personaje que permitió a un acabado y mediocre actor catapultar su improbable carrera. España tampoco permaneció al margen del tsunami mediático. En 1971 Manuel Vázquez Montalbán escribe en la revista Triunfo un artículo colosal. Firma con pseudónimo, Luis Dávila. Y analiza con todas las claves políticas del momento la derrota ante Joe Frazier. La caída del Clay Power es un brillante ejercicio de crónica política y deportiva: «Lyndon Johnson venció a Cassius Clay por puntos en quince asaltos», escribe el inolvidado maestro del periodismo español, que achaca la derrota a la falta de preparación de Clay, perseguido Muhammad Alí. Fotografía: Ira Rosenberg para el World Journal Tribune


y condenado, pero que remata la faena con una demostración de su propia clarividencia. «Clay en forma, a los veintinueve años de edad, aún puede devolverles el puñetazo moral a los que le han derribado con la zancadilla política. Y en el ring aún sería invencible, hasta que le pusieran por delante algo más que el tesonero Frazier». Impresionante MVM. Insuperable. ¿Qué pasa con Hispanoamérica? Al hablar de literatura y boxeo una pregunta flota en el ambiente: ¿cómo es posible que haya tan poca producción literaria sobre este gran tema en América Latina, cuna de muchos de los mejores púgiles de la reciente historia de este deporte? ¿Cómo se explica que la torrencial y mágica literatura de tantos y tantos países no haya contemplado las doce cuerdas y sus protagonistas como fuente de inspiración? No conozco la respuesta a estas preguntas. Sólo puedo repasar el panorama. En 1926, se celebró en Nueva York otro de esos combates literarios, el que enfrentó a Jack Dempsey con Luis Ángel Firpo, el campeón argentino, por el título mundial de peso completo. En el segundo asalto, Firpo mandó fuera del ring a Dempsey de un soberbio derechazo, y su rival tardó casi veinte segundos en volver. La complacencia arbitral, el ambiente hostil y el vacío reglamentario permitieron a Dempsey reincorporarse a la pelea, que acabaría ganando. No hay ni un solo argentino que no recuerde esa pelea, que está en el subconsciente inabarcable de Cortázar —autor de hermosos relatos pugilísticos, como «Torito» o «La noche de Mantequilla», referida al campeón José Mantequilla Nápoles— y que es parte principal de la trama de Segundos afuera (Mondadori), extraordinaria novela de Martín Kohan. Aquel combate persigue a Argentina por los siglos de los siglos, anclada en el sueño de lo que tuvo que haber sido y no fue. Como Firpo. Además de este libro, sólo tengo noticias de otra novela latinoamericana sobre boxeo: Con la muerte en los puños, de Pedro Ángel Palou (Alfaguara México). La historia en quince asaltos del Baby Cifuentes, desde la miseria hasta la cúspide, un viaje que en muchos casos suele ser de ida y vuelta. Martin Kohan escribió asimismo una serie de relatos muy breves sobre el mundo del boxeo para El País Semanal, que fueron publicados entre marzo y abril del año 2017. Otras obras, como El Rayo Macoy (de Rafael Ramírez Heredia), se pueden localizar en las redes. La mayoría de los relatos citados en este artículo y otros más pueden asimismo encontrarse en la recopilación

El escritor Pedro Juan Gutiérrez entrenándose. Fotografía cedida por el escritor.

Besos a la luz de la lona. Historias de boxeo (Demipage), un libro fantástico muy bien planteado y definido. Por destacar algo concreto, en él se puede leer «El laucha Benítez cantaba boleros», de Ricardo Piglia, autor de culto para varias generaciones de escritores. Onetti, Juan Villoro, Roberto Fontanarrosa, Ana María Shua o Pedro Juan Gutiérrez compiten en buena lid con Aldecoa, Francisco Ayala, Gonzalo Suárez o Ray Loriga en estas páginas con olor a cuero y ambición. No está en el libro, sin embargo, el gran relato (o crónica) que hizo el peruano Santiago Roncagliolo a partir del combate que enfrentó a su compatriota Romerito contra Ray Boom Boom Mancini en el Madison, el 15 de septiembre de 1983. «El boxeador de las orejas perfectas» conjuga periodismo y literatura, y aunque el autor sólo tenía ocho años cuando se celebró el combate, reconstruye, como ha hecho en tantas otras ocasiones, el clima sentimental del Perú en torno a aquellos momentos míticos de ilusión y derrota. Posiblemente sea la crónica el terreno de juego más propicio para el encuentro definitivo de la literatura latinoamericana y el boxeo. Brillan los ojos de pensar en Leila Guerriero (sobre todas las cosas), en Martín Caparrós, en Alma Guillermoprieto, en Elena Poniatowska, en tantas y tantas personas brillantes utilizando toda su inagotable capacidad para retratar a Julio César

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Chávez, Óscar de la Hoya o Roberto Manodepiedra Durán, con todas sus aristas, con todas sus luces y sombras. Ojalá que algún día se produzca ese encuentro fértil e inflamable entre las doce cuerdas de una redacción, o de una cafetería, o de una quinta perdida en la inmensidad de América. Malos tiempos para la lírica Pocos de los últimos libros dedicados al boxeo merecen la pena. Juan Madrid debe a Garci la inspiración para crear a Toni Romano, el detective y exboxeador protagonista de sus primeras obras, tan memorables (en Júcar, etiqueta negra). Julio Manuel de la Rosa publicó en el año 2008 una curiosa novela, Guantes de seda (Algaida), de horrible portada y mejor contenido, con el boxeo como excusa real para elaborar una ficción literaria sobre la Barcelona canalla de los años cincuenta y sesenta. En Boxeo sobre hielo (Berenice), Mario Cuenca Sandoval contrasta la fragilidad del hielo con la violencia del boxeo, con resultados tan inquietantes como dispares. Una frase: «El deporte nacional de España es asistir a la putrefacción, contemplarla». Así están las cosas. Javier Ors ha escrito cuatro irregulares historias de boxeo y las ha bautizado como Cuarteto de cuerdas (Berenice). Mario Lacruz ilustró la portada de la Trilogía de la culpa (Funambulista) con una foto suya a los quince años, con pantalones cortos deportivos y las manos vendadas. El libro no es de boxeo, pero merece mucho la pena. Tanto como su autor, un clásico de la edición española. De las biografías de boxeadores destaca Mear sangre (Sedmay), de Dum Dum Pacheco, cruda y transparente. Finalmente, el éxito de otra de sus novelas ha llevado a su editorial (Duomo/Nefelibata) a rescatar un trabajo de 1997 de J. R. Moehringer, El campeón ha vuelto, otro caso insólito de suplantación de identidad (recuerden el caso de Josep Gironès), cuya víctima esta vez era Bob Satterfield, una vieja gloria de los años cincuenta, de pegada endemoniada y brutal. Se lee rápido y se lee bien, si excluimos el prólogo. Ni los libros sobre boxeo ni el propio deporte pasan por sus mejores momentos. Alguien debería decir a muchos de los innumerables payasos que están ensuciando la noble memoria de sus predecesores que esto no es un juego. Escribió Joyce Carol Oates, citada por Garci, que el boxeo es el único deporte al que no se juega, queridos Mayweather, McGregor, Pacquiao. Y tampoco se debería, por lo tanto, jugar con él. Si para vosotros es sólo la bolsa, para muchos, antes que vosotros, fue la vida, fue su vida.

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Joyce Carol Oates sintetiza con maestría inapelable en Del boxeo (Santillana) todas las contradicciones que rodean el mundo de las doce cuerdas. «¿Cómo sugerir el drama del boxeo obviando su tragedia?», se pregunta la escritora canadiense. Quizás ahí precisamente encontremos el motivo por el que tanto nos atrae este noble deporte, el que más palabras y expresiones ha incorporado al lenguaje cotidiano. Al fin y al cabo, ¿quién no se ha sentido alguna vez contra las cuerdas, sin aire, o salvado por la campana? ¿Quién no se ha visto noqueado, arrinconado, a punto de hincar la rodilla? ¿Hay alguien que no haya recibido un golpe bajo, que no haya sentido la tentación de tirar la toalla? El boxeo es una prolongación de nuestro personal e intransferible combate. O incluso es la vida misma. Cuerpo a cuerpo, cuatro lados, doce cuerdas. Y una majestuosa luz cenital.

Enrique Benítez Palma ha sido crítico literario para Localia Televisión (entre 2004 y 2007), la SER Málaga y el periódico La

Opinión de Málaga, perteneciente al grupo editorial Prensa Ibérica. Sus artículos han sido publicados en medios como Diario

de Mallorca, Levante, El Faro de Vigo, La Opinión de Granada, etc. Sus últimas reseñas han sido publicadas en medios como Info

Libre, la revista Paradigma, editada por la Universidad de Málaga, o el digital hispanoamericano Otro Lunes.


Sobre Los diarios de Emilio Renzi (III), de Ricardo Piglia Por Edgardo Scott «Un diario registra lo que todavía no es», se dice y se anota, justamente, en una de las últimas entradas de Los diarios de Emilio Renzi (III), de Ricardo Piglia. El lector atento, sobresaltado, se preguntará: «¿cómo lo que todavía no es? Por el contrario, un diario registra lo que es». No. Piglia, vía Renzi, su alter ego o su gemelo escrito, observa que en un diario todo es bastante irreal, un diario sería la periódica confirmación de la irrealidad: el registro variablemente experimental y obsesivo de tres elementos tan imaginarios (y por eso tan literarios) como el tiempo, la vida y el yo. Tal vez por eso Los diarios de Emilio Renzi represente su proyecto narrativo más ambicioso y cumpla la función de reordenar y redefinir en perspectiva toda su obra. Porque Piglia consagró «toda su vida» a ir modelando esa obra. Una obra que a su vez tomaba como objeto a su propia vida, o mejor dicho, a la escritura de su propia vida. Este tercer volumen está dividido en tres partes: «Los años de la peste», que prosigue el diario fechado, el diario «clásico», podría decirse, y que en este tomo va de los años 76 al 82; «Un día en la vida», donde Piglia reúne toda una serie de escenas —y años— repetidas generando la ilusión de un solo y largo día, a la manera del Bloomsday, de Joyce; y por último, «Días sin fecha», la parte final, donde la escritura de Piglia alcanza el centro de su poética, acaso su perfección formal; es en esas anotaciones, bocetos de relatos breves, incluso microrrelatos, donde el estilo de Piglia brilla como nunca.

Además, la última parte concentra los años como visiting professor en Estados Unidos, años de aislamiento, orden, producción, pero también años donde el bastidor de la cultura norteamericana imprime el sello de influencia que la literatura de Piglia siempre, de algún modo, había declarado. También se podría llamar a estos diarios apócrifos los camarines de un gran lector. Y en eso Piglia siempre supo que estaba en duelo, menos con los grandes escritores argentinos o incluso hispanoamericanos del siglo XX que con la eximia y exigua tradición de lectores. «Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir, yo me jacto…»; el conocido adagio borgeano es también el mantra que Piglia parece haber tenido siempre en la cabeza y que estos diarios realizan. Estos son los diarios de un escritor que ha construido uno de los sistemas de lectura más persuasivos y seductores de las últimas décadas. Porque, ¿qué significa leer bien? Evidentemente no se trata de leer mucho, ni de leer variado o en forma sofisticada; leer bien es adjudicar un sentido clave e iluminador a los textos. Piglia —también en muchas ocasiones a través de Renzi— ha iluminado lo que ha leído, porque a su vez ha podido escribir y resumir mejor que nadie sus lecturas. Como una suerte de adelantado o también como aquel destinado a clausurar una era, Piglia posee y exhibe siempre una lectura arqueológica: no tanto lee sino que descifra. Así modifica y sustituye —y condiciona— las representaciones, nuestras representaciones sobre lo que hemos leído o lo que habremos de leer.

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Edgardo Scott. Sobre Los diarios de Emilio Renzi (III)

En la recepción de estos diarios, en este y en los tomos anteriores, ha habido numerosos elogios y por lo general una sola crítica. Se trata de ofuscarse por toda la información, para decirlo rápido, «narcisista» del autor; «el egoísmo es aborrecible», decía Pascal, pero otro Pascal, Quignard, también decía que era un proyecto irrealizable porque, «¿de qué vale la fórmula “cada uno para sí”, si cada uno se odia?». Es preciso desconfiar entonces de cualquier presunción de humildad. Incluso los autores que posan de —o parecen— herméticos, sencillos, cínicos o rebeldes, incluso los que pretenden no tener ningún atributo, ninguna «figura de autor», también incurren en una. Es que no pasa tanto por sus intenciones o discursos, sino por el diagrama de enunciación del género mismo, del género diario. ¿Piglia no lo sabría? Desde luego. De modo que los diarios también debían mostrar esa tontera. Porque lo verdaderamente tonto e infame sería en verdad ocultarlo. Entonces un diario perdería ese doble lazo que guarda tanto con la vida como con las imágenes y humores que el yo se inventa a partir de ella. Hay en Los diarios de Emilio Renzi una ambición y una voluntad que acaso adquieran su forma definitiva no sólo cuando, como efectivamente ya ha sucedido, el autor haya muerto, sino cuando estos tres tomos se puedan reunir en un solo volumen. Entonces sí, el gran proyecto autobiográfico de Piglia tendrá su concreción material definitiva, orgullosa y compleja, como para dejar cerca de La lengua absuelta, de Canetti, del Borges, de Bioy Casares o de los Relatos autobiográficos de Thomas Bernhard, es decir, proyectos que apuntan a la luz del día y de la noche, la subjetividad y la época, el insecto y la telaraña.

