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ColaborAN en este número:
Marco Ángel, Verónica Aranda, Almu Ballester, Hiram Barrios, Agustín Calvo Galán, Ana Calvo Revilla, Carmen Camacho, Luís Castilla, Franco Chiaravalloti, Rubén García, Alicia García-Herrera, Alberto García-Teresa, Paulo A. Gatica Cote, José Ramón González, Javier Helgueta Manso, Daniel Jándula, C. Luna, Manuel Neila, Mateo de Paz, Óscar Pirot, Nelson Ríos, Miquel Rof, Firas Sulaiman, José Antonio Vila IlustracióN de portada y Dossier:
Miquel Rof © Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Febrero 2019
Contundente y directo, el aforismo es uno de los géneros más difíciles y raros de la literatura. Su cultivo requiere precisión en el manejo del lenguaje, sabia utilización de los recursos retóricos y concisión argumental para plasmar una idea en pocas palabras. Desde los textos presocráticos al ensayo aforístico —tan grato al mundo anglosajón y que en nuestra tradición ha merecido la atención de Bergamín o Sánchez Ferlosio—, pasando por filósofos de la talla de Pascal, Nietzsche, Cioran, Baltasar Gracián o María Zambrano y poetas como Valéry, Juan Ramón Jiménez o José Ángel Valente, su laconismo ha servido para hacer meditar al lector o para engendrar en su mente conexiones espontáneas y profundas, cercanas a la revelación. Género a un tiempo intuitivo y reflexivo, su definición es huidiza, ya que está íntimamente emparentado con la poesía y el ensayo, pero también con otros géneros más populares como el proverbio y el refrán. En Quimera hemos querido reivindicar el aforismo a través de un dossier, coordinado por Paulo A. Gatica Cote, que recoge diferentes aproximaciones y definiciones del género para ofrecernos una visión amplia desde perspectivas diversas. JORDI GOL - JEFE DE DE REDACCIÓN
El salón de los espejos
Einstein on the Beach
Entrevista a Mateo de Paz – 4
Alicia García-Herrera.
El cielo raso
Ginés S. Cutillas. El microrrelato y la ciencia – 52
Aforismo: debates y perspectivas Marco Ángel. Aforismo: problemas de la definición – 11
El cuento de hadas en el siglo XXI – 48
El holandés errante
Hiram Barrios. Disparos al aire. Aforismos sobre el
Álex Chico.
aforismo en la literatura hispanoamericana – 14
Viajar, escribir, reconocer (primer hemisferio) – 52
José Ramón González. Leer el aforismo – 17 Paulo A. Gatica Cote.
El ambigú
El aforismo en la época de la retuiteabilidad – 20
C. Luna:
Ana Calvo Revilla. Chispazos del entendimiento y
La noche de los cascabeles de Àlex Marín – 58
revelaciones epifánicas – 22
Almu Ballester:
Derechos reservados. Prohibida la reproduc-
Carmen Camacho. Mujeres en la aforística española – 26
La calle de los cines de Marcelo Cohen – 59
ción total o parcial de este número, sea por
Manuel Neila. Dos aforistas afuerinos: Amado Nervo
José Antonio Vila:
y Franz Tamayo – 30
A hombros de gigantes de Umberto Eco – 60
medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
J. Helgueta Manso. Jaque al aforismo. La jugada infinita
Daniel Jándula:
colaboradores aceptan que sus aportaciones
de Eduardo Scala en La semilla de Sissa. AjedreZ. – 34
Memorias. Mi vida con Marina (1896-1991) de Anastasía
les no solicitados ni mantiene corresponden-
La vida breve
Alberto García-Teresa:
cia sobre los mismos. La revista no comparte
Rubén García. Dudas razonables – 38
Para una teoría de las distancias de Lorenzo Oliván – 62
Los pescadores de perlas
Jaraíz de Miguel Ángel Curiel – 63
aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-
necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Microrrelatos inéditos de Franco Chiaravalloti – 41
El castillo de Barba Azul Poemas de Firas Sulaiman – 43
Tsvietáieva – 61
Agustín Calvo Galán: Óscar Pirot: That’s all Folks! (poemas animados) de Sergio Laignelet – 64
Recomendaciones – 65 3
El salón de los espejos
Entrevista a Mateo de Paz Por Fernando Clemot Fotografías cedidas por el entrevistado ©
Mateo de Paz (Santurce, 1975) es conocido desde hace años como poeta, cuentista y también como docente y gestor cultural. Las discípulas es su debut en la novela y acogimos con interés esta incursión en un género alejado de los breves en los que antes se había movido. Las discípulas (Sítara, 2018) es una novela madura, densa, en que se alternan géneros y despertó en nosotros la curiosidad de la que es fruto esta entrevista.
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Hace tiempo me comentaste que te sentías plenamente satisfecho con la docencia y que no necesitabas emprender ningún proyecto literario. ¿Cuándo cambió esta perspectiva y surgió la necesidad de hacerlo? No recuerdo con exactitud cuándo se produjo esta conversación, pero seguramente te lo dije porque la docencia me aporta muchas satisfacciones: cada mañana trabajo en un taller literario con adolescentes en fuga constante, pero que mantienen en sus vidas, al contrario de lo que se dice, una gran voluntad por aprender. Muchos quieren ser y saber hacer, aspiran a cultivarse y están dispuestos a participar en el diálogo crítico con la realidad, sobre todo los de cursos superiores; ven en su profesor un referente, en algunos casos incluso más importante que la figura del padre, quien, por variados motivos, puede estar ausente de sus vidas. Seguramente no veré el resultado, como tampoco lo vieron nuestros profesores, pero trato de que mis alumnos no sean sumisos y alcancen un espíritu crítico que les sea útil para una vida plagada de relatos que deben ser constantemente interpretados; creo que a través de la literatura y de la creatividad puedo lograr que se expresen libremente, sin miedo, como decía Rodari, algo que va más allá del juego. Sobre el proyecto literario te diría que hubo una época en que estuve bastante frustrado con esta novela porque escuchaba una música que no podía tocar: tenía una trama cuyas historias estaban narrativamente desligadas. Ya al final del proceso, mientras acunaba a mi hijo mayor recién nacido en la habitación del hospital, mientras mi compañera descansaba del parto en la camilla, me acordé de una entrevista a Jorge Edwards, a propósito de El sueño de la historia, una novela con un cuidado impecable de la forma, del lenguaje, con una clara ambición estructural; el novelista chileno confesaba que hasta que no se tiene el narrador no se tiene la novela. El proceso de escritura de la novela comienza cuando se tiene el narrador, su tono y su forma, y mi novela carecía de voz. Hasta que Marcelo no tomó el mando, Las discípulas carecía de forma y, por lo tanto, de sentido. Hablemos de géneros. ¿Si tuvieras que definir Las discípulas, en qué género crees que podría encuadrar? No es la primera vez que me lo preguntan y, sin dudarlo, también te diría que el género que mejor define Las discípulas es el de novela. Ahora bien, reconozco que no
resulta fácil ponerle adjetivos: ¿de aprendizaje?, ¿autobiográfica?, ¿filosófica?, ¿de espionaje?, ¿erótica?, ¿experimental?... Creo que cada lector debe aportar con su experiencia literaria la definición que mejor se adapte al sentido que le ha producido su lectura. Alguien, y esto es innegable, podrá ver Las discípulas como una novela de acción, por la suspensión que supone la intriga, pero también de personajes o incluso de espacio cambiante, de tiempo, parodia y lenguaje. Pero ¿por qué no puede ser sólo una novela? La trama de Las discípulas es poliédrica, cambiante. Una novela que encierra muchas. ¿Cuándo empezaste a trabajar en la novela? ¿Cómo nació Las discípulas? ¿Trabajaste en diferentes tiempos o fases? A veces resulta extraño echar la vista atrás, reconocerse en lo que empezó siendo una imagen y se completó en una novela. Sin embargo, en el principio, hace unos diez años, hubo algo: la imagen, como digo, de Jacob caminando por el Puente del Arenal, en Bilbao, rumbo a su cita con Adela, la mujer de un nacionalista que tenía un negocio de taxidermia en el Casco Viejo. Luego la obsesión de esta imagen borrosa trajo consigo un personaje bastante más concreto, al que le tengo un cariño especial porque me ha acompañado durante estos últimos años: Hugo, el hijo de Jacob. A partir de aquí escribí un cuento titulado «Bajo el hollín» donde se narra la ejecución del comisario Platz a manos de dos terroristas en el aparcamiento del restaurante Monte Igueldo. Poco a poco, cada tarde en el estudio, en la biblioteca, en una cafetería, donde pudiera escribir, como todos, supongo, fui anotando en un cuaderno amarillo la red de relaciones de unos personajes y tramas que han ido poblando el relato con sus máscaras, su configuración y grado de individualidad, o han desaparecido de él, hasta llegar a escribir una novela bastante voluminosa, horriblemente titulada Mofo Show, donde las historias tenían muy poca cohesión. Por fortuna, de esta novela, cuya lectura sufrieron varios amigos, ya no queda nada más que la línea argumental de la agente Santiago enviada por Jacob a Bilbao para infiltrarse en ETA. Respecto a las fases, hubo días en que no escribí nada, días en los que sólo escribía unas líneas y días, sobre todo en periodos vacacionales, en los que no paraba de escribir. Tenía varios cuadernos y agendas llenos de ideas, líneas, esbozos, teorías que sumar… Ahora recuerdo, porque tu pregunta me hace recordar, que en
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El salón de los espejos
Entrevista a Mateo de paz
el verano del año dos mil catorce escribí en quince días, aproximadamente, todo el episodio de la prostituta de la calle Princesa y la novela de Rebeca en Argentina. No me siento, la verdad, como decía Onetti, sólo un escritor amante o un escritor esposo, sino que más bien he tenido días en los que he ido a buscar la escritura y otros, sin embargo, en los que la imaginación me ha arrastrado a hallazgos literarios tan imprevisibles que hablar de ellos sería especular sobre el proceso creativo: ni soy escritor de mapa ni solamente soy de brújula; escribo cuando puedo; la corrección es lo que más tiempo me lleva. El relato está dominado por tres voces (Hugo, Marcelo, Jacob); ¿en qué se parecen y en qué difieren entre ellas? Desde hacía unos años, sobre todo desde mis clases como profesor de escritura creativa, me interesaba comprobar si se podía llevar a cabo el experimento literario de un relato construido a través de tres personajes, o tres voces, que fuesen heredando una historia inacabada. Debían ser tres voces diferentes, claro está: la estable de Jacob, la indecisa de Marcelo y la neurótica de Hugo. Ahora todo esto ha cambiado porque lo que sucedía era que yo, como lector, no me sentía cómodo saltando de una voz a otra sin costuras o sin puentes; sus voces diferenciadas me sacaban de la historia y me perdía en el relato: lo complejo generaba confusión, cuando lo que buscaba no era confusión, sino precisión; como mucho, desasosiego. Jacob había iniciado la novela con sus notas dispersas; al morir, Hugo las había heredado, pero, incapaz de llevar a cabo la empresa, había contactado con Marcelo, su antiguo profesor de escritura creativa en los talleres de Hostal Bukowski, para conducir aquellas notas de su padre y su relato inacabado hacia la novela final. ¿Cómo hacerlo?, me preguntaba. Tal y como te he dicho antes, no sabía cómo articular, mediante tres voces, los hechos reales y los hechos ficticios. Escuchaba una música que no sabía tocar. Entonces la voz de Marcelo comenzó a narrar toda la novela: su actitud es el marco principal, la que inicia y acaba y se apropia de la narración donde Hugo y Jacob sobreviven gracias a que Marcelo los narra. Recordarás la escena en la terraza del Gaudeamus en la que Marcelo y Rebeca cenan en su primera cita y ella mueve el relato hacia su pasado con Jacob en el ático y este mueve la narración hacia el pasado con Nancy en su lecho de muerte. En esos vasos comunicantes, en ese trasvase de voces e historias paralelas, estuve traba-
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jando varios meses, tachando, ajustando, observando las posibilidades que me ofrecían diversas técnicas narrativas que no podía desestimar. Hoy por hoy Hugo se limita a aparecer como conversador o narrador que relata la historia de Saioa en Bilbao, inmiscuyéndose en la historia como un autor decimonónico, hablando del padre constantemente, mientras que Jacob, a excepción del episodio antes mencionado, su viaje con Saioa al caserío del Alén o la escena del hospital, sólo es un personaje presente en las conversaciones de los demás. En Las discípulas todo pasa por el filtro de Marcelo; podemos decir que su voz es, de modo general, la que articula todas las cajas narrativas de Las discípulas. La realidad y sus reflejos. Personajes que no son lo que parecen, que no saben quién son, que desdoblan sus personalidades, polacos que tratan de parecer italianos… En algún momento me ha recordado a Niebla, de Unamuno, o a las obras de Pirandello. El tema de la identidad es omnipresente. Unamuno, Pirandello, Onetti… En efecto, la representación de la realidad es un tema relevante en el libro, como lo son la identidad y la imaginación. La noción de realidad, que tiene presencia en la literatura desde siempre, está relacionada con la noción de existencia, absurda para Camus, a quien sigo desde la cita inicial con que abro la novela, y la identidad con la del tiempo en que vivimos y el espacio que ocupamos. Lo que yo veo es que en este absurdo nadie es un solo individuo, sino que en cada personaje puede haber muchos a la vez. No recuerdo ahora quién lo dijo, pero una cosa es cómo nos vemos; otra, cómo nos ven los demás; y, otra bien distinta, cómo nos gustaría que nos viesen. Aquí la realidad, la identidad y la imaginación entran en conflicto. En la novela, esa duplicación de identidades de la que hablas funciona como búsqueda de lo que somos o creemos ser en lo real, de lo que demandamos y hallamos, muchas veces por azar, inventando relatos para encontrarle un sentido a la vida. Además, la duplicación en algunos casos tiene que ver con la figura del doble, cómo no, el célebre doppelgänger; aunque a mí me guste más el término «gemelo malvado». Marcelo y Hugo, por ejemplo, son un gemelo malvado el uno del otro, un dualismo contradictorio y fundido que no puede separarse. Durante la novela caminan uno junto al otro, y no sólo en la ascensión al Alén, sino en los acontecimientos anteriores, esto es, prácticamente desde que se conocieron años atrás; hasta tal punto
mutan de tal forma que el idealista se vuelve terrenal y el terrenal comienza a representar la realidad de una manera ficticia. Esto último es muy cervantino: la marcelización de Hugo y la huguificación de Marcelo. Al final el lector puede llegar a preguntarse si no han sido siempre la misma persona. 2006. El atentado de la T4. ETA. El terrorismo en todas sus formas y con todas sus máscaras. Un espanto de fondo que recorre buena parte de la novela. ¿Cómo crees que abordas este tema? ¿Qué representa la figura de Ambrosio Fernández Recio? ¿Qué aporta el terrorismo a la trama? Son demasiadas preguntas… Lo abordo a través de la parodia, un enfoque irrespetuoso de la violencia terrorista y de los servicios secretos. ETA está presente como noticia, sin embargo, como relato periodístico y acontecimiento histórico, con nombres y apellidos, de ahí que aparezca narrada una víctima como Fernández Recio; no obstante, la presencia del grupo terrorista contra la comida basura, ese grupo ecologista representado mediante un símbolo aparentemente impronunciable, aunque no existió nunca, parece menos ficticia. Yo creo que he conseguido, mediante la imitación burlesca y la exageración de algunos elementos sacados de
la realidad, cierto aire de verdad en el relato de la violencia, cierto aire de persistencia; quizá el efecto que se consigue sea mayor que con el discurso más realista y directo. ¡Pero esto ya lo hicieron otros! ¡Cervantes! ¡Borges! ¡Pynchon! Juan Eduardo Zúñiga, por ejemplo, escribió El coral y las aguas en un momento histórico en el que en este país se perseguían, como durante la época del terrorismo etarra, no sólo las obras, sino también a los autores; Zúñiga buscaba denunciar la sociedad franquista en la que vivía de una manera que no fuese directa, por eso trasladó la acción de la novela a la Grecia clásica. En realidad no nos muestra aquella civilización, sino el presente en el que vive, la España de posguerra compuesta de hombres resignados y hombres que han decidido luchar y salvarse. Él lo hace de modo simbólico, mediante un realismo metafórico, es verdad, y yo a través de la parodia, pero en ambos casos las sociedades representadas son creíbles y verídicas porque a pesar de ser invenciones mantienen una gran similitud con el mundo real. En una obra de ficción no tenemos por qué narrar sólo los hechos históricos como si fuese la única verdad que podemos ofrecerle al lector. Hay sucesos históricos que nunca podrían ser narrados en una novela y hechos ficticios que parecen sacados de un libro de historia: lo real no tiene por qué ser verosímil. Si has leído Una tumba para Boris Davidovich, recordarás que
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El salón de los espejos
Entrevista a Mateo de Paz
Danilo Kiš compuso una obra donde los acontecimientos históricos están narrados como si fuesen ficción, mientras los inventados a través de un objetivismo radical. La obra fue atacada y el autor acusado de plagio por el conjunto de censores del partido al considerar que mezclar lo verdadero y lo falso, la documentación histórica y la ficción, criticaba los valores esenciales de la Revolución de Octubre. ¿Cómo podían ser más creíbles los hechos ficticios que los históricos? La ficción logra su objetivo cuando se confunde con la realidad y con la historia.
Abundan los personajes femeninos, pero quizá es el de Rebeca Linares el que marca un punto de giro importante en el centro de la novela. ¿Qué representa y qué aporta este personaje a la trama? Lo has visto bien… Se lo dije a Edurne Portela cuando me acompañó en la presentación de la novela en Madrid: Rebeca Linares es mi personaje femenino favorito. Une figuras, pero también las separa: a Hugo con Marcelo, por ejemplo, o a Hugo con su padre. Sabe lo que quiere y no tiene miedo a estar sola. No es es-
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tática, sino que vive en constante evolución, a pesar de la desgracia que la acompaña desde su nacimiento. Me he dado cuenta de que nunca aparece frente a un espejo porque su reflejo sería ella misma, al contrario que los demás personajes del libro, que siempre ven a su doble reflejado. Rebeca Linares me atrae porque representa la diferencia; se distingue claramente de los demás; no la maneja nadie; hace lo que le viene en gana. Los otros se mueven con la falsa ilusión de ser alguien, pero chocan continuamente con el muro de sus mentiras. Rebeca es consciente de que todo lo que hace lo ha hecho ya, y no tiene culpa, por eso disfruta. El resto de personajes (incluso Paula, en quien, a pesar de su decisión, su madre ejerce una gran influencia moral) tienen muchas y variadas identidades, quizá para tratar de salir del absurdo en el que viven. Rebeca, en cambio… Cuando Marcelo la conoce, y se queda fascinado, ya está hecha, ha encontrado respuestas, no quiere estar en dos lugares ni en dos tiempos a la vez para huir del que vive: quiere disfrutar del mundo y de su tiempo y habla del pasado como recompensa, como experiencia de la que aprender. Rebeca, además, a pesar de ser una víctima, no busca el perdón porque perdonar sería olvidar lo que sucedió. Pero tampoco quiere venganza. Los escenarios. Especialmente Madrid y Bilbao. ¿Era aquí dónde te sentías más cómodo? ¿Qué representa cada una de estas ciudades en Las discípulas? ¿Qué me dices de Maderos o Drohobycz? A mí me parecen más importantes… ¡Incluso el caserío del monte Alén! Rebeca se mueve muchísimo por el mundo (Madrid, Argentina, Francia, Estados Unidos, Japón…), pero Marcelo no sale de esa cárcel que supone el triángulo espacial de Madrid, Bilbao y Maderos, el pueblo de su padre; a Hugo le sucede lo mismo, sólo que, en lugar de Maderos, tiene a Drohobycz, el pueblo centroeuropeo donde nacieron su abuelo y el escritor y pintor Bruno Schulz, a quien Hugo tiene como modelo. Bilbao y Madrid son los dos extremos del viaje a través de un espacio dramático, escenificado, de unos personajes que caminan juntos todo el tiempo, una línea imaginaria que sólo consiguen traspasar, como digo, cuando uno viaja al pueblo abulense de su padre, desde donde será arrastrado por su hermano a la casa familiar, y el otro con las cenizas de Jacob, hasta Drohobycz. Yo creo
que estos lugares tienen bastante que ver con el viaje mitológico, con el retorno y con el exilio, con Ulises y Moisés, con el relato helénico y el relato bíblico, porque son invención y memoria, espacio y tiempo. Me acuerdo de que Oteiza, para hablar de su trabajo en escultura, decía que el tiempo es lo que no se ve del espacio, una cita que me gusta mucho. Los escritores habitamos un vacío, construimos territorios en los que los personajes se mueven de muchísimas maneras: como rebeldes o como sumisos, pero entre ambas opciones siempre habrá una ciudad esperando, de la que partir o a la que regresar. Hay en la novela muchos y muy variados descensos a los infiernos. ¿Cuáles crees que son los más relevantes? El descenso a los infiernos es el viaje por excelencia, y en la novela hay varios, en efecto: está el de Esteban Wilcox, un personaje que a mí me parece repugnante, que hace descender a otros, a Adela, por ejemplo, en Cayo María, un infierno que tiene que ver con el tema de la mujer sometida por el hombre a la violencia sexual. Otro es el de Marcelo en el monte Alén con sus amigos, ¿pero este es un descenso o un ascenso?, cuando logra desbloquear la línea imaginaria que separa la realidad de la ficción, la experiencia vivida y la experiencia soñada, fundidas gracias al lenguaje, y tener dos perspectivas temporales en un mismo espacio, el caserío, ese lugar mítico, maravilloso... El caserío representa el más allá, el mundo de los muertos, que es oscuro y terrible. Marcelo logra descender a sus dominios a través de una ventana, un resquicio, una especie de grieta, y regresar a la superficie atravesando la puerta principal. Cuando esto sucede ya no es posible volver. En el mundo real, Marcelo se había mostrado indiferente a la violencia en el pasado, se había refugiado en la música y en las drogas con su grupo de amigos, pero ahora se le presenta en ese mundo imaginario la posibilidad de enmienda, de dejar de ser cómplice o testigo. Sale y regresa con un mensaje y una experiencia vivida y soñada, una experiencia que decide escribir y contar en un cuaderno para regenerarse y, qué duda cabe, volver a ver a Rebeca y encontrar consuelo. El relato está sembrado de referentes culturales. Escritores (Thoreau, Philip K. Dick, Blas
de Otero…), el mundo del cine, del arte… ¿Qué aportan estos referentes a los personajes y a la trama? ¿Es una forma de escape? La verdad es que podía haber hecho como Stephen King, inventármelas todas y crear un universo personal, que es lo que hice en la primera versión de la novela. Ahora están los Mac Pig & Mac Peg, las hamburguesas Pig Mac y todos los productos de Wilcox Corporation. Entonces, como digo, me inventé hasta los grupos de rock, sus canciones y sus letras, los títulos de los libros de Serafín Contini, sus argumentos, las películas y un largo etcétera; pero me di cuenta de que utilizando las referencias sacadas de nuestro mundo real generaba mayor verosimilitud en el encuentro entre la realidad y la parodia; además, soy de los que piensan que las referencias inventadas envejecen peor que las copiadas. Ahora bien, todas tienen que ver con la trama. Intento evitar introducirlas si no tienen la importancia narrativa que la trama merece. Beta-Max, el gato. Omnipresente. ¿Qué representa? ¿Es un personaje con entidad o simplemente es un espejo donde se reflejan los otros personajes? Supongo que te refieres a la escena del espejo de la segunda parte. Allí el espejo representa el paso del tiempo y tiene una función existencial: el miedo de Saioa ante la amenaza de su muerte. También es un símbolo de la imaginación y evidencia la figura del doble, o su recuerdo: en esta escena ella refleja a Estefanía y en el caso del espejo del caserío del Alén, mucho más adelante, Marcelo se ve reflejado en Hugo, su pensamiento y su conciencia. Quizá alguien puede ver cierto narcisismo en el espejo, de igual forma que puede encontrar en la figura omnipresente del gato cierta admiración exagerada por uno mismo. Con tu pregunta me doy cuenta ahora de que Beta-Max es una bestia siamesa, es decir, gemelar, como el espejo y muchos de los personajes que aparecen en la obra. Leí una vez que si colocas un espejo frente a otro reproduces un caleidoscopio (yo lo hacía de niño, y quizá me haya quedado como recuerdo), de igual forma que un personaje frente a otro reproduce un individuo diverso y cambiante. En Las discípulas el mundo real y el ficticio aparecen y desaparecen, como si retiraras un espejo colocado frente a otro y ahora no supieras cuál es el real y cuál el ficticio.
