Quimera Revista de literatura | Número 449 | Mayo 2021

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ColaborAN en este número:

Neus Aguado, Francisco Arbós, Javier Argüello, Brenda Ascoz, Víctor Atobas, Francisco Brines, Carlos Brito Díaz, Agustín Calvo Galán, Jesús Carrasco, Bel Carrasco, Jordi Doce, Miguel Ángel Esteban,

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Mayo 2021

Ana Fabregat, Aitor Francos, Javiera Gaete, Salvador Galán Moreu, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, Pedro Gato, Ivan Giménez-Seix Barral, Kalton Harold Bruhl, Víctor Hondartzape, José A. Jiménez, Juan Lemus, Mario Martín Gijón, Eduardo Moga, José Antonio Olmedo López-Amor, Francisco Ortiz, Ale Oseguera, OV fotografía, Gemma Pellicer, José de María Romero Barea, Eduardo Álvaro

Suárez Valverde,

Fernández-Miranda, Diàna

Vigule,

José

Antonio Vila Ilustración de portada y Dossier:

Javiera Gaete © Editor:

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol

La crítica literaria siempre ha sido una de las prioridades de Quimera a lo largo de sus más de cuarenta años de existencia, por ello hemos querido dedicar un dossier a conocer lo que algunos de nuestros críticos de cabecera entienden por el ejercicio de la crítica. Conceptos como el criterio, el acompañamiento, el descubrimiento o la revelación se dan cita en estas páginas que constituyen una reflexión personal sobre las posibilidades y los límites en la valoración de un libro. Desafortunadamente, por cuestiones de espacio, no hemos podido contar con todos los fieles colaboradores que han apoyado incondicionalmente al actual equipo de redacción durante los ocho años y casi cien números —desde el número 354, de mayo de 2013— que llevamos realizando la revista, pero este número pretende ser un homenaje a todos ellos. Muchísimas gracias. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA

DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

Imprime:

Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproduc-

El salón de los espejos

Eduardo Suárez Fernández-Miranda.

Entrevista a Francisco Brines– 4

Helena o el mar del verano en Joan Perucho – 47

Entrevista a Jesús Carrasco – 7 Entrevista a Javier Argüello – 10

El cielo raso La crítica literaria

o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

Álvaro Valverde. ¡Denme libros! – 15

Francisco Arbós: Mañana tendremos otros nombres, de Patricio Pron – 53

José de María Romero Barea.

Gemma Pellicer:

Revista Quimera: la reinvención perpetua – 19

Dicen los síntomas, de Bárbara Blasco – 54

Rebeca García Nieto.

Brenda Ascoz: Cuántas cosas hemos vistos desaparecer,

Quién te ha visto y quién te ve – 21

de Miguel Serrano Larraz – 55

Mario Martín Gijón. Anatomía de la crítica – 23

Eduardo Moga: Tau. Libro de la memoria y la quimera,

Alberto García-Teresa. Acompañar– 25

de Christian T. Arjona – 56

José Antonio Vila.

Francisco Ortiz: Salamandra, de José Abad – 57

Necesidad de la crítica (una diatriba) – 28

Carlos Brito Díaz:

Ale Oseguera. Leer con la mirada abierta – 32

Mi vida con Potlach, de Inma Luna – 58

Aitor Francos. Hacia el ideal de lector crítico – 34

La vida breve

digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Salvador Galán Moreu: El tiempo real, de Jesús Montoya – 59 Neus Aguado:

Ana Fabregat. Un mapa en el techo de tu habitación – 37

Cuaderno de Beirut, de Rodolfo Häsler– 60

Los pescadores de perlas

Berlanguiana, de Vicente Muñoz Puelles – 61

Microrrelatos inéditos de Kalton Harold Bruhl – 40

José A. Jiménez: Joven poesía de los Países Catalanes

colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en

El ambigú

Agustín Calvo Galán. Saber leer… y escribir – 17

ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos

El holandés errante Álex Chico. Vivir enfrente (Segundo edificio) – 49

El castillo de Barba Azul

Bel Carrasco:

(Antología 1984-1996), de José García Obrero – 62 Alberto García-Teresa:

Poemas inéditos de Jordi Doce – 41

Aquí y ahora, de José Manuel Lucía Megías – 63

Einstein on the Beach

Condición de los amantes, de Juan Vico – 64

Víctor Atobas. Extrañamiento y pulsión utópica en la novela de campus – 44

Agustín Calvo Galán:

Recomendaciones – 65 3


El salón de los espejos

Entrevista a Francisco Brines Texto y fotograafía: José Antonio Olmedo López-Amor ©

Francisco Brines Bañó (Oliva, Valencia, 1932) no necesita presentaciones. Es uno de los máximos exponentes de la llamada generación del medio siglo de la poesía española, pero no de aquella que cultivó la poesía social, sino de ese otro grupo formado por poetas como José Ángel Valente o Claudio Rodríguez, quienes entendían la poesía como una revelación. Para algunos, Brines es uno de los mejores poetas vivos, no sólo de España, sino de toda Europa. Su poesía, de corte elegíaco, metafísico y reflexivo, ha creado escuela y ha construido un corpus filosófico que orbita alrededor de la muerte y el tiempo para hablarnos de la vida y del ser en el mundo. Hace tan sólo unos meses fue galardonado con el Premio Cervantes, noticia de la que se enteró desde su retiro en Elca, su casa de toda la vida. La Fundación Francisco Brines, creada en 2018, convoca en estos momentos el primer certamen poético que lleva su nombre. De todas estas cosas y algunas más hemos podido hablar con el maestro para todos los lectores de Quimera.

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¿Crees que el Premio Cervantes ha llegado tarde? Debido a las circunstancias en las que me encuentro, aunque afortunadamente cabe suponerlas como «normales» en una persona de mi edad, creo que en otro tiempo más temprano habría podido responder mejor a todo lo que conlleva la vivencia de un premio de esta envergadura. Siento que ahora, debido a mi salud, no puedo asistir a esos lugares en los que, indudablemente, me gustaría estar presente. De haber podido, ¿qué les habrías dicho a tus padres? No pretendo ser petulante, en absoluto; sin embargo, procede decir que he recibido otros premios anteriormente, y hago alusión a ello porque, en cierta manera, mis padres estaban acostumbrados a que me otorgaran algún reconocimiento de vez en cuando. De este modo, trato de decir que, quizás, puede que el hecho del galardón en sí mismo no fuera una coyuntura capaz de alterar demasiado nuestra relación. Así que, conociéndome ligeramente —o todo lo que la vida me ha permitido conocerme— supongo que, en definitiva, serían respuestas concretas a las preguntas que me hicieran. Si la poesía nos educa en la tolerancia, ¿tenemos que apostar por una poesía de reflexión o de valores? No veo razón alguna por la cual tenga que existir una inconsecuencia entre esa poesía que tú me dices, de valores, y la poesía entendida a un nivel general. La poesía, y cuando digo poesía me refiero a la manifestación genuina, que reclama ser por necesidad, ante cualquier circunstancia, siempre es vivencial y, por extensión, a su modo, reflexiva, puesto que los versos únicamente pueden brotar de la sensibilidad, la educación y la emoción de la vida que recorre su autor. ¿Qué atribuirías literariamente a la promoción del 50 que no se le haya atribuido? No lo sé, porque verdaderamente es una generación de poetas excelentes. Hay muchos de los grandes poetas de este siglo que se circunscriben a esa «promoción» que tú me dices. ¿Qué has aprendido del silencio? En primer lugar, creo que el silencio absoluto es un concepto que el ser humano es incapaz de asimilar comple-

tamente. Vivimos en una actualidad con ruidos permanentes de toda índole: visual, informativa, auditiva, etc. No obstante, yo he tenido la inmensa suerte de residir en esta casa, más cercano a la música de la naturaleza. Y de ese supuesto «silencio», que para mí es la ausencia del ruido innecesario, he aprendido a estar conmigo mismo, lo cual considero algo fundamental en mi vida, porque estar conmigo mismo no se trata de estar en un rincón, encerrado, sino con todos los sentidos abiertos, viendo y viviendo el mundo que sucede inevitablemente fuera de donde yo estoy y, sin embargo, paradójicamente, sintiéndome como una pequeña parte de ese suceder ininterrumpido. ¿Cómo ha sido tu relación con Antonio Gamoneda y José Manuel Caballero Bonald? De poeta, mejor con Caballero Bonald, porque vivimos en dos inmuebles situados uno al lado del otro, en la misma calle. Él vive en Madrid y yo en ocasiones también, factor que ha permitido que nos hayamos visto mucho más que con Gamoneda, tanto él como yo. Gamoneda, por el contrario, reside en otra ciudad a la cual no es habitual ir desde Madrid, sino, más bien, pasar por ella cuando uno va a un lugar. ¿Qué opinión te merece la situación de pandemia actual? Indudablemente nos encontramos ante una realidad trágica. Supongo que la intensidad de un acontecimiento trágico siempre depende de la vivencia individual que uno tenga relativa al hecho en cuestión. Quiero decir que, de algún modo, es un sentimiento que varía de magnitud según si te ha tocado vivirlo de cerca o bien desde una perspectiva más alejada. Al final, la tragedia es la muerte de la gente que quieres y, con una pandemia, al ser a nivel mundial, creo que se intensifica notablemente la condición de alteridad. Está claro que todos moriremos algún día, pero sería deseable no hacerlo accidentalmente y con anterioridad a lo que estaba pactado. ¿En qué te gustaría que se convirtiese la Fundación Francisco Brines? Pues en una fundación que publique muy buenos libros de poesía, eso es lo que yo quisiera. Evidentemente, ese deseo, de manera subyacente, alberga el anhelo de que continúe, en el futuro, el amor por expresarse y leer en verso, a lo cual yo he dedicado gran parte de la intensidad de mi vida. Me gustaría que se presentaran libros

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El salón de los espejos

Entrevista a Francisco Brines

de calidad que un jurado especializado pudiera hojear y, dado el caso, ofrecerles la oportunidad de tener cierta visibilidad, de que existan también para las mentes ajenas, porque la poesía es expresión, comunicación, y para ello se requiere tanto de un emisor como de un receptor predispuesto. Creo que así la poesía podría convivir en el día a día de los españoles. En conclusión, la intención es que sea una fundación favorable a la poesía y que actúe consecuentemente. ¿Cuál es el último libro de poesía que has leído de un autor contemporáneo? Te voy a decir el que voy a emprender inminentemente, ya que se me presenta más curioso andar hacia delante. Resulta que he visto que tengo un libro, un libro impreso en esta era digital, y aún no lo he leído: es un libro de Gamoneda. ¿Ser algo entre dos nadas nos invita a ser algo que deje huella y a no esperar más que el olvido? Esa es una de las posibilidades que hay, tal vez la más perceptible. Efectivamente, ser «algo ente dos nadas», es decir, entre el antes de nacer y el después de morir, ser algo en vida es lo que pretende el escritor. Al final de los años, va a venir la desaparición y engullirá España y el resto de países que pueblan el planeta; quizás la Tierra también desaparezca, ese maravilloso punto azul en el espacio, potencialmente reducido a silencio. Siendo optimistas, que algo quede entre dos nadas, eso es lo mejor que puede ocurrir. Cuéntanos alguna anécdota vivida con Claudio Rodríguez o Jaime Gil de Biedma. Los dos son, no digo fueron, aunque han muerto — desgraciadamente— dos grandes poetas. Con Claudio tuve amistad cercana y le traté más que a Gil de Biedma, porque a Gil de Biedma sólo lo traté en visitas mías a Barcelona o visitas de él a Madrid. Uno y otro amaron e intimaron la poesía como algo que los sellaba, es decir, que su destino estaba en la escritura de la poesía y ambos nacían a su manera maravillosamente. La poesía nos invita a abrazar lo desconocido. Sí, porque la poesía, la lectura de la poesía, te desvela mundos desconocidos y, como la escriben los autores, es decir, autores verdaderos que escriben desde la emoción y saben gestionar y transmitir esa emoción, tú sientes la

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necesidad de contemplar lo que ellos han vivido o de vivir algo semejante, siempre desde donde estás. ¿Es la lucidez el último de nuestros tesoros? Es uno de los grandes tesoros a los cuales tiene cierta accesibilidad el hombre, siempre dependiendo de su intencionalidad, pero, en mi opinión, no es el único y, por consiguiente, tampoco el último. Existen otras cualidades que, a mi juicio, merecen ser consideradas igualmente como preciados tesoros accesibles y que pueden, incluso, significar más que la lucidez. Por ejemplo, para mí la intuición sería uno de esos escasos bienes que cabría conservar en el tiempo con el mayor de los afectos. ¿Qué le dirías a tu yo niño, ese que sigue intocado en la niñez de los recuerdos? Le diría a ese niño: has tenido una vida, no de escaparate, pero sí una vida que has amado porque te ha enseñado muchas cosas y, especialmente, a valorar la conciencia y a ver la emoción que está desprendida de todo, que camina como tú y que, a veces, tropieza contigo y os proporciona el momento más intenso del día. También le diría: estate atento a todo y muere con la certidumbre de que la vida no la has malgastado, porque la amas y lo que se ama no puede malgastarse.


Entrevista a Jesús Carrasco Texto: Bel Carrasco Fotografías: Ivan Giménez-Seix Barral ©

Un abrazo. Un simple gesto afectuoso, añorado por muchos durante el confinamiento, es uno de los puntos álgidos de Llévame a casa (Seix-Barral), tercera y última novela de Jesús Carrasco. El que recibe la madre del protagonista de una enfermera y supone para este una auténtica revelación sobre la figura materna, una mujer que se ha volcado en los suyos y en las plantas que cuida sin recibir por ello ni elogios ni retribución. A diferencia de sus anteriores novelas, Llévame a casa se sitúa en un tiempo y espacio concretos. Juan se ve obligado a abandonar Edimburgo, donde trabaja en un botánico, y regresar a casa para asistir el entierro de su padre. Un breve paréntesis en su vida, piensa. Pero las circunstancias le obligan a cambiar de planes y hacerse cargo de su madre, que empieza a dar síntomas de Alzhéimer. Un argumento mínimo al que Carrasco saca el máximo partido con su lenguaje depurado y preciso. Cada detalle, cada objeto que describe con minuciosa sensualidad —la mesa del comedor con una esquina astillada, el viejo Renault 4 de la familia, etcétera—, adquiere un sentido y se enhebra en un tapiz que dibuja el mapa sentimental del alma humana con sus miserias y anhelos frustrados de superación. «Es como si los objetos, los muebles, los azulejos, el mismo olor de la cocina formaran parte de un cultivo desde el que su familia ha evolucionado hasta su forma actual.»

La memoria es uno de los temas clave de la novela. ¿Qué significa para usted? Todo lo que no es este preciso instante es memoria. Lo que pasó esta mañana y hace treinta años. También lo que imaginamos y lo que esperamos del futuro. También las manos tienen memoria. De alguna forman recuerdan el modo en que hacen una determinada cosa que se repite.

La muerte es otro de los leitmotivs. En una entrevista dijo que todos los días dedica unos instantes a pensar en ella. ¿Cómo afronta el final ineludible? Por lo pronto, sin ganas. Siento que tengo mucho por hacer todavía. Cuando imagino el momento de mi muerte, me viene a la memoria la última escena de la película Salvar al soldado Ryan. En ella el protagonista, ya anciano, le pide a su hijo que le confirme que ha sido una buena persona, que ha vivido plenamente. Esa es mi muerte deseada: aquella en la que sienta que he aprovechado el regalo de la vida que he recibido. A diferencia de sus anteriores novelas, Llévame a casa se sitúa en un tiempo y un lugar muy concretos. ¿Ha querido rendir homenaje a la generación de la posguerra que sacó de la miseria este país? Algo de ello hay. Es, en todo caso, un homenaje reservado a personas que no salen ni en los libros de historia ni en la Wikipedia. La gente de a pie que, con su esfuerzo,

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El salón de los espejos

Entrevista a Jesús Carrasco

ha contribuido a que las siguientes generaciones podamos disfrutar de un país mejor. También afloran en ella elementos autobiográficos. ¿No hay cierto peligro de solipsismo en la proliferación que se da hoy de literatura autobiográfica? No creo que una literatura autobiográfica, por muy solipsista que sea, se quede sólo en el radio corto, en la peripecia personal. Incluso el más particular e íntimo de los episodios de una vida puede propagarse hacia el exterior, alcanzar a los demás y hacer que estos, a su vez, reconozcan o expliquen partes de sus propias vidas. La familia de Juan se podría considerar paradigma de la familia castellana de mediados del siglo XX. ¿Todavía existen familias así? Supongo que cada vez menos. Esa forma de ser, en aquel contexto histórico y cultural, cumplía una función. Ahora al núcleo familiar se le tiene que pedir algo más. No sólo que sea un lugar de protección; también de educación integral. Y la gestión de las emociones tiene mucho que ver con esa idea del ser humano completo y equilibrado. El protagonista, Juan, resulta antipático al principio, aunque va ganando humanidad. Los hijos varones suelen sentir pasión por las madres, pero él es muy despegado. No comparto la idea de que los hijos varones sientan pasión por sus madres. Depende de las personas. Juan siente que su madre y su padre, cuando vivía, le fagocitaban. Querían tenerle en casa para siempre. Ella por un apego emocional y él, a priori, por una cuestión tradicional: que Juan heredara el negocio familiar. Yo quería un personaje que tensara esa cuerda, que cuestionara esas relaciones y que, de algún modo, se cuestionara a sí mismo. Un hijo apasionado por su madre me hubiera dado menos oportunidades de trabajo. ¿Que la hermana de Juan se dedique a investigar sobre virus tiene algo que ver con la pandemia o fue algo casual? Fue algo completamente casual. Quería para ese personaje una carrera profesional apasionante. Una profesión que demandara de ella mucha energía y atención. Para la documentación conté con buenos amigos viró-

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logos que investigan en el Centro Nacional de Biotecnología de Madrid. Si esos amigos hubieran sido físicos, a lo mejor Isabel hubiera sido meteoróloga. Estamos programados para cuidar a la prole. Sin embargo, el cuidado a los padres es algo que ha traído el progreso, con el aumento de la esperanza de vida. ¿La sociedad está a la altura de las circunstancias? La vejez no debería ser ningún problema para la sociedad. Pero tengo la sensación de que el tiempo que vivimos, en el que el capitalismo parece ser la única regla, las personas mayores han sido apartadas del foco por ser improductivas. El capitalismo pone alfombras rojas a los que alimentan la máquina y les retira hasta el saludo a aquellos que ya no le sirven. Cada generación ha debido superar una barrera: la guerra civil, la migración a las ciudades, la globalización, el exilio laboral... ¿Superaremos la del Covid? ¿Qué barreras imagina en un futuro más lejano? Por supuesto que superaremos la crisis de la Covid. No me cabe ninguna duda. Si hemos salido del atroz siglo


XX, por no irme mucho más atrás, podremos con esta pandemia. No me voy a aventurar a imaginar un futuro a largo plazo porque todo cambia muy deprisa y cualquier predicción que yo pueda hacer será, casi con toda probabilidad, errónea. A medio plazo, de esto estoy seguro, se nos presentará un abanico de problemas derivado de la crisis climática. A pesar de la variedad de sus novelas, todas tienen un punto en común: el mundo rural. Parece que la pandemia expulsa a la gente de las ciudades. ¿La felicidad está en el campo? La felicidad se la trabaja cada uno donde esté, campo o ciudad. Lo relevante es cómo sea capaz cada uno de adaptarse a su entorno. Se puede ser infeliz teniéndolo todo (infelicidad neurótica, en palabras de Carrère) y también lo contrario: sonreírle a la vida teniendo sólo lo justo. ¿Por su manera de tratar el lenguaje se induce que corrige muy a fondo los textos? Está en lo cierto. Trabajo mucho sobre los textos ya escritos. Intento, en cualquier caso, que ese trabajo no termine asfixiando la historia. Es decir, un exceso de pulido puede desdibujar lo que uno quería decir. En ocasiones la potencia de una página se deriva de su espontaneidad, no de su perfección técnica.

Artesa, zaranda, jaramago... Como ha reconocido en alguna ocasión, le encanta reanimar palabras moribundas. ¿Le preocupa el empobrecimiento del lenguaje? Claro que me preocupa. Lo que sucede es que buenos y malos hablantes los ha habido siempre y los seguirá habiendo. Al margen de eso, considero el conocimiento profundo de la lengua como la mejor consecuencia de eso que llamamos educación. Una persona que es capaz de expresarse plenamente en diferentes registros, que puede llevar su uso del lenguaje hasta el más sutil de los matices, es más capaz de comprender lo que le rodea, de relacionarse con el entorno y, por tanto, de adaptarse mejor. También es más capaz de apreciar la belleza. El totalitarismo, en un sentido contrario, suele expresarse por medio de gritos. ¿Cómo pasó del lenguaje publicitario a la novela? ¿No hubiera sido más natural derivar a la poesía?

A mí la poesía me resulta cualquier cosa excepto natural. Es, en mi opinión, y siguiendo con lo dicho en la pregunta anterior, el modo más refinado en el que el lenguaje se despliega. La poesía es la que se encarga de empujar los límites del lenguaje hasta mundos nuevos. Yo no tengo esa capacidad de empuje. ¿Cuando piensa en sus lectores, se imagina un retrato robot o un perfil concreto? Cuando escribo, el lector es alguien a quien pregunto si lo que escribo se entiende. No tiene un perfil concreto. De hecho, en mi experiencia, es mejor que no lo tenga. Novela histórica, negra y thriller, y algo de romántica o fantástica. Para vender libros en este país parece que hay que dedicarse a esos géneros de los que usted se ha desmarcado. ¿Una decisión valiente o pura osadía? No es una decisión que yo haya tomado. Simplemente no soy lector asiduo de ninguno de esos géneros y, por tanto, tampoco escribo en esas claves. Lo que uno lee y escribe están íntimamente relacionados. ¿Qué secuelas tanto positivas como negativas le dejó el éxito de Intemperie? ¿Qué sensación le causa que se haya traducido a tantos idiomas? Me satisface que se haya llevado a otras lenguas. Trabajar con traductores es algo que me gusta mucho. Algunos se han convertido en buenos amigos. A Intemperie sólo puedo darle las gracias. Si ha habido algún efecto negativo por su publicación, soy yo el único responsable. No haber sabido gestionar del todo bien el cambio que supuso en mi vida profesional, por ejemplo. Ese libro me ha traído muchas cosas hermosas: poder dedicarme plenamente a la escritura, haber conocido a escritores admirados, viajar, etcétera. Mi vida se ha ensanchado. Zambrano llevó Intemperie al cine. ¿Llévame a casa la ve también en pantalla grande? Que esta novela se lleve al cine no es algo que esté en mi mano. Tiene que ser alguien que domine ese lenguaje el que perciba que el texto contiene una historia cinematográfica. En principio, es una narración concebida para ser leída. Si alguien cree que puede aportar algo llevándola al cine, por supuesto me encantaría. Me gustó mucho la experiencia con Intemperie.

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El salón de los espejos

Entrevista a Javier Argüello Texto: Miguel Ángel Esteban Fotografía: OV fotografía ©

La obra de Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972) ha tocado diversos géneros. Empezó con un libro de relatos, Siete cuentos imposibles (Lumen, 2002), que le abrió las puertas a la edición en España y por el que ganó el premio Nuevo Talento Fnac 2002. Siguió con las novelas El mar de todos los muertos (Lumen, 2008) y A propósito de Majorana (Literatura Random House, 2015). En el 2010 ganó el Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabra por su ensayo La música del mundo (Galaxia Gutenberg, 2011). Durante la presente pandemia, ha publicado Ser rojo (Literatura Random House), una pieza en la que Argüello acompaña a Omar y Lolita, sus padres, en un trayecto marítimo que es, en realidad, un itinerario existencial. Sus padres se conocen en un barco que cruza el Atlántico camino a un encuentro de juventudes comunistas en Viena, en el año 1959. A partir de ahí, el relato va saltando a la realidad política latinoamericana de la década de los sesenta, a la construcción y caída del muro de Berlín, a la experiencia de la familia en las dictaduras chilena y argentina y a sus propios recorridos por Europa del este y las ex repúblicas soviéticas. Un continuo revisitar la historia de su familia, de su país, de la civilización tal y cómo la conoció, para intentar responder a la pregunta de quién soy yo y dónde quedan los ideales a los que entregaron su vida mis padres.

¿Has conseguido responder a la pregunta de quién soy yo y quiénes eran/son mis padres? Una parte, creo que sí. La respuesta completa no creo que la pueda obtener nunca. Por qué nací donde nací, quiénes eran ellos cuando me tuvieron, qué estaba pasando en Chile, qué estaba pasando en nuestro país, Argentina. Se armó un recorrido que me explica una serie de cosas que me hacen seguir adelante de una manera diferente a cómo venía.

Ser rojo bebe mucho más del relato oral, de tus padres, en este caso, que de los tratados de historia o de los teóricos marxistas.

