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ColaborAN en este número:
José Abad, Miguel Arnas Coronado, Mar Cassinello Plaza, Eva Díaz Riobello, Rodrigo Fresán, Beatriz García Guirado, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, Alfredo Garófano, Francisco Javier Guerrero, Ana de Haro, Andrea Huls, Jesús Lens, Ander Mayora, Antonio José Navarro, Luis Pérez Ochando, Ale Oseguera, Pilar Pedraza, Juan Peregrina Martín, David Perez Vega, Cristina Peri Rossi, Salvador Perpiñá, Diego Prado, Manuel Rico, Silvia Rins, Javier G. Romero, José de María Romero Barea, Augusto Starita Fotografía de portada y Dossier:
Marcel Oosterwijk (cc) Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Diciembre 2019
Nos supo a poco. El año pasado ya dedicamos dos dossieres (en los números 409 y 410) a las relaciones entre la literatura y el cine, pero un tema tan amplio y tan apasionante no podía agotarse en tan poco espacio, así que en Quimera hemos querido dedicarle un nuevo monográfico, pero cambiando el vector de la perspectiva: si en los dossieres mencionados dimos importancia a las adaptaciones cinematográficas de las obras literarias, en el presente, coordinado por nuestro colaborador José Abad, queremos dar protagonismo a las formas de escritura vinculadas al séptimo arte, como el guion, la crítica o el ensayo cinematográfico. Contamos para ello con un puñado de autores que han reflexionado mucho sobre el tema desde algunas de las cabeceras más importantes de nuestro país y que tienen propuestas muy originales e interesantes para enseñarnos a leer el cine. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
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Gráficas Gómez Boj
Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.
El salón de los espejos Entrevista a Rodrigo Fresán – 4
El cielo raso
El ambigú
José Abad. El cine estilográfico – 10
Ana de Haro:
Pilar Pedraza. La pantalla fantástica – 11
El año de la ballena de José A. Cano – 55
Salvador Perpiñá. Del guion
Ale Oseguera:
considerado como una de las bellas artes – 15
La memoria donde ardía de Socorro Venegas – 56
Jesús Lens. El cine que nos lleva – 18
David Pérez Vega:
Antonio José Navarro.
Lejos del champagne de Carlos Torrero – 57
Pensar el cine, ensayar sobre cine – 21
José de María Romero Barea:
Luis Pérez Ochando. El amor por las malas películas – 26
En el último trago nos vamos de Edgardo Cozarinsky – 58
Javier G. Romero. La aventura del Fandom – 30
Rebeca García Nieto:
José Abad. Crónicas cinéfilas – 34
La revolución de las flâneuses de Anna María Iglesia – 59
La vida breve
Poéticas del origen.
Mar Cassinello Plaza. «Frío» y «Mesilla» – 37
Los pescadores de perlas
colaboradores aceptan que sus aportaciones
Microrrelato inédito de Cristina Peri Rossi – 39
digital. La redacción no devuelve los origina-
Álex Chico. Ni detectives ni salvajes (Final de partida) – 52
Literatura y cine
Quimera no retribuye las colaboraciones. Los aparezcan tanto en soporte impreso como en
El holandés errante
Silvia Rins: Génesis y permanencia de la poesía de mujeres. Edición de Jaime D. Parra – 60 Francisco Javier Guerrero: Libros dedicados de Diego Prado – 61 Miguel Arnas Coronado:
les no solicitados ni mantiene corresponden-
El castillo de Barba Azul
El unicornio en el Café Libertad
cia sobre los mismos. La revista no comparte
Ander Mayora. Poemas inéditos – 40
de Pedro Rodríguez Pacheco – 62
Einstein on the Beach
Mis fantasmas de Juan Pablo Zapater – 63
necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Diego Prado:
José de María Romero Barea.
Alberto García-Teresa:
Pedro Mairal: telequinesia y pornomitología – 43
La lengua rota de Raúl Quinto – 64
Entrevista a Beatriz García Guirado – 47 Entrevista a Manuel Rico – 49
Recomendaciones – 65
Fe de erratas: en el sumario del número 431, la reseña sobre El primer hombre de Albert Camus está escrita por José Antonio Vila y no por Dolores Reyes.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Rodrigo Fresán Texto: Juan Peregrina Martín Fotografías: Alfredo Garófano ©
Rodrigo Fresán acaba de publicar su undécimo libro de narrativa, La parte recordada, con el que cierra el proyecto de trilogía que empezó con La parte inventada y siguió con La parte soñada. Sus libros han merecido el elogio de la crítica y de compañeros de profesión como el irlandés John Banville o el español Enrique Vila-Matas, quien presume de haber releído varias veces y con placer La velocidad de las cosas, un volumen de cuentos con el que el escritor argentino sorprendió y maravilló aún más a quienes ya conocían su obra anterior.
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Rodrigo, ¿cómo te sientes al haber acabado un proyecto tan ambicioso como esta trilogía de novelas, cuyo último eslabón se titula La parte recordada? Cansado, satisfecho y tranquilo; porque cuando te metes en uno de estos bailes siempre tienes el temor supersticioso de que vaya a quedar inconcluso o que ocurra algo. De hecho, cuando ya veía la luz al final del túnel, me preocupé, sin estar el libro terminado, por escribir el final para que se supiese claramente cómo terminaba y, si me ocurría algo, no dar lugar a estas suposiciones post mortem, de cómo habría terminado… Quería por lo menos dejar eso claro y, por suerte, ya está. En todo caso quiero aclarar que es un proyecto de tres libros, pero que también cierro un poco todos mis libros hasta ahora. Están todos los libros anteriores ahí, de un modo u otro invocados, supongo que como en la última película de Avengers. Me divertí mucho haciendo un cierto revisionismo e incluso reescribiendo mi propia bibliografía. Fin de ciclo en toda regla. Tras once libros y media vida escribiendo, ¿qué queda de aquel muchacho de apenas veintiocho años que publicara en el 91 un bestseller como Historia argentina, tu primer libro de relatos? Yo siempre digo que con Historia argentina tuve mucha suerte crítica y, en su momento, económica, porque vendió bastante cuando salió en Argentina, cosa bastante inesperada para un primer libro de cuentos de un desconocido. Pero más allá de eso, la gran suerte es seguir reconociendo y reconociéndome en ese libro y no tener que renegar de él. Hay muchos escritores que reniegan de su primer libro, simplemente porque sienten que ya no son quienes eran entonces; en cambio, yo sigo siendo el mismo. De hecho, una de las partes en las que más me divertí, tanto en La parte soñada como en La parte recordada, es en esa especie de pseudoreescritura de Historia argentina que aquí se llama «Industria nacional». Incluso los pequeños plots de cuentos alternativos a cada uno de los cuentos de ese libro. Pero quiero decir que no creo haber cambiado mucho: si tú lees estos últimos tres libros y luego lees por primera vez Historia argentina no creo que haya una enorme diferencia. La gran diferencia que veo es una cuestión mecánica: Historia argentina es un libro que todavía llegué a escribir en máquina de escribir mecánica, mientras que estas tres partes hubiera sido imposible escribirlas así, porque tienen estructuras
muy abiertas e inclusivas; sin el insert y el cut & paste podría haberme vuelto loco. Pero también tengo que decir que, cada vez que abro alguno de mis últimos libros y leo al azar, siempre encuentro posibilidades de añadir o de corregir cosas, y en cambio, cuando tuve que releer Historia argentina para alguna reedición, me parece que las frases están como esculpidas en bronce y en mármol. No hay mucho para cambiar: evidentemente se pensaba y se escribía de otra manera y a otra velocidad, eso está claro. No me atrevo a decir si mejor o peor, pero sí diferente. Leer una novela como La parte recordada conlleva sorpresa, disfrute y aprendizaje. ¿Qué es lo principal en tu rutina de trabajo: la erudición, la inspiración, el trabajo… una mezcla de todo? No tengo muy claro cómo está compuesta mi posible fórmula y en qué porcentajes, la verdad. Tampoco sé si la quiero tener clara. En este sentido, soy un gran defensor de la práctica de la escritura como una ciencia inexacta. Me parece que no hay que arrimarla a las matemáticas. Hay escritores muy buenos que la entienden como una ciencia exacta y que incluso ni se sientan a escribir hasta que no tienen todo planeado en su cabeza, pero yo no soy de esos: si lo tuviera todo claro, me costaría sentarme a escribir, porque ya está todo hecho antes. En este sentido soy un gran defensor de mi propia parte lectora mientras estoy escribiendo y de leerme a mí mismo y de sorprenderme preguntándome qué pasará en la página siguiente. En el libro encontramos un mundo fascinante que ya anunciaras en La parte inventada y continuara en La parte soñada, como las reflexiones sobre la memoria o la peculiar historia de la familia Karma, que es una especie de saga fantástica. Sí, ahí también hay una especie de referencia muy clara a un libro anterior mío, porque los Karma son como la parte verdadera o real de lo que luego son los Mantra: el libro que está escribiendo esta persona. Y esto lo aclaro y lo tendré que aclarar más veces: que no soy yo. De hecho, aparezco yo como en pequeños cameos a lo largo del libro: yo no soy esta persona, si bien se nutre de ciertos hitos de mi vida, básicamente de ciertos libros de mi vida. Nos gustan mucho las mismas cosas, pero la irritación y el odio que siente por ciertas cosas no los siento y, en todo caso, no me interesan.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Rodrigo Fresán
El personaje reflexiona sobre el mismo proceso de lectura que conlleva escribir y habla de disciplina y alegría al descubrir historias maravillosas en los libros. ¿Tan importante es la lectura y tan alejada la tenemos de nuestras vidas? Creo que es un tiempo un poco paradojal, porque la gente nunca ha escrito y ha leído más en toda la historia de la humanidad; el tema es qué es lo que lee y qué es lo que escribe. Quiero decir: si estás todo el tiempo leyendo y escribiendo en redes sociales, probablemente no te quede tiempo para ficciones de largo aliento y con el tiempo no tengas ni las fuerzas ni el entrenamiento del músculo de la lectura y mucho menos del de la escritura, que es una consecuencia casi refleja del de la lectura. Cuando me preguntan de qué tratan mis libros, que es una pregunta bastante difícil de contestar, yo descubrí, sobre todo en estos tres últimos, una respuesta muy sencilla, que me parece que es honesta y verdadera también, que es que tratan del tema más transgresor posible: leer y escribir en este tiempo. La ficción y la realidad en el llamado mundo posmoderno ¿se complementan o se odian? Lo primero, nunca supe lo que es el mundo posmoderno, sobre todo en países donde todavía no hemos alcanzado la modernidad. Todo ese tipo de etiquetas, lo mismo que la autoficción, la literatura del yo y todas estas cosas que se presentan como novedades, en realidad son tan viejas como la creación. Si nos ponemos muy estrictos, la Biblia es literatura del yo. Siempre has tratado de bordear los límites de los géneros desde una perspectiva ficcional: cuentos que parecen ensayos, novelas que parecen estar compuestas por cuentos… Sí, me gusta eso, pero vuelvo a decirte que no creo que sea nada nuevo ni que yo haya descubierto para nadie. Me parece que en lo que se refiere a la literatura española contemporánea tienes a Vila-Matas, que es un escritor a quien yo admiro mucho, pero mucho antes de todos nosotros esto ya estaba: la metaficción ya está en el Quijote, en la Odisea y en cualquier lugar donde te pongas a mirar con una cierta atención. Y en este sentido me interesaba despegar un poco al personaje de mi persona, porque también es un poco triste… Quizá es un síntoma de la deformación provocada por las redes sociales: la gente tiende a creer automáticamente que
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todo lo que uno escribe es verdad, o que le pasó al escritor. Por eso el libro está escrito en tercera persona, aunque sea una tercera persona muy de primera. Una vez leí una entrevista a Joan Didion que me gustó mucho en la que ella decía que escribe en tercera persona porque la primera no le interesa, no se le da bien, y porque no quiere este tipo de confusiones. Y que la suya no es una tercera persona omnisciente sino una tercera persona muy próxima a la mente del personaje, una tercera persona instalada como una especie de tumor dentro de la mente del personaje. Me gusta mucho eso, como también me encantan los libros que transcurren dentro de cabezas: todo Banville, todo Nabókov... es lo que más me interesa. Te lo comentaba por las opiniones del protagonista sobre la autoficción… Sí, bueno, esas opiniones no son mías... Una de las partes más divertidas del libro, a lo largo de los tres libros, de hecho, fue ir «acanallando», «amiserabilizando» al personaje, volverlo cada vez más resentido y cada vez más gruñón y más adicto a la diatriba. Una de las cosas que más me divirtió de este libro es la lista de cosas que podrían molestarle a este personaje e ir tratándolas. La literatura del yo o la literatura supuestamente literaria y divulgativa no me irrita ni me atrae, de todas maneras. Además, en un momento en el que hablo de los escritores que escriben sobre escritores yo los critico, pero yo hice eso y lo sigo haciendo: tengo toda una novela que se llama Jardines de Kensington en la que básicamente me estoy riendo un poco de mí mismo, como también hago en mis artículos. Y me estoy riendo del mismo libro cuando se dice en La parte recordada: «Odiaba esos libros que hablaban de un backstage de vidas interesantes» y enumera un pianista, un jesuita o un inventor de tests; o los making of de grabaciones de discos o películas que también aparecen en los tres libros. Muchas de las críticas que hace el protagonista a este tipo de escrito fueron y son críticas que me hacen a mí. Como dije: me divertí con todo eso. Otra constante narrativa es la aparición de hechos históricos fundamentales, que rodean a los personajes o su realidad: la llegada del hombre a la Luna, el 11S, la época de la dictadura militar en Argentina o la guerra de las Malvinas… ¿Son un apoyo estético necesario?
Son un apoyo estético, son un recurso y a veces te ayudan, pero vuelvo a decirte: en La cartuja de Parma, Stendhal usó Waterloo. Quiero decir, la ficción siempre tuvo un movimiento pendular y de mutua ayuda con la no-ficción. Y de hecho, la no-ficción muchas veces está compuesta por partes de ficciones, ya que muchas veces no hay testigos directos de nada, por lo que, de algún modo, se oficializa una suerte de realidad que no es tal. También, puestos a elegir entre la ficción y la no-ficción, yo siempre voy a estar del lado de la ficción, como repito varias veces en mis libros. Estoy muy de acuerdo con eso que dijo Nabókov en cuanto a que la realidad está sobrevalorada. Y que es una palabra que siempre tendría que estar entre comillas. Los paréntesis, como si fueran notas a pie de página, pero insertas en el texto, funcionan de manera muy particular e incluso parecen ser de primera necesidad para la lectura de este libro. Sí, esto ya aparece en La parte inventada. Es uno de los gestos estilísticos del libro, la idea de los paréntesis funcionando como una especie de voz en off o de conciencia por encima de todo.
Danos unas pequeñas pinceladas sobre la influencia de Vonnegut en tu obra. La influencia de Vonnegut es simplemente el placer que me causa leer a Vonnegut y la admiración que me causó en su momento descubrir que se podía contar como cuenta Vonnegut en Matadero 5. Algo similar y tan didáctico como cuando escuché por primera vez «A Day in the Life» de los Beatles y me di cuenta de que se podía escribir una canción de ese modo y grabarla de ese modo. O cuando vi 2001: Odisea en el espacio. Esos tres gestos están unidos por alguna vocación de desarticular y fragmentar la narración que a mí siempre me interesó. En este libro, la parte central es básicamente una especie de apología épica de la idea del fragmento como elemento narrativo. Y en Vonnegut también está ese párrafo que cito como un credo estético para mí, cuando describe esos libros extraterrestres como cosas que suceden todas al mismo tiempo, sin moral ni principio ni fin. Quiero decir que mi aspiración como terráqueo es escribir libros extraterrestres. Nombrabas a Nabókov, que aparece también e incluso leemos sobre su vida, teorías, novelas y cursos. ¿Qué aporta en tu opinión este escritor a la historia de la literatura? Nabókov en mi vida de lector es un caso curioso porque lo leí muy joven, traducido al español, yo leí mucho y admiré siempre sus libros, pero como uno de tantos. Y no hace mucho, al releerlo en inglés, descubrí todo lo que me había influenciado sin que me diera cuenta: uno muchas veces no es consciente de las más grandes influencias que tiene. Me refiero a los juegos de palabras tontos, el chiste malo, la intromisión constante de la figura autoral en la ficción y también tiene eso de que reinventa el idioma inglés y reinventa el paisaje norteamericano con Lolita. Y tiene ese libro perfecto es Cosas transparentes, sobre el que hablo bastante seguido. Tengo en común con el protagonista de mi libro: no puedo leer Ada o el ardor. Nunca pude avanzar. Aunque me parece interesante la figura de Nabokov: un escritor excéntrico que, al volverse central con Lolita, decide convertirse en más excéntrico aún. Quiero decir que, como novela de vanguardia experimental, nada todavía ha superado a Pálido fuego. Y además tiene una cosa muy curiosa y es que los gestos de vanguardia de Nabókov siempre son muy divertidos, tienen mucho humor: generalmente la vanguardia no se preocupa por divertir, se preocupa por innovar.
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Entrevista a Rodrigo Fresán
Y el cine aparece como herramienta para cruzar historias, opiniones de personajes o pequeños ensayos sobre un director o una película. ¿Realizas literatura con el cine, sabiendo que cada disciplina tiene su propio lenguaje? Sí, para mí Stanley Kubrick fue uno de los más grandes escritores por el modo en que filmaba: te vuelvo a decir que cuando yo veo o escucho o miro 2001 o A Day in the Life de los Beatles, o The Kinks o Bob Dylan, o ciertos cuadros de Edward Hopper o Mark Rothko o las Variaciones Goldberg… no estoy pensando en géneros ajenos a la narración: para mí es todo lo mismo.
tré con él, le dije todo lo que pensaba, todo lo que tenía que agradecerle. Yo tuve la suerte de poder decirle todo, porque para mí Claudio resucitó antes de morir. Y le dije que iba a estar en la dedicatoria del libro, cosa que no le causaba demasiada gracia porque era un tipo poco dado a la figuración en este sentido. Pero también tengo que decir que lo que le agradezco a Claudio muchísimo es no sólo los libros que me editó, sino los libros que me permitió escribir. Cuando terminé La parte inventada me di cuenta de que no me podía despegar de la voz y del personaje. Yo en realidad iba a escribir algo más corto, que finalmente fue abducido por La parte soñada y al final resultó en una trilogía. Él me dijo «adelante» y no sé cuántos editores me habrían dicho «adelante con ello». También me hizo prometerle una cosa: que después de terminar esos tres libros, escribiría uno que consistiera en una recopilación de anécdotas de mis encuentros con personajes famosos, un libro más ligero. Y me comprometí a ello. Cuando murió, pensé que me había liberado de la promesa, pero enseguida me di cuenta de que ahora estoy más obligado a hacerlo que nunca. O sea, que lo voy a hacer, porque también me parece una buena forma de desintoxicarme de este largo viaje que duró diez años, ni más ni menos. Por ejemplo, mi hijo, el que diseña las portadas, que fue quien introdujo en el libro y en la portada el muñequito este de Mr. Trip, acaba de cumplir trece años justo. Y este tríptico de Las partes ha surcado toda su vida racional y consciente. Es bastante asombroso e inquietante el pensarlo. Trato de no pensarlo demasiado.
El libro está dedicado a tu familia y a Claudio López-Lamadrid. ¿Qué ha supuesto para el mundo de la cultura una persona tan preocupada por lo literario? Yo te puedo opinar qué supone para mí: primero, antes que nada, la dedicatoria estaba puesta antes de que muriese, no es una necrodedicatoria. A mí me pasó una cosa bastante curiosa: por un malentendido yo entendí estando de viaje que Claudio había muerto en octubre. En realidad había muerto el padre de Claudio, pero yo estuve convencido una mañana de que Claudio había muerto. Entonces, cuando volví y me encon-
Terminamos preguntándote si alguna vez volverás a los cuentos. Sí, tengo ganas. Yo escribí Historia argentina, Vidas de santos y La velocidad de las cosas y, cada tanto, trato de ver qué se puede hacer con el cuento, porque además siendo argentino vengo de un país donde el género rey es el cuento y no la novela. Y sí me da curiosidad qué más se puede hacer con el cuento. Creo que Philip K. Dick decía que la novela es el laboratorio —o lo dije yo y se lo atribuyo a él— y el cuento es el experimento, y tengo ganas de entrar en el laboratorio pero para experimentar.
La música, los músicos y sus discos son una referencia fundamental en tu carrera literaria y en concreto en este libro: The Beatles, The Kinks, tu amado Bob Dylan… ¿Funciona esa parte musical como la banda sonora del libro? Eso es parte de mi vida y parte de mi entorno y te repito que no me parece novedoso. Pienso en la música, los bailes, las coreografías en las novelas de Jane Austen. También recuerdo mucho esa frase de François Truffaut que podría estar en mi escudo de armas: «Hablemos solamente de las cosas que nos gustan». Me parece bastante sabio. Yo soy consciente de que en mis libros hablo de las cosas que me gustan. El personaje habla de ciertas cosas que le disgustan, pero ese disgusto está expresado como en espejo; digamos que a partir de lo que le disgusta puedes leer claramente lo que le gusta. Es un disgusto creativo y didáctico, no un disgusto destructivo.
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Literatura y cine El cine estilográfico José Abad – 10
La pantalla fantástica Pilar Pedraza – 11
Del guion considerado como una de las bellas artes Salvador Perpiñá – 15
El cine que nos lleva Jesús Lens – 18
Pensar el cine, ensayar sobre cine Antonio José Navarro – 21
El amor por las malas películas Luis Pérez Ochando – 26
La aventura del Fandom Javier G. Romero – 30
Crónicas cinéfilas José Abad – 34
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El cielo raso
El cine estilográfico Por José Abad Las relaciones entre cine y literatura son tan antiguas como el propio medio. Buena prueba de ello son las incontables adaptaciones que han sido y serán, así como el hecho incontrovertible de que todos los géneros narrativos literarios acabaron siendo géneros cinematográficos desde fechas tempranas. El traspase de un medio a otro tiene consecuencias, por supuesto; aunque proporcione un goce similar —afirma Pilar Pedraza— ver una película no es como leer una novela, y no podemos sino estar de acuerdo con ella. En «La pantalla fantástica», a partir del ejemplo de Malpertuis, Pedraza reivindica el poder transformador de la imagen; la película más fiel al original literario será forzosamente una obra muy distinta. El tema es apasionante e inagotable,
Fotograma de la película The Shining, de Stanley Kubrick.
pero en esta monografía hemos querido abordar otras formas de escritura vinculadas al cine, como el guion, del que nos habla Salvador Perpiñá; el guion es un texto necesitado de la puesta en imágenes para ser, «sin ella, el guion queda como el mapa de un territorio que nadie explorará», nos dice. Perpiñá también señala las contaminaciones recíprocas que se dan entre cine y novela desde hace décadas. La parte del león se la llevan la crítica cinematográfica y el ensayo. En nuestras librerías nunca falta la
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sección de cine, que de un tiempo a esta parte está conociendo un flujo de novedades considerable. Algunos autores han convertido el cine en su musa particular: «Para mí, el cine es una fuente de inspiración continua», confiesa Jesús Lens, quien en varios libros suyos ha unido la pasión por el séptimo arte y la pasión por el viaje en un todo indiscernible. De la crítica a la crítica se encarga Antonio José Navarro, colaborador de varias de las publicaciones más importantes de nuestro país. ¿Cuál es la función de la crítica? La cuestión merecería un monográfico por sí sola. Su función no es, no debería ser, suministrar información —advierte Navarro—, «sino articular un marco reflexivo que facilite el acceso a los significados de un objeto específico». El artículo de Antonio José Navarro deviene asimismo un breve ensayo sobre el ensayo: «El ensayo sobre cine es siempre un punto de partida, el comienzo de un camino que otros continuarán, y nunca un dogma grabado en piedra». Luis Pérez Ochando propone un ejemplo práctico de esa crítica que se rebela contra el canon establecido y mete las manos allí en donde otros jamás habrían osado hacerlo: «Me interesa el cine comercial, de género, de entretenimiento, producido en serie, porque es en esta aurea mediocritas donde se hacen visibles no sólo las convenciones del cine, sino también las expectativas del público de cada momento». Zygmunt Bauman nos recordaba que antaño existían los gustos de la élite —la llamada alta cultura—, los gustos mediocres o filisteos —típicos de la clase media— y los gustos vulgares —característicos de las clases bajas—, y decía que intentar mezclarlos era más difícil que mezclar agua con fuego. Hoy, estos prejuicios se están viniendo abajo gracias a la labor de zapa de gente como Javier G. Romero, responsable de algunas revistas especializadas como Quatermass y Cine-bis, en las que se rompe con esa separación elitista entre alta y baja cultura. Este recorrido por el cine escrito o «cine estilográfico» se cierra con la evocación personal de José Abad, uno de esos críticos que escribe desde la cuneta, en los márgenes, a la sombra, por su cuenta y riesgo.
