Quimera Revista de Literatura | Número 434 | Febrero 2020

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Pierre o las ambigüedades Herman Melville

Pierre, joven agraciado por la fortuna y el talento, descubre un día que la imagen de su difunto padre no es tan venerable como le habían inculcado. A partir de ese momento su vida se convierte en una peregrinación hacia la derrota en la que el amor y la familia son actores principales y causa de sus males. Pierre, que mantenía una relación ambigua con su hermosa madre, antes de casarse con su novia llega a la conclusión de que tiene una hermana bastarda, lo que le plantea un dilema: proseguir el rumbo que su madre había trazado para él, o romper con su amable mundo arrostrando las consecuencias. Elige esto último, creando deliberadamente graves malentendidos que empujan a Pierre por el sendero de la desesperación. La sombra –también ambigua– del incesto se cierne sobre la obra, que a su vez ofrece una reflexión sobre el drama interno de todo escritor, no siempre capaz de verter sobre el papel las emociones y los sentimientos que le embargan.

Montesinos


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ColaborAN en este número:

Alejandro Alvargonzález, Enrique Benítez Palma, Bel Carrasco, Homero Carvalho Oliva, José Corredor-Matheos, Oriette D'Angelo, Carlos Fafián, Silvia Fernández Díaz, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, Hpschaefer, Cristian Jara Alvarado, Ogawa Kazumasa, Andrea Maceiras, Lola Moreno, Lola Nieto, Clara Obligado, Pablo Ottonello, Juan Peregrina, José de María Romero Barea, Misael Ruiz Albarracín, Orihito Ryuki Nagatsuka, Sol Salama, Juan Ramón Santos, Shigeru Tamura, Azusa Tanase, Thesupermat, José Antonio Vila, Ricardo Virtanen, Manuel Yllera Fotografía de portada y Dossier:

Mujer en estilo Ukyio-e, de Katsushika Hokusai (1760-1849). Rawpixel © Editor:

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Febrero 2020

La literatura japonesa está de moda. Se traducen, se publican y se leen gran cantidad de obras de maestros consagrados —sólo del clásico de Murasaki Shikibu Genji Monogatari hay tres ediciones recientes en castellano: Asociación Peruano Japonesa, Atalanta y Destino— y de nuevas promesas del ámbito literario nipón. Una literatura que cuenta con dos premios Nobel: Yasunari Kawabata y Kenzaburō Ōe, con grandes narradores como Natsume Sōseki, Jun'ichirō Tanizaki, Osamu Dazai, Ryūnosuke Akutagawa o Yukio Mishima y con grandes poetas como Matsuo Bashō, Yosa Buson, Issa Kobayashi o Taneda Santōka. Desde las páginas de Quimera queremos acercarnos a este mundo literario exótico y extraño de la mano de algunos especialistas en la materia, en un dossier, coordinado por nuestro colaborador habitual David Aliaga, que cuenta con la perspectiva múltiple de colaboradores españoles y japoneses. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA

Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

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Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El salón de los espejos

El holandés errante

Entrevista a José Corredor-Matheos – 4

Álex Chico.

Entrevista a Clara Obligado – 7

Museo de sombras (Segunda sala) – 50

Entrevista a Sol Salama – 10

El cielo raso literatura japonesa

El ambigú José Antonio Vila: Tiempos recios de Mario Vargas Llosa – 53

Carlos Fafián.

José de María Romero Barea:

Para leer Kokoro de Natsume Sōseki – 15

La ocasión de Juan José Saer – 54

Lola Moreno.

Juan Peregrina: Cuántos de los tuyos han muerto

Historia de Japón y depravación sexual – 17

de Eduardo Ruiz Sosa – 55

Orihito Ryuki Nagatsuka.

Alejandro Alvargonzález:

El grito silencioso de la ambigüedad de Japón – 20

La suerte de Omensetter de William H. Gass – 56

Lola Nieto.

Cristian Jara: Sobre literatura y vida (cartas,

La ternura que flota en una senda estrecha – 23

pensamientos y opiniones) de Antón P. Chéjov – 57

Azusa Tanase.

Rebeca García Nieto:

Yoshikichi Furui en los confines de la cotidianidad – 27

Maupassant y «el otro» de Alberto Savinio – 58

La vida breve

Decir mi nombre. Muestra de poetas contemporáneos

Silvia Fernández Díaz. Encuentros en el banco – 31

Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Homero Carvalho Oliva – 34

Einstein on the Beach

Alberto García-Teresa: desde el entorno digital de Martín Rodríguez-Gaona (ed.) – 59 Juan Ramón Santos: Obsolescencia programada de Víctor Peña Dacosta – 60 Andrea Maceiras: Manual para la comprensión del insomnio de Alicia Louzao – 61

Enrique Benítez Palma.

Misael Ruiz: Cabañas en el desierto de Teresa Shaw – 62

La llamada de los Mares del Sur – 35

José Ángel Cilleruelo:

José Antonio Vila. Semblanza del Diablo – 41

Cuaderno del Sur de Juan Pablo Roa – 63

Pablo Ottonello.

Max Hidalgo: Des en canto de Mario Martín Gijón – 64

¿Macedonio vive en Catalunya? – 44 Entrevista a Elisa Ferrer – 47

Recomendaciones – 65

Fe de erratas: en el número 433, la reseña de la página 59 es de Luciana Chait y no de Eduardo Ruiz Sosa; y en la página 64, la editorial que figura, Kokoro, no es la de Alcalá de Guadaira sino la de Barcelona.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a José Corredor-Matheos Texto: Ricardo Virtanen

El poeta José Corredor-Matheos, nacido en Alcázar de San Juan (Ciudad Real) en 1929, pero residente en Barcelona desde 1939, cumple noventa años. A la reciente edición antológica El paisaje se hace en el poema (preparada por Jordi Doce) se le une en próximas fechas una antología de sus sonetos y una edición de su poesía en la editorial Cátedra. Estamos de enhorabuena.

Acabas de cumplir, el pasado 14 de julio, noventa años. ¿Qué te ha deparado la vida? ¿Qué perspectiva te da esta edad de senectute? A veces me parece que suficiente. Veo que he trabajado bastante, quizá demasiado, y que, aunque me arrepienta de tantas cosas, no he obrado tan mal como podría haberlo hecho. Luego recuerdo lo que escribió Dámaso Alonso: «Los juicios sobre la poesía contemporánea carecen de validez […]. Nuestros juicios son justos dentro del fanal de la época. Pero son incomparables con los juicios críticos de lo pretérito». ¿Y quién es más contemporáneo mío que yo mismo? Otras veces no veo mi vida como algo distante, sino como presente. Esa es una sensación que tengo a menudo: que no la revivo, sino que la estoy viviendo. Hay vivos todavía algunos integrantes de una hipotética «generación de los 50», como Caballero Bonald, Francisco Brines o Antonio Gamoneda. Desde nuestra contemporaneidad, ¿cómo ves ahora aquella generación que empezó a publicar a principios de los cincuenta? Todavía está, estamos, como digo, demasiado cerca, pero creo que contiene excelentes y grandes poetas. Acerca de la cuestión de si se puede hablar de generación veo claro que, en este caso, sí. Por las circunstancias que nos han marcado: la guerra, con vivencias difíciles y situa-

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ciones de peligro, la larga posguerra, con todo, física, psíquica y culturalmente, escaso y deficiente. Luego la recuperación de la democracia y, con ella, la urgencia de una puesta al día, que quizá nos dio cierto impulso… Es una generación marcada por fuertes rasgos que son muy reales, no literarios ni convencionales. Algo semejante a lo que ocurrió, aunque en distintas circunstancias, a los miembros de las generaciones del 98 y del 27. En 2016 publicaste tus memorias Corredor de fondo. Algún crítico la ha considerado, en parte, un ajuste de cuentas por la gran crónica que significa sobre la Cataluña inmersa en la larga dictadura de Franco y las figuras artísticas que por este mosaico pasan. ¿Sentías necesidad de contar en primera persona tu punto de vista sobre todo lo acontecido durante este largo intervalo de tiempo? Digamos que con lo que ocurrió en Cataluña, donde he vivido, y también, aunque con menor intensidad, en el resto de España, puesto que iba con mucha frecuencia a Madrid, por mi trabajo en la editorial Espasa-Calpe. Pero no juzgo a las personas y si dejo constancia de actuaciones muy negativas de dos concretas, es porque consideraba necesario que alguien tenía que decir lo que digo, aunque no me habían afectado a mí personalmente. Sí, en cierto modo, trataba de dar mi punto de vista. En todo el recorrido de mis memorias he tratado de exponer lo que he conocido como testigo. Desde los años setenta, tu poesía se ha caracterizado por una conexión indudable con la poesía zen (Jorge Riechmann te denominó «el más budista de los poetas españoles»). ¿Qué queda actualmente en tu forma de vivir la poesía de aquella influencia extremo-oriental que iniciabas con Carta a Li-Po en 1975?


El Premio Nacional de Poesía a El don de la ignorancia (1995) vino a reconocer definitivamente tu obra poética, que se había iniciado en 1953, apartada varias décadas de antologías generacionales. ¿Piensas que tu poesía, a estas alturas del siglo XXI, se ha normalizado en el ámbito de tu generación poética? No lo sé. Veo que son bastantes los profesores, críticos, poetas destacados y amigos que la van valorando más, pero una valoración más amplia no sé cuál puede ser.

Lo que más me interesaba y me sigue interesando es la espiritualidad sin credos, dogmas ni ritos, que es, en el fondo, la que hay en el fondo de todas las religiones y que reflejan poetas de distintas culturas: una respuesta a la sed de absoluto. Más de una vez me han preguntado si soy creyente y contesto que creo, pero no sé en qué. Lo que queda de aquella influencia extremo-oriental es, pues, lo que me parece esencial para la poesía, la estética, la ética y la espiritualidad en general. Desde los mismos títulos de muchos de tus libros —Poema para un nuevo libro, Libro provisional, Y tu poema empieza— hasta tu poesía en general se observa un acercamiento a la metapoesía (que la poesía —o el lenguaje poético— hable del mismo proceso poético). ¿Qué te conduce a un proceso constante de metapoesía en tus versos? No sabría decirlo. Lo que sí deseo aclarar es que no creo que el objeto de la poesía sea la poesía misma. El poema surge libremente como respuesta a un impulso interior, no buscado. A veces buscas algo y terminas encontrando otra cosa. Si se trata de un poema que roza o consigue lo esencial, en el mejor de los casos, esa posible esencia de la poesía coincide con lo esencial de lo real.

Precisamente, el título de este libro, El don de la ignorancia, nos expone a las claras los membretes de tu poética, mixtura entre la filosofía extremo-oriental y el pensamiento occidental. ¿Crees que el poeta debe ignorarlo todo para poder crear? Creo que el poema empieza a surgir cuando el poeta está interiormente vacío. María Zambrano consideraba que el poeta se mantiene en vacío, en disponibilidad siempre, porque «hay presencias que no pueden descender en lo que está poblado por otras». A veces, a fuerza de concentración, buena voluntad y suerte consigues lo que en teatro se llama «entrar en situación» y te sale, voluntariamente, un poema. Pero, en los mejores casos, te sale, porque sí, algo que ignorabas y eres el primero en conocer. En alguna otra ocasión ya he dicho que el poema no es fruto de un acto voluntario, sino de un acto de obediencia. Y puedes saber cosas, incluso muchas, pero en el acto de crear lo has de olvidar todo. Y si cumples con una métrica determinada es porque la dominas, como el pianista, que no piensa qué teclas ha de tocar, sino que, simplemente, las toca, son tocadas como si no fuera por él. Eres un poeta manchego (naciste en Alcázar de San Juan), pero a los siete años te desplazaste con tu familia a Barcelona, primero a la localidad de Vilanova i la Geltrú y después a Barcelona capital. ¿Qué queda de tu pasado manchego y cómo vives actualmente tu relación con el ámbito cultural catalán, en el cual estás integrado desde hace más de cincuenta años? Podría decir que queda todo. Desde mediados los años cincuenta he ido muy a menudo a Alcázar. Por mi trabajo en la editorial Espasa-Calpe tenía que ir a menudo a Madrid y el fin de semana lo pasaba muchas veces

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a José Corredor-Matheos

allí. Y ahora voy también bastante, dos veces por felices compromisos: la Feria y la fiesta del Colegio Jardín de Arena, con los niños y los profesores, que es una de las mejores cosas, si no la mejor, que me ha dado la poesía. Y como voy con frecuencia a Madrid, me acerco con frecuencia a Alcázar. La Mancha es mucho para mí, y el capítulo que dedico a Alcázar y Castilla-La Mancha en mis memorias lo titulo «Volver sin haberme ido». Vivir en una gran ciudad te permite seguir sintiéndote de tu lugar de origen. Alcázar es para mí algo tan profundo porque es mi pueblo (aunque Isabel II le otorgó la condición de ciudad), y Barcelona mi ciudad, conurbación en la que, a ciertos efectos, te disuelves. Entre los años cincuenta y ochenta —aproximadamente— fuiste crítico de arte. Tu relación con los artistas plásticos ha resultado muy productiva en estas décadas: Dalí, Miró, Tàpies, Guinovart y un largo etcétera. ¿Mantienes alguna relación actualmente con el arte contemporáneo? Tengo mucha relación y, en ocasiones, colaboro con varias de las generaciones siguientes, en las que tengo excelentes amigos. Aclararé que con Dalí no tuve relación crítico-artista, sino la de editor-artista, porque dirigí dos libros sobre él. El trato con él fue bueno y cómodo, pero su obra, desde mediados los años treinta, en general no me interesa. En cambio, como escritor, es interesantísimo. Del arte que se está haciendo en Cataluña, al igual que en todo el mundo, me interesan muy pocas cosas. Es fruto de una desorientación general, un afán de llamar la atención, de provocar y banalizarlo todo, que se debe a la situación general de una sociedad en una crisis profunda. La poesía se salva en cierta medida porque está al margen de todo mercado, aunque ya a veces… Tu relación con los poetas catalanes ha sido muy productiva en los últimos sesenta años. De ahí nació Antología catalana contemporánea, Premio Nacional de Traducción en 1984. ¿Mantienes alguna relación actualmente con poetas catalanes de las últimas generaciones? Mi relación con la cultura catalana es buena y formo parte del paisaje, al que he hecho cierta aportación. Con los poetas en catalán tengo buena relación y cuento entre ellos con grandes amigos. Desgraciadamente,

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el procés lo perturba todo y, por ejemplo, en Barcelona, en la semana del mes de mayo dedicada a la poesía ya no cuentan con los que escribimos en castellano, salvo en algún caso, vete a saber por qué. Hay otras ciudades en las que se celebran lecturas de poesía y no se cuenta con nosotros, mientras que en otros lugares no hacen ninguna distinción. Como en tantas otras cosas, depende de cómo son los organizadores como personas y hay bastantes que, sabiendo cómo eres y cómo escribes, te reciben muy bien. Está a punto de publicarse una edición de tus sonetos, forma estrófica que trabajaste en tu primera etapa poética, con algunas aportaciones en las últimas décadas. ¿Qué va a sumar a tu poesía completa esta edición, preparada por el profesor J. M. Balcells, y qué aporta al conjunto de tu poesía el uso de estrofas clásicas como el romance o el soneto? No es completa, sino una selección de setenta y siete sonetos, pero se trata de la mayoría de los que he escrito. Hubo un tiempo, sobre todo cuando empecé a escribir poemas, en que hice muchos. Me gustaba y creo que es un buen ejercicio: como escalas pianísticas. No parece algo propio de nuestro tiempo y acaso es básicamente así, pero me parece completamente legítimo que, en ciertos momentos, los hagas. Más tarde no es técnica que haya practicado mucho, pero, por una razón o sinrazón, la he utilizado. En El don de la ignorancia hay dos sonetos y dos sonetillos, pero, como desde hacía tiempo escribía poemas de metro corto, no quería que el encontrarse con versos más largos distrajera al posible lector y los partí en dos. Creo que en el conjunto de mi poesía es algo a considerar, porque hay bastantes sonetos que pueden tener interés, pero hace tiempo que no constituyen parte fundamental. Asimismo, tu poesía va a entrar en la editorial Cátedra. ¿Qué impresión te supone este hecho? Fue una gran noticia para mí y me alegró mucho, claro. Se trata de un reconocimiento que agradezco profundamente. ¿Cómo definiría un poeta decano la poesía? Creo que no tiene definición posible, pero me parece ver que la poesía establece relaciones entre lo que es diferente, revelando la profunda unidad.


Entrevista a Clara Obligado Texto: Eva Díaz Riobello Fotografía: Manuel Yllera ©

Bonaerense de nacimiento y madrileña de adopción, escritora, exiliada política, madre, profesora, antóloga y agitadora cultural. Son muchas las vidas que ha acumulado la escritora Clara Obligado desde que abandonó Argentina huyendo de la dictadura. En su último libro, La biblioteca de agua (Páginas de Espuma, 2019), narra su vínculo con Madrid a través de catorce sugerentes relatos.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Este libro que homenajea a tu ciudad adoptiva, Madrid, concluye una trilogía que comenzó con El libro de los viajes equivocados, ganador del premio Setenil, al que siguió La muerte juega a los dados, que transcurría casi por entero en tu Argentina natal. ¿Qué supone para ti cerrar este círculo? Me produce una cierta melancolía. Siento que abordé tres temas —Europa y la crisis, mi historia en Argentina y la historia de Madrid— con tres estructuras distintas. Y que conseguí algo que me gustó: un género mestizo, o anfibio, entre cuento, novela y microficción. Es una manera de contar que abre mucho el objetivo, permite cosas que yo no esperaba e implica al lector, lo despierta sin obligarlo a hacer una lectura excesivamente compleja. Pero creo también que esta forma de escribir funciona y que la he llevado a mi límite, de modo que ha llegado el momento de probar otras aventuras. Es posible que mucho de lo que investigué permanezca en mi escritura, pero me parece que no es un buen camino anclarme en esta forma de narrar. Todo proceso creativo implica cierta investigación formal, así que es hora de seguir andando en otra dirección. Los relatos del libro empiezan en el presente y fluyen hacia el origen más remoto de la ciudad. También pueden leerse de atrás hacia delante, como un palíndromo. ¿A qué se debe esta estructura? Es una estructura palíndroma que, de alguna manera, contraviene el fluir del tiempo tal y como lo entendemos en Occidente. No hay una lectura lineal de la historia, una sola, sino que pensar una ciudad implica leer en capas que se imbrican, se funden o se separan. Por eso escribí un libro donde el lector puede elegir su propia dirección temporal, avanzar o retroceder, leer a los saltos. Es similar a lo que nos ocurre cuando entramos en una ciudad: hay capas de la memoria que fluyen y nos asaltan, se entrecruzan. Me pareció que esta estructura se asemejaba a la perspectiva de un paseante que avanza y retrocede, y cuyo tiempo vital difiere en cierta medida del tiempo dibujado en la ciudad. Si buscara un símil pictórico, diría que el orden del libro establece un pentimento, donde cada capa se superpone y esconde la anterior. Y serán las historias las que permitan que aparezcan por debajo las transparencias que dibuja el tiempo. Me pareció que era

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una estructura muy adecuada para narrar la ciudad —ya sea Madrid o cualquier otra—, donde la historia se ha dibujado sin que seamos conscientes de ello. Madrid, y concretamente su barrio de las Letras, es la gran protagonista de La biblioteca de agua, una ciudad que has visto cambiar durante cuarenta años, desde la Transición hasta el boom turístico actual. ¿Hacia dónde sientes que está evolucionando la capital en estos tiempos tan convulsos? Es difícil decir hacia dónde evoluciona una ciudad, porque su historia está sujeta a continuos vaivenes. Si me centro en una mirada de lo evidente, diría que he visto cambiar el barrio de las Letras varias veces. Cuando lo conocí, a finales de los setenta, era un barrio oscuro y bastante pobre, con casas que aún no tenían baño, o que lo tenían en la cocina. Allí estaba viva la guerra, en las paredes talladas por la metralla o en la tristeza de la gente. Luego fue cambiando con la Movida y llegó el momento del olvido. El barrio expulsó a los vecinos de toda la vida, las casas subieron de precio y empezó a ponerse de moda. Aterrizaron el ruido y la droga, el uso del espacio no como lugar de residencia, sino de ocio. Esta tendencia ha ido creciendo y hoy el centro de Madrid resulta inhabitable. Esa es la triste verdad. Las casas son carísimas y, en su mayoría, sirven para que


Entrevista a Clara Obligado

los especuladores las conviertan en pisos turísticos. Los comercios de toda la vida se transforman también en lo que los turistas desean, mientras que la protección oficial es nula. Es un barrio bonito, qué duda cabe, pero cada vez más vacío de contenido. Es muy triste verlo así, pero, si se aplica la ley del mercado neoliberal sobre las zonas más bellas de las ciudades, pronto sólo quedará la cáscara de lo que fueron: una escenografía cuidada para que paseen los turistas, pero carente de sentido si se la observa en profundidad. En «Lo que no se recuerda» hablas de un Madrid «superpuesto a otro que ya no existe, y a otro, a otro…». En tus cuentos hay una clara intención de rescatar la memoria de una ciudad que parece querer dejar su pasado atrás a marchas forzadas… Madrid es una ciudad con una desmemoria notable. Por resumirlo de alguna manera, ni siquiera hay una placa que recuerde al fundador de Madrid e incluso la propia historia de su fundación permanece en un terreno incierto para la mayoría de los madrileños. Tampoco hay placas que recuerden la guerra, es como si el borrado y la desmemoria fuesen una manera de afrontar lo que sucedió. Por ejemplo: no hay ninguna placa en la Puerta del Sol, en la sede de la Comunidad de Madrid, que durante el franquismo fue una cárcel, la temible Dirección General de Seguridad. Estaría bien recordar esas cosas. Yo creo que es una pésima idea borrarlas y sobre ello escribo. En el cuento «Lo que no se recuerda» hablo de cómo la negación del pasado produce cierta incapacidad para afrontar el presente, una incapacidad psicológica que nos hace un poco cobardes. Es un tema que me interesa mucho, tal vez porque soy argentina y en mi país se ha luchado mucho por preservar la memoria y reparar lo que sucedió. Ojalá que algún día esto también sea posible en Madrid. Para preparar esta colección de relatos realizaste una gran labor de investigación sobre los orígenes de la ciudad, su historia y sus personajes, que se entretejen con tus propias experiencias. De todas las anécdotas que cuentas, ¿con cuál te quedarías? Me interesó muchísimo el origen acuático de Madrid, una palabra que significa ‘la madre de las aguas’, y

también la idea de que en el Retiro había una especie de sabana con animales como el famoso Hispanotherium matritense, un rinoceronte que vagaba por lo que hoy es el barrio de las Letras. Me gusta imaginar lo que está debajo del asfalto, lo que no vemos pero que nos sostiene. También me resultó muy interesante la reconstrucción de la guerra en el barrio: ahora sé distinguir qué edificios fueron bombardeados y cuáles no. Es curioso cómo se aprende a «leer» las ciudades cuando estudiamos su origen. Fue una experiencia muy interesante, más teniendo en cuenta que yo soy extranjera y que tuve que estudiar mucho más que si hubiera nacido en Madrid. Llama la atención el relato en el que aparece sor Marcela de San Félix, la hija poeta de Lope de Vega, de la que no se hace mención en los libros de literatura, al igual que muchas otras autoras que han empezado a ser reivindicadas en los últimos años. ¿Queda aún mucho por hacer? No sabemos cuánto queda por hacer, pero sin duda esos encuentros con escritoras que no habían sido casi mencionadas son muy enriquecedores. Descubrir, por ejemplo, que Elena Fortún —una autora que yo leía de pequeña en Argentina— había vivido a la vuelta de mi casa me conmovió; o encontrar a Luisa Carnés, una escritora interesantísima que murió en México; o leer las historias de las hijas de Lope y de Cervantes, ya que a menudo se piensa que el Siglo de Oro fue un movimiento en el que sólo hubo hombres. Nos falta la mitad de la Historia, sólo la hemos contado en masculino. Sin duda la suma de la perspectiva que falta va a ser muy interesante. Entre los cuentos de La biblioteca de agua también se cuela algo de microficción y está reciente la publicación de tu novela Salsa. ¿Qué género tienes pensado abordar en tu próximo proyecto? No tengo demasiado claro en qué estoy trabajando. La verdad es que estos tres volúmenes de cuentos cierran un ciclo y sé que voy a ir por otro camino. De todas maneras no creo que vuelva a un género en el sentido tradicional. Me gusta la investigación, pero estoy caminando un poco en la oscuridad. Esperemos que se haga la luz.

