Quimera Revista de Literatura | Número 458 | Febrero 2022

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ColaborAN en este número:

Christian T. Arjona, Miguel Arnas Coronado, Alfonso Barguñó Viana, María Bastarós, Joop van Bilsen, Rob Bogaerts, Mario Campaña, Bel Carrasco, Casa de América, Hugo Claus, Cristina Daura, Hans van Dijk, Javier Echalecu, Gonzalo Fernández Gómez, Fotocollectie Anefo, Aitor Francos, Vivian Gornick, Josh Libatique, Librairie Mollat, Pilar Martín Gila, Ernesto Ortega, Juan F. Rivero, Miquel Rof, Rocío Rojas-Marcos, José de María Romero Barea, Luis Salvago, Fernando Sánchez Clelo, Juan Ramón Santos, Nacho M. Segarra, José Antonio Vila, Nico Wijnberg Fotografía de portada y Dossier:

Michiel Hendryckx © Editor:

Miguel Riera

DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Febrero 2022

Cuando Gonzalo Fernández Gómez nos ofreció las traducciones (inéditas en castellano) de cuatro cuentos de Hugo Claus, inmediatamente nos vino a la mente la idea de organizar un dossier de Quimera, un tanto sui géneris, alrededor de este acontecimiento editorial. Porque Hugo Claus fue el autor flamenco más relevante y prolífico de la segunda mitad del siglo XX. Su obra abarca casi trescientos títulos de narrativa, poesía y dramaturgia y su nombre figuró asiduamente en las quinielas del Premio Nobel. Integrante del Movimiento de los 50, su obra es fundamentalmente formalista, pero integra también, como explica Fernández Gómez, «lo grotesco, lo absurdo y lo mágico». Maestro del relato breve, el autor de La pena de Bélgica crea piezas en las que «juega con fantasías e ideas, se impone restricciones formales y explora el territorio fronterizo entre la prosa y la poesía». Los cuatro cuentos que componen el dossier de este número y que representan la época más experimental de su narrativa han sido traducidos por el propio Gonzalo Fernández Gómez y están acompañados por dos artículos introductorios suyos, que ponen en contexto al autor y las piezas seleccionadas, y un breve ensayo de Aitor Francos que desvela algunas de las claves de su poética. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

Imprime:

Gráficas Gómez Boj

El salón de los espejos

Ginés S. Cutillas. La literatura del yo – 47

Entrevista a Javier Echalecu – 9

José de María Romero Barea. Luis García Berlanga:

Entrevista a Nacho M. Segarra,

autorretratos, apologías, justificaciones – 53

María Bastarós y Cristina Daura – 12

El cielo raso

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.

Einstein on the Beach

Entrevista a Vivian Gornick – 4

El ambigú José de María Romero Barea: Aviones sobrevolando

Especial: Hugo Claus

un monstruo, de Daniel Saldaña París – 55

Gonzalo Fernández Gómez.

Luis Salvago: Un idiota como tú, de Chus Castejón – 56

Hugo Claus. Un clásico flamenco del siglo XX – 17

Alfonso Barguñó Viana:

Gonzalo Fernández Gómez. Maestro del cuento – 18

Leaving Las Vegas, de John O’Brien – 57

Cuentos de Hugo Claus

Miguel Arnas Coronado:

Un hombre feliz sorprendido por la duda – 19

Bibliotecas imaginarias, de Mario Satz – 58

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

Olga y yo – 20

Ernesto Ortega:

colaboradores aceptan que sus aportaciones

De viaje con Appel – 23

El zumo de las piedras, de Manu Espada – 59

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

La noche de las estrellas – 28

José Antonio Vila:

Aitor Francos. Versatilidad y controversia – 36

Diarios. A ratos perdidos 1 y 2, de Rafael Chirbes – 60

Los pescadores de perlas

Juan Ramón Santos: Viaje de invierno, de Miguel d’Ors – 62

Microrrelatos inéditos de Fernando Sánchez Clelo – 41

Pilar Martín Gila: Caracol, de Lola Nieto – 63

El castillo de Barba Azul

Subway, de Tirso Priscilo Vallecillos – 64

Poemas inéditos de Mario Campaña – 42 Poemas inéditos de Juan F. Rivero – 45

Christian T. Arjona: Tú no morirás, de Eduardo Moga – 61

Rocío Rojas-Marcos:

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Vivian Gornick Texto: Ginés S. Cutillas

Vivian Gornick. Fotografía: Josh Libatique ©

El pasado 18 de noviembre, la editorial Sexto Piso nos convocó a los medios literarios más importantes del país a una rueda de prensa con Vivian Gornick (1935) por la reciente traducción al español de su libro Cuentas pendientes, después de los éxitos editoriales Apegos feroces (2017), La mujer singular y la ciudad (2018) y Mirarse de frente (2019). En este nuevo ensayo memorístico revisita las lecturas que le impresionaron de joven y las analiza desde la nueva perspectiva que le han ido proporcionando los años.

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Cuentas pendientes empecé a escribirlo como un libro de crítica literaria, pero mi editor insistió en que lo combinara con mis memorias, y es cierto que yo soy escritora de temas personales, pero me preocupo constantemente por la proporción que hago del uso de mí misma y del tema en sí. Desde el principio de mi vida como escritora siempre me han visto como una periodista personal, hace cuarenta años ya supe que me utilizaba a mí misma para hablar de otras cosas y no al revés. En todos estos años de docencia, he enseñado a mis alumnos que sus sentimientos no son un instrumento. Si esta fórmula no se utiliza correctamente, entonces el trabajo no sale bien. Es algo que me preocupa de forma incansable: la relación entre lo personal y el tema en cuestión. Cómo lo utilizo en Cuentas pendientes empezó porque me releí Howards End de E. M. Forster. Es una novela bastante misteriosa en muchos sentidos. Cuando la leí de joven en la universidad percibí el misterio del libro y me quedé con él, y ya está. La verdad es que me revolqué en el misterio, a todos nos encanta un buen misterio, pero no pude desentrañar lo que tenía el autor en la cabeza. Ahora que lo leí cuarenta años después, entendí que ese misterio tenía que ver con una incapacidad de decir abiertamente lo que tenía en la cabeza. Esto lo escribí, como os acabo de contar, como un pequeño ensayo que se publicó en el New York Times. El editor me llamó y me dijo: «Mira, esto es un libro, ponte a escribirlo». «¿Qué quieres decir?», le pregunté, y me contestó que lo que acababa de describir era la relación entre un libro y el paso por la vida de una persona. Con esta frase en la cabeza me senté a escribir. Me di cuenta de que, si iba a utilizarme a mí misma, tenía que ser para revelar el libro del modo que un libro se nos revela a todos. Cuando lees un libro a distintas edades, ves cosas muy distintas en cada lectura. Como profesora descubrí, a lo largo de los años, que hay muchos libros que no se les pueden dar a los jóvenes, porque hay libros que exigen experiencia vital. Empecé con D. H. Lawrence porque fue Hijos y amantes el primer libro que identifiqué abiertamente como literatura cuando estaba en la universi-

dad. Llevaba toda la vida leyendo, pero nunca supe qué era la literatura hasta que llegué a Hijos y amantes. En los siguientes quince años lo releí tres veces, y cada vez me identifica con un personaje distinto del libro, porque cada personaje lleva su propio peso de experiencia. Yo, como lectora, tenía que dar con el ritmo para estar a la altura de sus personajes en su propio terreno. Me descubrí releyendo libros que habían significado mucho para mí. Este era el requisito: libros que hubieran significado mucho para mí y un poco la obligación literaria de utilizarme a mí misma, es decir, cada vez que dijera algo sobre mí misma tenía que llevar el peso hacia el libro. ¿Cómo decidió qué libros iba a incluir en este ensayo?, ¿cómo decidió que relecturas iba a emprender? Es difícil responder porque no lo sé. Dejé que un libro se me sugiriera y, después, otro. Por ejemplo, sabía que Colette tenía que estar y esta me llevó a Marguerite Duras. Me venían este tipo de conexiones. Me parecieron correctas a nivel intuitivo. Fue mi intuición la que me dijo que eran las transiciones correctas. No sé cómo explicarlo: presté mucha atención a la lectura de un libro sabiendo que luego tenía que venir otro. Intentaba darle un poco de unidad, también porque no tenía que ser una colección de cosas separadas. La lucha es siempre cómo sacar un libro de todo esto, no de las historias o los ensayos, porque si es un compendio, una colección aleatoria, es mucho menos potente y no tiene tanto calado en el lector. El lector tiene que sentir la unidad de tu pensamiento, y esta es la parte interesante, la parte que me entusiasma: prestar mucha atención a las transiciones de modo que el lector las perciba como naturales. Hay novelas que envejecen mejor y otras que envejecen peor, o somos nosotros, los lectores, quienes cambiamos. Lees un libro y te quedas satisfecha; diez años después, lees el mismo libro y no sientes lo mismo. No significa que el libro sea malo, sino que ya no es tu libro. Para otra persona seguro que ese libro sigue siendo relevante. Así que no podemos

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Entrevista a Vivian Gornick

decir que esté pasado de moda, simplemente ya no me ofrece lo que yo le exijo a un libro. Teniendo en cuenta que la memoria es fraccionaria, y en cierta manera subjetiva, ¿hasta qué punto un libro de memorias constituye un ejercicio de autoficción? Una memoria es una pieza de experiencia compartida. La diferencia principal entre una memoria y una novela —aunque la novela esté contada en primera persona, aunque el narrador sea yo— es que el lector sabe que en una memoria el narrador es el escritor, es decir, que la narración emana del escritor. El trabajo del narrador es crear dramas sobre sí mismo. En una novela tenemos más personajes que interactúan entre ellos y que son los que generan el drama necesario para que la narrativa avance; en una memoria solo te tienes a ti misma para producir dicho drama. A menudo tienes que verte a ti misma en aquello que se esté debatiendo, que se esté tratando. Te tienes que implicar. Primero tienes que aislar la experiencia, que es lo más complicado. Cuando empecé a escribir, pensaba que estaba todo en el pasado, que yo estaba escribiendo una historia sobre mi madre y que era agua pasada. Al cabo de cuarenta páginas, me di cuenta de que tenía muchas cuentas pendientes con mi madre y que no podía simplemente escribir sobre el pasado. Recordaréis el libro: paseo con mi madre por Nueva York y luego hablo de mi madre, mi hermano y yo cuando éramos pequeños. Me di cuenta de que quería que las mujeres hablaran entre ellas, que se reconocieran las unas y las otras, y ahí entendí que era una pieza sobre la experiencia, una parte de la experiencia que yo tenía que perfilar, y la esencia de dicha experiencia era que yo no podía abandonar a mi madre porque me había convertido en mi madre. Las memorias han sustituido más o menos a las novelas, ahora mismo. Sin duda, tiene que ver con el hecho de que desde la Segunda Guerra Mundial, por el Holocausto, los testimonios se hicieron muy necesarios. Primo Levi es el escritor que lo hizo mejor. No se puso a escribir ficción, se puso a describir lo que había pasado durante la guerra, se puso a escribir testimonios crudos, desnudos, para perfilarlos. Levi es un ejemplo perfecto: encontró la vía para escribir y para materializar su experiencia, y se puede resumir en una frase, en la que dice: «La primera vez que un hombre mire a otro hombre como una cosa, terminará en un holocausto». Esto es lo que él entendió al final y es lo que predomi-

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na en toda su escritura, este reconocimiento profundo treinta años después de la guerra. Todo el mundo, de repente, estaba dando testimonio de algo. Vino el movimiento de liberación, del que yo formé parte en los años setenta u ochenta del siglo pasado, y nos pareció normal dar testimonio al mundo de lo que era ser nosotras: es de aquí de dónde vienen estas obras y por eso está reflejado en las memorias. Para terminar, os insto a todos a recordar que una memoria tiene que poder contarle algo al lector desinteresado, no a la familia ni a los amigos. Al final, escribes para un lector desinteresado, lo que significa que tienes la misma responsabilidad que con cualquier otro tipo de lector. ¿Qué libros no le gustaron o abandonó de joven y cree que quizás ahora podría disfrutar o entender mejor? Uno de los grandes templos es Elizabeth Bowen. Es muy difícil de leer y creo que hay que tener cierta edad para leerla. Cuando era joven, a los veinte, lo intenté, pero no pude. También a Virginia Woolf, de quien siempre me han gustado los ensayos pero las novelas me costaban mucho. De hecho, una vez utilicé a La señora Dalloway como ejemplo de lo que sucede cuando envejeces y sobre todo cuando te haces feminista. En la universidad la señora Dalloway me parecía muy fría, como asustada de la vida. Sabíamos que no duerme con su marido, sino en el tercer piso, en una sala o en una habitación blanca, y rechaza la sensualidad porque nunca ha querido a Richard Dalloway. En aquel entonces pensé que era tremendamente horrible. Unos años después, la releí y pensé que estaba intentando salvar su vida, salvar el pellejo, por un matrimonio espantoso. En los años setenta la percibimos de otra manera; Virginia Woolf, Lawrence y tantos otros eran jóvenes y sabios y al final reflejan en la página cosas que yo no podría haber puesto por escrito a según qué edad. Esto lo hace un genio. Es como la pintura moderna: cuando yo era joven no podía mirar ningún cuadro de Pollock, los grandes expresionistas neoyorquinos no me decían nada. Luego maduré y vi una exposición de Rothko en el Guggenheim de Nueva York y entendí de golpe la pintura moderna. Me fui acostumbrando de forma subliminal a mirar este tipo de cuadros del modo que merecían ser vistos. Al igual que con los libros. Me pasó también con Elizabeth Hardwick. Ella lo veía todo de forma estática, a nivel cultural, no formaba parte de


No creo que ninguna mujer joven a día de hoy pueda sentir que una gran pasión sexual va a ser la salvación o el pilar central de su vida. Es así como yo leí a Colette, para decir que, aunque era una gran escritora, al fin y al cabo su trabajo, su obra, no tiene un gran peso en el momento actual, porque todo sobre lo que ella escribe ya no está al orden del día, ya no refleja la propia experiencia del lector o la lectora, y esto es muy importante, que tu propia experiencia quede reflejada de un modo novedoso y potente. Luego leí a Marguerite Duras, quien también se mete en el amor plenamente, pero de forma distinta. Ella utiliza la pasión sexual para contar muchas otras cosas. Si comparo a estas dos escritoras francesas, que se llevan unos sesenta o setenta años, vemos el cambio cultural. Esto me pareció muy interesante.

Vivian Gornick. Fotografía: Librairie Mollat

aquel movimiento, pero cuarenta años después releí sus libros y me dejó patidifusa. Hay una presencia constante del amor y de su evolución. Estos son los libros que menciono en Cuentas pendientes. Todos libros antiguos, ninguno contemporáneo. Muchos de ellos se centran precisamente en el amor. Releyendo desde el momento actual, me siento obligada a criticar estos libros, a hacer una crítica para ver cómo lo que se escribe suena ahora de lo más anticuado, porque siguen hablando del amor de un modo en el que yo no hablaría, pero a su vez les doy el mérito de narrar con pasión, con belleza y con habilidad lo que escribieron en aquel momento. Es lo que he hecho, por ejemplo, en la parte de Colette. Mis amigas y yo adorábamos a Colette, hasta los veintidós años ella lo era todo para nosotras. Era la escritora que nos iba a contar cómo teníamos que vivir y lo que nos enseñó fue que la pasión sexual era la experiencia más importante que íbamos a experimentar. Esto es lo que dicen los libros de Colette, este es el meollo del asunto, y si tú no tienes pasión sexual pues tu vida no va a ser completa. Aquello me afectó de forma profunda, no creo que ningún veinteañero a día de hoy pueda leer a Colette tal como yo la leí. ¿Ves a lo que me refiero?

Habla de las contradicciones de los setenta, y del nivel de rabia que se liberó, tanto en hombres como en mujeres. En la actualidad hemos visto muchos casos de grandes movimientos. No sé cómo los valora y si ve semejanzas… Hay relaciones, sin duda. El movimiento MeToo me sorprendió enormemente. Y a casi todo el mundo que conozco. Estas mujeres jóvenes surgieron mucho más enfadadas de lo que estábamos nosotras. Algunas con una rabia revolucionaria: «Que le corten la cabeza». Básicamente, nosotras no éramos así, éramos una generación visionaria y claro que estábamos enfadadas y se nos acusaba de estar airadas, pero lo que intentábamos era escribir el manual para allanar el camino y descubrir qué significaba ser ciudadanas de segunda o que nos vieran como nos veían, queríamos contarle al mundo que no éramos como nos describían. A esto dedicamos los setenta y los ochenta, y hubo rabia, pero no fue la marca principal. Si se me publica tanto ahora es por el resurgimiento del feminismo en Europa y en Estados Unidos. Lo que denunciaba esta gente, primero empezando por Hollywood y luego por las fábricas. Toda mujer levantó la voz y declaró esa rabia por no haber cambiado casi nada. Yo creo que parece un milagro lo que hemos logrado. Cuarenta años después se dice que es demasiado poco lo que ha cambiado y que no es demasiado tarde. Yo no me había dado cuenta de en los lugares de trabajo todo seguía igual, de que los hombres se sentían libres de utilizar a las mujeres como habían hecho y como siguen haciendo, de que las cosas podían no haber

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Entrevista a Vivian Gornick

cambiado tanto. Me sentí consternada en 2017, porque conocía a muchos hombres que sufrieron mucho y a quienes se arruinó la vida, y obviamente veía a inocentes, pero tampoco quería caer con ellos. El hecho de que haya revuelo está bien, es así como el cambio social tiene lugar. A la gente de mi edad le ha costado muchos años reconocer que no va a pasar nada revolucionario de la noche a la mañana, que las cosas van paso a paso, y cada vez que pasa algo, miles de personas cambian cuando ven la luz. Un día, a nadie en el lugar de trabajo se le ocurrirá utilizar a otra persona; se tratará a todo el mundo como un igual. Ese día llegará, pero no está cerca, no ha llegado todavía. Trabajé en The Village Voice hace mucho tiempo. Era reportera en los años setenta y al haber empezado recientemente en ese trabajo cometía muchos errores. No sabía cómo utilizarme a mí misma sin sentirme avergonzada, ni quería que otra gente pensara que escondía mi identidad al escribir sobre ciertas personas. Dije muchas cosas muy tontas sobre mí misma, muy alocadas, porque no sabía lo que hacía. La gente decía que era muy sincera. No soy sincera, nunca escribo sobre nada en lo que me pueda sentir vulnerable. Si me siguiera sintiendo vulnerable sobre mi madre o mi padre, no escribiría sobre ello. Escribo si me siento segura en lo que tengo que decir, no para instituirme como víctima ni para victimizar a nadie. Tengo que asegurarme de que no me voy a inmolar ni a destruir en el intento. En el libro habla sobre Natalia Ginzburg y lo que significó su literatura para la suya. Ahora ha comentado que no suele leer literatura contemporánea. No sé si en algún momento de la vida como escritor se dejan de tener influencias… El lenguaje literario se ha visto afectado por internet y a mí me resulta muy extraño. No lo entiendo y es por eso que no me siento capacitada para hacer una crítica. No me reconozco en ese lenguaje. En cualquier caso, todos los escritores que leo me influyen, en alguna parte de mi cabeza siempre queda algo registrado y lo voy a recordar en otros momentos. Incluso a día de hoy, si me pusiera a escribir un segundo volumen de Cuentas pendientes, encontraría muchos más escritores que releer. Acabo de dar el ejemplo de relectura de Elizabeth Hardwick, esta crítica americana a la que desprecié hace cuarenta años y a la que,

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a día de hoy, he releído y he visto virtudes que fui incapaz de ver entonces. Mucha gente, cuando envejece, deja de leer o lee cada vez menos. A mí esto no me ha pasado: yo leo cuatro horas al día y leo todo tipo de cosas, de forma sistemática. Leer es una relación vibrante que está en constante evolución, que emociona, activa las manos, el cerebro… El hábito de la lectura se ha visto enfatizado por el confinamiento. Entre el final de la tarde y la cena es cuando me pongo a leer, y durante estos últimos tiempos ha sido muy importante para mí porque era lo único que me relajaba y me daba paz. Aquí, en Nueva York, en los primeros meses de la pandemia, veía la avenida vacía, sin movimiento, en silencio, ni una persona, ni un coche, nada, como si viviera en un paisaje de ciencia ficción, una peli de ciencia ficción surrealista. Aun así, no dejé de andar nunca, cada día salía a pasear. Me ponía la mascarilla, los guantes, y así lo hacía a diario, y luego volvía a casa y leía, y cuando leía me sentía aliviada, sentía un alivio tremendo. Seguro que mucha gente se ha reencontrado con la lectura a causa de la pandemia. Y ya para acabar, ¿cómo sumamos a los hombres a la fiesta feminista? La pregunta que planteas es muy importante y muy difícil de responder. En los primeros años del feminismo, muchos matrimonios se fueron a pique porque tenían tantos conflictos por las cuestiones que ella planteaba que no aguantaron. Todo el mundo se dio cuenta de que la ideología es muy sencilla, pero la realidad emocional es muy complicada. Existe pues esa brecha, no hay manera de sortearla. Ni tampoco hay una receta. Cada cual tiene que lidiar con esto a su manera. He visto a mucha gente pelear y conseguir narrativas muy buenas, y luego he visto a mucha gente, incluida yo misma, a quien el marido le dijo una vez —yo estaba en mi treintena y él tenía cuarenta—: «Mira, me ha llevado cuarenta años aprender las reglas y ahora me dices que esto ya no vale». Es así como estaban las cosas en aquel entonces y resultó que aquello no era suficiente para mantenernos juntos. Así que nos separamos y muchas otras parejas también lo hicieron. No hay una receta mágica. Depende enormemente de cada persona, y no sólo de hombres o mujeres. Esa brecha entre la teoría y la práctica afecta a otros muchos campos, como puede ser también la amistad.


Entrevista a Javier Echalecu Texto: Fernando Clemot Fotografía cedida por el entrevistado ©

Lo malo de una isla desierta (Pre-Textos, 2021) es el primer libro de cuentos de Javier Echalecu (Madrid, 1980). Nos gustó mucho este volumen de cuentos, desde el principio nos sedujo esa mixtura de estilos que hay en sus páginas, y teníamos ganas de conversar con Javier sobre el libro, sobre el género y sobre el buen momento del mismo. El resultado es esta entrevista que se concertó en los apretados días de la Feria del Libro de Madrid, llenos de colas, pero también de maravillosos encuentros.