La pantalla fantástica Por Pilar Pedraza Cuando era niña, el cine me asustaba tanto como a un antiguo nativo australiano. No veía historias en la pantalla, sino cosas que cambiaban de repente, movimientos de espacio sin tiempo, rostros que se acercaban hasta casi engullirme, ruidos, músicas y animales parlantes. A veces, ¡hombres mutilados, árboles vistos desde el suelo, espectros, gente muerta, huesos y calaveras! Temblaba cuando se acercaba el domingo, día de cine obligatorio en mi familia como en otras la misa. Mi percepción era pura, veía el cine y no las películas. Aquello no duró. Con los años, la pantalla desapareció o se convirtió en ventana y pude ver a través de ella escenas e historias que iban adquiriendo sentido. La película que me curó de mi oscuro mal fue Cantando bajo la lluvia, pese a tratarse de una obra con la narración fragmentada por los números musicales, es decir, con momentos inverosímiles. Ahí se acabaron los remilgos y supe que ver cine no era como leer, pero proporcionaba un goce similar. A partir de entonces se esfumaron los terrores que me producían aquellos sueños, que venían de fuera y no de dentro, y empecé a sentir por el cine un amor que se ha convertido en pasión. A ello contribuyó el hecho de que entonces vivíamos la tristeza del franquismo, y el cine era como un rayo de luz que entraba por el ventanuco de la celda. A los niños nos estaban prohibidas las películas calificadas como 3-R (mayores con reparos) y 4 (gravemente peligrosas). Sólo veíamos westerns, hazañas bélicas o castas películas de romanos, donde a veces salía alguna que otra mujer. Para mí, a una película sin mujeres le faltaba algo. Las comedias como La fiera de mi niña (mayores con reparos) fueron un descubrimiento iluminador. Ahora ya sé lo que es una pantalla, un encuadre, un plano, la cámara y sus movimientos y la iluminación. Incluso he estado explicándolo en la universidad durante muchos años. Lo he trabajado en frío, con moviola, al investigar las películas de Jean Cocteau, el gran mago, que escribía y hacía cine, y que sabía que lo que aparecía en la pantalla eran chorros de luz que venían
de un proyector. Quedaban atrapados o frenados por la tela blanca, porque si no, se perdían en el infinito. Cuando te acostumbras al jarabe y este se convierte en licor, ya estás atrapado. El cine ha impregnado toda mi propia producción y prácticamente está en la base de todo lo que escribo —investigación, ensayo, ficción—, no como inspiración o mero objeto de estudio, sino como fértil suelo que pisan mis pies, aire puro que respiro, el alimento que me mantiene con vida como la sangre a los no-muertos. Me baño en él diariamente: es la piscina que hay detrás de la caverna platónica. Salgo renovada y enriquecida, aunque no siempre. La literatura ha alimentado y sigue alimentando al cine y viceversa. Desde la época de los grandes estudios de Hollywood, un autor americano que publica un libro y tiene un buen representante puede contar con que alguna productora cinematográfica adquiera sus derechos, porque el cine producido en la fábrica de los sueños necesita historias que contar, reales, realistas o fantásticas, y estas últimas suelen hallarse en los libros. Encontramos así en Beverly Hills mansiones de creadores que se han enriquecido con la literatura o con el cine, o simultáneamente con ambos; o gente que vive de vender a los estudios pulp fiction bien encuadernada. Las novelas policiacas que leía el proletariado de los años cincuenta o las historias rosa que entretenían y atontaban a nuestras madres y abuelas fueron escritas a destajo y llevadas a la pantalla una y otra vez por equipos de artesanos. Me refiero a la pantalla norteamericana, cuyo cine convierte en entretenimiento y en dólares todo lo que pasa por ella. Es curioso: algunas de estas obritas de vaqueros, amoríos y guapos vampiros ahora están de moda, rehabilitadas como piezas literarias posmodernas que se apoyan en las películas a las que dieron lugar en tiempos de John Ford. Algo parecido ha ocurrido con el thriller. La literatura de género alimenta al cine de género, sea este western, policiaco, ciencia ficción, espías, fantasía y terror o comedias. Es un trasiego abundante y natural en el mercado. De lo que se trata en el caso del cine es de vender un producto elaborado en equipo, no
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El cielo raso
Pilar Pedraza. La pantalla fantástica
necesariamente barato ni inconsistente, redactado por escritores cinematográficos y dialoguistas de oficio, y realizado por un director que se encarga de la puesta en escena y de los actores, y un productor que vela por el conjunto. Hasta la fecha, el resultado ha sido banal y mediocre en un porcentaje elevado, al estar destinado a un mercado amplio, variopinto e interclasista. Otra cosa es el nuevo cine, lo que se llamó cine de arte y ensayo, o sea, experimental, y más tarde indie. Pero no nos metamos en jardines. Algunos libros han sido fundacionales para la pantalla, como la novela de Stoker, Drácula y el relato de Sheridan Le Fanu, Carmilla, que la han abastecido de películas de vampiros desde el principio. Incluso ha germinado con fuerza el estudio teórico y académico sobre las relaciones entre libros y películas, entre texto escrito y texto audiovisual. Este género literario no se limita a la producción de artículos de crítica cinéfila a vuelapluma, sino que cuaja en tesis doctorales más voluminosas y pesadas que el propio Drácula de Stoker. Así, el viejo vampiro paterno y sus desvergonzadas hijas constituyen en conjunto una galaxia que no ha dejado de expandirse y en la que brillan innumerables estrellas, unas nuevas y eternamente jóvenes como El baile de los vampiros (1967), otras azules supernovas, como Only Lover Left Alive de Jim Jarmusch (2013) o la delicia neozelandesa What We Do in the Shadows de Jemaine Clement y Taika Waititi (2014). Las hay también oportunistas y más vacías que el demonio, mero consumo adolescente. Y lo mismo ha ocurrido en los demás géneros. Normalmente el público no ha leído a Stoker o Le Fanu, y no digamos el Vampirismus de E. T. A. Hoffmann, pero siempre pide más, porque se ha familiarizado con el tema del mordisco y ha convertido una fantasía en realidad, una obra literaria en un abanico de imágenes tan seductoras como previsibles. El cine llamado de género alimenta, pero no nutre. Los buenos nutrientes se producen cuando un texto literario de calidad, auténtica literatura y no mera escritura, se cruza con un proyecto cinematográfico y un director, productor o autor de talento. También se da el caso de que un director invierta su genio y sus recursos artísticos en la obra para sacar al tema o mito de su carril de género y convertirlo en un astro fulgurante, o que en el mercado se ponga de moda una variante novedosa por razones de contexto. Es el caso —por seguir con el tema de la sangre— de las vampiras de los años setenta a noventa del tipo de The Addiction (1995), de Abel Ferrara, o de Michael Almereyda,
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Nadja (1995), lejos ya de las fuentes literarias clásicas y alentados por dos fenómenos contextuales: las drogas y el feminismo. Actualmente, el género fantástico está tan maduro que no necesita fuentes. Es capaz de crear casas encantadas, muertos vivientes seductores, vampiros psíquicos que te chupan la energía como antes la sangre, zombis con buen corazón. Al vivero de películas fantásticas y de terror, comerciales o artísticas, que se desvían de los tópicos para revelar aspectos oscuros de nuestro mundo pertenece por ejemplo el film de Jim Jarmusch Only Lovers Left Alive, crepuscular y melancólico. Esto que digo no es general: hay películas fantásticas o de terror que, surgiendo de un modo oportunista de materiales novelescos, y tratando de regar las flores marchitas con aguas turbias y fertilizantes sentimentales, son un horror. Leyendo a Edgar Allan Poe, me enamoré de su locura y de algunas de sus difuntas. Construí para mis adentros un mundo húmedo y misterioso, habitado por enfermos soñadores y mujeres semimuertas que regresaban de la tumba rubias habiendo sido morenas en
vida. Entonces descubrí un cine que se decía capaz de dar imágenes y sonidos a fantasías imposibles de representar sin desvirtuarlas. Annabel se multiplicó, convirtiéndose en unas Morellas tan guapas como vulgares, y los protagonistas masculinos en caballeros en batín, untuosos y aterradores, que deambulaban por criptas de cartón piedra y salones kitsch adornados con velones rojos. Esto, me dije, no es cine fantástico por más que trate de ilustrar a Poe. Cuando comencé a explicar las vanguardias cinematográficas en mi facultad, vi e hice ver a mis alumnos la única adaptación decente de una fantasía literaria conocida por todos. Les pasé varias veces un film de vanguardia tan atrevido en su carácter onírico y sus imágenes, entre expresionistas y surrealistas, como las creadas por el escritor o incluso más. Me refiero a La Chute de la Maison Usher de Jean Epstein (1928), en blanco y negro, con metáforas y ambientes de un onirismo escalofriante. Hay tanto que decir sobre los idilios y desencuentros entre el cine y la literatura fantásticos que no hallo la fórmula en estas páginas. Pero quisiera explicar brevemente las relaciones entre el medio escrito y el audiovisual a través de una obra fantástica concreta y, para mí, de culto personal, que ha influido tanto en la heterodoxa construcción de mis historias como en mi manera de entender el cine. Les invito a que la lean en un libro y la vean en una pantalla, si es posible grande. Se trata de la novela Malpertuis, del escritor belga Jean Raymond de Kremer o Jean Ray, publicada en 1943 y llevada al cine en 1971 por el también belga Harry Kümel. Por entonces, la literatura fantástica y el cine de horror ya estaban inventados, desarrollados y más que codificados, pero había también un interesante crecimiento lateral: la literatura de lo siniestro y de lo extraño, donde el monstruo dejaba paso al horror que anida en la realidad bajo la forma de la alucinación o la locura del sujeto. Malpertuis es la historia de la destrucción de los últimos y decadentes dioses griegos, que habitan en una casona belga donde los conserva el armador Cassave, que los encontró medio muertos en uno de sus viajes. Siempre me produjo cierto escalofrío imaginar a los olímpicos viviendo dentro de un interior burgués… El libro no es un relato fantástico tradicional ni por el tema ni por la forma. No sólo carece de linealidad narrativa, sino que está construido por la unión a modo de mosaico de un coro de voces —confidencias, documentos, sueños y alusiones, encadenadas o abruptamente montadas— que hacen difícil su primera lectura y apaFotograma de la película The Fall of The House of Usher, de Jean Epstein.
sionantes las sucesivas, cuando la obra va desplegándose como una tela de araña o el imago de la mariposa al salir del capullo. Los dioses, capturados, moribundos o maltrechos, han sido restaurados en diversas formas y condiciones, todas ellas carnavalescas, es decir: tienen problemas con su corporalidad. Lo más siniestro es que no son puras formas o fantasmas, sino seres reales de carne y hueso, o al menos de piel, sacos de piel humana construidos por el taxidermista demente Filarete, que conservan una chispa de vida divina. Como en la Casa Usher de Epstein, aquí aprendemos cómo llevar al cine lo espiritual y lo aparentemente infilmable. En Malpertuis coexisten, y a veces se confunden, elementos cotidianos y sobrenaturales, materiales y espirituales. El texto escrito respira, jadea y late, gracias a la utilización sorprendente del punto y aparte, del manejo variable de los tiempos verbales y de la elipsis. En el film se pone en imagen un texto tan ingrato de guionizar como de representar en forma audiovisual. Su historia es una fábula inédita en el género fantástico, desconocida entre la mayoría de los espectadores, y su relato rompe algunas convenciones del cine clásico. Ha sido desatendida por la crítica, que en cambio ha fijado su atención en su otro largometraje del mismo año: El rojo en los labios (Les Lèvres rouges, 1971), película fruto del incipiente interés por el amor lésbico, relacionado con la segunda oleada feminista, y anclada en los temas eternos del vampirismo femenino: el de la condesa Bathory y el de Carmilla. Malpertuis, a pesar de su «malditismo» o su encasillamiento en el cine de culto, es un film sugestivo, fragante y original. Su guion recurre al expediente de condensar y aplanar lo que en la novela es un torbellino de materiales aparentemente desordenados, y reorganizarlos en una historia lineal con una sola voz y un solo punto de vista externo impersonal. La música de Georges Delerue sirve de cemento de unión y proporciona un adecuado tono melancólico al conjunto. Susan Hampshire encarna a todos los personajes femeninos, siendo este uno más de los recursos que ayudan a reproducir la inquietante extrañeza. La abundante presencia femenina acentúa la tensión erótica entre personajes divinos y humanos, más pronunciada y explícita que en la novela, como suele suceder en las adaptaciones. Nos hallamos en una época de destape generalizado. En este caso tiene lugar la curiosa escena de la unión entre Yann y la Gorgona desnudos en la cama-altar de la habitación azul de la diosa, formando una única figura, entre carnal y angélica,
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Pilar Pedraza. La pantalla fantástica
que sugiere la cópula alquímica. En la novela de Jean Ray no hay tal cosa. Es notable también la divinización del joven semidiós Yann, interpretado por un Mathieu Carrière de veintiún años, que subyuga al espectador al comienzo del film en un enfático primer plano abstracto, en contrapicado, visto por dos personajes que le esperan. El estilo interpretativo característico del joven Carrière, su forma de andar y sus movimientos, confiere una especial aura a su papel de semidiós. Ya en su primer papel protagonista, en El joven Törless (Der junge Törless, Volker Schlöndorf, 1966) se desenvolvía con ese elegante envaramiento de modelo de alta costura. La actuación de los personajes grotescos interpretando a los demás dioses es inquietante por su registro expresionista con toques carnavalescos y amuñecados, acentuada por una cámara que a veces utiliza el ojo de pez y un discreto zoom.
Fotograma de la película Malpertuis, de Harry Kümel.
El controvertido final, aparentemente tópico en el cine fantástico de su época, deja la historia y el horror abiertos en un atrevido movimiento del guion. Durante la estancia —en elipsis— en un hospital psiquiátrico, Jean Jacques ha escrito todo lo que hemos visto a lo largo del cuerpo central del film, aparentemente fruto de su delirio. Lo tiene recopilado en un cuaderno de aspecto gótico —se diría que la propia novela Malpertuis, abismada—, que queda en posesión de su psiquiatra. Naturalizar lo fantástico recogiéndolo en un sueño es un recurso cinematográfico y literario frecuente en el género, pero en la película de Kümel tiene un doble
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sentido y un tratamiento fílmico muy elaborado. El bucle final del filme es anunciado por la insólita aparición de un Concorde que rasga su goticismo, marca un paso de página y nos introduce en el presente, denotado por una breve secuencia de montaje de elementos tecnológicos —computadoras, atasco automovilístico, cintas perforadas, cráteres lunares…—, que enlazan mediante una sirena con el interior de una ambulancia. Tras ser dado de alta en el hospital, el joven se dirige al encuentro de su mujer, con la que sale caminando por los corredores de la clínica. En el trayecto ve sucesivamente a distintos personajes de su delirio, convertidos en personas «reales». Es conducido a su casa, que resulta ser… ¡Malpertuis! La obra se cierra con un plano de Yann dentro de la casona, aterrado, con la puerta por la que ha entrado, a sus espaldas, tapiada con un muro de ladrillos. Su contracampo es el interior de la mansión maldita. Hacia él, que va vestido con un elegante traje contemporáneo, se dirige su propia imagen gótica, su doble, con la ropa con que le hemos visto en el «delirio» de Malpertuis: camisa escotada de seda blanca con mangas abullonadas y ajustados pantalones negros. Frente a frente, el joven Yann Grandsire y el informático Horkheimer: él —quien quiera que sea— y su sombra. Sobre el iris azul de un ojo del personaje gótico, que la cámara va acercando a nosotros, queda en suspenso una insidiosa duda, que nos afecta como espectadores. No sabemos si el Yann contemporáneo ha soñado en la clínica su estancia en la vieja Malpertuis, o si el Grandsire de Malpertuis es real y ha imaginado al moderno. El parpadeo propio del género se halla en este lugar de la película, pero a todo ello habría que añadir un tema moderno que ya abunda en la novela: el «pliegue» espaciotemporal, la cuarta dimensión o el eterno retorno, un enfoque «científico» que escapa tanto de la lógica convencional como de lo fantástico tradicional, ya sea trascendente o siniestro. Al revisitar la Casa Usher de Epstein, el Malpertuis de Kümel o cualquiera de las obras que pretenden dar cuerpo a lo imposible, experimentamos la epifanía de lo imaginario. Somos conscientes de nuestro poder para usar y disfrutar las posibilidades del arte. El cine y la literatura son hermanos muy unidos, que incluso pueden jugar juntos o disfrazarse; el cine fantástico y la literatura sobrenatural son amantes cuyos fuegos comparten con nosotros en raras y felices ocasiones.
Del guion considerado como una de las bellas artes Por Salvador Perpiñá Me piden que escriba sobre el guion en una revista de literatura. Como practicante o intruso de ambas disciplinas no es la primera vez que tengo que hacerlo y empezaré a lo grande, refutando el mismo encabezado de este artículo. ¿Es el guion arte o cultura popular?, ¿highbrow o midcult?, ¿género autónomo o híbrido sin personalidad? Se trata en realidad de una discusión puramente sentimental, carente de importancia en la era de la modernidad líquida y los cambios de paradigma sin precedentes que nos aguardan. Allá por 1943, durante la ocupación, el oficial Ernst Jünger visita a Pablo Picasso en su estudio de la Rue des Grands-Augustins. Jünger registra una memorable fanfarronada del malagueño al mostrarle algunos de sus lienzos sin exponer: «Mis cuadros causarían el mismo efecto si, una vez acabados, los envolviese y sellase, sin mostrarlos. Se trata de manifestaciones de índole directa». La frase apunta a una de las limitaciones del guion, su condición vicaria. La plasmación material del guion es costosísima, rasgo que el cine comparte con la arquitectura. Sin ella, el guion queda como el mapa de un territorio que nadie explorará. Algo sugestivo, pero truncado. Forma parte de la experiencia del guionista la acumulación de guiones que no llegan a ser producidos. Mis discos duros son un limbo de historias y personajes con los que he llegado a convivir durante meses, pero que al final no han podido escapar de una condición no menos fantasmal que la de los edificios jamás construidos que soñó Étienne-Louis Boullée. Alguien podría sacar a colación la obra teatral; ¿acaso no comparten pareja disposición tipográfica, con acotaciones de acción y diálogos? Pero es precisamente en esas acotaciones, habitualmente más sintéticas en el teatro, donde radica la diferencia entre ambos géneros. La verdadera naturaleza del cine —por mucho que el
director teatral adquiera en ocasiones la condición de estrella— consistiría en la mise-en-scène, aquello que existe entre esas líneas sólo de manera condicional. Sin ella, el guion no rodado queda reducido a un atisbo, una melancólica posibilidad. Esa ausencia es lo decisivo: Chéjov resiste un montaje de estudiantes aficionados; el guion de Paul Schrader para Taxi Driver no resistiría la lectura de las hermanas Wachowski. En todo caso era inevitable que entre cine y literatura se hayan dado relaciones vagamente incestuosas y conflictivas hasta nuestros días. Hace años, Félix de Azúa subrayaba sagazmente como en Nuestra Señora de París, Hugo incluía descripciones que prefiguraban los opulentos movimientos de cámara del Hollywood clásico. Quizá la observación no demuestre sino que la experiencia del cine ha alterado para siempre nuestra propia percepción de la realidad, pero tiene un indudable encanto profético. El cine pronto intenta trascender sus modestos orígenes en la barraca de feria, quiere ser culturalmente aceptable. Si en principio recurre a las formas del teatro breve, la aparición y refinamiento del montaje permite dilatar el metraje de las películas y las posibilidades de jugar con el tiempo. La novela decimonónica se erige entonces como el modelo estructural por excelencia, del mismo modo que la duración estándar del film la fijarán los usos de la función teatral. Además de este matrimonio de conveniencia entre un arribista y una aristocracia arruinada, también se usará la literatura como cantera de materiales narrativos. Las grandes novelas decimonónicas son adaptadas en opulentos proyectos de prestigio que la crítica cinematográfica y literaria más exigentes desdeñarán con frecuencia como mero kitsch. Pero conforme el cine empieza a consolidar su autonomía se produce un movimiento contrario y sus formas narrativas, sus mitologías y sus recursos empiezan a contaminar la propia literatura. Es frecuente la queja
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Salvador Perpiñá. Del guion considerado como una de las bellas artes
sobre la condición cinematográfica de buena parte de las novelas que hoy se consumen, meros trámites previos a una rentable adaptación para la pantalla. Ficciones basadas en la trama, en lo visual, con la amplitud justa para permitir su desarrollo en cien minutos. Sencillez, claridad expositiva, abundancia de puntos de giro y golpes de efecto, uso de viejos recursos para captar la atención del lector fatigado, una alternancia sin sorpresas de diálogos realistas y descripciones funcionales. Se renuncia a la exploración del espacio mental, a la digresión o a la desmesura. Novelizaciones antes que novela. En la exaltación de la sequedad de la prosa de Raymond Carver y ese abominar de las construcciones hipotácticas hay algo más que un gusto por el despojamiento. No es de extrañar que la esporádica aparición en las listas de novelas furiosamente literarias, que desafían con arrogancia todo intento de traducción al cine —como ese Solenoide de Mircea Cărtărescu—, arranque de críticos y lectores avezados un entusiasmo que es a la vez una nostalgia.
Fotograma de la película Barton Fink, de los hermanos Cohen.
Durante el siglo pasado grandes escritores fueron en un momento u otro de sus vidas seducidos por la industria del espectáculo. Para muchos (William Faulkner, Scott Fitzgerald o John Steinbeck) la experiencia fue frustrante. El cine los hizo desdichados y en el nuevo medio no dieron lo mejor de sí mismos. Experiencia de alienación magistralmente descrita por los hermanos Coen en aquel Barton Fink sobre el que tuve la ocasión de escribir aquí mismo en otra ocasión. Por supuesto que podemos encontrar excepciones, como
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el guion de Jacques Prévert para Les Enfants du paradis (Marcel Carné, 1949) o Truman Capote adaptando a Henry James en la memorable The Innocents (Jack Clayton, 1961), pero puede sostenerse que los grandes escritores rara vez han sido buenos guionistas. Con la eclosión del cine negro, los maestros del noir como Jim Thompson, Raymond Chandler o Dashiell Hammett fueron también convocados por la industria, pero sólo posteriores generaciones de escritores, cuya sensibilidad había sido ya educada en la frecuentación de las salas, podrán desenvolverse con naturalidad en el medio, desde Gore Vidal, Ray Bradbury o Richard Matheson hasta Elmore Leonard, Dennis Lehane o Nic Pizzolatto. Son, claro está, determinado tipo de escritores. Uno puede imaginarse a Emmanuel Carrère como guionista (y hasta a Houellebecq, llegado el caso) pero no a Thomas Bernhard o a Pierre Michon. Dichos autores hicieron y hacen estas cosas por dinero, ya que la labor de guionista está excelentemente pagada. Nada que objetar. Cierto perfil de escritor fino considera el guion un medio impuro en el que la condescendencia con los gustos filisteos de las masas te envilece, en que a cambio de sólidos ingresos renuncias a la ambición, la sutileza y a la ambigüedad moral de los personajes. Allá él, el problema es que la impostura se te note demasiado. No basta la esperanza de un lucro fácil. Trabajar como guionista requiere unas destrezas especiales y cierta fortaleza psicológica o, en su defecto, el cultivo de la indiferencia para protegerte. Porque el guionista siempre ha sido un eslabón muy débil del proceso de producción. Corría en el Hollywood clásico el chascarrillo de la aspirante a actriz tan tonta que se acostaba con el guionista para conseguir el papel. La política de auteur que jalearon los muchachos del Cahiers du Cinéma no mejoró esa invisibilidad. Aún hoy, eminentes críticos siguen atribuyendo por sistema al director méritos que corresponden al guionista. Hay que vivir con eso. La industria del espectáculo es necesariamente conservadora, ¡las películas, las series son demasiado costosas para permitirse experimentos! El cálculo prospectivo, la estadística y la previsión de riesgos rigen sus movimientos, lo que provoca una enfermiza dependencia de las tendencias del momento. Se imita lo que ha funcionado y, si en algún momento se valora el riesgo
o la personalidad, es porque alguna extravagancia ha arrasado por sorpresa en taquilla. El final del siglo pasado registra un aumento desaforado de la preceptiva sobre escritura para cine. Una legión de analistas se dedicó a estudiar los grandes logros del pasado y a extraer consecuencias. Surge la figura del gurú del guion. Dinámicos optimistas, apóstoles del do it yourself que a través de libros, talleres y seminarios descubrieron al profano que no había grandes secretos en la creación. Había fórmulas. Semejante democratización de la mística autoral trajo sus consecuencias en forma de un academicismo paralizante. Los viejos productores de la época de los grandes estudios, o esa mezcla de pirata y mecenas que eran sus homólogos europeos, nunca fueron almas bellas. Fiados a su instinto, consideraban al guionista como una criatura algo perdida, un ingenuo lleno de pretensiones artísticas, incapaz de entender la dureza del show business, las acuciantes exigencias del beneficio. Pero al fin y al cabo lo respetaban; el guionista sería un tarado, pero tenía un don. Sin embargo, todo productor hoy en día ha devorado todos esos manuales y asistido a esos cursos, convencido por tanto de que cualquiera puede contar historias. No hay faceta creativa sometida a mayor número de juicios que la del guionista. La cadena de personas que intervienen en la modificación de su trabajo es inacabable. Todo el mundo tiene una opinión, con lo que lo habitual es que cualquier rastro de personalidad y hasta de eficacia quede seriamente disminuido. Bien es verdad que la edad dorada de las series televisivas y la aparición del guionista estrella, ahora bautizado con el pomposo nombre de showrunner, promete nuevos tiempos de libertad y egolatría. Veremos qué nos depara el futuro. Dadas esas circunstancias, no es extraña entre guionistas la fantasía de escribir una novela. Les mueve la búsqueda de respetabilidad artística, la afirmación de su personalidad fuera de un mundo de criterios estandarizados que les aflige. No sin candor, piensan que la destreza en el manejo de estructuras de largo aliento les aporta una ventaja previa de la que carece el pobre novelista puro, incapaz de escribir cinco páginas sin incurrir en confusas digresiones. Por fin un mundo donde nadie les dirá lo que tienen que escribir, un mundo sin reglas ni ataduras. Ignoran sin duda que en
el mundo editorial se desarrollan dinámicas similares a las del mundo del guion. Hoy las grandes editoriales se mueven por criterios no menos estrictos y venales. Siempre se han propuesto cambios y retoques, pero por cuestiones formales. De no ser por los tijeretazos de Ezra Pound, The Waste Land de Eliot probablemente sería un poema menor. Lo de ahora tiene que ver con criterios de estricta conveniencia comercial. No es extraño que plataformas de prestigio sugieran cambios de calado en determinadas novelas para adaptarlas a la sensibilidad del momento. En un medio donde la cantidad de aspirantes a autor es manifiestamente absurda, ganarse la vida es difícil y los escritores se ven empujados a impartir talleres y seminarios, donde exponen y sistematizan los recursos del oficio. El fenómeno y sus consecuencias se repiten. Especialmente en el relato breve se imponen los decálogos, los manuales de instrucciones que redundan en tics como la sorpresa final o la profusión de pequeños detalles simétricos que pretenden ofrecer una ilusión de maestría. Los trucos acaban cansando. Estudiar a fondo estos procesos supera tanto los límites de un breve artículo como las capacidades de su autor. Todos aquellos que nos dedicamos a la escritura de guiones, todos aquellos que cultivamos con mayor o menor acierto la literatura, deberíamos ejercer una resistencia en la sombra contra semejantes corsés. No se exige el sacrificio personal, pero sí la actitud del emboscado. Abjuremos del cliché, creemos excepciones, dinamitemos las normas del buen gusto y de lo políticamente correcto. Fecundemos la ficción visual con los logros de siglos de literatura, impregnemos de impura cinematografía la estirada novela de problemático futuro. Disciplinémonos, sin duda, adquiramos el dominio de nuestros recursos, pero sólo para saltar al vacío, si no queremos que nuestro oficio acabe en la irrelevancia. Porque al cine o a la literatura no los matará lo digital, los matará el aburrimiento.
Salvador Perpiñá (Granada, 1963) cuenta con una amplia experiencia como guionista y escritor. Ha publicado los libros de relatos Prácticas de tiro (2014) y Contradiós, (2018), ambos en la editorial Cuadernos del Vigía.