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Entrevista a Sol Salama Texto y fotografía: Eva Díaz Riobello

Quedamos en la librería madrileña Tipos Infames con Sol Salama, editora y cabeza visible de la Editorial Tránsito desde su nacimiento, hace poco más de un año. Pocas veces una nueva editorial ha aterrizado con tanta fuerza en el mercado español y ha dado tanto que hablar en sus primeros meses de rodaje. Dos de sus títulos más recientes destacan sobre la mesa de novedades de la librería y Sol los ojea brevemente antes de sentarse a charlar.

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¿Montar una editorial independiente en España, con un sector bastante saturado y una crisis económica en ciernes, es de locos o de genios? Yo creo que es más difícil para las editoriales que estamos surgiendo ahora que para las que nacieron durante la anterior crisis, porque entonces había menos editoriales pequeñas. Las que nacieron hace ocho años se han consolidado, porque no se había producido el boom de editoriales nuevas que ha habido en los últimos tres años. No creo que esto sea de locos ni de genios. En efecto, creo que las editoriales que estamos naciendo ahora tenemos más riesgo y, en ese sentido, puede que esté un poco loca (pero viva la locura). En mi caso es más una actitud ante la vida. Por un lado, no me va la cobardía y, por otro, nunca he soportado el «Y si…» en ningún ámbito de mi vida. Tránsito nace después de la muerte de mi padre, que era alguien vital para mí. Él era profesor de Literatura y Teatro, me leía desde pequeña y luego, cuando enfermó, le leía yo a él. Hasta que dejó de tener conciencia le subía El País al hospital, le leía, le llevaba libros… Estaba muy orgulloso de mí porque había empezado a trabajar en Penguin. La literatura y los libros eran el vínculo más fuerte que había entre nosotros. Y nuestro proyecto era montar una editorial cuando él se jubilara. En ese contexto sí, yo tenía cierta sensación de que lo que iba a hacer era una locura y era muy arriesgado, pero es que no tenía sentido hacer ninguna otra cosa. Hubo un momento en el que pensé: «¿Qué más da todo? Si sale mal, ¿qué es lo que puede pasar? ¿Que haya adquirido un montón de experiencia y tenga que volver a trabajar en un gran grupo? Pues trabajaré y lo haré mejor». Lo peor que me podía ocurrir, que la editorial no fuese bien, no era tan grave. Después de un dolor tan grande, montar Tránsito era lo único que tenía sentido para mí. Describes el catálogo de Tránsito como «narrativa literaria y salvaje». Eso dice mucho de ti como lectora. La verdad es que sí. Nunca he sido una lectora de libros comerciales. Mi padre me leía de pequeña a los autores latinoamericanos y así crecí ya un poco jodida, en el sentido de: «Esto es lo que hay». Lo de los libros salvajes es muy importante porque es un término que le robé —con su consentimiento y con mucho cariño— a Lara Moreno, que imparte un taller de escritura salvaje del que fui alumna. Le robé el apelativo de «libros salvajes»

para poner nombre a algo que yo ya sentía y que antes definía como «literatura descarnada». En realidad son diferentes formas de llamar a libros con un contenido fuerte que apela directamente a lo emocional, que hablan de heridas —como le oí decir hace poco a Delphine de Vigan—, pero de una manera incómoda. Alguien me llamó en una ocasión «editora incómoda» y, la verdad, no me importa serlo, porque los libros que más me han marcado y ayudado siempre me han revuelto mucho. Ahora que tengo un proyecto propio, en el que estoy invirtiendo mi dinero, obviamente mi huella como lectora va a verse reflejada en mi catálogo. Los libros que más me han acompañado y marcado en mi vida son esos que dejan sin aliento, porque ahondan en el lado oscuro del ser humano. Como dice Lara Moreno, son libros que nacen de la necesidad de escribir, de un lugar tremendo. Y en verdad no se sabe mucho si ayuda escribirlos, pero leerlos en todo caso sí. Un año después de su nacimiento, no hay duda de que Tránsito ha hecho bastante ruido en el sector. ¿Cuál es tu balance desde dentro? Estoy abrumada, contenta y asustada a partes iguales. Me dicen y se escucha que Tránsito ha sido un pequeño fenómeno en el mundo editorial. Yo soy editora desde hace sólo un año, pero llevo mucho tiempo en el mundo de los libros, leyendo y manteniéndome al tanto de lo que ocurre en el sector, y sí, estoy de acuerdo. No conozco muchas editoriales que empiecen y ya en el primer año aparezcan en El País, en El Mundo, en los suplementos, en las radios, en los digitales, en las redes sociales… O lo que ha ocurrido con los lectores y me pasa en la calle, que entro en un café cualquiera y una chica me reconoce, o un chico me dice que tiene un libro de mi editorial. Soy consciente de que esto no es normal. Yo hace un año era una chica a la que le gustaban mucho los libros, fui a un gestor y monté una SL. Después fui a mi casa, abrí el ordenador y me puse a buscar libros. Cuando tuve los derechos de cuatro y había pagado el anticipo, se los presenté a una distribuidora. Esto ocurrió hace algo más de un año. El hecho de que tan poco tiempo después las cosas estén así abruma a cualquier persona. Pero además, yo tengo el pálpito de que una cosa que empieza tan bien, ojo, hay que ver por qué está yendo así de bien y en qué momento va a caer. Yo no quiero que eso suceda y es como si de repente tuviera que trabajar muchísimo para que no caiga rápido, más que si la editorial hubiera

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Entrevista a Sol Salama

tenido un comienzo más normal. Por otro lado, cuando me cruzo y hablo con otros editores más veteranos, me dicen: «Ojo, que has empezado muy bien, espera al quinto año, esto era más o menos lo fácil. A partir de aquí todo va a ser más difícil porque ahora estás con seis libros, pero ya verás cuando tengas dieciséis y no tengas aún suficiente dinero para pagar una nómina. Vas a tener muchísimo más trabajo, vas a seguir bastante sola y no te va a dar la vida. Si ahora dices que no te da, espérate a entonces». Así que no es que yo sea negativa, más bien soy hiperrealista, por eso estoy un poco asustada con lo que viene. Y mi balance es que mi vida ha cambiado por completo: no sólo porque perdí a mi padre, sino porque no recuerdo bien cómo era mi vida antes de Tránsito. Hay mucho menos ocio, mucha menos vida social, tengo jornadas de dieciséis horas de trabajo, ya no leo igual que antes ni leo las novedades editoriales. Y a pesar de eso estoy contenta, he hecho lo que quería hacer. Aparte de asustada y abrumada, estoy feliz. Siento una colisión de emociones. Hasta ahora se ha dado la coincidencia de que el catálogo de Tránsito lo conforman autoras, principalmente latinoamericanas. ¿Cuáles son los títulos que han tenido una mejor o más sorprendente acogida? Ninguno de ellos es extremadamente comercial, pero la respuesta a todos ha sido buena. Por ejemplo, cuando dije en mi entorno que había elegido La azotea, de Fernanda Trías, para abrir el catálogo de mi editorial, la gente me decía que estaba loca por tratarse de una autora uruguaya y desconocida. Sin embargo, ya va por la cuarta edición y no hago tiradas precisamente pequeñas. La azotea ha golpeado España. Ha sido un fenómeno, lo han reseñado en medios importantes y no he dejado de hacer clubes de lectura con él. El último fue hace un mes. Curiosamente, también ha tenido muy buena acogida Primera persona, de Margarita García Robayo. Yo publiqué ese libro con un amor y una pasión inmensas, porque me llega tremendamente, lo tengo subrayadísimo. Hay una honestidad en él… dice cosas que yo creo que muchas mujeres pensamos y no nos atrevemos a verbalizar, es un libro valiente. Es curioso porque, al tratarse de un conjunto de narraciones, lo publiqué con miedo —ya que el relato en España es un género que no funciona tan bien como la novela—, pero lleva ya tres ediciones. Creo que va camino de vender más ejemplares que La azotea.

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¿Y hay algún autor al que te gustaría publicar en el futuro? Creo que en el futuro publicaré a escritores, pero por ahora no. Tengo la suerte de haber podido montar una editorial bajo mis criterios, aunque es cierto que no quería que el hecho de publicar solamente a autoras fuese mi bandera. Pero habiéndome dejado la voz en las calles como activista feminista durante mucho tiempo, tengo muchas ganas de aportar mi granito de arena, ahora que cuento con un proyecto personal y propio, ya que no veo que las mujeres hayamos llegado a la paridad en los catálogos editoriales, ni en las mesas de novedades, ni en las conferencias, ni en los premios.


Así que durante un tiempo —el que yo considere necesario o me apetezca— voy a seguir publicando sólo autoras. Esto puede cambiar en el futuro y espero que cuando yo decida ese cambio también sea bien acogido, pero por ahora no lo tengo pensado. Katixa Aguirre es la primera escritora española que publicas con Las madres no, una novela que reflexiona sobre maternidad y creación. Coincide con la aparición de numerosos libros que desde hace tiempo abordan la maternidad desde perspectivas diferentes, como El vientre vacío, de Noemí López Trujillo o La mejor madre del mundo, de Nuria Labari. ¿Estamos asistiendo a la consolidación de un nuevo canon? El título Las madres no es parte de una cita de Susan Suleiman: «Las madres no escriben, están escritas». Y sí, desde hace tiempo se está escribiendo muchísimo más sobre la maternidad, tanto desde el punto de vista de «las buenas madres» como desde el punto de vista osado, valiente, que quiere hablar de lo oscuro o de otras perspectivas sobre la maternidad que se alejan de lo dulce, lo bueno, y tienen más que ver con lo que nadie se atreve a verbalizar y a narrar por miedo a que te señalen como una madre que reniega. Es verdad que en los últimos tiempos hay varios libros que han sumado bastante, como el de Nuria Labari, que a mí personalmente me gustó mucho porque no tenía precedentes. Y en este sentido creo que el de Katixa tampoco los tiene. Estos libros se pueden relacionar entre ellos, pero en verdad no tienen nada que ver unos con otros y ninguno tiene precedentes. El libro de Katixa es una mezcla de thriller y ensayo, arranca con un infanticidio y de ahí surgen dos tramas distintas. No sólo habla de la maternidad, habla de muchas más cosas. Los lectores que lo acaben se darán cuenta de que este libro constituye una defensa de la infancia y denuncia la desprotección de los niños. ¿Qué novedades nos reserva Tránsito para 2020? En febrero tenemos previsto publicar Las estrellas, de Paula Vázquez, una escritora argentina que vive a caballo entre Barcelona y Buenos Aires. Es una novela corta que trata sobre el duelo de su madre, escrita con una templanza y una belleza abrumadoras. En marzo publicaremos el nuevo libro de Caroline Lamarche, que aún

se está traduciendo (el título en francés es Nous sommes à la lisière). Me apetece ser una editorial que cree y apuesta por sus autoras, no publicar obras sueltas. Además, ellas están contentas de cómo las hemos tratado en Tránsito. Por ejemplo: como la novela de Caroline Lamarche ganó el premio Goncourt, tuvo ofertas de otras editoriales españolas, pero ella dijo que quería publicar conmigo. Eso es muy bonito. En la editorial llevas todo, desde la lectura y selección de manuscritos hasta los temas económicos o la prensa. ¿Qué es para ti lo más arduo de la labor editorial? La distribución es una cosa que a mí me pilló desprevenida. Tuve que aprender cómo funcionaba y es muy compleja, hay que currársela día a día. Ahora intento tener cada vez más contacto con librerías de otras provincias, aprender cuáles son las que mejor encajan con la línea editorial de Tránsito en otras ciudades y pueblos, escribirles, preguntarles si conocen nuestros libros y, si no es así, llamar a mi distribuidora para que nos presente. Eso supone una enorme cantidad de tiempo y un desgaste tremendo. Luego la prensa también es una actividad constante. No se trata de mandar una nota de prensa cuando se publica un libro, se trata de fijarte en quién escribe cosas en la línea de los libros de Tránsito, seguirles en las redes, contactar con los periodistas, presentarles mi editorial de manera que llame su atención —porque reciben cientos de mensajes diarios—, si no te hacen caso, insistir… Son labores que requieren de mucho tiempo y mucha energía, cuando en verdad yo tendría que estar leyendo manuscritos. Eso es lo más importante en mi trabajo y tengo poco tiempo para hacerlo. A veces empiezo a leer a unas horas en las que estoy exhausta. He llegado a concentrar muchísimo trabajo en pocos días para poder dedicar otros dos exclusivamente a leer. ¿Cómo te ves dentro de unos años? Espero haber podido crecer un poco y haberme asentado lo suficiente como para invertir varios miles de euros en un par de programas de software importantes que me permitan trabajar mejor, y también para pagar una nómina digna a una persona que trabaje conmigo, simplemente para vivir más calmada. Tengo la certeza de que estaré con muchísimo estrés y tendré una vida muy atropellada, porque al final así es la vida de un editor independiente que tiene una editorial pequeña.

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Literatura japonesa

Para leer Kokoro de Natsume Sōseki Carlos Fafián – 15

Historia de Japón y depravación sexual Lola Moreno – 17

El grito silencioso de la ambigüedad de Japón

Orihito Ryuki Nagatsuka – 20

La ternura que flota en una senda estrecha Lola Nieto – 23

Yoshikichi Furui en los confines de la cotidianidad Azusa Tanase – 27

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El cielo raso

Para leer Kokoro de Natsume Sōseki Por Carlos Fafián Cuando en septiembre de 1912 el general Nogi Maresuke cometió seppuku junto a su mujer, dejó a todo Japón perplejo y consternado. Era un suicidio ritual, inesperado. Como mandaba la tradición, el general Maresuke se acuchilló el estómago con una hoja corta y murió desangrado. Desaparecía así el héroe de las guerras sino-japonesa y ruso-japonesa, que se suicidó siguiendo en su muerte a Murushito, el emperador Meiji, su señor, como era tradición entre los samuráis de antaño. Aquel suicidio entristeció al país entero e incluso hizo que muchos ciudadanos le imitaran y acompañaran a sus dirigentes también en su destino. Pese a aquel hecho, Japón había cambiado enormemente en aquellas últimas décadas. De ser un país pobre y aislado durante dos siglos, había pasado a ser una potencia que podía rivalizar casi con cualquiera. La apertura a Occidente y la inmersión en la cultura y técnicas occidentales habían sido los principales cambios introducidos desde la entrada de la nueva dinastía, en 1867. Había sido un cambio fulgurante, tan rápido que asombró al resto del mundo. Uno de los artífices de aquel cambio de paradigma para Japón había sido precisamente el general Nogi, con sus victorias frente a potencias como China y, especialmente, contra la Rusia Imperial, en la guerra de 1905. Pero en aquel nuevo Japón de la era Meiji habían cambiado otras cosas, también en lo cultural y lo literario, y apenas dos años más tarde, en 1914, el novelista Natsume Sōseki publicaría Kokoro en el diario Asahi, un hito fundamental en la literatura nipona. Natsume Sōseki era un hijo de su tiempo, de la restauración Meiji. En los primeros años de aquella apertura (él había nacido en 1867), el futuro novelista cabalgó entre la cultura tradicional japonesa y los nuevos hábitos culturales, importados en gran parte desde Occidente. Este cambio, la nueva filosofía y el choque cultural, que impregnan su obra, aunque sin constituir tema central,

son un testimonio de un gran valor para comprender mejor aquel momento histórico. Fue un punto de transición, un paradigma del cambio que convierte su obra en fundamental para entender ese tiempo. Japón atesoraba una extensísima tradición literaria, bella y sofisticada, e incluso se cuestiona que la primera novela moderna pueda ser la Genji Monogatari (La historia de Genji), escrita hacia el año 1000 de nuestra era. Sin embargo, y a pesar de las continuadas creaciones literarias, especialmente para el teatro kabuki y nō, la obra de Sōseki surgirá en un tiempo de cierto vacío de obra literaria original. Será él, junto al escritor Mori Ōgai, muerto en 1922, el que consolide un cambio decisivo en la literatura japonesa. Llegan pronto dos corrientes artísticas occidentales como son el Romanticismo y el Naturalismo en aquellos primeros años de la dinastía Meiji. Sería el Naturalismo, la más contemporánea de las dos, la que más influiría en la escritura de Sōseki. Pese a esta influencia literaria occidental (francesa, inglesa, rusa), sería un error pensar que con Sōseki estamos frente a un simple postnaturalista que imita con habilidad japonesa la técnica extranjera. Sōseki tiene una voz propia y, aunque comparte algunos rasgos del Naturalismo —como es el ambiente social o la profundidad psicológica de los personajes—, sabrá dotar a sus libros del profundo influjo de la tradición y la cultura que impregnará y dará vigor a cada una de sus páginas. Uno de los valores que consolidará a Sōseki es el profundísimo espectro de su evolución, que iría desde Soy un gato (Wagahai wa neko de aru), su primera novela, de 1905, a Luz y oscuridad (Meian), la última, de 1916. La primera pasa por ser una novela de crítica social ambientada en un ambiente puramente costumbrista, mientras que la última es una construcción milimétrica de la psique de un matrimonio condicionado por la sociedad, fruto de la experiencia de sus anteriores novelas. En apenas doce años, tenemos en Sōseki todos los cambios y matices que otros autores desarrollarían en

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El cielo raso

. Carlos Fafián. Para leer Kokoro de Natsume Sōseki

varias décadas. Será una obra en continua profundización, cambiante. A partir de Soy un gato y Botchan, novelas más ligeras y satíricas de 1905 y 1906, d ­ ecidió explorar un territorio más profundo y personal que llegará con su trilogía formada por Sanshiro, Daisuke y La puerta —publicadas entre 1908 y 1910—, con las que alcanzará unas cotas de madurez y virtuosismo impensables en tan poco tiempo. Crea un tipo de formato narrativo que une a las tres novelas. Un mismo tipo de historia, con personajes diferentes, desarrollada en tres etapas correlativas de la vida. Ahonda en la psicología de unos personajes en los que seguirá profundizando en Más allá del equinoccio de primavera (Higan sugi made), de 1912, que será la base sobre la que conformará su novela más notable: Kokoro, de 1914. Kokoro (心 ó こころ), si lo intentamos traducir, significaría corazón, aunque en japonés cobraría otros sentidos como mente, alma o sentimiento de las cosas. Es tal la complicación de intentar traducir la palabra kokoro al español que ninguna editorial se ha atrevido a cambiar el título (hay ediciones de Gredos en 2003 e Impedimenta en 2016), dejándolo con el rimbombante sonido original japonés. Sōseki dividió Kokoro en dos partes con una correlación temporal, aunque sólo tienen un personaje en común. La novela se inicia con el narrador principal de la historia explicando el inicio de su amistad con Sensei. Significa sensei ‘maestro’, aunque este personaje no es más que un erudito solitario y recibirá este nombre sólo en boca del personaje central: Yo. La segunda parte es una larga carta que Sensei le envía al protagonista explicándole su vida y las razones principales de su inminente suicidio. Esta segunda parte, de carácter epistolar, podría ser considerada una única novela en sí misma. La primera historia —que acaba en el punto en el que el protagonista comienza a leer la carta de Sensei— no se retoma después, quedando en un punto álgido sin retorno. Esta es una técnica narrativa que reproducirá más tarde en Más allá del equinoccio de primavera, aunque será en Kokoro donde este recurso encontrará un mayor sentido y perfección. En la primera parte se nos mostrará la humanidad de Sensei, a los ojos de un narrador muy sólido. En esta primera parte Sensei sólo nos dejará una pista de su fatal desenlace: una absoluta falta de fe en la humanidad. Todo esto es un mecanismo para perfeccionar el perfil

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psicológico de sus personajes, algo a lo que Sōseki suele prestar bastante atención en sus novelas, aunque indiscutiblemente con una mejor habilidad a partir de Más allá del equinoccio de primavera en adelante. El detonante del suicidio de Sensei será la historia de un triángulo amoroso en el que un gran amigo suyo —al cual sólo nos dejará conocer por su inicial, «K»— y él participarán. Conociendo los sentimientos de K, Sensei tomará la delantera y pedirá la mano de la amante de K para evitar que lo haga su amigo. Este hecho y el sentimiento de traición, entre otras cosas, provocarán que K termine suicidándose y la sensación de culpa que atormenta a Sensei. Kokoro es una novela visceral que trata con coherencia y sensibilidad la desconfianza, el egoísmo y la culpa. El sentimiento de la enfermedad y la muerte inminente planea una y otra vez en la novela. Probablemente Sōseki quisiera plantear el tema de la muerte por los padecimientos que le causaba una úlcera de estómago, que lo dejaría en cama durante meses y que lo llevaría a la tumba dos años después de publicar Kokoro. ¿Cuál es la mejor muerte? ¿Postrado en la cama por una enfermedad? ¿Suicidándose con honor? Parece una diatriba extraña para los occidentales. Pero esta será la forma de ver con otros ojos ya no sólo la novela Kokoro, sino la literatura japonesa de la época o incluso de décadas más tarde (Mishima). Ni en Oriente ni en Occidente se ve con buenos ojos el suicidio, pero es indiscutible que en Japón existe una aproximación mucho más amable que en Occidente bajo determinadas circunstancias. El seppuku es —todavía en nuestros días— un hecho admisible para la cultura japonesa. Sōseki conseguirá aglutinar con su obra todas las variantes de la literatura y la cultura japonesa bajo una forma narrativa occidental. Dentro de la órbita tradicional, y como fiel seguidor de la religión budista que era, se situará en el centro de dos caminos: defendiendo los valores tradicionales, pero alejándose del extremismo de ultranacionalismo en el que se precipitará el Imperio japonés pocos años más tarde. De sus mismas palabras, en la conferencia titulada «Mi individualismo» dirá que no se puede hacer todo por la patria, no se puede «comer» o «ir al baño» por el bien de la patria. Apenas veinte años después de su muerte —ya bajo el reinado de Hiro Hito, nieto del Emperador Meiji—, ese fervor patriótico llevaría a Japón a una destrucción y un holocausto imposibles de intuir pocos años antes.