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Aforismo: debates y perspectivas Aforismo: problemas de definición Marco Ángel – 11
Disparos al aire. Aforismos sobre el aforismo en la literatura hispanoamericana Hiram Barrios – 14
Ana Calvo Revilla – 22
Mujeres en la aforística española Carmen Camacho – 26
Leer el aforismo
Dos aforistas afuerinos: Amado Nervo y Franz Tamayo
El aforismo en la época de la retuiteabilidad
Jaque al aforismo. La jugada infinita de Eduardo Scala en La semilla de Sissa. AjedreZ
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Chispazos del entendimiento y revelaciones epifánicas: aforismos, aforemas, barbarismos, pompas y otras discordancias portátiles
Manuel Neila – 30
Javier Helgueta Manso – 34
E l ci e l o r a s o
Aforismo: problemas de la definición Por Marco Ángel Una revisión de los diccionarios de términos literarios revela aspectos problemáticos en la definición de aforismo. Las definiciones señalan lo obvio, se mueven en círculos y delatan un entendimiento que padece de obsolescencia. Por desgracia este abandono en los conceptos fundamentales se cuela de matute en la crítica que opera con un género vivo y cambiante, de ahí que cierta confusión en los estudios del área sea consecuencia lógica del carácter primitivo de sus conceptos fundamentales. * Señalar la existencia de un contenido epistémico breve y doctrinal y la referenciación a adagios, proverbios, máximas, pensamientos y a otras formas brevísimas son las estrategias de definición del aforismo que repiten diccionarios en español, francés, portugués e inglés. Significativamente, los diccionarios de términos literarios no van mucho más lejos en este trabajo. Por ejemplo, en A Dictionary of Stylistics Katie Wales escribe: An aphorism is a pithy statement or maxim expressing some general or gnomic truth about (human) nature. […] Impersonal and authoritative, it is characteristic of many ancient literatures and appears frequently in seventeenth and eighteenth – century prose essays. (2001)
A Dictionary of Literary Terms registra que un aforismo es: A terse statement of a truth or dogma; a pithy generalization, which may or may not be witty. The proverb (q.v.) is often aphoristic; so is the maxim (q.v.). A successful aphorism exposes and condenses at any rate a part of the truth, and is an aperçu or insight. […] The aphorism is of great antiquity, timeless, and international. […] the common stock of wisdom and knowledge everywhere has scattered these nuggets
of truth in the writings and sayings of many civilizations. (Cuddon, 1977)
Tal como Wales, Cuddon también afirma que hay una relación entre aforismos, máximas, proverbios y otros textos breves; pero en las entradas de apotegma, máxima, proverbio y sentencia simplemente reconoce la gran dificultad para definir y delimitar diferencias. En su Literary Terms: A Dictionary, Beckson y Ganz afirman que un aforismo es ‘A short, pithy statement of a truth or doctrine; similar to an apothegm or maxim’. Si uno revisa las entradas de Apotegma y máxima, completa un círculo: «Apothegm: See Aphorism» y «Maxim: See aphorism». No hay entrada para sentencia ni para pensamiento y la de proverbio no es más explícita: ‘A short popular saying, generally an observation or piece of advice. […] most proverbs are anonymous products of the folk’ (1990). Literary Companion Dictionary de Grambs: «Aphorism n. A statement that succinctly frames a principle; a short, compelling observation or general truth» (1985). Baldick en The Concise Oxford Dictionary of Literary Terms: «... a statement of some general principle, expressed memorably by condensing much wisdom into few words» (1990). Es más significativo que A Dictionary of Modern Critical Terms de Roger Fowler, A Concise Glossary of Contemporary Literary Theory de Hawthorn, y A Glossary of Literary Terms de Abrams no tengan entradas para aforismo, máxima ni proverbio. Tampoco las hay en Princeton Encyclopaedia of Poetry and Poetics. * El análisis permite identificar tres aproximaciones a la definición de aforismo. La primera explica los aforismos con el uso de analogías; la más común es entre aforismos y máximas, pero también son comparados con proverbios, apotegmas, sentencias, pensamientos e incluso con dichos. Tales analogías facilitan imágenes útiles para construir una impresión general, pero complican la cuestión al traer a la mente
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E l ci e l o r a s o
Marco Ángel. Aforismo: problemas de la definición
otros rasgos de otros géneros que, por su parte, tampoco se han definido. La analogía con los proverbios permite asociaciones con la sabiduría popular, con la sabiduría antigua, con la autoría desconocida y la relación con los dichos. La analogía con las máximas propone asociaciones con principios generales, reglas de comportamiento, cuestiones morales, verdades universales o generales y un tono autoritario. Analogar al aforismo con la sentencia permite asociarlo con afirmaciones categóricas de una sola frase. Estas analogías a veces postulan semejanzas (Cuddon), a veces sinonimias (Beckson y Ganz). Las sinonimias son circulares y por tanto dependen de la calidad de la definición de alguna entrada en particular. Las semejanzas sugieren la existencia de géneros o subgéneros diferentes aunque relacionados, pero nunca se especifican ni se clarifican las diferencias entre los tipos de textos. La segunda aproximación identifica «diferencias específicas» y las presenta como características genéricas, que pueden agruparse en dos categorías: 1) formales o externas y 2) internas. La característica externa más mencionada es la extensión del aforismo: su brevedad, rasgo tan evidente que algunos lo han creído el único criterio efectivo para distinguir aforismos de otros textos parecidos. Umberto Eco, por ejemplo, escribe en On Literature: «¿Qué distingue a un aforismo de una máxima? Nada, excepto la brevedad» (2005: 62). Según Eco, las máximas más breves también son aforismos, pero algunas máximas son demasiado largas para serlo; en mi opinión, el criterio es insuficiente y nada claro: la línea entre lo breve y lo no tan breve es confusa, pues es una distinción de grado, no de categoría. Cabe añadir que las definiciones no señalan otros rasgos externos —tales como convenciones métricas o ritmos—, lo que no ayuda a la propuesta de la brevedad como criterio. Complementariamente se mencionan características internas asociadas con: a) extensión, b) la función comunicativa, c) la actitud o tono del aforismo; y algunos autores mencionan la existencia de un d) modo aforístico. Sin embargo, en cuanto diferencias específicas, todas ellas son insuficientes. Veamos. Entre las características asociadas con la extensión encontramos: concisión, laconismo, etc. Es difícil imaginar un aforismo cualquiera que no sea conciso; sin embargo, puesto que se puede ser breve sin ser conciso, el uso de estos adjetivos parece indicar un diseño intencional para hacer que el lenguaje funcione, digamos, aforísticamente. Así que se podría esperar que las definiciones intentaran abundar en este probable diseño
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intencional que permite reconocer el estatus genérico de los textos, pero nada es dicho en ese sentido. Wales afirma la «actitud impersonal y autoritaria» de los aforismos. Por mi parte, creo que esta actitud ha de ser asociada con la función de algunos textos aforísticos, pero no del lote total. Regresaré sobre el punto en la sección epistemológica de este análisis. Cuando Princeton Encyclopedia of Poetry and Poetics (vid. Epigram) y Baldick usan la palabra aphoristic (vid. Sententia), están hablando de lo que Fowler denomina «literary mode». Empero, no hay explicación del término y la revisión de las definiciones no permite saber a qué se refieren —en contraste con lo que ocurre cuando hablan del «proverbial mode»—. En todo esto hay dos hallazgos: a) aparte de la brevedad no hay más criterios externos, y b) en general, los textos brevísimos parecen compartir una característica interna: expresan con concisión. La tercera aproximación señala una dimensión epistémica del aforismo: su función comunicativa es la transmisión del conocimiento expresado en principios, verdad o sabiduría. En nuestra época la mera mención de estas palabras en la definición de un género literario causa suspicacia; sin embargo, las definiciones no ahondan en ello y la relación entre aforismos y conocimiento es compleja y amerita examinación. El tipo de conocimiento con que tratan los aforismos da una pista de su función comunicativa: las definiciones sugieren la existencia de relaciones con el conocimiento técnico o con el moral. La primera relación está sugerida por la mención de Hipócrates y el aforismo médico como el origen del género, por el hecho de que el aforismo médico o legal sean tradiciones vigentes y porque se afirme que el aforismo es una «definición o expresión concisa de algún principio científico» (cfr. Oxford English Dictionary Online, 2018). Establecer este tipo de contenido permite deducciones: en una disciplina técnica, los límites de la práctica profesional determinan la ocasión y los tópicos; i. e. la función comunicativa del género ha de estar ligada a la transmisión de definiciones, normas, principios relacionados con las creencias y valores de la práctica profesional. Las ideas pedagógicas de época probablemente determinarán el tono y la actitud de los aforistas, quienes serán básicamente expertos de las disciplinas en cuestión. Cabe notar que cuando lexicógrafos como Wales hablan sobre la actitud autoritaria del género, probablemente piensan en las especies técnicas del aforismo, pues esta actitud era común en textos creados para educar o enseñar en una edad en que la relación maestro-alumno respondía
a una jerarquía más autoritaria que la actual. Asimismo, es probable que la tradición médica del aforismo haya influido estilísticamente en el tono sentencioso del aforismo francés del siglo XVII, que es parteaguas en el desarrollo contemporáneo del género. La relación entre textos aforísticos y la sabiduría se afirma directamente, por ejemplo: «condensing much wisdom into few words» (Baldick). También se sugiere en la analogía del aforismo y el proverbio, que es un tipo de texto asociado con la llamada «literatura de sabiduría» (wisdom literature). Por otro lado, la analogía con la máxima afirma que el aforismo expresa reglas, principios y verdades generales sobre la conducta, i. e. un tipo de información específica y conocimiento moral. La supuesta relación de un género literario con la sabiduría o el conocimiento moral genera muchas preguntas. Actualmente ya es difícil justificar opiniones, de manera que es incluso más complicado afirmar que alguien conoce lo que es moral. En un tiempo de relativismo y escepticismo como el nuestro, el concepto de sabiduría genera suspicacias, de manera que creer que los aforismos son recipientes de sabiduría prejuicia la visión del género: si el ingrediente esencial del aforismo es la sabiduría, se tiene que ser sabio o bastante arrogante para atreverse a escribirlo: The aphorist does not argue or explain, he asserts; and implicit in his assertion is a conviction that he is wiser or more intelligent than his readers. For this reason the aphorist who adopts a folksy style with ‘democratic’ diction and grammar is a cowardly and insufferable hypocrite. (Auden et al. The Faber Book of Aphorisms. 1964: vii-viii)
Me parece que para entender la dimensión epistémica del aforismo se hace necesario ubicar el concepto de sabiduría en un contexto previo al nuestro: «In ancient times, wisdom was thought of as the type of knowledge needed to discern the good and live the good life» (Craig. Routledge Encyclopedia of Philosophy, 1998). Asimismo, hace falta revisar la conexión entre sabiduría y cuestiones morales que hay en la llamada literatura de sabiduría: Concern with the art of living long preceded formal science or philosophy in human history. All ancient civilizations seem to have accumulated wisdom literatures, consisting largely of proverbs handed down from father to son as the crystallized results of experience. (Edwards. The Encyclopedia of Philosophy, 1967)
El viejo concepto de sabiduría comprendía la idea del buen juicio y el conocimiento práctico con respecto a la propia conducta: un conocimiento moral. Los diccionarios usan ese concepto para explicar al aforismo y esto es confuso porque la ideología contemporánea difícilmente acepta dimensiones del conocimiento no relacionadas con la ciencia, la técnica o el arte. Los diccionarios constantemente mencionan la «verdad» en las definiciones de aforismos, máximas y proverbios. Esto es problemático (¿qué pasa cuando dos aforismos se contradicen entre sí?); una pregunta útil aquí es de qué tipo de verdad estamos hablando. Respecto a esa cuestión hay en juego al menos dos tipos de tradiciones: aforismos asociables con disciplinas técnicas y aquellos relacionados con la sabiduría moral: la verdad (cualquier cosa que se entienda por ello) que el aforismo expresa estará relacionada con la tradición a la que pertenece. Directamente o por medio de la analogía con máximas, las definiciones sugieren que la verdad del aforismo es general o universal, pero si hay dos tradiciones de verdad, entonces uno puede pensar que los límites de las verdades aforísticas se reducen a un campo. Si uno pierde de vista que dicha verdad aforística se aplica a su disciplina o a su tradición, entonces no tenemos en cuenta su carácter limitado y, posiblemente, abrimos paso a la arrogancia. * Cierta evolución del aforismo parece haber pasado inadvertida para los estudios literarios. Dicha evolución está relacionada con cambios sociales en la producción y comunicación del conocimiento que naturalmente han influido en las funciones tradicionales del género. Por eso las definiciones actuales funcionan cuando se aplican a textos tradicionales, pero la necesidad de repensarlas es patente en la facilidad con que se les puede ofrecer contraejemplos. De ahí la desorientación manifestada por Umberto Eco: «No hay nada más difícil de definir que un aforismo» (2005: 62). Cabe mencionar que tales contraejemplos son abundantes entre los relativamente nuevos desarrollos del género; para mencionar algunos: la tradición francesa del XVI y del XVII, Canetti, Cioran, Lec, Kraus, Wittgenstein, Porchia y muchos más. En otras palabras, las definiciones fallan por obsolescencia y es fácil retarlas con aforismos de autores contemporáneos. Quien persista en tratar de entender el género usando tales herramientas se condena al asombro o a la frustración.
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Disparos al aire Aforismos sobre el aforismo en la literatura hispanoamericana Por Hiram Barrios El aforismo nació con algo de estatuto, de código o incluso de principio. Ha conservado desde sus orígenes la naturaleza instructiva propia de una frase destinada a encapsular lo mismo una afirmación médica que una sentencia jurídica o una sanción de tipo moral. Se trata de una escritura deontológica proclive tanto a la descripción como a la prescripción de normas o reglas. La aforística de Hispanoamérica no ha perdido este tono lapidario, aunque en muchas ocasiones se trate de una estrategia persuasiva, cuando no de una parodia o una ironía. Lo cierto es que, aún hoy en día, la contundencia de un aforismo memorable sigue teniendo autoridad en los terrenos de la medicina, la política, la ética o, incluso, la religión. No por nada Guillermo Fadanelli sugiere: «Cualquiera que escriba diez buenos aforismos puede fundar una religión. Sólo requiere un inversionista». Acaso algo de verdad hay en dicha especulación; no obstante, el arte del aforismo no es un privilegio de grandes pensadores o de plumas consagradas. Jorge Fernández Granados anota: «No es para tanto, cualquier artesano observador podría escribir diez sentencias sabias sobre su oficio». Y la realidad, que siempre va un paso adelante, lo evidencia con los Aforismos de conserjes (Pinos Alados, 2017) de Antonio Valenzuela, quien ejerce el oficio en algún centro educativo de Tijuana, en el norte de México. Reproduzco un par de sus esquirlas: «El conserje limpia oficinas porque los académicos las ensucian»; «Un conserje leyendo puede ser un gran poeta, y un académico, no». Vehículo idóneo para la reflexión sobre un quehacer, ya manual, ya intelectual. En los dominios del arte, el aforismo ofrece una mirada a las conquistas del artista. Con él se exponen las inquietudes que han signado al creador, sus preferencias estilísticas o bien los usos o aplicaciones particulares de una técnica, por ejemplo. Menciono una tercia de colecciones afortunadas: los aforismos sobre la luz, el color o la forma del pintor ve-
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nezolano Armando Reverón; los de la actuación, la entonación o la escenografía del dramaturgo mexicano Luis de Tavira; y los Apuntes sobre poesía que recientemente ha publicado el poeta argentino Daniel Freidenberg. No es de asombrar que la reflexión metaliteraria se asome como una de las líneas de trabajo más socorridas en la aforística hispanoamericana. En el caso de los aforistas contemporáneos, resulta además interesante constatar un reiterado esfuerzo por definir o, al menos, caracterizar el objeto de su inquisición. Tarea nada baladí si se piensa que tal ha sido un problema irresuelto que aún despierta desvelos (Umberto Eco llegó a afirmar que «no hay nada menos definible que un aforismo», y especialistas como Gino Ruozzi o James Geary han evadido también una definición). En las siguientes líneas abordaré una tercia de características postuladas por escritores hispanoamericanos a partir de su práctica aforística. El objetivo es buscar semejanzas y puntos de vista coincidentes entre los aforismos que versan sobre el aforismo. Si bien estos no alcanzan a definir todas las posibilidades que arroja la libertad de composición de la actualidad, al menos permiten destacar algunos rasgos que la singularizan. Algo de luz habrá de arrojar la forma en la que los creadores conciben su materia de trabajo. Condensación verbal La aforística contemporánea acoge, entre otros, los formatos de decálogo, manifiesto o diccionario en un afán por redefinir los conceptos que somete a juicio. También es común la enunciación a partir del verbo copulativo o mediante el uso de dos puntos («El aforismo es…», o bien, «Aforismo:»). La comparación o el contraste son asimismo estrategias recurrentes. El tamaño del texto suele ser una de las observaciones más habituales. Raúl Aceves, escritor y estudioso mexicano de esta modalidad de escritura, apunta: «El aforismo es un género breve, pero no menor». La extensión del texto no se corresponde con la capacidad de sugerencia que
Aforismo: ensayo jíbaro, microscopia del pensamiento, arrogancia. Jezreel Salazar
En ambas descuella una fuerza evocativa que se cristaliza con la participación del lector, quien habrá de completar el sentido a partir de las pistas que se le otorgan («El aforismo ajeno es un reto al ingenio propio», escribió Edmundo O’Gorman). En otro ejercicio comparativo, Alberto Girri había sugerido que la vitalidad del poema podría ponderarse en relación con el aforismo al que podría aspirar:
Hiram Barrios. Fotografía cedida por el autor ©
produce. Según varios de sus cultivadores, el tamaño del texto sería una de las primeras virtudes a subrayar: «Brevedad, cuán larga eres», escribe Andrés Neuman, escritor argentino avecinado en España. El aforismo proyecta, para decirlo con Geary, «un mundo en una frase», y para ello demanda un lector con la pericia necesaria para interpretar los elementos interdictos, pues, a decir de Franklin Fernández, autor venezolano: «Un aforismo requiere de la lentitud de una meditación añeja». Esta escritura aprovecha al máximo el principio de economía verbal. Condesa la información de tal manera que no requiera más dato para ser entendida. Para Merlina Acevedo, escritora mexicana, «El aforismo es una conclusión que llega a sí misma». Este principio de autonomía se aprecia en varias definiciones que los aforistas hispanoamericanos han aportado. Francisco León González, por ejemplo, escribe: «El aforismo dice todo, aunque le falte decir lo demás». Carlos Saavedra Weise, aforista boliviano, define: «El aforismo cincela el idioma y condensa el alma». La contundencia de la idea y la precisión de la palabra se anuncian como distintivos que procuran, ante todo, iniciar un diálogo, implicar a quien lee: «El aforismo no pretende decir la última palabra sino la primera. De las siguientes se ocupa el lector», sanciona Julián Serna Arango, aforista colombiano, quizá uno de los que más ha reflexionado al respecto. En un camino similar, el parangón con otros géneros literarios suele resaltar esa condición sintética y elíptica. Véanse este par de comparaciones aportadas por aforistas mexicanos: Aforismo: la frase final de la novela, sin la novela. Jorge Fernández Granados
Vocación aforística del poema. Extremándola, sostener que la bondad del poema reside en el grado (eventual) de eficacia del aforismo a que se dejaría reducir.
El catálogo de comparaciones es amplio. El humorista argentino Roberto Fontanarrosa confeccionó esta que guarda alguna relación con la greguería: «Un elefante encerrado en un dedal. Eso es el aforismo». Sin embargo, no todos conciben esta capacidad de condensación como un acierto. José Emilio Pacheco lo caracterizó con estas palabras: Aforismo: ensayo que no quiere levantarse. Género que hace de un vicio —la pureza— una modesta virtud. Por su proclividad a la repetición, al lugar común, al plagio involuntario demuestra que las ideas son pocas y siempre las mismas. En su desnudez expone nuestra pobreza mental.
Rubén Bonet, catalán radicado en México, más conciso, afirma: «El aforismo tiene su equivalencia fisiológica en la eyaculación precoz». La extensión textual de un aforismo, no obstante, parece relacionarse intrínsecamente con un pensamiento nómada, una razón poética que se distingue por una acertada condensación verbal cuya pregnancia queda resaltada en aras de una facultad evocativa. Julián Serna Arango parece coincidir: «El aforismo es la idea en estado salvaje; en el tratado, permanece cautiva». La libertad del pensamiento está relacionada con la forma en la que se enuncia. José Martí ya lo había anotado: «Las concepciones geniales son siempre breves». Hibridez Serna Arango apunta sobre la cualidad híbrida, fronteriza: «El aforismo es elusivo. Los poetas dicen que
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Hiram Barrios. Disparos al aire.
es filosofía; los pensadores, que es literatura». En este lugar ambiguo se conjunta lo mismo el dilema narrativo que la observación elíptica o la meditación lírica. El aforismo no responde a una estructura fija, ni demanda un listado específico de cualidades. Libertad de creación, de pensamiento, parece ser uno de los estandartes. Antenor Orrego, escritor peruano, apuntaba ya en Notas marginales (Olaya, 1922) que «No es la forma que capta el pensamiento, es el pensamiento que crea su forma». Estructura proteica, mutable, que no acepta el encasillamiento. El aforista mexicano Francisco Guzmán Burgos arroja esta observación: «Cada aforismo crea su propio sistema de pensamiento». Aunque, a decir de Salvador Elizondo, la destreza verbal o la creatividad de la forma no son garantes de certeza o veracidad: «Los aforismos más ciertos son siempre los aforismos menos brillantes». Y aunque es precisamente la forma la que despierta suspicacias («No hay aforismo sin grieta», dice Franklin Fernández), para otros lo que distingue al aforismo está en el contenido, en aquello que expresa: una verdad que perdura o que permanece en el imaginario colectivo. El escritor cubano Enrique José Varona, pionero en el rescate de este género, escribe hacia 1927: «El aforismo es un rayo de luz que palpita, de conciencia a conciencia, a través de las edades». Discordancia El aforismo defiende una postura individual. No consiente, replica; no respeta, bromea. El filósofo cubano José de la Luz y Caballero ya había notado, en el siglo XIX, una inclinación disidente, una invitación a la crítica: «Hay aforismos que sólo son motivos para pensar». La pretensión de verdad —tan cara a la enseñanza que se supone que encierran los dichos tradicionales— se diluye entre la provocación o el escarnio. Franklin Fernández escribe: «Un aforismo no es simple frivolidad decorativa, insiste una y otra vez en el engaño». La gracia de estas esquirlas residiría en su naturaleza destructiva (y autodestructiva). Las creencias, los valores incluso, se desmoronan ante esta acidez del pensar. Julián Serna Arango recuerda que «Las certezas se derrumban en forma de aforismos». Y no hay materia que evada el examen: «El pensamiento puede escapar de todo: menos del aforismo», como señala José Balza. Se trata de una escritura destinada a incomodar, a fastidiar a quien se deje. Alina Diaconú, escritora argentina, apunta: «Escribir aforismos es como rociar una ráfaga de fijador sobre cabelleras propias y ajenas».
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La discordancia es propia de toda mente que cuestiona, pero en este caso el desacuerdo que se enaltece suele ser incendiario, pues, a decir de Serna Arango: «El aforismo es una dosis de entropía que explota en la cara». Pero no todo es agresión. La contundencia no siempre ataca con un golpe. Luis Yslas Prado, aforista peruano, escribe: «Un aforismo es una herida que se cree bala». Y ya en los terrenos de la balística, se debe a José Antonio Ramos Sucre una de las definiciones más atinadas. Infortunadamente, no se trata de un aforismo. La frase aparece en una carta fechada el 7 de enero de 1930. En ella, el poeta venezolano se defiende de quienes se habían sentido aludidos por sus escritos y concluye: «Los aforismos son disparos al aire». *** Cualquier definición se antoja parcial e incluso lábil. Lejos de aislar el sentido del término, los aforismos mencionados sólo parece que lo extienden. «Definir qué es el aforismo es una definición al cuadrado, un aforismo imposible», escribió Giuseppe Pontiggia. En este sentido, Juan Varo Zafra reflexiona: La aporía de una palabra que significando ‘definición’ no pueda, sin embargo, ser definida se resuelve de inmediato si entendemos que cualquier definición de aforismo que se proponga no podrá ser sino otro aforismo que requeriría a su vez ser definido. Y así hasta el infinito.1
El aforismo, a luz de sus practicantes, es un género evocativo que se concreta en el lector; una frase condesada que no se somete a una fijación métrica o, en general, a un molde o estructura preconcebidos. Expresa ideas personales, subjetivas, algunas veces relativas. La libertad del pensar ha marcado a esta escritura condensada, híbrida y discordante. La variedad de propuestas que en la actualidad se identifican como aforismo pone a prueba, sin embargo, toda caracterización. Los distintivos subrayados no tienen que corresponder a todas y cada una de las posibilidades que adopta en nuestros días y aún hay otros rasgos que deben contemplarse para asirlo a cabalidad. Este ensayo forma parte de Disparos al aire. El aforismo en Hispanoamérica. Estudio y antología, inédito. Los aforismos de autores mexicanos o avecinados en este país fueron tomados de Lapidario. Antología del aforismo mexicano (1869-2014). 1. Varo Zafra, Juan. «El aforismo, género y concepto», en Revue Romance, vol. 45, núm. 2, 2010, pág. 299.
Leer el aforismo Por José Ramón González
En uno de sus trabajos sobre literatura alemana, el germanista suizo Peter von Matt describe el efecto que el aforismo produce en el lector como una «turbulencia hermenéutica» (citado por Topa1, 25). La imagen resulta ajustada y feliz, porque subraya la dimensión dinámica de la lectura y el trabajo que implica la interpretación del aforismo, abierto siempre a lo inesperado y lo imprevisto. Leer un aforismo no es, en principio, un proceso diferente al de leer cualquier otro tipo de texto y requiere de partida una serie de competencias básicas que cualquier lector medianamente culto maneja con soltura, pero se trata de un caso especial porque la peculiar densidad del texto aforístico, su intrincada y sólida trabazón arquitectónica y su parquedad extrema parecen exigir un esfuerzo interpretativo que es, si no de diferente naturaleza, sí de mayor calado que el que se aplica a otro tipo de textos. Conviene recordar que en el prólogo a La genealogía de la moral (Alianza, 1983) ya señaló Nietzsche, recurriendo a una expresión no exenta de ironía, que el aforismo es un texto concebido para ser rumiado, esto es, para ser trabajado y revisitado en sucesivos acercamientos: «Un aforismo, si está bien acuñado y fundido, no queda ya “descifrado” por el hecho de leerlo; antes bien, entonces es cuando debe comenzar su interpretación, y para realizarla se necesita un arte de la misma. En el tratado tercero de este libro he ofrecido una muestra de lo que yo denomino “interpretación” en un caso semejante: ese tratado va precedido de un aforismo y el tratado mismo es un comentario de él. Desde luego, para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy
en día la más olvidada —y por ello ha de pasar tiempo todavía hasta que mis escritos resulten “legibles”—, una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no “hombre moderno”: el rumiar…» (36). Algo muy similar es lo que sugiere Murray Davis2 cuando señala que «[u]n aforismo es un pensamiento compacto, cuya descompresión exige contemplación» (258). En ambos casos se apunta a un proceso de interpretación demorado y lento (el tiempo que ocupan la contemplación y la rumiación), que exige una particular disposición lectora y un trabajo intelectual por parte del lector. Al margen de la precisión de los términos elegidos, esa caracterización refleja con fidelidad la experiencia común de muchos lectores. Un aforismo exige ser leído y releído, y en muchos casos esa lectura y relectura parece incapaz de agotar el posible sentido del texto. Es como si siempre permaneciese en la sombra un remanente posible de sentido —un sentido no actualizado, potencial, evasivo, podríamos decir—, que traslada al receptor la sensación de que el trabajo hermenéutico no se cierra de forma definitiva tras una primera lectura y es susceptible, por lo tanto, de ser reactivado en sucesivos acercamientos al texto. La exigencia de una lectura «intensa» o «intensiva», que es a lo que nos estamos refiriendo, estribaría en el hecho de que el texto aforístico se presenta como una estructura de alta densidad que exige en el lector «una capacidad grande para desdoblar sentidos, lógicas y mecanismos retóricos “compactados” (para utilizar una metáfora informática) en el texto» (Helena Topa 26). Pero, además, precisa la estudiosa portuguesa, «[…] no es sólo una competencia especial lo que exige el aforismo, es también una predisposición a abandonar los esquemas habituales de lectura: ambigüedad, ironía, paradoja son apenas algunos de los procesos de dilatación de los horizontes del lenguaje y de la experimentación de lógicas que [el aforismo] emplea para sorprender y desarmar al lector, obligándole a repensar y a desautomatizar sus modos de
1. Topa, Helena. «Das fronteiras de género às fronteiras discursivas: aforismo, fragmento e ensaio». Revista da Faculdade de Ciências Sociais e Humanas 11 (1998): 23-33.
2. Davis, Murray S. «Aphorisms and clichés: The generation and dissipation of conceptual charisma». Annual Review of Sociology 25 (1999): 245-269.
