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ColaborAN en este número:
Víctor Atobas, Rubén Benítez Florido, Bertramz, Gorup de Besanez, María José Bruña Bragado, Isabel Cienfuegos, Frankie Fouganthin, Aitor Francos, Alberto García-Teresa, Erik (HASH) Hersman, Howard County Library System, Antonio Manuel Jiménez, David Mayor, Azahara Palomeque, Carmen Peire, Gemma Pellicer, Juan Peregrina, Carmen M.ª Pujante Segura, Angela Radulescu, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Javier Sáez de Ibarra, Hayden Schiff, Isabelle Touton, Claude Truong-Ngoc, José Antonio Vila, Manolo Yllera Fotografía de portada y Dossier:
Oladimeji Odunsi © (Unsplash) Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Septiembre 2019
África es un continente lleno de misterio. No sólo porque su nombre sea sinónimo de exotismo y de aventura, sino también porque desde nuestro flagrante etnocentrismo y desde una visión marcada por el colonialismo tendemos a considerarlo como un todo homogéneo, lo que dificulta mucho nuestra comprensión de una realidad muy rica y muy compleja. África son muchas Áfricas y algunas nos resultan tan remotas e inaccesibles como las galaxias del espacio exterior. Por ello, hemos querido dedicar un dossier de Quimera a reivindicar una literatura prodigiosa, fertil en temas y en estilos, que está escribiendo actualmente algunas de sus mejores páginas. Y para ello, y por primera vez desde que este equipo de redacción está al timón de la nave de los locos, con un dossier íntegramente realizado por una sola autora, Carmen Peire, profesora, gestora cultural, escritora y experta en Literaturas africanas, que nos descubre algunos del los autores y autoras más destacado del pasado y del presente de las letras del continente negro. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
Imprime:
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos
Víctor Atobas.
Entrevista a Isabelle Touton – 4
Literatura utópica: señales de esperanza – 41
El cielo raso Literatura africana
El holandés errante
Dossier integramente realizado por Carmen Peire
Azahara Palomeque.
El sur cuestionable – 10
La vuelta al sol en dieciséis días – 50
Literatura y colonialismo – 12 Literatura del África Mediterránea – 18
El ambigú
Literatura del África Subsahariana – 20
Juan Peregrina:
Hijos de la mezcla:
La carne y la pared de Alex Marín – 56
nuevas voces del África Subsahariana – 24 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Rubén Benítez Florido. Historia de un título – 44
La vida breve
José de María Romero Barea: Serotonina de Michel Houellebecq – 57 Anna Rossell: El bosque de Nell Leyshon – 58
Antonio Manuel Jiménez.
María José Bruña Bragado:
El suicidio del ornitorrinco – 30
Lo contrario de mirar de Ana Pellicer Vázquez – 59
Los pescadores de perlas
Incidentes de Ary Malaver – 60
Microrrelatos inéditos de Isabel Cienfuegos – 34
El castillo de Barba Azul
Carmen M.ª Pujante Segura: José Antonio Vila: Elogio de la literatura de Zygmunt Bauman y Ricardo Mazzeo – 61 Gemma Pellicer: El hilo de la cometa. Antología esencial
David Mayor.
(1987-2011) de Dionisia García – 62
Cinco poemas de miedo, esperanza y felicidad – 35
Aitor Francos: Hierba respirada de Anxo Pastor – 63
Einstein on the Beach
Querida hija imperfecta de Ana Pérez Cañamares – 64
Javier Sáez de Ibarra. Clara Obligado. La condición extranjera – 37
Alberto García-Teresa:
Recomendaciones – 97 3
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Entrevista a Isabelle Touton Texto: José Antonio Vila © Fotografía cedida por la entevistada ©
A despecho de una cierta mala imagen, a veces bien ganada, otras injusta, que las ha hecho aparecer como personas antipáticas y propensas a los berridos, lo cierto es que no pocas feministas resultan ser mujeres simpáticas, razonables y razonadoras. Qué duda cabe de que una de estas es Isabelle Touton, hispanista de reconocido prestigio y profesora titular de la Universidad de Burdeos. Isabelle se avino a responder a unas cuantas preguntas con motivo de la presentación en Barcelona de su libro Intrusas, que publica la Institución Fernando el Católico en su colección Letra Última y que recoge veinte entrevistas realizadas a otras tantas escritoras españolas: Natalia Carrero, Luisa Castro, Mercedes Cebrián, Paloma Díaz-Mas, Najat El Hachmi, Patricia Esteban Erlés, Cristina Fallarás, Laura Freixas, Cristina Grande, Karmele Jaio, Sara Mesa, Luisa Miñana, Cristina Morales, Lara Moreno, Elvira Navarro, Blanca Riestra, Juana Salabert, Marta Sanz, Gabriela Wiener y Remedios Zafra.
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¿Cómo surgió el proyecto de este libro? Porque es un libro gestado a lo largo de muchos años… Sí, es un proyecto que surgió después de haber estado investigando el campo literario español durante unos quince años. Fui dándome cuenta de que me costaba mucho encontrar escritoras y también me costaba encontrar a gente que me diese referencias de escritoras buenas. Del mismo modo, me di cuenta de que los premios casi nunca se los daban a mujeres. Personalmente, también me di cuenta de que, aunque muchos escritores hombres eran amables conmigo, al igual que con otras investigadoras jóvenes, lo cierto es que tampoco nos tomaban realmente en serio cuando hablábamos de literatura o de política. Y también que las mujeres mayores de cuarenta años no parecían tener un lugar dentro de esos grupitos literarios y de escritores. En fin, podría contarte muchas anécdotas, y de hecho cuento algunas en el libro, pero me dije que no podía ser que las escritoras estuvieran tan marginadas e invisibilizadas. Por eso empecé a entrevistar a escritoras, para saber cuáles habían sido sus experiencias y averiguar si ellas también se habían sentido marginadas, o cuáles habían sido las estrategias que habían empleado para entrar en el campo literario. Poco a poco fui descubriendo a escritoras maravillosas. En total estuve cuatro o cinco años trabajando en el libro. De entrada me ha llamado la atención el elenco de autoras que has seleccionado, me parece una selección muy buena e interesante, y también variada. ¿Cuál ha sido el criterio de inclusión en el libro? El criterio está relacionado, en primer lugar, con mis propias lecturas. Ya había «descubierto» a varias escritoras de cierta edad que me parecían buenísimas, pero que no salían nunca en los programas de las clases de literatura española en la universidad. Tampoco se hablaba nunca de ellas en los medios de comunicación. Y yo quise hablar de ellas y con ellas. También tenía relación con algunas escritoras de Madrid, que a su vez me hablaron de otras escritoras a las que no conocía en ese momento. Más tarde, quise ampliar el elenco y busqué a escritoras que escribiesen en catalán, euskera y gallego. Busqué también a escritoras más jóvenes. Aunque, claro está, no es representativo de todo el ecosistema li-
terario de las mujeres escritoras, sí espero haber podido encontrar una cierta diversidad con el libro. Hablas de «diversidad» cuando te refieres a las escritoras que has seleccionado, pero, a tu juicio, ¿habría algún nexo de unión entre todas estas escritoras? Aparte del hecho de que sean mujeres escritoras, me refiero. ¿Podrías destacar algún «motivo recurrente» que haya aparecido a lo largo de las entrevistas? Bueno, creo que el tipo de literatura que escriben estas autoras es una literatura bastante política, que es el tipo de literatura que a mí más me interesa. Es cierto que autoras que practican otros géneros literarios están menos representadas. En las entrevistas creo que todas comparten experiencias bastante frustrantes en relación con su carrera literaria. Curiosamente, esa experiencia parte de una impresión previa de no estar en desventaja respecto a sus compañeros masculinos escritores al comienzo de dicha carrera, y de haber tenido, todo hay que decirlo, un acceso bastante fácil a la edición, con la excepción de Remedios Zafra, a quien le costó más publicar al principio. Pero a medida que iban publicando fueron dándose cuenta de que ni la crítica ni los escritores hombres las consideraban en la misma medida que a sus compañeros de quinta masculinos. Tenían mucha menos visibilidad que sus amigos masculinos escritores junto a los que habían comenzado su carrera. Casi todas afirman que a ellas se las ha tratado con más desprecio y que tanto sus amigos escritores como los críticos casi no leen a mujeres escritoras. Y, por lo visto, esa es una experiencia que encontramos en mujeres escritoras que pertenecen a distintas generaciones, de distinta edad. Es como si esa experiencia se repitiese de una generación a otra… Eso es algo que ha estudiado bastante Laura Freixas. Cometemos el error de pensar que eso es algo estrictamente generacional. Que las generaciones más jóvenes no tienen ya ese problema. Pero es algo que se repite de generación en generación. También por motivos prácticos. Por ejemplo, las tareas domésticas casi nunca se comparten por completo en el hogar. También está el
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Entrevista a Isabelle Touton
hecho de tener hijos, o de no tenerlos. En la sociedad mediática, en general, las mujeres de cierta edad sufren discriminación. Pensemos en el cine, sin ir más lejos: las mujeres de entre cuarenta y cinco y sesenta y cinco años casi desaparecen. Hay chicas jóvenes que luego vuelven a aparecer ya como abuelas. Volviendo sobre lo más propiamente literario: ¿crees que al adoptar este criterio extraliterario de agrupar a las mujeres escritoras por el hecho de ser mujeres —y de que han sido víctimas de discriminación, más abierta o más tácita, en el mundo literario— puede mermar la particularidad de las autoras en cuanto que autoras? ¿En tu opinión eso era algo que preocupaba a alguna de las escritoras a las que has entrevistado? Yo creo que en general les preocupa mucho que se las quiera encerrar en ese gueto de la «literatura femenina». Ninguna quiere situarse ahí. Pero creo que todas entendieron que mi idea era distinta: que no era hacer de ellas un grupo homogéneo, ni tampoco segregarlas de la literatura, digamos, general. Al final del libro he querido incluir unos fragmentos de las obras de esas autoras, con una intención didáctica. A pesar de las diferencias de los estilos, creo que, en general, todas se caracterizan por una cierta crudeza, que casi podría dar pie a hablar de una «poética de la obscenidad» y que está muy alejada de los tópicos sobre la «literatura femenina» y de la «sentimentalidad». No son nada blandas, más bien todo lo contrario. Eso de la «literatura femenina» a mí me parece un invento editorial, que en esta época de moda del feminismo se ha utilizado como un reclamo mercantil. ¿Qué opinas tú de esto? Claro, es normal. El mercado hace su trabajo y las editoriales intentan vender. En España, como en la mayoría de países, quienes leen más ficción son las mujeres. Por eso se hacen esas campañas de marketing de «literatura femenina». Pero no tiene nada que ver con otro tipo de literatura que es más de investigación o más política. Todo esto me hace pensar en esas historias de los pactos con el diablo, donde se consigue algo de valor pero que a la larga vas a pagar más caro. Por ejemplo, una autora puede aprovechar este interés actual para poder publicar su obra, pero se la promocionará como un juguete nue-
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vo, como una novedad, y eso seguramente mermará la futura apreciación crítica de su obra… Sí, y me recuerda algo de lo que se ha ocupado Remedios Zafra: de cómo hay una frivolidad que se asocia a la imagen de las mujeres, sobre todo a las jóvenes, y de la que se pueden aprovechar para tener un cierto acceso fácil a las editoriales. Por eso pueden verse mediatizadas, pero luego está el backlash. Esto es un poco peligroso para una escritora, en efecto. Porque te puedes aprovechar de ello, pero después es difícil que te tomen en serio. Aunque a veces tampoco queda otra para te publiquen… Tienes razón con lo de la frivolidad. Pienso, por ejemplo, en la publicidad, y parecería que la imagen de las mujeres se asocia automáticamente a cosas frívolas. Esto sería un problema del conjunto de la sociedad. Pero no nos alejemos de la literatura. El título del libro, Intrusas, revela una voluntad polémica, de lucha por la legitimidad en el campo literario, que es, precisamente, como Pierre Bourdieu define el espacio del campo literario: el espacio de la lucha por la legitimidad. ¿Crees que el libro podría representar así una contribución positiva en este sentido? No lo sé. Puedo decirte que escribí la introducción a otro libro, Todos somos autores y público, que publicaba también la colección Letra Última de la Institución Fernando el Católico. La introducción me la pidió Roberto Valencia, el autor de este libro de conversaciones entre creadores y críticos. En este libro, que es muy bueno y muy interesante, salían diecisiete hombres (ninguna mujer), y ha tenido muy poca repercusión, en parte, creo, porque ninguno de los autores ha querido prestarse a hacer publicidad de él. Porque parecían estar sólo interesados en algo que tuviera exclusiva relación con ellos. Sin embargo, con Intrusas me he encontrado con que muchas de las autoras me han dado todas las facilidades: se han leído el libro entero, quieren apoyarlo, quieren darle difusión… En este sentido, sí que he percibido una solidaridad entre las escritoras que va de la mano de esa conciencia feminista que he ido notando en aumento en los últimos cuatro o cinco años, y que ha ido cobrando fuerza. Antes una escritora que tenía éxito estaba aislada en un grupo de hombres. Y se sentía a gusto con ello, además, y tampoco le preocupaba que las otras escritoras no tuvieran visibilidad. Espero que esta solidari-
dad vaya en aumento y llegue también a los hombres que están en el campo literario. Recuerdo que al final de la introducción del libro expresabas el deseo de que este pudiera llegar no sólo a las lectoras, sino también a los lectores hombres. Si te lo preguntara, ¿qué es lo que le dirías a un lector varón, no necesariamente interesado en cuestiones feministas, o por la historia del feminismo o su teoría, para poder interesarlo por este libro? No a alguien que estuviera a priori en contra, sino a alguien digamos «agnóstico»… [Risas] Ya te entiendo. Sé que hay gente que, digamos, no va a perder su tiempo con este libro. Pero sí que creo que hay cosas que podrían interesar a los varones. Por ejemplo, descubrir que el sentimiento de frustración que experimentan muchas escritoras no es algo aislado, sino generalizado. Y eso tal vez le permita conocer mejor la sociedad que le rodea. Entender mejor el mundo que nos rodea siempre nos hace más inteligentes y más libres. Y también, por otra parte, creo que podría ayudarle a reflexionar sobre cómo funciona el campo literario. Por último, ojalá que le sirviera también a ese lector varón hipotético para descubrir a algunas escritoras que literariamente son muy valiosas y potentes. Creo que esa experiencia de la marginalidad podemos compartirla también muchos hombres que hemos entrado en el campo literario en la época de la precariedad laboral, lo que nos ha hecho buscar apoyo en otros compañeros. Leyendo las entrevistas del libro, esa es también una experiencia por la que han pasado esas mujeres escritoras, porque muchas afirman haberse hecho feministas por necesidad, buscando apoyo en las demás, cuando se dieron cuenta de que la fábula de la joven escritora que cae en gracia no iba a durar siempre. La conciencia feminista siempre llega tarde, porque a nadie le gusta sentirse víctima. Pero hay veces en que la realidad es tan violenta que no queda otra. O eso, o bien viven en una fábula, como tú dices, pero esa fábula no puede durar siempre. El tema de la precariedad que has sacado es muy importante en el libro; las autoras reflexionan sobre lo que significa ser escritora o escritor hoy, en un mundo en crisis. Las entrevistas más antiguas son del 2013 y reflejan un mundo donde las
condiciones de los trabajadores de la cultura son realmente muy muy precarias. La fragilidad económica es enorme. Y de eso hablan con mucha franqueza las escritoras en el libro: cuáles son sus ingresos, cómo viven, cuáles son sus condiciones de trabajo… En este aspecto, muchos otros trabajadores de la cultura, desde críticos a directores de cine, pueden sentirse muy identificados con el discurso de estas escritoras. ¿Crees que la condición feminista conlleva necesariamente un victimismo? No, no necesariamente. Creo que son dos cosas distintas. No creo que ninguna de las escritoras entrevistadas quiera presentarse como víctima, sino que, al contrario, son muy combativas. Pero sí que en algún momento pueden llegar a reconocer que no se las ha tratado del mismo modo que si hubieran sido hombres. En este caso sí son víctimas de discriminación o de dominación masculina. Pero reconocer eso no conlleva complacerse en el sentimiento de ser una víctima, que es lo que es el victimismo. Sin embargo este tipo de experiencia la comparten también muchos hombres. Todo el mundo ha pensado alguna vez, y a veces con razón, que se lo hubiera tratado de otro modo de haber sido de otra manera, o de proceder de determinado medio social, por ejemplo… Sí, es cierto. No es exclusivo de las mujeres. Uno puede sufrir discriminación por muchas razones. Y esto lo dicen también todas las escritoras en el libro. Los escritores que proceden de un medio social humilde o que no se manejan con determinados códigos sociales, los que no tienen «contactos», los que vienen de pueblos y no de grandes ciudades… En fin, evidentemente hay un montón de escritores, hombres o mujeres, que experimentan también la discriminación de un modo u otro dentro del campo literario, y no necesariamente por cuestiones de género. Eso está claro. Yo es que quería vincular lo que dices con lo que, en mi opinión, es el clasismo endémico que veo en el mundo literario y que, además, de manera muy hipócrita, no se quiere reconocer. Porque, claro, luego resulta que nadie quiere reconocer que es clasista, todo el mundo dice ser de izquierdas y nadie reconoce tener prejuicios….
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Entrevista a Isabelle Touton
Y luego está el racismo, claro. En el libro sale Najat El Hachmi, que es de origen marroquí. Hoy sales a la calle y ves cómo es la sociedad madrileña o la barcelonesa, y no ves que el elenco de los autores que publican refleje esa diversidad actual. También me ha llamado la atención, investigando, que haya pocas escritoras que sean abiertamente lesbianas y que reflejen eso en su obra. Sobre este asunto de las discriminaciones en el mundo literario me viene a la mente el reciente y exitoso ensayo de Marta Sanz, Monstruas y centauras, y me sabe mal destacar ahora a una única autora de entre tantas, pero me parece interesante para esto de lo que hablamos ahora, porque ella parecía plantear en ese libro el feminismo como una punta de lanza, es decir, aprovechar este impulso para realizar otras transformaciones de calado en el conjunto de la sociedad. Hacer que la sociedad sea más justa y mejorar las cosas que no funcionan. Sí, estoy de acuerdo. Yo creo que actualmente la mayoría de las feministas en España lo que quieren no es que las mujeres ocupen los puestos de poder que hasta ahora habían ocupado los hombres. Por ejemplo, yo creo que lo que han pedido estos movimientos multitudinarios del 8-M que hemos visto este año y el año pasado es que cambie el sistema, que cambien las relaciones de fuerza, que cambien las jerarquías, que haya una desaceleración del ritmo de la vida, porque eso conlleva la explotación y la autoexplotación también; que dediquemos más tiempo a cuidarnos y a cuidar de los demás, que haya menos competitividad, etc… Ahora que has sacado lo de las jerarquías, permíteme jugar a abogado del diablo: la literatura y las artes son jerárquicas, inevitablemente, porque no todo el mundo tiene el mismo talento… Sí, es cierto. Cuando hablamos de «jerarquía» o de «visibilidad» lo hacemos sabiendo que no todo el mundo puede acceder al mismo nivel. Lo que sería deseable sería crear unos espacios de visibilidad donde los criterios de selección emanaran de más focos… Y, sin embargo, las comparaciones siempre van a existir. Cuando se destaca a alguien, eso implica necesariamente que hay un otro que no está siendo destacado... Además, a menudo se compara lo similar con lo similar, a una
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escritora, por ejemplo, tiende a comparársela más con otra escritora. ¿Crees que sería conciliable ese ideal, digamos, igualitario y de solidaridad, con esa naturaleza antagonística, de acuerdo con las tesis de Bourdieu, consustancial al campo literario de la que hablábamos? En este momento creo que se está demostrando que la solidaridad es una ayuda para las mujeres escritoras. Estoy de acuerdo con lo que dices: no todo vale para mí y sí que creo en el valor estético de la literatura. Aunque creo también que ese valor estético de la literatura se define asimismo por criterios sociológicos. Por lo menos en parte. Y esos criterios sociológicos responden a los intereses de determinados grupos dentro del campo literario. Vamos, que lo ideal sería encontrar la atalaya desde la que poder hablar y luego ya que te juzguen… Sí. A todo esto, ¿tú eres optimista respecto al futuro? Porque creo que ahora algunas escritoras están siendo muy bien valoradas, y no me parece que sea en plan condescendiente, porque sean mujeres y haya que otorgar un espacio a la «literatura femenina», sino que lo son de verdad, porque son autoras literarias de valía…. Yo soy optimista, claro. Porque en los últimos años he visto una evolución a gran escala. Soy optimista también porque leo a muchas mujeres escritoras, tengo trato con ellas y me muevo en espacios donde esto es bien recibido. Pero soy consciente de que no todo es así. La semana pasada, sin ir más lejos, en un congreso académico en España, cuando íbamos a hablar de literatura escrita por mujeres y con perspectiva de género, los señores que ahí había nos trataron con mucho desprecio y, además, con mala educación, ocuparon parte de nuestro tiempo. Por eso no sé si todos los espacios van a ser permeables. Creo que los espacios clave van a ser los de la educación: la secundaria y la universidad, para introducir en el canon la obra de ciertas escritoras clave, tanto clásicas como contemporáneas. Pero soy optimista, porque, por seguir con el ejemplo de ese congreso, cuando estos señores, profesores de universidad y catedráticos, nos sabotearon la ponencia, los estudiantes se indignaron muchísimo. Eso me hace ser súperoptimista respecto a los jóvenes [risas].
Literatura africana
Dossier integramente realizado por Carmen Peire
El sur cuestionable – 10 Literatura y colonialismo – 12 Literatura del África Mediterránea – 18 Literatura del África Subsahariana – 20 Hijos de la mezcla: nuevas voces del África Subsahariana – 24
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El cielo raso
El sur cuestionable África. El continente a nuestro sur. El sur del sur, pero con un norte y un sur también claramente diferenciados. De un tamaño espectacular, cuna de la humanidad, del primer hombre, de ritmos, música, tradiciones y literatura. Un continente que albergó imperios y grandes civilizaciones. También, un continente marcado por la colonización, la extracción de materias primas, el comercio de esclavos. África denostada, saqueada. Y aun así, fuerte, invencible, un continente rico, no solo en materias primas, también en cultura y literatura. ¿Por qué, en cambio, es la gran desconocida? Durante años el tamaño real del continente fue disminuido en los mapas por las potencias occidentales, que ampliaron otros como Europa para afianzar la visión eurocéntrica del mundo. Hasta que apareció el mapa de Peeters, que intentó reflejar con mayor veracidad y proporcionalidad las dimensiones de cada uno de los continentes. Y descubrimos el tamaño del continente:
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África. Un continente formado por 54 países, diferentes, idiomas distintos, tribus, etnias, diversidad cultural y dos zonas muy diferenciadas: el África llamémosle mediterránea, el norte de África y el África subsahariana, el África negra, el África profunda, tan variada y rica como cualquier otro continente. Por eso hablamos de literaturas africanas en plural. No hablamos en cambio de literatura europea, ni de literaturas europeas, sino de literatura francesa, inglesa, belga, alemana, italiana, griega, portuguesa, española etc. Con África no. Estamos tan imbuidos de la mentalidad colonial, queramos o no, que lo más que hablamos es de literatura africana, o como mucho, de literaturas africanas, en plural, pero no sabemos distinguir entre la literatura egipcia, la marroquí, la keniata, la congoleña, la nigeriana o sudafricana o mozambiqueña. Y sin embargo, aunque se puedan ver elementos comunes, son diferentes entre sí. Vaya por delante que lo aquí expuesto solo puede ser una aproximación a su riqueza literaria, dada la dificultad de encontrar gran parte de la literatura que habita el continente. Apenas nos llega un porcentaje pequeño traducido, por norma general con unas características también plasmadas: escritores que han accedido a la metrópoli que les colonizó y se han difundido desde ella. De lo que no es así, solo han llegado retazos, pero tan sublimes que nos hacen suponer que lo que está escondido es un tesoro, tan importante o más que sus materias primas. Solo vemos la punta del iceberg. Y a veces ni eso. Para iniciar, combatamos ciertos tópicos. Hace unos años, la escritora nigeriana Chimamanda Ngozie Adichie dio una conferencia en TED acerca del peligro de la historia única. Contó su infancia, criada en una familia de clase media de padres universitarios, creció leyendo literatura occidental y ya de
Chimamanda Ngozi Adichie. Fotografía: Howard County Library System
niña, sus primeros protagonistas en sus primeros cuentos eran blancos, bebían cerveza de jengibre y hablaban todo el rato sobre el clima, cuando en su país casi nadie era blanco, nadie bebía cerveza y no se necesita hablar del tiempo. Hasta que leyó a Chinua Achebe y comprendió que podía escribir sobre su país y sobre su continente. Sobre África se tiene la visión de que todos son pobres, niños con moscas en las cuencas de los ojos, desnutridos y llenos de plagas endémicas. Cuando fue a USA ella misma participó de la historia única al visitar
México. Solo había tenido la visión de los espaldas mojadas hasta que se encontró con un pueblo alegre, lleno de energía y de gran sabiduría cultural. Curiosamente esa conferencia catapultó a Chimamanda y ayudó a que sus libros vendieran. Otro de los tópicos es pensar que la culturas y literaturas africanas son primitivas, solo narran animales que hablan, todos son animistas, cuando la tradición y la modernidad no están enfrentadas. En literatura eso no cuenta, al contrario, enriquece. Si un escritor nos muestra una realidad concreta, nos está mostrando el universo. También existe la visión de que en ese continente todo es literatura oral. Cierto es que, afortunadamente, sigue existiendo el contar historias por las noches, en los zocos de las ciudades o en los bares, pero no olvidemos que Egipto está en África, que fue cuna de civilizaciones y desarrollaron la escritura mucho antes que en occidente. Ahora bien, las literaturas africanas están marcadas por la historia de la colonización. Para ir adentrándonos un poco más, podríamos distinguir tres etapas: literatura precolonial, literatura colonial y literatura poscolonial. Lo utilizo a modo de clarificar, pero también podríamos hablar de siglos o de décadas dentro del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Pero lo que es evidente es que ha sido un continente marcado por el colonialismo de modo contundente, lo mismo que Europa fue marcada por la primera y segunda guerra mundial (con toda la literatura que generó pre y post); Estados Unidos por su independencia y la guerra civil; o América Latina por su lucha por la independencia o contra las oligarquías criollas posteriores. Las independencias de los países africanos son recientes, ni siquiera han cumplido un siglo, y eso condiciona todavía todos los aspectos de su vida social, cultural y política.