¿Qué es Lo malo de una isla desierta? ¿Qué se puede encontrar el lector que se adentra en sus páginas? Supongo que podríamos decirlo así: encontrará un archipiélago compuesto por catorce islas artificiales, menos deshabitadas de lo que en principio parece, algunas soleadas y otras nubladas, en unos casos bordeadas de coral y en otros por las arenas de lo especulativo, y a cuyas costas llega la brisa de un humor suave —digo suave en el sentido de que siempre tiene un pie en la ternura—. No se me escapa que es un libro muy variado —de hecho, te seré sincero: durante mucho tiempo me pareció demasiado variado—, pero, ahora que por fin soy capaz de alejarme un poco, me doy cuenta de que todos los cuentos remiten a un puñado de obsesiones comunes: el malestar asociado a la búsqueda de identidad, las torpezas que cometemos en el amor, el riesgo de naufragar cuando se ven cumplidos nuestros deseos, nuestra incapacidad para encontrar la felicidad —mejor dicho: nuestra extraordinaria habilidad para postergarla— o, claro está, ese gran misterio que es el tiempo. Dicho lo cual, espero que cada lector encuentre algo distinto en el libro. Ya sabemos que una obra es el

resultado de un diálogo entre autor y lector, y en este sentido comparto a pies juntillas lo que escribe Mariano Peyrou en Tensión y sentido: la poesía (y lo mismo me vale para el género del cuento) no tiene tanto un significado como un conjunto de posibilidades interpretativas, es decir, un campo de sentido. En fin, ojalá haya conseguido ofrecer algo así y, si no es el caso, al menos unas islas en las que pasar un par de buenas tardes. Nos comentaba el escritor Gonzalo Calcedo que en su generación había que alinearse de forma inevitable en el lado de los cuentistas hispanoamericanos (Cortázar, Borges) o en el de los norteamericanos (Carver, Cheever). ¿Crees que en la actualidad hay algún tipo de alineamiento, miradas distintas? Si las hubiera, ¿en qué lugar crees que estaría alineado Lo malo de una isla desierta? Es verdad que durante mucho tiempo —yo soy de una generación posterior, pero aun así recuerdo tener esa misma impresión— parecía que el cuento se dividía entre esas dos tradiciones. Era como si, a la hora de escribir, hubieras de optar por uno u otro planteamiento — permíteme añadir el nombre de Felisberto Hernández, ya que creo que muchos hemos pasado por una época cortazariana y borgiana, sí, pero también felisbertiana—. Por suerte hoy no creo que sea así. El cuento sigue siendo género minoritario —lo que no siempre es una desventaja—, pero aun así, explorando un poco, se encuentra suficiente diversidad como para que cualquiera pueda construir su propia genealogía. Digo esto porque, de algún modo, son los discípulos los que crean a los maestros y, por suerte, nada impide escoger maestros de tradiciones muy heterogéneas. De hecho, quizá más que de tradiciones (término que parece remitir al

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Entrevista a Javier Echalecu

ámbito nacional o lingüístico) sea adecuado hablar de constelaciones. En una de las cartas a su hermano, Van Gogh dice que hay algo de Rembrandt en Shakespeare y de Correggio en Michelet y de Delacroix en Víctor Hugo y después algo del Evangelio en Rembrandt. Justamente así, uniendo autores de tradiciones muy distintas en la bóveda celeste de la literatura, se puede conformar una figura coherente y luminosa. Respecto a Lo malo de una isla desierta, bebe de cierta tradición española y latinoamericana, por supuesto, así como de la tradición surrealista y, si hacemos caso de las lecturas de otros, de la existencialista. Y también, cómo no, de la estadounidense, aunque no precisamente de Carver y Cheever. Ambos me encantan —a quién no—, pero creo que en algún momento tuve la impresión de que muchos cuentos de aquí sonaban a traducción de los cuentos de allá —tanto por la prosa como por el imaginario— y eso a mi juicio les restaba verdad. Esto me alejó de la tradición norteamericana, aunque por poco tiempo. La autora que más admiro hoy, la que se encuentra en el podio de mis cuentistas de referencia, es Lydia Davis. No sé si hay otro país que haya dado tantos cuentistas de nivel tan excelente como Estados Unidos. La sensación al recorrer los cuentos de Lo malo de una isla desierta es que muchos están dominados por un modelo de surrealismo, algo alejado del clásico. ¿Cómo definirías este estilo o esta forma de mirar la realidad? Es verdad que hay algunas páginas en que la escritura se abandona a cierto lirismo cuando no a la libre asociación de ideas; una herramienta que el surrealismo empleó —con éxito en muchas ocasiones— para revelar las potencias ocultas de la realidad —sin duda porque «la vida es más profunda que la autobiografía», como leí el otro día en Sloterdijk—. Ahora bien, lo que creo que caracteriza la prosa de Lo malo de una isla desierta, lo que de verdad inspira en igual medida tanto esos párrafos más surrealistas como los de textura más cerebral, es en realidad la primacía del plano del lenguaje sobre el plano de la peripecia; de hecho, muchas veces, más que acciones, lo que hay en los cuentos son situaciones casi suspendidas en el tiempo. Ninguno de los cuentos, por razones quizá demasiado extensas para abordar aquí, trata de disimular su condición de artefacto verbal, sino todo lo contrario, subrayarla, in-

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vitando al lector a tomar parte en ella, y cuando no lo hacen es por pura ironía, como se ve en los textos más figurativos: «La perfección» o «Phodilus Badius», casi dos acuarelas. Y es que, si por escritura clásica entendemos aquella en que da la impresión de que el lenguaje fotografía el mundo, lo traduce a términos lingüísticos, predominantemente descriptiva, efectivamente el libro está muy alejado de tal premisa. También es un libro de personajes, de arquetipos muy imaginativos. Nos ha llamado la atención el de Leónidas Gagarin. ¿Quién sería este personaje? ¿Qué otros personajes destacarías y qué les caracteriza? En el relato de Leónidas Gagarin, primer hombre en pisar el lado oculto de la luna, probé a mezclar, por un lado, el registro autobiográfico —el cuento a veces hasta parece una entrada de una enciclopedia— con la técnica de yuxtaposición propia de los collages surrealistas. Es un experimento curioso para mí, y tengo que decir que es de los textos con los que más disfruté y más reí, si bien termina con ese cierre algo amargo —supongo que para compensar tanta sonrisa— de que nada se parece menos a un hombre que su propia vida. A posteriori me he dado cuenta de que esto último, en realidad, creo que es una constante en todos los relatos, y por eso Leónidas se puede entender como una metáfora de todos los demás personajes del libro, desde aquel Sísifo que anda obsesionado con las redes sociales a ese matrimonio del primer relato que asiste a la desaparición inexplicable de la sala de estar —desaparición a la que todo el mundo resta importancia—, pasando por nosotros mismos, los lectores, claro. Y qué grieta más extraña, más paradójica, esta que surge entre el ser de uno y la vida de uno. Es como una desagarradura casi metafísica. Hay quien ha escrito maravillosamente sobre ella. Estoy pensando en Pessoa o en Emily Dickinson —que quizá por eso escribió: «Acostumbro a vivir en lo posible»—. Estamos también ante un primer libro de relatos. ¿Cómo lo afrontaste? ¿Tenías algún referente en el horizonte, una voz a la que te quisieras aproximar? Hay autores que casi desde el principio ya saben cómo quieren escribir; por volver a tus preguntas de antes, pa-


de la librería destinadas solo a Proust y durante mucho tiempo me empeñé en escribir como él. Error. Todo lo que escribía resultaba cursi y pedante. Por los motivos que sea, mi yo-que-escribe no está ahí. Me atrevería a decir que Lo malo de una isla desierta es, antes que nada, un diario de lecturas. Antes he citado a Lydia Davis (añadamos a Foster Wallace y Amy Hempel), pero veo también claramente la influencia de otros a cuyas obras vuelvo periódicamente; si nos atenemos a la lengua española, Ángel Zapata, al que tengo por un verdadero maestro del género breve —digo del género breve, y no del cuento, porque en sus últimos libros su propuesta estética se ha ido radicalizando cada vez más, desplazando su eje de lo narrativo a lo poético—, Patricio Pron, Javier Tomeo y Quim Monzó; si hablamos de literatura italiana; Italo Calvino y Manganelli, etc.

rece que saben de entrada en qué tradición inscribirse, y de ahí ya no los mueves. Yo escribo casi desde que tengo memoria, pero soy tan permeable a las influencias que me ha costado mucho encontrar la constelación de la que hablábamos. Cada vez que leía un gran autor, me ponía a escribir a su manera. Solo con el tiempo me he dado cuenta de que no tiene por qué haber necesariamente una correspondencia entre lo que admiras como lector y las corrientes que animan tu escritura. Vaya, por poner un ejemplo, en casa tengo un par de baldas

En el ámbito de la traducción estás centrado en las traducciones de literatura italiana. ¿Nos podrías recomendar algunos títulos de esa literatura que crees que no han tenido el suficiente reconocimiento entre nosotros? Mi mujer y yo —traducimos juntos— hemos tenido suerte con las traducciones porque hemos podido verter al español algunos libros maravillosos como La vida fácil. Silabario de Alda Merini o el ensayo De profundis de Salvatore Satta, que escribió una de las mejores novelas del siglo XX: El día del juicio. Ni de una ni de otro hay muchos lectores en España, aunque, bueno, en el caso de la primera, en los últimos años son varias las editoriales independientes que han hecho un esfuerzo por dar a conocer su obra en español. Por otro lado, hace un par de veranos descubrí a Curzio Malaparte, y tanto su Kaputt como, sobre todo, La piel, me parecieron un bombazo. Y para acabar permíteme citar, más que autores desconocidos, tres libros menos conocidos de autores que, aunque cuentan con reconocimiento del lector español, lo tienen sobre todo por otras obras: Centuria, de Manganelli (por cierto, otro libro que me ha influido bastante), Las palabras de la noche, de Natalia Ginzburg, y El zafarrancho aquel de la via Merulana, de Gadda, en una más que maravillosa traducción de Carlos Gumpert. El traductor es una especie de autor de obra ajena y esta traducción es una buena muestra de ello. Parece imposible estar al nivel de Gadda, pero Gumpert lo consigue.

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Entrevista a Nacho M. Segarra, María Bastarós y Cristina Daura Texto: Bel Carrasco

Nacho M. Segarra, María Bastarós y Cristina Daura. Fotografía cedida por los entrevistados ©

Pocas cosas hay que generen con tanta intensidad oleadas de placer por una parte y, por otra, tensiones, conflictos y sufrimientos. Pocos temas de los que se hable con tanta frecuencia, énfasis y pasión, a menudo basándose en tópicos, prejuicios, estereotipos y lugares comunes. La historia de la sexualidad traza una amplia parábola desde el instinto básico de reproducción que

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nos conecta con los mamíferos hasta las más refinadas prácticas eróticas que incluyen cierta dosis de espiritualidad, como el tantrismo. Durante siglos, la sexualidad se ha representado exclusivamente dentro del modelo heterosexual, en blanco y negro, pero en la segunda década del siglo XXI comienza a mostrar en todo su esplendor el espectro cromático del arcoíris, como en este libro.


Tras su éxito con Herstory. Una historia ilustrada de las mujeres (Lumen), Nacho M. Segarra, María Bastarós y Cristina Daura lanzan en la misma editorial lo que podría considerarse su secuela, Sexbook. Una historia ilustrada de la sexualidad. Gran formato y un contenido caleidoscópico que explica la evolución de la sexualidad mediante un cúmulo de temas concretos. Desde el increíble caso de Elena de Céspedes y Marie Bonaparte hasta Kinsey, la Viagra, la Manada o el sexo durante el confinamiento. Los autores concibieron su proyecto de forma similar al recorrido LGTBQ que realizaron para el museo Thyssen-Bornemisza, «con la pretensión de elaborar una memoria de los deseos, de las identidades y de las prácticas sexoafectivas condenadas al espacio privado y al silencio […], y se dirige de forma especial a las personas que actualmente se identifican como transfeministas, bisexuales, lesbianas, queer, y a quienes se consideran aliadas y desean construir una historia compartida». ¿Se podría definir vuestra obra como una historia pop del sexo? Más que una historia, Sexbook es un conjunto de historias, un pastiche o un collage de narraciones mínimas, de grandes hechos, de descubrimientos, de luchas, de cotilleos. Y dentro de esa amalgama hemos tratado de recurrir a todo tipo de fuentes y enfoques, porque la sexualidad es un tema con millones de ramificaciones que está ahí desde que el ser humano existe. Obviamente, hay una gran cantidad de cultura popular porque la cultura popular nos construye, construye nuestras fantasías y nuestra forma de entender la sexualidad. También hemos intentado mantener un tono elevado, positivo, con dosis de humor, que encajan muy bien dentro de la definición de pop. Pero no faltan capítulos duros sobre temas como la mirada colonialista sobre la sexualidad de las mujeres indígenas, la violencia sexual como herramienta de guerra o el caso de la Manada y el debate sobre el consentimiento. Sexbook es una obra caleidoscópica.

¿Con qué criterios habéis acudido a las distintas fuentes? En este proceso de investigación hemos descubierto lo absolutamente silenciada que está la historia de la sexualidad, más cuando está protagonizada por minorías y mujeres. Hemos querido respetar esos silencios y hemos tenido en cuenta que muchas de las personas protagonistas no hablaban por sí mismas, sino que lo hacían por ellas los jueces, los policías, los aparatos represivos. Partiendo de ahí y sabiendo de antemano que iba a ser una historia fragmentaria, hemos acudido a una gran variedad de fuentes, desde historias y enciclopedias de la sexualidad hasta biografías, películas, historias de la moda, canciones, divulgadores sexuales en redes, etcétera. De los datos y hechos recopilados, ¿alguno os ha sorprendido especialmente? Quizás una de las cosas más sorprendentes que hemos descubierto es que hasta el 1800 aproximadamente, la ciencia médica y anatómica decía que sólo existía un sexo, el del varón, que en su pene y testículos alcanzaba su forma perfecta. La mujer venía a tener lo mismo pero en su interior. Según una monografía de Thomas Laqueur, existían en época moderna numerosas historias de mujeres que, al saltar una valla o cantar muy fuerte, de repente mutaban de sexo. Laqueur venía a decir que en la Edad Moderna la pregunta por el sexo verdadero no tenía sentido porque sólo existía uno que podía mutar. La sexualidad femenina ha sido invisibilizada y al mismo tiempo interpretada durante siglos solo por hombres, desde científicos a sacerdotes. ¿Cómo ha afectado la religión a la vivencia de la sexualidad? Si hablamos de la religión cristiana, su efecto en la salud sexual y psicológica de las personas ha sido absolutamente devastador. En Sexbook hablamos de cómo se empiezan a considerar pecado determinadas prácticas

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Nacho M. Segarra, María Bastarós y Cristina Daura

como la sodomía, que inicialmente englobaba cualquier relación sexual sin afán reproductivo. Considerar algo pecado no era baladí, pues quien hiciera tal o cual cosa ardería en el infierno, y muchos lo creían a pies juntillas. La religión ha condenado la diversidad sexual, el placer femenino, ha fomentado una sensación de culpa en torno al sexo y la masturbación que causa neurosis y depresiones en adultos y jóvenes. Ha encerrado a mujeres en reformatorios o cárceles, como el Patronato Nacional de la Mujer en España durante el franquismo, por resultar atractivas, tener iniciativa en el terreno sexual y hasta por haber sufrido una violación. La obsesión de la religión católica por el sexo es una de las grandes tragedias de nuestra historia. ¿La complejidad y el potencial de la sexualidad femenina no son en cierta manera unas de las causas por las que ha sido acallada y sometida? De hecho, todavía hoy, en ciertas partes del mundo, se practican infibulaciones como medio para erradicar su capacidad de placer. No creo que el motivo tenga que ver con la sexualidad femenina en sí o con su potencial, sino con el poder alcanzado por los hombres a lo largo de la historia y las diversas herramientas desarrolladas para mantenerlo. Desde la ciencia se ha hablado sobre las mujeres y su sexualidad sin argumentarios empíricos. Los discursos desde dichos poderes solo han respondido a los intereses de los hombres, y el principal ha sido dar continuidad al statu quo y mantener bajo su control y con plena disponibilidad material y emocional a la otra mitad de la población. La libertad y la iniciativa de las mujeres se ha coartado en todos los planos: laboral, económico, jurídico, político, creativo, sexual, etcétera. Durante décadas, se afirmó que las mujeres no eran capaces de tener orgasmos, luego que estos solo eran posibles si eran vaginales y no clitorianos. Desterrar el placer de la vida de las mujeres es otra forma de control, igual que educarlas en el amor romántico y en la docilidad, o prohibirles ir a la escuela. ¿Vivimos una época de liberación sexual o un nuevo tipo de puritanismo? Michel Foucault decía una cosa muy interesante: en una época tan puritana como la victoriana se produjo una verdadera explosión de discursos sobre sexualidad

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que acabaron por regular de un modo muy preciso la vida sexual de los ciudadanos. Frente a esa regulación, a lo largo del siglo XX se extiende la idea de que el sexo está reprimido por el Estado y que se necesita una revolución para liberarlo, pero ¿y si los discursos de la liberación sexual acabaran también por imponer más normas a nuestras vidas? Como ser sexualmente activo, desinhibido o utilizar juguetes… En nuestra sociedad identificamos liberación con que haya muchos debates e imágenes sobre sexo. ¿Y si lo importante no es la cantidad sino el modo en el que hablamos sobre sexo? El movimiento LGTBI ha roto muchos prejuicios y tabúes. ¿Sois optimistas respecto al futuro o podemos asistir a una involución oscurantista? Esta es una pregunta difícil de responder, pero voy a intentarlo. El sistema sexual y afectivo bajo el que hemos vivido los últimos siglos es el de la heterosexualidad y la familia. Muchas veces este sistema se ha impuesto de manera violenta y otras por consenso. Para mantener este consenso se han hecho algunas concesiones como, por ejemplo, ampliar el matrimonio hasta incluir a la homosexualidad en él, pero la violencia es una herramienta que no se abandona. Pensemos, por ejemplo, en un hombre gay joven en una ciudad como Madrid


o Barcelona: ese chico tendría una red de bares, oferta cultural, barrios con una vibrante vida gay y, al mismo tiempo, y tal y como hemos visto los últimos meses, también podrían matarle de una paliza. Los niños acceden cada vez más pronto a los contenidos pornográficos. ¿Es preocupante? No creo que ningún joven consuma cine pornográfico como quien ve el telediario, la mayoría sabe que son representaciones de fantasías y deseos. Dicho esto, el acceso a la pornografía de menores de una edad cada vez más temprana es un problema, pues el consumo continuado de pornografía puede alterar ciertos comportamientos y es una industria explotadora que ha hecho de la fetichización de la mujer su bandera. Pero vivimos en una sociedad que ha normalizado las imágenes pornográficas en anuncios, películas y series. Por tanto, fijarse en lo más extremo es silenciar el resto de la conversación: los jóvenes están más que familiarizados con la explotación cuando llegan al porno. Este hecho no sería preocupante si fuera contrarrestado por una buena educación sexoafectiva, pero preferimos echarnos las manos a la cabeza que ponernos a ello. Según Vitit Muntarbhorn, defensor global LGTB de la ONU, existen ciento doce géneros distintos. ¿Cómo interpretar ese dato? Como lo que es: una celebración de la diversidad sexual. Una de las cosas que hemos descubierto con esta investigación es que nuestros conceptos sobre sexualidad están muy localizados culturalmente. En Occidente ha primado históricamente la idea de que existen sólo dos géneros, un hecho que ha sido reforzado de manera ideológica por la ciencia y la medicina. Eso no significa que tengamos la verdad universal o que otros saberes no identifiquen a otros géneros, pero sí que nos habla de un hecho concreto: el modo en el que las invasiones que hemos llevado a cabo desde Occidente han acabado reduciendo la diversidad sexual en el mundo imponiendo nuestra visión sobre el tema. Las nuevas tecnologías han abierto múltiples posibilidades de relaciones eróticas. ¿Qué efectos positivos y negativos generan? Las apps de ligue, que ya estaban muy en boga, han tenido una difusión inmensa durante la pandemia.

Se suelen comparar apps como Tinder con un consumo capitalista de las relaciones afectivosexuales, pero su dinámica no es tan distinta de la que funciona en la barra del bar o la disco. Detrás de las apps siempre hay personas y debemos reflexionar sobre hasta qué punto su carácter digital debe ser un criterio a tener en cuenta a la hora de lanzarse al mundo del ligoteo. Se trata de una herramienta que puede encajarnos más o menos, sorprendernos o sencillamente aburrirnos. Lo importante es la responsabilidad emocional y la honestidad, y de eso hay presencia y ausencia tanto en Tinder como en las barras de bar. Creo que es en adquirir esas cualidades en lo que uno debe centrarse.

¿Por qué siendo algo básico y natural el sexo genera tantos problemas? Históricamente podríamos decir que se descubrió pronto que las restricciones sobre la sexualidad son un modo de control privilegiado sobre la población. Meterse en la cama de los ciudadanos, en el corazón de su privacidad, era un aspecto demasiado jugoso como para dejarlo al libre albedrío personal. Tomemos el caso de la homosexualidad y la Iglesia: hasta el siglo XII la Iglesia católica no parecía muy interesada en perseguir la sodomía, preocupada como estaba por el sexo heterosexual. Sin embargo, a partir de ese siglo, cuando se impone el celibato a los curas, se descubre que la acusación de sodomía sirve para denunciar a herejes como los cátaros, homosexuales, personas de otras religiones, etcétera. En suma, el control de la sexualidad se convierte en una herramienta privilegiada para atacar la diversidad.

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Hugo Claus. Un clásico flamenco del siglo XX Gonzalo Fernández Gómez – 17

Maestro del cuento

Gonzalo Fernández Gómez – 18

Cuentos de Hugo Claus

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Un hombre feliz sorprendido por la duda – 19 Olga y yo – 20 De viaje con Appel – 23 La noche de las estrellas – 28 Versatilidad y controversia Aitor Francos – 36


Hugo Claus Un clásico flamenco del siglo XX Por Gonzalo Fernández Gómez Hugo Claus (1929-2008) no solo fue el autor flamenco más importante de la segunda mitad del siglo XX, sino también el más productivo. Su extensa obra incluye miles de poemas, decenas de obras de teatro, abundantes novelas y casi cien cuentos recopilados por primera vez en 2019. Como integrante del llamado «movimiento de los 50», Claus pertenecía a una generación de escritores que quería romper con el idealismo del periodo de entreguerras y buscó su inspiración en el dadaísmo, el surrealismo y el arte primitivo. Vistos desde nuestra perspectiva actual, los textos de Claus rezuman una refrescante actitud de l’art pour l’art. Después de la Segunda Guerra Mundial, había quedado claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos. El arte no necesitaba, por tanto, resolver dilemas políticos y sociales, y se convirtió en un objetivo en sí mismo. En la literatura, eso condujo a un formalismo que en la obra de Claus se manifiesta en un flirteo con lo grotesco, lo absurdo

y lo mágico. El relato breve es el género por excelencia para la experimentación, y así lo entendió Claus en su primer libro de cuentos, de 1954, en el que juega con fantasías e ideas, se impone restricciones formales y explora el territorio fronterizo entre la prosa y la poesía con cuentos muy breves, como el primero de la selección que ofrezco en este documento. Más adelante, sus cuentos crecerían en complejidad, hasta alcanzar el formato de la novela corta (como El pez espada, de 1989, publicada en español por Anagrama). En más de una ocasión se ha dicho que la obra de Claus es tan rica como compleja es el alma humana. La presente selección, centrada en su producción de los años cincuenta y sesenta, pretende ofrecer una imagen de las aspiraciones y ambiciones artísticas de los hijos de la guerra en el ámbito neerlandófono, uno de los territorios que más sufrieron bajo el yugo de la ocupación nazi. Pero es también un primer paso en un gran proyecto que podría adquirir la forma de una antología de cuentos de Hugo Claus o, tal vez, de los mejores cuentos de la literatura de Flandes, desde el siglo XIX hasta nuestros días.