El aforismo es, por lo general, más inteligente que el aforista. Álvaro Robledo
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José Ramón González. Leer el aforismo
aproximación al texto» (26). El aforismo se nos ofrece, entonces, como un desafío que nos obliga a desplegar todo un conjunto de estrategias interpretativas y a ensayar —para aceptarlas o desecharlas— diversas lecturas. Es un tipo de texto que nos pone a prueba como lectores y nos exige tiempo y esfuerzo, porque incluso cuando alcanzamos una propuesta de sentido, no siempre resulta fácil explicarla o parafrasearla sin desnaturalizar lo que ha supuesto la experiencia de lectura (muy a menudo permanece un leve poso de indeterminación). Además, las lecturas de un mismo aforismo no son siempre coincidentes y siempre hay margen para la subjetividad del receptor. En realidad todo esto apuntaría a la dificultad del texto aforístico (producto de una ambigüedad, imprecisión u oscuridad inmanente), pero recurrir a ese término exige precisar con más detalle de qué estamos hablando, porque el efecto logrado depende de varios factores y la dificultad, en el caso de que aceptemos esta expresión, se manifestaría en diferentes niveles. Por una parte el buen aforismo incorpora siempre una cierta dosis de sorpresa y novedad y desafía lo esperable. No es una constatación de lo evidente, sino precisamente su contrario. Por eso exige una actitud abierta. El lector de aforismos espera la sorpresa (es un elemento que forma parte de su horizonte de expectativas), pero desconoce cómo va a manifestarse y de qué manera se va a concretar. Y el escritor debe proporcionársela de manera indirecta y sin desvelarla a primera vista. Por eso debe trenzar su texto de manera que revele y oculte simultáneamente, creando un hueco (que es también, o que es sobre todo, temporal, porque consiste en una especie de dilatación/dilación) para que la precaria verdad del aforismo se revele o advenga. Sin engaño no existe el placer del descubrimiento y por eso el escritor debe jugar con las expectativas del lector dificultando un desenlace inmediato. Por otra parte, esa sorpresa depende en gran medida de la habilidad del escritor en el manejo de aquella información extratextual que el lector aporta cuando lee un aforismo. El estudioso mejicano Marco Ángel-Lara ha abordado con inteligencia el problema de lo que él ha llamado en varios lugares «la aparente desproporción entre tamaño y significado» propia del aforismo (o de cierto tipo de aforismos), y ha buscado la respuesta precisamente en la relación
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entre texto y contexto3. En este sentido, la capacidad expansiva del aforismo (su sobrecarga semántica, su desbordamiento de sentido), que contrasta con su habitual brevedad, no sería un fenómeno exclusivamente textual y dependería del trabajo que el receptor realiza al ponderar lo dicho y aquello que no se dice, pero que aparece indirectamente aludido e implicado en el texto. Quizá por ello hablar de densidad en el caso del aforismo —o de compactación como lo hace Helena Topa— podría parecer, a primera vista, inapropiado, ya que el sentido no se juega solamente en el campo de lo dicho, de lo lingüísticamente codificado, sino en un escenario más amplio que incluye también un universo de sentido o una enciclopedia compartida entre autor y lector, pero hay que apresurarse a precisar que lo sería si únicamente prestásemos atención a la dimensión textual, al texto en sí, porque basta con ampliar la mirada y observar el fenómeno como un hecho de discurso para comprender que esa densidad incorpora lo implicado, lo asumido, lo supuesto y lo inferido, ya que toda interpretación trabaja simultáneamente desde esos múltiples planos de sentido. En un trabajo reciente la estudiosa polaca Maria Jodłowiec aborda el funcionamiento del aforismo y sus efectos de lectura desde la teoría de la relevancia comunicativa y considera que el discurso aforístico funciona como un tipo de comunicación débil, que genera un efecto de discurso muy próximo al poético4. No es este el lugar para profundizar en una cuestión técnica que exigiría un conocimiento detallado de cuestiones relacionadas con la lingüística cognitiva, con la teoría de la relevancia y con la pragmática, pero creo que el planteamiento de esta investigadora permite abordar con rigor la cuestión de la imprecisión y la vaguedad propia del aforismo, en las que reside, al mismo tiempo y paradójicamente, su riqueza de sentido. La naturaleza de la escritura aforística y sus efectos cognitivos —que emergen en el 3. Ángel-Lara, Marco Aurelio. «Some aphoristic Reading Effects: The experience of an apparent disproportion between textual size and meaning». Pensamiento y Cultura 16.2 (2012): 122-143. 4. Jodłowiec, Maria. «Indeterminancy in verbal communication: A relevance-theoretic analysis of aphorisms». Studia Lingüística Universitatis Iagellonicae Cracoviensis 133 (2016): 7-19.
proceso de lectura— pueden explicarse a partir de la teoría de la relevancia que Maria Jodłowiec convoca en su trabajo y que plantea un recorrido heurístico en el que el lector o el intérprete de un enunciado, según la propuesta de Sperber y Wilson, sigue la línea del mínimo esfuerzo al considerar los efectos cognitivos, poniendo a prueba las diferentes hipótesis interpretativas (desambiguaciones, implicaturas, precisiones referenciales…) en orden de accesibilidad y deteniéndose en el momento en el que sus expectativas de relevancia son alcanzadas (11). «En los casos de comunicación fuerte, el mecanismo heurístico guiado por la relevancia lleva al lector a recobrar una asunción específica o determinada, o un conjunto de asunciones transmitidas y que vienen todas abiertamente avaladas por la intención del autor» (13). Por el contrario, señala Jodłowiec, «cuando la comunicación es más débil el receptor, al seguir la vía del mínimo esfuerzo, descubrirá una o dos asunciones fuertemente avaladas por la intención del autor y algunas asunciones que no son sólidamente avaladas por el autor pero que el lector se ve inclinado a tomar en consideración, puesto que las primeras, las comunicadas de una manera fuerte, no proporcionan una gratificación que se corresponda adecuadamente con el esfuerzo
realizado» (13). Finalmente, «en los casos de una comunicación muy débil el mecanismo heurístico de comprensión recuperará un amplio número de asunciones, ninguna de las cuales está fuertemente garantizada por el autor, pero en estos casos es mutuamente evidente para el autor y su lector que se espera que este recobre algunas de estas asunciones en el proceso de interpretación del enunciado con el fin de alcanzar al menos un nivel satisfactorio de relevancia» (13). Sin descender a más detalles, la consideración del enunciado aforístico como un tipo de comunicación débil (en el grado que queramos) permite entender en gran medida cómo comunica el aforismo y, en consecuencia, también cómo se lee un aforismo. La indeterminación del enunciado —buscada por el autor— supone que no resulta claro cuáles son las implicaciones y asunciones que él prioriza y por lo tanto le corresponde al lector desplegarlas en sucesión hasta alcanzar lo que para él es un mínimo de relevancia (aunque este mínimo no coincida necesariamente con el de otros lectores, ni tampoco con el del autor). También puede suceder que estas implicaciones y asunciones, que a veces emergen de manera súbita y en gran cantidad, generando una sobrecarga cognitiva, no lleguen al estatuto de representaciones mentales y no permitan un cierre de sentido definitivo. En este caso, como señala Maria Jodłowiec, es posible incluso que el lector no llegue a ninguna conclusión y que se conforme con que sus pensamientos hayan sido sacudidos o puestos en movimiento (modificando su entorno cognitivo y, en consecuencia, sus posibilidades de pensamiento). No estamos muy lejos en este punto de la «turbulencia hermenéutica» a la que aludía al principio de este trabajo. En cualquiera de los casos, leer un aforismo supone un esfuerzo por parte del lector y no es una tarea sencilla (lo que, por otra parte, convierte en paradójica la proliferación actual de la fórmula aforística). El aforismo es un texto pero es a la vez algo más que una mera sucesión de palabras y viene a funcionar en el discurso como una inscripción incoativa (es decir, un enunciado que propicia el «comienzo de una acción») cuyo proyecto semiótico compete completar al lector. Esa es su responsabilidad y la fuente de su placer como lector. Leer un aforismo es traspasar las fronteras de lo dicho para habitar momentáneamente en un territorio de intemperie.
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El aforismo en la época de la retuiteabilidad Por Paulo A. Gatica Cote Si nos atenemos a la etimología, definir el aforismo supondría una perfecta redundancia: definir lo que define o lo que separa. Curiosamente, aunque se ha comprobado una y otra vez que los vocablos utilizados con mayor frecuencia —máxima, proverbio, axioma, sentencia, dicho o aforismo— han producido una especie de bucle semántico, todavía se insiste en la categorización «léxica» y esencial del género. Por esta razón, se ha originado una confluencia terminológica entre palabras tradicionalmente vinculadas al campo semántico de la escritura científica, jurídica, moralista o sapiencial, que presentaron —y todavía presentan— una serie de características particulares que, grosso modo, reeditan, por un lado, su étimo —enunciado cerrado, memorable, que ofrece algún tipo de enseñanza— y, por otro, se abren a la subjetivización moderna y fragmentaria de unos modos de conocimiento y existencia plurales. Sin embargo, surge de inmediato otro interrogante: cómo enfrentarse a esta abundancia formal a través de ejercicios clasificatorios que homologan unas diferencias adquiridas paradigmáticamente por el aforismo. El género literario no es un concepto unívoco; aun así, una parte nada despreciable de los acercamientos teóricos sobre la materia insisten en el idealismo genológico, mediante el cual se pretende establecer una relación porfiriana entre cada texto y su rama correspondiente. Es más, este tipo de aproximaciones provoca la aparición de una inopinada —y evidente— tautología que está en la base de relevantes transformaciones estéticas y culturales: un aforismo es un aforismo; es decir, un género literario difícilmente adscribible a alguno de los grandes constructos genéricos dentro de un repertorio discursivo llamado literatura. Ciertamente, la mera presencia del término sitúa la obra en el seno de una serie textual a la que se le atribuyen unas propiedades estructurales y discursivas específicas como la brevedad, el laconismo, el uso de la
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prosa —o del verso—, el ingenio, la condición aislada o fragmentaria, el didactismo o la poeticidad… No obstante, la competencia genérica determina la lectura «aforizante» por otros medios que el etiquetado. En este sentido, aparte de la formación académica o reglada, el aprendizaje también se fundamenta en las aproximaciones intuitivas que el lector realiza; así, el concepto genológico —el aforismo— se ve afectado por un maremágnum de inferencias vagamente calificadas de aforísticas. Por ejemplo, a este género literario se le concede, hasta en sus expresiones más irreverentes y anticanónicas, el beneficio de la duda. Dicho coloquialmente, se sabe que hay gato encerrado; se espera que contenga algún conocimiento, «ingeniosidad» o giro, como poco, interesante o provechoso debido a que previamente ha merecido ser «aforizado». Por ende, se produce una llamativa legitimación inversa, ya que la escritura aforística poseería a priori una relevancia heredada de su condición lapidaria: solemne y digna de ser grabada para la posteridad. Ahora bien, no quisiera sugerir que todo lo aforístico, en efecto, lo es, pues se estaría ejerciendo un nominalismo radical más próximo al pensamiento mágico que a la teoría literaria. Sin negar que la conciencia genérica se activa a partir de la denominación e identificación del texto, habría que cuestionar cualquier intento de convertir conceptos operativos en una suerte de fantasmagoría, en virtud de la cual el individuo desarrolla un poder sancionador-legitimador del que, por sí solo, no dispone. Por consiguiente, se ha instituido el «mito de la aforización»: la capacidad de sustancializar cualquier enunciado. Desde esta perspectiva, sería posible afirmar que todo es aforismo —o, al contrario—, porque dicha condición vendría transferida por la intencionalidad, por el espacio de inscripción o por la competencia del lector. En consecuencia, lo cualitativo, lo «esencialmente» aforístico acaba siendo reducido, en la práctica, a un conjunto de marcas y efectos pseudoconsensuados por los «usuarios» del género.
Adicionalmente, esta circunstancia facilita la resignificación de los géneros literarios, entre otros motivos por el solapamiento de funciones con instancias diferentes a las «oficiales». A falta de referentes de índole institucional, ya sea por la inconsciencia o invisibilidad de los mismos, la responsabilidad sancionadora resulta compartida por la comunidad. Por ello, los loables esfuerzos descriptivos y definidores se ven expuestos a ese abigarrado conjunto de creencias e ideas preconcebidas sobre la escritura aforística, difícilmente reducibles a un número de dominantes universales con la excepción de la recurrente y confusa brevedad. Eso sí, el criterio de dimensión ha de ser valorado cualitativamente, en vez de cuantitativamente. Aun cuando se podría apreciar de manera intuitiva un grado diferente de concentración del significante en el significado, la densidad tampoco se determina por medio de una fórmula matemática o «razón áurea» aforística: D (densidad) = S (significado) / N (número de palabras). Pese a todo, resulta interesante explorar la idea de densidad o concisión para referirse a un particular aquilatamiento expresivo asociado a una poética de la brevedad. De hecho, «lo breve» constituye uno de los factores de ambiguación de mayor trascendencia, debido a que no es condición sine qua non de ninguna categoría concreta, sino que ha de leerse como clave estética y cultural de una serie de textos que encuentran en ella su acomodo. En definitiva, esta escritura ha provocado en la actualidad, más que el surgimiento de un género nuevo —con más de dos milenios a sus espaldas—, la consolidación de una manera de leer y una cierta actitud aforísticas. No obstante, a causa del alto nivel, aunque superficial, de productividad genérica, se ha propagado una «imagen» absolutizada de un abanico de rasgos vinculables con una forma denominada aforismo. De esta forma, la contaminación semántica producida por el excedente de definiciones que brindan, entre otros
agentes, antólogos, editoriales o prescriptores analógicos y digitales va conformando un imaginario o archivo aforístico en el que interactúan sin distinción las realizaciones ahí consignadas. Asimismo, la creación en Twitter ha naturalizado la escritura con limitación de caracteres. La brevedad en las plataformas de nanoblogging se ha convertido en una propiedad mediática que el usuario ha asumido plenamente. Por eso, escribir breve se ha convertido en escribir formas breves sin reparar en que esta equivalencia conlleva confundir lo comunicativo con lo literario. Sobre este aspecto conviene aclarar que las taxonomías tradicionales parten de una visión disciplinaria del «hecho literario» en un ecosistema mediático regido, casi en exclusiva, por la cultura del libro; de ahí que las prácticas artísticoliterarias en el ciberespacio hayan evidenciado hasta qué punto el propio concepto de literatura o literariedad ha sufrido una considerable erosión. Además, en las redes sociales este hecho resulta todavía más notorio, puesto que cada contenido se inscribe en un espacio despojado de los atributos «librescos». En el caso de Twitter, los ciento cuarenta caracteres pueden ser etiquetados para reorientar el tuit hacia la esfera literaria o tuiteraria. De este modo, al procedimiento de tagging se le va a conceder un carácter ontologizador de lo artístico, porque el etiquetado reinscribiría el texto en el seno de un tipo de comunicación —ahora sí— estética; esto es, el hashtag se convierte en una especie de sema o indicador artístico-literario, así como en testigo de la intención del «autor» por crear aforismos u otras formas breves que sean leídos como tales. En resumidas cuentas, si bien el género literario fija una frontera explícita o implícita, en la práctica moderna y contemporánea este ha buscado sobre todo su transgresión. El concepto se encuentra no sólo condicionado por la coyuntura sociocultural y estética, sino que también debe ser concebido como espacio de negociaciones y diálogos entre supuestos ámbitos genéricos. Por esta razón, las formas breves resultan sumamente ambiguas, ya que sus sucesivas reinterpretaciones y relecturas las han situado tanto fuera como dentro del sistema literario. De todos modos, a pesar de las lógicas (re)apropiaciones, consustanciales a un clima cultural predominantemente afirmativo, el aforismo habilita una suerte de escapatoria performativa para sortear cualquier intento de normalización: un ejercicio de resistencia escritural que garantiza su estatus «aberrante» gracias a esa facultad introspectiva y heterogeneizadora de lo literario o, incluso, de lo estético. Paulo A. Gatica Cote. Fotografía cedida por el autor ©
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Chispazos del entendimiento y revelaciones epifánicas: aforismos, aforemas, barbarismos, pompas y otras discordancias portátiles Por Ana Calvo Revilla La revitalización de un género El aforismo es un género que, a pesar de gozar de honda raigambre en la tradición literaria, ha permanecido durante largo tiempo en la periferia del canon; sin embargo, desde la década de los ochenta del siglo XX hasta nuestros días ha experimentado una revitalización. Son muchas las editoriales (Pre-Textos, Lumen, Renacimiento, Cuadernos del Vigía, Trea, La Isla de Siltolá, La Veleta…), los estudios y las antologías que han centrado su atención en estas formas aforísticas en las letras hispánicas: Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos (1980-2012) (Trea, 2013), de José Ramón González; L’Aforisma in Spanna. Tredeci scritori di aforismi contemporanei (Genesi Editrice, 2014), del italiano Fabrizio Caramagna; Aforistas españoles vivos (Libros al Albur, 2015), de José Luis Trullo; La levedad y la gracia: aforistas hispánicos del siglo XX (Renacimiento, 2016) y Aforismos contantes y sonantes (Antología consultada) (Letras Cascabeleras, 2016) y Bajo el signo de Atenea. Diez aforistas de hoy (Renacimiento, 2017), de Manuel Neila; Concisos. Aforistas españoles contemporáneos (Cuadernos del Laberinto, 2017), de Mario Pérez Antolín; Verdad y media. Antología del aforismo español del siglo XXI (20012016) (La Isla de Siltolá, 2017), de León Molina; Fuegos de palabras. El aforismo poético español de los siglos XX y XXI (1900-2014) (Fundación José Manuel Lara, 2018), de Carmen Camacho. Son también numerosos los críticos que han estudiado estas breves formas indómitas, que por su labilidad se resisten a ser definidas o clasificadas y a recibir una sola designación. Oscilan desde los aflorismos, de Castilla del Pino; las nótulas, del mallorquín Cristóbal Serra; los aerolitos, de Carlos Edmundo de Ory; la glorierías, de Gloria Fuertes; los sofismas,
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de Vicente Núñez; los barbarismos, de Andrés Neuman; los aforemas, de Miguel Ángel Arcas; las divinanzas, de José Mateos; los expropios de Isabel Escudero; los afuerismos, de Ángel de Frutos; las pompas de jabón, de Ramón Eder; los minimás, de Carmen Camacho; hasta las volaterías, de Enrique Baltanás, entre otras. Si nos preguntamos por la génesis de la visibilidad alcanzada por el género, hemos de aludir no a una sola causa sino a múltiples factores, como el «cansancio de las dimensiones normales» del texto literario y la «búsqueda de velocidades y de ritmos que se apartaran de la andadura del siglo XIX»1; la reprivatización de lo literario y la exhibición del yo; la transformación del mercado editorial y la brevedad propiciada por las nuevas tecnologías; la pulsión fragmentaria y filosófica experimentada por la lírica; el cultivo de la libertad expresiva como respuesta a los discursos institucionales políticamente correctos; o la creación de un «espacio de enunciación moral y de posible compromiso con el mundo» (González, 2013: 51), es decir, de un espacio de resistencia intelectual. Chispazos del entendimiento Desde la época clásica las formas aforísticas formularon de manera concisa y racional las verdades de validez universal que el sujeto alcanza a través del conocimiento; sin embargo, a partir del Romanticismo confluyeron «en el cajón de sastre de la escritura dispersa, meteórica o fragmentada», como sostiene Marta Agudo en «El aforismo: dos siglos de pensamientos estrangulados» (Quimera. Revista de literatura, 267; 2006: 1. Salinas, Pedro. «Los aforismos de José Bergamín». Literatura española: siglo XX. Madrid: Alianza Editorial, 1972, págs.159-164, pág. 160.
26-33); el género se puso al servicio de la interiorización y de la subjetividad, dando entrada en sus enunciados a la duda y la incertidumbre. La modernidad estética, con su gusto por la concisión, por lo fragmentario e inconcluso, promovió una escritura asistemática e intuitiva, más enraizada en la analogía que en el pensamiento lógico-analítico. Desde que las vanguardias propiciaron la estética de lo mínimo y la filosofía señaló como rasgos configuradores de la posmodernidad la pérdida progresiva de la concepción del mundo como un todo totalizador, la desaparición de los grandes relatos y el conocimiento fragmentario, la brevedad dominó el panorama cultural contemporáneo. La visión escindida de la realidad y su quiebra en una multiplicidad de piezas, la ausencia en diversos órdenes de la existencia de un todo garante del pensamiento y la supresión de la lógica imperante o de la jerarquía formal han abierto nuevas vías de sensibilidad, dando cabida a la hibridez genérica y configurando una poética presidida por la fragmentación discursiva. Lo fragmentario, rizomático y disgregado ha invadido el terreno del decir. Sin embargo, mientras el fragmento aspira a «la expresión de la totalidad», el aforismo es «expresión de un pensamiento nómada y trashumante o de un pensamiento fluido, líquido, no acumulativo» (González, 2013: 30); aunque se ofrece como un texto acabado y cerrado, se muestra como un espacio textual dialógico y abierto, capaz de suscitar tantas interpretaciones discursivas como actos de lectura haya, como sostiene el poeta valenciano Carlos Marzal: El aforismo necesita dar la impresión de ser un pensamiento único sobre el único asunto del pensamiento que él abarca. Quiero decir que su fuerza y su justeza dependen en buena medida de una momentánea ficción: el hecho de que sintamos como único el aforismo, la formulación de su exactitud inesperada y como único también el núcleo sobre el que medita. Como si la máxima y el mundo sobre el que trata de verter conocimiento se encontrasen de súbito el uno al otro. Como si se iluminasen por primera vez con sus luces respectivas. Algo que sabemos completamente falso, pero que sentimos como verdadero por completo.2
2. Marzal, Carlos. «Lo breve interminable (el aforismo como escritura poética)». Poesía española posmoderna. Ed. María Ángeles Naval López. Madrid: Visor, 2010, págs. 143-156, págs. 154-155.
Esta escritura, que goza de autonomía y muestra su cercanía al fragmento filosófico, condensa fogonazos intelectuales o chispas de interpretación de la realidad, establece diálogo con las paradojas existenciales a través de la ironía y el sarcasmo y plasma súbitamente y sin argumentación discursiva sus intuiciones intelectivas: No hay lugar más peligroso que el lugar común: parece el menos arriesgado pero no tiene escapatoria. Rafael Argullol, El cazador de instantes. Cuaderno de Travesía, 1900-1995, 1996 Las pesadillas son la mejor prueba de que llevamos un enemigo dentro. José Mateos, Soliloquios y divinanzas, 1998 Es bueno que no nos entiendan los que no (se) entienden. Andrés Ortiz-Osés, Filosofía de la experiencia: aforismos, reflexiones y vivencias, 2006
Lo observamos en algunos de los pensamientos sobre el arte de vivir de Carlos Marzal; a medio camino entre el ingenio conceptual, la reflexión filosófica y el apunte literario, sus aforismos revisten un fuerte tono moral, ensayístico y meditativo: Un tonto bienintencionado es un tonto múltiple, porque nos niega el verdadero enfado. Carlos Marzal, Electrones, 2007 Hay quien hace favores porque busca rehenes. Carlos Marzal, La arquitectura del aire, 2013
En la modernidad el carácter proteico del aforismo se resiste a ser encasillado en alguno de los marcos que se le han trazado, como el de la Real Academia Española cuando lo concibe como una «máxima o sentencia que se propone como pauta en alguna ciencia o arte». Si bien la universalidad o la intemporalidad y el rigor conceptual pueden serle propios, le pertenecen también cierto desdén de la atemporalidad, la asunción de la manifestación del yo, la apertura de la reflexión a la escritura fragmentaria y el movimiento hacia el territorio de las verdades poéticas: «El resultado será, en el territorio del aforismo, el surgimiento del aforismo poético, que a la brevedad, densidad significativa y agudeza suma una intensa subjetividad, profundo lirismo y prosa sugerente, y, como él, sondea y explora nuevos caminos,
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no admite variaciones y compromete a un lector activo que ha de desentrañar el momento epifánico y luminoso que custodia». (González, 2014: 2). Alejadas de la argumentación, algunas formas aforísticas modernas se alzan como centellas que alcanzan gran profundidad, lindan y colisionan con otras fronteras genéricas y comparten con la poesía «la oscilación reflexiva y fragmentaria», como sostiene Miguel Ángel Arcas en «La idea emocionada. Aforismo y poesía» (2014). Relámpagos de lucidez poética La poesía puede ofrecerse líquida en verso y sólida en aforismo. Difícilmente encontraremos aforismos en quienes no son poetas. Cristóbal Serra
Estas palabras de Cristóbal Serra nos adentran en otra dimensión de este género literario fronterizo y escurridizo. Ya en Tanteos crepusculares el autor de Efigies definió el aforismo como una «elocuencia muda» que, frente a la unilateralidad filosófica y ética de la máxima, con frecuencia se reviste de un fondo poético. Se nutre el aforismo de dos tipos de pensamiento: uno continuo, de carácter racional y otro, discontinuo o salteado, fragmentario y conciso, que recoge la quintaesencia relampagueante y epifánica, donde sitúa el escritor su obra. Esta realidad permite distinguir dos tipos de formas aforísticas: el «aforismo conceptual» y el aforismo metafórico o «analógico», emparentado con el discurso poético, como afirma Werner Helmich3. Sus cultivadores oscilan entre uno y otro polo, en función de cuál sea la organización discursiva dominante: la filosófica o la poética (González, 2013: 41)4.
3. Helmich, Werner. «L’aforisma como genere letterario». La brevità felice. Contributi alla teoria e alla storia dell’aforisma. Ed. Mario Andrade Rigoni. Marsilio Editori, 2006, págs. 19-49. 4. La cursiva es del autor.