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El cielo raso
Literatura y colonialismo La literatura en África no se puede desligar del fenómeno colonial, que la ha marcado profundamente tanto cultural como políticamente. En este artículo queremos apuntar algunas características que han marcado los modos de las literaturas africanas en su relación con su pasado colonial. Literaturas precoloniales Las literaturas precoloniales africanas tienen algunos rasgos comunes: • La literatura ocupa un lugar preponderante en la sociedad y es bastante sofisticada. • Hay literatura escrita desde tiempos inmemoriales (Egipto), aunque predomina la tradición oral. • El pilar fundamental es el cuento, como lo fue también en Occidente y sigue siéndolo en el continente americano. • Tiene elementos comunes, que reflejan sus costumbres y su civilización. Podríamos destacar: la vinculación con la naturaleza, el antropomorfismo del mundo animal (algo inherente a nuestros cuentos infantiles), la vinculación activa con los antepasados y los muertos, que habitan con ellos en los bosques, donde van a buscarlos cuando los necesitan. De ahí viene el respeto a sus mayores, a su cultura y a sus creencias, hasta el punto de afirmar que «en África, cuando un anciano muere, una biblioteca arde» (Amadou Hampaté Ba). Las religiones previas a la colonización son animistas. En todas estas narraciones los fantasmas tienen un papel preponderante y están inmersos en la vida cotidiana, que está centrada en lo colectivo y los valores tribales. El individualismo surge con la
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colonización. El realismo mágico es una constante literaria, acaso más fuerte que la que nos llegó desde América Latina. • Hay elementos constantes que llaman la atención: el vino de palma, siempre presente, como elemento cohesionador de las historias, de lo que se habla en torno al fuego, en los pueblos, en las transacciones comerciales, en la hospitalidad; y también el valor de la nuez de kola, imprescindible para las bodas, los ritos y las historias que se cuentan por la noche. Hay libros de fácil acceso y que nos acercan a las tradiciones africanas de antes de la colonización: • Cuentos de los sabios de África, una recopilación de Amadou Hampaté Ba. Son cuentos para adultos que recogen algunas de las tradiciones aquí expuestas. Se pueden encontrar publicados por la Editorial Paidós. • Poesía anónima africana, recopilada por el cubano Miguel Leyva Ramos. También hay otro libro (en edición cubana) recopilado por Rogelio Martínez Furé. • Los cuentos del erizo, cuentos populares saharuis. • Los cuentos infantiles de Nelson Mandela. • Cuentos populares del Rif. • Eros en las narraciones africanas (Agnes Agboton). No es mucho porque la colonización arrasó con todo lo que tuviera que ver con costumbres y leyendas. No obstante, ha habido escritores de la época colonial que han recogido historias y tradiciones para evitar que se perdieran, como puede ser el caso de Amós Tutuola, Justo Bolekia, Agnes Agboton o el poeta y presidente senegalés Leopold Shengar.
Literaturas coloniales La penetración colonial en África data del siglo XV1, cuando se inicia el comercio de esclavos, y dura hasta la Conferencia de Berlín (1883-1885) en la que hay un reparto del continente entre Inglaterra y Francia sobre todo, pero también entre Bélgica, Alemania y Portugal, y que culmina con el distribución definitiva del continente en 1913. El comercio de esclavos dura cuatrocientos años y termina, oficialmente, en la segunda mitad del XIX, aunque en Nigeria del Norte dura hasta 1936. Este comercio ocupa un lugar central en la historia de África: se calcula que entre quince y treinta millones de personas fueron sustraídas y esclavizadas, lo que produjo un sentimiento de inferioridad hacia el hombre blanco, del que todavía aún no se han repuesto. En el comercio de esclavos tuvieron mucha importancia las islas que rodean África, tanto por el Este como por el Oeste, que se convirtieron en puertos francos y de desembarco de los barcos esclavistas. Según el libro Ébano estas islas son, en el Oeste: Djalita, Kerkenna, Lampione y Lampedusa, Canarias y Cabo Verde, Gorée y Fernando Poo, de la Luna y de Santo Tomé, de Tristán da Cunha y Annobó. Las del Este son Shadwan y Gifatún, Suakin y Dahlak, Socotora, Pemba y Zanzíbar, Mafia y Mirantes, Comores, Madagascar y Mascareñas. Son muchas más (se pueden contar por cientos) rodeadas de arrecifes de coral y bancos de arena. Islas lo suficientemente alejadas de África para que los nativos no las alcancen con sus canoas, pero lo suficien-
1. Muchos de los datos de este artículo están extraídos del libro Ébano, de Ryszard Kapuściński y pueden clarificar el mapa colonial y de la independencia actual del continente. Es importante tenerlo en cuenta, porque la independencia de la mayoría de los países africanos es relativamente reciente —en casi todos se dio en los años sesenta del siglo XX— y, por tanto, el peso de la colonización y sus consecuencias sigue marcando la vida en dichos países. Si en América Latina la colonización española de hace más de cinco siglos sigue teniendo peso y lastre, hagamos una comparativa y nos podremos hacer una idea de la fuerza que está teniendo el continente africano para reponerse. También para entender los conflictos, guerras y demás problemas en los que están inmersos, con la ayuda y complicidad de Occidente.
temente cercanas para llevar a los esclavos y esperar su comercio y venta.
Mapa de la colonización africana.
En el reparto de la Conferencia de Berlín, la mayor parte corresponde a británicos, franceses y alemanes. A Portugal le corresponden Angola y Mozambique, a Italia Libia, Eritrea y parte de Somalia, y a España el Sáhara y la llamada Guinea española. Este reparto va a dejar una cicatriz indeleble, una fisura y la imposición de un mundo tan ajeno en costumbres y valores que supone un cambio brutal en las costumbres africanas. He aquí sus características fundamentales: La imposición de unas religiones no animistas, ajenas a sus costumbres, realizada por los misioneros blancos empeñados en convertirlos a toda costa. La denostación de los valores y tradiciones africanas, al considerar a los africanos unos salvajes e incivilizados. Esto conlleva a su vez la pérdida de los idiomas autóctonos o maternos y la imposición de los idiomas imperialistas: inglés, francés, portugués, alemán y, en menor medida, el español. La división artificial del
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Ngugi Wa Thiong’o en el Festival MOT (Girona-Olot).
continente produce también la división de tribus y etnias, que pasan a pertenecer, a partir de ese momento, a distintos países. Es también cuando se potencia el individualismo frente a lo colectivo. Todo esto se verá reflejado en los escritores que nacen y viven en la época colonial, como más adelante veremos. Según Kapuściński, el reparto de África y lo brutal de la colonización generó una sensación de impotencia en los pueblos africanos ante la nueva situación, lo que unido a la trata de esclavos desarrollada en los siglos anteriores, dejó a la cultura del continente francamente debilitada. El hombre blanco aparece como algo cohesionado, fuerte y poderoso contra el que es imposible luchar. Sólo caben alianzas o enfrentamientos minoritarios. Esto empieza a resquebrajarse a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando el enfrentamiento entre distintos países europeos rompe esa visión monolítica y permite el inicio de los primeros movimientos de liberación. Es muy recomendable la lectura de Ébano, de Kapuściński, porque da una visión bastante realista de la colonización y de las luchas por la independencia dentro del continente africano. Otro de los aspectos a destacar y que se convertirá en un tema literario recurrente dentro de la colonización africana es el de la mala conciencia creada por las políticas de latrocinio de las colonias, no sólo
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en los escritores africanos, en forma de denuncia, sino también en algunos escritores procedentes de los imperios. Ejemplo de ello es la novela El revés de la trama, de Graham Green; o las novelas de Tom Sharpe, expulsado de la Sudáfrica del apartheid como persona non grata; o de Doris Lessing, perteneciente al Partido Comunista Sudafricano hasta su llegada a Inglaterra. Otros autores, como Isak Dinesen o Joseph Conrad, no son tan críticos con la colonización. Hay un relato Chimamanda Ngozie Adichie, titulado «Jumping Monkey Hill (de su libro de relatos Algo alrededor de tu cuello), que narra el encuentro de varios escritores africanos en una especie de taller en el que analizan su posición con respecto a este tipo de escritores. Es curioso, porque a veces estamos tan imbuidos de la visión occidental o eurocéntrica que no caemos en la cuenta hasta que alguien nos pone el espejo para enfrentarnos. Otro ejemplo es la novela Foe, de Coetzee: una crítica y revisión del Robinson Crusoe de Daniel Defoe, libro que leímos en la infancia como novela de aventuras y que encierra una fuerte visión colonial. Literaturas anticoloniales y poscoloniales Es a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando se produce un punto de inflexión en la relación de los africanos con el «hombre blanco». Para los africanos,
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el hombre blanco era algo monolítico, unido y superior, algo que llegaron a creer tras tantos siglos de esclavitud. El declive del colonialismo empieza con esa guerra; también el fracaso del sistema. Por primera vez, los africanos empiezan a ver blancos que matándose entre sí, blancos enemigos de los blancos y no de los negros, y esto les provoca una percepción de vulnerabilidad que les permite alzarse contra ellos. Esa es la explicación de Kapuściński. A partir de este momento, los movimientos anticoloniales toman una deriva distinta en las colonias francesas que en las inglesas. En las primeras se plantea la concesión de la ciudadanía francesa a los africanos siempre y cuando se integren en la cultura y el idioma francés. En las colonias inglesas se desarrolla más el sentimiento de independencia y panafricanismo, apoyado por ingleses por mala conciencia. El sentimiento de culpa en las colonias inglesas parece ser mayor. La descolonización e independencia de los países africanos se da de la siguiente manera: • 1941: Independencia de Etiopía. Fue el primer país en independizarse, aunque antes ya contaba con un estatus especial. • 1956: Independencia de Marruecos, Túnez, Ghana, Sudán y Suazilandia. En el África subsahariana, la independencia de Ghana cumplió un papel primordial para que prendiera el sentimiento en el resto de países. • 1958: Independencia de Guinea. • 1960: Año clave para la independencia de los países africanos: se independizan diecisiete Estados africanos en la franja centroafricana (de Oeste a Este): Nigeria y el Congo Belga (Zaire), Mauritania, Mali, Níger, Chad, Somalia, Costa de Marfil, Dahomey, Camerún, República Centroafricana, Senegal, Togo, Gabón, Madagascar y Alto Volta. • 1961: Independencia de Tanganika y Sierra Leona. • 1962: Independencia de Uganda y Ruanda-Burundi. • 1963: Independencia de Kenia y Zanzíbar. • 1964: Independencia de Malawi y Zambia. • 1965: Independencia de Gambia y Rodesia. • 1966: Independencia de Botsuana. • 1968: Independencia de Guinea Ecuatorial. • 1974: Independencia de Guinea Bissau.
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• 1975: Independencia de las colonias portuguesas: Angola, Mozambique y Cabo Verde. • 1976: Independencia de Santo Tomé y Príncipe. • 1990: Independencia de Namibia. Ghana (Accra) es el primer país en declararse independiente dentro del área del África subsahariana. En la isla de Zanzíbar, a raíz de la independencia, decidieron auspiciar un Gobierno árabe de comerciantes-esclavistas —etnia minoritario con respecto a la población negra, mayoritaria—e hasta que esta se alza en armas y consigue dar un golpe de Estado. De allí la llama salta a Tanzania. En 1966 se produce un golpe de Estado militar en Nigeria —(Abuya o Abuja) tiene una superficie es tres veces la de Polonia y cuyas dos etnias más importantes son los igbos y yorubas—. Con los golpes de Estado, empieza una segunda etapa en la mayoría de los países africanos. La descolonización ha sido rápida, la independencia ha hecho ascender al poder a una casta de africanos nativos corruptos que se enriquecen rápidamente y truncan las esperanzas de la población. En la década de los setenta surgen, como en Etiopía (Addis Abeba), las guerras civiles, golpes de Estado, muertes por hambre y corrupción. Fue una constante en dicha década, una vez pasada la euforia de la independencia de los sesenta, con creencia de que, al lograrla, los problemas desaparecerían. Parece ser que, en Etiopía, en pocos años murió un millón de habitantes por la hambruna desencadenada por los niveles de corrupción alcanzados por las clases dirigentes. Uganda (Kampala) fue colonia inglesa. Hay varias tribus que pueblan el país: los Itesos, que es un pueblo nilocamita; los Karamajong, que van desnudos y adoran a las vacas (a cada niño de regalan una para que cuide de ella); y los Ganda. Tras la independencia conoció el horror y el despotismo más brutal de la mano del tristemente célebre Idi Amin Dadá. Ruanda (Kigali), pese a estar cerca de Uganda, pertenece a la colonización francófona. La llaman el Tíbet de África. Es un país muy pequeño, con montañas de dos mil y tres mil metros y una sola tribu, los banyaruanda. Al ser un país alejado de la costa y no poseer materias primas, la colonización no penetró tan intensamente como en otros lugares y se mantuvo al margen del tráfico de esclavos. Tradicionalmente, la tribu de los
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banyaruanda estaba dividida en tres castas o clases: los tutsis, que eran ganaderos, controlaban los rebaños y ostentaban el poder feudal; los hutus, agricultores, estaban sometidos al poder feudal de los tutsis que, a su vez, se aliaron con los colonos, y, por último, están los twa, jornaleros y criados. Cuando a mediados de los cincuenta empiezan a correr los aires de independencia en este país, los tutsis la reclaman con fuerza. Entonces los belgas se alían con los hutus, que consiguen hacerse con el poder, acabando con la monarquía y el feudalismo tutsi en 1959. En 1962 consiguen la independencia. Burundi (Buyumbura) es un país gemelo de Ruanda; pero, cuando en 1959, en Ruanda, los hutus acaban con el poder feudal de los tutsis, éstos continúan ostentando el poder en Burundi. Los tutsis ruandeses se refugian en Burundi y los éxodos de una y otra tribu empiezan a presionar a los Gobiernos. En el genocidio 1994, Ruanda, francófona, pide ayuda a la Francia de Miterrand, que le concede armas y apoyo para la gran matanza, en la que se implica no sólo el Ejército, sino también a la población civil. La colonización tuvo una curiosa y extraña obsesión según fuera inglesa o francesa: las colonias tenían que estar dispuestas en línea recta y sin solución de continuidad territorial. Londres quería tener su línea de norte a sur, desde El Cairo hasta la Ciudad del Cabo. París de oeste a este, es decir, de Dakar a Djibuti. Si sobre un mapa de África se trazan dos líneas perpendiculares veremos que se cruzan en el sur del Sudán en un lugar del Nilo donde está situada Fashoda, una pequeña aldea de pescadores. La Europa de aquel tiempo estaba firmemente convencida de que aquel que se hiciese con Fashoda realizaría su ideal expansionista de colonialismo en línea recta. Sudán (Jartum) fue el primer país en conseguir la independencia de los británicos. Está formado por dos área:, la del norte, en la que losmusulmanes que ejercen el poder; y la del sur, poblada por negros cristianos a menudos comprados como esclavos por los primeros. Son dos etnias irreconciliables. Esta es la razón de la guerra civil que se desató en 1962 y duró hasta 1972. Hubo diez años de frágil paz y de nuevo, en 1983, cuando el gobierno islámico intentó establecer la sharia, volvió de nuevo la guerra. Es la guerra civil más larga de todo África. Se calcula que se ha cobrado, hasta ahora,
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un millón y medio de víctimas. En Sudán del sur hay mucha fragmentación tribal y lingüística, pero dos tribus destacan sobre las demás: los dinka y los nueros, altos, de dos metros, esbeltos y de gran belleza, con la piel muy oscura. Solo se alimentan de leche y a veces de la carne de vaca. Se dedican al pastoreo trashumante. Gambia es una franja dentro de Senegal, justo la marcada por los cauces del río Gambia, y Senegal (Dakar) recoge el nombre del río que separa por el norte con Mauritania. Liberia (Monrovia) se estableció en 1821 con antiguos esclavos procedentes de las plantaciones de los Estados de Georgia, Virginia y Meryland que, habiendo trabajado en las plantaciones de algodón, consiguieron el estatus de hombres libres. Al llegar al continente reprodujeron el sistema colonial de su país de origen con los nativos que se encontraron, sometiéndoles al mismo procedimiento esclavista. Eritrea (Asmara) consiguió la independencia en 1991. Es el estado más joven. Primero fue turco, luego egipcio, italiano, inglés y etíope. Hay una Eritrea subterránea, oculta y secreta que se construyó para evitar el napalm etíope durante la época de la dominación. En Asmara, la comunidad mayoritaria es la trigiña (cristianos coptos). En las llanuras del Mar Rojo, pastores islamistas. Las literaturas poscoloniales se desarrollan a raíz de estas independencias y empiezan a conseguir una mayor proyección al exterior al utilizar los idiomas de los imperios coloniales. Dentro de ellas pueden destacarse dos etapas: la de los escritores que nacieron bajo la colonización y vivieron la lucha por la independencia; y la generación posterior de escritores más jóvenes, que ya han nacido en países independientes, aunque con muchos problemas heredados de la situación anterior. Coincide la primera con la etapa del movimiento panafricano que se desarrolló en la década de los 60 y que se vio truncada por la pérdida de sus principales líderes políticos y culturales. La situación ulterior, la de los escritores jóvenes, ha venido marcada por gobiernos títeres, corruptos y violentos, al servicio de los intereses de las metrópolis o los imperios antiguos. En esta última generación hay una vuelta a la defensa del panafricanismo, al fomento y la escritura en los idiomas propios (África es un continente plurilingüístico).
Mia Couto en el CCCB (Barcelona).
El desarrollo de las clases medias en estos países ha posibilitado una proliferación de jóvenes universitarios que han podido salir del país y expresarse y escribir en el idioma de la metrópoli, lo que les ha otorgado una mayor proyección internacional. La paradoja es que han sido más leídos fuera de su país que por sus propios compatriotas. De ahí que muchos hayan vuelto a escribir en los idiomas maternos y a traducirse ellos mismos. Un ejemplo muy claro es el de Ngugi Wa Thiong’o, que empezó su carrera literaria escribiendo en inglés para terminar haciéndolo en kikuyu. También Chimamanda Adichie ha reivindicado y escrito en igbo, el idioma materno de la tribu a la que pertenece en Nigeria. Las literaturas poscoloniales se caracterizan por su hibridez: mezcla de tradición y modernidad, análisis de las contradicciones del mundo contemporáneo en su especificidad africana. Hay una serie de temas que son tratados por estos escritores, en mayor o menor medida: • Críticas a la desigualdad social. • Crítica a la corrupción de los gobiernos autóctonos: más abierta o más encubierta, más real
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o más surreal, en función de si la colonización ha sido inglesa, portuguesa o francesa. Aunque hay temas comunes, la forma de abordarlo es distinta: la colonización inglesa ha producido más novela histórica, una crítica más política, mientras que los escritores africanos francófonos suelen jugar más con el humor y la ironía. En la literatura procedente de las colonias portuguesas hay una fuerte presencia del realismo mágico (Mia Couto). Contraste entre los ritos y la tradición frente a la vida moderna. La conciencia de la negritud o africanidad al salir al extranjero. El desarraigo de la población y la repercusión de las guerras que se han ido encadenando desde las independencias. La pérdida de la dignidad. La importancia del bar o del café en la novela africana como lugar de encuentro y confluencia de historias. La diferencia entre África mediterránea o África del norte y África subsahariana o África negra.
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Literatura del África Mediterránea El África Mediterránea o África del Norte es quizá la parte más conocida del continente, literariamente hablando. Sus escritores han adquirido mayor relevancia, acaso porque nos han llegado antes o porque el Mediterráneo ha ido configurando a lo largo de los siglos una cultura de la que todos hemos bebido y que podemos considerar como nuestra. Haré un repaso somero de los que me parecen imprescindibles para analizar después la literatura de África negra. Marcaré sólo una o dos obras de cada uno porque son más conocidos; lo demás depende de los lectores.
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Naguib Mahfuz (Egipto, 1911-2006), el famoso escritor de El callejón de los milagros, fue premio Nobel de Literatura en 1988, el primer escritor en lengua árabe en recibir el galardón. Fue un gran traductor de obras literarias al árabe. A través de su trilogía de El Cairo (Entre dos palacios, Palacio del deseo, La azucarera) consigue un reconocimiento internacional y pasa a ser considerado el mayor cronista del Egipto moderno. En 1994 sufrió un atentado a manos de extremistas islámicos que consideraban su obra una blasfemia contra la religión musulmana, lo que le provocó secuelas en la vista y los oídos, así como la parálisis del brazo derecho. A raíz de ellos se dedicó a escribir relatos breves, cuentos surrealistas y oníricos, donde desaparece la voz del narrador para dar paso a un predominio de los diálogos. Se le considera también el fundador de la novela árabe moderna. Albert Camus (Argelia, 1913 - Francia, 1960) fue premio Nobel de Literatura en 1957 y lo reivindicó como escritor del continente africano, donde vivió su infancia, aunque pasara gran parte de su vida en Francia y tuviera raíces maternas españolas. Con El extranjero y La peste consiguió su consagración internacional. En su novela póstuma, El primer hombre, inicia otro camino en su escritura, que se vio truncada por su muerte temprana en un accidente de tráfico. Isabelle Heberhardt (Suiza 1877-Argelia 1904). Figura especial la de esta escritora nacida en Suiza pero africana de adopción, que se travistió de hombre para poder viajar por el desierto sin problemas. Su libro El país de arena recoge sus experiencias y su vida. Estatua de Naguib Mahfuz en El Cairo. Fotografía: Bertramz ©
Mohamed Chuckri (Marruecos, 1935-2003) nació en la región del Rif, entonces perteneciente al protectorado español de Marruecos, en el seno de una familia pobre y numerosa que posteriormente se trasladaría a Tánger, donde aprendió español. A los once años escapó de casa ante el constante maltrato paterno, que llegó a matar a uno de los hermanos, y vivió en las calles de Tánger. Con veinte años ingresa en prisión, donde, con la ayuda de otro recluso, aprendió a leer y escribir el árabe clásico y, al salir de la cárcel, se instaló en Larache y se matriculó en una escuela primaria. En los sesenta regresa a Tánger, donde permaneció hasta el final. Su novela El pan a secas es de una belleza conmovedora. Esta novela, como Tiempo de errores o Jean Genet en Tánger, El loco de las rosas y otras, ha sido publicada en la editorial Cabaret Voltaire. Rostros, amores y maldiciones también ha sido publicada por Debate. Fátima Mernissi (Marruecos, 1940 - Francia, 2015), periodista y escritora afincada finalmente en la metrópoli, pasó su infancia en un harén. Su historia se ve reflejada en su novela Sueños en el umbral, memorias de una niña en el harén. Fue una gran defensora de las posiciones feministas. Amin Maalouf (Líbano, 1949) reside en Francia. Hay dos obras de este autor que a mí me parecen imprescindibles: León el africano, con la que saltó al reconocimiento internacional y decidió dedicarse a la
literatura y abandonar el periodismo de guerra, e Identidades asesinas, un ensayo sobre el islamismo y el terror yihadista. Es uno de los intelectuales más lúcidos del mundo árabe. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2010. Obtuvo también el premio Goncourt por su novela La roca de Tanios. Casi toda su obra se puede encontrar en Alianza Editorial. Yasmina Khadra (Kenadsa, Argelia, 1955), es el seudónimo femenino tras el que se encuentra el escritor Mohamed Moulessehoul, excomandante del Ejército argelino. Se pueden encontrar traducidas al castellano en Alianza Editorial la llamada Trilogía de Argel, que incluye Morituri, Doble banco y El otoño de las quimeras. Como él mismo afirma, «[e]scogí ese nombre para molestar a los machistas, tanto en el mundo musulmán como en Occidente, y porque es la única forma de ser digno de mi mujer. [...] Nunca escribiré con mi auténtico nombre. La gente me llama Yasmina por la calle. Yasmina tiene millones de lectores y ha sido publicada en cincuenta y seis países. ¿Por qué debería cambiarlo?». Una aclaración: su seudónimo está compuesto por los dos nombres de pila de su esposa. Hay dos escritores marroquíes de la última generación que han sobresalido en los últimos tiempos. Ambos viven ahora en Francia. Abdellah Taia (Marruecos, 1973) se estrenó con una primera novela conmovedora titulada Mi Marruecos, en la que narra la infancia de un niño homosexual y las dificultades que tiene para vivir en su país, y cómo ansía marcharse a París para poder conquistar su libertad. Se encuentra publicada por Cabaret Voltaire. La otra escritora, Leila Slimani (Marruecos, 1981), ganó el Premio Goncourt 2016 con su primera novela, Canción dulce. Hay muchos autores nuevos que van surgiendo, algunos sin hallar aún traducción al castellano y otros que, a través de editoriales independientes, como Cabaret Voltaire o Capitán Swing, empiezan a encontrarse en las librerías. En el blog Literafricas puede el lector encontrar una relación de los nuevos autores, así como de las obras que en la actualidad se encuentran traducidas al francés, el idioma colonial predominante del norte de África.