Historia de Japón y depravación sexual La enmascarada vida del señor de Musashi, de Tanizaki Jun'ichirō Por Lola Moreno Tanizaki Jun'ichirō (Nihonbashi, 24 de julio de 1886 Yugawara, 30 de julio de 1965), uno de los escritores japoneses más relevantes del siglo XX, piedra angular de la novela contemporánea japonesa, eterno candidato al Premio Nobel, resulta fascinante desde su fecha de nacimiento, en la era Meiji (23 de octubre de 1868 - 30 de julio de 1912), un período absolutamente trascendental en términos históricos, ya que supone el fin del sistema feudal y el nacimiento del Japón moderno. La era Meiji y el nacimiento del Japón moderno Bajo el reinado del emperador Mutsuhito, el país acomete la reestructuración de sus sistemas político, económico y social que trae consigo la modernización,

de modo que, a su muerte, en 1912, Japón ha dejado de ser un Estado feudal para convertirse en potencia económica mundial de primer orden en un lapso de cincuenta años. La apertura del país al comercio e influencia occidentales se da a partir de 1854, habiendo dos etapas de desarrollo económico: el de preguerra y el de postguerra. La revolución industrial germina en los textiles, en el algodón y especialmente en la seda, hasta entonces trabajada en talleres caseros de las zonas rurales. Por criterios de productividad, la energía hidráulica pierde protagonismo en favor de los molinos de vapor y surge la demanda de carbón. Prima la política centrada en la prosperidad nacional y el poder militar, con la implantación del sistema capitalista occidental en el desarrollo de la tecnología y las fuerzas armadas, la industrialización acelerada, con la promoción de las nuevas industrias del acero, la construcción naval y el carbón, así como los nuevos medios de transporte. En 1868, dieciocho años antes del nacimiento de Tanizaki, la ciudad de Edo es rebautizada Tokio y se erige capital imperial. Los japoneses pasan de los palanquines a la construcción de líneas de ferrocarril, una mejora significativa de las carreteras y un plan de reforma agraria. En 1871 aparece el primer periódico japonés, el Yokohama Mainichi Shimbun, y se crea el yen, que estandariza y favorece el comercio. En 1872 se inaugura la primera línea de ferrocarril, que conectó Shimbashi con Yokohama. El nuevo modelo urbano se traduce en carreteras pavimentadas, edificios de ladrillo y lámparas de gas, el florecimiento de los barrios Ginza y Marunouchi, la construcción con inspiración europea de la estación de Tokio, finalizada en 1914, kimonos y trajes tradicionales relegados frente Tanizaki Jun'ichirō en 1954. Japanese book Showa Literature Series: Vol.31

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Lola Moreno. Historia de Japón y depravación sexual

a la ropa occidental (yofuku), la moda de llevar barba y bigote, el auge de la fotografía y la litografía en detrimento de los clásicos grabados ukiyo-e y la popularidad de los fotógrafos occidentales inspirados en Yokohama. Desaparecen las cuatro clases sociales propias del sistema feudal del período anterior, la era Edo, y los daimyo y los samuráis son despojados de sus derechos y privilegios. Esta reestructuración social provoca rebeliones en el país hasta 1877. Cuando se promulga la primera constitución imperial de Japón en 1889, que instaura la monarquía constitucional, hereditaria y parlamentaria siguiendo el modelo prusiano, Tanizaki tiene tres años. Durante la era Meiji también se implanta la educación con carácter obligatorio, miles de estudiantes son enviados a Estados Unidos y Europa, se contrata a más de tres mil occidentales para la docencia de Ciencias Modernas, Lenguas Extranjeras, Matemáticas y Tecnología, se fundan las universidades de Tokio y Kioto, se abandona el calendario lunar chino y se adopta el calendario gregoriano. El gran terremoto de 1923 En el breve prólogo de La enmascarada vida del señor de Musashi, publicada en 2016 por la editorial Satori, se cita que, a consecuencia del gran terremoto de 1923 «en Tokio y alrededores», Tanizaki se muda a la zona de Kansai, atraído además «por la dulzura del dialecto de Kioto y por los valores tradicionales de la cultura japonesa», en crisis en la capital nipona debido al imparable proceso de occidentalización que experimenta el país. Y no es un dato baladí. El terremoto se produce el 1 de septiembre en la región de Kanto, concretamente en Honshu, la principal isla del archipiélago, tiene su epicentro en Izu Oshima y, en cuestión de pocos minutos, arrasa la ciudad portuaria de Yokohama y las prefecturas vecinas de Chiba, Kanagawa, Shizuoka y la capital, Tokio, dejando más de cien mil muertos, gran parte por incendios. Debido a la ausencia del diseño antisismos del que hoy disponen los edificios en Japón, quinientas mil viviendas quedaron destruidas, incluida la de Tanizaki. El primer seísmo alcanzó una magnitud de 7,8 grados y, a lo largo de una semana, le siguieron cientos de réplicas, un tsunami con olas de hasta diez metros y un tifón que propagó las llamas en Tokio y desencadenó hasta ochenta y ocho incendios en la región y decenas de miles de fallecidos.

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Todo ello agravado por el hecho de que falsos rumores acerca del hundimiento de la región de Kanto o la destrucción del archipiélago de Izu por erupciones volcánicas desataron el pánico general, como relata Akira Yoshimura en El gran terremoto de tierra de Kanto. Además de falsos rumores que llevaron a la caza de los coreanos residentes, acusados de pillajes, robos, envenenar el agua de los pozos y provocar incendios. La caza se inició en Tokio y Okinawa, con más de dos mil quinientos muertos entre coreanos y habitantes de esta última, y duró más de dos meses. Al final, casi doscientas mil personas sepultadas, ahogadas o quemadas, treinta y siete mil desaparecidos, dos millones sin hogar y otros dos millones padeciendo la hambruna o enfermedades como la disentería o la fiebre tifoidea. No es de extrañar, por tanto, que el 1 de septiembre fuese declarado en 1960 «Día de la Prevención de Desastres». Hasta el terremoto del 11 de septiembre de 2011, de intensidad 9 en la escala Richter, Japón no volvió a sufrir una catástrofe de tan devastadoras dimensiones. Tanizaki no sólo sobrevivió al gran terremoto de 1923, sino que, al igual que sus contemporáneos, desde su juventud presenció el inicio de la política de expansión territorial que origina las guerras con China (1894-1895) y Rusia (1904-1905); la anexión de las islas Ryukyu, actual Okinawa, en 1879, de Taiwán en 1895 y de la península coreana en 1910; la invasión japonesa de Manchuria en 1931; la depresión económica de los años treinta; y la II Guerra Mundial, entre otros acontecimientos reseñables. Aparte de esto, y respecto a su vida personal, no parece anecdótico que Tanizaki se casara tres veces, a tenor de su biografía. La depravación sexual y la ambición desmedida del héroe En tal contexto histórico, Tanizaki rechaza el realismo, el éxito costumbrista de Sōseki, el naturalismo del grupo literario Shirakaba y el gusto por lo autobiográfico imperantes, y se siente influenciado por Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Charles Baudelaire y el simbolismo francés desde sus inicios y por Psychopathia sexualis, de Richard von Krafft-Ebing (1886), sobre las perversiones sexuales de la época. Su interés por la tradición estética japonesa se debe al descubrimiento y traducción de la novela Genji Monogatari, de Murasaki Shikibu, que le impulsa a ahondar de lleno en la investigación de las formas clásicas de la literatura de su país. Tanizaki Jun'ichirō en 1953. Fotografía de Shigeru Tamura.


La obsesión de Tanizaki por el erotismo, tema de gran arraigo en esa literatura no condicionado por la moral judeocristiana, la inquietante sensualidad y el tratamiento de otros temas poco convencionales, como el fetichismo, el sadomasoquismo o el travestismo, le acarrea ser censurado en la primera década del siglo XX, con Japón convertida en gran potencia económica mundial. Posteriormente gozaría de gran fama y reconocimiento. La enmascarada vida del señor de Musashi pertenece a la última época del autor, en la cual se aleja de la influencia occidental que predomina en su primera etapa para focalizarse en los ambientes del Japón más clásico y tradicional. En esta novela, una de sus favoritas, se

cuenta una sucesión de episodios a través de diversas fuentes reunidas por un narrador anónimo, como antes hiciera, por ejemplo, en Sobre Shunkin (1934), otra de sus obras maestras donde también aborda el tema de las pasiones masoquistas, pero ahora en torno a la figura de un héroe ficticio nacido en el período de guerras civiles del siglo XVI y cuyo nombre le da título a la novela. En este período de guerras civiles tiene lugar la llegada de los europeos a Japón por Tanegashima, una isla del sur, por lo que fueron denominados «los bárbaros del sur» (nanban), así mencionados en la narración. No en balde perduró el eslogan nacional «Venera al Emperador, expulsa a los bárbaros». En la concepción de La enmascarada vida del señor de Musashi, Tanizaki apuesta por el género de la novela de ficción histórica y, rasgo característico del conjunto de su producción, por la indagación en la psicología de sus personajes, incluidos los femeninos, estos últimos muy estereotipados en la pintura y la literatura japonesas, como nos recalca el narrador en varias ocasiones. Entre ellos sobresale la dama Kykio, sádica por sed de venganza. Aunque lo importante es la tortuosa y perversa naturaleza innata del héroe, capaz de contagiar y arrastrar a otros más débiles en su consciente delirio, y las oscuras intrigas de sus ansias de poder, desplegadas en una trama de poderosísima fuerza visual, muy cinematográfica, en la que los pasajes más duros, por explícitos, de su tremebunda depravación sexual, estrechamente relacionada con la ritualidad samurái del «acicalamiento de cabezas» y las «cabezas femeninas», vivenciada por primera vez en su infancia, son narrados minuciosamente desde el deleite estético de los cinco sentidos, otro rasgo característico de la narrativa de Tanizaki, junto a la crueldad de las relaciones, la pasión «amorosa» de índole transgresora, no exenta de cierto toque de humor de corte escatológico, o los protagonistas dignos de reprobación, compasión y admiración a un tiempo, todo presente aquí.

Lola Moreno es poeta, ensayista y crítica literaria y cinematográfica. Autora de varios libros de poesía. Miembro de la Asociación de Cervantistas, la Asociación Coreana de Hispanistas y la Asociación para la defensa de la lengua española en Filipilas «Galeón».

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El grito silencioso de la ambigüedad de Japón Un breve recorrido por el mundo literario de Kenzaburō Ōe Por Orihito Ryuki Nagatsuka Un outsider Kenzaburō Ōe, reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 1994, ocupa un espacio singular en el mundo literario y en la sociedad de Japón. A pesar de haber recibido el galardón, su figura ha permanecido en una situación de ambigüedad en la cultura japonesa, tal como dejó intuir el título de su discurso de aceptación del Nobel («Japón, el ambiguo y yo mismo»). A pesar de los múltiples reconocimientos internacionales y del aprecio de los amantes de la literatura, Ōe nunca ha gozado de la popularidad de que disfruta el eterno aspirante Haruki Murakami. La razón podría ser —aunque resulte difícil saberlo—, que para el autor de Arrancad las semillas, fusilad a los niños ha sido más importante mantener una posición de honestidad intelectual que participar en las dinámicas de la vida literaria nipona. Ōe posee una mente crítica y cultivada que le ha llevado a escribir una de las obras más difíciles y desafiantes de la literatura en japonés. Frecuentemente, Ōe se ha empleado en mostrar a sus lectores una realidad grotesca, demasiado agria como para ser recibida con entusiasmo por el público general. Kenzaburō Ōe irrumpió en el panorama literario a los veintidós años como un enfant terrible. Ya con su primera novela, La presa, y siendo estudiante de la Universidad de Tokio, ganó el premio Akutagawa, el más prestigioso que puede recibir un joven autor japonés. Pero a pesar de los reconocimientos que cosechó desde un primer momento y de formar parte de la élite literaria, Ōe ha sido siempre un outsider que ha mantenido la distancia con los círculos literarios y artísticos nacionales salvo por sus vínculos con al-

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gún otro precursor como Kōbō Abe o Yasutaka Tsutsui, o su amistad con el director de cine Jūzō Itami, el compositor Tōru Takemitsu o el profesor de filología francesa Kazuo Watanabe. De Ōe se ha dicho que ha sido uno de los primeros autores capaces de desafiar el sistema de Weltliteratur en la literatura japonesa contemporánea. Quizá por ese desapego y aislamiento, pero también por la influencia de pensadores como su amigo Edward Said, o sus intercambios epistolares con Michel Butor o Gunter Grass. Mientras que los autores japoneses han tendido siempre a confinarse en el territorio doméstico, mucho antes que Haruki Murakami, Ōe fue la rara figura que llevó su actividad literaria fuera de las fronteras de la nación. El sexo y la violencia En su etapa temprana, la obra de Kenzaburō Ōe está impregnada de odio por el cuerpo humano. Contemporáneo de los cineastas de la nouvelle vague nipona y fuertemente influenciado por Jean Paul Sartre, en sus primeros textos se entrecruzan el sexo, el tabú y la juventud. Lector compulsivo de literatura francesa, escribió sus novelas tanto estudiando a Sartre como observando atentamente los tabúes que condicionaban fuertemente a la sociedad japonesa: la violencia, el sexo, la muerte y el Emperador. Su primera novela, La presa (1957), narra los acontecimientos que se suceden después de que, durante la Segunda Guerra Mundial, un piloto estadounidense afroamericano estrelle su avión cerca de una pequeña aldea japonesa. El protagonista es un niño que observa al recién llegado con la mirada fría de quien observa a un animal, pero que irá adquiriendo tintes homoeróti-


Kenzaburō ōe en la Feria del Libro de París (2012). Fotografía: Thesupermat.

cos. El joven Ōe entrelazó las nociones de sexo y violencia en su narrativa, reflejando la situación caótica de la cultura japonesa de posguerra. En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1961), logra hacernos sentir, casi de forma física, la realidad extrema de los niños abandonados durante la guerra. El premio Nobel compone en esta novela un paisaje extremadamente realista y descarnado capaz de dejar en el lector una intensa impronta, como si de un mito se tratase. El Ōe de la primera etapa parece entregado a la evocación de la vivencia humana, tema del que alcanzó su cima con la publicación de El hombre sexual (1963). El encuentro con el misticismo y la religión A los veinticinco años Ōe contrajo matrimonio con Yukari Itami, quien tres años después daría a luz a su primer hijo. El pequeño nació con una hidrocefalia severa que requirió de una intervención quirúrgica que le dejó graves secuelas mentales. Las complicaciones tras el nacimiento de su hijo transformaron el estilo de Ōe, que se volvió más sereno e intimista. La publicación de Una cuestión personal (1964) supuso la apertura de nuevos horizontes literarios en la bibliografía de Ōe, aunque mantendría su interés por los aspectos más descarnados de la realidad. El punto de la partida

de la novela se intuye autobiográfico. El protagonista, Bird, recibe el anuncio de que su esposa está embarazada, pero al mismo tiempo el doctor les notifica que el futuro bebé nacerá con una grave discapacidad mental y deben decidir si abortar o no. En lugar de tomar una decisión, el protagonista huye hacia el alcohol y busca consuelo en brazos de una vieja amiga de su etapa como estudiante universitario. A partir de Una cuestión personal, el autor se dedicó a profundizar en el tema mental y la vida interior. En esta etapa, coincidiendo con una estadía en Estados Unidos, William Faulkner se convirtió en su mayor influencia. La lectura que Ōe realizó de la obra del autor de El ruido y la furia resultaría clave en la escritura de su opus magnum: El grito silencioso (1967). Titulada en japonés Mannen gannen no futto bo-ru, es decir, El fútbol en el primer año de Mannen, descubre al lector una visión mítica de una aldea escondida en las profundidades del bosque en la isla de Shikoku. El protagonista y su esposa regresan a la aldea natal, planeando una vida nueva tras haber recibido la invitación de Takashi, el hermano de él, que acababa de regresar de Estados Unidos. Una vez instalados en la aldea, Takashi tratará de reunir a los aldeanos en torno a un equipo de fútbol del que actuará como entrenador con la intención de emular la revolución del primer año de Mannen (1861), instigando a los aldeanos a alzarse contra el «Emperador de los supermercados», un empresario coreano con gran poder en la región. El estilo de Ōe en esta obra es enérgico y vigoroso, sin perder su complejidad característica. Tras un periodo más introspectivo, en El grito silencioso el escritor vuelve la mirada a los problemas de la contemporaneidad para lanzar una feroz crítica a la sociedad consumista y a las desigualdades regionales en Japón. Ōe poseía cada vez más proyección internacional. Además, había comenzado a escribir sus famosos reportajes sobre Hiroshima y Okinawa. Después de una estancia como profesor en México, donde descubrió a autores latinoamericanos como Gabriel García-Márquez, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa o Juan Rulfo, con los que tuvo contacto, publicó El atestado de Pinchrunner (1976) y El juego contemporáneo (1979). Su lectura de textos de antropología cultural y del estructuralismo, la teoría de Mijaíl Bajtín y Claude Lévi-Strauss, aumentó la complejidad de sus textos. Es una época en la que Ōe comienza a escribir también como respuesta a la obra de otros autores. En Las

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mujeres que escuchan «Rain Tree» (1983), que en español se ha publicado con el título de ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!, el autor nipón dialoga con la pintura o la poesía de William Blake. Y en la proustiana M/T y la historia de las maravillas del bosque (1986) regresaría sobre su propio trabajo, regresaría a la isla de Shikoku, para narrar la historia de una aldea independiente alrededor de la que comienzan a surgir figuras misteriosas como la de «El destructor», que traerán un nuevo orden a través del derrumbe del antiguo. En esta novela Kenzaburō Ōe narraría cómo su hijo Hikari, a pesar de su discapacidad, logró convertirse en compositor de música clásica. A principios de los años noventa, Kenzaburō Ōe se embarcará en la redacción de la ambiciosa Trilogía del verde árbol resplandeciente, a propósito de la que dijo, en su discurso de aceptación del Nobel, que deseaba que fuese «la culminación de mis actividades literarias». Por las páginas de estos tres libros desfilan personas y argumentos de sus novelas y relatos anteriores, lo que les confiere un aire de cierre del círculo. En la trilogía, Ōe profundiza en el neoplatonismo y el romanticismo, a través de la observación de cómo la sociedad japonesa vivía la religión y descubría la New Age durante la burbuja económica de los años ochenta, llegando a anticipar lo que sucedería en los años noventa con los trágicos sucesos que rodearon a Aum Shinrikyō. La secta apocalíptica que perpetró ataques con gas sarín contra la población civil en Tokio en 1995 fue el tema de la primera novela que Ōe publicó tras la concesión del Nobel. Salto mortal (1999) continua explorando el acercamiento de la sociedad japonesa a la religión a través de los seguidores de una secta religiosa que deciden mantener su organización a pesar de que su líder confiesa en televisión que su doctrina es una farsa. Últimos trabajos Tras concluir su trilogía y recibir el Nobel, el prolífico Ōe relajó su ritmo de escritura inaugurando una etapa que él mismo bautizó como «late works», influido por los estudios de Edward Said sobre los periodos tardíos de diversos artistas. A través de un trasunto propio, el reconocido escritor Kogito Choko —cuyo nombre parodia el célebre lema cartesiano cogito ergo sum»—, Ōe ha abordado recientemente algunos temas personales como la profunda conmoción que le causó el suicidio del director Jūzō

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Kenzaburō ōe en el Instituto Japonés de Colonia (2008). Fotografía: Hpschaefer.

Itami, con quien mantenía una buena amistad desde su infancia. Pero también ha regresado sobre la cuestión metaliteraria, ocupándose del Quijote en El niño de la triste figura (2002), y ha seguido atendiendo la actualidad de la sociedad japonesa contemporánea, como en su última novela, en la que Kogito Choko padece los efectos del gran terremoto de 2011. Generalmente los trabajos de Ōe, especialmente en esta etapa tardía, han sido criticados por un exceso de autoreferencialidad. Sin embargo, estas críticas acostumbran a resultar superficiales por la complejidad de la obra del premio Nobel, tan interconectada, por el diálogo que sostiene con la de otros grandes autores. La obra de Kenzaburō Ōe no ha sido especialmente bien comprendida por la sociedad japonesa y, aun así, también a pesar de su aislamiento del sistema literario nipón, constituye uno de los grandes testimonios de la posguerra.

Orihito Ryuki Nagatsuka (Miyagi, 1991) es doctorando en la Universidad de Tokio, donde estudia la literatura sefardí. Ha publicado «Sobre la característica de trickster en la autobiografía de Elia Karmona» (en japonés).


La ternura que flota en una senda estrecha Los cuentos de Miyazawa Kenji saben a cuervos, estrellas y un poquito de melocotón Por Lola Nieto Escribo y es 27 de agosto. Hoy inicio este texto y es el cumpleaños de Miyazawa Kenji. No creo en la casualidad. Si hoy es hoy y escribo y hace ciento veintitrés años que él nació es que un ovillo ha brincado y, rodando, ha dejado el hilo en rastro de un día a otro día, de un año a otro año, de él a mí. Este artículo podría haber comenzado hace una semana o dos, podría estar a la espera hasta pasado mañana. Pero es hoy. Y cuando he abierto la página virtual y la fecha ha saltado, he recordado que el primer libro que leí de Miyazawa, El tren nocturno de la Vía Láctea, me lo regalaron el día de mi cumpleaños. El círculo se estrecha más. «¿Adónde va esta senda estrecha, / senda estrecha? / A los cielos va esta senda estrecha, / senda estrecha. / Déjame pasar…». En algunos pasos de peatones de Japón aún se oye esta canción infantil cuya melodía, tétrica e hipnótica, indica que el semáforo se ha puesto verde. El pío-pío recrea una nana que habla de la muerte. Cruzar un paso —nos señala el bloque hierático del disco de luz— tiene un sentido importante: tocar otro lugar, otro mundo te espera: aguza los sentidos. Miyazawa conoció la senda estrecha en dos ocasiones. La primera fue en 1922, cuando murió su hermana Toshi, a la que cuidó durante sus tres últimos años de vida. La segunda sucedió en 1933, tras una enfermedad larga, el día en el que él mismo cantó la canción con treinta y siete años. El primer semáforo fue un color que traspasó la carne y se zambulló en muchos de los cuentos del autor: la muerte de un ser querido es el centro vertebrador de la narración y el luto está acariciado

por la magia y la compasión de lo sobrenatural. De la travesía que abrió el segundo semáforo nada sabemos. En el prólogo que da inicio a La constelación de los cuervos y otros cuentos mágicos, el autor escribió: «Aunque no tengamos todos los dulces que deseamos, podemos comer el viento puro y beber los hermosos rayos del sol de color melocotón de la mañana. A veces, en los campos y los bosques, he visto cómo kimonos terriblemente gastados se convertían en maravillosos ropajes de lana o terciopelo adornados con joyas. Así son los alimentos y los kimonos que me gustan a mí». Esta pequeña nota contiene, si se desentraña y extiende como el hilo del ovillo de la casualidad, un remanso de pistas para el desciframiento: es una poética. Y dice: la realidad sólo es la imaginación. Imagen, fantasma, lo que brilla y se muestra ante la mirada, lo que surge titilante y se esconde después. Los cuentos de Miyazawa suelen ser visitas de la imaginación: seres —¿ficticios?— acuden al encuentro de los protagonistas y dejan, como el sueño de la mariposa de Chuang-tzu, la transformación de las cosas materiales. Algo ha cambiado y para siempre, pero ¿qué?, ¿cómo explicarlo? Saburō Takada llega nuevo a la escuela. Y llega en otoño, en un día de viento. Kasuke, otro chico de la aldea, enseguida ata cabos. Saburō es el nombre del niño-dios del viento en Japón, así que Saburō es Matasaburō, el yōkai del viento, el fantasma de los vendavales: su amigo. Los adultos desmienten a Kasuke, pero él siempre que ve a Saburō baila el viento y oye canturrear una melodía que parece un soplido. ¿Quién canta? Los chicos de la escuela niegan haber sido. Cuando pocos

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Lola Nieto. La ternura que flota en una senda estrecha

días después Saburō se va del pueblo, por sorpresa y sin avisar, el viento sigue resonando y Kasuke percibe la canción que queda ya para siempre enredada, como un sueño confuso, en las piruetas de la brisa. El viento es la pista transparente de lo que Kasuke ha visto. Pero, ¿qué ha visto? ¿Ha visto o no ha visto? Ambas cosas suceden a la vez. En los cuentos de Miyazawa, como este titulado «Matasaburō, el dios del viento», lo que ocurre no ocurre. Dos planos distintos de vida se topan en el centro de un puente —o acaso el centro de una senda estrecha, senda estrecha—. Según desde dónde se divise, el otro plano siempre queda oculto y agazapado. Las narraciones de Miyazawa son un nexo de unión entre dos espacios, dos niveles de comprensión de lo que llamamos realidad. Y este contacto de una piel desde la mente que confiere la otra dimensión es la magia. En El tren nocturno de la Vía Láctea, probablemente el cuento más conocido del autor, Giovanni y Campanella son compañeros de clase. Giovanni vive con su hermana y su madre enferma. Va a la escuela, pero tanto al alba como al atardecer debe trabajar. Son pobres. Su padre es pescador y lleva tiempo ausente, mucho tiempo. Su padre es una promesa. El regreso de la felicidad, siempre postergada. Giovanni es un niño solo y marginado, del que se ríen en la escuela. Excepto Campanella. Porque los padres de ambos chicos eran amigos en la infancia. Giovanni recuerda jugar con un tren de vapor, un enorme tren, en casa de Campanella. Hace tiempo, mucho tiempo de eso. Y cuando llega la noche del festival de la Vía Láctea, el protagonista ve cómo los otros chicos juegan a lanzar calabazas de luz al río. Es entonces cuando… Una senda estrecha se abre. Otra vez. Giovanni despierta en un tren de vapor —¿el tren de juguete hecho realidad? ¿La realidad hecha fantasía de juego?— que cruza la Vía Láctea. Un viaje mágico y desbordante cobra vida. Con él va Campanella, y otras personas que suben al convoy, en un trayecto que sólo tendrá regreso para Giovanni. «No me importaría en absoluto hacer lo que hizo el escorpión y dejar que quemaran mi cuerpo cien veces si con ello consiguiera que todos fueran felices», afirma el protagonista. La entrega y el sacrificio. El viaje hacia la muerte para todos los pasajeros del tren, incluida Campanella, es un viaje hacia la ofrenda para Giovanni: él será lo que a partir

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de ahora se dará. Esta idea de la compasión —la ausencia del yo en un sentido budista y la comprensión de la propia vida como antídoto para el dolor de los otros— cobra un papel fundamental también en otros relatos, por ejemplo, en «Gauche, el violonchelista». Gauche no es muy ducho. En la orquesta en la que toca recibe reprimendas cada día por desafinar. Por la noche, cuando llega a su pequeña y humilde choza, practica hasta el amanecer. Hasta que una noche aparece un gato que habla. Y a la noche siguiente se presenta un cuco también parlante. Y así, sucesivamente, acude un desfile de animales con la misma singular característica. Gauche, que siempre está en un estado alucinado por el cansancio de practicar sin tregua, no entiende. Una noche llega una ratona. Le pide a Gauche que toque, por favor, que toque. ¿Por qué? Y entonces surge la revelación: la música que no gusta a los humanos por desafinada, sin embargo, sana a los animales, que se introducen bajo la tarima de la casa de Gauche cuando están enfermos. Su música es mágica, aunque él no lo sabe y ninguna persona lo percibe. Pero los animales sí. «Una oleada de compasión se apoderó de Gauche», dice el narrador. Y entonces despierta ante nosotros la pregunta: ¿Gauche salva a los animales o los animales salvan a Gauche? La compasión, como sostiene Jean-Luc Nancy en Ser singular plural, «no se trata de una piedad que se conmoviera a sí misma y que se nutriese de sí. Con-pasión: es el contagio, el contacto de ser los unos con los otros en este tumulto. Ni altruismo, ni identificación: la sacudida de la brutal contigüidad». En los cuentos de Miyazawa es así: la compasión es un reconocimiento feroz hacia lo otro como propio y uno. Uno como parte del mundo. Y esta afirmación no es, en absoluto, baladí. Por el contrario, implica considerar al ser humano como un ser idéntico al resto de animales y plantas. Cuando Miyazawa personifica a los animales busca un cometido muy distinto al de las fábulas europeas, ya que estos no muestran los defectos y vicios humanos en sus acciones y actitudes. Miyazawa escribe el gesto contrario: los animales no se humanizan, las personas se animalan. De hecho, es la naturaleza quien enseña a los humanos otro modo de comprender el mundo y de comprenderse a sí mismos, de ver otra realidad que han


tratado de velar. La prosa de Miyazawa ha sido considerada en ocasiones una escritura infantil o juvenil. No obstante, el uso de la personificación no es un recurso que procure un acercamiento a lectores niños. Es una crítica a la humanidad, a la distancia que los humanos, en las sociedades modernas aún más, hemos abierto con respecto a nuestro entorno. Hoy hablaríamos de denuncia medioambiental; Miyazawa diría, quizás, recuperar el vínculo con el bosque y los seres que lo habitan. También con los seres del folclore que, en Japón, están íntimamente ligados a la naturaleza: una cascada es una diosa; un árbol, un dios; un guijarro, un duende.