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La revelación intelectual y la intuición poética son lindes entre las que discurre el aforismo moderno, que se halla a medio camino entre «la literatura y la filosofía, entre la prosa de pensamiento y la poesía» (González, 2013: 18). También Eugenio Trías en La dispersión ha puesto de relieve la proximidad del aforismo a la poesía; el espacio en blanco que separa un aforismo de otro es una invitación al olvido y enfatiza el silencio. Más allá de los límites de la lógica y la razón especulativa, la visión aforística puede ensanchar sus dominios a través de «la intuición, la contemplación, los sueños, el sentimiento -entendido como algo no opuesto a la razón-, la imaginación y hasta la sinrazón» (Camacho, 2018: 31). Con frecuencia el escritor capta la instantaneidad a través de intuiciones y fogonazos poéticos, más plásticos que discursivos, que, lejos de agostarse en la idea o de complacerse en los vacíos juegos del lenguaje, despierta miradas inéditas mediante metáforas, imágenes y símbolos: La mantequilla escapa del cuchillo hecha una ola. Lorenzo Oliván, Dejar la piel. Pensamiento y visión, 2017
Próximas a la revelación súbita de la que habla Salinas, las formas aforísticas modernas pueden quebrar la lógica del aforismo clásico; vertebradas de profundo lirismo, aúnan la emoción estética con la densidad de pensamiento y se alzan como expresiones epifánicas, iluminaciones de un instante con las que el escritor apresa el momento para trascenderlo y alumbrar un nuevo sentido (González, 2013: 29): Cada día, como una palabra, con su significado, su belleza, su silencio. Ricardo Martínez-Conde, Aforismos, 2002 Vive no para merecer un cielo: para provocarlo. Jordi Doce, Hormigas blancas, 2005 Nunca hay que enseñar los textos en forma de oruga, sino cuando ya son mariposa. Ramón Eder, La vida ondulante, 2012
Cuando se ha conocido a una mujer en el sentido bíblico, siempre queda en la relación algo del Cantar de los cantares. Ramón Eder, La vida ondulante, 2012
En estas ocasiones no acota el escritor un territorio para la reflexión ni traza discursivamente una cartografía intelectual, sino que aprehende la realidad en un acto intuitivo5, la comprehende de manera inmediata con economía expresiva y la vierte de manera artística, sin desdeñar ninguno de los recursos literarios (lenguaje connotativo, ironía, paradoja, metáfora, quiasmo, dobles sentidos, etc.), como vemos a continuación: En soledad, el hombre grande se hace más grande, y el hombre pequeño desaparece. Lorenzo Oliván, Hilo de nadie, 2008 No nos iluminéis, ¡encendednos! Vicente Núñez, Poesía y sofismas. II. Sofismas, 2010 Siempre se regresa a otro lugar. Nunca se vuelve del mismo sitio. Miguel Ángel Arcas, Más realidad, 2012
Le pertenecen al aforismo tres principios discursivos: máxima condensación verbal, máxima apertura semántica y capacidad proyectiva, unos rasgos que lo aproximan al lenguaje del discurso poético: «Casi por definición, incluso cuando se ciñe estrictamente a la prosa coloquial, el aforismo se acerca a la condición de la poesía. Su economía formal aspira a sorprender con un destello de autoridad: aspira a ser singularmente memorable, lo mismo que un poema».6 Si bien son numerosos los escritores, muchos de ellos poetas, que han iluminado sus intuiciones y pen5. «No se trata de introspección psicológica (aunque en algunos casos ésta pueda aparecer también), sino de una conciencia en proceso, que se nos revela en su actuación, sin transformarse en objeto y sin perder su naturaleza temporal» (González, 2013: 32). 6. Steiner, George. «En abreviatura», George Steiner en The New Yorker. Madrid: Siruela, 2009, págs. 285-294, pág. 285.
samientos con imágenes de gran belleza, despojando al aforismo de la sequedad procedente de la densidad conceptual excesiva y de la pirueta verbal, sobresale también un tipo de aforismo que condensa los hallazgos verbales y las acrobacias del lenguaje mediante el despliegue de juegos de ingenio, la asociación libre de imágenes, o el humor, entre otros ingredientes: El espejo es la presentación diaria del desconocido íntimo. Rafael Pérez Estrada, Crónica de la lluvia, 2003 Se le olvidó la realidad de tanto ver telediarios. En la aldea global también están los tontos del pueblo. Carmen Camacho, Minimás, 2008 Los relojes de arena deberían ser de ceniza. Enrique Baltanás, Minoría absoluta, 2010 Ávida Vida. Rafael Marín, Libro de citas de Marcelo del campo, 2010
Asimismo, alejados de todo formalismo y ataduras, los aforismos se pueden abrir a observaciones poéticas, dotadas de valores plásticos y visuales: Duda el pájaro, y dudando, más asciende. En medio de la niebla, el encendido pecho amarillo de un herrerillo nos ilumina. Julia Otxoa, Jardín de arena, 2014
Como sostiene Carmen Camacho en su reciente antología, «las formas aforísticas limitan al norte con la filosofía y al sur con la poesía. Pero también al este con otras formas breves y al oeste con lo visual y las artes plásticas» (2018: 13). Independientemente del soporte de difusión (impreso o digital), el lector ha de desempeñar en su lectura un papel activo, pues ha de desentrañar e interiorizar el significado que cada uno esconde para indagar sobre su identidad personal y cosmovisión del mundo.
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Mujeres en la aforística española Por Carmen Camacho Somos mujeres contra la Mujer Erika Martínez
En las últimas décadas, no pocas escritoras españolas nos hemos empleado en la lectura atenta de nuestras predecesoras, de aquellas que —a pesar del desaliento y de todos los prejuicios y limitaciones impuestas por el hecho de ser mujeres— escribieron, publicaron y son hoy referentes, espejos de agua en los que mirarnos, cimientos que fundamentan un sólido contexto del que sabernos parte. En esta línea, estudios, antologías y reediciones publicadas a lo largo de las últimas décadas han rescatado las voces de mujer que en su momento fueron minusvaloradas, escasamente reconocidas o mal editadas. Así ha sucedido y continúa sucediendo en los ámbitos de la narrativa, la poesía, el ensayo o la crónica periodística. En el caso de la aforística, he tratado de encontrar a nuestras predecesoras más atrás de 1987. Por ahora no he tenido suerte. En los años que he dedicado a la lectura y selección de autores y textos, que ha dado como resultado la edición de Fuegos de palabras. El aforismo poético español de los siglos XX y XXI (1900-2014) (2018), he buscado aforismos escritos por escritoras españolas en libros al uso, pero también en volúmenes mixtos, diarios y poemarios. El resultado ha sido escaso. Hasta la segunda mitad de los ochenta, el aforismo español —conocido por su singularidad y por el noble linaje de sus variantes metafísica e imaginista— no ha contado con mujeres en sus filas. Durante este dilatado periodo, la presencia femenina en los aforismos se ha reducido a tema; por lo tanto, la visión y la vivencia real de las mujeres no ha encontrado asiento en este género literario hasta hace muy poco. La normalización de las autoras en el aforismo español es un fenómeno radicalmente reciente. Este artículo viene a proponer, para la reflexión y el debate, algunas posibles causas de
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esta realidad. Paralelamente, persigue visibilizar no la presencia (sería falsario) sino la práctica ausencia de mujeres en nuestra aforística —apenas salvada por la publicación en España de dos autoras— hasta entrado el siglo XXI, para a continuación señalar y poner luz en la incorporación y la presencia normalizada y creciente de escritoras en el panorama aforístico de nuestro país. Pioneras Hagamos números: en Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología [1980-2012] (2013), el profesor José Ramón González selecciona a cincuenta autores, de los cuales sólo tres son mujeres: Dionisia García, Erika Martínez y yo misma. En la antología Fuegos de palabras (2018), de cuya edición soy responsable y que aborda desde 1900 a 2014 —y en la que, como explico en el prólogo, convergen formas de diversa procedencia, orientación y alcance, desde el fragmento al antiaforismo—, sólo seis de cuarenta y ocho son mujeres: de nuevo García y Martínez, junto a Gloria Fuertes, Julia Otxoa, Isabel Mellado y Chantal Maillard. Concisos (2017), a cargo de Mario Pérez Antolín —cuyo marco temporal se centra en nuestros días— incluye a cinco de veinte: García y Martínez junto a Gemma Pellicer, Eliana Dukelsky y Carmen Canet. Aforistas españoles vivos (2015), también centrado en la aforística coetánea, incluye sólo a Pellicer. Aforismos contantes y sonantes (2016), a cargo de Manuel Neila, contiene a cincuenta y dos autores españoles e hispanoamericanos de hoy, de los cuales siete son mujeres: Isabel Bono, María Carvajal, Camacho, Dukelsky, Martínez, Pellicer y Noemí Trujillo. En Bajo el signo de Atenea (2017), Neila reúne a diez autoras de hoy: Canet, Bono, Ana Pérez Cañamares, Pellicer, Camacho, Martínez, Victoria León, Dukelsky, Azahara Alonso y Raquel Vázquez. Al cierre de la mencionada edición, las obras aforísticas de León y Vázquez estaban pendientes de publicación en volumen. Estas cifras arrojan
un porcentaje (trece por ciento de media) grandemente inferior al de hombres —salvo, por criterios de edición, en Bajo el signo de Atenea, específicamente femenino con un preliminar del antólogo—, incluso en las que incluyen en su marco temporal los cuatro últimos años, que han sido los de mayor publicación de autoras. ¿Nos encontramos ante un caso de invisibilización de la escritura aforística de las mujeres? ¿O acaso es que las escritoras españolas apenas nos hemos animado a cultivar el aforismo hasta hace poco? En este caso, ¿qué motivos hay para que las mujeres hayamos tardado tanto en dedicarnos a este género? Esta es la breve historia de la aforística española con voz de mujer hasta el siglo XXI: antes del siglo XX no tenemos noticia de ninguna mujer que cultivara formas aforísticas en España. Hasta donde he podido indagar, Dionisia García es la primera mujer en publicar aforismos entre nosotros. Corría el año 1987. Su Ideario de otoño fue editado por la Fundación Caja Mediterráneo, en Alicante. Diez años después, la Diputación de Huelva y la Fundación El Monte coeditan Aforismos y pensamientos, de María Asunción Echagüe. En la misma fecha, Julia Otxoa publica en Italia, en edición no venal bilingüe, L’età dei barbari. En cuanto a Dictados y sentencias de María Zambrano, editadas para Edhasa (1999) por Antoni Marí, conviene advertir que se trata de un libro de extractos; la filósofa no escribió aforismos independientes. Largo y corto se nos hizo el siglo XX a las mujeres. Sin duda, aunque no los dieran a la luz, algunas escritoras más trabajaron el aforismo imaginista y el fragmento antes de 2000. Es el caso de Gloria Fuertes, que anotó sus glorierías en el pasado siglo, aunque vieran la luz en los albores del XXI. Chantal Maillard escribe Filosofía en los días críticos entre 1996 y 1998. Las primeras publicaciones de mis minimás, en fanzines madrileños, se remontan a finales de los noventa. Quizá alguna aforista actual más comenzara a esbozar sus textos por esos años. En todo caso, la realidad nos
devuelve un siglo en el que las autoras de aforismos y fragmentos pueden contarse con una mano, y sobran dedos. Las que publicaron, lo hicieron en ediciones de escaso recorrido. Los aforismos, en cualquiera de sus variantes, escritos por mujeres contaron con representantes dignas pero escasas. Hasta hace pocos años, la Mujer habitaba los aforismos, pero las mujeres no los escribíamos. La presencia femenina en el aforismo español del XX se reduce prácticamente a lugar común sobre el que los hombres reflexionan, ironizan, idealizan o frivolizan, generalmente en consonancia —hay excepciones— con la mentalidad de su época1. Motivos para la tardanza Más allá de las causas estructurales que han inhibido o directamente evitado la escritura de las mujeres a lo largo de la historia (económicas, de derechos y libertades, roles, dependencia, falta de tiempo y de acceso a la educación, sesgos inconscientes o directamente la mala fe), quisiera proponer para el debate tres de las posibles causas de la incorporación especialmente tardía —en relación con otros géneros literarios— de las mujeres a la aforística, y más en concreto en la española. ¿Por qué no se ha normalizado la escritura aforística de las mujeres en España hasta hace menos de un lustro? ¿A qué se debe esta tardanza? El atraso en materia de derechos y en las condiciones de las mujeres provocado por la dictadura franquista afectó a todas las disciplinas ar1. No es casual: en la mitología griega, ni Atenea en su androginia ni Afrodita en su feminidad nacen de mujer, sino de la testa y los testículos de Zeus y Urano respectivamente. La representación de la Mujer ha continuado por siglos naciendo de los hombres (en el caso de muchos aforistas, además, como uno de sus temas predilectos). En la aforística española del XX encontramos múltiples y diversas ideas sobre las mujeres que resultan parciales, estereotipadas y necesariamente exógenas.
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Carmen Camacho. Mujeres en la aforística española
tísticas y a todos los géneros literarios. No obstante, la presencia de poetas y narradoras en nuestra literatura comenzó a remontar hace más de treinta años. Ciertos rasgos del aforismo clásico y la escasa visibilidad del género han podido influir en la inhibición de la práctica aforística de las escritoras, especialmente en un país como España, cuyo primer momento de emergencia del género (entresiglos) nos pilla a las mujeres en clara desventaja e incorporándonos paulatinamente a la vida pública y literaria. Las condiciones de la mujer en la España finisecular han sido abordadas desde diversas disciplinas y por los estudios de género. La aforística española de entresiglos ha sido estudiada con gran rigor por José Ramón González en Pensar por lo breve. Apunto pues algunas ideas que cruzan variables del género (literario) y de género (roles y atributos que histórica y socialmente se han considerado «apropiados» para hombres y mujeres). 1. En 1661, Anne Finch escribió: «¡Ay! Una mujer que se arriesga a blandir la pluma / es considerada una criatura tan presuntuosa, / que ninguna virtud redimirá tal osadía» (Joanna Russ. Cómo acabar con la escritura de las mujeres. Barret y Dos Bigotes, 2018; pág. 42). De entre los géneros, el aforístico puede llegar a ser el más imponente, dicho sea en toda la acepción del término. Como advierte Rafael Sánchez Ferlosio, en los textos de una sola frase «lo profundo lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indiscutibilidad es como un carisma que sacraliza la palabra» (Campo de retamas. Pecios reunidos. Ramdom House, 2015; pág. 11). Sumadas estas dos variables, resulta lógico que una mujer que no escribe versos o relatos, sino algo parecido a las sentencias, resulte de primeras —incluso para ella misma— una pretenciosa al cuadrado. Erika Martínez se sonríe así en uno de sus textos de Lenguaraz: «Hay que ser muy coqueta para escribir aforismos». 2. La visión del mundo, valores y temas masculinos han sido tradicionalmente representativos de lo universal y humano, mientras que la vivencia femenina no sólo se ha considerado menos amplia e importante, sino además no universalizable. Así, la mujer que emplea su voz en tratar grandes universales y asuntos de la res publica se ha considerado durante siglos «masculina e imitativa» (Russ: págs. 77, 178), y la que escribe sobre su experiencia tiende a etiquetarse automáticamente como confesional, intrascendente y menor. La universalidad primigenia de los aforismos —que aún impreg-
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na la idea que sobre el género literario tiene gran parte del público— ha podido contribuir a que muchas escritoras no se sintieran en principio animadas a escribirlos. Derivado de ello, parece igualmente lógico que la irrupción de mujeres en la aforística se haya dado cuando en las formas aforísticas se ha consolidado firmemente su carácter subjetivo, dando entrada a verdades poéticas; cuando la perversión del aforismo ha llegado al punto de subvertir sus propias leyes, y cuando en el género aforístico se ha afianzado la convergencia de textos de múltiples orientaciones y procedencias. 3. La tercera causa que apunto se centra en la atención que se presta al aforismo en nuestro país. El profesor José Ramón González constata la existencia de una sólida tradición nacional que se remonta al XIX, pero su visibilidad en el campo literario no se comienza a cumplir hasta los últimos años del XX (Pensar por lo breve (1980-2012). Aforística española de entresiglos. Antología. Trea, Gijón, 2013; págs. 47-48). Salvo contadas excepciones —Bergamín y Juan Ramón, como autores y editores, serían las salvedades más destacadas—, para editoriales, críticos, bibliotecarios e incluso para los propios autores, el aforismo ha sido considerado en infinitas ocasiones una escritura literalmente al margen, subsidiaria de la práctica de otros géneros. Que una mujer cultive una forma literaria escasamente normalizada, en vez de consagrarse —ya que ha salvado los condicionantes que pueden inhibirla de escribir— a la novela o la poesía, no resulta a primera vista el camino más corto para su reconocimiento como escritora. Valga para ilustrar la idea una anécdota personal: en cierta ocasión, un miembro de mi familia me animó a escribir otro tipo de literatura ya que «en el pueblo se dice que escribes frases sueltas, en editoriales que no conocemos, y sobre cosas que sólo importan a unos pocos». Lo que mi familiar me quería transmitir, en definitiva, es que estaba escribiendo en el género inadecuado. (Es en cambio, a mi entender, la experimentación y el cultivo descondicionado de la escritura en cualquiera de sus formas un buen lugar donde muchas y muchos encontramos nuestra horma expresiva.) La visibilidad actual del género, unida a la mayor visibilidad de las mujeres, es elemento de estímulo para la escritura y recepción de textos aforísticos de autoras. Esta es sin duda una excelente noticia. La última palabra La normalización de la presencia de las mujeres en la aforística —y por tanto de nuestra experiencia y vi-
sión— es un fenómeno reciente que data de la última década de lo que llevamos del siglo XXI y aporta un cambio cualitativo en la aforística española, al incorporar de primera mano las visiones y vivencias de esa «otra mitad» que por ahora no escribía aforismos sino que los habitaba. Podría decirse que, por este motivo, la aforística española es hoy sustancialmente más completa que hace varias décadas. En la primera década del XXI, Dionisia García comenzó a publicar en Renacimiento, apareció la primera edición de Glorierías y Chantal Maillard dio a la imprenta Diarios indios y Husos, libros señeros con fragmentos que entrelazan poesía y pensamiento. En 2005, Julia Otxoa publica Taxus baccata, donde la prosa poética converge con el aforismo. Continuará esta misma senda en Jardín de arena (2014). En 2008 y 2010 aparecieron la primera y la segunda edición de Minimás, de mi autoría. En 2011, Erika Martínez publicó Lenguaraz e Isabel Mellado incluyó, dentro de El perro que comía silencio, sus huesos. En 2015, Eliana Dukelsky recibió el Premio José Bergamín por La lengua o el espejo. Bajas presiones, de Azahara Alonso, fue una de las felices noticias de 2016, junto a Ley de conservación del momento, de Ana Pérez Cañamares y Malabarismos de Carmen Canet. También en 2016 apareció Zona franca, mi segundo libro de aforismos. Un año antes, Isabel
Bono publica Hielo seco y, en 2013, Hojas secas mojadas. Mientras tanto, Raquel Vázquez no ha parado de realizar una apasionante labor de descubrimiento de aforistas modernos en Documenta mínima (documentaminima.blogsopot.com), al tiempo que prosigue con su escritura. Victoria León publicó en 2017 Insomnios. Por su parte Gemma Pellicer, en su libro de microrrelatos Maleza viva (2016), maneja formas sentenciosas y poéticas. Como señalamos anteriormente, las antologías comienzan a recoger, a criterio de cada editor, a unas y otras aforistas, y en Bajo el signo de Atenea, Manuel Neila dedica el volumen a textos de autoras. En Karesansui, su última edición artesanal hasta el momento, Fernando Menéndez comparte pliego con Alonso, Martínez, Otxoa, Mellado y Camacho. 2018 ha traído nuevos títulos de aforismos escritos por mujeres como Crianza, de Eliana Dukelsky, y Luciérnagas, de Carmen Canet. Como no podría ser de otra manera, trabajos que este año verán la luz incorporan los disparos políticos, miradas ubicuas y frases de racimo de estas y —las esperamos— otras autoras que continúen abriendo el campo aforístico español a las voces, miradas y vivencias diversas de las mujeres. «El aborto en un naufragio que me salva.» (Erika Martínez); «La punzada de dolor que anticipa al hijo» (Eliana Dukelsky); «A veces da miedo perder el miedo.» (Victoria León); «Valgo yo más que yo misma.» (María Asunción Echagüe); «Escribir es leer ese libro que llevamos dentro.» (Raquel Vázquez); «Todavía en el fondo de las viejas cocinas olvidadas se oye cantar a las chocolateras pequeños poemas del maíz.» (Julia Otxoa); «La belleza de un nubio mereció atravesar el desierto.», «El león en su guarida lloraba por ser.» (Dionisia García); «Le daban patriarcadas de tanta injusticia y tan poca igualdad.» (Carmen Canet); «Para el jazmín mi pelo es eterno.» (Carmen Camacho); «Este lunes he visto pasar por la avenida un viento con corbata.» (Isabel Mellado); «Yo te amo por encima del muro.» (Gloria Fuertes); «La brecha. Decidir entrar en ella. O tapiarla y vivir en la habitación contigua.» (Chantal Maillard); «Sembrar piedras, cultivarlas, esperar a que den fruto.» (Isabel Bono); «Mi acontecimiento favorito de la Historia es la lluvia.» (Ana Pérez Cañamares); «Sin pasión que valga, ¡cuánta sinrazón!» (Gemma Pellicer). Textos críticos y divertidos y graves y subversivos y descondicionados y diversos como estos no se hubieran escrito —no desde el lugar desde donde están escritos— sin la concurrencia de las mujeres que ya han tomado —también y por fin en la aforística española— la palabra. Carmen Camacho. Fotografía: Luís Castilla ©
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Dos aforistas afuerinos: Amado Nervo y Franz Tamayo Por Manuel Neila A pesar de contar con algunos precursores notables, como los mexicanos Juan M. Balbontín, Maximiliano de Habsburgo, Ignacio Manuel Altamirano o Francisco Sosa, la escritura aforística hispanoamericana no adquirió visos de modernidad hasta los albores del siglo XX. El mexicano Amado Nervo y el boliviano Franz Tamayo fueron dos de los primeros cultivadores del aforismo moderno, cuya nómina encabezan el cubano Enrique José Varona y el italoargentino Antonio Porchia. Todos ellos presentan cierto carácter «afuerino», para decirlo con expresión chilena, respecto a la tradición europea. Amado Nervo Poeta y ensayista mexicano, Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo nació el 27 de agosto de 1870 en Tepic, pequeña ciudad de la costa del Pacífico, y murió el 24 de mayo de 1919 en Montevideo, a los cuarenta y ocho años de edad. El nombre con que pasó a la historia de la literatura, Amado Nervo, obedece a la decisión del padre, que quiso simplificar el nombre del hijo prestándole el suyo. Realizó sus primeros estudios en el Colegio de Jacona, pasando después al Seminario de Zamora, en el Estado de Michoacán, donde permaneció desde 1886 hasta 1891, pero no llegó a ordenarse sacerdote. En 1891, se vio obligado a abandonar los estudios por urgencias económicas, y hubo de aceptar un trabajo de oficina en Tepic, para trasladarse poco después a Mazatlán, donde empezó a publicar sus artículos en El Correo de la Tarde. A los veinticuatro años se trasladó a la Ciudad de México con intención de seguir sus estudios universitarios, y para dedicarse a la práctica del periodismo y de la literatura. Corría el año 1894, y empezó a colaborar en la Revista Azul, fundada por Manuel Gutiérrez Nájera, relacionándose con los principales colaboradores mexicanos, como Luis G. Urbina, José Juan Tablada,
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Marcelino Dávalos, y con algunos extranjeros, como Rubén Darío, José Santos Chocano y Ramón de Campoamor. Pronto formaría parte de la redacción de los diarios El Universal, El Nacional y El Mundo. Al mismo tiempo, publica sus primeros libros: la novela de juventud El bachiller (1895) y los libros de poemas Perlas negras (1898) y Místicas (1898). Entre 1898 y 1900 fundó y codirigió con Jesús Valenzuela la Revista Moderna, sucesora de Azul y propagadora como esta, desde México, del triunfante modernismo hispanoamericano. En 1900 viajó a París, como corresponsal del diario El Imparcial, para reseñar la Exposición Universal. Allí se relacionó con Verlaine, Moréas, Mendès, Lugones y Oscar Wilde. Y en esta ciudad conoce a Rubén Darío, con quien establece una amistad fraternal, y sobre todo a Ana Cecilia Luisa Dailliez, la compañera de su vida, cuya muerte, acaecida en 1912, le inspiraría los poemas del libro póstumo La amada inmóvil (1922). Su estancia en Europa le permitió viajar por varios países y publicar numerosos volúmenes: Poemas (1901), las magníficas crónicas de El éxodo y las flores del camino (1902), Lira heroica (1902), Las voces (1904) y Jardines interiores (1905), que marca la transición entre el Nervo modernista y el poeta de la madurez creadora. A su regreso a México, ganó una plaza de profesor de Lengua Castellana en la Escuela Nacional Preparatoria, equivalente al bachillerato de otros países, y siguió colaborando en numerosos periódicos y revistas. Pero en 1905 se trasladó a España en calidad de miembro del servicio diplomático de su país. Su estancia en Madrid, documentada por Donald F. Fogelquist en su libro Españoles de América y americanos de España, se corresponde con una época de plenitud personal y literaria. Amplió su círculo de amistades y escribió en numerosos medios, tanto nacionales como extranjeros. Es ahora cuando escribe sus mejores libros, tanto en prosa (Almas que pasan, 1906; Plenitud, 1918; El arquero divino, 1919), como en verso (En voz baja, 1909; Serenidad, 1912; Elevación, 1916; La amada inmóvil, 1920), e incluso los ensayos Juana de
modernistas menos actuales del nuestro. Tras su muerte en Montevideo, su cadáver fue conducido a la ciudad de México, donde se le tributó un homenaje sin precedentes, reservado para los hombres más ilustres del país. Hoy la porción menos perecedera de su obra se reduce, en opinión de Enrique Anderson Imbert —compartida por muchos—, a «un buen ramo de poesías y una media docena de cuentos». Confiemos en que la gavilla de aforismo que siguen corra la misma suerte, pues contienen la quintaesencia del pensamiento y del temple vital del autor: «Todo hombre es el centro del universo. El universo, como el espacio, según la célebre definición, tiene su centro en cada alma, y su circunferencia no está en ninguna». Pensamientos Amado Nervo. Fotografía: Archivo Vanguardia MX ©
Asbaje (1910), y Mis filosofías (1912). Sus Obras completas, editadas por el polígrafo Alfonso Reyes, aparecieron en Madrid, entre 1920 y 1928. El escritor mexicano pasó del gusto por la ornamentación modernista de sus mocedades a la voluntad de simplificar al máximo la expresión literaria de su madurez. Esta voluntad de simplificación, así como el gusto por la escritura aforística, eran connaturales al autor de Místicas. Lector prematuro de Kempis, a quien dedica uno de los mejores poemas de ese libro, en 1907 se lamentaba de no haber tenido la paciencia suficiente para escribir «el libro breve y preciso» que la vida no le dejó escribir, de no haber reducido su obra a «un pequeño libro de arte consciente, libre y altivo». Será, sin embargo, durante los últimos cinco años de su vida cuando consiga depurar al máximo su escritura. A esta época corresponde el volumen de prosas poéticas Plenitud, que al mismo tiempo era un breviario de consolación filosófica a lo Gibran Khalil Gibran o Rabindranath Tagore, y los escritos aforísticos recogidos póstumamente en El Arquero divino, ya sea como poemas cortos, ya sea como sentencias en prosa1. Amado Nervo fue uno de los escritores más admirados de su tiempo, que ha venido a dar en uno de los 1. «Pensando (Prosa)», en El arquero divino, vol. XXVII de Obras completas, texto al cuidado de Alfonso Reyes (Madrid, Biblioteca Nueva, 1922); incluido posteriormente en Obras completas, 2 vols., estudios de Francisco González Guerrero (Prosa) y Alfonso Méndez Plancarte (poesía) (México, Aguilar, 1991) y en Obras (Barcelona, Argos Vergara, 1979).
¿De qué te sirve, diría el sabio, huir cuidadosamente del ruido del mundo si llevas a la soledad el tumulto interior de tus pasiones? La erudición nos convierte en los sabios de que habla Nietzsche, que piensan con reactivos, que necesitan leer antes de pensar. Si Dios no existiese, el hombre, a través de los siglos, lo habría ya creado a fuerza de pensar en él. El automóvil, una de las más bellas conquistas modernas, sólo ha servido hasta hoy para que los imbéciles vayan de prisa. Todos los hombres somos una misma sustancia, sí; pero cada uno tiene su angustia, diferente de la angustia de los demás. El dolor es el que nos personaliza. Estamos en el infierno; pero hay ratos en que se nos permite salir a dar un paseo: no los amarguemos con el recuerdo de las penas sufridas ni con el temor de las que vamos a sufrir… La pobreza es el más admirable punto de vista. El que no espera nada de los hombres es superior a todos los hombres. Me dan lástima esos jóvenes que a los veinticinco años se pirran ya por ser eruditos. Es la menopausia llegada antes de la pubertad.
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Manuel Neila. Dos aforistas afuerinos (Amado Nervo y Franz Tamayo)
La vida nos cuenta siempre el mismo cuento. En la juventud lo oímos con emoción, esperando el final; en la madurez empezamos a encontrarlo monótono; en la vejez… nos dormimos oyéndolo. Durante ciertos angustiosos estados de conciencia no conviene cerrar los ojos: veríamos cosas demasiado terribles. Sólo hay tres voces dignas de romper el silencio: la de la poesía, la de la música y la del amor.