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El cielo raso

Maestro del cuento Por Gonzalo Fernández Gómez Los dos primeros relatos de esta selección («Un hombre feliz sorprendido por la duda» y «Olga y yo») proceden del primer libro de cuentos de Hugo Claus, publicado en 1954 con el título de Natuurgetrouw [Fiel al natural]. Representan la etapa más experimental de la cuentística clausiana y, como han señalado algunos críticos, reflejan su idea del hombre como el sexo débil. A pesar del éxito de Hugo Claus con las mujeres y la fama de rompecorazones que se ganó a lo largo de su vida, muchos de sus cuentos presentan al hombre como un ser inseguro, sumiso y atormentado por las dudas. Esos dos relatos de juventud son una buena muestra de ello. «De viaje con Appel» se publicó en 1969, en el tercer libro de cuentos de Claus, titulado Natuurgetrouwer [Más fiel aún al natural]. En esa etapa, el autor recurre con cada vez más frecuencia a experiencias autobiográficas, aunque distorsiona la realidad hasta crear la duda sobre la autenticidad de las vivencias que narra. En este caso se trata de una anécdota vivida durante un viaje por Normandía realizado en 1952 en compañía del pintor holandés Karel Appel. En una hoja suelta incluida en Karel Appel, Painter (1962), libro de Claus dedicado al pintor, el autor escribe lo siguiente sobre este cuento: «“De viaje con Appel” es un relato en el que, en el marco de un episodio descriptivo, he tratado de crear

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la atmósfera de toda la obra de Appel —no solo de un cuadro concreto—, en la que confluyen la grandilocuencia, la perspicacia, la exageración y la violencia. El cuento tiene tanta relación con Appel como una meticulosa descripción con un cuadro». «La noche de las estrellas» (1958), por último, apareció originalmente en el periódico holandés Het Parool, y no se publicó en forma de libro hasta 2019, cuando se incluyó en la edición de los Cuentos completos. Este relato tiene la particularidad de que se trata de un cuento à clef sobre la intelligentsia de Ámsterdam de la época, pero no hace falta saber nada sobre los personajes nombrados o aludidos, puesto que se trata de una historia con valor universal sobre la rivalidad entre artistas. Visto desde nuestros días, lo que llama la atención en este relato es sobre todo cierta ingenuidad que nos traslada a la era de la inocencia. El mundo es hoy en día mucho más complejo que en los años cincuenta, cuando nadie sabía nada todavía de globalización ni de tecnologías digitales y un hombre de Amberes con nombre francés aún resultaba exótico en Ámsterdam, ciudad situada sólo ciento sesenta kilómetros más al norte, pero al otro lado de la frontera. El cuento había permanecido inédito desde su publicación en el periódico amsterdamés Het Parool en 1958, donde apareció acompañado por la ilustración de Nico Wijnberg aquí incluida.


Un hombre feliz sorprendido por la duda Hugo Claus Traducción de Gonzalo Fernández Gómez

Un día volví a dudar. No es algo que me ocurra con frecuencia. De hecho, cada vez me ocurre menos. Pero ya sabes cómo son las cosas cuando uno alcanza la fama siendo joven aún y resulta tener cien veces más talento que aquellos a quienes admiraba cuando era más joven todavía. Ya sabes lo que es llevar ocultos en la manga la fe, la suerte y el destino (eso que antes llamaban la moira), gozar de los favores de la estrella de cine más admirada, tener los bolsillos a rebosar de dinero (en dólares) y estar bien parido, con un perfil romano. Y, a pesar de todo, sin saber por qué, me entraron dudas. Tengo que buscar el motivo, pensé, estudiar bien el caso y diseccionar los detalles más dolorosos, por penoso que resulte. Pero la estrella de cine me dijo: «Bésame, acaricia mi delicada piel». El editor me ofreció otro contrato: «Escribe una novela con grandes dosis de desesperación, como sólo tú sabes hacer». Y no encontré el momento de analizar mi caso. Ahora todo ha terminado. No me queda nada. Ni dinero, ni amor, ni perfil romano. ¿Se me cayó algo de la manga? Pero ¿cuándo? La duda es un ave rapaz. Y la furia que me desgarra.

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Olga y yo Hugo Claus Traducción de Gonzalo Fernández Gómez

Ocurrió hace unos días, una de esas mañanas claras y grises del mes de marzo. La noche había lavado las calles como una fiel sirvienta. La gente que se apresuraba hacia el primer metro del día carraspeaba y escupía en el suelo. La luz buscaba un color para cada edificio, cada ventana, cada fachada. Y en ese silencio que envuelve estas calles poco antes de que empiece el ajetreo en el mercado, iba caminando hacia Montparnasse cuando tropecé con Olga. Es probable que no hubiera ido a casa aquella noche, porque su rostro tenía esa extraña palidez cérea que se nos pone a todos en este barrio a las tres o cuatro de la mañana, y que va acompañada de una sensación de rigidez y parálisis en los párpados y las rodillas. Le pregunté qué tal le iba con Pepe, el pintor. —Hace un mes que lo he dejado con él. Era un puritano incapaz de tolerar la más mínima fantasía y sólo pensaba en sus patéticos lienzos, sus pinturas y sus pinceles. —Pues entonces ya no tengo por qué seguir ocultándotelo —dije—. Siempre vi con malos ojos vuestra relación. Nunca llegué a comprender qué veías en ese tío. Puede que sea simpático, incluso cariñoso, pero me recordaba a un pekinés agarrado a las faldas de una corpulenta y atractiva jovencita de Renoir. —Así no era —murmuró Olga—. Qué sabrás tú. —Dejémoslo ahí entonces —repliqué, y seguimos andando en dirección a la estación, donde los primeros vendedores de periódicos voceaban las noticias (un joven paracaidista había muerto en un accidente) y la hilera de taxis rojos avanzaba lentamente. —Estoy agotada —resopló Olga—. Llevo toda la noche andando. —Eso es bueno —contesté—. Así se te ponen las pantorrillas más bonitas todavía. —Bah —suspiró—, estoy harta. Y, de pronto, tomó una pequeña carrerilla, dio un saltito y se puso a volar a mi lado, levitando en horizontal, más o menos a la altura de mi pecho, aleteando con los brazos y batiendo suavemente los pies. —¡Olga! —exclamé—. ¿Por qué haces eso? —Estoy demasiado cansada para andar —contestó. Seguimos caminando. Bueno, yo seguí caminando y ella volaba a mi lado. Cuando me repuse de mi asombro, porque nadie negará que aquello era asombroso (si se hubiera convertido en un águila o una cacatúa sería otra cosa, aunque dado su carácter

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le pegaría más un pájaro carpintero, por lo machacona que era y la forma en que insistía hasta que conseguía que se hiciera su santa voluntad, hasta que conseguía la mejor madera y hacía astillas al más dulce de los hombres, pero no, era la propia Olga quien volaba junto a mí, con su vestido de terciopelo y su pelo estilo Bonaparte ondeando al aire), dije: —¡Ya basta, Olga! Ella se limitó a negar con la cabeza, moviendo a derecha e izquierda su rostro ovalado. Me daba un poco de vergüenza porque, a pesar de que en Montparnasse están acostumbrados a los peinados más extravagantes, los jerséis más chillones y las actitudes más peculiares, la gente nos miraba y algunos incluso se detenían y hacían algún comentario. —Vale ya, Olga —insistí—. Como no pares te dejo tirada, eh... bueno, más bien colgada, y me voy yo solo a sentarme en una terraza. —Eres igual que todos los hombres —protestó ella—. No soportáis nada, todo tiene que ser siempre según las reglas del juego. Y cuando alguien quiere probar un juego distinto o introducir una pequeña fantasía en las reglas, os ponéis a predicar como sacerdotes. —Bueno, pues haz lo que quieras —dije, y seguimos juntos nuestro camino. Entonces dijo que conocía otro juego. —¡No, por favor! —exclamé—. ¡Ya está bien de juegos por hoy! Olga frunció el ceño y, al cabo de un instante, dijo: —Puedo volar más alto. —Olga, querida, ¿qué necesidad tienes? —pregunté. —Ahora, ninguna. —Si estuviéramos en la Cueva del Ser Humano, lo entendería —dije para mantener viva la conversación y distraer su melancolía, epicentro de las más acuciantes preocupaciones. Olga permaneció suspendida en el aire, con su periódico bajo el brazo y su rostro de adulta precoz vuelto hacia mí. Se lo expliqué. —En las Ardenas hay una cueva que llaman la Cueva del Perro, porque a poca altura del suelo hay una capa de gases tóxicos. Un adulto no tiene ningún problema, porque su cabeza asoma muy por encima de los gases mortíferos, pero los perros o los niños pequeños, los enanos y las personas mayores ya encorvadas se asfixian y mueren ahí dentro. —¿Y qué se les ha perdido en esa cueva? —preguntó Olga. Haciendo caso omiso de su pregunta, continué con mi relato. —Por eso lo decía. Porque supongo que en algún sitio del mundo habrá una Cueva del Ser Humano en la que sólo pueden respirar las jirafas, las avestruces y las Olgas voladoras. —¡Y todos los demás la diñan! —exclamó ella entusiasmada—. ¡Ja, ja! Me encantan tus ocurrencias. Cambiando ligeramente la dirección de su vuelo, se acercó a mí y trató de besarme, pero le dije que esas cosas se hacían mejor en tierra firme. —Venga, Olga, no seas así —supliqué—. Baja de una vez y anda como una persona normal. Ella se negó. Volví a insistir y le tiré de la manga, pero lo único que conseguí fue ponerla de mal humor. —¡Sois todos iguales! Arruináis todas las relaciones con vuestro afán de vivir con los pies en el suelo.

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El cielo raso

hUGO cLAUS. oLGA Y YO

—Qué romántica eres —dije. Entonces sí que se puso furiosa. Nos enfrascamos en una enconada discusión y, al final, como no dejaba de aterrorizarme dando vueltas a mi alrededor aleteando con los brazos, me despedí secamente de ella y, con tres o cuatro largas zancadas, me metí en el Dupont. El camarero esbozó una sonrisa socarrona, pero se lo atribuí a su naturaleza enfermiza (ardor de estómago y piedras en los riñones) y no le di mayor importancia. Tres días después asistí al entierro del paracaidista caído en acto de servicio y vi a Olga entre todos aquellos hombres y mujeres que comentaban el accidente, respectivamente, con el sombrero en la mano y la mirada oculta tras un velo negro. Nos dimos la mano y nos pusimos a hablar de las terribles banalidades que pueden interesar de repente a una pareja que se ama en secreto, pero ni ella ni yo (no sé si por delicadeza, miedo o respeto al paracaidista muerto) mencionamos el doloroso incidente de Montparnasse. Fue el abismo de silencio ultraterrenal que se abría entre nuestras frases (el cual me causaba pánico) lo que me hizo tomar la decisión de no volver a ver a Olga nunca más y no pasar por Montparnasse durante unas cuantas semanas. Pero ahora que escribo esto y, transcurridos unos días, puedo contemplar lo ocurrido con mayor perspectiva, tengo la impresión de que mi decisión fue precipitada. Por eso, mañana mismo por la mañana, con el aire cada vez más frío del alba, tal vez vaya a dar un paseo a Montparnasse acompañado por los primeros pájaros del día. Aunque podría ser que ella hubiera emigrado ya a otras tierras más meridionales. Hugo Claus en 1971. Fotografía: Collectie / Archief : Fotocollectie Anefo ©

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De viaje con Appel Hugo Claus Traducción de Gonzalo Fernández Gómez

Ya era tarde cuando llegamos a un pueblecito costero. Antes de buscar un sitio donde pasar la noche (o a lo mejor es que ya lo habíamos dejado por imposible), bajo la niebla cada vez más espesa que se filtraba entre los dientes de sierra de los acantilados en el horizonte, entramos en silencio en la única casa con luz de la aldea. La taberna. Por el resquicio de la puerta vimos la pálida luz dorada que iluminaba el comedor. Sentado junto a la entrada había un hombre bajito y arrugado. Dijimos que éramos extranjeros y que nos habíamos perdido. No era verdad, pero pensamos que tal vez de esa forma despertaríamos compasión. El buen hombre asintió con la cabeza, como si fuera lo más normal del mundo que los forasteros se perdieran en aquellas tierras, y nos dirigimos a la larga y estrecha barra entre los murmullos contenidos de los pescadores que ocupaban las tres mesas, sentados en sillas iguales distribuidas a espacios regulares. No entendíamos su dialecto. Era un gorgoriteo agudo en el que sólo distinguíamos de vez en cuando una exclamación de asombro. En medio de la sala había una lámpara de petróleo, un sol mortecino que desprendía un fuerte olor y a duras penas conseguía iluminar a aquellos hombres embutidos en recios chaquetones. Los pescadores no interrumpieron su conversación (¿sus historias?) a causa de nuestra llegada. Simplemente, bajaron un poco la voz. Hablaban con la lengua entumecida, titubeando, y de vez en cuando nos lanzaban una mirada que resultaba al mismo tiempo escrutadora y pacífica, como si nuestra condición de extranjeros nos hiciera inofensivos, como si no supusiéramos una amenaza para sus relaciones de poder. Los pescadores bebían grandes vasos de sidra, uno detrás de otro, sin necesidad de pedirlos —el joven tabernero se encargaba de que nunca estuvieran vacíos—, y probablemente llevaban varias horas así. Cuando se levantaba alguno y se dirigía hacia la puerta, sus pasos eran firmes, pero al mismo tiempo inseguros. A veces, uno un poco más joven tenía que buscar apoyo en una mesa o el respaldo de una silla. Mi amigo y yo guardábamos silencio (no había nada que decir), y vaciábamos nuestras copas de calvados con la misma regularidad que los paisanos sus vasos de sidra. Hacía ya rato que no entraba luz del día por la única ventana —sucia y con un marco sin pintura

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El cielo raso

hUGO cLAUS. De viaje con Appel

ni barniz— cuando oímos voces fuera, en la oscuridad. Hablaban en el mismo dialecto cansino que los pescadores. Cuando estos también se percataron de las voces —entre las que de vez en cuando relinchaba un caballo—, cambió su actitud. Empezaron a moverse inquietos en sus sillas, el tabernero aceleró el ritmo con que fregaba los vasos. Un par de jóvenes pescadores, los que menos habían elevado la voz hasta el momento, se levantaron y, casi nerviosos, abrieron la puerta de par en par. Las robustas y desafiantes figuras de los pescadores, con sus pantalones y sus chaquetones de una marca americana, quedaron recortadas contra el negro impenetrable de la noche. Las voces y los relinchos se oían cada vez más cerca. Con una risa incómoda, el tabernero dijo que traían a Pierre. El Gran Pierre. «Ah», dijimos todos. «Ah, oui», en el tono de quien dice «claro, naturalmente, quién si no». No pedimos explicaciones. El tabernero añadió que el Gran Pierre iba a entrar en cualquier momento. Observamos que, fuera, la noche había cobrado vida. Los susurros de los pescadores se transformaron en un revoltijo de voces agitadas y, a la tenue luz amarillenta del comedor, entraron tres hombres con un cuarto agarrado entre ellos, un hombre enorme de anchas espaldas a cuyo lado parecían frágiles y pequeños. Al lado de aquel joven gigante, todos los presentes, tanto los que aún estábamos sentados como los pescadores que se habían levantado, quedamos reducidos a la insignificancia, como si hubiéramos encogido por respeto ante un representante de la ley o un sacerdote. Su cabeza se elevaba tan por encima de los más altos entre nosotros, que daba la impresión de que ni siquiera nos veía. Sus ojos de marinero perforaron el cono de luz de la lámpara de petróleo y su mirada se perdió entre las botellas —difusas en la penumbra— del estante situado detrás de la barra. El tabernero había dicho que se llamaba Pierre, y ahora entendíamos por qué: era como una roca, un farallón con piernas. Pierre se chocó contra una mesa y los pescadores se rieron con disimulo. A continuación se sentó a la mesa que habilitaron rápidamente para él. Era joven. El tiempo aún no había surcado arrugas en su piel, y no tenía frente. Su pelo, blanco como el papel y más propio de una mujer que de un hombre, apenas dejaba a la vista un dedo de carne rosa sobre sus cejas de pelos excepcionalmente gruesos y aplastados. Tenía la nariz pequeña y mantenía la boca abierta, exhibiendo sus encías inflamadas. Era casi tan ancho como alto. Su cicló-peo cuerpo, provisto de una barriga como un saco de trigo, se movía con un balanceo involuntario, como si tuviera vida propia. «Pierre», decían los pescadores, «oh, Pierre». Él les sonreía y volvía la mirada en todas las direcciones, para que vieran que había venido en son de paz y que les tenía mucho aprecio a todos, también a los más ancianos, sentados en el rincón junto a la estufa. De pronto, Pierre soltó un relincho como el que habíamos atribuido antes a un caballo, cuando lo oímos fuera, y se quedó mirando al vacío. Los pescadores observaban todos sus movimientos en tensión. Se habían quedado

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Hugo Claus en 1979. Fotografía: Hans van Dijk / Anefo ©

mudos ante aquella presencia tan cercana, imperturbable y silenciosa. Un joven pescador se acercó a la barra a por una escudilla de loza blanca decorada con flores azules, y los demás empezaron a darse con el codo unos a otros. Pierre emitió un leve rugido de alegría y estiró los brazos hacia la escudilla con ansiedad indisimulada. Se la llevó a la boca y empezó a beber. Tragaba a una velocidad sorprendente. Era una sopa de arroz muy ligera. El caldo le caía por las comisuras de los labios hasta el cuello de su camisa azul de lino. Cuando vació la escudilla, siguió masticando un instante y los pescadores lanzaron grititos de viejas cotorras. Con toda calma y precisión (para que nos quedara claro que aquello era lo habitual, que se trataba de una especie de deporte, tal vez semanal, en aquella aldea perdida), el tabernero llenó la escudilla entonces de vino tinto (vació dos botellas) y se la puso delante a Pierre, que empezó inmediatamente a sorber y tragar. Después le sirvió una papilla basta de color gris, a base de harina, en la que reconocimos mondas de patata y legumbres. Pierre empezó a comer con los dedos. Los pescadores alzaron sus vasos y bebieron a su salud, pero Pierre no oía los susurros y las risitas. Cuando terminó de engullir aquel engrudo y alzó la vista de la escudilla, volvió a mirar a todos los rincones del comedor y se rio con la boca llena. A continuación, el tabernero llenó la escudilla de

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El cielo raso

hUGO cLAUS. De viaje con Appel

Hugo Claus en 1989. Fotografía: Rob Bogaerts (ANEFO) - GaHetNa (Nationaal Archief NL) 934-4168 ©

sidra (según interpretamos por los gestos y la agitación de los pescadores, ofrecida por ellos). En el curso de la siguiente hora, el tabernero llenó la escudilla tres veces de sidra y dos veces de vino y, en el asfixiante silencio del comedor —las voces de ánimo, los vítores y los cantos hacía rato que se habían extinguido—, Pierre, sin moverse de su mesa y sin pronunciar una sola palabra, empezó a dar muestras de estar borracho. Se había producido una transición, algo había cambiado en la impenetrable y colosal vida oculta bajo el inmenso caparazón de aquel hombre. Sus hombros de buey se encorvaron y sus iris, claros y neblinosos, reflejaron una inseguridad creciente. Pierre se echó a temblar. Los pescadores identificaron el momento. Lo habían estado esperando. Era la primera pausa en un espectáculo organizado de antemano. ¿De dónde sacaban a aquel gigante para su cita semanal? ¿De las montañas de la isla? ¿De la isla volcánica que había allí cerca, donde vivían seres con tres piernas o con dos cabezas, donde los desertores del ejército vivían en las ramas de los manzanos, donde los niños estaban al mando, donde...? Un pescador (¿el alcalde, el sacristán?), un sesentón reseco, se acercó a Pierre y le dio un toque en la rodilla. Más allá de inocencia y bondad confusa, el gigante, que estaba perdido en sus pensamientos con la boca abierta —dejando a la vista unos dientes amarillos—, no reflejó emoción alguna. El sacristán le preguntó si estaba contento, pero Pierre no comprendió la pregunta. Los pescadores se rieron. El sacristán le lanzó a continuación una serie de preguntas

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rápidas. ¿Qué tal estaban sus dieciséis hermanos? ¿Qué tal estaba su padre paralítico? Un ligero temblor de emoción y lujuria transformó la voz del sacristán en un balido de cabra. ¿Qué tal estaba su...?, los pescadores contuvieron el aliento, ¿...su madre? Pierre trató de incorporarse apoyándose trabajosamente sobre la mesa, sus pies descalzos buscaron el suelo, aterrizaron. Pensamos que iba a decir algo, porque sus labios resecos temblaron, trataron de encontrarse, pero se puso en pie y se estiró, haciendo añicos el recuerdo de su entrada en la taberna, hacía ya algunas horas, como si lo viéramos en pie por primera vez, como una placenta abandonada por una mujer gigante que ha adquirido vida propia entre las malas hierbas del jardín de los hombres. «Ta maman», dijo la cabra, «ta maman si jolie». Entonces ocurrió algo que los pescadores no habían visto antes, o que tal vez habían olvidado. Pierre se hinchó de forma visible. Como un pato que se dispone a volar, empezó a aletear con los brazos y las manos, primero de forma temblorosa, luego con frenesí. La corriente de aire que provocó nos acarició el rostro como una brisa marina. Los pescadores dejaron escapar ruidos guturales y gemidos de embeleso. Por primera vez desde que entró, Pierre adquirió una voz, por muy distorsionada, atormentada e infantil que sonara. «Rosina», entendimos, y sus cuerdas vocales se vieron abrumadas por la fuerza sonora de aquel nombre. Haciendo un esfuerzo supremo que le hinchó la garganta y le marcó las venas en el entrecejo, las sienes y el cuello, exclamó: «¡Rosi!». En la boca, que también era amarilla por dentro, tenía restos de comida. Siguió aleteando con los brazos al tiempo que abría las piernas y trataba de pronunciar de nuevo aquel nombre sobre el que parecía pesar una maldición, como si tuviera que contraer todas las fibras de su férreo cuerpo a causa del esfuerzo. Entonces empezó a desprender un tufo a vinagre y estiércol que se extendió por todo el comedor. Pierre siguió aleteando un poco, hasta que por fin se derrumbó junto a las patas de la mesa y permaneció inmóvil en el suelo. Alguien abrió la puerta. Los pescadores retomaron su conversación, pero ya no miraban a Pierre, y tampoco nos miraban a nosotros. Ni siquiera se miraban entre ellos. Parecía que estaban pronunciando una plegaria, un conjuro colectivo. Entre varios hombres levantaron a Pierre del suelo y lo arrojaron a la calle como si fuera un bulto. El gigante se quedó tirado en los adoquines. ¿Qué mal habían conjurado? ¿A qué inocencia habían apelado? El tabernero se despidió de nosotros con la mano. —Vamos —le dije a mi amigo, que se llamaba Apple y era pintor. Cinco duendes o niños harapientos se acuclillaron junto al gigante caído, que yacía en un charco. Ningún pescador salió a ayudarlos. Seguramente saldrían luego, después de la plegaria, y lo llevarían de vuelta a la isla, donde... donde... Pagamos nuestras consumiciones y salimos a la calle, donde la noche empezaba teñirse de rosicler por levante. Aún teníamos que encontrar un sitio donde dormir.

