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ColaborAN en este número:
Irene Andres-Suárez, Raúl Ariza, Florencia del Campo, Jordi Doce, Agustín Fernández Mallo, Alberto García-Teresa, Iván Giménez, Miguel Lizana, Javier López Alós, Mario Martín Gijón, Valerio Merino, Sergio del Molino, Vicente Luis Mora, Ángeles Mora, Lorena Otero, Luis Burgos, Cristina Peri Rossi, Ana Prieto Nadal, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Pilar Rubio Álvarez, Javier Sáez de Ibarra, Javier Sáez de Ibarra, Ignacio del Valle, Remedios Zafra Fotografía de portada y Dossier:
Pawel Czerwinski © (Unsplash) Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Noviembre 2019
Como ya anunciamos en el número anterior, con un solo dossier no hemos tenido suficiente para abarcar una cierta mirada (por exigua que sea) sobre el ensayo español actual. La cantidad de ensayistas relevantes y la calidad de su obra nos ha obligado a hacer una selección que no puede ser más que mínima y personal, pero que hemos creído necesario ampliar en otro dossier dedicado a dar voz a cuatro de los ensayistas españoles más destacados de los últimos tiempos. Si en el anterior dossier teníamos la intención de atisbar, a través de charlas y entrevistas, los rasgos y características que definen el ensayo español de principios de siglo XXI, en este número hemos querido acercarnos a las obras concretas, preguntado a los autores por sus motivaciones, sus poéticas y las formas de entender la realidad que han originado sus ensayos. Además, fuera del dossier, hemos ampliado la sección «Einstein on the Beach», que habitualmente contiene artículos de análisis y reflexión sobre literatura, y hemos abierto con una entrevista a Javier López Alós, lo que creemos que redondea un número dedicado al ensayo. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
El salón de los espejos
El holandés errante
Entrevista a Javier López Alós – 4
Álex Chico.
El cielo raso Ensayo español contemporáneo II
El ambigú
Entrevista a Agustín Fernández Mallo – 11
Anna Rossell: Turcos en la niebla
Entrevista a Vicente Luis Mora – 15
de Enrique del Risco – 55
Entrevista a Remedios Zafra – 19
Florencia del Campo: Cometierra de Dolores Reyes – 56
Entrevista a Sergio del Molino – 24
Dolores Reyes: El primer hombre
La vida breve Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.
Ignacio del Valle: El cielo de Kaunas de Jesús Zomeño – 58
Los pescadores de perlas
Alismas de Esmeralda Berbel – 59
Microrrelatos inéditos de Diego Muñoz Valenzuela – 32
El castillo de Barba Azul
colaboradores aceptan que sus aportaciones
Ángeles Mora. Poemas inéditos – 34
digital. La redacción no devuelve los origina-
de Albert Camus – 57
Pilar Rubio Álvarez. Elena – 28
Quimera no retribuye las colaboraciones. Los aparezcan tanto en soporte impreso como en
Ni detectives ni salvajes (Inicio de juego) – 52
Ana Prieto Nadal: Javier Sáez de Ibarra: Pornmutaciones de Diego Luis Sanromán – 60 Raúl Ariza: Jardinería de interior de Paz Monserrat Revillo – 61 José de María Romero Barea:
les no solicitados ni mantiene corresponden-
Einstein on the Beach
cia sobre los mismos. La revista no comparte
Javier Sáez de Ibarra.
Stefan Zweig – 62
Brillos de la memoria. Juan Eduardo Zúñiga – 36
Alberto García-Teresa: Paisaje interior de un roble
Jordi Doce. Poética del sonámbulo – 40
de Paloma Camacho Aristegui – 63
necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Correspondencia (1912-1942) de Friderike Zweig y
Ginés S. Cutillas.
Mario Martín Gijón:
El ensayo-ficción: el texto o la vida – 44
RIP (Rest in Plastic) de Azahara Palomeque – 64
Irene Andres-Suárez. Microrrelato y Minificción en la era digital – 49
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Javier López Alós Texto: José Antonio Vila Fotografía: cedida por el entrevistado ©
Javier López Alós es ensayista y doctor en Filosofía. Con motivo de la publicación de su libro Crítica de la razón precaria (premio Catarata de Ensayo) ha tenido la amabilidad de charlar con nosotros y responder a unas cuantas preguntas.
Empecemos, si te parece, por una cuestión formal. A veces, desde la filosofía académica se desprecia el ensayo como un género literario, dándole, por supuesto, al adjetivo literario una connotación peyorativa. ¿La distinción entre filosofía y ensayo te hace sentir incómodo? No, qué va, aunque hay matices. Las distinciones están bien cuando son operativas. En cualquier caso, a lo largo de la historia encontramos la filosofía en formas muy diversas, desde los diálogos a los tratados, los ensayos o los artículos académicos. Otra cosa es la estandarización de la escritura académica y que eso constituya per se algún indicio de calidad: el problema entonces no es de calidad filosófica o literaria, sino, más bien, administrativa. Tú mismo escribes en el libro sobre la dificultad de tratar con objetividad un asunto, el de la precariedad, que te afecta directamente, partiendo de una experiencia personal y dolorosa, que muchos compartimos. ¿Significa eso renunciar a la proverbial atalaya filosófica? Por mi parte, no he tenido que renunciar a ninguna atalaya porque carezco de ella. A lo que sí he querido renunciar es al placer perverso de los bajos instintos, como el resentimiento y los ajustes de cuentas. O a la autocompasión y la reivindicación personal. Todo esto implica una operación de distanciamiento y reflexión sobre objetos de pensamiento que están íntimamente relacionados con la propia biografía. Esa es una ope-
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ración filosófica en la que uno trata de neutralizar su subjetividad, pero desconfía de la ilusión de eliminarla. En mi opinión, una de las virtudes de tu libro es que, creo, puede resultar de mucho interés para un público no especializado, o siquiera interesado, en cuestiones filosóficas. Sí, porque no pretende ser un libro de filosofía, susceptible de ser clasificado en esa categoría específica. Utiliza herramientas filosóficas, claro, pero también sociológicas o literarias, con el propósito de comprender mejor un fenómeno que atraviesa nuestras vidas y que en buena medida define el tiempo presente y nuestras respuestas individuales ante el mismo. En definitiva, no se trata de explicar filosofía, sino de comprender mejor ciertos fenómenos contemporáneos que convierten la perplejidad en un estado cotidiano. Y para eso sirve también la filosofía. Defines el propósito del libro como el de «entender la precariedad más allá de sus manifestaciones concretas», porque «la precariedad afecta a individuos singulares, pero no es un asunto individual». En efecto. Tiene que ver con esa condición de distancia y conceptualización de la que hablábamos antes: si se quiere considerar la precariedad como un fenómeno, entonces habrá que analizar sus características generales y ver cómo se inserta en una lógica de producción determinada, a la que es perfectamente funcional. Quiero decir, la precariedad es sistémica. Por eso es una cuestión fundamental y por eso, más que ejemplos biográficos individuales que por desgracia cualquiera puede esgrimir, me parece que lo interesante y más útil es identificar qué tienen todas nuestras historias en común. A eso le llamo también «razón precaria». Intentando ver las cosas con una cierta perspectiva, ¿crees que podría decirse que hemos
nan, sino que nos hacen más vulnerables a ella. Visto así, la precarización es parte de la producción de subjetividad en la época neoliberal.
pasado de ser sujetos racionales y libres, los «yoes» de la modernidad ilustrada, a ser sujetos precarios, es decir, que nuestro «ser» mismo es la precariedad? Bueno, hay una precariedad que es inherente a todo ser vivo y otra precariedad que es sobrevenida y que es de orden jurídico, económico y social. La precarización consiste en la producción sistemática de precariedad y, en el fondo, apunta a conectar esos dos sentidos básicos del término. De ahí que la precarización sea, antes que nada, un proceso de intensificación de nuestra vulnerabilidad en todos los aspectos de nuestra vida en pos de una serie de objetivos económicos. Esto choca con el propósito básico de la modernidad de producción de seguridad, por medio del ejercicio de la razón, de leyes que garantizasen la libertad, los progresos, etc. En este sentido, uno de los pecados capitales de la modernidad sería el no hacerse cargo de sus límites suficientemente, o sea, de que hay cierta precariedad, de índole existencial, que es insuperable. Más aún, ciertas hipertrofias de la subjetividad racional y libre no sólo no la elimi-
Hablas también en el libro de dos figuras que me resultan muy interesantes, al tiempo que inquietantes, porque somos muchos los que nos vemos reflejados en ellas: «precario intelectual» e «intelectual plebeyo». Sí, son dos figuras relacionadas, pero que ejemplifican dos tipos de respuesta diferentes en muchos aspectos. Resumiendo mucho, en el primer caso es la condición precaria lo que se vuelve sustantivo. La parte intelectual, creativa, vocacional, deviene algo adjetivo que apenas se manifiesta porque la precariedad tiende a ocuparlo todo, casi obsesivamente. El problema es que las formas en las que a menudo uno quiere escapar de esa situación —básicamente compitiendo— sólo hacen que profundizar en el foso, pues reproducen sus lógicas. Frente a esto, el intelectual plebeyo identifica una parte sustantiva de la que no está dispuesto a desprenderse y hace de su posición plebeya algo temporal. Como explico en el libro que estoy terminando, El intelectual plebeyo, este carácter no definitivo no se debe a un horizonte de salvación individual, sino al de la lucha contra la desigualdad entre patriciado y plebe: dejar de ser plebeyos porque la distinción deja de fungir. Ese es el ideal normativo e implica toda una serie de derivadas de orden ético, político y retórico. Dices «muchos nos vemos reflejados en ellas». Esto para mí es la clave y el motivo por el que decidí desarrollar algunos argumentos de Crítica de la razón precaria con El intelectual plebeyo. El malestar es generalizado, afecta a personas con situaciones sociolaborales muy diversas. Digámoslo así: la sensación de precariedad no tiene por qué irse con un contrato decente. Tenerlo es necesario, pero no suficiente. Y ahí tienes catedráticos con seis sexenios, profesores asociados, jóvenes investigadores, estudiantes o profesionales de otros ámbitos
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Javier López Alós
que se reconocen en las descripciones propuestas en Crítica de la razón precaria y tienen en común muchas preocupaciones. Este malestar tiene una declinación plebeya en la medida en que es producto de un orden injusto que sólo pueden intentar resistir o, sobre todo, reproducir, pero en cuyo diseño no pueden participar. A partir de estos signos de lo común, decidí seguir tirando del hilo e invitar a que otras manos se sumasen. Señalas que las artes y las humanidades vuelven a verse como un mero rasgo de distinción social. Yo creo que, en general, las gentes de nuestra generación, al menos en los países europeos, las hemos visto como logros civilizatorios que ayudaban a hacer mejor la vida y que eran indesligables del ideal democrático. Me parece un pésimo síntoma que esto esté dejando de ser así… Coincido con lo que dices. Y este proceso es inseparable del desmoche de la universidad pública. Todo el discurso de la eficiencia, la enseñanza práctica y rentable, la empleabilidad y demás lugares comunes tiene como resultado la sospecha sobre ciertos saberes por su presunta inutilidad y sobre la institución pública universitaria como depósito de lo superfluo. Ahora bien, deberíamos preguntarnos a qué tipo de sociedad nos lleva una perspectiva ideológica que apuesta por eliminar la protección pública de todo aquello que no sea rentable (rápidamente rentable, diría) desde el punto de vista económico. ¿Pero es que es ese el único criterio? ¿Dónde paramos esta cosa de lo superfluo? ¿Hay algún área exenta de esta lógica de maximización del beneficio o nos incluye también a las personas? No es una tontería. Escribes que «el olvido o desaparición de elementos del bagaje humanístico es apenas un síntoma del horror que se avecina»… Justo por eso, porque es la expresión simbólica de la eliminación de lo sobrante: de lo humano sobrante, del sobrante humano y hasta de lo humano como sobrante. En un esquema de competencia amañada (en puridad, ni salvaje ni darwinista, aquí hay leyes muy sofisticadas para beneficiar al fuerte), todo se convierte en cuestión de supervivencia. Y así como ciertos hábitos y conocimientos tienden a volver a ser de quien se los puede permitir, no es descabellado pensar que la superviven-
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cia también. Así las cosas, me parece que lo que llamaríamos el bagaje humanístico aún constituye un arsenal intelectual para luchar contra este modo de entender la realidad. ¿De dónde si no saldrán imágenes, relatos, formas de pensar y expresar alternativas al mero acomodo vestido de adaptación? La historia, las artes, las ciencias, la filosofía… nos ofrecen ejemplos de que existen otras formas de pensar lo real y son también vías mediante las cuales podemos imaginar el futuro en lugar de resguardarnos de él. Exploras en el libro la relación entre el ritmo acelerado de nuestro mundo, debido a las nuevas tecnologías, que entre otras cosas disminuyen nuestra capacidad de atención, y cómo todo ello también contribuye a la precariedad…. Contribuye porque incide en nuestras carencias naturales. Sentimos que estamos en falta, o sea, en deuda, que no somos lo suficientemente productivos y que nos estamos perdiendo lo más importante. La red refleja un mundo infinito a nuestra disposición, pero nosotros, como seres finitos, apenas podemos rozar una parte y ni siquiera sabemos por dónde empezar. Esa tensión, que se refuerza por la idea de que todo el mundo está haciendo lo que tú no puedes, genera ansiedad y culpa. Sin ir más lejos, el consumismo cultural descansa en esto. Por ejemplo, compramos los libros que deberíamos leer, guardamos en «favoritos» lo que postergamos para un después que quizá no llegue y todas esas pestañas son recordatorios de lo que te dijiste que harías y, vaya, no te ha dado tiempo. Así que, al final, te vuelve más inseguro y vulnerable y la vida se convierte en una lista de tareas pendientes sin importar mucho en qué consistan. ¿Vamos a ser los intelectuales sustituidos por los influencers? No lo creo, son lógicas distintas. Es verdad que la función de formación de opinión se ha diversificado mucho y también lo es que las redes sociales están pergeñando un tipo nuevo de intelectual influencer, hiperactivo y capaz de marcar tendencia en capas señaladas de la sociedad, así como orientar su consumo cultural. Ahora bien, en general, su capacidad de influencia no es producto de su pericia con las redes o el dominio
del márquetin, sino un prestigio o autoridad derivados de su profesión offline. Porque hay otro factor importante, que son los plazos: poca o mucha, la influencia de un intelectual es consecuencia de muchos años de ejercicio, mientras que el modelo del influencer es de ciclo corto y de carácter explícitamente coyuntural. Por eso, desde el punto de vista de una plataforma, se asume que se quemarán, se consumirán en el doble sentido de la palabra y serán reemplazados. Me gusta mucho cómo recalcas que la «innovación» se asimila siempre a la mercadotecnia…. ¿Por qué asumimos que la innovación es un valor positivo? Porque entonces se supone que se puede vender mejor. Es una etiqueta comercial, poco más si la sacas de ese marco. Hay un prejuicio positivo hacia la innovación, pero a costa de renunciar al ejercicio crítico de interesarnos por qué significa eso y si es suficiente que algo sea nuevo o innovador para concluir que es bueno. Añade el correspondiente detrimento sobre lo que «no es del todo innovador», por más relevante o valioso que pudiera ser. Personalmente, más que esa obsesión con la innovación, me interesan ideas más clásicas como perfeccionamiento o mejora, que implican la conciencia de que se trabaja sobre lo que otras personas hicieron antes y otras seguirán haciendo después. En ese proceso inevitablemente se producirán innovaciones, claro, pero son un efecto de una búsqueda de perfeccionamiento y no su finalidad. En el libro abordas varios mitos como el de la meritocracia o el de la idea del sacrificio como un valor en sí mismo, sin que nos preguntemos por qué nos sacrificamos o para qué. Puesto que todos estos «ídolos» se acaban revelando como formas enmascaradas de la explotación… En el libro, de hecho, hay una frase lapidaria que no quiero dejar de citar: somos «lumpen académico cuya tasa de utilidad se reducirá a su capacidad para ser explotados». Claro, todos esos elementos son característicos de la parte ideológica del neoliberalismo y promueven además un tipo de subjetividad que, al operar con estos esquemas, coopera, a veces con verdadero entusiasmo, a su explotación hasta llegar al límite, que es la propia
autoexplotación. Eso sí, para que se den estos momentos de servidumbre voluntaria hay que revestirlo de «superación de tus límites», «nuevos retos», los valores del sacrificio y el trabajo duro (¡como si hubiera elección!) o que todo al final tiene su recompensa. La meritocracia, por ejemplo, nos propone la fantasía de que cada uno obtiene lo que se merece y que tu posición y reconocimiento social dependen sólo de tus méritos. Como si partiésemos todos del mismo lugar y con las mismas herramientas. Por eso digo que es mentira lo de la competencia salvaje: se trata de una competencia muy tecnificada según la cual a quien más tiene más se le da. En realidad, toda la retórica aspiracional del neoliberalismo nos conduce a perseguir frenéticamente nuestra propia sombra y, para seguir vivos en el mercado, tenemos que seguir moviéndonos hasta la extenuación. En este sentido, nuestra vocación nos hace vulnerables, susceptibles de ser explotados o de «autoexplotarnos» nosotros, ¿no? Dedico un capítulo al tema de la vocación en El intelectual plebeyo porque es uno de los elementos que mejor sirven para dar cuenta de las transformaciones del capitalismo tardío. Asistimos prácticamente a una inversión de las tesis de Max Weber al hablar del político y el científico y la vocación. En las actuales condiciones del mercado laboral, mostrar vocación significa exponerse al pago (total o en parte) en especies emocionales, al salario afectivo. Por eso puedes trabajar gratis o casi gratis y decir que te das por pagado: porque «te llena», «te gusta» o es tu vocación. Y, por lo mismo, no es extraño que sean profesiones vocacionales (ámbitos sanitarios, asistenciales, de educación superior, sindicales y políticos…) donde mayores índices de acoso moral en el trabajo se registran. Se supone que tu nivel de aguante es indicativo de tu grado de compromiso y vocación. Sin regulaciones estrictas y una protección adecuada, tardarás un poco más o un poco menos en cocerte, pero te comerán vivo. La vocación, en un contexto así, se vuelve un problema porque te vuelve más vulnerable. Insistes en la noción de «ejemplaridad» como un atributo del intelectual. Me parece muy interesante esta idea. Porque en el libro evocas, por lo menos un par de veces, si mal no recuerdo,
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Entrevista a Javier López Alós
la noción de responsabilidad del trabajo de intelectual de Max Weber y hablas también del «potencial persuasivo de la ejemplaridad». En efecto, hay una dimensión ética en todo esto. En primer lugar, creo que es importante distinguir entre nuestras acciones concretas como individuos particulares y los ideales normativos a los que nos referimos. Quiero decir, si yo no cumplo lo que me propongo y he asumido que es correcto, esto no afecta en sí al ideal al que me refería, sino a mi credibilidad o coherencia. Sin embargo, aunque no afecte al principio ideal, sí puede afectar a su percepción por parte de terceros. La responsabilidad intelectual tiene que ver con no olvidar nunca este punto, que hay terceros y que pueden ser muchos. De ahí la importancia de la ejemplaridad: porque aunque no afecte a la validez del principio, sí puede afectar de pleno a su facticidad, esto es, a las posibilidades de que sea tenido en cuenta en su justo valor. Además, cuando vemos que algo que consideramos positivo transita de la teoría a la práctica, esto refuerza su apariencia de validez y nos dice que es posible. Entonces es cuando podemos sentirnos más moralmente obligados a intentarlo. Creo que formamos parte de una de las (pocas) generaciones en la historia del mundo que hemos creído en la justicia como igualdad. ¿Piensas que las generaciones más jóvenes, crecidas y formadas ya en nuestra época de precariedad, aceptan de mejor grado, como algo natural, las mayores desigualdad, injusticia, y pobreza (no sólo material: pobreza en un sentido amplio) que se están extendiendo? Lo has descrito perfectamente. Se está produciendo una naturalización de lo inaceptable, con lo que se convierte en inevitable. «Es así y punto, hay que adaptarse», se nos viene a decir. Esta es la ideología: como individuo, debes aspirar a todo cuando pienses en ti, sin ningún límite, que nada te detenga; pero, cuando pienses, no ya en el orden social y económico o en el planeta, apenas en tu barrio o en tu centro de trabajo, aquí no hay nada que hacer porque las cosas son como son. No sé si son las generaciones más jóve-
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nes las más dispuestas a aceptar este tipo de mensajes, pues los valores del neoliberalismo han penetrado por todas partes y grupos de edad. Y aunque, como dices, tenemos generaciones que ya se han criado en este consenso, por fortuna, también en ellas se percibe resistencia y contestación. Relacionado con lo anterior, creo que aciertas mucho cuando hablas de la frustración de las expectativas de las gentes de nuestra edad con vocación artística o intelectual, que hace sólo una generación parecían perfectamente razonables y que ahora se antojan utópicas. El deterioro ha sido muy rápido. Y sigue. Nos criamos en un contexto de crecimiento económico y donde podía imaginarse que todo iría a mejor. Ahora ni siquiera podemos imaginar nada. En poco más de diez años, ni más ni menos, lo que se nos ha ido es la posibilidad de imaginar algo más que no sea a unos meses vista. Esto es tremendo y no es sencillo aprender a vivir con semejante inseguridad. A esta tarea, las personas que nos dedicamos a las profesiones culturales debemos añadir la dificultad de disciplinar esa frustración para que lo que se haga no termine todo contaminado de resentimiento y revanchismo, pero tampoco de aceptación sumisa. Es complejo, porque la vida aprieta, pero creo que es nuestra obligación y además que es la única forma de que nuestro trabajo sirva para mejorar las cosas. Me ha parecido percibir una apuesta por la noción de «horizontalidad» en las relaciones, de redefinición de las jerarquías y de la noción de «poder», en línea con ciertos planteamientos feministas. ¿Qué me dirías sobre esto? Para serte sincero, mi ensayo no incorpora una perspectiva de género propiamente dicha, aunque reconozco que el tema tiene declinaciones que afectan de modo específico a las mujeres: desde la cuestión de la maternidad aplazada o negada hasta el acoso sexual, pasando por un amplio abanico de prácticas discriminatorias, por ejemplo. Aludo a una mayor vulnerabili-
dad de las mujeres, pero no lo desarrollo. Sin embargo, sí trato de hacerme cargo de aportaciones de pensadoras feministas en mi comprensión de la igualdad, que influye también en la cuestión plebeya. Abordar la precariedad es atacar un monstruo con dos cabezas: por un lado, su función de productora de desigualdad; por otro, su función productora de homogeneidad. Lo plebeyo supone que la igualdad y la heterogeneidad deben ser compatibles, y que cuidar la propia singularidad se vincula a la protección de la de los demás. Y en este terreno hay aportaciones desde el feminismo, tanto teóricas como prácticas, que son fundamentales a la hora de pensar alternativas a muchas de las injusticias del presente. «Juntos» es la última palabra del libro, con la que parece que quieres proponer una apertura hacia los otros, hacia la solidaridad y la
cooperación frente al sálvese-quien-pueda del «lobo solitario» neoliberal. Es decir, vendrías a plantear un rechazo del propósito de querer hacer de la competitividad el principio rector de nuestras vidas, ¿no? Completamente. Laval y Dardot identifican la competitividad como el núcleo de la racionalidad neoliberal que rige nuestro mundo. Como hablábamos antes, se ha producido una naturalización ideológica de principios como el de la lucha por la supervivencia, además de una reducción de todo a eso: la vida es lucha, se nos dice. Ya, ¿pero sólo eso? ¿No es también cooperación, amistad, cuidado, alegría…? ¿Y lucha contra quién? Siempre contra el otro, pero otro al que puedas vencer. Esto es bárbaro. Aquí acabamos perdiendo todos. La extensión de la competitividad a todas las parcelas de la vida tiene su apoteosis en el deporte, más evidente aún en el deporte aficionado: la lucha contra ti mismo, como un otro de ti. Competir contra uno mismo es asegurarse de que se va a perder, seguro. En definitiva, la idea es no parar bajo ningún concepto. Entonces, además del cansancio y la pérdida de puntos de referencia, ni podemos permitirnos esperar a nadie ni nadie puede permitirse aguardar un momento por nosotros para echarnos una mano. Y esa soledad, ese sentimiento de vulnerabilidad en medio de un montón de estímulos alrededor, no hay ni coach ni red social que los arregle. La especie humana se junta en grupos porque comprendimos desde el principio que esa era la forma que nos daba mayores probabilidades de supervivencia y también las mejores posibilidades para que la vida fuera algo más que un asunto biológico y satisfacción automática de nuestros deseos y pulsiones. «Juntos» no es expresión de ingenuidad, sino todo lo contrario: porque vivir es una cosa difícil, porque somos seres frágiles y las transformaciones de la época neoliberal nos vuelven todavía más vulnerables, en definitiva, por esa combinación de precariedades, lo que es verdaderamente iluso es pensar que el sálvese quien pueda sirva como guía para nadie. El principio de realidad está en la dirección opuesta: sólo juntos podemos resistir y sólo a través de la cooperación pueden construirse lugares que realmente queramos habitar, aunque nada más sea porque no estamos hechos para la soledad.
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Ensayo español contemporáneo II Entrevista a Agustín Fernández Mallo – 18 Entrevista a Vicente Luis Mora – 22 Entrevista a Remedios Zafra – 26 Entrevista a Sergio del Molino – 29
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Entrevista a Agustín Fernández Mallo Texto: Fernando Clemot Fotografía: Iván Giménez ©
El año pasado, 2018, fue un gran año para Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967), ya que sumó al gran éxito que tuvo con Trilogía de la guerra (Seix Barral) la magnífica recepción de su segundo ensayo, Teoría general sobre la basura (Galaxia Gutenberg), nueve años después del primero: Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma (Anagrama, 2009). Acerca de su visión sobre el papel del ensayo y su última obra conversamos con él.