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Propaganda cultural El hilo invisible como síntoma Por Javier Sáez de Ibarra La película El hilo invisible de Paul Thomas Anderson, vista desde España en 2018, se analiza aquí como síntoma de una sensibilidad determinada que afecta al modo de percibir y, por tanto, de aceptar la realidad; como síntoma de una situación cultural que es decir también política, económica, ideológica en la que nos hallamos inmersos. El filme presenta como héroe a un modelo de hombre británico que hemos visto ya demasiadas veces: un individuo de economía solvente y suficiencia psicológica, rígido en sus actitudes, emocionalmente frígido, egoísta y de una soledad endurecedora, cuyo carácter obsesivo y perfeccionista se vuelca, en este caso, en su profesión de sastre; a lo que se suma, algo habitual, una apariencia pulcra conforme a su clase, impecables modales estirados y petulantes, el desinterés por lo público, el cumplimiento de horarios y hábitos tan invariables como estrictos, así como las simetrías y exactitudes que se derivan de ellos. Resulta, en consecuencia, no tanto un personaje cuanto un arquetipo, un modo de existencia perfectamente codificado. Podríamos cambiar los detalles de su profesión, su lugar de residencia o su dieta, que se representaría lo mismo. Por eso, el centro de la imagen y del tiempo en la película lo constituye la presencia avasalladora de un tipo humano que «debemos ver», y cuya peripecia vital «debe interesarnos» porque «él es importante». Vemos la película en España. Aquí, en otro tiempo, en otro ámbito, aventuro, este carácter sería considerado el de «un raro», un deficiente emocional, un pobre

hombre, alguien a quien compadecer o de quien burlarse; sin embargo, nos hemos familiarizado con esta clase de personas hasta el punto de que no sentimos extrañeza; nadie se ríe, nadie se escandaliza, nadie la juzga; ha ganado nuestro respeto. Creo que el cine y la televisión han servido de eficaces medios de propaganda de tal forma de vida hasta lograr su normalización. Su imagen se ofrece, además, vinculada a un conjunto de rasgos inmediatamente reconocibles: la exquisitez, el lujo, la pulcritud, la morosidad y la fuerza que conlleva toda repetición; entrelazada a un costumbrismo igualmente severo: cómo se sirve el té, cómo se prepara determinado plato, la manera de entablar una conversación o esquivar un asunto incómodo. ¿Cabe imaginar la propaganda de un arquetipo alternativo, acaso más cercano a nosotros, que exaltara la conversación espontánea, el desorden, la impuntualidad, la improvisación o el arrebato; y, en cambio, condenara el otro modo de ser como poco refinado, desagradable, absurdo y, en esa medida, inferior y periclitado? En la película, se afirma que el porridge debe hacerse con nata; cuesta pensar que en una española la discusión sobre los ingredientes de la paella llegue a semejantes formas de asertividad y envaramiento. El protagonista del filme es sastre; su trabajo, más que a un oficio, responde a un sacerdocio: ocupa todo su tiempo, su hogar incluso, absorbe sus energías, ordena sus costumbres, desplaza o impone sus relaciones, etc.; merced a ello ha logrado levantar una empresa que le ha conferido un alto reconocimiento y, más allá, su lugar en el mundo, su salvación (el trasfondo de religiosidad calvinista o reformada es innegable). Pues bien,

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Javier Sáez de Ibarra. Propaganda cultural

hay una escena que muestra como ninguna el carácter, a mi juicio, enfermizo e inhumano del personaje, es decir, del arquetipo. El sastre, acompañado de su novia, acude a la casa de una dama a la que ha confeccionado un traje para quitárselo; la razón es que esa mujer ha cometido el desliz de beber de más y dormirse en su propia boda. El objeto está por encima de la persona. El oficio, por encima del servicio que presta. La mercancía, sobre el valor del uso. Así, es la importancia misma del arquetipo, entregado a su oficio, lo que autoriza a decidir quién lleva o no el traje; lo que justifica la violencia y la humillación a que se somete a la señora. Tal forma de vida, se nos dice, posee un valor moral y hasta ontológico superior. La obra, el producto (en este caso, un vestido) es digno «por la actitud que lo sostiene», como una posesión o recalificación sagrada, si no simplemente mágica. Todo espectador de esta clase de películas ya sabe que su desarrollo dramático requerirá la inclusión de otra forma de vida que sirva de contraste al arquetipo establecido, en parte o del todo. Podemos pensar si la revisión de esta forma de ser significa que no ha logrado imponerse por completo y aún debe batallar con sus límites e insatisfacciones, siguiendo el dictum del retorno de lo reprimido. Se nos ofrece entonces la pugna, yo creo que bastante esquemática, de ambos modelos opuestos: el que somete sus emociones a los valores supremos del trabajo y la repetición, o el que los relativiza por el fluir imprevisible de los sentimientos. El resultado puede ir desde la derrota de la primera actitud (Fanny y Alexander) hasta una cierta solución de compromiso, según los casos, nostálgica o patética (Mary Poppins, Lo que queda del día).

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La solución que ofrece a este conflicto El hilo invisible es fundamentalmente ambigua. La exposición del personaje-arquetipo, que ocupa la primera hora de la película, deja perfectamente establecido su estatus superior e inatacable. Por otro, su joven novia participa de la represión de sus sentimientos y es modosa incluso en sus puntas de rebeldía; apenas el guión nos permite ver su cariño hacia él, menos aún besos o caricias, se trata de un amor antes contado que mostrado. Pero sobre todo es ambivalente el modo en que se «resuelve» su enfrentamiento. Para provocar el amor de él, pues no termina de realizarse ante su absoluta dedicación al trabajo, la joven le hace comer un plato de setas envenenadas. La posterior enfermedad del protagonista lo conduce a tomar conciencia de su fragilidad y aun de su condición mortal. El descubrimiento de la corporalidad y su contingencia supone, al mismo tiempo, el desvelamiento de que la suficiencia de esa forma rígida de vida es ilusoria, de que necesita del otro. El paso inmediato es tratar de asegurar a ese otro (la mujer) en auxilio de las propias carencias. El protagonista pide en matrimonio a la joven y ella acepta. El examen de esta solución lleva a considerar que el arquetipo es insostenible cuando se trata de asegurar el bienestar en la enfermedad y la muerte. Sin embargo, esa experiencia no requiere un cambio, no hace crisis. Por eso, en el filme, la relación entre ellos sigue por los mismos derroteros. El hombre no cambia en su rigidez, su obsesión, su frialdad; sólo ha adquirido un seguro (una esposa junto a él, otro instrumento), pero no ha evolucionado. Aquí hubiera sido posible un final: la victoria doble del arquetipo por su entereza y por su pragmatismo; en tanto la alternativa amorosa queda sojuzgada y reducida a una posición subalterna, válida únicamente como la solución consoladora y reparadora en momentos puntuales. Sin embargo, la joven recurre de nuevo al envenenamiento de su marido para corregir su regreso a su modo de vida habitual. Sólo que esta segunda vez, él comprende lo que ella hace y lo consiente. Ahora no se trata, por tanto, del redescubrimiento de la condición frágil del cuerpo y de la vida, sino de la aceptación de un castigo. El esquema es, en efecto: vida reprimida-penalización-corrección. Hemos visto también en el cine muchas escenas que exhiben esa rigidez disciplinaria, los golpes con una vara a los niños díscolos bajo su conteo regular, desapasionado y preciso. Ahora, comer las setas, masticarlas despacio, ingerirlas, tiene esa misma Fotograma de la película Phantom Thread, de Paul Thomas Anderson.


factura de cosa metódica e implacable; rigidez hasta en su contradicción, pues con los golpes se aprende. Creo que la película ofrece una solución ambigua porque, si bien el arquetipo parece recibir una enmienda por vía del castigo, nunca vemos, se nos hurta, la demostración de su derrota, la necesidad de una transformación. Sabemos que el protagonista y su esposa tienen un hijo porque aparece un carrito, no la criatura; suponemos por eso que han mantenido relaciones sexuales, que ni se insinúan; y debemos imaginarnos que ella alcanza la felicidad, porque no se ve que vuelva a aplicarle el correctivo. Pero «no vemos» que la rigidez haya cedido su puesto a otra forma de vida, ninguna escena lo muestra; no vemos al arquetipo actuando de otro modo; la película no investiga ni nos permite entender qué cambios se producen en el protagonista, esto es, qué roturas son precisas y cómo podrían darse en ese acorazado arquetipo de rictus helado. Pero, ¿acaso no era ese el punto central que debía tratar? ¿Puede resolverlo sólo con la escena de la ingesta del veneno y

una plácida enfermedad en la vigilante compañía de la esposa? De manera que la respuesta del personaje bien pudiera ser un fingimiento, bien una solución de compromiso, bien una relación turbia por la que él asegura su supervivencia a cambio de un vínculo que detesta y necesita. Demasiadas preguntas. Lo que queda expuesto es que un modo de vida ha presidido todo el filme y, al final, ha adquirido un aspecto diferente bajo la custodia de otra persona a su lado. En definitiva, ese modo de vida es sólo aparentemente cuestionado, la película no llega al fondo, sobrevuela el conflicto sin llegar a encararlo; y concluye que, si bien la vida reprimida y excelente en su producción no podrá alcanzar la suficiencia absoluta, no tiene un auténtico rival; le basta con admitir ciertas purgas cada tanto para evitar su extremosidad. Cuando, por otra parte, la mujer, otrora camarera, asciende de estatus gracias a su marido, a cuyo lado termina trabajando sin la menor dificultad como ayudante. ¿No es esta integración una forma definitiva de declarar que esa forma de vida rígida y sólo ella permite todo lo demás, esto es: la existencia, siempre comedida, del amor, la admisión de los hijos, la construcción de una familia, el bienestar económico, el futuro asegurado y algo parecido a la dicha? Pues bueno. ¿Qué significa ver esta película hoy, 2018, en España? ¿Qué valor cultural ofrece? ¿Qué nos cuestiona? ¿Qué diálogo podemos entablar con ella? O también, me pregunto, cómo defendernos de una deliberada exhibición de valores represivos, clasistas, materialistas, conservadores, maniáticos, egoístas y domésticos; cómo mostrar los lados ridículos, degenerados, inhumanos de esa forma de vida tan prestigiosa amparada en el celofán de una factura fílmica impecable, en la repetición de modelos, en el prestigio de su idioma que nos abruma y estamos compelidos a aprender.

Javier Sáez de Ibarra es profesor de Lengua y Litertura en un instituto y en la Escuela de Escritores de Madrid. Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de relatos

El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004); Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008); Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009), I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero; y Bulevar (Páginas de Espuma, 2013), XI Premio Setenil.

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E l ci e l o r a s o

Posguerra, poesía y viceversa Por Antonio Rivero Machina Nadie debería ignorar los caprichos del canon, el azar que encauza los inescrutables caminos de la historia de la literatura. A menudo sucede que determinadas etapas creativas, movimientos estéticos o autores han de ocupar un espacio oscuro de nuestra memoria colectiva, convivir con un periodo convulso o dramático de nuestra historia. En otras ocasiones no es la oscuridad sino el oscurecimiento, ya sea premeditado o inadvertido, quien condena a las sombras a determinados escritores y libros, valiosos testimonios literarios que por razones muy diversas —lagunas documentales, prejuicios ideológicos o por mera saturación del canon— deben dormitar el desvelo de las injusticias. En el caso de la poesía española de posguerra, de la escrita o publicada en la última de nuestras posguerras, debemos enfrentarnos a ambas amenazas: a la cercada oscuridad del periodo más sombrío del franquismo y al oscurecimiento que por muy distintos motivos ha ido cerniéndose sobre un momento poético del que se ha querido desdibujar todos sus matices y negar muchas de sus bondades. Todavía en los últimos años estas viejas lecturas se resisten a claudicar con terquedad de axioma, pese a las numerosas monografías —recientes y no tan recientes— que han trabajado desde entonces por rescatar los matices que el trazo grueso ignora. Sucede así que necesitamos encontrar un nuevo encaje que nos explique no sólo qué pinta José María Pemán publicando en Espadaña y Juan Ramón Jiménez haciendo lo propio en Garcilaso, sino también la verdadera trascendencia de aquella sobredimensionada disputa entre los cómplices —siempre presuntos— de Crémer o de García Nieto. Y debemos dar a cambio su merecido espacio a revistas extraordinarias que echan por tierra la pretendida bipolaridad de aquella etapa de nuestra poesía. Ahí están Corcel, Proel, Halcón, Verbo, Leonardo, Entregas de poesía o Cántico. A la última la puso sobre el mapa Guillermo Carnero —de esto hace ya cuarenta años, cuando el cemento del canon aún estaba fresco— con una exitosa monografía. Las demás, en donde se podía leer en la España de mediados de los años cuarenta a Louis Aragon, Federico García Lorca, Vinícius de Moraes, Miguel Hernández, Robert Frost,

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Jorge Guillén, André Gide, Luis Cernuda, Pedro Salinas o los textos surrealistas de Pablo Picasso; las demás, decimos, esperan aún ser equiparadas al archiconocido tetramorfos de Escorial, Garcilaso, Espadaña y Cántico. Tal vez su existencia descuadre numerosos relatos, falsas excepcionalidades —pienso en el matizable aperturismo de Escorial, o en la autonomía discursiva de Cántico, también matizable—, cómodas dicotomías —el celebérrimo páramo cultural como contrarrelato del acartonado triunfalismo franquista—, pero archivos, hemerotecas y bibliotecas se empeñan en atestiguar la existencia de muchos proyectos editoriales quizás menudos y minoritarios en su difusión, pero hoy enormes en su valía y trascendencia. Sucede, también, que ya va siendo hora de que pongamos coto a la posguerra como periodo histórico-literario. Esto último no supone lo mismo que decir posguerra como derrota moral, ni como punto de arranque o materia prima, lo cual nos llevaría a prolongarla hasta nuestros días —basta con echar un vistazo al escaparate de novedades literarias en los últimos años para comprobarlo—. Vayamos al grano: la obstinación con la que muchos se empeñan en equivaler «literatura de posguerra» y «literatura durante el franquismo» empieza a ser comprometedora. Basta con tomar al azar monografías especializadas sobre el periodo, procedentes de otras disciplinas —historia, economía, sociología—, para ver que la extensión de la posguerra hasta la misma muerte del dictador es patrimonio exclusivo de los críticos e historiadores de la literatura. Digámoslo de otra manera: leer Pueblo cautivo (1946) y La muerte en Beverly Hills (1968) como testimonios de un mismo periodo sociológico, ético y estético de nuestra poesía contemporánea, agruparlos bajo un mismo marbete conceptual, parece cuando menos discutible. Todo ello, debemos aclarar, no supone obviar la unidad histórica que encarnarían los cuarenta años de franquismo y su repercusión en el quehacer literario, teniendo los fenómenos de la censura, la represión política, el exilio y el control de los medios de comunicación como aspectos más evidentes. Pero sí permite, de manera complementaria, recoger la compleja evolución que media entre el panorama poético español de 1939 y el de 1975. Por ello, la fijación de etapas internas marcadamente distinguibles, de las cua-