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El cine que nos lleva Por Jesús Lens Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro. Emily Dickinson El cine, si se hace bien, regala pequeños fragmentos de vida que nunca olvidarás. Amarcord. Federico Fellini La primera vez que pisé las calles de Nueva York, tuve la sensación de haber estado allí antes. De hecho, el extraño déjà vu no me abandonó durante los siguientes diez días, a medida que recorría diferentes barrios de la Gran Manzana. Al pasear por Little Italy y tomar café en alguno de sus garitos, no dejaba de sentirme como si estuviera en el escenario de El Padrino. Al levantar la mirada de la barra, veía a los personajes de Los Soprano y, por un momento, aquel tipo con el que me crucé en Chinatown me pareció el mismísimo Scorsese. Lo mismo me ocurrió en Harlem, donde me sentía como un extra de Shaft, caminando al ritmo de Isaac Hayes; o en el puente de Brooklyn, donde se me cruzaron flashes de Woody Allen con ecos de La ciudad desnuda, por mucho que la cinta de Dassin utilizara como escenario el puente de Williamsburg. Para mí, el cine es una fuente de inspiración continua. Inquieto por naturaleza y amante de los viajes como soy, ver determinadas películas me ha animado a conocer diferentes lugares de la tierra. Las cataratas de Iguazú, por ejemplo, cuya contemplación no hubiera sido la misma sin haber visto antes La misión. El cine te predispone a la hora de viajar. ¿Cómo ir a Irlanda y no dedicar al menos una jornada a recorrer los lugares del pueblo de Cong, en el Condado de Mayo, donde se filmó El hombre tranquilo? Si vas a la verde Erín te tienes que asomar a la playa de La hija de Ryan o al Lago Negro de Excalibur. Y en los últimos años, al mismísimo Winterfell o Piedra Dragón. Si no, ¿para qué? Los buenos viajes se realizan en tres fases. Para empezar, la preparación. Más o menos exhaustiva, la fase
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de documentación te permite disfrutar por anticipado de cualquier periplo. En este primer estadio del viaje, ver buenas películas, rodadas o radicadas en el país que piensas visitar, es infinitamente más provechoso que bichear en los foros de internet y sus recomendaciones prácticas. ¿Cómo vas a comparar la emocionante subida al Cerro Torre que nos contó Werner Herzog en Grito de piedra con averiguar si hay wifi en el hostal o el horario de la lavandería? Después llega el viaje en sí mismo. Ahí, lo del wifi, puede tener más importancia. O no. Eso sí: a la vuelta, hay que contarlo. Y es en este punto que el cine me ha servido como hilo conductor para escribir varios de mis libros. África, por ejemplo. ¿Cómo son los diferentes paisajes africanos que nos han mostrado películas míticas de la historia del cine, confrontados al aquí y al ahora real? ¿Qué queda, hoy, del Marruecos y del Malí que nos contó Bertolucci en El cielo protector, a partir de la novela de Bowles? Siguiendo la huella de Hemingway y de su misterioso leopardo, subí en busca de las nieves del Kilimanjaro, a casi seis mil metros de altitud, o me interné en el desierto del Sahara, por la senda de las rutas caravaneras que iban a Tombuctú. De estas anecdóticas aventuras nacieron mis libros, aunando y fusionando el viaje físico con la mixtificación cinematográfica. Viajamos para ver. Para descubrir y conocer. Viajamos, también, para recrear lo que hemos leído antes, lo que hemos visto en las pantallas de cine donde experimentamos nuestras primeras y más excitantes aventuras. Y para contarlo, a la vuelta. Porque contar es volver a vivir. Revivir. A lo largo de mi vida, el cine me ha impulsado a viajar y los viajes me han permitido reflexionar y escribir sobre aquellas películas que funcionaron a modo de resorte, que tuvieron la capacidad de sacudirme, zarandearme y ponerme en marcha. Seguir la huella de Jack el Destripador por las calles de Londres para descubrir que, hoy, se han convertido en una Little Nueva Delhi en la que sólo falta una vaca sagrada paseando
por el entorno de Whitechapel. Entonces entras en el pub Ten Bells, pides una pinta y, al volver la mirada, crees ver el rostro fugaz de Annie Chapman o Mary Kelly. O de los Sherlock Holmes y Dr. Watson interpretados por Christopher Plummer y James Mason en la prodigiosa Asesinato por decreto, una película que no me canso de ver. La realidad de un par de clientes norteamericanos con gorra de béisbol y bermudas palidece frente a la ensoñación de señores vestidos con sombrero de copa y levita compartiendo tragos con el proletariado de finales del siglo XIX, cuando Londres era una ciudad tan excitante como infernal. Aunque no existe un género cinematográfico de viajes propiamente dicho —la road movie tiene unas características propias muy especiales— siempre me han gustado las películas de aventuras que cuentan epopeyas, las que nos muestran los horizontes más lejanos, enigmáticos y atractivos. Mi primer libro de cine, escrito a cuatro manos con mi buen amigo Francisco J. Ortiz, partió precisamente de esa premisa: ¿por qué hay una literatura de viajes tan bien definida y valorada por la crítica, pero no existe esa transposición temática al cine? Llegamos a la conclusión de que era por la dramatización, la historia y los personajes, elementos esenciales de una película de ficción. Para lo demás, están los documentales. Hasta donde el cine nos lleve es un libro en el que hablamos de grandes películas de la historia en las que sus protagonistas viajan. Viajan mucho y viajan lejos. Lo mismo dan la vuelta al mundo en ochenta días que remontan un trasunto del río Mekong en busca de un coronel enloquecido. Pueden viajar a la luna, recorrer veinte mil leguas de periplo submarino o tratar de descubrir las fuentes del Nilo. En todo viaje hay un momento esencial: el alto en el camino. La parada y fonda. El rato de la cerveza que permite comentar los avatares de la jornada. Así llegó Café-Bar Cinema, mi segundo trabajo sobre cine, ya en solitario. Se trata de un libro que repasa algunos bares
míticos de la historia del séptimo arte, de La Teta Enroscada de Abierto hasta el amanecer al Rick’s de Casablanca, pasando por la galáctica Taberna de Mos Eisley o la muy exótica Taberna del irlandés. Este ha sido el libro que más satisfacciones me ha dado, el más vendido y el más y mejor recordado. A fin de cuentas, los bares son esos lugares en los que vamos a pasarlo bien, a relajarnos, disfrutar y atesorar buenos momentos. A conocer a buena gente. A escuchar mejores historias. Bares, qué lugares… Pasión por África África es un continente que me fascina especialmente, habiendo viajado por varios de sus países. Me cautivan su historia, sus paisajes y sus gentes; su naturaleza desbocada, el calor de su tierra y la autenticidad de su espíritu. En mi pasión por África han influido, por supuesto, películas del Hollywood mítico como Mogambo o Hatari, pero también me han impactado títulos basados en historias reales acontecidas en países como Ruanda o Sudáfrica. De ahí que me decidiera a escribir un libro sobre la visión que el cine occidental ha dado de acontecimientos como el robo de millones de personas para ser vendidas como esclavos, las matanzas de los tutsis, los diamantes de sangre, los procesos migratorios o el apartheid sudafricano. O sobre figuras históricas como Mandela, Biko o Idi Amin. Aunque ya lo había empezado a hacer en Café-Bar Cinema —de forma muy discreta, eso sí—, en este tercer libro dedicado al cine, Cineasta blanco, corazón negro, incluí más vivencias personales, más historias que me habían sucedido a lo largo de mis viajes por África, subiendo al Kilimanjaro o recorriendo los grandes parques nacionales de Tanzania. Durante las presentaciones del libro y, posteriormente, hablando con los lectores, estos episodios autobiográficos ocupaban buena parte de la conversación. Y así fue como me animé a escribir Ríos de celuloide, mi último libro hasta la fecha. Me encantan los ríos. Me chiflan. Me gustan como paisaje, como fenómeno de la naturaleza y, también,
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Jesús Lens. El cine que nos lleva
como metáfora. Los ríos están cargados de simbolismo, desde la pureza de los nacimientos y manantiales al temor a la muerte que supone su desembocadura en el mar. Las fuentes que sacian nuestra sed, los saltos de agua que nos proveen de electricidad o el establecimiento de los ríos como frontera, con el río Grande —conocido como el río Bravo por nuestros hermanos mexicanos— como mejor exponente. A lo largo de mi vida viajera había recorrido varios ríos de diferentes partes del mundo. Unas veces, eran el objetivo principal del viaje, como en el caso de las cataratas de Iguazú. En otras ocasiones, estaban allí. Primero tuve claro que iba a dedicar un libro a películas en las que los ríos desempeñan un papel importante en la trama o en la escenografía. Inmediatamente después, que esta vez iba a incluir mis viajes fluviales en la narración, sin titubeos ni cortapisas. Y como soy muy lento escribiendo y este libro me llevó cerca de cinco años de trabajo —y visionado de películas—, aproveché para viajar a diferentes lugares del mundo con los ríos como protagonistas, de las cataratas Victoria a Doñana, pasando por los fiordos noruegos o el río Perdido de Botswana. Estos viajes estaban ya orientados a ser contados en el libro. A la vez, estaban inspirados en determinadas películas, de La Reina de África a La isla mínima, Vikingos o Guadalquivir, por poner ejemplos lejanos y
cercanos. Se viaja de manera diferente cuando tienes claro que vas a escribir, largo y tendido, sobre lo acontecido durante el periplo. Miras con otros ojos. Sientes con más fuerza. Y buscas experiencias más fuertes y memorables. Así fue cómo me encontré en mitad de unos rápidos de nivel cinco, los más peligrosos del mundo, cayendo de la balsa neumática en que hacíamos rafting a las aguas del Zambeze. En ese momento supe que tenía que ponerle el punto final a Ríos de celuloide. Que yo no era el héroe de ninguna película ni estaba protagonizando una historia de aventuras. Aquello era la vida real y yo me encontraba sumergido en las aguas de un río salvaje, a expensas de que el chaleco salvavidas cumpliera con su cometido e hiciera honor a su nombre dado que, en mi confuso y furioso pataleo, no sabía si me impulsaba hacia la superficie del agua o hacia el fondo de un cauce que, en algunos tramos, tiene hasta ochenta metros de profundidad… y en el que hay cocodrilos. Al volver a casa, emocionado y excitado tras uno de los viajes más emocionantes de mi vida, volví a ver Río salvaje, Bestias del sur salvaje o Missouri. Las vi con otros ojos. Visionados que me sirvieron para contextualizar y enmarcar, a su vez, las vivencias de este y de otros viajes anteriores. Para mí, leer, escribir y ver películas son sinónimos de vivir. Interpreto mi vida a través del cine y la literatura. A su vez, dichas disciplinas enriquecen mi día a día, sirviendo como conectores neuronales y emocionales imprescindibles para disfrutar de mi tiempo y sacarle todo el jugo posible. Desde que tengo uso de razón, el cine y la literatura han sido los motores vitales de mi vida. Así, cuando llegó el momento de lanzarme a la aventura creativa y alternar la lectura con la escritura, las películas se revelaron como mi musa más eficaz y constante. De paso, me animaron a descubrir algunos de los rincones más inaccesibles del planeta. ¿Qué más se le puede pedir a ese cine que tan lejos me lleva?
Jesús Lens
(Granada, 1970) es periodista, escritor y gestor
cultural. Actualmente colabora con el diario Ideal y es fundador y director de dos festivales multiculturales: Granada Noir y Gravite, dedicados al género negro y a los viajes en el tiempo. Sus cuatro libros de cine han sido publicados por la editorial Almed y, voluntariosamente, sigue alimentando su blog: http://www.granadablogs.com/pateandoelmundo/
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Pensar el cine, ensayar sobre cine Por Antonio José Navarro I. ¿Crítica de cine o escribir sobre cine? Como a menudo constata la praxis, la «crítica» ostenta una desagradable rigidez puritana que esconde juicios de valor restrictivos. El «crítico» tiene una forma de ver el cine, en ocasiones anticuada o elitista, basada en criterios preceptivos que conjugan el desprecio y el temor hacia aquellas expresiones fílmicas que no se ajustan a su canon estético o ideológico. Ya puede tratarse de un producto comercial de Hollywood o de un film d’art proveniente de un país asiático o europeo, de una película de terror o de un wéstern, de un documental de sesgo político o de una producción abruptamente experimental. Da lo mismo. Cualquier forma de integrismo «crítico» se parece. Incluso coincide en plantear una colisión entre el cine de hoy y el de ayer, por la cual el «crítico» establece sin indulgencia ni piedad comparativas entre lo bueno que era el cine de Alfred Hitchcock o John Ford, y lo malo que es el de Christopher Nolan o Darren Aronofsky, o vicerversa. Unos, ebrios de nostalgia, aferrados al placentero dolor de pensar que cualquier pasado cinematográfico fue mejor, obcecados en repudiar cualquier transformación de un ideal fílmico que nunca existió y que, de haber existido, es imposible histórica y culturalmente que perdurase inmutable a lo largo del tiempo. Otros, extasiados por el hype de los festivales y de sus capillitas «ilustradas» colindantes (revistas especializadas, congresos académicos…), anhelan estar a la última con el fin de integrarse en un sistema cultural e ideológico que privilegia ciertos patrones morales e intelectuales, símbolo de estatus, de distinción, frente a la «masa» de espectadores que frecuentan los multiplex. En ambos casos, la experiencia demuestra que tales actitudes, paternalistas, dogmáticas, no son más que artimañas destinadas a enmascarar unos limitados conocimientos cinematográficos, faltos de los necesarios referentes narrativos, culturales.
Por otra parte, escribir es un término amplio, ambiguo, pues alude tanto a los textos informativos — noticias, entrevistas, crónicas, reportajes...— como a los de opinión —editoriales, columnas, reseñas...—, los cuales conforman un corpus periodístico destinado a «enjuiciar y valorar la obra objeto de análisis, sin olvidar los elementos informativos y orientadores que caracterizan el ejercicio del periodismo»1. Responden, parafraseando a Mónica Jordan, al concepto que la mayoría del público tiene de los escritos cinematográficos: un texto que ayudará a decidir al lector si debe pagar su entrada o no2. El objetivo de «escribir» sobre cine no es, no debería ser, suministrar información, sino articular un marco reflexivo que facilite el acceso a los significados de un objeto específico, culturalmente ya preformado, ya sea un film, un género o un autor. «Escribir» sobre cine tampoco consiste en la interpretación, todo lo personal que se quiera, de hechos noticiables vinculados al cine que proporcione a los lectores/espectadores un esquema periodificador de la realidad. A partir de este punto, «escribir» sobre cine se convierte en algo mucho más complejo, y sin duda apasionante, que etiquetar con un «me gusta» o «no me gusta» películas y autores. Críticos como Manny Farber, Pauline Kael o Robin Wood, al igual que José Luis Guarner, Vicente Molina Foix o José María Latorre, demostraron, con mayor o menor acierto, que antes de enfrentarse al papel en blanco, conviene pensar y sentir el cine, profundizar sobre todo tipo de cuestiones estéticas y éticas en torno a las películas, sus 1. BONET MOJICA, Lluís, OLIVER, Jos, RIAMBAU, Esteve, TORREIRO, Mirito, «Introducción: El demonio del cine y el modelo Guarner», en GUARNER, José Luis, Autorretrato del cronista, Editorial Anagrama, Col. Argumentos, Barcelona, 1994. Pág. 14. 2. JORDAN, Mónica, «Cinefilia escrita», en Détour, http:// detour.es/tiempo/jordan-cinefilia-escrita.htm
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creadores, sus espectadores, proponiendo respuestas en una prosa clara que sirva de estímulo intelectual a sus lectores. II. Pensar y sentir el cine. No estamos exigiendo una suerte de lucidez, de coherencia, ausente en toda actividad humana, a quienes han escogido el cine como campo de estudio artístico, humanístico. Únicamente proponemos una especie de carta de navegación para no perdernos en la imprecisión, en el lugar común, en la trivialidad. Al pensar y sentir el cine debemos admitir cierto grado de contradicción, de aleatoriedad, de hermetismo, al igual que un determinado nivel de instinto, de pasión, de capricho, de violencia, no solamente por parte de los films y sus autores, sino de nosotros mismos. Al pensar y sentir el cine, y al expresarlo por escrito, revelamos mucho de quienes somos, pues el cine es la continuación de la vida por otros medios. Y la vida, escribió Robin Wood, no tiene reglas fijas. Debido a esto, al pensar y sentir el cine no acatamos las reglas del juego dictadas por la ciencia y la teoría organizadas según las cuales, aseguraba Spinoza, el or-
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den de las cosas es el mismo que el de las ideas, sino que esbozamos una confrontación pensante entre la cosa y el concepto. En consecuencia, urge desarrollar una inteligencia emocional que permita ir más allá de un estreno puntual o de un guiño nostálgico. Es necesario plantearse una reflexión fílmica al margen de una hipotética «comunidad cinéfila», que vive sometida a una presentización permanente y obsesiva, enfrascada en bizantinas discusiones alrededor de lo último de Bong Joon-Ho, Elia Suleiman o Sofia Coppola, o en valorar los premios otorgados en los festivales de Cannes, Rotterdam o Locarno. Si escogemos el presente como área de trabajo, habrá que hacerlo dictando nuestras propias condiciones, marcando distancias con el ruido de fondo que suscita, examinando por nuestra cuenta y riesgo áreas de análisis ignoradas o enunciadas con simpleza. Hemos de ser inmunes a las modas y dictados de esa intelligentsia crítica que aspira a convertir el cine en «cultura», puesto que ya «no significa el conjunto de obras del pasado propuestas como referencias, sig-
nifica otra cosa muy distinta. Está asociada a una militancia, a un adoctrinamiento. Está asociada a todo un aparato de intimidación y presión», señalaba el pintor y ensayista francés Jean Dubuffet. Al romper con las rigideces de la academia y del covenant de iniciados — los llamados «cinéfilos»—, descubriremos que el cine es un ente indómito capaz de relacionarse promiscuamente con otras formas de arte, además de con la historia, la psicología, la sociedad, la política, la ética. Es decir, con todo aquello que atañe a los seres humanos, representado de manera espontánea e intuitiva, compleja y metódica. Debemos pensar y sentir el cine no a través de la «crítica» o del «escribir sobre…», sino con la ayuda de la literatura o, mejor dicho, de uno de sus géneros más sugerentes, el ensayo. Sí, el ensayo, un término que nos remite a Michel de Montaigne, a Max Aub, a George Santayana, a Jean-Paul Sartre, a Virginia Woolf, a Italo Calvino, a Susan Sontag. Pero también a James Agee, a James Lewis Hoberman, a Mark Kermode, a Félix Martialay, a Julio C. Acerete o a Ángel Quintana, ensayistas cinematográficos de muy diversos estilos y tendencias ideológicas que establecieron y establecen una voz singularizada en torno al cine en sus más variadas expresiones. El ensayo es un mecanismo para argumentar, para entender, para desarrollar ideas, juguetear con ellas, entrelazarlas y darles cuerpo, pues el ensayista «no es un invasor prepotente, ni mucho menos un conquistador de la cuestión tratada, sino todo lo más un explorador audaz, quizás sólo un espía, en el peor de los casos un simple fisgón. El ensayista no «deforma» el objeto o el tema de sus análisis para expresarse en él, no hace el predicado de su propia persona. Establece líneas de disidencia y de diálogo, elaborando textos que ahondan en un interés compartido por determinados films o realizadores, por géneros y temas, sin discriminaciones ni bastardías, desvelando nuevos significados y promoviendo nuevas perspectivas. Una tentativa de expandir nuestra visión del cine, del arte y, sin duda, de la vida, cuestionando nuestros conocimientos y valoraciones, agudizando nuestra capacidad para meditar y disfrutar. El ensayo sobre cine es siempre un punto de partida, el comienzo de un camino que otros continuarán y nunca un dogma grabado en piedra. Fotograma de la película Rear Window, de Alfred Hitchcock.
Asimismo, el ensayo sobre cine se esfuerza por comunicar lo que se ve y lo que se oye en pantalla, aportando un reino de sonidos, imágenes, acciones y objetos mediante una elaborada provisión de palabras y conceptos. El ensayo sobre cine nos compromete, por tanto, a involucrarnos no sólo con una serie de tesis y percepciones, sino con un lenguaje y un estilo. El ensayo sobre cine, si aspira a ser literatura, si es literatura, debe tener muy en cuenta que es tan importante lo que se dice como la manera en que se dice. Es indiferente que se trate de un texto breve o de un extenso libro; el espacio o el formato escogido nunca son una limitación, sino un desafío, una invitación a probar nuevos mecanismos de expresión. «Prefiero un texto bien escrito que uno que se olvida de las formas y la creatividad porque presume de llegar-al-público-al-usar-lenguaje-coloquial…, quizás se deba a que no olvido que el coloquialismo y el alcance no están reñidos con las bondades de una buena redacción», señalaba Mónica Jordan3. Una opinión que compartimos plenamente, ligada a otros hechos no menos relevantes, como la precisión de los datos e informaciones suministrados en el ensayo, de los que apremia extraer enseñanzas y conclusiones a fin de apuntalar reflexiones e hipótesis, esas que fijan la posición personal del autor respecto al tema abordado y que significan ya un modo de ver el mundo. El ensayo, decía Theodor Adorno, refleja lo que amamos y lo que odiamos; algo completamente lógico si admitimos que escribir es el acto menos ascético que existe, donde el autor combate contra los demás y contra sí mismo, a veces llevado por un estado explosivo, de fiebre o crispación, un estupor metamorfoseado en frenesí dominado por la irresistible voluptuosidad de afirmarse o destruirse, sostenía E. M. Cioran. Y el ensayo sobre cine no es ajeno a todo ello; al contrario, el arte fílmico tiene la extraña cualidad de fomentar enfrentamientos simbólicos y dialécticas intelectuales de muy dispar naturaleza. El ensayo sobre cine no extrae jamás cosas nuevas de un vacío, pero sí coloca en orden las que en un momento u otro estuvieron vivas, o todavía lo están, 3. JORDAN, Mónica, «Cinefilia escrita». Op. cit. 2.
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por lo que siempre ha de encontrar expresión para detallar su esencia. III. Constatar prácticas más o menos habituales, rutinarias. Fijar nuestra admiración por un puñado de ensayistas cinematográficos que ejercieron su oficio, su vocación, de manera natural y fluida —al igual que los grandes y pequeños maestros del cine a los que admiraron—, libres de las patologías culturales que acarrea un exceso de altivez. Significativamente, una parte fundamental de su talento, de su sabiduría e inspiración, radica en su idea del oficio, algo que muchos aspirantes a «crítico» soslayan: hacer lo mejor posible su cometido, afrontando toda clase de dificultades, asumiendo el reto de una mejora continua, pues el ensayo sobre cine es, sobre todo, la búsqueda incansable e insaciable de conocimiento. Y, básicamente, manifestar el gusto por el hábito, casi adictivo, de aprender, de razonar, incluso de divagar y fantasear sobre cine, gracias a la palabra escrita. Eso es de lo que hemos estado hablando hasta ahora, detallando un fenómeno que va desde la melancolía a la rabia, pasando por la perplejidad y la frustración, por lo que ha sido/es debatir, estudiar, el cine por medio de la escritura. Porque escribir es estudio y reflexión. Una manera de comprender lo vivido. Y el cine es, recordémoslo, la continuación de la vida por otros medios. Quizás para los nuevos cinéfilos resulte una idea extravagante y «obsoleta» escribir en torno al cine y sus creadores, alrededor de cuál es su impacto en nuestra cultura y en nuestra psique. Muchos jóvenes aficionados al cine proclaman con impúdico orgullo que no leen sobre cine o que prefieren vías más novedosas, más inmediatas, de acercarse a las películas, como el vídeoensayo o el videoblog, cuyas evidentes cualidades —el vínculo directo entre el análisis y la imagen o imágenes analizadas— no deberían excluir las bondades de la palabra escrita, capaz de ir siempre un poco más allá. ¿Por qué? Los films, buenos o malos, contraculturales o mainstream, no son cuerpos muertos que el «crítico» reanima con sus disertaciones eruditas o con escenas y planos cuidadosamente escogidos, sino que viven en la obra al completo, la cual nos interpela y nos agrede, contraviniendo nuestra visión del mundo, de nuestra
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propia conciencia. Y la palabra escrita es la que mejor puede aprehender parte de esa energía, entendemos, al ampliar perspectivas, dando relieve a los temas planteados y a la manera de enfocarlos. La palabra escrita «es una reminiscencia de nuestras creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee una vida propia; las palabras, que son los dobles del mundo objetivo, también están animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y respuestas; flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración»4. Escribir sobre cine (sin comillas, sin distinciones) en cualquiera de las formas antes puntualizadas no está en decadencia sino en crisis. El término decadencia apesta a fatalismo, a ineludible. En cambio, crisis describe una tensión conflictiva o una situación de grave desequilibrio, plagada de incertidumbres respecto a su trascendencia y duración, pero con una resolución, con un desenlace. Y la actual crisis de la crítica, del ensayismo, de la escritura sobre cine echa sus raíces en los humeantes escombros de la Nueva Cinefilia —o Cinefilia 2.0— y su más notable metástasis, la Nueva Crítica. Esa que algunos teóricos, entusiastas y un punto superficiales calificaron como una «promesa de libertad», reconciliándonos con la idea del cine como arte en transformación, renovando nuestra confianza y compromiso con una cinefilia mutante nada nostálgica, según exponían Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin en Movie Mutations (2003) . Una Nueva Crítica que (se supone) habla(ba) a los (¿nuevos?) cinéfilos en un lenguaje codificado que exclusivamente ellos son capaces de entender, a modo de indispensable guía para vagar por los laberintos del cine «moderno», pero inhábil para crear discursos y miradas realmente nuevas, y, lo más importante, desarrollarlas de forma coherente, atractiva, por escrito. Pero olvidemos las mutaciones y transiciones anunciadas por Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin. Cuando algo muta lo hace con un propósito evolutivo, destructivo o deletéreo y, francamente, seguir publicando páginas y más páginas para hablar de Orson Welles, de Jean-Luc Godard o de Stanley Ku4. PAZ, Octavio, El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, México DF, 1996. Pág. 18.
Fotograma de la película The Searchers, de John Ford.
brick, o dedicar portadas a Juego de tronos o a Clint Eastwood, supone la fosilización de unas estructuras mentales análogas a las de la Vieja Critica, carcomida por su despotismo clasista. No existe ninguna disputa relacionada con el arte que no vaya unida a la imposición de una manera de pensar, de vivir. En cuanto a la idea de transición, no es solamente la acción y efecto de pasar de un estado a otro distinto, sino que implica un desplazamiento, un viaje, y «el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo», escribió Eduardo Cirlot en su Diccionario de los símbolos (1968). A nuestro modo de ver, la Nueva Crítica/la Cinefilia 2.0, girando siempre sobre sí misma, no ha transitado hacia lugar alguno, contentándose en jalear ciertos simulacros fílmicos, desde Quentin Tarantino a Hirokazu Koreeda, homologados por el festival o la revista «seria» de turno, o con deliberar de manera banal, estéril, alrededor de cuestiones teóricas que apenas poseen relevancia a la vista de lo que ofrece el cine actual, mucho más vivificante y polisémico de lo que aseguran sus críticos, nostálgicos o trendy. Por un lado,
como apuntaba Ingrid Guardiola en El ojo y la navaja (2019), el revival es la expropiación y la reactualización del pasado desde sus lugares comunes. Por otro, determinados estudios académicos y tendencias «críticas», afines a la academia, son capaces de convertir el arte, el cine, en un concepto inerte, acaso sospechoso, por medio de una prosa enrevesada y artificiosa que finge profundidad de conocimiento, o mediante un tono impersonal (¿objetivo?) que esgrime una panoplia de ideas (ajenas) a falta de visión personal producto de la experiencia, de la reflexión, de la observación. Su consciente negación del ensayismo sobre cine robustece una interpretación fílmica que se ha convertido en una nueva escolástica, en un canon severamente regulado con puntos de llegada garantizados, una apelación a la autoridad. Quizás, para volver a evaluar y apreciar el cine (aludiendo a David Bordwell) con ánimo ecuánime, para rastrear los efectos socioculturales de un filme, que el ensayo busca describir, examinar y aumentar a través de la palabra escrita, haya que volver a aprender a amar la escritura. De hecho, como señalaba Chris Fujiwara, este amor es más crucial para la crítica que su amor por el cine.