Franz Tamayo Poeta, pensador y político boliviano, Francisco Tamayo nació en la ciudad de La Paz el 28 de febrero de 1879. Fue el primogénito de Isaac Tamayo Sanjinés, prestigioso abogado, y de Felicidad Solares, mujer de sangre indígena. Por decisión paterna, recibió una esmerada educación privada, que incluía lecciones de música e idiomas. Aprendió a leer en francés e inglés a los diez años, al tiempo que publica sus primeros versos en Brasil, donde el padre ejercía a la sazón de representante diplomático. Terminó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Ayacucho (La Paz) y posteriormente obtuvo su título de abogado en un examen de excepción rendido en la Universidad Mayor de San Andrés. En 1899 se trasladó con su familia a Europa y se estableció en París. El joven Tamayo regresa a Bolivia en 1904, pero se ausentó de nuevo para estudiar en La Sorbona Filosofía, Ciencias Políticas y Filología Clásica (griego y latín). Durante su estadía en París, contrajo matrimonio con la francesa Blanca Bouyon, que lo acompañó a La Paz en 1908; la pareja convivió durante cinco años, hasta que el matrimonio se disolvió. Al poco tiempo, y siguiendo el ejemplo de su padre, Francisco se casó con una nativa, Luisa Galindo, con quien tuvo diez hijos. A partir de 1910, combinó su vocación literaria con la actividad política. Fundó, junto con otros jóvenes intelectuales, el Partido Radical en 1911. Fue elegido diputado por La Paz en 1913, y a partir de ese momento su carrera política fue en ascenso, llegando a desempeñar numerosas tareas en la Administración pública: presidente de la Cámara de Diputados, delegado de Bolivia ante la Liga de las Naciones, asesor jurídico del Ministerio de Relaciones Exteriores y canciller de la República.
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Al mismo tiempo, desarrolló una amplia labor como periodista. Fue fundador de El Fígaro (1913) y El hombre libre (1917), y director del matutino El Diario. Así mismo, ejerció la cátedra de Sociología en la Universidad Mayor de San Andrés y colaboró con numerosas publicaciones nacionales y extranjeras. El 11 de noviembre de 1934, en plena guerra de Chaco, fue elegido presidente de Bolivia por imposición de Daniel Salamanca, pero no asumió el cargo debido al golpe militar, que anuló la elección por considerarla ilegítima. Decepcionado, se apartó del compromiso político, recluyéndose en su casa de la calle Loayza hasta el momento de su muerte, el 29 de julio de 1956. Franz Tamayo, que así quiso llamarse, cultivó la mayoría de los géneros en verso y en prosa. En verso escribió Odas (1898), Nuevos Rubayat (1927), Scherzos (1932), Scopas (1939) y Epigramas griegos (1945); aunque adscrita al género dramático, La Prometheica (1917) es una de las obras donde más resplandece el talento poético del autor. De sus trabajos en prosa cabe destacar Creación de la pedagogía nacional (1910), conformado por una serie de cincuenta y cinco editoriales aparecidos en El Diario de La Paz, en los que se aborda la educación boliviana desde una perspectiva indigenista. Entre sus folletos importantes figuran Crítica del duelo (1912) y Horacio y el arte lírico (1915), en el que el autor expone, aprovechando los pensamientos sobre la lírica del poeta latino, su propia concepción de la poesía. Su vasta producción de panfletos, artículos periodísticos y discursos parlamentarios esperan el momento de que alguien los estudie y reedite como merecen. Su obra propiamente aforística está constituida por dos volúmenes de Proverbios sobre la vida, el arte y la ciencia, que datan de 1905, en que se publicó el Fascículo Primero, y de 1924, cuando aparece el Fascículo Segundo2. Iniciados durante su estancia en París, mientras perfeccionaba su alemán, su griego y su latín en la capital francesa, los «proverbios» del Fascículo Primero se inspiran en los filósofos alemanes Fichte, Schopenhauer y Nietzsche. Compuestos en la altiplanicie boliviana, 2. Proverbios sobre la vida, el arte y la ciencia. Fascículo Primero (La Paz, Imprenta Velarde, 1905). Proverbios sobre la vida, el arte y la ciencia. Fascículo Segundo (La Paz, Imprenta Artística, 1924). Agrupados ambos libros en Obra escogida (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979).
cuando ya había alcanzado la plena madurez intelectual y artística, los del Fascículo Segundo constituyen un ahondamiento en los temas apuntados en el primero: la vida, la verdad y la religión; el tiempo, el poder y la historia; la ilusión, la poesía y la metafísica. Ambos volúmenes constituyen una de las aforísticas de corte tradicional y de orientación metafísica más hondas, acendradas y sugestivas de cuantas se han escrito en castellano, comparable en muchos aspectos a la del cubano Enrique José Varona. Franz Tamayo fue, además de un ser humano excepcional, testigo del aberrante enclaustramiento de los países hispanoamericanos, un poeta fecundo, un pensador independiente y un político controvertido. El argentino Juan José de Soiza y Reilly se preguntaba en 1920: «¿De dónde sale este hombre? ¿De qué nube surgió este escritor de maravillas?». Para responderse: «De ninguna. Es un hombre de Bolivia. Es un hombre de América…». El crítico inglés Harold Osborne destacó «la profundidad intelectual y la austeridad de la forma poética» de Tamayo, que alcanza una «grandeza clásica» a la que no llegan poetas como Neruda y Vallejo. Para Mariano Baptista Gumicio, su biógrafo, «Tamayo deslumbra y ofusca por la variedad de disciplinas que cultivó y la profundidad y la belleza de su lenguaje». Para el novelista paraguayo Augusto Roa Bastos, en fin, Tamayo es «el primer poeta de América». Resulta in-
comprensible, pues, que uno de los mayores escritores hispánicos se halle en el olvido más deplorable. Proverbios El pensamiento es como el cielo, sereno y vertiginoso, el sentimiento como el mar, sondable pero incontenible. La historia funciona como la naturaleza: plena creación, plena destrucción. La fuerza sana es siempre serena, y una de las manifestaciones de la serenidad es la alegría. No todos aceptan que un Dios haya hecho al hombre; lo que nadie niega es que el hombre haya hecho un millar de dioses. En verdad, existe un arte de vivir que también demanda todo el talento, la fuerza, la delicadeza y la gracia de un virtuoso. Si las cosas no tuviesen su ley por encima de la voluntad del hombre, hace tiempo que este habría devuelto el mundo a su primitivo caos. No hay venganza como el olvido. Lo saben de instinto dos especies que viven en estado apolíneo y demonial: los poetas y los amantes. Solitario destino: otros viven diversamente, dispersamente; mas el pensador se consume en sí, como la cera, alumbrando. La facultad admirativa es una de las medidas de la inteligencia. Siempre se dialoga con alguien: los pensadores con los muertos, los hombres de acción con los vivos, y los creadores con los aún no nacidos. Cuando el genio trivializa su objeto se hace ingenio; cuando el ingenio alcanza lo universal alcanza el genio. La palabra fin no existe en la naturaleza. Cuando algo acaba es que algo a la vez comienza. Franz Tamayo. Fotografía: autor desconocido.
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Jaque al aforismo La jugada infinita de Eduardo Scala en La semilla de Sissa. AjedreZ. Texto y fotografía: Javier Helgueta Manso Apertura Miniatura. Así se llama a las partidas con una duración máxima de 25 jugadas. Son muy populares porque los errores que permiten desenlaces tan rápidos suelen dar lugar a luchas espectaculares. Antonio Gude
A pesar de no tratarse de un aforista stricto sensu, las aportaciones que Eduardo Scala ha realizado en el campo de las formas breves le sitúan en una posición paradigmática entre los autores que delatan una tendencia al aforismo. Sólo desde esta postura dúctil se podrá reparar en obras que escapan a un control taxonómico férreo, como sería el caso de esa rareza bibliográfica llamada Escrito Rito (Gráficas Almeida, 1991), libro de artista donde se hallan algunos de los mejores aforismos del autor madrileño. Scala ha practicado durante décadas fórmulas de expresión mínima y reflexiva que en algunos casos pueden estudiarse desde estas coordenadas. De hecho, en algunos proyectos —incluidos varios inéditos— ha querido, excepcionalmente, dejar constancia de su inscripción genológica empleando los conceptos «aforismo» o «máxima». Por una circunstancia que se esbozará en este ensayo, el tema del ajedrez le ha resultado especialmente propicio para ello; tanto en sus intervenciones en la prensa española como en el libro La Semilla de Sissa. AjedreZ (Jaque XXI, 1999; Delirio, 2010) emerge un conjunto de piezas de gran valor que pueden poner en jaque, especialmente desde un punto de vista pragmático y formal, la concepción del aforismo.
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Medio juego Jugar sin jugar. Que la jugada nos juegue. Conjugar Eduardo Scala
Aun cuando el escritor madrileño no se muestre partidario de sancionar con etiquetas exotéricas y comerciales sus obras, Claudio Guillén nos ha demostrado en Entre lo uno y lo diverso1 que durante todo proceso creativo siempre sobrevuela una idea o concepto genérico que marca una pauta desde la que operar. Con respecto a la modalidad que aquí se trata, el aforismo ha sufrido, especialmente en la modernidad, una serie de metamorfosis en la que también participa con gran originalidad la escritura scaliana a través de la reutilización de la Palabra en nuevos formatos y soportes. En concreto, se debe atender su extensísima obra ajedrecística-aforística en prensa española, con la que dio un giro original y literario a una sección habitual en las últimas páginas de los rotativos. Véanse algunos ejemplos de la sección «AjedreZ» que mantuvo durante los años 1998-2000 en el diario La Razón, en la que suscribió grandes partidas de la historia con aforismos adecuados a cada situación a fin de aconsejar al lector sobre los movimientos a realizar en los últimos lances del juego: para la partida de Nesis-Nikolaev en 1976 en la Unión Soviética incluyó «Amigo, renuncia a tu propia iniciativa. ¡Que la iniciativa te inicie!»; en la de Keres contra Jansa en Budapest (1970) recomienda: «Observa la paradoja sin paradoja: la última es la principal jugada». Scala encaja 1. «Los géneros: genología». En Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada (ayer y hoy) (págs. 137171). Barcelona: Tusquets.
así con sutileza la vía negativa que define toda su estética con la concepción mística e iniciática del juego del Ajedrez; el resultado interartístico, que fusiona aforismo y diagrama, constituye una reminiscencia del emblema.
El ajedrez ha marcado vida y obra. En primer lugar, su carrera profesional como jugador y profesor. Pero, paralelamente, ha llevado a cabo numerosas y variadas reflexiones teóricas, que culminan con el comisariado de la exposición AjedreZ. Arte de Silencio. Ocho siglos de cultura en la Biblioteca Nacional de España entre el 10 de octubre de 2018 y el 27 de enero de 2019, y no menos propuestas artísticas en torno al ajedrez2. Ade2. Remito a El juzgador de AjedreZ (Árdora Ediciones, 2014), por tratarse de un sucinto compendio de sus muchas obras dedicadas a este juego.
más, su propio idiolecto estético está marcado por este juego, al denominar a sus obras «piezas», a las acciones a emprender en el proceso creativo o performativo «jugadas» y, al modo de los barrocos, al vislumbrar el mundo como un «tablero» en donde se juega la gran «partida» vital. El libro donde ajedrez y aforismo confluyen de un modo más evidente y sistematizado es La Semilla de Sissa, editado en primer lugar en Jaque XXI en 19993. Scala recrea el paradigmático relato fundador del ajedrez, el mito en el que un sagaz sirviente del brahmán Sissa complace a su aburrido señor con la creación de este juego de mesa. Allende la facilidad de encontrar adagios y citas sobre el ajedrez en todo tipo de figuras históricas, entre ambas disciplinas existe un vínculo basado en su meta común: el intento de búsqueda de la verdad mediante acciones cortas, diestras y precisas. El tablero-ábaco poseía un fin adivinatorio, mientras que el aforismo de corte clásico que practica Scala es heredero de la tradición gnómica, muy relacionado con la máxima y la sentencia, en cuanto que prescribe al lector-jugador un modo de actuar. Juego y género de filósofos, respectivamente, la estrecha relación entre pensar ajedrecístico y pensar aforístico se cumple, por tanto, en ambas direcciones: desde el punto de vista de la recepción, el aforismo interpela activamente a su lector, es una jugada que la hermenéutica ha de resolver; por otro lado, desde la perspectiva del ajedrecista las reflexiones metateóricas tienden a lo breve, y de ello constituye un ejemplo insigne Savielly Tartakower, considerado por el gremio «rey del aforismo». La Semilla de Sissa se construye mediante proposiciones concebidas global y unitariamente para un mismo fin; en este caso, el conocimiento de la verdadera naturaleza del ajedrez. Por ello, está hermanada con diversas tradiciones que han influido notablemente la estética de Scala: las cautelas o avisos espirituales, los breviarios sapienciales orientales al estilo de El arte de la guerra y el modelo del tractatus que culmina en Wittgenstein. Distingo los siguientes tipos de proposiciones aforísticas: 3. Tanto la edición, regida por la clave del 8 que marca toda su estética más allá incluso de este juego, que simula un libro-escaque, como la perfomance que tuvo lugar el día de su presentación son explicadas por Escourido Muriel en el prólogo del libro (Delirio, 2010).
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Javier Helgueta Manso. Jaque al aforismo
· Proposición. Dependientes del conjunto, describen y prescriben algún rasgo metateórico, histórico o de otra índole. «El A-Z, Patrimonio de la Humanidad, se ha ido estructurando como lengua universal a lo largo de los siglos para nombrar, sin nombrar, las ideas de la Idea» (§ 6). · Aforismo. Enunciados breves, ingeniosos y autónomos, de gran concentración conceptual: «En el silencio, el corazón re-conoce» (§ 121). · Anécdota ficticia o real. Se sitúan entre la minificción: «En el paleolítico, dos hombres juegan al A-Z sobre una estructura solar, semejante a una rueda» (§ 5); el mito: «El Milagro (agro-mil) del Pan o su multiplicación: Sissa, o Cristo» (§ 15); o los bosquejos históricos, como noticias de congresos, artículos o partidas: «John Cage (Virgo)—Eduardo Scala (Géminis): / Rito del infinito o A-Z. (Madrid, 1991): Tablas esmeralda» (§ 79).
· Definición. Explicación que remeda una acepción de un diccionario ficticio. «A-Z, mágico espejo que refleja las matrices de las cosas» (§ 104). Entra aquí también la apropiación de citas de otros autores: «“El ajedrez es como la vida”. Spassky» (§14) y la contestación «“El ajedrez es la vida”. Fischer» (§ 15). · Micropoemas gráficos. Se trata de un recurso genuinamente scaliano muy habitual en su producción artística en el que tiene lugar la resonancia de la palabra: Infinitamente Finitamente Mente
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Ente Mente Finitamente Infinitamente (§ 106) TOTAL TAL L (§ 164)
En este segundo caso, se parte de la concepción universal y absoluta del ajedrez («TOTAL») para reducirla progresiva y esencialmente a un régimen humano (Mijaíl «TAL», el gran ajedrecista letón) y acabar en la pura abstracción del movimiento de la pieza caballo sobre el tablero («L»). · Microensayo. Desborda los límites del aforismo, al superar las tres o cuatro líneas, y lleva a cabo una reflexión más argumentada pero menos poética. Véanse las proposiciones § 39 u § 84 o § 95. · Pregunta. Como en el caso de las definiciones, puede ser incluido en el marco de los aforismos, aunque personalmente prefiero dotarle de estatuto propio. «¿Quién las ha coloreado de Negro y Blanco?…» (§ 126). Sin embargo, llevar a cabo una separación tajante implica obviar la oscilación intermitente entre el polo objetivo-descriptivo de la proposición y un polo subjetivo-estético que marca este tratado. Respecto al plano que aquí nos interesa más, el segundo, suele expresar una idea ingeniosa —«El A-Z es un sistema espiritual-material de símbolos que nos introduce en la transparencia del misterio» (§ 87)—, un juego lingüístico —«Jugar sin jugar. Que la jugada nos juegue. Conjugar» (§ 169); «Ver. Mover. Conmover» (§ 151)— o una poderosa imagen —«El damero respira, reabsorbe el pensamiento» (§ 34); «Las Figuras Negras. Y sus sombras» (§ 107)—. Si se atiende la temática de La Semilla de Sissa por secciones4 —que titulo: 1. Cosmogénesis; 2. Bio-grafía; 3. Mitos y ritos; 4. Número y geometría; 5. Contienda simbólica (ascética); 6. Psique e inteligencia universal; 7. Física y metafísica; 8. Totalidad y Unidad— el apartado 7 goza de una mayor vocación aforística. 4. Esta cuestión la amplía Escourido Muriel (La Semilla de Sissa, 2010, págs. 12-13). Nuestra propuesta, más sintética y gradual, difiere y complementa a partes iguales.
Al emplear estos presupuestos teóricos a la nómina de los «32 Nuevos aforismos» que se adjuntan en la segunda edición del libro —publicada once años después con nuevos materiales en la colección La Bolgia que coordina Fernando Rodríguez de la Flor en la editorial salmantina Delirio—, se manifiestan algunas singularidades; sobre todo, destaca el aumento exponencial de los usos gráficos, que determinan la naturaleza de casi todos estos aforismos. El AjedreZ, logaritmos ritmos; música reposada posada osada, es silencio (§ 6).
Por otro lado, mediante determinados matices claramente estudiados —el uso de AjedreZ sin contracción y la elusión de deícticos extremos— estos enunciados han ganado en autonomía y poeticidad respecto a la serie anterior. Al mismo tiempo, crece la preocupación pragmática por volcar el peso sobre el receptor, al multiplicarse la presencia de una segunda persona a la que la voz autorial —consejera— advierte a través de exhortaciones —«No confundir “tablero” con “matadero”… » (§ 4; § 32)—, imperativos —«Observa la confluencia-fluencia de piezas y peones / eones» (§ 12; § 22— o preguntas retóricas —«… ¿Entiendes, jugador de tormentos…?» (§ 11)—. Aunque ambos breviarios se complementan en su objetivo último, La Semilla de Sissa original (1999) constituía un tratado descriptivo con proposiciones lógicas sobre la esencia y la naturaleza cósmica y sagrada del ajedrez, mientras que los «32 Nuevos aforismos» (2010) supone un vademécum u oráculo de prudencia que inicia al lector en el ritual de este juego. El primero (1999) se cerraba en la asimilación tautológica al afirmar en sus dos últimas proposiciones que «Todo es Ajedrez» (§ 214) y «El AjedreZ es el AjedreZ», en claro guiño a Wittgenstein, mientras que en el segundo (2010) se invita al movere, a señalar la acción sobre el tablero: «¡Coraje! ¡Cor-aje! ¡Cor-aje-drez!» (§ 32). Tradicionalmente identificado con el arte y la ciencia, el ajedrez hermético-esotérico de los aforismos de Scala constituye una vivencia ascética —microcosmos de la pieza— y universal —to-
talidad, eternidad, infinitud: unidad— marcada por el carácter sagrado del tablero. En este sentido, el escritor madrileño respeta una práctica y acervo milenarios que, según demostró Huizinga en Homo ludens (1938; Alianza Editorial, 2015), emparentaba toda delimitación del juego —cancha, circuito, pista o tablero— con el templo religioso o el espacio mágico. Jaque El aforismo y la sentencia son las formas de la «eternidad». Friedrich Nietzsche
El jaque es un movimiento crítico al que todo creador está obligado, pero el aforismo resulta singular en este sentido por su tendencia a pensarse y autocuestionarse en el estrecho marco de su existencia. En tal dirección, el jaque scaliano se realiza desde cuatro posiciones: 1. acercamiento a una tendencia moral clásica similar a la que todavía recoge el DLE: «Máxima o sentencia que se propone como pauta en alguna ciencia o arte»; 2. concepción funcional de las proposiciones en torno a una unidad empírica (libro) e ideal (cosmos); 3. disposición creativa gráfico-lingüística —el rasgo más transgresor o jaque mate—; 4. fusión de diversos recursos y formas breves en un solo aforismo. Así pues, si bien en los dos primeros puntos se sale por la tangente frente a la tendencia actual del aforismo irónico y autónomo que, alejado del pensamiento fuerte, se busca a sí mismo, en los dos segundos argumentos participa de las líneas de fuga ya practicadas por otros autores: sea en esa hibridez convertida en «norma», como recalca el investigador Gatica Cote en un reciente artículo para Anales de la literatura española contemporánea5, por la que se acostumbra a cultivar el género aforístico en una zona fronteriza; sea en los métodos heterodoxos que lo ponen en relación con las muestras que colectivos sociales, artistas plásticos o ciudadanos anónimos llevan a cabo, a veces de manera espontánea, en el espacio público. En conclusión, la estética breve scaliana, nacida mediante una fórmula genuina que, al mismo tiempo, queda vinculada con tradiciones arcanas, pone en jaque y hackea el estatuto general de la literatura.
5. Gatica Cote, P. (2016). La hibridez por norma: algunas calas en la aforística española contemporánea. Anales de la literatura española contemporánea, 41 (1), págs. 27-44.
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La vida breve
Dudas razonables Rubén García de Mingo
Menéndez me roba el corazón, pero Ruiz Galvache siempre tiene una palabra bonita para dedicarme en los peores momentos. López Abril, el pobre, también aporta lo suyo a mi corazoncito de mujer insegura. Si pudiera me liaría con los tres a la vez. Medio departamento de marketing durmiendo en la misma cama. Seríamos un equipo profesional sin fisuras, pero ahora que lo pienso mejor, quizá he de decidirme por uno solo. Sería lo más sensato. López Abril es el más guapo. Parece un actor de cine con esos ojos que te desnudan cuando te sientas ante el ordenador. Son como dardos dirigidos al centro de la diana. Sus silencios y su gestualidad hablan por los codos, ya lo creo. La otra mañana coincidimos en el ascensor y sentí un nerviosismo de adolescente, a mis treinta y nueve años. Casi hubiera deseado estar encerrada con una escafandra de submarinista para que no viera el rubor desbordándose por mis mejillas. «¿Vas abajo, verdad?», le dije, como si a las cinco de la tarde pudiera detenerse en cualquier otro piso para hacer vete a saber qué... Idiota de mí, pensé, pero luego me miró el escote y la falda, y sentí como un temblor de tierra en el estómago. Descartado, me dije. Es demasiado seductor, y a mí me gustan los hombres tímidos y tiernos, entregados, y que no tengan dobleces ni se sonrían como amantes cum laude. Me quedaría con Menéndez, aunque sus dos matrimonios frustrados y su alopecia incipiente me hacen recular. Aún no está descartado, pero en la cena de empresa de las Navidades pasadas bebió más de la cuenta y se le vieron las costuras. Parece un hombre demasiado simple, siempre con el Marca bajo el brazo, y con ese olor a Don Algodón que te transporta a los años de la adolescencia. Además, por coincidencia de apellidos, no sería una buena idea. Quiero tener hijos, y sólo el hecho de que se apelliden Menéndez Menéndez me produce acidez de estómago. Quizá me quede con Ruiz Galvache. Pobrecito, es el más normal. No se le conocen aventuras de ningún tipo. Sólo sabemos en la oficina que veranea todos los agostos en Benidorm con su madre que debe ser como una abeja reina y que le gusta el arroz a banda y los crepúsculos otoñales. Con su panza parece un oso en constante vaivén por la oficina, pero hay algún secreto que guarda para sí como oro en paño. De eso estoy segura. Desayunar a su lado es toda una liturgia cartesiana que no conviene perderse, como dicen mis compañeras. Primero el café cortado con leche caliente entre sus codos apoyados sobre la barra. El tenedor, a la derecha del plato, dos azucarillos junto al cuchillo para espolvorear el donuts y tres servilletas de papel dis-
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puestas en abanico para limpiarse la comisura de los labios. Si te lías con él, me dicen las arpías de Maquetación, tendrás que resolver ecuaciones y andarte con algoritmos para echarle un polvo. Yo me río con sus ocurrencias, pero sé, en el fondo, que no les falta razón. Imagino su cuerpo sobre el mío y diciéndome espera... para echarse un spray de eucalipto en la boca mientras ensaya el orgasmo como un científico chiflado. Estoy hecha un lío. Sé que los tres me adoran, pero llevo ya año y medio calibrando la mercancía y al final se me pasará el arroz. Lo mismo que me sucedió con Venturini en el instituto. Lo elegí por la sola razón de que era el único extranjero matriculado en Bachillerato de Artes, y luego me salió rana o, mejor dicho, gay. Todavía me duele la imagen de aquel idiota restregándose con un ordenanza vestido de librea en el museo del Prado como efebos sin conciencia. Menos mal que la profesora les puso en su sitio y apeló a las normas básicas de convivencia y bla bla bla... Al final, como me dijo mi tía Conchi, me quedo para vestir santos, pero eso es algo que no se puede evitar. Antes muerta o solitaria como una salamandra que ir por ahí mendigando amor. Si alguien me quiere que me busque. Por ejemplo, ahora mismo, me apetece entrar en el despacho del director de Recursos Humanos, y creo que lo voy a hacer. Con la excusa de la campaña de la marca de coches que nos tiene a todos como locos, voy a irrumpir como una leona desmelenada, descalzándome y poniendo un pie en su entrepierna. Sé que le gustan las morenas y, además, en alguna que otra ocasión ha pasado a mi lado «rozándose accidentalmente» conmigo. El otro día, sin ir más lejos, en la puerta de los servicios. La situación no fue muy cómoda. Yo entraba con mi dolor de ovarios y con una compresa en la mano para cambiarme, y él salía abrochándose el cinturón como un rinoceronte que acaba de aparearse en las charcas del Serengeti. Me miró a los ojos con sorna y se alejó acomodándose la bragueta con perfecta vulgaridad. Quizá esos ejemplares machos no merezcan la pena. Sólo actúan como calmantes y sirven para un momento de urgencia, así que bien pensado me vuelvo a mi ordenador para seguir trabajando. Lo malo es que sé que no haré nada provechoso. Tengo mil archivos con chicos guapos, vestidos, desnudos, negros, astronautas empalmados, estibadores musculosos... Será mejor que me ponga a trabajar ahora mismo. Por ejemplo ese «Saquito de placer» que se anuncia desde una página web para mujeres podría servirme. Quizá le abra una carpeta en el archivo y me decida a conocerlo en
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La vida breve
Rubén García de Mingo. Dudas razonables
persona. Al parecer vive en Madrid y su cuerpo espectacular me está esperando muy cerca. Sólo será cuestión de saber su precio. Pero ese detalle es menor. Sé de sobra que el amor es un valor bursátil como cualquier otro. A mí nadie me va a convencer con las pamemas del romanticismo. Los tiempos del corazón ahora se aceleran como los relojes. Sólo hay que sincronizar las manecillas para saber cuál es la hora exacta del placer que tú eliges. En fin, debe ser que todo esto viene a cuento por el rollo de la globalización. Dios, las cinco menos cuarto y no he hecho nada en todo el día. Ahora me voy a ir al baño a repasarme los labios y a darme algo de color en las mejillas. Quizá con un poco de suerte Menéndez o alguno de mis aspirantes se avenga a invitarme a una copa en el pub de abajo. Hoy es viernes y no hay prisas. Además, la soledad en casa va a ser una estampida de leones salvajes, lo veo venir, lo malo es que yo seré la presa y no quiero seguir siendo el alimento gratuito mientras me paseo desnuda por el pasillo buscando la luz en las ventanas del salón y algún motivo para seguir viva. Con doscientos eurazos he apañado la noche. Soy feliz. Acabo de aterrizar como un avión sin piloto sobre el cuerpo de «mi saquito». Es dulce como la melaza y, además, hace el amor con el empeño infatigable de un toro de lidia. Tres polvos son más que suficiente para saber que el lunes, cuando vuelva a la oficina, llegaré con un rostro de princesa entronizada. Ahora sólo tengo que relajarme un poco y tratar de negociar con este chucho que me mira con odio y desconfianza. No hace más que lamer la cabeza abierta de su amo, pero con el cuchillo que sostengo entre las manos, ya sabe él quién manda. Me voy a vestir lentamente, sin hacer aspavientos, y luego voy a guardarme en la chaqueta la bolsa de plástico con la flor de su virilidad como un esqueje. Abajo me están esperando los tres con impaciencia. Desde anoche han permanecido de guardia para velarme como caballeros andantes. Decididamente, Menéndez será el elegido para pasar la eternidad conmigo. Sólo él ha sido capaz de darme una palmada en el hombro para animarme antes de subir al apartamento de mi latin lover. Nobleza obliga.