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Literatura del África Subsahariana De la etapa precolonial de los países del África Subsahariana (o África Negra) nos han llegado tan sólo algunas recopilaciones de poesía y cuentos anónimos. Así, podemos encontrar Poesía anónima africana, en selección y traducción de Rogelio Martinez Furé. Amadou Hampâté Bâ nos regala la recopilación hecha por él de Cuentos de los sabios de África, que se encuentra publicada en castellano por la editorial Paidós. La escritora nacida en Benin y afincada en Barcelona Agnès Agboton tiene un libro titulado Eros en las narraciones africanas de tradición oral. Y también podemos encontrar, del guineoecuatoriano Justo Bolekia el libro titulado Recuerdos del abuelo Bayebé y otros relatos bubús (Casa África). Tanto el libro de Agnès Agboton como el de Justo Bolekia tienen la ventaja de que están escritos en castellano y por tanto son fuente directa, sin traducción. Todos ellos intentan recoger parte de las tradiciones, historias y leyendas de la etapa anterior a la colonización occidental. Entrando de lleno en la literatura colonial, es decir, la literatura autóctona que se desarrolla bajo el dominio de los imperios que se repartieron África, se puede afirmar que es una literatura social y política, enmarcada en la lucha contra la colonización. Se caracteriza por la conciencia de la negritud y está inmersa en el primer movimiento panafricano que hubo en el continente. Aunque algunos de ellos vivieran ya la independencia de sus países, su obra central está marcada por el colonialismo. Un claro ejemplo de ello fue Léopold Sédar Senghor (Senegal, 1906 - Verson, 2001), que sintetiza emblemáticamente tanto la lucha por la independencia como el
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movimiento panafricano que recorrió el continente. Fue ante todo un poeta y llegó a combinar la escritura con sus ideas políticas hasta el punto de ser presidente de la República de Senegal durante veinte años, así como miembro de la Academia Francesa. Publicó ocho libros de poesía, numerosos ensayos políticos y sociales y a él se debe la Antología de la nueva poesía negra y malgache. Amos Tutuola (Nigeria, 1920-1997), algo posterior pero inmerso generacionalmente en todo aquel movimiento, decidió escribir dos libros que, publicados bajo dominio colonial, fueron muy polémicos en su país: El bebedor de vino de palma y Mi vida en la maleza de los fantasmas. El primero fue publicado por la editorial Júcar (hoy descatalogado) y el segundo ha sido editado por Siruela. Amos Tutuola es el mayor representante del realismo mágico africano y, aunque inicialmente fue mal visto, la reivindicación que hizo de él Chinua Achebe lo convirtió en un escritor de referencia a la hora de beber de la tradición y de usar el humor como herramienta literaria. Fue el único que no se encasilló en lo anteriormente expuesto. Con él nos adentramos en uno de los grandes focos culturales: Nigeria, el país más poblado de África, con un gran desarrollo económico y una clase media con acceso a estudios universitarios. No es casual que también haya sido la cuna musical del afro-beat, la mezcla de músicas tradicionales con instrumentos eléctricos que realizara Fela Kuti y continuara su hijo Femi Kuti. Chinua Achebe (Nigeria, 1930 - Boston 2013) está considerado el padre de la literatura africana. Ha sido
el punto de referencia para todos los escritores africanos, sobre todo su novela Todo se desmorona, un alegato anticolonialista y contra la pérdida de los valores del continente que abrió el camino a muchos otros escritores y animó a los jóvenes a que siguieran un camino nuevo. Existe en Estados Unidos el Centro de Estudios Chinua Achebe para literaturas africanas. Esta obra, así como las otras dos que componen la trilogía, La flecha de Dios y Termiteros de sabana, se encuentra en la editorial Debolsillo. Su influencia es evidente en los escritores más jóvenes, como Chimamanda Adichie. Wole Soyinka (Nigeria, 1930) ha sido el primer escritor negro-africano en conseguir el Premio Nobel de Literatura, en 1986. De él podemos destacar Los intérpretes, Partirás al amanecer, El hombre ha muerto o Lanzadera en una cripta (poesía). También tiene un
ensayo titulado Clima de miedo. Su obra fue publicada por Alfaguara, aunque bastantes de sus libros están ya descatalogados. Nadine Gordimer (Sudáfrica, 1923-2014) también consiguió el premio Nobel de Literatura en 1991. Es más conocida, entre otros motivos, por ser blanca, pero supo retratar muy bien todos los conflictos de su país natal. De ella destacarían La suave voz de la serpiente, La hija de Burger o La historia de mi hijo. Pertenece al otro núcleo cultural más potente del continente, Sudáfrica, un país con enormes riquezas económicas y culturales. La riqueza de este lugar ha dado también músicos muy potentes, como Hugh Masekela, Lady Smith Black Mambazo (que grabaron un antológico disco, Graceland, junto a Paul Simon), Miriam Makeba o el mestizaje de Johnny Clegg y Savuka (Johnny Clegg es hijo de británicos y criado con los zulúes, hasta el punto de ser considerado el zulú blanco; a raíz del asesinato de Savuka se retiró de la escena musical). De este país es también el premio Nobel de 2003, J. M. Coetzee (Sudáfrica, 1940), quizá el más conocido, el más contemporáneo, al mismo nivel que Soyinka pero Coetzee ha tenido más repercusión al ser blanco. Refleja con claridad esa mala conciencia de la que hablaba antes de los descendientes de colonos blancos ante las atrocidades cometidas. Toda su obra está inspirada en ello: Desgracia, Esperando a los bárbaros, Foe, Elizabeth Costello o los Siete cuentos morales, por poner sólo algunos ejemplos de su literatura. En la actualidad vive en Australia. Ngũgĩ wa Thiong’o, nacido en Kenia en 1938, es otro de los grandes escritores africanos, nominado eternamente para el premio Nobel y con grandes dificultades para conseguirlo, por su rebeldía y radicalidad. Es un ejemplo de un escritor que nació bajo el colonialismo, vio los grandes movimientos de independencia del continente y sufrió la represión entonces, así como también ha vivido las consecuencias de unas independencias bastante controladas por los imperios, con grandes problemas de corrupción y desigualdad. Dejó de escribir en inglés para hacerlo en kikuyu, su idioma materno. Resaltaría dos obras imprescindibles: Descolonizar la mente (ensayo) y El brujo del cuervo, una Chinua Achebe. Fotografía: Angela Radulescu
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Literatura del África Subsahariana
parodia política mezcla de tradición y modernidad en la que critica con suma dureza, pero con muchas dosis de humor, las oligarquías corruptas de los países africanos. Está ambientada en un lugar ficticio de África, con grandes dosis también de realismo mágico. Su obra se encuentra en Alfaguara y en Debolsillo. Otro escritor muy interesante del cono sur africano fue Dambudzo Marechera (Rodesia, 1952 – Zimbabue, 1987), quien, con una sola obra, La casa del hambre, consiguió el Premio Guardian de Ficción en 1979 y pasó a ser considerado el máximo exponente del expresionismo africano. Sus graves problemas de salud y su muerte temprana le impidieron seguir desarrollando una gran carrera literaria. Cambiemos ahora de tercio y hablemos un poco de los escritores coetáneos a los anteriores pero de origen francófono. Empezaré por destacar la obra de Ahmadou Kourouma (Costa de Marfil, 1927 - Lyon, 2003), del que se encuentran traducidos tres libros: Los soles de la independencia, Esperando el voto de las fieras (El Aleph) y Alá no está obligado (Muchnik Editores, en la actualidad descatalogado), una deliciosa y dura novela sobre los niños-soldado escrita desde el punto de vista de uno de ellos, y que consiguió el Premio Goncourt. Ya sólo los títulos plasman lo que se esconde detrás. Otra de sus novelas, Cuando uno rechaza dice no, se encuentra publicada en la editorial Alpha Decay. Otro autor que ha sido traducido y cuyas novelas se encuentran publicadas por Siruela es Nuruddin Farah (Somalia, 1945). De él se puede leer Nudos y Huesos cruzados. Abraham Verghese (Etiopía, 1955) es médico de origen hindú y nacido en Etiopía. Tiene una novela traducida cuyo título también refleja la mezcla de su propia vida: Hijos del ancho mundo (Salamandra). El valor de su novela está en la singularidad de ser etíope, médico e hindú: esos avatares, a través de la historia de unos gemelos, es lo que cuenta en el libro. Otro escritor que nació bajo el dominio colonial, aunque esta vez español, es Donato Ndongo (Guinea Ecuatorial, 1950), al que se considera el representante más significativo de la literatura guineoecuatoriana, con una grandísima ventaja: lo leemos en nuestro idioma, sin traducción de por medio. Su libro más significativo es Las tinieblas de tu memoria negra, difícil de
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encontrar en el mercado, pero muy interesante para ver cómo podía desenvolverse un niño en su evolución hacia la edad adulta en una colonia bajo la dictadura franquista. El resultado, como podrá comprobar quien lo lea, es, cuando menos, absurdo y surrealista. En la actualidad vive exiliado en España, como otro escritor guineoecuatoriano mencionado, Justo Bolekia Boleká, dedicado a recoger cuentos tradicionales de los bubus, etnia a la que pertenece. También es interesante hablar del guineoecuatoriano Francisco Zamora Loboch, periodista, poeta y escritor. Nacido en 1948 en Santa Isabel cuando Guinea Ecuatorial aún era colonia española, es también músico y entrenador de fútbol, autor del ensayo Cómo ser negro y no morir en Aravaca (Ediciones B, 1994) y de varios poemarios: Memoria de laberintos (Sial, 1999) y Desde Viyil y otras crónicas (Sial, 2008). Su última novela, publicada en la editorial Casa de África, es La República fantástica de Annobón. De nuevo la gran ventaja de no pasar por traducciones. Si damos un pequeño salto, nos vemos en la obligación de hablar de Mia Couto (Mozambique, 1955), el más conocido de la literatura de este país y, por tanto, de la llamada literatura afroportuguesa. Está bastante traducido y es fácil encontrar Cronicando, La confesión de la leona o su obra más importante, Trilogía de Mozambique. Sus obras se encuentran en Alfaguara. Para finalizar este apartado de literatura iniciada bajo el colonialismo, de escritores que han vivido ese fenómeno, las luchas por las independencias y la situación posterior, deberemos hacer mención especial de todas aquellas mujeres escritoras que surgieron bajo el dominio colonial. Aportan una visión complementaria a los temas comunes de todos los escritores mencionados, pero además recogen temas nuevos: el papel y la fuerza de la mujer africana; la poligamia y la lucha contra la colonización (lo que produce a veces cierta esquizofrenia); la pérdida de una posición más privilegiada que la que tenían en las culturas tradicionales, y el papel de las mujeres en la agricultura de las tribus o pueblos. Mariama Bâ (Senegal, 1927-1981) escribió el más bello libro que se pueda leer en relación con la poligamia. Se titula Mi carta más larga y refleja la vida de
Wole Soyinka. Fotografía: Frankie Fouganthin
una mujer de educación universitaria, participante en la lucha por la liberación de su país, que se casa por amor para ver cómo, pasados los años, su país y su marido retroceden en valores ya conquistados, y ella decide aceptar la poligamia de su esposo. Escrita en forma de carta a una amiga que se divorció por no aceptarlo y se marchó del país, es de una levedad y una belleza impresionantes. Lástima que esté descatalogada. Mariama Bâ murió sin ver publicada su obra, aunque ahora este libro es de estudio obligado en los colegios de Senegal. Está considerado como una de las grandes novelas, aunque es novela corta, de la literatura feminista africana. Otro emblema literario del feminismo africano ha sido Buchi Emecheta (Nigeria, 1944 - Londres, 2017), con su novela Las delicias de la maternidad (Ediciones Zanzíbar), así como Tsitsi Dangarembga (Zimbabue, 1957) y sus Condiciones nerviosas (Nadhari Narrativa). Estas tres obras nos dejan ven mujeres africanas que poco tienen que ver con el estereotipo y con la imagen de mujer sumisa. Aportan puntos de vista refrescantes al respecto. La senegalesa Aminata Sow Fall, nacida en 1941, recibió el Gran Premio de la Francofonía por la Academia Francesa en el 2015 por su obra, en especial por La
huelga de los mendigos (Ediciones Wanafrica), y también es de destacar Ama Ata Aidoo (Ghana, 1942), con su novela más relevante y traducida al castellano Nuestra hermana aguafiestas, que tiene por subtítulo Reflexiones desde una neurosis antioccidental (Cambalache). Mención aparte merece Bessie Head (Sudáfrica, 1937 - Botswana, 1986), escritora mestiza nacida en un psiquiátrico, de madre blanca de clase alta que tuvo relaciones con un negro en la época del apartheid. La familia la recluyó y allí nació Bessie Head. Gracias a la herencia materna pudo estudiar y ser la primera mujer periodista negra y miembro del ANC. Huyó de Sudáfrica al salir de la cárcel y se refugió en Botswana una vez que se separó, llevándose a su hijo con ella. Sus problemas de alcoholismo acabaron pronto con su vida, pero nos dejó una deliciosa novela titulada Nubes de lluvia, un canto a la humanidad en general y al papel de las mujeres en Botswana en particular, una novela luminosa que contrasta con su vida dura. La novela fue publicada en castellano por Palabrero Press. De Mozambique, coetánea de Mia Couto, es Paulina Chiziane (1955). De ella se puede encontrar una novela, Vientos del apocalipsis (Txalaparta).
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El cielo raso
Hijos de la mezcla: nuevas voces del África Subsahariana Con la generación de escritores actuales, nacidos ya bajo la independencia de sus países, empieza a hablarse del boom de las literaturas africanas. Hoy en día hay varios blogs, como Literafricas o Wiriko, que van recogiendo puntualmente las nuevas publicaciones y a los que conviene acudir de vez en cuando para ver cómo van evolucionando los autores. También desde el blog vinculado al diario El País, África no es un país, se recogen los nuevos fenómenos literarios, aunque este último habla también de sociedad, cultura en general y distintos aspectos de la vida en los países africanos. Lo mismo que mencionaba anteriormente casos como Leila Slimani o Abdellah Taia, jóvenes escritores del África del norte, conviene detenerse, por su calidad y vigencia literaria, en los escritores subsaharianos que ya han nacido después de la independencia y cuyas vivencias, por tanto, han sido otras, como es otra la temática general que abordan. También hay que tener en cuenta la labor de editoriales independientes que han apostado por la publicación de este tipo de obras, aunque cuesta encontrarlas (la librería Traficantes de Sueños en Madrid suele tener bastantes libros de literatura del continente africano). Estos escritores componen una generación híbrida: nacida en África con estudios en el extranjero o, como en el caso de Teju Cole, nacido en Nueva York, con la infancia en Nigeria y a los diecisiete años vuelta a Nueva York. Son fenómenos de ida y vuelta. No serían lo que son sin la metrópoli, pero tampoco sin las raíces
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africanas. Para todos ellos salir del país y confrontarse con otros mundos, ajenos, que los reciben con suspicacia, en los que son desfavorecidos con respecto a la situación que tenían en su tierra natal, supone un mirarse en un espejo deformado, ver otra cara, asumirse de otra manera. La inmensa mayoría de ellos, sean del país subsahariano que sean, proceden de las clases medias que se han ido formando a raíz de la independencia, han podido tener estudios universitarios, bien en su país con perfeccionamiento fuera, bien directamente en ciudades occidentales. Todos ellos han vivido ya la independencia y, con ella, la corrupción generalizada de las clases dominantes y los Gobiernos, la multiplicidad de guerras locales, tribales, civiles o de mayor envergadura que han asolado el continente. Es su cicatriz particular. Lo mismo que la de los escritores bajo dominio colonial fue el abuso de los imperios sobre las poblaciones, el sometimiento y la esclavitud, la lucha por conseguir la independencia ha sido en los contemporáneos la situación de extrema violencia y corrupción vivida entre los suyos. Pero es evidente que el mayor acceso a la educación de amplias capas de la población ha producido un mestizaje riquísimo, aunque esa educación haya sido colonial y haya desvirtuado los valores culturales tradicionales del continente. Desde esa educación, desde ese acceso a la cultura, desde la posibilidad de poder publicar, aunque sea en los idiomas de los imperios, se puede dar a conocer la nueva realidad africana. Y es lo
que parecen pretender la inmensa mayoría de ellos. De nuevo, insisto, hablo sobre lo que conozco y he leído, con las limitaciones de lo que nos llega, de lo que se traduce, de lo que se puede encontrar en las librerías. Como son los más interesantes, o al menos los que han sabido acercarse más a los cánones occidentales de lo que nosotros hemos hecho con ellos y por tanto nos resultan más cercanos, me extenderé algo más. Como se podrá comprobar, van por orden cronológico y parto de la generación nacida en la década de los sesenta del siglo pasado. Toda esta información aquí vertida inevitablemente está lastrada, porque no nos llega todo, sólo la punta del iceberg, y seguro que, en algunas ocasiones, con problemas de traducción. Se puede presuponer también que hay grandes obras de gran calidad literaria que ni siquiera se han traducido. Y en algún caso ha podido primar la comercialidad o la repercusión mediática del autor. Como en todas las literaturas. Es, por tanto, una aproximación a lo que se puede encontrar. Agnes Agboton nace en Benin en 1960, donde creció y vivió hasta casarse con un español. Se vino a vivir a España, en concreto a Barcelona, y sus libros se pueden leer en castellano, idioma en el que escribe, al menos en nuestro país, lo que da una mayor certeza a lo que la autora quiere transmitir. Uno de sus libros, muy interesante, del que hice mención anteriormente, es el que habla de las tradiciones culturales africanas tradicionales, titulado Eros en las narraciones africanas de tradición oral. Ha publicado también una novela autobiográfica, Más allá del mar de arena, en la que recoge sus vivencias y el choque cultural que le supuso venirse a vivir a nuestro país (Lumen). Alain Mabanckou (República del Congo, 1966) está considerado uno de los grandes escritores congoleños del área francófona, de los que más prestigio tiene. Estudió Derecho en Brazzaville y más adelante en Francia. En la actualidad vive y trabaja en Los Ángeles, donde da clases de literatura francófona. Suele escribir novelas cortas, casi nouvelles, donde juega con el humor como arma y donde los bares son elementos centrales, como si cumplieran el papel de las plazas o las reuniones en torno al fuego de antaño. El bar es donde
se concentra la gente, donde se enamora, se emborracha, apuesta y cuenta historias, es el elemento aglutinador para plasmar el mosaico de la sociedad actual. Su primera novela corta, Vaso roto, es una delicia con la que consiguió situarse en primer plano y con la que ganó numerosos premios literarios, entre ellos el Premio de los Cinco Continentes de la Francofonía en el 2005 (también sirvió de inspiración como nombre para una editorial independiente). Otro de sus libros se titula Memorias del puercoespín y con él ganó el Premio Renaudot en el año 2006. Tiene también varios libros de poesía. Sus obras traducidas al castellano se encuentran en la editorial Alpha Decay. Aminatta Forna nace en Glasgow en el año 1964, de madre escocesa y padre de Sierra Leona. Cuando tenía seis meses la familia se desplazó a Sierra Leona y creció allí. Entre 1970 y 1973 fue detenida por sus ideas políticas y declarada presa de conciencia. En la actualidad vive en Londres y es profesora de escritura creativa. Se pueden encontrar de ella tres libros traducidos: La memoria del amor, El jardín de las mujeres y Donde crecen flores silvestres (Alfaguara). Con La memoria del amor ganó el Commonwealth Writer’s Prize al mejor libro del 2011. Chris Abani (Nigeria, 1966). De padre de la etnia igbo y madre de origen inglés. De nuevo la mezcla. A los dieciséis años, fue sometido a persecución política por la publicación de su primera novela, Masters of the Board (1985), un thriller sobre un golpe militar frustrado en su país, que desencadenó la paranoia en la dictadura de entonces. Según Harold Pinter, su poesía es «la más desnuda, desgarradora expresión imaginable de la vida en prisión y de la tortura política». En la actualidad vive en California, donde es profesor universitario, pero no ha perdido de vista sus raíces nigerianas. De él se puede encontrar Graceland, publicado por la editorial Baile del Sol. Este autor afirma que «en realidad todos somos transnacionales», como forma de definir el fenómeno de estos escritores africanos que tienen que salir de su país, darse a conocer fuera, no olvidar las raíces y vivir con un pie en cada sitio. Sefi Atta (Nigeria, 1964) pertenece también a la denominada diáspora africana. Nace en Lagos, Nigeria,
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se educa allí y después en Inglaterra y Estados Unidos. En la actualidad vive en Misisipi, pero divide su tiempo entre Nigeria, Inglaterra y Estados Unidos. Suele ser algo bastante repetido cuando hablamos de autores conocidos y reconocidos por el resto del mundo (es decir, fuera de África). Ruedan con más facilidad que el resto por los circuitos editoriales mundiales. Con su novela Todo lo bueno llegará obtuvo el Wole Soyinka Prize for Literature in Africa, en el año 2006. Se encuentra en castellano en la colección Nadhari Narrativa de Icaria editorial. Malla Nun nació en Sualizlandia y en la actualidad vive en Australia, como el premio nobel J. M. Coetzee. De origen mestizo, se dedica a la novela negra y la saga del detective Cooper le ha hecho internacionalmente conocida. Es una trilogía ambientada en la Sudáfrica del apartheid en la que plasma perfectamente cómo era la realidad de aquel país en esas circunstancias y cómo vivía la población en sus diferentes apartheid, no sólo la de los negros. El detective Cooper es mestizo, como la autora, y tiene que esconder su origen para poder seguir ejerciendo su trabajo. Tres novelas negras
magníficas que se encuentran publicadas en la editorial Siruela-Policíaca: Un hermoso lugar para morir, Que los muertos descansen en paz y Benditos sean los muertos. Fatou Diome (Senegal, 1968) tiene dos libros de relatos y cinco novelas. Su estilo se inspira en el arte tradicional de la narración africana. Con sentido del humor y un lenguaje mordaz, escribe sobre personajes senegaleses que se ven obligados a desenvolverse en Francia, con los problemas que les conlleva y con la nostalgia sobre su país. Aquí se puede encontrar traducida su novela Las que aguardan, en la editorial El Aleph con patrocinio de Casa África. Uno de los escritores más originales e iconoclastas de esta generación, así como uno de los más brillantes, ha sido Binyavanga Wainana. Nacido en Kenia en 1971, ha sido considerado una de las grandes promesas de la literatura africana y acaba de morir de las secuelas de una trombosis cerebral en Nairobi. Sus estudios universitarios los completó en Sudáfrica. Fundó como editor la revista literaria Kwani para literatura experimental, que ha tenido una especial incidencia en los jóvenes escritores africanos. Ha escrito una novela con bastantes tintes autobiográficos y con una estructura narrativa muy moderna, divertida e iconoclasta, que marcó un antes y un después a la hora de escribir en su continente, titulada Some day I will write about this place, por no querer usar la palabra África, cuestión que no fue respetada en su traducción al castellano, que ha sido publicada con el título Algún día escribiré sobre África (Sexto Piso). Vivió en Estados Unidos y fue el director en Nueva York del Centro Chinua Achebe para escritores africanos, hasta que volvió a Kenia y publicó abiertamente su homosexualidad. En el año 2002 ganó el premio Caine para las letras africanas. En el 2005 presentó un texto para la revista Granta: «Cómo escribir sobre Africa», en el que ridiculiza la visión estereotipada que Occidente tiene y las frases banales que se utilizan: Utiliza siempre la palabra «África» u «oscuridad» o «safari» en tu título… Ten en cuenta que «gente» hace referencia a los africanos que no son negros, mientras que «el pueblo» se refiere a los que lo son… Nunca pongas una fotografía de un africano equilibrado en la portada de tu libro, a menos que haya ganado un Premio Nobel. Costillas prominentes, pechos desnu-
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Binyavanga Wainaina. Fotografía: Erik (HASH) Hersman
Fatou Diome. Fotografía: Claude Truong-Ngoc
dos: utiliza éstas. Si tienes que incluir un africano, asegúrate de que consigues a uno vestido con ropa masai, zulú o dogón.