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El cielo raso

La noche de las estrellas Hugo Claus Traducción de Gonzalo Fernández Gómez

Se lo voy a decir sin rodeos, caballero. Me encanta el arte. Sin arte no puedo vivir. Sí, ya veo que no es usted capaz de reprimir una sonrisa sarcástica, pero me trae sin cuidado. En los rincones más oscuros de su cráneo puede llamarme un diletante si quiere y, a pesar de ello, inclinaré la cabeza con humildad, porque tiene usted razón. No lo puedo evitar, es algo congénito. Me vuelve loco el arte. Hace unos años, cinco, para ser exactos, lo que me daba la vida era el teatro. Ahora, sin embargo, prefiero las artes gráficas. Hoy en día, un huecograbado bien logrado es capaz de hacerme llorar. De verdad se lo digo. El teatro, sin embargo, ha perdido el interés para mí. Esas cosas pasan. Como yo digo siempre, cada cosa tiene su momento, si entiende lo que quiero decir. ¿No? ¿No entiende lo que quiero decir? ¿Cómo dice? ¿Que cómo pudo dejar de interesarme el teatro así de golpe? Pues así, de golpe. Mi amor por el arte dramático desapareció de la noche a la mañana. Pum. Se acabó. Ya no voy nunca al teatro. No tengo tiempo. Pero, sobre todo, es que no me apetece. ¿Y sabe qué le digo? Que es todo por culpa de la Navidad. Así como suena. Mi repentino desencanto con el teatro tiene todo que ver con esos coros de voces blancas que cantan «Noche de paz». En aquella época, hace ahora cinco años, tenía amistad con muchos actores. Todas las noches, a eso de las once, iba al bar de Pits, donde se reúnen siempre después de la función para tomar una copa. Sí, era muy ameno, no lo voy a negar. Mucha bebida, muchas historias que contar. Usted ya me entiende. Aquel invierno, Vramon —el director de El Gran Teatro, como se llamaba su compañía por aquel entonces—, tuvo una idea. Una idea como un zepelín, como él decía, porque había crecido con el expresionismo alemán. Resulta que había oído hablar de la Nuit des Étoiles, que se celebra todos los años en París, en el circo Médrano, y empezó a decir que por qué no hacíamos lo mismo los artistas de estas tierras bajas del norte. Es más, según él teníamos que hacerlo. A usted no hace falta que le explique en qué consiste una Nuit des Étoiles, porque supongo que habrá estado en París. ¿Cómo? ¿Que no ha estado nunca en París? Ah... Bueno, pues la idea consiste en reunir a artistas de distintos

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géneros para que cada uno interprete un número ajeno a su especialidad. Jean Marais, por ejemplo, se sube al trapecio a hacer acrobacias, Michèle Morgan se transforma por una noche en domadora de elefantes, etcétera. Cuando oímos eso en el bar de Pits —Jules Schoonjans, Manfred Donker y yo—, nos pareció una idea genial. Schoonjans y Donker aún eran buenos amigos y... ¿Perdón? Sí, el gran Schoonjans, que la pasada semana obtuvo tanto éxito con su interpretación de Macbeth. Un artista como la copa de un pino, y con una voluntad de hierro. Ese hombre está dispuesto a sacrificar cualquier cosa por su carrera. O, mejor dicho, por su vocación. ¿Cómo dice? ¿Que no conoce a Manfred Donker? Vaya, eso sí que me sorprende. Es cierto que ha desaparecido un poco del circuito, pero creía que su nombre aguantaría mejor el paso del tiempo. Yo todavía lo veo de vez en cuando en Leidseplein vendiendo flores. Un hombre ya entrado en carnes que nunca dice nada. ¿De verdad no sabe a quién me refiero? Lástima. También era un gran artista, aunque un poco vago y desmañado. Pero merecía mucho la pena. Como decía, Schoonjans y Donker todavía eran amigos en aquella época, si es que se puede calificar de amistad la extraña relación entre actores del mismo nivel. Porque por aquel entonces tenían el mismo nivel. Es más, muchos expertos en teatro consideraban mejor a Donker. Todavía lo estoy viendo en Fígaro. Era ligero como una mariposa, un auténtico bailarín, un fogoso seductor con gestos de azogue y una voz firme y cálida que aún recuerdo de vez en cuando con melancolía. Una voz que encandiló y conmovió a cientos de espectadores, en eso me puede tomar usted la palabra. Frente a él, casi como un rival, estaba Schoonjans, que ya entonces daba muestras de su genialidad. Era un hombre alto, un tanto desgarbado, con un labio superior extraño, siempre tenso, y una cabeza de goma. Ya entonces caminaba con esos pies traicioneros como muelles. Y ya entonces tenía esa expresión fría y cruel de sacerdote cansado cuando interpretaba una escena de amor apasionado.

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En fin, el caso es que felicitamos a Vramon por su excelente idea. Y los dos actores iban a participar. ¡Tenían que participar! —La función será el día de Nochebuena —dijo Vramon. —¡Genial! —exclamamos nosotros. —¡En la nieve! —se exaltó Vramon, y pedimos una nueva ronda de gin-tonics. En un estado de febril excitación, empezaron a sucederse los planes y las propuestas, a cual más audaz, hasta que decidieron que Schoonjans actuaría con una cobra, que Donker presentaría un truco de magia con una ayudante en bikini, que Vramon bailaría Las sílfides y que yo... bueno, pues eso, que yo aplaudiría desde la primera fila. A continuación, Vramon dijo que tenía una cita urgente y que Schoonjans tenía que contarle todavía una serie de cosas por el camino. —Adiós, amiguito —dijo Schoonjans. —Adiós, pichoncito —dijo Donker. —Adiós, angelito —dijo Vramon. Cuando desaparecieron por la escalera, Donker se aplastó aún más el pelo tieso de brillantina, se recostó en su asiento y, como si el gin-tonic le hubiera sabido a aguarrás, dijo: —Qué inocentes son los pobres. Se creen que no sé nada. —¿De qué? —era la pregunta que se imponía. —De lo de Alcestes —contestó él elevando las cejas, extendidas llamativamente hacia los lados con maquillaje. —¿Y qué es lo de Alcestes? —era la siguiente pregunta que esperaba de mí. —Vramon está preparando El misántropo a escondidas, con el patán de Schoonjans en el papel de Alcestes. ¿Qué te parece? Era un secreto a voces que Theurs, el empresario de El Gran Teatro, le había ofrecido a Manfred Donker el papel de Alcestes en una producción que había de estrenarse en el curso de la temporada bajo la dirección de Gerard de Meester. —Pero... —titubeé. —¡Ese Theurs es el peor gusano que conozco! —exclamó Donker—. Y sé que van a intentar convencerlo a base de dinero. Quieren quitarnos de en medio a Gerard y a mí para imponer su propia versión de El misántropo. ¿Qué te parece? No me podía creer lo que estaba oyendo. Hasta los actores de teatro han oído hablar de la ética. O, al menos, del fair play. Se lo atribuí al estado de ligera paranoia en el que se encuentran los actores como Donker poco antes de empezar a preparar un papel. No creí a Donker hasta el día que, por pura casualidad, vi a Schoonjans en un bar comiendo un bocadillo de carne en salazón con pepinillos. Con la boca llena, pero con dicción impecable, charlaba con un hombre canoso con gafas, el señor Theurs, empresario de El Gran Teatro. —Alcestes, querido Theurs, no es un gallito de Brabante o un peluquero con ínfulas de grandeza. No. Alcestes sale de aquí, de aquí —dijo apretándose la tripa con un pepinillo entre los dedos.

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Ilustración de Nico Wijnberg que acompañó la publicación original de «La noche de las estrellas» en el periódico holandés Het Parool, el 24 de diciembre de 1958

Cuando me vio y se dio cuenta de que lo estaba escuchando, interrumpió su discurso. —¡Hey! —exclamó jovialmente—. ¡Mira a quién tenemos aquí! Nuestro admirador número uno. ¿Has oído lo de La noche de las estrellas? Al final va a ser en el teatro Carré. Ya están muy avanzados los preparativos. Yo ya he encontrado mi cobra. Se llama Arthur. —¡Qué grande! —exclamé—. ¿Has oído algo de Donker últimamente? —No, pero por lo visto no consigue aprenderse el papel de Alcestes. Ya no tiene cabeza para eso. Esa producción va a ser un fiasco de los que hacen historia. —Me preocupa mucho Donker —intervino Theurs—. Pero bastante tengo con ocuparme de El Gran Teatro. De modo que Manfred Donker tenía razón. Donde parecía que había concordia, reinaba la cizaña. Pero en esta vida cada quien debe cuidar de sí mismo, ¿no le parece? Me comí un bocadillo de anguilas y me fui por donde había llegado. Dos días después, en una cafetería, Donker me susurró al oído: —Le he dado a Alcestes un enfoque totalmente nuevo. No se lo digas a nadie, pero vas a alucinar. Nada de rollos clásicos. Mi interpretación es descarnada, al estilo de James Dean. Puro nervio. Con sus miedos, su apego a la madre y todas esas cosas. —¡Qué grande! —exclamé—. ¿Has oído algo de Schoonjans últimamente? —El barco de ese fantoche se va a estrellar contra este acantilado —dijo señalándose el pecho. Tenía una uña pintada con laca mate—. ¡La noche de las estrellas va a ser una fiesta! —exclamó de pronto—. Una Nochebuena como no se ha visto antes. Todo el mundo va a participar. Guus Oster va a tocar el organillo disfrazado de Albert Schweitzer. —¿Y tú? Donker esbozó una sonrisa tan desdeñosa y enigmática como Hamlet en el tercer acto.

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—De eso tengo que hablar contigo uno de estos días —contestó, y alzó la mano para llamar la atención de la camarera, que era extranjera. Y, en efecto, esa misma semana llamó a mi puerta. Mientras se quitaba su abrigo de pelo de camello, dijo: —¡Júrame que no se lo vas a contar a nadie! Asentí con la cabeza. —Una vez me contaste que fuiste tesorero de un equipo de baloncesto de Amberes, ¿verdad? Volví a asentir. Poco después, mientras se limpiaba los zapatos de gamuza con los flecos de mi sofá, dijo: —¿Y es verdad que en Bélgica todavía es legal la lucha libre? ¿Todavía hay luchadores en activo? Asentí de nuevo. Más tarde, cuando ya había llenado de colillas la maceta de mi cactus, Donker me desveló su plan. En La noche de las estrellas no iba a ejecutar un truco de magia. No, iba a combatir en el cuadrilátero con un profesional de la lucha libre belga. Llevaba ya varias semanas acudiendo a los baños turcos y tomando el sol con más devoción que nunca. Había adelgazado y se le había puesto muy buen color de piel. El día de Nochebuena, en calzón deportivo, tumbaría a un luchador profesional en el tercer asalto. Lo iban a ensayar antes en el más estricto secreto. El Carré vibraría de entusiasmo y, al día siguiente, los periódicos llenarían sus páginas con fotos del inaudito evento. Ergo, Theurs abriría los ojos a la realidad y se entusiasmaría tanto como la prensa y el público. Ergo, su Alcestes, en la versión de pantalón vaquero, ocuparía un lugar indeleble en la cartelera pocas semanas después. —¿Qué te parece? —Muy bien —contesté. —A mí también —sentenció. De pronto, sin solución de continuidad, se puso muy serio y, bajando el tono de voz, me preguntó: —¿Sigues yendo con frecuencia a Bélgica? Porque, en tal caso, me gustaría pedirte un favor. ¿Podrías acercarte a Amberes y buscarme a un luchador robusto dispuesto a colaborar? Le dije que sí. Tras negociar los gastos del viaje y la compensación por mi silencio, me explicó cuáles eran las condiciones económicas para el luchador y me fui a Bélgica en el Ave Azul, en un coche-cama, porque necesitaba estar fresco por la mañana para cumplir mi misión. Catorce días después, a través de managers, jovencitas de costumbres disolutas, taberneros y una esposa insatisfecha, me puse por fin en la pista de un tal Gustave le Tueur, un inmenso bloque de lava solidificada vestido con un mono azul que acababa de levantarse de

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la siesta cuando por fin lo encontré en casa de su amante. A pesar de su nombre artístico, Gustave le Tueur resultó ser un hombre sumamente amable que no tardó en sucumbir a la oferta de Donker. A continuación, con evidente torpeza social, me dijo que me invitaba a cenar. Acepté, y me pasé toda la cena escuchando sus tristes cuitas vitales, porque, al parecer, su mujer no aceptaba el divorcio y su amante se quería casar. En fin, lo clásico. Resumiendo, el caso es que Gustave le Tueur tomó poco después el tren a Ámsterdam con el cráneo —que bien abollado lo tenía— lleno de instrucciones. Quien tuvo la suerte de asistir a La noche de las estrellas, aquella fiesta de titanes en el teatro Carré el día de Nochebuena, todavía se pellizca de vez en cuando y se pregunta: «¿Quién soy yo para haber merecido ese privilegio?». Aquella fiesta, créame, fue como la danza de la lluvia de los navajos, un desfile en Nueva York con confeti, majorettes y todo, una erupción volcánica, un espectáculo de fuegos artificiales lanzados desde sputniks, un prodigio del arte. No habría tiempo para nombrar a todo el mundo, pero todas las estrellas de estas tierras bajas refulgieron con luz propia esa noche. Annie M. G. Schmidt interpretó la danza del sable al estilo turco; Simon Vestdijk adivinó las conmociones cerebrales, afecciones cardiacas y enfermedades del hígado de cuarenta y dos asistentes; Jules Schoonjans se puso una cobra enrollada en la cabeza, como si fuera un turbante, y se la colgó del cuello como una bufanda; Ko van Dijk dio vueltas en una carroza que había pertenecido a Danton, saludando al público desde el interior; Johnny Jordaan recitó un verso de Bredero; Woutje Wagtmans hizo un retrato al natural de Karel Appel... En fin, qué le puedo decir. Fue una auténtica fiesta. Entonces llegó el momento de la actuación de Gustave le Tueur. Donker lo había calculado todo para que su número terminara tres minutos antes de las doce (un auténtico profesional), de tal forma que el aplauso se fundiera con el «Noche de paz» del coro de voces blancas que esperaba en el foso de la orquesta. Cuando apareció en las primeras filas un carro con una jaula cubierta por una lona, un murmullo de expectación se elevó del patio de butacas. ¿Estaría allí oculta la ayudante en bikini que iba a hacer desaparecer Manfred Donker? Pero enseguida salieron de dudas, porque el maestro de ceremonias (Simon Carmiggelt) se dirigió de nuevo al público a través de los altavoces: «Damas y caballeros, con enorme sacrificio y grandes desvelos, la dirección de La noche de las estrellas ha logrado sustituir el número de magia anunciado de Manfred Donker por un evento único en su especie. Es para mí un honor presentarles al hombre que se va a enfrentar a Donker en un combate reglamentario de lucha libre. Señoras y señores, ante todos ustedes: ¡Gustave le Tueur, campeón del África Ecuatorial Francesa!». Dos mozos de pista abrieron la jaula y, ataviado únicamente con un minúsculo bañador de lamé, salió a escena aquella mole sobrehumana, aquel descomunal armario,

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aquel abominable hombre de las nieves. Alzando dos puños amenazadores como mazas medievales, Gustave le Tueur lanzó una mirada asesina al patio de butacas. En la sala se hizo un silencio tenso, de verdadero espanto. A continuación, cuando apareció Manfred Donker con un calzón carmesí y, seguido por los focos, se dirigió al cuadrilátero con el garbo y la elegancia de un escudero de catorce años, estalló una ovación como nunca antes se había oído en el Carré. Créame, caballero, la sala entera se tambaleó sobre sus cimientos del estruendo. Simon Vinkenoog era el árbitro. Con voz temblorosa de emoción, anunció los títulos y los pesos de los dos contendientes, y, sin más dilación, sonó el gong. El acuerdo era que Gustave se anotaría el primer asalto, se hundiría un poco en el segundo y caería con claridad en el tercero. Como no me habían permitido asistir a ningún ensayo, se apoderó de mí la misma emoción que experimentaba el resto del público. La tensión se podía cortar con un cuchillo. El primer asalto transcurrió según lo acordado. Gustave le Tueur derribó a Donker, se sentó encima de él, le pateó las costillas, lo agarró del cuello y lo lanzó al patio de butacas, donde cayó en el regazo de Corry Brokken, que estaba en la segunda fila. En el primer descanso, Donker resoplaba como una foca, pero seguía sonriendo con valentía, a pesar de que ya tenía el rostro tan magullado como Hamlet en el primer acto. En el segundo asalto, Donker consiguió atizar a Gustave en un par de ocasiones. Al menos, fue capaz de golpearle la cabeza contra uno de los postes del cuadrilátero. Sin embargo, el esfuerzo no le valió para recuperar muchos puntos, porque, en el último minuto, Gustave alzó a Donker por encima de su cabeza, como si fuera un saco de patatas, le dio cuatro vueltas en el aire y lo dejó caer sobre su rodilla con la potencia de un avión con motor a reacción. En ese momento sonó el gong, y Donker volvió a su esquina gateando al borde del colapso. A pesar de ello, Simon Vinkenoog no pudo constatar ningún daño grave, por lo que el tercer asalto comenzó según lo previsto en el reglamento. Ante tanta expectación, mientras unas cuantas jovencitas habituales de los cafés de Leidseplein chillaban entusiasmadas «¡Donker, Donker!», Gustave le Tueur olvidó de pronto todo lo acordado. ¿Y qué ocurrió? Los espectadores se enderezaron en sus asientos. Gustave agarró a su maltrecho contrincante con una técnica que no aparece en ningún manual de lucha libre. Con una mano le aprisionó ambos tobillos, con la otra lo prendió del cuello y empezó a doblar al actor como si fuera de goma. Donker parecía un hula-hoop en las patas delanteras de un dinosaurio, y antes de que Vinkenoog pudiera intervenir, ocurrió lo que tenía que ocurrir. En el tenso silencio de la sala, oímos un crujido, un ruido como el de una rama seca al romperse en el bosque en una noche de invierno. La lona, entretanto, estaba cubierta de salpicones de sangre. Gustave dejó caer a Donker, que a esas alturas ya tenía la cabeza completamente morada, y alzó los brazos en señal de victoria. En el murmullo que se produjo a continuación —en medio del cual las chicas de Leidseplein gritaban «¡Asesino, asesino!»—, se elevaron las suaves voces blancas del coro infantil con su «Noche de paz, noche de amor». Los mozos de pista se llevaron a Donker. El ambiente quedó enrarecido, eso no hace falta que se lo explique. El público escuchó al coro infantil con el alma en vilo.

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Hugo Claus en 1986. Fotografía: Collectie - Archief : Fotocollectie Anefo ©

Desde entonces, La noche de las estrellas no ha vuelto a alcanzar nunca el mismo éxito de público y atención mediática. A la gente no le gustan semejantes muestras de violencia en Nochebuena, lo cual es muy comprensible. Sí, todavía veo a Donker de vez en cuando. Vende flores en Leidseplein en su silla de ruedas. Su hija va a buscarlo todas las tardes para llevarlo de vuelta a casa. Nunca habla con nadie. Dicen que tiene las cuerdas vocales desgarradas. Pero quién sabe, a lo mejor inventan algún remedio los americanos, cuerdas vocales de plástico o algo así. Tras aquel trágico final del espectáculo fui al camerino de Gustave le Tueur para mostrarle mi repulsa por su comportamiento. Aquella no era forma de actuar. Un acuerdo es un acuerdo. Tuve que esperar un poco, porque tenía visitantes. Cuando por fin se abrió la puerta, un intenso olor a lisol y jabón salió del camerino. Entonces vi a Jules Schoonjans que se despedía de Gustave. «Gracias», le dijo, estrechándole la mano. «A su servicio», contestó Gustave. Pero ahora viene lo mejor. Cuando le reproché a Gustave su actuación —con mucho tacto, naturalmente, porque con ese tipo de hombres nunca se sabe—, ni siquiera me prestó atención. Estaba demasiado absorto contando dinero. Sí, caballero, estaba contando billetes nuevos de cincuenta florines. ¿De dónde los había sacado? Ni idea. No me atreví a preguntar. Cuando terminó de contar el dinero, tras doblar cuidadosamente los billetes y guardarlos en su cartera, exhaló un suspiro de satisfacción, tensó los músculos y dijo: «Hala, asunto resuelto. ¿A qué hora sale el tren a Amberes?». Sí, caballero, así fue la cosa. Tal y como se lo cuento. A partir de entonces, el teatro perdió gran parte de su encanto para mí. Desde aquel día solo he vuelto a ver una función de teatro. El misántropo, bajo la dirección de Vramon, pocas semanas después. Una versión demasiado clásica para mi gusto, pero hay que ver lo bien que interpretó Schoonjans a Alcestes, con una especie de amenazadora sonrisa forzada en las escenas de amor y una sombra de traición en la mirada. Un artista como la copa de un pino, de verdad se lo digo. Al día siguiente, todos los periódicos le dedicaron grandes panegíricos.