¿Cómo surge Teoría general de la basura (Galaxia Gutenberg, 2018)? Parece que tuvo que ser una génesis compleja; ¿fue una búsqueda o un hallazgo? Es una escritura que desde 2010 hasta 2018 se va desarrollando intermitentemente, cosas que aparecen tras diversas intuiciones, casi todas de mecanismos inter-
nos poéticos aunque tengan que ver con la teoría. Y como suele ocurrir siempre en mi caso, parten de estímulos domésticos, asuntos personales, cosas que no entendía y para las que debía desarrollar un modo de afrontarlas, como el supuesto fragmentarismo en las artes, el apropiacionismo cultural o las redes —tanto analógicas como digitales o la mezcla de ambas— como modelos de la creación contemporánea, o el modo en que, desde siempre, para crear, no nos inspiramos en la excelencia de quienes nos precedieron sino en sus residuos, en su basura, en lo que en su día no se entendió de aquellas obras. La ruina… ¿Es nuestra civilización el resultado de un hondo proceso de reciclaje? Sí, eso creo. En general la civilización occidental es el resultado de un continuo reciclaje de los residuos simbólicos que la excelencia va dejando a su paso. Lo excelente, por definición, es algo agotado porque,
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El cielo raso
Entrevista a Agustín Fernández Mallo
precisamente, es excelente, es lo máximo, y entonces de ahí nada nuevo se puede extraer. La excelencia hay que conocerla y reconocerla, pero el proceso creativo acude a los márgenes de ella, a lo que en su día se consideró residuo, para elaborar algo nuevo en el sentido de algo que pueda dialogar con cualquier tiempo presente. Así procedió Cervantes para escribir su Quijote con los libros de caballerías anteriores a él, así lo hizo Goya con Velazquez, así lo hizo Einstein con Newton y así hacemos todos en nuestros pequeños mundos creativos. No es tanto ir a las ruinas del pasado como sí ir a sus rescoldos, a lo que aún está encendido, por basura que nos parezca. El desarrollo del libro es complejo. Algunas exploraciones se diría que son fruto del azar, que surgieron en el momento de la escritura o en un momento cercano a ella, ¿es así? ¿Debe el ensayo planificarse o hay que estar abierto siempre a estas variantes que surgen por el camino? En efecto, muchas exploraciones son fruto de un azar, pero, ojo, el azar nunca funciona como método de hallazgos reales y creativos si uno no ha creado de algún modo las condiciones previas para que se dé. El azar lo crea el ojo que mira, el azar no está en sí en la realidad. En este sentido, casi nada del libro estaba planificado, fue creciendo a través de hallazgos metafóricos de orden doméstico o en diferentes viajes en los que, buscando algo, encuentras algo totalmente diferente. Por otra parte, en mi opinión, un ensayo es algo totalmente opuesto al texto científico; el ensayo, como su nombre indica, está ensayando temas, teorías, propuestas y admite desde el principio que no podrá alcanzar aquello que se había propuesto. Por eso se abre a muchos sentidos y el propio proceso de escritura es de apertura a ecos, horizontes y demás indefiniciones. Mecanismo que en nuestras letras ha utilizado gente tan dispar como María Zambrano, Fernando Savater o Santiago Alba Rico. Si las hay, ¿qué zonas o desarrollos del libro crees que beben más de tu formación científica? No estoy seguro de que haya alguna parte concreta, porque todo el libro está escrito con un mismo aliento
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de la ciencia como algo que no crea certezas absolutas (para eso ya están las religiones y toda clase de chamanismos, que por definición son indemostrables y por tanto inútiles para una apertura real y arriesgada del sujeto al mundo), de modo que se trata de un modus operandi, de una estructura general que lo atraviesa. Copia + error… Básicamente, es la idea del apropiacionismo como mecanismo fundamental de creación de una cultura. Copiamos a otros, pero como la copia exacta es imposible, queriendo o sin querer introducimos errores en la copia, que hacen que en esta aparezca algo nuevo. Si ese error es negativo, lo nuevo es desechado por la sociedad, pero si es un error positivo, es incorporado a una cultura. Nada nace de la nada. Crear desde la nada y con una absoluta originalidad es un sueño de las religiones, en las que las cosas son creadas por dioses sin nada previo; el deus ex machina. Es lo que ocurre en la biología: las células se duplican exactamente, pero luego introducen errores, mutaciones, para dar lugar a la diversidad del mundo. El concepto de red aparece con frecuencia en el texto. ¿Es quizá uno de los signos más importantes de nuestro tiempo la conciencia de vivir en un mundo hiperconectado? Sí, pero esto hay que matizarlo. Es lo que en el libro llamo Realismo Complejo. Por red entendemos no sólo internet, sino algo mucho más amplio, que son todas las redes analógicas en las que estamos inmersos. Hoy ya se sabe que hay un modelo de red muy determinado, una red compleja llamada Red Libre de Escala, que organiza cosas tan diversas como el modo en que una hormiga está conectada con un elefante a través de una red de alimentación, cómo estamos unidos a nuestras amistades del planeta, cómo se hallan unidas nuestras neuronas o cómo está organizada internet. Esta idea de red es la que me vale en mi libro para explorar cómo una obra de arte dialoga con sus espectadores y con la sociedad en la que está insertada, y, de paso, para refutar la idea de que existen obras fragmentadas: no están fragmentadas, sino en red; la fragmentación responde a una visión antigua de nuestra cultura. Por ejemplo, es imposible que una obra fragmentada sea entendida
por el cerebro, ha de haber enlaces que internamente la unan y eso es una red.
Teoría general de la basura es un libro arriesgado y venías de un libro muy cercano y de muy buena recepción. De lejos parecía una posición de riesgo. ¿Tuviste en algún momento temor de que no funcionara bien? No, no lo tuve. Pero también es cierto que, al tratarse de un ensayo, no creía que fuera a tener la repercusión que ha tenido. La sorpresa ha sido mayúscula. ¿Con qué títulos del género crees que se podría emparentar Teoría general de la basura? Con otros que, como Teoría general de la basura, tocan transversalmente muchos temas. Por ejemplo, cualquiera de los libros de Michel Serres o de Manuel de Landa, o Nunca hemos sido modernos, de Bruno Latour, o el clásico Mil mesetas de Deleuze y Guattari. ¿Cuáles crees que son las claves del ensayo actual y que lo diferencian del ensayo más clásico?
Bueno, no es que esté muy al día de todo lo que se hace. Más que nada me centro en los temas que a mí me interesan, que son la hibridación entre la ciencia, las artes y la antropología, pero creo que precisamente esa es la novedad: un regreso al ensayo trasversal, tras años de textos muy específicos y esencialistas, que o bien sólo hablaban de ciencia, o bien sólo hablaban de política, o bien sólo de artes, etc. ¿Un ensayo debería ser el desarrollo teórico de una idea o debería hacernos simplemente dudar? ¿Hay más posibilidades? Como he comentado, el ensayo ensaya, esa es su clave, su apertura. Siempre he visto al ensayo muy emparentado con la poesía, mucho más que con la novela. De ahí mi idea de que en las indagaciones científicas hay elementos y mecanismos muy propios de la poesía. ¿Qué buscas en un ensayo? Que me genere metáforas útiles, que diga no al sistema métrico decimal como único patrón de medir y de evaluar las cosas. ¿Representa el auge del ensayo un fondo de rechazo o hartazgo sobre las formas de ficción actuales? En cierto modo, creo que sí. En mi ensayo Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma, decía algo así como que no necesito de la así llamada ciencia ficción porque ya la ciencia es en sí misma una ficción. Esta afirmación, que hay que leer en su contexto, viene a decir que lo que llamamos realidad ¡está tan lleno de riqueza metafórica! Dicho de otro modo: la realidad siempre es más rica, tiene más detalles, que la ficción, y de explorar esa riqueza se ocupa el ensayo, creo. El ensayo se ha revelado en España como un fenómeno sorprendente por inesperado. ¿Crees que hay algunos temas o puntos generales en común en los diferentes ensayos publicados? ¿Sobre qué nos hemos parado a reflexionar? En general, y con mayor o menor suerte, creo que el ensayo en español se ha centrado en temas de análisis político y social.
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Entrevista a Vicente Luis Mora Texto: Ginés S. Cutillas Fotografías: Valerio Merino ©
Vicente Luis Mora, poeta, escritor, crítico literario y ensayista, acaba de publicar en Pre-Textos el ensayo La huida de la imaginación, donde analiza la influencia que tienen los mercados sobre el mercantilismo en la literatura. En 2006 publica Pangea: Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo, en el que reflexiona sobre cómo afectan internet y las nuevas tecnologías en la sociedad, la cultura, el individuo, el derecho y la propia vida. En 2008 publica Pasadizos, donde revisa cómo ciertas estructuras de la literatura y el arte modernos han puesto las bases de una concepción del espacio artístico que ha perdurado incluso después de la posmodernidad —lo que llama Pangea—. En 2012 publica El lectoespectador, donde analiza cómo las redes sociales, Google y la televisión digital —literatura a medio camino entre texto e imagen— repercuten en nuestra realidad. En 2013 publica La literatura egódica y en 2016 El sujeto boscoso, centrados respectivamente en la narrativa y la lírica española desde 1978 en adelante. Coordina un blog de crítica literaria y cultural titulado Diario de lecturas.
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Es inevitable comenzar la entrevista preguntándole qué queda de aquella «generación Nocilla» (etiquetada así en 2007) que usted prefirió llamar «la luz nueva». ¿Qué hay de vigente hoy de aquel paradigma en la literatura actual? ¿Rechazaron sus componentes originales finalmente esta etiqueta? Nunca existió tal «generación Nocilla». Un grupo difuso y abierto de escritores —muy distintos entre sí— se interesaron en cierto momento por el concepto de lo «mutante», porque sus obras disentían de la narrativa exitosa y desustanciada por entonces en boga. Tras aquella coincidencia temporal de afinidades, cada autor ha continuado su camino, como es natural. De aquello queda una notable producción de novelas y ensayos, una antología que se sigue leyendo y estudiando (Mutantes, editada por Juan Francisco Ferré y Julio Ortega; Berenice, 2007), y varios nombres que hoy tienen reconocimiento nacional y en algunos casos internacional, siendo traducidos en Francia, Estados Unidos o China. En su libro El lectoespectador (Seix Barral, 2012) habla de la «literatura pangeica» como aquella que considera la página como una página-pantalla que puede diseñarse a voluntad. ¿Cuáles serían las principales características que debería cumplir una obra pangeica? La obra pangeica es la que hace una mímesis o imitación crítica del simulacro comunicativo y mediático a partir de otra mímesis simulacral, ya sea formal o semántica. En otras palabras, se analiza críticamente el discurso manipulador de los medios mediante su reproducción paródica, irónica o corrosiva, denunciando así su modo de proceder. En Alba Cromm, por ejemplo, pensé que la mejor forma de exponer el machismo ridículo de muchas publicaciones «para hombres» era poniendo su logomaquia a funcionar, diseñando una revista ficticia y dejándola expresarse. El autor tiene una doble vida en la realidad electrónica. ¿Nuestra generación tiende a confundir realidad y ficción? ¿Es internet el espejo ególatra donde proyectarnos? Sólo cuando quien participa ignora el peligro y la facilidad de convertirse en un narciso. Pangea tocaba estos temas nada menos que en 2006, así que vienen de largo. A estas alturas se ha hablado tanto del egocentrismo 2.0 que quien lo practica es porque simplemente no le importa exhibirse. Hay otras opciones; se puede hacer
un uso valioso de las redes sociales para convertirlas en un instrumento de comunicación real, o para compartir conocimiento, o para pedir y dar ayuda, o para denunciar abusos públicos y privados, etc. Respecto a la confusión entre realidad y ficción, opino en similar sentido: sólo se engaña quien quiere engañarse. Es el motivo por el que nunca borro o dejo de seguir a nadie por tener ideologías distintas a la mía: es la mejor manera de no olvidar que ahí fuera la gente no piensa como tú y luego no te llevas sorpresas cuando llegan los resultados electorales. ¿La literatura en internet es democrática? Es problemático unir los términos literatura y democracia, como he intentado explicar en el capítulo de La huida de la imaginación titulado precisamente «Los presuntos ideales democráticos del arte». Hay que afinar mucho al emplear conceptos tan connotados y de tan larga y variada historia. En internet puede publicar cualquiera, si es que a ese limitado espectro del problema nos referimos, pero también cualquiera puede abrir una mala editorial o autopublicarse en la vida analógica. Infinitas páginas de nulo valor asolan la red, pero la proporción de auténtica calidad es la misma que en cualquier librería con un fondo superior a cinco mil libros, salvo que sea una librería que sólo vende clásicos. ¿Con qué herramientas contamos para discernir la calidad de los textos? Contamos con dos herramientas sólidas e históricamente contrastadas: la teoría de la literatura como marco general de entendimiento del hecho literario y la crítica literaria como lenguaje intermediario (Barthes) puntual, establecido entre la obra y el lector. Por supuesto, comentar un libro limitándote a contar si te ha gustado o disgustado, tras resumir su argumento, es lo contrario de lo que yo entiendo por crítica literaria. Lamento remitirme de nuevo a La huida de la imaginación, pero es ahí y en el prólogo a La cuarta persona del plural donde expongo cuáles son, a mi juicio, los criterios de excelencia de una obra. Apuntar a ambos textos no es hacer publicidad, sino responder con exactitud a su pregunta. ¿Cuál es la figura del crítico actual? ¿Es el mercado el verdadero crítico cultural? El mercado editorial, o mejor dicho la parte más poderosa del mismo (porque las editoriales independientes donde he publicado casi toda mi obra también
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Entrevista a Vicente Luis Mora
son parte del mercado), tiende a ocupar el espacio de crítica y prescripción por una razón obvia: los grandes sellos multinacionales saben que sus libros no convencen a críticos como yo, salvo rarísimas excepciones. Hay dos formas de evitar el juicio desfavorable: el primero es dejar que se confine en espacios marginales, como mi blog, donde soy libre, a costa de ser menos leído que un medio masivo. El segundo y complementario es ocupar los espacios de prescripción, lo que hacen de muy diversos modos, como explico en mi ensayo: desde mercantilizar a los críticos hasta crear empresas de crítica digital, pasando por imponer su presencia a golpe de inserción publicitaria. Son capaces de hacer cualquier cosa, menos abandonar la publicación de malos libros, que es lo que deberían hacer.
sellos. Su paga, su presencia y su influencia dependen de seguir ahí, haciendo lo mismo para que nada cambie. Respecto a lo del interés comercial, me gustaría puntualizar: lo que mata la literatura, como sostengo en La huida de la imaginación, es dejar a los valores mercantiles entrar en el momento de redacción del libro. Una vez escrito este, publicar tu libro y defenderlo en público es una opción más que digna y quien sostenga lo contrario lo que sostiene en realidad es una visión falsamente purista que implica que todo el sector del libro debe cobrar, menos los autores de los libros. No hay que ser muy listo para saber a qué lógica rinde su servicio ese planteamiento. ¿Es lícito criticar el mundo literario desde la propia literatura? Pues claro. A ver si el literario va a ser un mundo de hadas, elfos y cisnes regido por principios diferentes a los de la sociedad. Lo que sí entiendo que debe exigírsenos a las personas de letras es que la crítica sea argumentada y vaya acompañada de una rigurosa autocrítica constante. ¿Cómo catalogaría la nueva poesía que se está haciendo en internet? Pues hay de todo. Como la poesía escrita en el año 546, o la publicada en 1723, seguramente la parte valiosa y duradera sea ínfima. Añado que cualquier moda es mala consejera para escribir, tanto dentro como fuera de la red.
Desde los años noventa no hay una renovación de firmas en la crítica de este país. ¿Son los críticos culturales caducos? ¿Deberían renovarse cada cierto tiempo para entender los nuevos movimientos culturales? ¿El interés comercial mata la buena literatura? En La luz nueva recomendaba la renovación de la crítica cada cierto tiempo, pero, como bien comenta usted, en España ese recambio no se produce o se buscan clones perfectos de los críticos jubilados, que reproducen sus esquemas normalizados de lectura. Hay pocas excepciones. A veces me da por fabular que los críticos vetustos sí entienden fenómenos nuevos, y precisamente porque los comprenden no hablan de ellos o los denigran: quizá no ocupan esos espacios para defender lo distinto, sino los valores promovidos por los grandes
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¿Qué piensa del último premio Biblioteca Breve otorgado a Elvira Sastre? Creo que es una mala noticia, la verdad. La poesía de Sastre, que es lo que he leído, hace difícil imaginar que pueda escribir cualquier cosa de cierta dignidad literaria. No estoy opinando sobre la novela, que no he leído —ni leeré, tras los duros juicios públicos y privados de personas sensatas en cuyo criterio confío—, sino sobre la concesión del premio, que es el objeto de su pregunta. ¿Sigue defendiendo las series de televisión como arte? ¿Deja esta forma de contar historias algún tipo de poso literario? El problema es que el arte televisivo (a menudo más storytelling que arte) me parece, como el arte sibe-
riano del siglo XV o el arte cordobés del año 154.000 antes de nuestra era, un arte muy limitado en comparación con otros. No me arrepiento de haber visto The Wire, por ejemplo, que no es poco decir, y pienso que es una buena serie. Pero no me ha dejado ninguna huella. Twin Peaks, en cambio, sí, porque David Lynch es un artista con mayúsculas, capaz de canalizar su genio en cualquier formato. Lo mejor que han legado las series de televisión, a mi juicio, son obras como Los muertos, de Jorge Carrión; Brilla, mar del Edén, de Andrés Ibáñez, o la reciente Escarcha, de Ernesto Pérez Zúñiga, construidas como teleseries o a partir de ellas. Es decir: aquella literatura que ha ido a buscar inspiración a la televisión para elaborar productos artísticamente más complejos. ¿Debe la literatura dejarse invadir por otras disciplinas? Sí, por supuesto, y la más valiosa ha solido hacerlo históricamente, ya desde Lucrecio. Pero la literatura no debe olvidar que su trabajo es de lenguaje y no de reflejo. Sin olvidar esa premisa, la de tomar en serio sus posibilidades en cuanto discurso, es libérrima para hacer, dar, tomar y recibir lo que quiera. ¿Es necesario replantearse de nuevo qué es la literatura? Nunca ha dejado de hacerse. De hecho, «literatura» como tal sólo existe desde el siglo XVIII; hasta entonces se llamaba poética o retórica, bajo diversas prácticas que hoy conocemos como «géneros». Por eso defiendo que debemos entender el hecho literario como un triángulo en cuya base cabe prácticamente casi todo —canciones, artículos periodísticos, guiones, tuitpoesía, libros—, pero que se va afinando en su parte superior. Porque, ¿para qué emplear términos tan amplios que acaben por no significar nada? Si una novela de Pynchon y un tuit valen lo mismo, ¿por qué no llamarlo a todo «ruido»? Mucha gente me pide recomendaciones para leer, para eso estamos los críticos; y no se puede recomendar sin tener criterios, o sin pensar argumentada y críticamente los conceptos y límites difusos de lo que uno recomienda. La poesía y el cuidado del lenguaje parecen ser el eje central de su producción. ¿Es correcta esta afirmación?
Si se lo ha parecido es que no voy por mal camino. Ojalá sea así y, si lo es, ojalá me mantenga en esa línea de trabajo, siempre que entendamos que a veces la mejor forma de cuidar el lenguaje es destruirlo a conciencia para reconstruirlo de otro modo. Es de formación claramente humanista —licenciado en Derecho y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Córdoba—. Sin embargo, es evidente la presencia de la ciencia en su obra… Como he intentado explicar en varios foros y textos, difícilmente puede considerarse uno «realista», «fantástico», «naturalista» o «surrealista» sin saber en qué consisten la realidad y la naturaleza, lo consciente y lo inconsciente, la física y la fantasía. Es una consecuencia natural de mi humilde vocación de arrojar algo de luz sobre cuestiones que me he preocupado de entender y estudiar. De ahí que opine tan poco sobre todo lo demás: no es que no me importe y en absoluto significa que no tenga una opinión, pero tener una opinión pública me parece una cosa muy seria, para la que hay que documentarse mucho. Entre 2007 y 2010 fue director del Instituto Cervantes de Alburquerque (Estados Unidos) y entre 2010 y 2014 del de Marrakech (Marruecos). ¿Cómo afectaron aquellas experiencias tan dispares en su experiencia vital y en su obra? Pues, con sus zonas de sombra, como toda experiencia, me abrieron la mente y confirmaron mi intuición de que es muy sano para cualquier persona, especialmente si escribe, vivir en otras tierras y estudiar otras lenguas. Espero que ese enriquecimiento personal se note en lo que hago; un efecto directo es que mi obra en marcha Circular ha dejado de ser «madrileña» y se ha hecho más abierta y universal. Ojalá pronto vea la luz la siguiente entrega de este libro, central en mi proyecto literario. ¿Es necesario alejarse de los trabajos ajenos a la escritura para realizar una buena obra, reposada y certera? Iré al grano: es posible que un trabajo estable dé libertad para escribir, en ciertos sentidos; pero tengo clarísimo que jamás hubiera podido afrontar una novela tan
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compleja como Fred Cabeza de Vaca sin estar dedicado por completo a idearla, escribirla y revisarla decenas de veces. Esta misma opinión se la he escuchado a varios colegas que han escrito novelas de cierta ambición. De ahí que muchos escritores se dediquen a la docencia, uno de esos pocos trabajos que, según casos, pueden dejarte al menos uno o dos meses de absoluta concentración (entre doscientas cuarenta y quinientas horas) para escribir la parte nuclear de la novela. La otra opción, durísima, es arrancarle horas al sueño. A toro pasado, ¿qué cambiaría de sus ensayos ya publicados si tuviera la oportunidad de volverlos a publicar en su tiempo? ¿Qué afirmaciones no han soportado el paso del tiempo o su propia crítica? Qué buena pregunta, gracias por la oportunidad. De Pangea cambiaría poco, por ser divulgativo, pero eliminaría la parte jurídica. De Pasadizos me molesta ahora el desequilibrio de calidad entre sus partes. Cuando publiqué Singularidades pensé que me había pasado, pero viendo lo que sucede en el mundo poético patrio, veo que me quedé corto. De La luz nueva quitaría cosas y cambiaría bastante, porque soy menos ignorante que cuando lo escribí. De El lectoespectador laminaría el molesto tono proselitista y las menciones a mi propio trabajo creativo. De El sujeto boscoso ha pasado poco tiempo y, al ser un trabajo más académico y sujeto a reglas filológicas, creo que tiene menos errores; quizá también menos aciertos, por los mismos motivos. En la última Feria del Libro de Buenos Aires, una conocida autora española se jactó en plena conferencia de no haber leído nunca a Vila-Matas ni a Bolaño en un intento de romper los tótems literarios que han imperado los últimos años. ¿Qué piensa de esto? Me parece tan inexplicable como la actitud de quienes no la leerán a ella por ser mujer. En 2016 publica en Vaso Roto La cuarta persona del plural. Antología de poesía española contemporánea (1978-2015). Si bien es cierto que selecciona poetas en catalán, gallego y euskera, se le ha reprochado que no incidiera más en la poesía de la experiencia y que sólo hubiera cuatro mujeres de un total
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de veinticuatro autores (apenas el dieciocho por ciento). ¿Qué piensa de la paridad en las obras antológicas? Que no incida más en la poesía de la experiencia se explica por sí mismo, al exponer en la introducción los criterios de lo que entiendo por excelencia poética. Respecto al tema de la paridad, soy de los pocos críticos varones que han leído y utilizado elementos de la teoría literaria feminista y soy muy consciente de los sesgos, incluidos los propios. Explico la causa: las poetas que más me interesan han publicado su mejor obra a cierta edad, adentradas en la madurez. Y eso pasará —de hecho, ya está pasando— con algunas poetas no antologadas. Intento decir que si tuviera que hacer ahora mismo una antología de poetas posteriores a 1960, en la lista habría más mujeres. Si hubiera partido de 1950 habría incluido a Olvido García Valdés, Chantal Maillard, Blanca Andreu y varias más. Y si la hiciera dentro de veinte años el número se incrementaría hasta la paridad o más allá. Lo que no puedo es inventarme trayectorias ascendentes, no puedo falsear mi experiencia de lectura. El antólogo escoge entre lo publicado, no entre lo futurible; el lector quiere buenos poemas, no loterías. Mi conciencia está tranquila porque operé en justicia, según mi leal saber y entender. También en 2016 recibió el Premio Torrente Ballester por su novela Fred Cabeza de Vaca, una biografía de un artista ficticio del siglo XXI que trabaja de comisario, promotor cultural y activista. Antes ya había hecho algo parecido, cuando en esta misma revista, en el número 322, dedicado a la «Literatura y falsificación», pidió permiso a varios autores para suplantarlos y poder así firmar todos los artículos con heterónimos, algunos reales, otros inventados. ¿Juega a confundir la realidad y la ficción? No, lo primero que lee el lector en Fred Cabeza de Vaca es esta frase: «Esto es una ficción». No creo que haya confusión posible. En el Quimera 322, una de mis obras más queridas, no hay ficción salvo en el breve relato incluido; el resto son ensayos, firmados bajo otros nombres, sobre la heteronimia, el hoax y la identidad. Creo que se abusa en la actualidad editorial de los juegos entre realidad y ficción; habría que empezar a darle una vuelta a ese cliché.
Entrevista a Remedios Zafra Texto: Ginés S. Cutillas Fotografía: Fotografías cedidas por la autora ©
Remedios Zafra es escritora, profesora y ensayista. Se ha especializado en el estudio crítico de la cultura contemporánea, el feminismo y la cultura digital. Desde 2002 ha sido profesora titular en la Universidad de Sevilla, donde ha impartido docencia en Arte, Innovación, Género y Cultura Digital y a partir de 2020 formará parte del Instituto de Filosofía del CSIC. Ha comisariado varios proyectos sobre arte, género y tecnología en internet. Entre los muchos premios que ha recibido por su obra ensayística, destaca en 2017 el 45º Premio Anagrama de Ensayo por El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Sus ensayos más recientes son: Netianas. N(h)acer mujer en Internet (Lengua de Trapo, 2004), X0y1 #ensayos sobre género y ciberespacio (Briseño, 2010), Un cuarto propio conectado. (Ciber)espacio y (auto)gestión del yo (Fórcola, 2010), (h) adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean (Páginas de Espuma, 2013) y Ojos y capital (Consonni, 2015).