La visión de la realidad que rescata el folclore como una vía holística y animista, propia del shintoísmo y del budismo japonés, emparenta la escritura de Miyazawa con el cine de animación de Miyazaki Hayao. Este vínculo ha sido señalado en distintas ocasiones e incluso cabe mencionar que Takahata Isao, cofundador junto con Miyazaki de los Estudios Ghibli, adaptó a anime en 1982 el cuento «Gauche, el violonchelista». Algunas de las muchas cercanías que se podrían detectar se encuentran en la presencia de personajes paralelos. El gigante y suave peludo de Mi vecino Totoro es un trasunto del gato del cuento «Las bellotas y el gato montés», que explica la historia de un niño llamado Ichirō que recibe, misteriosamente, una carta firmada por «El gato montés» requiriendo su ayuda para un juicio. A partir de este momento, Ichirō entra en un mundo mágico de animales y plantas habladoras. Cuando encuentra al gato, el niño advierte cuál es el problema: un grupo de bellotas se pelean por determinar cuál de ellas es la más ilustre. El gato está desesperado tras días de juicio sin ninguna resolución. Ichirō ayuda a encontrar un veredicto que deja estupefactas a las bellotas: no será la más ilustre la más alta o dorada o la de cabeza más puntiaguda; será la más tonta, desastrosa e inútil. Dictado el veredicto, el señor gato ofrece su carroza —¿el primer Gatobús que existió?— a Ichirō y un saquito de bellotas en recompensa. Además, le dice que recibirá otras cartas para próximos juicios. Cuando el niño está a las puertas de su casa, la carroza desaparece, así como el señor gato y sus coloridas vestimentas. Sólo queda el saquito de bellotas en enigmática muestra de lo que ha ocurrido y no ha ocurrido. Igual les sucede a Satsuki y Mei, las dos hermanas de Mi vecino Totoro, cuya única prueba de lo que han visto son las bellotas que aún caen sobre sus cabezas: las miguitas que señalan la senda estrecha, la magia que les ha permitido superar el dolor por la ausencia de su madre, enferma, igual que la de Giovanni. Otro ejemplo de acercamiento entre Miyazaki y el universo de Miyazawa acontece entre El viaje de Chihiro y El tren nocturno de la Vía Láctea, ya que tanto Giovanni como Chihiro suben a un tren que cruza parajes fantásticos junto a pasajeros que son realmente espíritus. Pero, con todo, no sólo se hallan correspondencias

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entre personajes y escenarios, y la magia intrínseca a ellos; lo más importante sea acaso el trasfondo temático que une ambas obras. Tanto Miyazawa como Miyazaki consideran a los humanos otros seres más del planeta, ni los únicos ni los más importantes. Es evidente este canto al respeto por la naturaleza en La princesa Mononoke de Miyazaki y el cuento «El cuarto día del mes de los narcisos» de Miyazawa, en el que un yukiwarasu — un espíritu de las nieves con forma de niño— camina por la montaña acompañado de dos lobos blancos, los mismos fieles hermanos de Mononoke. El viento sopla y la nieve cae. Un niño vestido con una capa roja queda sepultado por la blancura helada. El yukiwarasu se acerca a él y le pide que resista y no muera. El bosque y sus espíritus cuidan a quien ama el bosque. El niño de la capa roja no muere. El yukiwarasu, como los kodamas de La princesa Mononoke, guía y protege, es una fuerza sobrenatural bondadosa y compasiva con quien es bondadoso y compasivo con el entorno y la vida. Uno de los cuentos que recoge el amor por el bosque y sus habitantes de manera más intensa y hermosa es «El origen del baile del ciervo». Kajyū decide dejar en el claro del bosque un dango de castañas, un pequeño pastelito para que los ciervos puedan comer. Sigue su ruta pero se da cuenta de que ha perdido el pañuelo y, por este motivo, da la vuelta sobre sus pasos. Cuando llega al lugar donde ha dejado el dango, ve que un grupo de seis ciervos rodea el pastel y el pañuelo, que ha quedado justo al lado del dulce. De pronto y por arte de magia, Kajyū entiende a los ciervos que se preguntan por ese extraño objeto blanco que hay al lado del dango. ¿Será un animal? ¿Estará vivo? ¿Será una babosa reseca? Intrigados y asustados ante este curioso ser, se acercan uno a uno mientras el resto canta una melodía que recoge la anécdota que en ese momento están viviendo. La música les quita el miedo y, finalmente, pueden comer el dango. En ese instante el sol se pone y los ciervos lo veneran y despiden con otra canción. Kajyū, que había estado escondido contemplando, inmerso y maravillado, esta escena, «olvidó por completo que era humano y surgió de entre las plantas». Este olvidó de sí, este contagio con lo otro que se observa y se siente parte de uno mismo, el ser humano que sabe que es bosque y animal y rocas y ríos, ese ser humano que considera a la naturaleza su cuerpo habla con ella como muestra de compasión.

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Miyazawa Kenji, imantado por la tierra, abandonó Hanamaki, su ciudad natal, y la casa de empeños que regentaban sus padres, para dedicarse al cultivo y fundar la Sociedad Rasuchijin que promovía la agricultura, la ciencia y la música. De ahí que la poesía y la prosa que escribió fueran siempre una forma de conocer el campo y sus conjuros conservados en el folclore y las deidades vinculadas a la naturaleza, rescatando expresiones propias del dialecto de la región de Tōhoku, así como muchas onomatopeyas —a veces inventadas por él mismo— para acercarse al crepitar de la vida lejos de la abstracción de las palabras. Miyazawa Kenji vibró en el pálpito de magia del bosque y la senda estrecha de sus cuentos es un rastro de baba que lleva hasta ahí.

Lola Nieto (Barcelona, 1985) es Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Trabaja como profesora de lengua y literatura en un instituto de secundaria. Coordina, con Antonio F. Rodríguez y Laia López Manrique, la Revista

Kokoro (www.revistakokoro.com) y la editorial Kokoro Libros. Ha publicado Alambres (Kriller71, 2014), Tuscumbia (Harpo libros, 2016), Vozánica (Harpo libros, 2018) y la plaquette Cte-

nóphoras (Ejemplar Único, 2019).


Yoshikichi Furui en los confines de la cotidianidad Por Azusa Tanase En las profundidades de la cotidianidad, hay un horizonte donde culmina la rareza de la existencia humana. Tal es la visión que representa la escritura del novelista Yoshikichi Furui, que, a sus más de ochenta años de edad, aún explora los límites de la expresión de la lengua japonesa. Furui nació en Tokio en 1937. Su casa se incendió durante el bombardeo nocturno que asoló el sur de la capital en mayo de 1945. Tras terminar sus estudios en literatura alemana en la Universidad de Tokio, trabajó como profesor universitario y publicó críticas y traducciones de autores alemanes como Kafka, Robert Musil y Hermann Broch hasta 1970, cuando abandonó la docencia para dedicarse exclusivamente a la escritura. El mismo año publicó Yoko, novela por la que ganó el Premio Akutagawa al año siguiente. Yoko es el nombre de una joven universitaria con quien se encuentra un chico, también estudiante de poco más de veinte años, durante una excursión por la montaña1. Es un encuentro extraño: el chico la halla petrificada en una vaguada rodeada de peñascos. El perfil de la mujer apareció de súbito ante sus ojos como si no fuera un rostro humano y, a pesar de ello, el aspecto inquietante que únicamente posee el rostro humano le dejó paralizado. Entonces cesó la impre1. El nombre de Yoko se escribe con dos caracteres, «杳子». El carácter «杳» —cuyo uso está en realidad prohibido por ley para nombres de persona— significa «lo oscuro», «lo ambiguo» y «lo lejano».

sión que emanaba del rostro y, aún frente a él, abrumado por una vaciedad de impresión que jamás había experimentado ante un rostro humano, fue sumergiéndose en una perplejidad creciente.

El chico rescata a Yoko y así empieza una singular historia de amor. Comer, caminar, visitar los mismos lugares... En tales repeticiones de la vida ordinaria, Yoko a veces pierde «la ubicación del núcleo de sí misma» y las encuentra insólitas. El chico y ella lo llaman enfermedad —la ciencia médica lo llamaría despersonalización—, pero en lugar de tratar de curársela, la custodian en su cuerpo adolescente que, a través de actos sexuales con él, se va transformando en el de una mujer adulta. En ocasiones, al afinar el tacto de la piel, tenía la sensación de que, como si se transformara en una línea, iba uniéndose a la percepción enferma de Yoko. Sentía palpar por momentos la soledad y el embelesamiento de Yoko, inmóvil en mitad del camino. […] Atraída por la nítida manifestación de cada objeto, la percepción de Yoko se aguza ramificada infinitamente y es incapaz de captar la nostalgia de la vaga impresión de la totalidad y de retener su propia ubicación. No obstante, desde su sentido de la existencia, que de alguna manera conserva una unidad, Yoko contempla con intensidad la nitidez de su alrededor y, a pesar de que apenas se mantiene en pie, murmura con voz sorda: «qué preciosidad»…

Yoko rechaza asentarse tanto en el lado de la enfermedad como en el de la salud. Dice: «Siempre estoy en

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el linde, soy como una membrana fina. Tiemblo como una membrana, y así siento que estoy viva». Desea percibir, dentro de la rareza asfixiante del mundo diario, una hermosura que los «normales» no conocen. Y él, aun desde el lado de los «normales», la acompaña con una moderada empatía, en las calles, en un rincón sombrío de los cafés, en los parques, en el cuarto de hoteles de paso y en la habitación de Yoko, donde, en la última escena de la novela, los dos miran un alucinante fulgor rojo del atardecer otoñal. Desde Yoko, Furui fue considerado la figura principal de la «generación introvertida», término originalmente planteado como peyorativo en 1971 por el crítico literario Hideo Odagiri, aunque en la actualidad se usa en sentido neutro. En una columna periodística, a propósito de Furui y algunos de sus coetáneos, como Meisei Goto y Senji Kuroi, todos ellos novelistas que trataron la vida de la clase media contemporánea, Odagiri observó lo siguiente: «Los nuevos escritores y críticos, salvo unas pocas excepciones, buscan el tacto de la verdad de su obra sólo en el ego y la situación personal, y constituyen una corriente contemporánea bajo la forma de una generación literaria des-ideológica e introvertida» («Las cuestiones literarias del cuadragésimo aniversario del Indicente de Mukden», 1971). La «introversión» era, para este crítico marxista, lo opuesto al «compromiso» sartreano y, por tanto, una degeneración. Dejando de lado el clásico debate sobre la autonomía del arte, sería interesante fijarnos en el contexto en el que Odagiri lanzó el reproche. El año anterior, se repitieron las protestas contra el Tratado de Seguridad Japón-EE. UU., pero esta vez no lograron la asistencia masiva de las convocatorias de una década antes. 1970 fue también el año en que Yukio Mishima llevó a cabo el escandaloso suicidio teatral tras no conseguir el respaldo de los soldados de las Fuerzas de Autodefensa a su llamamiento al golpe de Estado. Veinticinco años después de la rendición, los intentos de revisión del nuevo orden político iban entrando en una fase de frustración. En cambio, tras numerosos cambios sociales en aspectos fundamentales, el clima de aparente estabilización propiciaba el interés por cuestiones como

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la forma de ser del individuo en un sistema social que se daba por sentado. También merece la pena señalar que la llamada Generación Introvertida y su ambigüedad ideológica se presenta, en el panorama de la posguerra japonesa, como el reverso de la experiencia de la guerra, tal como sostiene el crítico Takao Aeba: «Es la generación que vio la catástrofe inhumana a través de sus ojos infantiles, en pleno período de formación del yo, lo que les causó la relativización de todo valor, así como suscitó en ellos una visión anti-histórica» («La literatura de la generación de heimatlos», 1970). Si bien es obvio que no se puede clasificar a un escritor sólo en función de su época de nacimiento —recordemos el caso de Kenzaburō Ōe, quien, nacido en 1935, siempre ha mostrado un firme compromiso por cuestiones políticas y sociales—, parece cierto que, al menos en el caso de Furui, su experiencia de la guerra dejó una huella profunda en su personalidad. En una entrevista reciente cuenta: «Procuraba no recordar la experiencia horrible de mi niñez. Si conservara recuerdos nítidos, no podría vivir» (El Asahi Shimbun, 6 febrero 2019). Furui apenas retrató las escenas de la guerra en sus obras de juventud. Sin embargo, también reconoce: «Gracias a que he vivido mucho, se me han llegado a ocurrir poco a poco, conforme cumplo años, los pormenores de los paisajes». Como veremos más adelante, el recuerdo del bombardeo —en el que pudo haber muerto— es un motivo recurrente en sus obras posteriores. El máximo exponente de la sensualidad de Furui es su novela larga La gloria de la mañana, que publicó en 1983. Los ambientes que configuran la historia se condensan en su fragmento inicial donde se rememora un instante de la infancia de Sugio, un escritor de cuarenta y tantos años —un doble de Furui—. Después de una diarrea, contempló la flor de la gloria de la mañana. […] Agachado ante la maceta colocada al borde de la veranda, al principio ni siquiera miraba la flor. Sólo calibraba el interior de su vientre. Estaba calmado, y eso le parecía más bien peligroso. Para un niño, la muerte estival estaba ante todo en el interior del vien-


tre. El frescor húmedo de la mañana rozaba su piel afiebrada de una manera tan agradable que resultaba hasta penoso. […] Pronto quedó atraído por el contorno de la flor, cuya blancura y frescor auguraba el inminente pudrimiento.

La flor desprendía «un olor azul y pegajoso» que «contenía algo de lo penetrante del incienso». Ese olor vuelve a llegar ahora a Sugio que, con una maceta de la misma planta en brazos, regresa del apartamento de una mujer en la niebla del amanecer. A lo largo de la historia, los elementos sensoriales, tales como el olor, el color, la sensación de humedad y del vientre doliente en el presente fragmento, operan como la dinámica que mueve los matices de las relaciones humanas oscilantes en torno al protagonista. Fusionan el presente y el pasado, mezclan la realidad y la ilusión, y median entre las personas, incluso entre los vivos y los muertos. En el transcurso de las estaciones —hay numerosas alusiones al tiempo y a la naturaleza—, aparecen dos mujeres que tienen una presencia intermitente pero firme en su vida: Yoshiko, casi diez años menor que él, a quien conoce en un centro de donación de sangre, y Kuniko, hermana menor de un antiguo amigo que termina suicidándose. Guiado por una perezosa pasividad típica de su edad, Sugio se va involucrando en la angustia de vivir de las dos. Kuniko guarda un falso recuerdo de que una noche en su juventud fue violada por Sugio en la alcoba de su casa familiar y sigue evocándolo como una memoria dulce. A pesar de que Sugio no era el autor, y de que ni siquiera se acordaba de su cara hasta que se reencontraron en el funeral de su hermano Kayashima, la ilusión de la mujer se contagia a otros: Yoshiko, a pesar de su miedo por el deseo masculino, seduce a Sugio inducida por los celos, e Ishiyama, amigo común de Sugio y Kayashima, hace a Kuniko confusas llamadas telefónicas sobre lo que ocurrió en el pasado desde el hospital donde está ingresado por un repentino trastorno mental; el mismo Sugio llega a sufrir un ambiguo sentimiento de pecado, aun después de verla sin tocarle ni las manos,

como si realmente la hubiera violado, tanto en el pasado como en el presente. En la memoria enredada de Kuniko, antes de violarla, la sombra del hombre bebía el agua del cántaro en la cocina oscura. La historia alcanza un momento culminante cuando Sugio, al descubrir la verdad, tolera asumir el pecado ficticio, compartiendo con ella sensaciones corporales, imaginarias pero quizá más densas que en una cópula carnal. Sugio contempló la nuca ensimismada de la mujer que se aferraba a él, y comprendió que bastaría si él convirtiera en el hombre que bebía agua. Las imágenes se comunican. El cuerpo, rindiéndose ya a la humedad, y el olor pegajoso y azul, más persistente, desciende por la garganta y se extiende hacia el fondo de la nariz. Él, sin pensar, atrae el vaso sin voluntad hacia el borde de los labios y bebe el agua con voracidad, temblando, empapando la mandíbula, el cuello y las solapas del yukata. El bajo vientre ahora tiene más peso. En el muro de alguna casa, donde se celebra un funeral, florece plácida la gloria de la mañana y flota el vapor del arroz blanco… […] Murmuró para sus adentros: —Nunca deberíamos desnudarnos. Si juntáramos los cuerpos desnudos, palideceríamos los dos desde la piel. […] Antes bien, ya hemos copulado. A través de nuestros cuerpos saturados de la imagen del hombre que, agazapado en la oscuridad, bebía el agua con ansia, hemos copulado nuestras existencias.

Mediante los sentidos de Sugio, la novela retrata los abismos de locura que se esconden tras las minucias de la vida diaria. Resuenan en sus oídos las palabras del enfermo Ishiyama una y otra vez: «La prudencia es, a fin de cuentas, más formidable que la locura. El yo desaparece, y en su lugar resplandece el vacío, pero la paciencia queda para siempre…». Atendiendo sólo a la sinopsis, varias obras de Furui después de La gloria de la mañana se convertirían en una monotonía floja. Ciertamente, son una monotonía, pero aquella que encierra tensiones entre sus palabras y sus imágenes. Quizá se trata de una concreción

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de su idea a propósito de los sucesos que constituyen una novela, que expone en un diálogo con el poeta Gōzō Yoshimasu. Por ejemplo, cuando un novelista traza el tiempo entre el mediodía y el atardecer, tiene que registrar algunos sucesos en el transcurso. Sean externos o internos, si los hay, se puede escribir a lo largo de los mismos. Sin embargo, yo tengo ganas de capturar el tiempo liso, sin sucesos. Cuando se captura el tiempo liso, paralelamente se presenta otro tiempo. […] En general, es el momento en el que hay algunos sucesos cuando nosotros sentimos que hemos vivido un tiempo: el tiempo está muerto cuando no los hay. Pero eso me parece algo erróneo, pues tenemos más instantes sin sucesos que con ellos. Supongo que desatendemos demasiado el tiempo sin sucesos. (Yoshimasu, El tiempo trémulo, 1987)

El poeta, al oír estas palabras, recuerda el desenlace de La metamorfosis de Kafka, en el que los padres y la hermana van de paseo al campo después de la muerte de Gregor. Furui asiente a la evocación del poeta y continúa: «El tiempo empieza a correr cuando muere el insecto. La prueba radica en el pasaje donde los padres contemplan a su hija en el tren y se dan cuenta de que ya está en edad de casarse: sienten por primera vez el tiempo». El tiempo fluye en la narrativa de Furui como si fuera el de un constante paseo sereno, exento de insecto intruso, sin incidentes graves ni fantasías estrepitosas. Se usa la narración en primera persona, en la que se intercalan reflexiones, asociaciones de ideas y pedazos de memorias personales del autor, anulando la frontera entre el ensayo y la ficción. El canto del cabello blanco (1996) es una crónica personal de un hombre —el narrador— que está llegando a los sesenta años de edad. Por medio del retrato de su familia y amigos, penetra en los diversos estratos del tiempo que conforman su mundo. Llaman la atención las frecuentes menciones de los acontecimientos trágicos inolvidables para el pueblo japonés —el desastre del vuelo 123 de Japan Airlines en 1985, el fin de la burbuja financiera que empezó en 1991, el gran terremoto de Kobe y el atentado con gas sarín en el metro de Tokio en 1995, entre otros—. El narrador, curiosamente, siempre mantiene una actitud despreocupada, casi humorística, ante todo lo que ve, escucha y siente.

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Cuando sus amigos le preguntan por su plan para el futuro, declara entre risas: «El optimismo. Tal como estoy todos los días». El narrador de las obras de Furui envejece al mismo tiempo que su autor. En El río Nogawa (2004), el narrador, un hombre de sesenta y tantos años, reflexiona sobre cómo es vivir la muerte de los otros y qué es la muerte para los muertos, mediante el diálogo interno con los recuerdos del amigo muerto Ibi: «Me sorprendió al notar que esta renovación de los días, tan simple y cándida, ya no existe para Ibi. Es ajena a los muertos». Suena la música de fiesta de algún día remoto y la imagen actual de un río trae a la memoria los pasos de la gente que huía del bombardeo por la orilla de otro río. Sus pensamientos se llenan de las sombras de los difuntos: «Yo todavía vivo apenas el tiempo póstumo de innumerables personas». Cuando se produjo el gran terremoto de 2011, Furui escribía el libro de cuentos La voz de las cigarras (2011). En uno de los cuentos recopilados, el temblor del terremoto evoca las llamas oscilantes en las ruinas de Tokio de sesenta y seis años atrás. Confiesa el narrador: «A veces tuve la sensación de que, en ese breve lapso de una hora, había agotado la fuerza de toda la vida a la escasa edad de siete años» («El paradero del niño»). El fin del cuento puede interpretarse como una redención de su propia infancia: él se encuentra con la figura de sí mismo debilitada durante la evacuación, la toma de la mano y le acompaña «hasta el fin del camino recto». Su última obra por el momento es Este camino, un libro de cuentos publicado en febrero de 2019. Furui sigue y seguirá registrando con su pluma los confines de su cotidianidad, suturando el pasado y el presente, la vida y la muerte, durante el camino de su vida.