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Versatilidad y controversia Por aITOR fRANCOS Tuve oportunidad de leer por primera vez algo de Hugo Claus hará más de una década. Fueron unos pocos poemas, que se publicaron en la mítica revista, dirigida por Amalia Iglesias y César Antonio Molina, La alegría de los naufragios, allá por el 2005, aunque debí encontrarla varios años después, casi seguro de segunda mano, en uno de esos puestos de mercadillo donde se exponen montañas de libros a precio de saldo, los domingos, en la Plaza Nueva de Bilbao. Captaron mi interés (y revisándolos ahora, intuyo lo que me atrajo ya entonces) porque no tardé en hacerme con Cruel felicidad, la antología que se había publicado ese mismo año en Hiperión, suponiendo que esto sucediese en 2005 y no un poco más tarde. Desconocía en aquella época, y no las leería hasta bastante después, las novelas de Claus. Publicaba poesía y era, por tanto, un poeta, no había mucho más. Ronald Brower, el traductor —dramaturgo a su vez, que forma parte del equipo artístico del Teatro de La Abadía de Madrid—, fue el encargado, bastantes años más tarde y de la mano de Huerga y Fierro, de otra antología, esta vez titulándola, con acierto en mi opinión, Conservar el deseo, y poniéndole debajo el epígrafe de Poesía esencial. Llama poderosamente la atención que, salvo las mencionadas excepciones, no haya nada más publicado de su poesía. Si alguien quiere leerlo debe acudir a otros idiomas, sobre todo al inglés (o a la fuente original, si tiene la suerte de poder leer en neerlandés). Imagino, además, por la poca repercusión y la escasez de entradas y enlaces que he encontrado navegando por internet, buscándolo expresamente, el poco eco que debieron tener esas ediciones. Es un ejemplo más de cómo un género, en un autor que podemos considerar, con mayúsculas, reconocido, en este caso la novela, oscurece al resto

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de vertientes expresivas. Incluso aunque estas sean las principales. Pensando en otros autores, igual de polémicos y notables, hay semejanzas. Peter Handke solamente ha sido reeditado tras el Nobel, incluyendo sus libros más raros y marginales. Otros han tenido más suerte. De Cărtărescu acaba de salir una Poesía completa en Impedimenta. Houellebecq y Auster, que comparten con Claus casa editorial en castellano, Anagrama, han visto en ella publicada su poesía completa (una editorial que normalmente no edita poesía). Y Claus no es un poeta menor, de poca calidad, y mucho menos un poeta ocasional. Sus poemas abarcan más de mil quinientas páginas, varias veces la obra de Jaime Gil de Biedma o Cavafis entera. Ambos títulos (bastante difíciles de encontrar, por cierto), al menos en castellano, remarcan a la perfección lo que podemos encontrar en la poesía de Claus; de una parte, pulsiones contrarias, enfrentadas con severidad, pero también pretendiendo unificarse y ser una misma cosa, darse a un tiempo en lo real y en la imagen distorsionada del mundo. Por otro lado, una especie de inquieto magma libidinal que arrastra sus ideas y metáforas a la deformación imaginativa y al borde de toda significación con cada palabra, y que tiene como máximas en su poesía —en el sentido más freudiano— el eje sexo y muerte. Sus primeros poemas publicados fueron impresos por su padre hacia el año 1947, no sé si de manera clandestina y casi anónima, siendo Claus poco más que un adolescente. Lo he leído estos días, revisando artículos de prensa publicados al poco de que falleciera (con el atractivo para el espectáculo del morbo periodístico de haberlo hecho por decisión libre y mediando la eutanasia). Uno de sus más tempranos intereses fue, no en vano, cierta adhesión al surrealismo, sin lo cual no se explica buena parte de su obra poética. Claus busca, de manera recurrente y con efi-


ciencia, forzar las floraciones del inconsciente, captar de los sueños la primera interpretación consciente. Él mismo reconocía en una entrevista que soñaba con una intensidad anormal e insoportable y que todo acontecía como en una gran pesadilla, en la que se sabe culpable de algo y hay verdugos que van a condeHugo Claus en 1965. Fotografía: Joop van Bilsen - Nationaal Archief ©

narlo. Quizás eso esclarezca el que muchos de sus poemas sean fragmentos, o partes de un todo insurgente y alborotador, aunque aparezcan hilados y como a punto de quedar inacabados y después reconstruidos. Junto con ciertas brusquedades expresivas hay veracidad, comportamiento pasional, confrontación y esperanza. Claus escribe sobre lo que no puede explicarse. Alterna por igual la blasfemia con la intimidad, lo pueril con la culpa. Y caricaturiza todo, desde el arte a las personas, volviéndolo esperpéntico, sórdido. Entonces, el mundo es una gran anécdota, donde el poeta absorbe identidades múltiples y complejas, en una representación infinita. El miedo y las consecuencias de la guerra, que tanto lo marcaron —Kortrijk, la ciudad en la que vivía, diría, fue la más bombardeada de Bélgica—, y una extraña relación de odio y desencanto hacia las religiones — especialmente hacia la católica— fueron dos ejes que se repetirían en infinidad de textos. El hecho de haber pasado prácticamente toda su infancia en un internado, siendo su abuelo inspector general de escuelas católicas, no ayudó a lo contrario. También eso reformaría su manera de entender el concepto de familia. Así pues, siendo un adolescente, Claus abandonó ese pasado. Por supuesto, se alejó de la casa materna y se estableció solo en la ciudad, con la única pretensión de ser libre. Se empleó, de manera autodidacta, a un singular aprendizaje: aprovecharse de cuanto la vida le ofrecía. Observador nato y certero, valerse por sí mismo para todo le dio una independencia de la que ya nunca se desprendería. Eso influyó notablemente en ciertos manierismos estilísticos, en su recurrente pretensión de mostrarse reivindicativo, alejado de lo académico y de cuanto pudiera considerarse demasiado común, o hasta convencional. Su actividad artística se transformó en una especie de política de ir contra todo.

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Hugo Claus en 1965. Fotografía: Collectie / Archief : Fotocollectie Anefo ©

Se entiende que la poética de Claus surgiese de la rebeldía, como actitud e inspiración, y que desembarcase en la pasión y la controversia. En esa mitad de siglo XX en la que nació y en una sociedad marcada por las secuelas de la guerra (aunque indirectamente Bélgica), pero con heridas profundas y permanentes en su carácter y modo de vivir, fue una necesidad, puro instinto de supervivencia. Así, lógicamente, todo en el arte, no sólo en la literatura, debía ser purificado, incluso la propia lengua, reinventarse y abrazarse a las corrientes más experimentales, partiendo de influencias dadaístas, del absurdo o lo surrealista. Desde esa posición, Hugo Claus fue un experto en escribir a la contra de lo impuesto; mejor dicho, de lo que sentía como impuesto, o quizás como moda imperante; enfrentarse a la institución, aparcar lo oficial, se convertía en una prioridad. Dotado de un poder inmenso para transgredir, era capaz de alternar lo pueril, la broma, el sinsentido con la delicadeza poética. Escritor por exigencia casi espiritual y anímica, como si sus estados de humor dependiesen de esa frugalidad incansable derivada del pensamiento crítico, de la obligación de romper moldes. Claus era un hombre de inmensa cultura y tenaz perspicacia, no pocas veces polémico y sobre todo in-

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tenso; rara vez conmovedor, de emotividad contenida, pero extraordinariamente agudo. Se le relaciona con otros grandes de las letras neerlandesas, como Cees Nooteboom o Jan Wolkers, y sería difícil definir sus principales influencias. Se remarca en algunos artículos que sus textos poéticos sobrevuelan la obra de Pound —y más lejanamente de Eliot— y a muchos de los clásicos, sobre todo a los del Siglo de Oro. No en lo estilístico; sí en temáticas, modos y atrevimiento. En parte por ser uno de los máximos exponentes del movimiento poético-artístico de De Vijftigers (Los Cincuentistas), el grupo poético más cercano al experimentalismo en lengua neerlandesa, y también por los mecanismos que usaba en sus poemas (como la intertextualidad o un raro coloquialismo, con variantes dialectales, casi intraducible) resultaba raro de leer, controvertido y un poeta que atraía tanto como podía generar rechazo. Es probable que fuese, visto desde ahí, poco atractivo para un público general. En ese sentido la poesía de Claus no es del todo distinguible del resto de su obra, salvo por matices. Muchos de sus poemas son precisamente poco poéticos. Nacen de la anécdota, de la inquietud por contar un hecho, quizás un detalle menor, un asunto ni mucho


aITOR fRANCOS. Versatilidad y controversia

menos trascendente, y de ello se sirve para contar pequeñas historias que sirven de evocación para retratar personas y situaciones. Los poemas están plagados de interferencias culturales, de aproximaciones a lo conceptual, de citas veladas y autoficción. Claus creía, se intuye, en el poder revolucionario de la poesía y en su sentido catártico. Heterodoxo, con apetito por romper cadenas, tiraba de cualquier material a mano para deformarlo y agredir a la realidad. Obviamente, no he podido leer esos poemas en su idioma original, pero, al menos traducidos, resuenan violentos; más aún, también histriónicos. Alguien como Claus, que ha hecho de la crudeza una actitud filosófica y estética, sabiendo evocar en sus poemas como nadie la mediocridad del hombre, sus ínfulas vanas y la futilidad de sus costumbres, es un espejismo ante el cual hay que detenerse, y afanarse en observar. En esa singularidad, lo que caracterizaba a Claus era la falta de estilo (de estilo identificable, según él), y en consonancia, de modelos claros ideales. «Yo no lo tengo —dirá en una entrevista—, ni como pintor ni como escritor. Me parece deshonesto y empobrecedor tener un estilo: es vivir y crear con anteojeras». Cuestión que se refería no tanto a la escritura, sino que hacía extensible a cualquier ámbito de creación, incluyendo su faceta de pintor: «Hoy uno va a los museos, ve los cuadros de esos hombres [el grupo Cobra, al que perteneció] y los puede identificar. Cedieron al propio narcisismo. Detesto tener un estilo». Visto esto, parece claro que a Claus le gustaba jugar a desfigurarse como autor, probar a esconderse en una pluralidad quizás fingida de personajes; una vastedad, más bien, de identidades posibles. De hecho, en sus primeras tentativas de novela, como en Schola Nostra (1971), se valió del seudónimo Dorothea Van Male. Y no fue el único, hubo al menos otros dos: Jan Hyoens y Thea Streiner. Esta curiosidad no tendría mayor trascendencia y no lo comentaría si no fuese ejemplo justamente de esa metamorfosis constante en la que andaba sumergiéndose, una sombra más de esa alternancia identitaria, de ese cambio de piel (en este caso cambio de máscara) del que tan dependiente se volvió. Recordemos lo bien que se le daba transformar y pervertir su realidad autobiográfica, enmascarándola para protegerse quién sabe de qué fantasmas. No olvidemos que la novela El deseo (1978), editada por Anagrama y una de las que más aceptación han tenido en España,

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fue escrita en tono paródico y para representar un extenso viaje por EE. UU. que antes, en 1959, había emprendido en compañía de Claude Simon, Italo Calvino y otros escritores, que, transformados en unos pobres palurdos, se movían por Las Vegas. Si la obra poética es difícilmente abarcable en un solo volumen, no lo fue menos su actividad como dramaturgo. Solo contando las piezas originales, son más de treinta. Aquí sí, y con bastante repercusión mediática, aunque tampoco excesiva dentro de nuestras fronteras. Con la obra Masscheroen se atrevió a sacar a todo el elenco desnudo. Quería retratar —y desdibujarla, blasfemando contra ella— la Santísima Trinidad. Fue procesado por atentar contra la moral y multado por cargos de indecencia pública. Claus era un gran satírico, pero derivaba en lo burlesco, en la parodia a veces grosera. La historieta Dos hombres belgas, de 1967, fue llevada luego a cómic. En España tuvo representaciones, muy ocasionales, en los años del tardofranquismo. En la hemeroteca se recoge el estreno de Viernes, día de libertad, en versión de José Méndez Herrera y con dirección de Manuel Manzaneque. Se presentó en el teatro Benavente, a finales de los setenta. Hizo su versión —no exenta de polémica— de La Celestina en La puta española, una de las piezas más conocidas. Y hasta preparó una obra alrededor de Séneca, Investes. Muchas veces reparaba en aquello que para otros pasaba desapercibido. O ahondaba en temas que pocos querían tocar, como en Gilles de Rais, la historia de ese asesino de niños de la época medieval. Un modo, cómo no, de atacar el puritanismo. Pero él se fijaba en cuestiones en las que ningún otro escritor caía: «Los niños —afirmó— no son puros: todos estamos hechos de luces y de sombras, a cualquier edad». Al mismo tiempo, se atrevió a probar como director cinematográfico, faceta de la que poco puedo decir porque no he logrado acceder a su filmografía, aunque eso ya dice mucho de cuál debió ser la difusión. Llegó a estrenar, en el festival de Berlín de 1981, Viernes, versionando una obra teatral (en 1989 haría lo mismo con El sacramento y esta se proyectaría en la sección Un Certain Regard del festival de Cannes de 1990). Hasta un total de siete películas, entre 1964 y 2001, según se puede leer en diferentes medios, aunque hoy en día del todo inaccesibles para el público general, salvo, y excepcionalmente, en alguna sesión de filmoteca o ciclo de culto.

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El cielo raso

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Volviendo a los poemas, también hay protagonistas atípicos, aunque no de la magnitud de los personajes, tan repelentes algunos y grotescos otros, de las novelas (pensemos en Axel Den Dooven de Belladona, ese comedor compulsivo, antiguo poeta de talento luego fracasado y convertido en un funcionarial director provincial de un museo de arte). La mayoría ejemplifican la mediocridad, parecen restos de un naufragio donde ya nada es honorable ni digno de admiración. En efecto, Claus es un tipo duro, también como poeta, y no hace concesiones. En permanente disputa consigo mismo, es un descreído, alguien que no se fía de la realidad. Acostumbra a provocar, sin miramientos, al avispero del mundo y usa la acidez del sarcasmo, el poder del lenguaje, para evitar subordinarse. Demasiado vehemente a veces, otras hipersensible, colérico y en estado salvaje, siempre, Claus recrea como nadie un tiempo de enfermedad moral, de deterioro y resquebrajamiento del hombre, una época de ansiedades agudas e invivibles. Infatigable fustigador de todo lo susceptible de asentamiento, como dirá de él Mercedes Monmany, Claus es un recolector de causas insanas y amorales. Leer su poesía es como estar sobre una mesa de tortura; en ella perfectamente puedes sentirte aludido y señalado. Sus textos se desvían de la norma y acuden a los márgenes para sobrevivir, expresar atrocidades, irreverencias, evidenciar la confusión, obstinarse en denunciar las falsedades de un mundo que no perdona al hombre no ser perfecto. Ante su poesía el lector queda anonadado, estupefacto, es un elemento coral de ese prurito de malestar que Claus contagia. En tiempos tan obscenamente politizados, tan acomodados y conservadores, tan llenos de desalentadoras consignas vacías y esperpento, el ímpetu vital y poético de Hugo Claus sigue en pie con extraordinaria actualidad, porque lo único que cuenta al final es el látigo hacia la verdad de sus libros, su espíritu imponente, esa libertaria valentía que ofrece como cuaderno de bitácora. Animado por una indisimulable pasión agitadora, se acercó al territorio de lo insólito y lo informal, para cartografiar, de manera demoledora y con espíritu esclarecedor, lo inapresable, eso que no es susceptible de catalogación. Claus no podía optar por la cobardía. Ambicioso en sus aspiraciones expresivas y de inusual genio artístico, ser modesto hubiese sido para él una renuncia absurda. Plenamente consciente de sus capacidades, autodidacta convencido, disfrutaba demasiado

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de la creación, permitiéndose un sinfín de libertades; conocía demasiado bien la naturaleza humana como para tener piedad por ella. Simpatizante de los extremos, se preocupó no obstante por las cuestiones más fundamentales, con temperamental osadía y claridad de ideas. El lector queda seducido desde el primer momento por su carisma. Era dueño de una personalidad absorbente y poderosa, que incluso estaba por encima de su obra. Se imponía el hombre atrevido, cultivador de la perplejidad, cuya manera de pensar resultaba brillante. Y eligió, para irse de este mundo, y ante el imponente y fatídico avance del mal de Alzheimer, la eutanasia. Ser un desmemoriado suponía no existir y debía reaccionar a tiempo. Citaré, pues viene al caso, a Antonio Escohotado: «Si la vida se despide, yo me despido antes». Hasta en eso fue Claus un defensor a ultranza de la libertad, como método irremplazable para llevar la vida, hasta el final, a su plenitud. Hugo Claus en 1986. Fotografía: Collectie - Archief : Fotocollectie Anefo ©


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Fernando Sánchez Clelo Catecismo guiñol —¿La marioneta preferida de Dios? —La serpiente.

Maldiciones distintivas Maldición proferida por la señorita Ángela D’Victoria para su víctima: «Que las costuras de tus vestidos de noche se deshilachen. Que las medias se te desgarren. Que en invierno solo consigas ropa de la colección primavera-verano y que la seda, a tu tacto, pierda el color y la suavidad». Respuesta de la víctima para Ángela D’Victoria: «Que la moda siga siendo el interés absoluto de tu espíritu».

Sentencia Un hombre bondadoso se indignó cuando le señalaron la higuera que el Milagroso secó al maldecirla por no tener frutos. El hombre comentó: —Por un capricho así, merece que lo crucifiquen.

El primer beso —Solo quiero saber quién fue —ella está decepcionada de no ser la primera. Él se ruboriza y agacha la mirada. —Mi primer beso fue... mi prima. Yo. Mi prima… en el río… Ante la vergüenza de Joseph, ella se extraña. Sonríe compasiva. —No tienes que decirlo, no debí preguntar. Joseph suelta el aliento contenido. Estaba a punto de describir el bosque, el río, la textura de los labios de algodón y la lengua fría de su prima ahogada.

Fernando Sánchez Clelo (Puebla, 1974) es narrador, editor y docente. Doctor en Literatura Hispanoamericana, es autor de La letra de bengala (2019) y la novela Un reflejo en la penumbra (2016), y antólogo de Cortocircuito (2018), entre otros títulos. Coordina la colección de microrrelato Ficción Express en la Dirección de Publicaciones BUAP.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Mario Campaña I A Bruno Montané

Ronroneo lejano del pensamiento Cuando se marcha como un fantasma Y nuestras manos de tortuga se alargan Hasta el hueco del corazón Y la amapola escondida cuece la carne cruda. Esta es la hora. En la mente una lumbre avisa. Nuestra travesía a ras de suelo Arrastrando velas del pasado proceloso; La misma desorientada memoria sangra. De océano en océano sopla La alargada llama extinta. Aquí tensos y arrepentidos dormitamos. Afluencia de nuestras aguas velatorias, Turbulencia de algas consagradas. Aún puedo amar a todos los muertos. Priora la promesa de la vida, animal Mordaz aventado en los caminos. Prosternados en los mismos templos De noche serpentinas salen de las bocas Hacia las montañas de la cólera Y nuestras mentes ruedan avanzando Hasta desertar en el amanecer Cuando la alegría golpea el corazón Y sus disfraces funerales.

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En tiempos de exterminio bailaremos El bolero de la muerte, Unos a otros acoplados. Cabalgaremos sobre puentes sumergidos, Sobre llanuras prodigiosas gozaremos, Y aquellos muertos como botas y sandalias En desuso llevaremos A innumerables vertederos. En las inagotables tierras del Señor Todas las ventanas se levantan. Se estremecen cuerpos calcificados, Hasta que en la orilla vuelva a amanecer Como en los primeros días de fiesta.

II Con el sol en el pecho sentada Y la sonrisa arcaica en el rostro Hoy te he visto, musa enmudecida Pensativa y melancólica. Ignoro de qué mundo formas parte Lo humano es solo un pestañeo Viajan secretas las semillas de los muertos Árboles de nuestro valeroso calendario Creciendo sobre el cielo deshojado.

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Mario Campaña. Poemas inéditos

El castillo de barba azul

Extraña verdades de una leve ebriedad, musa, Entre el encantamiento y la muerte. Condición de nuestra honradez: A diario ascendemos a un farallón de nubes A entregar reliquias a la prole venidera. Somos los peces adobados de la pesca Milagrosa, oh musa ausente. Frente a tu rostro de piedra la tromba Nos arrastra.

III He aquí nuestra herencia: La configuración de un pez raro El mundo desperfecto del mar Que acostumbra a hablar de noche Con su lengua ya raída Sus numerosas terminales destruidas. El pez raro entero y tembloroso Nadando en su curso de aguas póstumas. Vivir es su sueño refractado Cuando viaja en las riadas de este mundo. El pez raro bate sus alas y se hunde Boqueando con su cabeza de flor muerta.

Mario Campaña (Guayaquil, Ecuador, 1959) es poeta, narrador y ensayista. Sus últimos libros de poemas son: Aires de Ellicott City (Candaya, 2006), En el próximo mundo (Candaya, 2011), Pájaro de nunca volver (Candaya, 2017) y Poesía reunida 1988-2018 (Festina Lente, 2018). Es fundador y director de Guaraguao. Revista de cultura latinoamericana, que se edita en Barcelona desde 1996.

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Poemas inéditos

Juan F. Rivero

Porque en la historia de la pérdida Porque en la historia de la pérdida está todo el que vive, siembro esta planta a la luz de la nada y la observo existir, y me reflejo en ella como en los ríos que crecen, y mi cuerpo se colma, como el suyo, de tiempo; una columna mínima de verdor suave, ya entregada a la muerte, igual que todo, pero naciente y viva —y viva, al fin.

El color de la vida Si hubiese que elegir un único color para la vida, sería el de este amanecer de otoño que se refleja oscuro en los cristales: rojo cerrado y blando de membrana ovular; anterior a los ojos, al corazón, a la lengua.

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El castillo de barba azul

Juan F. Rivero. Poemas inéditos

Primavera de la nada I. Todo se deshacía ante mí. Un cansancio celeste iba horadando

II. Amor, te vi llegar junto con esta primavera de la nada.

el mundo desde su interior, como si cada cosa,

Bajabas por la calle entre los niños, entre las moscas y los colibríes.

después de tanto tiempo hubiese rechazado

Ibas mirando hacia ninguna parte, alto y delgado como un gran ciprés,

íntimamente resistir, mantenerse en su forma

y las cosas gritaban, agotadas, tu nombre.

de cordón o cuchara, de caricia o de juego, de enfermedad o de alegría.

III. Te llamé varias veces, pero no te detenías, y es que también tú, amor, te estabas deshaciendo.

Juan F. Rivero (Sevilla, 1991) es poeta y editor, con especialidad en clásicos literarios y humanidades. Ha publicado los poemarios Canícula (Online, 2019) y Las hogueras azules (Candaya, 2020).

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

La literatura del yo Por Ginés S. Cutillas Me celebro y me canto a mí mismo. Y todo lo que diga ahora de mí lo digo de ti, porque lo que yo tengo lo tienes tú y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también. Walt Whitman

La narrativa moderna ya no cuenta los orígenes míticos de la tribu ni canta las proezas de los caballeros como hacían los poetas. Vivimos en la era de la información: no necesitamos las historias para dejar constancia de nada, por lo que estas se han de sustentar por sí solas, utilizar recursos propios para parecer interesantes y creíbles a los ojos de los lectores mediante la palabra escrita. La mayor parte de la existencia de la humanidad las historias se han escuchado de viva voz, a veces de dichos poetas, otras de monjes en monasterios medievales con fines litúrgicos, pero siempre de boca de alguien que la iba improvisando o la recitaba de memoria utilizando la rima como mecanismo mnemotécnico. La figura del trovador —también conocidos como troveros o minnesingers en Alemania— nace en el siglo XI, y es Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, una de sus figuras más representativas. Junto a los trovadores aparecen también los juglares o ministriles. Los primeros eran de alta cuna y, orgullosos de su producción literaria, creaban los versos por entretenimiento y no por dinero, mientras que dejaban a los segundos, artistas ambulantes de baja estofa que no se avergonzaban de tocar instrumentos en público y de acompañar la narración de mímicas, las dramatizaciones y las piruetas de sal-

timbanquis para imprimir veracidad a la historia: si no le había pasado a él mismo, o bien lo contaba de primera mano como testigo, o bien sabía dónde ir a buscar al que pudiera refrendarla con su testimonio. La audiencia la entendía así, como real. Las temáticas solían versar sobre la vida cortesana, dando preferencia a los amoríos y lances caballarescos con el fin de enaltecer el honor. Pero antes ya había traslaciones escritas de la tradición oral. La Odisea, uno de los primeros textos de la épica grecolatina junto a La Ilíada, no es más que la transcripción escrita de los relatos narrados — mythos—, la mayoría contados por el propio Ulises a sus amigos reunidos en la mesa después de cenar, y que después de haber estado circulando de forma oral durante cientos de años quedaron fijadas con la aparición del alfabeto en el siglo VIII o IX a. C. La oralidad se va perdiendo entonces a medida que el texto comienza a circular, al igual que la costumbre de leer en voz alta, allá por el siglo VIII —aunque se tiene constancia de que ya san Agustín contemplaba anonadado a san Ambrosio mientras leía un texto en silencio para una mejor interpretación y reflexión sobre él­­­­—, para dar paso a la comprensión individual y en silencio de los textos. Se abandona finalmente la costumbre de practicar la lectura en voz alta y en grupo. No hay que olvidar que la representación gráfica de las palabras se inventó con la intención de atrapar la palabra hablada y de esa manera se tenía que descodificar, hablándola —hace cuatro mil años, en tablillas de arcilla escritas en Irak y Siria, se encuentra una que dice: «Te envío un mensaje urgente. Escucha esta tablilla, si lo crees conveniente, haz que la escuche el rey»—.