les la primera sería necesariamente la posguerra, parece más que necesaria. En Posguerra y poesía (Anthropos, 2017) ya me atreví a aventurar una fecha: en el paso de 1952 a 1953 tal vez podamos fijar su punto de inflexión, en aquellos meses en que se suprimen las cartillas de racionamiento, el régimen franquista logra el respaldo diplomático de los Estados Unidos, un jovencísimo Carlos Barral se atreve a cuestionar el liderazgo de Aleixandre con un desafiante «Poesía no es comunicación» y un todavía más joven Claudio Rodríguez presenta al Adonáis su Don de la ebriedad. Entre los años 1939 y 1953 encontraremos, en suma, un ecosistema literario netamente de posguerra. Después de esa fecha, el mapa de coordenadas nos parece distinto. En todo caso, y tomada ya en su entidad propia, hay tantas cosas por hacer a propósito de nuestra poesía de posguerra. Algunas encuentran hoy su impulso oportuno, como la reivindicación de nuestras poetas de posguerra, ensombrecidas sistemáticamente por el canon como tantas de sus compañeras en otras épocas. Siempre mediática, la memoria de Gloria Fuertes ha abanderado últimamente esta presencia. Porque a ella y a Carmen Conde o Ángela Figuera debemos sumar los nombres de Alfonsa de la Torre, Remedios de la Bárcena, Concha Zardoya, Josefina Romo, María Beneyto, Pilar Vázquez Cuesta, Pino Ojeda, María Alfaro, Trina Mercader, Mercedes Chamorro, Pura Vázquez, María Teresa de Huidobro, Pilar Paz Pasamar, Concha Lagos. Pero no por un oportunista ejercicio de arqueología literaria, sino precisamente porque no es difícil encontrarlas colaborando, publicado, traduciendo e incluso dirigiendo —ahí están Posío, Alisio o Arquero de poesía— importantes revistas y colecciones literarias durante la posguerra o sus aledaños. Porque sus nombres figuran —sí, vayan

y compruébenlo— en los índices de Garcilaso, Espadaña y Cántico, como también en los de Proel, Corcel, Halcón, Mensaje, La Isla de los Ratones, Verbo, Mediterráneo. Otras causas llevan largo tiempo abriéndose paso a codazos, pugnando en vano por ser reflejadas en esos manuales escolares empeñados siempre en centrar su mirada en sólo un par —y ese par es el siempre repetido— de proyectos editoriales. Me estoy refiriendo a todos aquellos influjos de vanguardia que nunca dejaron de acompañar y complementar a la entonces omnipresente «rehumanización» del arte, prácticamente hegemónica en las décadas de los treinta y los cuarenta. Un influjo sin el que dos libros esenciales de la posguerra como Hijos de la ira (1944) y La casa encendida (1949) no podrían entenderse. Un influjo que quiso también cristalizar en sus propios ismos —¿han oído hablar del introvertismo?— y que tuvo que ser asumido y aun defendido por la tantas veces denostada «Juventud Creadora» de Garcilaso, algunos de cuyos miembros formaron parte importante del postismo. No hay que pensar pues en el proyecto de Chicharro y De Ory como una pintoresca rara avis. Las vanguardias también irrigan durante la posguerra la incipiente obra de poetas a mi juicio imprescindibles para entender nuestra poesía contemporánea como fueron Labordeta, Cirlot o Carriedo, autores por fortuna cada vez mejor estudiados. Las vanguardias, más allá, se encuentran en la infraestructura misma de las tendencias más «rehumanizadas» del periodo, empeñadas a la larga todas ellas — garcilasistas y espadañistas incluidos— en la síntesis antes que en la aparente bandería estética, de la que sólo se sirvieron para disputarse el liderazgo. Ahí están los textos, los debates, los artículos. Compruébenlo. La tarea de relectura —o sencillamente de lectura— que nos aguarda es ingente, cierto. También los desafíos son numerosos, algunos tan complejos como poder conjugar las fuerzas opuestas de la ruptura y la continuidad con respecto a la llamada «edad de plata», o la integración del exilio y el interior en un solo discurso historiográfico que sepa recoger ambas realidades calibrando sus deudas mutuas. Urge, también, superar el modelo generacional en favor de una comprensión intergeneracional de cada etapa literaria. Y mucha más tela nos queda por cortar. Para lograrlo, creo, debemos abogar primero a los cuatro vientos en defensa de la incómoda aunque apasionante relectura de lo ensombrecido. Vaya pues el alegato: dejen por un momento a un lado todo lo que creen saber sobre nuestra poesía de posguerra y descubrirán, si lo procuran, cosas fascinantes. Vicente Aleixandre, Claudio Rodríguez y José Hierro. Fotografía: Instituto Cervantes.

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L a vi d a b r e v e

La ley de la intimidad José Antonio Vila

Para este último verano había proyectado dos objetivos: mudarme de apartamento y encerrarme a escribir. El primero de ellos se debía a una complicada acumulación de avatares personales que no voy a consignar aquí. Fue más o menos fácil dar con un pequeño piso cuyo alquiler no fuese elevado y que tuviera espacio suficiente para una mesa de trabajo y una biblioteca muy modesta (un par de cientos de volúmenes a lo sumo). El segundo objetivo respondía al honesto propósito de tratar de avanzar en la escritura de un libro que ya venía ocupándome demasiados meses. Avancé mucho menos de lo que me había propuesto inicialmente. Me costaba concentrarme en el trabajo (un estudio más o menos académico —nunca he sido capaz de escribir nada enteramente académico, creo— sobre la obra de un novelista español contemporáneo). Mi mente tendía a divagar sobre mil cosas, siempre he sido propenso a la digresión y escribo muy lentamente; además me sentía algo solo. No solo en el sentido de estar desdichadamente solo, pero sí en el de estarlo aburridamente. Todo el mundo a quien conocía se había marchado por esas fechas de la ciudad. Son cosas de las vacaciones. Siempre me he sentido a gusto conmigo mismo y nunca me ha importado demasiado la soledad. Es más, soy solitario por naturaleza y me gusta ir a mi aire. Aunque intermitentemente se presentase la punzada del aburrimiento y a veces el tedio fuera la emoción más constante. Tal vez experimentaba la necesidad de hablar y ser escuchado. Ver y ser visto. Me había instalado, como ya he dicho, en un apartamento que era poco más espacioso que un estudio, pero que, sin embargo, contaba con un balcón bastante grande para tratarse de una vivienda de dimensiones tan reducidas. Llamarlo terraza sería exagerado, pero, en cualquier caso, daba a un patio interior y desde allí se podían ver las ventanas traseras de los apartamentos de varios bloques de edificios. A falta de pasatiempos mejores (no tenía televisor y tampoco conexión a internet), me acordé del personaje que interpretaba James Stewart en La ventana indiscreta. Así que me procuré unos prismáticos y me puse a espiar a los vecinos. Vi desfilar a toda clase de gente, durante las horas del día y también las de la noche. Vi cómo las personas se comportan en la intimidad sin saber que alguien las está observando. A algunas las vi solas y a otras acompañadas. Vi, por ejemplo, a la gente tender sus ropas y toallas

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L a vi d a b r e v e

playeras, y ocuparse de otras tareas domésticas (vi a muchas más mujeres que hombres afanarse en esos quehaceres, se conoce que aún sigue habiendo poca paridad en el reparto). Estuve observando a un grupo de chicas jóvenes que avivaron mi curiosidad. Eran muy guapas casi todas y se pasaban el día entero medio en cueros. Y hasta a veces se paseaban por las habitaciones completamente desnudas. Siempre con las persianas levantadas y las ventanas abiertas. Fue un verano caluroso. Parecían unas cabezas locas y me resultaron muy simpáticas. Supuse que serían turistas. Porque al cabo de unas pocas semanas se marcharon y fue como si no hubieran existido nunca. Vi a una o varias familias de chinos que se hacinaban todos en un apartamento que me pareció pequeñísimo, y me pregunté cómo tantas personas podían compartir tan poco espacio. Vi más de una fiesta latina, con mayores y niños bailando y riendo juntos, y mucho jolgorio, que me hicieron pensar en las antiguas fiestas de barrio. Oí una vez a una mujer llorar desconsolada un rato largo, pero no pude localizar de dónde procedía el llanto. Sentí una difusa sensación de culpa, absurda porque no respondía a ningún acto real, sólo porque me habían llegado retazos fugaces de una biografía que me imaginé angustiada. Y vi muchas veces a un hombre, de pelo gris, y edad avanzada, aunque sin llegar a anciano, que por las mañanas se sentaba ante una mesa para no abandonarla apenas durante el resto del día. Solamente al declinar la tarde se levantaba para no regresar ya hasta la mañana siguiente; en qué ocupaba una jornada tras otra nunca lo supe. No descubrí ningún asesinato, como en la película de Hitchcock, pero sí vi en una ocasión a una pareja echar un polvo. Duraron poco; espero que al menos fuera satisfactorio e intenso (los sonidos no alcancé a oírlos). No sé si fue esto último lo que me hizo cuestionar la moralidad de mi comportamiento; no podía sacarme de encima la sensación de estar invadiendo la intimidad de todas esas personas, decenas de ellas, a lo largo de casi dos meses enteros, con sus repentinas apariciones y desapariciones, o, por lo menos, de estar asistiendo a una parte de esa intimidad sin que se me hubiera dado permiso o invitado a ello. Pero la curiosidad es irresistible como una picazón. Me lo justifiqué diciéndome que al fin y al cabo no iba a conocer jamás a mis espiados, al igual que ellos ignorarían siempre mi existencia. Ellos eran sólo los otros, los de enfrente o los de al lado. No más rea-

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L a vi d a b r e v e

José Antonio Vila. La ley de la intimidad

les que personajes a los que hubiera podido ver en la televisión de haber dispuesto yo de un aparato. Como mucho me los cruzaría en la calle, lo que, de hecho, jamás sucedió, o si me los crucé no los reconocí. Ni ellos a mí. Quién sabe, tal vez alguno me hubiera estado espiando a mí a su vez (¡qué triste y excéntrica estampa debió de ser la mía! Creo que incluso hasta me sonrojé cuando lo pensé). Me lo justifiqué también diciéndome que las escenas más interesantes, o al menos curiosas, que había presenciado podrían servirme de inspiración para escribir una historia (lo que fuera con tal de no ponerme a trabajar en lo que de verdad debía estar ocupado, que en esos días se me antojaba una tarea interminable y lo que es interminable, tendemos a pensar, siempre se puede posponer). Creo que sentía, por esas figuras que tenía ante mí, a intervalos más o menos regulares a lo largo de esos días y noches, un interés vagamente novelístico; cuando las veía me sentía impulsado a tener que interpretarlo e imaginarlo todo, darle una estructura narrativa formaba parte del interés del ir observando, como la curiosidad de un narrador que anda a la busca de un hecho o un aspecto de la vida que sirva de base a una narración, y acaso combine y entrelace lo que ve y lo que imagina para crear unos personajes y acontecimientos. Darles verosimilitud y realidad. Como un actor, en cierto modo, pensé también, que se mete dentro de un personaje. Una manera de alcanzar esas vidas que sabemos que caben en nosotros pero que no tenemos. Me acordé entonces de algo que le había leído a Harold Bloom, sobre cómo los personajes de Shakespeare se reconocen a sí mismos en la verbalización de sus emociones mediante el monólogo dramático y cómo a su vez el lector puede así reconocerse en ellos; la «ley de la intimidad», la llamaba. Pensé, en ese momento, que en los casi dos meses en que había estado espiando la intimidad de mis vecinos, lo que nunca había visto hacer a nadie fue leer un libro. Los vi, eso sí, y montones de veces, juguetear con sus teléfonos móviles inteligentes. Tal vez alguno leyera un e-book. Pero lo dudo. No fue esa la impresión que nunca nadie me dio. Me acordé también entonces de algo que recordaba haber leído en Adorno, acerca de que los contemporáneos vivimos en la «era de la ruina de la experiencia subjetiva». No estoy seguro de entender muy bien a qué se refería. Pero me acordé de esas palabras al pensar en la cantidad de gente que había visto absorta en sus pantallas. Y fue entonces cuando mi vista fue a caer sobre los libros que tenía en las estanterías, que no había tocado en este tiempo, y me acordé por último de unos versos de Quevedo: «... retirado en la paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos libros juntos / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos».

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Alejandro Bentivoglio Final El beso del príncipe despertó a la princesa de su sueño fatal. Y ambos se casaron. Pero el padre del príncipe no se moría nunca y el príncipe seguía sin la corona. Así que la princesa se escapó con uno de los obreros del palacio que estaba trabajando en la construcción de una nueva torre. Tuvieron muchos hijos y se cuenta que tampoco vivieron felices.

No por separado Ni un minuto de más arrebatado a la memoria. ¿Cómo van a recordarme si nunca me han visto? O peor, si lo han hecho. No quiero decir lo que no dije, no quise ser quien soy, pero apenas digo lo siento la historia cambia y soy el culpable en todas las escenas del crimen. Mi confesión no vale de nada, culpable o inocente no cuenta cuando las horas se pasean bajo la mirada de los hombres sabios, la muerte se roba, la vida se condena.

Todo a lo que temés El enemigo es un animal desnudo que se puede reconocer o no en algunas superficies previamente recorridas. Su agresividad está dada por la necesidad de conocer los distintos placeres que nuestra inexistencia puede producirle. Para nosotros, su ausencia sería motivo de gozo, pero también de una tristeza que ponemos en las dudas antes de proceder a defendernos mediante la indiferencia o el disparo certero. En caso de no satisfacer expectativas, se procede a su eliminación inmediata para la búsqueda de un nuevo ejemplar joven y que nos guarde un odio que pueda durar más que nuestra ambivalencia ante la moral del odio.

Alejandro Bentivoglio (1979) ha publicado doce libros de microficción hasta el presente, incluyendo Transego (Editorial Micrópolis), antología personal que recoge lo mejor de su obra. Ha sido traducido al inglés, griego e italiano e incluido en más de veinte antologías de América y Europa, además de blogs, revistas y periódicos. Actualmente publica regularmente microficciones de sus libros e inéditas en @ultraficción y en su blog ultraficcion.blogspot.com.ar.