En 2002 ganó el Caine Prize for african Writing. Su temprana muerte ha truncado una de las carreras literarias más prometedoras y transgresoras del continente. Nii Ayikwei Parkes. Nacido en Inglaterra en 1974, se crio en Ghana desde los cuatro años, donde reside la mayor parte de su tiempo. Según cuenta, su primer apellido, Ayikewi, es de su abuelo de Sierra Leona, y el segundo es de esclavos jamaicanos. Tiene varios libros de poesía y en castellano se ha traducido una novela atípica, que ha conseguido buenas ventas, titulada El enigma del pájaro azul, con la que quedó finalista del Commonwealth Prize en 2010. Es en cierto modo una novela negra en la que Kayo, un médico forense formado en Londres, es reclutado para investigar un suceso ocurrido en la Ghana más rural. Ngugi Wa Thiong’o es uno de sus escritores de cabecera. Se puede encontrar en la editorial Club Editor. Dejó su trabajo científico
para dedicarse a la literatura. Es también editor y ofrece material para jóvenes escritores, así como charlas y talleres en su país. También ha contribuido a crear el Centro Ama Atta Aido para Escritura creativa, del que es director. Chimamanda Ngozie Adichie (Nigeria 1977) es quizá la más conocida de la generación actual de escritores africanos. Y también una de las grandes promesas, una gran escritora que ha sabido sincretizar como nadie la esquizofrenia (por decirlo de alguna manera) de su generación. Muy amiga también de Binyavanga Wainana. Su fama se debe a unos pequeños libros publicados por Random House: Todos deberíamos ser feministas, Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo o el más reciente, que recoge una charla suya en TED: El peligro de la historia única. No obstante, lo mejor de ella son sus tres novelas y su libro de relatos, publicados todos en la editorial antes citada. Es quizá la escritora de mayor proyección internacional desde que publicó su primera novela, La flor púrpura, fama que consolidó con Medio sol amarillo, novela histórica en la que analiza la guerra civil de Nigeria en los años sesenta y la lucha por la independencia de Biafra. Su última novela se titula Americannah, nombre que reciben las africanas que viven en ese continente, y en ella narra la forma de vida de todas ellas, consideradas por debajo socialmente de los afroamericanos. Tiene también un excepcional libro de relatos titulado Algo alrededor de tu cuello, altamente recomendable para los amantes de este género literario. Tanto Vinyavanga Wainana como Chimamanda Ngozie Adichie son de imprescindible lectura para saber por dónde se está moviendo el panorama de las letras africanas. Teju Cole. Nacido en Nueva York en 1975, de familia nigeriana, pasa también, como Nii Ayikewi Parkes y tantos otros, su infancia en Nigeria. A los diecisiete años vuelve a Estados Unidos a estudiar y desde entonces vive en Brooklyn. Su vida es un viaje de ida y vuelta en el que va constatando la evolución de los dos lugares en los que ha vivido, sobre todo de Nigeria. Es también de los más traducidos y conocidos y toda su obra se puede encontrar con facilidad en la editorial Acantilado. Tanto Ciudad abierta como Cada día es para el ladrón se pueden encontrar en dicha editorial. Es quizá, de los escritores de esta generación, el más despegado de sus raíces.
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Fiston Mwanza Mujila (República del Congo, 1981) es otro de los escritores francófonos que acaba de saltar a la palestra con su primera novela, Tranvía 83, donde se puede entrever la influencia de escritores como Ngugi Wa Thiong’o o Vinyavanga Wainana. También tiene algo de El corazón de las tinieblas de Conrad, o parte del realismo mágico de Amós Tutuola y predecesores. Un humor salido de madre para tratar el mal. Tranvía 83 es el nombre de un bar (de nuevo su presencia protagónica) donde confluyen traficantes, comerciantes, prostitutas, intelectuales, militares, concesionarios de explotación de minas, de diamantes o de coltán a cambio de favores, y toda la fauna que se puede mover en torno a ello, dentro de un lugar imaginario llamado Ciudad-País, donde se crece y se vive entre la corrupción, el desmadre, la intelectualidad y la falta de normas. Él mismo dice que ha instaurado la llamada literatura-locomotora. El tren está presente en toda la novela, no sólo como final de un viaje a ninguna parte, sino también como metáfora literaria, de una forma de escribir a borbotones, con paradas, traqueteos y curvas. La novela está publicada en la editorial Pepitas de Calabaza: La tortura es uno de los puntos que diferencian a una república bananera organizada de una república bananera caótica o desorganizada… El antiguo país, que hoy no existe más que sobre el papel, provenía de una república bananera organizada. Los verdugos operaban en condiciones bastante buenas. Tenían a su entera disposición cantidad de utensilios de tortura: potros, ruedas de carreta, etc. Se beneficiaban de cursos de formación y de prácticas de profesionalización fuera del país… conocían a la perfección todos los recovecos de la anatomía humana y aplicaban la tortura con tacto y destreza… La Ciudad-País tenía todas las características de una república bananera desorganizada. Los tipejos que torturaban en los distintos calabozos eran todos pobres arribistas cogidos de aquí y allá a lo largo de diversas guerras de liberación… No tenían ningún instrumento de tortura, ningún potro, nada que pudiera llamarse soga… desconocían las técnicas básicas.
Gaël Faye, nacido en Burundi en 1982, también del área francófona, consiguió el prestigioso premio Goncourt des Lycéens (para jóvenes), el premio France Culture Telérama y el Prix du Roman FNAC con su primera novela Pequeño país. Gaël Faye es mestizo, de padre francés y madre ruandesa, y salió de su país
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natal hacia Francia a raíz de las matanzas, siendo aún un niño. La novela está ambientada en la época previa a la matanza, en la infancia de un niño, escrita desde su punto de vista, con tintes autobiográficos. Ha llegado a ser en Francia un auténtico best seller. No es de extrañar, la novela es conmovedora, pero también es cierto que Gaël Faye es un rapero muy conocido en Francia desde que se catapultó en el famoso festival de música de Printemps de Bourges. La novela está editada en castellano por la editorial Salamandra. En la actualidad pasa su vida entre Francia y Ruanda. Tendai Huchu (Zimbabue, 1982) tiene publicada una novela, El peluquero de Harare (Baphala Ediciones). Siendo esta vez la peluquería el centro de la novela, nos presenta a unos personajes femeninos arquetípicos y, sobre todo, nos habla abiertamente de la homosexualidad del peluquero en un país que soporta mal el tema. Quizá sea ese el mayor interés de este libro; tiene un enfoque algo pedagógico, destinado principalmente a la población autóctona. Trevor Noah nació en Johannesburgo (Sudáfrica) en 1984. Es un comediante, comentarista político y presentador muy conocido de la televisión sudafricana. Ha
Trevor Noah. Fotografía: Hayden Schiff
aprovechado su tirón de popularidad para publicar un libro autobiográfico en clave de humor: Prohibido nacer. En España ha sido publicado por la editorial Blackie Books, en este caso tras haber cosechado buenas ventas en su país, al rebufo de esa ola emergente de jóvenes escritores. También es el caso de Chigozie Obioma (Nigeria, 1986) y su novela Los pescadores, publicada en España por la editorial Siruela (Nuevos Tiempos). Dos años más joven que este escritor, y también nacida en Nigeria (1988), es Ayóbámi Adébáyó, con su novela publicada en Gatopardo Ediciones Quédate conmigo, donde nos plasma una historia de amor en la que ella no consigue quedarse embarazada y siente todas las presiones familiares para que el marido busque otra esposa. Un contraste entre lo tradicional y lo moderno con influencia de Chimamanda Ngozie Adichie, o al menos dentro de su línea literaria. Habrá que esperar nuevas novelas de estos autores para ver cómo consolidan sus carreras. Mención aparte merece la escritora Yaa Gyasi (Ghana, 1989), esta sí con un debut sorprendente: Volver a casa, una novela histórica altamente recomendable sobre la historia de la esclavitud en sus dos vertientes, africana y americana. Todo surge de dos hermanas, una de ellas vendida como esclava y que nos permite seguir toda la saga americana, y la otra, a la que casan con un comerciante de esclavos, que nos permite conocer ese mismo proceso en África. Abarca desde los principios de la esclavitud hasta el mundo contemporáneo y el ín-
dice del libro es el árbol genealógico de ambas ramas, que permite seguir muy bien los saltos históricos que nos ofrece la autora, en una novela compleja, conmovedora y nada maniquea, donde trata como nadie la implicación de los propios africanos, las tribus guerreras, en el comercio de esclavos que asoló el continente. Pese a su juventud, la novela es de una madurez increíble. Y curiosamente esta escritora reivindica los talleres literarios. Según ella misma afirma, esta novela se fraguó, se contrastó y se escribió dentro de uno de ellos. Merece la pena leer este libro y seguirle la pista. En las últimas semanas han ido saliendo nuevos libros, antologías de escritores y escritoras novísimos, por decirlo de alguna manera, publicados en Casa África, así como algún cuento nuevo de Ngugi Wa Thiong’o. Hay una actualización constante que realizan los blogs anteriormente citados: Literafricas, Wiriko y África no es un país. Hay que volver a ellos para poder estar al día de las nuevas publicaciones. Yo sólo he pretendido plasmar lo que conozco, lo que he leído y lo que me ha parecido que tiene suficiente calidad literaria como para hablar de ello. Hay otros libros que he leído que no me parece que sean dignos de resaltar, pero estoy segura de que también hay otros de gran calidad que no conozco. Sirva este pequeño dossier como un adelanto para despertar el interés del lector hacia la literatura de un gran continente y para cambiar algo el foco eurocéntrico y occidental en nuestras lecturas.
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La vida breve
El suicidio del ornitorrinco Antonio Manuel Jiménez
Si despertases por los gritos de angustia del niño-loro de la calle Esquinas tú también te pondrías a llorar. Eran sus gritos monstruosamente humanos, un reclamo a nuestras propias monstruosidades. Sobre todo al miedo y a la tristeza y sobre todo al miedo de sentirse triste, mientras se escuchaba la voz del niño-loro gritar Papá todas aquellas mañanas de la calle Esquinas. Por aquél entonces yo trabajaba en un periódico de inspiración católica y tendencia conservadora, aunque la mayoría de nosotros no creíamos en Dios ni en la Derecha, y qué decir de la Izquierda. En realidad no creíamos en nada que no fuéramos nosotros mismos y, sin embargo, yo sé que había momentos en los que debían evitarse los espejos y los amigos. Que algunas veces no quedaba más solución que la de encender el televisor o drogarse con algún fármaco para dormir sin soñar o tararear alguna canción en la que ni siquiera se reparaba. Éramos grandes periodistas, con toda nuestra egolatría y nuestro cinismo fingido y nuestra resignada y digna conciencia de anonimato. Un anonimato que era nuestro y del mundo entero, y que cargábamos a las espaldas cada día con una extraña dignidad. La realidad era sólo una excusa. Con mi sueldo de becario encontré un pequeño estudio en la calle Esquinas. El precio era considerablemente alto, teniendo en cuenta que Esquinas era un escollo ético y estético en el alma de la ciudad. Sin embargo me quedé allí y, como a las cucarachas, no me costó habituarme. Quizás porque aprendí de ellas. A la tercera mañana que amanecí allí escuché por primera vez al niño-loro llamar desesperadamente a su padre. Yo no supe que el niño-loro era en realidad un loro hasta pasadas dos semanas, durante las cuales me desperté con sus gritos intermitentes y violentos y pensaba que era un niño enjaulado. Me imaginaba a un niño paralítico al que su padre abandonaba al cuidado de una silla de ruedas todas las mañanas cuando iba a trabajar. Me imaginaba a un niño lleno de odio, postrado en una cama o en una silla de ruedas o enjaulado o demasiado pequeño para alcanzar el estante del chocolate o el cajón de los cuchillos con los que pretendía matar o ser matado y poner fin a su intermitente-violenta-desesperada agonía de hijo. Yo me asomaba esas mañanas a la única ventana de aquél estudio de la calle Esquinas, que daba a un patio interior que era más bien un hueco en el corazón del edificio, y buscaba el origen de aquél lamento y también me ponía a llorar. Mi padre había muerto hacía tres años en un accidente de tráfico. Una niña que viajaba en el otro coche también. Mi madre, que no iba en ninguno de los dos vehículos, también, pero era la suya una muerte lenta, consciente. De a diario. Después de aquello me fui de casa de mis padres. En todo ese tiempo no pensé demasiado en el accidente y tampoco lo hice durante los meses que viví en Esquinas. Lo que quiero decir es que no importaba que los gritos de aquél animal-niño refiriesen a Papá. Podía ser Papá o Manzana o Aristóteles, la tristeza era la misma. Una pena huérfana de nombre y de palabra que invadía el estómago desde que conquistara el hueco, el umbral de la ventana, la habitación, el tímpa-
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no. Yo me acurrucaba en la cama y me ponía a llorar y, pasado un rato, me iba a la ducha y me vestía e iba a la redacción y sonreía a la gente y entrevistaba a escritores y políticos, vecinos de y familiares de y asesinos de y abogados de, y luego volvía a Esquinas y me quedaba un rato mirando a la gente en la puerta del edificio donde vivía y me sentía bien. Durante el primer año que trabajé en La Corriente, que así se llamaba el periódico donde nos dejábamos arrastrar cada día, entrevisté a casi la mitad de los que han escrito un libro alguna vez en este país y a más del doble de los que presumen de la intención de querer hacerlo. Tuve un amigo que aseguraba que todo escribiente que lo sea por oficio, desde el humilde becario de periódico que rellena en sus páginas los huecos abandonados por la publicidad hasta el poeta, el escritor o el Escritor (más aún el Escritor), o incluso el maestro, desde su privilegiado altar de tiza, todos ellos, tienen un componente altísimo de egolatría. Según él, la palabra escrita tiene un algo de autoafirmación, de queja, de pataleo. Lleva implícita la conciencia de la muerte del que la escribe y a la vez su protesta. Su valor reproductivo. Dicen que las personas que están a punto de morir y lo saben experimentan un repentino y aparentemente inoportuno orgasmo. Pongamos como ejemplo al suicida que a los diez metros de caída libre y a los quince del suelo, sabiéndose instintivamente muerto y anticipándose al destrozo de su cuerpo, no consigue controlar sin embargo ese último accidente de vida que se derrama iracundo y que tiene que ver, en cualquier caso, con un acto de rebeldía ante la caída, los metros y el suelo inevitable. Mi amigo afirmaba que el escribiente, criatura ínfima y temerosa de la muerte por naturaleza, procura salvar el suicidio que es su vida cada día con el ególatra ademán de orgasmo que es la escritura. Por supuesto él también escribía, y su particular aspaviento de eyaculación escrituraria adquiría la forma de una columna de opinión en páginas interiores de La Corriente. Así, conocí las muchas caras de la egolatría ilustrada del momento: conversé con ególatras de barba blanca que fumaban en pipa, con ególatras de grandes patillas y chaquetas de pana, con ególatras ensimismados en la tapa de sus libros; me senté junto a ególatras endiosados y humildes adalides de la egolatría, quise saber del sentido de la vida según ególatras de la primera persona, según todopoderosos ególatras que montan a espaldas del narrador omnisciente —un trasunto de su egolatría—, según excéntricos ególatras que hacen experimentos de bilocación del ego a través del género epistolar. Enfrenté mi egolatría mercenaria de palabras huecas en páginas impares a la tacaña egolatría del dramaturgo e incluso a la munificente conciencia de sí mismo de los poetas, sin duda los mayores ególatras del masturbatorio quehacer de la escritura, y sobre todo discutí sobre personajes, escenarios y situaciones con la calculadora y prudente egolatría del novelista. Una vez uno de ellos me dijo que le molestaba que los escritores se permitieran opinar sobre cualquier cosa. «Como si fuéramos los nuevos sacerdotes del Occidente laico», me dijo con tono y gesto monacal.
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La vida breve
Antonio Manuel Jiménez. El suicidio del ornitorrinco
Si te preguntas qué tiene esto que ver con aquél niño-loro de la calle Esquinas, te diré que entre todos estos conocí a un escribiente que aseguraba que el gato de su vecina lo espiaba al otro lado de la ventana del dormitorio y, siempre que se iba a acostar, el felino decía Muro. Quizás era Mira, o quizás Mero, pero seguramente Muro, me contaba, y entonces él también se echaba a llorar. Me dijo que era como la voz de un anciano que lo espiaba al otro lado de la ventana de su dormitorio, encaramado a la rama del árbol plantado al pie de la ventana de su dormitorio, arañando con una pata el cristal de la ventana de su dormitorio y diciendo Muro. Su esposa nunca consiguió escuchar al gato-anciano, me confesó, y cuando el animal se asomaba y decía aquella palabra él le daba la espalda a su mujer y se ponía a llorar en silencio. Naturalmente este hecho singular le inspiró para escribir-reproducirse-en una novela que tituló La conspiración de los gatos lunares y que tanto el público como los críticos de las revistas literarias saludaron sin demasiado entusiasmo. Estuvo algunos meses en los estantes bajos de la sección de Novedades de las librerías y luego se retiraron los ejemplares que quedaron sin vender. Un año más tarde escribió Silencios, lápices y muros, una novela que, en palabras de su autor, «intenta concienciar —aunque no hay que engañarse con las posibilidades reales que le quedan a la Literatura para cambiar el mundo, claro— sobre el grave problema de la incomunicación que aqueja al hombre que habita las Sociedades llamadas de la Información, y que más bien son sociedades de fortalezas y castillos individuales desde cuyas torres divisamos la bandera de los demás…» (La Corriente, 24 de marzo de 2005). Fue considerada como su mejor obra. Según indicaron años después sus amigos más cercanos, se encontraba escribiendo la que para él sería su novela cumbre, la que tenía un mayor componente autobiográfico, cuando le sorprendió un ictus cerebral por el que falleció unas horas más tarde. A su funeral, además de altos representantes nacionales del mundo de las letras, acudieron su panadera, con la que una vez estuvo a punto de hacer el amor sobre tres sacos de levadura (anécdota esta de su vida que inspiró uno de los relatos de A veces casi consigo dormir y sin embargo me desvelo), y un afamado cantante de flamenco cuyo penúltimo disco, el menos celebrado (Caracoles en Venecia), era una antología musicada de los poemas que escribió el difunto a finales de los ochenta, cuando todavía las drogas y el alcohol y la inmortalidad y la poesía posmoderna y los primeros implantes de silicona. Conocí a otros, con el tiempo. En el banco de un parque cerca de donde viví después de Esquinas un viejo me dijo que se estaba volviendo loco. Yo estaba sentado pensando que me estaba volviendo loco y entonces el viejo gritó: «¡Me estoy volviendo loco!» y yo lo miré y él me miró y los dos bajamos la cabeza. Lo había visto algunas veces dar de comer a las palomas. «Creo que a las palomas no les gusta la miga de pan», me dijo, y después se quedó observando a un grupo de ellas que revoloteaban cerca del columpio. «Me lo dicen.» Cuando quise saber me contó que una paloma le pidió Caverna después de que él le echara al suelo un poco de miga que el animal no quiso comer. Desde entonces sueña con palomas que le piden Caverna y que lo miran fijamente mientras mueven un poco las alas, y también sueña con migas de pan llenas de tierra, enterradas por el musgo y por la lluvia, y después se despierta y recuerda y se pone a llorar y dice Caverna. La voz del pájaro era como la de una mujer con un lunar en la cara, me aseguró.
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No muy lejos de aquel parque conocí a una señora que huía del suelo. No lo perdía de vista mientras caminaba con urgencias por la Avenida de la Montaña, y después por la calle Tote Godíbar, y por Maestro Suárez y por Silencios, que era donde estaba el supermercado. Yo la veía pisar de puntillas, fijándose en cada uno de los accidentes del suelo y tropezándose con los niños y las bicicletas aparcadas. Una vez coincidí con ella en la cola de un puesto de verduras y me fijé en que miraba con espanto a un pequeño gusano que trepaba buscando el verde cobijo de una hoja de lechuga. «¡Océano no!», gritó la mujer antes de perderse tras la esquina de Silencios y recuperar, probablemente, los pasos de Maestro Suárez y de montar después al bordillo de la tienda de telas de Tote Godíbar escudriñando el asfalto de la acera, me lo puedo imaginar, y de subir corriendo Montañas sin esquivar, ya no importa, a los niños y a las bicicletas y a los ancianos que cuando dan un paso se duelen, y de llegar por fin a su portal negando a voces que existan los océanos y los gusanos, y de entrar en casa sucediendo a un portazo y de derrumbarse en la alfombra de su salón y de llorar, finalmente. Tras mi paso por La Corriente trabajé en varios medios de comunicación. Dos periódicos, Centro y Prisma, una televisión que tenía un pájaro por logotipo y una emisora de radio, donde estuve cinco años llevando un programa sobre biografías extrañas de personajes olvidados de la ciudad llamado Fauna de asfalto. La verdad es que no apreciaba demasiado el sonido de mi voz y me incomodaba su cópula con las ondas hertzianas, que la pervertían y la reproducían y la lanzaban al espacio radiofónico. Y sí, durante todo ese tiempo pensaba en Papá, en Muro, en Caverna y en Océano, y también en Aroma, desde que el hijo de una amiga me hiciera prometerle que no le diría a nadie que su hámster decía Aroma durante sus ejercicios en la rueda de la jaula. Yo hasta ahora no le había hablado a nadie sobre la misteriosa enfermedad que aqueja a algunos animales. Durante un tiempo intenté buscar explicación al fenómeno entre tratados de zoología, psicología e incluso semiótica, pero no tardé mucho en desistir y, desde entonces, me he guardado su secreto. Su absurdo, inútil e inconsciente secreto. He pensado en gatos que quieren ser muros y en elefantes que lamentan no ser bosques y en chimpancés que se suicidan por no ser autobuses, y después he pensado en palabras que se duelen por ser caverna en vez de paloma o que sufren de tal esquizofrenia que se creen gusanos cuando son océanos. En cualquier caso, es innegable la tristeza o caballo que encierra este misterio o araña. Ahora trabajo en el gabinete de comunicación de un ayuntamiento. En mis ratos libres escribo cuentos sobre cosas que me pasaron y cosas que no.
Antonio Manuel Jiménez nació en 1985 en Peligros, Granada. En la actualidad reside en Caravaca.
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Isabel Cienfuegos Mi madre Mi madre entró sin llamar a la puerta, el cuello tenso, las manos apretadas. Apenas tuve tiempo de arrugar el poema que escribía y meterlo en mi boca. Registró los cajones, me olió el pelo. Sé que estabas fumando, gritó. Los adjetivos y las frases de amor apenas empezadas se deshacían en mi boca con un sabor de tinta amarga. En cuanto pude me fui sin decir nada. Cerré de un golpe la puerta de la calle. Al salir le robé mi primer cigarrillo y lo encendí enseguida. Durante mucho tiempo caminé sin rumbo. El humo me cerró el pecho. Mi tos sonaba como palabras rotas.
Naufragio Mi madre vuelve a perderse en el salón de casa, el pelo blanquísimo. Parece el hada de los imposibles, la maga del sinsentido. Nos tenemos que ir, dice. Por esa puerta, urge, y me señala la librería. Inútil argumentar que por allí no vamos a ninguna parte. Ella comienza a abrirse paso. Vuelan figuritas de loza. Nos despiden mis hermanos desde los retratos. Por ellos le suplico que pare. ¡No tengo hijos!, grita, vámonos de una vez. Zozobramos entre reproches y razonamientos. Intento evitar que se hunda, le sigo la corriente, nado con ella un buen rato. Alrededor nuestro, los libros que su furia arrancó flotan en un mar de desconsuelo. Tomo uno y comienzo a leer. Las palabras nos sostienen y nos llevan a una isla de cuento. Creo que estamos a salvo un día más.
Isabel Cienfuegos es escritora y médico. Ha publicado microrrelatos en las revistas Magyar Napló (2009) y Litoral (2017), y en las antologías Por favor, sea breve y Por favor sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2001 y 2009), Los inquilinos del Aleph, Y usted ¿de qué se rie? y Veintitrés formas de tocar a una mujer (DeLirios, 2011, 2013 y 2017), 201 y 69 Antología de relatos eróticos II (Altazor, 2014 y 2016), Vamos al circo (Universidad de Puebla, 2016) y Las más extrañas historias de amor (Reino de Cordelia, 2018). Fue premiada en el V Concurso de La Central de Madrid (2016) y en el I Certamen de la Fundación Fomento Hispania (2017). Es autora del libro de relatos Mañana los amores serán rocas (Cuadernos del Vigía, 2012).
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El castillo de Barba Azul
Cinco poemas de miedo, esperanza y felicidad
David Mayor El último Pensaba en estar más cerca y saber menos; abrirse camino hacia los días tibios de mirada larga y diente en la manzana. Pensaba desobedecer los ritmos habituales del trabajo y la inquietud, llegar a la puerta de las estrellas, escribir algún cuaderno.
Ethos Tenía respuestas para pensar y caerse: buen uso de la lentitud y de las sombras en verano, como reptil antiguo que ha visto mundo a ras de arena, avenida y charco. Detenido e ingobernable, frente a tanto actuar como no se piensa y pensar lo que no se sabe.
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El castillo de Barba Azul
David Mayor. Cinco poemas de miedo, esperanza y felicidad
Advertencia Apenas el rumor de lo que ocurre, apenas el sentido de las cosas, apenas el dibujo de quien somos: panorámica desde la montaña, el estiaje del río, el sueño de la jungla, un tigre y su caricia, el poso de café, el trago de aguardiente.
Historia política Los barcos llenos también se hunden sin encontrar mano que los salve. El mar tiene laberintos dentro que recuerdan el fracaso de los hombres, la corrosiva indiferencia del extraño, la autoridad y la distancia de quien sin entender propaga.
Paisaje contemporáneo El desorden del mundo abre la política y los silencios: el recorrido por la historia es un peldaño tras otro de una escalera que siempre vuelve a empezar, una tea que cae por el pozo, la luz que deja de verse porque todo lo ilumina.
David Mayor ha publicado los libros de poemas En otra parte (Pre-textos, 2005), Otra novela (cartonerita niñabonita, 2011), 31 poemas (Pre-textos, 2013) y Conciencia de clase (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014). Codirige el sello editorial Los Libros del Señor James y coordina junto a Sebas Puente el ciclo «Los Jueves de Poesía» en Las Armas.