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De acuerdo. No era un intento de entender la historia de la humanidad o del comunismo en Latinoamérica de una manera teórica. La idea era entender la historia de mis padres, esos dos seres humanos, a través de todo ese movimiento político. Tú no tenías idealizado el compromiso político de tus progenitores. ¿Lo has comprendido mejor gracias al proceso de escritura de este libro? No usaría la palabra compromiso. La historia formó a mis padres de una manera y con una serie de valores y una forma de comportarse con el prójimo que no estoy nada convencido que se correspondan con una ideología política concreta. Si yo me comprometo con una ideología eso significa que pierdo la perspectiva para analizar cada situación con la libertad y la flexibilidad que cada situación requiere. Prefiero comprometerme con unos valores y con una manera de hacer. Hay gente de distintas ideologías que respeta al otro y que entiende que el bienestar colectivo está por encima del interés individual, y eso no se corresponde necesariamente con un votante de un partido concreto. En Ser rojo se muestra una parte de la generación de tus padres, para la que ser de izquierdas formó parte de un proceso identitario. ¿Pervive en ellos esa identificación con el hombre nuevo y el «A cada cual, según su necesidad. De cada cual, según su capacidad»? No con esos nombres. Mi padre sigue considerándose marxista, en cuanto al análisis social que hizo Marx, no en cuanto a sus predicciones de futuro. Siguen creyendo que el ideal es superar el propio interés en favor del interés de todos, pero ya lo desvincularon de ideologías políticas, porque la historia les enseñó que no tenía que ver con qué ideología defendían, sino que era una cues-


tión de conciencia del ser humano, que aún estamos lejos de alcanzar, a izquierda y derecha. La política nunca fue un tema de tu imaginario literario. Ni tan siquiera las dictaduras militares que viviste en tu infancia. No, porque pensaba que no iban conmigo. Después de escribir este libro, creo que lo que en realidad pasaba es que estaba esquivándolas. Mis padres son sociólogos, así que en mi casa todo el tiempo se hablaba de política, de sociología, del individuo, de la sociedad, de las diferentes formas de control del Estado, etc. Tenía todas las piezas del puzle, pero hasta que no las junté, no entendí que el puzle tenía que ver con una historia muy dolorosa de mi infancia. Tu tío abuelo, Miguel Ángel Asturias, sí que escribió sobre este tema. Sí, claro. Su libro más famoso, El señor presidente, hablaba de Manuel Estrada Cabrera, uno de los dictadores guatemaltecos. Vivimos un momento de intensa polarización política. A nivel local y global. Por desgracia, no aprecio que la fuerza que motiva esa intensidad sea el idealismo, equivocado o no, de los personajes de tu libro. La polarización que estamos viviendo está motivada por el miedo. Asistimos a una especie de descomposición de nuestra civilización. Todas nuestras creencias y fes, por más que creemos que la fe se acabó cuando murió Dios, que dijo Nietzsche, mentira, se reemplazaron por otras. Nuestras fes en la democracia, la razón, el humanismo, el estado de derecho, el método científico, la ciencia, se están resquebrajando, y no sabemos qué viene a continuación. Eso nos da mucho miedo. Nos aferramos a cualquier bandera o identificación para no enfrentarnos a la realidad de que no sabemos quiénes somos, y la forma más fácil de definirnos es en contra de algo, y no a favor. El ego que no sabe definirse en positivo lo hace en negativo, por oposición a un otro que, por supuesto, es el culpable de todo lo malo que le pasa y de que las cosas sean como son. El texto se detiene, también, en las grietas identitarias de tu persona. En las contradicciones de tu propia existencia. Sin duda. En un cuento que escribí hace tiempo, uno de los personajes acusaba al otro: «Usted está siendo contradictorio», y el otro respondía: «Señor, yo milito en la contradicción».

Pienso en la canción de Raúl Seixas, «Metamorfose ambulante». Tabucchi hablaba de comunión de las almas, en Sostiene Pereira. Muchas almas habitaban su cuerpo y según el momento le gobernaba una u otra. Es una idea muy interesante que me ha ayudado a entender el modo en que conviven las distintas personas dentro de una persona, y no necesariamente se oponen las unas a las otras. Cuando una persona se convierte en personaje público, se objetiviza, la gente decide que esa persona pasa a ser una sola cosa y objetivizarla significa hacer que deje de ser sujeto. El sujeto es lo contrario que un objeto: no puedes definirlo en una sola frase, es cambiante. Es inevitable preguntarte qué significa ser rojo en un mundo en pandemia. Significa entender que estamos todos metidos en lo mismo. Que no existe la posibilidad de salvarse solo. O nos salvamos todos juntos o nos hundimos todos juntos. Un artículo del Financial Times de hoy venía a decir que la mejor política económica es vacunar a todos los ciudadanos del mundo, lo antes posible. El no entender que algo que me beneficia a mí pero perjudica al planeta es negativo incluso para mí es no entender nada. En pleno siglo XXI, ¿la realización del hombre nuevo pasaría más por la responsabilidad individual que por la planificación estatal? Creo que sí, y así lo defiendo en el libro. El intento de la generación de mis padres pasaba por la reforma de las estructuras externas, de los medios de producción, y se olvidaron de la transformación interna de cada uno. Hay que ocuparse de ambas, interna y externa. Pongo énfasis en la interna porque creo que es de la que más nos hemos distraído. ¿Qué parte fue más satisfactoria y cuál más dolorosa: concebir, documentar, ejecutar o corregir el libro? La más dolorosa fue ejecutarlo. No tuvo mucha concepción, porque no tenía mucha idea de lo que estaba buscando. La documentación fue hermosa: las charlas con mis padres, entrevistarlos a cada uno. El mejor regalo fue el proceso: poder proponer a mis padres que nos sentáramos y habláramos de todas estas cosas todas las veces que hiciera falta. La corrección, siempre me gusta.

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El salón de los espejos

Entrevista a Javier Argüello

¿Corriges mucho? Sí, lo vertiginoso es armar el muñeco. Una vez sientes que ya lo tienes, dedicarte a embellecerlo resulta muy agradable. Tengo la intuición de que siempre insistes más en la estructura. Si algo he aprendido a lo largo de mi carrera de escritor es que el secreto está en la estructura. La literatura es estructura, no la frase.

Tu padre sigue creyendo en el ser humano. Él dice que al ser humano no le va a quedar otra que cambiar, porque la evidencia le va a hacer comprender que, si el cambio no se produce, desaparecemos de la faz de la tierra. Hay que ver qué ocurre antes, el cambio o nuestra extinción.

¿Eres capaz de rehacer una pieza desde cero? Lo he hecho. Más con los cuentos que con las novelas, pero la última novela la rehíce completamente.

¿Te marcaste una línea roja de exposición personal, antes de empezar a escribir? No. Si un autor no está dispuesto a exponerse, es mejor que se dedique a otra cosa. Respecto a la exposición de mis padres y de otros personajes, sí.

¿Tú crees en esta leyenda de que los personajes toman vida propia? Es una manera bonita de decirlo, pero no es real. Lo que ocurre con los personajes es que uno tarda un tiempo en conocerlos, igual que a las personas. Cuando ya llevo un año con un personaje llego a conocerlo tan bien que sé exactamente cómo reaccionará ante una situación puntual o qué responderá si alguien le dice alguna cosa. De ahí que parezca que ha cobrado vida, como si respondiera por sí mismo. Lo que en realidad ocurre es que he llegado a un punto de conocimiento que hace que la respuesta salga sola.

De la conversación y el análisis de la historia de tus padres surge, como no podría ser de otra manera, una conversación y un análisis de tu propio relato existencial. Totalmente. Cuando uno va desentrañando los relatos que forman parte del propio relato es cuando empieza a comprenderlo y puede empezar a ser un poco más libre respecto de él. Si un país quisiera hacer terapia, también tendría que rearmar su relato, para entender qué historias construyen su imaginario y su forma de entenderlo.

La evolución de tus padres, que van superando decepción tras decepción sin sumirse en la amargura, me parece que mantiene el andamiaje moral del libro. «La causa colectiva, por más que se supiera perdida, estaba por encima del interés individual», dicen en uno de los pasajes. Es por eso que te decía que los valores superaban a la cuestión ideológica. Pese a su compromiso y su buena voluntad, el experimento no funcionó. Por momentos, se hacía evidente a ellos mismos, pero no por eso retrocedieron. Ellos comprendieron que el ser humano todavía no estaba en condiciones de llevar adelante un proyecto tan altruista, pero la inercia les hacía seguir adelante, hasta que dejan de seguirlo porque las circunstancias los obligan. Con el tiempo entenderían que el cambio requerido aún no se había dado dentro de las personas. Es una aceptación de hasta dónde llegamos y hasta dónde no, a día de hoy. El día de mañana quizás podamos llevar a cabo proyectos que comporten una mayor conciencia

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global. Mi madre se mostraba menos confiada al respecto. Mi padre un poco más.

Cuando vuelvo a Ser rojo, siempre me queda el poso de esta frase: «Es nuestro dolor el que tenemos que sanar». Una máxima que debiera estar en el frontispicio de la paternidad, resolver tu sufrimiento para no traspasarlo a la siguiente generación, pero que en este caso la pronuncia un hijo sin hijos, que diría tu amigo Vila-Matas. Aparte de la cuestión política, el libro trata la cuestión del legado de una generación a la siguiente. El mejor regalo que puedes hacer a tus hijos y al mundo, en general, es sanar tu propio dolor. Si cada hijo pudiera limpiar el dolor que le fue transmitido, viviríamos en el paraíso. ¿Tu hermano cómo ve esta historia? Tiene escaso protagonismo en la narración. Le emocionó mucho. Lo sintió como un regalo. Ha sido padre durante la pandemia y los dos pensamos que será hermoso para su hija poder leer la historia de sus abuelos.

En este momento de la conversación, una ráfaga de viento se lleva las hojas que contenían el cuestionario


de esta entrevista hasta un patio vecino, dando lugar a una escena de una comicidad ridícula, que ahorramos a los lectores.

No, y es normal, porque la relación que tuvo Europa con estas ideologías fue diferente. Acá todavía existe una suspicacia muy bien fundada respecto a estas ideas. Nosotros no tuvimos un Stalin tan cerca. Tuvimos un Pinochet.

En los últimos años te has aproximado a lecturas y misticismos orientales. ¿Crees que han influenciado tu escritura y este libro en particular? Sí. De hecho, este mismo libro me hizo reflexionar respecto de la relación entre Oriente y Occidente. Me parece que la idea del comunismo, del no-individuo, es una idea oriental. Occidente es la patria de la exacerbación del individuo. Me resultaba curioso que hayamos intentado instaurar un régimen de no-individuo en la patria del individuo. Es un experimento que no podía salir demasiado bien. Al acabar el libro, me subí al Transiberiano, de Moscú a Pequín, para poder ver de primera mano qué había pasado en todos esos lugares de oriente —Siberia, Mongolia, China— en los que el comunismo se había instaurado. El recorrido me reforzó la idea de que la preponderancia de lo colectivo sobre lo individual no es una idea occidental, sino oriental.

Leí una reseña muy elogiosa en el Mercurio, periódico de referencia en Chile. ¿La crítica sudamericana se ha aproximado al libro en las mismas claves que la española? Fue bien recibido en ambos lugares, pero en Sudamérica mejor que acá. Acá, algún crítico, a pesar de elogiar el libro, quiso insistir mucho en su distancia ideológica respecto de las ideas de las que se habla.

Tema para un futuro libro, quizás. Es probable. Después de la resaca de promoción de Ser Rojo, en medio de la ebriedad pandémica, ¿has podido empezar un nuevo proyecto? Ahora mismo estoy con unos cuentos. Tengo una novela parada, en espera de poder volver a viajar para poder documentarme. El viaje como motor de creación. Para mí es muy difícil escribir sin viajar. El viaje es una metáfora de lo imprevisto. Salir al terreno para que te entren inputs que no te esperabas. La imaginación propia es muy limitada. La literatura de algunos escritores bebe más de una conversación con otras obras precedentes que de la experiencia. Es cierto, pero no es mi caso. Inevitablemente, la literatura de uno conversa con lo que leyó, pero yo necesito la interacción con las personas y con el mundo. Ya han transcurrido unos meses desde la publicación de Ser Rojo. ¿Se ha leído igual en Europa que en Sudamérica?

¿Se han producido lecturas más ideológicas que literarias? No estoy seguro de que la gente de izquierdas se sienta menos traicionada que la de derechas, por un libro como este. ¿Se ha leído como novela, como historia de tus padres o como ensayo? Como un relato de la historia de mis padres, más tendiente a la novela. Tú has cultivado varios géneros: relato, novela y ensayo. También escribes artículos de viajes en El País. ¿Con cuál te sientes más cómodo ahora? Se está abriendo en mí una necesidad de hibridarlos. Más en la dirección de invadir el ensayo con novela que en la de invadir la novela con ensayo. Este mismo libro ha sido puesto en la sección de novela, porque tiene una estructura de novela y es muy narrativo, si bien no contiene una gota de ficción en todo el relato. Como creo que sabés, la frontera entre realidad y ficción me parece bastante inventada. Es un tema recurrente en tu escritura. El ensayo no narrativo me atrae cada vez menos. Seguir alimentando el cerebro con ideas no nos va a sacar de donde estamos. No es una buena idea la que va a resolver nuestros problemas. No se trata de ser más listos, sino de ser más compasivos, más empáticos, más sabios. Necesitamos tocar la el corazón al mismo tiempo que la cabeza, y eso sólo se consigue si envuelvo lo que quiero decir en la estructura de una historia. No tengo derecho a tirarte un ladrillo de mil páginas de ideas por la cabeza sin ocuparme de diseñar el recorrido de un modo que llegue a tocarte.

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La crítica literaria

¡Denme libros!

Álvaro Valverde – 15

Saber leer… y escribir Agustín Calvo Galán – 17

Revista Quimera: la reinvención perpetua

José de María Romero Barea – 19

Quién te ha visto y quién te ve Rebeca García Nieto – 21

Anatomía de la crítica Mario Martín Gijón – 23

Acompañar

Alberto García-Teresa – 25

Necesidad de la crítica (una diatriba) José Antonio Vila – 28

Leer con la mirada abierta Ale Oseguera – 32

Hacia el ideal de lector crítico Aitor Francos – 34

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E l ci e l o r a s o

¡Denme libros! Por Álvaro Valverde En una carta escrita a su amigo Robert Conquest, Philip Larkin se refirió a los críticos literarios como «explicadores asalariados de poesía». Por su parte, Walter Benjamin, en Calle de sentido único, dice que «el crítico es un estratega en la contienda literaria» y «la crítica es un asunto moral». También que «la posteridad olvida o ensalza» y «sólo el crítico juzga en presencia del autor». Por la suya, Andrés Trapiello recoge en Madrid unas palabras de Baroja: «El oficio de reseñista literario es el más triste y deslucido de todos», y añade: «Un reseñista literario es alguien que se quema las pestañas leyendo libros de escritores que viven de escribirlos y venderlos, y no de aliñar reseñas, lo cual despierta en muchos de los reseñistas, escritores frustrados, un comprensible resentimiento y mal humor, que no dudan en trasladar a sus juicios sumarísimos. Por lo general, ni siquiera les gustan los escritores que han de reseñar y lo más a lo que pueden aspirar escribiendo de ellos es a que les den unas palmaditas en el hombro». Luego habla de su caso, que desmiente lo que acaba de afirmar: él, cuando lo era, no aspiraba a la palmada porque escribía acerca de escritores que estaban casi todos muertos y, por descontado, le gustaban esos libros y admiraba a sus autores. Aun concediendo que la realidad en Trapiello no siempre coincide «con lo que a veces decimos» (tomo la cita del epílogo), no me parece justo el juicio del poeta, a quien considero, cabe precisar, uno de los más agudos críticos que conozco. Sus numerosos artículos, su producción ensayística y su tarea como editor dan fe de ello. No le falta razón cuando afirma que el de reseñista (una suerte de crítico de a pie, el convocado aquí) es un trabajo ingrato, pero, si se me permite la intromisión, mi experiencia no concuerda con la suya, aunque haga algunas reseñas «de encargo», como cualquiera que colabore en suplementos. Tampoco creo que sea la de muchos otros, ni, en fin, me parece que sirva, «por lo general», para la crítica de poesía (nadie vive de los libros de versos; de los de verdad, no de los parapoéticos). Crítica que, por cierto, cultivan no pocos poetas bienhumorados. ¿«Frustrados»? ¿Quién en este oficio no lo está?

Es importante el matiz. La pobre poesía se dirige a la inmensa minoría juanramoniana (cuatro gatos), y la narrativa, al público. Cuanto más amplio, mejor. De ahí que a los críticos de ese negociado se les exijan otras condiciones, las corruptelas puedan darse y les lluevan los palos con mayor fuerza. Porque la practico, pienso que la crítica es necesaria, aunque uno sea contingente. Sobre todo ahora, en pleno imperio del «todo vale». Y en un país donde la crítica «profesional» no existe, que a uno le conste. Voluntaristas escritores y profesores nutren las filas del reseñismo patrio. A veces a cambio de nada o de muy poco. Sí, perdón, hablo de dinero. Antes de pergeñar verso alguno (digno de tal nombre), uno ya escribía, mal que bien, en prosa. Mi primer artículo se publicó en 1979. En un semanario placentino, El Regional, donde mantuve una sección que titulé «Visión parcial» (la imparcialidad no existe, ni falta que hace, algo que tuve claro desde el principio). Fue un breve texto sobre la muerte de Blas de Otero. Lo traigo porque muchas de aquellas colaboraciones tenían como motivo principal la lectura de tal o cual libro, por lo que a la crítica, si puede expresarse así, lleva uno muchos años consagrado. No concibo, en rigor, a un lector incapaz de ejercer esa facultad cuando se enfrenta al trabajo gustoso de leer, tanto si publica sus reflexiones como si no. Es una práctica muy natural en los poetas desde el descubrimiento de la Modernidad. Antes que nada, uno es autocrítico. Si no… En estos años, los que van de mi primera juventud a mi incipiente vejez, he escrito y publicado reseñas en numerosos periódicos y revistas, ya sean en papel o digitales, y en la última década y media no pocas de las recensiones que he escrito han aparecido en mi blog, incluso aquellas que habían sido publicadas antes en otros medios. Detrás de esas notas de lectura no hay ninguna intención académica y menos aún canónica. Ni soy filólogo ni me apellido Bloom. Prefiero que adopten un tono conversacional («Un poema no es más —escribió el gran Eliseo Diego— que una conversación en la penumbra»). Porque de sencillas anotaciones de un lector se trata. Nada más. De lecturas «bien hechas»,

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Álvaro Valverde. ¡Denme libros!

espero (por seguir a Péguy, citado por Steiner). Las de alguien que, como ya he contado alguna vez, lee siempre con un lápiz en la mano para subrayar y no pocas veces con un folio cerca (usado a ser posible, que doblo por la mitad) donde, con mi viejo bolígrafo Parker, voy apuntando ideas y versos de cara a la posterior elaboración de la reseña. Costumbres de lector judío para el autor de Presencias reales. El mismo que dijo que, para leer, no nos engañemos, «hay que trabajar mucho y muy duro». Remitía a Spinoza: «Todo lo excelente es muy difícil». En cierta ocasión enumeré algunas «cosas que no me gustan de una reseña». A saber: que el crítico dedique la mitad o más de la recensión a la vida, obra y milagros del autor; que se refiera a él por su nombre de pila o, para colmo y sin disimulo, por su apodo familiar o amistoso y que lo tutee. En suma, que la reseña parezca un comentario de texto; que el tono sea profesoral y el abajo firmante, además, se empine y se ponga estupendo; que no se comprenda lo que quiere decir; que no esté escrita con el mismo rigor literario exigible a la obra que comenta; que use la tópica jerga (por no utilizar jerigonza) de la reseñística rancia; que se note que el crítico sólo conoce el libro por la solapa, la contracubierta o la nota editorial y que, en fin, hable de un libro que en realidad no ha leído; que de su lectura se deduzca que el crítico ha confundido el ejercicio de la crítica con una carrera de velocidad o con un campeonato de pelota vasca; y que no se ajuste, para terminar, a lo que dijo una vez Francisco Brines: «El crítico no es más que un lector que elige». Uno, si acaso, es eso. Alguien que se atreve a interpretar algunos libros que ha leído. De ahí que mi tono sea el que es. Propio, o eso procuro. No pretendo otra cosa que no sea dar cuenta de algunas lecturas gozosas. Como Auden (quien dijo que «no puedes reseñar un libro malo sin lucirte»), prefiero callar cuando lo que leo no me gusta. Bastante castigo es ya el silencio. El mencionado Brines, un hombre muy lúcido cuando habla de poesía, ha escrito: «La crítica del lector es importante, pero aún más es su intuición. Para Eliot la sobrepasa». Y luego puntualiza: «La labor crítica en la creación es tan importante como la intuitiva, ya que si esta es la condición sine qua non de la facultad creadora, sólo la primera, la crítica, hará posible su validez». Uno, en fin, se limita a hablar de libros; que, por cierto, leo antes de glosar. Libros a los que no pocas veces se llega, precisamente, por instinto, en especial cuando se reciben en forma de avalancha. ¡Somos demasiados!, dijo aquél.

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Los poetas mueren, sus obras (a veces) permanecen. Este misterio acrecienta la voluntad de algunos, entre los que me encuentro, por comentar algunos de los que leen. Diría más: lo mismo que la traducción es, según dicen, la manera más profunda de leer, sólo después de reseñar un libro alcanzo a comprender de veras lo que esa obra significa. Por eso, por encima de las limitaciones de tiempo y capacidad, comento los que juzgo mejores. Ya he contado que en una encuesta publicada en los noventa en el suplemento de cultura del diario ABC, a vueltas con la guerra entre las poesías «de la experiencia» y «de la diferencia» (sic), Víctor García de la Concha solventaba con acierto la inútil contienda: «¡Denme libros!». No etiquetas ni poéticas ni opiniones. Esa es la verdadera razón de un crítico y de la crítica: leer con criterio y escribir con solvencia (y en el mejor estilo) sobre este o aquel libro. Ni más ni menos. Ni es fácil ni es poco. Álvaro Valverde. Fotografía:Pedro Gato ©


Saber leer… y escribir Por Agustín Calvo Galán «A pesar de sus defectos, un poeta al menos considerará que un poema es más importante que lo que pueda decirse sobre él…», escribió W. H. Auden1 sobre si se puede enseñar a escribir poesía. Pero ¿es necesaria la crítica de poesía hoy? Visto el panorama actual, en el que el infantilismo y la grosería de ciertos poetastros, surgidos en el magma de internet, han invadido las secciones de poesía de las grandes librerías, me atrevería a decir que es más necesaria que nunca, a pesar de que a dichos seres iletrados y a sus lectores no les interese en absoluto lo que la crítica pueda decir sobre sus creaciones o las de otros autores. Los poetas son como las setas, hay de todos los tipos. Hace tiempo conocí a un poeta madrileño que presumía de leer sólo a autores ya fallecidos. La afirmación podría parecer una boutade si no fuera porque lo decía muy en serio. Lo más curioso es que aquella persona, no cabe duda, quería que el resto de sus coetáneos leyeran sus poemas. Leer a nuestros contemporáneos resulta, más allá de un acto de solidaridad, una necesidad, puesto que escribimos en el aquí y ahora de las circunstancias compartidas por una colectivi1. W. H. Auden, El arte de leer, traducción de Juan Antonio Montiel, Lumen, Barcelona, 2013, pág. 88.

dad, no en el tiempo de los clásicos —aunque los clásicos puedan ser la base o la tradición que queremos asumir, reinventar o destruir—. Por otro lado, pensar que todas las obras actuales son de menor calidad que las de cualquier época pasada resulta un juicio de valor apriorístico que, en realidad, sólo nos indica el grado de soberbia de quien así razona. Además, en la actualidad, a menudo, la buena poesía se esconde en ediciones que casi no llegan a las librerías, y el deber de la crítica literaria está en cribar y destacar lo que merece la pena de cada momento, con todas las prevenciones y riesgos que ello conlleva, aunque no tenga el respaldo de una supuesta gran editorial y aunque sólo sea para una inmensa minoría. Leer la actualidad implica una cuestión a veces no tan sencilla como parece: saber leer. Recuerdo a una profesora de historia especialmente exigente que nos dijo, el primer día de clase, que lo único que hacía falta para aprobar su asignatura era saber leer y escribir. Tan fácil pero tan difícil, porque saber leer no significa sólo comprender la representación gráfica de un idioma, sino también ser conscientes de la compleja realidad que nos rodea, o que rodeó a otros autores en otras épocas, y que cada momento literario plasma de una manera u otra; y, por otro lado, saber escribir no sólo significa unir letras y palabras, sino expresarse con

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Agustín Calvo Galán. Saber leer… y escribir

Agustín Calvo Galán. Fotografía cedida por el autor ©

lucidez: decir algo o decirlo de tal manera que merezca la pena ser leído por otros. A veces la crítica literaria sobre libros de poesía se convierte en una amalgama de deseos expresivos, en interpretaciones sui géneris o, en el peor de los casos, en un galimatías de cariz artística: como si se estuviera hablando de una pintura abstracta. Por obvio que sea, una buena crítica ha de basarse en la hermenéutica y no en crear más confusión o en rivalizar en hermetismo con los poetas más impenetrables. Una explicación incomprensible alejará definitivamente a los lectores tanto de la crítica literaria como de la poesía en sí.

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Entonces, ¿cómo hacer un juicio interesante y que cumpla su función informativa sin perder en ningún momento calidad literaria? En primer lugar, el crítico ha de haber leído la obra de la que está hablando: esto puede parecer de Perogrullo, pero creo que se ha de mencionar. Una reseña o crítica con cierta entidad, por tanto, ha de citar la obra en cuestión, resaltando con ello los aspectos fundamentales. Por otro lado, si estamos hablando de una obra poética, el tema formal o estético no puede ser obviado. De nuevo, a veces nos podemos encontrar con reseñas de libros de poesía donde sólo se presenta la temática o el posible significado y no se hace ninguna referencia a la forma, a las cualidades estéticas, a los caminos culturales o contraculturales por los que ha transitado el autor. Es cierto que la poesía contemporánea es muy reticente a ser encasillada en cualquier forma clásica o prejuiciosa. Sin embargo, hasta lo amorfo puede ser una característica o una decisión estética a tener en cuenta. Este soslayar las cualidades estilísticas más formales proviene, parece obvio, de la crítica o de las reseñas que se hacen actualmente de los libros de narrativa, donde nunca o casi nunca se dan referencias estéticas y en general se centran sólo en el argumento. En cualquier caso, el juicio literario ha de entenderse como un género más de expresión artística; tal vez por eso, en el caso de la poesía, esta actividad la vienen ejerciendo los propios poetas mayoritariamente, cuya creatividad crítica puede llegar a superar en algunos casos a su propia obra poética; como dijo Wislawa Szymborska2 a propósito de la llamada poesía pura que defendía Paul Valery: «Opino que los textos críticos de Valery destilan más energía creativa que sus poemas».