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El castillo de Barba Azul

Poemas de

Layli Long Soldier Pertenecientes al libro Whereas. Traducción: Reinhard Huamán Mori

Wakȟályapi 1. palabra comúnmente usada para café. 2. literalmente significa cualquier cosa que es hervida. Como en hervir los cuellos blancos1, hervir la atadura esperando que afloje. Como en el día, al tiempo que sopla, hervirá los rígidos árboles. Como en la sangre hirviendo, lo que no era suave, traza un camino a través del músculo a la cara. Como en el músculo que hierve separado del cartílago. Como en la olla, con los cuellos blancos y el cartílago. Como en una olla hirviendo sobre la que estás doblado, mirando. Como lo mezclará en tu cabeza igual que las raíces de un árbol. Como en el árbol, debajo del que dejaste algo enterrado. Prefiriendo ser enterrado antes que la furia del hervor. O en el conejo que atraparon, el conejo que hirvieron. Como en el conejo que vino por la noche, la mandíbula de tu patio. Como en la cena que comiste, el mordisqueado hueso de conejo. Como en la sangre hirviente que realmente nunca ves. Como en las adelfas que crecen sobre la valla metálica, donde se mezclan las raíces del árbol y las de las adelfas. Hervido y hervido como en un estofado, los cuellos y el conejo y los fuertes del árbol. Como en el conejo en la jaula afuera bajo el sol. Como en el calor, a medida que hervía el conejo moría. Como en los cheques y los extractos de cuenta que Mamá hirvió en la cocina. Como en la eliminación de la deuda; una ceremonia, un hervor. Como en el dinero eran sólo números, debíamos comer y no malgastar. Como en los dos conejos hervidos que recuerdas de aquel verano: uno que fue atrapado, el otro indefenso de pelaje negro —tu pequeño y negro conejo mascota que olvidaste mover a la sombra. Como en lloraste en tu habitación infantil, cómo pudiste olvidarlo. Como en la grácil sombra que era olas de adelfas. Como en las burbujas en el agua, que provienen de este hervor. Como en algo tan liviano, ahora sin sangre debajo. 1. Denominación usada para los «trabajadores de cuello blanco», esto es, oficinistas o administrativos.

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Waȟpániča Empiezo una línea sobre los white buttes1 que doblan los cincelados rostros y que se conectan con pétreos párpados en la noche, pero lo dejo. En su lugar, empujo mi amor hacia este mundo y te envío una carta de verano. Del buzón a la puerta, lees las comas en voz alta. Me he convertido en una esposa de agua embotellada coma de delineador negro en la pestaña coma y mangas en la muñeca. Estas semanas sola sola sola coma arrastro mi cuerpo a una mesa con sillas vacías y a veces no puedo detener el impulso de ordenar. Sola sola indico siéntate coma come y escribo con detalle para silenciar un eco coma la ruptura de una línea de falla. • Quería escribir sobre waȟpániča una palabra traducida al inglés como pobre coma que con mayor exactitud significa estar destituido no tener nada propio. Pero esta noche no puedo convencerme a mí misma de blandir un desgastado martillo por la pobreza para golpear las condiciones de esa lenta frustración. Así que pregunto ¿qué más hay ahí por oír? Una coma me indica dividir la oración. Darle pausa. La coma ordena una secuencia de elementos la coma es la cesura misma. La coma me interrumpe, silencio. • 1 Butte es la denominación dada en Estados Unidos y Canadá a una prominente colina aislada, con una pequeña cima plana y con los laterales muy pronunciados. El White Butte es el punto natural más alto en el estado de Dakota del Norte, mide 3508 pies de altura (1069 m.) y está ubicado en el condado de Slope.

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El castillo de Barba Azul

Poemas de Layli Long Soldier

Día del padre coma no estoy contigo. Miro tu foto en blanco y negro coma mi esposo en una camisa de terciopelo coma tu cabello atado y tus ojos en el rostro de nuestra hija que duerme. Cuando escribo coma me acerco a la gente que quiero conocer coma a la lengua que quiero hablar. •

Luego un amigo comenta Cuando hablamos coma signos de interrogación rayas líneas pequeños puntos negros no palpitan ni se agitan en el aire ante nosotros coma en realidad es el ascenso y el descenso de la voz que debemos capturar para que signifique algo en la escritura. Inclinando su cabeza hacia la página con alguna línea vulnerable añade Y ¿no es interesante cómo una coma es capaz de volcar una frase al sentimentalismo? • Así que desarmo la mecánica coma cómo marcar el sonido el movimiento musical en la página. Observo la compasiva coma ralentizar la singular mente de dos amantes. Cuando no podemos decir lo que pensamos la coma enfriará suspirará ensalivará un sobre por nosotros. Porque la lengua de una coma es imparcial, paciente. • Aunque no me siento obligada a decidir si pobre realmente significa ásperas manos polvo y bocas manchadas de caramelo los dientes de una niña de la casa de al lado las estanterías de Hamburger Helper2 en los ultramarinos el apelmazado pelaje de un perro el asiento de 2. Producto alimenticio empaquetado, propiedad de General Mills, que se vende como parte de la marca Betty Crocker. Es, principalmente, pasta con sobres de salsa en polvo y condimentos.

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una camioneta arrastrado hasta el suelo del salón aquellos niños jugando en la carcasa de un auto un ratón en el suelo de madera mi escalofrío aplastante por el hantavirus un rancio olor un caballo masticado desgarrado su espina dorsal expuesta la multitud de bienhechores sus bonachonas fotos el calor el frío los borrachos que pasamos saludando con dólares una vez más esta noche un golpe en la puerta las historias que nadie aquí puede impedir que se cuenten en las que estoy enterrada. Esta es la forma más barata de ser pobre que decido es el aceite en la superficie que estoy tentada de decir. Pero un amigo afirma que cualquiera que afirme que la pobreza no trata de dinero nunca ha estado enfermo del estómago sobre cómo gastar sus últimos 3 dólares coma en leche o en gasolina o la mitad en ambos con dos niños en el asiento trasero mirando. Estoy de acuerdo con dejar aquí los significados y las discusiones sobre la pobreza con la cabeza metida en la puntuación, respiro. • Porque waȟpániča significa no tener nada propio. Nada. Sin embargo, tengo la intención de que la coma signifique lo que tenemos así que me detengo a recordar que es verdad que un niño actúa mejor cuando está muy unido a un padre antes de los cinco años coma íntimamente. Cerca de ti coma nuestra hija cierra sus ojos y ambos descansáis vuestras cabezas lagos azul oscuro coma cristal antiguo sobre la almohada. Ella conservará esto. Y si es cierto que lo que empieza como un problema se duplicará hasta el final levantará su cabeza como un punto en nuestra oración entonces admito que me desempeño mejor con la música entre el ascenso y el descenso de la voz. No obstante indago en mis bolsillos cajones de la cómoda estanterías de libros coma meticulosa búsqueda coma porque debo escribir para verlo coma cómo imploro a un diccionario para saber cuál es nuestra palabra para pobre coma en una lengua que me atrevo a llamar mi lengua coma quien soy. Un frío aplastante mi boca manchada sólo aceite en la superficie coma porque me siento waȟpániča me siento sola. Pero esta es una traducción indirecta por lo cual no puedo decir lo que pienso coma el dolor metaoracional de ser pobre en lengua.

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El castillo de Barba Azul

Poemas de Layli Long Soldier

MIENTRAS me canso. Por mi esfuerzo de relacionar el esfuerzo de la afirmación: «Mientras los pueblos nativos y los colonos no nativos se embarcaron en numerosos conflictos armados en los cuales, desafortunadamente, ambos tomaron vidas inocentes, incluyendo mujeres y niños». Me canso de embarcarme en numerosos conflictos, me canso de la palabra ambos. Ambas como mujer y como niña de aquel Mientras. Ambas palabras y juegos de palabras, agazapadas en los diccionarios. Cansada de comprender agotada, debilitada, exhausta, con las fuerzas reducidas por la labor. Aburrida. En un diccionario de Lakota, cansada es watúkȟa clama el diccionario. En esta entrada, encuentro el término watúkȟayA que significa agotar a alguien o algo, por ejemplo cansar un caballo por no saber cómo llevarlo adecuadamente. ¿Estoy watúkȟa o yo watúkȟayA? Llamo a mi padre para preguntarle y confirmar mis descubrimientos. Cómo se dice «cansada», él responde «bluǧo». Si quieres decir «muy cansada» es «lila bluǧo». Esta es la manera de mi familia —la manera Oglala— de decir cansado, y quien mejor conoce lo que significa cansado que la gente. Cuánta labor para darle significado a lo que es real. Realmente, mido un metro setenta y siete centímetros. Realmente duermo en el lado derecho de la cama. Realmente me despierto después de ocho horas y mis ojos penden como cuadrados gris pizarra. Realmente estoy bluǧo. Realmente, escalo el lomo de las lenguas, las cabalgo hasta extenuarlas —tal vez tiro de las riendas cuando quiero decir avanza. Tal vez espoleo sus lados cuando lo que quiero decir es abajo. Eso importa. Estoy lila bluǧo. Atascada, quiero liberarme. Liberarme del impulso de escribir: Cuidado, un caballo no es referencia a mi herencia;

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Layli Long Soldier poeta perteneciente a la nación Oglala Lakota (Estados Unidos). Vive en Tsaile, Arizona, en la nación Navajo, donde es miembro adjunto en el Diné College. Cuenta con un BFA por el Institute of American Indian Arts y un MFA con honores por el Bard College. En poesía, ha publicado Whereas (Graywolf, 2017), con el que ganó el premio del National Book Critics Circle y fue, además, finalista del National Book Award. Ha sido editora colaboradora del proyecto Drunken Boat y editora también en Kore Press.

MIENTRAS ella escribía un poema sobre él, él es pariente mío. Ella es una poeta laureada, me da la mano. Cuando ellos eran jóvenes, dice, él tuvo una historia en la escuela india. ¿En serio? Quiero preguntar por la historia. Pero no lo hago y me admiro de cómo la tensión cincela el detalle en la memoria. Recuerdo su mano en la cremallera de plástico de su chaleco, la escultura de sus nudillos un hueso en su muñeca. ¿Cuánto debería decirme, cuánto debería retener? La veo preguntarle a su ser superior. Él se rompió de la manera en que nosotros queríamos, ella ofrece. No he terminado el poema dice. Ahora que nos hemos conocido tal vez lo haré. Te enviaré una copia si lo hago. Pese a que no ha sido enviado, pese a que nunca se lo pediré, imagino el incidente —a él, rompiéndose como quería el resto de nosotros— cómo esto se ve en la página del poema;

MIENTRAS una mujer que conozco dice que vio en las noticias un reportero informó del fuego de una casa en la cual cinco niños ardieron quizás también su padre ella no se acuerda con exactitud pero recuerda la cámara en la cara de la madre la cara de la madre lloriqueando su hipo y gemido ella se inclina hacia mí dice que nunca supo entonces en aquellos tiempos ese año este país en el Estado del norte en el que creció era tan joven ella nunca lo vio antes nadie nunca le habló sobre ellos se refiere a los indios dice y sigue y sigue, pero en aquel momento frente a la tele dice fue como abrir una caja dejada en su puerta abrirla para ver lo que había dentro mientras dice lo comprendió a través del rostro de esa madre puedes creerlo y la dejé terminar queriendo que alguien lo dijera pero ella odiaba decirlo o eso me dijo admitiendo cómo ella nunca supo hasta entonces que ellos podían sentir;

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La voz humana

Entrevista a Carlota Subirós Por Alba Tor

Carlota Subirós (Barcelona, 1974) es directora, dramaturga y traductora. Junto con el actor y director Oriol Broggi, fue una de las fundadoras de la compañía teatral La Perla 29. Entre 2003 y 2011 fue directora residente del Teatre Lliure y desde el 2013 forma parte del Comité de Lectura del Teatre Nacional de Catalunya. Es licenciada en Dirección Escénica y Dramaturgia, con el premio Extraordinario del Institut del Teatre (1997). Es también licenciada en Filología Italiana por la Universitat de Barcelona (2001). Así mismo, ha recibido formación en danza, piano y armonía.

¿Cómo se dio tu deriva hacia las artes escénicas? Empezó por caminos claramente diferenciados que muy pronto, de manera natural, confluyeron en el teatro. Ahora bien, el primer impulso viene de mi fascinación como espectadora, ya desde niña. Recuerdo vivir momentos mágicos en el Teatre Lliure de Gràcia: la proximidad de los actores, la atmósfera, momentos de emoción muy intensa que fueron la semilla decisiva de mi vocación. Pero hasta llegar a los estudios de teatro, fueron otros caminos los que emprendí. ¿Cuáles fueron estas primeras andanzas? Uno de los caminos fue la danza. A través de la danza, descubrí una experiencia muy física del goce de estar en el espacio, del bailar y jugar con las formas. Por otro lado, estaba la arquitectura, que de hecho es la carrera que empecé a estudiar. Con el tiempo me he dado cuenta de que los vínculos entre la arquitectura y las artes escénicas son muy profundos y que la vivencia de los espacios es un tema fundamental de la experiencia teatral. Pero en el fondo sentía un amor incondicional por la literatura y la escritura. Así que acabé licenciándome en Filología Italiana. Al final todo esto confluyó —el

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espacio, el cuerpo, el movimiento y la palabra— en los estudios de Dirección y Dramaturgia. Desde muy pronto mi actividad se centró ya en la dirección, pero siempre he seguido teniendo ganas de escribir. ¿Presiona, a la hora de escribir teatro, el respeto por la tradición teatral y literaria? Sí, se han escrito cosas tan extraordinarias que una no dejaría nunca de leer... Y si además tienes un juicio crítico fuerte, puedes inhibirte mucho a la hora de escribir. De hecho, los únicos textos propios que de momento he completado son dos piezas para público familiar: Al bell mig de la terra [Un mundo entre dos tierras], una cantata para niños y niñas que me propuso escribir el Auditori, dentro de su maravilloso proyecto Cantània, y La llavor del foc [La semilla del fuego], un espectáculo que recoge mitos de diversas cosmogonías del mundo. La idea original era hacer una compilación de mitos sobre el origen del fuego, de ahí el título, que es una expresión de Hesíodo: aquello que Prometeo roba a los dioses y entrega a los humanos es «la semilla del fuego». Finalmente, en la pieza aparecen varias historias de tradiciones africanas, hindúes, chinas o hebreas, respecto al origen de elementos primordiales de la vida