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Clara Obligado La condición extranjera Estudios de cuentistas Por Javier Sáez de Ibarra Clara Obligado (Buenos Aires) ha publicado los libros de cuentos Una mujer en la cama y otros cuentos 1990 (M); Las otras vidas, 2005 (OV), en que recoge dos relatos del libro anterior; El libro de los viajes equivocados, 2011 (VE); La muerte juega a los dados, 2015 (MD), y La biblioteca de agua, 2019 (BA). Leemos en el primer cuento de Clara Obligado: «La soledad es un camino que no podemos describir antes de haberlo recorrido» (M, 21). La vida no puede contarse sino en la medida que se experimenta; la libertad, el viaje, el amor no son objetos de conocimiento antes que de experiencia; las relaciones familiares, la huella de la herencia, el peso de la Historia, el exilio y la lucha por establecerse se sienten antes de poder formularse. En sus cuentos aflora la complejidad de la existencia: la rivalidad entre el varón y la mujer, el infierno de la pareja, los amantes, las ambigüedades del sexo; la familia; el exilio; la irrevocabilidad de la muerte; y, ante todo, la necesidad de afirmarse contra el destino, el derecho a ser feliz. Sus indagaciones no aspiran a una tesis, sino al testimonio: «Piensa que la vida no tiene nada que ver con los óleos hieráticos de los flamencos. Todo está sucio en su memoria. Sangre y barro, caminos que se bifurcan, libros perdidos, páginas al viento» (BA, 91). Las protagonistas de muchos relatos son mujeres inmersas en un ambiente familiar y social opresivos.
La tradición, la moral, la educación y el qué dirán las coartan y les imponen un modelo de mujer definido por el sometimiento al marido y la dependencia económica. Su identidad se constituye desde el afuera de sí mismas y ha de acogerse con una actitud fundamentalmente pasiva. El matrimonio confiere su estatus a la mujer. «Ahora ya estoy acostumbrada, y elijo las cosas que a él le entusiasman casi sin darme cuenta. Como programada» (M, 37). Se trata de una necesidad social, cuestión de supervivencia: «El amor no tiene nada que ver con el matrimonio, querida, deja ya de leer novelas» (BA, 134). De ahí que pueda tratarse de forma pragmática: «Uno no se casa porque le haga falta, uno se casa porque sí… Yo le pedía poco, tan sólo que me fuera fiel… Él, en cambio, sólo quería que lo dejara ir de caza» (OV, 85); incluso cínica: «Pronto empezaría a relacionarse con su marido de esa manera tan típica que siempre es cortés, pero que esconde, en la manera de pronunciar “buenos días”, algo que suena como “te odio”» (MD, 62). Asunto primordial es, por tanto, la elección del hombre adecuado: «Hombres, si te equivocás con ellos, tu vida puede convertirse en un infierno» (OV, 87). Enfrentado a la pasividad de la mujer, el deseo sexual del hombre; arrastrado irremisiblemente por el cuerpo femenino hasta la brutalidad: «Entraba por la noche, a cualquier hora y, casi sin despegarse del sueño, ella lo dejaba hacer… Poco a poco había comprendido que todas las mujeres casadas pasan por lo mismo»
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Javier Sáez de Ibarra. Clara Obligado. La condición extranjera
(MD, 55); «A veces la mira como si fuera a arrancarle la ropa, otras la trata como alguien que se puede vender o arrojar por la borda» (VE, 131). Una criada es objeto sexual de los varoncitos de la casa; el proxeneta abusa; el hombre rico se encapricha. En clave de humor, los conquistadores son seducidos por las indígenas: «Estamos débiles… también por el menear de caderas que nos tiene distraídos… se nos va la fuerza, y el alma… cada vez que ellas repiten “sssalsssa”» (OV, 108). La locura sexual del hombre lo hace, al mismo tiempo, vulnerable: «Las mujeres... son capaces de seducir al macho y de convencerlo de que desea lo que no desea, de que es el dueño de los anhelos que ellas esconden» (OV, 59). Los personajes femeninos de Obligado no tienen empleo ni proyecto profesional, son mantenidas por su pareja o viven de ahorros: «Yo no tenía necesidad de trabajar cuando estaba él… Creo que ahora sería bueno que buscara algo, para distraerme» (OV, 83). La mujer vive ociosa, piensa, espera, deambula (OV, 114); vive una existencia oculta de la que ellos no tienen conciencia, porque no entienden (M, 41), por su torpeza con los sentimientos (MD, 142), su falta de atención: «... eres un bruto, un bárbaro... no supo quererla ni escucharla... la dureza pétrea de su corazón» (BA, 121). El ocultamiento es clave en la identidad de una mujer, esconde sus sentimientos, escribe de incógnito, o sólo en la proximidad de la muerte se expresa. En un cuento con dos versiones, una mujer grita (entre el ruido de una catarata y del tráfico): «No sé qué me pasó… estaba allí, gritándotelo, lo he guardado dentro tanto tiempo» (OV, 34). Pero su testigo declara: «Yo supe en el acto que nunca me atrevería a confesarle que no la había escuchado» (OV, 35). La forma de vida de estos personajes femeninos (en alguna forma inactual, pero que persiste aun iniciado su proceso de emancipación) termina a la larga por mostrar su impostura. El aburrimiento, la alienación, la represión de los sentimientos, la falta de expectativas se vuelven insoportables y conducen a preguntarse por su identidad: «Regresa la angustia, por un instante se disuelve toda esa vida deformada y torcida que no le pertenece, se pierde en un espejo cóncavo donde ella no es ella» (VE, 133). Surge el vértigo: «Piensa en las infinitas posibilidades de una vida» (VE, 47). El deseo de afirmarse provoca el conflicto con sus parejas, en el que no siempre vencen. Algunas se consuelan imaginando, se rinden a la amargura, se suicidan o expe-
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rimentan una clase de metamorfosis fantástica: «Lo que no quieren los hombres es que no tengas ningún tipo de vuelo personal. Porque también con las alas me tenía como loca… Con que me recortara un poco las plumas» (M, 42). La solución al fracaso matrimonial puede ser la huida: «Sabe que ha sido un error casarse… Sin pensarlo, Kristina recoge su equipaje, lo lanza, salta al vacío, antes de que el tren desaparezca, antes de que su marido se dé cuenta de su ausencia…» (VE, 108). Para la aventura de esta nueva vida, emplea nuestra autora una imagen recurrente: «La arrastra este viento que sopla desde el país vecino» (OV, 114); «Ahora era un ser sin raíces, sin memoria compartida, llevado por el viento» (MD, 189). Otra solución es la infidelidad: «Se imagina también entre otros brazos, los que la acarician en sueños mientras duerme con su esposo» (OV, 114). Incluso planeada fríamente: «Si se retracta de la boda, tendrá el amor, pero vivirá en la penuria... Todo es compatible, el alma en paz. Se casará con el coronel… Pero el día anterior a la boda, se entregará a su amante. Si hay consecuencias, el niño nacerá dentro del matrimonio» (BA, 138). No se trata sólo de una necesidad sexual, sino de hallar una existencia que la satisfaga. Sin embargo, esta no tarda en descubrirse inconsistente; tras la euforia inicial, el nuevo amante se muestra carente de solidez, no sostiene su proyecto. La mujer que huye de un modelo recae en otro semejante. Creo que este es su drama profundo. El amor rara vez se encuentra, los hijos son objeto de emociones ambivalentes: deseo, rechazo, competencia, insatisfacción… El personaje no sabe a dónde dirigirse, no puede concretar su libertad. Entonces, cuanto le ocurre resulta más bien producto del azar, como si la huida del destino abocara al capricho de la fortuna: «¿Por eso había abandonado a Fabián? ¿Había sido por causas que nada tenían que ver con él? ¿Pura casualidad?» (VE, 86); «He estado leyendo esas novelitas tuyas… Es un buen truco, pero en la vida no sucede así. La vida es puro azar, querido mío, y la muerte juega a los dados» (MD, 125). Al evaluar su vida, sólo cabe constatar sus decisiones y las borrosas opciones nunca tomadas: «Jugamos a imaginar qué hubiera sucedido de habernos casado entonces, en esa otra vida posible que nunca sucedió» (OV, 99). Los personajes se ven determinados además por dos instancias inapelables: la familia y la Historia. Toda cla-
Clara Obligado. Fotografía: Manolo Yllera ©
se de relaciones familiares se citan (padres, hijos, abuelos, tíos, segundas parejas…) como una red en la que unos personajes iluminan o confunden a otros, se emulan o rivalizan, se aman o engañan. Nadie sale indemne de ese tejido. «No se sentía una mujer, sino una infinidad de mujeres» (MD, 168). «Cuando alguien iba a su consulta, en su diván se sentaban tres generaciones» (MD, 219). A su vez, los grandes hechos de la Historia irrumpen para arrastrar esas vidas en su torbellino. En particular, los avatares de Argentina (el peronismo, la dictadura, el exilio) y Europa (la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil española y la Transición): «Del campo de refugiados… Ambas sobrevivieron sirviendo. Paquita no tuvo tiempo de aprender a escribir. Carmen no tuvo tiempo de casarse» (BA, 114). El exilio, vivido por la autora, lleva al sujeto a una situación extrema: produce dolor: «Se siente muy sola. Se emborracha… Tienen un sexo furtivo y triste» (BA, 91) y frustración: «... ha comprendido que nunca va a poder incorporarse a este país tan distinto» (BA, 91); o una identidad híbrida: «Argeñola» (OV, 33); «estoy incorporada. Aunque no puedo resolver de dónde soy» (OV, 129). Más aún, es la ocasión que pone a prueba la dignidad personal: «Hago sólo lo que quiero, no acepto presiones ni en las peores circunstancias y preferi-
ría pasar hambre antes que trabajar con ese tipo» (OV, 125, casi igual en BA, 89); es la encrucijada en que se decide si la persona se yergue o va arrastrada al anonimato. Se descubre entonces que la extranjería es «la condición común a todo ser humano»; es experiencia de soledad radical, de falta de un marco explicativo; es la vida como lucha en el camino del hacerse, siempre en la zozobra y sin seguridad alguna. El empeño de Obligado por recoger las instancias familiar e histórica en sus personajes implica interesantes problemas en la construcción del libro de relatos. Los tres últimos, que denomina «experimento narrativo… que expresara el mundo roto que quería representar» (BA, 13) muestran lo fragmentario en el proceso de recomposición. En VE los cuentos se vinculan por las decisiones de unos personajes que influirán en otros. En MD ocurre igual, en un ámbito reducido: «Te va a divertir reconocer la historia de nuestra familia convertida en cuentos» (MD, 214). También en BA, donde se reúnen en el espacio compartido de Madrid y la memoria autobiográfica. Las historias se interrumpen, son continuadas más adelante; se constata que casi nada puede ser narrado hasta el final; cuando parece acabado, la acción de otro personaje lo desvía. Así, un hombre descubre unos textos escondidos y, luego, «susurrando los versos que había memorizado, comenzó a arrojar los poemas de la monja a las llamas» (BA, 150). El relato siguiente desvela que una mujer del siglo XVII los había ocultado a la censura eclesiástica. Los relatos no acaban, como tampoco una vida se cierra sobre sí, sino que deja un efecto en otros. Una joven violada a raíz de una fotografía se apiada en el lecho de muerte del viejo que la hizo, y así se redimen ambos (VE, 67, que remite a 37 y 43). Esta construcción narrativa tiene un efecto desestabilizador sobre la lectura. Ya no podemos leer el cuento como un todo siguiendo la línea del argumento. Leer es recordar, con la conciencia de otros relatos infiltrados en él. Esto exige un esfuerzo, pues las claves no residen en el texto sino en el conjunto. El personaje, como la persona, no es sólo lo que hace sino también su pasado, la influencia de los demás, su circunstancia histórica; sólo atendiendo a eso podemos comprenderlo. En este sentido, es ilustrativa la técnica empleada por Obligado de narrar hacia atrás, rastreando las acciones de los personajes: «Estaban por volver… Cuatro horas antes… Esa misma mañana… Ocho años antes…» (MD, 13-16).
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Javier Sáez de Ibarra. Clara Obligado. La condición extranjera
Obviamente, esta operación narrativa es posible por una aguda concepción del tiempo. La trayectoria vital es finita: «Esto es crecer, pensó. Esto. Un viaje sin retorno… Sintió un estremecimiento de rebeldía» (MD, 175); la muerte frustra definitivamente nuestros planes: «Esa es la vida de los muertos, el instante en que todo se va» (BA, 108); lo que nos impele: «Se trata de vivir hoy, de disfrutar el presente» (VE, 98); ya que nuestra huella, al final, se perderá como una marca en la arena: «Poco más tarde, con la pleamar, el dibujo y su misterio se habrán borrado» (VE, 140). No faltan en algunos relatos de Obligado referencias al Misterio de lo Real, el Tiempo y el Devenir, aunque muy sobrias, en la imagen de las estrellas. Su último libro concluye con una visión del Universo desde una categoría distinta, discreta, femenina: «Algunas tradiciones sugieren que la diosa cabalgó... y se marchó a organizar otras galaxias. De su obra colosal no se habla porque del silencio de las diosas se nutren las cosmogonías» (BA, 176). Es palmaria la actitud antiintelectual en los cuentos. Los profesores y eruditos, siempre hombres, son «parsimoniosos y acartonados» (M, 53). «Todo lo cataloga con el terror de los intelectuales a que se les derrumbe el mundo» (MD, 141). La cultura reprime lo instintivo y vital. Los textos se complacen en degradar las preguntas filosóficas —«Lo fundamental no es la solución de los grandes enigmas, sino la vida de todos los días» (MD, 125)— en favor de lo más trivial en apariencia: «La gente escruta el cielo, pero no para admirar las nubes ni se preguntan dónde está Dios, es por esa mierda de aviones» (BA, 108). Su escepticismo por que la razón pueda asumir la vida sin desvirtuarla o destruirla no puede dejar de implicar el propio ejercicio de escritura. Así, se declara la necesidad de los relatos junto a su insuficiencia; necesarios para constatar lo vivido, fallidos por no asegurar su conocimiento: «¿Escribimos para atrapar el tiempo? ¿Sobre la vida que pudo ser y no fue?... No tengo ni idea, pero la ficción siempre consuela... Todavía me pesan todas esas historias sin solucionar... Todo lo que cuento es cierto, menos la mayoría de los hechos... Los hechos no son exactos, las consecuencias, sí... ¿Cómo adivinar qué vacíos deja la imaginación?» (MD, 209, 212, 217, 219). Por último, ese esfuerzo es baldío, se pierde en la medida en que todo texto es un objeto material condenado a desaparecer. Los relatos se cruzan unos con otros, refieren hechos, exponen un entramado infinito del que formamos parte; sin embargo, la vida siempre escapa a ese recuento. Los que escri-
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Clara Obligado. Fotografía cedida por la autora ©
ben desdeñan lo que hacen: «... debería dejar la escritura para dedicarme a las plantas. ¿No es, en el fondo, lo mismo?» (MD, 217); «Nada de lo que recordamos es verdad. Nada de lo que imaginamos es mentira»; «satisfecha como una gata, en paz con el mundo... repito esa frase misteriosa y trémula: así es la vida» (MD, 225). No hay más sabiduría que buscar la felicidad: «Mi propia oración laica: “Bienaventurados los felices, porque de ellos será la sabiduría”» (MD, 214). Felicidad que se hallará en la libertad, en el amor, en esos arreglos conyugales de verdad y mentira, en los amantes, en la imaginación y, sobre todo y ante todo, en el sexo. Muchas páginas de Clara Obligado homenajean al goce con su carga instintiva, casi biológica. «Se me despertaba el instinto… Al fin y al cabo, era natural» (OV, 20); pues «a ninguna edad se está al margen de la pasión» (OV, 72). Nuestra autora mezcla en sus libros el gozo y el espanto, el dolor y embriaguez. En esa confusión de emociones y barruntos, los protagonistas, en particular las mujeres, tratan de mantenerse en pie con dignidad, solas, bajo un cielo estrellado cuyo enigma se quiere abolido, atravesadas por sus vínculos familiares y el viento de la Historia. De su rebeldía moral y amor por la vida, sólo su narración nos dejará constancia. En un relato, una madre al borde de la muerte, en las tinieblas de la Prehistoria, medita devorar a su criatura recién nacida para salvarse: «... la hembra, cansada, siente que en algún lugar de su cuerpo despierta una emoción desconocida... Cierra las mandíbulas, aprieta los dientes, se contiene… Y cuelga el talismán en el cuello de su hija» (VE, 19).
Literatura utópica: señales de esperanza Por Víctor Atobas En los últimos tiempos asistimos esperanzados a una nueva literatura utópica, después de que el movimiento contra la globalización, el feminismo o el ecologismo rescataran el concepto de utopía, que había sido secuestrado por propagandistas e intelectuales derechistas durante las décadas pasadas para apuntalar el mantra neoliberal de «no hay alternativa» con clavos de sangre y fierro. Pero los requisitos para el surgimiento de la literatura utópica son las propias condiciones históricas, que posibilitan o al menos admiten las soluciones propuestas por la utopía; otro requisito es que las injusticias sociales sean claramente visibles y puedan organizarse en torno a un grupo de males específicos. Pero la literatura utópica nace, por así decirlo, durante una pausa. Para explicar esto, Jameson recurrirá a la teoría de la diferenciación de Luhmann, que estudia de qué manera una sustancia al principio indiferenciada (por ejemplo, lo social) empieza a diferenciarse creando su propio sistema (las clases sociales); ese proceso de diferenciación lo barrerá todo con el paso del tiempo, pero mientras tanto la pausa permite el surgimiento de la literatura utópica. Dicha pausa es el espacio enclave de la utopía y aparece como fuera lo social. En el caso del fundador del género, Moro, el dinero
aparecía en el mundo rural donde él vivía, pero únicamente de manera esporádica, lo que le permitió fantasear con la eliminación del dinero. Él permaneció en la pausa como un pájaro que, con sus gorjeos y florituras, inventa una melodía que asombra a la mañana. La eliminación del dinero permanecerá en la mayor parte de la literatura utópica posterior, pues es un anhelo que pasa de padre a hijo, de generación en generación. Aunque podríamos citar diversos autores desde Moro a la industrialización, pasaremos a comentar los espacios enclave que posibilitaron las literaturas utópicas de Fourier —la subjetividad moderna que empieza a surgir por entonces—, Bellamy —el trabajo según una suerte de modelo militar, que pretendía resolver los problemas de la industria—, así como podríamos mencionar los años cincuenta y la utopía del urbanismo y la ciudad jardín, las comunas hippies de los años sesenta en las que Marcuse tuvo una clara influencia, o el nuevo giro feminista de la ciencia ficción. Sin embargo, los mayordomos del capital pretenden convencernos de que no hay alternativa. El problema es que nuestra capacidad de imaginación está siendo comprimida, por lo que corre el peligro de asfixiarse, dado que en esta aparece ahora un presupuesto fijo: el capitalismo. Jameson señala que es precisamente la ilusión la que ha tomado el relevo en
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la construcción de la literatura utópica, basándose en un intento de imaginar una vida cotidiana distinta. Por una parte estaría la imaginación marxista, que es capaz de construir utopías respecto al Estado, y por otra la ilusión, más asociada al anarquismo y a autores como Fourier. Pero de lo que se trataría sería precisamente de realizar una síntesis entre la imaginación marxista y la ilusión anarquista, una exploración de la brecha entre la ciencia ficción, que se ocupa de la otredad y los modos de producción, y la fantasía, que tiene como contenido el proceso del deseo. Entre los autores que han explorado esa brecha estarían, entre otros, los hermanos Strugatski y Úrsula K. Le Guin. La exploración de la brecha entre la fantasía y la ciencia ficción nos sirve para entender el modo en que late la esperanza. Mientras que el cumplimiento de los deseos en la ciencia ficción tiene que ver con nuestro anhelo de relacionarnos de una manera diferente con el otro, reconociendo lo que tenemos en común y afirmando más tarde nuestras diferencias, en la fantasía y su énfasis en la magia estaría relacionado con las latencias de nuestras capacidades humanas —el deseo humano es reflexivo a diferencia de lo que ocurre en los animales, según nos enseñó Hegel—, y en especial en las posibilidades de nuestros propios cuerpos. Así, los escritores que se sitúan en la brecha entre la fantasía y la ciencia ficción nos ayudan a entender cómo todas las cosas tienden a la esperanza. La fantasía recurre a un contenido medieval, un marco conceptual relacionado con la religión, la mitología y el binomio bien/mal, plasma un estilo de vida aldeano en el que el cuerpo y la naturaleza son lo más importante, lo que conecta con nuestras preocupaciones contemporáneas; pero en la fantasía no hay principio de realidad, no hay historia, ni clases sociales (sino castas, caracterizadas en los personajes por sus rasgos físicos); no hay naves sino dragones. Por el contrario, la ciencia ficción se caracteriza por articularse a través del concepto de modo de producción, como en el caso de los gusanos productores de Dune o las diversas mezclas entre modos de producción que perduran en las distintas civilizaciones, planetas y galaxias, ideadas por diversos autores. En la ciencia ficción aparecen las clases y un cierto gusto por el historicismo, así como una vinculación con la razón científica y la tecnología, pero sobre todo con el
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principio de realidad, que aparece en el tiempo de la producción y los imperativos del sistema; los protagonistas alternan el tiempo de trabajo y el de ensoñación, en el que surgen también escenas de pesadilla respecto al Otro y las falsas salidas ofertadas por el sistema — como el ocio enajenado, el soma de Huxley, las muñecas que aparecen en Los tres estigmas de Palmer Eldrich de P. K. Dick, entre otros ejemplos—. Es precisamente en Dick donde la relación conflictiva con el Otro —que caracteriza a numerosas utopías de ciencia ficción bajo su aspecto negativo o distopías— es llevada al extremo en obras (como Ubik) que narran el supremo horror de las experiencias paranoicas o psicóticas tan comunes en nuestra época posmoderna. En efecto, aparece un Otro del Otro que parece controlar a este último desde atrás, y el lector resulta perturbado cuando se identifica con el protagonista, que llega a preguntarse si está vivo o muerto, o en un estado de semivida. «Tú y los demás estáis muertos. Yo, vivo», escribe Rucinter, el empresario, en una nota. Ese supremo horror electrocuta la mente de los autores utópicos como si hubiera un exceso del principio de realidad. Pero en la construcción de la literatura utópica sería provechoso, nos dice Jameson, recurrir también al principio de placer. Uno de los mecanismos que podríamos mencionar a este respecto es la inversión dialéctica
Víctor Atobas. Literatura utópica: señales de esperanza
que se encuentra en obras tan populares como las de la serie Mundodisco de Terry Pratchett. En ¡Guardias! ¡Guardias! se produce una inversión de la economía del deseo. Zanahoria es un muchacho que llega a la capital tras vivir con los enanos en las montañas y no sabe de qué va el asunto, y por tanto piensa que hacer cumplir la ley es bueno en un sentido moral. Desconoce, por ejemplo, al igual que en la inversión de los términos que realiza Proudhon —la propiedad es el robo—, que la ley es el crimen. Es decir, en la capital hay gremios de asesinos y ladrones que han acordado una cuota de criminalidad con el patricio y respetan por lo general la mayoría de las propiedades de la ciudad. Crimen y robo es lo que hay, respectivamente, tras la ley y la propiedad. Pero en su ingenuidad, Zanahoria entra un día en un bar y se encuentra con una pequeña infracción; el antro se encuentra por lo demás en un estado de autoregulación más o menos pacífico, hasta el momento en que trata de penalizar al infractor y la paz salta por los aires. De esta forma, los cuerpos policiales aparecen inoculando la violencia, aunque Zanahoria es tan joven e ingenuo que es incapaz de advertirlo. Su placer ha sido invertido y a partir de entonces gozará imponiendo la ley a través del crimen de la violencia. Todo esto en una novela rebosante de humor, que muestra afinidades entre el anarquismo y la fantasía. Concluyendo, Jameson llegará a entender la utopía como una síntesis entre el principio de placer de la fantasía y el principio de realidad de la ciencia ficción, en el que el escritor utópico propone soluciones y emite señales de esperanza, permitiéndonos así concebir un futuro diferente. Es decir, habría que unir la imaginación de las utopías marxistas relacionadas con el Estado con la ilusión más vinculada al anarquismo y los movimientos cotidianos del deseo. Lo que nos identificaría con la sociedad utópica sería el sentimiento de la propiedad colectiva, por una parte, y el reconocimiento de la llamada o la vocación plebeya por otra, que presupondría previamente que los demás hubieran reconocido no sólo nuestro trabajo como una actividad que nos autorrealiza, sino nuestra identidad como amos de nuestro destino —que es siempre un destino un común—. En este sentido, lo que Jameson encuentra subyaciendo a la mayoría de las utopías es el deseo de una sociedad sin clases, en la que podamos encontrarnos de otra manera, no mediada por el capital, la competición
y la hostilidad que este introduce en nuestras vidas. Porque todas las cosas humanas tienden siempre a la esperanza, la literatura utópica va a seguir escribiéndose, dejando huellas, imaginando mundos, inventando ontologías, proponiendo ideas, enfrentándose a los mayordomos del poder que repiten el mantra de que no hay alternativa. Pues claro que la hay; nunca ha dejado de haberla.
Víctor Atobas
es escritor. Entre otros libros, es autor de
Autoridad y culpa (Piedra Papel Libros, 2017) y El deseo y la ciudad. La revuelta de Gamonal (Zoozobra, 2018).