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Entrevista a Remedios Zafra
Tradicional y antropológicamente intentábamos guarecer nuestro espacio privado. ¿Qué ha cambiado con la democratización de la Red? ¿Por qué ese cambio de paradigma? ¿Somos todos productores de contenido? Han cambiado las clásicas esferas de relación que antes delimitábamos y ahora se mezclan: lo público y lo privado, la producción y la recepción, lo profesional y lo amateur, la presentación y la representación... Estas esferas que hasta hace poco definían los márgenes que nos enseñaban a habitar de determinada manera el mundo se erosionan, conformando un nuevo escenario que resulta tan fascinante como inquietante. Efectivamente, a mí me parece que hay un cambio de paradigma. Quizá el ejemplo más claro venga de algo tan característico para la mayoría de las culturas como el «proteger lo íntimo». Ahora no sólo no se protege, sino que luchamos por visibilizarlo, buscamos «que nos vean». Ser visto en las pantallas es equiparado a una nueva forma de ser en el mundo, donde los ojos operan como el nuevo capital. El cambio es fruto de muchos factores: uno crucial es el asentamiento de una cultura neoliberal que rentabiliza que la representación del sujeto sea cada vez más una exhibición del sujeto. Es decir que el yo se presente como producto y dedique tiempos y energías a su gestión. La lógica de las redes sociales normaliza este movimiento convirtiéndonos en protagonistas de nuestro propio escaparate. Creo que la democratización de la que hablamos comenzó enfatizando una suerte de horizontalización en la que todos pasamos a ser potenciales productores, usuarios y mediadores de contenido, aunque tiene mucho de espejismo si pensamos quién lo gestiona y se reserva el verdadero poder sobre ello. En este contexto, la producción también ha cambiado: no se trata sólo de crear e idear cosas sino de apropiárnoslas, resignificarlas y hacerlas circular. Siri Hustvedt —reciente premio Princesa de Asturias de las Letras— habla de una proporción áurea del ochenta por ciento en el público femenino de actos literarios. Esa misma proporción se mantiene en el público como hombres cuando el acto es de naturaleza científica. ¿Son las mujeres consumidoras de la cultura pero no productoras? Las mujeres son y pueden ser muchas cosas, pero las herencias patriarcales han promovido su orientación más
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como consumidoras que como productoras. Sin embargo, esta ha sido una cuestión también de palabras y de significación desde el poder. Por ejemplo, las actividades que tradicionalmente han hecho las mujeres en el hogar han sido consideradas «consumo», cuando sin embargo implicaban tareas de producción de bienes como la comida o el vestido, y de servicios como el cuidado. Me refiero a que al poder le ha interesado mantener a las mujeres en territorios de indefinición donde se ocultaba o denostaba la producción que hacían. La situación de las mujeres está cambiando llamativamente; quizá por ello muchas personas tememos la fragilidad de estos logros recientes que algunos consideran que han estado ahí siempre. Observar la situación de las mujeres hace unas décadas en la esfera pública, cultural, laboral y personal española —y todavía hoy en gran parte del mundo—, asusta. Quiero decir que esas inercias siguen operando también en el mundo de la cultura, donde las mujeres han sido más visibles del lado del consumo y la mediación que del de la producción. Cuanto más prestigio ha tenido un ámbito, más masculinizado ha estado; la ciencia es un ejemplo. Sin embargo, considero que la mayor desventaja para las mujeres no ha sido la invisibilidad o la exclusión, sino «la infravaloración». Lo hecho por mujeres se ha minusvalorado y frivolizado, disuadiéndolas y convenciéndolas de que lo mejor hubiera sido que se dedicasen a otras cosas. Entonces, ¿la objetividad literaria y académica no es otra cosa que la subjetividad masculina? Esto sugería la escritora Adrienne Rich, que «la objetividad es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina». Estoy de acuerdo con la idea a la que apunta. Hasta hace poco, la idea de objetividad se camuflaba como algo neutral e incuestionable, obviando la parcialidad que escondía; es decir, su carácter convenido y «acordado» dentro de un campo de conocimiento. A mí me parece que, en lo que vemos y construimos, siempre hay una lente que podemos (o no) visibilizar. Para mí esto es algo importante en la escritura y en el pensamiento, pues permite entender las claves de la voz que habla desde un posicionamiento. Donna Haraway lo plantea muy bien al hablar de «objetividad situada». Creo que, de distintas maneras, la idea de objetividad ha estado teñida de una pátina
masculina y etnocentrista que no ha compartido sus sesgos y su poder. ¿Han engañado a nuestra generación haciéndole creer que era libre y que podría conseguir lo que quisiera por medio del conocimiento que se les negó a generaciones anteriores? ¿Somos una generación frustrada? Y si así fuera, ¿cuál sería entonces nuestra fuente de frustración? Creo que la pasión creativa e intelectual es posiblemente una de nuestras primeras muestras de verdadera libertad, allí donde casi todo nos viene dado (dónde nacemos, qué enfermedades tenemos, la familia, los recursos…). Para quienes hemos podido acceder a una educación pública en España ha habido una mayor sensación de libertad, pues por fin rompíamos con una herencia que años antes nos habría condenado a repetir linaje de pobres. Pienso que la educación nos ha hecho más libres en cuanto a que conocer nos ha dado alas y nos ha hecho plantearnos cuestiones, pero no necesariamente en cuanto al trabajo y la emancipación. «Los pobres que hemos leído no siempre podemos fingir que no acumulamos rencor» (El entusiasmo). Me parece que la expectativa es también el mayor alimento de la frustración. La coincidencia con el asentamiento de una cultura neoliberal que enfatiza la voluntad y «la responsabilidad individual» como clave de todo logro vital («si tú quieres, tú puedes») ha tenido también que ver, pues pone todo el acento en el «uno mismo», pasando por alto que sin «responsabilidad social» la desigualdad se perpetúa y que la expectativa frustra. De nada le vale a una mujer que siente que debe cuidar a sus hijos o a sus padres que le digan que «si ella quiere, ella puede»: no es verdad. Las asimetrías en las responsabilidades sociales siguen empujando a unas personas más que a otras. Vivimos aplazando un futuro acomodado que nunca llega. ¿Controlan los Gobiernos a la población con esta falsa promesa instaurada de mejora? La ilusión de una vida mejor es un claro motor humano, pero la esperanza de que esto es más viable cuando has podido estudiar es algo de lo que se vale hoy el capitalismo para rentabilizar la ilusión de que la precariedad es temporal y de que cabe confiar y seguir pos-
tergando ese sueño. Detrás de esta instrumentalización hay una lógica racional de «menor inversión y mayor beneficio» por la que se contrata precariamente a personas formadas que compiten entre ellas, y a las que esa temporalidad «les sirve» para sentir que «aspiran a algo mejor», que cuando tengan suficientes méritos «temporales» tendrán una vida más emancipada. También es beneficioso para quien contrata saber que hay multitud de personas desempleadas dispuestas a «competir» para ir tirando o para ir creando un perfil profesional más competitivo. Esto no acontece hoy solamente con jóvenes recién salidos de la universidad, sino también con personas que encadenan formación y temporalidad desde hace años y, con mucha frecuencia, pasan ya de la treintena e, incluso, de la cuarentena. Especulo sobre ese control en un libro de relatos llamado Despacio (Caballo de Troya, 2012), donde un personaje llamado Laquestapeor ayuda a regular la estabilidad de «vidas mínimamente vivibles» y de un futuro aplazado, dejándose ver como «la que siempre está peor, sin salud, sin dinero, sin ilusiones», de forma que ayuda a los demás a sentirse algo más afortunados y felices. Ciertamente es una ficción, pero me parece que, de muchas formas, estos mecanismos de visibilización del sufrimiento en los otros se usan para alimentar la resignación. En la tradición grecoromana, Sibila profetiza el futuro. ¿Quién es el personaje de Sibila que aparece en sus ensayos? ¿Cuál es su perfil profesional? Sibila es una figura de dicción que permite identificar a muchos trabajadores culturales contemporáneos en los ámbitos culturales, académicos y creativos. Su perfil es de entusiasta que siente con dolor que está perdiendo aquello que le apasionaba del trabajo creativo, que su entusiasmo se va convirtiendo en algo fingido. Una trabajadora autoexplotada que toma conciencia. Un personaje que incluso cuando es masculino está «feminizado», hasta hace poco dispuesta a dar «más por menos», y que en algo recuerda esa expresión de Amelia Valcárcel de «ley del agrado» que tanto ha caracterizado a las mujeres y su pago simbólico. Una voz que permite reflexionar sobre el asunto desde la empatía que genera compartir su vulnerabilidad y sus deseos. Sibila es la intersección de todo lo que «no nos hace únicos» en la vida contemporánea, de lo que nos iguala
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Entrevista a Remedios Zafra
en la forma de vivir y trabajar a muchas personas en un mundo conectado, donde la precariedad no sólo es rasgo económico y laboral de gran cantidad de gente, sino también seña de época. ¿Hay un desajuste entre la capacidad creativa actual y las oportunidades de desarrollarla que nos brindan las empresas? ¿Funcionan las empresas como capadoras de tales impulsos creativos? ¿Buscan trabajadores fotocopiados? La contratación contemporánea no sólo favorece la precariedad, sino que alimenta la sobreproducción competitiva. En este proceso, limita el tiempo para tomar conciencia y romper la inercia, pero también se beneficia de romper los «vínculos entre iguales», favoreciendo el «secreto» y alejándose del conocimiento como «bien común». Pienso que esto perjudica seriamente tanto a la creatividad como a la alianza colectiva que permitiría la cohesión de los trabajadores. La incentivación de formas de rivalidad entre trabajadores precarios es una perversa forma de sostener este entramado hiperproductivo, haciendo que se perciba al compañero como rival para un trabajo cuyo máximo valor se estima en ser un reglón más de un interminable currículum. ¿La cultura y el dinero están reñidos? ¿Es lícito cobrar por lo que nos gusta hacer? ¿El dinero dignifica lo que es frívolo si no está pagado? Claro que es lícito cobrar por lo que nos gusta; quizá el peligro esté en no hacerlo cuando podemos permitírnoslo, ya que así ofrecemos el ejemplo de que hay cosas que están pagadas con su mero ejercicio porque son vocacionales, lo que restringe su práctica a quienes son ricos o son valientes y no tienen (o rechazan) responsabilidades hacia los otros. Por mucho tiempo se ha alimentado la idea de que dinero y cultura están reñidos, llevando la cultura al ámbito de la donación o del porcentaje de pago mínimo, y convirtiendo a los creadores en elementos dependientes de un sistema de auspicio derivado del poder y la riqueza. Cierto que es un territorio complejo, porque la base intelectual siempre debiera ser «la libertad» de pensamiento, pero esta no existe sin la «autonomía» que permite vivir dignamente.
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¿El reconocimiento no retribuido a los creadores influye de la misma manera en un rico que en un pobre? Pienso que no es igual pagar con reconocimiento a un rico que a un pobre, porque lo que en el rico se convierte en prestigio, en el pobre se convierte en frustración por necesidad de buscar sustento para seguir creando. No debiéramos favorecer que sólo los ricos puedan crear. De hecho, y me parece que es algo diferencial en esta época, por fin los pobres pueden soñar con dedicarse a la creación. En El entusiasmo se dice: «Me detengo a observar cómo un rico dice a Sibila: ‘Yo tengo dinero, pero tú tienes “conflicto”. Con el conflicto puedes crear.’ Y Sibila piensa que de nada le sirve su conflicto si sigue cargando su espalda educada en el miedo. El miedo del pobre.» ¿Somos una multitud de individualidades, unos náufragos conectados? ¿Somos una marca de nosotros mismos? Hay una coincidencia en el pensamiento contemporáneo que advierte de la conversión neoliberal del sujeto en «marca», apuntando a la mercantilización de las personas «más expuestas que representadas» en la red. De este nuevo escenario también se derivan cambios en las formas de comunidad, más cercana a una «multitud de individualidades», es decir, a multitud de personas habitualmente solas delante de sus pantallas. Esto se promueve desde la propia configuración tecnológica de los dispositivos móviles e individuales que nos permiten crear y trabajar allí donde estemos. La cohesión entre las personas está cambiando y creo que hay muchas aristas en este asunto donde somos (podemos ser) muchas cosas: autoexplotados, náufragos conectados o creadores liberados. Aunque yo enfatice las derivas hacia los riesgos de opresión simbólica, no obvio que la red está cargada de potencias. Aprovecharlas es más fácil si tomamos conciencia de los riesgos. ¿La prisa y el fracaso son inventos capitalistas? Me parece que la prisa de ahora sí es un invento capitalista: solo hay que observar otras culturas u otros momentos para identificar que la forma de experimentar el tiempo ha cambiado. En cierto sentido, puede que el fracaso también lo sea, si tenemos en cuenta que hoy prima la presión de «darlo todo en todo momento» y
estar allí donde todo es cuantificable y éxito y fracaso dicen medirse en tiempo real. Sin embargo, advierto en el fracaso algo luminoso, que funcionaría como lugar de resistencia, como ese espacio/tiempo donde estar liberado de la expectativa de los otros y donde poder recuperar el tiempo propio y la concentración. ¿Existe la otra mitad, aquella que según Virginia Woolf nos impedía escribir? Para Woolf eran los hombres, ¿Quién es esa otra
mitad para los creadores actuales? ¿Es tan evidente tal maniqueísmo? Quizá lo perverso del momento actual es que los impedimentos para la creación también están en nosotros mismos. A eso nos referimos al hablar de «autoexplotación». Cada época trae consigo nuevas y viejas dificultades para la creación. La saturación de tareas de la vida contemporánea puede ser una gran limitación para la escritura, apenas tenemos tiempo para «holgazanear por las esquinas» (como también sugería Virginia Woolf ). Pero el asunto es complejo y tiene no pocas aristas. No obstante, esa mitad a la que se refería Woolf tiene sentido cuando hablamos de desigualdad de género y de principios del siglo XX, en ese sentido no es tanto maniqueísmo como asunto de desigualdad y de poder, que aquí ha existido hasta hace bien poco y todavía persiste en muchos lugares. Comente esta cita de Virginia Woolf en Tres Guineas: «[se] debe ganar lo bastante para ser independiente de otro ser humano y comprar ese mínimo de salud, ocio, conocimientos, etcétera, necesarios para el pleno desarrollo del cuerpo y de la mente. Pero no más. Ni un penique más. […] Cuando haya ganado lo suficiente para vivir mediante su profesión, se negará a vender la mente por dinero». La autonomía es la clave de la libertad. Esta idea de Woolf me parece toda una consigna para lograr un mundo más igualitario que pudiera garantizar la dignidad de la vida desde la autonomía personal, que también es una autonomía económica en los más viables modelos de mundo imaginables. Pero también ese control del que habla Virginia en la segunda parte de su propuesta es importante. En su polémica resistencia a la acumulación propiciada por el capitalismo, me parece que hay una demanda crítica no solo del riesgo de prostitución intelectual de quien se enriquece poniendo su libertad de pensamiento al servicio del poder, sino también una denuncia de cómo la acumulación de riqueza tiende a esconder los delitos que amparan la desigualdad. En ese frágil equilibrio que sugiere Woolf hay una demanda de justicia social pero también un elogio de la libertad creadora como algo que puede ser pagado pero que no puede ser vendido, es decir, que no debiera ser corrompido.
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El cielo raso
Entrevista a Sergio del Molino Texto: Fernando Clemot Fotografía: Lorena Otero ©
En 2016, Sergio del Molino apartó durante un tiempo su producción de ficción y abordó el tema de la despoblación del centro peninsular en el ensayo La España vacía (Taurus, 2016), que se ha convertido en uno de los grandes clásicos del ensayo español contemporáneo. A este éxito siguió Lugares fuera de sitio (Espasa, 2018). Sobre estos dos ensayos y sobre el género hemos conversado con Sergio, una de las principales figuras del ensayo literario de los últimos años.
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Entre las muchas definiciones de ensayo que podemos hallar, una de ellas sería la de encontrar un lenguaje o un corpus teórico a una realidad que está en el consciente o el subconsciente de la gente. ¿Crees que conseguiste este efecto con La España vacía? ¿Crees que pusiste en el foco una realidad que estaba delante de los ojos de la gente? Lo que creo que recogí fue un montón de cosas que estaban en el aire. No sé si esto es una característica del ensayo o de la literatura, recoger cosas que flotan, que son evidentes pero que pasan inadvertidas. Más que inadvertidas es posible que no se les dé importancia. Lo que debería hacer el ensayo es indagar y yo creo que esto es lo que hice con La España vacía, dar importancia a algo a lo que no se le daba, a lo que no se daba relevancia a la hora de definir lo que es España o es el país. Era algo que no se percibía como problema político ni como problema histórico. En La España vacía lo que traté de articular es eso, intentar ver de qué forma España no se explica sin ese desequilibrio y ese gran vacío del interior que se percibía de una forma folclórica. No es un ensayo que quiera descubrir nada que no estuviera. Era un asunto muy investigado. Había que sacar una información que estaba al alcance de todo el mundo, que era evidente, y concluir que aquello formaba parte de la esencia y el conflicto de un país. Trataba de llamar la atención, señalar, y ese era el punto de partida. Cuando uno escribe un ensayo tiene la voluntad de generar un debate; otra cosa es el alcance de ese debate, dónde se dirige, pero el ensayo debería nacer con esa voluntad. Situar un problema que se consideraba marginal y situarlo en el centro de la atención pública. Yo elegí la forma del ensayo para eso. En muchos textos históricos, en autores extranjeros y nacionales, se ha mencionado secularmente a España como una sociedad agraria. ¿Crees que ha cambiado profundamente esta realidad, incluso la percepción sobre ella? Yo diría que la percepción ha cambiado en los últimos sesenta años. El punto de partida sería el año 1959, en que hay una decisión política de un calado importantísimo: es cuando la élite del franquismo decide industrializar el país rápidamente. Se acabó el país agrario. Esto se hace por decreto y la verdad es que las cosas cambian en poco tiempo; en quince años España se convierte en un país distinto. Aparece un país urbano
y con una industria de servicios, lo que tiene unas repercusiones culturales profundísimas. De ese cambio quedan muchas cosas sin asimilar, de manera que todavía percibimos el país como una realidad anterior a esa transformación. Trazamos paralelismos con la España de la Guerra Civil y la preguerra para establecer comparaciones con un país que ya no es el mismo y con una sociedad radicalmente distinta. Ya no hay una sociedad analfabeta y rural. Me interesaba rastrear las consecuencias de la desaparición de esa realidad, cómo una cultura campesina —que había sido la dominante dentro de España— se esfuma y cómo esto afecta a los propios españoles. Me interesaba el discurso antropológico, en un sentido muy amplio. En la emigración hacia las grandes ciudades, ¿se buscaba una realidad que se había visto en las películas? ¿Se buscaba también una nueva forma de vida? Totalmente. Eso se ve en Comizi d’amore, de Pasolini, en que va preguntando a personas del sur y del norte sobre el erotismo y el amor. Pero creo que eso también aquí era secundario; lo principal era salir de la miseria, se buscaba una prosperidad económica, también vivir más cómodo, con unas coordenadas que no fueran tan asfixiantes como las de la sociedad tradicional, no tan condicionadas por la Iglesia. La búsqueda del cambio social pertenece mucho más a una segunda generación que a la primera, que lo que busca, principalmente, es subsistir. En La España vacía hablas del caso argentino (un país prácticamente sometido a una gran ciudad, convertido en paisaje). ¿Crees que con sus características propias España corre el riesgo de convertirse en algo parecido? Además hay ahora un teórico francés que habla de centros y periferias y marca un término de periferia mucho más amplio. El campo sería una de las periferias de las que habla. También están las zonas periféricas de las ciudades, los excluidos, etc. El campo es uno de esos lugares que se han quedado descolgados, como condenados a una ciudadanía de segunda. Es parte de un proceso de urbanización que empezó hace mucho tiempo y que está agudizándose de forma dramática en Europa, y puede que en España seamos una vanguardia de ese fenómeno, que ocurre en todos los países. Las ciudades enormes, macrocefálicas, que van devorando y parasitando todo el campo. Está desapareciendo el campo en Francia, en
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El cielo raso
Entrevista a Sergio del Molino
Italia, en Alemania un poco menos pero también, la economía agraria no es capaz de resistir el envite de la globalización, que hace que no quede más remedio que irse a la ciudad. El campo sin agricultura no puede existir. Podemos inventarnos un montón de desarrollos rurales, un montón de milongas, pero si no sacamos nada de la tierra o los animales no hay forma de sobrevivir. Esa transformación la estamos viendo ahora. En Francia, en donde se vive todo con una sensación de drama muy superior, estamos viendo como el cierre de las explotaciones agrarias está provocando incluso suicidios. En la última novela de Houellebecq aparece un campesino que se suicida. Es la agonía de un mundo y también una forma de exclusión. El crimen de Fago, Buñuel y Las Hurdes, Puerto Hurraco, La casa de Bernarda Alba, La caza de Saura, Surcos, el tremendismo, etc. ¿No se ha transmitido también en España una imagen brutal de lo rural que ha perjudicado a su imagen y, por ende, a su futuro? El campo español era mucho más pobre que, por ejemplo, el francés. Más deshabitado. El sentido del drama estaba relacionado con esa pobreza. En Francia, al ser más numerosos los agricultores o la gente que vivía en el campo, siempre han sido una fuerza de choque y social muy importante; en España, sin embargo, los campesinos nunca han conseguido organizarse, nunca han sido una fuerza política o social. El dramatismo viene de esa debilidad y de la pobreza. Han pasado cosas mucho más terribles que en otros lugares. Eso no quita para que no haya habido una estilización a través de la literatura, el cine, el arte; más bien se han recreado en ese drama que tiene mucho que ver con Lorca, Cela, Delibes, el tremendismo, que tiene una base en la miseria y en la denuncia social. No se ha hecho otro dibujo y eso ha ido alimentando un estigma que todavía se encuentra en la literatura y en el cine, que llega hasta Pilar Miró, el noir rural. Es una tradición que no se sostiene —el campo ya no es eso—, pero que persiste. ¿Hubo también una utilización social de esa miseria, en Goytisolo —La Chanca, Campos de Níjar— o el propio Buñuel? Sí, se utiliza para denunciar esa pobreza, esa situación, para ejemplificar como España es totalmente cruel e
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indiferente hacia la suerte de los más humildes. Y eso es una tradición que, como toda propaganda, tiene un fondo de verdad, pero tiene mucho de propaganda. Si pones el foco en un lugar minúsculo donde ocurren cosas terribles, das la sensación de que estás generalizando con todo el campo y estás retratando al campesinado en general, cuando no es así. Toda crónica, por muy objetivo que quieras ser, tiene una selección y una tesis de antemano. ¿Estuvo siempre vacía España? ¿Cómo se ha producido este proceso? España estuvo siempre vacía y lo que sucedió es que nunca hubo una revolución industrial o agraria que la activara. No perderá población, pero tampoco suma en muchas zonas. Se queda con la misma población que en la Edad Media. Eso se ve en las cifras. La evolución demográfica en España sólo se ve en el siglo XX, cuando lugares como Madrid o Barcelona explotan demográficamente y se multiplica por diez la población en la costa. En el interior hay un estancamiento y luego una pérdida de población por la emigración. España fue siempre un país bastante despoblado desde la antigüedad. De hecho, una de las cosas que cuentan algunos cronistas, como Plinio el Viejo y los cronistas romanos, es que les llama la atención lo yermo del paisaje; también a los viajeros románticos del XVIII y XIX les llama la atención esta característica. Era un suelo muy pobre. También hubo una guerra civil en la Edad Media entre ganaderos y agricultores que ganaron los primeros, y la ganadería no necesita gente sino más bien espacio. Posiblemente, si hubieran ganado los agricultores tendríamos una estructura demográfica muy distinta. Gran parte del suelo se dedicó a pastos y en pastos se ha quedado. ¿De qué forma crees que influyó, tanto para La España vacía como para Lugares fuera de sitio, tu trabajo en el Heraldo de Aragón, aquellos reportajes que realizabas? Son dos libros que beben de una mirada de cronista. Yo no diría que son libros de crónicas, pero sí que tienen mucho de cronista: esa mirada de periodista, curiosa, es determinante. Yo aprendí hablando con la gente, paseando, y creo que mi interés y mi curiosi-
dad por los lugares viene de ahí. Todos empezamos a viajar y a tener curiosidad por las cosas de alguna forma. No creo que mi trabajo en el Heraldo sea absolutamente determinante; podría haber habido otro punto de partida. Aunque sean libros de un periodista, no creo que sean libros necesariamente periodísticos; contienen una mirada periodística, pero podría haber llegado a ellos de otra forma. De hecho, a mí lo que me interesa, más que pasear por los sitios, es intentar armar un discurso en torno al país, buscar las claves de los conflictos y de la convivencia entre nosotros que no son obvias, que no son lo que estamos
acostumbrados a oír. Esas claves se detectan mucho más en las corrientes subterráneas. Lugares fuera de sitio parte de una curiosidad por lugares que pueden parecer estrambóticos o que están fuera de lugar. Lo que me interesaba es que no se parecen a otros sitios. En un mundo globalizado en que todas las ciudades se parecen a otras, son muy genuinos. Gibraltar no tiene otro igual, sin embargo puedes buscar un semejante a Madrid o a Lavapiés; puedes ir a una ciudad y verle el parecido a otra, pero esto con Andorra no pasa. La historia ha convertido a algunos lugares en algo particular. Lugares fuera de sitio tiene conexión con La España vacía, ya que estoy buscando los restos de un mundo que ya ha desaparecido en un mundo que empieza a ser asfixiantemente homogéneo. A partir de esas rarezas, esas particularidades, trato de explicar el país en el que vivo, que es lo que me interesa. Creo que es un libro mucho más ligero y mucho más viajero que La España vacía. ¿Cuáles crees que son las claves del éxito del género del ensayo en España en los últimos años? Han coincidido varios factores que creo que pueden favorecer ese éxito. Para empezar, creo que son ensayos —los míos y los de otros autores que están teniendo repercusión— poco académicos. Salvo honrosas excepciones, en los últimos cincuenta años el ensayo en España o era muy erudito y elitista, o académico. Había carencias serias de ensayismo literario, que anteriormente había sido rico. Las generaciones de antes de la Guerra escribían ensayos fantásticos, de viaje, de reflexión. Posteriormente estuvo un poco de capa caída. Creo que se ha revitalizado porque la imagen que tenía el público sobre el ensayo ha cambiado, son ensayos que se pueden leer como novelas. También creo que estamos viviendo un agotamiento de la narrativa. La novela ya no empuja como antes; sigue siendo el género hegemónico en el mercado y en el canon, pero creo que está en un momento de crisis muy importante y está siendo vencida por la televisión y por las series. Las series están consiguiendo lo que no ha conseguido el cine. Los lectores más literarios acusan ese agotamiento de la novela y la narrativa y han buscado otras formas por los laterales. En esta situación, el lector agradece estos ensayos híbridos, difíciles de encasillar.