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El amor por las malas películas Por Luis Pérez Ochando Do you understand life? Do you? The Room (Tommy Wiseau, 2003) Amo las malas películas, las películas mediocres, ineptas, desmañadas. No me refiero a las películas que juegan a ser necias: Scary Movie (2000) o Sharknado (2013) son sólo parodias, de sí mismas o de los géneros, y deben valorarse en función de su habilidad para la sátira. Quisiera hablar, en cambio, de obras que son sueños despeñados y de filmes que cumplen lo prometido: entretener y pasar luego al olvido. Las primeras se queman por querer llegar al sol; las segundas sucumben en su triunfo, como la araña, devoradas tras la cópula. Las primeras asfaltan las avenidas de Hollywood; las segundas conforman la fábrica de nuestros sueños. Como investigador, me interesa la historia del cine mediocre porque en ella se clarifican el funcionamiento de la industria, las convenciones de los géneros, el pálpito de la Historia. Como espectador, amo las malas películas, porque hacen visibles las brechas en la máquina, una fuga de espectros, el cine que pudo ser y no fue. Aurea mediocritas Nadie discute a Ciudadano Kane (1941) un lugar en el Parnaso; pero ni Ciudadano Kane ni El crepúsculo de los dioses (1950) explican por sí mismas el cine clásico. ¿Por qué hay un vaquero que canta en Johnny Guitar (1954)? ¿Podemos entender la textura de Roma, ciudad abierta (1945) sin haber sufrido el cartón piedra de La corona de hierro (1941)? El despunte de los genios rompe siempre un fondo gris, homogéneo, pero habitado. En el caso del mudo, del que apenas nada se conserva, todavía es más valioso descubrir un filme del montón. La secta de los misteriosos (1914), de Alberto Marro, es una pobre imitación de los seriales de misterio; pero nos habla de una industria periférica, la española, que aspiraba a desarrollarse y exportar productos comerciales. Del mismo modo, los tropiezos del cine primitivo nos
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descubren cómo se articula el primer lenguaje cinematográfico. Ladies’ Skirts Nailed to a Fence (1899) nos desorienta con su uso del espacio, Life of an American Fireman (1903) apenas es capaz de conjugar lo que ocurre dentro y fuera de la casa, pero en ambas Noël Burch descubre el camino hacia el relato cinematográfico. Con frecuencia, la historia del cine se cuenta como una novela jalonada de momentos estelares, de destellos del arte sobre un cielo nocturno; pero en realidad ni ese fondo es oscuro ni tampoco su interés radica en servir de contraste a las estrellas. Al contrario, es valioso de por sí. En primer lugar, porque incluso sus astros más sombríos chispean a veces, nos deslumbran por instantes. Los cosmonautas de Destino espacial: Venus (1960) descubren en la superficie del planeta un paisaje digno de Max Ernst o de Yves Tanguy: entre la bruma amarillenta, se yergue un coral oscuro, radioactivo; bajo el suelo, palpita un magma negro; sobre las rocas, permanecen todavía las siluetas de los venusianos, aniquilados por un cataclismo nuclear. Son instantes arrancados al sueño. En El cerebro del planeta Arous (1957) hay un encéfalo hipertrofiado que flota como un globo, planea dominar la tierra, está hinchado de lascivia. Despojada de su contexto, Emisario de otro mundo (1957) es casi un ejercicio surrealista. En Nadja, André Breton confesaba «no consultar nunca el programa antes de entrar en un cine», así como su «debilidad por las películas francesas más absolutamente idiotas. Por lo demás, comprendo bastante mal los acontecimientos, sigo lo que pasa demasiado imprecisamente». Así vistos, desgajados, en pedazos, los filmes se asemejan a un ensueño apenas recordado. Sospechamos, sin embargo, que con sus salidas y entradas de la sala Breton no sólo intentaba remedar la experiencia onírica, sino también escupir sobre el arte de los burgueses, sobre la novela decimonónica en la que se basa el relato cinematográfico. Todavía hoy se considera que la calidad de la película se basa en tener buenos personajes, en las profundidades del alma, en los claroscuros del pensamiento. El buen personaje, en la buena película, estará interpreta-
do con matices y será rico en recovecos. A través de sus héroes cotidianos, el buen director capta las verdades del amor, de la memoria y de la vida, aunque él mismo apenas cuente treinta años. Es una falacia doble y burguesa: doble porque implica tanto al espectador —que durante el filme sueña con ser alguien especial— como al creador —ese genio irrepetible capaz de atisbar la verdad bajo la corteza de las cosas— y burguesa porque no deja de sostener una ideología individualista, desligada de la Historia. Ciertamente, como ya lo vio Siegfried Kracauer, el cine tiene el poder de escrutar el rostro y desvelar las dobleces del espíritu; sin embargo, el cinematógrafo no fue creado para el análisis del alma, sino para divertir y sorprender a los obreros y niñeras hacinados en los bancos de las carpas de las ferias. Las malas películas mantienen el poder del asombro primigenio —Nicolas Cage gritando con la cara cubierta de abejas—; las películas mediocres, por su parte, a menudo cumplen el primer y más relevante compromiso del cine: evadirnos, hacernos soñar, entretenernos. Me interesa el cine comercial, de género, de entretenimiento, producido en serie, porque es en esta aurea mediocritas donde se hacen visibles no sólo las convenciones del cine, sino también las expectativas del público de cada momento, sus deseos y temores, su dimensión de sujeto histórico y colectivo. En su intento por alumbrar un rico mundo interno, las luminarias auto-
rales a menudo oscurecen la dimensión histórica del filme —sigue estando ahí, pero es menos evidente—; por el contrario, el cine de género no tiene reparos en ofrecer a su espectador un objeto de deseo socialmente aceptable y unos héroes que respaldan los valores dominantes. En palabras de Antonio Gramsci, «para el estudio de la historia de la cultura puede ser a veces más útil analizar un escritor menor que uno grande: porque mientras que en aquel último —el gran escritor— vence con mucho el individuo, […] en el menor, con tal de que cuente con un espíritu atento y autocrítico, es posible descubrir los momentos de la dialéctica de esa determinada cultura con mayor claridad, porque no llegan a unificarse como sucede en el gran escritor». Tras la última crisis financiera, el cine de horror británico propuso como monstruo más terrible a los jóvenes de barrio. Los hijos del proletariado empobrecido eran vistos como jaurías de salvajes, como demonios del quinto círculo del Infierno. El comprador de The Sun o el Daily Mail podía leer historias truculentas sobre jóvenes encapuchados y luego, ya en casa, verlas recreadas en la pantalla: la misma indumentaria, el mismo lenguaje, el mismo odio de clase. Sin embargo, ni aun los filmes más rutinarios se conforman con calcar la ideología dominante y, en cambio, nos seducen porque exploran las contradicciones de nuestro tiempo. Comedown (2012), por ejemplo, no sólo presenta a una recua de indeseables con el solo fin de exterminarlos — la promiscua, el drogata, su compinche, todos pasarán por el cuchillo—, sino que plantea simultáneamente tanto la posibilidad de un heroísmo del lumpemproletariado como la imposibilidad de que ese mismo heroísmo tenga cabida en el discurso dominante: tras rescatar a su novia de las llamas, Lloyd (Jacob Anderson) es acusado de haber masacrado al resto de la pandilla. Nadie lo cree y su chica (Sophie Stuckey), víctima de la amnesia, no puede recordarlo. El público de filmes como Comedown, Citadel (2012) o The Disappeared (2008) pertenece tanto al entorno obrero como, sobre todo, a una clase media a la que se
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amedrenta con la amenaza de quienes están más abajo o, peor incluso, de convertirse ellos mismos en moradores de ese infierno. Reaccionario o no, el cine de género ancla su discurso en una realidad y apela a problemas y contradicciones que su audiencia experimenta cotidianamente. Lo mismo podría afirmarse, con justicia, de los filmes de Ken Loach; pero mientras este afronta en primer plano los problemas sociales, el cine de género ofrece ante todo los placeres del reconocimiento, la evasión y la catarsis. Uno y otro arraigan en la misma realidad, pero el cine de género la encapsula en convenciones y clichés que, al mismo tiempo, nos distraen de esa misma realidad insoportable. En este sentido, la prioridad del crítico no debería ser otra que la de traer a la luz los conflictos y tensiones soterrados en el cine popular o, dicho de otro modo, la de proporcionar al lector herramientas con las que interpretar la ideología del cine comercial. La propuesta podría parecer utópica y, sin embargo, la propia dinámica del cine de género nos demuestra que el lector ya es capaz de hacer interpretaciones sofisticadas, de anticipar y desmontar las expectativas planteadas por un slasher film, de teorizar sobre el devenir de su serie favorita o de enumerar hasta la cita más recóndita que esconde Stranger Things (2016-). Incluso, como veremos a continuación, gozar de una mala película no depende tanto de la ignorancia de un cine mejor como de la habilidad de comprender las sutilezas del lenguaje del cine dominante. Necesitamos, por tanto, convertir esa capacidad lectora en un potencial transformador, capaz de reinterpretar el mundo en que vivimos a través de los textos que ya conoce, ama y disfruta. Las malas películas ¿Qué nos impele a ver Plan 9 from Outer Space (1959)? ¿Por qué disfrutamos de Troll 2 (1990)? ¿Por qué no podemos dejar de ver The Room (2003)? La respuesta obvia está en la risa, una risa «satánica», escribiría Charles Baudelaire, porque en ella «el hombre se encuentra el resultado de la idea de su propia superioridad; y, en efecto, así como la risa es esencialmente humana, es esencialmente contradictoria, es decir, a la vez es signo de una grandeza infinita y de una miseria infinita». Reímos de Troll 2 porque en ella reconocemos errores grotescos, fallos abismales, porque nos sentimos superiores, porque nos reconforta saber que son otros quienes hacen el ridículo. Ahora bien, señalar esos traspiés implica conocer la manera en que las cosas se hacen bien o, en otras palabras, adherirse al lenguaje dominante.
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Todo filme contiene en sí a un lector ideal. Nos llama, a través de ciertas convenciones, a interpretarlo de acuerdo a un tono, alegre o triste, eufórico o aterrorizado. Nos invita, excitando nuestros recuerdos, a crear expectativas según otros filmes que ya hemos visto. Sin embargo, cuando propuesta y resultado se desfasan, aparecen el extrañamiento o la carcajada: debería llorar, pero sonrío; debería enternecerme, pero me asquea, me abochorna, me da vergüenza ajena. En Troll 2, Arnold (Darren Ewing) contempla impotente cómo los goblins devoran a la chica: «They’re eating her... and then they’re going to eat me... OH MY GOOOOOOOD!». No compartimos su horror. Nos desternillamos de risa. Reflexionando sobre el mal cine como categoría estética, MacDowell y Zborowski argumentaban que la etiqueta «tan-mala-que-es-buena» refuerza, en realidad, las normas del buen gusto, del cine de calidad. La risa, en este caso, es una sanción, un escarnio del fracaso. Retomemos, sin embargo, nuestra utopía de la interpretación. No cabe duda de que The Room o Glen o Glenda (1953) no sólo mueven a la risa, también a la fascinación, pues ofrecen algo más allá de cualquier otro filme convencional. El asombro abre siempre un horizonte, anticipa un descubrimiento. La escena de amor que abre The Room resulta ridícula, pasmosa; pero no deberíamos quedarnos en que lo es porque no encaja con una escena de cama made in Hollywood, sino aprovechar el estupor que nos provoca para replantearnos cuán cursi y artificial es, en realidad, la intimidad urdida por filmes como Titanic (1997). Es más que improbable que Tommy Wiseau concibiera The Room como una sátira y, sin embargo, como espectadores nos ofrece la posibilidad de repensar el cine dominante. A menudo, el cine fallido es un cine realizado desde más allá del margen de la industria. Para bien y para mal, carece de sus filtros. Troll 2 fue realizada en Utah por un director italiano, Claudio Fragasso, apenas capaz de entenderse con su elenco americano; Ed Wood realizaba sus películas más allá de los límites del Poverty Row; Tommy Wiseau pagó The Room de su bolsillo sin tener muchas nociones de cómo organizar una producción. De no ser así, en Los Ángeles jamás se hubiera producido un filme sobre travestis, Glen o Glenda, ni tampoco se hubiera contado desde el puro delirio del lenguaje: panoramas urbanos, ojos, orejas, la muchedumbre abarrota las calles, números de striptease y bondage en el sofá, «The story must be told!», exclama Lugosi. Películas como Glen o Glenda o The Room dinamitan el lenguaje del cine dominante; pero, a diferencia de
Un perro andaluz (1929), carecen de estrategia o plan preconcebido. La suya es una guerra improvisada, un campo de batalla involuntario. De igual manera, el potencial subversivo de las películas mediocres tampoco es deliberado. O tal vez sí. Resulta fascinante sumergirse en las entrevistas y testimonios de quienes crean todo ese cine del montón, que no pasará a la historia del cine y que quizá ni siquiera se preserve dentro de cien años. Resulta fascinante porque descubrimos inquietudes, frustraciones, ilusiones. Lo que nos parecía una secuencia absurdamente larga en The Deadly Spawn (1983) se explica al entender las disensiones de un equipo de cineastas amateur; escuchando al guionista de White Settlers (2014), el conflicto de clases latente en el filme pasa a primer plano. Indagando en las películas mediocres, de género, comerciales, descubrimos el valor que tienen por sí mismas, descubrimos el cariño y la dedicación que alienta a sus creadores. No es casual que tres de las películas con peor reputación de todos los tiempos, Plan 9 from Outer Space, Troll 2 y The Room hayan dado lugar a tres excelentes películas, Ed Wood (1994), Best Worst Movie (2009) y
The Disaster Artist (2017), que lo son porque no caen en lo risible de sus fuentes, sino en ensalzar la pulsión de la creación, la alegría del alumbramiento. Lo que hace que las malas películas sean maravillosas es el divino don del entusiasmo, ese trance de ser poseído por los dioses, el en-theos del entusiasmo, una participación de lo divino en la que todos, por más mediocres que seamos, nos sumergimos cuando creamos. El entusiasmo es el gran dios que nos nivela, la fuerza que derrumba las fronteras entre el gran arte y las películas de mierda. Amo las malas películas, amo las películas mediocres, amo, sobre todo, a sus creadores, porque en ellos encuentro mi reflejo, el de todos nosotros, el de esa naturaleza tan falible como humana y que, no obstante, nos hace participar de lo divino a través de la creación. Al final, el cine era eso, como también el arte, como también la vida: una hilera sin fin de tumbas sin nombre, de películas sin huella y de libros que serán pasto del olvido, un bosque de naufragios. Y entretanto, la gente ama, vive, crea, tiene sueños y se frustra al no encontrarlos. Al final, el cine era eso, celuloide descompuesto, nitrato en llamas, guiones fallidos y rostros olvidables, palabras truncadas, historias inconclusas, errores, caídas y lapsos, faltas, lagunas y llantos, el vacío, las barreras y los plagios, la quiebra y el lamento, el éxtasis y el quebranto, oportunidades perdidas, torpeza, incompetencia, el polvo y los gusanos. Y entretanto, se filman más y más películas, se escriben más y más libros. Es un torrente incesante, una tormenta infinita sobre un charco. El séptimo día, la alcantarilla se desborda y en el barco no cabemos todos. Amar las malas películas es reconocer lo inútil de todo esfuerzo, lo efímero de nuestra existencia. Amar las malas películas es aceptar la intrascendencia de todas nuestras vidas; pero también amar el entusiasmo como lo único capaz de darnos un sentido. Amar las malas películas es amar la obra más fallida del Creador. El resto es todo vanidad.
Luis Pérez Ochando (Requena, 1982) es doctor en Historia del Arte y profesor en la Universidad de Valencia, donde imparte Historia del cine. Es autor de las monografías George
A. Romero (2013), Pozo de sangre. Fantasmas del cine japonés contemporáneo (2013), Todos los jóvenes van a morir. Ideología y rito en el slasher film (2016), Noche sobre América. Cine de terror después del 11-S (2017) y numerosos artículos sobre cine de terror y ciencia ficción.
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El cielo raso
La aventura del Fandom Por Javier G. Romero Fue, precisamente, el contacto con diversos fanzines durante la segunda mitad de los años ochenta el estímulo que me impulsó a aventurarme en este proceloso mundo de la edición, primero con ánimo amateur, después ya profesional; mas siempre con la aspiración de alcanzar determinados objetivos señalados en una pronta hoja de ruta. Lector voraz y ecléctico, en mi adolescencia saltaba de Borges y Cortázar a Lovecraft y Poe, acentuándose, entre tanto, mi afición por la literatura fantástica, incluida la ciencia ficción; así, alternaba con deleite a Jean Ray, Ambrose Bierce, W. Hope Hodgson, Henry James o Roald Dahl con Ray Bradbury, John Wyndham, J. G. Ballard, Brian Aldiss o George Langelaan… mediante aquellas preciosas ediciones de Luis de Caralt, Júcar, Bruguera, Alianza Editorial, Edhasa, Martínez Roca… Estas lecturas y una compulsiva afición por el cine de todo género y época marcaron, por fortuna y para siempre, mi formación sentimental. Para mí nada sería hoy lo mismo, claro, sin un tercer ingrediente: letras, celuloide y… fanzines. Aquellas modestas publicaciones suponían la evidencia de que otras almas inquietas habían dado el paso preciso hacia la consecución de su sueño: divulgar sus inquietudes entre un público (restringido y, a su manera, selecto) afín a sus gustos y pasiones. Arduo resultaba, no obstante, localizar estos papeles encuadernados con grapa. Tiradas muy limitadas y distribución precaria, en ocasiones sólo entre amigos, familiares y vecinos, lograron que muchos de aquellos fanzines se movieran en una forzosa semiclandestinidad, si bien se ayudaban entre ellos, publicando los unos reseñas sobre los otros y dejando así rastros, aquí y allá, de su existencia. Ese empeño personal de grupos de aficionados mantenía el motor en movimiento, alentando la salida de un segundo o tercer número. El equipo se desgajaba pronto: la universidad, la necesidad de un empleo, la novia, exigencias familiares… El tiempo, en suma, no daba para todo y la publicación moría joven, bella y plena de energía. Su efímero paso por esta dimensión otorgaba heroica aureola al fenomenal intento.
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El mío sería un caso más bien peculiar: mi primera colaboración fue en un fanzine extranjero. Publicado por la admirable Jacqueline Caron en París, Les ami(e)s de Stephen King consagraba sus artesanales páginas al universo del famoso escritor, sus novelas, las adaptaciones al cine… Contacté con Jacqueline en marzo de 1987 a través de un anuncio que había publicado en la magnífica revista L’Écran Fantastique; al poco tiempo ya estaba enviándole mis artículos, convenientemente traducidos al francés, e incluso, aprovechando que tenía buena mano para el dibujo, no dudé en aportarle, asimismo, algunas ilustraciones que pronto pasaron a ser portada del fanzine. En total fueron treinta números y un lustro de vida: Les ami(e)s finalizó su andadura en abril de 1992. A la par que colaboraba con Jacqueline, iban cayendo en mis manos muchos otros fanzines, nacionales esta vez: 2000 Maniacos, de Manuel Valencia; Tenebre, de Eduardo Escalante Ávila; El grito, de Jesús Palacios; Aullidos, del colectivo Licántropos Asociados; Sueño del Fevre, de Carlos Díaz Maroto; Zineshock, de Jaume Balagueró; Transylvania Express, de Salvador Sáinz; Morpho, de Carlos Aguilar… Algunos de sus responsables llegarían a ser reputados autores (Aguilar, Palacios) y hasta exitosos cineastas, en el caso de Balagueró. Espoleado por mi experiencia francesa y por estas y otras muchas lecturas —incluyo las míticas revistas Terror Fantastic y Monsters, amén de la edición americana de Fangoria— me planteé muy seriamente editar mi propio fanzine, mediante el cual dar así cauce a todos los conocimientos adquiridos durante tantos años de estudio del cine en general y del fantástico en particular. Desde el primer momento contemplé la posibilidad, harto ambiciosa, de contar con firmas de peso, las de aquellos autores cuyo trabajo seguía y disfrutaba; fatua pretensión, añado, pues al no existir aún la publicación, nada podía mostrar a estos profesionales para captar su interés. En cualquier caso, tampoco conocía a nadie en mi entorno que escribiese sobre cine fantástico. Recurrí entonces al sencillo sistema usado por mi apreciada Jacqueline: inserté en diversas cabeceras de la prensa local bilbaína anuncios buscando redactores para una nueva publicación cinematográfica (recordemos que
aún vivíamos en plena era analógica: internet y la informática estaban en pañales, al menos a nivel de usuario). Contra todo pronóstico, respondieron una treintena de personas, candidatos a quienes fui entrevistando durante las siguientes jornadas en una cafetería que convertí en improvisado despacho. De aquellas charlas surgió el equipo original del fanzine: cinco jóvenes entusiastas a quienes se sumó mi hermano Ángel, ya entonces un gran experto en música de cine y con quien siempre compartí pasión cinéfila, hasta el punto de convertirse en mi más cercano colaborador en cuanto proyecto editorial he emprendido desde tan pionera época. Enseguida nos pusimos manos a la obra y, en junio de 1993, vio la luz el número 0 de Quatermass, cuyos contenidos ya incluían sendas entrevistas exclusivas a Paul Naschy y Álex de la Iglesia, más un extenso dossier sobre la saga que la legendaria productora británica Hammer había dedicado al profesor Quatermass; nombre, resulta obvio, que elegí para denominar la publicación en base a su sonoridad, retentiva y evocación del entrañable personaje. De quinientos ejemplares, cantidad nada desdeñable tratándose de un fanzine, constó la tirada de ese primer número, para asombro de todos agotado en tiempo récord. Aún más sorprendentes fueron las admirativas reseñas aparecidas en importantes revistas de distribución nacional, como Ruta 66, la edición española de Fangoria, Primera Línea, Música de Cine, Todo Pantallas… y publicaciones alternativas como Mamo-
rro o Harlem. Aprovechando el tirón edité enseguida, con idéntico equipo de redactores, el número 1, para el cual firmé, además, un amplio estudio centrado en la saga del planeta de los simios; los quinientos diez ejemplares volvieron a venderse en pocas semanas, hito en absoluto despreciable, pues lo movía contactando directamente por teléfono con cada librería, hasta tejer una red integrada por numerosos puntos de venta en ciudades como Bilbao, Vitoria, San Sebastián, Madrid, Valencia, Alicante, Barcelona, Gerona, Gijón, Granada, Murcia, Málaga, Zaragoza… Con el número 2 pasé del formato A5 al A4, incrementé de forma considerable el número de páginas, aumenté la calidad del papel, mejoré el diseño y la maquetación, dupliqué el equipo de redactores y salté hasta los mil quinientos ejemplares. A partir de ahí, Quatermass alcanza la profesionalidad y cada nuevo número crece de manera exponencial, en todos los sentidos (con tiradas superiores a los dos mil quinientos ejemplares), hasta conformar su etapa más conocida: la serie de tomos monográficos integrada por las antologías del cine fantástico español, británico e italiano, ya con una nómina de escritores de renombre y múltiples nacionalidades: españoles, italianos, franceses, ingleses, americanos, canadienses, japoneses… Firmas como Carlos Aguilar, Ramón Freixas, Pablo Herranz, Antonio José Navarro, Tomás Fernández Valentí, Roberto Cueto, Pablo Fernández o Ángel Sala se turnaban con Jonathan Rigby, Christopher Frayling, Josephine Botting, Roberto Curti, Philippe Rège, Olivier Billiottet, Sho Motoyama, Antonio Bruschini, Antonio Tentori, Simon Birrell, Vittorio Martinelli, Cathal Tohill… hasta un total de noventa profesionales de contrastada trayectoria. En este punto, Quatermass alcanza su último número en octubre de 2008. Se cierra, pues, el círculo, cumplidos los objetivos de aquella inicial hoja de ruta que diseñase un quindenio antes. Durante este periplo, y al año siguiente de editar aquel añejo número 0, emprendí la creación del Festival de Cine Fantástico de Bilbao (hoy conocido como Fant), cuya primera edición organizo, bajo el membrete de Quatermass, en febrero del 94, dirigiendo, igualmente, las cuatro siguientes, hasta que en la sexta, celebrada en 2000, cedo la batuta al ayuntamiento de Bilbao —que hace unos meses, por cierto, ha conmemorado el 25 aniversario de este certamen nacido en el seno del fanzine y como extensión del mismo—. Poco antes, en 1999, Quatermass había obtenido el Premio al Mejor Fanzine en la X Semana de Cine Fantástico de San Sebastián; algo después, en 2004, fue votada como
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Javier G. Romero. La aventura del Fandom
la mejor publicación especializada por los usuarios de la web cinefantastico.com. No todo fue un camino de rosas, naturalmente. En febrero del 99 la hoy extinta revista Cinerama plagiaba mi artículo sobre la saga del planeta de los simios publicado en Quatermass cinco años atrás. Proceso judicial mediante, el autor del plagio, Juan Tejero, por añadidura director de la revista y en aquellas fechas jefe, junto con su entonces pareja Carmen Bayod, de la editorial T&B, es condenado en sentencia firme a abonarme la correspondiente indemnización y asumir de paso las costas de un juicio que había durado la friolera de tres años y medio. El asunto tuvo cierta repercusión, pues salieron sendos artículos en la revista Interviú y en su página digital, con declaraciones cruzadas de Tejero y un servidor. Recordemos que por aquel entonces se puso tristemente de moda el tema de las copias indebidas y los plagios a raíz del suceso de Ana Rosa Quintana y su novela Sabor a hiel. Alguien ha dicho que cuando comienzan a plagiarte, copiarte y demás, significa que tu trabajo ya está en disposición de merecer el reconocimiento general. Si esto es cierto, sería tristísimo. El cierre de Quatermass no significó el cese de otras muchas actividades en las que llevaba tiempo empleándome a fondo, múltiples colaboraciones en prensa de información general y, sobre todo, cinematográfica, para revistas como Dirigido por, Scifiworld, Opus Cero o Nosferatu; ni mucho menos despreciaba continuar escribiendo en fanzines, haciendo así honor a mis ilusionantes y humildes orígenes, con aportaciones para 2000 Maniacos, Monster World, Westernworld… A la par, participaba como escritor en numerosos libros colectivos de cine para editoriales como Donostia Kultura, Nuer, Calamar, Valdemar, T&B, Vial of Delicatessens, Tyrannosaurus, Macnulti, IG, Arkadin, VTP, etc. Añado que mediante Quatermass, ya como sello editorial, continué publicando diversos libros: por ejemplo, John Phillip Law: Diabolik Angel (2008) y Eugenio Martín: un autor para todos los géneros (2015), firmados ambos por el matrimonio Carlos Aguilar & Anita Haas, y prologado el primero por el gran Ray Harryhausen. Es entonces cuando nace Cine-Bis, mi segunda publicación periódica. No surge de la noche a la mañana, porque sí o por capricho. Durante años, casi desde que viese la luz Quatermass, tuve la inquietud de compaginar algún día este con otro proyecto editorial complementario. Es decir, consagrar al cine fantástico mi creación original y avanzar por otras sendas mediante una publicación distinta, permitiéndome así ahondar en
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una diversidad de géneros que me fascinan. De hecho, además del terror y la ciencia ficción, confieso ser un gran aficionado al wéstern, al musical y al melodrama (preferiblemente el de la época dorada, entre los años treinta y cincuenta). Pero también me interesan, en su correspondiente medida, el bélico, el thriller policíaco o de suspense, el cine de aventuras en todas sus exóticas variantes, la comedia (hasta los años sesenta; en adelante me aburre, no digamos ya la actual), el cine erótico (un mundo a descubrir), el de animación... En suma, los géneros del cine. O el cine de géneros. Tal como lo viví y disfruté durante mis años de adolescencia y juventud, pienso que ha contribuido a enriquecer mi criterio, derribando prejuicios y ayudando a comprender la grandeza del cine incluso en sus hijos menos favorecidos; de ahí la variedad temática de Cine-Bis. Pues bien, mientras preparaba cada nuevo número de Quatermass, cada vez más complejo en cuanto a infraestructura y ambicioso respecto a contenidos, me daba perfecta cuenta de que mi criatura desarrollaba exigencias de todo tipo, obligándome a dedicar largos y agotadores períodos de tiempo a su confección. Como es natural, el aspecto económico, la búsqueda de financiación conforme nos acercábamos a la oscura crisis iniciada en 2008, pesaba como una losa, pues Quatermass, para mantener su nivel, precisaba de un cierto esfuerzo financiero: las imprentas no son baratas y los escritores no viven del aire. Y es entonces cuando se generaliza y perfecciona la impresión digital, mucho más accesible y económica que el particularmente oneroso offset convencional. La técnica digital abarata muchísimo el proceso, al evitarse pasos intermedios como la filmación, la creación de películas/ fotolitos, la fabricación de planchas metálicas... Sin mencionar el gasto adicional que supone trabajar con las gigantescas máquinas offset de cuatricromía, cuyo consumo eléctrico, mantenimiento y limpieza contribuye a desorbitar la factura. En consecuencia, el sistema digital resulta perfecto y, sobre todo, rentable (o menos gravoso), incluso a todo color, como es el caso de Cine-Bis y sus cerca de quinientas imágenes por número. Me excusará el lector este paréntesis tecnológico/financiero, aun así necesario, pues explica el factor «oportunidad» que ha pesado a la hora de valorar y aprovechar el momento preciso que las nuevas técnicas de impresión han brindado para confeccionar Cine-Bis, cuyo primer número vio la luz en octubre de 2013, y que continúa aún hoy, con buena salud, su andadura. Por supuesto, y como vengo asumiendo desde hace dos décadas en todas mis publicaciones, me encargo personalmente no sólo de la coordinación de autores,
también de las cuestiones técnicas y estéticas: diseño, maquetación, selección y digitalización de imágenes, correcciones ortotipográficas, gramaticales y de estilo, gestión con la imprenta, labores comerciales… La elección de escritores constituye, como es natural, un capítulo delicado. Invité a participar en esta nueva aventura no sólo a profesionales ya habituales de Quatermass, caso de los mentados Aguilar, Herranz, Freixas, Navarro, Fernández Valentí, Pablo Fernández, así como Ángel García Romero, Joan Bassa, Daniel Aguilar, David Pizarro, Santiago y Andrés Rubín de Celis, el milanés Davide Pulici, grandes personas a cuyo talento y, en muchos casos, estrecha amistad tanto debo; quise asimismo incorporar en las páginas de Cine-Bis nuevos valores cuyos quehaceres en publicaciones ajenas hubiesen destacado por su interés: en este sentido, no dudé en convocar a Juan Andrés Pedrero Santos, Diego Salgado, José Luis Salvador Estébenez, Adrián Sánchez, Quim Casas, Jesús Manuel Pérez Molina, Pedro Triguero-Lizana, Pedro Gutiérrez Recacha, Pablo Pérez Rubio, Roberto García-Ochoa Peces, Fernando Usón Forniés, Fernando Rodríguez Tapia, Juan Carlos Vizcaíno Martínez, Ángel Comas, Tonio L. Alarcón, José Manuel Romero Moreno… Siempre me ha gustado, ya incluso desde el primero número de Quatermass, dar margen a los autores, dejarles un espacio en el que desarrollar sus capacidades intentando que no se sientan presionados; pero procurándoles, eso sí, las indicaciones precisas para encauzar su trabajo sin coartar la creatividad. Por lo tanto, siempre estoy disponible para mis escritores, ejerciendo, según el caso, de amigo, padre, confesor o compañero, pero
sin perder jamás la perspectiva. La clave está en saber dimensionar las capacidades de cada cual, entender la problemática del individuo y aconsejarle o guiarle de la mejor manera posible, mas con firmeza. Para mí es importante el respeto a la persona y la consideración de su labor; con estas premisas procuro crear un ambiente de trabajo cómodo y constructivo. Como es natural, esta valoración de sus talentos pasa, lógicamente, por remunerar los artículos, algo que llevo haciendo casi desde los inicios de mi primer fanzine, puesto que yo mismo como autor lo demando y como editor lo practico. Sin embargo, a raíz de la mencionada crisis económica se ha reforzado la dinámica del «todo gratis». Es decir, a mayor esfuerzo por parte del profesional, menor compensación. Así, en los últimos años, han surgido diversas editoriales especializadas en cine, las cuales asumen que el escritor debe trabajar gratis, o casi: se ofrecen uno o dos ejemplares de cortesía para el autor, un pequeño porcentaje sobre las ventas (que nunca se materializa) y la adquisición de su libro con un descuento (comprando por decenas, vaya). La inveterada (y sana) costumbre de abonar un anticipo al autor, a cuenta de las futuras ventas, se tambalea. Más sangrante resulta esta lacra en editoriales con recorrido y revistas veteranas, cuya producción continúa imparable a costa de los autores, que no ven un duro, muchos de ellos jóvenes ilusionados con colocar sus textos en el mercado como sea. Es decir, que tan vergonzante coyuntura, tan irritante falta de empatía hacia el oficio de escritor, contribuye, de manera decisiva, a degradar el noble arte de la escritura y la investigación cinematográfica, perdiéndoseles el respeto. ¿Se remediará esto algún día? Mientras tanto preparo, con calma y sosiego, la reaparición de Quatermass, con un nuevo tomo monográfico que llevo gestando desde hace algunos años y en el que participarán, esa es, al menos, la esperanza, múltiples autores. Proyecto que llevo a cabo con la misma ilusión que hace un cuarto de siglo, cuando emprendí la aventura del Fandom.