2. Wislawa Szymborska, Siempre lecturas no obligatorias, traducción de Manel Bellmunt, Ed. Alfabia, Barcelona, 2014, pág. 33.


Revista Quimera: la reinvención perpetua Por José de María Romero Barea En estos momentos vertiginosos de estasis, en los que la mesa de novedades supone una pesadilla que constantemente se renueva, el letraherido se esfuerza por comprender todas las implicaciones del pasado, su resonancia en el presente, activa mecanismos de autoprotección que nos impelen a saber, a buscar versiones alternativas del relato único con las que articular otros futuros, valorar las pérdidas, comparar ausencias, mirar atrás, recordar actos de medición que derrotan las escalas, reconsideran el valor de lo desaparecido. Se preocupa el hermeneuta por nuestros puntos de inflamación particulares, aborda las divisiones subyacentes a la utópica libertad de expresión que planta, a su vez, las semillas del espíritu comunitario, una descentralizada sociabilidad en folios desprivatizados, un bien público que aprovecha los ojos de las nuevas tecnologías para construir solidaridad, frente la ira ciega. En estos tiempos de pandémica desafección, en que nuestra arrogancia se hace añicos, la literatura sigue siendo un lugar de resistencia. Sabe captar el intérprete las señales estilísticas del creador, desvela los trucos narrativos, persigue filias y fobias, se esfuerza por comprender a los protagonistas de la mundial grafomanía, los idealiza (o los denigra), los toma en serio, en definitiva, mientras los caricatu-

riza, cada uno el protagonista de una narración diferente, centrada en su mundo, el nuestro, ensamblados en una nueva normalidad llamada imaginación, menos endémica. Un ensayo es un réquiem y una celebración, fusiona muerte y resurrección en una liturgia en que las definiciones y los desafíos al discurso fundamentalista hacen tambalearse las estructuras que perpetúan los estereotipos y las desigualdades. Un artículo despierta un optimismo sanador, supone el contrapunto perfecto a la superioridad predeterminada por la desesperación distópica. Nos permite reivindicar lo que olvidamos a propósito: la renovada realidad colectiva, el revolucionario reconocimiento de los trabajos esenciales. Hoy que nos vemos obligados, para huir de la existencia, a emigrar al territorio extraño de un poema, una obra de teatro o una novela, el crítico es el corresponsal en ese extranjero, el cartógrafo del impulso de decir, el espectador ideal de la voluntad de hacer. Captura ese estado de alarma permanente que caracteriza las mejores crisis, se opone a las raudas tiranías del aislamiento: lápiz en mano, explora desórdenes, inequidades y contradicciones de lo políticamente correcto, la panoplia de voces diversas, a merced del férreo pensamiento colectivo de las redes sociales, donde chocamos sobre definiciones de discurso, acción, reglas e identidades.

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José de María Romero Barea. Revista Quimera: la reinvención perpetua

El movimiento de liberación global de la exégesis es la última oportunidad de nuestra civilización para redimirse. Al interesarse en escrutar las ficciones de la Historia, el comentarista se adentra en el territorio compartido de la no ficción, entrelaza teorías de planificación, es capaz de habitar los pliegues del sueño, los sacude para darles nuevas formas. Un blog aporta las coordenadas precisas para orientarnos en las procelosas aguas de las sucesivas entregas editoriales; si las necesitamos, aporta elecciones alternativas, que se apartan deliberadamente del registro oficial. La interpretación de la cultura tiene (o debería tener) como objetivo democratizar, devolver a la actualidad a los autores aislados en sus salas de estar, oponerse al capitalismo de vigilancia, remodelar nuestra sociedad, reconstruirla con estudios, prestar atención a la imposibilidad de comunicación en circunstancias extraordinarias, nos hace señales desde el abismo, nos permite conocer lo que de otra forma nunca hubiéramos conocido. Cumple ocho años al frente de la publicación el actual equipo de redacción de Quimera (¡enhorabuena!), y no queremos dejarlo pasar sin recordar que una revista literaria es (o debería ser) un llamado a la honestidad grupal. Leer nos permite escapar a la parálisis, encerrarnos en un manual, refugiarnos en historias que hablan de

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José de María Romero Barea. Fotografía: Diàna Vigule ©

nosotros, que nos hablan mientras nos distraen de la tragedia: «La crítica es en sí misma un arte», sostiene Oscar Wilde, desde hace un siglo y tres décadas: «Es, de hecho, creativa e independiente [...]. Sin la facultad hermenéutica, no es posible la creación artística, digna de ese nombre». Ha llegado el momento de reivindicar una vez más el espíritu analítico que arremete contra los excesos de la estadística, que nos anima a cuestionar, a contrastar las fuentes: orgullosa de su oficio, celebramos una incesante labor de rescate, de constante selección a través del arsenal de entretenimientos, festejamos una reinvención perpetua.


Quién te ha visto y quién te ve Por Rebeca García Nieto Al emigrar a Francia en el 75, Milan Kundera les contó a sus amigos que una de las peores cosas que hicieron los soviéticos cuando invadieron Checoslovaquia fue acabar con la crítica literaria. Como la televisión y la radio estaban controladas por el Estado, la Primavera de Praga se fraguó en las novelas, el teatro, la poesía y también en las críticas artísticas y literarias. Las reseñas tenían tanto impacto que, cuando las liquidaron, todo el país se dio cuenta y entró en un estado de angustia, pues era algo que no había ocurrido antes, ni siquiera en la época nazi. A sus amigos franceses aquello no les pareció para tanto y Kundera tardó algún tiempo en entender por qué. Después de una temporada viviendo en Francia, se dio cuenta de que la crítica literaria había dejado de ser importante hacía tiempo; es más, si se dejaran de publicar reseñas, «nadie se daría cuenta, ni siquiera los editores». Estas palabras de Kundera, que aparecen en su artículo «The tragedy of Central Europe», me pillaron con el pie cambiado. Acostumbrada a que las reseñas interesen a un número más bien limitado de lectores —con frecuencia al autor, los editores y poco más—, me sorprendió que hubiera un lugar y un tiempo en que fueran tan importantes. También me sorprendió lo

que dijo de Francia. Si la crítica literaria no era relevante en el país donde por aquel entonces se retransmitía Apostrophes, ¿dónde lo era? En la televisión precisamente vio Kundera una clara muestra de decadencia. Le horrorizó que en los círculos literarios parisinos se hablara más de los programas de la tele que de las reseñas. No hacía tanto, revistas como la Nouvelle Revue Française o Les Temps Modernes marcaban el rumbo de la literatura francesa, como había ocurrido con Sovreménnik o Viesy en la literatura rusa. Además, eran uno de los principales motores del debate cultural. Les Temps Modernes, por ejemplo, fundada en el 45 por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, fue un espacio de debate muy influyente en las primeras décadas de su existencia. La literatura era entonces más abierta, estaba en permanente diálogo con la filosofía y otros campos, y, en sus páginas, Sartre debatió con Albert Camus, Raymond Aron o el antropólogo Claude Lévi-Strauss. Durante los sesenta, el prestigio de la revista, así como el de Critique, Esprit o la mítica Cahiers du Cinéma, se mantuvo. Fue a partir de los años setenta cuando todo cambió. En diciembre de 2018 Gallimard anunciaba el cierre de Les Temps Modernes, pero en rigor había desaparecido mucho antes. El declive de la cultura de un país suele ser reflejo de la decadencia de su sociedad. En Francia, la caída de las

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Rebeca García Nieto. Quién te ha visto y quién te ve

revistas culturales ocurrió en paralelo al deterioro del sistema educativo, los escándalos de corrupción política y la creciente implantación de la ideología de mercado. Lo cuenta el historiador Perry Anderson en su artículo «El pensamiento tibio: Una mirada crítica sobre la cultura francesa». A esos factores habría que añadir la pérdida de vocación crítica en un país que había destacado precisamente por ello. Para Anderson, un ejemplo paradigmático fue el caso de Le Monde, en la actualidad una «parodia» del gran periódico que un día fue. Sus páginas han sido escenario de distintas vendettas, políticas y personales, pero también de adulaciones y de un «atroz compadreo cultural». Su suplemento literario, Le Monde des Livres, no sale mejor parado. Aunque el artículo de Anderson habla de Francia, lo que cuenta me resulta extrañamente familiar —en esRebeca García Nieto. Fotografía cedida por la autora ©

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pecial, la alusión al «compadreo cultural»—. Cada vez es más difícil leer una reseña publicada en los medios de nuestro país sin que resulte sospechosa. Cuando los suplementos de cultura de los grandes periódicos, y también muchas revistas literarias, se empeñan en poner por las nubes un libro mediocre, o reseñan siempre libros de las mismas editoriales, es inevitable preguntarse por los motivos extraliterarios que puede haber detrás. Seguramente, va a ser imposible recuperar el prestigio perdido, pero sí podemos aspirar a preservar un espacio de diálogo digno en torno a los libros, un espacio tan alejado de las reseñas «publicitarias» como de las opiniones al estilo Goodreads que abundan en algunos blogs. El compromiso de quienes escribimos sobre libros debería ser únicamente con la literatura. Todo lo demás va en contra de ella.


Anatomía de la crítica Por Mario Martín Gijón Así, Anatomía de la crítica (Anatomy of Criticism), se titulaba un libro de Northrop Frye, en su momento famoso. Uno de tantos libros que leí durante mi época de doctorando para familiarizarme con los distintos instrumentales que, a lo largo de las últimas décadas, se han ido ofreciendo para abordar los textos, por doctores tan diversos como Bourdieu o Derrida, Gérard Genette o Monika Fludernik, entre tantos otros. Hubo un tiempo, época de ese enclaustramiento que a modo de rito iniciático se exige a los doctorandos, en que mis lecturas consistieron sobre todo en esa «literatura secundaria» y ancilar que se nutre de otros textos, y que muchas veces da mejor de comer que la literatura primaria. Casi siempre el poeta ha vivido con menos medios que el catedrático que glosa su obra, desde luego. En mi caso, había estudiado Filología no porque quisiera ser crítico o historiador de la literatura, sino porque desde los quince años la literatura era mi alimento y mi adicción, porque ya entonces escribía y pensaba que mis futuros compañeros tendrían motivaciones similares: áspero desengaño, pues la mayoría, como comprobé, lo hacía con vistas a un cómodo sueldo de funcionario. Seguirían otros entusiasmos y desengaños. Lo primero, por la emoción de descubrir y reivindicar a textos

y autores olvidados o ignorados. Hay un cierto tipo de justicia en rescatar y sacar a la luz la contribución de escritores que no fueron apreciados en vida. Es, por otra parte, una satisfacción melancólica. Me interesó sobre todo la obra de los escritores del exilio republicano, especialmente aquellos permeados por las culturas de sus países de acogida, como José Herrera Petere, escribiendo y recitando en castellano en Ginebra, como rara avis dentro del grupo «Jeune Poésie» de líricos suizos; Máximo José Kahn delirando sobre la misión del judaísmo y las sefirot en Argentina; o José María Camps, dirigiendo el Volkstheater en la República Democrática Alemana, entusiasmado con ese teatro popular mientras que era espiado por la Stasi, por si acaso. Seguramente parte de este interés vino por haber estado yo mismo varios años viviendo como extranjero, enseñando español en Francia, Alemania y República Checa. Fue emocionante, sin duda, exhumar obras inéditas, como Profunda retaguardia, la «novela de Cuernavaca» de José Herrera Petere, escrita en México en 1942, o Arte y Torá, el «gran libro sobre el judaísmo» de Máximo José Kahn, terminado en 1952, poco antes de morir. Fue desde mi regreso a España, en 2010, cuando volví a la escritura de ficción y de poemas, que la tesis doctoral y posterior fiebre investigadora (que potencia ese sistema hecho para matar la creatividad) habían

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Mario Martín Gijón. Anatomía de la crítica

Mario Martín Gijón. Fotografía cedida por el autor ©

agostado. Ni del todo académico, ni escritor a tiempo completo, me veo a veces como alguien un tanto anfibio, en una indefinición que quiere creer fértil, entre dos tierras o entre dos aguas, en una tierra de nadie (acaso mía) que, como sabía bien Max Aub, viene bastante mal en este país de pancartas y etiquetas. Y es que, una vez cumplido con ese cursus honorum que exigen para entrar y asentarte en la universidad, pronto acabé algo cansado de la rutina de los congresos cuyos participantes iban no a debatir ni a aprender, sino a soltar su chapa y recoger el certificado. Poco a poco, fui quitándome de lo académico y volviendo a lo que siempre me había gustado: leer y escribir liber-rima-mente, y no para forjarme la fama de ser un especialista en tal o cual escritor del siglo XVIII o del XX. Una vez, un poeta extremeño me dijo, muy convencido, que «la literatura es narcisismo». No puedo estar de acuerdo, y creo que precisamente hemos de luchar contra ese narcisismo estimulado por las redes sociales, pues un escritor ha de ser capaz de sentir admiración y escribir «ejercicios de ad-

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miración», como Emil Cioran llamó a sus ensayos de crítica literaria. En España, por desgracia, tenemos a poetas y tenemos a críticos, pero muy pocos poetas se molestan en abordar la obra de otros poetas, en escribir reseñas o ensayos que vayan más allá del comentario trivial o el elogio acrítico. Una excepción notable es la de Eduardo Moga, gran poeta y excelente crítico al mismo tiempo, pero su generosidad, como digo, me parece la excepción que confirma la norma. No sé si algún día, más que anatomía, habrá que hacerle la autopsia a la crítica. Me da la impresión de que es un menester devaluado: la crítica no sirve para hacer méritos académicos (un artículo publicado en una revista «indexada» vale más que cien reseñas) y además ya la hace cualquiera, en su blog, en Amazon o en las redes sociales. Para muchos, además, la crítica no critica nada, y la entienden como poco más que publicidad encubierta e intercambio de favores, pues nadie quiere ser un «maldiciente Zoilo», como llamara Cervantes al crítico griego que se atrevió a enmendarle la plana a Homero.


Acompañar Por Alberto García-Teresa Un crítico no tiene derecho a la estrechez de miras E. M. Forster

Precisamente en esta época de hiperindividualismo, de ínfulas de soberbia autosuficiencia, de cierta vergüenza pública en reconocer la necesidad de auxilio y la incapacidad para acometer desempeños o manejar conocimientos, en estos momentos, acompañar y ser acompañado me parece una de las claves para poder vivir con dignidad, aspirar a crecer intelectual y moralmente y contar con una predisposición al deleite. Al respecto, la crítica literaria, desde mi punto de vista, tiene una función importante en la maraña de estímulos que nos avasallan a diario. Leer y elaborar crítica literaria nos permite resituarnos en relación con los textos, despojarnos de vestiduras y, lo más relevante, nos ofrece la oportunidad de tender la mano y de posar la nuestra sobre otras.

Así, la crítica literaria que me interesa realizar y leer es aquella que acompaña. Es cierto que, hoy en día, la cuestión valorativa resulta relevante en medios de información, sobre todo dado el altísimo número de títulos que, como huracanes, pasan y devastan las mesas de novedades. Igualmente, lo es por la proliferación de recomendaciones rápidas de los principales canales de comunicación y de las redes sociales. Estas últimas, en cualquier caso, continúan arrojando una pronunciada dificultad para que podamos distinguir entre la sugerencia sincera y la publicidad encubierta, que siempre ha estado ahí. Con todo, ese tipo de prescripción o análisis no me llama la atención, aunque reconozca su utilidad y acuda a ella para poder mirar los catálogos editoriales con algunas pautas suplementarias. De esta manera, sigo optando por buscar y por elaborar una crítica literaria que ilumine, que abra o que esclarezca lecturas e interpretaciones. Una crítica que ofrezca marcos de comprensión y proyección; coordenadas que orienten esa cuestión tan

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Alberto García-Teresa. Acompañar

estimulante que resulta hacer propia una obra leyéndola para completarla. Por tanto, la crítica literaria puede acompañar una lectura, servir de brújula o de mapa, abrirla a nuevos senderos, mostrar caminos y revisar las huellas de su propia marcha para que continúe andando sola. Esas, quizá, son las tareas más trascendentales de la crítica literaria a mi entender. No en vano, establecer cánones o matizar la larga hilera que constituye la tradición constituye algo que se adentra también en el terreno de la pugna por el campo literario (y académico). En todo caso, la categoría que se le otorga a quien acompaña dependerá de la modulación del acompañamiento, por supuesto, pero también del talante del acompañado y de cómo lo mire esa persona: como un maestro, como un guía irrefutable o como un caminante que orienta felizmente los pasos y que muestra horizontes, ayuda a desenredar encrucijadas, a comprender la posición de las montañas y a entender los cambios de estaciones sobre el paisaje. Un crítico es un lector atentísimo con un gran bagaje de lecturas y de formación que le permiten volcar una mirada penetrante en los textos, imbricada en la tradición y en los contextos de producción y de recepción, para ofrecer interpretaciones de calado. Sin duda, leer de esta manera nos sumerge en un libro de un modo más placentero y estimulante que como meros lectores. Efectivamente, recapacitar y analizar una obra de calidad nos detiene en su interior, nos facilita recorrer sus pasillos palpando las paredes y quizá descubrir recovecos que habíamos ignorado a pleno día. No la traspasamos y nos dejamos arrastrar por las corrientes de aire, sino que nos quedamos un tiempo a vivir en ella y la respiramos a contrapelo. En definitiva, nos permite paladearla y disfrutarla de una forma más plena. Personalmente, adoro ese tipo de ejercicios. Compartir esa experiencia y esa pasión considero que constituye la verdadera potencia de un crítico a nivel individual. La poesía, especialmente, necesita lecturas de esa condición. Como lector (fundamentalmente, pero no sólo) de poesía española contemporánea, entonces, agradezco efusivamente la labor de críticos como Araceli Iravedra, Francisco Díaz de Castro, Miguel Casado, Ángel Luis Prieto de Paula, María Ángeles Naval, Vi-

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cente Luis Mora, Jordi Doce, Julio Rodríguez Puértolas, David Becerra Mayor o César de Vicente Hernando, que tanto me han aportado y que tanta luz arrojan sobre nuestro caminar. Precisamente, considero la cultura y los estudios literarios como una práctica cooperativa, que avanza enriqueciéndose con las aportaciones anteriores, que crece como un mar en donde desembocan varios ríos. En ese sentido, la diversidad de escuelas y de disciplinas recorren miradas distintas que una obra de calidad sostiene y que, como lectores, nos regalan múltiples abordajes a un mismo título. Al respecto, apuesto por textos que nos abren otros textos, no por materiales que se enredan sobre otros materiales que hablan sobre otros textos que… La confrontación y el debate de ideas y planteamientos resultan cruciales, pero lamento que se pierda de vista el libro que alimenta todo ello. Cuántos de esos debates se efectúan, en definitiva, casi de espaldas a los propios textos, con un objetivo más allá del mismo texto. Quizá porque no se trata de debatir y aprender sobre y de ellos, sino de disputar otros intereses (académicos, comerciales, posiciones de poder…). La autocrítica es elemental en cualquier faceta humana, pero muchas de esas discusiones en la crítica y la teoría literaria no nos devuelven la mirada, sino que resultan un mero lanzamiento de material bélico sin volver la vista. No hay intención de mejorar el camino sino de aniquilar a quien obstaculiza a las máquinas de asfalto que se han puesto en marcha. Quien pretende constreñir el haz de lecturas que se abre desde una obra literaria de calidad a su enfoque, excluyendo el resto, sin duda se mueve desde una pulsión autoritaria. Y, por tanto, para quienes tratamos de construir la vida (y el futuro) desde perspectivas antiautoritarias y radicalmente democráticas, constituyen prácticas rechazables y empobrecedoras. En el peor de los sentidos, esa forma de trabajo y de análisis literario trata de anular la diferencia y la misma capacidad de completar la obra por parte del lector. Sin embargo, en verdad, deberíamos recoger todas esas lecturas e interpretaciones y extraer miradas y reflexiones que sumen y que enriquezcan nuestra experiencia lectora y nuestro conocimiento (con sus consecuentes ondas de perturbación, de extraña-


Alberto García-Teresa. Fotografía: Juan Lemus ©

miento y de reflexión sobre el mundo) acerca de un texto en cuestión. Quizá lo que está latiendo y lo que pongo sobre la mesa es la erosión de un único canon, o la propia dimensión hegemónica que ese concepto de canon implica. Desde una perspectiva que apela y que se construye alrededor de la diversidad, que precisamente busca descentrar y poner en valor lo que ha crecido en la denominada periferia, en la ebullición de vida que existe, a un mismo nivel, fuera de las murallas y de que lo que es seleccionado como central, prestar atención a esos otros registros constituye un acto fundamental que reorienta los títulos de autoridad. No hablo de construir cánones paralelos, alternativos o que aspiran a desbancar al imperante. Me refiero a mirar (y a escuchar) desde otro paradigma distinto; desde uno que abandona las posiciones de lo vertical, lo céntrico y lo excéntrico, que subvierte la misma concepción del mundo que establece márgenes y orillas. Así, podremos atender, com-

prender (empatizando, entonces) y aprender de todas las propuestas que se formulan desde múltiples ámbitos y escuelas para, finamente, adquirir un mayor conocimiento y disfrute de una obra literaria de calidad. De todas esas lentes y perspectivas que nos despliega cualquier acercamiento a una obra literaria, considero especialmente relevante aquella que nos introduce en el análisis de los mecanismos ideológicos que operan dentro de un texto y de la construcción del mundo que este nos presenta. Estos son aspectos invisibilizados, que operan y que se consolidan social e individualmente por inercias e interiorizaciones. Precisamente, su efectividad como cohesionadores sociales (o como detentadores de hegemonía) reside en dicho proceso de asimilación y de reproducción no consciente. En ese sentido, también dentro de la literatura, rastrearlos y mostrarlos nos pone a las puertas de un proceso de revelación fundamental. En los textos críticos que desenmascaran esos procedimientos, que indagan en las plasmaciones, cristalizaciones y repercusiones ideológicas, vemos, en efecto, los resultados de dichos análisis. Pero también se pueden intuir los procesos que han llevado hasta allí. Así, una buena crítica literaria no ensimismada tiene la potencialidad de capacitar al lector y de formar mejores lectores e, incluso, personas con mayor capacidad analítica. De hecho, desde ese enfoque, en sí misma, la crítica literaria está también dotando de herramientas a los lectores para que puedan adquirir mayor capacidad de análisis en muchas otras facetas de la vida. Es decir, la crítica literaria propuesta desde esta óptica está formando ciudadanos perspicaces y críticos, que horaden la superficie de la realidad, no únicamente de las páginas que están leyendo. Se produce, entonces, un proceso de desvelamiento y de descubrimiento en sentido estricto. Pero sabemos que todo proceso de aprendizaje es más eficaz si somos partícipes de él, si formamos parte de un trabajo personal de indagación, y no en una mera asimilación de conceptos vertidos por otras personas. Por tanto, nuevamente se pone en juego la necesidad de eludir cualquier acompañamiento vertical y aspirar, cuanto más, a uno de carácter oblicuo. El reto está sobre la mesa: ¿somos capaces de dejarnos acompañar y de ser acompañantes sin mirarnos la punta de los pies?

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Necesidad de la crítica (una diatriba) Por José Antonio Vila Uno de los aforismos más recordados de Oscar Wilde es aquel que dice que nunca hay que leer los libros que debemos reseñar porque hacerlo despertaría nuestros prejuicios. Umberto Eco advirtió, en más de una ocasión, de la cualidad retráctil de muchos de los aforismos paradójicos de Oscar Wilde; los llamaba «aforismos cangrejo», porque lo mismo caminan en una dirección como en la contraria. Así, de la misma manera podría decirse que no leer los libros que reseñamos despierta igualmente nuestros prejuicios. Porque es raro el caso en que no tengamos una idea preconcebida de un autor aunque no hayamos leído la más reciente de sus obras. O incluso no lo hayamos leído en absoluto. Basta con haber oído hablar de él para tener, como si dijéramos, un horizonte de expectativas críticas. Pondré un ejemplo: seguro que muchos lectores tendrán presente al youtuber conocido como «El Rubius», que ha estado recientemente de actualidad por haber trasladado su residencia a Andorra. Al parecer debido a la altísima imposición fiscal que hay en España sobre los ingresos de personas como él. «El Rubius» es un joven cuyas ganancias resultado de su actividad como youtuber ascienden, según se ha comentado en los medios de comunicación, a varios millones de euros anuales. Para quienes no tengan presente a este joven, habría quizás que aclarar que el oficio de «El Rubius» consiste en colgar en YouTube vídeos de contenido humorístico en los que, básicamente, se hace promoción de algún producto, sobre todo de videojuegos. A menudo en esos vídeos se muestra al joven youtuber jugando a un videojuego, mientras él mismo comenta jovialmente la partida y la idiosincrasia del juego: un tipo de vídeo llamado, si no me equivoco, «de gameplay». Las ganancias en concepto de ingresos publicitarios dependen así del número de visionados y de suscriptores al canal de YouTube en cuestión.