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Ginés S. Cutillas. La literatura del yo

Es entonces cuando la palabra escrita adquiere importancia y centra la experiencia literaria en el propio texto —incluso la poesía se crea pensando en distribuirla en papel y no oralmente—. Se comienza a experimentar con su forma y no con lo que narra, hasta tal punto que se podría hacer una película con cualquier pasaje de la Biblia, pero sería prácticamente imposible traducir al lenguaje cinematográfico el Ulises de Joyce, por ejemplo. Tal disociación entre la palabra oral y la escrita, impensable hace sólo doscientos años, es la que nos permite experimentar con las nuevas formas narrativas. Por otra parte, no son pocos los autores que piensan que en toda creación literaria lo autobiográfico es inevitable. Así lo pensaba Borges, sobre todo cuando el texto excede de cierta extensión, y también Piglia: «Toda novela es autobiográfica, narra, desplazado, algo vivido». En la misma línea se encuentra Kundera: «El autor siempre inicia la narración a partir de su propia vida, pero crea algo que no se le parece en absoluto». Y como él mismo apostilla: «El estudio de la vida íntima que realiza un escritor no es tan sólo una labor de observación sino que, primordialmente, es una tarea de imaginación». Exacto: la literatura del yo consiste en pasar de lo personal a lo ficticio, en detectar una voz propia y en encontrar formas novedosas y singulares para contarlo. ¿Cómo atrapar entonces la atención del lector? Usando la vida propia como medio vehicular de transmisión de la historia, tan sencillo como eso. Lo tenían claro los chamanes que bailaban alrededor de la hoguera y lo tienen claro los monologuistas de Stand up: utilizar detalles de la propia existencia para darle credibilidad a lo que contamos a continuación o, mejor dicho, a lo que contamos sobre esos detalles, utilizando un procedimiento conocidísimo por los políticos: decir dos verdades absolutas que conozca todo el mundo y a continuación introducir su propia verdad en el tercer enunciado. La audiencia, por la propiedad transitiva, pensará que es igual de cierto. Las historias de hoy en día nos interesan no por lo que cuentan — Shakespeare ya las contó todas—, sino por quién las cuenta, por el valor añadido de su existencia sobre la narración, y el compromiso del narrador con lo narrado: esa zona intermedia donde el lector es incapaz de discernir dónde empieza el autor y dónde termina el personaje, atrapando su atención para contarle lo que creamos conveniente. El propósito no es contar nuestra vida, sino usar el relato de nuestras vidas para con-

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tar otras cosas, y eso se consigue confesando intimidades para captar el interés y el afecto del público lector. Hagamos un repaso de la historia de la literatura del yo para poder comprender mejor cómo esta ha ido impregnando los nuevos géneros a medida que se iban creando —novela, ensayo y autobiografía— y cómo ha llegado a afectar a las nuevas formas de narración: la autoficción y ensayo-ficción. Para encontrar los primeros autores que utilizan la vivencia propia como material narrativo nos tenemos que ir precisamente a la autora más antigua conocida cuyo nombre aún conservamos: Enheduanna (22852250 a. C.), princesa sumeria, hija del rey Sargón I, que llegó a «Suma Sacerdotisa» y que vivió en la ciudad-Estado de Ur —actual Irak—. Escribió cuarenta y dos himnos en cuneiforme que se han podido recuperar a través de treinta y siete tablillas de arcilla en un primer intento de sistematizar la teología. Los firmaba con su nombre y contaba anécdotas personales, como su expulsión de la ciudad. Después tenemos que saltar hasta Sócrates (470-399 a. C.) y san Pablo ([5-10]-[58-67] d. C.). El primero —del que sabemos por sus discípulos porque no dejó nada escrito al defender precisamente la memoria como única forma de transmisión de conocimiento entre generaciones— nos dice hacia dónde mirar: con su ya famosa cita «conócete a ti mismo» inaugura la importancia del autoconocimiento. El segundo que tenemos que mirar se adentra en la complejidad de aquello que hay que desentrañar de uno mismo, aquello que nos define como ser mediante una reflexión introspectiva, y es con su frase en su epístola a los Gálatas (3:28), «no hay más judío, ni griego, ni hombre, ni mujer, ni esclavo, ni hombre libre», que extrae al individuo del colectivo y da paso al yo moderno. El principio es sencillo: conociéndome a mí mismo, conoceré a los demás. Hasta entonces el conocimiento había sido desde el colectivo al individuo; ahora se giran las tornas y es el individuo quien retrata los múltiples conjuntos a los que pertenece: reflexionando sobre mi conducta y moral, podré entender al prójimo. Tres siglos más tarde aparece san Agustín (354-430 d. C.), lector acérrimo de san Pablo y convertido al cristianismo gracias a él en el 386 d. C., quien reformula la cita de Sócrates para cristianizarla: «Entra dentro de ti mismo, porque en el interior del hombre reside la verdad». Entiende la fe como un viaje del exterior al interior, y es ahí, en el interior, donde inventa el autoexamen de conciencia al relatar los pecados propios.


Lo interesante de la forma en que los narra es que no es desde el presente, sino apelando, como Sócrates, a la «memoria» —introduce este interesantísimo término en la narración que irá apareciendo a lo largo del presente texto— y se examina a sí mismo por conductas pasadas mediante la palabra escrita. En este mecanismo basa sus Confesiones (398 d. C.), donde el yo-narrador confiesa a Dios pecados cometidos anteriormente. Para Dominique Salin, jesuita francés, profesor emérito de la Facultad jesuita de Teología de París y experto en espiritualidad moderna, «es el extraordinario inventor de un género literario que es la autobiografía […]. Es el primer hombre que en la cultura occidental va a decir “yo” durante trescientas páginas y que va a exponer sus tripas con una claridad, una franqueza y una honestidad extraordinarias». En contra de lo que podemos pensar, el texto de san Agustín no encierra narcisismo ni vanidad, sino la revelación del otro mediante el estudio de uno mismo, pues no está confesándose a Dios como él cree o quiere creer, sino al lector, al otro, para que pueda autoexaminarse a través de un espejo. Sin saberlo comienza la transición del entorno religioso a lo simplemente humano, que tendrá su continuación en la oscura Edad Media en la obra a caballo entre lo

religioso y lo carnal del Libro de buen amor (1330) del Arcipreste de Hita (1283-1350), una falsa autobiografía donde el autor hace un repaso de sus asuntos amorosos y aprovecha para retratar, a través de sus amantes, todas las capas de la sociedad bajomedieval española. Y si de lectores conversos estamos hablando, tenemos que dejar pasar la Edad Media para que aparezca santa Teresa de Jesús (1515-1582), a quien las Confesiones de san Agustín no sólo le influyen de forma espiritual, sino también literaria al tomar el yo-narrador de su maestro como campo de experimentación para, en su Libro de la vida (1588), asegurar que tomará su propia vivencia como base para sustentar su relato. No será ni mucho menos el último autor que comenzará una obra diciendo lo mismo, como pronto veremos, pero sí la primera en ser consciente de narrarse a sí misma, incluyendo sus pecados para analizar a la otredad, esto es, al colectivo. Y llegamos a Michel de Montaigne (1533-1592), contemporáneo de santa Teresa de Jesús y admirador de Lucrecio, Virgilio, Séneca, Plutarco, Sócrates y, por supuesto, san Agustín. Con él nace el ensayo y la literatura de la Edad Moderna, justo cuando escribe ya desde la conciencia de conocerse a sí mismo: «Quiero

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Ginés S. Cutillas. La literatura del yo

que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro», dice al principio de sus Essais, que comenzó en 1571 a la edad de treinta y ocho años. «Ensayo», ese término al que recurre para probar la vida en él mismo y a continuación narrar cómo la realidad le afecta en primera persona o qué piensa de cada determinada situación a la que la existencia le va enfrentado. «Yo mismo soy la materia de mi libro»: se utiliza a sí mismo, ya sin ningún tipo de pudor, para explicar el mundo. Con sus ensayos, comenzamos a conocernos a nosotros mismos. La gran novedad que introduce Montaigne es justo esa, proponerse a sí mismo como soporte o material donde experimentar la vida, como arcilla que acabará modelada por las dentelladas de la misma. A diferencia de san Agustín, no quiere encontrar la idea de Dios, sino la naturaleza de lo humano: «Cada hombre lleva en sí la forma entera de la humana condición», afirma Montaigne, y así lo ratifica casi cuatro siglos después Sartre en el final de Las palabras (1964): «Un hombre hecho de todos los hombres y que vale lo que valen todos y

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cualquiera de ellos», nada nuevo, si pensamos que John Donne (1572-1631) adelantó la idea en 1624 con sus versos: «Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. / Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. / […] / Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta / porque me encuentro unido a toda la humanidad», seguramente tras haber leído a Montaigne. A este le sigue Rousseau (1712-1778), con sus Confesiones (1782-1789), publicadas de forma póstuma, que a diferencia de las de san Agustín no están dirigidas a un público religioso en busca de la fe, sino laico en busca del otro, que a partir de esta obra será un igual. La misma idea que blande Montaigne, la deja clara en sus líneas: «Podrá servir como comparación para el estudio de los hombres». Hay que entender también el entorno histórico: con la Revolución francesa en ciernes, se cambia el contrato con Dios por el del civismo entre ciudadanos, entre hombres y mujeres. El individuo se difumina en el colectivo —«Igualdad, libertad, fraternidad»— y las preguntas sobre el yo pasan a ser sobre la naturaleza humana, ya universalizada, y lo más


interesante, se enseña a dudar sobre el pacto de verdad en la lectura al recordar que «hay lagunas y vacíos que sólo puede llenar con la ayuda de relatos confusos», por lo que la verdad pasa a ser relativa: es la del autor, quien de forma honesta confiesa que allí donde hay huecos, utilizará la ficción, pero, advierte, con algún pasaje que «podía haber sido, jamás lo que era falso», insistiendo en la verosimilitud donde ha de apoyarse todo el relato. Étienne Pivert de Senancour (1770-1846), un escritor prerromántico francés injustamente olvidado, seguirá la estela de Montaigne con su Obermann (1804) —una suerte de precuela del Walden (1854) de Thoreau—, utilizándose a sí mismo para estudiar la vida del buen salvaje al pie de los Alpes. Y aunque ambos tienen en común que no someten su escritura a ninguna estructura temporal, se diferencia de la prosa de Montaigne, puramente discursiva, en que introduce la ficción por medio del formato epistolar. Contemporáneo de Senancour, tenemos a Stendhal (1783-1842), que mediante su autobiografía novelada —precursora de la autoficción—, Vida de Henry Brulard (1890) —el nombre real de Stendhal era Henri Beyle—, publicada medio siglo después de su muerte, intenta conocerse a sí mismo autonarrándose: «Voy a cumplir cincuenta años, ya es hora de conocerme. ¿Quién fui? ¿Quién soy? […] Mis confesiones […] tendré el placer de escribirlas y de hacer un profundo examen de conciencia». Y lanza una idea muy interesante sobre los huecos que deja la memoria y que Rousseau ya adelantaba: compara el trabajo de escribir una autobiografía con el de restaurar un fresco, donde hay trozos «bien conservados» entre «grandes espacios donde sólo se ve el ladrillo de la pared» y que deberá cubrir con el material de la ficción, dejando así constancia de la fragilidad de la memoria introduciendo además un concepto nuevo: la subjetividad del autor, pues a la memoria más o menos certera de este se le sumará la visión propia de cómo vivió cada episodio. Es el primer autor en introducir esta variable en el relato, que Rousseau no contempló en sus Confesiones y que se ve reflejada claramente en una anécdota ocurrida en 1771: cuando el autor vivía de las lecturas públicas de ese libro, Madame d’Epinay, amante suya, no estuvo muy de acuerdo con lo que contaba de ella y de su nueva aventura con Grimm y recurrió a la policía para evitar que siguieran dichos escarmientos públicos. De este modo dejó en evidencia que en la obra de Rousseau los datos habían sido alterados por los sentimien-

tos. «Aclaro de nuevo que no pretendo pintar las cosas como son, sino el efecto que ellas tienen en mí», avisa Stendhal de su propia subjetividad. Lo más interesante que nos deja este autor es la conciencia de llegar a una verdad absoluta en su relato y en la capacidad de reconocer los huecos que la memoria deja, que han de ser rellenados con ficción: autonarrarse es precisamente tener la capacidad de crear esos vacíos que disparan la ficción como único remedio para cumplimentarlos, siempre desde el contrato previamente negociado con el lector de su derecho a mentir. Stendhal introduce el derecho del autor a ficcionar su vida. Algunos lo hacen de forma directa, firmando con su nombre, y otros, como Charles Dickens (1812-1870), lo ocultan en la que es su primera narración contada en primera persona, David Copperfield (1850), cuyas iniciales invertidas corresponden con las del propio autor, quien acabó por reconocer que era la más autobiográfica de sus novelas y también su preferida. En 1871 Rimbaud (1854-1891), uno de los creadores del simbolismo y del verso libre, y gran lector de san Pablo, lanza su famosa proclama: «Yo es otro» — Je est un autre—, fijando para siempre la idea de que hablar del individuo, ese gran desconocido, es hablar del conjunto de la humanidad. Establecerá las bases para el surgimiento del psicoanálisis junto a Nietzsche (1844-1900), quien abre el célebre debate sobre la cita de Descartes, «Pienso, luego existo», y da a entender que el que piensa sobre nosotros es un yo lejano, casi inconsciente de la propia existencia. Así lo refrenda Lacan (1901-1981): «El ego es principalmente inconsciente: la existencia del yo ocurre entonces incluso antes del pensar del yo». En cualquier caso, tanto Rimbaud como Nietzsche adelantan en medio siglo el marco teórico en el que Freud (1856-1939) sostiene el psicoanálisis del yo, desde ese otro yo desconocido, en su estudio germinal El yo y el ello (1923). El psicoanálisis de Freud abre una puerta a los relatos ambiguos sobre uno mismo, a la construcción de la conciencia desde el inconsciente, es decir, mediante ficciones más o menos ciertas y fragmentarias que tiene uno sobre sí mismo. Es en este punto, ante la necesidad de rellenar esos huecos que exige esta nueva técnica, que la ficción empieza a campar a sus anchas. El género autobiográfico cae en desgracia, ya a nadie le interesa la vida secuencial y reglada de un personaje incapaz de ser objetivo sobre su propia existencia, sino la imagen que tiene ese personaje sobre sí mismo

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Ginés S. Cutillas. La literatura del yo

mediante relatos totalmente ficcionales. Hemos nombrado a Lacan, pero muchos otros filósofos del siglo XX, como Foucault (1926-1984), Deleuze (1925-1995) o Derrida (1930-2004), se harán eco de la fragilidad narrativa del yo, debido a la engañosa fragmentación de la memoria y a la subjetividad del protagonista, para apoyar una nueva forma de narrar, a mitad de camino entre la autobiografía y la novela: la «autoficción», término acuñado en 1977 por Serge Doubrovsky (1928-2017) para etiquetar su inclasificable obra Fils, categorizando de paso las autobiografías ficcionales de autores de posguerra como Céline (18941961), Genet (1910-1986), Miller (1891-1980) o Gombrowicz (1904-1969), donde aparece por primera vez en la Edad Moderna el pacto ambiguo de lectura y se rompe el orden cronológico de los sucesos que marcan la existencia de una persona, pudiendo, mediante técnicas ficcionales, relatar esa vida de forma novelada e inventar, si es necesario y sin que tenga que ser verosímil —desdiciendo a Rousseau—, aquellos pasajes más escondidos de la memoria. El lector accede a surcar la historia desde ese nuevo contrato preestablecido, desde el mismo que autores como Proust, Larbaud, Rilke, Pessoa, Handke, Nizon o Simon enmarcan sus obras, o el mismo André Breton (1896-1966), quien en 1928 publica Nadja, donde plantea el debate de quién es el narrador desde la primera línea de la novela al abrirla con «¿Quién soy yo?», dando la idea de que todo el texto posterior se crea para responder a esta pregunta, pero ¿quién la realiza?, ¿el autor, el narrador o el personaje? Sea cual sea la respuesta, es evidente que encierra una búsqueda de sí mismo y así lo aclara: «Al margen del relato que voy a comenzar, no tengo otra intención que la de contar los episodios más determinantes de mi vida tal y como puedo concebirla al margen de su estructura orgánica, es decir, en la medida en que depende de los azares». Breton es consciente de la subjetividad y sobre todo del prisma surrealista que le puede aplicar a la narración, pues, como dice Henry Roth (1906-1995), «autonarrarse consiste en hacer bascular la propia autobiografía en lo literario […]. Consiente en expresarse como en una novela, en verse como un personaje», sin olvidar que un libro siempre es un diálogo del autor consigo mismo y un acercamiento a otros interlocutores potenciales. Así lo piensa también el cineasta Jean-Luc Godard (1930): «Para hablar de los otros hay que tener la modestia y la honestidad de hablar de uno mismo».

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Una vez más el marco histórico afecta al modo de narrar las historias. Con el escenario después del mayo del 68, con la caída en desuso del comunismo más cerril, se prima la liberación del yo sobre el colectivo; se potencia así esta nueva forma narrativa que es la autoficción. Hoy triunfa la «egoliteratura» arrogante planteada a inicio de los años setenta, en la que Philippe Lejeune (1938) se alza como principal teórico. Esa misma egolatría es lo que impregna todo en el siglo XXI, desde los autores nacidos en los setenta hasta la autoficción gráfica que representan plataformas como Instagram o Facebook —famoso el caso de aquel usuario que hizo creer a sus amigos que estaba dando la vuelta al mundo armado tan sólo con una cámara, un croma y Photoshop—, o reality shows donde el individuo es el objetivo del experimento televisivo de turno —Gran Hermano, Operación Triunfo, las diversas islas de…—: la realidad como espectáculo. De ahí también el éxito de los talleres de escritura: todo el mundo cree que tiene una historia valiosa que contar al mundo. Recapitulando, lo que une a los viejos chamanes y a los nuevos narradores es el uso de una poderosa primera persona para estructurar sus historias, confundiendo de forma premeditada la voz del narrador con la del autor, para que el lector se debata en la frágil frontera entre el relato inventado y la exposición sin tapujos de las intimidades del escritor. En apenas un siglo hemos pasado de la terna, ordenada por importancia, «quécómo-quién» a «quién-cómo-qué»: no es tan importante lo que se cuenta —todas las historias están ya manidas y pocas nos producen un efecto de sorpresa— sino quién lo cuenta, dejando el lugar central de ambas ternas para el «cómo», la forma en la que se cuentan. Pero ¿qué fin busca el autor al airear sus miserias? Sin duda, un proceso de sanación. La ilustraciones de este artículo son de Miquel Rof ©


Luis García Berlanga: autorretratos, apologías, justificaciones Por José de María Romero Barea «El cine, aunque sea un arte fugaz, perpetúa», confiesa el creador Luis García Berlanga (Valencia, 1921 - Madrid, 2010) en el libro El último austrohúngaro. Conversaciones (Alianza Editorial, 2021). Delirante, la filmografía del premio Príncipe de Asturias 1986 se enfrenta a un mundo inmisericorde. Sus conmociones visionarias siguen combatiendo nuestros prejuicios más arraigados. Cuando se cumplen cien años de una mirada atenta que nos enfrenta al asombro de nuestra fragilidad en planos secuencia, regresa la edición ampliada del clásico de 1981, donde el artista levantino sostiene: «El travelling, para mí, no es más que un aparato que me sirve para mi propia inmovilidad frente a las cosas». Su ángulo de visión intenta abarcar la totalidad. De alguna manera, ese vértice nos refleja. Se analiza cada episodio vital a través de las entrevistas que con él mantienen los periodistas Manuel Hidalgo (Pamplona, 1953) y Juan Hernández Les (La Coruña, 1949 - 2019). Es Berlanga «un cineasta que cree en la libertad antes que en la revolución», leemos en el prólogo, «en el individuo antes que en la sociedad, en la soledad antes que en la comunicación». Un trabajo de reconocimiento, en definitiva, impulsado por la cercanía al autor, lejos de la adscripción ideológica. Despliega el vademécum una hagiografía conversada para capturar lo mismo al combatiente adolescente de la Batalla de Teruel en filas republicanas que al estudiante de derecho en la Universidad de Valencia; al voluntario en la División Azul que lucha en Rusia junto a los nazis. Se pretende aprehender aquí al Berlanga que creemos conocer. El retrato que nos muestra es, en esencia, autorretrato, justificación, apología: santifica la codicia, sacrifica la mendacidad, bendice la picardía. El protagonista de la hagiografía es a la vez en el monarca celestial y el ángel caído, un ciudadano arrojado del Jardín del Edén. Su mirada es sobre todo la de

un niño, pendiente de los estímulos y el cariño de la audiencia, buscando la aprobación del respetable entre carantoñas y rabietas. Su primer filme como director es la encarnación de la imperfección trufada de dinero que cae del cielo («No tengo ninguna intención de abolir los héroes individuales»), una desventura tristemente común, por la que sentir empatía: «Villar del Río [pueblo imaginario donde tiene lugar ¡Bienvenido, Mister Marshall! (1952)] es el símbolo de España». Tras ver la película Calabuch (1956), concluimos que la esencia humana es incognoscible, abstruso su significado: «El individuo participa de todos los defectos, de todos los virus que hacen que la bondad sea imposible e irreconocible en la sociedad». En el largometraje Los jueves, milagro (1957), se transmite una sensibilidad ingenua en medio de la endémica corrupción, cifra de «lo mágico inmanente, lo que dentro de nosotros no es reconocible ni diagnosticable». Se rechaza el realismo a expensas de una magia que se pone al rechazo compulsivo del diferente: «Lo que me ha gustado es estar siempre despierto, no perder ese tiempo del sueño». Es en el rostro de los desfavorecidos en lo que el guionista europeo se concentra, mientras despliega todo su potencial: ampliado al tamaño de una pantalla de cine, es nuestro perfil lo que aparece bajo su lente. Frente a una colectividad desarticulada, el miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando siente la necesidad de filmar la degradación del lugar que habita. Plácido (1961), nominada al Oscar a mejor película en lengua extranjera, personifica la sordidez, «la negación del paternalismo, de la falsa bondad, de la falsa caridad». En un país destrozado, el afán de aventura es apenas una expresión del deseo. «El hombre no elige la soledad por gusto», apostilla el realizador, «es la sociedad quien le empuja a buscarla». No pierde de vista las imperfecciones del alma. Es capaz de extraer el potencial subversivo del exceso.

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José de María Romero Barea. Luis García Berlanga: autorretratos...