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Rubén García de Mingo (Madrid, 1999) actualmente cursa estudios de Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Rey Juan Carlos. Ganador del Primer Premio IES Sabinar de Roquetas de Mar 2017. Ganador del Primer Premio de relato breve Miguel Fernández de Melilla 2017. Accésit del Certamen de relato Leopoldo de Luis de Madrid 2018. Colabora con el periódico digital Columna Cero, escribiendo crónicas de política internacional.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Franco Chiaravalloti Eco El ladrido manó de las fauces del perro atado a un poste, voló hacia la copa del árbol, sacudió algunas hojas secas que cayeron dibujando eses en el aire, se proyectó hacia la noche brumosa, rebotó en un cartel publicitario, hizo temblar por unos segundos el cableado eléctrico, zigzagueó entre un semáforo y una señal de contradirección, sobrevoló unos charcos dejados por la lluvia de la noche anterior, ascendió por la calle Numancia, giró por Centenera, Calderón, hasta que se detuvo en el número treinta y cuatro. Vaciló un momento, se contoneó entre las rejas de la casa y finalmente penetró en la rendija de la ventana del salón. Allí dentro se sumergió en los oídos de Laura, que permanecía acurrucada en el extremo del sofá. El ladrido estremeció sus labios pintados, corrió aún más el rímel que ya estaba corrido, sacudió los flecos de su vestido burdeos y le llegó hasta las uñas de los pies, pintadas de rosa tímido. Laura apretó fuerte los ojos, durante dos o tres segundos vio una habitación con flores de papel en las paredes, la luz apagada, sus trenzas bañadas de luz de luna, ella encerrada sin cenar, el osito Miguel estrujado contra su pecho, y otra ventana entreabierta que dejaba pasar un ladrido, el mismo ladrido, que le recordaba a Laura que veinte años después seguía siendo la misma persona.
Sant Pere En el balcón que da a la calle d'En Mònec un ciudadano hindú llamado Ammitan consiguió levitar unos milímetros. En la esquina con Sant Pere Més Alt, a unos metros, Marien daba el primer beso de su vida, y se sorprendió de sentir aquella clase de asco. En el bar Josep, bien cerca de allí, Màrius bebía una caña y miraba España Directo, mientras en la pantalla, tras la multitud frente al periodista que preguntaba sobre un vertido tóxico en el Duero, distinguió a su hija Andrea, fugada de casa seis años atrás. Justo en ese momento Tarik salió del bar llevando en la mano un ramo de flores secas, y en el visor de su móvil encontró veintidós llamadas perdidas desde Islamabad. Pasó delante de la librería Pròleg, donde Carmen Somonzano presentaba su libro Agua de tu sangre con sólo cinco asistentes, libro que años después sería considerado de culto. A unos pasos, Anna creía romper aguas mientras leía la contraportada de La señora Dalloway, edición revisada y anotada. Tras el mostrador, la cajera llamada Esther se equivocaba por tercera vez en su primer día de trabajo al dar el cambio. Enfrente, al salir de la ferretería Armengol Lluís se enganchó el pantalón arreglado por su madre, muerta una semana atrás. Héctor encontró diez euros tirados en la calle, Jaime abrió un email con el asunto «Despedida», Montse se cambió la compresa en el baño equivocado, Agustín volvió a tocarse con la lengua el diente flojo, María se jactó de no haberle hecho caso a la previsión del tiempo mientras abría su paraguas de tres euros, y Joaquim, apenas salir de casa tras seis días de gripe, sintió que el umbral de la puerta era el mismísimo borde del mundos.
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Los pescadores de perlas
Franco Chiaravalloti. Microrrelatos inéditos
Bar Zodíaco El día que decidí matar a Miguel lo invité a tomar un vino al bar Zodíaco de la calle Blai. Le dije que pagaría yo y me miró extrañado. No sé si por el ofrecimiento o por el tono como lo dije. Entramos, nos sentamos y pedimos. Una gota de sudor me cosquilleó la espalda. Miguel se arropó con su chaqueta de fieltro, como si el viento de la calle se hubiese colado bajo sus solapas. Escondí los dientes tras los labios y ensayé una sonrisa ante sus ojos, más abiertos de lo normal. Él también trató de sonreír. Entrelacé los dedos sobre la mesa; él se puso a juguetear con el servilletero. Nadie se animaba a romper el silencio. Sin esperármelo, traicionado por mis bríos, formulé la frase que había reservado para el final: —Quiero saber por qué te empeñas en despreciar cada texto que te enseño. Tenía intenciones de comenzar con un prolegómeno, con algún tema absurdo de esos que hacen expulsar un suave chorro de aire por la nariz y motivan a bajar los hombros. Pero esa frase le indicó que no iba a ser una tarde normal, porque tragó saliva y se inclinó hacia atrás. Mis palabras empujaron a la superficie la inquina que había estado acumulando durante todo el año. Las mejillas se me enrojecieron, las orejas me vibraron, rechiné los dientes. Recordé todos los momentos desagradables que me había hecho vivir desde que concertamos nuestros encuentros sabatinos. Cada sábado por la tarde acudía a su habitación de la calle Tapioles para hablar sobre nuestros textos. Mi ímpetu siempre me empujaba a comenzar. Él escuchaba mi recitación y yo, de reojo, veía que al avanzar la lectura Miguel amontonaba los dedos de ambas manos hasta convertirlos en puños que martillaban sobre sus piernas. Después me disponía a escuchar su crítica. Se mordía el labio inferior, tosía, y con respiración agitada soltaba su invariable sarta de ofensas. Los mejores días elegía adjetivos como inconstante, principiante, débil, irrelevante o inverosímil. Los más salvajes, ignorante, inhábil, ineficaz, idiota. Los seis días restantes me esforzaba en superar los errores señalados, tratando de concatenar las palabras adecuadas, evitando absurdas figuras retóricas, eligiendo el argumento justo y vistiendo de forma coherente a los personajes. Y el sábado siguiente regresaba a la calle Tapioles con mayor seguridad, para someter mi historia a su ojo adiestrado. Pero las respuestas, desde hacía un año, eran siempre las mismas. Esa tarde en el bar Zodíaco, frente a dos copas de vino, se cumplía un año de nuestro primer encuentro. La furia contenida me movió a largar una ardiente exhalación. Las manos me temblaron. Para disimular mi furia las metí en los bolsillos de la americana, pero la mano derecha me recordó que, allí, la pistola esperaba su turno. Miguel insinuó un movimiento parecido, casi calcado. También largó aire caliente de la boca, lo sentí, también rechinó dientes, los oí. Ambas mandíbulas temblaron. Se inclinó hacia delante. Con espuma en la boca, me respondió: —Y yo quiero saber por qué te anticipas a todas mis ideas. Siempre que me traes un texto es exactamente el mismo que yo había imaginado la noche anterior. Me levanté de la silla. Él también. Saqué la pistola justo antes que él sacara la suya tras la solapa de su chaqueta de fieltro. Le metí un balazo en medio de la frente, justo antes de que él me diera en el pecho. Escapé por la calle Margarit, seguramente la misma calle que él hubiera escogido para huir.
Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) es escritor y profesor de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Reside en Barcelona desde 2003. Ha publicado los volúmenes de relatos Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente (Hijos del Hule, Barcelona 2009) y Esos de ahí afuera (Talentura, Madrid, 2015). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves en España y Argentina.
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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l
Poemas de
Firas Sulaiman Poemas inéditos en castellano. Traducción de Verónica Aranda, Nelson Ríos y Álex Chico
Encuentro con Pessoa Moví la masa naranja De derecha a izquierda Di dos pasos atrás y eché un vistazo No noté la diferencia Me acerqué a la mesa Alcé dos metros el pensamiento del sótano Me subí a la silla y eché un vistazo No noté la diferencia Cerré los ojos y me imaginé con Pessoa en algún café junto al mar Hablando sobre Dios y árboles y ventiladores rotos. Después, nos alcanzó un leve aburrimiento como un aguacero. Se va con su largo abrigo negro y su sombrero, como un enorme grano de café, como si fuera un espía trabajando para la eternidad.
Tiempo Secuestrado y vendado está feliz ahora porque casi se puede mover porque siente el crujido de su fin sobre la piel porque cada culatazo del rifle nivela el agua de los recuerdos y el aceite de los sueños en su cabeza. Feliz ahora porque por primera vez se apoya sobre el hombro de la muerte, porque el lugar que no ve es exactamente como el tiempo.
Libertad En medio de un arrebato extraño estábamos hablando sobre la libertad mi madre zurcía los calcetines de mi hermano pequeño de repente estalló la guerra todo se hizo escombros salvo los calcetines de mi hermano que quedaron colgando del tendedero como una bandera
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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l
Poemas de Firas Sulaiman
Un hombre en las profundidades de la noche Nadie es más afortunado que yo, más feliz que yo. Soy el hombre que está en las profundidades de la noche. Pelo una manzana y pienso en Dios como si estuviera pensando en correr la cortina ¿Hay algo más maravilloso que eso? Siempre delicado y duro cuando quiero listo para lo que sea, sin desear nada lanzo mis ojos como dos brasas al fuego de la muerte y mi corazón como calcetines rotos en manos de la música y yo. Entiendo la vida porque no me importa como niño, como anciano, como nadie, como un auténtico filósofo solo porque no la vivo no me importa que no me hagan caso así me ayudan a alcanzar el deseo de que no debería existir. Un poco de pan y vino, espacio húmedo para que salga la muela del juicio orden para imitar el poder la nada. Un hombre en las profundidades de la noche lentamente y como un mecánico vago divirtiéndose cambiando las ruedas de las leyes sin pensar en levantarse para mirar hacia los treinta años que acaban de pasar. Treinta años que son un evento accidental, cae baba de la boca de un tuberculoso el sombrero al revés, un agujero al revés cerca del cadáver sin rasgos, un deseo azul tiene la forma de un carruaje medieval, un segundo con visión tan nítida porque siempre está al borde de desvanecerse.
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Un hombre o quizás alguna criatura pelando una manzana en las profundidades de la noche, pensando en la delicia de estar solo, llorando si es capaz, por ninguna razón. Inventándose a sí mismo miles de veces para acabar escondiendo la cabeza contra la pared como un buen actor. Qué delicia que haya descubierto que necesita sábanas limpias más de lo que necesita a los amigos, que necesita dos ojos más para sacárselos y así no ver quién sujeta con entusiasmo la cola de la incontrolable vaca muerta de las discusiones. Qué delicia para él hacer rodar la manzana por la mesa y observar la armonía perdida de la tremenda biografía del olvido y observar a los ángeles, de día, vaciar el universo de la cabeza de Dios y cómo, de noche, secan su sudor con sus mantas en las barracas hechas de niebla. Y por su agotamiento no son capaces de reñir o soñar. Un cuerpo sin deseos un hombre tiene un hombro hecho de vapor y el otro borrado por el incesante lenguaje de golpes que es su mujer y después de un tiempo, irá con todas sus pérdidas recientes a su final. Nadie es más vital que yo. Lo que sé no sé si es mucho y lo que sé seguro no lo necesito ni me fortalece. Me siento en mi sombra y si recorro la distancia de la habitación a la cocina está llena de universos no tomo prestado del exterior porque me lo invento y no tengo prisa por descubrir el interior porque soy su niño huérfano y consentido.
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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l
Poemas de Firas Sulaiman
Un hombre en las profundidades de la noche sonríe como Dios porque no oye ni el sonido de los vehículos ni la blasfemia de los conductores de la dirección de la vida porque durante mucho tiempo no transita ningún camino y no toma ningún medio de trasporte porque siente todas las espumas que se desbordan de las espaldas del trabajo y el discurso porque disfruta viendo secarse la espuma. No me importa que no me presten atención me ayudan a hacer un veloz paraíso con un poco de daño y un salto de ausencia. No me importa soy el hombre en las profundidades de la noche me invento a mí mismo mil veces y lo acabo todo golpeándome la cabeza contra la pared como un mal actor y gritando con voz apenas audible nadie es más afortunado que yo nadie es más feliz que yo * Aquí, puedo hablar de la adversidad de los días del dolor de muelas, del dolor de espalda, del dolor de secar la imaginación. No quiero quedarme aquí. No quiero irme, después de cosechar el musgo de las profundidades y luchar contra el molino de la certeza para encontrar un camino hacia otra vida acabaré siendo un hombre muerto que sacaba brillo a la ventana del domingo incapaz de ver el lunes. * Reorganizo la escena, con tenacidad, como el muchacho cuya masturbación fue interrumpida por la guerra.
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Recolectar muchos fragmentos del viento para una mujer en una habitación húmeda se parece a componer un caballo muerto. Se parece a mí inclinado contra una polvorienta bicicleta, llorando en algún callejón estrecho. Reunir muchos fragmentos de direcciones para una mujer que no regresará. Se parece a alguien mordido por el otoño en una plaza abarrotada. * Hay un vacío temblando debajo de la máscara Que no pertenece a nadie Hay sangre en las escaleras ni asesino, ni asesinado solo sangre que no se secará
Firas Sulaiman (Siria, 1969) es autor de seis volúmenes de poesía en árabe y dos colecciones en inglés. Ha publicado cuentos, aforismos, ficción experimental y numerosos artículos. Su trabajo ha aparecido en diferentes revistas como Banipal, The Wolf, The Manhattan Review, 22 Magazine y Washington Square. Ha sido traducido al francés, rumano, sueco y croata. Actualmente vive en la ciudad de Nueva York.
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Ein s t e in o n t h e B e a ch
El cuento de hadas en el siglo XXI Por Alicia García-Herrera Hacia una definición científica del cuento de hadas Todos tenemos una intuición más o menos clara de lo que es un cuento de hadas, intuición deudora en cierto modo de la difusión escrita durante el siglo XVIII de los Contes de ma Mère l’Oye de Perrault, los cuentos de Madame Leprince de Beaumont y especialmente las recopilaciones del folklore que hacen los hermanos Grimm durante el siglo XIX. Los cuentos de hadas parecen quedar referidos en el imaginario colectivo a cuentos de príncipes y princesas que a menudo encierran una enseñanza moralizante y tienen un final feliz. Se trata, sin embargo, de una visión muy estrecha de lo que es un cuento de hadas, visión que no podemos sostener por las razones que veremos a continuación. No es tarea fácil elaborar un concepto científico de cuento de hadas, expresión que aglutina dos palabras distintas que forman una palabra compuesta con significado propio. Etimológicamente cuento deriva del vocablo latino computum, de modo que su primer sentido sería numérico, aunque durante el medievo la palabra adquirió una segunda acepción referida al hecho de contar historias. El diccionario de la R.A.E. sólo define la palabra cuento, no cuento de hadas, y nos dice que se trata de una narración breve de ficción; bien de un relato, generalmente indiscreto, de un suceso o de la relación, de palabra o por escrito, de un suceso falso o de pura invención. En el Oxford English Dictionary la primera cita que se encuentra es en el suplemento de 1750, donde se dice que el cuento de hadas es un cuento sobre hadas. Estas se definen como ‘a small imaginary being of human form that has magical powers, especially a female one’. En nuestro diccionario, el de la RAE, la definición presenta ligeras variaciones. Se dice de las hadas que son ‘seres fantásticos que se representaban bajo la forma de
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mujer, a quienes se atribuye poder mágico y el don de adivinar el futuro’. Observamos por lo tanto que cuando a la palabra cuento se le añade la expresión de hadas, el cuento pierde su carácter de narración realista para impulsarse ineludiblemente al territorio de lo irreal, de lo no veraz o de lo no realizado. Si revisamos la literatura, muchos de los llamados comúnmente cuentos de hadas no tratan sobre las hadas. Un ejemplo lo tenemos en el cuento de Hans Cristian Andersen Den standhaftige Tinsoldat (El soldadito de plomo). Se trata de una narración que conserva la estructura de los cuentos de siempre y en la que el autor recrea el viaje de Ulises a través de la historia del soldadito. La ausencia de hadas en el desarrollo de la trama de un cuento de hadas no significa sin embargo que este deje de serlo, pues no depende de que estas intervengan propiamente en el relato. Es más, hay pocos cuentos de hadas que traten específicamente sobre las hadas. John Ronald Tolkien afirma en su ensayo On fairy-stories, integrado en la obra Tree and Leaf, que en los cuentos de hadas ni siquiera es conveniente que aparezcan las hadas. Para el profesor los cuentos tratan de «las aventuras de los hombres en un reino peligroso de límites umbríos», de modo que en este contexto para un hada es muy difícil superar la prueba de la verosimilitud. En su obra Cuentos de hadas. Alegorías de los mundos internos, J. Cooper asume esta idea y señala acertadamente que, aunque los cuentos de hadas no traten sobre las hadas, tanto ellas como sus oponentes naturales siempre están en el trasfondo, auxiliando o molestando con remedios sobrenaturales. Visto ya que el cuento de hadas no necesita tratar sobre hadas ni contenerlas, estamos en condiciones de intentar delimitar sus fronteras. No es fácil conceptuar el cuento de hadas. El mejor intento lo encontramos en On fairy-stories, de Tolkien, donde el maestro nos dice que «cuento de hadas es aquel que alude o hace uso de la fantasía cualquiera
que sea su finalidad primera: la sátira, la aventura, la enseñanza moral o la ilusión. La misma fantasía puede traducirse con mucho tino por magia pero es una magia de talante y poder peculiares, en el polo opuesto a los recursos del mago laborioso y técnico». La falta de una definición precisa de cuento de hadas radica en el propio misterio que alberga en su interior, un misterio que está aún por descubrir. Origen de los cuentos de hadas Tan difícil como definir el cuento de hadas resulta situar sus orígenes. El cuento de hadas en cuanto que reflejo de una tradición oral es probablemente tan antiguo como la vida en sociedad. Un breve vistazo a la historia escrita de los cuentos de hadas nos remite ya al antiguo Egipto, donde se han hallado cuentos en estelas y papiros datados hace tres mil años —el más conocido es el de Los dos hermanos, Anup (Anubis) y Bata—. En la antigua Grecia las ancianas contaban historias simbólicas a los niños (mythoi), como se deduce de los escritos de Platón. En el siglo II después de Cristo, Apuleyo introdujo en su novela Asinus aureus (El asno de oro) la historia de Amor y Psique, que sigue la estructura de los cuentos de hadas tradicionales. Para Tolkien, rastrear la arqueología de los cuentos de hadas es mucho menos interesante que considerar lo que son en realidad los cuentos, de modo que parafraseando a Dasent (Popular Tales from the Norse) afirma con modestia que «hemos de contentarnos con la sopa que se nos pone delante, sin desear ver los huesos del buey con que se ha hecho». Cuentos de hadas El psicoanálisis se ha interesado a su vez por los fairy tales y ha ofrecido sus propias definiciones. En Érase una vez, la doctora Mª Louise Von Franz afirma que los cuentos de hadas reflejan con claridad las estructuras psíquicas fundamentales y las experien-
cias que nos llevan hasta el núcleo más profundo de la psique, lo que Jung llamó el sí-mismo. Clarissa Pimkola Estés, psicóloga, ha ido aún más lejos y en su libro Mujeres que corren con los lobos (1998) ha interpretado los cuentos de hadas tradicionales poniéndolos en conexión con el arquetipo de la mujer salvaje. Entender los cuentos desde esta perspectiva es muy seductor pero nos aboca, como decía al principio, a un reduccionismo evidente y un afán de simplificación que nos aleja de la verdadera esencia de los cuentos de hadas. Los cuentos de hadas no se pueden racionalizar precisamente por la relación que tienen con la fantasía. Del mismo modo que los cuentos de hadas no deben ser reducidos a arquetipos, tampoco han de ser entendidos como ensoñaciones, error en el que han incurrido algunos investigadores decimonónicos o de principios del siglo XX, como Laistner o el etnólogo K. von den Steinen. Cuentos de hadas, fantasía, imaginación y verdad Mucho más relevante que discurrir sobre su definición académica o que plantearse el origen de los cuentos de hadas es preguntarse, en cambio, por la relación entre el cuento de hadas y el mundo de la fantasía, lo que obliga a su vez a delimitar en la medida de lo posible las borrosas fronteras de la fantasía. Volviendo de nuevo a Tolkien el autor diferencia, pese a su proximidad etimológica, la fantasía de lo fantástico, de lo fantasioso, como también distingue la fantasía de la imaginación, es decir, la capacidad de evocar imágenes no presentes en el mundo primario. Fantasía e imaginación no son conceptos coincidentes para Tolkien. La palabra fantasía proviene del griego phantazein (volver visible) y remite más peculiarmente a la capacidad que tienen las palabras para crear en la imaginación elementos que no están presentes en el «mundo primario», esto es, el mundo de la realidad cotidiana, nuestro mundo, tal como se percibe y se refleja en el lenguaje ordinario.
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Alicia García-Herrera. El cuento de hadas en el siglo XXI
La fantasía, por tanto, permite evocar imágenes que no existen en el mundo primario y también crear mundos secundarios o, en palabras de Tolkien, subcrear. Para J. R. R. Tolkien subcreamos porque el que crea imita la Creación. El subcreador sería así un ser humano que crea a semejanza de la obra de Dios. De acuerdo con el maestro el arte subcreativo, del que derivan la capacidad de sorpresa y asombro, es cualidad esencial en el verdadero cuento de hadas. La subcreación se erige así en la manifestación más elevada del arte, la más pura y, en consecuencia, la más poderosa. Es lo que nos permite hacer literatura y sentir la auténtica magia del cuento de hadas. La magia, el prodigio, que en el universo del cuento de hadas es real —de ahí que muy a menudo el cuento se presente como verdadero—, es lo que permite diferenciar en esencia estas narraciones de otras figuras con las que el cuento de hadas puede aparecer estrechamente relacionado, como la fábula de animales, la gesta, la leyenda, el mito o incluso los cuentos o los relatos que hunden sus raíces en el mundo de los sueños (ver la Alicia de Lewis Carrol). La creación de mundos secundarios que toman como base la realidad del mundo primario viene orientada al desarrollo del mito literario. El mito como un medio de acercarse a la verdad o de reflejar la verdad. Los cuentos pueden contener más verdad que aquellas narraciones que consideramos realistas. Lo que nos ofrecen los cuentos de hadas Un buen cuento de hadas debería ofrecernos renovación, al permitirnos contemplar lo cotidiano de un modo diferente; evasión, porque nos ayuda a escapar no sólo de lo anodino sino de las penalidades de la vida, incluso del anhelo de la inmortalidad; también el consuelo del final feliz. Para Tolkien el final feliz, lo que él llama la «eucatástrofe», es el verdadero objetivo del cuento: «Lo que caracteriza a un buen cuento de hadas, a los mejores y más completos, es que por muy insensato que sea el argumento, por muy fantásticas y terribles que sean sus aventuras, en el momento del clímax puede hacerle contener la respiración al lector, niño o adulto, puede acelerar y encoger el corazón o colocarlo casi, o sin casi, al borde de las lágrimas, como lo haría en cualquier otra forma de arte literario, pero manteniendo siempre sus cualidades específicas».
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Niños y cuentos de hadas Teniendo en cuenta lo expuesto, ya estamos en condiciones de apreciar que los cuentos de hadas no son cosa de niños o al menos no son sólo cosa de niños. De hecho, en Europa, hasta los siglos XVII y XVIII —incluso hoy día en algunas poblaciones rurales aisladas— eran la principal y casi única distracción de adultos y de niños durante las largas tardes invernales. En su discurso de ingreso en la RAE (1998), En el bosque, Ana María Matute se refiere a esta cuestión: «De padres a hijos, de boca en boca, llegaron hasta nosotros las viejísimas leyendas […]. Y allí están reflejadas, en pequeñas y sencillas historias, toda la grandeza y la miseria del ser humano». Si como venimos advirtiendo los cuentos de hadas no son sólo para niños, ¿cuál es el verdadero motivo de semejante asociación? En su ensayo On Fairy-stories Tolkien responde a esta importante pregunta calificándola como un «accidente de nuestra historia doméstica» y, desde luego, como un craso error. Para el profesor las causas de esta asociación radican en que los cuentos son connaturales a la sensibilidad del ser humano —y el niño evidentemente lo es—, a lo que se añade su marginación en el campo de la literatura a causa de la preponderancia de la razón sobre la fantasía, como si ambas fueran incompatibles. Walt Disney, que tanto ha contribuido a través de su obra cinematográfica a la difusión del cuento de hadas, ayuda también durante el siglo presente a la perpetuación de este equívoco. Si se piensa que los cuentos de hadas no se destinaban al público infantil, puede entenderse que estos reflejen en sus versiones originales la dimensión humana en toda su crudeza, con princesas violadas, niñas caníbales, mutilaciones y castigos horrendos. Pero la maldad de los cuentos de hadas sirve para que los niños pongan cara al mal. Tiene por tanto una dimensión pedagógica. Estas mismas conclusiones son defendidas en las Conversaciones de Formentor, en 2015. El cuento de hadas y la revolución digital Ya hemos advertido que los cuentos de hadas son casi tan antiguos como la vida de la humanidad. Surgen por tanto en un contexto cultural diferente al nuestro. Pero como advierte Bettelheim, autor del libro The Uses of Enchantment. The Meaning and Importance of Fairy Tales, (Crítica, 2012) «de ellos se puede aprender mucho
se ven reforzados mediante su lenguaje, a la hora de hablar sobre las mujeres como objetos en propiedad de los hombres, por ejemplo» (Ortiz Txabarri). Creemos una vez más que es necesario que aceptemos los cuentos de hadas tradicionales tal y como son. Una lectura de los cuentos de hadas desde la perspectiva de género supone incurrir en un reduccionismo evidente que desvirtúa la esencia de lo que es un cuento de hadas, expresada anteriormente. Es un craso error no sólo porque los niños son capaces de diferenciar el mundo real del mundo ficción que contienen los cuentos. Sucede también que no necesariamente hay siempre una identificación del niño o de la niña con el personaje del mismo sexo que aparece en el cuento de hadas. Por eso creemos que no deben ser desestimados sin más, ya que son una de las manifestaciones literarias más elevadas que existen.
más sobre los problemas internos de los seres humanos y sobre las soluciones correctas a sus dificultades en cualquier sociedad que a partir de otras historias». A pesar de que la revolución digital ha hecho que varíen las formas de expresión y de comunicación, las inquietudes del ser humano serán las mismas ahora y siempre. También hoy día necesitamos contar y que nos cuenten historias, historias que nos proporcionen renovación, evasión y el consuelo del final feliz. En el niño no puede pasar desapercibida su importancia en el desarrollo de su personalidad. Siguiendo con Bettelheim, el niño «necesita ideas de cómo poner en orden su casa interior y, sobre esta base, poder establecer un orden en su vida en general. Necesita —y esto apenas requiere énfasis en el momento de nuestra historia actual— una educación moral que le transmita, sutilmente, las ventajas de una conducta moral, no a través de conceptos éticos abstractos, sino mediante lo que parece tangiblemente correcto y, por ello, lleno de significado para el niño». El niño encuentra este tipo de significado a través de los cuentos de hadas. Cuentos de hadas y roles de género Los cuentos de hadas se han leído también desde una perspectiva de los roles de género. Se dice que cuentos como La Cenicienta ayudan a «perpetuar los roles de género establecidos y toda una serie de mitos sexistas
Conclusiones Los cuentos de hadas son connaturales a la sensibilidad del ser humano y tan antiguos como la misma vida en sociedad. Perder la tradición del cuento de hadas o «podarlos» para adaptarlos a los valores vigentes supone perder uno de los instrumentos que permite la revitalización del mito y el acceso a verdades universales. En el niño el cuento de hadas estimula su fantasía, le ayuda a expresar sus miedos, a comprenderse a sí mismo. Una edad apropiada para introducirlos es a partir de los cuatro o cinco años. En el adulto el cuento puede contribuir a la recuperación de los valores esenciales que vamos olvidando con el paso del tiempo y constituir no sólo una fuente de evasión sino de aprendizaje. Cualquier ser humano, niño y no tan niño, puede penetrar entonces en el territorio del cuento de hadas, en los dominios de la fantasía en busca de renovación, evasión y consuelo. Hacerlo exige, sin embargo, despojarnos de todo prejuicio y recuperar la mirada limpia de los primeros años, la humildad, la inocencia y la esperanza que aún se alberga en nuestro corazón de niño. Pero si nos atrevemos a abrir esa puerta y traspasar el umbral quizás descubramos que el mundo de los cuentos de hadas puede traernos aquellas verdades que permanecen ignoradas, verdades que aprendimos en algún momento y que ahora permanecen sepultadas por el paso del tiempo. Esa es justamente la auténtica magia de los cuentos de hadas.