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La industria del videojuego mueve muchísimo dinero; si no estoy mal informado sólo la industria armamentística, la pornográfica y la relacionada con el fútbol pueden comparársele en este sentido (eso, claro está, de entre las legales, y es de imaginar que el narcotráfico, la trata de personas y el tráfico de órganos sean también industrias inimaginablemente lucrativas). Por eso la industria de los videojuegos ha sido capaz de crear a su alrededor lo que se denomina una «cultura». A un ex amigo le oí hablar una vez de la «cultura techie» y también de la «cultura gamer». Me imagino que videos promocionales como los de «El Rubius» quedarían enmarcados dentro de la «cultura gamer», o tal vez de la «cultura techie». No lo tengo claro. Por cierto, este amigo del colegio era ya en nuestra época de escolares adicto a los videojuegos como otros lo son a la heroína. Un adelantado a su tiempo; hablo de mediados de los noventa. Años antes del boom de internet, de YouTube y de los juegos en red. Presumía además de no leer nunca libros (sólo tebeos japoneses conocidos como mangas, lecturas, no sé bien por qué, generalmente de mucho éxito entre los aficionados a los videojuegos; como se ve mi amigo era un auténtico vanguardista). Al no haberse acercado nunca a un libro, quién sabe si tomaba los libros por monstruos dentados, como los que pueblan las pantallas de numerosos videojuegos, y acaso pensara que a lo mejor le iban a arrancar el brazo de una dentellada en caso de abrirlos. No está de más consignar aquí que este amigo era hijo de un periodista de El País (circunstancia de la que se jactaba a la menor oportunidad) y de una profesora de lengua y literatura de un instituto público de Badalona que tenía ínfulas de ser la reencarnación de Virginia Woolf, o, por lo menos, de Gertrude Stein, autora con la que, por lo demás, guardaba un parecido físico razonable. Así es la vida; estas cosas pasan hasta en las mejores familias. Lo último que he sabido de este ex amigo es que trabaja como bufón en una multinacional del ramo de


los videojuegos (los responsables de la celebérrima saga futbolística FIFA; que toma su nombre de una organización, dicho sea de paso, mundialmente famosa por la honradez y austeridad de los individuos que la dirigen), está destrozado por la comida basura, su estado de salud mental es precario, y, según pude comprobar la última vez que me topé con él, vive corroído por la envidia, el rencor y la frustración. No hace falta añadir que es un hombre no sólo repulsivo, en todos los sentidos, sino de una incultura ciclópea; es decir, más grande que Polifemo, el cíclope al que burló el héroe mitológico Ulises. Será quizás el sacrificio que exigen los dioses del «progreso» y el consumismo. Sacrificios humanos como los que exigían las deidades de la Antigüedad. Ojalá que Súper Mario sea un demiurgo benévolo y tenga a bien apiadarse del alma de este ex amigo. Pero volviendo a «El Rubius», una faceta que tal vez sea menos conocida de este joven polivalente y emprendedor es que es autor de varias novelas destinadas al público adolescente (que las haya escrito él o se las hayan escrito es harina de otro costal y no es relevante para lo que aquí nos ocupa). Escuela de gamers es el título de una de esas novelas, que estuvo expuesta durante meses en el escaparate de una papelería justo al lado de mi casa. Estuve muchas veces tentado de comprarla, pero al final no lo hice. Huelga decir que, aunque nunca vaya a leer ni a reseñar esa novela, Escuela de gamers despierta mis prejuicios. El éxito de gentes como «El Rubius» me hace pensar que en esta época, donde las artes y las letras parecen haber sido engullidas por la industria del ocio y el entretenimiento, mucho del desempeño de orientación del gusto tradicionalmente asociado a la actividad crítica, sea cual sea su parcela específica dentro del campo artístico, está siendo ocupada por el youtuber, el blogger, el influencer, el streamer y seguramente otros «nuevos oficios digitales» que yo, en mi supina ignorancia (aún

mayor si cabe en lo relacionado con lo techie y lo gamer) desconozco; todos ellos, por supuesto, debidamente respaldados en lo económico por marcas, empresas y multinacionales del más variado pelaje. Pero todas con una misma intención: hacer del consumidor (o target) una bestia acrítica que engulle felizmente todo aquello que se le ofrece. Un zombi moderno, como el amigo del protagonista de Shaun of the dead, que en la escena final de la película seguía, en su actual estado de no-vida, jugando a los videojuegos que tanto le habían gustado en vida. Es curioso que estos «creativos» digitales se vean todos a sí mismos como «artistas», cuando fácilmente se podría hacer de ellos una caricatura nada halagüeña que los presentase como un híbrido desagradable entre un vanidoso presentador de televisión que ríe de sus propios chistes, un cansino animador de feria y un poco fiable vendedor de coches de segunda mano. Para no hablar, según hemos podido ver en nuestras pantallas, de su vulgar manía de hacer ostentación de sus riquezas materiales: parodias del «lobo de Wall Street» en versión ropa deportiva. En paralelo a ello, está la elevación a la categoría de «arte», o de «actividad creativa» de casi cualquier actividad, desde las modestas y encomiables tareas del hogar, o la apasionante horticultura, hasta industrias mercantiles potentísimas como la de los videojuegos (asistimos, en realidad, a la culminación de un proceso iniciado hace muchas décadas, pero sobre esto no hay espacio para detenerse aquí). Además de la turbamulta del botón «me gusta» que ofrecen la mayoría de las redes digitales, y que se encuentra tanto en los portales de noticias como en las tiendas de venta a distancia. Una turbamulta impulsada por los interesados y nada inocentes algoritmos de la inteligencia artificial, según estamos sabiendo en los últimos años. Parece que este «me gusta» multitudinario no resulta ser la «fiesta de la democracia» que se nos había prometido, sino que se está revelando una herramienta

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José Antonio Vila. Necesidad de la crítica (una diatriba)

más al servicio de la consecución del lucro económico a todo trance de unas multinacionales titánicas y de sus inversores. Estos son en verdad unos tiempos en que las líneas entre la información, la publicidad y el entretenimiento son cada vez más tenues. Pero basta de esta diatriba, y centrémonos al fin en el modestísimo, confortable y cada vez más ninguneado mundo de la literatura. La utilidad de la crítica, quién es un crítico literario, qué legitima a un crítico literario, por qué podría valer más su opinión que la de cualquier otro lector, los límites entre crítica y creación, cuáles son los criterios para enjuiciar un libro, las diferencias que imponen la urgencia de actualidad de la crítica en prensa o la más distanciada y erudita crítica académica son cuestiones importantes sobre las que se ha debatido incontables veces desde que la crítica se convirtiera en un elemento fundamental del sistema literario, más o menos desde el siglo XVIII. Uno de los aspectos que más me interesan de estas discusiones es la relación de crítica y creación. Creo que todo crítico aspira, en su fuero interno, a que su crítica sea leída como literatura. O al menos esa es la clase de crítico del que me siento más cerca. Tengo para mí que el crítico es un hombre de letras extraño, una especie de parásito de la literatura, alguien que, como un vampiro, vive de la sangre que chupa a los demás. O una garrapata, que es lo mismo que un vampiro pero enana, gorda y fea. A lo mejor como la mayoría de los gamers y techies, aunque los que trasciendan en los medios sean los más agraciados. Supongo que todo escritor hace siempre también literatura a partir de la literatura. El crítico es simplemente más descarado al respecto. No ha habido buen escritor en el mundo que no haya sido antes un buen lector. Y no se puede ser lector sin ser también un crítico. Es un tópico decir que un crítico es un escritor frustrado. A Juan Benet le debemos el haber popularizado la idea (la ocurrencia original es, por lo visto, de Francisco Rico) de invertir ese tópico y sostener que, en realidad, un escritor no es más que un crítico frustrado. Alguien que impulsado por la necesidad de comprender cabalmente una obra literaria se ve empujado a componer su propia obra de creación. El único

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libro que no guardará ningún secreto para él. Está por ver, claro, que un libro no contenga secretos hasta para su propio autor. En cualquier caso, no creo que nadie en su sano juicio optase por arrebatarles la condición de escritores de pleno derecho a críticos como Walter Benjamin, George Steiner o Edmund Wilson. Eso para no mencionar que buena parte de lo que aún entendemos que son las vigas maestras del sistema literario se debe al trabajo de escritores que se doblaron magistralmente en críticos excelentes y sagaces. Es el trayecto que nos lleva de Coleridge a T. S. Eliot, dos nombres del ámbito de la lengua inglesa, tomados casi al azar, pero representativos de esta figura. Aquellos que nos desenJosé Antonio Vila. Fotografía cedida por el autor ©


volvemos en el sufrido ámbito hispánico podemos presumir de contar entre nuestros predecesores a Borges, un autor en cuya obra se hace a veces imposible señalar dónde termina la obra crítica y dónde comienza la obra de creación imaginativa. Edmund Wilson habló de la crítica como una élite de designación propia que obliga a los demás a aceptar su autoridad. Nada más antipático y a contrapelo del sentir común en esta época en el que el «tanto-tienes-tanto-vales» se combina con la directriz del «todos-a-una-prohibido-disentir». Y quizá precisamente por eso mismo esa élite autodesignada sea más necesaria que nunca. Hablo, evidentemente, de literatura y artes, no de política. Porque es en los ámbitos artísticos donde debe primar lo excelente y no el consenso de lo razonable. Benet, que fue además de un novelista excelente un crítico excelente, aunque parcial, defendió siempre la noción dieciochesca del «gusto», una cualidad totalmente acientífica pero imprescindible para la comprensión, el aprecio y el disfrute de las artes. A esa categoría del gusto, yo le añadiría otras dos cualidades, no sé si de naturaleza moral, fundamentales en un crítico: la honradez y la independencia. Antes de los videojuegos, hubo juegos a secas. La idea de comparar la literatura a un juego es una imagen recurrente, que yo creo encontró una de sus expresiones más hermosas en la poesía de Robert Louis Stevenson (su hallazgo se lo debo a Javier Marías, que tradujo hace años la poesía del autor escocés). Es cierto que la literatura y las artes tienen bastante de juego de combinación. Al igual que el ajedrez, el bridge o el póker, gran parte de su desarrollo consiste en la habilidad del jugador a la hora de combinar piezas y elementos heterogéneos. Al hilo de ello, recuerdo que Italo Calvino sostenía que para que un juego sea divertido las reglas deben estar claramente definidas. Lo esencial de la tarea del crítico consiste en elucidar esas reglas que el escritor se da a sí mismo, acaso de manera inconsciente. Ponerlas de manifiesto y comprobar si ha cumplido con esa especie de reglamento tácito que el autor ha creado para sí a la hora de componer su obra (porque no se puede, pongo por caso, juzgar una novela de Arturo Pérez-Reverte con los mismos criterios con los que se evalúa una novela de Enrique Vila-Matas; o vi-

ceversa). Un poco como el detective que se mete dentro de la mente del asesino en serie y analiza su modus operandi. El asesino en serie siempre tiene una psicología complicada y se da unas reglas que acostumbra a cumplir escrupulosamente a la hora de cometer sus crímenes. Y si algo hemos aprendido de Sherlock Holmes y el profesor Moriarty, de Batman y el Jóker, o de Aníbal Lecter, es la poquísima distancia que media entre esas dos figuras: el perseguidor y el perseguido. A menudo el detective sería perfectamente capaz de cometer esas mismas brillantes atrocidades que lleva a cabo el asesino que atemoriza a la ciudad; sólo la idea de estar cumpliendo con algún deber superior lo retiene. O tal vez esto último sea meramente una máscara con la que encubrir su naturaleza timorata y su miedo. «Yo sólo voy un paso por delante», gusta de decirle el Jóker a Batman. Pero es esa distancia, que sin embargo existe entre el criminal y el investigador, la que posibilita que este último vea con mayor nitidez cuáles son esas reglas del juego. Una perspectiva de la que el asesino carece por la cercanía con los crímenes que comete. Creo que con críticos y escritores viene a suceder lo mismo. Dos caras de una misma moneda. Esa es la índole de crítica que más me interesa. Y la que he intentado poner en práctica en las páginas de Quimera. No he hablado aquí de las condiciones de precariedad laboral en las que trabajamos la práctica totalidad de las gentes de letras, críticos o escritores. Pero todo el mundo recordará que, en 1946, en una Alemania arruinada y completamente arrasada al poco de haber perdido la guerra, el filósofo Martin Heidegger les hablaba a sus alumnos de la poesía de Hölderlin. Y la pregunta se imponía: ¿para qué sirven los poetas en tiempos de penuria? 2020 ha sido el año de la terrible pandemia, y la antesala de lo que se intuye que será una crisis económica de proporciones inauditas en la historia. En estos tiempos de penuria y desorientación cabría preguntarnos asimismo para qué sirven los críticos. ¿Para cuidar del «ser», como según Heidegger, hacen los poetas? No estoy seguro, pero a lo mejor si se termina con los críticos, lo único que queda son vendedores, publicistas o simplemente los charlatanes de siempre, que son viejos como el mundo aunque sus medios actuales sean hipermodernos.

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Leer con la mirada abierta Por Ale Oseguera Comencé mi camino como crítica cultural no con la literatura, sino con las artes escénicas. Como tuve, desde el principio, libertad para elegir las obras que reseñaba, decidí dedicar una buena parte de mi espacio a aquellos espectáculos que se producían en el underground, en la periferia. Igual que asistía a los espectáculos del Teatre Nacional de Catalunya o el Teatre Lliure, también rondaba teatros de barrio, bares poco iluminados y foros alternativos. Buscaba aquellas performances con el potencial de estar en los mejores escenarios de la ciudad, tanto por su audacia y valentía a la hora de remover emociones y pensamientos, como por su aportación a la tradición artística. Me interesaba dar visibilidad a todas aquellas manifestaciones que no tenían acceso al escaparate de los medios de comunicación masiva. No sólo como reconocimiento a los artistas, sino también porque creía que el público debía tener acceso a información alternativa. Ese teatro que descubrí en aquellos años, que estaba tan profundamente ligado a la poesía, me hizo dar el salto a la crítica literaria. Mi labor como crítica ha tenido siempre dos objetivos. Primero, el de comunicar. Segundo, el del aprendizaje propio. Entre más veo, leo y escucho, más me educo en el arte de crear. Creo que es imprescindible aprender de los grandes. Sin embargo, considero igual de importante conocer el oficio desde los márgenes. La agudización de mi ojo crítico nace de mi amor por la literatura. Soy de las que cree en la máxima que dicta que a escribir se aprende leyendo. Yo quería convertirme en una escritora «de verdad»; por lo que debía entrenarme en el análisis y la observación detallada del texto literario. Hice talleres en librerías, bibliotecas, escuelas de escritura y centros culturales. Durante mucho tiempo sentí que me faltaba formación. Me pasa todavía. Esto hace que llegue a sentirme como una farsante en ocasiones, quizá por aquello que llaman el

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«síndrome del impostor». Mi formación universitaria no fue literaria. Yo estudié comunicación y periodismo. Por eso, sentí pronto la necesidad de formarme oficialmente en literatura. Así que, en cuanto pude, me matriculé en un máster del área de Filología y Literatura. La crítica literaria es un oficio y yo quería aprender legítimamente a usar sus herramientas. Quería ser capaz de descuartizar un texto, diseccionarlo, estudiarlo, comprender sus costuras, sus estructuras, sus vísceras, el pigmento de sus pieles y la belleza de sus defectos. Como si de un ser orgánico se tratara y yo fuese una especialista en biología o en ciencia forense. Creo que la mayor satisfacción de quien ejerce la crítica literaria no radica en el texto finiquitado, entregado y publicado, sino en haber comunicado al mundo la existencia de un libro en el que una realmente cree. En la vorágine del capitalismo editorial esto no siempre se da. La publicación de una crítica —ya sea en la forma de una sencilla reseña o en la de un artículo de corte académico— está sujeta al interés divulgativo y económico hegemónico. Los grandes imperios mediáticos, educativos y editoriales copan la atención de los lectores. Las casas editoriales pequeñas e independientes luchan contra esos tiburones por captar algunas de las pocas horas que la población destina a la lectura. En este mar de información, la crítica literaria es un faro, una función que debería ser practicada con responsabilidad. Una gran empresa editorial, como puede ser Penguin Random House, por ejemplo, cuenta con equipos de profesionales dedicados enteramente a la promoción de un libro. Se encargan de acercar el texto a los críticos: les envían ejemplares, redactan notas de prensa, persiguen al periodista para intentar convencerle de que escriba sobre el libro en cuestión, etc. En el lado contrario del espectro están las casas editoriales en las que ni los recursos humanos ni los económicos alcanzan para una labor de marketing sencilla. ¿Importan menos sus libros? ¿Son sus autores menos valiosos?


Ale Oseguera. Fotografía: Víctor Hondartzape ©

Una de las quejas más recurrentes entre los editores independientes es la de no tener espacio en los medios grandes e influyentes. «Nadie nos hace caso, nadie nos reseña», lamentan. Las voces de identidad periférica, aunque merecedoras de interés, carecen también de atención suficiente. Quizá por ser menos comerciales, quizá por la precariedad de sus medios económicos o del poco alcance de sus relaciones públicas. Hay dos trampas recurrentes en las que cae la crítica literaria. En primer lugar, la trampa del trabajo hecho, de la reseña fácil y la paráfrasis de la nota de prensa. Esto agiliza las entregas. Convive perfectamente con la obligatoria celeridad de los tiempos modernos, en los que todo tiene que ser escrito para ayer y publicado mañana. En segundo lugar, la trampa del canon: que el texto contribuya a dar continuidad a la literatura hegemónica sin cuestionarla. ¿Cómo confiar en quien ensalza el canon sin más, cuando, si miramos a la historia —desde Sor Juana Inés de la Cruz a Baudelaire, de García Márquez a Achebe, de Houellebecq a Nestore, de las vanguardias a las voces decoloniales—, son las miradas que desafían lo hegemónico las que hacen que la literatura siga siendo el ser vivo, cambiante, punzante y en desarrollo que tanto nos gusta diseccionar? Ningún texto que incurra, voluntaria o involuntariamente, en estos errores puede considerarse «crítico». Es todo lo contrario: es propaganda y un simple artefacto del marketing.

Cuando me confiaron, hace casi dos años, la tarea de curar y presentar la sección de poesía en el programa Todos somos sospechosos de Radio 3 (RTVE), me prometí a mí misma no caer en esas trampas. De la misma manera que cuando reseñaba y recomendaba espectáculos escénicos, decidí que mi criterio no estaría sujeto a los números, al ritmo de la actualidad, a las listas de libros más vendidos ni a los nombres encumbrados, sino a lo estrictamente literario, artístico. ¿Y qué es el Arte sino aquello que remueve el interior, los cimientos filosóficos y morales del ser, la obra que trasciende el tiempo y el espacio? Una de las responsabilidades de la crítica, si es que desea ser relevante, es la de mantener vivo el olfato investigador y selectivo forjado a base de aprendizaje constante. Un crítico o crítica que se precie de serlo debería ser capaz de ejercer una mirada periférica, de hacer uso de sus habilidades para contribuir a la mejora del canon, independientemente del origen del texto o del autor. Debe saber discernir lo insignificante de lo trascendente y lo superficial de lo profundo. Debe defender su derecho a la independencia para poder comunicar al gran público que está ante una gran obra, a pesar de que se presente en formatos precarios o minoritarios. Hoy todavía continúa asaltándome la idea de que mi criterio es pobre. Repaso mi lista de libros por leer, de autores por estudiar, y no se termina, ni siquiera disminuye. Todo lo contrario. Sin embargo, confío en que mi viaje a través de la literatura sigue estando motivado por ese amor honesto al Arte. Después de haber trabajado en los varios sitios del espectro de la producción literaria y la industria editorial, sigo defendiendo la relevancia de amplificar las voces alternativas cuando sus escrituras tienen una potencia transformadora. Mantengo que, para la crítica, leer con constancia es importante: a los académicos, a autores de diversa procedencia, a otros críticos. Pero, sobre todo, creo que es imprescindible leer con la mirada abierta.

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Hacia el ideal de lector crítico Por Aitor Francos Estuve, días atrás, leyendo el magnífico opúsculo Sobre la crítica literaria, de Marcel Reich-Ranicki (la edición que manejo, de bolsillo, se acompaña de un epílogo, «Crítica y negatividad», de Ignacio Echevarría). Escrito hacia 1970, para una recopilación del autor titulada Críticas demoledoras, el recuento, de apenas un centenar de páginas, sobre la historia de la crítica, es ilustrativo y esclarecedor. De él deduzco que la crítica se equivoca, aun cuando cree que acierta; eso es un hecho. No lo digo como un suceso simplemente aceptable; todo lo contrario, está en su vocación de análisis el errar. Porque la crítica depende del contexto social y temporal. Y si no, acérquense a El ojo crítico, una edición que reúne numerosos disparates críticos, en general desacertados, recogidos allá por el 1989 por Constantino Bertolo, y que, vistos hoy, suenan irrisorios, ridículos. En absoluto había en esa antología ánimo de polemizar; mostraba, nada más, qué se dijo sobre determinados escritores considerados ya clásicos, las primeras impresiones ante sus obras. Cualquiera de esos extractos seleccionados, leídos ahora, es una broma, pecado mortal de ignorancia. La crítica necesita pose. Es hija de la época y el sentido lo obtiene de la circunstancia cultural. Borges lo supo decir mejor que nadie. El olvido ajusticiará, es la única venganza y el único perdón. El crítico se anticipa, obviando muchos libros, por no atenderlos. La mayoría no podrán recobrarse de esa invisibilidad, o de no haber encajado en un lenguaje concreto, país o década, y no resurgirán al cabo de unos años, ni al de siglos, rescatados y descubiertos por quién sabe qué Blade Runners literarios. La del crítico es una tarea particular, solitaria si cabe, pero se encuadra en una corriente también y no es ajena al poder cultural, a ideologías, a intereses universitarios, a las mafias literarias, a los grupúsculos de amigos y a todo lo que envenena los cánones. La mayoría de los críticos senior han vivido

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obcecados en la insensibilidad, por eso de que pudiera darles un aire de suficiencia, y es lógico que se les haya acusado de personalizar el rencor dirigiéndolo hacia determinados libros, y de cierta perversa arrogancia, si no de indiscreción y grosería. Pero el crítico puede y hasta debe ser zafio, un agente incómodo y malvado, si el fin es útil y el asunto sobre el que se habla es tan serio como la propia grandeza de la literatura que está, se supone, defendiendo. Entiendo que es la característica que los hace más fiables o, al menos, independientes. ¿Para qué mostrarse neutros, cautelosos, dar ejemplo de cordial civismo? ¿De qué sirve la crítica amable si no es auténticamente elogiosa, si no se percibe entre bambalinas la pasión de un lector encaprichado con ese libro, devoto ya de él con la primera lectura, su entusiasmo acérrimo y fogoso? ¿Y si una crítica nos aleja de un libro que podría ser clave en nuestras vidas, por seguir el criterio de aquel que, en la jerarquía de la gran institución literaria, asume, supuestamente, una responsabilidad orientadora? ¿En qué momento alguien se desmarca y establece como autoridad, opinión indiscutible, provechosa para el lector general? Y si no es así, ¿cómo podría entenderse en el crítico la naturaleza de su utilidad? También el catedrático de letras (o artes), aunque su puesto lo haya defendido por cauces seguramente más burocratizados que el crítico, parece erigirse en elector y acusador, en agente empoderado. ¿Podemos, con todo, pensar que el profesor se limita a enseñar lo que ya otros han plasmado o sugerido y sigue unas directrices claras y seguras, de común acuerdo o incluso en las que no tiene ninguna participación activa? ¿Pensaremos que es objetivo, que no decantará las asignaturas en función de su criterio, incluso aunque no medie en ello nada más que el gusto personal? ¿Y si un libro lo aborrecemos sólo por el hecho de sentirlo impuesto, porque no nos permiten acceder desde el criterio propio, la inocencia y el primer des-


lumbramiento? Lo admito, tuve suerte con Borges, Poe y Kafka: nadie me los recomendó. En casa (en una casa sin libros apenas) había un ejemplar de Ficciones, la típica edición de quiosco, todavía con el precinto de plástico transparente, y yo lo estrené. Si podía entonces captar o no la magnitud de aquello que leí, es lo de menos. Importa el descubrimiento y el que fuera por mí mismo, sin mediaciones. Y que ello decantara mi literatura y, a la vez, mi visión del mundo. No fue el único libro al que le acabé doblando casi todas las páginas, desluciéndolo con mina de lápiz (difuminada con los años, puso una capa neblinosa sobre algunas palabras). Con mano salvaje, los marcaba, curé aquellas páginas con subrayados. Con Poe, más de lo mismo; solamente puedo, de hecho, disfrutar de la edición de Alianza, la primera que leí, en la versión de Julio Cortázar. Destrozada, cerca de deshojarse. Cualquier otra, incluyendo la de Julio Gómez de la Serna, no la leo igual, me parece menor y hasta apócrifa. La crítica moderna (me refiero a este comienzo de milenio) se ha metamorfoseado en una escondida y falaz estrategia publicitaria y el escritor participa (o se ve obligado a hacerlo) directamente, moviliza al entorno, suscribe cada recomendación a lo suyo y la comparte. Se enmascara y anula, bastante, la labor crítica primordial. O se generaliza, porque cualquiera acaba resultando apto para enjuiciar. Lo que no está mediatizado por los poderes de los suplementos culturales (de contadísimos pliegos, cada vez menos poderosos) recae entonces en intereses particulares, y en escritores que deben favores a otros escritores. Hay una cantidad ingente de novedades que vienen anunciadas como obras maestras, casi cada semana; y nos hemos acostumbrado a pasar por crítica aquello que no lo es, al amparo del renombre, o de una fama pasajera, o de un valor que no está implícito en el contenido de lo que se dice sino en quién lo dictamina. Es imponente, en todo caso, el esfuerzo de la propia literatura por someterse a juicio.