Se enfatiza así una tradición alternativa, la de la novela picaresca, su intensidad alucinatoria, como salida de una pesadilla. La sórdida El verdugo (1963) nos atrapa dentro de una espiral moral de distorsión audiovisual: «La sociedad es capaz de aceptar la pena de muerte, pero, por otro lado, reniega del verdugo». José Luis Rodríguez, el aspirante a ejecutor, pretende cambiar sus circunstancias vitales a cualquier precio, aunque eso incluya las circunstancias vitales de otros: «Para asegurarse un futuro, termina entrando en el territorio más inseguro de todos, el territorio de la muerte, de la eliminación de otros seres humanos». Única por su íntima honestidad, a pesar de su lucidez, la versión que de los españoles muestra es oscura. Con ella, logra encarnar aspectos esenciales de nuestra cultura. Su mensaje es menos una declaración universal que un acertado diagnóstico que dramatiza la cotidianeidad, la solidaridad con los oprimidos, el rechazo de la represión sexual, el compromiso con la libertad. Tamaño natural (1973) es la historia del matrimonio inusual entre un hombre y una muñeca, («una glorificación del vicio solitario»), una historia de amor propio que culmina en una «soledad absoluta [que] lleva al eremitismo». Durante treinta y nueve años, bajo un régimen represivo, no hubo una industria cinematográfica donde expresarse. Tras la muerte del dictador en 1975, se produce un estallido de creatividad. Propulsa Berlanga la colección La Sonrisa Vertical en 1977, que rinde homenaje a la literatura erótica mientras satiriza hilarantemente la hispana tendencia a lo ampuloso. Filma entonces la trilogía La escopeta nacional, que nos sitúa en un mundo de opresión en plena democracia, un sistema donde los matones prosperan y la intimidación es la regla. «Yo siempre me pongo del lado del individuo, del que se arriesga a enfrentarse al grupo, al poder, a la sociedad. Aunque sea un asesino». En esos tres largometrajes (La escopeta nacional, 1978; Patrimonio Nacional, 1981; y Nacional III, 1982), personajes emocionalmente atrofiados, cuya sexualidad se torna patológica, parecen cuestionar si el cambio hacia el consumismo ha sido finalmente tan liberador como se suponía. La presentación del escritor Francisco Umbral (Madrid, 1932​- Boadilla del Monte, 2007) nos devuelve un

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rostro de piel aparentemente inmaculada que se desenmascara como imperfecta: «Conocedor de la morfología de lo cotidiano, que nunca es sublime, se limita a filmar la vida por sus costados más obesos». En El último austrohúngaro se capta el perfil de un hacedor con fama de perezoso que hizo demasiado, en demasiados medios, en demasiados géneros. El volumen no se limita a analizar sus películas cronológicamente; adopta un enfoque típicamente berlanguiano, con todos los acontecimientos en un extenso primer plano que se abre a un plano cada vez más extenso. Alucinadas, las imaginaciones del Premio Goya a la Mejor dirección, por Todos a la cárcel (1993), abren caminos inexplorados. Frente al desprecio al que acostumbramos a nuestros genios, su recuerdo es vívido: «Quiero acercarme a los personajes, a la historia [...] de una forma totalmente física». En el centenario de su nacimiento, celebramos la pertinencia del Premio Goya a la mejor dirección 1994, un individualista libertario obsesionado con el séptimo arte al margen de cualquier credo político, un ideólogo de lo inalcanzable, cuyo cuerpo de trabajo combina la honestidad emocional con la polémica. Irreverente Berlanga, destructivo, desmesurado, a pesar de o gracias a la censura, poseedor de una generosidad inspiradora que ha «delineado y silueteado», concluye Manuel Hidalgo, «entre el alboroto y el hostil territorio del grupo, al individuo que la representa». Luis García Berlanga (2004). Fotografía: Casa de América


Aviones sobrevolando un monstruo Daniel Saldaña París Anagrama: Barcelona, 2021 160 págs.

Luminoso monstruo Por José de María Romero Barea Todo un sistema subyace al trabajo aleatorio de las intuiciones repentinas («el sonido de los aviones revela […] la curvatura del planeta»), argumentos sostenidos que urden un retrato fragmentado, el del mexicano Daniel Saldaña París (1984), retro-flâneur en una deriva psicogeográfica, a través de un lugar siempre en otra parte («mi recuerdo, atravesado por las investigaciones, ha dejado de pertenecerme, por eso es mío nuevamente, en toda su desnuda extrañeza»). Incorpóreas las ideas, separadas de la inteligencia que las entretiene: «Amo con locura la Ciudad de México, sobrevolada muy de cerca por aviones que a veces imagino soltando bombas». Impersonal la narrativa de Aviones sobrevolando un monstruo, relato diferido del no acontecer, recuento de posiciones extremas, mediante la astuta frivolidad: «En el mapa de mi imaginación infantil, la cárcel y el orfanato marcaban los polos Sur y Oeste respectivamente». Atiende a los usos del descaro la intelectualidad subversiva afanada en el elogio del exceso: «La página en blanco está menos en blanco porque siempre está escrita de antemano». Nos guía la carcajada del poeta, ensayista y novelista centroamericano; hacia el abismo ilustrado, sondea inframundos, reprende certezas, articula con ellas «historias insulares que tienden a multiplicarse y proliferar […] como las aves de un exuberante archipiélago». A merced de la evasión, acoplamientos aleatorios, burlas sacrílegas de un júbilo impío («una ebullición que culmina y satisface»), epifanías ingenuas que exploran la interpenetración de las categorías, la intoxicación de lo familiar desconocido, significados revelados en el disfrute irreflexivo de la geométrica lucidez de «un mapa que se sigue transformando mientras habitamos el territorio que define, y que se fija en el recuerdo —al fin— cuando nos mudamos a otra parte».

Refuta el vate de Esa pura materia (2008) la fe en el estatus, derriba talismanes, «quizás no haya más que asumir el ruido», reivindica en «Apuntes para la fetichización del silencio», «darle una bienvenida resignada o buscarle el flanco improbable, como cuando se aprende a acariciar a una bestia en el lugar del lomo que más la satisface». Defiende la necesidad de eliminar la Historia para exterminar un «silencio que es una burbuja en el interior de esa máquina (fantasma en ella)». Invierte el narrador de El nervio principal (Sexto Piso, 2018) las verdades del humanismo: separa la mente de las rutinas irracionales, celebra la complicidad entre conciencia y compulsión de «una frase cuyo significado, esquivo, no termina de entenderse nunca». Estados de iluminación anticipan la caída. El conocimiento, tras el colapso, se regocija con la perspectiva, «pájaro de parvada, sometido a las formaciones de vuelo, a las rutas de una colectividad que lo precede y le da sentido». Reflexiona el suicida frente a la inmensidad del propio salto, mediante «una ficción mínima», sostiene Saldaña en el prólogo, «escondida en un texto que se pretende non fiction». Pensador de lo impensable, propagandista del mal (menor), pornógrafo moral, el premio Nacional de Poetas Jóvenes Jaime Reyes defiende el sacrificio (ajeno). Investiga el vacío, contempla el agujero negro, penetra la abertura de un ojo ciego, que reflexiona «sobre el oficio, horrible y luminoso, de poner una palabra delante de otra».

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Un idiota como tú

Chus Castejón MilMadres Editorial: Zaragoza, 2021 94 págs.

Conciencia insobornable Por Luis Salvago Recorría Javier Krahe perplejo las aceras, allá por los ochenta, y cantaba, entre verso y verso, que «el paréntesis cordial de unas caderas interrumpió mi melopea y el anochecer», igual que Idiota, el protagonista de Un idiota como tú recorría perplejo las calles de Zaragoza, escenario de la novela de Chus Castejón, publicada por MilMadres, editorial nueva, novísima, que se estrena con este monólogo puro, absolutamente puro. Un adjetivo la define: irreverente. Juega a eso, a soltarse el pelo, los estribos, las ataduras de lo correcto. Juega, sí, con fuego. Porque ya no hay nada en literatura que no esté coartado por esa censura blanda y anónima que todo lo impregna, que todo lo corrompe con sus leyes adulteradas. Idiota, como a sí mismo se llama el narrador, protagonista de su propia historia, es un chaval de los ochenta, hijo de los hijos de la posguerra, hijo del franquismo, hijo de la Transición. Tiempo que ahora parece de paso, quizá por culpa de su engañosa semántica. Pero no, no era un tiempo de paso ni de transición. Era un tiempo con su propio carácter. Zaragoza, la ciudad donde se desarrolla, es un extracto del país entero, un cuello de botella por donde abruptamente aflora a borbotones la libertad. Idiota habla para sí, su conciencia fluye sin cortapisas, sin comedimiento. Juzgándolo ahora, sin perspectiva, pudiera parecer un razonamiento poco político, frívolo incluso. Antes se pensaba como se pensaba, y es por tanto necesario ceñirse a la subjetividad de los tiempos para entender esta novela en

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profundidad. Idiota no es idiota porque le falte el talento, es un joven con ínfulas de escritor, excusa que le sirve para justificar sus reflexiones, sus desvaríos, sus graves problemas de identidad. La narración de Idiota es un flujo de conciencia y, como tal, hace juegos de palabras, las junta, las deforma, las desgramaticaliza. Fabrica incluso una tonada: «melodías pik, melodías pok», una musiquilla propia que utiliza a modo de autoestímulo, un recurso de ilación que hace del texto una continuidad inteligible. Un idiota como tú, sin embargo, no es una historia frívola donde los hechos se sucedan sin ninguna explicación. Más allá de esa apariencia se esconde una tragedia, un punto en la historia que explica precisamente el motivo de esa autodenominación. Idiota es idiota porque «hubo un momento en el que me rompí». El alcohol, las drogas, la nocturnidad, el aburrimiento, el exceso… más que responsables de su caída en desgracia son síntomas de su fatuidad. «No llores, tendrías que darme las gracias por mi repulsiva sinceridad», le dice a una mujer con la que pretende acostarse, y añade: «Me empieza a aburrir mi papel de cínico». Idiota es consciente de su cinismo, lo deplora, pero su actitud tiene también una justificación, que podría ser ese padrastro al que detesta, porque lo dejó en la escalera toda la noche cuando tenía siete años. De modo que sí, Un idiota como tú, definitivamente, no cumple los cánones de la cultura de la corrección. No podría ser de otra forma: es un flujo de conciencia y a la conciencia no se la puede traicionar. Ha de leerse, por tanto, como lo que es, sin dejarse apresar por prejuicios ajenos al tiempo real de la historia, dejándose llevar por las calles de Zaragoza, por sus noches de punk, de alcohol, de mujeres, para que todo suene como en la canción de Krahe: «Y nos besamos, vive dios que nos besamos. Que conocí antes su lengua que su voz».


Leaving Las Vegas

John O’Brien (Traducción de Adan Kovacsics) Hurtado y Ortega: Barcelona, 2021 272 págs.

En las entrañas de Las Vegas Por Alfonso Barguñó Viana En una de las pocas fotos que se conservan de John O’Brien se lo puede ver con una chaqueta de cuero, camiseta blanca y tejanos. Es difícil no detectar cierta incomodidad, cierta sensación de que él mismo sabe que no encaja con esta imagen que quiere dar de joven simpático y normal, mientras sonríe como si fuera el hermano pequeño de Robert de Niro en Taxi Driver. Había sido un chico retraído, aficionado a la filatelia, la fotografía, la astronomía y Bob Dylan, pero, como contaba su padre, después de un viaje a los veinte años, sustituyó la lata de Coca-Cola por una sempiterna botella de alcohol que ya nunca soltó. Trece años después, se pegó un tiro en su apartamento de Beverly Hills sin saber que la única novela que había publicado, Leaving Las Vegas, se iba a convertir en una película de culto de los años noventa. «Esta historia es una versión fantasiosa del éxito de John. ¿Un hombre que va a Las Vegas y se muere mientras se desvanece junto a una mujer hermosa? La muerte de John no se pareció en nada a esto», declaró su hermana, Erin O’Brien. Lo que quería decir es que la muerte de su hermano fue mucho peor. Pero lo que sí que consiguió John O’Brien fue describir el alcoholismo de Ben Sanderson y la prostitución de Sera con una crudeza y falta de prejuicios que convirtió a estos personajes en arquetipos de un nihilismo humano, demasiado humano: «¿Por qué te matas así?», pregunta Sera. «No lo recuerdo. Solo sé que quiero hacerlo», responde Ben. Esta novela sórdida y tierna a la vez, que presenta los personajes de una manera totalmente distinta que

la película, no es autobiográfica, pero constituye un catálogo de los pequeños actos de distracción de un alcohólico (como cuando el mismo John O’Brien bebía vodka con zumo de arándanos para que al volver su mujer, Lisa, no le detectara el alcohol en el aliento). En su primera cita en un motel, por ejemplo, Sera se mete en el cuarto de baño: «Después de prepararle la bebida en un vaso de plástico del motel y colocarla junto a la lata de cerveza, en la mesilla de noche, Ben bebe impulsivamente de un trago todo el bourbon que puede (casi un cuarto de litro) y deja la botella para poder cogerla como si lo hiciera por primera vez cuando ella esté de regreso en la habitación [las cursivas son mías]». Actos de este tipo, en apariencia gratuitos, son fundamentales en la doble vida de un adicto. John O’Brien los conocía íntimamente y les supo dar una forma literaria que trasciende la mera crónica. No es casualidad que le encargaran una nueva versión de Días de vino y rosas, que nunca pudo llevar a cabo. Con solo esta novela, John O’Brien se ganó un lugar entre Raymond Carver y Charles Bukowski, con una voz propia, inconfundible. Nos mete de lleno en las entrañas de Ben Sanderson y Sera, de forma que ilumina las facetas más sombrías de la versión cinematográfica, demasiado edulcorada. No, John O’Brien no encajaba en este mundo. «La razón por la que se pegó un tiro era que no podía matarse bebiendo», dijo de él el encargado de la cafetería en la que trabajaba antes de morir. Leaving Las Vegas es el relato esencial de su desesperación, que, en gran medida, también es la nuestra: tirarlo todo por la ventana y salir corriendo.

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El ambigú

Bibliotecas imaginarias Mario Satz Acantilado: Barcelona, 2021 216 págs.

Un mar calmo de palabras Por Miguel Arnas Coronado Los libros, al igual que las personas, forman individualidades o muchedumbres. Este volumen de relatos, porque lo son, muestra el amor por los libros y las multitudes de ellos, es decir, por las bibliotecas. Mas ese amor por la letra impresa, por la sabiduría que ella y ellos encierran, es amor por las personas, por los individuos que los poseen, quienes desean poseerlos, aquellos que los usan, leen en ellos y de ellos aprenden. Son bibliotecas imaginarias porque algunas no existen o no existieron nunca, o bien es la situación, la anécdota que las retrata quien no existió y sí fueron reales las bibliotecas. Satz da en estas breves narraciones (ninguna de ellas tiene más de cinco o seis páginas) una vuelta al mundo, tanto espacial como temporalmente. Hay bibliotecas clásicas, antiguas, quemadas en guerras o en represiones ideológicas o religiosas. Hay bibliotecas más modernas. Hay libros únicos, que transmiten un saber único y casi intransferible. Hay personas apasionadas, enamoradas de esos saberes, buscadores ávidos. Y hay una poesía profunda, descriptiva, metafórica, bellísima en las palabras de este hombre sabio. Pues si las bibliotecas descritas son sabias, y algunos de sus usuarios también lo son o llegarán a serlo, el autor lo es por adentrarse en ellas, dando situaciones que tienen que ver con el misticismo de todas las religiones del libro, así como en otras gnosis orientales: India, Japón, China, Corea y aun las preislámicas asiáticas o africanas. Y no deja aparte a los conocimientos de la recién descubierta Hispanoamérica, pues no se olvide que Satz es argentino. Mario Satz nos ha obsequiado ya con múltiples obras literarias: novelas, libros de cuentos, poesía, tratados sobre cábala hebrea. A esto último hay que añadir sus conocimientos sobre esos misticismos ya nombra-

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dos (destacable su libro Umbría lumbre sobre San Juan de la Cruz y sus influencias cabalísticas y sufíes) y las espiritualidades orientales. Cada una de estas cuarenta y dos narraciones tiene no su moraleja ni su lección, que sería cutre, sino su sugerencia que puede inspirar pensamiento al lector. Esta viene en forma de frase pronunciada por uno de los protagonistas, o como comentario y colofón. Recuerdan estas ficciones a los cuentecillos zen, pero amenizados con personajes y anécdota. Y, como pececito-cebo en el anzuelo para atraer al posible lector, bastarían unas cuantas citas seductoras, pues la poesía de esta prosa es coruscante. Dice en su último cuento: «La inmortalidad del libro radica en su escritura, y la inmortalidad de la escritura en la voz humana que, transcribiéndose a sí misma, se zafa de las fauces del tiempo para asombro de quien todavía la puede leer». Insisto en que Satz es cabalista, y que en la tradición hebrea es más importante el oído que la vista. Respecto a la poesía de esa prosa, gócese de esta descripción en el titulado «El monasterio frente al mar»: «Sus soplidos de inquietud viajera, su crepitar de espumas, sus silbos en las rocas perforadas de la costa, su quejumbre que son absorbidas una y otra vez por la arena gruesa, su ronca voz de gigante cuya boca abarca todo el horizonte, su felicidad enrollada en olas y, por fin, su siseo en el dorado mediodía que los monjes cantaban con devoción». Mar de palabras en los libros, textos susurrantes, sugerencias oníricas y, en ocasiones, místicas sin necesidad de lector iniciado. Placer de los sentidos y del espíritu, esta Bibliotecas imaginarias es no recomendable, sino necesaria. Gracias sean dadas a su autor y a la editorial Acantilado, que tan felices libros nos proporciona, por publicarla.


El zumo de las piedras Manu Espada Kipus: Bolivia, 2021

Forma y fondo se encuentran Por Ernesto Ortega No es habitual que se publique una antología de microrrelatos de un autor contemporáneo, privilegio reservado casi exclusivamente a los clásicos, pero Manu Espada, pionero en las redes y con cuatro libros en su haber, se ha convertido en un referente del género. Autor experimental e innovador, que gusta de aprovechar las posibilidades del micro para ir siempre más allá, nos ofrece, en El zumo de las piedras, setenta y siete de sus textos más significativos y sorprendentes, entre los que hallamos un buen puñado de esas piezas que por su calidad y originalidad quedan grabadas, desde la primera lectura, en la particular biblioteca que cada aficionado al género guarda en su memoria, como «Agujero de gusano (la bala)», una pequeña obra maestra que recorre el siglo XX a través de la bala que sale del rifle de Lee Harvey Oswald, o «Mapache azul», un texto surrealista en el que, siguiendo la estela de animales mitológicos tan presentes en la microliteratura (dinosaurios, sirenas, unicornios…), nos tropezamos con esta nueva especie. Manu Espada busca sorprender al lector desde el inicio y suele utilizar «la forma» para lograrlo. En ese sentido el despliegue de medios es insólito. En «Ratones de bibliotecas», por ejemplo, reduce a microrrelato «El origen de las especies», de Darwin, convirtiendo, a través de subrayados, una página del texto en una cita romántica entre dos literatos. En «Examen: resuma el cuento de Monterroso», hace paradójicamente lo contrario, ampliando el texto y el significado de la conocida historia del guatemalteco. «Caligrafía», uno de mis favoritos, está

escrito en un pentagrama. Hay también relatos que valen por dos: como «Reversible», al que le puedes dar la vuelta, «La vida familiar», con dos finales, o «Matrioskas», otro de los memorables, que encierra varias historias en un mismo cuento; hay relatos en los que aparece una sola de las vocales («El este del Edén»), otros en los que las letras desaparecen («Cambio climático») o se confunden («Dislexia»), y muchos en los que se explota al máximo el uso del lenguaje, como «Preposición social», donde las preposiciones son muy significativas, o «Oh, la puta belleza», realmente sublime, donde la adjetivación adquiere un grado escatológico. También hay textos que responden a estructuras más formales, como «Edad de los árboles», una bella reflexión sobre la muerte y la paternidad, «Hiperrealismo», una feroz crítica del capitalismo, o «El niño que se comía las palabras», dedicado a su hijo, que es uno de los más hermosos del libro. Esta eclosión de ideas nos deslumbra desde el primer momento. Sin embargo, ninguna resulta artificiosa. Manu Espada no se queda solo en «la forma». Los microrrelatos de El zumo de las piedras pasan, como el buen alcohol, por una doble destilación. Por un lado, la idea, siempre brillante, despierta nuestra atención a través de «la forma»; por otro, «el fondo» hace que la historia transcienda más allá de la idea. Cada texto está trabajado para que fondo y forma se complementen y tengan un sentido unitario. Todos los textos adquieren así una gran profundidad, con una variada temática que abarca el amor, la muerte, la ecología, la infancia o la vejez… Destacables resultan los títulos que suelen jugar un papel fundamental, como «El personaje más rápido del mundo» o «Corazón roto». Como todo buen libro de microrrelatos, El zumo de las piedras debe «beberse» con moderación y en pequeñas dosis, para saborear al máximo cada texto y descubrir todos los matices que encierra. Sin embargo, una vez abrimos el libro, corremos el peligro de querer seguir «bebiendo», porque este zumo es como esos licores suaves y dulces, que entran solos y en los que una copa te va llevando a otra, hasta que te das cuenta de que te has ventilado el libro y llevas una cogorza de microrrelato. Como en las buenas borracheras, lo peor viene al día siguiente, porque los micros de Manu Espada son de esos que se te quedan en la cabeza dando vueltas y vueltas. Microalcoholismo puro, oiga.

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El ambigú

Diarios. A ratos perdidos 1 y 2 Rafael Chirbes Anagrama: Barcelona, 2021 472 págs.

Jacob luchando con el ángel Por José Antonio Vila Estos diarios, que ahora publica Anagrama de manera póstuma y que abarcan los veinte años comprendidos entre 1985 y 2005, nos muestran la trastienda de un novelista que siempre pareció debatirse entre la estética y la ideología. Qué duda cabe de que Rafael Chirbes fue un escritor excelente (estos mismos diarios son la prueba) pero su universo narrativo siempre estuvo lastrado por la asunción acrítica de una ideología izquierdista que lo llevó a idealizar a los pobres y derrotados y a caricaturizar a los poderosos (esos potentados de la «España eterna» del franquismo que oprimen al pueblo llano y bueno). De la misma manera, en estos escritos de naturaleza íntima la conciencia de clase se confunde a veces con el resentimiento y el revanchismo. Chirbes mezcla ideología y política (para él, en el fondo, son dos cosas inseparables), y es tajante en sus juicios, a veces certero, otras, demasiado parcial. Como siempre sucede con el novelista valenciano, la brújula ideológica señala una dirección muy clara: la literatura es la venganza simbólica de los de abajo contra los de arriba; una venganza llevada a cabo por uno de los de abajo que haya aprendido a hablar el lenguaje de los de arriba. Lo que lo hace incurrir en el primero de sus sofismas: la falsa y trasnochada equiparación entre la alta cultura y la clase social. El propio Chirbes (y tantos otros) es la refutación de ese axioma pretérito. Son los cuadernos íntimos de un «rojo», nacido en los años cuarenta, educado por curas franquistas, y que dejó de creer en Dios para creer en el Partido Comunista. Un hombre que permanece fiel a esa necesidad de creencias como una forma de fidelidad a sí mismo, aunque a menudo en estas páginas se ponga las máscaras del cinismo o del hastío. Lo mismo que pertenece a esa misma galaxia ideológica su obsesión con la «verdad» y con el «exterior»

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del texto; residuos de los dogmas izquierdistas sobre el compromiso de los escritores y artistas. Con Chirbes sucede algo parecido a lo que se da con su admirado Joan Fuster (también en el primero hay un larvado nacionalismo periférico antiespañol, pero cortocircuitado en su caso por la incapacidad de expresarse por escrito en lengua catalana): un escritor que resulta más interesante y simpático cuando habla de estética y literatura que cuando lo hace de ideología o política. Aunque para el autor de los diarios lo artístico y lo político resulten indiferenciables, el lector sí puede hacer la diferencia. Ahí Chirbes se revela como un verdadero Jacob luchando con el ángel, porque exhibe una conciencia hiperestética y una grandísima sensibilidad para la belleza: sea en una pintura, un paisaje, una película o, simplemente, en una frase magnífica, sea esta de su idolatrado Balzac, sea obra de Ernst Jünger, un escritor al que detesta y admira a partes iguales. Además, Chirbes escribe en una prosa castellana de muchos quilates. La imagen que a la postre emerge de él a través de estos cuadernos es la del fascinante retrato de un hombre cercado por la culpabilidad y el miedo a la futilidad, y la extraña mezcla de ambición e inseguridad tan característica de los escritores. Una cabeza pensante que siente su existencia física como algo pesado y decadente, y que parece ansiar una suerte de salvación personal en el arte y, sobre todo, en la escritura. A despecho de la distancia ideológica, y de un relativo repelús que provoca la persona que traslucen los diarios en quien esto escribe, nada de eso es óbice para negar el hecho de que el Chirbes dietarista completa al novelista y, en mi opinión, lo supera. Creo que estos Diarios (de los que se esperan futuros volúmenes) van a ser recordados como algunas de las mejores muestras del género que han dado las letras de nuestro país. Y encima la edición se acompaña de sendos y estupendos prólogos a cargo de Marta Sanz y Fernando Valls. ¿Quién da más?