Carlota Subirós. Fotografía: Paco Amate ©

como la leche, el arroz o los propios seres humanos. La pieza se ha presentado en innumerables escuelas y en varios espacios singulares, y ha contado con el apoyo de la Mostra de Igualada y del Festival Temporada Alta, que la coprodujo en 2016 y que seguramente en otoño de 2018 la acogerá de nuevo en su programación, por tercer año consecutivo. Ambas piezas están dirigidas al público infantil. ¿A qué podría deberse? Sin duda tiene que ver con la transformación de mi propia experiencia vital como madre. Y a que resulta más sencillo y natural explicar una historia a una criatura, pues surge de modo espontáneo en un entorno en el que, además de formar parte de tu cotidianidad, lo sientes con más modestia y menos presión. ¿En qué medida sientes que haces una aportación dramatúrgica en el caso de montar un texto de repertorio como Sol solet de Àngel Guimerà, que estrenaste en el TNC este mes de Marzo? Este último proyecto sobre Àngel Guimerà ha sido muy enriquecedor para mí. El encargo era dar a conocer una obra prácticamente desconocida de Guimerà, de la cual no hay constancia de otro montaje tras su estreno en 1905. Xavier Albertí y Albert Arribas en su libro Guimerà: Home símbol, sitúan al autor en el contexto cultural, social y político de la sociedad burguesa de finales del siglo XIX, haciendo hincapié en el potente movimiento de represión de la homosexualidad que tuvo su caso ejemplar en el encarcelamiento de Oscar Wilde. Todo este conocimiento del universo en torno a la figura pública y privada de Guimerà me ha empujado a dotar al espectáculo de otras capas de lectura, más allá de la trama de la obra. Una de las cosas de las que estoy orgullosa respecto a este montaje es de que, en definitiva, las preguntas se trasladan al público. La obra interpela a los espectadores y espectadoras, les cuestiona explícitamente en varios sentidos. Y eso es precisamente lo que perseguía. Después de la función de Sol solet en el TNC, hubo un coloquio. Parte del público asistente que se pronunció pasó por alto el maltrato al que se encuentra sometida Munda. ¿Tenemos tan interiorizado este tipo de maltrato que el público no lo identifica como tal?

El personaje de Munda es de una incomodidad tremenda. Es un personaje insólito e iconoclasta. En la dramaturgia del siglo XIX, el hecho de que una mujer elija libremente con qué hombre quiere estar, sin acatar necesariamente los juicios morales convencionales y pasando por encima de su papel de buena madre y esposa, es provocador e insólito. Guimerà retrata una sociedad maltratadora, en la cual todos han heredado tanta violencia que llega un momento en que sólo saben relacionarse a través de esta. ¿Podría decirse que la obra, más que verla, la imaginas? Sí. Las acciones se omiten, pero al mismo tiempo se pronuncian. Munda dice que limpia la mesa pero no realiza la acción, de modo que tú activas esa imagen de la chica-fregona, sometida a las tareas domésticas, con todo lo que ello implica, pero sin necesariamente convalidarla una vez más. Trabajamos casi sin objetos, con un vestuario unificado a negro y un espacio muy evocativo pero prácticamente vacío, bajo la luz de un foco manipulado en escena, que pone en evidencia la mirada explícita sobre la acción. Todo este dispositivo toma sentido a través de lo que cada espectador completa con su imaginación. Diriges, escribes, traduces... ¿Te has planteado alguna vez actuar? Siempre me ha dado mucha vergüenza. Y además, no he tenido una formación de actriz. Hace un par de años me regalé un tiempo de investigación con la actriz y directora Txiki Berraondo, con la cual descubrí aspectos muy ricos de la interpretación. Pero tengo mucha timidez y poco deseo de ponerme en escena, aunque sin duda es una experiencia artística y personal muy enriquecedora y como directora te ayuda a relacionarte mejor con las actrices y actores, porque comprendes mejor las dificultades a las que se enfrentan.

¿La interdisciplinariedad forma parte del universo Subirós? ¡Ojalá! Pero todavía me gustaría trabajarla mucho más a fondo. Y eso requiere procesos de trabajo distintos, y más tiempo, que es otro de mis reclamos. La interdisciplinariedad requiere de procesos largos, porque cada disciplina tiene su ritmo, pero actualmente debemos saltarnos pasos, ya que los tiempos de ensayo

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La voz humana

Entrevista a Carlota Subirós

se van acortando continuamente. Es una lástima, pues muchas veces nos quedamos literalmente a las puertas, teniendo que cerrar ya un resultado, cuando podríamos adentrarnos en territorios nuevos, explorar nuevos lenguajes y generar universos escénicos mucho más singulares. ¿Es posible, actualmente, vivir del teatro? Hoy en día encontrar la forma práctica de vivir de este oficio es muy complejo. Además, ahora está todo muy tenso por la situación política, con una perspectiva muy corta y mucha incerteza. Sin duda este mismo contexto también puede generar movimientos muy valiosos: el valor de la comunidad, de la presencialidad, de la comunión, fuerzas esenciales de las artes escénicas y el teatro. Pero a nivel profesional hay una enorme precariedad, incertidumbre y falta de políticas fuertes de apoyo. Es difícil valorar cuán profundamente toda esta situación condiciona tu trabajo y cómo se podrá desarrollar en los próximos años. Sin duda es fundamental la fuerza de la vocación personal, pero también es evidente que el teatro hay que hacerlo en equipo, en un espacio concreto, con previsión y condiciones de trabajo dignas. Y hoy en día resulta complicado conseguir todo esto, y mucho más de manera sostenida. Te he oído decir que intentas escenificar la obra que a ti te gustaría ver. ¿Es importante que existan referentes en las artes escénicas que no se sometan completamente al registro comercial? Sí, hay que tratar de encontrar el equilibrio. Por supuesto que resulta muy satisfactorio sentir que tu pieza interpela a un público más amplio y deviene significativa para la comunidad. Pero yo nunca he tenido una visión comercial de mi trabajo y no lo digo como una virtud; simplemente es así. Lo que me moviliza es algo muy personal y he tenido la gran fortuna de ir encontrando interlocutores y cómplices que han hecho posible tirar adelante muchos proyectos, cada uno con sus propios motivos y sus propias condiciones, grandes o pequeñas.

Absolutamente. Tanto como me gusta leer y escribir, me gusta pensar en voz alta y escuchar a las personas que articulan en vivo sus ideas. Por otro lado, ahora me has hecho recordar una frase que me dijo una vez María Muñoz, la bailarina y coreógrafa del grupo Mal Pelo, de quien tanto he aprendido: «Yo para ponerme a pensar necesito ponerme en movimiento». Es importante compensar el posible exceso de la palabra y del razonamiento con el cuerpo, con el impulso físico, con la acción en sí misma. ¿Hay lugar para la improvisación en las obras que diriges? En escena hay una pluralidad de emisores, signos múltiples en una partitura viva. Es tremendamente complejo, ya que por un lado buscamos la espontaneidad, la verdad, la sorpresa, y al mismo tiempo estamos construyendo conscientemente un artificio, capaz de ser reconocido y repetido. Hay un terreno ambiguo entre todo lo que es impulso genuino e imprevisto, y todo lo que está absolutamente fijado, con gran precisión. Es maravilloso poder llegar a un altísimo nivel de densidad en la ordenación de signos y al mismo tiempo sentir que hay algo más profundo que crece por sí mismo, potente e imparable, y que cada día aparece de forma única e irrepetible. Este margen tan poderoso en el que se genera y se comparte una experiencia viva y cargada de sentido es el arte del teatro.

Alba Tor. Formada en Interpretación de la Lengua de Signos y en Filosofía. Ha dedicado la mayor parte de su vida a la actividad artística y a la escritura (poesía, prosa, teatro...). Ha creado y dirigido cabarets, performances, recitales de poesía y obras de teatro (Sala Fénix, Club Cronopios...). También ha dirigido laboratorios de investigación teatral, literatura y filosofía (AdArts, Sala Beckett...) Ha sido locutora de radio en el programa In-Communication: Arte, Cultura y Pensamiento en Radio Ciutat Vella. Actualmente es miembro del Proyecto Minerva y conduce el Laboratorio Escénico Le Me Too. También

También te he escuchado citar una frase de Kleist, de su libro Sobre el teatro de marionetas: «El pensamiento se hace a medida que se habla».

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colabora en la revista Quimera como entrevistadora y en la Fundación Bancaria «la Caixa» como gestora cultural.


El holandés errante

Las islas en la literatura (I) Por Ginés S. Cutillas Decía el filósofo francés Gilles Deleuze que las islas siempre han sido en la literatura «un acelerador de lo imaginario», y añadía: «Soñar con las islas, con angustia o gozo, poco importa, es soñar que uno se separa, que ya estamos separados, lejos de los continentes, que uno está solo y perdido o también es soñar con que empezamos de nuevo, de cero, que uno vuelve a crear, que uno vuelve a empezar». Es en un entorno separado, como indica el pensador, cuando el ser humano se enfrenta al peor de sus enemigos: a sí mismo; y donde, según Rousseau, adquiere la virtuosidad del buen salvaje, lejos de las reglas sociales aprehendidas, en clara contraposición a la idea que defienden los famosos versos de John Donne: «Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo; todo hombre es un fragmento del continente, una parte del conjunto». Desde los clásicos griegos hasta la actualidad las islas han formado parte activa de muchas narraciones, alcanzando categoría de personaje en muchas de ellas. Hagamos pues un repaso cronológico de estas a lo largo de la historia de la literatura, siendo inevitable —por la finitud propia del texto— dejar fuera de esta enumeración a muchas de ellas. En el 850 a. C. Homero cuenta cómo en la isla de Eea, Circe convierte en cerdos a la tripulación de Odiseo —Ulises en la tradición latina—. Al no conseguir convertirlo a él, se enamora y decide ayudarlo en su viaje a través de las islas del Egeo. Es Ítaca la isla por antonomasia, de donde salen todas las aventuras y adonde todo héroe aspira regresar sano y salvo después de todas ellas. La Odisea, la obra más antigua de la literatura occidental sobre la que se yergue la cultura europea, suma junto a La Ilíada un total de diez mil versos de un poema épico dividido en veinticuatro cantos. A día de hoy, no sólo se duda de que Homero fuera el autor de ambas obras, sino que se duda incluso de su propia existencia —Borges disfrutaría con todo ello—. Al contra-

rio de lo que muchos piensan, Ítaca no es un lugar mítico: existe y pertenece a las Islas Jónicas, aunque de los veintiséis lugares que describe el autor de ella ninguno se corresponde con los de la isla actual, por lo que hay dudas fundadas de que no sea esta la original, adquiriendo puntos la isla de Duliquio, lugar del que provenía el mayor número de pretendientes de Penélope. En el 360 a. C., Platón nos habla de la Atlántida en sus diálogos Timeo y Critias, una isla de gran poder militar formada por tres círculos concéntricos conectados por múltiples pasarelas y puentes, con una entrada de mar hasta su centro, donde se alzaba un templo dedicado a Poseidón. Cuenta como varios terremotos y un posterior maremoto de olas de hasta doscientos metros acabaron con ella, hundiéndola para siempre. El autor etiqueta el relato como alēthinós logos, o en su locución latina veram historiam —historia verdadera—, para alejarlo del mero mito o cuento fabulado. Es por eso que muchos arqueólogos siguen empeñados en encontrarla, cobrando fuerza la hipótesis de que pudo ser la actual Cerdeña. En el siglo XIX tuvo un renacer romántico por el que pasó a formar parte de la cultura popular en relación con lo oculto y con lo esotérico. Siguiendo la cronología, aparece a caballo entre los siglos V y VI otra isla mítica, Ávalon, enmarcada en las leyendas artúricas de la tradición celta y situada en algún lugar de las islas británicas. La habitaban nueve reinas hadas, entre ellas Morgana —hechicera y hermanastra del rey—, quien lleva hasta allí a un Arturo moribundo tras su batalla con Mordred. Su situación real se lleva discutiendo durante siglos. Los abades de Glastonbury mostraron una inscripción del siglo X — bastante posterior a la historia original— intentando establecer esta relación, pero a día de hoy se piensa que no fue más que una vulgar treta para aumentar la reputación de su abadía. Más tarde se nombró Cumberland como posible emplazamiento. Robert Graves, el autor de Yo, Claudio, la sitúa en Mallorca, isla donde él mismo fijó su residencia.

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El holandés errante

Ginés S. Cutillas. Las islas en la literatura (I)

Saltamos hasta el siglo XVI para encontrarnos con la isla de Utopía —del griego οὐ («no») y τόπος («lugar»): el «no-lugar»— en la obra De optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopiae —Libro del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía—, que publica en 1516 Tomás Moro, lord canciller de Enrique VIII. En esta isla «utópica», nunca mejor dicho, sitúa una comunidad igualmente ficticia que ha logrado el Estado perfecto y cuyos aspectos políticos, económicos, sociales y culturales contrastan con los de la sociedad inglesa de la época, encerrando una crítica áspera de la misma. Moro está considerado como el creador de las narraciones de corte utópico, pero existen precursoras del género, como la que referencia él mismo en la obra, La república de Platón. El propio autor la sitúa cerca de las aún por entonces inexploradas costas de América del Sur.