Aunque el crítico ha perdido su inviolabilidad y, con ello, el respeto y el crédito. Una vez escuché decir a Abelardo Linares lo siguiente: «El buen editor ejerce de primer crítico». Y, en verdad, no faltan paralelismos. En el fondo, hacer crítica no debería ser muy diferente de apostillar, pintarrajear las páginas de los libros o los primeros manuscritos; espiar el texto, demolerlo, recortar y subrayar, ensuciándolo precisamente para alumbrarlo. El crítico como un lector atento, si no compasivo, sí obcecado. ¿Pero no ha de serlo todo lector, a poco que se lo proponga? Optemos, pues, como críticos, como lectores, por las marginalia — uso ese término porque así se titularon los ensayos de Edgar Allan Poe, que algo de todo eso tienen—. Aprovechemos los bordes blancos de las páginas. Lo confieso: dejé de sacar libros en préstamo de las bibliotecas por mi afición a devolverlos poco íntegros, por el miedo a la penalización de desvirgarlos. Los aficionados a las clasificaciones, a ordenar las bibliotecas por nombres o editoriales, los obsesivos del cuidado, los maniáticos de oficina sabrán perdonarlo. Un libro con una gran carga de garabatos, tachones y notas curiosas puede considerarse, estaremos de acuerdo, un laberinto irremplazable en sí mismo y hasta un género literario único. Kafka acostumbraba a invadir sus propios cuadernos en octavo de dibujos esquemáticos, aproximaciones crípticas a sus estados de abulia mental y de mayúscula angustia. Yo, muy a menudo, afronto las lecturas armado con un lápiz y tengo la costumbre y las ganas de molestar al libro, con notas innecesarias, vaguedades, pésima letra, como si lo hiciese para el regocijo futuro de bibliófilos. ¿Y si transcribiese mis pensamientos privados, el apunte en un inútil borde del papel, la broma inconfesable, delatora, a la crítica pública? ¿Y si lo hiciese de todos los libros, incluyendo los clásicos? Hay un filtro irrebatible entre lo que uno registra de manera rápida, del todo personal, y lo que el criterio público merece, porque esto último ya surgió cuidadosamente revisado. Quizás,

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E l ci e l o r a s o

no exagero, el ejercicio crítico más eficaz fuese airear las anotaciones del ámbito más íntimo, las de todos los escritores. Me fascinaría poder curiosear sin condiciones las bibliotecas ajenas, con la eternidad por delante. Y cuanto menos inmaculadas sean mejor. Buen tesoro de bibliófilo debieron ser las que quedaron escritas en los miles de volúmenes que acumuló Mark Twain, de quien se dice que no moderaba, en esa privacidad, la de su rincón de leer, la lengua viperina, su látigo mortal. De Charles-Augustin Saint-Beuve (fallecido en 1869) se publicarían, con el consentimiento que da haber muerto, Mis venenos (en castellano, Artemisa, 2007; la primera edición, sin embargo, es de 1926). En el prefacio leemos lo que es casi una disculpa, porque él mismo ya era consciente de lo polémico que podría ser que esas reprobaciones y dictámenes vieran la luz. Los calificativos y las apreciaciones no eran para usarlas en sociedad y por eso se muestra del todo sincero, porque habla para él solo. También aporta matices al espectro de su oficio como crítico: «Me resulta casi imposible escribir sobre los principales autores de mi tiempo; desde hace un tiempo me dedico a juzgar no ya sus obras sino su persona misma; […] afecta demasiado al hombre para que se imprima cuando todavía estamos vivos». ¿Cómo actuaría yo si me tocase ser crítico de otro siglo, si cayese en mis manos Ada o el ardor? ¿La valoraría positivamente? ¿Y a Zane Grey o a Pearl S. Buck? ¿Valdrían como reprimenda mis observaciones en un costado del texto? Quizás no. Muchas veces son reescrituras de algunas frases que me han interesado, ideas que se me ocurren al ir leyendo y divagar. Leo los Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau, y me da por compararlos con los poemas de Francisco Pino. ¿Es eso una crítica negativa, voy en su contra? Rara vez disfruto reseñando, salvo que sean libros de escritores recuperados, o lejanos en el tiempo y el espacio. Y ni aun así. Cuando tuve que escribir sobre el amenísimo libro de crítica de Szymborska, Correo literario (Nórdica, 2018), tuvo que pasar tiempo, un año al menos, para poder releerlo, sin que mediase ya ningún compromiso, para profundizar, reírme con él, discutirle ciertas opiniones con criterio meramente personal o literario. Me pasó con Mary Ann Clark Bremer, escritora de la que soy un absoluto incondicional, y hasta con Cărtărescu. Llegaron las relecturas y ahí sí, lo pasional, la exclusividad del ensimismamiento en una lectura única y no compartida. Max Aub apostaba por ser radical: «La crítica no sirve para nada, absolutamente para nada. Un arte al

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Aitor Francos. Fotografía cedida por el autor ©

que le sirviera de algo la crítica sería cualquier cosa menos arte». Virginia Woolf, en su magnífico panfleto Reseñar, publicado por Hogarth Press en 1939 y recogido en castellano por Abada, en Leer o no leer, y otros escritos (2013), se pregunta: «¿Por qué molestarse en escribir reseñas o en leerlas o en citarlas si al fin y al cabo el lector tiene que decidir la cuestión por sí mismo?». Pidámosle al crítico que se limite a señalar, pero que no haga más, que rodee con un círculo aquello que le entusiasmó. En Papeles para envolver lecturas, igual que en los Ensayos bonsái, sin pretensión crítica alguna, Fabián Casas eleva cada comentario, cada mención y autoconfesión a un altar; es tan clara la devoción, se advierte con tal ímpetu lo que ese escritor al que alude ha supuesto en su vida, su experiencia subjetiva con un libro, que eso ya funciona como resorte, porque de inmediato despierta en quien lo lee el deseo de búsqueda y de aproximación a lo citado. Me sugestiono rápidamente con este tipo de textos: una opinión encontrada en algún diario de José Luis García Martín (y no tanto sus exhaustivas y ácidas reseñas) o en una de las entradas del diario de Ignacio Peyró. O ante tal libro que cita de soslayo Paul B. Preciado en una de sus conferencias. Ese poder para influir no es comparable con nada y es lo que más se parece a una conversación entre amigos, a una tertulia donde el maestro tiene la ocasión de advertirnos sobre lo que supuso para él un Dickens o una Maya Deren. El escaparate es amplio. Así pues, en adelante, a poco que me veáis ordenando un poco mi biblioteca, pensad que ese es también otro modo que tengo de ejercer la crítica.


L a vi d a b r e v e

Un mapa en el techo de tu habitación Ana Fabregat

Descifrarte como si fueras un mapa. Eso has dicho. Mientras lo hacías, has puesto unas llaves sobre mi mano y te he visto sonreír. Y yo, que no sabía qué contestar, he asentido con la cabeza, con los ojos muy abiertos, escuchándote, porque las palabras se atascaban al salir y me he quedado muda, o medio tonta, o no sé, pero callada. Unas llaves. Luego me has cogido de la mano y hemos caminado juntas hasta el portal. Calladas los dos. Tu portal. El nuestro ahora, porque vendremos aquí cada día como hacen las novias, o las amigas, o las amigas que no saben lo que son y que quieren descifrarse. No sé mucho de mapas. Si cojo uno, le doy la vuelta varias veces y trato de situarme, pero me cuesta entenderlos. Como cuando me hablan en inglés, que intento traducir cada palabra hasta que noto que no me da tiempo, y me rindo, y solo escucho la melodía, y entonces sí lo entiendo todo. Contigo me pasa parecido: mi novia inglesa. Suena bonito. A mí me suena bonito. Qué importa lo que piensen los demás. Sí. Eso has dicho, flojito, casi como un susurro, mientras te acercabas a mi oreja hasta rozarla. Y yo temblando, con una sonrisa tonta y la mano apretada con las llaves dentro. Tendré que cerrar los ojos para escuchar tu música y así no tener que traducirte. Porque con música es distinto, y todo es más fácil. La de tu voz ahora. La abuela dice que yo jugaba con llaves de niña, tan teatrera, y que a veces, cuando estaban de regañina, canturreaba y fingía que abría puertas, poniéndome la chaqueta para que creyeran que me iba. No me acuerdo de entonces, pero ella lo cuenta y se ríe, y me hace cosquillas para que haga memoria. A veces me canta. Se sabe muchas de las de antes. Dice que eran como un cuento. Y le doy la razón, y asiento, agarrándole la mano, como a mi novia inglesa, aunque con ella no se me atasquen las palabras. También puedo descifrarla, a la abuela, pero es más teorema que mapa. No es que yo sea un hacha en matemáticas, pero cada día, cuando viene a despertarme o me prepara el desayuno, intuyo en su cara si está triste o no, como una fórmula que no falla. Y gesticula con las manos si se pone nerviosa, y se muerde el labio de abajo cuando se le ocurre algo. Lo del mapa será parecido. Descifrarme. Eso has dicho. Mientras ponías tus llaves en mi mano. Las nuestras ahora. Y me he sentido importante. Sin estar segura de lo que significa, oírte silabearlo me hace sonreír. Aunque arrastres la ese porque se te escapa el aire entre los dientes de delante, separados, y aunque no me entienda con los mapas. La piel de los mapas. Los mapas de piel que descubren tesoros.

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L a vi d a b r e v e

Ana Fabregat. Un mapa en el techo de tu habitación

Puede que yo sea tu tesoro y por eso quieras encontrarme. Una vez también me sentí así y, aunque era canija, no lo he olvidado. Fue en la residencia. El abuelo me compró la luz. Para que no tuviera miedo, dijo. Y para que me acordara de él. Como si fuera fácil lo contrario. Desde que era muy pequeña, todas las cosas importantes las habíamos hecho juntos. También esa. La agarré con las dos manos para ponerla sobre la mesilla y, de repente, el techo blanco de la habitación se llenó de estrellas de colores de todos los tamaños. Después, ya no volví a verlo. Se le acabaron las pilas, como a las luces, y se apagó para siempre. La abuela se quedó mirándome desde la puerta y no dijo nada. Sonreía. Estuvo un rato así, hasta que la oí alejarse por el pasillo, como si arrastrara un bulto muy pesado. Aquellos días le costaba moverse y casi no levantaba los pies del suelo, mirando hacia abajo, cada vez más encorvada. Y aunque yo le preguntaba qué estaba pasando, al contestarme lo hacía con rodeos, con agua en los ojos que los volvía más oscuros y los hacía brillar. Que iba a hablar con los médicos, para informarse. Y se alejaba por el pasillo. Los médicos. Ellos no saben de luz, ni de estrellas de colores, sólo de datos disfrazados con palabras que no me sale pronunciar y que arañan por dentro. Yo no tenía miedo entonces. Imposible cuando él me daba la mano. Pero la soltó a cambio de una estrella de color, o de mil, y me repitió que me acordara. Después ya nada fue igual. Creo que ella sí lo tenía. Miedo a la oscuridad, a que también se le acabaran las pilas o a dejarme sola. Por eso arrastraba los pies. Y no sabía interpretarme, aunque lo intentaba. El abuelo era distinto. No le hacía falta adivinar nada, porque a su lado me volvía transparente y sabía dónde pisar. Ese debe de ser el quid de los mapas: poner los pies en el camino justo para llegar a donde quieras. Y hacer planes sobre los sitios a los que ir, mirando al techo, que ahora está lleno de estrellas de colores de todos los tamaños porque el abuelo dijo que me acordara de él y que no tuviera miedo. Por eso me gusta tanto que silabees para mí con el aire escapándosete entre los dientes y que tengamos unas llaves a medias. Porque me siento importante si tú desentrañas misterios mientras miramos al techo o canturreamos una canción. Y porque me gusta tener una novia inglesa que me acompaña al portal y quiere saber más cosas. Nuestras cosas. A la abuela le vas a gustar. Descifrarte como si fueras un mapa, eso has dicho. Y he sonreído. Después hemos subido los peldaños de dos en dos y has esperado que yo abriera la puerta. Hay un rollo de papel envuelto sobre la mesa con mi nombre garabateado con rotulador. Lo abro nerviosa y te ayudo a pegar el mapamundi de dentro en el techo de la habitación, entre risas, subidas a dos escaleras improvisadas a los lados de la cama. Tú, apilando libros sobre un taburete en postura de circo y yo venciendo el vértigo mientras me explicas todos los sitios que conoceremos juntas. No paras de hablar. Yo sólo te miro con mi sonrisa tonta. Cuatro chinchetas en las esquinas y otra en el centro para sostener un proyecto de ruta, para sostenernos. No me había subido a una escalera desde que pintamos la casa de Rubén. Sólo tenía que acercarle el cubo, pero a partir del segundo peldaño, sin contarle mis vértigos, me empezaron a temblar las piernas, resbalé y acabamos los dos sobre los plásticos de la tarima, embadurnados de una pintura cobalto que tardó varios días en desaparecer de mi pelo y de mi piel. Dijo que estaba guapa así, nos reímos y fingí que no me importaba, aunque a la mañana siguiente me salieran ronchas rojas por los brazos a fuerza de restregar. Entonces me besó. Le dejé hacer, con los ojos cerrados, pero aquella lengua se parecía demasiado a los pececillos naranjas que el abuelo tenía en la casona de Algorta y cuando pensé en ellos salí a toda prisa balbuceando nosequé y bajando los escalones de dos en dos. Debió de sonar a excusa absurda, porque no me volvió a llamar.

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Lo del mapa me parece original, el detalle más bonito que he recibido nunca. Además de mi lámpara, claro. Me gusta que lo compares con el patinaje en una calle recién asfaltada, aunque yo nunca haya caminado sobre ruedas, ni de pequeña. Empiezas por destinos cercanos: los que conocía de mis vacaciones de niña y alguno que inventas con apelativos imposibles. Porque sólo existe lo que tiene nombre, susurras, y yo abro mucho los ojos y asiento, sin dejar de mirarte, aunque no sepa cómo pronunciarlos, feliz en la aventura de sentirte mía. Cuánto insistes en eso: mía. Porque las dos somos de la otra y nada más. Nadie más. Como hace calor, las costas españolas. Atrezzo de toallas y bikinis, ruido de olas de fondo y un pulverizador con el que refrescarnos y que sirve para empezar guerras de agua y firmar armisticios de besos. Poco a poco, tu habitación se convierte en el lugar favorito de mi universo. La nuestra, porque compartir es vivir. Y mientras, por un camino a estrenar, patinando de la mano y conduciendo sin carnet. A la abuela no le entusiasma la idea de no tenerme cerca, pero me ha comprado un puntero láser para que marques las carreteras de papel, un altavoz al que sólo tienes que pedirle que te busque una canción y calcetines de andar por casa con bolitas de silicona en las suelas, que los niños se constipan por los pies y nosotras, para ella, no hemos dejado de serlo. Me conoce bien, aunque tú insistas en que no hemos cortado el cordón umbilical. Tampoco mis amigos entran en tus planes. No los necesito teniéndote a ti con hoja de ruta y un suelo recién asfaltado para aprender a patinar o para viajar a sitios a los que no he ido nunca. Y voy cortando ese hilo con ellos también para que me sientas tuya. Y mía. El otoño llega sobre sábanas de franela con hojas y frutos pintados por los bordes a ritmo de blues. Echo de menos las canciones de amor, las de antes. Me cuentas que en la selva de Irati habitaban elfos y que en Zugarramurdi hicieron caza de brujas a principios del siglo XVII. Yo sólo te miro. Con el frío aparecen los primeros baches. Carreteras empinadas y curvas que a fuerza de deshielos bajo el edredón hacen socavones de silencio. Solas tú y yo. Pierdo el vértigo a medida que tomamos distancia. Apenas sé de nadie ya y las llamadas con la abuela se han ido espaciando hasta que nos congelaron la voz. Pero conocemos los Alpes, Noruega y Alaska mientras eliges canciones y apagas mi móvil para que te preste atención, subida a un iceberg más alto que las dos juntas. Tuya, sólo tuya. Mía también. Esta noche, durante la tormenta, mientras cuento el tiempo entre rayos y truenos para saber si se acerca o no, ha caído una gota del techo, y luego otra, y otra más, formando una hilera sobre la pared de la esquina. No hay música de fondo, tú duermes y yo no dejo de mirar hacia arriba, los ojos muy abiertos. Al ver que el papel se arruga por los bordes, me entra una congoja tonta y ya no me puedo dormir. Empiezo a llorar también, primero suave, después con hipidos y con mocos. Y los truenos cada vez más cerca. Te despiertan mis sollozos y te pido mi móvil para llamar a la abuela. Me lo das sin una palabra. Y cierro despacito al salir, sin llaves, bajo los peldaños de uno en uno, pensando en mi lámpara de niña y mareada con tanta curva.

Ana Fabregat nació en Madrid en 1967 y, aunque estudió Informática, siempre ha estado relacionada con el mundo de las letras. Trabajó comentando textos para niños en la editorial Bruño, ha sido ganadora del certamen de relato corto de Cicera (Cantabria), segundo premio en el certamen de relatos cortos del Ayuntamiento de Huesca y finalista en varios certámenes literarios. Ha sido alumna del Taller de Escritura de Enrique Páez y, posteriormente, de la Escuela de Escritores, en la que también imparte cursos en la actualidad, de escritura creativa y de relato. Ha publicado varios cuentos en las antologías de relatos La Cosquilla molesta, Leí el diario de un extraño, ¡Basta de comedia!, Tusitala, Baraka, El efecto Hawthorne, Es raro olvidarlo todo y Doce maneras de mentir. En 2019 ha publicado su primer libro de relatos en solitario, Como un hueso de cereza, con la editorial Adeshoras.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Kalton Harold Bruhl Recuerdos Se conocieron en el jardín de infantes. Él recordaba la escena como si fuera un cuento de hadas. Luces, música de violines, movimientos ralentizados. Desde ese momento me enamoré de ti, decía. Ella reía. No exageres, éramos un par de niños. Es la verdad, decía, y la besaba suavemente. Compartieron sueños y, sobre todo, promesas. Nada podría distanciarlos. Se separaron al terminar la secundaria. Ella obtuvo una beca para estudiar en el extranjero; él consiguió un empleo de medio tiempo y el ingreso a una universidad cercana. Se escribirían todos los días y, cuando terminaran la universidad, se casarían. Al principio, las cartas fluyeron como un torrente que se escapa de un dique. Sin embargo, el tiempo se encargó de reparar la grieta. Ni siquiera se dieron cuenta de quién fue el primero que dejó de escribir. Ambos hacen un repaso de sus vidas. Él se divorció un par de veces y ahora que se ha jubilado ha decidido recorrer el país en su auto. Ella terminó su doctorado, publicó varios libros y hace poco perdió a su esposo. Es extraño, pero justo en ese momento, los dos se preguntan cómo hubieran sido sus vidas si no se hubieran separado. Daría cualquier cosa por volver a verla, dice él. Me encantaría que charláramos como lo hacíamos antes, piensa ella. Ambos suspiran y se dejan arrastrar por una cálida corriente de ensueño. Justo en ese momento tienen el presentimiento de que muy pronto volverán a encontrarse. Ellos no lo saben, pero su presentimiento está a punto de volverse realidad. Es una lástima que estén tan distraídos, pensando el uno en el otro, y no tengan la oportunidad de pisar el freno de sus autos. Memorias La puerta se abre despacio. Tú permaneces en el umbral, pero tu perfume ya se ha abalanzado sobre mí. Cuento tus pasos. Ahora estás al pie de la cama. Tu rostro se ha endurecido. No me hace falta verlo. Unos pasos más y escucho el roce de tu falda al sentarte. Acercas la silla y los reproches se intercalan con largos silencios. Cada día recreas una escena diferente. Mi indiferencia durante la cena de uno de nuestros aniversarios. La noche en que alargaste una mano hacia mi entrepierna y me di la vuelta y fingí roncar. Has guardado cada instante tras las paredes de tu memoria. Te imagino ahora derribándolas todas con un zapapico mientras los recuerdos caen al suelo y tú vas juntándolos con infinita avaricia. Te levantas de golpe y te marchas sin decir adiós. Yo sigo en la misma posición que he tenido durante los últimos años y vuelvo a pedir, con todas mis fuerzas, que por fin mañana encuentres ese recuerdo que te impulse a desconectar el respirador. Los olvidados En este lugar lo único constante es el sol que cuartea el suelo y la desesperanza que nos cuartea el alma. Muchos se han marchado ya, sin mirar una sola vez hacia atrás, y sin llevarse nada más que la ropa que llevan puesta. Habíamos olvidado los sobresaltos hasta que Petronila, la que fue mujer del último sacristán, nos llamó a gritos desde la iglesia abandonada. Cuando llegamos nos señaló el crucifijo vacío. Nadie se impresionó ni siquiera al ver la inscripción, escrita a fuego sobre la madera, y en donde se leía que Él no podía habitar en un lugar donde no existía la fe. Todos nos miramos a los ojos y luego nos reímos por lo bajo, porque lo sorprendente no era que se hubiera marchado, sino que se hubiera tardado tanto en encontrar una buena excusa para hacerlo.

Kalton Harold Bruhl (Honduras, 1976) es ) es premio Nacional de Literatura «Ramón Rosa» y miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, correspondiente de la Real Academia de la Lengua.

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El castillo de Barba azul

Poemas inéditos

Jordi Doce DECIR estos árboles me apaciguan es hablar un idioma antiguo en el que los efectos se enhebran a las causas y esta chiquilla puede pintar en la explanada —una casa con árbol, la familia feliz— con tizas de colores que la lluvia no tardará en borrar. Decir entre dolor y calma como quien oye el ruido de sirenas y agradece estar lejos, en la tierra de nadie del camino. Y las vías del tren, el olor dulzón de la marihuana que unos muchachos se intercambian en la sombra, son líneas de fuga que la mente baraja para escapar de sí, aunque no pueda. Confiar en el tiempo es confiar en su paciencia, los limos de la duración. Y todo es avidez de un orden habitable, verosímil, el hila que te hila de la sangre mermada. Como el aire se impregna de humedad para que digas: aire, transcurso o la belleza de los todavías.

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El castillo de Barba azul

ESTA distancia es necesaria para vivir. En la pared del ojo rezuma la humedad, el moho idiota de los buenos propósitos, los viejos designios. Y oyes ruidos en la bajante, cañerías que rechinan en la tiniebla, no sabes dónde. Es un juego de poleas, la sintaxis liviana de la gruta. El lagrimal conversa con el hígado y escruta en las sentinas donde fermenta lo que fuimos, el azúcar de los dilemas. Por una vez no hicieron falta lecciones. Nuestra vida es imprevisible. Para decir se necesita esta distancia.

LA CURVA del dolor se desprende a hurtadillas del árbol de la noche. Y aquí brilla, cercana, concluyente, en el suelo de las incertidumbres. No podemos apagarla. No hay forma de guardar esa hoja entre las páginas de un libro. Así la sangre rutinaria se hiere en las esquinas: un estambre de espera, un filamento al rojo. La noche lo encendió. Desnudamente significa.

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Poemas Inéditos. Jordi Doce

A VECES he pensado que en el aire quedan las huellas de estos encuentros, la conversación, un enjambre de frases y palabras que descienden livianamente y al hacerlo se ordenan, se alinean sin prisa como ladrillos en el suelo: un zigurat verbal donde habita la médula del habla, el templo que debemos al dios de lo callado. Nadie nos dio permiso para entrar. No serán nuestros los pasillos, las terrazas solares, los secretos de su liturgia. La pirámide sólo responde ante la luz.


Y EN la casa, de pronto, hay una habitación que falta, que nadie encontrará porque no existe aunque ayer mismo estaba ahí y su puerta se abría sin cautelas, con el aire de los automatismos. Entrábamos y salíamos, así de fácil, y el ritual de los encuentros era un modo de hacernos más veraces, como viejos actores. Ahora buscamos esa habitación en sueños, en el recuerdo infiel, pero no está. La niebla la borró de este mundo y cuelga en el vacío de sí misma. Nos descuidamos un instante y no está, cayó muy lejos, al otro lado de esta voz. Entrábamos y salíamos sin darnos cuenta del peligro. De pronto, entre nosotros, la muerte se movió a placer, sin señal de advertencia, sin huella delatora: casa tomada.

Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde. Lecturas de poesía angloamericana (Saltadera, 2019), la antología En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2019) y La vida en suspenso. Diario de un confinamiento (Fórcola, 2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

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Ein s t e in o n Th e B e a ch

Extrañamiento y pulsión utópica en la novela de campus Por Víctor Atobas Imagina un campus universitario donde los estudiantes pueden expresarse libremente, contando con tiempo de sobra para realizar trabajos, preparar exámenes y presentaciones, así como para llevar a cabo otras actividades más lúdicas. Los estudiantes se reúnen con sus compañeros para salir de fiesta, disfrutando de una sexualidad sana y sin tapujos, bailan y se enredan unos con otros. Debaten sobre la situación del país, pero no tienen que preocuparse por el jefe ni por la marcha de la empresa donde trabajan; no tienen empleo. No temen quedarse sin dinero porque saben que sus padres seguirán apoyándolos. Sin embargo, cuando escriben novelas de campus, articulan personajes que no son libres, lo que contradice la imagen idílica de la vida universitaria, que vería a esta como un periodo transicional que carecería de las imposiciones propias de la edad adulta; como un periodo de libertad. Es decir, si consideramos a toda literatura como acto socialmente simbólico que proyecta una actitud y que no sólo expresa tendencias sociales, sino también contradicciones sociales de una determinada situación histórica —la postmodernidad, en nuestro caso—, entonces cabría que nos preguntáramos por qué motivo los personajes de las novelas de campus no son libres. En la literatura de campus aparecen sistemas de personajes articulados de tal manera que ninguno de los actantes goza de las mieles de la libertad. Es en este sentido que podemos leer la ópera prima de Alberto Olmos, A bordo del naufragio (1998), que describe la vida de un joven universitario que sufre a pesar de haber salido del pueblo y el ambiente opresivo de la familia, como síntoma de las contradicciones a las que se enfrenta un

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estudiante hoy en día. Encontramos dos líneas narrativas distintas: la que corresponde al pasado biográfico es narrada bajo la forma de monólogos atropellados al estilo de Miller en los Trópicos; por otra parte, el presente en la ciudad se asemeja a una suerte de presente perpetuo en el que se narran las percepciones discontinuas de imágenes inconexas. Sin embargo, lo más característico de la obra es la manera en que está orientada hacia el futuro. El protagonista es un estudiante entregado a la desesperanza. Así, leemos en la novela de Olmos: «¿Qué deseas en este momento, aquí, rodeado de electrodomésticos y cochambre? Desear, lo que se dice desear, no deseas nada» (pág. 140); o más adelante: «...porque estás muerto entre la sombra y la espera muerto siempre y desde el principio no eres otra cosa que muerte» (pág. 142). Desesperado, el protagonista proyecta la nada hacia el futuro, quebrando la imagen del estudiante como persona que disfruta de la libertad. Lo que queremos destacar es que uno de los recursos de la novela de campus —género en el que podríamos incluir también La escoba del sistema (1987), de David Foster Wallace— es articular el sistema de personajes de manera que la trama pueda llegar a producir un efecto de extrañamiento en el lector, que percibe aquello que se esconde detrás de la imagen de la vida estudiantil como existencia libre. Tras el velo se esconde el trauma de lo Real: la competición, la pulsión tanática de aplastar al otro. Lo familiar se ha vuelto extraño, lo que había aparecido como natural se muestra sujeto a transformaciones históricas. Los personajes de la mencionada obra de Foster Wallace son estudiantes adictos a la competición, que se pasan de rosca con las drogas y que son incapaces de relacionarse de forma auténtica con sus compañeros del campus.