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La vida breve
Elena Pilar Rubio Álvarez
El sol en el patio del colegio hace brillar un bosque de piernas con manchas de mercromina y de todos los tonos de morado. Es lo normal con esas zancadillas, un poco antes de cumplir los doce el pundonor da vueltas y es de cuero. Te pasan el balón. Lo pierdes. Qué no darías por crecer, por dejar de ser un canijo. Los demás se ríen, como siempre. Excepto Javier. Él te palmea en la espalda, aún es tu amigo. Te sonreirá para siempre en la foto en blanco y negro del equipo, la que tendrá tu madre sobre el aparador. Once críos con pantalones ridículamente cortos y un balón. Tú la habrás roto ayer, amarillenta, con los bordes roídos por el tiempo. Faltan aún muchos años para que él esté tirado, en una acera, agitando unas piernas envueltas en franela, ya sin pantalón corto. No podrás decir si tienen cardenales. Las verás un momento, pateando la nada, jugando a hacer un regate a su destino. Antes de que salgas corriendo. Justo después del estallido seco de la bala. Javier se agarrará el pecho con las manos. Las manchas rojas que ensucian su camisa no serán esta vez de mercromina. Tras haberos cruzado la mirada, él te escupirá una sola palabra: Elena. Tú correrás. Tirarás la chaqueta encima de una tapia, hacia el interior de un parque, como te han entrenado; jódete, Javier, ¿quién es Elena ahora? Te esconderás ahí fuera, mientras ves a maderos meterse en los jardines. Y seguirás corriendo hasta encontrar el coche que te espera. Que te lleva a seguro. Aguardarás escondido a que pasen las horas. Escucharás lo de los casquillos de Parabellum en la radio. Tú, por fin. También tú. Ya no eres un lacayo, anotando rutinas para otros. Ahora tendrás lacayos, que te informarán de los hábitos de extraños. Abrazos, decepciones, semáforos, cafés. Cada cosa a su hora, en su sitio. Hasta que llegues tú y a quemarropa les pares el reloj. Jódete Javier. ¿Quién es Elena ahora? Javier y sus banderas. En el cuello del polo, en la muñeca, en el llavero. En rojo y amarillo, en todas partes. Javier siempre peinado, ni un pelo fuera de su sitio, ¿cómo se puede vivir sin despeinarse? Una sonrisa llena de grapas de metal. Le quedan hasta bien. A ti, en cambio, se te enreda la baba entre las grapas. También de eso se ríen. Begoña no las lleva. Nunca le hicieron falta a su boca perfecta. ¿Cuántas tardes has soñado con ella? Soñar… lo que llamas soñar cuando hablas con las chicas. A los quince años los amores se sueñan con la mano. Calentones de siesta de verano, ocultos bajo sábanas empapadas en sudor. Eso no se lo cuentas a Javier. De la primera hostia igual te mata. Begoña. Su novieta. Que será su mujer. Rubia. Ojos grandes muy verdes. Una de esas que dices que fabrican en serie en su colegio. Que las has visto salir por la trampilla del sótano. Todavía no eres ni lacayo. Aún cuentas chistes. Mañana, años después, escondida la cara en un pañuelo, Begoña llorará, cobijando su angustia en un desconocido que irá impostando el gesto de misión en la vida. La culpa será tuya. Tú saldrás en la tele, en una foto, con cara de amargura y aire sucio: siempre te sacan mal. Desearás que tu madre no la vea. Te cambiarán el nombre. Otra vez. Ahora serás El-presunto-asesino. Hablarán de Javier como de un santo. Tú lo re-
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cordarás como hijoputa, pero qué más te da si estará muerto. Ya no podrá meterte en la taquilla nunca más. Ayer habrás podido arrancar aquellas sensaciones de sus marcos. Romperlas, olvidarlas. La foto del equipo, la de la Comunión. La de vosotros tres. Begoña te sonríe desde el fondo, es a ti. Tú lo tienes muy claro. Javier es el que no se da cuenta. Vuestras miradas se fijan en la oscuridad del objetivo. Javier está en el centro, como siempre. ¿Por qué ha tenido Begoña que contarlo? Quizá por darle celos. Porque la molestaras seguro que no fue. Si tú sólo la escuchas, si nunca le has hablado. Solamente la llamas por las noches. Te basta con su voz. Quizá se lo ha contado para que se quite de en medio. Pero él no se querrá dar por enterado. No se entera de nada, recostado en sus tardes mullidas, alfombradas de verde. No se le ha rebelado nada nunca. Ni siquiera un mechón de su flequillo. Faltaría más. Es miércoles y abril. Llevas media mañana metido en la taquilla, cantando cancioncitas, mientras te echan monedas los demás. Javier tiene esas cosas. Begoña se ha chivado. Según dice, a ella le molestan tus llamadas. Esperó que parasen, perfecta y compasiva. Después se fue enfadando. Y ayer se lo contó. Hace dos horas que se marcharon todos. Te saca la mujer de la limpieza. Te has meado. Las lágrimas, los mocos se te escurren por el cuello. Se mezclan en un barro que no vas a olvidar. La voz ya no te sale. Cuando se abre la puerta, los párpados se cierran por la luz. No vuelves a llamarla por las noches. *** En nada estaré muerto. Es posible que ya sea uno de ellos. De nosotros. ¿Un fantasma? ¿Qué hago aquí, flotando por encima de cabezas, observando mi cuerpo tendido en una mesa, tapado en tela verde? En el centro del pecho, en un mar de percal con olor a lejía, nace una isla roja, con sus cabos y golfos. Se va haciendo más grande lentamente, borrando una tras otra las sucesivas fronteras que ha dejado. Sangre. El tiempo de hospital, encerrado entre paredes de azulejos, se sucede en gemidos que yo no puedo oír. Un silencio acolchado, de nevada en un bosque, me aleja del dolor. Veo la coronilla rubia de Begoña un poco despeinada. Se agita supongo que a la vez que sus sollozos. Le han quitado el volumen a la escena. Si no oyes no sientes. ¿O era al revés? No sientes, y de repente dejas de escuchar. Eso me reprochaba Begoña en nuestras broncas. Un pañuelo se deja retorcer por su mano derecha. Retorcería el mundo hasta que aprendiera a funcionar según su gusto. Pero esta vez no sirve para nada. No hay solución, Begoña, me estoy yendo. Y tú te quedas sola con los críos. Una putada, sí, ¡qué le vamos a hacer! Te quedan tus rosarios y tus santos. Ellos te ayudarán. O eso has creído hasta hoy, cuando ves que mi cuerpo se empieza a agarrotar sobre una mesa.
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La vida breve
Pilar Rubio Álvarez. Elena
El verano pasado, en la playa. Ya habíamos terminado de cenar. Un búho ulula en el jardín. Jon, nuestro hijo mayor, se estremece. Aplicando su lógica infalible, la de todos nosotros, cierra los ojos apretando los párpados con fuerza, mamá, no puedo tener miedo. No existen los vampiros, ni los búhos. Ella, que no cree en vampiros y sí en dioses, le mirará riendo. Convencido como él de que no existen los vampiros ni los búhos, yo seguiré con mis cosas. Mis luchas. Hasta hoy. Hoy él ha hecho surgir, con una bala, una isla roja y viscosa aquí en mi pecho. Hoy me alejo, en un silencio alicatado en gris, mientras ella sacude la nuca despeinada. Deberíamos haberle dicho a Jon que sí, que hay búhos. Que a veces lo más sabio es tener miedo. Unas cabezas calvas o canosas dispuestas al azar abrazan a mi madre y a Begoña, sujetando su llanto. Unos cuantos amigos del colegio. Los que se han atrevido. Con los ojos tan bajos, tan callados, como las palabras que se traban en sus lenguas, que no saben salir. Falta uno. El Gran Traidor. El hacedor de huérfanos y viudas. Aún no saben quién es. Aún sigue corriendo, buscando un escondite. Creerá haberlo encontrado. Pero no lo hallará. Nadie se puede esconder de los recuerdos. De aquel partido en que ganamos a los mayores. Del primer cigarrillo compartido. La primera cogorza. La mano que te sujeta por la frente al vomitar, asomándote al abismo de la taza, pensando ¡nunca más! De aquella foto nuestra. Los tres mirando a la cámara como entonces mirábamos la vida, eso que pasaba por delante de nuestro podio rojo, de inmortales. «Triunfo de la amistad», podría haberse llamado aquel retrato. Tampoco podrás huir de haber sido el muñeco de las risas, un payaso cantor en la taquilla. De Elena. De las banderas en que nos envolvimos. ¿O fue en Begoña? Años de adolescencia, incómodos años de reparto. A mí me tocó la altura, a ti los granos. Begoña para mí, para ti su voz, aguda y aterrada, gritándote ¿quién es? Desde un teléfono en el que sólo se escuchaba tu silencio. Unos años después, para ti la pistola, la sangre para mí. Te tocó ser el búho y a mí el niño. El niño que, embobado, saltando entre la lluvia con sus zapatos nuevos, una mañana va a recibir un picotazo. Porque la verdad, la jodida verdad, es que existen los búhos. Aunque cierres los ojos con todas tus fuerzas. *** Una lluvia pausada. En los cementerios debe llover despacio. Para que los paraguas protejan sin moverse. Sin aguaceros ni vientos que despeinen. Docenas de paraguas, todos negros, ensayan poses de esgrima en mi cabeza. ¿Por qué se usarán siempre para dos? A mi lado hay un tipo muy serio que me abraza como si hiciera falta. Va mirando al frente. Pensando que él también puede ser Javier dentro de poco. Se le nota. En la corbata negra. En el abrazo rígido. Un Javier muerto y verde, con un roto en el pecho, escuchando gemidos de los vivos. Desde un ataúd de madera de caoba cristal brillo, con tapa dividida en dos secciones y tres tiradores de metal a cada lado. Carísimo. Elegido por los que ahora lo llevan sobre el hombro. Sus compañeros. Un mártir no es de nadie, nos pertenece a todos, me dijeron.
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Javier no habría escogido mártir como oficio. Eligieron por él. Quién se lo iba a decir. El mundo del revés. Cabeza abajo como su cuerpo ayer. Elena ascendió al cielo a Javier por la mañana. Desde una callejuela lluviosa y embarrada. Abrazada, besada, sostenida por decenas de brazos, pero sola. La viuda del mártir. Estoy sola. Sin presente, porque el presente es un cielo encapotado, que hoy nos llueve en silencio y un hombre que me conduce sin querer, cumpliendo una misión. Pasos temerosos arrastran los zapatos sobre el barro. Debajo de los paraguas yo sé que viene gente. Con gotitas redondas como lágrimas posadas en su ropa precipitada y negra. Todos estamos vivos. Como ayer. Menos Javier. Vete a la mierda, Elena. El cura se ha callado por fin. Es mi entrada en escena. La Viuda. Arrojo mi ramo de flores a la tumba. Hoy no se pelearán por cogerlo mis amigas. La foto de los tres, hecha pedazos, caerá después como un confeti absurdo. Ya se cerró el pasado. Llevándose por delante los presentes. ¿Y tú, dónde estarás? Tu presente es un cubil oscuro en que te escondes de todos y de ti. Cumpliste una sentencia que tú también dictaste hace unos años. Sin escuchar nuestras alegaciones. ¿Estarás escondido? ¿Me verás en la tele, rociando a Javier con nuestra foto rota? Los tres. Javier amparando a los dos entre sus brazos. Tú mirando al mundo desde algo más abajo. Yo, llena de rosarios y preceptos. Creyéndonos eternos. Realmente desvalidos. Por las noches sonaban los teléfonos clavados en paredes de pasillos. En mi casa eras tú todas las noches. Aún tenías un nombre. Como si fueras a ser siempre de los nuestros. Silencios jadeantes. Al principio halagaba. Otro tributo más a la princesa. Después de unas semanas, se fueron oscureciendo las llamadas. Silencios obsesivos. Se lo dije a Javier. No volvería a pasar. Javier siempre sabía lo que tenía que hacer. Hasta que, ayer por la mañana, elegiste por él. A la vez le nombraste cadáver y mártir. Gracias a Parabellum. Nueve milímetros. Una bala bastante más pequeña que un meñique. Clase de COU. Estábamos, por fin, ya todos juntos. Los chicos con las chicas, me reí por lo bajo al verte entrar. El padre Aizpuru quiere que alguien demuestre algo en la pizarra. Y pide un voluntario. Se levantan dos manos. El cura dice algo. Tú entiendes que es tu nombre. —¡He dicho Elena, no el-e-na-no! —. El padre Aizpuru no va a dejar pasar el chiste. Las carcajadas retumban en el aula. Yo casi me he caído del pupitre. Qué humor tiene el padre Aizpuru. Elena será tu nombre desde entonces, Javier se encarga de eso. Un día alguien me contará que lo escupió, tirado en una acera, tratando de agarrarse la vida con las manos.
Pilar Rubio Álvarez ha asistido a talleres de escritura creativa desde el año 2010, impartidos por Talleres de escritura creativa Fuentetaja, Universidad Carlos III y Escuela de Escritores. Ha sido una de las editoras de la revista online lasdoscastillas.net, donde ha publicado tanto relatos como artículos de opinión y comentarios literarios. Fue finalista del III Premio de relato breve «La gran ilusión». En la actualidad está preparando su primer libro de relatos.
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Los pescadores de perlas
Microrrelato inédito de
Diego Muñoz Valenzuela Destrezas con el origami El macho origami era azul, metálico y siniestro. Le complacía mortificar a la alba hembra origami, que era dulce y resignada, afín a los vestidos ornamentados con vuelos que le otorgaban una apariencia más propia de ave que de fémina. El origami azul se abocaba a desbaratar los minuciosos dobleces de sus vestidos, en vez de presenciar las funciones de teatro Kabuki a las que ella lo arrastraba a contrapelo. La origami blanca lo reprendía con ternura y él le respondía con frases y gestos brutales. Un día, antes de salir camino del teatro, el macho le arrojó por la espalda un rojo alacrán de papel. Ella se dio vuelta a tiempo, deshizo los dobleces con gran expedición y construyó un pájaro amarillo que revoloteó ante las narices del maligno cantando bellamente. El origami azul enfurecido soltó a un embravecido elefante anaranjado que embistió a la ingenua, pero ella volvió a utilizar sus destrezas y lo transmutó en un dragón violeta. El dragón voló delante del origami azul y expelió una bocanada de fuego que lo redujo a cenizas.
Desacuerdos familiares Compré una anguila morena que se comió a su gato en cuanto se asomó por el acuario en busca de un bocado fácil. La morena lo electrocutó y lo devoró en un dos por tres. Al otro día encontré a la morena muerta y un secador de pelo enchufado y sumergido en el acuario. La novedad era un mastín aterrorizante provisto de dientes filosos como sables. Tuve que adquirir un jaguar. En cuanto el felino llegó a nuestra morada, el mastín se le echó encima echando espumarajos, pero las garras del jaguar cercenaron su garganta. Ahorré su cena del primer día, pero sobrevino el siguiente. Había mucho silencio cuando entré a la casa. El living estaba manchado de sangre por todas partes. Escuché el rugido del tigre y escapé justo a tiempo. Ahora estoy cotizando un elefante indio. Dicen que odian a los tigres. Veremos…
Sana En lugar de cerebro, tenía una hogaza de pan. El sitio del corazón estaba ocupado por una lechuga fresca y esponjosa. Los brazos de chocolate y las piernas de mazapán. Riñones de salmón, pulmones de champiñón, intestinos de chorizo. Mejillas de queso, labios de frutilla, ojos de trufa, granos de maíz en vez de dientes. ¿Qué cree usted? Se la comieron. Sin piedad.
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Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956) ha publicado doce libros de cuentos y microcuentos y seis novelas. Se distingue como cultor de la ciencia ficción y del microrrelato. Ha abordado el periodo de la dictadura militar en diversos libros. Sus libros de microrrelato son: Ángeles y verdugos (2002 y 2016), De monstruos y bellezas (2007), Las nuevas hadas (2011), Breviario Mínimo (2011), Microsauri (2014), Demonios vagos (2015), Largo viaje, libro ilustrado (2016) y Amor cibernauta (2018). Libros suyos han sido publicados en España, Croacia, Italia, Argentina, Perú y próximamente China. Sus relatos han sido traducidos a diez idiomas. Premio Mejores Obras Literarias en 1994 y 1996.
Regalos del océano Debí adivinarlo al principio, cuando la encontré (o quizás ella lo planeó así) a la orilla del mar, chapaleando coquetamente con su cola azul y escamosa. Me clavó sus ojos verdes y la estocada me alcanzó el alma. Nunca vi hembra tan bella. Cantó para mí y me envolvió en sus exquisitas fragancias de océano. No obstante mi estado de fascinación, advertí que portaba un finísimo collar de diamantes Cartier y que su corpiño estaba orlado de genuinas esmeraldas y rubíes. Tuve mi oportunidad. Apenas un par de semanas requirió para dejarme en la inopia. Ahora, convertido en mendigo, debo aceptar por limosna el desprecio de su mirada turquesa. La contemplo a distancia, con veneración y nostalgia. Jamás probé peje más selecto.
Las veleidades del amor 1 El lunes le compré unos calzones calados y brillantes de 3.990: los miró con asco y nada dijo. Al otro día le llevé una cartera bien bonita de 5.900 y vuelta lo mismo, o sea, nada. Y más encima con cara de pescado. Quise desquitarme el miércoles y, aunque está bien gordita, le compré una torta con frutillas y harta crema, 8.500 costó, bien cara. Casi se la zampó de una sola delante de mí. Al final me ofreció un trozo. Después estuvo cariñosa, pero luego el buen humor se le pasó y me echó con viento fresco. Pasamos al jueves: se me había acabado la plata y no la fui a ver, ni la llamé. El viernes hice unos trabajitos y me gané unos buenos pesos. Le compré dos kilos de longanizas por 12.000 y un tres botellas de tinto de 2.000 cada una. Nos curamos hasta las patas. Me quedé a dormir con ella. Yo creo que ni se daba cuenta quién era yo. Tanto gasto para tan poca ganancia, pienso ahora, mientras la oigo roncar como verraco.
Fin Le borré la boca: por más que se esforzó no pudo hablar; era posible ver cómo era consumida por la desesperación. Deseaba insultarme, maldecirme por los siglos de los siglos. Eso decía su mirada, así que le taché los ojos y fue consumida por un horroroso espasmo. Caminó hacia un teclado para escribir invectivas en mi contra, pero le suprimí las manos para impedírselo. Eliminé sus piernas para que no pudiera trasladarse a otros lugares. La borré del todo. También de mis recuerdos. No quedó nada. Ahora descartaré este microrrelato.
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El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos
Ángeles Mora Persiguiendo el Olimpo Quisiste desnudar tu poesía y apareció una dama muy desmejorada. Amigo mío, devuélvele los velos enseguida, antes de que seas tú el desvelado.
¿Yo? A María Zambrano
Ella les dijo que un poema sirve para pensar. Y sobre su cabeza fueron cayendo masculinas sonrisas desdeñosas. Lo mismo que un zapato aplasta una mirada. No me importa, se dijo entonces con voz de nadie: ¿quién soy yo? Mis poemas abren pequeñas luces que a mí sola me alumbran y me bastan. Y poco a poco creció para el olvido un secreto jardín de pensamientos.
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Golpes bajos Creer que un cielo en un infierno cabe (Lope de Vega)
Después de mucho tiempo, me arriesgué a pasar por tu casa. Estaba cerca, caí en la tentación: el edificio no ha cambiado mucho. Vivías en el cuarto piso cuando te conocí. Vine, bordeando el peligro, volviendo a mis viejos caminos sin poder evitarlo, solo por recobrar el resplandor de lo amado y perdido: esa dormida sensación tan mía. No todo se lo lleva el viento. Triste y dulce, un dolor me invadió, más que punzante. No me detuve. Pero, sin proponérmelo, pasé después por los lugares donde aparcaba el coche para subir a verte: todos ahora prohibidos. Fue un golpe bajo, de pronto. Cerré mis ojos turbios bajo los viejos árboles de nuestro ayer, y un pájaro de angustia atravesó mi frente: Tampoco para mí hay plaza ya en tu corazón.
Ángeles Mora (Rute, Córdoba) es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Granada (1986). Ha sido profesora de Lengua y Literatura Española en el Centro de Lenguas Modernas de dicha universidad y miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada. Ha obtenido, con su libro Ficciones para una autobiografía (Bartleby, 2015), el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Nacional de Poesía 2016. Recientemente ha publicado La sal sobre la nieve. Antología (Renacimiento, 2017, ed. de Ioana Gruia); la antología Érase un chico que no tuvo un gato (Lucena, 2018, introducción de Mónica Doña); Canciones inaudibles (Allanamiento de mirada, 2018, «Librisco», con dos CDs, prólogo de Olalla Castro); La canción del olvido (La Palma, col. Eme, reedición, 2018) y Spiegel der Spione / Espejo de los espías, antología bilingüe (Hochroth, Heidelberg, 2019; traductoras: Geraldine Gutiérrez-Wiebken y Martina Weber).
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E i n s t e i n o n t h e B e a ch
Brillos de la memoria Juan Eduardo Zúñiga (Estudios de cuentistas) Por Javier Sáez de Ibarra Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1919) ha publicado los libros de cuentos Largo noviembre de Madrid, 1980 (LN), La tierra será un paraíso, 1989 (TP) y Capital de la gloria, 2003 (CG), que, con dos relatos añadidos y anteponiendo el tercer libro al segundo, fueron reunidos como La trilogía de la guerra civil, 2011 (edición por la que los cito); Misterios de las noches y los días, 1992 (MND); Flores de plomo, 1999 (FP); Brillan monedas olvidadas, 2010 (BMO) y Fábulas irónicas, 2018 (FI). Juan Eduardo Zúñiga publica su primer libro de relatos a los sesenta y un años y el último a los noventa y nueve. La mayoría de ellos se sitúan en un lejano pasado: no me parecen hechos circunstanciales, identifican a un autor que construye sus cuentos a partir de la memoria. Más aún, que la problematiza. Predomina la convicción de que todo lo vivido acaba perdiéndose, los hechos de la vida personal y de la historia colectiva, tanto los intensos como los traumáticos: «Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos, nos parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos» (LN, 11). «Recuerdos: lastimeros o rutilantes, todos irán rindiendo al tiempo su fragmentado tributo hasta quedar en nada» (TP, 377). Esto lleva al autor a plantear la pertinencia de consignar los hechos en la escritura o dejarlos ir. En su último libro se inte-
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rroga: «¿Para qué acumular un archivo infinito de sufrimientos que nos sujeta a un pasado merecedor del olvido? Pero ¿no es también la memoria parte de nuestra existencia?» (FI, 14). Si la historia es una acumulación de dolor y trivialidad, «alegrémonos de olvidar», el olvido nos libera del pasado. Además, los recuerdos se trascordan (se vuelven imprecisos) y, en todo caso, habríamos de evaluar si sirven para nuestra vida de hoy. Los personajes se debaten entre el deseo de desprenderse de hechos dolorosos, por ejemplo la derrota en la guerra, y el esfuerzo por retenerlos, en especial por lealtad a los que vivieron, así el heroísmo de la fotógrafa Gerda Taro: «En secreto conservaría la memoria de cuanto le fortaleció y le hizo madurar. No debía hundir en otro olvido [...] lo que denunciaban las fotografías que se hicieron, lo que se leería tiempo después, en un periódico de envejecido papel, lo que reaparecería en obsesivos sueños de madrugada» (CG, 284). Contra el escepticismo, el desánimo o la incertidumbre sobre su utilidad, cada relato de nuestro autor es un desmentido al silencio por una ética del testimonio, un acto de justicia hacia uno mismo y la historia colectiva. Zúñiga, en su Trilogía, reconstruye el Madrid bajo el asedio de la guerra civil y la inmediata posguerra. Las historias suelen suceder en noches frías; la topografía es perfectamente registrada en sus barrios, calles, plazas, comercios, cines; los personajes son casi siempre civiles que sufren y a menudo emprenden travesías nocturnas peligrosas en que se decidirá su suerte; todo en el paisaje desolador de la destrucción:
«Atravesaba entre montones de tierra, balcones desprendidos, marcos de ventana, crujientes cristales rotos, ladrillos, tejas, restos de un bombardeo reciente» (LN, 109). Durante la contienda asistimos a la angustia por las bombas, la vida en los refugios, la escasez, el racionamiento. Vemos como las relaciones personales se envilecen: se lucha por la comida, se espía, se engaña, se roba, se utiliza el chantaje del sexo, se rompen los lazos familiares. En la posguerra, el ambiente se caracteriza como sometimiento, asfixia, imposición de ideas, terror y resignación: «Lo que estaba ocurriendo en el país: la persecución de toda idea de libertad y progreso, la destrucción sistemática de la fe en ideales renovadores [...]. Una especie de letargo que sentíamos [...] igual a un peso físico [...] que nos retuviera las iniciativas, los proyectos, sujetos a un rechazo doloroso [...] excepto el sexo y la sed que reclamaban satisfacción» (TP, 294-5). Los dos bandos enfrentados se identifican sumariamente. Los republicanos son los trabajadores, humildes y sometidos, pero también rebeldes, idealistas, que luchan por el socialismo, que se enfrentarán luego a los nazis y recibirán el auxilio internacional de otros hombres solidarios. Tras su derrota son los que temen al enemigo, se preguntan por el sentido de su lucha y dudan si callar o resistir: «¿Qué hago yo aquí comprometido…? Nadie podría agradecerlo porque durante muchos años será un secreto terrible que habrá que llevarse bien guardado igual que se oculta un vergonzoso error: mejor que el viento del olvido lo arrastre lejos y lo pierda para siempre» (TP, 383). Enfrente, la facción que representa el orden, el fanatismo, el dinero y la autoridad, los que ven el país como tierra conquistada, los poderosos de siempre: «El pasado [...] se conservaba intacto en los ámbitos del poder, subsistían las razones del lucro y de la especulación» (TP, 320). Más aún, nuestra guerra es la enésima muestra de la lucha entre el poseedor y el desposeído, pues es el dinero el causante de todos los males: «El fundamental motivo de las guerras es la codicia de algunos» (LN, 53); «Como hombres de negocios, cruzaban su mirada desafiante [...] desde los hábitos que implantó en el país la Regencia con el triunfo de los ricos y sus especulaciones, la fría decisión del lucro pese a todo» (LN, 15). El dinero y su imaginario de la buena vida los mueve:
«la cuenta corriente, el mando a lo que tenía derecho por su clase social: los viajes, las aventuras con mujeres extranjeras, los lances de fortuna en el Casino de San Sebastián, las noches de carnaval en Niza, el golf en Puerta de Hierro, las cenas en Lhardy…» (Ibíd.). De ahí que el conflicto hunda sus raíces en un pasado casi mítico: «Este rencor no nace en mí, me viene de mis abuelos, que pasaron sus años recogiendo basura, o sopla de más atrás, de gente encadenada y azotada, de hambres y profundas heridas y humillaciones» (TP, 384). El dinero reaparece en todos sus libros como causante de desgracias y violencia, como promesa engañosa de felicidad y objeto de un ansia nunca satisfecha. Una mujer acabará literalmente sepultada bajo las riquezas que ambiciona: «De pronto, la corona osciló. Debajo de ella la señora había desaparecido bruscamente […] como cuando se rompe una pompa de jabón, había dejado de ser» (BMO, 32). Para referirse a la construcción desde la memoria de la experiencia de sus personajes, Zúñiga adopta en su Trilogía un estilo abigarrado, a veces sólo puntuado con comas, que rompe la narración para remontarse a recuerdos que convocan otros recuerdos, incluso compartidos, formando una amalgama. Por otro lado, justifica sus cuentos como denuncia de los abusos del poder dados en la Historia, una forma de victoria de los sojuzgados contra sus opresores: critica los excesos de una zarina; rescata el coraje del romano Aulio Cordo, el primero en hacer una huelga de hambre; o a los súbditos de un emperador asirio al que, cuando destruye el papel y las tablillas de barro, acusan con los ladrillos de sus casas: «Espiaba los muros en los que él sabía se ocultaba un enemigo terrible al que no reduciría con prisiones: un poder mucho mayor que el suyo: la palabra escrita; los textos que durante siglos conservarían la denuncia de su brutalidad» (FI, 48). Más cercano, dedicará un libro por entero a Mariano José de Larra, ejemplo por un lado de la destrucción debida a la pasión no correspondida y modelo de escritor contra las arbitrariedades del poder. Así, un personaje no acepta el suicidio y acusa a sus enemigos: «Seguramente han sido los absolutistas, la reacción. // Él sabía quién era el culpable: los mismos que fusilaron a Torrijos, los que ahorcaron al general Riego, y ahora también habían
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Javier Sáez de Ibarra. Juan Eduardo Zúñiga: Brillos de la memoria
hecho callar al que criticó las costumbres atrasadas y fanáticas, el absolutismo, las injusticias» (FP, 119). Su libro, Flores de plomo, quiere evitar que ese heroísmo cívico desaparezca de la memoria: «Se olvidarán sus artículos satíricos, se olvidarán sus amores, su mordacidad, su final lamentable» (FP, 91). «El destino humano es una enredada cadena de expiaciones, de correspondencias, de causas y sus fatales efectos» (FI, 92). Aquí se da otra clave interpretativa de los cuentos de Zúñiga. En ellos se muestra que la vida humana es un compendio de acciones preñadas de consecuencias de las que uno es responsable. Muchos de sus personajes se encuentran en la tesitura de tener que hacer memoria de lo vivido. «Quiso recordar algo que allí había ocurrido y se concentró e hizo esfuerzos para recuperar una sensación» (BMO, 157). Nuevamente el dilema: recordar u olvidar lo sucedido. Sólo que, en el caso de la memoria individual, suele venir forzada por una instancia exterior: el regreso a un lugar, un objeto que obsesiona, una presencia fantasmal o un fenómeno paranormal irresistible (voces, repeticiones, objetos que cobran vida). Estos provocan en los personajes el «retorno de lo reprimido», los obligan a enfrentarse a su pasado, donde se oculta un crimen, una promesa incumplida, un perdón no recibido, una culpa que redimir, una traición, un amor frustrado. Cuando parecía que quedarían sin resolver, surgen presencias que, trascendiendo la muerte, se aparecen a los vivos para recordarles lo que está pendiente: «Y esa sombra que vosotros veis, estará aquí, en nuestra casa, y entrará en las habitaciones vacías y subirá tras de mí […] y cuando duerma, estará conmigo, y sabré que de ahora en adelante será mi compañía» (MND, 109); «su memoria había recordado el mensaje que él le hizo llegar y comprendió que, como un castigo, le imponía de nuevo su presencia turbadora» (MND, 155). La presión del pasado puede hacerse insoportable, los personajes tratan de librarse de los recuerdos o deciden callar; sin embargo, no lo logran: «reconociendo en lo más hondo que se negaba a recordar y deseaba ardientemente que un fuego carbonizase en su alma todos los días idos […] la memoria malévola. Insistiendo en reconstruir lo ya vivido» (TP, 374). Sólo en algunos casos, el reencuentro termina en la paz y la reconciliación, en el cumplimiento de un deseo frustrado.