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El microrrelato y la ciencia Por Ginés S. Cutillas No hay una realidad objetiva sino realidades que coexisten al mismo tiempo, al igual que no hay una verdad absoluta sino muchas verdades relativas que nos acercan al conocimiento. Está a punto de demostrarse con los nuevos colisionadores de partículas del CERN la existencia de multiversos, o lo que es lo mismo, de universos paralelos. Hoy en día se cree que no hubo un solo big bang hace trece mil ochocientos millones de años, sino varios a la vez que dieron como resultado otros tantos nichos espaciotemporales independientes del nuestro que se rigen por leyes propias. José María Merino, escritor, ensayista, académico de la RAE y ferviente defensor de los multiversos —término que el diccionario no recoge todavía—, nos habla de ellos en el microrrelato «Después del accidente», donde el mundo de los vivos y el de los muertos confluyen en una carretera, pero si de universos paralelos hablamos, de esa interferencia entre los planos de realidad y ficción jugando incesantemente a confundirlos, el maestro es Borges. Al contrario que Kafka, que anteponía el plano de ficción al de realidad, o Hemingway, que hacía justo lo opuesto, anteponiendo el plano de realidad al de ficción, ocultando la historia que realmente quería contar mediante el método del Iceberg que él mismo inventó, Borges pone al mismo nivel los dos planos, dando como verdad datos contrastados y datos inventados, libros y autores que existieron y otros tantos que sólo su cabeza pergeñó. Con esta clave podemos leer y comprender a Borges, con este juego metaliterario omnipresente en toda su obra. Los términos que acuñamos de kafkiano y borgiano no son más que esto, una localización del lector respecto al plano de realidad al que se enfrenta —curiosamente fue Merino quien propuso el término metaliterario para su inclusión en el DRAE junto a otro igual de interesante: distopía—. Borges era consciente de que todo está relacionado, de que hay un enlace holístico entre todo lo que ocurre en nuestro universo, y así lo dejó patente en El Aleph,
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esa pequeña esfera tornasolada que muestra todos los puntos del universo a la vez, ese punto del espacio que contiene todos los puntos. En sus textos se habla de matemáticas, filosofía, teología, literatura, antropología, ciencias naturales, geografía, arqueología… Ciencia y literatura han ido siempre de la mano. Cualquier cosa que se pueda imaginar acabará convirtiéndose en realidad; de esta manera una mente literaria como la de Verne concibió, antes de que existiera, el submarino eléctrico, el helicóptero, la videoconferencia, las pistolas Taser, los viajes espaciales, la guerra de drones, internet, la silla eléctrica, los misiles teledirigidos, las velas solares, incluso el concepto de holograma en una obra menor publicada en 1892 con el título El castillo de los Cárpatos, que más tarde retomó en 1940 Bioy Casares en La invención de Morel, y aún más tarde, ya en 1977 y presentándolo como propio, George Lucas en La guerra de las galaxias, dándole forma visual a la idea. Por su parte, H. G. Wells, autor británico coetáneo de Verne, imaginó viajes en el tiempo, la invisibilidad de la materia, la manipulación genética, los viajes interplanetarios… Creo firmemente en el microrrelato como laboratorio de la escritura. En tan poco espacio se pueden probar paradigmas que, de funcionar, se podrían extrapolar a extensiones más largas o a otros géneros prosísticos. De esta manera, no es difícil encontrar paradigmas matemáticos que arraiguen a la perfección en estos tipos de textos: la recursividad, los números complementarios, la reducción al absurdo, las clasificaciones de elementos, el concepto del infinito, la teoría del caos, la trigonometría, la teoría de conjuntos, la combinatoria, la teoría de juegos, las leyes de la óptica… Por no hablar de conceptos científicos como los viajes temporales, los anacronismos, el laberinto o los métodos de investigación. Los maestros ya transitaron todos estos paradigmas: Borges con su biblioteca de Babel, «La casa de Asterión» o «El idioma analítico de John Wilkins», e incluso se atrevió con la inteligencia artificial en su cuento «La máquina pensante de Raimundo Lulio», tema que Poe ya trató en 1835 en su relato «El juga-
dor de ajedrez de Maelzel» y E.T.A. Hoffmann en 1814 en «Los autómatas». La teoría del caos aparece representada en Alicia en el país de las maravillas del escritor y matemático Lewis Carroll, y Mary Shelley ataca la idea de científico loco y una suerte de inmortalidad en Frankenstein o el moderno Prometeo, basado en los experimentos de Luigi Galvani, quien consiguió contraer las patas de una rana muerta aplicando electricidad en su médula espinal, y tantos otros paradigmas científicos que han sido literaturizados. Entre los cultivadores del microrrelato científico actual, deudores de todos estos maestros precursores de literatura científica, podemos encontrar, por decir algunos, a Miguel Ángel Zapata, Ángel Olgoso, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Carlos Almira, Manuel Moyano, Manu Espada, Federico Fuertes Guzmán o Rubén Abella. Todos estos autores tienen en común que el interés literario prevalece al científico, pero además los dos primeros son patafísicos, practicantes de una ciencia paródica que sirve para plantear juegos metaliterarios y dar soluciones imposibles a problemas inexistentes; también para inventar máquinas que crean literatura de forma automática, como La Increíble Máquina Aforística (www.laincreiblemaquinaaforistica.com) planteada por Georges Perec, miembro del OuLiPo, en su ensayo Pensar/Clasificar. Más escritores patafísicos serían Calvino, Eco, Ballard, Prevert, Artaud, Ernst, Queneau, Vian, Arrabal… Los elementos tecnológicos, ya cotidianos, pasan a formar parte de los microrrelatos para enfatizar el momento del conflicto que marcan este tipo de obras: internet, los ordenadores, los móviles (aquí Juan José Millás es un experto en utilizarlos para crear situaciones absurdas, como en su articuento «El infierno», donde en un entierro el difunto lleva el móvil encima y suena dentro del ataúd; también con textos como «El móvil», «Qué asco», o «Cuidado»), las redes sociales (Rubén Abella habla en «Cita» de la imagen que proyectamos en las redes, que no suele coincidir con la realidad), los chats eróticos (Manu Espada, en «El chat», retrata un
matrimonio que está teniendo una relación sexual virtual sin saber que es con el otro), los SMS (Juan Gracia Armendáriz, en «Redes», recibe un mensaje de su padre muerto pidiéndole ayuda), las app, los buscadores a modo de modernos oráculos, el hipertexto, los robots (Moyano titula «Apostasía» un texto que presenta un mundo donde sólo han sobrevivido unos robots que sospechan que sus creadores fueron entes orgánicos y que repiten los mismos errores que estos; Zapata por su parte mantiene vivo al androide de un abuelo a base de baterías de litio en «Culparemos al Alzheimer»), los hackers, la realidad virtual, el dinero electrónico, las videoconferencias o incluso el nuevo concepto de televisión (Juan Jacinto Muñoz Rengel habla en «Next TV» de un reality show donde el público muere de manera macabra para entretener a los espectadores del primer mundo). Vivimos pues en el tiempo de la brevedad, donde las pantallas de ordenador y de móviles rigen los géneros que han de prevalecer en este siglo que superará aún más si cabe el ritmo inventor de su antecesor. Así la unidad visual que representa una pantalla de ordenador ha insuflado un auge hasta ahora nunca visto al género del microrrelato, del mismo modo que Twitter y sus ciento cuarenta caracteres lo han hecho con el del aforismo en las pantallas de los móviles. Ya lo comentaba a mediados del siglo pasado Manuel del Cabral, autor dominicano que trató la metafísica en algunas de sus obras: «El futuro de la novela es el cuento, y el porvenir del cuento es la parábola, y si la evolución no se detiene —que lo dudo—, la síntesis de la novela, el cuento y la parábola es, inevitablemente, el aforismo. Porque el hombre de mañana —casi dentro de algunas horas—, será un hombre de mentalidad de telegrama; el suceso y las palabras terminaron su destino, sólo el olfato, el gesto y el aparente silencio serán los dueños del próximo esperanto». Este artículo fue publicado originalmente en el Blog de Fundación Aquae el 10 de abril de 2018 (www.fundacionaquae.org)
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El holandés errante
Viajar, escribir, reconocer (primer hemisferio) Texto y forografías: Álex Chico
A menudo me pregunto cómo puedo regresar a un lugar que no conozco o, siguiendo al poeta Juan Antonio González Iglesias, cómo describir tan justamente un país en el que nunca he estado. En ocasiones pisamos por primera vez un territorio y tenemos la sensación (vaga, liviana) de que lo hemos transitado tiempo atrás. El motivo por el que eso sucede sigue siendo para mí un misterio. He aventurado unas cuantas hipótesis. Por ejemplo, que una ciudad alberga en sí otras ciudades
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y que, por esa razón, un emplazamiento nos conduce siempre a otras geografías ya conocidas, como si fueran extensiones de una sola ciudad. Otra de las conjeturas tiene que ver con nuestras lecturas previas al viaje. Leemos sobre un lugar para reconocerlo, como una avanzadilla que se adelantara con el fin de guiarnos una vez que estemos en él. No había leído mucha literatura ecuatoriana, pero sí la suficiente como para creer que reconocería el país
cuando lo pisara. Por exiguas que resulten, las lecturas funcionan como un faro, un asidero al que aferrarnos. Nos permiten seguir un orden dentro de un paseo caótico, porque siempre nos acabamos encontrando con un lugar que es y no es el que hemos leído en los días previos a nuestro viaje. ¿Es Ecuador el mismo país que intuí en los textos de Hugo Mayo o David Ledesma? ¿El mismo territorio que aparece veladamente en Mónica Ojeda, María Fernanda Ampuero o en Ileana Espinel Cedeño? No hay una respuesta unívoca, ni para Ecuador ni para ningún otro territorio, porque la geografía de la escritura no siempre coincide con la geografía real. Y, al mismo tiempo, sus similitudes son extraordinarias, como si un suceso sólo pudiera explicarse en un lugar concreto. Fui a Ecuador gracias a la invitación de Augusto Rodríguez, que dirige un festival de poesía en Guayaquil. Eso fue lo que le dije a un policía de aduanas: que estaba allí porque había escrito algunos poemas. No sé si para comprobarlo o para provocar una torpe complicidad, me propuso que le recitara algo. A punto estuve de echar mano del único poema que sé de memoria, «No volveré a ser joven», de Jaime Gil de Biedma. No lo hice, pero le invité a que se pasara por las lecturas programadas. Tampoco él, que yo sepa, vino a ninguna. Así crucé la aduana y así entré a Ecuador, con la impresión de que si quería pasar unos días allí debía demostrarlo. Alguien, además de Augusto, debía decidir si yo merecía formar parte de ese grupo de poetas. Afortunadamente, pasé la última frontera y pude tomar un taxi hacia el centro de Guayaquil. Era un intruso, pero con los papeles en regla. Si, como dijimos, viajamos no tanto para conocer, sino para reconocer, y si una ciudad alberga en sí otras ciudades, no tardé mucho tiempo en ver las trazas de otros lugares mientras paseaba por Guayaquil. Quizás haya un delirio de relación, una manera muy sebaldiana de observar lo que nos rodea, pero lo cierto es que caminar por ciertos sitios de Guayaquil no me era muy distinto a pasear por el Vedado, en La Habana, Ñuñoa, en Santiago de Chile, Teusaquillo, en Bogotá,
Por eso toda escritura es una forma de regreso. Y regresar, al fin y al cabo, es ir restando capas para conocer qué nos ha llevado a un lugar, qué nos ha conducido hasta un emplazamiento concreto.
o Valparaíso, si miraba la ladera de las montañas. Incluso, hilando más fino, por un momento me pareció encontrarme en el barrio napolitano de Spaccanapoli, con ese aire de paisaje después de la batalla que conservan algunos espacios a punto de venirse abajo. Con las mismas calles sucias y decadentes, en donde la belleza sucede de otra manera, como si fueran la perfecta representación del encanto del desencanto: casas con paredes desconchadas, vestigios desperdigados de un pasado colonial, edificios abandonados y ennegrecidos, comercios y vendedores ambulantes, cables enmarañados, talleres ocultos y clandestinos. Una belleza que trascurre por el lado inverso, entre líneas, un atractivo poco evidente que exige toda nuestra atención, porque después de tanto paseo y una observancia casi enfermiza quizás logremos encontrar algo que nos seduzca sobremanera. Las aves, por ejemplo, reposando impasibles al constante ruido de la ciudad mientras se detienen en la infinidad de cables que nos cortan la visión del cielo. O el contraste con otras zonas más bellas de la ciudad, como Santa Ana, la Universidad de las Artes o el cementerio. Este último lugar me hace recordar algo que dijo Pablo Neruda: en Guayaquil los muertos viven mejor que los vivos. Reconocer una ciudad antes de pisarla. Regresar a ella porque la habíamos interiorizado en una lectura.
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El holandés errante
Álex Chico. Viajar, escribir, reconocer (primer hemisferio)
Estas son dos de las incógnitas y dos de los estímulos que más me seducen cuando emprendo un viaje. Antes de subirme al avión y poner rumbo a Guayaquil, había intentado visualizar la ciudad a través de Hugo Mayo. Una vez allí traté de seguir su itinerario y busqué al mejor acompañante, el escritor guayaquileño Augusto Rodríguez, que lleva mucho tiempo trabajando por situar la poesía de Mayo, de Ileana Espinel o de David Ledesma en el lugar que les corresponde. Caminamos por la avenida 9 de octubre, que había confundido con la 12 de octubre hasta que le pregunté a un transeúnte y me dijo que no estaba en la madre patria. Creo que se rió mientras me corregía, pero ahora no sé si debió hacerle mucha gracia. Cruzamos el parque Centenario y tomamos algunas calles aledañas (Junín, Luis Urda-
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neta…), mientras tratábamos de reconstruir las rutinas de Mayo: madrugar, buscar almuerzo en la calle Chimborazo (¿en el Piave?), sentarse en algún banco del parque Seminario. Recordamos el primer verso de uno de sus poemas, el que escribe después de encontrarse con Nicanor Parra: «Todo puede venir mucho antes». Y recordamos varios poemas de otro autor guayaquileño, David Ledesma, un escritor magnífico que anticipó en su escritura la forma en que desaparecería del mundo: ahorcándose con una corbata amarilla en su departamento. De Ledesma aún puedo citar casi de memoria algunos versos: «el árbol tenso / que tiene raíces para arriba», «cavaré un hoyo muy negro / donde meterme con mi nombre a cuestas». Y, por supuesto, los versos que escribió a modo de epitafio: «La rueda sigue andando. / El molino no deja de moler. / Ni nadie pierde su trabajo a causa de un tornillo que se rompe». Aunque cueste asumirlo, el río fluye, seguirá fluyendo, a pesar de nosotros. Volví al parque Seminario poco después de haber estado con Augusto. Llevaba conmigo la novela Mandíbula, de Mónica Ojeda, también guayaquileña. En un banco situado a los pies de la pérgola, frente a la catedral Metropolitana, retomé su lectura. Mientras avanzaba, recuerdo que me pregunté si podemos hablar de literaturas nacionales. O dicho de otra forma: ¿existen nexos suficientes como para tratar de buscar en diversas propuestas una narración coral y única, como eslabones de una misma cadena? En realidad, lo que me preguntaba, lo que no dejo de preguntarme, es hasta qué punto el lugar, el territorio, modifica nuestra forma de escribir. De qué manera el espacio nos condiciona durante el proceso creativo. Confío en la geografía personal de cada escritor como algo parecido a un personaje que siempre está, aunque no aparezca, en todas las novelas, ensayos o poemas que escribimos. Puede que no lo invitemos, pero siempre surge por algún lado. Incluso si nos hemos propuesto que no haya de él ningún rastro: su ausencia nos empuja a que el paseo sea cada vez más laberíntico. Damos rodeos que nos conducen al punto de partida. Tal vez no exista una única respuesta, una conclusión inapelable, pero lo cierto es que mientras reflexionaba sobre todo esto el propio parque Seminario me
ayudó a entenderlo un poco más. Leía un fragmento de la novela: «Bailar junto a las serpientes. Besar cadáveres de iguana». Alcé la vista y allí estaban: un centenar de iguanas que deambulaban a paso lento por el parque. Para alguien como yo, tan poco acostumbrado a cruzarse con ellas, la visión de las iguanas era hipnótica: en el césped, entre las palomas, al lado del minúsculo lago lleno de peces, con un ritmo tan estático que me recordó a buena parte de los autores ecuatorianos que había leído: una narración pausada, tranquila, y a la vez amenazante, capaz de penetrar en nosotros sin previo aviso. Ahí podría existir un tipo de relación natural entre paisaje y escritura. No sólo en las iguanas: la presencia del animal es una constante en muchos textos latinoamericanos, en multitud de lienzos o en infinidad de figuras de barro. El bestiario, como el cuerpo, son temas fundamentales para entender por qué escriben un buen número de autores al otro lado del charco. Miraba las iguanas del parque Seminario, con su paso lento y pausado. Su cuerpo de animal de otra época, ancestral, casi extinguido. Recordé un microrrelato de un
autor de Riobamba, Patricio Cárdenas: «Soñó ser una joven iguana. Junto a ellas, fue un triste dinosaurio». Eso debía parecer yo, un triste dinosaurio sentado desde hacía un rato en un banco del parque Seminario, mientras leía Mandíbula, me rodeaban las iguanas y me envolvía una constante sensación de calor, aquietando y acotando cada paso en el mar de asfalto que cubría Guayaquil. La combinación de cemento y humedad multiplica la sensación de bochorno, bajo un cielo plomizo que no se decide nunca por descargar toda la lluvia sobre nosotros. Tan sólo impone un color difuminado, grisáceo, como una gran nube que no se va de nuestro lado para seguir aumentando la temperatura. Eso es lo que escribe Mónica Ojeda en su novela: «Vivimos en una caldera: este país tiene casi un centenar de volcanes y más de veinte están activos». Poco después encuentro una frase que me hace reflexionar nuevamente sobre la relación entre geografía y escritura: cuando Ojeda habla de esos mismos lugares se refiere a ellos como «paisajes que insinuaban su propia destrucción». Quizás esa sea la constatación de que uno no escribe al margen de lo que le rodea, porque lo que nos rodea siempre acaba condicionando nuestra forma de entender el mundo. Si ese mundo, además, cuenta con pasado aún visible, una memoria ancestral que mantiene voces de otro tiempo, la sensación de encantamiento se trasforma en un misterio que nos hace avanzar al otro lado, una esquina del mapa que nos habla de conjuros y secretos arcanos. Un folklore muy presente en casi todas las fechas del calendario. En los últimos días de octubre, cuando viajé a Guayaquil y a otras partes del país, el Día de Difuntos se aproximaba. Estoy seguro de que en Barcelona no me habría dado cuenta. En Ecuador me fue imposible escapar de una fiesta como esa. Estaba en cada calle, en cada puesto de comidas, en cada casa. Imagino que celebrar el misterio todo los años te empuja más fácilmente a escribir un libro como La primera vez que vi un fantasma, de la guayaquileña Solange Rodríguez Pappe. Escribimos lo que hemos visto, lo que hemos interiorizado año a año. Por eso toda escritura es una forma de regreso. Y regresar, al fin y al cabo, es ir restando capas para conocer qué nos ha llevado a un lugar, qué nos ha conducido hasta un emplazamiento concreto. Ese descenso, me digo, necesitará un nuevo hemisferio.
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E l a m b ig ú
La noche de los cascabeles Àlex Marín Nazarí: Granada, 2018 274 págs.
Pedazos de realidad Por C. Luna La noche de los cascabeles es una ficción que participa de los llamados nuevos realismos. Su lectura nos sumerge de la forma más vívida en el dilema del yo con respecto a los lazos familiares, a las relaciones amorosas, a la comprensión de la propia identidad; al modo, en suma, en que todas estas relaciones nos limitan y definen. Escrita enteramente en presente, habla del pasado del narrador y conjuga o simultanea la reescritura de su historia con el relato de los sucesos actuales, de un hoy en el que trata de reescribirse a sí mismo mediante la comprensión y asunción de sus recuerdos. El narrador regresa a los escenarios de su infancia con el objeto de reescribir su vida, es decir, por una honda y sentida necesidad de negar el determinismo a que parece abocarnos el pasado. La obra de Àlex Marín, con sus trazas de novela de formación o bildungsroman, por la manera en que concibe la escritura como medio de pensarse y de modificar lo que uno ha sido y, por tanto, será, se inscribe plenamente en los nuevos realismos, de los que las obras de Sara Mesa, Isaac Rosa o Giralt Torrente constituyen una importante muestra. La novela se divide claramente en dos partes. La primera nos ofrece una intensa evocación de la infancia a la que subyace el necesario y sutil planteamiento de la situación de que parte el protagonista, así como de las relaciones que mantuvo con los personajes entre los que discurrirá la historia. En estas páginas iniciales, llenas de descripciones menudas y tremendamente vivas, reina el
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humor, la nostalgia y una contenida ternura que se difunde con suavidad por toda la narración. Los personajes nos son presentados por medio de pequeñas escenas que dibujan insensiblemente los rasgos del narrador, de su padre Manuel, de su amiga Clara, de amigos y vecinos. Este tono entrañable, cuya profunda y sentida cordialidad nos comunica Àlex Marín con la destreza del narrador puro, variará por completo en la segunda parte del relato, momento en que afloran los recuerdos de los que es presa el protagonista, que vive atormentado por ellos y por su rara e inevitable crueldad. Aparecerán entonces los grandes miedos de la adolescencia, se nos referirán acontecimientos monstruosos que podremos rastrear hasta aquellas tiernas escenas infantiles, se nos enfrentará, en fin, a una maldad natural, que se sucede como se suceden las lluvias o los temporales. El hecho de que el mencionado tono sufra una progresiva alteración que concuerda con el sombrío cariz de los sucesos relatados no entraña en sí mayor novedad; lo que sí debe destacarse y encomiarse es su modo de resolverlo, totalmente fluido y con un efecto estremecedor. Àlex Marín Canals posee un estilo sobre el que quisiera llamar la atención por su absoluta extrañeza y por la forma única en que resuelve la dicotomía fondo/forma, pues las raíces mismas de lo que cuenta beben de la dislocación del mundo y del yo, convertida aquí en lenguaje, en estilo vivo y desgarrado. Por último, quisiera encarecer la labor realizada por los editores de Nazarí, que han cuidado todos los aspectos materiales del libro que nos ocupa (véase la extraordinaria portada, su significación y propiedad). El conmovedor desvalimiento del protagonista, la tensión por momentos insoportable de la historia, la maestría con que el autor la lleva a su término, la minuciosa e inquietante descripción de lo que hay de puramente irracional en nuestra conducta y de hasta qué punto nos gobierna: todos estos elementos demandan la entrega del lector a la profunda veracidad de La noche de los cascabeles.
La calle de los cines
Marcelo Cohen Sigilo: Madrid, 2018 336 págs.
Morfología simbólica Por Almu Ballester Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951) es escritor, crítico literario y traductor. Exiliado en Barcelona de 1975 a 1996, fue articulista para El País, La Vanguardia, Viejo Topo y Quimera y fundó la revista Otra Parte. Catorce novelas, cuatro libros de ensayo y siete libros de cuentos después, editorial Sigilo España nos presenta su última obra. Un solo cuento de La calle de los cines sería suficiente para llenar páginas de una reseña. Marcelo Cohen —un empedernido contador de películas— nos trae con este volumen una muestra más de su «sociología fantástica», particular estilo narrativo que él mismo define como propio. Situado a caballo entre la ciencia ficción y el realismo más contemporáneo, Marcelo se separa voluntariamente del presente para observar, desde la distancia distópica, el variado e imprevisible universo contemporáneo y lo hace a medias con ternura, a medias con acritud. Ya conocíamos su Delta Panorámico, conjunto imaginario de islas hipertecnificadas y variables que se entienden en un idioma común, el deltingo, recurso que sigue brillando en este volumen: los habitantes ocupan profesiones como la de igualadora de conflictos de tráfico o la de corpotransformer; enferman de descrosis renal, oltusemia, gastrofalgia de Bettur y se alimentan de cuasicarn, filetes de telujo o keche. Beben licorvino y se automedican con apagámex o reidol. Viven en módulos habitacionales donde no falta un pantallátor y los fotovivs adornan las paredes. A veces se pelean por
parampios, a veces pechulan y otras mumulgan, sin que ninguno de estos verbos resulte críptico al leer el relato. Marcelo Cohen es un genio de la morfología simbólica y es difícil que este universo que, en palabras del autor, «se parece a nuestro mundo dentro de diez minutos», no nos provoque interés reflejo. En su libro conviven tratados sobre la imposible felicidad en pareja con soluciones para la superpoblación y el consumo de recursos naturales. Hay pinceladas de filosofía y de moral. Es a ratos subversivo, a ratos hilarante; capaz de describir en clave lírica tanto la devastación de un tsunami como la cópula alucinada de dos humanos primitivos. En «Victorilo» paseamos por una playa de Isla Asunda, asistiendo al malestar culpable que produce en los veraneantes la presencia de un niño que malvive de vender diarios. En «Una puerta a la igualdad», dos hermanos ven interrumpidos sus quehaceres diarios por un holograma paterno que busca reconciliarse desde el más allá. «Invitada a una fiesta» tiene como protagonista a Nolenda, anciana de soledad inconmovible que disfruta su vejez y la lleva a método. Uno de los relatos más inspirados, «Mujer cuántica», delicioso por su atractivo ritmo, aproxima en términos de física de ondas y partículas la atracción sexual en todas sus fases. El protagonista de «Por su propio bien», traductor de lenguas anteriores al deltingo, decide sublevarse y tergiversar el original en un thriller psicológico que tiene lugar en la Panconciencia, una suerte de red mental que alberga tanto pensamientos aleatorios como verdaderas tramas de manipulación neuronal. «Liberación», casi una parábola del estrés, narra la vida de una mujer atosigada por la ocupación continua: «Para Tedilce, una humana mejorada por la técnica, todas las cosas tienen la misma importancia y exigen atenderlas al mismo tiempo. Esto es una cláusula del tácito contrato de crecimiento incesante que ha sellado consigo misma. En sí misma Tedilce es una suma neta de lo que debe hacer, lo que se propone hacer y lo que le gusta hacer». Leer a Marcelo Cohen es un placer gourmet: nos sirve un plato de fusión narrativa aderezado con ingenio y sutileza, especias clave que logran que La calle de los cines no se olvide fácilmente.