Aunque en La broma infinita (1996) —la obra maestra del norteamericano— podemos detectar una multiplicidad de tramas, destacaremos una en especial; aquella que discurre en la academia de tesis. Los estudiantes están descansando en una sala y Foster Wallace, en vez de narrarnos la unión de los jóvenes frente a los imperativos de las federaciones deportivas, los patrocinadores y los familiares, lo que nosotros habríamos interpretado como signo de la colectividad lograda —es decir, la huella del impulso utópico—; en vez de narrarnos eso, nos muestra la desesperación a la que conduce la lógica competitiva que rige a nivel social. Porque en las narraciones de este tipo, el campus es el mecanismo de cierre que el autor articula para poder figurar en términos alegóricos e imperfectos la totalidad del capitalismo. En la mencionada trama de la academia y los torneos de tesis, el narrador norteamericano logra representar la percepción que los estudiantes tienen del mundo colonizado por el neoliberalismo: cada jugador

es un sujeto que invierte en sí mismo y toma elecciones de forma supuestamente racional, adaptándose al medio en el que vive —un medio que es manipulado por la gubernamentalidad neoliberal, a través de incitaciones, promesas, controles, amenazas, anticipaciones o castigos, entre otros ejemplos—. En este punto debemos señalar que el género de la novela de campus entra en tensión, dentro de un mismo texto —como La broma infinita—, con otros códigos genéricos. Podríamos pensar que, si queremos detectar las huellas del impulso utópico en las novelas de campus, deberíamos fijarnos en los pasajes en que aparezca más claramente la fantasía, dado que el contenido del cuento de hadas es el propio proceso del deseo. Alguien pide un deseo, este se cumple y entonces la trama fantástica empieza a centrarse en las consecuencias indeseadas de ese cumplimiento. Sin embargo, podemos seguir a Jameson, quien sugiere la utilización de al menos tres métodos de interpretación del impulso utópico. Ahora no podemos extendernos en la forma en que Jameson articula las diferentes metodologías basándose en el pensamiento hegeliano de Bloch, pues lo que pretendemos es destacar que las figuras de la totalidad —que, como decimos, aparecen en las novelas de campus— pueden ser interpretadas como expresiones de la pulsión utópica si es posible detectar la figuración de cómo sería la colectividad en una sociedad utópica realizada. Por tanto, la búsqueda del impulso utópico no puede reducirse a los capítulos de las obras de estudio donde aparezcan los códigos de la fantasía, a pesar de que es en el cuento de hadas donde más fácilmente pueden hallarse los signos de la pulsión utópica. ¿Pero cuál es la obra literaria que más suele gustar a los estudiantes? Harry Potter no es una saga utópica,

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Víctor Atobas. Extrañamiento y pulsión utópica en la novela...

aunque como veremos podemos detectar las huellas del impulso utópico en esta obra que tanto amamos. Para quienes no se encuentren familiarizados con la saga, cabe destacar que Hogwarts es el campus que representa figuradamente la totalidad del mundo mágico. Hogwarts es un lugar celestial, donde los cuerpos humanos desarrollan su máxima potencialidad gracias a la utilización de la magia en sus diversas formas, pero también es un castillo oscuro y fantasmagórico que guarda la Cámara Secreta y que ha sido escenario de la formación del malvado Voldemort —personaje que podríamos vincular con Tánatos—. Es decir, Hogwarts contiene tanto las fuerzas positivas como las negativas, el Eros y el Tánatos. Los estudiantes son seleccionados por el Sombrero Mágico, que discrimina entre las distintas casas que, aunque al principio aparecen como los espacios idóneos para relacionarse de una forma no competitiva sino colaborativa con el otro, luego se desvelan como algo diferente. Y esto debido a que pronto aparece el mecanismo de los puntos; de esta manera, cuando un estudiante comete una infracción, la casa a la que pertenece pierde puntos y acaba siendo marginado por sus compañeros. En Harry Potter y la piedra filosofal (1997), se narra que Malfoy ha robado la bola de cristal de Neville, un estudiante inseguro pero con un gran corazón, a quien su abuela había regalado ese artefacto mágico denominado recordadora. Harry es capaz de mirar más allá de sus intereses individuales —situación que se repetirá a lo largo de la saga—; trata de recuperar la recordadora para su amigo, sabiendo del posible castigo, y lo consigue. Sin embargo, Hermione advierte a Harry: «No debes andar por el colegio de noche. Piensa en los puntos que perderás para Gryffindor si te atrapan, y lo harán. La verdad es que es muy egoísta por tu parte». Esto es, la ayuda que prestó al indefenso Neville se le aparece a la bella y estudiosa Hermione como un gesto egoísta. Pero es precisamente en este pasaje donde podemos detectar las huellas de la esperanza; Neville se sintió unido a sus compañeros percibiendo cómo sería la existencia en una sociedad utópica, donde los compañeros se arriesgarían por ayudar a cualquiera. Sólo cuando Harry Potter escapa al cálculo racional, que trataría de evitar los posibles castigos, es posible la expresión del impulso utópico.

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Concluyendo, las narraciones de campus se articulan de manera que la trama muestra lo que se esconde tras el velo de la apariencia de libertad; la sumisión a esos mecanismos de castigo o de clasificación, como los exámenes que los estudiantes mayistas quisieron eliminar. Este extrañamiento, en el que lo que parecía natural se muestra como sujeto a transformaciones históricas, puede vincularse con las huellas del impulso utópico que podemos detectar en las novelas de campus, en el sentido de que, cuando los mecanismos que niegan la realización de la colectividad de los estudiantes, la competición y el control que han aparecido en distintas escenas de la trama; cuando esos mecanismos son rehuidos —por ejemplo, por Harry Potter arriesgándose a ayudar Neville— es precisamente el momento en que aparece la figura de la colectividad utópica de los estudiantes, en la que un compañero —llamado Harry o no— nos ayudaría sin importar los posibles castigos, a partir del reconocimiento de lo común: la condición de estudiantes.


Helena o el mar del verano en Joan Perucho Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda En la vigilia del día de Sant Jordi del año 1953 la editorial barcelonesa Quaderns de Poesia i Crítica Atzavara publica el libro de narraciones Diana i la mar morta de Joan Perucho, en una tirada de doscientos veinticinco ejemplares numerados. En palabras del propio autor, es «un petit llibre intranscendent que he escrit en el més pur somnambulisme. Vull dir, sense saber el què em proposava». Se trataba de la primera incursión en la narrativa del poeta barcelonés. Antes habían aparecido dos libros de poesía, Sota la sang, publicado por Carlos Fisas en 1947, algunos poemas aparecidos en la revista Curial, y Aurora per vosaltres, editado por Óssa Menor en 1951. Carles Riba se refiere a este último conjunto de poemas como «plens de vida, d’una vida que no precisament imita la de l’exterior cap on sembla —només sembla— que sonin. És més aviat una vida que es defensa d’aquest exterior i que, defensant-se, es coneix i que, vencent per la coneixença, es resigna». Y ese será el principio que aplique a su narrativa posterior, como en las novelas Llibre de cavalleries o Les històries naturals. Julià Guillamon, escritor, periodista, y gran conocedor de su obra, señala que «Perucho converteix el maravellós en el centre de la seva literatura, i les referències al real, que constituïen l’objecte de les proses d’evocació del passat que habia escrit primer, es redueixen». Son «admirables empresas de fundación de una posible narrativa fantástica catalana», según Pere Gimferrer. En el prólogo a la primera edición, Perucho trata de precisar qué es para él Diana i la mar morta: «Em sembla que té un aire mig de faula i mig d’experiència personal». Tiene dudas incluso de a qué género literario pertenecen esos escritos en prosa: «... ara, a quin punt és equidistant de la poesia o de la narració? No ho sé».

Un año antes, en la primavera de 1952, Julián Ayesta publica Helena o el mar del verano. En una carta al editor, que recoge la revista Ínsula ese mismo año, reflexiona sobre el carácter de su obra: «En cuanto al contenido, son unas cuantas narraciones que componen juntas una especie de canto. ¿Cuento o novela? A lo que más se parece es a un poema […]. O si se quiere, es una novela en la que se hubieran suprimido todos los capítulos no fundamentales». Las narraciones de las que habla el escritor gijonés fueron apareciendo en revistas de los años cuarenta —Garcilaso, Finisterre o Cuadernos Hispanoamericanos— y reunidas, con muy pocos cambios, por Julián Ayesta en colaboración con su primera mujer, Alicia Holguín. Los dos conjuntos de narraciones —Diana i la mar morta y Helena o el mar del verano— están dentro de aquella categoría que el filósofo Serge Doubrovsky calificaría en los años setenta de autoficción, es decir, «la ficcionalización de la experiencia vivida», en palabras de Vincent Colonna. Juan Ramón Masoliver, en una reseña a Diana i la mar morta, habla de «pueblos de la costa y tipos del país, recuerdos de infancia y ambientes de la época se envuelven en una vaga atmósfera, son sugeridos con una frase o sirven de palanca para una alusión: para entrar en el mundo del ensueño». Carlos Pujol, en ese ensayo-homenaje titulado «Juan Perucho. El mágico prodigioso», se refiere a sus narraciones como «notas para unas “memorias de infancia”, un piccolo mondo antico compuesto de finísimas estampas de ambientes, momentos y rememoraciones del pasado, de la niñez, la patria común a todos». Estas palabras podrían definir muy bien la obra de Julián Ayesta, quien, como señala Ponç Puigdevall, «fa parlar poèticament la memoria». Joan Perucho y Julián Ayesta se habían conocido, a través del poeta Francesc J. Mayans, en el Madrid de

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Eduardo Suárez Fernández-Miranda. Helena o el mar del verano...

mediados de los años cuarenta. Perucho preparaba oposiciones para ser juez y Ayesta para la carrera diplomática. Compartían residencia en el Colegio Mayor César Carlos, institución que albergaba en aquella época, según recuerda Pedro Laín Entralgo, «una treintena de universitarios, heridos por ese aguijón raro y exigente que llamamos vocación intelectual. No es más amplio que el hogar de una familia numerosa», y continúa diciendo: «ni menos cuidado que un club inglés. Sus habitaciones son sencillas y luminosas; tiene, además, una biblioteca, una minúscula capilla, un bar con chimenea para leña, un lindo comedor con mesitas redondas, de bella línea. Los que allí residen viven en alegre y disciplinada comunidad». ¿Pero qué hay de Julián Ayesta en la obra de Joan Perucho, especialmente en Diana i la mar morta? El propio Perucho, en una entrevista para La Vanguardia con ocasión de la publicación de Fabulaciones —una recopilación de parte de sus narraciones traducidas al castellano—, reconocía esa influencia: «Los primeros textos que escribí en prosa, que titulé Diana i la mar morta, estaban inspirados en Helena o el mar del verano de Ayesta, que es un libro maravilloso, muy poco conocido». El escritor barcelonés siempre mantuvo la obra de Julián Ayesta viva en su pensamiento. En muchos artículos y entrevistas lo recordaba, y en su columna «El arquero dubitativo» de La Vanguardia señalaba que «nunca podremos olvidar […] el impacto que nos prodigó la confrontación inicial de Helena o el mar del verano, tan elogiado y tan en la memoria de todos». Sin embargo, la crítica, al analizar Diana i la mar morta, no siempre ha visto un precedente en la novela de Ayesta. En este sentido es curioso el texto de Josep Maria Espinàs que aparece en el ensayo Cita de narradors publicado en 1958. En él, supone editada la obra de Julián Ayesta con posterioridad a la de Joan Perucho, y atribuye la similitud del título a una simple coincidencia. Assumpció Bernal, en un interesante prólogo para la reedición de Diana i la mar morta publicada por Edicions 62 en 2003, niega la relación entre ambas obras y afirma que está «concebut, tant pel que fa a la tècnica com a la resolució de la prosa, des d’una perspectiva molt distinta». En la introducción a la obra de Perucho, «Amb la tècnica de Lovecraft», Julià Guillamon, al referirse a Diana i la mar morta señala que el «volum s’articula com una galeria de suggestions i d’imatges. L’escriptor evoca moments preciosos, crea —i aquest aspecte és també fonamental en l’obra d’Ayesta— atmosferes ten-

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ses, on es concentra, amb la intensitat d’un perfum, el temps perdut». Esta idea queda clara en los siguientes fragmentos. El primero corresponde al capítulo titulado «Tarde y crepúsculo» de Ayesta: La luz de la tarde era densa, dorada y azul y negra. Una luz de terror misterioso bajando de un cielo enorme y solitario. Había sobre los prados un sopor, una bruma caliente de chicharras y grillos, y muy alto, altísimo, volaba planeando un milano.

El siguiente corresponde a «El riu» de Perucho: A la primavera, els dies eren clars i diàfans, i no se sentia sinó el crit d’alguna merla o d’algun estornell. Després del bany, ens ajaçàvem sobre l’herba i atrapàvem pregadéus o bestioles menudes. S’aixecava un ventet dolç, i sentíem una deliciosa esgarrifança.

Constituyen estas líneas de prosa «otro ropaje de la palabra poética, es la misma poesía flexibilizada», como recuerda Carlos Pujol. En 2020 se celebra el Año Perucho, conmemorando el centenario del escritor. La barcelonesa Edicions 62 prepara la reedición de sus principales obras, así como la adaptación al cómic de su novela Llibre de cavalleries con las ilustraciones de Toni Benages y en colaboración con Julià Guillamon. Desde su aparición en 1962, Edicions 62 «ha estat pionera, a Catalunya, en la difusió dels clàssics de la literatura catalana», según refleja su página web. La editorial Edhasa, uniéndose a la celebración, reeditará Las historias naturales, que forma parte de su catálogo desde 1978, y Trilogía Mágica, además de la publicación de Las aventuras del caballero Kosmas y Botánica oculta. En el otoño de 2001 el periódico El Comercio de Gijón organizó un homenaje en el Museo Evaristo Valle para recordar a Julián Ayesta. Asistieron José Manuel Bonet y Joan Perucho. El escritor catalán pudo cumplir su deseo de depositar un ramo de rosas ante su tumba de Somió. Años antes lo había hecho en la sepultura de Poe; así lo recuerda: «Después de pronunciar una conferencia en Baltimore, tomé, con mi mujer, la iniciativa de colocar un ramo de rosas en la tumba de Edgar Allan Poe. […] El espíritu de Poe expresaba su reconocimiento haciendo desprender una hoja de un olmo que acompañaba su sepultura y me la depositaba encima de mi cabeza. La tengo ahora enmarcada en Barcelona».


El holandés errante

Vivir enfrente (Segundo edificio) Texto y fotografías de Álex Chico

El poeta chileno José Ángel Cuevas escribió que «Santiago es una ciudad que olvida todo». Por eso propone hacer recitales en lugares recién demolidos. Me parece una buena opción, porque demostraría cómo la escritura y el territorio ocupan un espacio común, una atmósfera que los reúne y les invita a prolongarse. Así llegamos a entender aquella frase de Oscar Hahn: «sólo quedó en mis manos la forma de su huida», escribió parafraseando a Juan Ramón Jiménez. Esa es la narrativa de muchos edificios de Concha y Toro o del barrio Brasil. Y de otros tantos en los que pensamos mientras

recorremos la zona, imaginándonos en El Vedado de La Habana o en el Raval de Barcelona. Espacios que siguen en pie pesar de todo y cuya frágil consistencia, debido al desinterés y el abandono, nos dan la medida exacta del mundo que queremos. Lugares, en definitiva, que enlazan pasado y presente, como definió a los territorios literarios la autora santiaguina Lila Díaz: «Para mí un lugar poético también es todo aquel lugar que me permite generar un nexo, un contacto especial y que modifica mi percepción». En el fondo, hablamos de emplazamientos que, de una manera u otra, nos

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Álex Chico. Vivir enfrente (Segundo edificio)

cambian la vida, porque no salimos ilesos después de haberlos visitado. Una geografía oculta y escondida entre la atonía de algunas ciudades. Cuando los identificamos y somos capaces de escuchar lo que nos cuentan, sabemos que por fin hemos habitado un territorio, como sucede en los edificios de Concha y Toro o en una calle no muy lejana, volviendo de nuevo hacia el norte. El número 38 de la calle Londres también guarda una historia. El barrio París-Londres parece formar parte de una ciudad distinta. Junto a otros lugares próximos, como el parque Forestal, el cerro Santa Lucía o el museo de Bellas Artes, esa zona elegante nos recuerda «una cosa francesa de finales del XIX, principios del XX, de este país que miraba hacia Europa», siguiendo unas palabras de Diego Maquieira. Pienso en estas palabras mientras bajo por la calle Londres, desde la iglesia San Francisco de Alameda. Los tramos adoquinados, el paseo apacible o la armonía de las terrazas aisladas del ruido, como auténticos oasis, pueden llegar a confundirnos, porque ese mismo lugar fue uno de los epicentros de la barbarie. Lo explica Rodrigo Olavarría: «Cualquier persona podría decir: esta calle es preciosa. Y es verdad, es bella, pero tiene un karma horrible: ahí había una casa de tortura donde mataron a gente del MIR». Esa casa de tortura ocupa el número 38 de la calle Londres. La visité un par de veces, porque en ella se guarda una parte de la historia de Chile y su reencuentro con esa memoria ignominiosa sigue conmocionándonos. Más incluso que otros museos dedicados a décadas de tortura, como el de la Memoria y los Derechos Humanos. Sería una exageración escribir que aún se oyen las voces de los que fueron conducidos hasta allí, detenidos, torturados y asesinados por la DINA, la Dirección de Inteligencia Nacional creada por Augusto Pinochet dos meses antes del golpe de Estado. Digo que tal vez sea una exageración y sin embargo sé que no es difícil percibir algún eco: en las paredes desnudas, en las habitaciones de los interrogatorios, en el escaso mobiliario, como si conservaran el esqueleto de un bárbaro sin escrúpulos. Algunas grietas nos permiten ver las salas contiguas. Es así como observamos el pasado: por una brecha que alguien ha abierto para que imaginemos el dolor ajeno. Y nos llega de esa forma, disminuido, porque nos avasalla. La conmoción, si no se atenúa, puede conducirnos al derrumbe. Retengo la inscripción de una de sus paredes: «La actividad de hacer memoria que no se inscriba en proyecto presente equivale a no recordar nada». Otra

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vez el pasado para entender de dónde venimos y, sobre todo, para advertirnos del lugar al que queremos seguir avanzando. Con el conocimiento que otorga saber lo que pasó, porque sin esa información estaremos un poco más indefensos frente a la barbarie. Por eso la calle Londres es un buen ejemplo. Conviene rastrear lo que queda detrás de las fachadas y motivar la reflexión constante. Quizás no sea un emplazamiento tan emblemático como el palacio de La Moneda, pero su carga histórica y emocional está a su altura. Las notas a pie de página configuran el discurso previo, lo amplían y dan su medida exacta. Si pienso en el golpe de estado del 73, es inevitable que me acuerde del asedio al gobierno de Allende, atrincherado en el palacio presidencial. Sin embargo, esa letra peque-


ña me lleva a un inmueble cercano, justo enfrente de La Moneda. Desde una de las ventanas de ese piso el poeta Bruno Montané vio los bombardeos. Me lo explicó él mismo una tarde, en Barcelona. Fue un testigo directo, mientras los aviones Harriots descargaban su munición sobre La Moneda. Luego vino el exilio, como tantos otros. En su caso, a Barcelona, previo paso por el DF, donde le dio tiempo a formar parte de esa broma literaria que Roberto Bolaño llamó «realvisceralismo». La letra pequeña de un suceso es la encargada de otorgarle humanidad, como si nos demostrara que eso que estamos viendo en una grabación o en una imagen ocurrió realmente. Cuando estuve en Santiago, hubo alguien que me lo explicó muy bien. Hablo de uno de los mejores poetas latinoamericanos vivos, Raúl Zurita, a quien conocí una mañana de agosto, en su casa de Los Españoles, cerca del cerro San Cristóbal, en Providencia. Fueron dos horas de charla amena, porque Zurita tiene una capacidad de seducción admirable. Es una persona lúcida, intuitiva, como buena parte de su poesía. Recuerdo algo que me dijo: «De las dictaduras se suele hablar del terror, del miedo, pero no se menciona la pobreza. La pobreza es una experiencia incluso más radical». Esa es la letra pequeña a la que me refiero, porque las golpizas, las torturas, los asesinatos y el exilio, aunque conviene recordarlos, ya están consignados por escrito. Pero no lo está, o no lo está suficientemente, la pobreza. Esa condición queda solapada, oculta, porque la miseria suele generar una memoria incómoda para una nación. Por eso la desplazamos a los márgenes. Si conectamos una ciudad con su memoria, los paseos son siempre circulares. Nos hacen ir y volver y nos conducen nuevamente por los mismos espacios. Pienso en Londres 38 y aparece también el galpón Víctor Jara, hoy cerrado, frente a la plaza Brasil, fundada en 1902. La plaza fue el símbolo de una zona en otro tiempo importante. El que fuera uno de los barrios acomodados de Santiago se erigía también como un emblema del poder de la capital, cuando proyectaba avenidas infinitas que unieran la ciudad con el mar. Apenas hay vestigios que nos hagan retroceder a esa época, aunque aún haya lugares amables, como los juegos infantiles diseñados por Federica Matta en plaza Brasil, o unas cuantas calles que se dirigen al parque Quinta Normal. Hay dos vías que merecen la pena: la calle Compañía de Jesús y la calle Catedral. Su belleza parece venir de una época remota, casi arcaica, inscrita en el colorido atenuado de sus fachadas. Una elegancia que no cuesta definir, pero

sí asumir, porque se nos escapa por algún lado. Eso es lo que me provoca también el parque Quinta Normal y buena parte de esa zona del sur de la ciudad. Un territorio en retirada, en donde casi parecemos sus últimos testigos. Por un momento, estamos en el interior de un tiempo clausurado, recordando lo que escribió Nicanor Parra en su poema «1979», un texto que parte de Macul con Irrázabal y concluye con un verso definitivo: «esta ciudad está condenada a desaparecer». Esta es una de las funciones de la literatura, o del arte en general: atrapar las cosas antes de que desaparezcan por completo. La escritura se alinea con la memoria para traernos de vuelta aquello que, sin previo aviso, comienza a evaporarse. La ciudad se comprime si no la escribimos, si obviamos su historia y no somos

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Álex Chico. Vivir enfrente (Segundo edificio)

capaces de encontrar nexos que la conecten con el pasado. Por eso conviene no olvidarlos. Como los recitales en lugares demolidos que proponía José Ángel Cuevas o uno de los establecimientos de los que nos habla: el bar Unión, que a partir del 73 se convirtió en un refugio de poetas: Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Enrique Valdés… No llegué a conocer ese bar. Tampoco sé si sigue existiendo. Sin embargo, encontré ese nexo en otro bar de cuyo nombre no me acuerdo. Creo que estaba por Lastarria o por Bellavista. Salíamos de la presentación de la única antología poética que he publicado, Espacio en blanco, un título que inconscientemente enlazaba con otros nombres: Páginas en blanco, de Nicanor Parra, y El día más blanco, de Raúl Zurita. Había leído los dos libros antes de llegar a Santiago y de reunir mi poesía. Por eso, se trata de una casualidad a medias, como un azar provocado. Después de la presentación, fuimos a beber a un bar cercano. Recuerdo a algunos de los amigos que me acompañaban: Emersson Pérez, por ejemplo, de quien siempre recuerdo uno de sus versos: «Desaparece la poesía chilena entre tanto poeta». También estaban Óscar Saavedra y René Andrés Silva Catalán, a quienes debo, junto a Paco Najarro, la publicación de la antología en Andesgraund Ediciones, una microeditorial chilena que lanza títulos muy interesantes. Sé que había más gente, pero no recuerdo quién exactamente, porque a medida que avanzaba la noche el alcohol iba dispersándolo todo. Y en Chile eso es algo que se lleva hasta casi el extremo: creo que no he compartido mesa con tantos bebedores compulsivos como en Santiago. Una atmósfera que me acerca a la novela Poeta chileno, de Alejandro Zambra, uno de los autores contemporáneos más interesantes que he leído y uno de los que mejor me han hecho entender la sociología de la capital, aunque tenga habilidad suficiente como para hacer de lo particular sin fronteras un discurso universal (añado, para corroborar mi entusiasmo, otras tres novelas fantásticas: Bonsái, La vida privada de los árboles y, sobre todo, Formas de volver a casa). No obstante, si tuviera que definir el bar en el que pasamos buena parte de la noche, con su ambiente de tasca medio decrépita, de bohemia castiza y trasnochada, de camareros insolentes y malcarados, me vendría a la memoria una de las tascas que aparece en Tres tristes tigres, la mítica película de Raúl Ruiz, un director chileno realmente admirable, con una filmografía a la altura del mejor cine europeo de los años sesenta. Es ahí, en esa simbiosis entre realidad y ficción, en donde encuentro el nexo del que hablaba. De nuevo, el arte viene a nosotros para trazar

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ese camino entre dos tiempos. Una intersección que une también dos espacios, como sucede en Plaza Italia, el verdadero eje neurálgico de Santiago. Su nombre original es Plaza Baquedano, pero se opta por el topónimo Italia para referirse a ella. Si tuviera que situar un epicentro de Santiago sería ese. No es un lugar atractivo, mucho menos pintoresco. Su identidad se forja gracias a lo que verdaderamente supone: un cruce de caminos. Puede resultar un emplazamiento impersonal, demasiado grande para una plaza común. Sin embargo, es esa multiplicidad la que acaba definiéndola, porque se trata de uno de los lugares de encuentro entre la zona alta y la zona baja de Santiago. En una ciudad, no lo olvidemos, en donde la estratificación social es palpable. Muchos santiaguinos de barrios acomodados no bajan más allá de Plaza Italia, igual que sucede a la inversa. Como dos ciudades que ocupan un mismo espacio pero habitan dos universos distintos. La plaza genera un nexo entre ambos mundos, por eso me resulta atractiva. Lo explica el poeta Jaime Pinos: «Un lugar de confluencia, una especie de encrucijada de Santiago. En términos sociales, por ejemplo, divide el arriba y el abajo». Aunque esa frontera se haya desplazado ahora un poco más hacia el norte, nos explica, la plaza sigue teniendo una atmósfera limítrofe, un aire de punto de encuentro, porque «todos los caminos llevan a Plaza Italia». Pinos la describe como un nodo y destaca algo: que la ciudadanía prefiera manifestarse allí en lugar de hacerlo en otros emplazamientos aparentemente más significativos, como el palacio de La Moneda. Su condición fronteriza le otorga un carácter salvaje, en donde puede pasar de todo, porque «todavía no está totalmente urbanizado». Una tranquilidad que nos inquieta y no permite desprendernos de una sospecha constante. Así, con toda la precaución posible, comenzamos a entrar en el interior de un edificio que aún nos espera en otra parte.