Javier G. Romero es editor de las publicaciones Quatermass y Cine-Bis, y fundador del Festival de Cine Fantástico de Bilbao. Escritor en numerosas revistas cinematográficas (Dirigido por,
Scifiworld, Opus Cero, Nosferatu) y una veintena de libros de cine, ha participado en ponencias para los festivales de cine de Donostia, Zaragoza, Bilbao, Málaga, Madrid, Almería, Trieste…
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Crónicas cinéfilas Por José Abad Yo nací —¡respetadme!— con el cine. (Rafael Alberti, Cal y canto)
También yo nací con el cine, pero, a estas alturas, somos tantos los cinéfilos confesos que no vale la pena pedir disculpas por ello. No obstante, en vista de los derroteros que suele tomar cierta cinefilia, quisiera describir la mía a fin de que nadie se llame a engaño. Veamos: yo diría que mi amor por el cine es visceral, no trascendente; lo considero un Arte, no una Fe. Tengo un enorme cariño a un buen número de películas, pero no haría un Evangelio de ninguna de ellas ni una Biblia de la suma de todas, dios me libre. Tampoco lo entiendo como un ars masturbatoria; mi amor es visceral, incluso epidérmico, no genital, no sé si me explico. Algunos títulos decisivos en la forja de esta pasión siendo yo pequeñito —Simbad y la princesa, Mi nombre es ninguno, La guerra de las galaxias— no osaría defenderlos hoy por motivos exclusivamente sentimentales; otros títulos siguen gustándome desde entonces por motivos añadidos a los de entonces: King Kong, Los vikingos, El hombre que mató a Liberty Valance, Los pájaros, Valor de ley, Blade Runner… En mi juventud sentí una inconveniente fijación por Michelle Pfeiffer y todas las rubias platino del cine de Alfred Hitchcock, pero no estoy seguro de si esto debe explicarse desde presupuestos cinematográficos. Si para Nietzsche la vida sin música sería un error, el error para mí sería el de una vida sin cine, y sin embargo la vida nos enseña que es posible vivir en el error. La pregunta no es, no puede ser de ningún modo: ¿qué me llevó a escribir sobre cine? Yo escribo de cine desde siempre. Ya con nueve o diez años solía hacer resúmenes de las películas que veía en televisión —nací en un pueblo sin sala de cine— y guardaba y clasificaba aquellos folios según unas disposiciones exhaustivas e inexplicables para el adulto de ahora (hablo de un tiempo en el cual los únicos ordenadores que habíamos
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visto formaban parte del mobiliario de alguna nave interespacial). Al título y a la sinopsis reglamentaria empecé a añadir el nombre de este actor o aquella actriz, capaz ya de identificarlos. De las revistas que caían en mis manos sacaba otros datos: el año de producción, el nombre del director, incluso los títulos originales, y al final debí recurrir a cuadernos y carpetas para ordenar aquellos apuntes. A las fichas y los resúmenes fui sumando algunos comentarios que grosso modo repetían el juicio leído aquí o allá. Estos comentarios simples se fueron haciendo complejos, hasta el punto de emprenderla con análisis sesudos más voluntariosos que atinados. Escribí mucho, muchísimo. En la actualidad, reciclo hasta el papel más chiquito que cae en mis manos; intento resarcir de alguna manera la ingente cantidad de folios usados en esta práctica compulsiva. Así pues, la pregunta correcta sería: ¿cómo llegué al ejercicio de la crítica? André Bazin nos advirtió que «si la historia de la crítica es en sí misma una cosa bien pequeña, la de un crítico particular no interesa a nadie, ni siquiera al mismo crítico, si no es como ejercicio de humildad». Intentaré tener presentes estas palabras. La historia es larga porque duró años, pero es de una simplicidad apabullante. En esto de la escritura no tuve ni padre ni madre ni perro que me ladre; mis únicos padrinos fueron el trabajo y la porfía. Antes de publicar mi primera novela por el socorrido sistema de la autoedición, sólo había conseguido ver impresas unas pocas líneas en la sección «Cartas del lector» de dos o tres revistas. La novela me sirvió de credencial en distintas publicaciones de Granada (hablo de los años previos al adviento de internet, téngase en cuenta, y de una ciudad lejos de los grandes centros culturales del país). El tesón o la terquedad contrarrestaron el número de las decepciones. La única revista que respondió a mi llamada fue La Chimenea, que publicaba un centro de servicios sociales en un barrio popular granadino, La Chana. El recuerdo está empequeñecido por una distancia de décadas: hablé con la responsable de la sección de
cultura, que me invitó a enviarles alguna cosilla; les envié varios artículos a finales de 1991; nunca recibí acuse de recibo y sobreentendí que no les habían interesado. Años más tarde, hallé por casualidad un número de La Chimenea, el correspondiente a enero-febrero de 1992; había dos reseñas mías, las primeras: una de El silencio de los corderos, otra de Tacones lejanos. Nunca supe si habían sacado el resto de textos. Me instalé en Granada en diciembre de 1992. En el pub La Tertulia, que visité asiduamente un tiempo, conocí a un puñado de gente con ganas de mover las aguas quietas de la ciudad desde posiciones sanamente irreverentes. Alfonso Salazar, Jorge Fernández Bustos y Juan Pérez fundaron El erizo abierto, una publicación de contenido erótico-cultural que conocí cuando el primer número ya estaba a la venta. El erizo abierto intentaba abordar y satisfacer la libídine desde múltiples perspectivas: la literatura, la pintura, la fotografía, el cómic, etc. Para mi sorpresa, nadie había escrito sobre cine y conseguí, sin esfuerzo, que Alfonso Salazar me adjudicara la sección. Para el número 2, me encargó un artículo sobre Rainer Werner Fassbinder, cuya obra conocía de manera muy superficial, lo confieso, pero no podía dejar escapar una oportunidad semejante. En el
número 3 escribí sobre la homosexualidad en el cine, en el número 4 hice un homenaje a Emmanuelle y, en el 5, otro a la figura de la prostituta. Todo muy políticamente incorrecto. El erizo abierto publicaría aún un sexto número, pero yo me hallaba fuera de España, no tenía contacto con la revista —hablo de los tiempos previos a la plaga bíblica de la telefonía móvil— y no supe hasta que fue demasiado tarde que habían extraviado un texto mío sobre la Trilogía de la vida de Pasolini. A veces no eran los artículos los que desaparecían, sino la misma revista: recuerdo haber publicado tres reseñas en tres números de una guía del ocio —Expreso semanal se llamaba— que se volatilizó de la noche a la mañana sin dejar rastro, dejándome varios textos en el tintero. Jamás volví a ver a ninguno de sus responsables y hoy me asaltan serias dudas sobre si existió. Cuando volví a Granada en el otoño de 1996, El erizo abierto ya no existía. Entre tanto, en la Facultad de Filosofía y Letras se había empezado a publicar Letra Clara, una publicación que acabaría teniendo cierta relevancia en Granada, una ciudad indefectiblemente pequeña, pequeña, pequeña. Alfonso Salazar me presentó a quienes tomarían las riendas de la revista. Nunca me pusieron pegas, pero jamás percibí un gran entusiasmo hacia mí en Andrés Neuman, su director un tiempo, y siempre he sospechado que me aguantó porque no tenía con quien sustituirme (por ejemplo, intenté diversificar mis colaboraciones con algún cuento o algún poema que rechazaba de manera sistemática). Mi relación con la dirección mejoró sensiblemente cuando pasó a manos de Milena Rodríguez y Marga Blanco. Si las buscas, el camino te permite encontrar a personas valiosas. A Juan de Dios Salas, director del Aula de Cine de la Universidad de Granada, le estaré eternamente agradecido por presentarme en 1998a José Gutiérrez, que en aquel entonces estaba poniendo en pie El fingidor. En esta revista empecé a sentirme un profesional. ¿La razón? La más prosaica: por primera vez me pagaron un artículo; tenía yo treinta y un años. Y ahí seguí Storyboard de la película Le voyage dans la lune, de Georges Méliès.
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JOSÉ ABAD. CRÓNICAS CINÉFILAS
hasta que El fingidor pasó a mejor vida a principios de 2008. Lamenté su desaparición. Poco a poco, muy poco a poco, me hice un hueco en la prensa granadina. Durante un año y pico, el diario Ideal aceptaba cualquier texto mío. Ahora bien, después de estar un año enviándoles artículos desde Sicilia —viví allí entre 1999 y 2004—, supe que, en contra de lo acordado verbalmente, aquellas colaboraciones entraban en la categoría de «espontáneas y no retribuidas»; una etiqueta puñetera donde las haya, pero brillante, quién lo duda, que se ha generalizado de manera preocupante (lo de escribir por amor al arte es una verdad en todas sus acepciones). En Ideal publiqué sendos homenajes a Yasujiro Ozu y Terence Fisher aprovechándome de la estrategia de las efemérides, una táctica de la que me sirvo con total impunidad, pues la considero una manera óptima para echar un vistazo al cine del pasado y combatir una fortísima tortícolis cinéfila hodierna. (He conocido a jóvenes cinéfilos que hablaban de El señor de los anillos como si se tratara de cine clásico; «cine antiguo», lo llamaban.) En Granada Hoy me trataron con mayor dignidad; o sea, con dignidad. En este periódico me contrataron como crítico literario, pero la cabra siempre tira para el monte y de manera paulatina conseguí abrir un hueco para mis crónicas. Sin embargo, si bien el crítico escribe porque le gusta, no necesariamente escribe de lo que quiere; en general, me resultaba fácil colocar textos sobre títulos con tirón popular o esbozos de biografías de actores y actrices, cosas así, pero también dieron el visto bueno a artículos sobre algunos de mis filmes predilectos (El acorazado Potemkin, Centauros del desierto, Barry Lyndon) y esto les honra. Planteado en estos términos, se comprenderá que la labor de crítico para mí es una conquista, no una condena. Que tiene tanto de desahogo como de exigencia. Parto de unos presupuestos obvios: escribir sobre lo que te gusta no te exime de usar con rigor las herramientas del lenguaje, aunque parece desmentirme la patulea de «críticos a la violeta» alentados antaño por los fanzines y hogaño por los blogs, que están metiendo la patita por doquier. No tiene sentido negarlo: abundan «escribidores» con nociones muy superficiales de la gramática castellana y gravísimos problemas para subordinar una frase, que dan cuantiosos y dolorosos puntapiés al diccionario, y buscan amparo en una adjetivación quevedesca y una sintaxis gongorina sin
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nada que ver con Quevedo o Góngora (Cervantes los habría estrangulado con su única mano hábil). Se está extendiendo esa cinefilia hormonal, genital, que decía al principio, la que escribe sobre el cine que veía a los quince años con el léxico que usaba a los quince años, no sé si me explico. Olvidan (o ignoran) un punto basilar: la crítica debería exigirse a sí misma tanto como exige al objeto de estudio. Da grima ver a ciertos críticos lamentarse de que este o aquel cineasta no utilice debidamente los recursos expresivos a su disposición, en tanto emplea a la buena de dios los propios recursos literarios. Por suerte hay gente que ha escrito y escribe con firmeza, inteligencia y talento: Román Gubern, Jenaro Talens, José María Latorre, Pilar Pedraza, Antonio José Navarro, etc. Para mí, la crítica, la crónica o el ensayo no son un tipo de escritura subalterno, en absoluto. Un conocido mío, poeta para más señas, después de haber publicado mi tercer libro de narrativa, me preguntó cuándo dejaría todo eso del cine… para dedicarme exclusivamente a la literatura. Lo dijo sin segundas, me consta. Le respondí que, de serme posible, no lo dejaría nunca. Lo mantengo. El silogismo es sencillo: me gusta escribir, me gusta el cine y me gusta escribir sobre cine. No puedo evitarlo; necesito hablar, reflexionar y discutir sobre esto que llena tantas horas mías y lo seguiré haciendo aunque sea desde la cuneta o desde lo hondo de la zanja, en los márgenes o a la sombra, por mi cuenta y riesgo. ¡Hay tanto que decir, tanto que escribir! No me cuento entre esos críticos derrotistas que lloran la muerte del cine porque hoy no se hacen películas como las de ayer. Mañana no se harán películas como las de hoy, obviamente, pero estoy convencido de las cuasi inagotables posibilidades narrativas, poéticas, discursivas, expresivas, éticas y estéticas del cine. ¡Hay tanto que decir, tanto que escribir! Y aquí seguimos.
José Abad (Granada, 1967) cultiva
la narrativa y el ensayo.
Según él, estos géneros se enriquecen entre sí; de hecho, el tema de varios ensayos suyos está dictado por sus intereses narrativos y, a su vez, en varias narraciones se ha servido del trabajo previo en el ensayo. Actualmente tiene en prensa una novela, Salamandra (Editorial Berenice) y una monografía dedicada a George Lucas (Editorial Cátedra).
La vida breve
Frío Mar Cassinello Plaza
Aquel apartamento nunca alcanzaba los veinte grados en invierno. Benito, el portero de la casa de mis padres, ya me lo advirtió, con aquel tono suyo tan solemne: «Pasarás frío si te vas al extrarradio. Los que somos carne de centro no podemos salir de la ciudad y sentirnos confortables». No hay día que no piense que fui advertido mientras realizo el esfuerzo de sacar los pies de entre las sábanas para someterlos a la intemperie del dormitorio. No creo que tenga mucho que ver con la ubicación del apartamento, pero fui advertido y esa sensación me devuelve cada mañana al verano de mis trece años, cuando por fin logré quedarme solo en la colchoneta que compartía con mis primos y, remando con los brazos, sin mirar atrás, me alejé de ellos triunfante. También el mar me alejó por su cuenta y me encontré rodeado de agua, un agua que se volvía más oscura y densa por momentos. Me abrazaba las piernas procurando ocupar el mínimo espacio y alejarme de ese mar cada vez más pastoso y grasiento. Estaba convencido de que si me rozaba quedaría atrapado para siempre. No lloré, no grité. Permanecía abrazado en el centro de la colchoneta, que se iba haciendo cada vez más pequeña, y pensaba que era imposible que en ese espacio cupiésemos tantos primos. Luego supe que había estado perdido más de dos horas. Cuando oí el ruido de un motor levanté la vista. Se acercaba una lancha de la Cruz Roja con mi padre serio y mi madre llorosa y agitando los brazos. Adquirí una importancia que nunca hubiera soñado: yo era el niño rescatado, el que salvaron del mar antes de que llegara a África. Entonces inventé que había visto la costa, una playa de arena roja y olas cortas con mucha espuma. Tantas veces conté esta historia que ahora, después de muchos años, es la imagen que busco siempre que paso frío, porque yo nunca tuve miedo de llegar a África, tuve miedo, como ahora, de sacar los pies a la intemperie.
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La vida breve
Mesilla Mar Cassinello Plaza
Ya sólo me gusta despertar. Las noches empiezan tarde y se interrumpen pronto: busco la luz de la mesilla, un libro, agua, un caramelo. La vista no se me acostumbra a noches tan largas. A veces consigo leer y entender alguna frase que otro escribió, sin saberlo, para mí y cuando la encuentro es como si me hablara al oído, me arropara en la cama y, al fin, encuentro un nuevo sueño. Entiendo por qué los argentinos le llaman la mesilla de luz. No sé qué haría sin mis tres cafés de la mañana. Tampoco tengo claro qué hacer después de habérmelos tomado, aunque me basta con ellos para ir a la ducha y disfrutar del agua caliente en la espalda mientras contemplo el sumidero cumpliendo su papel, arrastrando todo lo que me quedaba de la noche por sus agujeritos redondos y simétricos. Adoro los sumideros tanto como el café. El ascensor tarda en llegar. Me entretengo mirando las puertas mal pintadas. Me he acostumbrado a sus grietas y churretones. Cuando por fin llega, coincido, como casi todas las mañanas, con Pilar y su hijo Juan. Me gusta compartir ese momento con ellos. Pilar tiene setenta y muchos años, los ojos grandes, muy claros y cansados, la boca con media sonrisa pintada de rojo. Juan, con unas facciones siempre lozanas y la mirada limpia, eternamente joven y alegre. El trayecto es corto, pero Juan nunca ha dejado de tocarme: un abrazo, choca esos cinco, como va eso, codazo, ánimo tío, golpe en el hombro. No sabe cuánto se lo agradezco.
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Mar Cassinello Plaza. Adicta a la Escuela de Escritores, prepara un nuevo libro de relatos.
Los pescadores de perlas
Microrrelato inédito de
Cristina Peri Rossi Un problema de identidad La fantasma estaba turbada: tenía problemas de identidad. A veces se sentía el fantasma, y otras, la fantasma. Con lo fácil que le hubiera resultado ser sólo un fantasma, o sólo una fantasma. Este conflicto de identidad amenazaba su oasis de paz, cuando era un solo ser. O un solo no ser. El domingo, día de las elecciones, tuvo el último problema. Salió a la calle dispuesta a encarnarse en una mujer que iba a votar, pero una vez adentro, empezó a tener dudas. Creyó padecer una erección, cosa que no correspondía de ninguna manera ni a su edad, ni a su sexo. Tampoco sabía qué votar. Demasiadas dudas para una sola mañana. Y cuando carraspeó, le pareció que se trataba de un horrible carraspeo de hombre, no de mujer. De modo que le dijo a la encarnación: «Usted disculpe, creo que me he equivocado» y se retiró enseguida dejando a la mujer con sus dudas de votante identitaria. Se ajustó bien la sábana que permitía ocultar sus dudas (¿era una sábana o un sábano? «Las confusiones de identidad se traducen en el lenguaje», había leído en un panfleto, un programa electoral o una tesis universitaria, ahora no sabía bien. Decidió ir a un psicoanalista (¿o una psicoanalista? Qué horrible dilema). No quería perder tiempo: su próxima reencarnación podría ser dentro de poco y, entonces, debía tener una identidad bien definida, para no terminar en el exilio. Al psicoanalista —se decidió por un varón, le pareció que tendría más carácter y más tradición, dos virtudes importantes en épocas de confusión— le confió: —No sé si soy una fantasma o un fantasma. Eso me angustia —confesó. El psicoanalista la miró con preocupación. Cada vez tenía menos pacientes, por la crisis, no era cuestión de perder uno o una nueva. —Comprendo —dijo el hombre. Es más: lo entiendo perfectamente. Yo mismo a veces me confundo. Nací en Buenos Aires, desde hace treinta años tengo nacionalidad española y vivo en Barcelona. Tomo mate, pero bailo sardana y me encanta el flamenco. Siempre creí que era mejor tener varias identidades y no una sola —especialmente en casos de persecución, como ha ocurrido tantas veces en la historia—, pero ahora, que hasta los perfumes tienen identidad, me siento raro, como extraño. La fantasma lo miró con ternura. —¿Usted no sabe quién es o son los demás quienes no lo saben? —Creo que son los demás. Yo, en mi mismidad, sé que soy humano, o sea, vulnerable, frágil, susceptible a los virus y, en especial, mortal. —Eso digo yo —dijo la fantasma, ahora más segura de sí misma. Le gustaba el tema de la muerte. La próxima vez que me reencarne, me dará lo mismo si es en hombre o en mujer. Lo importante es ser, no de dónde. —Por lo menos, disfrute hasta las próximas elecciones —le aconsejó el psicoanalista. —Ay, ay, ay —dijo la fantasma. Con tantas elecciones, tendré que comprar sábana nueva. Y la vida no está como para gastos. La muerte, tampoco.
Cristina Peri Rossi (Montevideo, 1941), escritora vinculada al post-boom latinoamericano con su obra destacada La nave de los locos (1984), ha publicado numerosos libros de relatos, novelas, ensayos y poesía. Su última novela es Todo lo que no te pude decir (Menoscuarto, 2017). Para 2020 Menoscuarto publicará su novela Nena querida. Ha ganado recientemente el prestigioso premio José Donoso a toda su obra.
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El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos
Ander Mayora Foto finish Quizá la improvisada foto que será puesta en tu futura esquela ya te la hayan sacado, sin que te percataras. Habrás sonreído, sí, como siempre te ocurre, y dejado que la luz del flash te deslumbrara. Nunca sabrás cuál será la foto, si de carnet o de cualquier recuerdo: la cena del pasado miércoles o el último viaje al Mediterráneo; la excursión montañera de hace un mes o cuatro, o fuera de la iglesia aquel día, temprano. Saldrás con buen aspecto, tenlo por cierto, porque tu familia escogerá aquella en la que estés, sí, más favorecido; no escogerá la última foto de la enfermedad o el cadáver posterior al suceso fatal, no. Se te verá bien, feliz y saludable, todo lo feliz que se puede ser en ese momento en que te sabes vivo, indefinido tiempo a tus pies, sonriente, y algunas ansiedades, pocas, en tu cabeza; que por fin, y para siempre, ya se habrán extinguido.
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Drogas Todos estos paisajes descubrieron los hombres, para que la negra flor del hallarse tuviera a veces más corteses acentos, más suaves y luminosos brotes, que los que mostró siempre, en su deambular áspero, la terca realidad. Aun sabiendo del riesgo de la dura caída, escuchad lo que os digo: ¡Si no es vuestro designio dotar al duro método que enarboláis, ingratos, de la gracia que ayude a zanjar este daño, hacednos el favor de apartaros y dejad que el flamígero licor actúe en buena gana sobre nuestra conciencia azulada y vacía!
Nuestro mundo Desconozco de dónde proviene el sueño, pero sé que me aqueja en días exiguos que suceden al fin de la semana. Es la rueda diaria del cansancio, el vagón de este tren cuyas vías mueren en algún sitio. El domingo libramos, como hizo Dios el día séptimo; pero el lunes tiene lugar la cita: dan marcha a la máquina y salimos de nuevo a la calle, provistos de abrigos contra el frío y dos o tres billetes, por si aparece el fugaz paraíso de un vino o un café en compañía de una sombra que llora. Después, ya de regreso, cuando la tarde corre su velo, aparcamos donde nos corresponda, y bien que nos sentimos, ciudadanos del mejor de los mundos posibles, porque se cierran solas las puertas con el simple pulsar de cualquier botón. Y a casa regresamos, a por más sueño y abrigo, algo de que nutrirse, a encender nuestra tele para saber un poco de algún mundo lejano. Es la libertad, dicen.
Ronda nocturna No soy el primero, ni seré el último, pero una noche de veinte o cuarenta cervezas cogí el coche por simple curiosidad de avanzar borracho por las calles, las avenidas, esos caminos que no llevan a parte alguna, pero que unen la magra ciudad con la civilización… Avanzaba y fluía el mundo con cadencia en ambas ventanillas, y el motor era un rumor doliente que preñaba la noche y la luz lunar. La bovina brillante del asfalto era el torso desnudo de la tierra, y giraban las ruedas, y mi cabeza oscilaba con el ruido ardiente, y yo dejaba pasar calles y resplandores, y alguna sombra que se recortaba de pronto, y todo una cadencia irreal parecida a la de seguir vivo y apenas comprenderlo. O entender demasiado cuando subí aquel alto desde el que observé el valle, con la ciudad al fondo surcada de brillante luz y sentirme vivo, pero extraño; ciudad en el fondo del valle, luz eléctrica bajo la noche ignorada. Un modo de sentirse vivo, y todo el alcohol, y el coche silencioso, y la noche, y la honda convivencia entre la luz, el valle y la oscuridad.
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El castillo de Barba Azul
Calentamiento global Es hermoso que el mundo se caliente, así disfrutaremos más y más de grandes playas: habrá una oferta enorme de costas interiores y sin ciudades, cerca de florestas y selvas de cada continente, y habrá un verano eterno y un mar limpio y sin bordes en el que bañar cuerpos y desdichas pasadas, y entraremos andando en su agua caliente y nadaremos sobre los vestigios antiguos de civilizaciones sumergidas, fallidas. Luciremos brillantes bronceados, los pocos que quedemos, y habrá recursos para todos —mujeres, niños, niñas— y no habrá ancianos, porque muchos se habrán ahogado o yacerán agónicos: tendremos sus pensiones
Ander Mayora. Poemas inéditos
para continuar tranquilos en tumbonas todo el día, con frías cervezas y bocatas de tortilla y frutas frescas todos los meses. Y ya no habrá dilemas, cansancio, ni palabras con que expresarlos, porque habrán sido olvidadas la política, arte, ciencia, economía, filosofía, técnica. Y no vendrá ya Cristo, porque se habrá enterado, allí arriba, de que no hace falta su vuelta, su Segunda Venida, de que los hombres han logrado solos el reino de los cielos, aquí, en esta tierra. Y todo será frugal y sencillo, calmado. Veranos perpetuos en playas imposibles, y unos pocos humanos aburridos a sus pies.