Azusa Tanase (Tokio, 1984) estudió Derecho y Literatura en la Universidad de Tokio y se doctoró en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado diversos artículos sobre el modernismo y la vanguardia hispanos, como «Hibridez e intertextualidad: “Dilucidaciones” (1907) de Rubén Darío» (2018) o «El nexo entre la idea y el espacio: Fervor de Buenos Aires (1923) de J. L. Borges» (2017).


Encuentros en el banco Silvia Fernández Díaz

Sólo me siento si el banco se encuentra vacío o revolotean los pájaros y, a los pocos minutos, viene la vieja. Nunca falla, y no por eso dejo de venir, con su cucurucho en las manos, lleno de altramuces, mijo o maíz. Qué más da lo que sea. El contenido no tiene ninguna importancia, sólo el envoltorio que, un día tras otro, me ofrece en silencio. Niego con la cabeza, con el peso del bolso en el regazo, sin atreverme a decirle que me da grima; que sus dedos rojizos, que lo sujetan como pinzas, me asquean. Y pienso en irme, sería lo mejor, lo sé, cederle el banco, pero la vieja me retiene. Quiere alcanzarme el codo, pellizcar mi gabardina, aunque me retire a un lado sin brusquedad. El cucurucho se tambalea en su mano sin llegar a caerse. —No me abandone, mujer. Me vuelvo a sentar, pese a no haberme levantado del todo, siempre algo me impide moverme o quizás no sea yo misma porque ahora tan pequeña que el banco ya no un banco, más bien una casa sin paredes y, en lugar de gabardina, un abrigo, nada de bolso, aunque sí un cucurucho entre unas manos menudas. Ahora sola en una esquina del banco, sin una vieja a mi lado que me moleste, sólo una sombra alejándose por el parque, tal vez sea ella, tal vez mi madre, pero mi madre más joven. Mi madre ya sólo una voz distante, Espérame aquí, mi vida, y cómetelo muy despacio. —Estas cosas hay que masticarlas sin prisa —dice con un trozo de no sé qué en la boca. Quizás sea salvado. La miro a la cara y noto una patada en el vientre. Otra más dolorosa. Sus ojos brillantes, acuosos y una arruga que surca su frente. Cada día más profunda, la arruga, una incógnita que no resolveré jamás. Ahora soy la mujer a la que suplica, pienso, mientras guarda el papel vacío en el bolsillo del sayo y busca algo en el otro. Siempre me voy en este momento, cuando una sonrisa desdibuja el surco en su cara. Pero hoy me ha dado por pensar si, dentro de treinta años, yo también seré un pergamino en este mismo banco. Si picotearé granos envueltos en papel de periódico. Ni idea de si entonces existirán los periódicos, si leeremos noticias de niños abandonados en una nave espacial. —¿Quiere verla?—. Aún mueve la boca desdentada. Posa una taza de loza, entre nuestros cuerpos, sobre la madera del banco. No puedo evitar mirarla. Una taza, de un verde pálido, con unos dibujos tenues de líneas blancas que perfilan pájaros dispuestos a echar a volar. El interior, mediado de agua, paredes de loza blanca. Si la voltease, sospecho

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La vida breve

Silvia Fernández Díaz. Encuentros en el banco

que vería a los mismos pájaros con las alas abiertas, esos dibujos engañosos con las alas desplegadas. Algo me impulsa a cogerla, tal vez el tiempo que no tengo una así entre las manos. —Es bonita, ¿verdad? No le respondo. Me acurruco en un profundo silencio en el que no oigo nada. Retiro el bolso y las manos cruzadas intentan cubrir mi regazo sobre la tela de la gabardina, este tejido tan falso que no protege de nada; tampoco lo hizo el abrigo, aquel abrigo de lana escocés, de pura lana, que tanto solía picarme. Y sigo dudando si acaso ella mi madre, pero ya ni siquiera la escucho, ni a ella ni a los aleteos decididos de los pájaros. Mi cuerpo se encoge más aún en el banco y sólo siento frío, un frío tan helador, mientras aguardo con las manos en los bolsillos de un abrigo de gamuza y con coderas en las mangas. Siento una presión en el hombro y la vieja se incorpora hacia mí, seguramente lleve un rato hablando. Me tironea de la gabardina, ¿Le gusta, verdad? Sabía que le gustaría. ¿Cómo lo sabe? Me da miedo mirarla, mirar a la vieja, mirar a la taza y, ya a punto de escapar, mis pies, los únicos que me detienen, tan de hierro como las patas del banco. Quizá dentro de treinta años seguiré igual. Vendré a sentarme al banco y recordaré a esta mujer, la imposibilidad absurda de moverme. ¿Cómo seré dentro de treinta años? Tal vez traiga maíz para ofrecérselo a las mujeres del barrio o derrame, a mis pies, alpiste para los pájaros. —¿Usted sabe volar? Y antes de que me vaya, qui… —¿Usted es del barrio? De pronto asiento sin querer, acariciando la taza y, al instante, ya estoy arrepentida, sin saber si soy o no soy, volteo la taza y las líneas vuelan con la continuidad infantil de los pájaros. No, no contaré que me fui de este barrio después de que me abandonaron, nunca hablaré de la tarde en que esperé sentada. Quédate aquí. Ahora mismo vuelvo. No tardo nada. Sola en la oscuridad con una taza igual que esta entre las manos. —Entonces habrá oído hablar de la niña perdida… Me vuelvo a mirarla. La arruga se desdobla en su frente como la boca de un cráter, se cae la taza. Rota sobre mis pies de acero. Dentro de unos años volveré a recoger los añicos, me oigo decir mirando al suelo y, al girarme otra vez, nadie a mi lado. Ahora sólo unos fragmentos inservibles, que hace un instante fueron loza, porcelana, algo que ahora poco más que un charco de agua. Cuando pase algún tiempo volveré con la taza en el bolsillo de un sayo y se la ofreceré a una niña que la acariciará, tan perdida, sola, con un ligero castañeo de dientes, igual que si masticase algo pequeño, con piel, tal vez una cáscara, en todo caso algo pequeño que crecerá en su interior, en el mío ahora y, aunque no lo quiera, le temblaran los labios durante el resto de su vida. Y los pájaros se desvanecerán en el aire, se alejarán del banco, como la dentadura inexistente en mi boca de anciana.

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Silvia Fernández Díaz. (Madrid, 1967) es escritora de relatos. Con El reflejo del eclipse, libro inédito, quedó finalista del Premio Caja España 2010. Solo con hielo (Talentura, 2014) resultó finalista del Premio Setenil 2015 al mejor libro de relatos publicado en España. En el 2017, publicó el libro de cuentos titulado La mirada de los pájaros (Talentura, 2017).


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Premio de microrrelato IASA Ascensores

El 18 de noviembre del pasado año se falló la tercera edición del Premio de Microrrelato IASA Ascensores. Dicho galardón de carácter bienal nació hace cinco años con la vocación de permanecer en las letras españolas y elaborar un proyecto de prestigio. Para ello, con la intención de imprimirle un sello de seriedad, calidad y transparencia, las tres ediciones se han rodeado de un jurado de prestigio internacional. Hemos contado con José María Merino, Leonardo Padura y Sergio Ramírez como presidentes del jurado, siendo miembros del mismo figuras reconocidas de las letras como Ana María Shua, Andrés Neuman, Clara Obligado, Espido Freire, Carmen Posadas, Antonio Sánchez Trigueros, Fernando Iwasaki, Antonio Chicharro, y Erika Martínez. Edición tras edición, el número de participantes ha ido aumentando. Desde los 3400 microrrelatos presentados en la primera convocatoria, con 28 finalistas, subimos a 5175 con 25 finalistas en la segunda, y tuvimos record de participación en la tercera: 6650 microrrelatos, resultando ser 30 los finalistas. Los lemas que se han ido desgranando y que habían de constar en el propio texto han sido «elevamos sueños», «maldito escalón» y «libertad de movimiento». En su afán por relacionar literatura y arquitectura, el premio ha elegido lugares emblemáticos de Granada, ciudad de origen del galardón, para dar a conocer el fallo. Al primer emplazamiento, que fue el Palacio de Carlos V, donde la empresa IASA instaló el primer ascensor para evitar obstáculos a personas con movilidad reducida, se le unió más tarde la Escuela de Estudios Árabes y el Aula Magna de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura. Los ganadores de las tres convocatorias han sido: Paloma Hidalgo Díez, de Alcalá de Henares, por su texto El ras-

cacielos, David Calvo Sanz, de Zaragoza, por su texto Mil, y recientemente Ginés S. Cutillas, de Valencia y residente en Barcelona, por su texto El pacto. Ginés S. Cutillas, quien ya había quedado finalista en la primera edición, sin haberse presentado a la segunda, es toda una referencia internacional en el género del microrrelato. Su nombre consta en las principales antologías de los últimos años publicadas en Páginas de Espuma, Menoscuarto, Cuadernos del Vigía y Cátedra. A los dos libros del género que tiene publicados, Un koala en el armario (Cuadernos del Vigía, 2010) —primer libro de microrrelatos en ser finalista del Premio Setenil— y Vosotros, los muertos (Cuadernos del Vigía, 2016), se le suma un ensayo sobre el mismo titulado Lo bueno, si breve, etc. Decálogo práctico del microrrelato (Base, 2016) y una antología que aglutina ochenta autores de nueve países distintos de habla hispana: Los pescadores de perlas (Montesinos, 2019). Además es profesor de la Escuela de Escritores, donde imparte el curso de microrrelato, y de la Escola d’Escriptura de l’Ateneu Barcelonès, donde imparte el curso de ensayo-ficción. Forma también parte del equipo de redacción de Quimera donde coordina la sección de microrrelato. Acaba de publicar su última obra en la editorial Sílex, esta vez un ensayo, Mil rusos muertos, una visita actualizada a Una habitación propia de Virginia Woolf, y para octubre de este año está previsto que publique su siguiente novela en la prestigiosa editorial Pre-Textos. Esta es, sin duda, la prueba irrefutable del nivel excelso que estamos alcanzado en nuestra apuesta por la cultura y por el género del microrrelato, habiéndonos convertido, en apenas cinco años de existencia, en uno de los premios de referencia del género, por calidad, cuantía económica y transparencia en el otorgamiento del mismo. La organización del Premio de Microrrelato IASA Ascensores Más información: http://premioiasaascensores.com (c) de las fotos: Zebra Audiovisual

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Los pescadores de perlas

Microrrelato inédito de

Homero Carvalho Oliva El padre Nadie supo nunca que el mayor milagro del buen padre Giulio María Lingua, considerado un santo por la feligresía de su parroquia, era convertirse en la más hermosa travesti de la avenida Héroes de la Independencia; tampoco tuvieron noticias de los cotidianos prodigios nocturnos que obraba en cada uno de sus clientes que, por unos pesos, alcanzaban la gloria para luego ser devorados por una mantis religiosa.

Del cielo Llovió toda la noche, en el patio un grupo de ángeles caídos espera que el sol les seque las alas para emprender vuelo.

Tarjeta roja Como en el fútbol, siempre vivía en posición adelantada, así que cuando intentó meter el gol de su vida tomando la luna por asalto, casándose con una joven millonaria, el árbitro sacó la mortal tarjeta roja que él no vio al cruzar la calle.

Vocación crítica Voy a ser poeta, dijo, y escribió versos que nadie leyó. Otro día se despertó y se le dio por escribir cuentos; tampoco le fue bien. Entonces se pasó media vida escribiendo una novela que nunca publicó, pero que le sirvió de pretexto para ingresar a todas las asociaciones de escritores en las que, pese a pagar puntualmente sus cuotas, también lo ignoraban. Para qué hablar de las supuestas traducciones y ensayos que decía haber escrito como nadie nunca lo había hecho. Lo rechazaron en todas las revistas y suplementos literarios y así fue que, sintiéndose ofendido, descubrió que en las redes sociales podía ejercer su nuevo oficio: crítico de literatura. En su muro fusilaría a todos los escritores de su país, nadie se salvaría de sus ácidos comentarios, él sería el autor de las mejores catilinarias contra sus excolegas. Los memes serían su pasión.

Fotógrafo Arréglenlo bien, que quede buen mozo, esta será su última fotografía.

Homero Carvalho Oliva. (Bolivia, 1957), escritor y poeta, ha obtenido varios premios de cuento, poesía y novela a nivel nacional e internacional. Su obra literaria ha sido publicada en otros países y traducida a varios idiomas. Está incluido en más de treinta antologías de cuento y poesía. Ha publicado los libros de microficciones Cuento súbito, La última cena, Pequeños suicidios y Geografía de las memorias.

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E i n s t e i n o n t h e B e a ch

La llamada de los Mares del Sur Jack London, tras la estela de Herman Melville Por Enrique Benítez Palma Agosto de 2018. Una gran exposición en el museo municipal de Burdeos reconstruye las peripecias de Jack London en los Mares del Sur. El fenomenal catálogo, comisariado por Michel Viotte y Marianne Pourtal Sourrieu, incorpora un centenar largo de fotos inéditas sacadas de los archivos personales de London, que hizo el viaje de su vida ya en 1907, provisto de cámara fotográfica, máquina de escribir y una tripulación enrolada sobre la marcha y entregada a sus deseos y anhelos. A Jack London le acompañaba su segunda esposa, Charmian, una mujer extraordinaria, políglota, amazona, valiente y feminista, a la que el propio London había enseñado los rudimentos del boxeo, uno de los deportes predilectos del aventurero periodista. London viajó a los Mares del Sur siguiendo la estela de dos de sus escritores favoritos: Herman Melville y Robert Louis Stevenson. El primero llegó a las islas en 1842 y su experiencia en esa travesía, en aquel viaje aciago y sorprendente, le permitiría escribir los relatos y las páginas que le han convertido en el narrador idolatrado que es hoy en día. Stevenson, por su parte, decidió alejarse del mundanal ruido ya a finales del siglo XIX, para morir en paz consigo mismo y con el resto de la humanidad en Apia (Samoa), en 1894, cinco años después de su llegada. Lo que nunca supo Jack London es que el mismo día de su partida en San Francisco rumbo a Hawái a bordo del pequeño crucero Snark, de sólo catorce metros de eslora, los medios de comunicación de las islas del Pacífico recogían la llegada al puerto de Honolulú del buque Heliópolis, procedente de Málaga, con tres mil personas a bordo dispuestas a trabajar en las sacrificadas plantaciones de caña de azúcar. Eran tiempos de caciquismo, hambre y represión en España. El SS Heliópolis salió del puerto de Málaga el 10 de marzo de 1907, para llegar a su remoto destino cuarenta y siete días después. Durante el trayecto, que bordeó el Cabo de Hornos ya que aún no existía el Canal de

Panamá, fallecieron diecinueve pasajeros (tres mujeres y dieciséis niños) y nacieron catorce chiquillos. El 27 de abril la prensa de Hawái se hacía eco de su llegada. The Hawaiian Star, citado por Miguel Alba —SS Heliópolis. La primera inmigración de andaluces a Hawai. 1907 (Diputación de Málaga)—, describía así la dramática situación de los recién llegados: «... flacos, desaliñados, sucios, de mirada triste pero felices y contentos de haber sobrevivido a la travesía, y por eso la mayoría estaban agradecidos. Muchos lloraban y besaban el suelo». El viaje de Jack London por los Mares del Sur tuvo grandes resultados literarios. Él mismo publicó una especie de diario novelado, El crucero del Snark. Hacia la aventura en el Pacífico Sur (Ediciones Folio). Uno de sus tripulantes, Martin Johnson, haría lo mismo pero desde su punto de vista, lo que permite reconstruir con apreciable fidelidad lo ocurrido en aquel largo año y medio de navegación y aventura (Por los Mares del Sur con Jack London, Ediciones del Viento). Y además de esta producción literaria real y fiel a los hechos sucedidos, la aventura equinoccial de Jack London daría como resultado un largo puñado de cuentos y relatos que han hecho las delicias de generaciones enteras de lectores de todo el mundo, que al devorar esas páginas disfrutaron azotados por tifones y huracanes, buscando perlas, eludiendo olas gigantescas y conociendo la libertad, la aventura y la nobleza esencial de la naturaleza más indómita. Una reciente selección de los relatos completos de Jack London, a cargo de Reino de Cordelia, reúne en su segundo volumen veinticuatro cuentos sobre los Mares del Sur, entre los que destacan algunos como «El chinago», «Koolai el leproso», «El diente de ballena» o «El inevitable hombre blanco». La travesía de London comenzó en San Francisco en abril de 1907 y se prolongaría hasta diciembre de 1908, cuando las enfermedades tropicales que habían debilitado a toda su tripulación y a su mujer amenazaron con destruir todo lo que habían logrado hasta ese momento. El biógrafo de London, Alex Kershaw, señala en su libro, aún inédito en castellano, que tanto Melville como

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E i n s t e i n o n t h e B e a ch

Enrique Benítez Palma. La llamada de los Mares del Sur

Stevenson jugaron un papel importante a la hora de alimentar el proyecto de viaje por aquellas islas perdidas del Pacífico. De esta manera, la travesía se diseñó aparentemente con un doble objetivo: conocer la mayor parte de los archipiélagos de los Mares del Sur, pero también y sobre todo recorrer Nuku Hiva, en las islas Marquesas —escenario de Typee, el primer libro de Melville—, y también Apia, en Samoa, para rendir un sentido homenaje a Stevenson, allí enterrado. Llama la atención el poder evocador de las lecturas infantiles en Jack London y su determinación a seguir la estela de dos de sus autores predilectos. En su propio libro sobre la travesía del Snark, London muestra su entusiasmo por explorar la isla donde transcurre la primera novela de Melville: «En la carta [de navegación] estaba señalado como “Taipi”, y ésa es su denominación correcta, pero yo prefiero llamarlo “Typee” y pienso seguir llamándolo así. Cuando yo era pequeño leí un pasaje que tenía ese título: Typee, de Herman Melville; y pasé muchas horas soñando entre sus páginas. Pero no todo eran sueños. Decidí entonces que, fuese como fuese y pasara lo que pasase, cuando me hiciese más fuerte y tuviese algunos años más, yo también viajaría a Typee. Y la fascinación por el mundo fue penetrando en mi pequeña conciencia, esa fascinación que me llevaría a conocer muchos países, y que sigue arrastrándome sin parar». Sorprende, sin embargo, que London no haga referencias a Stevenson, cuando su biógrafo menciona su objetivo indiscutible de visitar la tumba del escocés, siendo La isla del tesoro una de sus obras favoritas. Entregado a otras disquisiciones, deslumbrado por el surf, al que llama «deporte de reyes» y que logra popularizar en los Estados Unidos, se olvida de ese pasaje decisivo. Por suerte, el testimonio de Martin Johnson permite contrastar la visita a la tumba del escritor, ya en abril de 1908: «Apia, en Samoa, fue el único hogar verdadero que Robert Louis Stevenson llegó a conocer. De joven, en Escocia, pasaba muy poco tiempo en casa. Recorrió a pie Inglaterra y Francia, y llegó a Estados Unidos en la bodega de un barco de emigrantes. Tras un intento fallido de establecerse en California, fletó el velero Casco y pasó varios años navegando por los Mares del Sur en compañía de su esposa y su hijo Lloyd Osbourne, hasta asentarse definitivamente en Apia. A unas cuatro millas de la costa construyó una casa en la ladera de una montaña, con vistas a la ciudad

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y la bahía circundante. Bautizó su nuevo hogar con el nombre de Vailima. Allí residió con su esposa y Lloyd Osbourne, su secretario, durante los últimos años de su vida; y también fue allí donde escribió varios volúmenes de cuentos ambientados en los Mares del Sur». Stevenson —al que los nativos de la isla llamaban Tusitala, es decir, «el que cuenta historias», sería enterrado en la cima del monte Vaea. «Por supuesto, la tripulación del Snark hizo una visita a Vailima y luego a la tumba que corona la montaña, tras una caminata de casi diez millas», concluye Johnson. En la biografía de London, tristemente inédita en castellano, Alex Kershaw añade que, tras recorrer un arduo camino para llegar hasta la cima, Charmian y Jack London se vieron ante la tumba y aplaudieron con sus manos. El catálogo de la exposición francesa recoge dos fotos de London en la tumba de Stevenson, un sarcófago gris con un sentido epitafio: «Bajo el inmenso y estrellado cielo, / cavad mi fosa y dejadme yacer. / Alegre he vivido y alegre muero. / Pero al caer quiero haceros un ruego. / Que pongáis sobre mi tumba este verso: / Aquí yace donde quiso yacer; / De vuelta del mar está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador». La experiencia por los Mares del Sur supuso la última gran aventura de Jack London. Debilitado y enfermo tras la exigente y penosa travesía, tuvo que hacer una pausa en el viaje en enero de 1908 para poner orden en sus finanzas, que había dejado confiadas a una incompetente persona de su entorno. Desde 1910 hasta 1916, un año antes de su muerte, viviría en Rancho Hermoso, en la baja California: otra experiencia ruinosa que demostró que el gran escritor y reportero no estaba dotado para los negocios. No obstante, aquel último viaje daría el fruto de algunas decenas de páginas del mejor London (aquí debemos mencionar también Jerry de las islas, Ediciones del Viento, fechada en 1915) y sin duda con él se quitó la espina clavada desde su infancia de seguir la estela de Melville, de rendir tributo a Stevenson. Melville y Typee Jack London es ya un escritor reconocido y un periodista prestigioso cuando viaja a las islas del Pacífico. Desde allí envía crónicas y a bordo del Snark escribe relatos que leerá a sus acompañantes sobre la marcha. No es el caso de Melville, que se embarca joven en una aventura


Retrato de Herman Melville. Joseph Oriel Eaton

inesperada, con el firme anhelo de convertirse en escritor. Una ambición que transmiten sus obras primerizas. La inmensa y a ratos prolija biografía de Melville que escribió Andrew Delbanco (Seix Barral) permite aproximarse, siempre con precauciones, a la vida, deseos y esperanzas del autor de Moby Dick. Leyéndola se tiene la sensación de que el deseo de explicar a Melville desborda a su biógrafo, pero también es cierto que aporta pistas interesantes y que corrobora algunas sospechas e intuiciones que podrían albergar los más atentos y humildes lectores de Melville. La experiencia en las islas de los Mares del Sur la utiliza el joven escritor como su catapulta hacia la fama: cansado de una vida previsible en la aburrida Nueva Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX, el mar promete experiencias inquietantes. El mar océano pasa a ser el nuevo territorio cómplice de los aventureros y fugitivos. Su condición imprevisible aporta incertidumbre, ansiedad, riesgo. El

mar premia a los competentes, no a los educados. Las islas inexploradas viven al margen de las leyes: de las penales pero también de las divinas. El Pacífico se convierte, entonces, en el Oeste del Oeste, la nueva frontera, el santo grial de la juventud sin horizonte. El barco real en el que viaja Melville responde al nombre de Acushnet, una palabra de origen algonquino, es decir, de las tribus que poblaban los alrededores de Nueva York antes de su exterminio y desaparición. Pequod, el barco de Moby Dick, es también una palabra algonquina. El patrón del Acushnet es autoritario y tiránico, como lo era el capitán Ahab. Como lo es asimismo el patrón de Dolly, la embarcación de la novela Typee. Un joven marinero deserta y pasa unas semanas en la isla virgen, conviviendo con los nativos, disfrutando de su vegetación y sus cascadas, sorprendido por las costumbres paganas de sus habitantes. Typee (cuyo título original fue Typee. Una mirada a la vida polinesia)

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Enrique Benítez Palma. La llamada de los Mares del Sur

es un relato de iniciación que combina fantasía y realidad, y que permitió a Melville vender seis mil ejemplares y comenzar una promisoria carrera como escritor que transcendería hasta nuestros días. La primera edición española de Typee es de 1942, es decir, el libro se publicó en España un siglo después de haber sido escrito, o vivido, para ser más exactos. La traducción es Taipi, y es un ejemplar barato de hojas oscuras y tacto arisco. Intuye el lector que la traducción es mejorable, incluso que faltan pasajes o capítulos. La España de 1942 no debía de ser muy diferente de la puritana Nueva Inglaterra que acogió la publicación original con una rara mezcla de entusiasmo, desconfianza y recelo. ¿Quién se compraría un libro así en la oscura nación católica surgida de la guerra civil? Los apellidos apuntados a lápiz y una breve nota remiten a una familia adinerada del norte de España, que posiblemente adquiriera una novela de aventuras del autor de Moby Dick, sin más pretensiones. Sin embargo, Typee —una obra más llamativa y compacta que su decepcionante secuela natural, Omú (Alba editorial)— es mucho más que una novela de iniciación. Además de las descripciones de parajes paradisíacos e inolvidables, en las páginas de esta historia de aventuras se pueden encontrar certeros apuntes y valientes reflexiones sobre las relaciones sociales, sobre la jerarquía y las costumbres de unos pueblos primitivos en los que el autor encuentra más felicidad natural que en su mesurado entorno occidental. Concebida como un libro destinado a impresionar a sus posibles lectores —de ahí la elección posterior de un subtítulo tan significativo como Un valle de caníbales en las islas Marquesas—, la reacción de la crítica y los lectores de los Estados Unidos de 1846 tuvo que ver, sobre todo, con la veracidad de los hechos narrados y, sobre todo, con algunas secuencias de sexualidad más explícita de lo habitual en aquellos tiempos moralistas. En efecto, muchos dudaron de la verosimilitud de Typee, hasta el punto de tener que salir en defensa de Melville uno de sus compañeros de viaje e infortunio, el joven Toby Greene. Para situar el contexto, los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving son de 1830, y entonces los principales viajeros y exploradores franceses y anglosajones buscaban en España o en el Gran Tour por los países clásicos del mediterráneo el exotismo orientalista de moda entre la alta sociedad de la época.