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A hombros de gigantes Umberto Eco Lumen: Barcelona, 2018 400 págs.
A hombros de un gigante Por José Antonio Vila En 2016 fallecía Umberto Eco, uno de los últimos intelectuales europeos verdaderamente grandes y universalmente respetados. Lumen publica ahora A hombros de gigantes, un libro que recoge las lecciones magistrales que entre 2001 y 2015 impartió en el festival La Milanesiana, al tiempo que, por separado, recupera con oportunidad una conferencia de tema político, pronunciada en 1995, bajo el título de Contra el fascismo; cuyo contenido es, por desgracia, todavía relevante (tal vez más ahora que entonces). A hombros de gigantes es un volumen hermanado con aquellos dos hermosos libros ilustrados, aparecidos hace ahora más de diez años, que son Historia de la belleza e Historia de la fealdad, con los que comparte más de un tema recurrente, y que, como aquellos, puede leerse, pese a la disparidad del enfoque en los textos, como un libro de ensayos unitario acompañado de iluminadores comentarios de textos y análisis de imágenes, que abarcan desde obras plásticas y grabados a rótulos publicitarios, viñetas de cómic o fotografías. Como siempre, Umberto Eco consigue demostrar que, a despecho de lo que algunos piensan, la complejidad y la hondura no están reñidas con la claridad ni tampoco con la amenidad. Eco siempre pareció encontrarse a sus anchas en todas partes, siempre con un pie apoyado en la filosofía y el otro en la literatura y la narración, lo mismo disertando sobre Santo Tomás de Aquino que analizando la simbología de los cómics de Superman, o las películas de James Bond, comentando los cánones de belleza que impone la publicidad o desgranando una página de la Metafísica de Aristóteles. De la conflictiva dialéctica de las generaciones, de tradición e innovación, de la noción de progreso en artes o en ciencias, y de las interpretaciones y reinterpretaciones de la historia versa la conferencia
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que da título al libro, que funciona como pórtico de la compilación y también es su corazón. Y es que si algo hemos aprendido gracias a él ha sido sobre todo la vigencia de los clásicos y su utilidad para comprender lo actual. Que el arte y el pensamiento producidos en épocas remotas son contemporáneos; de la Edad Media a la sociedad posmoderna (de la que él ha sido uno de sus más perspicaces teóricos y observadores). Que el pasado nunca pasa realmente, o diciéndolo con paráfrasis de Faulkner, que este es sólo una dimensión más del presente. No tengo espacio para detenerme en las doce lecciones que componen el libro, sí quisiera resaltar las que más me han gustado: «La belleza» y «La fealdad» presentan agudas y valiosas distinciones entre nociones de estética que a menudo se confunden (bello, sublime, feo, camp, kitsch); «Absoluto y relativo» empieza como un ameno y didáctico repaso por los sistemas de explicación y comprensión, los paradigmas cognitivos, que han propuesto la ciencia y la filosofía, y se convierte en una elegante y bien razonada defensa del laicismo ilustrado en una época como la nuestra, confusa, de regresiones políticas y rearme ideológico del conservadurismo de inspiración religiosa; «Paradojas y aforismos» pone de manifiesto cómo, mediante las paradojas lógicas y los juegos del lenguaje, el ingenio puede tener apariencia de verdad pero no es jamás criterio de ella, y cómo las estructuras del lenguaje condicionan nuestra visión del mundo pero no la determinan; «Decir falsedades, mentir, falsificar» se adentra en el apasionante ámbito de los mundos narrativos posibles, la lógica interna de los universos ficcionales y su relación parasitaria o vampírica con el mundo real, nos recuerda que las categorías de verdad y mentira no son aplicables a la ficción narrativa y, sin embargo, a veces los límites entre ficción y realidad se hacen borrosos, por ejemplo, cuando reflexiona sobre el estatuto ontológico de los personajes ficcionales y su impacto en la realidad a través de las emociones que suscitan en nosotros. Qué gozo, qué lujo, poder seguir aprendiendo, aunque sólo sea un poquito más, con el profesor Umberto Eco. Sus lectores tenemos esa misma sensación: la de ser enanos a hombros de un gigante.
Memorias. Mi vida con Marina (1896-1991) Anastasía Tsvietáieva (Traducción de Marina Bornas) Hermida Editores: Madrid, 2018 1210 págs.
Dos vidas enteras Por Daniel Jándula Sabemos que Anastasía Tsvietáieva nos ha encandilado cuando, apenas hemos pasado un par de páginas, leemos la escena en la que su hermana Marina va al teatro por primera vez y, totalmente absorta en la función, pela una naranja y deja caer las cáscaras al patio de butacas. Caminar sin accidentes por el fino hilo entre el lirismo y la Historia es un trabajo complicadísimo. Hacerlo durante un libro tan extenso, sin agotar al lector, es algo que muy pocas personas pueden completar. Anastasía Tsvietáieva empleó toda su vida en el reconocimiento de su hermana Marina, la inclasificable autora del inagotable Mi madre y la música. Culminó esta función en 1992 (tenía noventa y siete años), con la creación de un museo con su nombre en Moscú. Fue la culminación de un trabajo titánico que cerraba el primer esfuerzo, en 1971, con la primera edición de sus Memorias. En abril de 2018 se reeditó el libro, con nuevos añadidos, una brillante traducción de Marta Sánchez-Nieves y Olga Korobenko y una excelente revisión que abarca hasta 1991, año en que con la disolución de la Unión Soviética se dispersaban también muchos de sus fantasmas. El texto va más allá de ofrecernos un testimonio exhaustivo de la historia de Rusia durante el fatalista siglo XX. Para empezar, toma como punto de partida las revoluciones de 1917 (hubo dos ese año, aunque nos haya quedado en la memoria la del mes de octubre), fijando en el lector la idea de que nada hay más revolucionario que la infancia. Siempre he admirado los ejercicios biográficos que, sin ser exactamente biografías, se empeñan en profundizar en la vida de otro. Poner un talento propio, que casi siempre se pierde en espirales hacia el centro de uno mismo, al servicio de otro es sencillamente un milagro. Pero es que, además, estas Memorias están narradas con una intensidad poco habitual, encuadrando gran parte de la historia en los
años de infancia y juventud de las dos hermanas, con esa conciencia de que hace falta suspender la historia, excluirnos de la explicación y justificación de una figura histórica y literaria, para comprender verdaderamente la importancia desde una perspectiva fraternal. Al renunciar a hablar por entero de sí misma, la hermana de Marina consigue abarcar más de una vida. Las Memorias recorren la vida cultural de una sociedad continuamente zarandeada por conflictos internos y acontecimientos externos (como todas las sociedades, pero pocas llegaron hasta el punto de desgajarse como esa naranja del principio). Este es, fundamentalmente, un trabajo de observación desde la cultura. El padre de las Tsvietáieva, Iván, fue el fundador del Museo Pushkin, y la familia trató (a veces con alegría, otras por compromiso) con los grandes autores del siglo: Rilke, Boris Pasternak, Anna Ajmátova y Gorki, que intercedió por Anastasía en 1933, en la primera de las varias detenciones que sufrió, observadas ahora como marcadores de etapa y no como un aviso recurrente. Porque uno aprende que cada detención era muy diferente de las demás. Anastasía estuvo varios años deportada en Siberia junto a su hijo, a finales de los años treinta. Ella se mantuvo fuerte, aunque no obtuvo su rehabilitación hasta 1959. Marina —y la mitad de su familia— estuvo exiliada en Berlín, Praga y París (su marido fue un contraespía soviético), y perdió a su hija menor Irina. Se suicidó al principio de la Gran Guerra Patria, en 1941, en Yelábuga, territorio donde confluyen el Volga y el Kama. Su rehabilitación llegó también tarde, en 1955. Anastasía Tsvietáieva falleció en 1993. Cerró el libro y abrió el museo. Entre sus páginas, hasta su propia voz es la historia de una desconocida.
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Para una teoría de las distancias Lorenzo Oliván Barcelona: Tusquets, 2018 128 págs.
Mirar la mirada Por Alberto García-Teresa Comienza Para una teoría de las distancias, el último poemario de Lorenzo Oliván (tras su Nocturno casi, Premio de la Crítica), con un poema que sienta muy bien las bases conceptuales de toda la obra: la poesía como observación constante hasta el punto de lo patológico, pero también como búsqueda del otro. Así, lanza un planteamiento que rompe la unidireccionalidad de la observación. Desde ahí, Oliván remarca la capacidad dinámica de la realidad, lo cual constituye un alegato contra los apriorismos y contra el pensamiento monolítico. Oliván emplea un registro claro y sin adornos líricos, centrado en lo conceptual. Escritos con buen pulso, comparte poemas depurados, bien cincelados, que manifiestan un trabajo de precisión léxica muy destacable. De hecho, puntualmente formulados con paradojas, muchos de sus versos poseen la rotundidad de las sentencias. Introduce referentes concretos muy seleccionados, pero sin desarrollo descriptivo. A su vez, hay que resaltar la atmósfera de quietud, de reflexión, que construye el autor en sus piezas y que conduce el tono meditativo de su escritura. Así, este poemario consiste en una reflexión continua sobre la mirada, sobre cómo captamos e incorporamos la realidad. De ahí que la luz, parte constitutiva fundamental de la mirada, sea el elemento más repetido en todo el volumen. No en vano, la luz es algo concreto que le permite a Oliván hablar de la constitución de la realidad. Sirve de sinécdoque al mismo tiempo que se le hace referencia directa por cómo modifica nuestra percepción del entorno. Y también le otorga una capacidad creadora; no la limita a ser un canal. Por tanto, Para una teoría de las distancias consiste en una reflexión sobre lo observado y la percepción, en la que el poeta vierte sus dudas e incluso la puntual desconfianza en la capacidad de los sentidos para captarla. Sin embargo, en última instancia, el poemario constituye una exhortación a la atención. Oliván apela a una mirada penetrante, indagadora y reveladora
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como una manera de aspirar a comprender con rigor la realidad como parte de un proceso de conocimiento. De hecho, se constata una exaltación de esa mirada trascendente en todo el volumen. Se trata de una mirada inquisitiva, que no se conforma con lo que ve en la superficie ni en la costumbre. A la vez, aspira a alcanzar una mirada ingenua, que se deje arrastrar por el asombro, por la ilusión de la primera vez. O, quizá, un leve extrañamiento. Lorenzo Oliván parte de una posición de interrogación, en búsqueda abierta. Sus poemas rastrean hipótesis, antes que afirmar certezas, pero con un sutil movimiento que lleva, precisamente, a proclamar la duda como presupuesto. En esa línea, se produce un cuestionamiento de la identidad, que se disemina en los otros y en lo observado. El autor expresa explícitamente la disolución del yo en el poema. Y en los textos coherentemente ocurre así: no existe un sujeto definido sino que abre un proceso de identificación tan diáfano (por ejemplo, al evitar recoger anécdotas y hablar, por el contrario, de situaciones abstractas) por el cual podríamos ser cualquiera. Sólo se aprecian los vínculos en los poemas de amor (unas pocas piezas que se salen de los parámetros del resto del volumen). El otro de los vectores del poemario es la búsqueda del eje y del centro de las cosas; del elemento que da sentido al mundo. O, más bien, de la conciencia de esa búsqueda, con toda la problemática que arrastra. El autor, de nuevo, lo pone en relación con la forma de mirar; de aprehender, en definitiva, la realidad. Así, concede una dimensión trascendente a lo material y abre a una dimensión espiritual lo sentido. Al respecto, late más un impulso vitalista que elegíaco en este libro, pues reflexiona sobre cómo captamos el flujo del presente, el estado fluctuante de las cosas que nos rodean (y de las intuiciones y pensamientos que nos estimulan). De este modo, Lorenzo Oliván aspira a «comunicar lo vivo / previo a lo interpretable».
Jaraíz
Miguel Ángel Curiel Amargord ed. 2018 179 págs.
Tierra incógnita Por Agustín Calvo Galán José de Val del Omar, artista inclasificable, poeta y experimentador, se definía a sí mismo como «creyente del cine». Podríamos decir, parafraseando a aquel cineasta místico, que Miguel Ángel Curiel es un creyente de la poesía. A lo largo de su ya larga trayectoria, que se inició con el accésit al premio Adonáis en los albores del cambio de milenio, la crítica ha destacado de su obra la hondura y también la experiencia liminar entre el Eros y el Thánatos, así como su no amoldamiento a las actuales modas o modos de la poesía española. A todo ello yo añadiría que únicamente un poeta con fe puede hacer posible con sus poemas lo imposible: explorar o decir lo intangible. Nos dice Curiel en Jaraíz: «Todo poema mío es una zarza […]» (pág. 113) o «Quien conoce el misterio ya no puede sanar con él» (pág. 35). Aquí la fe le permite entrar a explorar territorios desconocidos, enfrentándose a la paradoja de que el poema, o la palabra escrita, aparentemente sólo puede expresar lo conocido, lo materialmente conocido: «El poeta quiere promulgar, decir lo que nunca fue dicho y nunca más volverá a decirse» (pág. 66). El contraste con buena parte de la poesía actual es importante, pues se asume lo evidente o, incluso peor, se hace certidumbre de lo banal, amorfo y trillado —y no me refiero sólo a esa pléyade de voces postadolescentes que ahora lo copan todo, editados y listos para ser consumidos por las masas, y que se cobijan bajo el viejo mantra de la poesía de la experiencia—. Pero, centrémonos, tras El nadador (Editora Regional de Extremadura, 2016) y Fábrica de la seda (El sastre de Apollinaire, 2017), Curiel continúa su exploración
de territorios incognitos ahora en Jaraíz, donde aparecen, a su vez, trazas de sus anteriores libros: como la expresión de una conciencia en la que el devenir histórico no está formado de progreso triunfalista, tal y como nos lo cuentan las historias nacionales, sino de lo malograda que llega la creación y la libertad para poder encarar el futuro en la actualidad: «Como el mundo la poesía será cada día más pobre» (pag. 34). Por otro lado, para acceder a lo intangible Curiel usa todos los recursos que están en su poder, incluso se sirve de palabras y expresiones de otras lenguas, como la francesa o la italiana, pero especialmente de la alemana. De esta manera, con un trasfondo causal en el que se unen los idiomas de Valente y de Celan, de Teresa de Ávila y Walter Benjamin, escribe Aschen (cenizas) deliberadamente, ya que la lengua alemana representa en sí la mayor de las contradicciones posible: expresión de una civilización ordenada que cayó en la barbarie y la arbitrariedad. En Jaraíz la existencia del poeta se desvela ubicua en espacios y tiempos, con fechas y cartografías anotadas: Yuste, Coímbra, Coruña, Talavera, Lugo… y, por supuesto, el mismo Jaraíz que da título al libro; lugares, coordenadas por las que ha transcurrido y sigue transcurriendo Curiel en su búsqueda de una raíz fundamental, porque los territorios incógnitos están aquí mismo, no en otros mundos. Asimismo, el poeta consigue enfrentarse al misterio mirando directamente a lo luminoso: plagando sus poemas de palabras como sol, ojos, girasoles, luz, etc., y mostrando una naturaleza que forma la verdadera materialidad y el nexo que permite la creencia: «La ventana está abierta, la rama tendida hacia el sol» (pág. 57). Al fin, los poemas de Curiel se hacen ligeros como el vuelo de las aves porque, en realidad, su fe le hace ser un poeta del aire, un aviador que sube a las más altas esferas de la palabra escrita y se adentra en la dificultad gratificante a la que un creador debe aspirar: nombrar lo inexplorado, desvelarlo. Porque ya lo dijo Val del Omar —permítanme volver al gran experimentador—: «El piloto de avión sabe muy bien que lo más peligroso es hacer caso a aquella cariñosa recomendación que un día le hizo su madre: hijo mío, vuela bajo y despacito».
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That’s all Folks! (poemas animados) Sergio Laignelet Lebas: Madrid, 2017 40 págs.
Tras bambalinas Por Óscar Pirot En 2017 la editorial Lebas publicó en España That’s all Folks! (poemas animados) del poeta colombiano Sergio Laignelet. Si en su anterior libro, Cuentos sin hadas, nos había cautivado con su orfebrería y letalidad al trastocar los cuentos populares, en esta ocasión prolonga ese asombro al mostrarnos su calidad de «dibujante» ofreciéndonos estos inesperados capítulos sobre algunos de los principales protagonistas de las series animadas. El título que Laignelet utiliza para presentarnos su telón de versos nos traslada directamente al slogan de cierre que la Warner Bros catapultó como frase universal del imaginario colectivo e infantil y que en español se popularizó bajo el famoso: «¡Eso es todo amigos!». Tomando en cuenta este antecedente, el título de la obra no anuncia un cierre sino un pasadizo que hasta ahora había permanecido oculto y que gracias a la cirugía de la palabra emerge con una impronta inédita: escenas que ni los mismos personajes en cuestión habrían soñado vivir. Bajo esta premisa de «préstamos iconográficos», Laignelet elabora una serie de remakes que da continuidad a su particular y aguda poética, en donde el entredicho, la elipsis, los finales sugerentes y la limpieza de la forma se perfilan de modo que la lectura se convierte en un carrusel de diapositivas tan infalibles como entrañables. De Mickey Mouse a Bob Esponja, el libro convoca a más de una veintena de personajes para inmiscuirse en sus aventuras y marcarlos con el signo del antihéroe, y someterlos a un fatum que amenaza con aniquilarlos definitivamente o cambiar el rumbo de sus edulcoradas
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vidas. Esta es una de las médulas principales del libro: la de alterar por completo el leitmotiv del mundo animado y volverlo imprevisible. En cada poema se advierte una disfuncionalidad vital, un retoque de relaciones en donde los congéneres desvían sus cometidos devorando en ocasiones a sus semejantes o infundiéndoles atmósferas psíquicas cercanas al thriller o al suspense. Así, pues, no nos extrañe ser testigos de suicidios, torturas, asesinatos, pensamientos pecaminosos, epítetos enmascarados y demás delicias infiltradas en estos poemas animados que por momentos adquieren tintes de mafia y de ambiente lumpen. Pudor que se vuelve encanto, reconfiguración del humor y del componente adulto de la infancia. La forma en que operan las imágenes de Laignelet evoca paisajes en claroscuro. En algunas ocasiones, su destilación está precedida por atmósferas fúnebres, románticas o góticas («El cielo se torna anaranjado»). En otras, en cambio, predomina lo undeground y lo doméstico («Huele a cloroformo», «La luz de la cocina parpadea»). Ambas líneas de desarrollo tienen un rasgo decisivo: tras esos comienzos apacibles e inquietantes late esa pequeña garra que nos sorprenderá casi de inmediato. La cadencia y el ritmo del quehacer poético de Laignelet seducen por su determinación y su pausa. Es un poeta al que la prisa y la celeridad no lo engatusan; todo lo contrario, lo desmarcan de los ejes y las tentaciones fútiles que a menudo acechan en los escaparates de la hiperactividad. Su obra se sostiene por esa fidelidad a su proceso de sedimentación. De acuerdo con el crítico Gabriel Saad, el trabajo de Laignelet se inscribe en una prestigiosa tradición literaria: la de la reescritura. En nuestro caso, esta apropiación honesta e inteligente de imaginarios lo lleva a convertir cada página en un cinescopio de letras. Si nos asomamos al telón de That’s all Folks! (poemas animados), descubriremos tras bambalinas al propio poeta orquestando la entrada y salida de cada uno de sus invitados a este zapping caricaturesco, a esta pantalla que al encenderse nos convida de una magia que encandila y no se apaga.
Recomendaciones de Quimera Howth Road
Ángel García Roldán Piel de Zapa, 2018
El escritor y guionista Ángel García Roldán (premio Plaza & Janés por Las cortes de Coguaya, premio Ateneo de Santander por Todo el peso de la noche y 2º premio Pilar Miró de guion telefílmico) narra en esta singular novela la historia de César, un periodista freelance cínico, de vuelta de todo, al que un viaje a Irlanda obliga a enfrentarse con las víctimas que su egoísmo fue dejando a su paso en el Dublín de los años setenta; especialmente con Ashlyn, un antiguo amor con el que siente la imperiosa necesidad de reencontrarse. La novela explora las contradicciones, las indagaciones y, sobre todo, la transformación de una conciencia con una prosa directa y ágil y una estructura sinuosa que depara un final totalmente inesperado.
Moby Dick
Herman Melville Navona, 2018
La conocida historia del capitán Ahab en la búsqueda obsesiva y autodestructiva de su demonio blanco: Moby Dick. Publicada originalmente en 1851, pasó inadvertida al profundizar en demasía en la vida a bordo de un ballenero, contando con descripciones de la caza de la ballena y su posterior descuartizamiento, o múltiples anécdotas entre balleneros. La dificultad de la traducción, al utilizar numerosos términos de los balleneros del sigo XIX, ha hecho que la traducción de José María Valverde —traductor entre otros de Charles Dickens, T. S. Eliot, Walt Whitman, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson o del Ulises de Joyce, por el que recibió el Premio de traducción Fray Luis de León en 1977— se convierta en canónica. La calidad de la presente edición, junto al prólogo de Enrique de Hériz, convierte esta obra en un imprescindible de nuestras estanterías.
La memoria del aire
Caroline Lamarche Editorial Tránsito, 2018
La editorial Tránsito se estrena con un catálogo prometedor, que incluye esta perturbadora nouvelle de la escritora francesa Caroline Lamarche. Bajo la forma de un relato autobiográfico, la protagonista se desdobla en dos para rememorar su pasado, en el que se abre como una herida el romance que mantuvo durante siete años con un hombre, Deantes, de carácter depresivo e iracundo, que poco a poco va minando la relación a base de exigencias, desprecios y reproches. La violencia sutil o brutal que a veces se agazapa bajo el mal concebido amor romántico recorre esta novela breve, narrada con un estilo singular y poético.
Cuentos completos
José María Eça de Queirós Penguin Clásicos, 2018
De no mediar las figuras de António Lobo Antunes y Saramago sería el nombre de Eça de Queirós la figura central de las letras portuguesas de los últimos dos siglos. Acertada recopilación de relatos del autor, desde su primera época a su época de mayor gloria en los años setenta y ochenta del siglo XIX. También incluye cuatro relatos póstumos (publicados tras su muerte en 1900) y una interesante introducción del profesor Carlos Reis. Para todos los amantes de la literatura portuguesa.
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R e c o m e n d a ci o n e s
El poeta es un fingidor. Antología poética Edición bilingüe de Ángel Crespo Cátedra, 2018
La ciencia en la literatura Xavier Duran Edicions de la UB, 2018
A pesar de que los estudios sobre la relación entre la ciencia y la literatura han despertado en las últimas décadas un gran interés, sobre todo en el ámbito anglosajón, en nuestra tradición no han sido objeto de estudio específico. Por ello, este libro de Xavier Duran deviene imprescindible para entender cómo la ciencia ha determinado la literatura, bien como marco de pensamiento, bien nutriéndola de temas y elementos específicos para sus tramas. Duran nos ofrece una perspectiva amplia de esta íntima imbricación, desde Homero hasta la actualidad, en una obra muy bien estructurada y con gran cantidad de ejemplos escogidos acertadamente que prestan especial atención a la literatura española y catalana.
Lecturas pendientes: anotaciones sobre literatura Pedro Ugarte Ediciones Nobel, 2018
«Los libros no existen al margen de la lectura.» Ugarte recapacita, mediante apuntes tomados durante años, sobre la literatura, los libros y la creación, por medio de recuerdos, anécdotas, aforismos, pensamientos… Libro ecléctico que todo escritor o aspirante a ello debería leer para entender un mínimo en qué consiste pretender vivir de sus palabras, contado en primera persona por un autor que vive la literatura de forma incondicional. Todas las dudas, inquietudes, situaciones y problemas que los creadores se van encontrando en el día a día en su carrera a ninguna parte —«Lástima que la literatura no tenga ningún fin»— quedan retratados y explicados en cada línea de este magnífico dietario. «Los libros que me gustan son los que lamento que se acaben.»
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«Sé plural como el universo», escribe en uno de sus aforismos Fernando Pessoa. Eso es lo que consiguió el autor portugués, disgregarse para ser más, fraccionar diversas piezas para estar, a la vez, en todas partes. Como nos explica en este verso: «Me he multiplicado, para sentirme». En El poeta es un fingidor, Ángel Crespo nos ofrece una nueva antología de Fernando Pessoa y de sus heterónimos principales. El volumen viene acompañado de una imprescindible introducción que da la clave de buena parte de su universo literario. Crespo nos explica que Pessoa «se reparte para reconstruirse». Así es como consiguió convertirse en un autor inagotable.
Duelo de alfiles Vicente Valero Periférica, 2018
Nunca nos cansaremos en Quimera de recomendar a Vicente Valero, un autor que libro a libro ha ido construyendo una poética del espacio y una relectura de símbolos que le convierte en uno de los mejores escritores actuales en lengua castellana. Duelo de alfiles es un paso más en esa exploración del lugar como un escenario donde han sucedido historias minúsculas y a la vez trascendentales. Un juego en el que se mezclan realidad y ficción y que propone, según costumbre, un viaje inagotable al lector. Una obra que nos traslada por diferentes geografías y nos reúne con varios autores canónicos, dispuestos en un tablero de ajedrez que va superponiendo tiempos, miradas, historias que se entretejen y van creando una inmensa red hasta llegar a nuestros días. Valero tira del hilo y nos hace acompañarlo sin descanso por un sinfín de observaciones y ángulos. Hay una frase que se repite en el libro, como un leitmotiv: «Dónde te puede llevar una partida siempre es un misterio». Eso mismo podemos aplicar a la totalidad de su obra: dónde te puede llevar un libro de Vicente Valero siempre es un misterio. Y una suerte para sus lectores.