Ander Mayora (Éibar, Guipúzcoa, 1978) es licenciado en Humanidades. Ha vivido en Mozambique y Londres, y actualmente reside en San Sebastián. Ha publicado los libros de aforismos y fragmentos La clemencia del tiempo (Los Papeles del Sitio, 2015) y El páramo (Trea, 2018). Como poeta, ha publicado Año adentro (Poesía al albur, 2018). Ha participado en las plataformas digitales El Aforista, Uroboro y Revista Rótula. Los poemas publicados aquí pertenecen a una colección inédita titulada Cantilaciones.
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Pedro Mairal: telequinesia y pornomitología Por José de María Romero Barea Justo cuando crees que nunca volverá a sorprenderte otra maldita novela de amor, lees Una noche con Sabrina Love y se desmontan tus prejuicios. La narrativa avanza en retrospectivas poco confiables, el movimiento es baile. Contrastan los tonos cálidos de la ficción con las brumosas sombras de las especulaciones. Confiesa el protagonista: «No sé por qué antes nunca había pensado que uno se puede morir y eso». Por otra parte, en la colección de ensayos Maniobras de evasión se examinan, de forma lúdica y siniestra, las falsas realidades, potencialmente peligrosas, del pensamiento único, oculto bajo la asombrosa variedad del lenguaje: «Me gustaría escribir así, como dándole agua a mi hijo en medio de la noche» («La entrega»). En ambas publicaciones, las representaciones gráficas de la realidad suponen la lectura dramatizada de la peripecia del interlocutor, que mantiene los horrores a distancia mediante un disimulo morosamente construido. En el mundo del guionista y escritor Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970), el límite es siempre fluido: incluye arte y artificio, pasado y presente, masculino y femenino. Sus libros no son artefactos literarios: son la literatura misma, siempre presente, su autoconciencia traducida en evidencias gnómicas. No habitamos sus lugares, sino sus propósitos prácticos, esa urbe hirviente, ese colectivo convocado en la página, iteración idealizada a salvo de turistas desconcertados, metrópoli imaginada cuyos límites se desvanecen a medida que resurgen los extremos.
Una noche con Sabrina Love Lucha el adolescente protagonista por descubrir quién es y adónde pertenece, mientras cae y se levanta una y otra vez, y con él, nosotros, los lectores, a través de
los numerosos incidentes que tienen lugar en los pocos días en que la narración tiene lugar, atraídos por la configuración de las escenas y las intenciones de una perspectiva desconcertante, de lleno en la mente del héroe, todavía demasiado joven para comprender, sintiendo, como él, la curiosidad por saber qué ocurrirá en esta narración que nos habla al oído, misteriosa mientras avanzamos a través de sus páginas: «La luz del televisor achicaba y agrandaba la habitación, hacía aparecer muecas extrañas en las mujeres desnudas de los posters plegables pegados en las paredes, arrugados por la humedad de las lluvias que habían desbordado los ríos del Litoral hasta tapar la ruta provincial que comunicaba a la ciudad de Curuguazú con Buenos Aires». El sexo y el hambre desesperada de aventura permean una saga basada en la experiencia, pendiente del desgarrador potencial del instante presente: «Las calles estaban más vivas. La gente tomaba mate en la vereda, pasaban autos, motos y bicicletas. Caminó hasta la calle principal. En las escaleras de la esquina del viejo edificio encontró a algunos de sus amigos fumando sentados». Los sucesos se entrelazan en el circular tapiz de la existencia, a través de la cual se crea toda una atmósfera usando la voz de su actor principal, coloquialismos, en definitiva, que engendran un alter ego realista, que, al igual que nosotros, asiste desconcertado a los acontecimientos que tienen lugar, a la maraña de peripecias que engendra el futuro. Se reivindica el espíritu de la trasgresión en este bildungsroman de un muchacho que desemboca en la adultez, a pesar de que su objetivo parece ser resistir lo inexorable de haber crecido. Su descarnado individualismo siente la llamada de lo salvaje: «Por fin alcanzó el pasto de la orilla y pudo respirar con más calma. Miró nuevamente a la balsa; el viejo de lejos lo saludó con un grito. Daniel levantó el brazo como queriendo
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agradecer. Ahora la balsa parecía apenas una hoja que la corriente se llevaba en la arrogancia de su fuerza». El autor nos lo muestra ansioso por salir a la carretera para encontrarse con la actriz que da nombre al relato. A través de la asociación libre y la improvisación, Daniel Montero corre en pos de una inspiración extática. Pronto se da cuenta de que es el viaje, y no la llegada, lo que merece la pena. Antes, incurre en todos los tópicos del género: persigue a mujeres, bebe hasta altas horas de la noche, pero el significado siempre termina eludiéndolo. Fascinados por la narración, seguimos al personaje principal en su recuento de una juventud de antemano perdida, años en los que nos creemos inmortales: «Daniel se quedó mirando las estrellas, escuchando los motores cada vez más esporádicos, los grillos, los mugidos de los terneros extraviados y de las madres parsimoniosas hasta que todo se deshizo lentamente, desmenuzándose como los animales que se forman a veces en las nubes». Se dispone el entrerriano a cumplir sus planes de adoración perpetua a la urbanita porno star, inclinado al hedonismo del sueño (sud)americano de una frivolidad reemplazada por la austeridad silenciosa de una dieta severa de masturbación y largos viajes hasta llegar al corazón de la capital argentina. Compone Una noche con Sabrina Love (1998) una serie de viñetas de todas las virtudes y defectos de un país, la imagen de una nación como a esta le gustaría que la vieran en el extranjero: una tierra de crecimiento, oportunidad y prosperidad. Sobrepasa los límites de la geografía el relato acerca de la inexperiencia en lucha con la madurez inminente, inmersa en un viaje de autodescubrimiento: «Daniel veía pasar el mundo hacia atrás a toda velocidad. De nuevo había cambiado de escala bruscamente, del sendero mínimo de hormigas a los kilómetros que se escurrían como una cinta negra bajo sus pies». La fuerza de la narración se deriva de su capacidad inquebrantable para relacionar la frescura de la emoción, la lujuria por la vida y la vitalidad de la experiencia. Se encarna aquí el espíritu fronterizo: «Sentía un cansancio geográfico: en un parpadeo veía todos los kilómetros recorridos esos días. Cerró los ojos». Inteligencia e ironía permean la crónica. Ganadora del Premio Clarín de Novela, es Sabrina Love la historia de
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un despertar sexual en un borgiano jardín de senderos que se bifurcan, donde las líneas argumentales se sustancian mutuamente, agregando capas de sentido. Este tratado sobre la autopercepción no nos enseña nada, salvo a ser fieles a nosotros mismos y, en última instancia, a tener esperanza en el futuro. «Abrió los ojos pero volvió a cerrarlos porque daba lo mismo. Se quedó, así, descansando en el asombro de que todo un mundo pudiera abrirse en la nada de la oscuridad, tranquilo, resbalándose al sueño, lentamente, deslumbrado para siempre por la luminosidad del tacto.» Algunos relatos reconfiguran nuestras actitudes hacia los viajes, la escritura e incluso hacia la vida misma. Entraña el impúber la complejidad del ser independiente, estereotípico, insolente, rebelde y perezoso, mientras crea su propia identidad y toma conciencia de sí mismo. El éxito de Sabrina Love radica en la temática que trasciende lo que explora. Habla el interlocutor al aventurero en nosotros, al impulso primordial hacia lo inexplorado, a la pueril maravilla que experimentamos al tomar los primeros pasos en el mundo como adultos. Definir toda una generación y seguir inspirándonos es el legado perdurable del autor, además del innovador testimonio de su escritura. Maniobras de evasión A modo de alegato en favor de la locura, una mise en abyme de lo abigarrado, peligroso e inquietante que resulta el ejercicio de la autoconciencia. Superficiales, las meditaciones no son menos profundas que excavaciones arqueológicas: arrojan patrones sobre el terreno desde los cuales observar las variedades de lo soterrado. «Encontré en las palabras algo parecido a una identidad», se argumenta en «Un ómnibus en el aire», «o al menos un lugar donde ejercer mi confusión, donde hacer preguntas, donde trenzar todos mis cabos sueltos». Inadvertidamente, se juzgan las limitaciones de lo que registramos, como si se sugiriera que escribir sólo consigue adormecer las superficies que oscurecen tantas y tan diversas existencias. Leemos la colección de ensayos y artículos periodísticos Maniobras de evasión (en edición y selección de Leila Guerriero) para asistir a lo que sucede tras los actos de falsa renovación y autoencubrimiento que engendra el impuso literario: «La novela que no estoy Pedro Mairal. Fotografía: Augusto Starita, Ministerio de Cultura de la Nación Argentina ©
escribiendo […] es una sucesión de imágenes de la periferia». Permanecer afuera, sostiene Mairal, es la única forma de comprender la complejidad de haber estado dentro. No en vano, el conocimiento ajeno parece ser la única forma de llegar a uno mismo («Podría hacer un poema con eso», concluye en «Apago el motor», «pero ya no escribo poesía. Sólo tecleo estos párrafos sueltos y los dejo colgados en el espacio»). Sin etiquetas, se suceden los detalles familiares hasta el punto de la invisibilidad. Como en la mejor ficción, lo ordinario se vuelve extraordinario. «Me gustan los finales íntimos», confiesa en «Las cosas cuando terminan», «que suceden para adentro. Los finales donde sólo el protagonista y el lector saben que todo está terminando. Para los demás, el mundo sigue». Atento a los fenómenos emergentes en su recorrido a través de las fallas de significado, el autor de Una noche con Sabrina Love es el flâneur consciente de los peligros de deambular, así como de los riesgos de ha-
blar con extraños (tú y yo, querido lector). «Siempre se puede ser más preciso», matiza en «La poesía del hombre invisible», «siempre se puede rodear un poco más el tema para llegar a su esencia, al centro, interrogarlo, aprender a mirar, usando la subjetividad emocional pero también la época en la que se vive». El alter ego de su selección de breves tratados parece encarnar la mirada cambiante, intrusiva, en última instancia ciega, de quienes nos rodean. Alegórico, el mundo que representa, con una prosa que muestra atención al detalle, es cotidiano hasta el punto de la banalidad. Se denuncian las contorsiones mentales ocasionadas por un sistema que se afana en negar la realidad. Sobrevive una atemporalidad fabulista aplicable a cualquier situación absurda. «Lo mejor es irse con un decidido silencio», nos advierte en «Conducta en los cócteles», «aplacar el yo y desaparecer, restarse importancia, regalar las valencias sobrantes, transparentarse un poco para irse y aceptar, por fin, la soledad». Artesano de
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lo complejo, Mairal incursiona en proyectos engañosamente superficiales, retratos de vidas fugazmente ilegibles, impenetrables fijaciones de lo privado. Logra escapar el creador de La uruguaya (2016; premio Tigre Juan 2017) del alistamiento a través de la ironía. En «La Grève» nos recomienda «trabajar poco. Tener perro. Y no tener ganas de escribir, ni culpa porque no escribo». Cede a la tentación de decodificar sinónimos arcanos en cada anécdota. Lector de superficies antes no examinadas, el interlocutor es el reaccionario en ciernes que se encuentra fuera de lugar en el democrático hurgar del otro lado. Consciente de que los fundamentos de la civilización moderna se asientan sobre las rudimentarias bases del voyeurismo, deconstruye el autor de El equilibrio (2013) nuestra aislada domesticidad, mientras se enfrenta al ruido y la furia de sus pensamientos. «Déjame hablar siempre», pide en «Oración», «de lo que todavía no es considerado literatura y, cuando eso pase a ser literatura, sálvame, y deja entrar a los nuevos, los que se ríen, los que todavía tienen curiosidad». Una leve erudición anima la sofisticación posmoderna, un impuso psicogeográfico preocupado por el cambiante paisaje mental. En Maniobras, las hileras de letra muerta son, al mismo tiempo, un talismán que conjura lo desconocido. Las reflexiones son celdas que nos arrojan de cabeza al silencio. Debajo de ellas no se encuentra la hoja en blanco, sino un mapa de instantáneas que conducen a un tesoro de reverberaciones. La iteración idealizada Algunas novelas suponen una lista de instrucciones que guían al sagaz inspector de policía (el autor, el lector, el protagonista) hacia el corazón de un oculto misterio. Podría considerarse Sabrina Love una versión feminista pornomitológica de la violencia serial misógina, por razones que se revelan sólo al final. Diríase una pesadilla espeluznante con un sabor lúdicamente juguetón, con toques de Angela Carter y William Blake. El absurdo punto de partida es la neurodegeneración aguda idiopática del adolescente que huye de la provincia para aterrizar de cabeza en la barbarie. Maniobras de evasión, a su vez, intenta un ejercicio de satisfacción de deseos reciclados en la madurez de una preapocalíptica posmodernidad donde los eventos
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toman un giro telequinético. El creador parece a punto de lograr un gran avance, pero, demasiado impaciente por continuar con el espectáculo que ha generado, duda de avanzar hacia la culminación de su fantasía. Así, pasa la mayor parte del tiempo dando vueltas alrededor de una visión idealizada de lo heroico, de cómo encaja él mismo (o no) en el papel de salvador. El problema viene cuando fantasía y realidad colisionan. Ejecuta el elenco de perdedores el asunto astutamente subversivo. La existencia es el escenario donde tienen lugar estos dos libros melodramáticos que oscilan entre la macabra alegría del music hall y el sombrío hedor del extrarradio. Cómicos en esencia, con calles atestadas de peligros y vistas del skyline, la fabricación analógica y el diseño sin producción facilitan un montaje dulcemente literario que se vuelve turbio en el camino de la no resolución. Publicadas ambas por Libros del Asteroide, en 2018 y 2019 respectivamente, estas narrativas pseudodistópicas dejan de ser un entretenimiento escapista para convertirse en una educación esencial sobre cómo sobrevivir a la próxima edad oscura.
Entrevista a Beatriz García Guirado Texto: Eva Díaz Riobello Fotografía: Andrea Huls ©
Beatriz García Guirado (Barcelona, 1983) destacó hace tres años por su primera novela, El silencio de las sirenas (Salto de Página, 2016), en que aparecían ya enmarcados sus principales temas, que son lo fantástico y la presencia de otras realidades en nuestra vida común. Lo mágico y lo sorpresivo enmarcan también su nueva obra, La Tierra hueca, que ha publicado Aristas Martínez.
de mis antepasados se exiliaron a Brasil— y que tuviera cuidado con el hombre que me acompañaba. Luego seguimos viajando, viendo más prodigios y miserias, pero creo que ahí fui consciente del peso de las raíces, de las otras identidades que nos atraviesan y de esos aspectos sombríos y salvajes de nosotros que nos atemorizan, pero al aceptarlos se convierten en un poder.
El protagonista de tu novela, Alexander Gorski, emprende un viaje a la selva —a la jungla de Nakajo— para resolver un misterio o, más bien, para encontrarse a sí mismo. En el epílogo confiesas que la idea de la historia surgió de una experiencia personal que te marcó y que te resultó epifánica. ¿Puedes hablarnos de ella? Hará más de diez años pasé un tiempo viajando por Brasil con mi pareja de entonces, cuya familia vivía en el estado de Minas Gerais, en el centro del país. Nuestra relación era un desastre, las peleas eran constantes y él se empeñaba en domesticarme. Un día, por mediación de una amiga que trabajaba en el Ministerio de Cultura, participamos en un ritual de candomblé, una religión de posesión afrobrasileña. Allí fui testigo de cómo una mae do santo (santera) de mediana edad se arrugó hasta transfigurarse en un anciano al ser poseída por el espíritu de un viejo esclavo africano. ¿Ocurrió realmente? Bien, eso fue lo que vi. Yo estaba grabando en video el ritual y, de repente, la mujer me sujetó del brazo y me dijo que aunque no tuviéramos el mismo color de piel, sí la misma sangre —a mi vuelta a España averigüé que parte
El título de tu novela, La Tierra hueca, hace referencia a una hipótesis muy extendida en la mitología que sostiene que nuestro planeta está hueco y alberga en su interior otros mundos y civilizaciones. Es imposible no pensar en Jules Verne y su Viaje al centro de la Tierra. ¿Qué otros referentes te han inspirado durante la escritura de este libro? Sobre todo dos: La ciudad perdida de Z, de David Grann, que recoge la historia del general Percy Fawcett, desaparecido en la selva de Mato Grosso mientras trataba de encontrar una civilización perdida; y los mitos y leyendas de la selva del Xingú, en algunas de las cuales me basé para crear las fantasmales tribus de Nakajo. Pero también Ella, de Rider Haggard, quien se cree que entregó a Fawcett una misteriosa estatuilla de basalto que lo acompañaría en su viaje en busca de la Ciudad Z. Luego, los documentales de Herzog y su manera de narrar los volcanes y la naturaleza, los ensayos de naturaleza de John Muir y los libros de Carlos Castaneda, que, a mi juicio, son grandísimas novelas. Y también El mito del eterno retorno de Mircea Eliade y La rama dorada de Frazer, que es una obra cumbre para entender cómo operan el mito y la magia.
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Entrevista a Beatriz García Guirado
Has comentado que al comenzar a escribir pretendías hablar sobre la maldad, pero finalmente acabaste escribiendo sobre los impulsos que mueven al ser humano, el sentimiento de pérdida, las raíces... ¿Cómo fue este proceso? Mi forma de escritura, al menos en estas dos novelas, se acerca mucho a la posesión y creo que a la poesía. De forma que a veces crees que quieres explorar algo porque la vida te ha espoleado en un sentido —en este caso, ¿por qué la gente es mala?, ¿cuál es el origen de la maldad?— e inventas un contexto y una historia y, de repente, te das cuenta de que la respuesta profunda a esa pregunta es otra —¿por qué he tropezado?, ¿sabía en realidad adónde iba?, ¿qué hay de patrón familiar o vital en lo que hago?—. Entonces la historia te lleva, los impulsos dominan a los personajes (a ti) y tu labor es ir dotando de sentido esas emociones que los desbordan y recapitular constantemente para ir modificando el itinerario del viaje. Para mí, la literatura tiene mucho de viaje y autodescubrimiento, por eso suele decirse que no eres la misma persona cuando empiezas a escribir una novela que cuando la terminas, o que a los escritores no suelen gustarles los libros que escribieron hace años. Ya no eres el mismo y no sólo porque, al menos idealmente, cada libro debería ser mejor a un nivel formal, sino porque los viajes nos cambian. En el mundo occidental se suele identificar erróneamente lo salvaje con algo negativo, con el mal, mientras que en la novela tú reivindicas esta parte salvaje del ser humano como algo necesario... Seguimos teniendo instintos y patrones atávicos; cuestiones como el sentido de comunidad —manada— o la expresión de la violencia y el deseo de muerte están ahí, sobre todo la violencia, reprimida. Hemos necesitado acotarla a unos escenarios o crear una literatura de lo soportable para justificarla, o bien hemos generado mecanismos de chivo expiatorio para lanzársela al resto o a nosotros mismos. Sucede, por ejemplo, con las mujeres; yo reivindico mucho a la mujer violenta, porque nos han convencido de que somos pobres víctimas y eso es un nido de abusones. Los abusones tienen que saber que si se pasan un pelo con nosotras habrá consecuencias y no pancartas, que un grupo de mujeres
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furiosas pueden rondarles como hienas si se pasan de la raya. Los mecanismos de domesticación, los que utilizan para adormecernos y controlarnos, nos neurotizan hasta que el volcán entra en erupción. Al igual que El silencio de las sirenas, este libro contiene una fuerte carga simbólica que apela al lector a muchos niveles. Se diría que te gusta jugar con los límites de la realidad en tu narrativa... La cuestión sería qué entiendo por realidad, si es algo objetivo o si todo pasa por nuestros sentidos y la narrativa que de forma más o menos consciente vamos tejiendo para explicarnos el mundo. Es decir, una realidad construida algunos de cuyos cimientos no sabemos tan siquiera que existen. En el caso de El silencio de las sirenas, un inconsciente marcado por traumas y símbolos propios, como una forma de lenguaje; en La Tierra hueca lo que uso son también símbolos colectivos de las tribus, para las que no existe una división entre lo consciente y lo mágico, porque la realidad es «todo» —si yo digo que en esa piedra habita un genio, eso quizás haga que desvíe mi ruta y actúe en el plano de lo real—. Y a mí lo que me interesa es evidenciar estos planos sin límites, como narrar al mismo tiempo lo que veo, lo que siento y pienso, y lo que no sé siquiera que veo, siento y pienso. Ese es el reto y el viaje. En un momento en el que la literatura fantástica está experimentando un auge —especialmente la escrita por mujeres como Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Mónica Ojeda—, ¿consideras que tus novelas se enmarcan dentro de la literatura de género? No lo sé, la verdad es que cuando escribo una historia no me propongo enmarcarla en un género concreto, pero el universo en que me muevo y la forma que tengo de percibir la realidad nace de un extrañamiento confortable en el que me crie. Crecí en una familia en que lo mágico y lo onírico son temas corrientes y se habla de fantasmas y maldiciones como quien pregunta dónde está la pasta de dientes. Pero, por ejemplo, si le preguntas a Schweblin, ella suele decir que tampoco escribe ciencia ficción. Creo que cada vez más los géneros van a dejar de ser compartimentos estancos y se van a hibridar en las historias, porque así funciona el mundo, donde todo está interconectado y es una y muchas cosas a la vez.
Entrevista a Manuel Rico Texto: Fernando Clemot Fotografía cedida por el entrevistado ©
A la fructífera carrera literaria de Manuel Rico (Madrid, 1952), que está compuesta por un casi igual número de libros de poesía que de novelas (doce de cada género), se une ahora un nuevo libro, en este caso de memorias. En Escritor a la espera. Diarios de los 80 (Punto de vista, 2019), Manuel ha desgranado las vivencias de un tiempo lleno de esperanzas. Sobre él teníamos ganas de conversar y encontramos el momento.
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Entrevista a Manuel Rico
Todos los libros tienen una intrahistoria, pero en el caso de Escritor a la espera esta cobra especial significación. ¿Cómo fue ese encuentro con tus diarios y la decisión de rescatarlos? En el prólogo aludo al proceso de una manera breve. Es a finales de los noventa, con motivo de una mudanza, cuando me reencuentro con la carpeta que contenía los folios que había venido escribiendo entre 1985 y 1991. Era un diario que escribí para ejercitarme en el dominio de la prosa, casi en paralelo con la escritura de mi primera novela, y no pensaba publicarlo: estaba concebido como una suerte de banco de pruebas. Sin embargo, cuando a principios de 1999, guiado por la curiosidad, lo releí antes de decidir su destino último, me di cuenta de que en él se desplegaban dos mundos: el de mi formación como escritor, mi proceso de búsqueda y descubrimientos, de tropiezos y decepciones, y una realidad colectiva difícil: la de los primeros años de la democracia, la de la movida madrileña, aunque yo estaba en otra movida. Pensé en mis hijos y en su generación, en los escritores jóvenes que desconocían el claroscuro de aquellos años… Y decidí rescatar los diarios, pasarlos a ordenador, revisarlos y corregirlos. A finales de 2015, tras varios años de trabajo y correcciones, decidí publicarlos. El libro se centra especialmente en los años ochenta y parece que, con el tiempo, se ha creado un cierto halo de magia o posibilidad sobre ese tiempo. ¿Qué tuvieron de especial los años ochenta? Son los años en que la democracia va cobrando forma. Fueron el paso de la teoría a la práctica, de lo soñado o imaginado desde la utopía antifranquista a la realidad tangible de una democracia buscando identidad (la Constitución se aprueba en 1978), los de la llegada del PSOE al Gobierno de la mano de González, también los de mayor índice de atentados de ETA, de la actuación del GAL, un tiempo en que todavía duraban los efectos de la crisis del petróleo de mediados de los setenta y el paro empezaba a dejar su huella en los barrios periféricos de Madrid… Los intentos de involución (además del 23F, hubo dos o tres intentos de golpe), la omnipresencia de la droga, sobre todo de la heroína, la llegada del SIDA... Todo eso se mezclaba con una renovación
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cultural que se vio reflejada en el cine, con Almodóvar, Colomo o Trueba como nuevos directores, y en la música, con todo lo que se generó alrededor de Rock-Ola y de otros focos de música en directo: Nacha Popo, Duncan Dhu, Los Secretos o Gabinete, el heavy de Asfalto, Ñu, Barricada... Todo estaba en mutación. En la lectura de aquellos diarios, treinta años después, ¿te reconoces? ¿Cómo ves esa imagen tuya y en qué crees que se ha modificado? Me reconozco en parte. Muchas de las angustias de entonces están superadas. Se abrían caminos (también se cerraban otros) y vivía entre la realidad de un empleado de banca en excedencia, diputado del PCE en la Asamblea de Madrid, y el sueño de ser escritor. Todo era nuevo e incierto: la inseguridad ante el proceso de escritura de Mar de octubre (1989), mi primera novela, las dudas en la construcción de cada poema, el dilema entre el compromiso político y la vocación literaria, los primeros artículos en revistas y diarios, la falta de atención a la vida familiar, las primeras negativas de editores, el déficit de lecturas… Y el temor a que la Transición embarrancara. Hoy, en 2019, todo es diferente. En medio, más de veinte libros publicados, algunos premios relevantes y cierto reconocimiento. Hoy vivo la seguridad que aporta la madurez y el vértigo de la edad. Sin embargo, tanto entonces como ahora me considero un francotirador, un autor al margen, que ve el mundo literario con distancia y buscando cada día un hueco, casi siempre en la madrugada, para escribir. Poemas o prosa, depende del momento. Con un añadido: las redes sociales y su permanente llamada, que aportan tensión, pérdida de tiempo y culpa. Las lecturas de aquel tiempo también juegan un papel importante en el diario. ¿Qué autores te llamaron especialmente la atención y qué ascendencia tuvieron sobre tu obra? En mi casa nunca hubo biblioteca, ni libros heredados, ni recomendaciones. A lo más que llegaba mi padre era a comprar algún libro de Martín Vigil, Gironella o Torcuato Luca de Tena y novelas del oeste, de Marcial Lafuente Estefanía. Empecé a construir mi biblioteca guiado por el libro de texto de Literatura. En la década de los ochenta ya tenía un soporte formativo y
leía las revistas literarias con fruición (recuerdo, sobre todo, Leer, El Urogallo, Insula, la Nueva Estafeta, Libros), también los suplementos literarios. Tuve una época de indagación en lo que fue la narrativa social de los cincuenta y sesenta, leí a Marsé, a los Goytisolo, a García Hortelano, devoré casi todo Benet, a los poetas del medio siglo, sobre todo a Claudio y a Gil de Biedma, en las antípodas estéticas, a algunos poetas posteriores como Diego Jesús Jiménez o Aníbal Núñez, entonces marginados, casi ocultos, a los autores del nouveau roman (el Nobel a Claude Simon fue en 1985), sobre todo a Nathalie Sarraute y a Michel Butor, y mucho ensayo político… También recuerdo mi voracidad lectora con los autores que, por impulso de Anagrama, llegaron de Estados Unidos, el realismo sucio, Carver, Tobias Wolff, Richard Ford… Y, por supuesto, los primeros libros de Muñoz Molina, Llamazares, Millás, Clara Sánchez, Gándara, Longares o Mercedes Abad, y su correlato en poesía (Fernando Beltrán, García Montero, Javier Egea, Blanca Andreu, Andrés Trapiello...). En el libro también hay un registro de apuntes e ideas para libros propios. ¿Cómo se producía ese proceso de búsqueda y en qué crees que ha cambiado desde entonces? En efecto, hay apuntes, hay reflexiones sobre el proceso de escritura, tanto en prosa como en poesía, hay imágenes, hay temor a la pérdida del deseo de escribir, al vacío de la hoja en blanco, hay dudas sobre títulos, poemas que quedan interrumpidos meses y meses, cambios… En los seis años en que escribí el diario publiqué dos libros de poemas, libros muy breves —El vuelo liberado (1986) y Papeles inciertos (1991)—, y dos novelas, la antes citada y Los filos de la noche (1990). Las novelas me exigieron una escritura regular, aunque con dudas y algunos parones que cuento en el diario. En cuanto a los libros de poemas, contaba con trabajos anteriores a 1985, incluso de principios de la década, y El vuelo liberado estaba prácticamente concluido. Fui añadiendo nuevos poemas al proyecto de nuevo libro, pero estaba muy inseguro sobre su contenido: gran parte giraban alrededor de la memoria y la infancia, tenían un trasfondo crítico que no he abandonado. Gran parte de ellos quedaron desechados, guardados en una carpeta de «restos» por consejo de algún amigo de entonces.