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Los relatos insisten en que el pasado no puede alterarse: «Todos […] estamos ciegos, como si anduviésemos con la cabeza vuelta hacia atrás de manera que no podemos sino manejar recuerdos ya inalterables para trazar cálculos y quimeras» (LN, 80). De ahí la importancia de decidir con cuidado. Son continuas las referencias en los relatos a presagios, supersticiones y avisos del destino: «Querían prever lo que se produciría en el día venidero y qué sobrevendría fatalmente» (FP, 133). Naturalmente, esos augurios nunca son del todo claros, no saben interpretarse y no eliminan la incertidumbre, palabra recurrente, del vivir: «Nadie sabe nada, nadie ha encontrado nunca el imperceptible hilo que mueve a la vez dos sucesos lejanos y, al parecer, sin conexión […] ni lo saben ni lo aceptarían si se les dijese, ni lo reconocerían, sobrecogidos de esa probabilidad estremecedora» (LN, 135). El ser humano camina ciego, la fatalidad se cierne sobre él, ajena a sus deseos e intenciones: «El destino sorprende siempre y se forja a espaldas nuestras y cuando lo encontramos cara a cara ya es ineludible y sólo queda aceptarlo» (TP, 322-3). Sin embargo, a veces parece posible eludirla: huir a París para librarse de la guerra o del franquismo; traicionar al que nos sojuzga; ser sustituido por otro —el marido por un amante: «estrechó la mano de él y de ella […] y despacio, con una alegría que desbordaba su pecho, salió a la calle [...]. Y el alma de Marbec echó a correr, jubilosa» (BMO, 44)—. El mundo gitano aparece como la otredad que abre la posibilidad de una vida alternativa, con otros valores, reglas y vínculos: «habrá de acostumbrarse a nuestra vida, a nuestra lengua, a la pobreza y a la libertad de nuestro caminar [...]. Nadie le pedirá nada y nada nos puede pedir» (BMO, 89); sólo que con frecuencia quien trata de incorporarse a él acaba sucumbiendo. En la doble tensión que señala la vida humana — el destino inexorable y la libertad que nos encadena a sus consecuencias—, un valor se postula como absoluto: la pasión amorosa y el sexo. Sólo ahí se encuentra la felicidad, incluso en circunstancias como la guerra o la represión en que parecía imposible: «Yo pensé que todo pasaría menos el amor vehemente, el que embriaga con sus caricias y se salva del fatal desgaste» (CG, 191); «—¡Cómo me gustaría ahora sentirme abrazada! [...] // —Pero, hija, ¿qué dices? // —Sí, ser abrazada por un hombre joven, y reírme y no tener miedo [...] //
—Señorita, no puede decir esas cosas aquí, donde hay personas respetables» (BMO, 18). El amor comparece en los relatos de Zúñiga a menudo idealizado de forma un tanto naif, y adoleciendo de expresiones y descripciones algo torpes cuando se narran escenas eróticas: «La tensión, casi desesperada, del amor. Porque esta tensión se pone virtualmente en marcha en el momento en que entra en la conciencia la posibilidad de darle satisfacción, y un primer paso de su logro real es saber que habrá, esperando a la pareja, un lugar apartado, solitario, tibio, acogedor donde encuentre refugio y seguridad para aquellos minutos de mutuo abandono y distensión» (LN, 40). Una ingenuidad que recala en declaraciones explícitas, casi didácticas o morales en muchos momentos: «Así, una estatua de resistente piedra proclamaría en aquel parque la irreductible persistencia del amor» (MND, 36). El amor es la felicidad, la conquista mayor de la vida hu-
mana, la necesidad más perentoria. Proclamarlo en los textos literarios parece de justicia, frente a los pudores hipócritas; en este sentido, son reveladoras las palabras dirigidas a Felipe Trigo por su mujer: «Los críticos, que acusan tus novelas de inmorales, lo que atacan es tu defensa del amor, de la pasión, de los sentimientos verdaderos» (FP, 139). El cambio de estilo en MND, más sencillo, transparente y de historias intemporales en que personajes y lugares carecen de nombre, obedece a una intención casi didáctica para mostrar la centralidad del amor. Y en esto, sus relatos siguen muy de cerca los postulados románticos de las Leyendas de Bécquer: el absoluto de la pasión, los vínculos entre la vida y el más allá, los fantasmas, los hechos inexplicables, los objetos maravillosos... Los relatos nos muestran el desgarro de amores imposibles: «Se quebró el fugaz proyecto de amor: ella sintió que terminaba su vida y estuvo a punto de hundirse en la tierra al comprender que no había sido mirada» (MND, 44). Pero su triunfo es la eclosión de un sentimiento que desafía a la muerte: «Como el último lazo con la vida, el húsar evocó a aquel ser amado y la intensidad de las horas que pasaron juntos revivió y en un instante se sintió arrebatado por el recuerdo de la pasión fervorosa» (MND, 57); «Era la inextinguible pasión de aquel hombre que pervivía inmaterial, pero con total vigor, invisible pero animada por el ímpetu del placer y el gozo experimentados; las cartas habían desaparecido en el fuego pero su indomable fuerza amorosa se había traspasado a otras materias y desde ellas se expresaba» (MND, 125); «Admirada de que el amor no tuviera los límites de la vida» (MND, 170). Zúñiga hace aparecer en determinados momentos el desengaño como horizonte inevitable de la vida: «Para mí fue duro aceptar que cada ser humano crea sus fantasías que hacen vivir e ir adelante: para unos era cumplir con los deberes de conciencia, para otros, la ilusión de los amoríos; después, a unos y a otros sólo quedaría el vacío de la desilusión» (CG, 194). Sin embargo, y una vez leídos sus textos, parece afirmarse en ellos que la memoria es acaso lo más preciado de la vida, lo que nos condena a causa del remordimiento, el fracaso, las cuentas pendientes; o nos salva, casi exclusivamente por el amor que se ha vivido, por el compromiso con la verdad y por la actitud ética frente a los males de la Historia.
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Poética del sonámbulo Por Jordi Doce El mundo, lo real, eso sobre lo que escribimos, exige un respeto, un pacto de lealtad. Pero no se debe (ni puede) ser demasiado respetuoso, porque entonces no habrá espacio ni libertad suficientes para maniobrar y añadir nuestras notas a pie de página. En rigor, la creación supone, al menos en parte, un acto de profanación. Quien pinta o escribe es un iconoclasta, alguien que se rebela contra lo dado y procede a borrar una zona de lo real para inscribir en ella sus propios signos. Borrar, despintar, empalidecer las formas y los colores del mundo como estadio previo de unos trazos que intentan incorporar, cada cual a su modo, la huella o la sombra de lo borrado. Forzar la retracción o el desvanecimiento de una parcela del mundo porque sólo así nos sentiremos legitimados para ocuparla, como una variante perversa del mito del origen que postula la cábala luriana. Es la idea del palimpsesto, sí. Pero también la certeza —no siempre asumida cabalmente— de que el mundo se vale por sí mismo y no precisa de nosotros. Más bien, somos nosotros quienes necesitamos de lo real, quienes insistimos en marcarlo con nuestras incisiones para así, gracias a ellas, creernos parte de la totalidad, de esa red de sentido que intuimos detrás de las apariencias. No sabemos reconocer el mundo sin reconocernos en él; no sabemos leerlo sin antes profanarlo y poner algo de nosotros en su meollo. De ahí que crear sea, antes que nada, negar y obliterar; destruir para luego rehacer (re-make / re-model, cantaba Bryan Ferry en 1972 con nervio premonitorio). En otras palabras, y con un pequeño toque apocalíptico. Tenemos celos de la autonomía indiferente de lo real y queremos hacernos notar a toda costa. Por ello, armados de herramientas que hemos ido creando en progresión geométrica pero cuyo poder y alcance comprendemos sólo a medias, nos hemos convertido en plaga. Por eso, frágiles recipientes de una imaginación que lo mismo sirve —digamos— para erigir presas que para pintar marinas, hemos llegado a un punto en que nuestras creaciones mismas son otra plaga.
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* Vivo en un barrio de Madrid a caballo entre dos o tres límites naturales y al menos uno artificial: un río, las colinas de Moncloa, las vías del tren, un parque donde hace ochenta años se situó durante meses el frente de guerra… Un barrio fronterizo, sí, pero también un barrio incompleto o mal compuesto, hecho de retales, en el que ningún camino es recto del todo y trazar curvas de nivel es casi un problema de física cuántica (un problema, por lo demás, al que me enfrento cada mañana cuando salgo a caminar con mi perra y trato de no cansarme demasiado pronto encarando pendientes muy pronunciadas o tramos imposibles de escaleras, pero esa es otra historia). Quizá lo que más me atrae de este barrio es justamente su variedad paisajística, el modo en que los retales se yuxtaponen, a menudo sin solución de continuidad, para ofrecer un viaje en miniatura por atmósferas que no son propias ni habituales de esta ciudad. Aquella ladera de pinos altaneros bajo el cielo azul de agosto me hace pensar en Roma; un poco más allá, la disposición vagamente caprichosa de los árboles y el césped que rodean el camino de tierra parece un préstamo inglés; al cruzar el puente que se eleva sobre las vías del tren y entrar en la otra mitad del parque —su mitad, digamos, más precaria o pobretona—, tengo la sensación
de estar de nuevo en Sheffield, como si hubiera salido de clase y volviera a casa por las veredas sucias y descuidadas del pequeño parque universitario; a medio trayecto, la fachada gris metalizada del bloque de edificios que se destaca al fondo, tras un primer plano de chopos blancos que casi lo ocultan de la mirada, está sacada directamente de las afueras de una ciudad francesa; y así hasta el infinito y más allá, que es la visión del Palacio Real desde un segundo puente que me devuelve a la ermita y el breve cementerio donde están enterradas las víctimas de los fusilamientos del 2 de mayo. Algunas de estas atmósferas —insisto en el término— remiten a escenas de mi pasado; otras tienen la cualidad del sueño, quiero decir, de lo que alienta con más fuerza en la imaginación precisamente porque no tenemos certeza de haberlo vivido en primera persona. ¿Por qué cuento todo esto? Pasan los días, las semanas, y el aura de estas escenas no cambia ni disminuye; antes bien, cobra fuerza con la repetición, y no hay manera de cruzar el puente en un sentido sin pensar en Sheffield ni de cruzar el segundo puente, de linaje goyesco, sin volver los ojos hacia ese rectángulo formalista que conocí de niño en Tours o Le Havre. Y voy pensando que el tipo de escritura que más me atrae ahora —al menos en la práctica o en mi horizonte de trabajo— tiene mucho que ver con este diorama cambiante de mis paseos matinales. Una poesía hecha de transiciones abruptas, repentinas, movida por la lógica imperturbable del sueño, en el que cada salto es imprevisto y a la vez natural, como si tal cosa. Una poesía en la que el paisaje ya no se deja moralizar ni destacar en primer plano, como solía hace años, sino que proporciona un trasfondo oportuno para la perplejidad, el enigma. Una poesía con la ligereza y la fluidez del caminar, sí, pero capaz al mismo tiempo de convertir lo familiar en extraño, lo inmediato en remoto, el presente en signo o secuela de lo que hubo antes (pues los cambios en el espacio lo son también en el tiempo, y el misterio que emana de ellos se alimenta del pasado —de aquello del pasado que seguimos sin entender propiamente— o bien se proyecta hacia el futuro en forma de conjetura o de premonición). Una poesía que incursiona cada día en el territorio de lo que cree conocer para ver cómo eso consabido se aleja o se aparta o se disuelve a su paso, sin dejar por ello de interpelarnos o de prometer alguna clave que nos comprometa, valga el juego de palabras. El sonambulismo —ese soñar despierto o con los ojos abiertos que muchas veces se ha equiparado al acto creativo— puede y debe ser fecundo si evita la tentaJordi Doce. Fotografía: Luis Burgos ©
ción del hoyo umbilical, si se deja llevar y traer por los afectos del mundo como la bola del pinball rebota y es golpeada por los muelles, resortes y paletas de la máquina. Y los años no han hecho sino refrendar a mis ojos la sabiduría estructural de este paseo sonámbulo, su condición de correlato de nuestro pasar por el mundo: un pasar incierto, a tientas, a duras penas, pero también iluminado por salvas redentoras de asombro y de plenitud que nos hacen pensar, al menos por un instante, que algo se puede comprender si nos ponemos a ello.
* Creo haber leído una de las primeras afirmaciones antimodernas de un escritor moderno en las memorias de Canetti cuando, a propósito de su desencuentro juvenil con Joyce —que había reaccionado con penosa extravagancia a la lectura pública de La comedia de la vanidad—, reivindica el poder y la integridad de la palabra y se opone a cualquier intento de «atomizar» el lenguaje. Entiendo que por atomización Canetti se refería al recurso vanguardista de romper o fragmentar el lenguaje en los planos bien morfológico —de las palabras—, bien sintáctico —de la frase—. El autor de Masa y poder fue siempre un maniqueo y aquí vuelve a establecer una oposición que debe leerse más por lo que nos dice de su mundo que por lo que ilumina a otros escritores (aunque sirva para entender la peculiar forma de modernidad de su admirado Musil). Basta leer Trilce para saber que la fractura lingüística puede tener un alto valor expresivo y metafísico y conllevar un mundo insospechado de significaciones. Nunca he olvidado el comentario de Canetti, aunque entonces no entendiera del todo su causa ni su sentido último. Y recuerdo que algunos de los poetas norteamericanos a los que he traducido —Anne Carson y Jeffrey Yang, muy en particular— son maestros en el arte de la ruptura y han sabido sacarle un partido sorprendente un siglo después de los primeros experimentos dadaístas. Hasta que hace unos años se me hizo evidente, en la práctica, que el recurso de la atomización verbal había dejado de tener valor expresivo o creativo para mí. Lo leo, lo traduzco y lo admiro en otros, pero la evolución de mi trabajo me ha ido llevando de manera natural a un trato muy distinto con las formas. Hubo un último coletazo en Monósticos, escrito en el otoño de 2011, pero incluso ahí la sintaxis sigue patrones más o menos normalizados: el experimento consistía más bien en yuxtaponer con violencia versos que eran frases cerradas sobre sí mismas y ver si las explosiones
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(controladas, por supuesto) liberaban alguna clase de sentido. Ciertos lectores amigos me dijeron que la serie suponía un soplo de aire fresco y que abría la puerta a nuevas experimentaciones. A mí, en cambio, me pareció una oportunidad para decir: «Hecho», y pasar a otra cosa. Es muy posible que esté equivocado. Cuando hablo de «un trato muy distinto de las formas» me refiero a que casi toda la poesía que he escrito recientemente es figurativa y, en muchos casos, tiene un espinazo narrativo. Al mismo tiempo, esta voluntad narrativa convive con una visión, esta vez sí, fracturada del mundo. La ruina, el fragmento, el agregado de restos y retales están inscritos en una mirada que se declara incapaz de poner orden o sentido en lo que ve. Pero recrear esta visión en un lenguaje similarmente fracturado me parece la opción más literal —ergo: la más aburrida— y la manera más segura o inmediata de abdicar de los poderes de la imaginación. «One builds a house of what is there», escribe Charles Tomlinson en un verso que Octavio Paz traduce como «La casa se construye con lo que ahí encontramos» (Hijos del aire, I, 1), y creo que la frase resume bien el sentido de un trabajo que parte de lo dado, eso que está ahí, a nuestros pies, eso que nos encontramos en el suelo, los cascotes, la ruina del tiempo, para convertirlo en una casa, un hogar de la imaginación para la imaginación (ajena y propia). De ahí la importancia, en el original, de la preposición of [de], que Paz normaliza echando mano del más esperable con: de lo que está ahí, a partir de lo que tenemos, de lo que ahí encontramos, se hace una casa. La visión final está ligada indefectiblemente a los materiales de partida —que son, no lo olvidemos, materiales de derribo—, pero el propósito es hacer de ellos una casa, algo habitable y congruente, aunque también mordido —es inevitable— por el diente roedor del tiempo. Sin olvidar, como recuerda Tomlinson, que la casa se hace «(a partir) de lo que traemos». A la mesa, claro. Al escritorio con su cuaderno abierto. Desde hace años me interesa el poema como una forma de sueño lúcido, de sueño con los ojos abiertos que fluye con naturalidad en medio de la niebla, con personajes que no saben qué hacen ni por qué están donde están, inmersos en un trasfondo que tiende a mutar o transformarse sin aviso, o que incluso desaparece bajo sus pies. Exagero, desde luego, pero la hipérbole apunta a un ideal del que los poemas se alejan más o menos según las circunstancias o su naturaleza. La noción de relato me parece cada vez más seductora, una corriente que fluye por un territorio fantasmal, a menudo poco más
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Jordi Doce. Fotografía: Miguel Lizana ©
que entrevisto, y que se compone de fragmentos encadenados, saltos de nivel y transiciones inesperadas pero que van configurando, de poema en poema, su propia lógica. Un relato fluido, ágil si es preciso, en el que las transformaciones propias de la metáfora se desplazan por necesidades del guión al plano de la sintaxis, de la relación entre frases. Y todo esto para decir que estas nociones complementarias de sueño, de relato, de corriente narrativa y algo sonámbula me parecen ahora el medio mejor, al menos en mi caso, para restituir a la imaginación el rango que nunca debió perder en poesía. Decía Canetti —vuelvo a él— que la poesía es el territorio de la metamorfosis: el reino de la transformación y la analogía, del esto es aquello, de la extrañeza que deslumbra y alecciona. Pero podemos llevar el poema a los terrenos de caza del relato, allí donde esto nos lleva a aquello y a su vez a una tercera cosa que arroja luz sobre el conjunto antes de dejarse atrás a sí misma. Esto es lo que ahora me parece escuchar en un poema reciente, «Primer acto»: estamos, empezamos, nos vemos «aquí… con las ruinas», y terminamos «siempre lejos, siempre volviendo a casa».
* Quizá el ejemplo más curioso de lector de poesía puro que conozco (o del que tengo noticia, al menos) sea el de un tal J. H. Barclay, que en su vejez se aficionó a la poesía de Peter Redgrove y se dedicó a coleccionar todos sus libros e incluso a recopilar
Jordi Doce. Poética del sonámbulo
sus publicaciones en periódicos y revistas. El señor Barclay había dejado la escuela a los trece años y trabajó hasta su jubilación como pastelero y fabricante de galletas (biscuit-maker) en un pueblo cerca de Liverpool. Dice Neil Roberts, el biógrafo de Redgrove, que llegó a viajar a Londres sólo para asistir a una lectura del poeta y que solía visitar los lugares que protagonizaban o aparecían en sus libros, «cuidando siempre de no molestar». Así descrito, el señor Barclay parece un modelo de excéntrico inglés, que se aficionó a la obra de un poeta como otros se dedican a las maquetas de trenes o la jardinería. Sin embargo, su devoción por la escritura de Redgrove parece haber sido genuina. En una carta llegó a decirle que «no puedo expresar lo que sus poemas significan para mí. Espero no ser una molestia al ponerle estas letras». El señor Barclay no tenía lo que ahora suele llamarse «educación formal» y su experiencia vital estaba en las antípodas de la del poeta, que sí fue un excéntrico redomado que nunca se adaptó del todo a sus circunstancias (o que se imponía alegremente a ellas, como tuve ocasión de comprobar cuando le traté, a mediados de la década de 1990). Con todo, el viejo hacedor de galletas tenía imaginación suficiente para responder con entusiasmo y comprensión a poemas que nacían de un tiempo, un lugar y un horizonte estético muy distintos de los suyos. Por no hablar de una sensibilidad poco habitual para percibir el peso y la valencia de cada palabra, cada frase, las vueltas y revueltas de la sintaxis, los «extraños ciempiés» del inconsciente… Parece que el diálogo con el señor Barclay fue un gran «consuelo» para Regdrove en un momento en que su reputación crítica estaba bajo mínimos: ¡por fin un lector puro que disfrutaba con sus poemas sin veladuras ni mediaciones, sin intereses ulteriores, sin los malentendidos que suelen arruinar la relación entre colegas! Tiene que haber sido reconfortante saber que uno podía escapar del gueto de la poesía profesional y establecer vínculos de lealtad y simpatía con un lector anónimo. Pero la curiosa desgracia del poeta moderno es que nada de todo esto, en última instancia, tiene mucha importancia. La biografía de Roberts demuestra que Redgrove se pasó la vida buscando el aprecio y el asentimiento de sus semejantes… y que sufrió como el que más por los reproches y los desplantes de que fue objeto. La sensación —la evidencia— es que ni siquiera la existencia de cien señores Barclay le habría compensado del desprecio que algunos poetas-críticos
contemporáneos (como los jóvenes émulos de Larkin que empezaron a brotar como setas con el arranque de la era Thatcher) le tributaron en diversos momentos de su vida. Hay algo en el trabajo creativo, cierta dimensión artesanal (análoga a la del fabricante de galletas), que necesita el refrendo del semejante, del iniciado. Podría entenderse como una flaqueza si no tuviera que ver, en última instancia, con la conciencia de pertenecer a un oficio tan antiguo como las palabras a las que sirve. Las posibles diferencias estéticas no anulan o cancelan esta afinidad profunda, esta conciencia gremial de ser practicantes de un arte colectivo: de ahí que la falta de respeto —la falta de muestras de respeto— pueda causar frustración y hasta ira. Es como si nos dijeran que no formamos parte del gremio: que no se nos considera, vaya. Esta noción de respeto profesional puede parecer anticuada o incluso melodramática (¿en un sentido masculino de la palabra, tal vez?), pero existe, no tiene más remedio que existir, y ningún lector puro al estilo del señor Barclay, por sincero y profundo y conmovedor que sea su acercamiento, nos hará olvidar su ausencia. Redgrove lo sabía muy bien y su larga correspondencia de años con Ted Hughes, amigo pero también rival, cómplice y antagonista, así lo confirma. Al fin y al cabo, las cartas de Hughes le obligaban a leer entre líneas, como un buen poema.