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Historia de un título Sobre cómo La verdad sobre mi experiencia acabó convirtiéndose en Relato de un náufrago Por Rubén Benítez Florido No nos fue posible encontrar una historia como aquella, porque no era de las que se inventan en papel. Las inventa la vida, y casi siempre a golpes. Gabriel García Márquez, Vivir para contarla
Preguntas sin respuestas Nadie pensó que aquella historia increíble sobre el superviviente de un naufragio acabara convirtiéndose en un libro aclamado por los lectores, codiciado por los editores y reconocido por la crítica. Ni siquiera su propio artífice, Gabriel García Márquez, que desde el primer momento se mostró reticente ante el encargo de su jefe, Guillermo Cano, director de El espectador de Bogotá, que acababa de firmar un contrato con el protagonista de la historia por los «derechos exclusivos del relato completo». Receloso ante la dificultad del encargo, incómodo debido a la imposición de su jefe, el joven periodista que era Gabriel García Márquez por entonces tenía serias dudas sobre la viabilidad del proyecto. Al menos, por dos motivos demasiado apremiantes como para ser despachados a la ligera. El primero de ellos tenía que ver con las posibilidades de la noticia: cuando el teniente Luis Alejandro Velasco se sentó a relatarle los pormenores de su rocambolesca aventura (diez días en alta mar, sin agua ni comida, tras un trágico naufragio en el que murieron otros siete marineros y compañeros suyos), el suceso ya había sido pregonado a los cuatro vientos. A Velasco, el infausto protagonista de aquella historia, las autoridades lo habían exhibido por todo el país como una atracción de feria: acudía a programas de televisión, era «besado por reinas de la belleza»,
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lo habían proclamado héroe de la patria y había sido condecorado como un ejemplo de coraje para las nuevas generaciones. Además de toda aquella exposición pública, Velasco había conseguido recaudar una pequeña fortuna gracias a contratos publicitarios: después de permanecer en una pequeña balsa durante diez días, Velasco no había podido desgarrar sus zapatos (en un intento desesperado de saciar su hambre), ni su reloj se había atrasado, detalles que fueron aprovechados por las marcas comerciales para «toda clase de perversiones publicitarias». El segundo de los motivos estaba relacionado con la censura. En aquella época, la dictadura del general Rojas Pinillas «instaba» a los periódicos a que publicasen noticias cuya única finalidad fuese entretener a los lectores. Antes de que Velasco pregonase en todos los medios de comunicación la versión «autorizada» de lo acontecido por parte de la censura (su «milagrosa» salvación después del naufragio), las autoridades militares habían retenido durante semanas a Velasco en un hospital militar y le habían prohibido explícitamente contar lo sucedido a la prensa. Tan sólo pudo hablar directamente con él un reportero que protagonizó uno de los sainetes más divertidos relacionados con la historia. En un alarde más digno de una comedia de enredos que de una investigación periodística, disfrazado de médico, logró burlar la vigilancia militar que custodiaba al náufrago. Pero una vez conseguido el objetivo más difícil, que era acceder al retenido de algún modo, apenas logró sacar en limpio algunas impresiones deslavazadas e insuficientes sobre lo sucedido. Tiempo más tarde, en el transcurso de sus entrevistas, Velasco le confesaría a García Márquez que
siempre dudó de la identidad auténtica de aquel sujeto muy joven, ataviado con una bata de médico, anteojos y fonendoscopio, que le hacía unas preguntas muy extrañas. Y añadió que, de haber podido confirmar su sospecha de que efectivamente no era un médico, sino un reportero disfrazado que únicamente pretendía conseguir una exclusiva, no hubiese dudado ni un segundo en contarle los pormenores de su historia, como después haría con él. Fue precisamente alrededor de aquel mutismo, que la marina había decretado en torno a Velasco en el primer momento de la historia, por donde empezaron a colarse las incógnitas sobre el suceso. Aquí es donde de pronto aparecen esos factores indescriptibles, difíciles de expresar con el lenguaje de la lógica, que los periodistas más atrevidos llaman «intuición», los más aficionados a las novelas negras denominan «olfato» y los más incrédulos califican simplemente de «azar», y que están relacionados con el instinto para vislumbrar el reflejo dorado de una buena noticia. El caso era que las autoridades señalaban como causa «oficial» del naufragio un fuerte golpe de viento que había hecho zozobrar el destructor de la marina en el que viajaban los marineros. Pero la pregunta que todos se hacían en secreto (y que, al principio, nadie fue capaz de contestar) era cómo un simple golpe de mar había hecho zozobrar un buque de la marina en perfecto estado (acababa de completar una exhaustiva reparación) y había provocado el naufragio de ocho experimentados marineros. Pero mucho más inquietante que la anterior, en el aire flotaba la pregunta de por qué el Caldas, que así se llamaba el destructor de la marina, ni siquiera había intentado la maniobra de rescate de los marineros caídos al mar, como parecía que había ocurrido, según todas las versiones «oficiales». El auténtico bombazo Así que, condicionado por el ambiente de «corrección política», desganado por las escasas expectativas y deprimido por la imposición de su jefe, Gabriel García Márquez no tuvo más remedio que sentarse a escribir la historia. La idea inicial era entrevistarse con Velasco cada día, a las tres de la tarde, durante tres semanas seguidas, para detallar los pormenores del suceso y darle forma a la historia: veinte sesiones seguidas, de seis horas dia-
rias, en las que el joven reportero trataba de reconstruir el «relato verídico y compacto» de un náufrago durante diez días en alta mar. Luego, por la noche, escribía el capítulo que habría de publicarse al día siguiente, en la edición vespertina del periódico. Tanto en el prólogo del libro como en sus memorias, el propio García Márquez cuenta que, aún receloso de la fiabilidad de los hechos, durante sus primeros encuentros con Velasco solía introducir algunas preguntas maliciosas para comprobar la solidez de su historia. Pero pronto se dio cuenta de dos cosas que resultarían ser prodigiosas para la culminación del proyecto. Primero, que por mucho que intentase hallar alguna contradicción, el testimonio tenía la solidez de un bloque de hormigón. Y segundo, que Velasco no era un charlatán en busca de fama y fortuna, «capaz de inventar cualquier cosa por dinero», sino alguien que tenía interés por que se supiera la «verdad» sobre lo sucedido. De hecho, Velasco resultó ser un inestimable contador de historias, con una memoria prodigiosa, capaz de reconstruir hasta el más ínfimo detalle. El problema era que pretendía contarlo «todo» al mismo tiempo, con profusión de detalles y casi de forma simultánea, lo cual se convirtió en un quebradero de cabeza para el joven reportero que trataba de armar las piezas de aquella historia. Cuenta García Márquez en su autobiografía, Vivir para contarla, que nunca quiso usar una grabadora para recordar lo dicho en las entrevistas, porque «eran tan grandes y pesadas como una máquina de escribir», y encima el hilo magnético se «embrollaba como un dulce de cabello de ángel», por lo que tuvo que conformarse con las notas tomadas de su puño y letra. Al final, este hecho aparentemente intrascendente tendría un efecto benéfico para el sentido de la historia, pues le permitió no perder ni un matiz de la conversación, incluido el hecho de no descuidar las sensaciones que le transmitía el rostro del entrevistado, «que puede decir mucho más que su voz, y a veces todo lo contrario». Para conducirla a buen puerto, la historia requería una digestión más lenta, con una dosificación adecuada y una estructuración más ordenada (lo que Gabo denominaría mucho tiempo más tarde la «carpintería del oficio»). Nadie hubiese imaginado que la liebre que buscaba el joven reportero saltase al tercer día de haber empezado las conversaciones, cuando le pidió a Velasco
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que le contase los detalles sobre la «supuesta» tormenta que había provocado la tragedia y se encontró con la gran sorpresa. En contra de todas las versiones «oficiales», de pronto descubrió que la tormenta nunca había existido, que el barco había zozobrado debido a un inesperado golpe de viento y que el desafortunado accidente (que se había cobrado la vida de siete marineros, y casi la de otro de ellos, el teniente Velasco, protagonista de la historia, que aparecería ocho días más tarde en una playa colombiana, casi al borde de la muerte, con síntomas evidentes de desnutrición y de insolación) había sido provocado en realidad por una carga de contrabando mal estibada que llevaba el barco. ¿Tormenta inexistente? ¿Carga de contrabando mal estibada? Aquella revelación contenía una carga moral y política capaz de poner en jaque a los responsables de cualquier Gobierno. En definitiva, un auténtico bombazo. Ahora sí que tenía sentido el férreo cerco que las autoridades habían tratado de imponer a Velasco durante el tiempo de su recuperación. Y ahora sí que empezaban a ser desveladas algunas de las incógnitas de la historia. De «noticia refrita» a crónica exitosa Ante el nuevo giro de los acontecimientos, García Márquez tuvo la precaución de comprobar el parte de los servicios meteorológicos. De nuevo, Velasco había dicho la verdad: en efecto, aquel había sido «uno más de los febreros mansos y diáfanos del Caribe». La historia que habían tratado de silenciar las autoridades fue la siguiente. Después de que el Caldas hubiese permanecido en Mobile, Alabama, varios meses debido a una reparación reglamentaria, y gracias al pago de varios sueldos atrasados que recibieron los marineros antes de zarpar, la tripulación se había entregado a la tarea de adquirir toda clase de electrodomésticos (neveras, televisores, lavadoras, estufas y otros aparatos) con la intención de llevárselos para sus casas o para sus seres queridos. Al rebasar los espacios interiores, debido a la gran cantidad de espacio que ocupaban los electrodomésticos, habían decidido amarrar en cubierta las cajas más grandes. Cuando faltaba muy poco para llegar a su destino en Colombia, la nave de pronto dio un bandazo por un golpe de viento, lo cual provocó que se rompie-
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sen las amarras de la carga mal estibada en la cubierta y la caída de los ocho marineros al mar. Fue precisamente la sobrecarga de contrabando que llevaba la nave en aquel momento la que impidió que el barco maniobrase para rescatar a los marineros caídos, que de repente se vieron abandonados a su suerte en medio del mar Caribe. Pero aquí no acaba la historia. Además de la sobrecarga de contrabando transportada en un barco de la marina (algo terminantemente prohibido), resultó que algunas de las balsas de salvamento que cayeron al mar junto a los marineros (circunstancia que hubiese podido interpretarse como un golpe de fortuna), tampoco cumplían las especificaciones reglamentarias: ni tenían las medidas indicadas, ni estaban hechas del material adecuado, ni contaban con el equipo de aprovisionamiento suficiente, lo que no ayudó a Velasco en su intento de orientarse y regresar a la costa. Aquellas eran, pues, las dos faltas muy graves que trataba de silenciar a toda costa la marina colombiana mediante su estricta «vigilancia» a Velasco. En contra de la versión «oficial», El espectador tuvo la valentía de publicar la historia tal y como era contada por Velasco, con la ayuda de Gabriel García Márquez. Cuando las autoridades trataron de parar el ciclón que se les avecinaba mediante presiones y amenazas, los lectores se agolpaban a las puertas del periódico, inspirado en el modelo de los antiguos folletines del siglo XIX que habían explotado autores como Dickens, Dumas o Zola. Así que, lo que en principio parecía una «noticia refrita» de la que no cabía esperar nada, de pronto se convirtió en un rotundo éxito durante catorce días consecutivos.
El final de la historia o el principio del mito Como hemos visto, nada hacía presagiar que aquella historia insólita se convirtiese en un reportaje que conseguía poner contra las cuerdas no sólo a la marina colombiana, sino también a la dictadura de Rojas Pinilla, que trató por todos los medios de que la verdad del suceso nunca saliese a la luz. Y mucho menos que El espectador consiguiese doblar la tirada que se habían propuesto al principio, incluso antes de terminar la serie, pues a los lectores que
querían saber cómo terminaba la historia se sumaron los que no habían podido leer la saga desde el principio y querían coleccionar el relato completo. De mutuo acuerdo entre autor y protagonista, la serie se publicó en primera persona (circunstancia que, como veremos más adelante, sería decisiva en la deriva posterior del texto), con el título de La verdad sobre mi experiencia, por varios motivos. El primero de ellos, porque fue una condición que impuso al principio del encargo el propio García Márquez, al sentirse «obligado» por su jefe a escribir la historia. Es cierto que finalmente accedió a escribirla por «obediencia laboral», pero le anunció a Guillermo Cano que no la firmaría, como una forma de protesta ante lo que consideró en su momento un encargo «humillante». El segundo de ellos, porque pensaron que contarla en primera persona le añadiría credibilidad y verosimilitud al relato: tendría el formato de un monólogo interior y contaría una aventura solitaria en la que el personaje lucha desesperadamente contra los elementos naturales para salvar su vida. Una especie de remedo caribeño que entroncaba con las grandes historias de lucha por la supervivencia contadas por Melville o Defoe.
Hay un tercer motivo que también tuvo mucho peso a la hora de publicar el relato en primera persona, directamente relacionado con el impacto sociológico y económico que deseaban tener. No hay que olvidar que Gabriel García Márquez, en aquel momento, no era más que el «plumilla» de un periódico latinoamericano y no el reputado escritor de ficciones en el que llegaría a convertirse con el tiempo. En cambio, el nombre de Luis Alejandro Velasco era sobradamente conocido en todos los ambientes del país, debido a la magnitud de la tragedia en la que se había visto envuelto y a las circunstancias asombrosas de su posterior salvación. Mucho se ha especulado (y se sigue especulando) en los círculos académicos sobre el tema de a quién debemos atribuir el peso de la autoría del libro. O lo que es lo mismo, en la elaboración final del libro, qué porcentaje de verdad y qué porcentaje de ficción contiene la historia, cuánto es atribuible a la veracidad de los hechos contados por Velasco y cuánto a la maestría de García Márquez para darles una «forma narrativa». Aunque, como veremos más adelante, la justicia tendría algo que decir sobre este tema, lo cierto es que, al menos al principio, en la elección del título inicial y en la decisión de firmarlo en primera persona, resulta bastante evidente que los artífices del invento pretendían darle más peso a la parte periodística que a la parte literaria del relato. Sin embargo, en aquella primera publicación de 1955, como una serie de crónicas, la inclusión de las palabras verdad y experiencia en el título, así como la firma en primera persona, constituía una clara apuesta por la «veracidad» del relato: la indicación a los lectores de que se trataba de una historia «real» y no el producto de la imaginación de un escritor. Esta característica incluso fue subrayada en la reedición del reportaje completo como parte de un suplemento especial de El Espectador, donde se especificada que el periódico había asignado a uno de sus cronistas más experimentados, Gabriel García Márquez, en calidad de «asesor» de Velasco. Los títulos en los que se había publicado anteriormente parte de la crónica (como «El náufrago sobreviviente pasó once días en una balsa frágil», «Oficina de información exclusiva para el náufrago crea la Marina» o «La explicación de una odisea en el mar»), aunque
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contuviesen ciertos «elementos» literarios, contribuían desde el principio a resaltar dicho sesgo periodístico. Hubo que esperar a la publicación del libro por la editorial Tusquets quince años más tarde para que la historia fuese, ahora sí, firmada por Gabriel García Márquez, y con un título nuevo, Relato de un náufrago, que venía a sustituir el de «La verdad sobre mi experiencia». En realidad, en una decisión tan inusual como arriesgada, se decidió que el título completo del libro fuese Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre (conocido en todo el mundo, simplemente, como Relato de un náufrago), un simpático hecho que ponía de relieve la famosa afición de García Márquez por los títulos excesivamente largos y un tanto estrafalarios, como el de «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo» (1955), o «La increíble y triste historia de la Cándida Eréndida y de su abuela desalmada» (1972), por citar sólo algunos de sus relatos más conocidos. Pero más allá de la devoción de Gabo por los títulos excesivos, lo cierto es que la elección del nuevo título en 1970 contenía toda una declaración de intenciones. En esta ocasión, el énfasis se ponía en la parte literaria de la historia y no en la periodística, al incluir las palabras relato (que subraya el efecto retórico), y náufrago, (que aumenta el carácter «mítico» de la aventura, y no el de experiencia personal), y además lo emparentaba directamente con otros clásicos del género, como Robinson Crusoe. Pero hay un factor todavía más importante que justificaba el cambio de título del libro. Como hemos mencionado anteriormente, en 1970 Gabriel García Márquez ya no era el simple reportero de un periódico que se encargaba de «asesorar» a otros, sino el reputado escritor de ficciones cuya fama se extendía por todos los rincones del mundo gracias a la publicación tres años antes de Cien años de soledad, obra que lo catapultó a las cotas más altas de la gloria literaria y lo convirtió en un clásico en vida. El boom de la literatura hispanoamericana estaba en pleno auge en aquel momento, con Carmen Balcells al
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frente el fenómeno editorial desde su centro de operaciones en Barcelona y la publicación de títulos hoy elevados a la categoría de clásicos de la literatura, como La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, Rayuela de Julio Cortázar (ambos publicados en 1963) o La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes (1962). En la reedición de 1970 de Relato de un náufrago, el propio García Márquez ironizaba sobre su repentina condición de escritor famoso y asediado por los medios (algo que nunca llevó bien) y sobre el creciente
interés editorial por aquel texto, que no había vuelto a releer desde su publicación quince años antes. En el prólogo incluido en la reedición, señaló que, aunque le parecía un relato «bastante digno», que había conseguido superar la prueba del tiempo y envejecer bastante bien, no terminaba de entender la utilidad de su publicación como libro después de tanto tiempo y lo achacaba a «la idea de que a los editores no les interese tanto el mérito del texto como el nombre con que está firmado», que muy a su pesar era el mismo que el de un escritor de moda. No es de extrañar, por tanto, que para encabezar aquel libro de llamativas «cubiertas doradas», como señalaría García Márquez en sus memorias, se eligiese un título de resonancias míticas, con una clara intención comercial, en lugar del utilizado para su publicación inicial, cuando no era sino la simple crónica serializada de un periódico en América latina. Epílogo No todos los protagonistas de esta historia corrieron la misma suerte que Gabriel García Márquez, que doce años más tarde conseguiría el respaldo definitivo a su trayectoria con la obtención del premio Nobel de Literatura. Pero antes de que alcanzase la gloria literaria gracias al Nobel, y para evitar males mayores con las autoridades de su país, García Márquez inició un periplo por Europa (París y luego Barcelona) que se convertiría en una de sus etapas más fructíferas como escritor. La dictadura de Rojas Pinilla no pudo impedir que la «verdad» del caso saliese a la luz a pesar de sus presiones y amenazas, y finalmente cayó en 1957, dos años más tarde de la publicación de la crónica. Por su parte, El espectador de Bogotá acabó cediendo a las represalias y cerrando sus puertas, después de un tenso tira y afloja con la dictadura, que lo atenazó hasta asfixiarlo. Después de disfrutar de una gloria efímera, a Luis Alejandro Velasco no le quedó más remedio que abandonar su carrera militar, debido al sonoro escándalo que había provocado su testimonio, y con el tiempo fue relegado al olvido. Como detalla el propio García Márquez en el prólogo de 1970, algunos años más tarde alguien le haría saber Gabriel García Márquez. Fotografía: Gorup de Besanez
que había visto a Velasco «detrás de un escritorio en una empresa de autobuses». Según el periodista informante, había aumentado de peso y se le notaban las cicatrices de la vida, pero conservaba «el aura secreta del héroe que tuvo el valor de dinamitar su propia estatua». Como parte del anecdotario entre protagonista y autor, el tiempo se encargó de añadir un último capítulo desafortunado y triste a la (buena) relación que hasta ese momento había existido entre ambos. Catorce años más tarde de que la historia fuera publicada como libro, Velasco denunció a García Márquez ante los tribunales para conseguir «legalmente» los derechos de autor. Lo de conseguir «legalmente» los derechos aquí no se trata de una simple redundancia, porque el caso era que Velasco ya disfrutaba de esos derechos de autor desde el momento mismo de su publicación por una orden expresa de García Márquez, que había dado instrucciones a la editorial Tusquets para que le abonase dicha cantidad como un «homenaje a su heroísmo, su talento de narrador y su amistad», una especie de reconocimiento a Velasco como «coautor», acuerdo que había permanecido intacto todo aquel tiempo. Pero Velasco creía que debía percibir dichos beneficios «por ley» y no por una decisión personal del autor, e interpuso una demanda contra García Márquez en un juzgado de Bogotá. Al final, el juzgado decidió que el «único» autor de la obra era García Márquez, sentencia que marcó un precedente ineludible en la esencia del periodismo narrativo. A partir de ahí, Velasco perdió el privilegio de seguir disfrutando de aquel acuerdo «tácito» entre ambos, y los beneficios pasaron a ser donados a una fundación docente, de nuevo por un deseo explícito del autor. En lo que respecta al libro, la editorial Tusquets suprimió en sucesivas reediciones la última frase del prólogo, en el que García Márquez especificaba que los derechos de autor iban destinados al «compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuese posible». Para los lectores que adquirieron el libro en un momento posterior a dicha modificación, el prólogo termina con la siguiente frase lapidaria: «Por fortuna, hay libros que no son de quien los escribe, sino de quien los sufre, y éste es uno de ellos».