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Casi un siglo más tarde, en noviembre de 1611, Shakespeare estrena su obra La tempestad, donde el personaje Próspero naufraga en una isla sin determinar en la que vive con su hija Miranda y el salvaje Calibán —nombre que hace referencia a partes iguales a «caribeño» y «caníbal»—. No deja de ser extraño que la isla carezca de nombre cuando es una de las primeras historias donde esta es un elemento fundamental de la narración, pues es donde el protagonista, a través de numerosos libros de magia, acumula el conocimiento mientras pergeña la venganza contra su hermano, quien lo ha expulsado ilegítimamente de su condado en Milán. Se cree que Shakespeare se inspiró en las islas de las Bermudas por el naufragio que sufrió el Sea Venture en sus costas en 1609. Muchos estudiosos han encontrado similitudes entre las crónicas de William Strachey, uno de los supervivientes que las habitaron, y las descripciones de la isla, e incluso del propio naufragio, que hace Shakespeare en la obra. Otro siglo más tarde —parece que la literatura se conjura para darnos una isla cada cien años, como la leyenda de Brigadoon, aquel pueblo escocés que reaparece sólo durante un día cada siglo y que podría ser considerado también una isla, pues sus habitantes vuelven a desaparecer con él cuando la jornada llega a su fin—, en 1719, Daniel Defoe publica la que se considera la primera novela inglesa, Robinson Crusoe, junto a la que curiosamente le sigue en este repaso insular, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift —1726—, pero no nos adelantemos y hagamos la debida parada de respeto en el archipiélago de Juan Fernández, nombre real del accidente geográfico donde el protagonista original, un marinero escocés llamado Alexander Selkirk, con el que llegó a entrevistarse Defoe, pasó cuatro años y cuatro meses —y no veintiocho años como le hace pasar su cruel creador al pobre Crusoe— al ser abandonado a su suerte por haber discutido con el capitán de su barco, el Cinque Ports. El emplazamiento original de la aventura de Selkirk se encuentra frente a las costas de Chile y no en la desembocadura del Orinoco, donde lo sitúa el autor en el mismo e interminable título de la obra en su primera edición, que encierra en sí mismo la definición de spoiler —La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Robinson Crusoe. Grabado de Offterdinger & Zweigle (sobre 1880)


Robinson Crusoe. Edición checa de 1894 con ilustraciones de Walter Paget.

Orinoco; habiendo sido arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres murieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue insólitamente liberado por piratas. Escrito por él mismo—. Paradójicamente es la obra, y no al revés, quien rebautizó dos islas de dicho

archipiélago el uno de enero de 1966. La más oriental, donde estuvo el marinero escocés, pasó a llamarse Robinson Crusoe, y la más occidental, de la que ni siquiera sería consciente de su existencia el protagonista de la historia, pasó a llamarse como él: Alejandro Selkirk.

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El holandés errante

Ginés S. Cutillas. Las islas en la literatura (I)

Jonathan Swift. Portada de Las obras del reverendo Jonathan Swift. John Nichols (editor)

Muchos han querido ver en esta obra la imposición del hombre blanco sobre el hombre negro, una crítica al colonialismo mediante una simple lección de economía que muestra al consumidor desamparado ante la ausencia de comercio, de moneda y de precios, y donde el protagonista debe elegir el tiempo que dedica a producir y el tiempo que dedica al ocio para encontrar un equilibrio que lo mantenga vivo. Como hemos mencionado, siete años después, en 1726, aparece la que se considera la tercera novela de la literatura inglesa: Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift —no es la segunda porque Defoe se le volvió a adelantar en 1722 con Moll Flanders, una historia de picaresca—. Resulta curioso comprobar que el nacimiento de la novela inglesa está plagado de islas, quizá porque el núcleo mismo del Imperio británico no dejaba de ser un archipiélago. En Los viajes de Gulliver se representa una despiadada burla de la humanidad que recuerda a las sátiras de Luciano de Samósata, considerado a su vez como uno de los primeros humoristas

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de la historia. En la obra, cuyo título original también es extraordinariamente largo —Viajes a varias naciones remotas del mundo, en cuatro partes, por Lemuel Gulliver, primero un cirujano, luego un capitán en varios barcos—, aparecen múltiples islas, la más característica es la isla flotante de Laputa, un reino dedicado a las artes que es incapaz de utilizar de manera práctica. La describe como un trozo de tierra con base de diamante y con un gigantesco imán en su centro, mediante el cual el monarca puede mover la isla: hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado u otro del territorio. Dicho imán se destapa pronto como un sistema de represión contra su población. Si hay una revuelta, el rey sólo tiene que poner la isla encima de la ciudad sublevada para privarla tanto de sol como de lluvia, ocasionando enfermedades y penurias. También habla de bombardeos de piedras desde ella, y si la situación lo requiere, incluso dice de dejarla caer encima aplastando edificios y personas. En 1844 se publica El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas —padre—. Aparecen los nombres de tres islas que son vitales para la trama. La primera es la isla de Elba, donde Edmond Dantès recoge una carta de manos de Napoleón —quien se encuentra preso allí— y que ha de entregar en París a un tal Noirtier. Esta carta es el motivo por el que acaba preso en la segunda isla, acusado de alta traición: la isla de If, sita en la bahía de Marsella. En su castillo transcurren los episodios más memorables de la novela, aquellos que relatan la insis-


tencia del personaje en escapar para vengarse de los que se hacían llamar sus amigos. Allí conoce al abate Faria, quien, a punto de morir, le revela la localización de un extraordinario tesoro, que, cómo no, se encuentra en otra isla, la de Montecristo —que pertenece al mismo archipiélago toscano de la isla de Elba—, de la que tomará el nombre el protagonista una vez regresa a Marsella para resarcir su honor. Es en 1883 cuando aparece otra isla mítica en la literatura moderna, que adquiere tanta importancia en la trama de la historia que aparece incluso en el mismo título: La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Curiosamente encierra, al igual que Robinson Crusoe, una feroz crítica a la moral del dinero. Obra escrita de forma coral, al menos en sus inicios. El hijastro de doce años del autor pintó el primer bosquejo de la isla, el cual adornó Stevenson más tarde con todos los accidentes que aparecerían en ella: la colina del catalejo, las tres cruces rojas, la isla del esqueleto. Fue este dibujo el que arrancó todo el proceso creativo. En un largo verano en las tierras altas de Escocia, como mero entretenimiento, Stevenson comenzó a escribir a razón de un capítulo al día esta maravillosa historia de piratas. Por las noches se los leía al resto de miembros de la familia, quienes le iban aconsejando acerca de los próximos pasos de la trama o corrigiendo puntos que no acababan de funcionar. Su padre introdujo elementos en la historia que han llegado hasta nuestros días, como la descripción exacta del contenido del cofre de Billy Bones o el pasaje donde el protagonista, Jim Hawkins, se esconde en el barril de manzanas. Un tío marinero del autor le contó sus viajes a la isla de Norman, en las Islas Vírgenes británicas. Se cree que se basó en estos relatos para inspirarse en la creación de su isla, aunque otros piensan, por la similitud geográfica con ella, que podría tratarse de la isla de Unst, en las Shetlands. Sin abandonar aún el sigo XIX, nos encontramos en 1896 con La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells. Vuelve a aparecer la palabra en el título como semilla para la imaginación de un lugar aislado y misterioso a la par que peligroso, y no es para menos, pues en esta isla, a la que al autor no se molesta en poner nombre, aparece un buen día el protagonista Prendick, un náufrago rescatado por Montgomery, el médico del lugar que rinde pleitesía al genio loco del doctor Moureau, el cual practica experimentos de ingeniería genética Los viajes de Gulliver. Ilustración de 1912.

La isla del tesoro dibujada por el propio Stevenson. De la edición de Cassel (1883)

con los animales de la isla, creando seres mitad humanos y mitad salvajes que intenta tener bajo su control por medio de «La Ley», aquella que pretende alejarlos de sus instintos primarios. La sociedad científica de la época criticó duramente la novela por jugar a ser Dios con la creación de criaturas y hablar de una técnica que ya comenzaba a estar mal vista: la vivisección, por la que se diseccionaba a animales vivos con el fin de ver cómo funcionaban sus órganos. La situación real de la isla que imaginó el autor debe estar en algún lugar del Pacífico, pues el barco que rescata al protagonista se dirige a Hawái, aunque se nombra la «isla de Noble, un pequeño islote volcánico completamente deshabitado. En 1891 fue visitado por el Scorpion. Un grupo de marineros bajó a tierra sin encontrar el menor indicio de vida, a excepción de unas curiosas mariposas blancas, algunos conejos y cerdos y unas ratas bastante peculiares». Este artículo continuará en próximos números de la revista.

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Vibrato

Isabel Mellado Alfaguara: Barcelona, 2018 320 págs.

Desordenar el vacío Por Erika Martínez Su primer libro, El perro que comía silencio (Páginas de Espuma, 2011), la reveló como una de las cuentistas más cautivadoras de las últimas décadas. Escritora chilena disfrazada de violinista y todo lo contrario, Isabel Mellado es desde entonces una estilista del aire. Satírica, tierna y con un punto surreal, su prosa sigue agitando la coctelera de los cinco sentidos y sirviéndolos con mucho descaro: «El sol se puso frívolo y las estrellas pordioseaban. Todo olía a necio y de mi violín salían notas como garbanzos secos». Su segunda incursión literaria, la novela Vibrato, está estructurada en tres movimientos y casi cien compases que debaten entre sí. El mundo y la experiencia no se dejan conocer en sus páginas como un todo orgánico: juegan a barajar lo heterogéneo. Así, las realidades más alejadas, lo abstracto y lo concreto, coexisten participando de un mismo tejido sensible y unidos, como escribió Godard, por la «fraternidad de la metáfora». Manejándolas con una inspirada inteligencia, Mellado arrastra la imaginación y la lógica hacia lugares imprevisibles. Su novela no trata sobre música, teatro o poesía, sino que entiende el simple hecho de vivir como una forma extrema de todas las artes. Sopla un viento que arrasa con el mundo conocido y nos lo devuelve en un orden inesperado, materializándose aquí en un sabor, allí en un acorde y un poco más lejos en un verso. De todos los sentidos —habría que añadir—, el que mejor utiliza Mellado es el sentido del humor, virtud que entronca con la tradición chilena de la antipoesía y que aleja su ambición literaria de la grandilocuencia. Vibrato cuenta la historia de una violinista locuaz, hedonista y desarraigada, remontándose a su infancia chilena, a su iniciación familiar en la violencia y en la música, hasta llegar al Berlín de la reunificación. Su relato nos convierte en voyeurs de las orquestas profesionales, de su mundo anómalo, sus milagros y miserias,

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ofreciéndonos irresistibles especulaciones sobre la música. La relación en caída libre de la protagonista con su pareja (un crítico musical con ínfulas) vampiriza el lenguaje de la identidad como disfraz: «Veo que Hans ha venido solo, disfrazado de él mismo, la más pomposa, la más fustigadora de sus personalidades». Los personajes de Vibrato explicitan un mecanismo que es, en realidad, el de toda ficción: viven cambiando de cara, fingiendo ser otros y, de hecho, se sienten ellos mismos sólo cuando están disfrazados, quizás porque son libres de moverse al fin sin vigilancia. Existir es una performance. Quizás de ahí que los protagonistas sean al mismo tiempo ellos mismos, lo que estuvieron a punto de ser y también, cortazarianamente, lo que juegan a ser. Clara estuvo a punto de llamarse Marta, razón por la cual tiene algo de No-Marta, y se comunica con su pareja paródicamente disfrazada de Clara Schumann. Todo lo que se calla adquiere una importancia progresiva: No-Marta viene de un país que no se nombra y se traslada a una ciudad europea de conflictos omitidos, pero cuya grieta se escucha delatora por debajo. Como sucede en la música, los silencios son un personaje. «Temo que alguien como yo —leemos— logre desordenar el vacío». A lo largo de su narración, Vibrato está trufada de ilustraciones, poemas escritos a mano, cartas y partituras, objetos mágicos que funcionan como rosas de Coleridge o prendas del otro mundo. Sólo que Mellado no le roba sus prendas al sueño sino a la realidad, antes de regalárnoslas en la ficción de esta novela deslumbrante.


El verano del Endocrino

Juan Ramón Santos Baile del Sol: Tegueste, 2018 218 págs.

En medio de la órbita terrestre Por Antonio Reseco

Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) es un escritor de fondo. Su producción recoge ya una decena de títulos donde prepondera la narrativa, aunque con un par de poemarios que lo revelan también como notable poeta. Sin embargo, es en la prosa donde se siente más a gusto y esto se comprueba porque, de la misma, es fácil extraer algunas características que conforman el estilo y la temática de su quehacer literario. El humor, la ironía y la cotidianeidad de muchas situaciones le convierten en un observador agudo de la realidad y, en muchas ocasiones, del absurdo —también real y a veces ficticio— al que esta conduce. Alejada de cualquier enseñanza azoriniana, la narrativa de Santos gusta de usar un lenguaje discursivo, cargado de adjetivos y subordinadas correctamente estructuradas y, por lo general, una cadena de apreciaciones que obligan al lector a sacar sus conclusiones dentro de cada razonamiento. El verano del Endocrino, tercera novela del autor, viene a corroborar este planteamiento de inicio. El protagonista aglutina algunas de las más destacadas notas quijotescas. Su pasión por la lectura —en este caso la novela policiaca—, la sucesión de desventuradas aventuras y la propensión al imposible, cuando no a lo innecesario, lo perfilan como un antihéroe del que el lector irremediablemente se apiada. Contrariamente a la cita de John Donne, para el que el hombre no es una isla por completo sino un pedazo

de un continente, el istmo que unía al Endocrino con la tierra firme parece haberse quebrado desde el principio de la novela. Así, dentro de la isla que un pueblo como Labriegos (ubicación ficticia de la acción) representa, la enigmática personalidad de este flota a la deriva. Las relaciones que entabla con sus habitantes, lejos de integrarlo definitivamente en ese mundo rural e insular, lo asolan convirtiéndolo en el objeto de la observación. No está muy claro para qué el Endocrino llega a Labriegos y, como suele ocurrir desde el principio de los tiempos, acaba convirtiéndose en lo que los demás opinan de él. Y, quizá más radical aún, el personaje aprovecha las etiquetas que una sociedad reducida y oscura le va colgando para forjar su propia idiosincrasia. Su avidez por el conocimiento le lleva a saltar de unos campos a otros sin demasiado éxito pero fotografiando un carácter que, para la mentalidad sencilla del pueblo, resulta evidente. Y en estas estábamos cuando un hecho transcendental nos recuerda a la geometamorfosis que José Saramago nos cuenta en la Balsa de piedra: la Tierra ha parado su viaje de traslación. Esto lleva al complejo personaje a buscar una ciencia alternativa que explique el mundo y sus mutaciones. En El verano del Endocrino, Juan Ramón Santos demuestra que domina el arte de hilvanar historias. El narrador sabe distanciarse de los prejuicios típicos de las sociedades cerradas y maneja la del personaje sin implicaciones pasionales. Más bien al contrario, haciendo uso del sentido común. Es este registro el que resulta ajeno al actor principal que, con el discurrir de la novela, se convierte en irreal y hace dudar de que su vida, sus pesquisas, sus inquietudes hayan existido en algún momento. Como es que las cosas tienen que ser, pasadas unas extrañas semanas, ese «verano del Endocrino» con que Labriegos bautizó tan anómalo lapso temporal, el planeta vuelve a sus rutinas. La tierra orbita alrededor del sol y es el protagonista el que parece detenerse, admitir el fracaso de una existencia como otras y desaparecer del lugar de la acción. El tiempo no perdona a héroes ni a villanos y, al final, el Endocrino es una anécdota, entre el día y la noche, en medio de las estaciones, dentro un mundo en continuo movimiento.