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Si tuviera que definir mi relación actual con las palabras, diría que empieza a ser como la del niño que, abrumado por el exceso de regalos, se entretiene jugando de manera inconsciente con lo más sencillo que encuentra: una caja de cartón, una pelota de goma, un muñeco al que le faltan piezas. De algún oscuro modo, sabe que el juguete no es el juego, sólo un medio para llegar a él. Todos sus resortes y absurdas complejidades lo agotan antes de empezar y prefiere algo más fácil, algo con lo que ir trabajando. Algo incompleto, pues. Por lo mismo, me interesa el poema sólo si da pie a la poesía, si me conduce hasta ella. La pretensión contraria —que el poema en sí contiene a la poesía o equivale a ella— me parece no sólo aburrida o monótona sino también engreída, de una presunción que no se compadece demasiado con las cualidades de espera, atención y humildad que, sin pensarlo mucho, de manera más intuitiva que razonada, he aprendido a asociar a la escritura. (Del libro inédito El impostor)
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El ensayo-ficción: el texto o la vida Por Ginés S. Cutillas Las formas narrativas se agotan de forma cíclica. Hemos asistido, y seguiremos asistiendo cada tantos años, a la muerte de la novela como modelo óptimo de contar historias. Incluso en lo visual, el espectador ha cambiado su comportamiento respecto a las películas, esas unidades estancas de entretenimiento finitas; ahora quiere alargar su relación con los personajes, hacerles un seguimiento, acompañarlos en su día a día, en ese momento de relajación al final de la jornada, justo cuando bajo demanda puede ver el capítulo de la serie de turno que haya elegido para hacer el exceso de realidad —trabajo, hijos y obligaciones en general— más llevadero. Esa misma realidad que tanto nos abruma y que sin embargo exigimos a los libros que leemos. Sí, sin duda requerimos veracidad a los textos y paradójicamente «la literatura es un remedio contra lo real», como afirmó Antoine Compagnon y vino a respaldar Jean Cocteau: «Soy una gran mentira que dice siempre la verdad». En esa realidad controlada que son los libros, el lector puede convertirse en algo que nunca será y explorar lo que por su rutina le resulta imposible. Esta función de fijar los límites de la realidad que ha cumplido siempre la novela se está viendo desplazada por nuevas formas de narración: en lo visual, como hemos mencionado, series como Black Mirror fuerzan tales fronteras en posibles distopías que resultan verosímiles a los ojos del espectador de hoy; en cuanto a lo literario, el término autoficción —a mitad de camino entre la autobiografía y la novela—, acuñado por Serge Doubrovsky en 1977 para etiquetar su inclasificable obra fils, categorizando de paso las autobiografías ficcionales de autores de
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posguerra como Céline, Genet, Miller o Gombrowicz, ha quedado atrás y aparece una nueva forma narrativa más cercana al ensayo, el ensayo-ficción, que mediante un narrador veraz nos alumbra en algún campo del conocimiento relacionado inequívocamente con el autor. Esto es, el autor elige un tema vinculado de alguna manera con su vida personal o laboral y lo desarrolla desde la experiencia, planteando a priori unas dudas y conjeturas que intentará resolver a lo largo de la obra sin dejar de opinar de manera subjetiva, utilizándose a sí mismo como personaje, con el fin de explicar algo y hacer avanzar la trama para llegar o acercarse a un resultado objetivo siempre desde un prisma literario. Por tanto, si colocáramos en un mapa conceptual los géneros puros de la novela, la autobiografía y el ensayo, donde a grandes rasgos la voz del narrador se corresponde con la del personaje, sería fácil localizar la nueva forma de narrar en algún lugar dentro del triángulo que forman. No obstante, no tardaríamos en darnos cuenta de que trazar líneas directas desde cada uno de los géneros hasta el ítem de «Ensayo-Ficción» sería poco menos que engañoso; si nos remitimos, ahora sí, de una manera categórica a la instaurada terna de la ficción Autor-Narrador-Personaje, veríamos que el personaje se desdibujaría para los ítems «Ensayo» y «Ensayo-Ficción», pues al igual que el ensayo, esta nueva forma de narrar establece una analogía directa entre autor y narrador, y sin embargo el lector ha firmado un contrato de incredulidad en el ensayo-ficción que no ha suscrito con el ensayo. Resolvemos entonces que esas líneas que trazábamos desde cada uno de los géneros puros hasta el de «Ensayo-Ficción» necesitan apoyarse en un modo de narrar intermedio, donde el contrato con el lector avale esa incredulidad hacia los hechos re-
latados: la «Autoficción». Así, esta lo franquearía por un lado mientras que por el otro lo haría el «Ensayo». Ahora, si introdujéramos la segunda terna típica de la ficción Autor-Texto-Lector, entendiéndose aquí el texto como contrato con el lector, descubriríamos la lucha constante que libra el autor de ensayo-ficción por quedarse en el segundo nivel de ambas ternas, es decir, en la de simple narrador que se apoya en el texto como contrato tácito con el lector, sujetando a un personaje que es él mismo y que le invade constantemente para ilustrar ejemplos con vivencias propias, ya sean reales o no, y que opina sin cesar del tema que se esté tratando, cosa que no sucede en el ensayo, donde la voz es meramente discursiva y reflexiva para dar una visión objetiva del asunto en estudio. Entre 1835 y 1836, Stendhal escribe Vida de Henry Brulard, una autobiografía que se publica finalmente en 1890 y en la que compara este género con un fresco donde hay trozos «bien conservados» entre «grandes espacios donde sólo se ve el ladrillo de la pared». Para Stendhal, escribir esta autobiografía novelada, o lo que para él es ya una autoficción —ante el férreo convencimiento de que la memoria es fragmentaria e incapaz de traer al presente lo que irremediablemente se perdió, agravado además con la subjetividad propia del recuerdo que se deja alterar por sentimentalidades engañosas—, le lleva a afirmar: «... no pretendo pintar las cosas como son, sino el efecto que ellas tienen en mí». Para Justo Serna —quien llama a la nueva forma de narrar auto-ensayo—, «autoficcionar» es reconocer estos huecos en la pared, o más bien la habilidad de crearlos para a continuación tratar de rellenarlos con un material que no puede ser de otra naturaleza que ficcional. Por su parte, Rousseau —gran lector de san
Agustín, considerado el inventor del género de la autobiografía— también duda en sus Confesiones del pacto de verdad que establece la autoficción: sabe que cuando se trae el pasado al presente «hay lagunas y vacíos que sólo puede llenar con la ayuda de relatos confusos». En toda literatura del yo, la verdad es relativa, al igual que el tiempo, que se altera a voluntad para ajustar los datos a los hechos y viceversa. El filósofo entiende que hay una necesidad de «ornamentar» allá donde haya huecos, así que abraza sin dilación la más pura invención como herramienta para cubrir dichos espacios, pero antes avisa que pasará por verdadero lo que «podía haber sido, jamás lo que era falso». Es necesario pues que lo inventado sea verosímil. Si equiparamos este arte de rellenar huecos de la autoficción con el ensayo, vemos que el ensayista, a su manera, también rellena los espacios que él mismo crea al intentar responder las preguntas y conjeturas, que por necesidad ha de plantear al principio de su obra, mediante el proceso de investigación que acometerá a continuación. Si combinamos ambas pretensiones, la de rellenar los espacios ficcionales que crea la autoficción y los espacios de conjetura que crea el ensayo, desembarcamos en la nueva manera de relatar que pretende el ensayo-ficción: utilizar dicho henchimiento de huecos para hacer que avancen a la par la trama del hilo ficcional extraída de la propia existencia y la investigación sobre el tema que se esté tratando. Debemos elegir una de las dos tramas como escaleta base sobre la que encajar la segunda, resultando ser catalizadoras la una de la otra en pos de una resolución tanto vital como técnica. Vemos entonces que la nueva forma narrativa toma elementos conocidos de cada uno de los ítems del
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Ginés S. Cutillas. El ensayo-ficción: el texto o la vida
mapa conceptual planteado y a su vez presenta características propias. Del ensayo hereda un narrador fiable y discursivo, una estructura clara de la obra que marca el ritmo de la narración, una separación sentimental del tema que se trate adoptando una postura de investigación y conjeturable sobre el mismo, y también anuncia una posición inicial del autor-narrador sobre el objeto de estudio a la vez que justifica de alguna manera —en la propia narración o en el paratexto— la acreditación de su voz para hacerlo, presenta un estilo referencial al dar testimonio por medio de documentos o pruebas, un abordamiento de lo real y una rigurosidad del que sabe algunas cosas de un tema pero no todas para, en esencia, crear un estado de opinión presentando argumentos y opiniones sustentadas. De la autoficción toma prestada una voz que suele estar en primera persona, dándose una constante incursión subjetiva de esta en el texto; hay una búsqueda del otro mediante el estudio del yo —esta otredad ya la menciona Rousseau en su Confesiones al afirmar que «podrá servir como comparación para el estudio de los hombres»—, un tiempo que se altera al servicio de la narración y que no tiene por qué coincidir con el real, plantea unos huecos ficcionales que rellena con sucesos inventados, aparte de cubrir una funcionalidad de sanación sobre el autor, ya sea por implicar un proceso de reflexión, conversión, evocación, confesión, elevación, expiación o por simple descarga mental del pasaje vital expuesto. En este punto, si cogiéramos el ítem de «Ensayo-Ficción» y lo estiráramos hacia arriba, arrastraríamos, aparte del ensayo y autoficción ya mencionados, los ítems de «Autobiografía» y «Novela», de los cuales, y por la propiedad transitiva, también se alimenta el ensayo-ficción. De la autobiografía toma el seleccionar los datos y ordenarlos en un sentido literario, evitando que suene a currículo, y el filtrar el dato objetivo a través de una mirada subjetiva para alejarnos de experiencias similares de otras personas que hayan pasado por el mismo trance; se identifica claramente al narrador, que coincide con el personaje y el autor: a los tres los avala la biografía en el plano real de este último; la perspectiva suele ser retrospectiva, ya que enfocamos el pasado desde el presente, lo que implica inevitablemente una mirada introspectiva. Comparte con el ensayo el esti-
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lo referencial, al intentar dar testimonio por medio de documentos o pruebas de lo relatado. En cuanto a lo aprehendido de la novela: la existencia de una trama ficcional, ya sea en primer o segundo plano, que vertebra la obra; el que no importe tanto la verdad que se exponga como la manera novelesca de exponer los hechos, una exploración de la realidad en la que se nos permite evaluar comportamientos y experiencias ajenas examinándonos nosotros mismos — lo que Carlo Ginzburg llama la imaginación moral—, y quizá lo más evidente y sin duda útil a la narración: introduce personajes reales o ficticios que a su vez realizan otros tantos actos reales o ficticios siempre al servicio del avance de la trama. No por tantas características heredadas, el ensayo-ficción deja de tener las suyas propias. Presenta una voz ficcional al servicio de la voz discursiva y reflexiva que impregna la obra, convenciendo así al lector de que el autor se encuentra ante un viaje de descubrimiento y que expondrá los hallazgos a medida que los conozca, cuando lo cierto es que la mayoría de ellos los sabe desde antes de ponerse a escribir. Comparte con la autobiografía la necesidad de contar lo que nos pasa, el espacio temporal suele estar limitado a un hecho o una experiencia, y no tiene por qué ser secuencial: la autobiografía suele estar sostenida sobre varios nudos biográficos esenciales; en el ensayo-ficción estos nudos se reducen a uno o dos como mucho. También se permite mayor subjetividad que en el ensayo y en la autobiografía y muestra mayor laxitud a la hora de referenciar pruebas documentales. En cuanto a la famosa terna de Autor-Narrador-Personaje, en la novela el autor intenta desaparecer del texto dejando sólo la dupla Narrador-Personaje. Sin embargo, aquí es el personaje quien se difumina, quedándonos sólo con la dupla Autor-Narrador. La novela fracasa cuando el lector entrevé al autor; en el ensayo-ficción esa presencia es constante. Nos movemos en un terreno más ficcional que la autobiografía y el ensayo, y comparándolo con este último, no importa tanto que los datos presentados sean reales como que resulten verosímiles dentro de la narración. Comparte la factualidad y la veracidad de la autobiografía, la ficción y la verosimilitud de la novela, todo sin renunciar a cierta rigurosidad del ensayo. De forma transversal, deja constancia de una época, de cómo se entiende un campo de estudio en el momento en que se escribe la obra, que sin pretender ser generalista, consi-
Ilustración de Miquel Rof ©
gue serlo a veces. Suele presentar también notas al pie y algunos, no siempre, se acompañan de una bibliografía final de posible consulta por parte del lector, en clara contraposición a la intención literaria de la obra; y ante la dificultad de catalogar el texto, el autor puede introducir un prólogo donde explica el juego que plantea proporcionando las consignas de lectura. Pero quizá la principal característica sea que el autor se utiliza como personaje para explorar un tema distinto a sí mismo, contrariamente a la autobiografía, donde es el tema lo que se utiliza para provocar una autoexploración. Esta indagación sobre un yo que toma parte activa en una situación fusiona definitivamente el ensayo con la autoficción, dando paso a esta nueva forma de narración —que no género, lo que daría para otro artículo—. Si buscamos los antecedentes, las primeras obras que respondan a los parámetros citados, nos topamos con textos que fueron inclasificables en su día. Dejando de lado aquellos ensayos que presentan un tono meramente discursivo al más puro estilo Montaigne, nos encontramos con otra vertiente más ficcionalizada encabezada por Étienne Pivert de Senancour, escritor francés seguidor de Rousseau y admirado a su vez por Miguel
de Unamuno, uno de los primeros autores españoles en introducirse como personaje en su novela Niebla, quizá influenciado por la obra epistolar Obermann (1804) — recordemos que tanto la carta como el diario están considerados una variación de la autobiografía—, deudora de Julia, o la nueva Eloísa (1761) de Rousseau, en la que Senancour se encarga de relatarnos de forma introspectiva, despojándose incluso de las ropas, la vida del buen salvaje a los pies de los Alpes, donde pretende crear una comunidad de elegidos: el triunfo del yo romántico sobre la sociedad ilustrada. Él mismo se utiliza como material de ficción para su experimento social. La relación con Walden (1854) de Thoreau es inmediata. Medio siglo después, el autor americano repite el experimento y se construye una cabaña a orillas del lago que da nombre a la obra. Allí permanece dos años, dos meses y dos días, apuntado las respuestas a las preguntas que cree le harán a su vuelta, cuando por fin decida regresar a la sociedad. Una vez más, el autor se sirve de sí mismo como material para su propia obra. Y si de obras inclasificables y cantos de liberación estamos hablando, en 1929 irrumpe con fuerza Una habitación propia de Virginia Woolf, quien, tras encargarle una conferencia en la universidad sobre
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novela y mujer, avisa al lector de lo que pretende con su estudio: «... haciendo uso de todas las libertades y licencias de una novelista, contaros la historia de los dos días que han precedido a esta conferencia […]; yo no es más que término práctico que se refiere a alguien sin existencia real […]. Manarán mentiras de mis labios, pero quizás un poco de verdad se halle mezclada en ellas; os corresponde a vosotras buscar esta verdad y decidir si algún trozo merece conservarse». Vemos en esta obra el paradigma perfecto de avance vital y científico simultáneo en la trama, al contarnos de forma clara y directa su proceso de investigación apoyándose en un hilo ficcional de su propia vida, justo lo que hace, por ejemplo, Virginie Despentes en su Teoría King Kong (2007). Si nos retraemos a lo actual y cercano, quizá las obras más inclasificables de los últimos años, precursoras de la nueva forma de narración que estamos tratando aquí, hayan sido Historia abreviada de la literatura portátil (1985), de Enrique Vila-Matas, y Anatomía de un instante (2009), de Javier Cercas. La primera, en forma de falso ensayo-ficción sobre una generación literaria que nunca existió: los shandy. La segunda, «un libro único», como anuncia la contraportada en su primera edición, quizá porque no saben cómo etiquetarlo, y que se contradice en el paratexto: en la contraportada afirma que es un ensayo en forma de crónica, nunca una ficción, y en el prólogo y en el epílogo, firmados por el propio autor, asegura que es una novela e introduce la posibilidad de tratar a los personajes históricos que tomaron parte en el golpe de Estado del 23F como personajes ficcionales. Si bien es cierto que la voz del autor se deja entrever en muy pocas ocasiones —casi siempre a principios de capítulos, formulando ciertas preguntas que intentará responder a lo largo del texto—, al comienzo del capítulo seis de la quinta parte aparece un primer y generoso párrafo donde la voz del autor invade con fuerza y con total subjetividad referenciando a Weber y haciendo un guiño a Montaigne, el padre del ensayo, el mismo que en sus Essais (1580) dijo aquello de: «Yo mismo soy la materia de mi libro». En cualquier caso, crea espacios que rellena con ficción donde la documentación no llega, presenta las diferentes hipótesis y las suple mediante la invención, siempre dentro del territorio de lo verosímil, relatando secuencialmente lo que ocurrió de forma simultánea. Existe también otra incoherencia con la idea de ficción que el autor defendía, al añadir él mismo una nota final justificando una
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bibliografía en la que se ha documentado para su ya entonces incatalogable «texto». Es evidente que no sabe si colocarlo bajo el amparo de la novela, del ensayo o de la crónica, y, sin embargo, en las bibliotecas, a día de hoy, lo siguen catalogando bajo el epígrafe de «Historia». Vemos que muchos autores de la nueva hornada de ensayistas españoles, algunos de los cuales hemos tratado en estos dos últimos números de la revista, comienzan a introducir la autoficción en sus obras para pulir las arduas aristas del ensayo, es decir, incurren en su propia vida para amenizar el estudio del campo que hayan pretendido abordar. Quizá sean Zafra y Mora los que más arriesguen al confundir los límites de los géneros y plantear las preguntas propias del ensayo desde un punto de vista de angustia vital, introduciendo en algunas ocasiones personajes para apoyar la trama, como lo hace Zafra con su Sibila en El entusiasmo, quien podría ser una representación perfecta de sí misma: «Una trabajadora autoexplotada que toma conciencia». Pero si de un autor de ensayo-ficción puro podemos hablar, ese es Álex Chico, precursor del término y firme defensor de la nueva forma de narrar. Así lo demuestran dos de sus obras publicadas en Candaya: Un final para Benjamin Walter (2017) y Los cuerpos partidos (2019). En ambas no duda en apoyar toda la investigación sobre sus experiencias vitales, utilizando una voz subjetiva para conjeturar, en la primera, acerca de los posibles finales de Walter Benjamin en su última noche en Portbou, y acerca de cómo muchos emigrantes del sur de España quedaron finalmente atrapados en Barcelona al volver desengañados de Europa en las décadas de los cincuenta y sesenta, en la segunda, en un inteligente ardid de conjugar el diario, la crónica de viaje, el ensayo y la novela para obtener un resultado óptimo e intencionadamente literario. Por mi parte, y con ánimo de experimentar todo lo expuesto, apliqué conscientemente estos preceptos en mi propio ensayo-ficción Mil rusos muertos (Sílex, 2019), que como su propio subtítulo indica, pretende ser una revisita a Una habitación propia de Woolf, tomando esta como trama ensayística base donde apoyar la trama ficcional que relata el proceso de cómo fue dejar el trabajo-yugo con el fin de dedicarle todo mi tiempo a la literatura. Pues de eso se trata: de dedicarle todo el tiempo y todos los géneros a la literatura, sin perder de vista que el lector actual, más que nunca, quiere que le enseñen mientras se entretiene y que le entretengan mientras aprende.
Microrrelato y minificción en la era digital Por Irene Andres-Suárez Elogio de lo mínimo. Estudios sobre microrrelato y minificción en el siglo XXI (Madrid, Ediciones Iberoamericana, 2018, a cargo de Ana Calvo Revilla) constituye una contribución importante al conocimiento de los cambios introducidos por el mundo digital tanto en la producción textual como en los procesos de recepción, difusión y consumo de la literatura. Uno de sus mayores aciertos estriba en diferenciar claramente los conceptos microrrelato/minificción; microtextos virtuales literarios/microtextos virtuales no literarios. En relación con los dos primeros, conviene recordar que el microrrelato procede de dos géneros distintos: el poema en prosa y el cuento clásico, aunque, en la actualidad, como categoría narrativa no es ni lo uno ni lo otro, porque su progresiva reducción textual y su condensación desencadenaron una mutación estructural profunda y un cambio de estatuto genérico hasta convertirse en una entidad textual autónoma e independiente. La minificción, en cambio, es una supracategoría literaria, un hiperónimo, que recubre un área mucho más vasta que la del microrrelato, pues agrupa a todos los microtextos literarios ficcionales en prosa, tanto a los narrativos (el microrrelato, por supuesto, pero también otras manifestaciones de la microtextualidad narrativa como, por ejemplo, la fábula, la parábola, la anécdota, la escena o el caso) como a los que no son narrativos (por ejemplo, el poema en prosa, la estampa, el microensayo…). Dicho de otro modo, el microrrelato es una minificción —un microtexto ficcional en prosa—, pero la minificción no es necesariamente un microrrelato, por
lo tanto ambos términos no deberían utilizarse como sinónimos. Delimitar claramente las fronteras entre ambos me parece esencial para erradicar la confusión que ha venido reinando entre ciertos antólogos y estudiosos poco rigurosos. Los estudios que conforman el presente volumen abordan la relación existente entre el microrrelato y el entorno digital, cuyos soportes (bitácoras, revistas digitales y redes sociales) han contribuido de manera notable al proceso de difusión y consolidación del microrrelato y de otras formas textuales hiperbreves. El primer artículo, a cargo de Francisco Álamo Felices, analiza las numerosas transformaciones producidas por internet y las nuevas tecnologías digitales en los ámbitos sociales, políticos, económicos, educativos, culturales, estéticos o artísticos. De la convergencia entre posmodernidad y textualidad electrónica ha surgido, según él, un mundo dotado de herramientas nuevas (redes e interfaces), marcado por la primacía de la imagen, que ha generado otros lenguajes y formatos así como otras formas de conocer el mundo y de narrarlo. Ana Calvo Revilla pone el énfasis en las frecuentes relaciones interartísticas, intermediales y transmediáticas que se establecen en la era digital entre texto, imagen, sonido y vídeo. Para ella, el ciberespacio no sólo ha contribuido al auge y consolidación de la minificción, sino que ha proporcionado visibilidad a los estudios teórico-críticos realizados en el entorno académico. Así lo atestiguan algunas revistas digitales que Calvo estudia pormenorizadamente, si bien no olvida recordarnos la repercusión de cuatro revistas en papel pioneras en el estudio y difusión de las formas narrativas
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Irene Andres-Suárez. Microrrelato y minificción en la era digital
hiperbreves: la mexicana El cuento (1939-1999, dirigida por Edmundo Valadés), la colombiana Ekuóreo (1980-), creada por Guillermo Bustamante Zamudio y Harol Kremer), la chilena Caballo de Proa (1981-, fundada por Pedro Guillermo Jara) y la argentina Puro cuento (1986, bajo la dirección de Mempo Giardinelli hasta 1992). En esta última, vieron la luz los primeros trabajos académicos serios sobre el microrrelato, entre otros «Brevísima relación sobre el minicuento en Hispanoamérica», de Juan Armando Epple (1988, 31-33), «El cuento brevísimo: ¿ficción repentina?», de Robert Shapart y James Thomas (1989, 28-31) o «Ronda por el cuento brevísimo», de Edmundo Valadés (1990, 28-30). Con todo, esta estudiosa centra su trabajo en las principales revistas digitales especializadas en la minificción y resalta su repercusión en la difusión, consolidación y estudio de las formas hiperbreves. Fundada y dirigida por Lauro Zavala hasta 2011 y, después, por Javier Perucho, El cuento en red (1998-2016) fue la primera revista de investigación on line que creó un espacio de discusión intelectual en torno a la narrativa breve y que promovió, desde su creación, estudios sobre el cuento, el microrrelato y la minificción. Entre sus múltiples actividades hay que destacar la publicación de actas de congresos nacionales e internacionales, estudios teóricos y críticos sobre los mejores especialistas del microrrelato, números monográficos consagrados a autores específicos (Dossier en memoria de Augusto Monterroso, 2003), panoramas bibliográficos sobre la minificción por países (Argentina, Colombia, México, Perú, Venezuela, España…) o entrevistas a escritores y estudiosos. Diez años más tarde (2008) irrumpió Plesiosaurio. Primera revista de ficción breve peruana, a cargo de Rony Vásquez y Christian Elguera Olórtegui. El primer número se centró de manera exclusiva en el microrrelato peruano, algo muy importante para los especialistas de este género, dado que la producción de este país apenas había trascendido las fronteras nacionales. A partir de 2010 se publica con una periodicidad semestral y consagra el primer volumen a la investigación y el segundo a la creación literaria. El Centro Peruano de Estudios Culturales promovió a su vez en 2009 la creación de Fix 100. Revista hispanoamericana de ficción breve, la cual privilegia la dimensión teórica y crítica de la minific-
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ción, aunque sin desatender la creación y recepción del género; la sección «Minimalia» nos acerca a la producción literaria del microrrelato con especial atención a la ficción breve peruana. En 2010 nace, por iniciativa del publicista colombiano Esteban Dublín y del escritor y profesor universitario argentino Martín Gardella, Internacional Microcuentista. Revista de lo breve. Se trata de una publicación digital especialmente activa que acoge estudios teóricos y críticos sobre el microrrelato y la minificción y se encarga de difundir las actividades organizadas en este ámbito a ambos lados del Atlántico (publicación de libros, organización de congresos, jornadas, concursos, etc.). Por último, hay que celebrar la creación en 2017 de Microtextualidades. Revista Internacional del microrrelato y minificción, a cargo de A. Calvo Revilla. Es la primera y única revista española especializada en la minificción por el momento. Con una periodicidad semestral, recoge trabajos de investigación sobre el microrrelato y otras formas breves de carácter literario, sean o no narrativas (fábulas, leyendas, haikús, poemas en prosa, bestiarios, microensayo, microteatro, greguerías, aforismos…) y admite asimismo estudios sobre minificción en otros ámbitos de la creación artística no literaria, principalmente el cine, la fotografía y la comunicación audiovisual. Precisamente, la mayor parte de los trabajos de este volumen se centra en las relaciones y alianzas existentes entre el texto literario y otras manifestaciones artísticas (fotografía, pintura, cine, animación audiovisual, microvídeo…). Así, Teresa Gómez Trueba, Antonio Rivas y Daniel Escandell abordan la cultura textovisual en el microrrelato y en la minificción desde perspectivas complementarias. La primera analiza la relación del microrrelato con la fotografía y establece una tipología de los fines perseguidos por esta relación iconotextual: redundancia (cuando el texto y la ilustración son equivalentes y se confirman mutuamente), complementariedad (cuando hay brechas semánticas que han de ser llenadas con la información de la ilustración y viceversa), contrapunteo (una variante extrema de complementariedad a partir de la creación de dos historias que coexisten paralelamente) y contradicción (cuando las palabras y las ilustraciones parecen estar en oposición). En cuan-
to a Antonio Rivas, además de explorar las relaciones existentes entre la palabra y la imagen, pone el énfasis en el marcado tono surrealista de las ilustraciones que suelen acompañar a los microrrelatos, algo que se explica, según él, por la marcada tendencia fantástica o absurda de este género literario y añade con buen criterio que el imperativo visual que domina la producción y la reproducción del microrrelato en internet, más que presentar nuevos caminos creativos, muestra otros modos de recepción y divulgación de los textos literarios. Daniel Escandell se ocupa, por su parte, del anclaje textovisual en los memes y Pablo Echart de la proliferación de microformas audiovisuales en el entorno digital, muchas de ellas de carácter ficcional.
Los artículos de Darío Hernández y Nuria Carrillo indagan respectivamente en la repercusión de ciertas bitácoras como La nave de los locos de Fernando Valls y en la denominada «generación Blogger», un sintagma propuesto por el escritor Manu Espada para definir a un grupo de escritores aglutinados en torno a dos antologías (Mar de pirañas: nuevas voces del microrrelato español, 2012, de Fernando Valls, y De antología. La logia del microrrelato, 2013, de Rosana Alonso y Manu Espada), caracterizados por mantener un blog en el que difunden sus relatos hiperbreves antes de publicarlos en forma de libro. Dicha generación, formada por un numeroso grupo de autores (entre otros Ricardo Álamo, Gemma Pellicer, Susana Camps, Beatriz Alonso, Araceli Esteves, Agustín Martínez Valderrama, Iván Teruel, Antonio Serrano Cueto, etc.), es estudiada pormenorizadamente por Basilio Pujante Cascales, quien resalta la marcada tendencia a abandonar sus respectivas bitácoras una vez conseguida la celebridad. Una excepción a esta regla la constituye el blog Microrréplicas, alimentado desde 2010 por Andrés Neuman, que representa un auténtico «laboratorio de ideas» según Ana Pellicer, la cual analiza los fundamentos éticos, estéticos y formales del mismo. En la misma línea, Graciela S. Tomassini aborda el blog de viajeros en el que confluyen diferentes géneros literarios y tipos de discurso. Si el relato de viajes ha sido llamado con razón género fronterizo, el blog —señala— lo es en grado sumo. Por último, Ángel Arias Urrutia y Fernando Ariza siguen con interés lo que sucede en este ámbito en América. El primero nos ofrece una visión panorámica de la producción digital mexicana (en antologías, revistas, portales, editoriales, programas radiofónicos o televisivos) y el segundo explora los microrrelatos de autores pertenecientes a la segunda y tercera generación de inmigrantes latinos en los Estados Unidos, en cuyos textos, híbridos y fronterizos, confluyen, según él, dos tradiciones dispares tanto si están escritos en español como en inglés. Sea como sea, dada la variedad de enfoques y de temas tratados, estos Estudios sobre microrrelato y minificción en el siglo XXI están llamados a convertirse en un referente obligado para quienes se interesen por la relación entre la literatura y el mundo digital.
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El holandés errante
Ni detectives ni salvajes (Inicio de juego) Texto y fotografías: Álex Chico Existen lugares que no se visitan, se persiguen. Si además acudimos a ellos por un impulso literario, esa persecución puede ser doble, porque vamos detrás de alguien que también andaba a la búsqueda. Fui a Blanes intentando encontrar a Roberto Bolaño y al ir tras sus pasos también seguía los motivos que le impulsaron a él a visitar ese pueblo de la Costa Brava: acudir a uno de los escenarios de Últimas tardes con Teresa.