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El holandés errante
La vuelta al sol en dieciséis días Texto y fotografías: Azahara Palomeque no todos los recuerdos caben aquí… Ida Vitale
Está lloviendo en Philadelphia. Ha comenzado esa época del año en que los ciclos tormentosos lo impregnan todo de una humedad resbaladiza y sofocante que roba a los cuerpos su energía. O quizá sea la sensación de la vuelta, el regreso de un país donde, casi como una turista más pero con mayor apego, he estado recordando cómo eran las cosas y sorprendiéndome ante las que han mutado sin mi consentimiento. Cuando uno vive en un territorio constante, las metamorfosis suelen ser tan sutiles que a menudo no se percibe cuándo o cómo ocurren; sin embargo, cuando se exilia una y retorna al lugar de origen, de manera provisoria, los cambios se muestran repentinos, como transcurridos a trompicones. El sol encenagado de Madrid, no obstante, estaba igual que lo dejé. Respiré hondo. Me armé de valor para arrastrar una maleta gigante hasta la parada de taxis de Barajas. El conductor que me acercó a Atocha no pudo más que elogiar mi nación de acogida con los varios estereotipos que reproducen las películas: hamburguesas de tamaño descomunal, casas en barrios residenciales precedidas por un jardín cuyo césped ha sido impecablemente pulido. No le quise decir que yo ocupaba una
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vivienda mucho más modesta en mitad del caos urbano y que apenas probaba aquellos manjares tan mediáticos; al fin y al cabo, cuando me fui, hace casi diez años —con el comienzo de la crisis—, yo también lo interpretaba todo a través de un filtro cinematográfico. El tren que me transportaría a Córdoba esperaba puntual sobre una de las vías. No sé si a causa del cansancio provocado por no haber dormido la noche anterior, o quizá por el efecto de un calor repentino en quien aún iba disfrazada de invierno, comencé a notar una suave gotera en los hombros como si quisieran derretirse sobre el suelo de aquel vagón. Al mismo tiempo: la plenitud de sentirme en casa, la desconexión de esa alarma inconsciente que me han ido instalando los diferentes peligros yanquis y me mantiene continuamente alerta, la certeza de verme a salvo: aquí no hay tiroteos, si desfallezco alguien se ocupará de mí y no tendré que pagar una factura millonaria por los cuidados médicos. De repente, me invadió un miedo infantil a quedarme dormida y no bajarme en mi parada. Miré alrededor: en el asiento adyacente un señor de facciones arrugadas y amables miraba el teléfono hasta que se dio cuenta de que le estaba pidiendo algo. Sonrió como recién venido al mundo, o notando que era yo la recién llegada: no te preocupes —me tranquilizó—, yo te aviso. No conseguí conciliar el sueño en las casi dos horas que duró el trayecto, durante las que contemplé
con los párpados entornados la amarillenta fugacidad de la meseta. Me despedí agradeciéndole el gesto igualmente, balbuceando: no me salía tan mal aquel idioma que llevaba meses apelmazado, hibernando. Mamá me encontró en uno de los virajes erráticos que ambas dábamos por las cercanías de la estación, privadas de la posibilidad de llamarnos por teléfono. Su presencia y el abrazo fue todo uno, aun con la interrupción de los múltiples bultos que colgaban de mis hombros. Ella es grande, parece el tronco de una secuoya milenaria que haya perdido el pequeño insecto ca-
paz de polinizar su especie y me requiera para tal tarea. Cuando me envuelve con sus majestuosas extremidades, me empequeñece hasta el punto donde la calidez se fusiona con la memoria. En los más de treinta grados andaluces (ochenta y tantos fahrenheits), fuimos buscándole la pista al vehículo familiar que no pude reconocer: ¿te gusta mi coche nuevo? Se enorgulleció, y nos pusimos rumbo al pueblo de la campiña cordobesa que la vio nacer. Conduce con seguridad —la envidio, yo no he sabido dominar así una máquina cuyo funcionamiento me
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Azahara Palomeque. La vuelta al sol en dieciséis días
resulta indescifrable y siempre dependo de seres que me lleven y me traigan por las carreteras del mundo—. De camino a Castro del Río, entre arcenes minúsculos, su habilidad para seguir adelante se centra en identificar radares que no terminen en multa, porque mamá quiere ir más rápido, domina los intersticios del motor, su coche nuevo es una bestia salvaje cuya energía ella controla y ejercita autoridad sobre la grupa. Han mudado algunas cosas: como si fuera víctima de un robo, pregunto por aquellos girasoles que antiguamente ocupaban la primera parte de esos cuarenta kilómetros que nos separan de nuestro destino. Antiguamente —recuerdo— precedían al ejército bien formado de olivares que convierte los campos en ejercicios verdes de disciplina y obediencia; ahora, ese botín que es el aceite de oliva parece haberse impuesto sobre su competidor barato. Voy dejando que la simplicidad limpia y curvilínea de aquellos lares me permita observarlos con ojos curiosos, atentos a pesar del agotamiento. Cuando aparcamos frente a la casa, una alegría me sobrecoge justo antes de transformarse en desolación: el zaguán nos recibe con un frío desorbitado en comparación con las altas temperaturas de afuera. Se me habían olvidado ya ese grosor de los muros, las ventanas y puertas clausuradas que anuncian la inevitabilidad de aquella falta de pobladores, el toldo que cubre el patio de luz transformándolo en un patio de sombra. Aquella crueldad innecesaria para quien venía buscando el sol fue en aumento al comprobar el deterioro que se había adueñado de todo. La casa no es una sino sus esquirlas arqueológicas: advierto un desconchón con textura de sarpullido en un lateral del mueble del comedor, varios azulejos despegados, algunas grietas profundas por las que se adivina la estructura enladrillada y ciertas manchas aleatorias en las paredes de la galería. O llamas a un albañil, o empieza a cobrar entrada, porque te están brotando aquí las caras de Bélmez —digo en voz alta—. Mamá se ríe a disgusto: esto es así, venimos al mundo, nos vamos, no hay más nada (de su solemnidad deduzco que está dando a la abuela por muerta, aunque tenemos planeado visitarla esa misma tarde). Insistí en que comiéramos fuera, en una terraza, donde logré ubicar mi silla de manera que la lona dispuesta para proteger a los clientes no me robase de nuevo el sol; a un metro de la mesa extendí el tronco como queriéndome dejar contagiar de lo que llevo ex-
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trañando en mis años de absurdo ostracismo, aunque aquello dificultase la tarea de engullir los manjares que nos habían traído: estirando y encogiendo los brazos para pinchar el pescado voy jugando a los aviones; soy como un acordeón recién venido a desafinar el concierto final de una orquesta que lleva siglos ensayando. De camino a la residencia de la abuela, atravesando las calles empedradas donde de pequeña ya me llamaban forastera por venir de Badajoz, seguí oliendo el sol, esta vez reflejado en las fachadas enjalbegadas, multiplicado en cada objeto y hasta en los cuerpos que pasaban, como el polen, danzando a un ritmo sutil y poco calculado. La auxiliar que nos abrió la verja nos recibió con desparpajo y noté cierto orgullo en mi madre al proclamar, voz sólida e incorruptible en ristre, señalándome: «Es mi hija», como recuperando en público todos sus esfuerzos amorosos y reproductivos que a menudo debía sentir inútiles con mi ausencia. Importaba más entonces la maternidad propia que la de aquella mujer a la que visitábamos, el papel activo en crear vida frente al azaroso hecho de haber nacido de las ancas de mi abuela. Cuando dimos con la habitante de aquel viejo hospicio transformado en hogar para ancianos, las atenciones ya se habían revertido lo suficiente como para enfocarse en arrullar con mimos a la nonagenaria de la que ambas procedíamos. «Es mi nieta», aseveró, sin acordarse de mi nombre. Desde su tiempo lleno de discontinuidades, esa tarde tal vez se repitió varias veces o se desvaneció por completo hasta el punto de creer que nadie la había ido a ver en años, pero la momentánea luz de un recuerdo bien situado, rodeada de cariño, la tornó inmensamente feliz. Está lloviendo en Philadelphia. Abajo tenemos una hosta que ha crecido el doble de su primer tamaño en las dos semanas que he estado fuera. Esta casa donde me he ido labrando una personalidad en inglés se distingue de las otras en que las plantas sólo viven la mitad del año pero, cuando por fin renacen, lo hacen veloces como queriendo recuperar el tiempo perdido. En Badajoz no habían cambiado tanto, aunque encontré nuevas especies junto a la colección habitual y eso me hizo pensar en una suerte de renovación que también afectaba a mi madre. A punto de cumplir sesenta años, vibraba partícipe de una nueva soltería que la hacía parecer adolescente. Sus constantes visitas al gimnasio, sus clases de inglés, junto a los múltiples viajes que ha-
bía efectuado recientemente con un grupo de amigas, me ofrecían información sobre una persona que había adoptado todos esos hábitos en un momento en que yo no fui testigo de ello. Los cambios arribaban, pues, a borbotones, sin que tuviera tiempo de asimilarlos, dejando una huella de incredulidad en quien los analizaba desde fuera que colisionaba con la percepción de quien los considera parte de su rutina. Este hecho se fue dando insistentemente en cada una de mis interacciones: Pedro e Iris se habían ido, por fin, a vivir juntos, después de que él hubiera conseguido trabajo tras muchos intentos y decepciones; mi hermana era ahora una académica en ciernes que cargaba con libros y maletas desde su exilio británico recién inaugurado con la intención de pasar unos días conmigo. En Cáceres tuve una sensación parecida. Mario Martín Gijón estaba ya en la estación cuando mi autobús aterrizó en la dársena señalada. Me alegró verlo allí expectante, aunque esta vez había conseguido adueñarme de un móvil y no iba vendida a los golpes de la suerte, siempre medidos por la predicción inexacta de los horarios del transporte público. Anduvimos por varias calles cuyo nombre desconozco y me dejé llevar por ellas confiando en el lazarillo que se había ofrecido a portar el minúsculo equipaje compuesto por mi pija-
ma y la ropa del día siguiente. Nunca sé a ciencia cierta dónde estoy, no tengo espíritu aventurero ni ansias exploratorias que me lleven a escudriñar los tesoros de las muchas ciudades que he ido poblando a lo largo de los años, sino que las recorro con cautela y en compañía, y sólo aprendo sus vericuetos en situaciones que me son de obligado cumplimiento. Sin embargo, poseo una memoria prodigiosa si se trata de personas, libros, espacios cerrados, porque estos no me generan ansiedad ni temor, sino que me permiten ocupar cómodamente el tabuco enmarañado de los pensamientos. Reconocí el restaurante donde almorzamos y algunos rincones de la monumentalidad emblemática del casco antiguo. Entre anécdotas, fuimos contándonos el origen de los tiempos literarios mientras devorábamos las delicias de un menú compuesto de tapas. Noté que compartíamos una complicidad periférica que aunaba lo que era escribir desde la provincia y hacerlo desde el extranjero («¿llorar?», diría Larra), pero también sirvió aquel remanso de humildad para recordarnos la suerte que nos había abrazado en más de una ocasión. Cuando, al cabo de un rato, llegó Juan Andrade, con su habitual jovialidad, el diálogo previo se convirtió en la algazara de quienes se congregaban en torno a un pedazo de tarta de chocolate con tres cucharillas bien dispuestas. Una tiene que estar forzosamente agradecida a la gente que, desviando sus rutinas vitales y posponiendo deberes, detiene el reloj ante el regreso de otro con quien sólo comparte el chisporroteo afectivo de las ocasiones especiales que se dan una vez al año. Es fácil hacer amigos y conservarlos cuando la amistad se adhiere al hábito en una simbiosis animal que conducen las leyes naturales; sin embargo, si esa dedicación es temporal y la desafía continuamente un océano, la generosidad se torna más valiosa, porque es producto de un gran esfuerzo. Mario y Juan me hicieron sentir querida, olvidadiza para con mi extranjería, hecha de alas, y esa percepción se engrandeció con la presencia de Ana, que llegó sudorosa de sus clases de flamenco, exultante tras el anuncio de las oposiciones recién aprobadas y el consiguiente afianzamiento de una plaza fija como profesora de secundaria. El tema espinoso del trabajo, un mercado laboral renqueante que expulsa a sus sujetos cuando no los explota, salió a colación innumerables veces durante mi estancia, pero cuando ese mismo asunto venía acompañado de buenas noticias, era capaz de transformarse en
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una fiesta motivada por un afán soteriológico: la suerte de saberse protagonista de un milagro. Tras la marcha de Mario, los que quedamos celebramos la buena nueva con cerveza, desvirtuamos los mapas sin dejarnos arrastrar por ellos, nos reímos hasta que nos temblaron los dientes y, justo antes de dormir, en la calidez del piso de Ana, me di cuenta de hasta qué punto un gesto importa a la hora de quedarse vivir en ciertos laberintos humanos: cuando pedí permiso para encender un cigarro en la terraza, ella afirmó: fuma aquí (en el salón), las casas están para vivirlas. Cuánta humildad y sabiduría hace falta para descartar el estigma asociado al tabaco, que, incluso en los espacios abiertos, en Estados Unidos se ha convertido en un motivo más para discriminar por raza y por clase. Camino por la Plaza Alta de Badajoz; atrás quedan los años en que el centro histórico pacense era intransitable debido a la drogadicción y a una violencia callejera que he aprendido a relativizar cuando la comparo con la yanqui. Aquí noto cómo se desvanecen las amenazas y la justicia social es más próxima. En el tiempo que llevo apropiándome de un hogar que en su día fue el único, no he visto un solo mendigo, he recitado mis poemas en un instituto que da muestras de que la educación pública funciona, he atestiguado la saludable alegría de unos lugareños que desfazen en-
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tuertos sentados en veladores donde se permite a los niños revolotear. Aquí se puede tener hijos y seguir llevando una vida adulta y placentera y, aunque nada es perfecto, me encuentro tan lejos de sentir satisfechos unos derechos básicos al otro lado del Atlántico que idealizo la sosegada dignidad con que la vida fluye en las coordenadas que ahora pisan mis pies. Badajoz me ha devuelto la acogida de un clima que antaño pensé hostil y hoy me recibe bondadoso. Entre las gratas sorpresas, se encuentra una creciente actividad cultural que vi manifestarse en torno a la Feria del Libro, donde tuve el privilegio de dar a conocer mi libro RIP (Rest in Plastic) en la misma carpa en que un rato más tarde saludaba a Antonio Muñoz Molina. Podría citar mil lectores afinados, la bienvenida calurosa de Julia Pérez a la Biblioteca de Extremadura —en su depósito descubrí varias primeras ediciones en inglés de la obra de Arturo Barea—, la dedicación de Olga Ayuso, cuya pericia periodística dota al conjunto de sentido común, las puertas abiertas de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en la región, la magnitud intelectual y personal de docentes como Ángel Silva o Luis Sáez, el quehacer profesionalísimo de Fran Amaya, el entusiasmo poético de Concha Rodríguez… pero, como decía Ida Vitale, no todos los recuerdos caben
Azahara Palomeque. La vuelta al sol en dieciséis días
aquí, aunque espero, con el tiempo, hacerles justicia, porque si son recuerdos y no olvidos subrayan ya en su condición un valor inmarcesible. Los últimos días quisieron asemejarse a la advertencia que indica la proximidad de un peligro o la valla electrificada que delimita una zona fronteriza. Desde el autobús próximo a arrancar en dirección a Madrid, pude soltar algunas lágrimas que, en la ingenuidad del momento, pensé únicamente provocadas por la despedida de mi madre. Bajo el reloj infalible de la estación, su presencia hablaba de la inevitabilidad del tiempo, esta vez cercano a mi marcha del país. Echaría de menos sus dimensiones de diosa entre las que me ovillo dócil, permitiéndome el lujo poco aceptable de la vulnerabilidad. Cuando por fin echó a andar el vehículo y comprobé con tristeza que ella había decidido irse antes de ver cómo mi figura se iba perdiendo en la lejanía, me fui quedando lentamente dormida recordando impresiones de los recientes días pasados: pensé en las fruterías, en su olor tan característico que me transmite la certeza de un pueblo bien alimentado; en los edificios íntegramente construidos con ladrillos y cuyo núcleo jamás sería devorado por termitas; en mi habilidad para adaptarme de nuevo a todo lo perdido. Al despertar, caí en la cuenta de que las visiones habían mutado dentro de las profundidades del sueño; una vez libertadas de la consciencia, habían optado por transformarse en escenas americanas. Que hubiera soñado en inglés mientras físicamente me aproximaba a Madrid a tres días del fin de mis vacaciones indicaba no sólo el condicionamiento de un cuerpo a las dinámicas del trabajo, sino también lo poco que asociaba las grandes ciudades a la intimidad humilde y provinciana de la infancia. Mi último fin de semana en España estuvo marcado por un frenetismo que me habría encantado diluir en el tiempo por la calidad de las cosas que allí pasaron. En el hotel Mediodía me asignaron una habitación con vistas a Atocha y la promesa velada de que podría fumar si me enfrentaba al vértigo provocado por sus balcones. Dejé allí la maleta y salí corriendo en dirección a la librería Juan Rulfo, donde me esperaban Maite Martí Vallejo y David Aceituno, ilusionados —como yo lo estaba— por ese acto a tres en que cada cual presentaría su respectiva criatura. Sus palabras y las de los asistentes, los besos de bienvenida y despedida, junto a la intimidad de la lectura, exudaban un compañerismo y una cercanía que sabía prontamente desaparecidos. Al terminar,
El holandés errante
Conchi Cejudo me condujo por el dédalo matritense en busca del bar más apto para devorar croquetas y ponernos al día: como tantas otras veces, los cambios —esta vez relativos a sus logros profesionales— me pillaron por sorpresa, y no pude más que alegrarme y pedirle consejos para aprender a contar el país que ella tan bien diseccionaba desde la radio. Al final de la noche, la rapidez de un adiós proyectado desde la ventanilla de un taxi coincidió con el pensamiento agridulce sobre el último de mis eventos: mañana, Barcelona, voy a dormir cuatro horas. Montada ya en el tren, escuché a unas turistas tejanas quejarse por el olor a tabaco que, a su juicio, se colaba por todas partes; mientras una de ellas se perfumaba profusamente como quien riega de pesticidas el campo por temor a una plaga, la otra, su madre, le recordaba el minuto exacto de la dosis de Prozac, que coincidía con nuestro despegue ferroviario. Horas más tarde, Paco Najarro me invitaba a dos cafés que poco harían por disfrazar unas ojeras ya vestidas nostalgia. Esa misma noche, de nuevo en Madrid, releí unos versos suyos que me provocaron cierto estremecimiento: «No entienden que mi casa / con mi cuerpo y conmigo son un juego / de tres muñecas rusas atascadas». Desde el cuarto aséptico y solitario de aquella mole turística —Mediodía, tal la hora de mi vuelo—, apoyada en la balaustrada que daba a la calle, envuelta en humo, imaginé que me caía.
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El ambigú
La carne y la pared
Alex Marín Transbordador: Málaga, 2019 148 págs.
Explorar los caminos del terror Por Juan Peregrina La voluntad literaria desde la primera cita recuerda a Bolaño, a Amberes, a Pascal. El autor se posiciona al seleccionar el espanto de estar aquí, y ahora, en este lugar y no otro. Si el terror cósmico o más allá de nuestras posibilidades de percepción temporal y espacial puede existir, como Lovecraft se empeñara en hacernos creer, Marín nos da la bienvenida a su nueva novela de forma clara y contundente. Ese más allá —por estar siempre acá—, ese futuro —por estar ahora y siempre donde estamos— muestra que las voces existen y coexisten con nosotros. Pretendemos averiguar quién nos habla: si quienes murieron, escribieron o cohabitan en nuestra cabeza. Quien escribe es siempre otro (Je est un autre, que dejara escrito Rimbaud) y precisamente esa alteridad se desajusta en la vida y se ajusta en la literatura: o viceversa, qué importa. El personaje mantiene relaciones con su entorno, pero, realmente, ni el cuerpo ni lo matérico parecen afectarle: lo justo para saber que, como decía Leopoldo María Panero, mejor que se nos juzgue por nuestra obra. El personaje es un escritor de terror y fantasía que está enamorado de Aída. Su vida es literatura y su trabajo también: es decir, Marín utiliza el recurso de las cajas chinas, o muñecas rusas o mise en abyme: la atracción por el abismo que desemboca en otra historia que nos lleva a otra historia en la que se nos cuenta otra historia que… La novela es una metáfora del mundo actual. Cualquier interferencia, y hay muchas en nuestras vidas, provoca el apagón literario en la mente de quien pretende saltar al otro lado, contar una historia, ofrecer lo mejor de ese silencio puro y perfecta concentración que conlleva escribir. El terror es uno de los elementos que atenazan, en mayor o menor medida, a quien se en-
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frenta a la realidad y la intenta transformar a su antojo, en este caso un escritor: así el artista, así la persona creadora que al ofrecer lo excelso pierde pie evaporándose sus ansias de hacer gran literatura, literatura, exhibirse sin más, hablar aunque sea consigo misma. La «especie de diario» que nos presenta se llena de observaciones, metaliteratura, verosimilitudes cotidianas, agobio, cotilleos, invenciones macabras, pensamientos recurrentes y extrañeza: la sensación de que algo irrumpe y se va imponiendo en esa realidad nos recuerda a la teoría de lo fantástico, tan bien expuesta por David Roas al explicar los límites y caminos por donde transcurre la literatura que aborda este género, la importancia que tiene al desestabilizarnos con su lectura y, por supuesto, las consecuencias que el orden nuevo traería consigo. Lovecraft y Poe campan a sus anchas por la cabeza del narrador; sus preferencias, miedos, obsesiones y digresiones tienen la meta de identificarnos como quien habla-escribe, oye-lee: entre sus miserias y bondades, acercamos nuestra mirada y oído a lo que el narrador nos sugiere y caemos en la red que va tejiendo, con la curiosidad propia gatuna y la morbosidad especial humana. Recordemos a Derleth, Lord Dunsany, Hawthorne… y tanta pluma sugerente. Al leer, comprendemos que el miedo es el que nos imponen los demás con su acoso, su vanidad y la crítica gratuita; comprendemos al escribir que podemos salvarnos con el ejercicio de la literatura, que si bien no cura los males del mundo, corrige sus defectos y proporciona consuelo según nuestras expectativas. La carne y la pared es una novela enorme, corta, estremecedora, misteriosa, efectiva, literaria.
Serotonina
Michel Houellebecq (Traducción de Jaime Zulaika) Anagrama: Barcelona, 2019 288 págs.
Dios, «ese guionista mediocre» Por José de María Romero Barea Proyecta el autor su invectiva contra todas las clases sociales, con desdén indiscriminado: «¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creía. ¿Era capaz de ser feliz en general? Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse». Nunca se retracta el poeta y novelista Michel Houellebecq (Saint-Pierre, 1956) de sus controvertidos puntos de vista. Ofender parece ser su empresa, o la de su alter ego, Florent-Claude, el ingeniero agrícola protagonista, escritor de informes comerciales para el ministerio de agricultura francés, víctima de un odio irracional al que se dedica con esmero: «Evitamos volver a ver a los amigos de juventud para no confrontarnos con los testigos de nuestras esperanzas frustradas, con la evidencia de nuestro propio aplastamiento». Lees sus retahílas y escuchas la diatriba insistente de alguien determinado a llevar la contraria. La ambivalencia permea Serotonina, incluso si las posturas radicales convierten al interlocutor en alguien abyecto e intolerable: «Pero por qué arrastrarme hacia esas escenas pasadas, como se suele decir, quiero soñar, no llorar, como si pudiéramos elegir […] Dios es un guionista mediocre». Los ritmos de lo procaz desafían las convenciones en un volumen iconoclasta donde el antihéroe, el nihilista, el misántropo narrador, produce antimodernos panfletos difíciles de digerir, al modo de Samuel Beckett, Henry Miller o Charles Bukowski. Pastiches de Gide, Proust, Giono, Mauriac, Sartre o Camus se suceden en la perorata delirante, atrapada en una existencia sin amor pero con sexo, resumida en escenas de bestialismo, abuso infantil, impotencia por el abuso de sustancias psicotrópicas y apartes despectivos contra la humanidad, en abstracto, como en una sátira de Swift: «La gente no escucha nunca los consejos que le dan, y cuando los pide es específicamente para no seguirlos en absoluto, lo que quiere la gente es que una
voz externa le confirme que se ha metido en una espiral de aniquilación y muerte, los consejos que se da la gente desempeñan exactamente la misma función que el coro trágico que confirma al héroe que ha emprendido el camino de la destrucción y el caos». En uno de los muchos pasajes visionarios de la saga, campesinos normandos organizan un bloqueo de carreteras en mitad de choques policiales. Se complace la narración pseudoépica en la paradoja del genio monstruoso, coexistencia que fascina y nos epata a partes iguales: «Tenía que bajar, bajar todavía más al sur, ahuyentar lejos de mí toda esperanza de una vida posible». Su singularidad revoluciona, una vez más, el engredo novelístico abortado a la sombra del realismo naturalista. El creador de Las partículas elementales (1998) vuelve a romper las normas a medida que se debate entre la intolerancia y la xenofobia: a merced de corrientes irracionales, incurre en lo políticamente incorrecto. Fiel a la tradición gala de no (sólo) complacer, sino (también) exigir desobediencia, se indigna la jerga desenfadada, en la tradición de Cocteau, Colette, Genet o Baudelaire. El estilo del narrador de Plataforma (2001) radica en su cinismo mordaz y burlón: «[El antidepresivo Captorix] es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible. No crea ni transforma; interpreta. Lo que era definitivo lo convierte en pasajero; lo que era inevitable lo vuelve contingente». A pesar de toda la vulgaridad de la que es capaz, el aspecto más sobresaliente de Serotonina es la industria involucrada en su desmán: «Transformando la vida en una sucesión de formalidades, permite engañar. Por lo tanto, ayuda a los hombres a vivir». Sin una pizca de arrepentimiento, el discurso se revuelve en torno a sí mismo, se desgrana en incidentes y conversaciones no dramáticas, abandonado al estilo desnudo, puro, sin aditivos.
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El ambigú
El bosque
Nell Leyshon (Traducción de Inga Pellisa) Sexto Piso: Madrid, 2019 340 págs.
Una vida enajenada Por Anna Rossell «¿Sería distinta su vida si hubiese nacido en otro lugar, en otro momento? ¿Si hubiese esquivado la batalla de la guerra?» Es lo que se pregunta Zofia, la protagonista de la novela, en un intento de encontrar explicación al sentimiento de frustración en el que vive inmersa desde que la guerra, con la invasión nazi de Polonia, vino a cambiar radicalmente su existencia. Acostumbrada a una vida aburguesada y complaciente en Praga, liberada de las tareas del hogar y de la completa dedicación a su hijo por el servicio doméstico de que dispone, antes entregada a las lecturas, a las conversaciones sobre el arte y a la música, en la que ella ve un futuro prometedor, Zofia ve desmoronarse sus expectativas de la noche a la mañana. Y si bien el trasfondo de la guerra constituye una buena parte de la materia narrativa y la causa primera del hundimiento de las ilusiones de Zofia, diríase que a la autora no le interesa en primer término señalar el conflicto bélico como razón de la frustración de un proyecto de vida. Su objetivo es transmitir, desde el íntimo sentimiento interior de quien la sufre, la zozobra y el desarraigo de sí misma en que se debate un personaje femenino, representativo de tantos otros de su condición. Escindida entre la inclinación a su hijo Paweϯ y su sensibilidad artística, Zofia se encuentra inmersa en la enajenación, manifiesta en una intensa y lacerante reflexión interior. Esta es la verdadera temática de la novela, que prosigue cambiando después de escenario —trasladado a Gran Bretaña— hasta la vejez del personaje principal. La relación entre madre e hijo, que en los primeros años se revela como una insistente reclamación de protección, que Zofia no sabe asumir, y después se verá condicionada por la personalidad de un Paweϯ adulto, que supone un nuevo desafío para aquella, acabará por encontrar un equilibrio.
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Uno de los méritos más remarcables de Nell Leyshon (Glastonbury, Inglaterra, 1962) en El bosque es el estilo narrativo que desarrolla. Alternando el diálogo con el incisivo monólogo interior de Zofia (aunque también de Paweϯ), Leyshon transmite su intensísima actividad mental hasta el delirio. «¡Para!», se dice constantemente a sí misma buscando un respiro sin conseguirlo. El acelerado pensamiento de ambos personajes denota una extrema capacidad de observación que, si en el caso de la madre se vuelve contra ella, en el de Paweϯ se revelará como herramienta de consuelo estimulando su fantasía infantil, que lo protege del miedo y del horror de la guerra. El bosque en el que se refugian madre e hijo de la amenaza que supone para ellos el trabajo en la resistencia de Karol, el padre del niño, será para este, juntamente con los libros infantiles, el lugar donde halle las referencias redentoras que lo acompañarán en el futuro. Las frases —pensamientos— cortas, el laconismo, el frecuente uso del asíndeton confieren un ritmo vertiginoso a la prosa, intensificando la fuerza expresiva y angustiosa del estado de ánimo de Zofia, en cuya mente se instala el lector. La autora, novelista y dramaturga, fue galardonada con el Premio Evening Standard Theatre por su obra teatral Comfort Me with Apples. Ha sido candidata al Orange Prize y finalista del Commonwealth Book Prize. De Nell Leyshon se han publicado en España, además, Del color de la leche (Sexto Piso, 2013), elegido Libro del Año en 2014 por el Gremio de Libreros de Madrid; también en catalán, Color de llet (Angle Ed., 2017), y El show de Gary (Sexto Piso, 2016).
Lo contrario de mirar Ana Pellicer Vázquez Sitara: Madrid, 2019 171 págs.