Pensé varios títulos, incluso publicar un volumen con tres poemarios, pero al final decidí aplicar el consejo de Ezra Pound: «Hay que escribir mucho y publicar poco». Creo que mi «cocina literaria» o mi «taller» apenas ha cambiado con el paso del tiempo. Han facilitado mucho esa labor la informática, internet, los ordenadores, pero en el fondo el sistema sigue siendo el mismo: una imagen que surge de una experiencia vivida o evocada que intento transformar en texto —sea poema, sea narración—, la matriz de una historia que va cobrando forma poco a poco, convirtiéndose en esquema y trama a la vez que crece. Por la lectura del libro se deduce que en aquel tiempo te sentías más un poeta que un narrador. ¿Era así? ¿Cómo se produjo esa transformación? Publiqué mi primer libro en 1980. Era un poemario. Y tenía casi acabado el segundo en 1985. Sólo había escrito poesía, algunos artículos y algún cuento, pero me sentí más cerca, bastante más cerca, de la poesía: venía escribiéndola desde la adolescencia, mi inicial formación literaria venía de Machado, Juan Ramón, algunos poetas del 27… Después vinieron Pavese, Stevens, Eliot, Blas de Otero. La poesía me parecía, y me parece, el núcleo, el lugar en el que lenguaje y vida encuentran una síntesis misteriosa, es la proteína de la literatura. Sí, tal y como deduces, me sentía más poeta. Pero de manera natural llegó la narrativa, llegaron las novelas como una especie de necesidad, como ajuste de cuentas con mi pasado y el de mis padres… En fin, la transición y sus servidumbres. Rescatado ese pasado propio, ¿en qué proyectos estás trabajando actualmente? ¿Qué tipo de literatura es la que más te interesa trabajar? Estoy corrigiendo los diarios que escribí entre 2000 y 2008 y metido en el prólogo. Tengo una novela embarrancada desde hace cinco o seis años que en algún momento se desbloqueará y un libro de poemas en fase de revisión. Su edición está prevista para el próximo año. Me interesa trabajar una literatura de la memoria vinculada con las grandes incertidumbres del presente. Tanto en narrativa como en poesía. Ah... intento avanzar en un libro viajero sorprendente. Espero acabarlo pronto.
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El holandés errante
Ni detectives ni salvajes (Final de partida) Texto y fotografías: Álex Chico Toda ciudad guarda una frontera. Un espacio sin vigilancia ni aduanas, pero con el suficiente carácter como para ser conscientes de que estamos cruzando hacia otro lado. Aunque ambas secciones formen parte de un mismo territorio, lo cierto es que sabemos que no estamos en la misma ciudad. En Blanes, ese punto lo marca la estación de autobuses. Hacia allí me dirigí después de abandonar las calles del centro, siguiendo el paseo marítimo que se bifurca hacia Sa Palomera, un peñón desde el que se divisa toda la ciudad. Por un momento, parecemos en la proa de un barco, frente a la exigua inmensidad del Mediterráneo. Un barco para siempre varado en la costa de Blanes, como una roca imperecedera que continuará allí a pesar de todo. A un lado, la ciudad antigua, el puerto, el paseo Cortils i Vieta, con una estatua de Karl Faust mirando hacia el jardín botánico que diseñó, el Marimurtra, que se desliza por la montaña como una cascada que cae desde las ruinas de un antiguo castillo y la ermita de Sant Joan de Blanes; al otro lado, la ciudad reciente, con la hilera de edificios, hoteles y campings camuflados entre bosques de pinos. En medio, unas pocas casas bajas,
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construidas en los años treinta, que están en tierra de nadie. Frente a ellas, al lado del colegio Joaquim Ruyra, se despliega una pequeña plaza ligada a la memoria de Roberto Bolaño. La cita en su poema «Blanes»: «Desde la plaza de la escuela Joaquim Ruyra, el Mediterráneo, a las / cuatro de la tarde, sólo se asemeja a una vaga idea de lo clásico». Un poco más adelante concluye con un verso que puede servirnos como definición de toda la ciudad: «Todo refulge, / todo parece detenido». Eso es justo lo que sentimos en Blanes, una mezcla de ebullición y quietud, como si al detenerse también avanzara. Como si para avanzar necesitara detenerse un poco antes. Puede que el Mediterráneo, desde esa esquina, sea el mismo mar de todos los veranos. Y, sin embargo, algo cambia en él, a pesar de su aparente inmovilidad. Tal vez porque no somos los mismos cuando lo observamos. Variamos de pensamiento y nos decimos, como Bolaño en Amberes, que «la enfermedad es estar sentado bajo el faro mirando hacia ninguna parte. El faro es negro, el mar es negro, la chaqueta del escritor también es negra». No cambia el lugar, cambia la tonalidad con la que lo juzgamos. Para mí, ahora, esa esquina del mar Mediterráneo no es sólo el primer o último pueblo de la Costa Brava. Es también la bahía en la que esparcieron las cenizas de Roberto Bolaño. Siguiendo por una de las calles aledañas, la del Racó d’en Portes, comprobamos de nuevo cómo el azar quiso que otra de las viviendas que habitara Bolaño se situara en una calle sin salida. El carrer de l’Aurora choca contra la montaña. Más que una montaña, una pequeña colina que convierte la calle en una antesala, un paso previo hacia otro lugar más salvaje. Un tramo que, según nos explica en uno de los relatos de El secreto del mal, no tenía más de veinte metros. Por eso, sigue diciendo, más que una calle era un callejón, como su estudio en el carrer del Lloro. Frente a la calle Aurora encontramos la Biblioteca Comarcal de Blanes, construida en 2003. Cinco años más tarde, se inauguró allí un espacio multidiscipli-
nar, al que se llamó, por iniciativa popular, Sala Bolaño. Unas palabras del autor chileno presiden la entrada: «Yo sólo espero ser considerado un escritor sudamericano más o menos decente, que vivió en Blanes, y que quiso a este pueblo». Todas sus obras están expuestas en una estantería situada en una esquina de la sala, al lado de una cristalera que da pie a un apacible patio interior, con una estatua, un árbol, piedras esparcidas por el suelo y la suficiente luz como para que no haya un solo rincón de la biblioteca que no sea luminoso. Que no esté filtrado por la claridad del exterior y por el resplandor que proyectan los volúmenes apilados en las baldas. Una claridad que, de alguna manera, se ensombrece al comprobar que ya no existen ciertos lugares, espacios que no han sobrevivido al paso de los años. Pienso en un comercio vecino, el videoclub Serra, hoy desaparecido, al que iba Bolaño a alquilar películas y a charlar con su propietario, Narcís Serra, con quien pasó «tardes enteras comentando películas de Woody Allen o hablando de thrillers que sólo él y yo y a veces Dimas Luna, que entonces era un chavalito que hacía la mili y que ahora regenta un bar, habíamos visto», según recuerda en el texto que escribió para el pregón de Blanes de 1999. Hoy ese lugar ya no existe, como no existen otros muchos videoclubs que han dado paso a otros comercios. En el caso del Serra, ese espacio lo ocupa ahora una lavandería. Se mantienen, sin embargo, las mamparas de la entrada. En lugar de carteles de películas, cuelgan diferentes informaciones sobre eventos: un ciclo de conciertos del Centro Católico de Blanes, una convocatoria a un casting de miss curvas o un taller de musicoterapia dinámica. Udo Berger, el protagonista de El Tercer Reich, nos explica que la estación de autobuses es la frontera entre la parte vieja y la zona turística. Tiene razón. No hay aduanas, ya dijimos, pero sí una línea divisoria imaginaria, un punto en el que se separan las dos ciudades porque se distancian sus modos de vida, como si a uno y otro lado todo sucediera de forma distinta. En una
descansa cierta tranquilidad; en la otra se suceden las aglomeraciones y sólo se puede avanzar a base de codazos y empujones. La estación, a pocos pasos de la biblioteca y justo al lado de un parque de atracciones (no sé si se mantiene durante todo el año), es la puerta de entrada a los hoteles y campings, y también a la avasalladora visita de infinidad de turistas que pueblan durante los meses de verano las ciudades y las villas del Mediterráneo. Un mundo que Bolaño supo inmortalizar en El Tercer Reich: «Hace diez años allí sólo había un par de campings y un bosque de pinos que se extendía hasta la vía del tren; hoy, según parece, es el conglomerado turístico más importante del pueblo. El bullicio de su única avenida, que corre paralela al mar, es comparable al de una gran ciudad en una hora punta. Con la diferencia de que aquí las horas punta comienzan a las nueve de la noche y no terminan hasta pasadas las tres de la madrugada. La multitud que se arracima en las aceras es variopinta y cosmopolita; blancos, negros, amarillos, indios, mestizos, pareciera que todas las razas hubieran acordado hacer sus vacaciones en este sitio». Bolaño lo escribió en los años ochenta del siglo pasado. En la actualidad, la situación quizás sea más apabullante. Algunos de esos lugares que menciona ya han desaparecido. El más emblemático, el Hogar del Productor, en el Passeig de s’Abanell, es hoy una cafetería pizzería con una carta enteramente en inglés. Su ambiente actual poco tiene que ver con el que frecuentó Bolaño durante sus primeros años en Blanes. El Hogar del Productor era un local que atraía a una clientela marginal, la misma que nos recuerdan el Cordero, el Lobo o el Quemado, los inquietantes y patibularios personajes de El Tercer Reich.
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El holandés errante
Álex Chico. Ni detectives ni salvajes (Final de partida)
La tarjeta postal que forman el paseo marítimo y los bañistas inmóviles en la playa se altera cuando los turistas vuelven a sus hoteles, buscando la sombra por calles laterales. Se dirigen, escribe Bolaño, al vacío. Es más: son un homenaje al vacío, como nos explica Frau Else, en El Tercer Reich: «El recuerdo que guardas de los turistas es distinto que el recuerdo de la gente normal. Son como trozos de películas, no, películas no, fotos, retratos, miles de retratos y todos vacíos». Sin embargo,
incluso entre tanto vacío encontramos pequeñas piezas que nos sirven como oasis en medio del tumulto. Una de ellas es una plaza anexa a lo que en otro tiempo fue el Hogar del Productor. La plaza Mare de Déu del Vilar está llena de terrazas y de bares. Sin embargo, al menos en las horas diurnas, es un buen refugio, como si aún guardara un extraño aire de corral de comedias y no fuera uno de los epicentros de la zona turística. Una plaza abierta, rodeada por soportales, que se extiende hacia una zona de casas bajas con jardín y a nuevos bloques de edificios. En uno de ellos, en la esquina entre las calles Cristòfor Colom y Lluís Companys, abrió Bolaño un comercio de bisutería. Allí vivió, en la trastienda, durante su primer tiempo en Blanes. Esa experiencia aparece narrada en la novela La pista de hielo: «Con el dinero ahorrado alquilé un local que trasformé en tienda de bisutería, el sitio más barato que pude encontrar […] Aquel invierno convertimos la tienda en nuestra
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casa, es decir, allí teníamos nuestras colchonetas y sacos de dormir, nuestros libros». Lo dice un personaje, aunque algo de no ficción les presuponemos a sus palabras. Lo único incuestionable es que ese lugar, como tantos otros de la geografía de Bolaño en Blanes, tampoco existe. Ahora es un establecimiento de frutas y verduras, regentado por nuevos latinoamericanos que han emigrado a la Costa Brava. Los campings quedan más allá de Los Pinos. Parecen un universo dentro de un universo más amplio, con sus propios ritmos y códigos de conducta, con sus propias pautas de comportamiento. Bolaño conocía perfectamente ese mundo y tuvo la capacidad de novelarlo, sobre todo en su obra La pista de hielo. Los campings o las zonas hoteleras no fueron, por eso , un simple decorado. Se convierten, por momentos, en un tema, en un asunto literario. «Un camping debe ser lo más parecido a un Purgatorio», leemos en uno de sus primeros libros, Amberes. Todos esos escenarios son intercambiables, aunque cada uno de ellos tenga características que lo singularicen. Los de Blanes están sujetos a una frontera: al otro lado del río Tordera comienza la provincia de Barcelona. Volvemos a las afueras, hacia la estación de tren. Dejamos a un lado el último estudio que ocupó Bolaño, en la Rambla Joaquim Ruyra. Abandonamos las urbanizaciones recién construidas y las rotondas que encontramos a nuestra llegada. Bordeamos de nuevo el antiguo cuartel de la Guardia Civil. «El fin del viaje llega», leemos en El gaucho insufrible. Pero qué final del viaje. Qué ciudad o qué pueblo comienza a quedar a nuestras espaldas mientras el tren avanza. Sobre qué tablero hemos esparcido las fichas. ¿Existe o forma parte de una ficción? Poco importa. Lo importante es que hemos iniciado el juego. Así logramos recuperar, como nos explica en Amberes, la disponibilidad de la escritura, las líneas capaces de cogernos del pelo y levantarnos cuando nuestro cuerpo ya no quiera aguantar más. Al final, Bolaño no encontró la casa de los padres de Teresa, porque la geografía urbana de Últimas tardes con Teresa, nos dice, es la geografía urbana del alma. Seguramente tenga razón. Al fin y al cabo, ese es el motivo por el que escribimos: para añadir más vida a la vida, para hacer de los lugares un territorio que no podamos abarcar con un simple golpe de vista.
El ambigú
El año de la ballena
Por Ana de Haro
ras de nuestra sociedad y por todo aquello que no acaba de ir bien, cuando no va directamente mal. Queda esto patente en la aparición de temas muy contemporáneos de forma más o menos explícita: la independencia de Cataluña, el terrorismo, el acoso sexual en el ejército, el abuso de fuerza de los antidisturbios, la ubicua corrupción política, la reforma universitaria de Bolonia, etc. Todo ello salpicado por un constante interés por la literatura y referentes culturales muy personales. Quizás se le pueda criticar a este año de la ballena una cierta irregularidad en la propuesta, con relatos brillantes que abren y cierran el libro y quizás mayor debilidad en los intermedios. Destacan la crudeza de «Como cuando algo se empapa en aceite» y «Maneki
Ya desde sus primeras páginas El año de la ballena nos advierte de que no nos lo va a poner fácil. «Estás en Padua, norte de Italia, región del Véneto, algo más de 200.000 habitantes, pegadita a Venecia. En su catedral fue canónico Petrarca y en su universidad, la segunda más antigua de Europa tras Bolonia, impartió clases Galileo». Es el inicio, cargado de información, de «Non capisco», el relato que abre esta compilación y que a través de esa poco frecuente segunda persona nos obliga como lectores a posicionarnos en planteamientos que no siempre son cómodos. Es un rasgo común en los relatos de José A. Cano: no hace concesiones a sus lectores, a los que involucra directamente, planteándoles un dilema moral tras otro. Un problema frecuente con los libros de relatos, especialmente peliagudo a la hora de reseñarlos, es la ausencia de un hilo conductor, de una intención clara que vertebre la propuesta y justifique la presencia de ese puñado de relatos en concreto. En el caso de El año de la ballena existe una intencionalidad clara: reflejar la realidad que nos rodea, esa que no podemos esquivar y que nos asalta cada día desde las páginas de los periódicos, queramos o no. El periodista que es José A. Cano se revela en cada una de las páginas de El año de la ballena (el autor ha desarrollado su trayectoria profesional en medios como El Mundo, 20 minutos y Eldiario.es, entre otros), pues si hay algo que defina a este libro es la sensación constante de verosimilitud que empapa los relatos, con un par de excepciones como el épico partido de fútbol de «Uno a cero», «Borduria» o el irregular «Superman puede oír tu respiración». Escuchamos hablar a sus personajes y nos reconocemos en ellos. José A. Cano demuestra en este primer libro una preocupación manifiesta por la realidad cercana, por las pequeñas corrupciones y desengaños de cada día, por las ta-
Neko», la complejidad de «Los tres apellidos de la sargento Donalía» y «No conocía mucho a Álvarez», la empatía que provoca «Disturbio» hacia un punto de vista poco común, la originalidad de «Lo de Celaya» y la inesperada ternura de «F5 Phantom». En suma, nos encontramos ante una propuesta solvente y necesaria, con un autor que no se posiciona pero nos obliga a tomar partido, con una necesidad manifiesta de contar cosas que, aunque cotidianas, son importantes. Va más allá de la anécdota y se detiene en lo necesario, y es ahí cuando es grande: cuando reconstruye espacios menos frecuentes en la ficción contemporánea que en el periodismo, cuando posa su mirada en la realidad y nos la revela extraña, dura y repleta de riqueza y matices. No hay espacio aquí para la fantasía o la ciencia ficción, es otro tipo de libro. La de José A. Cano es una mirada implacable, directa y clara, incómoda a ratos, pero necesaria.
José A. Cano Editorial Base: Barcelona, 2019 100 págs.
Un año crudo y necesario
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El ambigú
La memoria donde ardía
Socorro Venegas Páginas de Espuma: Madrid, 2019 112 págs.
El fuego de la ausencia Por Ale Oseguera Era imposible leer la literatura de Socorro Venegas en España hasta que la editorial Páginas de Espuma, dedicada al arte del cuento —género infravalorado en este lado del océano—, se decidió a publicarla. La memoria donde ardía, que triunfó en la pasada Feria del Libro de Madrid como el más vendido de su casa, reúne diecinueve relatos en los que se recorre el camino del duelo, la pérdida y la ausencia, para encontrar el punto de unión entre belleza y dolor. En estas historias el entorno es familiar, pero las familias están rotas, generalmente por la falta de una figura masculina o paternal. La autora abunda en la recurrente figura del «padre ausente» en la literatura, citando como ejemplo a Juan Rulfo. En sus relatos son esos desamparados (viudas, huérfanos, abandonados) los protagonistas; pero no lo son por su carácter de víctimas. No los ve la escritora como tales, sino como supervivientes. Todos, sobre todo mujeres y niños, habitan un lugar emocional en el que la pérdida está, no superada —ya que las pérdidas profundas, aquellas en las que parece que nos han amputado una parte del cuerpo, no se superan jamás—, pero sí ajustada como un implante que brinda fuerza extra para vivir. La herida, aunque visible, ya no sangra. «Los niños hablan de tú con la muerte», escribe Venegas. ¿Cómo es un niño sin miedo?, se pregunta. Y parece responderse: invencible. Por su parte, las mujeres del libro se despiden de la esposa, amante o hija que fueron; incluso de su identidad previa a la maternidad. «Dos se gestaban en mí, el niño y la desconocida en que me convertía», cuenta una. «Me llevo las manos al vientre: un hueco, ahí donde el pequeño creció hasta el día del alumbramiento. Sí, el fantasma del dolor», dice otra. Las viudas de este libro tampoco mueren. Una de ellas, que afirma sentirse como el perro semihundido de Goya, sopesa «la voraz
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memoria de los objetos» y decide intercambiar con un desconocido todas sus cosas. La autora las coloca en la víspera de otro parteaguas. Aun cuando llegan a él cansadas y adoloridas, el hecho de estar en ese aquí-ahora significa que están listas. Sorprende gratamente el punto de vista del que parten los relatos. Es único, completamente definido y detallado. Venegas sabe perfectamente quiénes son sus personajes, qué están mirando, desde dónde lo miran y por qué. Ya en las primeras líneas nos engancha. Mas no es una intriga causada por factores sorpresa, McGuffins o pistas por resolver, sino porque ese detalle es el primer eslabón de una cadena que nos conduce al interior de la psique del personaje. El relato titulado «El Coloso y la Luna» ejemplifica esto de manera casi cienciaficcional. En su mera apertura se lee: «Se desliza por su cuerpo de gigante la luz blanca, igual que el sueño en los ojos muy abiertos de la niña. Al fondo de la mirada de Andrea hay un hombre sentado a la orilla de la tierra, la cabeza ladeada hacia la luna». Más adelante caerá el velo. Mientras tanto, Venegas ya nos ha transportado a un mundo tamizado por el abandono y el alcohol. El lenguaje de este libro es directo, desgarrador, exacto. No adorna ni suaviza. Exprime y quema; ya sea que nos hablen directamente sus protagonistas o lo hagan los narradores externos. La memoria donde ardía nos hace asistir a los recuerdos como quien dice adiós a un cadáver insepulto. Y avanzamos en la lectura como sus personajes, animales heridos e incompletos, sin temor a las futuras ausencias de la vida.
Lejos del champagne
Carlos Torrero Editorial Sloper: Mallorca, 2019 165 págs.
Metáforas del desaliento Por David Pérez Vega Lejos del champagne está formado por veinticuatro relatos, en general cortos, pero no lo suficiente para que —por longitud y estilo— los podamos considerar microrrelatos. «Días de patos» es el cuento que ha elegido Torrero para abrir su libro, y la elección no deja de ser curiosa, porque esta narración —sobre erráticos y farsantes hombres de mediana edad— está construida con la técnica clásica de la sorpresa final. No ocurre así en la mayoría de los cuentos aquí reunidos. Hasta ahora, Torrero ha publicado (además de una novela corta inicial en 2007, Origami) tres libros de poesía (el último en 2018) y es notorio el impulso poético que recorre muchas de estas historias. Por ejemplo, el cuarto relato, titulado «Fondo de reptiles», puede leerse como si se tratara de uno de los poemas largos de Manuel Vilas. En él se describe una escena cotidiana y en apariencia sencilla: en un parque se celebra el cumpleaños de un niño de cinco años, rodeado de otros niños y adultos. Sin embargo, la voz narrativa carga la descripción de la escena de sensaciones oscuras, ya que empieza a imaginarse algunos de los posibles (y trágicos) futuros que van a vivir las personas allí reunidas. La repetición de algunas frases significativas (sobre todo la inicial, «Puede suceder que un niño cumpla cinco años y se encuentre frente a la tarta más bonita de su vida») profundiza esa sensación de composición poética. El trabajo metafórico del libro es uno de sus puntos fuertes. En gran medida, las comparaciones que ofrece Torrero son arriesgadas y posmodernas, como hablar de un pelirrojo que tiene «dos risketos» por cejas. Asi-
mismo, muchas comparaciones y metáforas parten de la idea de intertextualidad entre su libro, otros libros y —en gran medida— películas. En algunos casos las referencias son explícitas y en otros, más escondidas, estableciendo un juego de sobreentendidos con un posible lector literario. Así, en el primer cuento, el narrador informa al lector de que uno de los personajes del grupo usaba como coletilla la expresión «como caballos en la niebla» hasta que la vació de significado. El lector avezado sabrá que «Caballos en la niebla» es el título del primer relato de Tres rosas amarillas, cuarto y último libro de cuentos de Raymond Carver, y esa expresión es, por tanto, un homenaje velado de Torrero al maestro. El gran tema que vertebra el libro es la sensación de desaliento y derrota que experimentan sus personajes. En gran parte, esa sensación se asocia a la pérdida de la juventud (llegada de los hijos, cansancio de las relaciones, pérdida de las energías y las esperanzas de un futuro mejor). En este sentido, Torrero propone un juego literario que se manifiesta en muchos de los cuentos y que consiste en la alusión continua a Francia como espacio físico y referente cultural. Francia como símbolo de una sofisticación inalcanzable o de una elevación imposible de la propia vida. En el cuento «El magnetismo de las cintas magnéticas» leemos: «Lejos del champagne. Así me encuentro yo a estas alturas de mi vida. Pero el champagne no como una de las bebidas más distinguidas y refinadas, asociadas al lujo, a la elegancia y a la celebración de una noticia feliz. Bueno, sí. Puede que se trate exactamente de eso. Hace mucho que no tengo nada que celebrar. Lejos de la alegría, como respuesta a todo. Lejos del champagne», párrafo que explica el título y condensa el tono de este libro notable de relatos líricos, cinéfilos e impregnados de un humor algo triste.
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El ambigú
En el último trago nos vamos Edgardo Cozarinsky Tusquets: Barcelona, 2019 192 págs.
Póstuma luz Por José de María Romero Barea Se abre paso a través de la superficie textual la agitación psicoemocional. Las intimidades de lo cotidiano afloran en el drama inherente, alteradas por las circunstancias. Los cuentos del escritor, cineasta y dramaturgo argentino Edgardo Cozarinsky (1939) ocultan su intricada ingeniería a fin de concentrarse en lo esencial: la variedad de lugar y trama, la prolija red de graduaciones y prohibiciones que oprimen al alter ego, cuyas pretensiones, atentas a la emoción, adolecen de sentimentalidad. En la colección de relatos En el último trago nos vamos se recrean viñetas atmosféricas; se privilegia la cronología al evento; la preocupación es universal en lo doméstico, a través de los sutiles flujos y reflujos de las relaciones. En esta reunión de historias cortas, la angustia es un callejón sin salida. El arte del sufrimiento se deshace en convenciones. La intocabilidad es una forma de escape definitiva y desafiante. Una emocionalidad incrustada en lo banal reduce la hermosura esencial a «llenar esos huecos de misterio, no sé si con informaciones fidedignas o con esbozos de ficción» («La dama de pique»). La tensa limitación de estos breves apólogos condensa la expansión de lo familiar en ideas disueltas en la oscuridad de una complejidad encubierta, «como si hubiesen muerto [las estrellas], todas, hacía tanto, tanto tiempo que ni siquiera su luz póstuma llegaba hasta mí» («En el último trago…»). Se reinventa el creador de La novia de Odessa (2001) en sus alteridades. Fluye la peripecia entre conversaciones, desmiente su sofisticación, se resumen argumentos entre lecciones de creación, fluidas perspectivas, dramáticos enfoques de la sabiduría generalizada, inevitablemente ajena, de un puñado de preceptos, «las milongas preferidas, bailar con amigas, olvidarme de los misterios peligrosos y la mala literatura que ace-
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chan en calles poco iluminadas y minúsculas pistas» («Noches de tango»). Fracturado se oculta el novelista de Maniobras nocturnas (2007), entre ficciones y reminiscencias, filosóficos retiros y citas de otros, esfuerzos autoconscientes por mantener la cordura, entretejida la conexión estética y psicológica con una sobrenatural coincidencia accidental. La identidad se traduce en las decisiones morales de un inquietante y melancólico individuo: «El hombre que allí ha buscado refugio se siente contento de no tener que hablar; de él, solo se espera que intercale algún comentario breve sin interrumpir el relato, acaso un simple movimiento de cabeza, un tácito asentimiento, una mirada solidaria» («Insomnios»). Al escribir sobre las trampas del dolor, Cozarinsky se deja atrapar por ellas, se autoinmola en rebeliones de ardiente resistencia. Se reconvierte en indecisiones, deshace violencias. Denuncia lo que lastima. Invoca emociones al mezclar el drama altamente escenificado con la deflación deliberada, entre «libros, fotocopias, cartas, que la humedad y los años han ido pudriendo. Al contacto con el aire se deshacen» («Tierra colorada»). En esta sucinta selección de textos, Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2019, se privilegia el pasado recordado al presente: «Una botella vacía, paredes donde no lograba distinguir los rostros que, intuía, le sonreían desde unas fotografías enmarcadas, desteñidas» («Little Odesa»). Una proustiana resonancia desbloquea la inmersión autoconsciente. Una reflexión que abjura de lo abigarrado de su construcción se superpone a una interpretación cargada de interrogantes, donde cada historia es propulsada por la doble hélice de materia y exégesis. Junto al lirismo, la social observación y la metaficción, la gótica hilera que atraviesa una ficción que, lejos de aferrarse a la ilusión, logra llevarnos a lo inmediato, apenas penetrable, mediante procedimientos intemporales.