En ocasiones el espacio cambia de nombre, se rebautiza con nuevos apelativos para ensancharlo y permanecer así entre el cuento y la vida. Blanes es Blanda, el topónimo romano que empleó Joan Perucho para situar a su caballero bizantino Kosmas. Blanes es Z., la última letra del abecedario que le dedica Bolaño en La pista de hielo. Y Blanes es, también, la encrucijada de ca-
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lles y torres y vida despreocupada que quiere disfrutar el Pijoaparte, el mítico personaje de Juan Marsé. Por eso, cuando bajamos del tren, salimos de la estación y buscamos un autobús que nos lleve al centro, no sabemos qué ciudad vamos a encontrarnos, si será la misma que hemos interiorizado después de leer algunas páginas o será otro territorio distinto, tan alejado de la literatura como una estación de tren situada en las afueras. Igual que Boláño, también yo llegué en tren, pero no hace muchos años, como nos explica en «La selva marítima», sino durante un verano reciente. Pasé por los mismos huertos y por el antiguo cuartel de la Guardia Civil, deshabitado y solitario. La estación, en ese lugar, parece desplazar aún más a la ciudad, como si nos dijera que para entrar en ella debemos recorrer un último tramo vacío, un paisaje desnudo, casi desierto si no fuera por algunos edificios que se extienden a lo lejos. Desde el autobús que nos conduce al centro, Blanes va apareciendo poco a poco, con rotondas, carreteras secundarias y circunvalaciones, un laberinto que estamos obligados a transitar si queremos acceder a calles interiores. Ese interior tiene, para mí, un epicentro: el carrer del Lloro. Sin embargo, como sucede en todo viaje o en toda investigación, el destino final no es lo único importante. También lo son las capas previas que hemos desgranado antes de llegar al punto exacto en el que deseamos encontrarnos: la plaza Verge Maria, con sus terrazas y soportales, que son un elogio de la lentitud y la tranquilidad; los pórticos que dan inicio a nuevas calles en sombra; el acceso al carrer Ample y las cuestas que nos conducen a la plaza de la iglesia; el nuevo emplazamiento de la papelería Bitlloch y el emplazamiento perpetuo de la farmacia Oms; la fuente hexagonal con seis gárgolas, un hermoso ejemplo de gótico civil en la que Bolaño se preguntaba «cómo es posible que pasemos delante de ella cada día y no nos
pongamos a llorar»; el antiguo café Español, hoy Café del Teatre, que aún mantiene su aire de viejo cine, el Maryan, cuyas películas invadían la pieza de Susana Puig, uno de los personajes de Los detectives salvajes. Y así hasta llegar hasta el epicentro, el cruce de calles interiores en el interior de la ciudad: carrer de Gibert, carrer del Forn, carrer del Lloro. Al final de esta última calle, en un pequeño estudio alquilado, se origina buena parte del universo literario de Bolaño. Una indicación nos señala dónde se encontraba exactamente su estudio, aunque podemos averiguarlo de otra manera: al lado del portal, una pintada recupera los últimos versos del manifiesto infrarrealista: «déjenlo todo nuevamente». A nosotros nos toca lanzarnos por los caminos y seguir la encrucijada de un barrio minúsculo que recuerda a una medina árabe. Una antigua villa de pescadores que simboliza lo que fue el Mediterráneo hace muchos años. Una ciudad, siguiendo algo que dejó escrito Bolaño, más antigua que Nueva York y que, en ocasiones, parece una mezcla rabiosa de Tiro, Pompeya y Brooklyn. Volviendo de nuevo al carrer Ample, en dirección hacia el mar, encontramos otro punto ligado a la memoria de Bolaño. Con la publicación de Los detectives salvajes y con el dinero que obtuvo gracias a los premios Herralde y Rómulo Gallegos, se traslada a una de las casas de la calle, a un edificio decimonónico de aspecto señorial, cercano al viejo caserón en el que vivió Joaquim Ruyra, el escritor blandense más emblemático. Un ejemplo de modernista catalán que cuenta con algunas valiosas descripciones y metáforas, quizás demasiado preciosistas en ocasiones, pero destacables en todo caso. Tanto como para recibir elogios de otro autor emblemático de la zona, Josep Pla. El Terrassans, a pocos pasos de la vivienda familiar, todavía conserva una atmósfera de otra época. Allí acu-
día Bolaño a desayunar manzanilla con churros. Situado en una antigua casa colonial, el café sigue siendo un punto de encuentro: en la terraza que se despliega al comienzo del passeig de Dintre, llena de gente que pide calamares a la romana, o en las mesas del interior, entre varias fotografías de árboles genealógicos, pizarras con otras especialidades culinarias y el ambiente detenido en la barra del bar. Un lugar en el que todo parece estático, inmóvil, pero con una inmovilidad y un estatismo dispuesto para el regreso constante. Quizás porque ese aire que se respira en su interior no nos conduce a la renuncia, sino a la permanencia, como si conservara un carácter viajero y estable al mismo tiempo. Como el mercado que se esparce por el passeig de Dintre o mientras pasamos por la ya desaparecida pastelería Planells, regentada por Joan Planells, sobrino del pintor surrealista Àngel Planells. El paseo De Dintre, paralelo al mar, avanza entre cafés con terrazas, casas restauradas, como Can Oliveras, edificios abandonados, librerías, fuentes de mediados del siglo XIX y galerías de arte. Después, vuelve a cruzarse con nuevas calles que se alejan del paseo
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El holandés errante
Álex Chico. Ni detectives ni salvajes. (Inicio de juego)
marítimo y nos dirigen otra vez hacia el centro. En una de esas calles, el carrer Hospital, se encontraba el restaurante Can Dimas, al que Bolaño dedicó una columna en el Diari de Girona. A pocos pasos, en el carrer Bellaire, se sitúa uno de los puntos neurálgicos de la memoria bolañesca: la tienda de juegos Joker Jocs, un establecimiento aún en pie, lleno de puzles, coches en miniatura, juegos de mesa, drones, varios tipos de lupa, globos terráqueos y aviones de corcho, entre otros muchos objetos que son un homenaje al esparcimiento y a la imaginación. Un universo muy ligado a la vida de Bolaño, cuya pasión por los juegos de estrategia se refleja en buena parte de su obra, sobre todo en una de sus primeras novelas, El Tercer Reich. Las cajas de puzle apiladas, como columnas pétreas, me recuerdan a los libros que encontré en la librería Sant Jordi, en la Rambla Joaquim Ruyra. Frente a las estanterías, los libros de Bolaño, amontonados unos encima de otros, formaban una columna similar, como si ambos bloques nos dijeran lo mismo: que la literatura es, antes que nada, un juego constante. Hablé con Pilar Pagespetit, la librera. Supuse que era ella, aunque no le dije nada al comienzo. Imaginé que estaría cansada de que se le acercara mucha gente preguntando por Bolaño. Eso fue lo que le dije cuando pagué el libro que había tomado de la columna: que tal vez estaría agotada de tanta pregunta. Una forma sutil y sobre todo torpe que, al menos, nos dio para iniciar una breve conversación. Sí, dijo, viene mucha gente preguntando. El último, un chico de Arizona que empleaba textos de Bolaño en su trabajo. No en una universidad o en un instituto, sino en algo parecido a un correccional para jóvenes conflictivos. Hasta ese rincón de EE. UU. había llegado su obra. Pilar evocó la última vez que vino Bolaño a su librería. A despedirse de ella: el trasplante de hígado que esperaba no llegó nunca. Y añadió que llevaba tiempo sin pasarse. Su relación con él fue más profusa durante sus primeros años en Blanes, antes de que le absorbiera por completo un reconocimiento quizás tardío. Una época que quedó inmortalizada en uno de los textos más hermosos de Bolaño, publicado en Entre paréntesis: «Todos tenemos la librería que nos merecemos, salvo los que no tienen ninguna. La mía es la Sant Jordi, en Blanes, la librería de Pilar Pagespetit i Martori, en la antigua riera del pueblo. Una vez cada tres días voy a husmear allí y a veces cruzo unas palabras con mi librera […]. Tengo crédito y generalmente me consigue los libros que le encargo. Más no se puede pedir». La Sant Jordi era una
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rémora de otras librerías que formaron parte de su vida, las de Chile o la librería de Cristal, en la Alameda de México D. F. Poco antes de salir de la Sant Jordi, Pilar añadió algo más, a modo de consejo: con el tema de Bolaño y con lo que había sucedido a propósito de su legado, no debía creerme todo lo que apareciera en la prensa. Es, sin duda, un tema no resuelto del todo. Con demasiados matices orbitando a su alrededor.
También la ciudad está cargada de matices, de fronteras poco diluidas. Aunque no exista una línea divisoria, Blanes parece una población partida por la mitad. Una recuerda lo que fue en otro tiempo, una antigua villa de pescadores. La otra se abre hacia la línea de costa y se erige con nuevas edificaciones. Las casas bajas y las calles estrechas dan paso a un mundo de bloques altos que albergan hoteles y viviendas recientes. Una ciudad distinta que necesitará otras páginas sobre las que seguir esparciendo el tablero.
El ambigú
Turcos en la niebla
Enrique del Risco Alianza Editorial: Madrid, 2019 451 págs.
Duelo por Cuba Por Anna Rossell Merecido el XX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones a Turcos en la niebla. Los hechos relatados provienen de un conocimiento íntimo y un profundo sentimiento de ternura hacia sus protagonistas. Por ello sus historias resultan creíbles; sus personajes, entrañables. Enrique del Risco (La Habana, 1967), historiador, doctor en literatura latinoamericana, emigrado a España en 1995 y luego a Nueva York, en cuya universidad es profesor, aborda en esta, su primera novela, un tema que le afecta directamente: la emigración cubana en los EE. UU. Sin embargo —no es detalle menor—, su objetivo no es dar cuenta de la oposición al régimen castrista en general, intención abocada fácilmente al fracaso. Tampoco adentrarse en la colonia cubana de Miami, donde hubiera podido elegir entre una amplia palestra temática. Miami no le interesa como tampoco interesa a los cubanos de su novela, gente de la segunda generación de la revolución de Castro, desencantada, emigrada a los EE. UU. entre los años ochenta y noventa del siglo pasado, pero en modo alguno vendida al capitalismo. Del Risco evita lo que podría hacerle caer en burdo maniqueísmo: instala su foco en el condado de Hudson (Nueva Jersey) y parte del atrincheramiento armado del primer personaje, Wonder, en su taller de carpintería, dispuesto a todo ante la amenaza de embargo por la autoridad local —también los EE. UU. son objeto de crítica: «Mucho hablar de democracia y de derechos, pero en este país, una vez que pones en marcha ciertos resortes del Gobierno, no les queda otra opción que la de usar la fuerza»—.
Para dar una visión amplia del ambiente del exilio cubano crítico y fiel a sus principios Del Risco echa mano de las nuevas tecnologías: los personajes, amigos entre sí, se conectan grupalmente a Skype o a Facetime mientras Wonder espera el fatal desenlace. La autobautizada Banda de los Cuatro: Wonder, Alejandra, British y Eltico toman alternativamente la palabra para dar cuenta de su vida anterior y actual. En primera persona, cada uno de ellos aporta una parte de la historia desde su perspectiva y va sumando un número considerable de personajes indirectos al relato: el Cenizo, amigo de Eltico; Deyanira, artista visual, hermana de Wonder; Juan Carlos, marido de Alejandra; April, amante de British… Bien diferenciados por carácter, los cuatro tienen mucho en común (Dios los cría y ellos se juntan): su inconformismo visceral con la hipocresía, su humanidad y la necesidad de calor de quienes sienten como ellos. La autenticidad de su esencia aboca sus vidas al naufragio, pero la dialéctica de su espíritu auténtico los mantiene asimismo a flote. El relato de cada uno compone un puzle que proporciona al lector una idea de la entraña oscura del aparato cubano desde los años ochenta hasta la actualidad: Wonder, hijo de revolucionarios, cuyo padre, falso preso en Cuba, sirvió como chivato del Gobierno, dedicado luego al tráfico sexual y renegado ideológico hasta acabar como preso real; Eltico, hombre bueno, antiguo voluntario en las filas de la Contra nicaragüense; Alejandra, psicoterapeuta argentina, huida a Cuba de la dictadura de Videla con su familia y emigrada después a los EE. UU.; British, profesor universitario de Historia del Arte con falso título de licenciado, experto en pintura, buen conocedor de la Escuela del río Hudson. Sus conocimientos, el mundillo de galeristas y comerciantes de arte que frecuenta, así como el excéntrico personaje de Deyanira, abren una notable ventana adicional al funcionamiento de los círculos artísticos relacionados con el exilio cubano y dejan entrever el esnobismo añadido en su recepción por un público que vive del conocimiento superficial de la realidad cubana. El sentido del humor, común a todos los personajes, hace de la lectura una delicia.
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El ambigú
Cometierra
Dolores Reyes Sigilo: Buenos Aires, 2019 176 págs.
Cerrar los ojos y ver el cuerpo Por Florencia del Campo La cometierra es una chica del conurbano bonaerense (provincia de Buenos Aires, Argentina), que casi a modo de adivina puede ver dónde están esas mujeres que desaparecen. El ritual que debe seguir para alcanzar su don de la videncia es tragar tierra. Los y las «clientas» que la visitan le llevan un puñado de su tierra para que la cometierra lo mastique y trague y pueda decirles dónde está ese familiar que les falta (casi siempre mujeres). Cometierra es una novela que ha irrumpido en el panorama de la literatura argentina actual con gran éxito. Aparece en un momento en el que la sociedad, y por lo tanto las letras también, entiende que es urgente denunciar los casos de violencia de género y femicidios. Pero al mismo tiempo que es una novela profundamente política y actual, es también pura literatura. No hay nada en el libro que se olvide de que ante todo es literatura y no pancarta. La cometierra es esta chica vidente que vive con su hermano y que es huérfana de madre y en parte también de padre: un hombre que no está muerto pero que es responsable de la muerte de la madre y, por lo tanto, sobre él también cae la cruz. Estos hermanos solos conforman una familia que debe salir adelante en un mundo desbordado de pobreza, violencia e injusticias. Cerrar los ojos y ver el cuerpo es lo que ella hace a pesar de ella misma, a pesar de su cuerpo. Tragar tierra hace doler el estómago. Pero aguanta y lo hace. Mastica y aprieta los dientes y lo hace. Y gracias a eso, y gracias a ella, algunas mujeres son liberadas de su cautiverio y son salvadas. No es la institución ni la policía ni la justicia quien logra salvar a las víctimas. No son los canales naturales del orden los que solucionan la catástrofe. Es ella. Es, en cambio, una mujer más; es otra mujer quien logra salvar algo. Cerrar los ojos y ver el cuerpo ajeno y
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soportar el propio, compartir el dolor ajeno y soportar el propio, y salir corriendo a salvarlas. El personaje de un poli bueno, con quien ella vive un romance, viene un poco a decir que los mundos se mezclan y que de esa mezcla surge el caos y la justicia por mano propia, incluso. En un mundo injusto y desparejo, en un mundo machista y cruel, la cometierra sufre, como la portada del libro nos muestra: mar de lágrimas como si fuera el llanto de todo un género, como si fuera el llanto de toda una sociedad herida. Profundamente lírica, Cometierra es una novela del cuerpo que hace carne. El cuerpo como cuestión política. La política del cuerpo. Esta narradora en primera persona dice: «Empezaba a ver que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo». «Hecha cuerpo»: en estas dos palabras está la clave, la carne, de esta novela. En la tensión desgarradora del cuerpo ausente y el cuerpo vidente, en el dolor de todos los cuerpos, en cualquier caso, se ubica esta historia. «Si ellos no tenían la culpa, ¿quién? ¿Mi cuerpo? No podía solucionar lo que mi cuerpo veía.» Tremendo destino el de ver con el cuerpo otros cuerpos. Tremendo y maravilloso a la vez.
El primer hombre
Albert Camus (Traducción de Aurora Bernárdez) Tusquets: Barcelona, 2019 336 págs.
El tiempo recobrado Por José Antonio Vila Es sabido, y se ha recordado muchas veces, que Albert Camus dijo en cierta ocasión que la muerte más absurda de todas las muertes posibles era morir en un accidente de tráfico. Y, en lo que parecería una macabra ironía de Dios, el propio Camus moría en un accidente de tráfico el 4 de enero de 1960. No había cumplido aún los cuarenta y siete años de edad, pero ya había logrado para entonces el Premio Nobel de Literatura y dejaba tras de sí una obra ingente: dos de las novelas más leídas del siglo XX, El extranjero y La peste (y no habría que olvidar un relato tan poderoso como La caída), obras de teatro como Los justos, Calígula o El malentendido, de enorme éxito cuando el no siempre bien llamado «teatro del absurdo» estuvo en boga, que todavía hoy siguen representándose en todo el mundo, y ensayos clásicos de la filosofía existencialista (si bien Camus no fue jamás un filósofo en sentido estricto, ni falta que le hizo), como El mito de Sísifo o El hombre rebelde. El conjunto de su obra tal vez haya aguantado mucho mejor el paso del tiempo que gran parte de los escritos de su contemporáneo, compañero y rival Jean-Paul Sartre, demasiado «comprometido» a veces este último (y a menudo con un empeño digno de mejores causas en el ámbito político), u obcecado en ejemplificar narrativamente su propio sistema filosófico (el inacabable proyecto de Los caminos de la libertad). En la maleta hallada junto a los restos mortales de Albert Camus ese aciago 4 de enero se encontraba el manuscrito inacabado de El primer hombre, un li-
bro que no vería la luz hasta 1994 y que ahora, como motivo de su vigésimo quinto aniversario, Tusquets vuelve a editar acompañándolo de un hermoso postfacio de José María Ridao. La lectura, o relectura, de El primer hombre no hace sino confirmar el lugar de honor que merecidamente ocupa desde el momento de su primera publicación entre las obras más importantes de su autor, porque recalca todas las virtudes de Camus como escritor: su sensibilidad, su talento narrativo, su capacidad para la reflexión y una verdadera preocupación moral indiferente a las perturbaciones que en la ética puede introducir los dictados de la ideología. El primer hombre no es con propiedad un libro autobiográfico, sino una novela que se presenta como obra de ficción relatada en tercera persona por un narrador externo a la historia, pero los episodios que allí se cuentan son claramente reconocibles en la biografía del propio Camus. Como él mismo se trasluce en el personaje protagonista de Jacques Cormery: un niño de extracción humildísima, que llegará a ser un escritor de fama y prestigio mundiales, que nunca conoció a su padre (fallecido, como el de Camus, siendo aún muy joven en la Primera Guerra Mundial), y criado en la Argelia colonial bajo la tutela de una abuela severa que ejercía la autoridad en una familia desprovista de hombres, y una madre, una modestísima empleada del hogar, o «criada», como se dice en la novela, analfabeta, medio sorda, y que para él representó siempre la encarnación misma de la dulzura en un mundo inmisericorde. Una mujer que nunca sucumbió al resentimiento ni permitió que la fatiga, el dolor, la pobreza o la barrera invisible de su analfabetismo se interpusieran en el amor hacia su hijo. Si la relación materno-filial es la savia secreta de la que se alimenta la novela, la añoranza del padre desconocido brinda algunos de los pasajes más resplandecientes del libro y proporciona su punto de fuga y su sentido. Ambos, padre e hijo, vástagos de esa raza innumerable de hombres sin posesiones y sin pasado. Como el primer hombre en la tierra. «Sólo a los ricos les es dado recobrar el tiempo perdido», se lee en la novela. Sin embargo, gracias al tiempo intemporal que crea la literatura a los pobres les es concedido también a veces ese privilegio.
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El ambigú
El cielo de Kaunas
Jesús Zomeño Contrabando: Valencia, 2018 232 págs.
Dolor de los objetos humillados Por Ignacio del Valle El buen hacer de Jesús Zomeño ya estaba acreditado con los cuentos de su De este pan y esta guerra, un deslumbrante puñado de relatos sitos en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en el que ya trazaba un mapa psicológico del sufrimiento y el azar que marcan cada conflicto bélico. Porque Zomeño es testigo de las turbulencias que rodean a sus protagonistas, pero aún es más incisivo cuando se trata de entrar en los climas interiores de los personajes, sus zonas de sombras y de epifanías, los pequeños desgarros que nutren la literatura de buena factura. Y un poco de todo esto hay en su nuevo libro El cielo de Kaunas. De nuevo, son las historias, esta vez cruzadas, las que nutren su imaginario. «El dolor es lo más profundo que hay y lo que iguala a todas las personas», podemos leer casi en las primeras páginas, y partiendo de esa premisa, tres líneas argumentales que podrían ser independientes, pero que Zomeño logra entreverar. Un hombre enamorado de una imagen en la red, un anciano francotirador, un grupo de jóvenes desnortados: un triple salto que muestra en toda su crudeza aquello que decía Machado de «la incurable otredad que padece uno». Un viejo nostálgico del régimen soviético decide redimir su dolor provocando más dolor con un viejo Mosin-Nagant, disparos aleatorios por toda la ciudad, la sangre que le consolará de su soledad y su miedo. Si la confusión de la posmodernidad se enfrenta a la energía común de la época soviética, si la individualidad de la democracia choca con las banderas compartidas, nuestro personaje encuentra en la muerte fortuita un nuevo mecanismo que igualará a todos. Otra de las historias es la de tres jóvenes delincuentes, almas truculentas y depravadas, demolidos por familias alcoholizadas, la violencia del entorno y
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traumatizados por la guerra chechena. También ellos, al igual que el viejo francotirador, «entienden el dolor de los objetos humillados». El catalizador de la desgracia anunciada es el robo de un botín de droga y la subsiguiente huida, un periplo que no sólo transcurre por lugares físicos, sino por sus biografías, sus heridas, con las mochilas llenas paradójicamente tanto de ropa sucia como libros de poemas de Wilfred Owen. Este grupo salvaje y condenado se define en cada frase: «lo que no quiero es un tío del que pueda enamorarme —dice la chica—, esos que terminan siendo un espejo que te demuestra que tu vida es una puta decepción». Hay un fragmento que sirve como epítome de todo este fango existencial, en el que se explica que viven sólo en la parte irracional de su mente, ya que la parte racional quedó muerta, llena de traumas, de neurosis, y no les quedó más opción que refugiarse en el lado caótico, aceptando todo su absurdo, a sabiendas de que si quisieran regresar a la habitación lógica sólo les esperaría una pistola sobre una mesa, con una bala en su interior. La tercera historia es la menos virulenta, pero no deja de albergar una tensión psicológica perturbadora: un policía español que viaja a Kaunas tras las huellas virtuales de la mujer a la que amó y fue asesinada. Es un hombre laminado, imbuido por la estela que recorre cada línea del libro, esa «tristeza de lo que no tiene remedio». Tiene en común con los anteriores personajes su viaje interior, la búsqueda de algún tipo de redención, consuelo o sencillamente terminación: «no tengo mucho que hacer en Kaunas, todo es más bien un viaje interior. No necesito guías turísticas, a veces parece que estoy aburrido y es solo que estoy confuso». Paulatinamente, Jesús Zomeño va encajando las historias unas en otras como en esas escenas de Avatar en que los zarcillos van encajándose para crear una comunión mental. La prosa es siempre hermosa, cuidada, y la conclusión es que todas y cada una de las personas, por muy turbias, malvadas, desgraciadas, sangrientas que puedan ser, buscan —consciente o inconscientemente—, una gota de amor «que les proteja de pensar en el caos, que lo simplifique todo».
Alismas
Esmeralda Berbel Godall Edicions: Barcelona, 2019 142 págs.
De márgenes, mujeres y flores Por Ana Prieto Nadal Buscar la flor de Coleridge. Volver del sueño y de la literatura con una flor en la mano. Ese deseo íntimo formulaba Esmeralda Berbel en Irse (Comba, 2018). Y en Detrás y delante de los puentes (Comba, 2016) aludía a un libro indeterminado donde aparecía una mujer a la que le crecía un nenúfar en el pulmón. Eso es lo mínimo que les puede pasar a las mujeres de Alismas, que les nazca un nenúfar en el pulmón o una magnolia en la planta del pie, si es que no se convierten en árboles, como las ninfas. Los relatos de Alismas, un libro de juventud que ha gozado de muchas vidas y que ha sido felizmente recuperado por Godall Edicions, tienen mucho de iniciático, como casi toda la literatura de Berbel, muy proclive a los umbrales y a los cambios de ciclo, a dar cuenta de las reinvenciones a las que nos empuja la vida. «Sostener el brío y escribir al margen» es la consigna que preside una poética genuina que nos lleva de paseo por márgenes con flores, campos henchidos y bosques frondosos. La arquitecta y activista Itziar González, que se ha convertido en una auténtica experta en la obra de Berbel, pone de relieve la «paradoja del movimiento» que se da en esta poética, a saber, la tensión irresoluble entre el deseo de fuga y el instinto de arraigo; entre la exhortación a desarrancarse —«Todos acabamos yéndonos […]. Irse es como traicionar. ¿O no?»— y la negativa a borrar del todo las huellas. En esta dialéctica se sumen y enmarañan las prosas de este volumen.
El primer relato, con cuadros que cobran vida y mujeres que se pierden en los follajes pintados, tantea o amaga un recorrido narrativo; remite al gesto de Sherezade para, inmediatamente después, frustrar en el lector la expectativa de asistir a una historia cerrada. Al mundo del que da cuenta esta obra no se accede por caminos trazados, porque se halla en los lindes del secreto. Alismas tiene algo de las mujeres varadas y los museos de esfuerzos inútiles de Cristina Peri Rossi; también de las obsesiones líricas o fareras de Menchu Gutiérrez. Su escritura es radical, insobornablemente poética, intraducible y certera; mediante imágenes florales, arbóreas y boscosas de lo más genuinas e insólitas, explora las fases, los sueños y los repliegues de distintas mujeres, a menudo confundidas o amalgamadas con brotes y plantas. Por entre la verbosa maleza, asoman el deseo, la fecundidad, la locura, la voluptuosidad, el desamor, la sororidad. Las amapolas de los amores tempranos, sonrojados. Los campos preñados como vientres. Vidas que languidecen y se tornan del color de las nueces cuando caen y nadie las recoge. Una sabiduría ancestral —al fondo, un libro amigo, el manual botánico de Dioscórides— que prescribe la peonía para curar los vértigos, la nuez negra para los hematomas y la alisma para los males de madre. «Es natural que a una mujer le nazca una flor en un órgano. Es normal que en la planta del pie crezca una magnolia o una primavera, o que de la axila brote una petunia que obligue a la mujer a tener los brazos alzados.» O que se geste una camelia en el cabezal del sueño. O soñar con flores tóxicas cuyos frutos derraman cianuro. Y, por supuesto, el deseo de ser árbol, raíz o tubérculo. Desfilan por estas páginas mujeres que comen rosas; otras que se parecen a las anémonas o que, de tanto comer ciruelas, crecen con la boca negra como un mal presagio. Incluso las hay que fingen como la pasiflora. Una niña «despierta con una orquídea dormida en la cavidad de su cuello». Una madre necesita «convertirse en árbol para poder meter su miedo en la tierra». La mandrágora se perfila como un desafío o un abismo, como una mujer ahogada. Las aráceas son amazonas cuidadoras que corren desnudas al amanecer. La manera de conjurar esas voces «congregadas en una memoria muy antigua» —nos dice Esmeralda Berbel— es reconocer como propia la flor herida. Ha llegado la hora de que una literatura como esta, íntima y audaz, delicada y libérrima, resurja.