Ojos en la nuca Por María José Bruña Bragado Acerca del exceso del yo en la narrativa actual, Laddaga advierte: «Vivimos en medio de una explosión generalizada de actos de ficción que, desconcertadamente, se realizan en nombre de la sinceridad. […] No veo cómo un artista podría, hoy, no estar interesado por ellos. Tampoco veo cómo este hipotético artista, confrontado a esta forma de espectáculo, podría prescindir de imaginar una versión fantástica de ella». Lo contrario de mirar, libro con que se estrena en la narrativa la doctora en literatura y gestora cultural Ana Pellicer Vázquez, no prescinde, pues, de imaginar una versión fantástica del yo. El volumen, que podríamos calificar como autoficcional, fractal en estructura, composición y lenguaje, se proyecta de lo íntimo a lo global, de lo privado a lo universal con una estética realista y, en ocasiones, hiperrealista, siempre empapada de una deliciosa ironía que desacraliza mitos, revisa discursos oficiales y cuestiona valores absolutos. Fresco, irreverente, revulsivo, perspicaz, valiente y extremadamente lúcido, este libro de prosa carnal y salvaje está conformado por relatos, microrrelatos o prosas híbridas que configuran una personal crónica sociopolítica y afectiva, escrita con los ojos bien abiertos, con ojos hasta en la nuca. Es un libro que desasosiega, perturba, divierte, conmueve, pone en cuestión todas nuestras certezas y lo hace con un estilo propio, distintivo, inconfundible, porque la autora logra, como quiere Deleuze, inventar una lengua extranjera en la propia. Borges heredó una afección ocular progresiva que lo dejó invidente hacia 1956, pero sabemos que la enfermedad no fue un impedimento, sino que fue más bien un don, un acicate. Lo contrario de mirar no es no ver; al contrario, la mirada de este libro es doblemente aguda, porque mira hacia adelante, hacia el progreso que se intuye catastrófico, según Benjamin en
su formulación sobre la historia, y hacia atrás. Como el ángel de Klee, la mirada es doblemente penetrante, pues la memoria también puede ser resistente y disidente, Reyes Mate dixit. La escritura de los cuentos es, así, profundamente reflexiva, analítica y apunta hacia el dominio del pensamiento, pero también hacia lo político y lo humano —los afectos y eros como impulso liberador que nos saca del círculo vicioso de la melancolía—. Esta mirada es también de género: una mirada feminista que observa desde lo bizco (Siegel), desde las grietas o intersticios que ofrecen un panorama más amplio, un caleidoscopio completo. Sin embargo, el narrador no siempre es femenino sino masculino y con ello la apuesta dobla el riesgo en ese ejercicio de deslegitimar discursos heredados. En esas piezas fragmentarias, mestizas y transversales, la falta de certezas es iluminadora, no hay visión complaciente del mundo e incluso hay cierta náusea que late de fondo, pero también mucha jouissance (Barthes, Cixous), un erotismo expandido que contagia las zonas más sombrías. Lo contrario de mirar nombra todo lo humano de manera inconformista: la muerte, el sexo, la maternidad, el amor, el fracaso, el simulacro o la locura. Este libro nos da un puñetazo o hachazo, como quería Kafka, nos deja pensando, nos sacude, pero también nos hace sonreír y, como quería Bolaño, nos «lanza a los caminos». Hacia el año 1000 la escritora japonesa Sei Shonagon escribe en su Libro de la almohada: «Cosas que son deliciosas: encontrar un gran número de cuentos que no se han leído antes o adquirir un segundo volumen de uno primero con el que se ha disfrutado mucho». Eso es lo que sucederá, sin duda alguna, al lector de Lo contrario de mirar.
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El ambigú
Incidentes
Ary Malaver Granada: Valparaíso, 2019 102 págs.
Laberintos literarios Por Carmen M.ª Pujante Segura «INCIDENTE. 1. Que sobreviene en el curso de un asunto […]. 2. Disputa […]. 3. […]. (DEL)» Incidentes es el título y un laberinto blanco sobre fondo negro es el diseño de la portada de la ópera prima de un doctor en literatura hispánica como es Ary Malaver: gratamente raro no deja de resultar el hallazgo de un laberinto plagado de pasadizos y recovecos que irónicamente es presentado bajo una apariencia incidental, mínima o hasta banal, y que es trazado a manos de un docto en fórmulas y teorías (plasmadas en el ensayo La brevedad como poética) que resuelve adentrarse por primera vez en el taller del artesano literario, en particular el de los textos intensamente breves. Es el taller que bien conoce la avalista de este libro, la escritora argentina Ana María Shua, quien en su prólogo ofrece una muestra más de su capacidad de dar súbitamente con el centro del laberinto o de la diana cuando destaca el especial valor de las epifanías, los umbrales o lo subterráneo en esta compilación de Malaver. Viajero y polifacético, este profesor de origen peruano que imparte sus lecciones en una universidad norteamericana publica y presenta su libro en 2019 en España, fortaleciendo el puente literario con Hispanoamérica y reafirmando la óptima salud del «género» de la ultrabrevedad textual: salvo excepciones, no sobrepasa el espacio de una página ninguno de los setenta y tres textos reunidos, microtextos, microficciones o «micro(X)» (permítasenos jugar como el autor), que nos obligan a resignarnos a una catalogación genérica
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sin salida. Malaver se encarama así a la cresta de la ola del presente literario, pero con el impulso de la sólida tradición del pasado que se puede entrever en el recurso de un libro dentro del libro, de un cuaderno o manuscrito encontrado de difícil lectura, de un juego abisal de voces y narradores, de un conjunto de textos unidos en la diversidad, todo lo cual tampoco puede no oler a Cervantes. Pero la declaración de intenciones de este libro se puede seguir vislumbrando en otros de sus umbrales. Sí, se está ante un laberinto circular y lúdico, que no por ello vacuo: con un principio que es un listado de los títulos en cursiva y en minúsculas y con un final que refleja el mismo censo pero paginado, se listan títulos juguetones (como lo demuestran en ellos el uso de los paréntesis, la invención léxica, el recurso a otras lenguas y otros registros, o las autocitaciones) para textos igual de juguetones (como lo manifiestan los tanteos con géneros como el epistolar o el fabulístico o el poético, o con la página como lienzo en blanco a la manera de los caligramas). Para jugar en este dédalo literario hay que «atreverse», como reza el título del primer texto: se sabe por dónde se entra pero no por dónde se sale, pues las sinergias entre los textos recogidos hacen que el efecto sea superior a la suma de estos hechos textuales incidentales. Además, como revela la crisálida del segundo texto, titulado «pupa papa», en esta compilación hay metamorfosis, dobles y fantasías. Efectivamente, hay continuos y vertiginosos cambios: en otros títulos, como «visiones de hoy: “tengo miedo de los estadounidenses” (tengo miedo del mundo, dios es gringo)», aparece la primera persona del singular, que alterna en otros textos con la tercera y la segunda (como en el texto «no existe(s)»), pues sin duda se trata de un libro apelativo. Más claves interpretativas o metaliterarias se hallan en otros títulos: «arte vano», «(re)crear», «ficciones», «buscar, hallar», «final, principio», «hadas hipertextuales», «sueños mortales (nunca ovejas eléctricas)» o «whale rider». Detrás de este irónico laberinto no puede haber soluciones ni salidas, pero sí una invitación a saber (re)leer(se), invitación que aquí será devuelta al autor, para que esta digna y plausible rareza sea sólo el principio.
Elogio de la literatura
Zygmunt Bauman y Ricardo Mazzeo (Traducción de Albert Berenguer Puig) Gedisa: Barcelona, 2019 176 págs.
¿Para qué sirve la literatura? Por José Antonio Vila Elogio de la literatura recoge el intercambio epistolar entre Zygmunt Bauman y su discípulo, el sociólogo italiano Ricardo Mazzeo. El pretexto de este diálogo, razonado, circunstanciado y casi más propio de otros tiempos menos acelerados, es el de establecer la posible relación de la literatura, y las artes en general, con la sociología. Sin embargo, a medida que se desarrolla, la correspondencia deviene en una hermosa defensa de la literatura y el modo en que esta puede llegar a convertirse en un punto de intersección entre nosotros y el mundo. O, como prefieren decirlo los autores, que literatura y sociología son «complementarias, suplementarias la una de la otra y se enriquecen mutuamente». No porque la literatura suministre una información documental lata, un registro del tiempo, sino porque, tal como afirma Milan Kundera, cuyas palabras resuenan en estas páginas: el cometido de la novela no es
otro que el de rasgar el «telón de los prejuicios», que era la idea central de El telón, uno de sus ensayos sobre literatura más valiosos. La literatura no es una evasión inocua, intercambiable por otras, sino una necesidad de primer orden, sin parangón a la hora de hacernos presente el mundo que nos rodea, y hacernos por ello más inteligentes y más libres: nos ayuda a pensar por nosotros mismos y a no repetir lo que la época piensa ya por nosotros; nos hace experimentar dosis concentradas de realidad, y nos abre a otros mundos, desenredando, en fin, la complejidad de la existencia gracias a esas situaciones conjeturales, hipotéticas, ficcionales, que la literatura propone y construye mediante las historias que narra. Si el novelista checo, y su aguda reflexión sobre la herencia y los logros de la gran tradición de la novela europea como sonda de exploración de lo real, es uno de los espíritus tutelares de este diálogo, el otro podría representarlo la Escuela de Frankfurt, y en particular la alargada sombra de Theodor Adorno en sus consideraciones sobre cómo la cultura debe definirse verdaderamente como todo aquello que es refractario a la nivelación indiferenciadora de la acción del capital. El desprestigio de la literatura va así de la mano del declive de la educación entendida como paideia, sustituida paulatinamente por la mera instrucción técnica, y de la degradación del lenguaje, erosionado por la pseudocomunicación de las redes sociales tecnológicas y las pantallas digitales. Y es que con el deterioro de la cultura humanística, engullida por una antiintelectual industria del ocio y del entretenimiento, que fomenta el conformismo ante la asunción acrítica de los prejuicios de la época, se deteriora también la noción de igualdad entre los hombres. Porque en la era del capitalismo tardío, tal como nos recuerdan aquí los dos autores, más que ciudadanos somos consumidores de unos productos de entretenimiento que fomentan nuestro narcisismo y nos embrutecen; felizmente idiotizados nos divertimos mientras el suelo desaparece bajo nuestros pies. Sin asomo de melancolía, pero con una lucidez envidiable, los autores se encaran con esta verdad desagradable: que nuestras vidas están siendo «consumidas por el consumismo». Atrapados por las leyes de la economía, bailamos al son que dictan los «mercados», esas divinidades posmodernas e invisibles pero que, al igual que todos los dioses, están siempre hambrientas de sacrificios. Atrevámonos, pues, como nos incitan los autores, a vivir existencias más sustanciales y plenamente humanas. Y, por eso, bienvenido sea este elogio de la literatura.
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El ambigú
El hilo de la cometa. Antología esencial (1987-2011) Dionisia García (Selección y prólogo de Carmen Canet) Libros al Albur: Sevilla, 2019 68 págs.
Para vivir bien, dejarse llevar Por Gemma Pellicer En este libro se recogen noventa años de vida y casi veinticinco de cultivo del aforismo. La editora del volumen se plantea un recorrido por una existencia que deja tras de sí varios libros de poemas, relatos, ensayos y crítica literaria. Y espiga una selección entre los más de dos mil aforismos procedentes de las tres obras que Dionisia García le ha dedicado al género: Ideario de otoño (1987), Voces detenidas (2004) y El caracol dorado (2011), cuyas piezas, al decir de Canet, «elevan lo cotidiano y elemental» hasta convertirlo en categoría. Pero también hallamos una mirada serena sobre las cosas y las realidades del hombre que han sido tamizadas por el tiempo; acaso el hilo de la cometa «que me recuerda lo que quise haber sido», ¿un ser libre como el viento?, según apunta la autora en la cita que precede al prólogo, donde se precisa que se trata de un hilo conductor humano, hecho de memoria y existencia. No en balde, entre sus piezas brilla esta declaración de intenciones: «Inventemos cómo ser libres. Nunca es tarde»; junto a otros aforismos como: «La suerte del agua es escapar» o «Si nos acostumbrásemos a lo efímero, viviríamos más desentendidos». Ordenado conforme a la cronología de su obra, el lector tiene, pues, a su alcance un puñado representativo del decir y del sentir fieramente humano de esta autora que ha recogido su poesía en editoriales prestigiosas como Tusquets o Renacimiento. De las tres secciones del libro que se corresponden con cada una de las obras señaladas, la primera es la más extensa del conjunto y en ella encontramos aforismos como los si-
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guientes: «Olvidados de nosotros, podríamos alcanzar mayores libertades», «El cautiverio, ni para los pájaros» o «El poeta no porta luces, las enciende». Y, sin embargo, más allá de este canto sostenido a la libertad, la autora se apresta a matizar sus certezas asumiendo nuestra condición de seres contradictorios: «El humano no es más libre cuando menos condicionantes soporta, sino cuando los asume». Aparte de su preocupación por mostrar un posible camino hacia una vida plena, Dionisia García reflexiona acerca de la creación y el arte: «Escribir bien no consiste en decir, sino en llevarlo a cabo de la mejor manera». Y aun antes, afirma: «El silencio cumple misiones tan importantes como las palabras». De hecho, la segunda sección, que procede de Voces detenidas, se inicia con una especie de poética: «Pensar no es creerse cierto sino estar capacitado para perseguir certezas». Toda esta parte vendría a ser una indagación en los rescoldos de la memoria y en el maltrato del tiempo. Y a pesar de ello, a veces sus aforismos están recorridos por una franca ironía. Como cuando nos dice, a propósito de su dedicación al género: «En postura horizontal surgen más aforismos, señal de que son vagos»; o al zanjar: «No nos engañemos, el mejor recorrido es el mental». En suma, esta selección parece brotar del manantial de la experiencia y de la lucidez de una autora que se vale del recurso a la llaneza para transmitir verdades arrebatadas: «Escribir es como amar, si más entrega, más beneficios (salvemos las excepciones)». E incluso: «Amemos el silencio, y algo se oirá», tal vez mi aforismo favorito. En las piezas de la última sección, El caracol dorado, podría estar cerrando un viaje vital, con lo que ello pueda suponer de despedida del mundo. Ojalá no sea así y pueda seguir proporcionándonos muchos más textos como estos. Así, señala: «Qué afán de decirlo todo en la escritura…». Deseo destacar, por último, que el presente volumen es una iniciativa de Apeadero de Aforistas, quien, en la semana del Aforismo de Sevilla celebrada entre marzo y abril pasados, entregó a Dionisia García el Premio Honorífico a toda una vida dedicada a las letras. No en vano, Carmen Canet, la responsable de la edición, certifica que nuestra autora ha sido la primera mujer aforista española, la más significativa y reconocida en el siglo XX.
Hierba respirada
Anxo Pastor Trea: Gijón, 2018 94 págs.
Autorretrato poético Por Aitor Francos La poesía de Anxo Pastor (Lugo, 1959) es pintura y se compone, casi a la manera del haiku, de trazos. Como el hombre de Borges que, poco antes de morir, descubre que el laberinto que en el tiempo de una vida ha ido definiendo le devuelve la imagen de su cara, así, Anxo Pastor da pie en cada poema a una mancha, a un proceso de veladura y enmascaramiento que, en perspectiva, le autorretratará. A través del dibujo propio, y de su mano, que lo va desvelando, empiezan a hacerse conscientes las palabras. Casi sueltas. Como si evocaran la caligrafía de una tachadura («Tierra. / Piedra. / Nubes. / Aldeas. / Huesos azulados.») Sus textos tienden a la disolución y a la levedad; en ellos, el poeta (o el pintor) se desprende de la tinta, deja al aire, en completa desnudez, la candidez original de las palabras («Palabras / con la cabeza ladeada / como animales dormidos.»). En Hierba respirada las imágenes son tremendamente intimistas. Es más, una rara musicalidad (un silencio acaso) las acompaña como entre reverberaciones («Repetía el eco. / No escuchas. / No escuchas.»). Muchos poemas los entona entre lo descriptivo y lo pictórico («Este breve camino / que nos lleva a la hierba, / no presta atención al cielo. Nos fuimos / para quedarnos aquí / como hojas caídas.»), y están muy cerca de la sugerencia del poema dejado a medias, adrede («De una aldea a otra / en caminos de niebla, / comenzó a escribir / el poema de la hierba. / Quizás antes de la llegada / surjan cosas...»). En efecto, la transitoriedad y lo efímero son ejes del mundo que se traduce a sí mismo a cada instante en un perpetuo proceso de renovación («Una hoja empujada por el viento / se acerca / toma la calle / avanza / y gira para decirte / que ya no es una hoja») para acabar convirtiéndose en palabra. Son los estertores de algo que está por decirse, que empieza a balbucearse. Y el poema es lo que, de un modo u otro, per-
manece, lo constante. En uno, «Los pies del iceberg», leemos: «Alguien baja abajo, / muy abajo, / y llega solo / y sin linterna / a un sótano. / Alguien toca con la mano / una fría pared desconocida / y ve por primera vez / su cristalino azul de iceberg. / Alguien allí abajo / quiere decir algo, / por primera vez algo». Todo puede ser motivo de inspiración, desde la más intensa emotividad por algo percibido a la impresión causada por una mirada («Mirar al suelo, / mirar fijamente al suelo / hasta desgastarlo, / hasta convertirlo / en una blanca astilla / de aire.»), un cuadro o una partitura de Satie. En Hierba respirada resucita toda la inocencia perdida del poeta («Gotas cayendo soñolientas. / Dicen aún entre sábanas / Para despertar / Siempre hay tiempo.») así como la profundización en el paisaje de los recuerdos y las evocaciones, y el reconocimiento de la identidad y de la intrascendencia del hombre mismo como hombre (de hecho, el libro se abre con un epígrafe de los Salmos: «¡El hombre! Como la hierba de sus días, / como la flor del campo, así florece; / pasa por él un soplo, y ya no existe, / ni el lugar donde estuvo le vuelve a conocer»).
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El ambigú
Querida hija imperfecta
Ana Pérez Cañamares Ya lo dijo Casimiro Parker: Madrid, 2019 88 págs.
Nosotras, las madres Por Alberto García-Teresa Dar la vuelta a temas clásicos, sin estridencias, pero con un enfoque nuevo parece que es el leitmotiv de una parte del último tramo de la poesía de Ana Pérez Cañamares (Santa Cruz de Tenerife, 1968). Así hizo con el amor en De regreso a nosotros (2017) o, en el caso de este Querida hija imperfecta, es lo que lleva a cabo con la maternidad. De esta forma, continúa avanzando en una obra construida sobre dos ejes que convergen a la perfección en este volumen: el ámbito familiar (basado en el recuerdo) y la mirada amplia y crítica sobre la sociedad, ambas articuladas en torno a la experiencia individual. Cañamares lo logra gracias al lugar desde donde enuncia su voz: una posición explícitamente política que se sabe de abajo y a la izquierda, desde la conciencia de los vínculos, los afec-
tos y esa individualidad que brillantemente formuló hace años al explicar que «escribo sobre mí / porque yo / soy cualquiera». No en vano, este libro arranca a partir de un «nosotras las madres». Así, reiteradamente, se vincula, mediante la sororidad, con lo colectivo. Por tanto, la autora desarma la ilusión del yo único especial, ejemplar; ese hiperindividualismo que el capitalismo maneja como dogma.
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La base de la percepción de la maternidad de Cañamares es una ética humanista que le permite la comprensión de las imperfecciones como parte imprescindible de la vida. Esta se suma al vitalismo característico de su obra, que empuja todo el poemario. Las composiciones de Querida hija imperfecta hablan del proceso de la maternidad por orden cronológico; desde el embarazo, pasando por el parto y los primeros años hasta la adolescencia y la juventud de la hija. Pero, nuevamente con ese afán de vincular, aparece también la dimensión del yo, además de como madre, como hija. De este modo, enhebra un linaje de mujeres. En cualquier caso, como ya he apuntado, no existe una identificación con una biografía concreta porque el yo trasciende esa individualidad. Ahí surge, entonces, la denuncia feminista de los roles patriarcales socialmente construidos, que relegan a la mujer al papel de madre felizmente abnegada y supeditada a las tareas de reproducción y cuidados. Con actitud rebelde pero sin quebrar unos poemas serenos, la poeta evidencia y denuncia esa tradición desde la inmersión en ese mundo que ha sido ajeno al yo. Cañamares se opone a la presión social, que busca reforzar esos comportamientos de sumisión, y también a la infravaloración de la madre: «Escribo / contra los miles de ojos / y los dedos levantados»; «Si somos madres y no niñas / que juegan a las muñecas, / ¿por qué nos hablan desde las alturas?». Igualmente, reconoce la interiorización del statu quo: «Hay jaulas que pasan en herencia / de generación en generación. / Lleva toda una vida encontrar / el valor para apalancar la puerta». En ese sentido, al mismo tiempo, se trata de un trabajo de introspección, de un análisis de los miedos, dudas, esperanzas y desilusiones, tanto con respecto a su labor, a su vida, a la de la hija como la de la sociedad. Asentada en la cotidianeidad, articulada con referentes cercanos, la poesía de Cañamares continúa moviéndose en un registro claro. Sus piezas manifiestan un cincelado minucioso de los poemas, en los cuales la precisión léxica se equilibra con la naturalidad del tono. De hecho, de nuevo, destaca la excelente construcción de los poemas: la gradación, la fluidez, la coherencia de los versos con el texto en conjunto o las certeras conclusiones que constituyen el intenso final de las piezas. Contundentes, a veces sentenciosas, estas suponen unos cierres espléndidos que se ubican como puntos climáticos que resuelven la escalada precedente del poema. Con todos estos mimbres, afinando la propuesta poética de la autora, Querida hija imperfecta constituye un canto y una celebración de la compañía.
Recomendaciones de Quimera Los europeos
Rafael Azcona Pepitas de Calabaza, 2019
De Rafael Azcona es ampliamente conocida su trayectoria como guionista en algunas de las más originales y estupendas películas del cine español (El verdugo, El pisito, El cochecito, Belle époque, etc.). Lo es menos por su carrera literaria, especialmente encuadrada en los años cincuenta y principios de los sesenta. En Los europeos nos situamos en estos años y vemos un retrato de las décadas centrales del franquismo, con la aspiración de ser europeos, de salir de una sociedad añeja y encorsetada. Un ambiente y tono que recuerda a ¡Vivan los novios! de Berlanga. Es una de las novelas mayores de Rafael Azcona y su nueva publicación por parte de Pepitas de Calabaza (tras la de Tusquets en 2006) una sensacional noticia.
Sombras del Poniente
Eduardo Jiménez Urdiales E.D.A, 2019
EA finales de los años cincuenta la construcción de un hotel (el Poniente) en la costa se pone en el centro de una realidad infectada de control y tutela. Alrededor de él multitud de tramas y personajes relacionados con su construcción tratan de salir adelante. De fondo la sombra del NO-DO, la guerra de Argelia, los pieds-noirs, etc. Una mirada ácida, una novela sobre los años del franquismo, de sus pequeños personajes, pero también una novela de intriga. Múltiples recursos, con un lenguaje en perfecta sintonía con lo que se cuenta. Una estupenda novela, la primera del autor, que no puede ser más prometedora.
Cuántos de los tuyos han muerto Eduardo Ruiz Sosa Candaya, 2019
Conocíamos a Eduardo Ruiz Sosa por una novela magnífica publicada hace ahora cinco años, Anatomía de la memoria. El escritor mexicano vuelve ahora a la ficción con un espléndido libro de cuentos, Cuántos de los tuyos han muerto, un conjunto de relatos cuyo eje es la muerte y los satélites que proyecta. Como ya sucediera en sus libros anteriores, Ruiz Sosa destaca por la intensidad de su lenguaje, su habilidad para extraer de una simple secuencia la descripción de un universo complejo. Con una mirada incisiva, profunda, y con textos a medio camino entre la poesía y el cuento, las historias mínimas de Cuántos de los tuyos han muerto adoptan tantas ramificaciones que a sus lectores nos llegan a sobrecoger. Un paso más en la obra de un autor ya imprescindible.
Sobre la nostalgia
Diego S. Garrocho Alianza Editorial, 2019
Aunque el punto de partida de este libro sea el tema de la nostalgia, aparece en él una infinidad de cuestiones que harán reflexionar continuamente al lector: la memoria como condena y salvación, el temor al futuro y nuestra forma de combatirlo, el olvido que se escabulle, el sufrimiento que lleva implícito cualquier proceso de pérdida… A través de innumerables ejemplos y citas tanto literarias como filosóficas y cinematográficas, Diego S. Garrocho nos pasea por la historia de las siempre complejas emociones humanas. De lectura profundamente recomendable.
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Recomendaciones
Sujeto Elíptico Secretos a voces
Rosa Navarro Durán Ediciones Nobel, 2019
La profesora Rosa Navarro ha ganado el 25 Premio Internacional de Ensayo Jovellanos con este volumen que trata de desvelar qué personas reales de la política y de la sociedad se esconden tras los personajes de algunos de los clásicos de la literatura española y catalana. Rosa Navarro somete las obras de Ausiàs March, Juan de Encina, Joanot Martorell, Garcilaso o Francisco Delicado a un preciso y minucioso análisis para descifrar quién es el sujeto que está detrás de cada tipo y también para revelarnos a los autores (anónimos hasta ahora) del Lazarillo de Tormes y del Abencerraje.
Mujeres que leían Rosa Huertas Tres Hermanas, 2019
La autora insiste, tras su libro Mujeres de la cultura, donde repasa la biografía de diez figuras relevantes de los siglos XIX y XX, en reivindicar la figura femenina a través de la vida de las mujeres de su familia, trasladable a todas aquellas que vivieron la posguerra. Mujeres a las que apenas se les permitía ser madres o esposas, pero que escondían el don de la creación que la sociedad tantas veces ha intentado acallar. Una historia de logros y de sueños realizados muchos años después de su comienzo.
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Cristian Crusat Pre-Textos, 2019
Crusat nos sorprende gratamente con un libro de difícil clasificación que podríamos enmarcar como una obra polifónica que transita los géneros del ensayo literario, la crónica de viajes o la recopilación de leyendas africanas con intenciones etnográficas. Mediante una serie de textos cortos, el autor nos muestra un abanico de sensaciones de Marruecos, sobre todo de su parte bereber, de la cual nos cuenta aspectos que desconocemos partiendo de la etimología de sus palabras, de su estilo de vida y de las leyendas populares.
La historia del Grial Joseph Campbell Atalanta, 2019
Evans Lansing Smith, catedrático de Estudios Mitológicos del Pacifical Graduate Institute de Califormia recoge en un volumen algunos de los ensayos más reveladores del gran estudioso del Grial y experto en poesía medieval Joseph Campbell. A través de un profundo y original análisis de dos de los más grandes poemas europeos del medioevo: el Parzival de Wolfram von Eschenbach y el Tristán e Isolda de Gottfried von Strassburg, Campbell desvela el significado de algunos de los símbolos: el grial, la tierra baldía, el golpe doloroso, etc. que han conformado el imaginario medieval europeo.