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Delbanco hace un gran hallazgo al mencionar la «franqueza sexual» del libro de Melville, que no sólo convive con radiante naturalidad entre mujeres desnudas, sino que recibe sensuales masajes nocturnos de algunas de ellas, al tiempo que observa que las relaciones entre hombres y mujeres no sufren limitación moral ni acotación alguna. Sólo ciertas cosas son «tabú» —otro de los grandes hitos del libro—, como por ejemplo la subida de mujeres a las canoas. Y respecto al canibalismo, es más una amenaza que sobrevuela el libro para darle emoción que una realidad palpable en la isla del paraíso. Esta es la clave de la novela de Melville: su convivencia —que fue de apenas cuatro semanas en la vida real, aunque él intentó alargarla hasta los cuatro meses— con una población que podríamos definir como «prebíblica», sin códigos, ataduras, convenciones o preceptos de obligado cumplimiento. Las posesiones de la isla eran de todos, todo se compartía, no había candados ni vallas ni verjas ni puertas, y las relaciones sexuales obedecían, al parecer, a la llamada de la naturaleza. Leído hoy, el libro de Melville puede resultar infantil, incluso aburrido. Pero en 1846 fue un libro novedoso, atrevido, original y casi escandaloso. Su mencionada secuela —Omú— no tuvo el mismo éxito, pero de aquel viaje iniciático que atrajo tras de sí a Jack London más de sesenta años después sacó el autor material suficiente para escribir algunos de sus mejores libros y también los mimbres dorados para elaborar su gran obra maestra, Moby Dick, en la que es pertinente señalar que se han localizado no menos de doscientas cincuenta citas de la biblia. No es fácil volver a la Naturaleza previa al pecado original. Mucho más tarde, en 1854, Melville publicaría Las Encantadas (Valdemar), quizás con el deseo de explotar el terreno en el que mejor se había desenvuelto literariamente: el mar, el Pacífico, lo desconocido. Hay una historia curiosa detrás de este pequeño libro: ideado para superar el fracaso comercial de algunas de sus obras más ambiciosas, fue publicado en el Putnam’s Monthly Magazine con el pseudónimo de Salvador R. Tarnmoor y conformó junto a Benito Cereno y Bartleby el escribiente el volumen de los Piazza Tales que pasaría a la posteridad. Ya saben: preferiría no hacerlo. Afirma Delbanco que Melville apenas había leído nada sobre los confines de la tierra antes de su partida


Jack London en 1904. The Book of Jack London by Charmian London (Century Co, NY, 1921)

en el Acushnet, pero lo cierto es que en Typee y otros libros posteriores demuestra que se documentó con interés antes de lanzarse a la tarea de redacción: no sólo menciona los libros de los grandes exploradores del Pacífico de finales del XVIII y principios del XIX (Philip Carpenter, George Vancouver, John Byron o el ruso de origen alemán Otto von Kotzebue, cuyos libros de viajes al servicio del Zar estuvieron disponibles en inglés en 1821 y 1830, respectivamente); también hace varias referencias al español Álvaro de Mendaña, des-

cubridor auténtico de las islas Salomón en 1568. Es más que probable que entre sus lecturas estuviera el ubicuo James Burney, todo un personaje, y su fundamentada Historia Cronológica de los descubrimientos en el Mar del Sur u Océano Pacífico. En Las Encantadas, por ejemplo, hace referencias explícitas a las obras del bucanero Cowley, del explorador y cazador de ballenas James Colnett y a las crónicas del capitán de navío David Porter. Eso sí: frente al relato de los grandes hombres prefiere y contrapone Melville su perspectiva, la de un tipo corriente embarcado en un navío de medio pelo, sin comodidades, maltratado y víctima de la brutalidad marinera. Este es otro de sus grandes aciertos. Entre aquella sucia turbamulta que cazaba ballenas enrolada en turbios buques llenos de sangre, muy pocos podían escribir como él. Y por lo tanto llegar al gran público como él lo hizo. No puede sorprender entonces que la combinación de aventuras, rebeldía, naturaleza salvaje, muchachas desnudas, cuerpos tatuados y ausencia de normas deslumbrara a un joven lector llamado Jack London. Sin embargo, las islas a las que llegaron los tripulantes del Snark en 1907 distaban mucho de ser el paraíso perdido descrito por Melville en 1845. Incorporadas de hecho a los Estados Unidos por un golpe de los terratenientes en 1893, en las fotos que hicieron Jack y Charmian abunda la ropa occidentalizada, y las caras de los nativos transmiten cualquier cosa menos alegría. Otros archipiélagos eran ya franceses, ingleses o alemanes. De esta manera, al igual que Melville, la gran reflexión que hizo London en sus relatos tiene que ver con los beneficios palpables de la llamada «civilización» y versa sobre las consecuencias reales que tuvo sobre la población sometida la implantación a la fuerza de la sesgada idea de progreso que se manejaba en el siglo XIX. Relatos como «El inevitable hombre blanco» (London) o «Una avanzada del progreso» (Conrad) siguen la estela literaria iniciada por Melville en sus libros originales sobre los Mares del Sur, y sobre la conversión de aquellos territorios «preadánicos» en una extensión infeliz y miserable del mismo infierno que los exploradores y viajeros habían optado por abandonar. Conquistas y logros del colonialismo salvaje. Stevenson y Mark Twain Mark Twain es el gran olvidado en esta historia de escritores anglosajones errantes por los Mares del Sur.

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Enrique Benítez Palma. La llamada de los Mares del Sur

London no hace referencia alguna en sus andanzas por el Pacífico al célebre autor de Huckleberry Finn o Las aventuras de Tom Sawyer, pero lo cierto es que estuvo y, además, pudo ser la causa de que Stevenson se lanzara decidido a la aventura final de su vida, allá por 1888. Está contrastado que Twain y Stevenson se conocieron e hicieron amistad a mediados de la década de 1880, muy poco antes de que este tomara la feliz determinación de embarcar hacia el sur del Pacífico. La buena relación que parece que hubo entre ellos invita a pensar en la influencia de Twain sobre la decisión de Stevenson, aunque no fuese del todo decisiva, como veremos. Mark Twain vivió en las islas Hawái, en Honolulú, durante varios meses en el año 1866, desde abril a septiembre, enviado por el entonces principal diario de la costa oeste, el Sacramento Union. Sus cartas han sido recopiladas por el profesor hawaiano A. Grove Day, pero permanecen inéditas en castellano: Letters from Hawaii recopila los veinticinco textos enviados por el escritor al periódico, mientras que Mark Twain in Hawaii rescata la revisión que hizo el mismo autor de aquellos artículos suyos, ampliándolos con sus propias anotaciones en 1872, cuando andaba necesitado de dinero y de algo que publicar. Años más tarde, en 1894, viajero impenitente, se embarca con su familia en un viaje por Australia y Nueva Zelanda, y escribirá La travesía del Pacífico (Ediciones Folio), interesante para curiosos. Twain y Stevenson cierran el círculo de los viajes de Melville y London. El primero ya menciona en sus cartas de 1866 el auge de la producción de azúcar en las islas, una industria pujante que entre 1907 y 1910 llevaría a ocho mil emigrantes españoles, sobre todo andaluces, a las plantaciones de caña de la isla, a la dura zafra que los trabajadores de otros países no fueron capaces de realizar. Stevenson, por su parte, escribiría en las islas sus contradictorias impresiones en varias etapas. En España se han editado dos libros sobre sus vivencias de estos años: En los Mares del Sur. Relato de experiencias y observaciones efectuadas en las islas Marquesas, Pomotú y Gilbert (Los Libros de Siete Leguas) y Viajes por Hawai (Editorial Abraxas), una recopilación de su animada correspondencia samoana, y también de sus artículos para el diario neoyorquino The Sun, en los que presta especial y asombrada atención al lazareto de leprosos de Molokai, tal como

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haría Jack London veinte años después. Las casualidades, parece obvio, no existen. En el prólogo de este libro, Jordi Groh menciona el importante papel jugado por el desconocido escritor estadounidense Charles Warren Stoddard en el deseo de Stevenson de viajar por aquella zona: dicho autor, al que Stevenson conoció en San Francisco en 1879, «había realizado cuatro viajes a las islas del Pacífico, y sus historias de Tahití, Honolulú y Molokai habían despertado en Stevenson el afán romántico de conocer aquellas islas pobladas por la notable raza de piel oscura». La última frontera llamaba la atención en la cosmopolita costa este y su poderoso atractivo fue irresistible para los más destacados narradores de la época. ¡No sólo ellos! La periodista Pilar Tejera es la autora de Viajeras por los Mares del Sur (1876-1930) (Ediciones Casiopea). Este libro milagroso ha permitido descubrir a figuras tan ocultas, ocultadas y desconocidas como Annie Brassey, Constance G. Cumming, Agnes Gardner King, Beatrice Ethel Grimshaw y Lucy Evelyn Cheesman, o saber más de Fanny Stevenson. Valientes y decididas, todas ellas viajaron por escenarios similares a los aquí descritos. Sirvan sus experiencias y su arrojo para desarmar una de las frases más inquietantes de la biografía de Melville: la que, citando a Walker Percy, afirma que «sólo quienes odian parecen estar vivos». Una verdadera premonición de lo que puede ser el siglo XXI. Y sirvan finalmente estos versos de Stevenson (Hacia tierras lejanas, Poesía portátil Random House), cuidadosamente seleccionados por el llorado Claudio López de Lamadrid, como agradecido reconocimiento a quienes arriesgaron sus vidas para escribir las páginas que nos hicieron felices en nuestra infancia y juventud: FINAL DE VIAJE Este es un mundo de verdad, que tu alma ancle aquí; que tu cuerpo eche aquí sus amarras. Y que a partir de ahora este paisaje se refleje en tus ojos; cuando el tiempo se acabe y todo ese verdor se vuelva ciego que el último servicio que te presten sea llevarte muerto donde hoy en sueños te llevó el caballo.


Semblanza del Diablo Por José Antonio Vila En cierto episodio de Los Simpson, Homer afirma lo siguiente: «Dios es mi personaje de ficción favorito». La frase es buenísima. Pero, por esta vez, voy a distanciarme del padre de familia más famoso de la televisión. Yo por mi parte lo que diría es que mi personaje de ficción favorito es el Diablo. Supongo que no es una elección fácil de explicar. Recuerdo haber leído u oído en alguna parte que una forma de superar los miedos infantiles es convertirlos en afición. No es que yo profese exactamente «afición» por el Diablo, como la baronesa Frida Ungern, aquella aristócrata bibliófila y demonóloga de la novela de Arturo Pérez-Reverte El club Dumas, que afirmaba haberse enamorado del Diablo a los quince años, y que por eso le había dedicado toda su vida y todos los libros de su inmensa biblioteca. Pero sí que siempre he sentido curiosidad y atracción por su figura. Siendo todavía muy niño vi la película El exorcista. Como no es difícil de imaginar, la impresión que la cinta me causó fui arrastrándola a partir de entonces durante años. Aún hoy en día sigue siendo una de mis películas favoritas y raro es el año en que pasan más de seis meses sin que vuelva a verla. Del mismo modo, soy, como tantos millones de personas, incapaz de oír los primeros acordes de la celebérrima banda sonora de Mike Oldfield sin experimentar un delicioso escalofrío. Cuando yo era niño creía vagamente en Dios y, claro, en el Diablo también. Muchos años después de haber visto por primera vez El exorcista, supe que esa imagen mental que había ido forjándome de la luz y de las tinieblas como principios nivelados y enfrentados era una noción herética que contravenía uno de los dogmas esenciales de la religión cristiana, según el cual las tinieblas no gozan de entidad propia, de sustancia, para decirlo en lenguaje filosófico, y no son sino ausencia de luz. Parece que, de acuerdo con esto, al Diablo le cabría más que nunca la expresión de «pobre diablo», donde el adjetivo sería

casi un sustantivo. Tal vez este sea el modo que tiene el cristianismo de creer en la bondad básica de la mayor parte de las personas. Una mirada esperanzada sobre el mundo: creer que la gente es mejor de lo que parece, que la inmensa mayoría guarda una bondad esencial en su corazón que hay que despertar. Belleza, bondad, verdad, amor, amistad desinteresada. No lo sé. La escritora feminista Camille Paglia sostiene que no cree en Dios, pero que Dios es la idea más grande que han tenido los hombres. Como Voltaire, parece querer decir que si Dios no existiera habría que inventarlo. ¿Es Dios digno de nuestra fe? En cualquier caso, me acuerdo de una cosa que escribió Milan Kundera en su novela El libro de la risa y del olvido y que me llamó lo bastante la atención en su momento como para transcribirla en un libreta, de la que lo copio aquí: «Los que conciben al diablo como partidario del mal y al ángel como combatiente del bien aceptan la demagogia de los ángeles. La cuestión es evidentemente más compleja». Y al hilo de esto ha sido por lo que me ha dado en pensar acerca de las representaciones de lo demoníaco en las artes y en la literatura. Me he acordado de tres de los mayores hitos de las letras universales donde han cuajado visiones de lo demoníaco: La divina comedia de Dante, El Paraíso perdido de Milton y el Fausto, en la versión de Goethe. Lo que, a mi juicio, tienen en común esas obras es que cada una desarrolla una imagen del Diablo que devino ejemplar y, en cierto sentido, se impuso como paradigma. Las creencias y leyendas medievales debieron de encontrar su eco en la fantasiosa truculencia del demonio gigantesco, de rostro triple (uno frontal y dos laterales) y batientes alas de murciélago imaginado por Dante en su Infierno. Un ser monstruoso que con los dientes de sus tres bocas rompía en un mismo y triple mordisco a otros tantos pecadores. Con todo, el horror que inspira su figura es, en mi opinión, menor del que en ocasiones provocan las penas que padecen algunos de los reos en ese Infierno por el que Dante y Virgilio

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José Antonio Vila. Semblanza del Diablo

transitan. Amén de las espeluznantes historias que los condenados narran. Basta recordar al conde Ugolino o al poeta Bertran de Born. Hay una famosa ilustración de Gustave Doré que muestra al Diablo en el lago helado que ocupa el centro del Infierno en la visión de Dante. Tiene el mentón de su rostro frontal apoyado en las manos y la mirada perdida en la lejanía. El Diablo más parece estar muriéndose de aburrimiento que ser capaz de inspirar temor alguno. Por su parte, el Satán de Milton es un modelo de la rebelión contra el poder. «Better to reign in Hell, than serve in Heaven», es el verso más famoso de El Paraíso perdido y uno de los más célebres de las letras de todos los tiempos. Su orgullo indómito lo empuja a no someterse a quien lo ha vencido y, gracias a la potencia expresiva de su verbo, el poeta inglés consigue (quizá en contra de la que habría sido su intención) que el lector se ponga de parte del bando perdedor. La arenga que se encuentra en el primer libro del largo poema de Milton es un pasaje inolvidable. Se trata del enfático discurso del Diablo a los otros ángeles rebeldes, ahora derrotados y caídos junto a él, y es uno de los más vibrantes y hermosos parlamentos que jamás se hayan compuesto. Las palabras que cualquier general derrotado querría poder decir a sus tropas vencidas, para devolverles el orgullo herido por la humillación de la derrota gracias a la sola fuerza de su insuperable carisma. La épica del perdedor nunca ha sido más sublime. El Paraíso perdido ha provocado en los lectores la fascinación por la figura del rebelde como pocas obras de arte lo han logrado. El Diablo de Milton es soberbio en el doble sentido de la palabra. Su ego exacerbado anticipa el de los héroes románticos. Es la pasión egocéntrica de su individualismo lo que les infunde, en efecto, a él y, por extensión, a sus seguidores el calor de la esperanza de recobrar algún día el Cielo y los eleva por encima de la desolación de la derrota, del desconsuelo y la miseria. Si era el orgullo lo que empujaba a Satán a querer equipararse a Dios y a sentir envidia de los hombres y del Mesías, es el orgullo también lo que le devuelve el sentimiento de su propia fuerza. Obtener «resolution from despare», como dice él mismo. Aproximadamente un siglo y medio después de Milton, Goethe nos presentará a un Mefistófeles mucho más mundano que todos los demonios anteriores: el diablo que entra en tratos con el doctor Fausto. Es cierto que Goethe contaba con el precedente de la ver-

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sión de Marlowe, que, si no me falla la memoria, fue el primer autor de enjundia literaria en apropiarse la vieja leyenda germánica del sabio doctor que invocaba a los muertos y a los espíritus demoníacos. Pero será Goethe quien le dé a Mefistófeles el barniz que con mayor nitidez ha llegado hasta nosotros: menguado en sus poderes, acepta con resignada ironía la disminución de su importancia, lo guía la intención de querer hacer el mal pero siempre termina por contribuir al triunfo del bien, no renuncia a su coquetería —no permite que las brujas lo llamen «Satán», aduciendo que ese nombre está pasado de moda—; alguien que, como es sabido que afirma al comienzo del drama, no posee la omnisciencia pero muchas cosas comprende. En la versión de Goethe, Mefistófeles le devuelve la juventud al anciano Fausto y se lo lleva de parranda. Como dos buenos compadres. Para poder tentarlo mejor. El Diablo es ahora un señor educado y culto, cuya maldad asoma sólo a través de sus palabras y en su capacidad para seducir, convencer y enredar las cosas. Su peligro reside en su hábil sofistería y en su capacidad dialéctica. Se diría que esta nueva vía de lo demoníaco la había intuido ya Shakespeare, que hizo que Banquo dirigiese a Macbeth esta admonición: «The instruments of Darkness tell us truths, / Win us with honest trifles, to betray’s / In deepest consequence». Lo mismo que había hecho comentar a Edgar en El rey Lear: «The prince of darkness is a gentleman». También en El exorcista, por cierto, el padre Merrin (Max von Sydow) aconsejaba al más joven padre Karras que no escuchara al Diablo, porque el ataque del demonio es psicológico, y muy fuerte, y mezcla las mentiras con las verdades para confundir y dañar. De todos modos, de esas tres versiones del demonio la versión de Milton es mi favorita. Para mí ejemplifica la radical independencia que ha caracterizado la subjetividad moderna («The mind is its own place, and it self / Can make a Heav’n of Hell, a Hell of Heav’n»). Crítica y desconfiada ante toda forma de autoridad que emane sólo de la tradición. Vehemente en su autoafirmación, el Satán miltoniano anticipa al hombre moderno que, sin dudarlo, elige la libertad a la obediencia. Prefiere el destierro antes que someterse a una ley que percibe como injusta. Sabios, estudiosos y eruditos se han ocupado desde hace siglos en tratar de sondear el misterio de la intencionalidad de Milton, cristiano puritano, partidario de la república de Cromwell y caí-


Ilustración de El Paraíso perdido, de Milton. Gustave Doré

do en desgracia con la restauración de los Estuardo. El Paraíso perdido se publicó en 1667, un año después del gran incendio de Londres y seis después de que Carlos II hubiera restaurado la monarquía. Es harto sabido que William Blake, en El matrimonio del cielo y el infierno, escribió: «The reason Milton wrote in fetters when he wrote of Angels & God, and at liberty when of Devils & Hell, is because he was a true Poet and of the Devils party without knowing it». Blake puso en boca de su Diablo: «Those who restrain desire, do so because theirs is weak enough to be restrained». Una frase que podría hacer suya el de Milton. La inaugural insumisión de Satán simboliza la rebelión que posibilita el desarrollo de la plena individualidad. Es sabido también que por eso el poeta Shelley argumentó que el diablo miltoniano era un ser moralmente superior al Hacedor que lo había creado y contra el que se rebelaba. Lo mismo podría decirse de la criatura del doctor Frankenstein, ese otro sabio ambicioso al que sirvió de modelo el autor de Prometeo liberado. Qué paradójicos e inescrutables son los caminos del espíritu. Han quedado atrás los tiempos en que la experiencia religiosa era más intensa y donde dominaban todavía las explicaciones bíblicas del hombre y del mundo. Igualmente quedan atrás las épocas doradas de la ideología marcial; la heroicidad es casi una noción trasnochada. Pero algunos libros parecen seguir respondiendo a algunas de nuestras más hondas inquietudes existenciales. En las imágenes que crean hallamos un reflejo de la estructura de nuestro ser. Quizá

el puritano Milton escribió su poema épico con el fin de intentar explicar las razones por las cuales el hombre, el pecaminoso género humano, había sido expulsado del Paraíso. Pero no es esa la lectura que hacemos de su libro. La caída del hombre la entendemos hoy en un sentido figurado y no literal. Seguramente, Milton, como todo artista digno de ese nombre, fuera consciente de su valía y eso lo condujera a identificarse, acaso de modo inconsciente y en contra de sus creencias religiosas, con el orgulloso y magnífico Satán. Fueran cuales fueran sus intenciones, lo cierto es que Milton escribió en ese agitado siglo XVII que fue uno de los ejes de nuestra modernidad, cuando las cosmovisiones religiosas convivían con la pujanza del racionalismo y el humanismo, cuando entraban en contacto la fe y la razón, el dogma y la filosofía. El XVII es el vertiginoso siglo que vio morir a Descartes y vio nacer a Newton. Las certezas autoritarias del pasado entran en fricción con la duda sistemática como método y la emergencia de un nuevo paradigma científico. No recuerdo qué opinaba Juan Benet (que tenía opiniones sobre todo) acerca de John Milton y El Paraíso perdido. Pero sí recuerdo que afirmó en numerosas ocasiones que la literatura daba lo mejor de sí cuando el lenguaje se le iba de las manos al escritor. Que es otra forma de decir que la mejor literatura sólo podía acontecer cuando esa intuición racional que solemos denominar «inspiración» era la que tomaba las riendas de la pluma. Tal vez este fuera el caso de Milton. En la base del humanismo está la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas. La religión cristiana habla de «imagen de Dios» para describir al hombre: Adán, la figurita de barro a la que Dios insufló vida. Un ser libre, creado a Su imagen y semejanza, amado por Él y capacitado para recibir Su gracia. El filósofo renacentista italiano Pico della Mirándola, en su Discurso sobre la dignidad del hombre, había puesto en boca de Dios el mensaje de que el hombre fue creado sin esencia «con el fin de que fueras libre y soberano artífice de ti mismo, de acuerdo con tu designio». Los hijos de Adán, sin embargo, han hecho uso del libre albedrío del que se los había dotado para cincelar las facciones del demonio tomándose a sí mismos como modelo. Tal vez el Diablo no exista, pero nosotros hemos tenido que inventarlo. No sé si el hombre está hecho a imagen de Dios, pero estoy seguro de que el Diablo sí está hecho a imagen del hombre.