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El ambigú
Pornmutaciones
Diego Luis Sanromán Stirner: Madrid, 2019 136 págs.
Ya sólo sexo Por Javier Sáez de Ibarra «Mientras afuera arden las hogueras de la rebelión, yo me fotografío el culo» (pág. 56). El nuevo libro de relatos de Sanromán acaso no pretenda escandalizar, únicamente dar por superados idealismos e hipocresías mediante la argumentación estética de lo desagradable. Porque el sexo omnipresente es siempre abordado desde el ángulo de lo feo, del horror, de lo sucio y lo extremo. Y porque ese abordaje es la estrategia para sugerir que hemos quedado más allá de lo que decíamos querer. El sexo es así tomado como asunto, límite y testimonio de nuestra realidad. En sus cuentos, el intento de su conocimiento científico sucumbe a la seducción; el tabú del incesto es arrasado por la exasperación del deseo de los niños; la orgía no suscita la libertad del yo y en el coito no aparece un otro que alivie la soledad. La sexualidad no se venera, no es liberadora, sino un medio por el que la violencia nos sujeta, incluso ejercida con astucia e impunidad como expresión de la rabia ante un mundo sin valor último. Un relato hace el frío inventario de unos crímenes que multiplican el vacío. Otro señala al sexo como el chantaje invencible del mejor negocio. «Tu fantasía a un solo clic y la rueda del ratón que es como un clítoris erecto pero seco… Red Global: todos esos ojos voraces y todos esos rabos en erección: toneladas de semen, la conexión perfecta: toneladas y toneladas de lefa cubriendo la superficie terrestre como el último Diluvio Universal: el definitivo. Ya está. Se acabó» (pág. 127). El libro parece, por momentos, un largo informe con algo de autopsia de ese cuerpo global que conformamos entre todos y cada uno; hunde el escalpelo en nuestro deseo sexual y la insatisfacción en la que vivimos. Cada relato es un fragmento de historia sin principio ni fin que se trunca sin que concluya en nada, en el que en vano esperaremos una epifanía. El lector
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asiste estupefacto en ocasiones a escenas oníricas, fantásticas, hiperbólicas, en una palabra, irreales (por el momento), precisamente porque sólo así puede manifestarse la realidad de lo que se oculta. La potencia del deseo sexual no se explica sin el componente esencial de la imaginación; Sanromán nos ofrece esas imágenes para forzarnos a mirar a fondo lo que nuestro deseo busca. El resultado no puede ser más desolador. El sexo se muestra como el poder omnímodo del desorden; coincide con el crimen en su ansia de poseer, subyugar, destruir; confunde el amor con el deseo sádico y llega al límite de abolir el orden corporal, como quería Artaud: «... tus intestinos, las piezas ocultas de tu aparato sexual comienzan a centrifugar y ahora todo tu cuerpo no es más que una cadena de espasmos galvánicos, indomesticables. Quieres también aullar de dolor o de placer y fuerzas la mandíbula hasta casi la luxación, pero no hay nada que hacer: tus gritos se los traga la negrura. Tu cráneo, ya blando, palpita al ritmo de los latidos de la carne envasada» (pág. 68). Pornmutaciones da cuenta de una efectiva transformación donde no hay goce ni felicidad compartida y donde el ansia de absoluto se vuelve contra uno mismo. A la vez, constata que lo más íntimo e inmediato, nuestra sexualidad, se vuelve amenazador y enigmático —hay que leer su glosario final donde nuestro pretendido saber es genialmente saboteado—. El autor opta por un cuidado lenguaje literario de aparente naturalidad las más de las veces que no rehúye la violencia y la suciedad. Igual que en las conversaciones privadas se desechan los eufemismos, aquí se emplean los términos más crudos, de manera que no podamos refugiarnos en la retórica. Sanromán llama al neologismo que renombre nuestra experiencia y nos desafía a encarar el horror bajo nuestras respetables ocultaciones.
Jardinería de interior
Paz Monserrat Revillo Enkuadres: Alzira, 2019 126 págs.
Pura vida Por Raúl Ariza La microficción nació en literatura con un objetivo —que en realidad son muchos dentro de uno solo— que es mayúsculo y, además, aparentemente inasumible para un género de extensión tan pulgarcita. Esa titánica razón no es otra que conseguir la hazaña filosófica de relatar el presente, constituir el gran catálogo de nuestras miserias cotidianas, retratar la razón de nuestra vulnerabilidad, e indexar, por supuesto, el inventario de los vicios más ocultos que corroen los pilares de nuestra mortal existencia. Es decir, en resumen, nació para explicar la vida, algo que, por increíble que parezca, algunos libros de microrrelatos —los menos, eso sí— acaban consiguiéndo. Jardinería de interior (Paz Monserrat, 1962) es uno de estos pocos. Porque como ya he insinuado, lo que al instante resalta en la escritura que Paz derrocha en este libro es su vitalidad, pues es todo vida. Un vergel literario, se diría. Y no me refiero sólo a la vida de la propia autora, que sin duda asoma casi obscena entre el follaje de sus páginas, en su sensual poesía o en su delicado lirismo. Ni tan sólo a la intrínseca vida de cada uno de los relatos que componen esta grata colección, que exuda implícita de estos cuentos bulliciosos, palpitantes, amargos, dulces o especiados que la autora ha elaborado con una precisión y una técnica que por momentos destacan tan minuciosas y académicas como a la vez llenas de latido y de frescura. Me estoy refiriendo incluso a la vida de los que lo lean, una vida que, por mucho que algunos se empeñen en impedirlo cuando aborden su eventual crudeza, su puntual pesadumbre o su esporádica aflicción, se positivará de forma inevitable en reveladores daguerrotipos con cada párrafo. Porque en esta enorme colección de elementos tan vigorosos que es el magnífico libro de Paz Monserrat
cabe todo. La vida misma, dije sólo hace un rato que cabía. Cabe, entre otras particularidades, la imposibilidad de vivir de forma apacible en esta sociedad moderna que nos empuja hacia la trasgresión como forma de trascendencia. Caben, también, el paradigma del aislamiento, la enajenación y la falta de identidad del hombre contemporáneo, de los sentimientos y las relaciones ambivalentes. Y cabe incluso, si me apuran, todo eso que quisimos ser, en plena y flagrante confrontación con lo poco que en realidad hemos alcanzado a ser. La autora pone la atención, el punto de luz —cuánta luz emana de estos noventa y tres títulos—, sobre los detalles, o, mejor, sobre los átomos en los que descompone la vivacidad de este libro, porque quizá por su condición de bióloga siempre ha sabido que sólo a través de ellos es posible explicar el mundo entero. Así, partiendo de estos, cuando leamos los relatos de Jardinería de interior aparecerá ante nosotros todo un mundo no escrito, pero sugerido. Al sumergirnos en él, daremos por supuesta una vida interior de sus personajes que, la mayoría de las veces, ni ellos mismos alcanzan a atisbar. Porque al obligarnos a acompañar a esos atribulados protagonistas en las historias marginales y domésticas, imposibles y cercanas, fantásticas y prosaicas que conforman su irrepetible universo, la autora hará que seamos nosotros los que acabemos confiriéndoles a esos seres una apabullante existencia que, irremediablemente, desbordará a borbotones las páginas de sus cuentos. Nos obligará a que seamos nosotros los que nos sintamos vivos.
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El ambigú
Correspondencia (1912-1942)
Friderike Zweig, Stefan Zweig (Traducción de Joan Fontcuberta) Acantilado: Barcelona, 2018 528 págs.
Coincidencias y apartamientos Por José de María Romero Barea El placer duradero que nos depara el prejuicio confesional forma parte de nuestra posmoderna adicción a lo autodramático. Por su franqueza directa, las misivas de un creador nos permiten acceder a su pensamiento al desnudo, sin la protección de la coraza creativa: «Perdona, querido [Stefan], que escriba tanto y diga tantas bobadas. Preferiría besarte», aduce ella. Lo que presenciamos aquí es una historia de amor truncada, víctima del escepticismo astringente: «No me considero apropiado para la representación ni para el sistema, pues me falta ambición y desconfío demasiado del valor tanto de mi trabajo como de la fama», se disculpa él. Complementa el presente volumen la obra de Friderike Zweig (1882, Viena - 1971, Connecticut, Estados Unidos), y la de su exesposo, Stefan Zweig (Viena, Austria-Hungría; 1881 - Petrópolis, Brasil; 1942), mientras se hace eco de las coincidencias y los apartamientos que conforman toda biografía. Los dramas y conflictos son aquí inseparables de las tormentas privadas que convirtieron a una y otro en narradores, pero los destruyeron como pareja: «Vivir es disfrutar», sostiene la escritora, «y el dolor solo es conocimiento, goce»; a lo que el austriaco apostilla: «La educación, la formación moral, los estudios, es ahora secundario. Lo primordial es lograr un orden». Supone esta Correspondencia una autopsia de los esfuerzos fallidos e infatigables de un matrimonio por sobrevivir a su naufragio. Asistimos a sus percepciones enriquecidas por hazañas de imaginativa empatía. Se nos permite recalibrar una autenticidad marcada por
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la intensidad: «Disfruto del gran orden y la limpieza de lo exterior», argumenta él, «sintiendo curiosidad por la incógnita de lo interior»; «Todos los intelectuales tienen algo de dementes», discrepa ella. A través de sus peculiaridades, nos retrata el volumen tanto al autor de Caleidoscopio (1936) como a la biógrafa de Louis Pasteur (1939). Ventrílocuo, los describe con voz propia, los evoca, como ninguna hagiografía, con omnívora inocencia, ajena a cualquier atisbo de notoriedad. Suponen estas cartas el eco escrito de un intelecto dual, sufrido a la vez que sufriente, apasionado al tiempo que destructivo. Casa la empatía con el amor propio en la fiereza del biógrafo de María Estuardo (1934) («[Romain] Rolland quedó horrorizado por los rostros ceñudos de aquellos jóvenes marchando al paso de oca, con la mirada fija y agresiva y el porte insolente»). Se enfrenta a la incesante supervisión del yo interior de Friderike («He estado dedicada a una preciosa tarea: he ordenado tus cartas de juventud»), frágil pero exigente, de continuo amenazado por la indolencia y el compromiso. Contra el exceso de racionalismo del escrutinio público, frente al azote de la tiranía, el oscurantismo o la persecución, el emocionalismo en la exploración del potencial retórico de un intercambio decidido a encuadrar la producción mutua. Resistente al existencialismo y sus causas, presa de un furor sintáctico, Correspondencia ilumina la obra del creador de El mundo de ayer (1938) y la de su exesposa, fundadora de la American-European-Friendship-Association. Se celebra, en definitiva, la magia de la literatura («un viejo Goethe, un Homero o un Shakespeare que me procuré aquí bastan como lectura», se sincera el novelista, a lo que ella replica: «Preferirías hacer de mí una taquimecanógrafa precisamente ahora que me empiezan a blanquear los cabellos»). Los trabajos y los días se entienden en progreso. Se ofrece un desafío menos vertiginoso que el de incurrir en la opera omnia de ambos autores: frente a la negación de la exhaustividad, la voluntad de preservar sus vidas.
Paisaje interior de un roble
Paloma Camacho Aristegui Vitruvio: Madrid, 2018 74 págs.
Fortaleza Por Alberto García-Teresa Hay un hilo claro que va trenzando toda la obra de Paloma Camacho Aristegui (Madrid, 1988): la convicción humanista frente a la adversidad, frente a la exclusión y frente a la desolación. Recordemos que su camino comenzó con Cartografía de un abandono (Gato Encerrado, 2018). En él, la autora plasma su experiencia en un campo de refugiados en Grecia. Nos trae su vivencia y también la angustia posterior, sobrecogida ante lo sucedido allí, con un doloroso reconocimiento de sentimientos. Resulta pertinente traer a colación su anterior entrega porque este nuevo poemario sucede a continuación y como consecuencia de la experiencia vital de aquel. Dos acontecimientos muy importantes que, con la conmoción y afectación tras Grecia, supusieron un auténtico terremoto emocional en ella: el fallecimiento de uno de sus abuelos y la ruptura con su pareja. Así, todo el poemario está escrito como balance. Es una obra profundamente lírica. La tristeza, el dolor y la pena son sus coordenadas. No en vano, el libro comienza con una concisa y hermosa elegía. Sin embargo, lo son también la celebración de la vida y el recuerdo vitalista a partir de ella. Esto se puede apreciar en la cuidada organización del volumen. Divido en cuatro partes, en la primera y la cuarta sección, estas resultan las pautas. A su vez, las dos centrales, dispuestas como un núcleo pero limitadas por lo celebratorio, constituyen las más desoladas. De esta manera, a pesar de la dureza y el daño, el volumen se abre y concluye con una constatación del vitalismo, de la luz, del cariño.
Nuevamente, en la poesía de Camacho Aristegui late la importancia de las redes en un sentido amplio: los vínculos, la comunidad, el apoyo y la solidaridad, los cuidados, la familia... Los poemas ponen en contraposición a quien cuida, a quien acompaña (en piezas con un tono luminoso, sereno, que transmite dicha) y a quien daña y rompe ese vínculo (comunicado con un tono dolorido pero también lleno de rabia, que llega al expresionismo). Se compone Paisaje interior de un roble de poemas un tanto plegados sobre sí mismos, con un tamiz críptico. Se trata de piezas de mayor opacidad o capacidad de extrañamiento que su trabajo anterior. Pero resulta coherente porque esa mirada atenta, ese acercamiento pausado lo precisa también el estado emocional del «yo poético» en estos poemas. Las piezas se centran en una idea o en una imagen. La escritora disemina imágenes potentes y símbolos muy evocadores. Precisamente, se subraya el expresionismo con esos apuntes simbolistas. Camacho sabe pulsar la tensión de los versos, que suelen ser sintagmas donde abunda la ausencia de verbos y de artículos. Con ello, logra una atmósfera fría, concisa, severa; acorde con lo expresado. Por eso, se consigue una dicción en ocasiones áspera pero con capacidad de reverberación. Lleva a cabo una exaltación de la entrega, del esfuerzo. Específicamente, realiza un reconocimiento de la labor, del trabajo agrario, con gratitud y cariño. Desde ahí, ensalza lo sencillo y lo elemental como componentes de lo esencial, de lo auténtico. De hecho, se manifiesta una vinculación con la naturaleza (en especial con los otros animales) desde una manera sencilla, por un lado, pero también resalta una relación arcaica, no exenta de cierto misticismo. La autora, asimismo, lleva a cabo una construcción de un lenguaje familiar, una resignificación del idioma a partir de la interiorización del euskera y de claves y resonancias familiares. Por tanto, a pesar de la aspereza, se trata de un libro luminoso porque se aprecia un crecimiento desde las cicatrices, desde el recuerdo, desde el homenaje. En definitiva, resulta un canto radical y honesto al amor que nos remite a la fortaleza, a ese roble (que es la traducción al castellano del apellido en euskera de su abuelo, Aristegui) que atraviesa como símbolo fundamental todo el libro.
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El ambigú
RIP (Rest in Plastic)
Azahara Palomeque RIL Editores: Barcelona/Santiago de Chile, 2019 96 págs.
La voz del desarraigo Por Mario Martín Gijón Desde su primer poemario, American poems (2015), la obra de Azahara Palomeque ha ahondado en la tensión entre la nostalgia por el país que dejó (la España de la que tantos jóvenes cualificados han emigrado en la última década), mitificada en un sur que, como para Luis Cernuda, se opone al frío, climático y humano, del norte anglosajón, y la mirada hacia el futuro que pasa no por la adaptación al entorno, sino por la construcción de una personalidad que afirma una identidad inevitablemente mixta y tiene como correlato una voz cada vez más diferenciada. Su tercer poemario enlaza con aspectos que ya apuntaba su libro anterior, En la ceniza blanca de las encías (2017), con el que enlaza el memorable poema inicial: «Hay una encía de mapa que aún no alcanza / la noche ni los soplidos. / Somos años en la búsqueda, / con el vello crepuscular aún naciente / pedimos / la parte tierna / que dolemos, la boca / enrejada depende / de la voluntad de otro». La poesía, sí, es esencia porque es encía, la carne más frágil, que une los dientes con el cráneo, la parte que muerde y que muere, se descompone, dejando al pobre esqueleto a merced de un futuro infinito ya sin nosotros. Esencia, es encía por la que se desliza la lengua, limpiándola de adherencias y haciéndola deslizante. Sintiendo esa ductilidad cartilaginosa, esa juntura, quicio, bisagra entre lo racional articulado y lo más allá de las palabras, lo inefable, el espasmo que es pasmo sin posibilidad de explicación, brotado de nuestra mente hasta nuestras manos, escalofrío o calambre que nos columbra cómo somos en lo
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más hondo de nosotros, en las profundidades abisales a las que nunca llegará la luz de lo analítico. En esa «parte tierna», frágil, germinan los versos de Azahara Palomeque, desde una «boca enrejada», que recuerda la «reja de lenguaje» de Celan, la inevitable cárcel fuera de la cual no podemos concebir la realidad, pero que puede a la vez forzarse y forjarse mediante el grito («Intento / descarrilar las mandíbulas») con una corporalidad indómita común a otras escritoras de su generación, como la ecuatoriana Mónica Ojeda, aunque desde formas muy distintas: la poesía de Palomeque pone ante los ojos del lector el reflejo de difíciles metamorfosis personales en un lugar que nunca aceptará con entusiasmo, pues el American dream es pesadilla de precariedad, desprecio al diferente y artificio simbolizado en el plástico. En el cual descansamos, claro, RIP. Si existe el hábito de hacer los ataúdes en madera, como vuelta a la naturaleza que hemos abandonado, más sincero sería construirlos en plástico, made in China pasada por EE. UU., como casi todo aquello con lo que embolsamos nuestra vida. De ese RIP vienen los «ripios», como se refiere a sus versos la poeta, con una autoironía encomiable por rara (véase el «Nocturno del humo») frente al divismo habitual en tanto poeta, versos con los que se quiere conjugar y conjurar esa extranjería, cuando la identidad que se va construyendo es demolida periódicamente por la nostalgia de la «belle époque», más bella en el recuerdo, de la infancia y juventud: «Venga / la minúscula semilla a desguazarnos / la imagen, el trabajo mineral de la melancolía». Esos ripios ironizan sobre todo lo que enorgullece a la civilización yanqui: las autopistas y las carreteras, evocadas en «Road trip». Frente al plástico y el asfalto, frente a los rascacielos y todo lo que se cree sólido, la poesía de Azahara Palomeque ensalza lo frágil y «trémulo» (ya dijo José Bergamín, exiliado escritor olvidado, que la poesía es «arte de temblar»), lo vulnerable y perecedero, como el propio cuerpo.
Recomendaciones de Quimera Cuando es invierno en el mar del norte Leticia Sánchez Ruiz Editorial pez de plata, 2019
Tras sus premiadas novelas Los libros luciérnaga y El gran juego, la escritora asturiana Leticia Sánchez Ruiz sorprende con esta novela detectivesca en la mejor tradición de Agatha Christie. El cadáver de Antonio Trigo aparece varado en la Isla de Or, coronada por un antiguo manicomio reconvertido en la mansión de la familia Larfeuil. Todos sus miembros son sospechosos y el inspector Pembley se encierra con ellos dispuesto a descubrir quién es el asesino. Por otro lado, una periodista obsesionada con el crimen tratará de esclarecerlo por su cuenta. Ruiz encaja hábilmente estos dos hilos narrativos como las piezas de un delicado mecanismo, que hará las delicias de los amantes del género negro y de todo tipo de lectores.
Esas que también soy yo
Carmen Peire e Isabel Cienfuegos (eds.) Ménades, 2019
La Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras (AMEIS), cuya actividad se inició con el Festival Oño, de carácter anual, quiere visibilizar el papel de la mujer en la literatura, sobre todo en su parte creativa. Muestra de su esfuerzo es la presente obra, donde han dado cobijo a relatos y microrrelatos de sesenta mujeres escritoras, desde Cristina Peri Rossi a Lola López Mondéjar, pasando por Cristina Morales, Julia Otxoa o Violeta Rojo, por nombrar algunas. La edición corre a cargo de Carmen Peire e Isabel Cienfuegos, quienes también contribuyen con sus textos a esta antología del relato en castellano.
La puerta del cielo
Ana Llurba Editorial Aristas Martínez, 2019
En esta distopía futurista, un grupo de adolescentes conviven encerradas en La Nave, un refugio construido por un supuesto profeta para protegerse del apocalipsis exterior, mientras aguarda junto a su rebaño de acólitas la llegada del Segundo advenimiento que los conducirá a la Puerta del Cielo, la felicidad eterna. En un ambiente de escasez material y espiritualidad exacerbada, la joven Estrella vive su despertar sexual y comienza a cuestionarse la perturbadora realidad que la rodea. La autora argentina Ana Llurba sorprende en su debut con una novela intensa que mezcla con habilidad el humor y el horror. Estructurada en capítulos breves, con ecos al Plop de Rafael Pinedo, la historia atrapa al lector hasta su sorprendente final.
Mi esquizofrenia Klaus Gauger Herder, 2019
En 1994, al autor de esta obra se le diagnostica esquizofrenia paranoide. Veinte años después ha podido liberarse de los síntomas y escribe esta visión sobre el tratamiento de la enfermedad. Su lectura proveerá al lector de una comprensión de la enfermedad y de los daños colaterales que acarrea, como la exclusión social. Alegato en defensa de esta afección que no encuentra soporte alguno en la sociedad. El libro está traducido al castellano por su propia madre, Carmen Gauger, premio Nacional a la Obra de un Traductor en 2018.
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Recomendaciones
La edad de oro del boxeo Manuel Alcántara Libros de K.O., 2014
A pesar de no gozar de demasiada popularidad hoy en día, el boxeo ha sido uno de los deportes que ha contado con más seguidores y que mejores páginas periodísticas y literarias nos ha legado. Ha tenido cronistas de excepción como A. J. Liebling, Gay Talese, Fernando Vadillo o Manuel Alcántara. De este último recoge el presente volumen quince crónicas excepcionales donde, con gran capacidad metafórica y una prosa escueta y efectiva, este premio Nacional de Literatura repasa algunos de los momentos fundamentales de la historia del boxeo español y demuestra que la prosa periodística puede convertirse en alta literatura.
Historia del silencio del Renacimiento a nuestros días Alain Corbin Acantilado, 2019
En un mundo donde el ruido y la música son omnipresentes y donde apenas existen lugares destinados al recogimiento y a la reflexión es necesario un libro como Historia del silencio, que nos recuerde que el silencio es más que la ausencia momentánea de ruido, que es un requisito esencial para la creación, para que el lenguaje fluya (como quería Valente). A través de la experiencia de filósofos, escritores y artistas, Corbin nos explica cómo se ha entendido el silencio a lo largo de la historia y los distintos espacios que han servido al ser humano para encontrarse con la calma necesaria para cultivar su vida interior.
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El cielo y la nada Toni Quero Castalia, 2019
Cuidado, lector: bajo la aparente sencillez de muchos de estos poemas, Toni Quero ha descrito un mundo lleno de aristas, de caminos intermedios y de grietas muy profundas. De la misma manera que otros poemas, con un aire clásico o ancestral, nos remiten, en último término, a una lectura de nuestro propio presente. Quero posee la habilidad de generar imágenes duraderas, instantáneas perdurables. Logra construir una realidad que se entreteje y que, al enlazarse, busca nuevos asideros para volverse inmensa, inabarcable. Sólo nos bastaría con leer poemas tan memorables como «Las horas del día» para comprender que estamos ante un autor poderoso, sugerente. Un digno ganador del último premio Tiflos de poesía.
Los tres primeros años Julieta Valero Vaso Roto, 2019
La literatura de Julieta Valero siempre nos depara una gran satisfacción lectora. Tal vez, por momentos nos cueste entrar en ella. No le vale con un espectador a medias, sino con un lector que dedique toda su atención. Cuando se la dedicamos, obtenemos una poesía que nos envuelve por completo. En el tema de la maternidad, como es el caso. Una apuesta por una estética y tema sumamente complejos, llenos de significados y de interpretaciones. Sin duda, un paso más en la obra de una de nuestras poetas más interesantes.
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Cuarenta neurocientíficos exploran las raíces biológicas de la experiencia humana
La vida y la época de los agujeros negros
Una vigorosa colección de ensayos escritos por cuarenta neurocientíficos de vanguardia, que de manera irreverente exploran los aspectos más extraños y contraintuitivos de la función cerebral. El compilador de este volumen, el neurocientífico David J. Linden, se dirigió a una serie de destacados investigadores del cerebro y les planteó la siguiente pregunta: “¿Cuál es la idea acerca de la función cerebral que más te gustaría explicar al mundo?” Sus respuestas fueron la base de esta singular antología de ensayos de divulgación científica cuyo objetivo es expandir nuestro conocimiento de la mente humana y de sus posibilidades. Este extraordinario think tank de neurocientíficos, expertos en disciplinas como la conducta humana, la genética molecular, la biología evolutiva y la anatomía comparada, abordan una serie de interesantes cuestiones que van desde la personalidad a la percepción, el aprendizaje, la belleza, el amor y el sexo. Todos ellos exploran de qué forma nuestras experiencias indivuales pueden llegar a cambiar de manera dramática la composición del cerebro. El profesor Linden y sus colaboradores abren una nueva ventana que da al paisaje de la mente humana y al mundo en rápida evolución de la neurociencia, con esta esclarecedora compilación que se dirige tanto a los profesionales de la ciencia como a las personas interesadas en la divulgación científica.
Los agujeros negros son los objetos más extremos del universo, y sin embargo son omnipresentes. Todas las estrellas masivas dejan tras de sí un agujero negro al morir, y todas las galaxias albergan un agujero negro supermasivo en su centro. ¿Qué fue primero, la galaxia o su agujero negro central? ¿Qué pasa si uno viaja al interior de un agujero negro: la muerte instantánea o algo mucho más extraño? Y lo que tal vez es lo más importante: ¿cómo podemos saber algo con certeza de los agujeros negros si lo que hacen por su propia naturaleza es destruir toda información? Chris Impey explora estas y otras cuestiones que están a la vanguardia de la astrofísica y analiza el papel que ha tenido la historia de los agujeros negros en la física teórica, desde la confirmación de las ecuaciones de la teoría de la relatividad de Einstein hasta los intentos de verificación de la teoría de cuerdas. Impey combina esta historia con un emocionante relato de los fenómenos de los que han sido testigos los científicos observando a los agujeros negros: estrellas revoloteando como enjambres de abejas en torno al centro de nuestra galaxia; agujeros negros bailando valses gravitacionales con estrellas visibles; colisiones entre dos agujeros negros que proyectan enormes arrugas en el espacio-tiempo.
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