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Benditas luciérnagas

Aranzazu de Isusi Torremozas: Madrid, 2018 110 págs.

Decir el bien Por Ángel Zapata Benditas luciérnagas, de Aranzazu de Isusi, es uno de los libros más originales aparecidos últimamente en el panorama del cuento español. Como es obvio, el peso de la tradición literaria resulta ya excesivo para que podamos pensar en una originalidad enteramente ex novo. Pero sí, en cambio, sigue siendo lícito esperar de un autor o una autora cierto grado de novedad y de sorpresa, derivado de una afortunada combinación de influencias, de la variedad de sus puntos de anclaje en el texto de la Literatura, y —sobre todo— de la capacidad de la escritura artística para responder de un modo en alguna medida inédito a la pregunta por la naturaleza y los fines de la ficción. Aun así, no querría de entrada intelectualizar indebidamente el comentario a una obra que juega sus mejores bazas en un territorio distinto, como lo es el de la sensibilidad y la imaginación. Hay, desde luego, una apuesta lúcida y consistente en torno a la esencia de lo literario en este segundo libro de cuentos de Aranzazu de Isusi. Pero la hay como trasfondo a la dimensión que su mismo desarrollo hace pasar a primer plano, a saber: la fruición de una escritura que se propone antes que nada como juego, como una fiesta continuada de la invención y del lenguaje. Benditas luciérnagas es, en este sentido, un libro intensamente imaginativo y lúdico. En sus páginas encontramos no sólo ecos, sino lecciones bien asimiladas, que recrean en una clave perfectamente actual y vigente la inspiración que arranca de Gómez de la Serna y las vanguardias de entreguerras, y que desde ahí se prolonga en autores como Mihura, Jardiel o López Rubio. Es a Mihura, con todo, a quien hemos de considerar como santo patrón en la escritura de Aranzazu de Isusi, que acierta —como el autor de Tres sombreros de copa— a combinar texturas costumbristas y entonaciones de fuerte sabor coloquial, con circunstancias y sucesos donde lo absurdo o lo disparatado reinan, y se despliegan a sus anchas sin ningún tipo de restricciones. Junto a estas influencias que ligan Benditas luciérnagas a la mejor tradición del humorismo hispano hemos de mencionar no obstante una advocación también

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omnipresente a lo largo de estos cuentos: la de Julio Cortázar; si bien el Cortázar que resuena en ellos como un insistente mar de fondo no es tanto el concienzudo renovador de la narración fantástica como el Cortázar más oulipiano, experimental, lúdico, e incluso satírico a ratos, tal como podemos encontrarlo en Historias de cronopios y de famas o La vuelta al día en ochenta mundos. Los antecedentes y las referencias tendrían aún que multiplicarse aquí, qué duda cabe. Pero con ello, a fuerza de denotar la pertenencia de la obra al texto de la literatura, correríamos el riesgo de sepultar, bajo una avalancha de antepasados ilustres y auras prestadas, la singularidad, el brillo y la límpida respiración diferencial de estos relatos. Por derecho propio, pues, Benditas luciérnagas es un libro de cuentos medido, maduro, equilibrado, estructurado por secciones con mucho acierto y bellamente aglutinado por el leitmotiv de las estrellas fugaces. Como es también un libro plenamente, agudamente actual, y lo es en la medida en que las historias que contiene recogen la perplejidad y la labilidad y el aturdimiento y la zozobra del sujeto contemporáneo —coetáneo, habría que decir más bien—, y la recogen desde una punzante y nada complaciente intención satírica, que no excluye sin embargo cierta adhesión a las vicisitudes de los personajes, e incluso, aquí y allá, un fondo de ternura. En este sentido, Aranzazu de Isusi acierta en algo tan difícil como lo es ese «humorismo del bien» del que tuvieron el secreto autores como Gómez de la Serna o Medardo Fraile, y que sabe detenerse un paso antes del despeñadero de lo dulzón, la ñoñería y el «humor blanco». Su escritura tiene, a mayor abundamiento, el talento del bien, o el talento singularísimo de decir el bien, sin que esa intempestiva poética de la ben-dición nos horripile y nos estrague, después de Sade o de Lautréamont, de Céline o de Beckett. Probablemente, porque sus textos no postulan ese mismo bien como una evidencia irrefragable o como algún tipo de principio doctrinal; ni lo confunden tampoco —algo tan frecuente en el cuento español de los últimos años— con un conformismo fofo y de clase media que no se atreve a decir su nombre o, más directamente, con la sumisión abyecta al deseo del Amo. El bien, en las páginas de Benditas luciérnagas, es un significante al mismo tiempo tácito y excedentario que circula disimulado entre la ensoñación y la farsa, entre el desencadenamiento de una imaginación exuberante y libérrima, y los resplandores de la asociación libre. Es él mismo el resplandor que en una noche cálida nos muestra el camino de vuelta de casa. Es la suposición errática, indecible y hermosa de que pudiera haber para nosotros, oculta y desvelada por una nube de luciérnagas, una casa a la que volver.


Invasión

David Roas Páginas de Espuma: Madrid, 2018 128 págs.

El horror, tan de cerca Por Ana Abello Verano Invasión es el nuevo título que David Roas incorpora a su producción cuentística, un ámbito genérico que le ha permitido indagar en los «límites de lo real» y rendir tributo a sus escritores más admirados. Jugando con las convenciones de la narrativa breve, insertando continuas referencias a productos cinematográficos y musicales, y combinando siempre el talento creativo con su labor como teórico de lo fantástico, se ha convertido en uno de los representantes más genuinos de la literatura no mimética actual. En este libro siguen vigentes las líneas más destacadas de su poética, ampliando el universo absurdo y delirante que había trazado en Horrores cotidianos y, de forma especial, en Distorsiones. No obstante, unida a esa irrupción de lo sobrenatural en el espacio doméstico que siempre le ha interesado, se observa en esta última obra una clara inclinación hacia el territorio del terror, del horror en todas sus dimen-

siones. Desde este anclaje estético, lo desasosegante se abre paso en cada relato, sin que ello suponga una devaluación de la ironía y el humor corrosivo que tanto caracteriza a su estilo. La impactante imagen del niño zombi, que sirve de portada, proporciona una significativa pista del acecho de lo ominoso que afectará a «Objetos», «Cuerpos», y cómo no, se mantendrá a través de la óptica paterna en la última sección del libro, «Cuentos contados». Bajo esa estructura tripartita, que viene a confirmar la concepción unitaria que el creador confiere a los volúmenes de cuentos, se concentran las más variadas manifestaciones de la monstruosidad: niños aficionados a construir ataúdes, editores destinados a comerse sus propios libros, dobles, muñecas animadas que revelan toda su perversión sexual, alfombras que albergan misteriosas entidades, habitaciones de hotel malditas, resucitados personajes decimonónicos, masificaciones de hormigas, tortuosas distorsiones en la órbita temporal o paisajes apocalípticos repletos de criaturas sin conciencia. Gran parte de este catálogo de seres y situaciones se inspiran en vivencias experimentadas por el autor —es el caso del relato inicial o del magnífico «Agua oscura»—, pero al mismo tiempo se inscriben en una tradición de resonancias no realistas revisitada, a modo de guiño intertextual, a través de su irreverente pluma. En este sentido, hay homenajes explícitos a Lovecraft, Poe, Shelley o Georges A. Romero, y en una línea más actual, a Fernández Cubas o Esteban Erlés, así como paralelismos con composiciones anteriores de su propia prosa. Basta con advertir el diálogo entre «La casa ciega» y «La casa vacía» en relación con el espacio como fuente de inquietud y con el poder fabulador de la mente para trastocar el mundo circundante. En su exploración de nuevas vías con las que recrear una perspectiva desfigurada de la realidad, sigue llamando la atención la actitud naturalizada, distendida, incluso socarrona, que muchos de sus personajes muestran hacia los acontecimientos anómalos que padecen, y que alcanza sus máximas cotas de calidad en «Simbiosis», una de las más atrayentes y perturbadoras piezas del conjunto, «Amor de madre» o «Intrusión». Lo cierto es que tras acercarse a las diecinueve historias que contiene el libro, ya sean en forma de relato breve o de microrrelato, el lector vivirá acuciado por la imposibilidad de deslindar la aparente realidad objetiva de lo imaginario y, lo que es peor, por la estremecedora intuición de que la invasión puede producirse en cualquier momento. Quizás ahora.

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Conviene tener un sitio adonde ir Emmanuel Carrère (Traducción de Jaime Zulaika) Anagrama: Barcelona, 2017 448 págs.

Espejos de Carrère Por José de María Romero Barea En continuo diálogo con los autores que nos han precedido y los que están por venir, nuestra arqueológica tendencia a sumergirnos en las literaturas del pasado. La intemporal necesidad de enterrar o exhumar a los clásicos, de acuerdo con las diferentes modas ideológicas o culturales. No en vano, la mejor hermenéutica hunde sus raíces en el futuro. En este sentido, los ensayos del escritor, periodista y cineasta Emmanuel Carrère (París, 1957) son, en esencia, espejos que nos ofrecen reflexiones distorsionadas no sólo sobre nuestra realidad, sino sobre el propio trabajo de ficción del escritor francés, mientras exploran el rango de nuestra (de su) curiosidad, así como su inclinación a frecuentar géneros y variedades de su (de nuestra) experiencia. En su más reciente colección, Conviene tener un sitio a donde ir (Anagrama, 2017), las consecuencias involuntarias de su escritura permanecen vivas, mientras transmiten las ironías de nuestra actualidad tristemente poscolonial. Cuanto más delimita el autor de El adversario (1999) la especificidad de sus experiencias (su lectura, huelga decirlo, es parte inseparable de esas indagaciones), más libres somos, como lectores, de articular las lecciones perdurables y no específicas que se extraen de ellas. Así, la franqueza personal, expuesta al escrutinio público, parece ser el tema principal del ensayo «Capote, Romand y yo», publicado en la revista de cine Télérama, en 2006, donde se sostiene que «al hacerlo [al escribir A sangre fría, Capote] narraba otra historia y traicionaba su otra consigna estética: ser escrupulosamente fiel a la verdad». El ensayo homónimo, prólogo a la edición Denoël de sus novelas, en 2000, constituye una breve, pero exhaustiva, investigación sobre la vida de Philip K. Dick, escritor de culto de ciencia ficción cuyo trabajo ha inspirado películas como Blade Runner y Total Re-

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call: «Dick, que por otra parte utilizaba todas las ayudas químicas posibles e imaginables, sólo tomó ácido una vez, pero fue suficiente. Volvió a encontrarse en el mundo pesadillesco y evasivo de sus libros». La ira moral y el ingenio convocan todo un arsenal de alusiones históricas y literarias para avanzar en sus argumentos. El ataque retórico es instructivo. Lo anecdótico, no pocas veces, da paso a lo relevante: «Dichos libros, so pretexto de la ficción […] decían literalmente la verdad […] creyendo componer obras de imaginación, lo único que [Dick] había escrito siempre eran informes». En el reportaje «El húngaro perdido», publicado en Télérama en 2001, nos habla de András Toma, combatiente apresado en Polonia por el ejército soviético, en la Segunda Guerra Mundial, y confinado en un psiquiátrico ruso hasta su regreso a Hungría, «un individuo que año tras año se obstina en hablar su lengua, que nadie entiende, y se niega a aprender la que todo el mundo habla a su alrededor». Mientras revela cómo se involucra en sus historias, Carrère mezcla literatura y realidad para romper con las convenciones, literarias o no. Disecciona y denuncia el horror, lo evoca para que podamos mirar y escuchar con objetividad: «¿Pensó quizá que así se protegía, que se refugiaba en una fortaleza inexpugnable, como hacen los niños autistas? ¿Era una forma de resistencia, como la de algunos héroes de Kafka o la del Bartleby de Melville?». En el ensayo «Generación Bolotnaya» (Le Nouvel Observateur, 2012), fuente de inspiración para su novela Limónov (2011), la vida extravagante del activista es un vívido reflejo de la personalidad compleja del escritor y sus pasiones ocultas. Al igual que el eslavo, el francés asiste fascinado a una vida conectada a través de acontecimientos: «Hoy hay una Rusia que todavía desfila y una que se manifiesta. La que desfila lo hace arrastrando más o menos los pies, la que se manifiesta lo hace porque cree en ello, porque le apetece, porque es divertido. Da igual el número, en definitiva: la segunda ya ha ganado». Como vemos, el don del autor de Una novela rusa (2007) para la triangulación permite que tales revelaciones coexistan con un apoyo calificado para la controversia.


Exceso de buen tiempo

José Antonio Mesa Toré Visor: Madrid, 2017 154 págs.