La revolución de las flâneuses
Anna María Iglesia WunderKammer: Terrades, 2019 160 págs.
La conquista del espacio Por Rebeca García Nieto Para la gran Agnès Varda, el primer gesto feminista empieza por decidir que el mundo se define por cómo miro y no por cómo me miran. A este gesto le dedicó una de sus películas más célebres, Cléo de 5 a 7, que muestra la transformación de su protagonista en el transcurso de una tarde. Por supuesto, aunque este cambio de foco parece simple, en realidad es un giro copernicano y ningún vuelco de tanta magnitud tiene lugar en un par de horas. Como cuenta Anna María Iglesia en La revolución de las flâneuses, las mujeres llevamos siglos reivindicando este derecho a mirar sin ser miradas y todavía nos queda mucho recorrido por delante. En los últimos años, una serie de libros —Flâneuse, de Lauren Elkin, o La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, de Siri Hustvedt— han puesto en el foco las desigualdades entre hombres y mujeres a la hora de ocupar el espacio público, el académico y también el cultural. Rebecca Solnit, por su parte, defendía en Wanderlust. Una historia del caminar que andar puede ser un gesto revolucionario y recordaba que las mujeres han sido castigadas, de forma más o menos
velada, por intentar ejercer ese derecho básico que es caminar. El libro de Iglesia, que parte de su tesis doctoral, se suma ahora a este debate, incorporando en él la perspectiva histórica de nuestro país. A partir de diversas obras pictóricas (de Hopper, Renoir, Mary Cassatt…) y literarias (Zola, Balzac y también Carnés o Pardo Bazán), Iglesia recuerda a una serie de mujeres que, con sus acciones o tomando la palabra, se reivindicaron como sujetos de pleno derecho en un entorno que hacía todo lo posible por invisibilizarlas. Con el auge del consumismo, la mujer pasó a gozar, en apariencia, de un mayor margen de maniobra. Pero este avance respondía a una lógica un tanto perversa: «Convertida la ciudad en un «espacio de consumo», las mujeres entran en la ciudad a través de la lógica de la compra-venta, convirtiéndose tanto en objeto de consumo —la prostituta como expresión máxima— como en sujeto del consumo…». Un ejemplo extremo de esta «falsa libertad del comercio» a la que alude Iglesia la encontramos, en mi opinión, en La pianista, de Elfriede Jelinek, llevada al cine magistralmente por Michael Haneke. En ella, Erika Kohut se adentra en el bosque de la noche de Viena para mirar, saliéndose del recinto comercial donde se espera encontrar a una mujer. Es, cuando menos, curioso que se acepte con normalidad que algunos hombres acudan a peep shows, espectáculos de striptease, etc., y sin embargo parezca algo enfermizo, perverso, cuando esto lo hace una mujer. Erika ocupa un espacio reservado al hombre y se apropia también de su mirada; no es de extrañar que su presencia, y su mirar a hombres mirando, produzca tanta incomodidad. En el pasado la presencia de una mujer en el ámbito literario era también considerada impropia y era frecuente que las escritoras utilizaran seudónimos masculinos para que sus textos fueran tenidos en cuenta. Para Marguerite Duras, la escritura no es cuestión de género («Un escritor no es ni hombre ni mujer: es escritor»); en cambio, para otras escritoras, sí existe una escritura femenina (y es muy necesaria). En este sentido se posicionan algunas mujeres recogidas en el ensayo de Iglesia, como George Sand, que «a través de su obra, reivindica la posibilidad del sujeto femenino de narrar a partir de su propia subjetividad y, consecuentemente, la posibilidad de la mujer de escribir su propia experiencia, de narrar desde su propio yo». A este debate hay que añadir las voces de otras autoras que este libro, de forma muy pertinente, rescata del olvido. El hecho de que, en una entrevista, Karl Ove Knausgård le dijera a Siri Hustvedt que no consideraba que las mujeres fuesen competencia indica que, pese a los innegables avances, para algunos, sigue habiendo dos divisiones.
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El ambigú
Poéticas del origen. Génesis y permanencia de la poesía de mujeres. Edición de Jaime D. Parra Huerga & Fierro: Madrid, 2019 430 págs.
Poetas con habitación propia Por Silvia Rins Jaime D. Parra ha publicado numerosos ensayos sobre escritores heterodoxos y poesía de mujeres. Autor de Las poetas de la búsqueda (Libros del innombrable, Zaragoza, 2002), La poesía otra de Barcelona (con Carlota Caulfield, California, 2004), Poesía In-versa (con Amalia Sanchís, Barcelona, 2018), reúne en este libro una serie de artículos que analizan las trayectorias de once mujeres poetas españolas. Y como colofón, nos ofrece una breve antología de su obra. Con la argentina Alejandra Pizarnik se inicia la reivindicación de la poesía de mujeres en lengua castellana. Pese a su prematura muerte, su capacidad para expresar el miedo y la soledad, el dolor y la muerte, fascinará a una nueva generación de poetas. No obstante, la variedad de tendencias, formas, modelos, tonos, intenciones y alcance definirá a las féminas que tomarán el relevo. Olvido García Valdés, por ejemplo, es una poeta tan densa como ingrávida. Su aparente sencillez, su temporalidad, su corporeidad, amagan un viso de extrañeza: el alma es el cuerpo. Carmen Borja incursiona a través del poema-libro o el libro-poema por «la otra cara de la realidad», una geografía visionaria y mítica. Neus Aguado es la voz nómada y desarraigada, buscando el detalle evocador y la sensualidad de la frase. La escritura de Carlota Caulfield es la de una viajera inmersa en las influencias del mundo de las artes. Sus poemas en prosa son pequeñas obras de orfebrería, vitalistas y vehementes. En cambio, Concha García parte de la identidad, de la necesidad de la mujer de construirse a sí misma. Para ello, experimenta con el lenguaje y forja un verso áspero y hermético. A medida que pasa el tiempo, las rupturas en la forma y el contenido, pero también la parodia de la tradición, se hacen más evidentes. La polifonía y la simbología de Rosa Lentini, fuente de trayectos iniciáticos,
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rompe la concepción estrófica del verso para aproximarse a la cadencia de la prosa. Jeannette L. Clariond, escogiendo la metáfora de la sed como origen y destino, combina lo aforístico y lo versal, simultanea los cambios de ritmo con la fuerza del espacio en blanco. La poesía de Adriana Hoyos es musical, eurítmica, una auténtica sinfonía verbal. Bajo los sonidos cotidianos, palpita la experiencia interior que, en términos jungianos, nos transforma desde la raíz: «la palabra hecha música, hecha cine, hecha poesía». Por otro lado, Aurora Luque recrea el mundo de la Grecia y la Roma clásicas, actualizando temas y géneros como el elegíaco, el bucólico o el epigramático, y sustituyendo la solemnidad oracular por el léxico cotidiano. Siguiendo la doctrina hedonista de Epicuro —la apología del deseo y el cuerpo—, canta al carpe noctem. Finalmente, Marga Clark, inspirada por su faceta de fotógrafa, lleva a su poesía hacia la imagen, los sueños y la memoria, incluido el recuerdo de su malograda tía, la escultora Marga Gil Roësset. Búsqueda meditativa de la permanencia frente a lo añorado. Como en todo ejercicio antológico, el corpus podría ofrecer más o menos nombres, pero es una muestra considerable de las mujeres poetas que empezaron a escribir a partir de los años ochenta. Tradicionalmente silenciada por una historia de la literatura redactada y conformada por hombres, tal como señala el interesante estudio introductorio, la visibilización de estas poetas es muy bienvenida. Las protagonistas no poseen sólo «habitación propia», parafraseando a Virgina Wolf, sino «voz propia». Ellas han puesto los cimientos para que en la actualidad la poesía escrita por mujeres constituya una realidad tan diversa como palpitante y prometedora.
Libros dedicados
Diego Prado Anexo: Madrid, 2019 154 págs.
Crónicas literarias Por Francisco Javier Guerrero «Hoy es siempre todavía», nos recuerda Diego Prado (Mahón, isla de Menorca, 1970), invocando la palabra del maestro Machado, en una de las piezas reunidas en su último libro. Por supuesto. «Porque mañana es tarde. Porque ahora es el momento.» No han sido pocas las veces que me he preguntado qué habría sido de mi vida sin el apoyo de don Antonio, de don Miguel o de don Julio. La literatura, sobre todo, es deseo, pero también es correspondencia y obligación. Algo que debe entender así el autor de este hermoso volumen, Libros dedicados, editado de forma impecable por la editorial Anexo, que nos muestra al lector devoto que cuando escribe lo hace con tanta pasión como integridad. El texto es un dossier personal que recoge diecinueve crónicas (nada apresuradas) sobre escritores y literatura. Y es también la estampa de la relación que Prado mantiene con las letras. Diría más: es la aproximación a una forma —su forma— de estar en el mundo; su relación con otros autores, libros y libreros, profesiones, con otros lugares y tantos regresos, para configurar el mapa de varias épocas y una vocación. Un propósito sólido sujeto a una fórmula integral que hace funcionar al volumen como un todo articulado y coherente más que como un sencillo catálogo de artículos. A lo largo de estos párrafos (con aroma a diario en ocasiones) se encuentran también algunas notas autobiográficas, coyunturas en las que a veces la intención y otras el azar, condujeron al lector Diego Prado hasta un libro preciso en unas circunstancias concretas. Esto sitúa al lector de Libros dedicados en un lugar determinante, central. Porque en estos textos Prado sabe de antemano que tiene al lector delante, comparte con él recuerdos, anécdotas, ilusiones, y lo hace con sencillez, haciendo de este libro un espacio habitable.
En muchas de las semblanzas, que cuentan con la excelente compañía de los retratos realizados expresamente para este libro por el grabador e ilustrador Fernando Ferro, Prado muestra su entusiasmo por autores peculiares (apelo a la curiosidad de quien esté leyendo ahora estas líneas por satisfacerla indagando en esas singularidades). Pero es en la última pieza, «Un puñado de raros», donde el crítico entusiasta dilata su fascinación por los olvidados, fracasados o malditos, por poseer un atractivo, según sus palabras, «mucho mayor que el del triunfador». Quizás, como sigue diciendo, «por reconocerse y reflejarse en ellos». José María Sanjuán, Julián Ayesta, Ángel Vázquez y Juan Antonio Payno terminan siendo el original colofón de una magnífica lista y de un libro admirable. Diego Prado ha escrito esta obra porque entiende que el porvenir de los libros no es más que una conjura entre lectores. Y sabe que es importante que pasen a través de nosotros textos oportunos e imprescindibles. Por eso no falta Bolaño ni Borges ni Cortázar ni Kafka ni Poe ni Delibes. Como él mismo nos recuerda, «hay héroes que no envejecen ni mueren nunca». Libros dedicados también es, por concluir, un libro de memorias —de memoria— que incita a la lectura, una muestra de gratitud que contagia entusiasmo lector, donde el autor nos abre la puerta de sus evocaciones, de su vida, en definitiva, de su hogar. En palabras del eterno Valente, en este libro «la puerta abre la casa hacia su adentro».
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El ambigú
El unicornio en el Café Libertad. 25 años después. Antología
Pedro Rodríguez Pacheco Ediciones Carena: Barcelona, 2019 289 págs.
Crónica de la disidencia Por Miguel Arnas Coronado A inicios de los años noventa del pasado siglo, la corrupción política y económica en España era ya un escándalo silenciado. Tal vez la traca mayor de aquel pandemónium fue la Exposición Universal de Sevilla en el 92. Pero los diarios de ámbito nacional se hallaban bajo un férreo control ideológico y financiero que les impedía denunciar cuanto iba ocurriendo. Y todo era una verbena de inconsciencia y un cerrar los ojos a lo que inevitablemente se nos venía encima: la crisis que desde 2007 no nos ha permitido levantar cabeza. En el ámbito cultural estaba sucediendo lo mismo: cierto número de escritores y artistas se habían enquistado en las instituciones públicas (diputaciones, ayuntamientos, centros de las letras y demás organismos vinculados al Ministerio o a las consejerías autonómicas de Cultura) y desde esos lugares donde el dinero corría sin miseria ejercieron el más descarado tráfico de influencias. Contra tal estado de cosas, algunos intelectuales alzaron la voz, primero individualmente y siempre desde tribunas muy modestas: periódicos provinciales con suplementos literarios como Cuadernos del Sur de Córdoba, Papel Literario de Málaga o La Isla de Algeciras. Pero a partir de 1993 el clamor creció y surgió el movimiento de La Diferencia, bajo el que se agruparon diversos escritores con estéticas muy diversas e independientes. Se pretendía denunciar toda esa corrupción que iba imponiendo una literatura oficial mínimamente crítica y muy acomodaticia con el poder. Aquella revuelta, en cierto momento, llegó a trastornar todo el montaje del sistema de falsos valores
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culturales. Pero los popes de la crítica oficial arremetieron desde sus altas tribunas contra los disidentes; los acusaron de resentidos y establecieron contra ellos un silenciamiento aún mayor que el ejercido hasta entonces. Hoy, veinticinco años después de aquel interesantísimo levantamiento contra la cultura oficial, uno de los poetas que la protagonizó y que también ha ejercido la crítica literaria, Pedro Rodríguez Pacheco, ha publicado un libro imprescindible, El unicornio en el Café Libertad, donde lleva a cabo una crónica minuciosa de aquellos hechos y la acompaña con una antología y somera biografía, crítica o anecdotario de algunos de los poetas que participaron en los mismos (Manuel Jurado López, Pedro J. de la Peña, Ricardo Bellveser, Antonio Enrique, María Antonia Ortega, José Lupiáñez, Concha García, Antonio Rodríguez Jiménez y Fernando de Villena). Se echan de menos algunos nombres de grandes poetas que también participaron en los actos de aquellos días, como Carlos Clementson, Enrique Morón, Juan J. León o Domingo F. Faílde (estos dos últimos, ya fallecidos), pero ello no desluce en nada este libro valiente y necesario para la plena comprensión de la historia de la literatura española en nuestro periodo democrático. Pero es que la publicación de El unicornio en el Café Libertad ahora, un cuarto de siglo después de aquellas denuncias de los insumisos, posee una vigencia extraordinaria, pues, lamentablemente, nada ha cambiado en el panorama cultural. Algunos de los mandarines de entonces siguen ejerciendo hoy su comisariado cultural desde las más altas instituciones del Estado; los principales medios de comunicación continúan dando la espalda a todas las voces críticas y la atonía es la norma en el panorama literario de nuestro país, en tanto que muchas obras valiosas permanecen ocultas en editoriales periféricas o en los cajones de autores no bendecidos por quienes deciden lo política y literariamente correcto. Si evidenciar la corrupción económica es obligatorio, hacerlo con la cultural es asimismo imprescindible aunque parezca importarle poco a la gente. Recomendar este libro, pues, es redundante. Simplemente, es fundamental, además de sugestivo por lo que tiene de antología de unos poetas casi desconocidos.
Mis fantasmas
Juan Pablo Zapater Visor: Madrid, 2019 76 págs.
Y tendrá tus ojos Por Sandro Luna En Los sacramentos de la vida, Leonard Boff nos dice que «el hombre es el ser capaz de leer el mensaje del mundo». A esa cita se le puede añadir, a su vez, que el poeta es el hombre que tras leer el mensaje del mundo descifra su dictado a través del poema. A esa clase de poetas pertenece Juan Pablo Zapater (Valencia, 1958), a aquellos que saben, como Plutarco, que «la paciencia tiene más poder que la fuerza»; a aquellos buscadores que no temen no encontrar porque el camino de la búsqueda es de por sí un gran hallazgo; a los que se aferran a la mirada porque entienden que ella es lo único que nos salva. Y Mis fantasmas (XLV Premio Ciudad de Burgos) da cuenta de ello; en él los grandes temas de la poesía son ahora paladines de un tiempo insulso y cobran cuerpo, nuevamente, ante los ojos limpios y atentos de Zapater, que los pone ante nosotros con la sencillez y elegancia que lo caracterizan. El libro consta de tres apartados. Cada uno de ellos explora temas que se transcienden en su humana cotidianeidad y los sitúa ya en un plano unitario. El pan, por ejemplo, nos bendice «en dulce comunión que no precisa / sacramentos ni cálices de plata» («Bendito»). O la casa vacía porque los hijos han volado del nido:
«dispones cuatro tazas en la mesa / sin pensar que de ahora en adelante / un par de ellas se quedarán vacías» («Tazas vacías»). En «Apariciones», el primer apartado, Zapater nos adentra en ese vasto territorio que es el tiempo, la neblina y la memoria en la que uno busca reconocerse, aunque se pierda a menudo en sus recovecos; busca el ser, en esencia, como un bastión inamovible más allá de las fronteras del tiempo y del olvido; en la infancia, en la niñez, en los armarios, «el fantasma de un niño que parece / conocer mis más íntimos secretos» («Relato fantasma»). Y aunque el paso del tiempo sea un certeza irremediable, como la muerte, Zapater contempla el lento germinar de la semilla de ese tiempo evaporado, recoge su fruto, nos lo canta: «Yo también soy el sauce […] / porque siento / jazmines florecer en torno mío» («El sauce»). La espina dorsal del segundo apartado, «Presencias», es el Amor convertido en pura luz que no pide permiso para entrar en el cuarto; el vasto universo es su templo: «¿Puede alguien negar que la belleza / cobra vida en los seres que la admiran?» («Puñal de la belleza»). O: «Se abrieron como fértiles granadas / ofreciendo el sabor de sus heridas» («El veneno»). En el tercer apartado, «Visiones», añade el concepto de alma, de espíritu entendido de un modo diferente a como lo trató en «Alma de cántaro», poema perteneciente al primer apartado del libro. Aquí el alma cobra su dimensión total y unitaria y se entiende como un punto de partida y de llegada del que nadie parte y al que nadie llega, como el estado absoluto de la conciencia en su más pura sobriedad… «Huele tanto la muerte que no logro / dejar de respirarla […]» («Sepelio»); «Pero sólo una muerte nos aguarda / y lleva nuestro nombre: sólo una» («La muerte nuestra de cada día»); «Lo que debió nacer está en el mundo / y lo que no nació, nunca ha existido» («Nada nuevo bajo la luna»). Si la muerte es «otro templo de Apolo abandonado», a todos los hombres nos iguala su equilibrio. Y Zapater nos invita a atrevernos, a desplazarnos de nuestro centro de gravedad porque conoce cómo sabe la pulpa de este mundo, su íntimo licor, su paladeo… La muerte, la que duele, recorre el libro; porque es doliente todo lo que importa. Y los fantasmas de Zapater, en realidad, no son suyos, son universales, inherentes a nuestro vivir más íntimo y pleno; y la muerte de la que habla nos da la medida de lo que somos: pura nada, pura vida enamorada, conciencia plena, aventura, el gozo de existir... «Vendrá la muerte», sí, ya lo escribió Pavese, «y tendrá tus ojos».
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El ambigú
La lengua rota
Raúl Quinto La Bella Varsovia: Madrid, 2019 80 págs.
Mirar al Poder y hablar Por Alberto García-Teresa A pesar de haber sido fracturados tras mirar de frente a la autoridad y sufrir las consecuencias, la necesidad de denuncia continúa siendo irremediable. Con la escena de fondo de Zenón arrancándose la lengua y escupiéndosela al tirano en la cara, Raúl Quinto construye un notable poemario que supone una impugnación al silencio que buscan los ejecutores tras asesinar a quienes denuncian la barbarie. Esta escena salpica el desarrollo del volumen con piezas que ahondan en él y que dan sustento teórico a este trabajo explícitamente. En este libro, en efecto, Quinto desarrolla una poesía manchada por la sangre; la sangre de las víctimas de la desigualdad, de la opresión y de la injusticia. Emplea una dicción áspera, un estilo seco de versos encabalgados y oraciones breves, de sintagmas nominales, que moviliza espacios desnudos. Ese ritmo cortante incide en la condensación de las piezas y en la gran capacidad de resonancia de los poemas, que son pequeños y que funcionan por acumulación. Quinto plasma una descripción de escenarios abandonados que revelan, de manera conceptual, la forma sumisa de estar en un mundo excluyente. Además, los referentes no se pueden adscribir a un entorno vivo, sino que parecen desvinculados de un contexto, como si fueran parte de un decorado o de una instalación de arte. O de una obra postapocalíptica, de ambiente fantasmagórico (porque espectral es también el capitalismo financiero e invisibles las redes de dominación), en la que se resaltan la soledad y la desolación. De hecho, abundan las oraciones en infinitivo o en gerundio; en formas no personales que refuerzan la despersonalización. En ellas, se manifiesta la imposición en la muestra de acciones que ejecutan unos (con poder) sobre otros. Así, el autor construye una fría atmósfera muy singular, que avanza sobre la que ha ido armando en otros poemarios anteriores.
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Igualmente, disemina algunas imágenes irracionalistas, acorde con la atmósfera casi alucinatoria. Abundan los símbolos recurrentes: el fuego y el hielo (también como campos de acción, que nos remiten a transformaciones profundas de la materia), el muro, el horizonte, las puertas, las cerraduras, las llaves y, en especial, el agujero como símbolo de las ausencias, de la tragedia de las desapariciones y de los asesinatos. Con todo, las referencias al cuerpo son permanentes; a un cuerpo agredido y dañado como objeto material donde se ceban la ira y la represión. Ese tono permanece también en la docena de poemas que están inspirados en personas con nombres y apellidos; activistas y víctimas de represión policial y de asesinatos que han quedado impunes en su mayoría. Sus nombres, no en vano, titulan cada una de esas piezas. Quinto da cuenta de ellos y de sus circunstancias en unas notas finales. Se trata este de un ejercicio de memoria, de recuperación frente a la dinámica de silenciamiento y olvido como mecanismo político del Poder, que constituye el núcleo del poemario. Se ciñe a las circunstancias de sus asesinatos aunque no describe los hechos y, de esa manera, Quinto escribe desde la pesadilla y la tensa con lo conceptual. Ese es su gran acierto; otro modo de formular y poner en acción la denuncia. A su vez, inserta otras dos series de poemas de gran intensidad. Continúan dentro de los parámetros del resto del volumen y mantienen su tono, aunque poseen un registro más narrativo. Ambas, además, explicitan la represión colectiva. La primera, de gran tensión y emoción, con tintes épicos, habla del bombardeo fascista de la carretera Málaga-Almería en 1937 sobre las miles de personas que huían de la ciudad ante el avance de los golpistas. La segunda, «Talidomida», alude a las víctimas de este medicamento. En resumen, se trata de un poemario excelente, que funciona como conjunto, áspero y desolador, que equilibra lo conceptual y lo concreto para manifestar la denuncia de la represión con gran capacidad de resonancia.
Recomendaciones de Quimera Caballo sea la noche Alejandro Morellón Candaya, 2019
Después de leer Caballo sea la noche quedan pocas dudas de que Alejandro Morellón es uno de los talentos jóvenes más arriesgados y talentosos. Nos gustó mucho en El estado natural de las cosas, que ganó el premio García Márquez de relato, y nos vuelve a deslumbrar aquí. Caballo sea la noche es una novela breve y exigente. Con una prosa afilada, certera, poética ahonda en un derrumbe familiar. En todos los fantasmas que dominan el deseo, la culpa y la muerte. Gran parte de la narración en monólogo interior. Hay riesgo y calidad. Para los lectores más exigentes.
Un hombre soltero
Christopher Isherwood Acantilado, 2019
Acantilado recupera una de las obras fundamentales de Christopher Isherwood, conocido sobre todo por Adiós a Berlín (1939), que fue llevada al cine en dos ocasiones: Soy una cámara (1955) y Cabaret (1972). En Un hombre soltero, nos enfrenta a las tribulaciones de George Falconer, un profesor de universidad de mediana edad que acaba de perder a su compañero sentimental en un accidente, lo que le obliga a ser consciente del paso del tiempo y de su propia muerte. A través de este exponente de la clase media intelectual en el represivo ambiente de los EE. UU. de los sesenta del siglo pasado, Isherwood analiza de forma maestra el lado oscuro del sueño americano.
Sigilo
Ismael Martínez Biurrun Alianza Editorial, 2019
Demasiado a menudo, la mala literatura emplea etiquetas como «terror» o «ciencia ficción» como coartada. Sin embargo, como Ray Bradbury o Philip K. Dick antes, ciertos autores demuestran que desde la literatura de género también pueden armarse buenas novelas. Es el caso de Ismael Martínez Biurrun, que regresa a las librerías con Sigilo, un thriller psicológico, altamente desasosegante, que comienza con la intrigante propuesta que recibe el guarda de seguridad de un rascacielos a punto de ser demolido: una generosa cantidad de dinero a cambio de permitir que un grupo de personas acceda a la azotea a medianoche sin preguntar nada.
Enoch Soames
Max Beerbohm Acantilado, 2019
Una joya literaria, digámoslo desde el principio. Una magnífica pieza breve en la que Beerbohm nos narra no sólo la triste existencia de un tal Enoch Soames, sino de la frontera entre verdad y verosimilitud, los límites de la ficción, la despiadada fortuna literaria y qué estamos dispuestos a hacer para llevar a cabo nuestro empeño por seguir escribiendo. Un relato que circula entre el cuento y la vida, cargado de matices y caminos intermedios, que está llamado a una relectura constante.
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Recomendaciones
Lo estás deseando Kristen Roupenian Anagrama, 2019
Gracias a Anagrama podemos al fin tener en español una de las jóvenes escritoras que han alcanzado notoriedad gracias al boca a boca. Su cuento «Un tipo con gatos», incluido en este volumen, fue publicado en The New Yorker en 2017 y se convirtió en un fenómeno viral inigualable. Es el signo de los nuevos tiempos. En los relatos de Roupenian domina lo banal, el lenguaje coloquial, incluso el kitsch; también lo irónico. Son relatos netamente norteamericanos dentro de un estilo que nos puede recordar a Dorothy Parker y al Capote de Música para camaleones. Un descubrimiento. Es su primer libro y estamos esperando ya el siguiente.
Piedra y pasión: los viajes extremeños de Miguel de Unamuno Andreu Navarra Ordoño Editora Regional de Extremadura, 2019
El prolífico Andreu Navarra nos sorprende con este ensayo sobre un aspecto poco conocido de Unamuno: su fascinación por las excursiones y su pasión por el territorio extremeño, sobre todo por la paupérrima comarca de las Hurdes en la que, según él, habitaban aún los máximos exponentes de la intrahistoria española. Navarra hace acopio de datos y testimonios para presentarnos un Unamuno plural y contradictorio, amante de una naturaleza mística y trascendente, apasionado por los paisajes y las gentes extremeñas. Un libro ideal para conocer mejor la vida y la obra de uno de los grandes pensadores del siglo XX.
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Línea de Fuego
Javier Puche Renacimiento, 2019
Javier Puche es, entre otras muchas cosas, profesor de piano clásico, crítico musical, corrector de estilo y guionista de televisión, pero también es un maestro en el hiperbreve, textos que rozan el experimento literario. Al maravilloso libro de Seísmos —de 2011, donde todos los textos eran de seis palabras— se le sumó más tarde el de microrrelatos Fuerza menor. Ahora nos sorprende con este libro de aforismos, donde cada pieza funciona como la maquinaria de un reloj. «La realidad es un laberinto. Escribir, el hilo de Ariadna», por mencionar tan sólo uno.
Gavia
Sergi Bellver El Desvelo Ediciones, 2019
Primera incursión de Sergi Bellver en la poesía, después de un diario de viajes, un libro de cuentos y la edición de diversos libros colectivos. Se trata de un buen estreno en el género. Por la confluencia de miradas y por las citas, comprobamos que hay buenos maestros detrás de este libro. Gavia es un poemario viajero que busca, ante todo, la comunión con los lugares, su significado, su proyección interior. Emplea un sinfín de referentes culturales sin caer en una declaración estéril. No se trata de un libro de culturalismo vacío, sino meditado. Con un tono discursivo, los múltiples territorios que aquí aparecen dan pie a una sosegada y atractiva reflexión. Un buen inicio en la poesía que saludamos desde Quimera.