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¿Macedonio vive en Catalunya? Por Pablo Ottonello Se supone que esto es una reseña. A mi favor, para el caso, se suponía que El fill del corrector / Arre, arre corrector era un libro del catalán Pujol Cruells traducido al castellano, en versión bilingüe. Considero necesarias algunas aclaraciones: no soy catalán, no vivo en Barcelona, no conocía, hasta este libro, a ninguno de los autores. Tampoco leí a Pla. Soy un escritor argentino circunstancialmente afincado en el Midwest que por esas gratas casualidades de la vida académica (mi alma mater es la Universidad de Chicago) dio con este extraño volumen. Digo esto porque todavía me sorprende cómo los libros que valen la pena siempre se las arreglan para circular.1 Ya desde el título bilingüe, El fill del corrector / Arre, arre, corrector propone a la vez una fiesta literaria y una lectura duplicada, casi imposible. La fiesta tiene forma de conversación nada menos que a pie de página. Sus protagonistas (supuestamente): Adrià Pujol Cruells, autor «oficial» del libro, y Rubén Martín Giráldez.2 Digo «supuestamente» porque el convite literario de los autores pone en duda absolutamente todo: el concepto de novela, el de traducción, el de obra literaria, el de autoría. Y, sobre todo, la invitación interroga la forma convencional de leer. 1. En épocas más espirituales llamaríamos a esto Providencia. 2. Sé poquísimo de literatura catalana y no me sorprendería que alguno de los dos fuera un heterónimo de ficción; además, si tomamos en cuenta que un apellido es catalán y el otro (al parecer) castellano, tendría bastante sentido que así fuera (¿acaso uno es el Avellaneda del otro?). Desafortunadamente, gracias a la «semierudición» inmediata que ofrece Google, al parecer ambos existen. No lo lamenté, por supuesto. Adrià Pujol Cruells nació en Begur, 1974; Rubén Martin Giráldez en Cerdanyola, 1979.

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¿De qué trata El fill del corrector? En un primer nivel el libro es un ensayo personal de Pujol Cruells. Aquí relata su relación paterna y sus inicios en la literatura. La profesión del progenitor es relevante: nada menos que el corrector de Josep Pla (me lo traduje a términos argentinos; como haber sido el corrector de Borges, Cortázar, Bioy Casares. ¿Es correcto?). Pero atención, que esto es un carnaval. El autor rápidamente abandona la trama o, mejor dicho, le propone al lector una lectura esquizoide, casi paranoica, entre texto y comentario de texto. La historia principal (sobre Pla) se disputa la presencia en la página con las notas al pie (territorio de la nueva generación de autores catalanes)3. Lujuriosamente bilingüe, virtuosa en su digresión, en El fill abundan las notas al pie desde el inicio del safari. Esto es así al punto de subvertir el uso esperable de la nota (la clarificación) hasta convertirlas en la pulpa del libro. ¿Por qué digo esto? A poco de comenzar queda claro que es en el hampa de la página donde surge la tensión dramática. Los personajes, el drama, la discusión estética y política se dirime menos en el cuerpo del texto (al que no desprecio en absoluto) que en el confuso sustrato de minerales que compone la nota al pie (¿Podemos hablar de novela geológica? Yo creo que sí. La cosa, al parecer, sucede ahí, abajo). Pero a diferencia de las notas al pie en David Foster Wallace, que las popularizó al extremarlas en novelas como Infinite Jest, o de Manuel Puig, que interrumpe El beso de la mujer araña con derivaciones psiquiátricas, en El fill las notas al pie cumplen una función distinta. (A ver si logro que me crean.) La excusa inicial para la proliferación de comentarios es la calidad de la traducción. Noten esto. El libro está planteado en doble espejo. A la derecha tenemos la versión castellana, traducida por 3. Disputa a todas luces paginal.


Giráldez. A la izquierda, la versión «original», escrita en catalán por Pujol Cruells. Hasta ahí, no hay más que un libro bilingüe. En nota al pie, sin embargo, aparece la discusión entre autor y traductor (y por momentos, terciando arbitralmente entre los contendientes, los editores). El cuerpo del texto, que recorre la relación padre e hijo, como también la influencia literaria de Pla primero en su padre e indirectamente en Cruells, se encuentra literalmente socavado por una disputa intelectual feroz, cómica, rica en erudición, saturada al extremo de referencias literarias. En nota al pie, además, aparecen citas y comentarios de otras traducciones y, por supuesto, nombres de traductores que obtienen tratamiento de artistas. Estrategia refractaria, esto desvía la atención del texto (pero, ¿y cuál es el texto?), y sin embargo, quizás explique la propuesta estética del libro: ¿por qué no llamarla dispersión serial? (Estoy diciendo casi lo mismo que en el párrafo anterior; es que estoy muy excitado y no puedo pensarlo mejor.) No es un misterio. Cruells lo apunta con claridad en la nota 53: «En multitud de mis textos el lenguaje es igual de importante que lo que se cuenta, o más». Estoy de acuerdo. El fill no es otra cosa que lenguaje pensándose como lenguaje, texto que se comenta y se traduce a sí mismo y que, a la vez, comenta y analiza la traducción, dispersándose en un paraíso de bifurcaciones. El libro propone una cruzada en contra de la claridad, tema que ellos, los contendientes de la nota al pie, parecen muy dispuestos aniquilar. Así como Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, o el Ulises de Joyce (y sobre todo el Finnegans Wake) son obras que cuestionan (entre otras cosas) la legibilidad de un texto, a partir de esta estructura de referencias cruzadas y bilingües, sazonada de cabos sueltos, los autores de El fill parecen preguntarse si un libro es un dispositivo que debe ser leído. ¿Es este un libro para leer o un libro para interrumpir la lectura y consumirse de

un modo alternativo? ¿No podría entenderse como un boicot a la previsible secuencialidad de la lectura? Respuesta: que «los masajistas de la buena conciencia y los matones de la transparencia» (39) digan lo que quieran. Y que un lector anfibio y osado se suba, si puede, al jubiloso jet que ofrece El fill. (Es que estos tíos van un poco rápido.) Original, traducción, fidelidad, adulterio e irritación. Intensa bruma de baño turco. Puede que sea esta la propuesta del libro. ¿No es un poco hostil? ¿No expulsa al lector? Joé. Claro que no. En primer lugar, ¿no decía Lezama Lima que la dificultad lo ponía cachondo? (a pesar de los kilos, a mí me pone cachondo Lezama). Si Góngora pudo decir «aves crestadas» en vez de sencillas «gallinas», ¿por qué no podrán hacer un planteamiento radical los dos esgrimistas catalanes? Y, sobre todo, ¿por qué todo se debería entender en la primera lectura? No, no es hostil, sino todo lo contrario. Es una invitación olímpica al decatlón de la lectura. Requisitos: proteína, stamina, agua mineral. Pero además de dispositivo antiharaganes, El fill es una provocación exaltada de la literatura catalana. En el texto principal, ocupado en buena parte por la relación entre padre-Pujol y Pla, hay referencias y anécdotas sobre el gran autor ampurdanés. Esto no es un dato menor. Con el salaz franeleo4 de la nota al pie, los autores no sólo socavan el cuerpo principal, sino que se imponen de manera simbólica por sobre Pla, que queda anulado en la imposibilidad de lectura. La irrupción es simbólica: son ellos, los nuevos autores, los que brotan como fungi después de una larga lluvia. Importa menos qué pasa en el cuerpo principal del texto que en el tribunal de los susurros a pie de página. En ese sótano del libro los yudocas se trenzan

4. Creo que en Barcelona dirían «cachondeo».

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bella e inútilmente5. (¿Pero quién dijo que la literatura tiene que servir para algo? Bueno, claro, Horacio. Que también habló de delicia.) El name-dropping del que los mismos autores se burlan no es inocente (nada en el libro lo es): plantear la renovación de la literatura catalana y a la vez provocar, a partir de los destellos de erudición e inteligencia, a la forma de operar de la literatura de la periferia catalana en torno al centro literario del resto de España, con sede en Madrid. (Off topic, como dicen los gringos: ¿cómo sería una versión argentina de El fill? ¿Un texto sobre Borges con dos cuchilleros al pie compitiendo por las páginas? ¿Escrita en argentino y traducida al peninsular? [Proyecto de libro]) La disputa intelectual entre Cruells y Giráldez, de carácter ficticio, pronto ofrece muestras de mutua admiración y respeto. Quizás este sea el aspecto más emotivo (y novelístico) de la obra: la evolución en ese vínculo un poco tortuoso. El autor, que al principio del libro se queja de los agregados y omisiones del traductor, pronto le agradece sus comentarios incisivos, e incluso felicita algunos aciertos y modificaciones que, reconoce, han quedado mejor que en el original. Este diálogo es un comentario mismo sobre el arte de la traducción. Ya en el «Prologuito» de Giráldez, el traductor dice: «No he respetado tanto lo que Pujol Cruells ha escrito como lo que debería haber escrito». Y sobre la dificultad de la lectura de esta eclosión de egolatrías que hierve desde lo bajo (zona erógena de la obra), los editores, Hurtado y Ortega, dicen en la «Nota de los editores»: «Palabras necias a los que condenen la jipsterización de la nota al pie» (7). El libro, queda claro desde las advertencias, es una provocación. Por ejemplo (nota 12): «Sr. MG, a tenor de nuestra última, pequeña y en cualquier caso insignificante polémica, yo ya pensaba que lo había visto todo». El autor se refiere a cómo el traductor se ha tomado la libertad de incluir en el texto fragmentos de un libro previo. (No quiero espoilear, pero esta disputa alcanzará picos de barbarie cuando el traductor irrumpa en el texto principal.)

5. Creo que abusé de las metáforas. Es que, como dije, me excité (mérito del libro).

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*** Instalarse como autor/es es matar al padre. En este caso, el padre simbólico puede ser Pla, pero también las instituciones literarias (los «cachalotes moribundos» de los grandes grupos editoriales) que definen qué se publica y cómo. Esos cachalotes se desvelan por la legibilidad. (¡Garantizar la satisfacción del lector-cliente!) El fill, publicado por Hurtado & Ortega, se propone, quizás, lo contrario. Está dispuesto a sacrificar lectores con tal de empujar el límite de la novela un poco más allá. La protagonizan, a pie de página, traductor (¿traidor?) y autor (con ocasionales intervenciones ansiolíticas de los editores). Esta primera novela buena, siguiendo el epígrafe macedoniano, es un libro musculoso, divertidísimo, por momentos irritable y, por eso, ah, fascinante. Que recorra el mundo.


Entrevista a Elisa Ferrer Texto: Bel Carrasco Fotografía: Oriette D'Angelo ©

«La superheroína imbatible que era de niña ha perdido sus poderes.» Con esta afirmación arranca Temporada de avispas, la primera novela de la valenciana Elisa Ferrer (L’Alcudia de Crespins, 1982), que se alzó en septiembre de 2019 con el XV Premio Tusquets Editores de Novela. El jurado, presidido por Almudena Grandes, una de las autoras preferidas de la galardonada, decidió por unanimidad que este retrato íntimo, escrito en primera y segunda persona, de una mujer de nuestro tiempo descollaba entre los originales presentados. Parece cosa de magia ganar este prestigioso certamen con una primera obra, pero todo encaja cuando

se conoce la trayectoria de Ferrer. Creció entre libros y personas amantes de la lectura, un tío suyo es poeta, y escribe cuentos desde niña. Estudió Comunicación Audiovisual en Valencia y trabajó como guionista en Madrid sin dejar por ello de cultivar su vocación literaria. Cuando ejercía de administrativa en una oenegé, descubrió la existencia de un Máster de Escritura Creativa que se imparte en español en la Universidad de Iowa, entre interminables campos de maíz, y se embarcó en la aventura americana. Fruto de los dos años invertidos en una «experiencia transformadora», como ella la describe, es su novela Temporada de avispas. «La mayor lección que aprendí durante el máster es que la obra debe

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E i n s t e i n o n t h e B e a ch

Entrevista a Elisa Ferrer

hablar por sí misma. También me aportó seguridad a la hora de escribir.» La protagonista de la historia, relatada con un lenguaje depurado de aparente sencillez, es Nuria, una joven obsesionada por el recuerdo de un padre ausente e idealizado, que entra en crisis cuando pierde su trabajo de ilustradora en una revista. Desde niña padece fobia a las avispas, insectos que dibuja compulsivamente, y mantiene relaciones complicadas con su madre y su hermano. La llamada de un pariente le anuncia que su padre está ingresado en un hospital y comienza un periplo por su pasado que tendrá un efecto terapéutico y sanador. Al igual que la autora, Nuria pertenece a una generación de españoles criados en unas décadas de optimismo y progreso. Jóvenes más que «suficientemente preparados», a los que se les auguraba un brillante porvenir, que se toparon con una profunda crisis, un frenazo y marcha atrás que frustró sus expectativas condenándolos a la incertidumbre y a la precariedad. Pesa sobre ellos la deprimente sensación de que no van a alcanzar el nivel de bienestar que consiguieron sus padres. Este estado de permanente insatisfacción subyace en la personalidad de Nuria, aguzado por la nostalgia de una figura paterna, cuyo vacío intenta compensar culpabilizando a su madre. La familia como campo de batalla y la diferente función que cumplen en ella ambos progenitores es el núcleo sobre el que la novela se desarrolla y cobra vida. ¿Por qué se presentó a este premio? ¿Tuvo una intuición o corazonada? Nada romántico o épico acompaña al momento en que decidí presentarme al Premio Tusquets. Era mayo, acababa de graduarme en el Máster de Escritura Creativa en español que cursé en la Universidad de Iowa y decidí quedarme un par de meses más en la ciudad para dedicarme editar la novela que había entregado como trabajo final. Me daba un poco de miedo volver a España y no saber qué hacer con el libro al que tanto tiempo y esfuerzo había dedicado, y más tras haber vivido una en burbuja en la que escribir y hablar de literatura eran el pan nuestro de cada día. Así que decidí que debía empezar a mover mi manuscrito. Me metí en la web de escritores.org para consultar qué concursos de novela había disponibles. El primero que aparecía era el de Tusquets y pensé: «ganar este es imposible»; pero el manuscrito se enviaba por correo electrónico, no perdía nada y, lo mejor, me daba un deadline que vencía en un par de semanas, algo que me ayudaba enormemente a concentrarme en la edición. Estuve unos días enfras-

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cada en una revisión obsesiva del manuscrito y lo envié el último día. ¿Cómo reaccionó al conocer su triunfo? Meses después, a finales de septiembre, cuando ya apenas me acordaba del concurso y no sabía qué hacer para mover la novela, estaba trabajando en la academia donde daba clases de inglés y durante el descanso vi que tenía varias llamadas perdidas del mismo número de teléfono. Llamé de vuelta para ver quién era y cuando al otro lado escuché «Soy Juan Cerezo de Tusquets Editores…» me empezaron a temblar las canillas. Cerezo me preguntó si tenía alguna propuesta editorial, le dije que no y me respondió que el jurado aún no se había reunido, pero ganara o no el premio, él quería publicarme. Mi primera reacción fue de incredulidad. También me emocioné mucho, claro. ¡Esa llamada ya fue un premio para mí! A la semana siguiente, cuando me llamaron para contarme que había ganado el XV Premio Tusquets Editores de Novela, aún seguía en shock. La verdad, recibir la noticia fue una alegría enorme (y aún hoy me cuesta creérmelo). ¿Le preocupa haber puesto el listón muy alto? En realidad, no me había planteado este temor hasta que en las entrevistas los periodistas me lo han empezado a preguntar. Aunque es verdad que siempre da un poco de vértigo empezar con lo siguiente. Cuando terminas un libro al que le has dedicado tanto tiempo y esfuerzo, haya o no premio, es difícil desprenderse de los personajes e historias con los que has vivido tanto y abrir un documento en blanco para empezar algo de cero. Mi profesor de Iowa, el gran escritor Horacio Castellanos Moya, me aconsejó, cuando yo me encontraba acabando la novela, que era importante tener en mente la siguiente historia, no regocijarse en ese vacío que queda cuando has puesto el punto final. Le hice caso y desde hace meses tengo pensados nuevos personajes y situaciones. Cuando termine de digerir todo lo que ha ocurrido con Temporada de avispas, supongo que ya tendré la tranquilidad mental para ponerme a escribir algo nuevo. Intentaré quitarme presión y recordar que nunca he parado de escribir, ¿por qué hacerlo ahora? ¿Cómo fue su evolución del mundo audiovisual a la literatura? La verdad es que no ha habido una evolución o un paso de un lenguaje a otro. O, al menos, yo no lo he sentido así. Escribo cuentos desde niña, desde que aprendí a escribir. A los catorce años decidí que quería ser directo-


ra de cine, pero pronto supe que lo de liderar equipos de trabajo no era cosa mía, que yo era más de imaginar la historia, y me especialicé en guion. Así que he trabajado en paralelo con ambos lenguajes, el cinematográfico y el literario, durante muchos años. Es verdad que estuve un tiempo sin escribir literatura, pero, al final, siempre volvía a mis cuentos. Lo que sí siento es que los años de formación en guion cinematográfico han sido muy importantes para definir mi estilo literario. Es curioso que siendo guionista haya renunciado por completo a los diálogos. La verdad es que no he renunciado a los diálogos. De hecho, la novela está plagada de ellos, a lo que he renunciado es a destacarlos con guiones o comillas; he preferido fundirlos con el resto de la narración. Quería que nada interrumpiera la velocidad de pensamiento de Nuria, la protagonista, que nada interfiriera en los hechos, quería intentar que el lector se sintiera atrapado por la prosa. Háblenos de la obsesión de Nuria por las avispas. Bueno, aunque esta es una historia de ficción, decidí tomar mi miedo irracional a las avispas como algo a lo que también se enfrentaba mi protagonista. Aunque, en su caso, Nuria es alérgica y de ahí nace el terror. La picadura de la avispa en la novela es una metáfora de lo que significa hacerse mayor, del golpe que supone el momento en que Nuria descubre que su madre no es la superheroína que ella creía, sino una persona de carne y hueso, con sus defectos y sus virtudes. Obviamente, el peligro que acecha a Nuria no es la picadura de una avispa, aunque ella se entretenga en dibujarlas, sino un pasado que va a hacerse presente de un modo que ella nunca habría imaginado. El dibujo, el mundo del cómic, está muy presente. ¿Qué relación tiene con él? Yo no dibujo, pero mi compañera de habitación del colegio mayor en los primeros años de facultad, una gran amiga, estudiaba Bellas Artes y dibujaba todo el tiempo. Me gustaba ver cómo se evadía cuando empezaba a garabatear en el papel, igual que a mí me ocurría al ponerme a escribir. Cuando comencé esta novela, quería que mi protagonista tuviera una profesión que le ayudara a escapar de la realidad. Fue entonces cuando decidí que fuera ilustradora. En cuanto a mi relación con el cómic, me gusta leerlos, me interesan, pero me falta mucho por aprender. Mi pareja, en cambio, los colecciona, los devora, y ha sido una gran fuente de información. Además, Ana Merino, profesora en el Máster

de Escritura de Iowa, es doctora en cómic y ha sido uno de mis referentes mientras escribía esta historia. ¿Autobiografía o autoficción? ¿Su foto de niña en la portada es una declaración de intenciones? Esta novela es de ficción. De principio a fin. La foto es mía porque cuando estábamos seleccionando la imagen de portada buscábamos imágenes de niñas a finales de los ochenta o principios de los noventa, pero ninguna nos convencía. Al final, me puse a escudriñar entre los álbumes de fotos familiares y encontré esta. Nos convenció porque mis veranos en la playa podían representar los veranos de muchos niños de mi generación. También los de Nuria. Además, ¿acaso no es todo ficción? ¿La familia, como la guerra, nos hace mostrar lo mejor y peor de nosotros mismos? Totalmente. Con nuestra familia es cuando nos relajamos, cuando podemos ser nosotros mismos… Y es entonces cuando mostramos nuestra mejor cara, pero claro, también la peor. En el caso de Nuria esto se hace todavía más palpable, la idealización absoluta que en la infancia tenía de su padre provoca que, de algún modo inconsciente, culpe de esa ausencia a su madre y a su hermano, y su actitud con ellos, en especial con su madre, no es la más amable. Nuria mantiene relaciones complicadas con su madre, su hermano y la gente en general. ¿El infierno son los otros? Para Nuria, sí. Es como ella lo siente. Pero está claro que es porque no está a gusto con su vida, no entiende una parte fundamental de su pasado, algo que hace que se encuentre desubicada. A todo ello se suma el momento inestable y complejo que vive, pues se acaba de quedar sin trabajo y sin pareja. La novela transcurre en una ciudad algo difuminada. No era mi intención difuminar el paisaje, aparece el rastro madrileño de los domingos y el Museo Nacional de Ciencias Naturales, también la M-30, alguna calle concreta o la precariedad inmobiliaria de la capital. Aunque es verdad que la ciudad no es fundamental para la trama, sí que me apetecía que se supiera que la historia transcurre en el Madrid de la última década y que la prisa, la inestabilidad laboral y la dificultad para encontrar vivienda latieran en el trasfondo de las páginas de Temporada de avispas.