Exceso de buen tiempo Por Anna Rossell «Ah, nuestra vida: / ese día de sol / en el que llueve». Este haiku es la puerta de entrada y aporta las claves para adentrarnos en la lectura de este libro que se plantea como diario. La primera parte, «Primavera tardía», narra la historia de un amor acabado y otro que se perfila. La parte central, «Libro de familia», se centra en el proceso de adopción de su hija en Rusia, «este país en brazos de la música, en brazos de los versos / y la calamidad». Incluye «Aburrimientos» que denomina «haikus domésticos»; por ejemplo: «Uñas moradas. / El frío del otoño / huele a lavanda»; o el que hace alusión a su anterior libro, hace diecinueve años: «La primavera nórdica / como el amor, es falsa. / Y sin embargo...». La última sección, «Con la Edad de Plata», dialoga con poetas haciendo un homenaje y vuelve a poemas sobre el amor y la poesía. El sol adquiere un valor simbólico desde los versos y las citas que abren el libro hasta ser una constante: «los días en que el sol se despertaba / abrazando tus sueños» o «naturalmente, el sol que no me falte / si tengo que morirme. Tan sencillo: / desvivirme en la muerte, como todos / como nadie»; o bien «y una palabra suya es sol entre la niebla». Elemento que también acompaña el recibimiento de la hija: «como príncipe victorioso ha vuelto / el sol, y nos arroja unas monedas de oro / sobre el alma aterida». Sin embargo, en otra ocasión, el sol se esconde «como un gusano tímido». La nieve toma un valor especial cuando alude al país «que alfombrara con nieve tu niñez» o «que sigue planeando sobre la primavera». También se transforma en

«las calles nevadas del recuerdo» o bien en «la nieve de sus labios». El nombre ruso de su hija significa, como el poema, «Nacida de la nieve» y al conocerla «ya no habría más nieve por tus labios, / nunca más en tus ojos hablarían las sombras». Por otra parte, se produce un interesante juego de voces: «Tanta felicidad no se merece / que tú, Mesa Toré, la restituyas / en lágrimas contadas y fingidas». Un desdoblamiento aparece en «La música que bailan» cuando asegura que fue otro y le recuerda como «un pariente lejano que me llama / de tarde en tarde a cobro revertido». Dialoga con el yo de ayer y se sitúa en un hoy «serenamente vivo, fuera siempre / de la fiesta que sigue celebrándose / en un atardecer del paraíso». En esta polifonía se dirige a la amada como «mi fermento» o a la hija como «florecilla» o «tierna brizna de hierba». También a la madre «para que seas tú quien las lleve a su boca». El juego de la paradoja se manifiesta en «Mísero Mesa Toré»: «en las noches ninguna noche el sol / brillará para ti, y la primavera / ninguna primavera reverdece / si es ya falso el amor que es verdadero». También en «un vago recuerdo del futuro» o «más recuerdos tenemos que memoria». La voz poética pone nombre a esas «paradojas rituales de la vida en común» y el fenómeno ambivalente vuelve a aparecer cuando le indica a su hija que la espuma tan hermosa «es también canto fúnebre» o que «el exceso de belleza linda con el infierno». También en «sellamos una alianza, fundamos un futuro / hermoso pero incierto». En cuanto al título, el sujeto lírico alude a «tu copa de buen tiempo» y al exceso de belleza, de deseo, de trabajo. En otro poema, «La voz del poeta (Brines)», escribe: «prefiriendo el exceso de buen tiempo / al mundo de tiniebla que habita en el poema». En este sentido, el último poema del libro, «Alfiler y mariposa», recoge una reflexión sobre la propia escritura que planea en todo el libro: «Quien clava el alfiler en una mariposa, / ¿atrapa la Belleza o tan solo es el dueño / de un hermoso cadáver». Concluye: «al apagar la lámpara ningún placer se iguala / a ver cómo en los dedos fosforece / —tan frágil y tan breve— el oro virginal de una quimera». Se trata de un libro brillante y lúcido, nutrido de vida y literatura, que aporta un sello personal al panorama poético actual.

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Migraciones

Gloria Gervitz Barcelona: Paso de Barca, 2017 278 págs.

Poemar Por Mario Martín Gijón Un libro, una vida. Una ambición tan admirable como poco corriente en nuestros días apresurados, del querer estar pues ya no se cree en el ser, de la omnipresencia por la cantidad y no por la calidad. Qué nostalgia nos acomete al recordar obras que fueron libros-mundo, como el Cántico de Jorge Guillén, los Cantos de Ezra Pound o Espacio de Juan Ramón Jiménez. O, más cerca de nosotros, Det [Eso], el poemario en que la danesa Inger Christensen rehizo el mundo desde el génesis, en más de cuatrocientas páginas de pasión arrolladora.

Un empeño aún mayor es el de Gloria Gervitz (México, 1943), que comenzó a escribir su poema Migraciones a los veintiséis años (1969, el mismo año en que se publica Det) y que continúa en proceso. Publicado en entregas sucesivas, la meritoria editorial Paso de Barca, dirigida por el poeta ecuatoriano Mario Campaña (residente en Cataluña y uno de los mejores conocedores de la lírica actual a los dos lados del Atlántico, como muestra desde hace veinte años su revista Guaraguao), ha publicado su última versión y la primera que se publica en nuestro país. Migraciones reúne y recorre todas las mujeres que ha sido Gloria Gervitz. Eros y Tánatos coexisten, como coexiste la niña con la anciana. La autora, descendiente

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de judíos ucranianos, confiesa que «mis muertos son tan reales como yo y les hablo en ruso en idish», en un monodiálogo cuya principal interlocutora es, sin ninguna duda, su madre, madre llorada y combatida, añorada, odiada, al final la «vieja madre cómplice» desde el recuerdo. Con una potente cargazón erótica («parada sobre la estera de bambú / lavo mi sexo el clítoris duro y henchido / y el placer se hace tan intenso / que también me orino»), sus versos no dejan de cantar al sexo y lamentar su alejamiento por la edad («la falta de deseo de su cuerpo la hace gritar», «no sé cómo seguir / estoy seca») y deplora lo que ha sido una «vida más pensada que vivida». Pero ese pensamiento, por la fuerza del lenguaje, recupera lo que ha sido y lo imbrica en esa larga cadena de la sangre («mi abuela que murió de sueños / mece interminablemente el sueño que la inventa / que yo invento / una niña loca me mira desde adentro // estoy intacta»). Es más: como en una sesión de espiritismo interior, intenta resurgir quien fue en un pasado, de modo que «la muchacha que lloraba abrazada a su madre muerta / sigue llorándose dentro de mí», aunque otras veces el conjuro fracasa, «las palabras no la alcanzan / y la vida es el único refugio y tú te me moriste te me moriste en mí». Como dijera la estudiosa Blanca Alberta Rodríguez, este oleaje lírico transcurre en una deriva que va de una escritura del cuerpo al cuerpo de la escritura, un cuerpo ondulante en multitud de formas estróficas, cuya lectura al final nos mece y sobrecoge como la contemplación del mar. Poemar inacabable, irreductible a una instantánea, inabarcable para nuestras torpes barcas de lector que naufragarían en la larga serie de versiones de este libro inacabado. La poesía de Gervitz es un espléndido fruto del legado de la modernidad judía en la diáspora, tan incomparablemente superior a la cultura israelí. Gervitz, que actualmente reside en Estados Unidos, con frecuentes estancias en México, intercala poemas en inglés, versos en hebreo, pero «ese gusto de vivir» que trasluce está ligado a un ambiente hispanoamericano. El Kadish o el Shajarit, la evocación de Kiev o las «cartas en un idish que ya nadie habla» alternan con los olores a naranjo o encino, con un día de agosto en el trópico, en el cual «jamás me había sentido tan aferrada a la vida». Ese aferrarse a la vida que transmite una de las más osadas introspecciones líricas en castellano: «tócame adentro de ti / con esa contención que se desborda // tócame / en la oscuridad del pensamiento // en lo incomprensible de mí / en esa otra incomprensible yo […] quédate / dame las palabras».


Recomendaciones de Quimera Las afueras

Luis Goytisolo Anagrama, 2018

Existen autores que tienen la sorprendente habilidad de resultar actuales, contemporáneos, aunque su lectura suceda mucho tiempo después de que se publicaran. Autores cuya obra sigue generando interés, porque puede analizarse desde claves siempre diversas. Eso es lo que sucede con la novela Las afueras, reeditada ahora por Anagrama, sesenta años después de que se alzara con el Biblioteca Breve. Aún sigue motivando ciertas cuestiones en torno al género, a su condición fronteriza entre el relato y la novela, a la amplitud de temas y a la profundidad con que los aborda. Un libro que nos demuestra que el pasado no pasa nunca, porque estamos envueltos en interminables círculos de intriga. Una obra potente, como el universo que ha ido construyendo el menor de los Goytisolo. Una novela que vino para quedarse, como parte de un canon de la mejor literatura española reciente.

Que nadie duerma Juan José Millás Alfaguara, 2018

Millás nos vuelve a sorprender con una novela dinámica, de estructura y estilo aparentemente sencillos que resultan no serlo en absoluto. La maestría de las obras de este autor reside precisamente ahí, en escribir historias que el lector transita sin dificultad y en las que los elementos fantásticos se confunden con los reales con una naturalidad pasmosa. En esta ocasión, Lucía, cansada de trabajar en la informática, lo deja todo para comprar una licencia de taxi con la que intentará ganarse la vida. El aria «Nessun dorma» y los encuentros fortuitos con un actor de teatro de la que cree que está enamorada marcarán el ritmo de la historia. Millás crea un personaje femenino inolvidable.

Trilogía de la guerra

Agustín Fernández Mallo Seix Barral, 2018

Libro sobre la guerra, el sufrimiento y lo cotidiano. Sobre lo lejano y lo diario. Novela densa, llena de estilo, de variantes que van desde el relato más o menos común de una anécdota o un destello a textos que rozan durante páginas el monólogo interior. El libro de Fernández Mallo no deja indiferente, puede parecer largo en alguna deriva, pero al equipo de esta redacción le apasiona. Buena literatura, moderna, articulada. Fernández Mallo ha ganado en profundidad sin olvidar nunca el humor que recorre siempre sus textos y al que nunca renuncia. El mejor libro del autor. Con apego a lo nuevo sin olvidar toda la herencia del oficio. Una de las mejores novelas del año en España

Arquitectura secreta de las ruinas

Miguel Ángel Zapata Baile del Sol, 2018

Una grieta aparece en un inmueble de la calle Garibaldi. Nadie sabe si la grieta lleva mucho tiempo o acaba de surgir, pero esta va creciendo día a día. Este acontecimiento cambiará definitivamente la existencia de un grupo de personajes: Berta, Pablo, Bastida, Maldini... La grieta representa el distanciamiento, las tensiones que van consumiendo a familias y relaciones humanas, mientras se va ensanchando la abertura, hasta consumir la existencia de todos. Magnífico ejercicio de tensión narrativa y estilo. Excelente novela de Zapata que sabe profundizar con decisión en las relaciones humanas, en sus grandezas y sus delirios.

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R e c o m e n d a ci o n e s

Charles Bovary, médico rural Jean Améry Pre-Textos, 2017

¿Qué hubiera pasado si Charles Bovary hubiese sido una persona real en lugar de un personaje de ficción? ¿Cómo se hubiese tomado la ligereza con que lo trata Flaubert y las humillaciones a las que lo somete? En este «retrato de un hombre sencillo», Jean Améry, pseudónimo de Hans Mayer (Viena, 1912 – Salzburgo, 1978), ficcionaliza la auténtica personalidad del marido de Madame Bovary y defiende su figura. En tres capítulos en los que adopta la personalidad del médico rural y dos breves ensayos donde analiza la frágil línea que separa la literatura de la realidad, Améry reivindica al personaje dotándolo de una gran profundidad, evidenciando las incongruencias del autor y haciéndolo acreedor de la dignidad que merece todo ser humano.

Fantasmas de la ciudad

Aitor Romero Ortega Candaya, 2018

En los relatos que integran Fantasmas de la ciudad, Aitor Romero Ortega conduce al lector por caminos diversos, le hace viajar a través de diferentes lugares y espacios, le lleva hacia el pasado y hacia una historia del presente, le permite reconocerse en lecturas variadas, como un espejo móvil que va transitando de un espacio a otro con una fluidez asombrosa. Las narraciones que forman parte de este conjunto de cuentos nos sacuden desde la primera página, porque nos hace avanzar por caminos medio olvidados, por piezas sueltas que tratamos de recomponer a medida que leemos. El lector acaba convirtiéndose, él también, en uno de esos fantasmas urbanos que pueblan las ciudades. Romero Ortega logra, con una pericia poco habitual, que habitemos sus relatos y nos quedemos en ellos, como esos libros que no acaban aunque hayamos llegado a la última página.

La muerte de Napoleón Simon Leys Acantilado, 2018

Acantilado recupera esta nouvelle de Simon Leys (más conocido como ensayista y sinólogo que como novelista), que narra la peripecia ficticia de un Napoleón que se fuga de la isla de Santa Elena merced a un exhaustivo plan cuyo autor ha fallecido pero cuya dinámica parece perfectamente calculada. Este Napoleón anónimo vivirá peripecias, contratiempos y desprecios en búsqueda del momento propicio para revelar su verdadera identidad. Con una prosa elegante (a la que no es ajeno el traductor, José Ramón Monreal), Leys despliega toda su cultura y su sensibilidad para regalarnos esta exquisita historia de frustraciones, anhelos y esperanzas, que se pregunta por el destino del hombre más allá del mito.

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Petricor

Manu Espada Cuadernos del Vigía, 2018

Tercer libro de microrrelatos de Manu Espada en el que toma la lluvia como elemento unificador de los casi ochenta textos que integran la obra. Referencia desde el título, que es el olor de la lluvia sobre la tierra seca, hasta las secciones que lo componen: «Garúa», «Galerna» y «Diluvio», las cuales van marcando el ritmo y la tensión de las magníficas píldoras de originalidad a las que nos tiene acostumbrados el autor. Cuarta entrega que publica, en su colección de microrrelatos, Cuadernos del Vigía, llamada a ser la editorial de referencia del género en el ámbito hispanoamericano.


Página 2 Lula

EL VIEJO TOPO Ensayo

LA VERDAD VENCERÁ Luiz Inácio

Lula da Silva

Lula es, según todas las encuestas, el candidato con mayores posibilidades de vencer en las próximas elecciones brasileñas, pero los poderes fácticos que habían promovido la destitución de la presidenta Dilma Rousseff en 2016 pretenden impedirlo. Su victoria representaría la condena popular del golpe, además del retorno de una izquierda que sacó a millones de brasileños del hambre, que apostó por la educación y que, en el poder, tuvo un comportamiento escrupulosamente democrático. Una izquierda así debía ser criminalizada, cercenada, y para ello nada más eficaz que encarcelar a su figura más representativa y popular: Luiz Inácio Lula da Silva. El procesamiento de Lula pone descaradamente de manifiesto que algo está podrido en el sistema judicial brasileño, evidenciando procedimientos y prácticas incompatibles con principios y garantías fundamentales de un Estado de derecho democrático. De hecho, Lula no fue objeto de una investigación porque hubieran surgido indicios que sustentaran la sospecha de prácticas corruptas. En realidad la Policía, el Poder Judicial y los grandes medios de comunicación se pusieron a la caza de cualquier elemento que pudiera ser utilizado para acusar al ex presidente. Siempre fue una condena en busca de una prueba. La verdad vencerá da buena cuenta de ello.



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