Mañana tendremos otros nombres Patricio Pron Alfaguara: Barcelona, 2019 268 págs.

Retrato de una ruptura Por Francisco Arbós «A quienes entran en los mismos ríos bañan aguas siempre nuevas». Esta cita, una de las más famosas de cuantas se atribuyeron a Heráclito, ha generado cierta controversia a lo largo de la historia. La mayoría sigue las tesis de Platón, quien interpreta el aforismo como la expresión de una eterna mutabilidad. Zenón, en cambio, lo utiliza para ilustrar el concepto de alma como exhalación sensible, que inhala una misma sustancia cada vez que se baña. algo que él denominaba lo húmedo. Quien parece estar conforme con esta visión es Patricio Pron, cuya novela Mañana tendremos otros nombres (Alfaguara, 2019) plantea la posibilidad de que el amor, como lo húmedo, sea una sustancia única e inmutable y las relaciones el instrumento de que nos servimos para empaparnos de él. Como si aquellas que vivimos a lo largo de nuestras vidas fueran en realidad una sola, en la que simplemente cambian los rostros, los nombres y las diferentes versiones del amor que estos nos ofrecen. Esta novela es la disección de una ruptura entre dos personajes opuestos. Ella es una arquitecta temerosa e incapaz de definir sus inquietudes. Él, un escritor de libros acomodado en una relación que no le ofrece las mismas pasiones que al principio, pero le permite eludir la inquietante senda de la soltería. Cuando Ella decide romper la baraja, asistimos al derrumbe y posterior reconstrucción de un hombre roto por la pérdida, como si aquel afecto hubiera sido el pegamento que mantenía unidos los fragmentos de su ser, mientras Ella regresa a los lugares a los que se vio obligada a renunciar para hacerle sitio a la relación. Como toda creación viene precedida por la destrucción, Él opta por desprestigiar el amor perdido, «diciéndose a sí mismo que nunca había estado realmente enamorado de Ella, sino de la idea de que Ella fuera parte de su vida». Sin

embargo, se encuentra indefenso, sin saber «cómo seguir adelante», pues ella «se había llevado, también, las instrucciones para hacerlo». Ella, en cambio, cree que su relación se había transformado en una celda y que la ruptura le abría sus puertas. Durante los capítulos que nos ofrecen su perspectiva, «estaba liberándose de la anulación de sí misma a la que se había entregado para poder estar con Él». Tal vez actúe así convencida de que el mundo es un escenario dispuesto para que ella pueda vivirse a sí misma. Mañana tendremos otros nombres nos ofrece un retrato del amor en la era de Tinder a través de su pérdida, una costumbre inapelable en esas relaciones líquidas de que hablaba Zygmunt Bauman y que tanto han menudeado en la literatura contemporánea. De hecho, el jurado del Premio Alfaguara define la novela como el «mapeo sentimental de una sociedad neurótica donde las relaciones son productos de consumo». Con un estilo directo a la vez que minucioso, que encuentra el punto de equilibrio adecuado entre el drama y la comedia, sumado a una perspectiva hiperrealista en el que cada personaje tiene su propio plano subjetivo, este título remite a otras novelas generacionales del género, como Divorcio en el aire, de Gonzalo Torné, y El cielo según Google, de Marta Carnicero. Todas ellas narran la ruptura con meticulosidad y realismo, objetivo que cada una logra a su manera. Comparten cierta reflexividad extrovertida y la elección de unos personajes que, como afirma Juan José Millás, son «jóvenes cultos con trabajos mal pagados» y «oprimidos por cosas de las que ni siquiera son conscientes». Sin embargo, Mañana tendremos otros nombres propone también un debate de calado, en el cual se someten a juicio los valores de una sociedad hiperconectada pero despersonalizada y narcisista, donde es posible terminar una relación a golpe de whatsapp y en la que la apariencia prima sobre la realidad. Pron nos ofrece un minucioso retrato de la pérdida a través de dos personajes que «ya no eran quienes habían sido, pero todavía no habían descubierto qué era lo que iban a ser».

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E l a m b ig ú

Dicen los síntomas

Bárbara Blasco Barcelona: Tusquets, 2020 272 págs.

La enfermedad de vivir Por Gemma Pellicer Ganadora del XVI Premio Tusquets Editores de Novela con su tercera obra narrativa —la autora tiene en su haber dos novelas más: Suerte (2013) y La memoria del alambre (2018)—, nos hallamos ante una ficción de hondo calado, ya sea por la madurez de su factura, ya por el estilo pulcro y fluido que cultiva la autora, todo lo cual redunda en esta obra de extraña belleza. El argumento resulta sencillo: Virginia, una mujer cercana a la madurez y furiosa con el mundo, al menos cuando empieza el relato, vela a su padre, que se encuentra en un hospital en estado de coma (traslación simbólica de una figura paterna ausente). Al principio, lo hace acompañada por su madre, alguien que ha entregado su vida al cuidado de la familia por imperativo categórico, más que por propia elección, resignada a su suerte sin embargo y aquejada, a partir de cierto momento, de una ciática repentina que la devuelve a su casa. Sólo en contadas ocasiones consigue la narradora protagonista velar al progenitor en compañía de su hermana Esther, contrapunto de nuestro personaje y cuya aparición resulta demasiado intermitente y fugaz. No en vano, no duda en arreglárselas para dejar a Virginia a solas con el enfermo y con «el extraño» con quien comparte habitación, convertido por fuerza en un convidado de piedra que irá cobrando protagonismo. Los distintos estados emotivos y físicos que presentan los personajes de la novela a menudo se corresponden con una enfermedad o con su sintomatología como caracterización y posible retrato. Todo lo cual nos permite profundizar en el carácter y pasado de los cuatro seres en liza, en sus fricciones y desengaños respectivos, mientras la protagonista va recordando episodios de su vida —ya sea privada, ya compartida— en un examen de conciencia terapéutico, de indudable in-

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tensidad y crudeza, que se extiende a lo largo del soliloquio de la narradora. Aunque Esther acuse a Virginia de padecer hipocondría con el fin de restarle autoridad a su discurso, resulta hasta cierto punto lógico que la protagonista reflexione en el hospital sobre la enfermedad y sus penurias, al margen de que le sirva, además, de hilo conductor para trenzar las diversas historias que refiere. Así pues, unas veces se detiene a pensar en el estado vegetativo del padre, la meningitis infantil de su hermana o la ciática repentina de la madre, y otras, por ejemplo, en los prejuicios morales no tan lejanos que hubo en torno al cáncer y el sida en los años noventa, o en el actual suicidio en masa —no por programado, menos incomprensible— de unas morsas del Ártico debido a la destrucción de su hábitat como resultado del cambio climático. Sin olvidarse de padecimientos frecuentes, tales como la depresión, la ira, el estrés o el insomnio, tan propios de nuestros días, entre otras dolencias. Pero la historia alcanza su punto de inflexión cuando la vela del padre se desarrolla cara a cara, en soledad; momento a partir del cual parece incluso que sea el cuerpo inerte del enfermo quien vele por su hija y no al revés. Esta circunstancia cambiará in extremis su actitud con respecto al padre moribundo, mientras entabla asimismo una relación cada vez más íntima con «el extraño» que comparte habitación, quien de nuevo se revelará como otra cosa; un hombre mayor, de edad indefinida y sin nombre, capaz de insuflarle vida a la narradora en todos los sentidos de la expresión. En este sentido, y al margen de la peripecia referida, importa señalar cómo Bárbara Blasco va contando esta historia llena de vaivenes, trufada por un pensamiento crítico. El estilo de la autora es cuidado y poético, y en la narración a menudo apela al meollo del sentido más que del argumento; lo cual se refleja, por ejemplo, en los apuntes de tono aforístico que Virginia anota en una especie de dietario al final de ciertos capítulos, y que a nosotros nos sirven de reflexión quintaesenciada sobre esa enfermedad que es siempre vivir.


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Cuántas cosas hemos vistos desaparecer Miguel Serrano Larraz Candaya: Barcelona, 2020 288 págs.

Máquinas del tiempo Por Brenda Ascoz ¿Quién no ha soñado alguna vez con viajar en el tiempo? Aunque sea a pequeña escala, en un desplazamiento por el espacio de la propia vida. Para las preadolescentes Sonia y Berta no se trata sin embargo sólo de un sueño, sino de todo un proyecto vital. A través de su amistad, que tiene mucho de historia de amor (no romántico), por sus dependencias, secretos y desengaños, Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) vuelve a sorprendernos con Cuántas cosas hemos visto desaparecer, un delicado trabajo de orfebrería narrativa que engarza con destreza temas como el paso del tiempo, las ilusiones perdidas, la muerte o la precariedad. La misma novela es una efectiva máquina del tiempo. Y habrá muchas otras: la literal, pero también las cartas o los wasaps. Sonia, una mujer analítica y retraída, que acaba de cumplir cuarenta años, recibe un perturbador mensaje de la siempre imprevisible Berta, de cuya influencia no ha dejado de intentar escapar. En él, le revela que por fin ha conseguido resolver el secreto de los viajes temporales. Así, Berta, convertida en una voz que parece llegada del pasado, irrumpirá de nuevo en su apacible pero anodina existencia, llevándola de regreso a aquellos largos veranos de vacaciones en el pequeño pueblo del Pirineo aragonés donde forjaron su amistad, inevitable por edad y cercanía. Miguel Serrano hace un retrato excelente de esa España rural vista desde la perspectiva del final de la infancia: las fiestas de los pueblos o las visitas al cementerio para beber y hablar con los muertos… Una libertad sólo posible en ese mundo encerrado en sí mismo que se ha ido vaciando y donde nada parece cambiar hasta que todo cambia. Incluso las amistades que creímos eternas. Así, el autor amplía de forma brillante el preciso relato generacional iniciado con Autopsia (Candaya, 2013), que ambientaba en la Zaragoza de finales de los ochenta.

Berta y Sonia son dos caras de una misma moneda. Con la madurez, la primera se convierte en una voz tentadora y peligrosa, y Sonia, en el oído y la mirada que todo lo analiza. Ya desde el título, Cuántas cosas hemos visto desaparecer es una «novela perceptiva», donde trama y personajes evolucionan no tanto a través de las emociones sino gracias a las percepciones de la protagonista; su percepción del tiempo, pero también de la familia o el grupo de amigos, de los espacios (estaciones de autobús y tiendas clausuradas hace décadas) o de la percepción mediada por la ingestión de sustancias. Mediante este singular y poderoso acercamiento, Miguel Serrano va lanzando irresistibles señuelos al lector mientras rinde homenaje a la literatura de género, el bildungsroman, el thriller o la ciencia ficción, envolviéndole en una atmósfera inquietante, plagada de misterios y juegos mentales con varias respuestas posibles. Uno de sus mayores aciertos es, precisamente, ese diálogo subterráneo que nos fuerza, sin necesidad de interpelarnos de forma directa, a pensar y cuestionarnos cada paradoja, cada propuesta vertida en estas páginas. ¿Cuándo dejamos de ser la persona que alguna vez fuimos? ¿O seguimos siempre siendo la misma? Esta magnífica novela es una tela de araña formada por túneles y agujeros que unen y puentes que separan. Sólo queda dejarse atrapar.

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Tau. Libro de la memoria y la quimera Christian T. Arjona Libros de Aldarán, 2020 150 págs.

La belleza de la rareza Por Eduardo Moga Tau. Libro de la memoria y la quimera es un libro raro, más aún, es un libro friqui. Pero eso no tiene nada de malo. Al contrario: la literatura avanza gracias a los libros friquis. El Quijote es un libro friqui; y las Iluminaciones, de Rimbaud; y la Guía espiritual, del quietista Miguel de Molinos, un autor al que Christian T. Arjona (Montgat, 1977) ha estudiado en profundidad. Tau rehúye las clasificaciones y los encasillamientos. Mezcla géneros, técnicas, perspectivas, idiomas y artes —incluye ilustraciones del propio escritor—; y mezcla fragmentos —casi siempre mínimos: un verso, una imagen, unas palabras— de las obras de la literatura universal que han configurado su trayectoria intelectual, como un incesante sirimiri intertextual: Arjona, sabiamente, audazmente, lo mezcla todo. Tau es el relato de una vida y la cifra de un espíritu; una novela —sí, una novela— y también un poemario y un ensayo (o muchos ensayos) y un diario y un libro de viajes y algunas cosas más que no sé muy bien qué son, ni falta que hace; un ejercicio de adentramiento en la conciencia y, al mismo tiempo, de contemplación del mundo; una eclosión lírica y una ordenación sistemática del pensamiento; un compendio de ensueños y una reunión de quimeras; una autobiografía y una fábula; una biblioteca y un silencio; una fronda y un estertor. Lo que es Tau, es un libro total, una obra que pretende incorporar todos los sonidos del universo a una sinfonía individual: a la vibración de un solo espíritu, que es el espíritu de Christian T. Arjona, pero también el espíritu del ser humano. En veintiocho capítulos, que coinciden con las veintiocho letras del alfabeto (Arjona incluye la ch también en él, a la antigua usanza), alguien llamado Tristán —cuyo nombre contiene y empieza por la misma t que encabeza el título (la tau es la t griega)

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y que ondea, como un gallardete, entre el nombre y el apellido del autor—, refugiado en una torre en el valle de Aldarán, como un Montaigne contemporáneo, pero con un afán ensayístico permeado por las oblicuidades de la posmodernidad, nos describe cuanto ve en una naturaleza feraz y en una conciencia agitada por el recuerdo, la literatura y el deseo. En Tau, la célebre dicotomía de Luis Cernuda, la realidad y el deseo, que recoge la milenaria pugna humana entre el dolor y el placer, entre la vida y la muerte, desaparece: la realidad es deseo: deseo de cantar y de amar, deseo de capturar con la palabra los infinitos matices de la creación, deseo de celebrar cuanto es físico sin que pierda, a la vez, su condición metafísica. Tau tiene algo de mistérico, de sortilegio medieval pasado por las horcas caudinas del presente, de libro iniciático que no necesita de iniciados: todos los somos ya por el solo hecho de existir, de ser capaces de contemplar cuanto nos rodea, y de experimentar el arrebato que procuran el arte y la belleza de las cosas. Dos rasgos dan una fortaleza especial a este libro asombroso: la pujanza de su lenguaje, que recaba todo el vigor de la poesía, y su compleja textura visual, que hace de las escenas explosiones de materia en las que lo dicho cobra volumen y color, y proyecta, simultáneamente, una luz cegadora y una sólida penumbra. «Líquida escritura que a veces cristalizaba de golpe, como agua que se congela y cuaja en formas geométricas: polígonos de calcio, bellos silicatos, diatomos circulares, cocolitos esféricos, hélices de espiroqueta, radiolarios diamantinos. Escritura procariota cuya ausencia de núcleo y finísimo córtex le permitían convivir y mezclarse con otras voces, multiplicándose y absorbiendo fragmentos de códigos ajenos», escribe Arjona. Y así es este libro: líquido, geométrico, híbrido, arborescente, poliédrico, inquietante, inclasificable, hermosísimo.


Salamandra

José Abad Almuzara: Córdoba, 2021 192 págs.

Novela negra en España Por Francisco Ortiz José Abad es uno de los autores más interesantes y capaces de nuestras letras. Se desempeña con igual exigencia y acierto en la novela y el ensayo gracias a eso que muy pocos escritores consiguen: un estilo propio. El tono, en el que hay ironía y una agilidad basada en la claridad y la concisión del que tiene un potente mundo interior con el que muy bien sabe comunicar, es reconocible siempre. Ahora se presenta con una novela que el género estaba esperando desde hace muchos años, los que van desde la aparición de las mejores novelas del ciclo Carvalho hasta nuestros días. Con Salamandra, Abad entrega un texto en el que la mejor prosa se enlaza a una trama sin lugares comunes conformando un libro muy notable que deja atrás a la mayor parte de los que se están publicando con la etiqueta de negra y policíaca. La novela negra española está atascada en la formulación no mágica sino adormecedora que imponen las editoriales especializadas y las no especializadas que venden hierro a precio de oro. Desde hace algunos años, deslumbrados por el éxito de algunos autores que venden muchos ejemplares y son devorados ante todo por lectores de un libro al año, a ser posible best seller, los que mandan en esto de publicar libros nos están co-

lando mucha serie B como literatura un poquito más que negra, más especiada y con más aromas, pero, en definitiva, serie B a secas. La novela negra necesita a autores que sean buenos escritores, que sean incluso mejores escritores que guionistas o creadores de sinopsis, y José Abad está entre ellos. Sus textos muestran a un autor maduro, dueño de un estilo y una voz propios, reconocible tanto si lees sus críticas en prensa como sus libros de creación o de cine. Es este estilo de palabra elegante y cálida, aunque no desdeñe nunca la ironía, de párrafo corto y de ritmo que responde a la perfección a la lectura en silencio y en voz baja, de verbo vibrante en compañía del adjetivo seleccionado con gran criterio para ser efectivo y sensato y leal: no hay nunca desborde, exhibicionismo, y por eso el aliento poético llega entero, palpitante, cierto, amigando y nunca sustituyendo ni imponiéndose. Y esto no es que no abunde en la novela negra española, es que sencillamente no existe. Abad, con esta sola novela, ha dejado atrás prácticamente a todos los que parecen más adelantados y son más celebrados y comentados, excepción hecha de sólidos novelistas como Lorenzo Silva, Eugenio Fuentes o Ignacio Del Valle (Juan Madrid y Andreu Martín no se me olvidan), pues Salamandra es una gran novela, una nueva novela de referencia dentro de la novela negra española, que no cuenta con demasiadas. Por supuesto, José Abad ha leído a los clásicos estadounidenses y tiene influencias de ellos. Faltaría más, menuda apuesta en la novela negra se puede hacer sin leerlos. De Hammett ha tomado la limpieza narrativa y de Chandler algo de su tono irónico y sentimental. Pero también ha leído a Borges, y de él ha tomado la pasión expuesta en la palabra bella que no acongoja ni detiene, no ahoga ni abruma con su presencia y su verdad, sino que ensalza, eleva y empuja, como ocurre en los mejores sentimientos puros. Salamandra no tiene charcos en los que se mira el creador ni se lava las plumas la prosa, y sin embargo nunca deja de descubrir, de iluminar a lomos de una voz narrativa que nunca abandona su función y que cuenta a ritmo seguro lo que una historia negra precisa: la acción no falta y los acontecimientos exteriores son su fundamento. Este es el camino que necesita el género y este es el autor que ha venido a recordárnoslo con un ejemplo magnífico que se convierte desde hoy en uno de los esenciales, en un pequeño clásico al que volver de vez en cuando y con el que saber que en la novela negra hay escritores exigentes, audaces, que pueden contarse entre los mejores dentro y fuera del género.

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Mi vida con Potlach

Imma Luna Baile del Sol: San Cristóbal de La Laguna, 2021 288 págs.

Mi vida sin Potlach Por Carlos Brito Díaz La primera novela de Inma Luna (1966), también poeta, sorprende por su madurez y por su frescura. Cuando consumamos la lectura del relato, uno lamenta tener que abandonar a esos personajes magnéticos que la autora ha desbrozado con soltura, honestidad y solvencia caracterizadora. Las tribulaciones del protagonista, Luis, en la vorágine de una depresión y, posteriormente, de una separación, inician un relato oscuro, en forma de diario, que acota un periodo de dieciséis meses del periplo vital de la voz masculina que narra en primera persona su proceso de sanación, bajo el pretexto de una escritura terapéutica en forma de monólogo interior. A pesar del árido viaje íntimo del portavoz del relato, la novela transita hacia regiones más luminosas donde se derrama un decidido vitalismo que recuerda, aunque es anterior, la última novela de Rosa Montero, La buena suerte, y con la que mantiene azarosos paralelismos argumentales y ese lirismo homeopático de los personajes agonistas cuyo sufrimiento es sólo el punto de partida hacia su felicidad. Desfila una galería de individuos que van adquiriendo, con sabias pinceladas que prescinden del retrato moroso, entidad y aplomo en la aventura existencial del protagonista, escindida en dos universos: por un lado, los que se adscriben a su opaca y turbia evocación durante su internamiento en la clínica (Sonia, su ex, la doctora Galán, el fisioterapeuta Lucas) y, por otro, los que comparten con Luis su conquista de la identidad (Pasión, Elena, Viveka, Geert, Guille — un cándido homenaje al personaje de Quino— y, sobre todos, Noelia, una criatura iluminadora que marca un punto de inflexión en el relato). Esa evolución inesperada de la oscuridad a la luz decanta uno de los tantísimos aciertos de la novela: la inversión graduada y sostenida de Luis, de principio a fin. La novela atrapa y secuestra tanto en los lapsos de soliloquio ensimismado cuanto

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en la agilidad de las secciones menos descriptivas y más dinámicas, desde el descubrimiento del universo de Noelia hasta las diferentes revelaciones (anagnórisis) de Luis (Maruja, Noelia, Geert, Elena) que otorgan respuestas a tantas preguntas. Estamos ante una novela ontológica llena de hallazgos, con remates inesperados (impagables son la sensación de serenidad cuando, después de conocer a Pasión, Luis agradece la simetría de sus miembros, entre otros recursos ingeniosos y circulares, la reaparición de Sonia, las cartas de Maruja, la recuperación de Lucas o la secuencia donde Luis y Elena hacen el amor en la cama de sus padres en Burgos —eros y thanatos siempre—). En algún caso se desaprovecha la presencia ulterior de algún personaje, como el caso de Geert, donde la autora podía haber explorado la frontera convulsa de las relaciones intergeneracionales, o el desarrollo de Elena, que tantas alegrías proporciona, si bien su complicidad abona la catarsis del protagonista. No obstante, parece justificado el tratamiento austero que se les asigna a ambos, pues su talla literaria y personal queda muy significada a pesar de su discreción en el relato. Luis es el caleidoscopio a través del cual se hacen presentes la abnegación frustrada de Maruja, el rencor del padrastro, la aceptación elegante de la pérdida del amor por parte de Geert e incluso las insatisfacciones personales, traducibles en las pequeñas venganzas (in) voluntarias, de Felisa Carvajosa y su muerte, debida al principio de justicia poética. Pero, sin duda alguna, uno de los mayores aciertos es la humanización de Potlach, personificado como placebo en la lucha contra la soledad existencial de Luis. Celebremos una voz narrativa ágil y con agradecibles destrezas, con pleno dominio de los recursos de la novela, con muchas lecturas a cuestas y, bajo todo ello, con el palimpsesto de una sabia omnisciencia. La autora despliega una admirable gestión de los resortes de una narración que empieza contagiada del narcisismo psicoanalítico de Luis para desbordarse en un torrente de generosidad constructiva y de inteligente diseño de la peripecia. Una novela no sólo recomendable, sino necesaria, porque el itinerario vital del protagonista nos define en su conmovedor juego de sombras y luces. Larga vida (literaria) a la autora, porque nuestra existencia sin Potlach es mucho más pobre y rutinaria.


El tiempo real

Jesús Montoya Boria Ediciones 160 págs.

Luz soterrada que persevera Por Salvador Galán Moreu Cuando se afirma que un primer libro contiene una nueva voz destinada a permanecer suele justificarse con que el lenguaje empleado resulta innovador, provocativo o fresco. Más todavía si la obra se configura en el género del relato, campo propenso al ensayo de posibilidades técnicas y a la variación con el tono. El debut en la ficción de Jesús Montoya (Murcia, 1979), El tiempo real, editado por Boria Ediciones, logra ese infrecuente estatus debido a otra razón más sólida, algo que late de fondo en cada página y se trasluce sutilmente en el traslado de una problemática a otra, o en el desarrollo de atmósferas y temas: algo así como una meditada postura de resistencia crítica frente al mundo contemporáneo. No en vano Montoya es profesor de Literatura e investigador en la Universidad de Murcia y sabe de sociología literaria, representación y contexto; capaz, por tanto, de pensarse en literatura. No supongamos por ello riadas de referencias y espejitos academicistas; los hay, pero muy medidos y siempre en favor de la trama, sorteando tropiezos lectores. Su narrativa entreteje con madurez lo lúdico y lo terrible de la actualidad. Si bien el estilo es cuidado y preciso, también resulta flexible y dúctil para incurrir en lo desmesurado cuando la historia lo pide (como en el caos controlado en el supermercado en que transcurre «La espera»). También es destacable la oportuna diseminación de hallazgos aforísticos como «esas noches que saltan unas en otras como blandos animales de agua» inaugurando «Currículum de la noche», pieza que insinúa un oscuro secreto familiar; o la invocación metafórica al «reverso tenebroso de un clic» en la sugerente instalación literaria que experimenta con la gramática de Facebook en el relato que da nombre al volumen. Por otro lado, Montoya demuestra en su mester gran dominio de materiales, andamiajes y técnicas, especialmente en la dosificación de datos,

la construcción de personajes y los desdobles autorreferenciales, sobre todo en las piezas más estrictamente literarias (las levemente autoficcionales «El barco fantasma» y «Osvaldo, mi amigo y yo», o la magistral «El teléfono», homenaje a Ribeyro con guiños al cine clásico). Todo eso bastaría para saludar esta colección de relatos con alegría lectora. Sin embargo, como ya he adelantado, es el alma común que fluye al fondo donde reside su plus. Se trata de un ethos propio que mira con firme y crítico reojo la abolición postmoderna de los grandes metarrelatos (el Progreso o la Igualdad Social) para construir un mundo narrativo, complejo y trágico, pero permeable a la desprotección colectiva e individual que tal ruptura ha generado en nuestro acelerado presente. Las brechas que abre así Montoya desenmascaran posverdades, hipervínculos que no llevan a ningún sitio e ídolos virtuales, dignificando esa realidad que, pese a salir mal en la foto, es la única que tenemos, como descubren en su búsqueda los protagonistas de sus cuentos «La Llana» o «Desapariciones». David Lyon afirma en su ensayo Postmodernidad que «la cultura de masas ha difuminado la distinción de lo real y lo imaginario, pero no hasta el punto de haberla borrado por completo». Creo no equivocarme si sitúo a los personajes de Montoya un paso más allá de ese humo, cegados por las imágenes, pero buscando obstinadamente cómo actualizar su propia humanidad. Teniendo en cuenta el desquiciado «tiempo real» de este joven 2021, no se me ocurre libro más contemporáneo que este; narrativa hiperactual a la que debería asomarse ese lector paciente que es elogiado en «La espera» (mi pieza favorita, un glitch sin centro). Yo no sé si alcanzo tamaño zen, pero me lo he pasado estupendamente con la coherencia narrativa de Montoya; luz soterrada que persevera sin traicionarse, palabra tras palabra, cuento a cuento.