Tú no morirás

Eduardo Moga Pre-Textos: Valencia, 2021 84 págs.

Desaparición y resurgimiento Por Christian T. Arjona En la cubierta de este libro de poesía de Eduardo Moga aparece una viñeta de Ramón Gaya, un haz de trazos delicados: el cuerpo de una mujer desnuda. Si invirtiéramos el blanco y negro de la imagen, veríamos solo unas líneas incandescentes, recortadas sobre un fondo oscuro: esa silueta de luz —firme en su fragilidad— es la protagonista y destinataria de todos los poemas, el amado pronombre lacerante, el «tú» de Tú no morirás. Y a ella ofrece el autor este libro como una meditación y una oblación de palabras y latidos. Todo él es un largo envoy dirigido a este tú que se aleja, que se desvanece; una tornada paradójica que no suena a despedida, sino a catártica bienvenida: una criatura surge del vientre insondable de la página, renacida. Una ausencia —concreta, tangible: ella— se hace de nuevo presente, resurge de las cenizas. Eduardo Moga acrisola aquí técnicas y metros, sonidos y mimbres, con los que había ido tejiendo sus obras anteriores. Y el fruto de esta nueva síntesis autopoiética es un organismo literario inédito, único: este libro polimorfo y sin embargo de canto emocionado y desgarrador; unívocamente devoto a un solo motivo: la escisión de la persona amada. Del sueño profundo del amor, entre tinieblas, aflora un grito incontrolable, un espasmo mioclónico que sacude el silencio y, una vez despierto sobre la página, ordena sus miedos y sus deseos, se arquitraba, se deletrea: «escribo para arrancarte del silencio que eres». Un soneto inicial —bello como la letra capitular de un códice miniado— y doce poemas distintos para concertar un mismo aullido. Prosa poética del I y el V, desgranando la ausencia —«las dentelladas del no ser». Prosa carnal del III, que retoma la escritura matérica de Unánime fuego (1999). Verso anafórico y surreal del II, dedicado a los ángeles. Versos largos y truncados del

IV, diseccionando las entrañas del Yo, el pronombre doliente, el «caparazón de sombras». Endecasílabos del VI, que consiguen, alquímicos, trocar en oro el metal pesado del dolor: «que obre el prodigio de los labios y la resurrección». Prosa troquelada, parentética, interpelante, del VII. Versos interrogativos, quebradamente alejandrinos del VIII. Párrafos acerados y tenebristas del IX, que resuenan con los de El corazón, la nada (1999). Proposiciones poéticas del X, numeradas al modo de Spinoza o de Wittgenstein. Escritura fluvial del XI, sin diques de puntuación. Y recreaciones biográficas e históricas connotativas del último poema, que nos recuerdan a Insumisión (2013). Estructuras para (re)construir un cuerpo y un alma en el hueco que han dejado: como el vino adopta la forma del ánfora. Muros para levantar, en el erial de la nada, «un reino en el que no haya muerte», en el que no se consume la desaparición, en el que el vacío engendre. La paradoja unitiva, cohesionadora de los opuestos, sirve a Moga como un fecundo yinyang para vencer en dos frentes: el poético, en cuanto que figura clave de su escritura, con la que forja cientos de imágenes —«me sujeto a ese deshacerse», «mutilación que agrega»—; y el espiritual, en el que consigue desafiar al no-ser con un ser nuevo (el poema): «la disgregación que te construye». Esta obra nos brinda una poesía visionaria sin parangón —alta poesía y abisal al mismo tiempo, tan espiritual cuanto (des)encarnada— que, lejos de distanciarnos con su elaborada contextura, alumbra con más intensa luz su duelo y su esperanza, su anhelo y su desamparo; y nos conmueve y enseña a reescribir nuestro propio dolor. Desaparición y resurgimiento: en Tú no morirás, el más emotivo de sus libros, Eduardo Moga consigue obrar el milagro de la resurrección, escrito con la tinta roja del amor, sobre el fondo obsidiana de la soledad.

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El ambigú

Viaje de invierno Miguel d’Ors Renacimiento: Sevilla, 2021 128 págs.

Épica cotidiana Por Juan Ramón Santos A menudo, cuando salen a relucir mis poemas, tiendo a disculparme diciendo que son demasiado narrativos, como si apenas fuesen devaneos líricos de alguien que, después de todo, no es más que un cuentista. Alguna vez, dándole vueltas, tal vez para buscar una justificación, se me ocurrió que la narratividad no es, en realidad, del todo ajena a la poesía, y que, de hecho, la épica, que en buena medida está en el origen de la literatura, sin dejar de ser poesía, es esencialmente narrativa. Nada tendrían, en este sentido, mis poemas de épicos al modo clásico, pero sí podría decirse, no del todo en broma, que su tono es el de una cierta épica cotidiana, que la voz poética que los protagoniza es la de un héroe de a pie, uno de tantos héroes que se enfrentan al día a día, al paso del tiempo, a la llegada de la muerte, llorando por cada instante que se marcha o tratando de celebrarlos para volverlos, aunque solo sea una ilusión, eternos. Un verdadero maestro en este género entrecomillado, sujeto con pinzas, de la épica cotidiana es el poeta Miguel D’Ors, y buen ejemplo de ello sería su más reciente libro de poemas, Viaje de invierno. Entre las citas que lo abren hay una del bosnio Izet Srajlić que dice que «el efecto más grande en poesía se consigue cuando el poeta logra sorprender al lector con algo conocido», y que pone de manifiesto la atención de D’Ors a lo cotidiano. Y la cotidianeidad de este libro es la de un hombre entrado en el invierno, que ha sobrepasado los setenta, que evoca el tiempo pasado y que se enfrenta con sobriedad, con estoicismo (con cristianismo, me corregiría seguramente él), al futuro, en el que empieza a vislumbrar el fin. La

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evocación del pasado es evidente en poemas como «Trazabilidad» o «Foto escolar», y al futuro se enfrenta unas veces de frente, otras de reojo, en «A todas estas cosas» o en «Eucalipto de “A Portela”», pero el tiempo predominante en el libro es, en realidad, el presente, aún capaz de regalar sorpresas al poeta, como sucede, por ejemplo, con la pareja de herrerillos que protagonizan, revoloteando, el poema «Novedades». Y si cito a los herrerillos es porque la naturaleza sigue siendo, en Viaje de invierno, lugar del asombro, de encuentro con la belleza y con Dios. Y el otro lugar de asombro, belleza y sorpresa es la propia poesía, su quehacer, que practica, por ejemplo, jugando a ensamblar un soneto con su nieta Irene, retando a Violante a construir un soneto de trece versos «sin quedar por ello menos completo» o evocando una falsa escena erótica en «Prado de Serandín», poema que menciono para traer a colación, de paso, el humor, tan presente siempre en los versos de D’Ors, en poemas como «Tallas grandes» o «Arrimado a la rima», un humor que en ocasiones se vuelve ácido, corrosivo, como en «Tres deseos», ejemplo, en este libro, de un tono político y combativo que tampoco es del todo ajeno a su poesía. El invierno es —o, al menos, eso dicen— una época triste, en la que la naturaleza y la vida se repliegan, pero también es tiempo de recogimiento y de disfrutar de los frutos de la cosecha, y el fruto de la cosecha en D’Ors es ese estilo suyo tan coloquial, cercano y tan natural, pero que esconde en el fondo el mayor de los artificios, el de haber logrado engarzar, sin dejar rastro del esfuerzo, ese decir aparentemente sencillo en la complicada estructura del poema, lo que le permite decir lo que quiera, lo aparentemente trivial, sin dejar de sonar en todo momento poético, logrando que sus poemas sean un placer para el cerebro, para el oído y —no dejemos atrás la preciosa edición de Renacimiento— para la vista, con lo que lo único que me queda por hacer es celebrar que Miguel d’Ors haya tardado tan poco en dejar obsoletas las Poesías completas que publicó esa misma editorial hace un par de años.


Caracol

Lola Nieto Ril Editores: Barcelona, 2021 58 págs.

El cepo de la voz Por Pilar Martín Gila Estamos con Caracol entre las manos, un poderoso libro poemario de Lola Nieto publicado recientemente. De entrada, podemos evocar la idea de la insignificancia del caracol, ese no ser importante del otro que respira bajo las hojas de acanto, el otro que somos todos respirando bajo el acanto, como decía Chantal Maillard, autora que conoce bien Lola Nieto. Y pensamos en ese rastro que deja el caracol al desplazarse, la baba, una huella frágil, efímera, casi como esa escritura en el agua de John Cage, sin la obstinación por la permanencia, por la eternidad, ni siquiera por la obra. Es este libro un proceso poético, en la idea de fragilidad de lo creado, un libro cuya lectura parece que se encontrara constantemente in media res y nos fuera dejando con la impresión de acceder a algo siempre iniciado. La huella del caracol es efímera quizá porque no tiene raíz, pisada, es un sucesivo arrastrarse, que tal vez tenga pausa pero no conclusión. Es oportuno, me parece, mencionar en este momento la práctica perfopoética, con la que Lola Nieto imprime el carácter espectacular de la palabra poética. Una forma muy personal e intensa, en la que, a la voz, incorpora diversos instrumentos con una intención extendida, y en la que creo se manifiesta con mayor plenitud esta fragilidad de la huella que decíamos en el párrafo anterior, lo sucesivo y lo tenue de eso untuoso que deja el caracol para andar: «Lo que veo se va trazando a medida que lo escribo». El libro tiene el asentamiento de la escritura, su tradición y su perdurabilidad; la voz,

sin embargo, pertenece al cuerpo y este es perecedero, se desgasta en su propia lucha por la vida, en lo inacabado. Son una escritura y una voz que se tocan en sus márgenes. Un fluir de la materia del lenguaje, contagio de lenguas, mezcla de palabras establecidas en la escritura y dinamitadas en la voz. Hay tres partes que van haciendo este libro. En la primera, «Oro», parece construirse ese relato donde ella y ella (dos semejantes fundidas o singularizadas por momentos) ocupan, como viene a decir el texto de la contraportada, un plano no literal pero sí real. Es un espacio de la vida diaria, de la pequeña revelación, quizá de ese dios entre pucheros de Teresa de Jesús. El cuerpo está en contacto con las cosas, se hospeda en los objetos. De ahí, de la comparecencia del cuerpo, tal vez, se tienda una forma de amor, que le hace cobrar realidad. El deseo es la casa y todo está dentro. En la parte central, «Baba», surge la voz en el papel, la voz del cuerpo, que se mezcla y se rompe, poniendo a la escritura en su precipicio: «diseñar una partitura en el cepo de la voz». Todo es visual, literalmente, se ve la música, pero al tiempo oímos quebrarse los signos, sucederse las barras y los puntos para tronchar la palabra. Pienso que hemos pasado del sentimiento a la sensación, a la impresión de los sentidos. Aquí, lo que va a agitarnos es la sinestesia: «mi cuerpo no es íntimo sino un charco». No es difícil imaginar, a lo largo de esta parte, a su autora en esa singular práctica performática desde la que es capaz de adentrarse y crear otra manera de lo poético. «Hueso» es la parte última y pienso que ahora pasamos de la percepción a la imaginación, que es más cuerpo que fantasma, y por virtud de la cual se da lo real. Y la palabra misma se materializa prendida en la saliva como esa otra baba, ya no huella frágil del caracol sino transformadora del verbo pronunciado en cuerpo efectivo: «Su carne era la voz». Es el curso de la transubstanciación y es la pregunta por la interrupción entre el pensamiento y su consecuencia, la imaginación y su realización. Al final de este Caracol, todo está en larva, suspendido, a la espera de que una forma diga el límite. «Sentada en la silla, permanece envuelta por un manto transparente de baba que la cubre por completo.»

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Subway

Tirso Priscilo Vallecillos Baile del Sol: San Cristóbal de La Laguna, 2021 189 págs.

Paradas que son poemas Por Rocío Rojas-Marcos Hay veces que pasan cosas tan extrañas como que un libro de poesía se reedite. Eso quiere decir que se ha vendido la primera edición completa y que un editor es consciente de la necesidad de que esos versos puedan seguir estando a mano de todo aquel que los necesite, como cuando al Mario de Skármeta le urgían y se los cogió prestados a Neruda. Pues sí, hay veces que pasan estas cosas. Subway, de Tirso Priscilo Vallecillos, vuelve a estar por las calles en el catálogo de la editorial Baile de Sol tras haber circulado en los últimos años por numerosos clubs de lectura, institutos de secundaria y aulas universitarias. Este plano urbano compuesto por líneas de metro convertidas en poemas nos hace avanzar, detenernos o desear bajar en estaciones vitales construidas con versos. Estructurados en ocho partes/barrios de esa ciudad imaginada por Vallecillos, las diferentes líneas subterráneas, el trazado numerado, los recorridos que se entrecruzan, convergen y comparten paradas, es decir poemas, son lo que nos hace deambular por ese espacio urbano y humano que el autor ha compuesto para nosotros lectores. Entre el «Campo de los exploradores» y «Las Ruinas», o de la «Ciudad perdida» a «El Valle» tendremos que circular haciendo paradas, pero si nos confundimos y nos bajamos en el poema «Sonrisas en tu rostro», leeremos versos como «Entonces, en medio del desierto / dormirá de nuevo / congelada mi sonrisa», y ese frío nos alerta de que estamos perdidos. Subimos las escaleras mecánicas que nos sacan de las entrañas de este recorrido formado por palabras e intentamos reorien-

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tarnos hacia ese destino vital que hemos despistado. Entonces, volvemos al mapa de la ciudad y localizamos esa parada, «I can», como declaración de intenciones, y hacia ella nos dirigimos diligentes a leer que «Puedo hablar en inglés, I can / puedo resolver problemas / incluso matemáticos /… / pero si no estás…». Si no estás cambiamos de tren, volvemos a bajarnos y rastreamos nuevos destinos. La línea 4, amarilla, va de «Canción» a «Cadena perpetua», con paradas en «Mirada» o en «Bostezos», y la línea morada, la 8, tiene su última parada en «Poesía», y ahí sí creo que hemos arribado a buen puerto. Fin del trayecto por ese día. Fundido en negro. Tirso Priscilo Vallecillos es un escritor inagotable, dueño de una virulencia lírica que deslumbra desde los primeros versos. Sus lecturas son siempre el reflejo de un yo tan personal como universal cuando nos hace vagar por sus barriadas internas, por sus años de juventud o los recuerdos que de esas noches de fiesta le quedan en la recámara última de la memoria. Esa a la que le ha abierto las compuertas en este Subway, reeditado para poner por escrito aquello que no quiere olvidar. Aquello a lo que ansía que todos nos enfrentemos con él: el paseo cotidiano por los sentimientos más comunes, pero más sublimes, de la existencia humana: el amor y el dolor, la tristeza y el deseo, o tal vez la envidia y el rencor, pues todo es en definitiva lo que nos hace sentirnos vivos. Vivos para coger el siguiente metro, vivos para cambiar un par de veces de parada y vivos también para terminar por hoy en «El trago de Mitrídates», parada de la línea 1, una línea larguísima que atraviesa la ciudad desde «Relamer las lágrimas» a «Salvación», y creemos llegar al destino hasta la próxima vez que despleguemos este mapa vital. Pero ahora, en este poema leemos que poco a poco «Nos comemos el mundo / en pequeñas dosis / y nos hacemos inmunes a su propia miseria», así sin más, sin paños calientes ni palabras descoloridas es como Vallecillos nos permite discurrir por sus poemas mientras decidimos la dirección que debe llevar nuestra lectura.


Recomendaciones de Quimera Aposento

Miguel Ángel Muñoz La Navaja Suiza, 2021

El amor y lo extremo Ali Hervás Amazon, 2021

Primera vez que se recomienda una edición de Amazon de una autora que innova en el género negro. Hervás localiza la historia en Valencia, espacio literario que parece haberse puesto de moda con autores como Rafa Lahuerta. La vida de Emma, una madre soltera con una existencia del todo anodina, da un vuelco el día en que secuestran a su hijo. A partir de ese momento, comienza una aventura trepidante que revelará facetas que desconocía de sí misma y se sorprenderá de las que desconocían los demás.

Ailoveny Güats

Ailoveny Güats Continta Me Tienes, 2021

Existen dos tipos de obras, que se corresponden con dos tipos de creadoras, o dos tipos de creadoras que generan sendos tipos de obras. El primer tipo lo conforman las creadoras y las obras que vienen a integrarse en los valores dominantes de la sociedad en la cual se insertan. El segundo tipo, las creadoras y las obras que vienen a desintegrar esos valores. Las primeras son constructivas; las segundas, pulverizadoras. Ailoveny Güats (pseudónimo) y esta su primera novela pertenecen, por suerte para nosotras y para la literatura, al segundo tipo.

¿Qué lleva a una escritora que comienza a ganar prestigio y cierta fama a abandonarlo todo y recluirse en un pequeño pueblo del Cabo de Gata? ¿Qué busca el escritor que le sigue los pasos, mucho tiempo después? Este es el punto de partida de una de las novelas más sorprendentes que se publicaron en 2021. Miguel Ángel Muñoz construye un camino que bordea constantemente los pasos perdidos de Mercedes Soriano. Y en ese trayecto nos habla del paisaje, la escritura, la biografía y la historia literaria, tan caprichosa como enigmática. Una novela que, desde Quimera, queremos reivindicar como merece.

Revelaciones de la maestra del arco Javier Vela Pre-Textos, 2021

En esta obra, Javier Vela rompe deliberadamente las fronteras entre géneros literarios para trasladarnos a un Japón mítico en el que presente y pasado se funden en un tiempo espiritual, no consecutivo. Con una prosa exquisita, Vela se adentra en los arcanos del Kyūdo, el tiro con arco tradicional japonés, narrando la relación maestra-discípula de las dos protagonistas e insertando fragmentos de textos clásicos japoneses, poemas, aforismos, textos apócrifos, fotografías o notas bibliográficas superpuestas para construir una unidad de sentido que se nos va desvelando a medida que leemos y que reivindica una salida a la tiranía de la inmediatez, del éxito, y una vuelta a la mirada interior.

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Recomendaciones

Don Rodrigo. Crónicas del Valle de las Sombras Lord Dunsany Montesinos, 2021

La editorial Montesinos recupera esta maravillosa novela de Lord Dunsany, referente del género fantástico y maestro de autores como Lovecraft o Tolkien, que en un estilo deudor de Cervantes y de Laurence Sterne nos traslada al medioevo español, donde el joven caballero Don Rodrigo y su fiel escudero Morano vivirán aventuras, fatigas, batallas, magias y conocerán el amor y la felicidad en el misterioso Valle de las Sombras. Con una prosa preciosista y brillante que apela directamente al lector, Lord Dunsany crea una hermosa fábula repleta de imaginación y emoción que nos devuelve el maravilloso mundo de los cuentos de hadas de nuestra infancia.

Descolonizar la mente Ngũgi Wa Thiong´o De Bolsillo, 2015

El eterno candidato al Nobel, el escritor keniano Ngũgi Wa Thiong´o, expone en cuatro ensayos (eran cuatro discursos de 1984) los motivos que le llevaron a dejar la lengua inglesa y escribir en su lengua natal, el gikuyu. Narra cómo se fue armando de razones y argumentos para abandonar una lengua que considera colonial y optar por una lengua propia. Sus argumentos son su propia experiencia vital, recorremos junto a él su pasado, su juventud, todo ello con un alto nivel de verdad y emotividad. Un libro totalmente necesario para comprender lo que supuso la colonización y el largo proceso de descolonización cultural para los escritores africanos.

Los jacobinos negros Tiempo curvo en Krems Claudio Magris Anagrama, 2021

«Nunca se debe saber todo de quien se ha ido», escribe Claudio Magris en el último relato de este volumen que reúne cinco cuentos magistrales. Con esa precaución y temeridad, Magris se acerca a un mundo casi extinto pero que aún rezuma vida. Nos devuelve la ausencia a través de varios personajes que podrían funcionar como prototipo no solo de una existencia, sino de la historia de todo un continente. Magris aborda, de nuevo, los grandes temas a partir de vidas y hechos minúsculos cargados de significado. Una muestra más de cómo este autor triestino es un clásico contemporáneo.

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C. L. R. James Turner, 2003

Un verdadero clásico del ensayo histórico. Desde que se publicó por primera vez en 1962 se convirtió en la lectura de referencia de los movimientos de liberación colonial africanos y antillanos. James narra los años de la revolución haitiana, la primera de las revoluciones americanas tras la estadounidense. También los antecedentes, los orígenes del esclavismo, el Código Negro francés, las condiciones de vida en las plantaciones haitianas. Un relato estremecedor, perfectamente desarrollado. Casi se llega con alivio a los episodios de la guerra y que narran la figura de Toussant L’Overture. Un libro de lectura obligatoria para comprender la dureza y profundidad de lo que significó la esclavitud y entender lo que significó la revolución haitiana.



Tr a ss i e t ea ñosdema t r i moni o,S us a n Al l a nS e c kl e r–una a g udapr of e s or adel i t e r a t ur anor t e a me r i c a na –yFe nwi c kKe y Tur ne r–e x a g e nt edel aCI Aya ut ordeunl i br opr obl e má t i c o s obr es ue x pe r i e nc i ae ne l l a –de c i de nt oma r s eunat e mpor a da s a bá t i c aabor dodeunv e l e r o.Unv i a j equede be r í as e r v i r l e s pa r ae c ha runami r a daal osa ñospa s a dosyal osv e ni de r os ,y t oma rde c i s i one si mpor t a nt e ss obr es uf ut ur o.Pe r ona das a l e c omoe s t a bapr e v i s t o. Re c onoc i douná ni me me nt eporl ac r í t i c ac omounodel os g r a nde sf unda dor e sdel a no v e l a pos mode r na e nl e ng ua i ng l e s a ,Ba r t hnosof r e c eunano v e l aquec onj ug al aa c c i ón,l a i nt r os pe c c i ón, e l mundo s i ni e s t r o de l a sa g e nc i a s de i nt e l i g e nc i ayl osr e c o v e c osyg r i e t a smá si ns onda bl e se nl a s r e l a c i one sdepa r e j a .


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