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Cuaderno de Beirut

Rodolfo Häsler Polibea: Madrid, 2020 128 págs.

La vocación de flâneur Por Neus Aguado Caminar sin rumbo fijo por las ciudades que se visitan o por la propia ciudad en que se habita es una forma de hacerlas nuestras. Cuaderno de Beirut va adquiriendo intensidad conforme transcurren los días descritos, los días vividos, los días contemplados. Es en los días caminados cuando cuaja el estilo y la singularidad, así en el relato del día 13.2.2019 prende la chispa. Y de ahí en adelante, del 13 al 17 de febrero de 2019, la mirada sobre las calles y lugares libaneses y sobre la cultura, e incluso la poesía, se densifica. Entonces caemos en la cuenta de que los primeros días nos han ido preparando en un crescendo sordo para la develación estilística, emocional y metafísica, y sensual. Los primeros días nos descubren las pisadas previas del flâneur, esa manera apasionada de adentrarse en diferentes barrios de la ciudad, en diferentes lugares de culto. Aquí no hallamos la complejidad del libro de poesía Nueve gacelas por el monte Líbano en el que ya se anunciaba o, mejor dicho, entreveíamos el Oriente de Rodolfo Häsler. Cuaderno de Beirut es una narración austera y precisa y, supuestamente, autobiográfica. La autobiografía siempre acaba siendo literatura más que biografía y, además, si no es literatura para qué la va a escribir un creador. Las Nueve gacelas... son evocadas tanto por su autor como por el poeta Manuel Forcano, que escribe las palabras preliminares del Cuaderno de Beirut. Un guiño literario más entre tantos otros que nos ofrece la atenta lectura de este primer libro de carácter memorialístico de Häsler. Cuaderno de Beirut —que está arropado por las fotos que hizo Häsler en los diez días que estuvo en la ciudad— es también un nostálgico homenaje a la cultura de Oriente y de Occidente. Los gustos estéticos de Häsler quedan patentes y nos otorgan la posibilidad de

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que no todo se convierta en ceniza al llegar al final del dietario o al final del paseo de cada lector. Hay una voluntad de salvaguardar la belleza que es constantemente vapuleada por la violencia, por la falta de miras de la especie humana. Así, el 11 de febrero, apunta en relación con la desaparición o la desvirtuación de los tradicionales cafés que llevan años desapareciendo o transformándose en cualquier cosa menos en un sitio acogedor para charlar tranquilamente o leer durante horas o escribir: «Se trata de un fenómeno mundial ir acabando por destruir o remodelar viejos cafés, una verdadera cruzada contra la inteligencia, contra los que viven usando su cabeza, en la falsa aceptación de que ya no es necesario verse para compartir». Este fragmento, escrito hace casi un año, resulta estremecedor en este momento en que la pandemia de la Covid-19 nos empuja a encerrarnos cada vez más en casa y a no tratar a casi nadie, y a utilizar medios digitales para comunicarnos. En estas circunstancias, qué difícil va a ser conservar los viejos cafés que tantas veces nos dieron cobijo en el pasado, muy a menudo después de caminar durante horas por alguna ciudad, como es el caso de Rodolfo Häsler. Cuaderno de Beirut es un canto a la vida y a la plenitud, aunque elevado desde la perspectiva de la ciudad casi destruida por la guerra y la dejadez. El poeta deja claro que Beirut, aunque atrapada en la decadencia, sigue siendo bella y cosmopolita: a pesar de los pesares. La ciudad de los encuentros inesperados, como nos recuerda Häsler que la define Tomás Alcoverro. Un encuentro inesperado es lo más bello que nos puede pasar en esta vida y lo más terrible también. Cuaderno de Beirut nos ofrece la posibilidad de seguir imaginando a la capital del Líbano como el lugar en que aún pueden rastrearse civilizaciones tan poderosas como la fenicia, la helenística, la romana y la árabe y otomana. Y ya en la actualidad el deje de lo francés. Caminar y escribir con admiración sobre lo caminado, eso ha hecho esta vez el poeta. Nos ha prestado su mirada para ver desde ella retazos de su propia indagación.


Berlanguiana

Vicente Muñoz Puelles Consell Valencià de Cultura: Valencia, 2020 204 págs.

Berlanga/Muñoz: tête-à-tête Por Bel Carrasco Cuando interactúan dos mentes brillantes saltan chispas que, de encontrar combustible adecuado, encienden hogueras que calientan la noche y espantan la oscuridad. Algo así imaginamos que ocurría entre Berlanga y Azcona cuando, colocados de creativina, elaboraban sus guiones, sentados en la terraza de alguna cafetería madrileña. Otro tipo de feliz interacción brota de las páginas de este libro, en las que Vicente Muñoz Puelles, a través de la memoria que conserva de la relación que tuvo con Berlanga, entabla un ameno tête-à-tête con su fantasma. Desde niño, Muñoz Puelles conoció a Luis García Berlanga, amigo y colega de su tío Ricardo Muñoz Suay. Su relación personal se inició en los años ochenta en un territorio de interés común: la literatura erótica y la colección La sonrisa vertical, creada por Tusquets, que Berlanga dirigía. Muñoz Puelles publicó en ella un par de títulos y ganó el premio convocado por dicha colección con Anacaona. Posteriormente, surgió el proyecto Infiernos eróticos. La colección Berlanga (La Máscara, 1995), un libro de gran formato en el que Muñoz Puelles hace un recorrido a fondo por la biblioteca erótica del director. Años más tarde ambos fueron miembros del Consell Valencià de Cultura en etapas diferentes. Encuentros en la librería La Máscara de València, tertulias en las cafeterías de Nuevo Centro, un viaje a París tras el rastro de ilustres erotómanos... La relación entre Berlanga y Muñoz Puelles, guadiánica pero prolongada en el tiempo, le permite al escritor trazar un retrato íntimo del director valenciano. La evocación de su infancia, su precoz fascinación por las mujeres y el erotismo, las penalidades que sufrió en Rusia con la División Azul, siempre evocadas sin dramatismo y con humor, el amor al cine, los múltiples proyectos tanto exitosos como frustrados...

Berlanguiana ofrece un destilado del espíritu berlanguiano en la sugerente prosa de uno de nuestros premios nacionales de Literatura Infantil, lo que remite, inevitablemente, al chiste fácil por la deriva del erotismo al país de la inocencia. La evocación de historias, anécdotas y charlas se acompaña de una galería fotográfica, con setenta imágenes procedentes de distintos archivos. Entre la novela y el ensayo, Berlanguiana se puede incluir en ese antiguo género que los autores grecolatinos llamaban diálogo, equivalente, salvando las distancias, de los Diálogos socráticos de Platón o de las conversaciones de Truffaut con Hitchcock. Berlanga no hizo nunca un cameo en sus películas (que yo sepa), pero poseía una faceta de actor. Creó su propio personaje, el de LGB, que usaba su ingenio, simpatía y cháchara compulsiva como armadura para protegerse de una extremada sensibilidad y timidez. De una gran capacidad empática con el sufrimiento de los miserables y fracasados que supo plasmar en sus primeros filmes. Oculto tras su máscara humorística, casi siempre en clave irónica se desenvolvía como intérprete de su personaje preferido, él mismo, al que solía asignar los mejores papeles. Por eso resultaba ser orador brillante y un filón inagotable para los periodistas que con él siempre teníamos el titular garantizado. El libro de Muñoz Puelles abre algunas grietas en esa armadura o máscara por las que el lector atisba al niño que Berlanga fue. Un niño delicado de salud que dejó de creer en los Reyes Magos cuando le regalaron una cámara de juguete en vez del proyector que les había pedido, que se enamoró de una linda francesita en un sanatorio de los Alpes suizos, que tuvo que competir con tres hermanos mayores todos varones por la atención de su madre y que las pasó moradas en Rusia, pese a no temer el aullido siniestro de los lanzacohetes Katiusha, los llamados órganos de Stalin, gracias a tener los tímpanos habituados a los masclets de las Fallas.

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Joven poesía de los Países Catalanes (Antología 1984-1996) / Jove poesia dels Països Catalans (Antologia 1984-1996) Selección de José García Obrero y Elena Román La Manzana Poética: Córdoba, 2020 184 págs.

Diálogo de las lenguas Por José A. Jiménez El monográfico Joven poesía de los Países Catalanes, preparado por José García Obrero y Elena Román recoge poemas de quince poetas nacidos entre 1984 y 1996, y agrupados por comunidades autónomas. Anna Gual, Blanca Llum Vidal, Glòria Coll, Àngels Gregori, Àngels Moreno, Jaume Pons Alorda, Lucia Pietrelli i Pau Vadell escriben en catalán; Unai Velasco, Lola Nieto, Andrea Bescós, Berta García Faet, Guillermo Morales, Ben Clark y Carla Nyman, en castellano. Dice José García Obrero en el prólogo que abordar un monográfico con un título como este exige una buena dosis de valentía. No le falta razón. Probablemente a los intransigentes de un lado les molestará el concepto «Países Catalanes» —que nombra una realidad lingüística y cultural innegable—, y a los intransigentes del otro lado, que se incluya en esta antología a poetas que desarrollan su obra en lengua castellana. Y esta es una de las novedades más oportunas de este monográfico, al menos en lo que a Catalunya se refiere: mostrar lo que las administraciones públicas catalanas de los últimos años, desde la política cultural, se han afanado en ocultar: que existe una poesía escrita en castellano desde la realidad catalana. Lo sintetiza con precisión García Obrero en su valioso prólogo cuando dice que se ha generado la percepción de que la poesía escrita en castellano es prácticamente ajena en estos territorios. Por otra parte, las administraciones nacionales tampoco se han molestado en difundir la riqueza lingüística y cultural del país, aunque últimamente alguien

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haya hecho parte de los deberes atrasados concediendo tres premios nacionales de poesía consecutivos y nada menos que un premio Cervantes a poetas que escriben en lenguas periféricas. De ahí que dar a conocer fuera del ámbito lingüístico catalán propuestas de calidad en esta lengua sea siempre sumamente oportuno. Es de agradecer que estas dos tradiciones vengan juntas en un solo volumen, contribuyendo así al conocimiento mutuo de las distintas realidades poéticas peninsulares. Por desgracia, este tipo de iniciativas son, hoy día, casi inexistentes, y los intercambios entre los dos grupos lingüísticos se reducen, como señala García Obrero, a lo anecdótico, con el empobrecimiento cultural que ello conlleva. Combinar lo propio de las antologías con lo propio de las revistas literarias es una de las dificultades a las que se enfrenta la propuesta de La Manzana Poética. Se resuelve con un predominio de los inéditos sobre los poemas ya publicados, manteniendo así la fidelidad al espíritu de las revistas, de manera que el producto final tiene más de instantánea que capta el pálpito poético del momento que de panorámica de un periodo temporal. Esto, junto a la brevedad de las muestras (consecuencia del espacio que necesita la edición bilingüe) dificulta entrar en juicios de valor sobre los poetas antologados. La variedad de las propuestas es notable y sorprendente en las dos lenguas. Cabe insinuar, sin embargo, dos tendencias: una línea de poesía de proximidad, articulada en la temporalidad y en la convivencia a través de pálpitos emocionales y experienciales, y otra línea de poesía más críptica, que se mueve en el adentro y que avanza a base de estallidos metafóricos o lingüísticos. En la primera línea, la articulación de significados conduce al lector con habilidad. En la segunda, más arriesgada, el lector debe decidir si ese relampagueo semántico es suficientemente seductor para seguir avanzando. En todo caso, José García Obrero y Elena Román han abierto la puerta. Ojalá que la propuesta de La Manzana Poética tenga continuidad en otros territorios lingüísticos peninsulares.


Aquí y ahora

José Manuel Lucía Megías Huerga & Fierro: Madrid, 2020 70 págs.

Recuerdo e identidad Por Alberto García-Teresa La capacidad de evocación a partir de referentes urbanos y cotidianos, la urdimbre de atmósferas que traslucen una mirada penetrante del entorno y una cuidadosa construcción de los textos siempre han sido unas poderosas y notables constantes en la poesía de José Manuel Lucía Megías. Aquí y ahora, como bien remarca su título, ahonda en el entorno inmediato y en este tiempo donde se pliega el pasado y en el cual nos estamos jugando todo el porvenir. Pero ese aquí y ahora consiste, en realidad, en una constatación del dolor ante la pérdida, el anhelo de reparación y, asimismo, la persistencia del amor a pesar del paso del tiempo. El fabuloso poema que abre el libro, «Las cuentas…», nos sumerge, con su milimétrica progresión, en ese ambiente donde el poeta es capaz de abrir la rutina tanto a la crítica social como a la estimulación sensitiva, donde la disolución se eleva a un ámbito trascendente al mismo tiempo que ahonda en la denuncia sociológica. Solapa la nostalgia, la angustia y la desazón ante el presente a la vez que dispara la reverberación de los elementos naturales y de conceptos (el tiempo, el espacio) que se desligan de la miserabilización de la vida. Precisamente, ese texto y el final («…claras») abrazan la secuencia de poemas del libro, que llevan una sencilla numeración por título. Una intuición que penetra dentro de lo inmediato y reconoce sus posibilidades líricas constituye la base de la mirada poética de Lucía Megías. Equilibrando el uso de anáforas, repeticiones y estructuras paralelísticas, los poemas avanzan con fluidez y densidad narrativa. Los recuerdos aparecen como presencias en el presen-

te, no como meras rememoraciones. De hecho, su reivindicación es constante: «Nada nos pertenece si nada somos capaces de recordar. / Nada somos si le damos la espalda al pasado», escribe. En concreto, el intento de golpe de estado del 23-F es un punto de anclaje desde el cual se despliega esa memoria hecha presente. De hecho, es significativo cómo reconstruye esa historia y va ideando una memoria alternativa: «Nada somos más que nuestros escasos recuerdos. / Nada somos más que nuestra capacidad de inventarlos». Porque «siempre hay una oportunidad de soñar otros finales posibles». La necesidad de salvar una existencia compartida, una vida conjunta, es el comienzo para una reflexión sobre la memoria. El autor se embarca en ese recorrido a través de una angustiosa exploración en la que se desdibuja la identidad: «Te conozco porque eres yo, este yo que ahora se ha vuelto tú». Poco a poco, de manera hábilmente sutil porque es esa reflexión de la memoria y el dolor y no tanto la trama de lo sucedido, sale a la luz la muerte del padre. En ese momento, se abisma todo el sentimiento trágico del libro y se recoloca su sentido lírico. La causa es la llegada del yo a la edad en la que falleció su padre (cincuenta años) y a la semejanza física («delante del espejo cada día soy un poco más tú»). Por eso trata de constatar los dos mundos, las dos trayectorias, las dos proyecciones, pero que terminan por solaparse. Se plasma la ansiedad por cumplir ese deseo, del mismo modo que queda patente la frustración en una serie de conversaciones del yo con el fallecido en las cuales la aspiración y el arrepentimiento se trenzan. En todo ese procedimiento, se fusionan los espacios urbanos (donde vive el yo) y agrícolas (donde vivió su infancia junto con su padre, y donde, precisamente, parece que se construye la identidad de este). Finalmente, todo ese ejercicio de memoria y de introspección se abre hacia una reivindicación vitalista del presente. Con la conciencia de la finitud, el yo se afirma en las ganas de vivir con intensidad para realizar lo que no pudo ser: «Vivir. Hoy. Para siempre. / Comenzar a vivir hoy y no dejar ya nunca más de hacerlo». Con todo ello, José Manuel Lucía Megías arma un profundo poemario intenso, coherente y unitario, que nos lleva desde el dolor a una pasmosa meditación sobre la memoria y la ausencia.

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E l a m b ig ú

Condición de los amantes

Juan Vico La Isla de Siltolá: Sevilla, 2021 60 págs.

Contra los clichés Por Agustín Calvo Galán Escribir poesía sobre eso que hemos convenido en llamar amor, sea lo que sea, es una tarea de alto riesgo: tenemos gran parte de la historia de la literatura universal hablando de ese mismo tema, aunque nos cansemos de decir que las comparaciones son siempre odiosas; y además los clichés y los lugares comunes en torno al sentimiento amatorio crean campos de minas en los que es muy fácil caer. Es decir que ser original hablando de amor y desamor puede ser una cuestión de vida o muerte literaria. Siete años después de haber publicado su último poemario, el recordado La balada de Molly Sinclair (2014), y tras haber navegado viento en popa por los amplios mares de la narrativa, Juan Vico nos presenta ahora en este Condición de los amantes un diálogo con la persona amada: «la / vida es una charla corregida» (pág. 15), y un antídoto contra las convenciones, las de la poesía y también las de la pareja o, mejor dicho, como una manera de reinventarse y volver al viejo camino, a la tentación irracional de escribir poesía; en otras palabras: «que / desencanto antiguo y tan sin tregua» (pág. 20). Digámoslo claro, la convención es la antipoesía y también el antiamor. Vico inicia su búsqueda desde la ironía sobre sí mismo: «Soy / otro fraude resumiendo» (pág. 16); utiliza simbología clásica: «Y entonces tú, gacela insomne, / dime dónde temblarás» (pág. 18); se rinde a la aliteración: «cultivar zarzas de azares» (pág. 27); o se atreve con la alteración sintáctica, como en el largo poema central, titulado «La fiebre», en el que, además, ha prescindido de los signos de puntuación. Este poema comienza con un «cómo» y acaba con otro «como» comparativo; tras dicha palabra el lector deberá continuar la frase si le apetece, Vico nos da esa libertad. Pero no dejemos este denso poema, «El borrón de

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tu presencia», le dice a la amada: el borrón es entonces la poesía, la tachadura, el trabajo, también «la broma del tiempo». Porque el poeta sabe que la forma es fundamental para acceder el fondo. El poema «Mujer que camina», con un claro homenaje a Alberto Giacometti, se alarga en versos breves que dan forma en la página a una figura semejante a las que esculpió el suizo. Se presenta así al ser amado: «Tu esqueleto / me sostiene» (pág. 39), haciéndolo coincidir con la silueta de la poesía. Y, más adelante: «Muda / el mundo a tus pies / y aún me asombro» (pág. 41); también la corporeidad que vive y calla sella los poemas: «leo en tus palmas cerradas» (pág. 43). Aunque, por otro lado, la convivencia, el entendimiento a lo largo del tiempo entre dos personas, suele transformase en un teatrillo de complicidades y sobrentendidos en que el que los viejos amantes se desenvuelven con naturalidad: «La utilería / moderadamente novelesca / […] Digamos / por una noche / las más viejas frases hechas […], herida de su obviedad» (pág. 52). Al fin, Juan Vico ha salido indemne de su vuelta a la poesía; ha construido un libro sobre el amor, poético e interpretable, unas veces perturbador, otras apasionado, pero nunca autocomplaciente. Ese es, sin duda, uno de los grandes méritos de su obra: no dejarse arrastrar por el viento o por las modas, seguir un camino propio, aunque esté lleno de dificultades, aunque pueda provocar cierta sensación de incomprensión. Las obviedades y la antipoesía seguirán ahí afuera, en los libros superventas, en las películas que siempre explican la misma historia, en los programas basura de Tele5, en los culebrones turcos; ahí las relaciones y el comportamiento de los protagonistas son, por encima de todo, previsibles. Los poemas de Juan Vico, felizmente, nunca lo son.


Recomendaciones de Quimera La guerra de los pobres Los inmateriales Óscar Marcano Pre-Textos, 2021

La novela de Óscar Marcano encierra un recorrido vital y un misterio. Con eso sería suficiente para mantener el interés del lector, pero el deleite del libro está en el ejercicio de buen estilo literario que representa la novela. Tras dos libros excelentes como eran Solo quiero que amanezca, libro de relatos, y Puntos de sutura, esta nueva obra de Óscar Marcano representa un nuevo reto del que sale absolutamente airoso. Un narrador excelente y una novela que fascina.

Las nubes

Juan José Saer Rayo verde, 2020

En el invierno de 1804, un joven psiquiatra ha de conducir a cinco pacientes a una moderna clínica mental en una caravana de treinta y seis personas (soldados, prostitutas y gauchos) a través de una pampa hostil en la que habrá de afrontar inundaciones, incendios, indios rebeldes y las tensiones entre sus propios compañeros de viaje. Utilizando la técnica del manuscrito recibido, Saer se sirve magistralmente de esta trama aventurera para explorar los límites de la realidad y la ficción, y para profundizar en aspectos como la inconsistencia del pasado, la insignificancia del hombre ante la naturaleza y la sutil línea que separa la cordura de la locura.

Éric Vuillard Tusquets, 2020

Si algo nos enseñan los libros de Vuillard es que la gran Historia se compone de pequeñas historias que a menudo ignoran los manuales. Son precisamente esos eslabones los que configuran y dan sentido a la cadena, más allá de nombres canónicos y de personajes más o menos conocidos. En La guerra de los pobres vuelve a mostrarnos una parte de esa Historia: la sublevación campesina en el sur de Alemania a comienzos del siglo XVI. Un relato apasionante sobre un levantamiento, una revolución. Y, de nuevo, lo lleva a cabo con un estilo magnético que tira de nosotros y nos arrastra.

Las voladoras

Mónica Ojeda Páginas de Espuma, 2020

Con una fulgurante trayectoria literaria a sus espaldas, el nuevo libro de relatos de Mónica Ojeda la confirma como una de las voces más potentes y singulares de la narrativa actual. En Las voladoras, la escritora ecuatoriana reúne ocho cuentos donde la mitología andina, la naturaleza, la belleza y el horror se imbrican en historias narradas con un estilo que roza lo poético. De esta colección de relatos inclasificables —donde el horror permanece escondido como algo inminente o que ha ocurrido ya, dejando su huella indeleble en los protagonistas—, destacan especialmente «Slasher» y «El mundo de arriba y el mundo de abajo», pero todos ellos son sin duda muy recomendables.

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R e c o m e n d a ci o n e s

El remitente misterioso Marcel Proust Lumen, 2021

Lumen publica estos nueve relatos inéditos de Proust —hallados en el fondo del editor Bernard de Fallois, que investigó los escritos póstumos del genio francés— acompañados de dos breves ensayos en los que analiza algunas de las fuentes y claves temáticas de la monumental En busca del tiempo perdido. Los relatos, obra de juventud, se pueden leer como un diario íntimo en el que el autor indaga sobre su propia voz literaria. Por ello, y por su temática claramente homosexual, nunca pretendió publicarlos, aunque acabaría incluyéndolos —muy transformados— en su obra magna. Una obra para los amantes de uno de los proyectos literarios más importantes del siglo XX.

Breve historia del marcapáginas Massimo Gatta Fórcola, 2020

En ocasiones, las historias no están donde pensamos, sino a un lado, en los márgenes. O, como en el caso que nos ocupa, en el centro mismo del libro, en la página en la que abandonamos un volumen momentáneamente para retomar su lectura más tarde. De eso se ocupa el libro de Gatta, de la historia de los marcapáginas, a través de un repaso fascinante que reúne menciones en diferentes obras y apariciones en diversos cuadros. Una forma novedosa y sugerente de acercarnos al inmenso placer de la lectura.

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George Lucas José Abad Cátedra, 2021

El pasado marzo se publicó esta delicia de libro a cargo del escritor especializado en cine José Abad. Después de dedicarle en 2018 un monográfico a Nolan en la misma editorial, en el que destacaba su carrera meteórica, ahora le toca el turno a George Lucas, ese gigante contemporáneo de Coppola, Scorsese y De Palma, junto a los que conformó el Nuevo Hollywood y una nueva manera de entender el cine. El estreno de La guerra de las galaxias marcará un antes y un después en la industria y abrirá un camino de no retorno. José Abad nos los explica con la amenidad y el rigor a los que nos tiene acostumbrados.

Medidas extremas Gemma Pellicer Renacimiento, 2021

Gemma Pellicer nos sorprende con su primer libro de aforismos. Su doble licenciatura en Filología Hispánica y Periodismo evidencia que ha convertido el uso de la palabra hiriente en bandera de un estilo cada vez más depurado. No hay que olvidar que esta autora ha publicado dos exquisitos libros de microrrelatos, La danza de las horas (2012) y Maleza viva (2016), y así se ve reflejado en uno de sus aforismos con toda una declaración de principios: «El microrrelato es una glosa (¿y qué literatura no lo es?)». Imprescindible para los amantes de los géneros breves.




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