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El holandés errante

Museo de sombras (Segunda sala) Texto y fotografías: Álex Chico La memoria, como las ciudades, se asemeja a un museo lleno de salas. Son estancias que se van convocando unas a otras, como una cascada en la que cada habitación proyectara a la siguiente. Un juego de luces que va alumbrando los compartimentos que tiene a su lado. Cuando uno se fija en un punto concreto de la ciudad, sobre todo si esa ciudad es, como dijimos, la ciudad natal de quien la observa, los recuerdos se suceden sin esfuerzo apenas, porque sabemos que la puerta que abrimos no sólo nos hace retroceder a un momento concreto, sino a un universo que pensábamos olvidado. Vuelvo a una esquina de la Plaza Mayor de Plasencia y regreso a ese mundo de memoria latente: a una biblioteca municipal que, a pesar de su brevedad, me traslada a geografías lejanas; a los kioscos de la plaza; al café El Desván, hoy desaparecido, en el que sigo escuchando música jazz aunque su puerta esté tapiada; al teatro Alkázar o al auditorio de Santa Ana, en donde guardo mi primera memoria cinematográfica; a las dos catedrales (una gótica, de grandes dimensiones, cuyo color se confunde con la tierra, y otra románica, más pequeña y humilde, y quizás por eso también más admirable); a las calles aledañas que bordean el conservatorio y el complejo cultural Santa María; a su trazado suntuoso y laberíntico, en el que no es difícil oír cómo percute el sonido ancestral de algún duelo; al hotel Alfonso VIII, un escenario de otra época que aún espera su epopeya; al techo artesonado de una sala de Las Claras; a los tránsitos sin rumbo y a los puntos de permanencia; al «eterno paseo circular», según Álvaro Valverde; al tiempo detenido en el café Santa Ana y al recuerdo de las voces que salían del edificio anexo, un siquiátrico que cerró hace mucho tiempo; a la literatura que convocaba una casa ya derribada, Villa Ramona, que caía por una pendiente, con su jardín interior y su bosque infranqueable; a las casas unifamiliares ale-

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jadas del centro, únicas a pesar de su similitud; al territorio intermedio que ocupaban, entre la ciudad y la montaña; a la letra pequeña que guarda todo lugar, a su lectura entre líneas cuando te topas con un cementerio judío enclavado entre las rocas, o las conchas de peregrinos sobre el empedrado, o el viejo lema de una antigua heráldica (en un balcón escondido, aún se puede leer «Todo pasa»); al farolillo rojo de un viejo antro de la plaza San Martín; a la ciudad que existe más allá del río y no sabes cómo nombrar; a las piedras de Valcorchero y a los juegos de palabras que inventaron los personajes de Muchos años después, de José Antonio Gabriel y Galán; a las leyendas de la Cueva del Moro que te hacían avanzar bajo la tierra por si encontrabas un camino oculto que te acabara conduciendo a la ca-


tedral o al palacio del Marqués de Mirabel; al deporte en el parque de La Isla, sosteniéndote en «férreos artefactos que servían / para hacer intrincados ejercicios», como escribió Juan Ramón Santos; a la simplicidad de los hierros mientras quedabas suspendido en el aire; al río Jerte y a los soldados que murieron en él, absorbidos por corrientes interiores, según te explicaban para que evitaras el baño; a lo que imaginabas después, mientras alguien desaparecía para siempre bajo el agua; al parque de Los Pinos y a los animales que se cruzaban a tu paso, como extraviados; a los jardines que acompañaban a un acueducto que nunca fue romano, aunque ahora ya te resulte imposible desligar su construcción de un gran imperio. La memoria se comprime en un punto fijo. Una evocación que concatena un recuerdo con otro, como recuerdos durmientes que han sabido esperar para emerger de nuevo. Una vuelta al pasado que dura apenas unos minutos y que, al levantar de nuevo la vista, parece que hayan trascurrido muchos años. La cronología, entonces, está fuera de toda codificación, porque tenemos la sensación de que durante ese lapso la vida se iniciaba por primera vez. Eso es lo que me trasmite Plasencia cada vez que pienso en ella: que allí se encuentra el punto de partida. Que todo estaba dispuesto para dar mis primeros pasos. El norte de Extremadura sigue teniendo, para mí, ese significado. El de una geografía emocional que es, a la vez, geografía literaria. Un paisaje vivido y leído a partes iguales, en el que los recuerdos no sólo me evocan lo que sucedió, sino lo que podría haber sucedido. Sé que hubiera escrito de haber nacido en otra ciudad, pero sé también que la escritura sería muy distinta. Sería distinto el tono, la mirada. Serían distintos los temas que hubiera elegido para ser narrados. Ahí estaba Plasencia, aunque apenas la haya citado en los libros que he publicado. De eso se trataba: de que la ciudad consiguiera acompañarte sin que apenas te dieras cuenta de que viajaba a tu

lado. Plasencia se encuentra en el origen de mi escritura porque es imposible desligarnos del lugar en el que vivimos nuestra adolescencia, el verdadero territorio de donde uno es, como diría Max Aub. Pertenecemos a esos años porque nuestra mirada queda filtrada por la manera en que juzgamos lo que nos rodea. En esto, también, tuve suerte. No pienso únicamente en esa cascada de recuerdos que se agolpan cuando les abrimos la puerta. Pienso en varios hechos concretos. En uno, especialmente: mi último año de instituto coincidió con la inauguración del aula José Antonio Gabriel y Galán. El formato, que aún continúa, era simple: cuatro escritores visitaban diferentes centros educativos de Plasencia. Recuerdo las primeras conversaciones: José Manuel Caballero Bonald, Francisco Brines, Luis Mateo Díez y Gustavo Martín Garzo. Nunca he agradecido del todo lo que supusieron para mí aquellas charlas. Lo que significaron para alguien que comenzaba a confiar en la literatura como su única y extraña forma de vida. De esos primeros encuentros se nutre el universo narrativo de un autor. Por eso sé que tuvieron en mí una gran importancia. Sin embargo, como toda ciudad, Plasencia es un ser vivo. Si avanza, es porque existen en ella nuevos estímulos que servirán, pasado el tiempo, como puntos de referencia. Si mi adolescencia hubiera trascurrido en el siglo veintiuno, y no en la década de los noventa, estoy seguro de que mi paraíso literario hubiese sido La Puerta de Tannhäuser, la librería que siempre quise tener y nunca tuve durante aquellos años. En una esquina

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de la Rua Zapatería, al lado del arco de la calle Arenillas, Álvaro Muñoz y Cristina Sanmamed han logrado construir un espacio que es ya destino obligado de muchos autores contemporáneos. La ciudad forma parte del mapa literario gracias a un proyecto valiente que, junto a otras dos librerías, Letras corsarias e Intempestivos, componen esa maravillosa idea que es la Conspiración de la Pólvora. Un canto de amor a los libros, a sus autores y, sobre todo, a los lectores, que disponen de un excelente catálogo y un enorme abanico de sellos editoriales. Las librerías, las buenas librerías, logran codificar el tiempo de otra manera. Lo detienen, nos apaciguan. Y nos permiten entrar en contacto con otros universos. En La Puerta de Tannhäuser he coincidido con un buen número de autores. A los ya citados, se les suman otras voces de escritores que han nacido o viven en Plasencia: Javier Morales, Fran Fuentes, Víctor Peña, Judith Rico, Nicanor Gil, Víctor Martín, Javier Pérez Walias y otros cuyos nombres saldrán, estoy seguro, en futuros textos que se dediquen a la ciudad. Autores que alargan lo que se fraguó, tiempo atrás, en la calle del Verdugo, uno de los espacios más bellos y también más

literarios de Plasencia. La Sala Verdugo está cerca de la Plaza Mayor y, sin embargo, parece alejada de todo, al comienzo de una calle en sombra en la que siempre

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sucede algo, aunque no nos crucemos con nadie en ninguno de sus tramos. Un emplazamiento en el que se sigue convocando a la literatura, con un cierto aire de vieja vanguardia. Todos ellos, escritores, librerías, nuevas ediciones y nuevos lectores, van dejando atrás otros vestigios. Alejan los únicos referentes literarios con los que contaba la ciudad: la iglesia de San Esteban, donde contrajo matrimonio José María Gabriel y Galán, vecino de la cercana Guijo de Granadilla; o hacen olvidar que Unamuno no decidiera entrar en Plasencia y optara por pasar de largo, para no despertarla, según escribe, de su «secular siesta», repleta de «imaginaciones enmohecidas» y de la que, imagina el autor vasco, es su principal rutina: «jugarse el dinero, que es su manera de matar el tiempo y la vida». Una calle de las afueras se llama hoy Miguel de Unamuno. Visto con perspectiva, me parece un acto de justicia poética: una esquina del mapa, en el extrarradio, dedicada a alguien que prefirió no detenerse y seguir hacia otra parte. Lo que perdura en este extremo de la península es una suma de recuerdos durmientes que acaban provocando ficciones verdaderas. Perdura la memoria de un territorio que continúa interpelando el pasado, aunque no sepa en qué consistió exactamente. Queda un espacio lleno de años comprimidos en un solo instante, y una vuelta a la realidad que se empeña en no detenerse. Por eso, repito, importa poco mencionar determinados lugares. Están ahí de una manera o de otra, y con eso basta. Porque al final descubres que no escribes sobre una ciudad. Ella te acaba escribiendo a ti.


El ambigú

Tiempos recios

Mario Vargas Llosa Alfaguara: Madrid, 2019 360 págs.

Maldito lugar llamado Guatemala Por José Antonio Vila En sus maravillosos ensayos sobre literatura, Mario Vargas Llosa ha sabido explicar como pocos escritores (o críticos) han sido capaces de explicarlo cómo la verdadera literatura es un modo creador de conocer el mundo; es decir, una exploración del mundo y de los hombres que lo habitan, un medio de identificar un orden en la existencia, dotándola así de un sentido del que la experiencia en bruto carece, porque la realidad no es sólo «una novelista pésima», como gusta de recordar a menudo Javier Marías, sino que es también frecuentemente absurda e incomprensible. La literatura se convierte así en una visión del mundo que lo hace inteligible. De esta premisa parte Tiempos recios, una novela que se adentra en uno de los episodios más turbios de la complicada y trágica historia de Latinoamérica en el siglo XX: la campaña anticomunista orquestada por la United Fruit desde los Estados Unidos para derrocar al Gobierno «Liberacionista» de Jacobo Árbenz en Guatemala. Durante la peor época del macartismo y una de las peores de la Guerra Fría, con Eisenhower en la Casa Blanca, las malas artes propagandísticas de «La Frutera», que controlaba el único puerto guatemalteco en el Caribe, hicieron aparecer ante la opinión pública estadounidense, y luego internacional, las reformas

democráticas, con vistas a una mayor igualdad social, del nuevo presidente como parte de un proceso de acercamiento político y social de Guatemala a la Unión Soviética; una campaña de propaganda que terminaría desembocando en el golpe de Estado conservador del militar Carlos Castillo Armas (organizado por la CIA y preparado por el jefe de los servicios secretos, Allen Dulles, y su hermano el secretario de Estado, John Foster Dulles, ambos antiguos abogados de United Fruit). Vargas Llosa reconstruye magistralmente a lo largo del relato el complejo tapiz que emerge a través de las historias entrecruzadas de personajes como el despiadado embajador John Emil Peurifoy, estrecho colaborador de la CIA y especialista en derrocar Gobiernos extranjeros según los intereses de los Estados Unidos, la enigmática y fascinante Marta Borrero Parra (apodada «Miss Guatemala» por su belleza), querida de Castillo Armas cuando fue presidente y luego famosa periodista, azote de los comunistas caribeños, que estuvo o no estuvo al servicio de la CIA, o el siniestro Johnny Abbes García, infame torturador y hombre de confianza del Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo de la República Dominacana, que ya figuró como personaje en La fiesta del chivo. Los capítulos alternan la focalización en diversos personajes con los saltos temporales narrativos para terminar componiendo lo que no es inadecuado calificar, echando mano de una expresión tópica y anticuada pero que aquí casa como anillo al dedo, de un «impresionante fresco narrativo». Una novela, en suma, animada por la ambición de representar la totalidad de un mundo, de recrear un universo, con todos sus abismos, luces, sombras y contradicciones, como antes lo habían hecho novelas como Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo, y que logra apasionar al lector por el laberinto de la política hispanoamericana de aquellos años turbulentos. Vargas Llosa logra potenciar, además, lo que no se narra, no desvelar completamente todos los enigmas, escamotear con pericia la información, con vistas a mejor armar una subyugante trama de traiciones, asesinatos y conspiraciones. Por eso mismo, sin embargo, me ha parecido una relativa decepción el modo demasiado explícito en que se exponen determinadas ideas políticas en las páginas finales del último capítulo. Con todo, esto no arruina en absoluto la excelente impresión que deja la lectura de Tiempos recios, una novela de un empaque literario y una ambición casi más propias de otras épocas. En mi opinión, la mejor y más lograda novela de Vargas Llosa desde La fiesta del chivo.

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La ocasión

Juan José Saer Rayo Verde: Barcelona, 2019 252 págs.

Palabras extranjeras Por José de María Romero Barea Incompletos, fragmentarios, radicalmente inacabados, funcionan los argumentos que continúan a través del fraseo interminable hasta llegar a la conclusión, en absoluto cerrada. La finalidad o su ausencia parecen ser, a menudo, los fines en sí mismos del relato, una «visión tan inasible ya para la experiencia, que su pasaje definitivo a los manejos caprichosos e inverificables de la memoria, no hará sino disminuir sus pretensiones de realidad». Expresarse así no es una forma de felicidad, sino una necesidad o una carencia, según se mire, una liberación, una forma, fallida, como todas, de autoafirmación. Tal vez por ello, la atmósfera de la narración se muestra opresiva, estancada, en descomposición, «en medio de tanteos lentos y de vacilaciones calculadas». Se solaza la inventiva del escritor argentino Juan José Saer (Serodino, 1937 - París, 2005) en reinventar géneros desusados y sus tropos. Contra los estereotipos de la creación, escrituras ferozmente hábiles que honran la veraz extrañeza de la realidad en su búsqueda de significado, narraciones dedicadas «al pensamiento, a la abstracción, a la elaboración bien concebida y limpia de un sistema que desbarate por fin las patrañas positivistas». En ellas, una retribución oscura, inmersiva, avanza entre el pasado y el presente, se mueve entre la observación y el diálogo; difícil saber quién nos habla, si estamos viendo a través de los ojos de un adulto o un niño. En La ocasión se nos revela un relato lleno de revelaciones. Viajes paralelos al interior inhóspito sondean el coste de la supervivencia y el anhelo de pertenencia. En cada una de sus páginas, las imágenes evocan el otro mundo de una existencia a la intemperie. Novela adentro, la sensación de inutilidad jamás cede al sentimiento de propósito. Las del mentalista Bianco y su infeliz pareja, Gina, son existencias que no logran rehacerse

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en una Pampa cuyo vacío sirve a modo de tabula rasa a las fantasías de escape, una «contundencia presente flotando en la nada, [que] linda siempre con el espejismo y trabaja, por la abundancia de su acontecer, en favor de la propia ruina». Permeable a las historias de otros, vivos o muertos, el premio Nadal 1987 está poblado por desaparecidos, desplazados, desubicados, fantasmas que defienden el derecho a llamar suyo un territorio que no les pertenece. Se abordan tabúes en torno al deseo, la lealtad, el instinto o su falta. Luchamos por ver qué sucede, a pesar de ser descrito meticulosamente por el poeta de El arte de narrar (1977). Se aportan descripciones precisas de los movimientos, articulaciones verborreicas del autodisgusto: «las ramificaciones ávidas y ajenas tanto al bien como al mal de una serie de coincidencias de sustancia y temperatura que se agotaba en el solo impulso de sus transformaciones». Una espiral inquietante conduce al mágico triángulo que forman el doctor Garay López y los dos protagonistas, realismo que sirve al propósito de esta fábula sobre nuestras divisiones, a través del cual se conforman mitos alternativos sobre la huida. La literatura de Saer nos alerta sobre la extrañeza de un mundo menos dichoso de lo que imaginamos, de lleno en la infatigable burocracia del sentimiento. Consigue La ocasión rastrear las heridas inevitables, tanto personales como nacionales, que trazan un mapa de las cicatrices, consciente de que «el rumor condescenderá durante unos instante a transvasarse imperfectamente en palabras que serán, respecto de él [Bianco], sin excepción, inevitablemente extranjeras». Máximo representante de la literatura de conflicto, el creador de la trilogía en estado de gracia El entenado, La grande y Glosa (1983, 2005 y 1986 respectivamente) da cuenta de nuestro territorio interior, ese constructo ficticio, vívido, violento. Para ello, fractura el constructo hasta aportar todos los lados desde los que asistir al periplo de los héroes; se diría que estira los dispositivos que implementa, sencillamente, por el puro placer de contar.


Cuántos de los tuyos han muerto Eduardo Ruiz Sosa Candaya: Barcelona, 2019 176 págs.

Retórica perfecta de la tristeza Por Juan Peregrina Estos textos son un concierto a la desazón, una ópera a la tremenda soledad que nos embarga, un pequeño eslabón de miel triste que saboreamos sorprendidos de que en tan poco, Eduardo Ruiz Sosa pueda conseguir tanto. El de Culiacán parece reconocer cada recoveco que puede afectar a quien se acerque a su libro, ya sea una enfermedad física o mental, o de la sociedad que estamos creando, plagada de contradicciones, odios y soledades. Ruiz Sosa se embarca en un desflorecimiento de la tristeza con una narrativa tan poderosa que nos recoge de nuestra isla asolados para terminar la lectura completamente emocionados, embargados por la suprema forma ficcional que imponen sus cuentos, cuyos personajes parecen conocerse, respetarse e ir saltando de la primera a la última página para compartir degenerados tiempos remotos tan actuales, tan violentos y perpetuamente salvajes como futuros días que llegarán, pues lo original de la obra del mexicano radica en su singular puesta en escena: no sabemos si la forma, las interrupciones pretendidas en los párrafos, además de visualmente, afectan al ritmo interno de la lectura, pero asumimos un doloroso y bellísimo sermón de la tragedia en cada reflexión lírica que el narrador esculpe como si la página fuera un mármol de Carrara y la pluma una respetuosa gradina dentada: la fuerza soterrada advertida por la ejecución del cuento se precipita cuando lo terminamos de leer: el que sea. Tremendo libro. Persistencia de la intimidad hecha palabra: procesos interiores y debates públicos que quizá no se atrevan a decir, porque decir es nombrar y necesitamos del silen-

cio para que el derrumbe no sea total. La esperanza es líquida y su aroma huele a cuerpo, a diferentes tonos melodiosos de gritos en la oscuridad de la memoria. ¿Qué es recordar sino expresar de otra manera nuestro acabamiento, nuestros parapetos ante el tiempo que nos devora y devora lo querido, los seres amados, las personas que nos tendieron su mano y de quienes aprendimos a soportar en compañía la presencia innegable de la muerte? «¿Cómo relacionarnos con el mundo si no es mediante la precariedad del cuerpo?» Lo preciso va organizando lo general, ofreciendo las pistas más inalcanzables, porque no osamos entrever el final, ya que desde el principio conocemos la maldad, la locura, el egoísmo… pero queremos salir a flote como sea y quizá la literatura, el escribir y disentir de esa enfermedad que se llama vida, nos hace inmortales por unos segundos, creemos en dioses y amores eternos, en lecturas creadas para solucionar el trasiego de quien migra, superar la muerte de una madre, perpetuar la creencia —a veces infame, a veces bendita— de que vale la pena pelear, insistir, sobrevivir. Descubrimos cuando ya es demasiado tarde que lo adictivo de Ruiz Sosa son las cumbres tan altas que elige para posarse y tomarnos la mano para que, al acompañarlo, abramos los ojos y decidamos si queremos una verdad, un precipicio, una caricia, un cuento. Estas historias de Eduardo Ruiz Sosa son desgarradoras como la voz de Tom Waits, elegantes como la música de Leonard Cohen y de una perturbadora intensidad como ciertas canciones de Mica P. Hinson. Sí, Cuántos de los tuyos han muerto es literatura de muy alta calidad.

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La suerte de Omensetter

William H. Gass (Traducción de Ce Santiago) La navaja suiza: Madrid, 2019 420 págs.

La suerte de William H. Gass Por Alejandro Alvargonzález William H. Gass estaba terminando de escribir el último capítulo de la novela que luego sería La suerte de Omensetter cuando se lo robaron. Desapareció «como el rocío en una mañana de sol» de su despacho mientras daba clase en la Universidad de Purdue. El robo, atribuido más tarde a un compañero envidioso, le obligó a reescribir por completo ese libro que contaba la llegada de Brackett Omensetter, un hombre «ancho y feliz», a un pequeño pueblo a orillas del río Ohio en la última década del siglo XIX. Por el camino de la reescritura, Gass se encontró con un nuevo personaje, el reverendo Jethro Furber, que cambió por completo la novela que iba a ser, transformándola en un relato salvaje de la enemistad entre dos hombres, el reverendo Furber y el feliz Omensetter. El resultado fue un libro tan genial como irritante, tan complejo y difícil como divertido. Una historia de apariencia hermética llena de fiebre, emoción y belleza. William Howard Gass pertenece a esa generación de escritores estadounidenses que en los años sesenta trataron de dinamitar las limitaciones de la narrativa lineal. Profesor universitario de infancia difícil, se sentía incómodo con la etiqueta de posmoderno, término exitoso a falta de otro mejor y del que solía burlarse definiéndose como «modernista decadente». Esta incomodidad se comprende tras leer su obra, sin duda afín a la de otros tótems del posmodernismo americano como Donald Barthelme o John Barth, pero mucho más cercana a la tradición modernista que la de cualquiera de sus contemporáneos. Algo especialmente notorio en su primera novela, La suerte de Omensetter, publicada originalmente en 1966 y ahora rescatada por La navaja suiza con traducción de Ce Santiago. Entre sus páginas, en las que indistintamente se mezclan el monólogo interno y las líneas de diálogo,

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resuenan los ecos de maestros como Gertrude Stein, James Joyce y, especialmente, William Faulkner. Los personajes se aman, se odian —sobre todo se odian— con ardor faulkneriano mientras van «camino de una muerte polvorienta» (el primer capítulo de la novela nos muestra Gilean, el pueblo donde transcurre la acción, unos años después, cuando casi todos los protagonistas del relato que se avecina han fallecido). Pero ningún odio es como el que le tiene a Omensetter el reverendo Jethro Furber, verdadero protagonista o tema del libro. Jethro es un hombre ambicioso, lleno de resentimiento hacia una comunidad que ve como un castigo. Hombre de religión sin fe, en realidad nunca ha vivido, razón por la que observa la vida de los otros con la morbidez del pornógrafo. Es lógico que odie a Omensetter —un hombre que parece vivir con plenitud y sin preocupaciones, tan sólo atento a su suerte— con un odio irreprimible. El enfrentamiento entre los dos hombres es inevitable y terminará marcando a todo el pueblo. William H. Gass decía que la tarea de un escritor es «mostrar o exhibir su mundo, para lo cual debe hacer algo, no solamente describir algo que podría haber sucedido». Dicho y hecho. Gass recurre a su alucinante catálogo de recursos técnicos para abrir la cabeza del reverendo Jethro Furber y mostrártela como si fuera un espejo. Y tú solo puedes dejarte arrastrar, con una mezcla de incomodidad y fascinación, a un lento carrusel en el que se suceden las trampas de la conciencia y las miserias de la retórica; mentiras y medias verdades; amor y odio, el paso de un tiempo indiferente al sufrimiento, la crueldad y la muerte. Y, de fondo, el rumor de una pregunta extrañamente familiar: «¿Para esto he nacido?». Imprescindible.


Sobre literatura y vida (cartas, pensamientos y opiniones) Antón P. Chéjov (Edición y traducción de Jesús García Gabaldón) Páginas de espuma: Madrid, 2019 336 págs.

Viaje al interior de Antón Chéjov Por Cristian Jara «En mi cabeza hay todo un ejército de gente que quiere salir fuera y espera órdenes», escribió Antón Chéjov el 27 de octubre de 1888 al editor y amigo Alexei S. Suvorin. Por entonces ya reunía un buen número de cuentos, relatos y reescribía dramas poniendo sus ojos en el futuro. Acababa de recibir el premio Pushkin por En el crepúsculo, su tercer libro de cuentos. Tenía veintiocho años, un compromiso con la literatura y una deuda impagable con Dmitri V. Grigoróvich, precursor del realismo ruso que, en una carta de 1886, ubicó el talento de Chéjov por encima de toda la joven generación de escritores rusos. Enterado Chéjov, casi rompe a llorar: «Ha dejado una profunda huella en mi alma», confesó por escrito en otra misiva de este libro, donde se entrevé el lado sensible de su personalidad. Sobre literatura y vida (cartas, pensamientos y opiniones) —traducción y edición de Jesús García Gabaldón— es una estupenda selección de la vida interior que el escritor y dramaturgo Antón Chejov dejó registrada entre 1879 y 1904.

Las cartas evidencian la mutua confianza que tuvo con Suvorin, pero también la inquietud que le supuso la descarrilada vida de algunos de sus hermanos. A Nikolái, le pidió «dejar de lado el amor propio» y centrarse en el camino de la educación, y a Alexánder, que le seguía los pasos, que olvidara ese «fuerte olor a pereza» en sus escritos instándolo a tomarse —así como él— la escritura como un trabajo. Destacan favorables y desfavorables opiniones sobre escritores y periodistas de su tiempo y extendidas respuestas a aspirantes al oficio: «Piense cada frase, estudie cada palabra». Exigía brevedad y deshacerse de lugares comunes en los escritos. A su juicio, para dedicarse en serio a la literatura había que ir sin rodeos y «trabajar […] sin descanso […] toda la vida», de manera auténtica, porque no bastaba con el talento. Supo también no sin ironía justificar los conocimientos que dominó de la escritura. Así pues, a una crítica de María Kiseliova, antes de analizar punto por punto, respondió: «Protéjase y póngase cómoda para no dañarse la cadera y no caer desmayada. Bueno, comienzo…». Como la tuberculosis le impedía acercarse a escenarios, a actores y directores, exigió, por escrito, huir de la teatralidad y abogar por lo simple, en todas las puestas en escena. Nada podía hacer, sin embargo, cuando el público interpretaba como drama lo que para él era comedia. Le pasó con Tres hermanas y en El jardín de los cerezos, escrita en el ocaso de su vida, pero poniendo a funcionar la poderosa fuerza de su maquinaria. No falta la correspondencia a su amada actriz Olga Knipper y las celebraciones epistolares sobre el trabajo de Maksim Gorki. Elogiosas opiniones sobre Flaubert, Maupassant y esa máxima devoción a L. Tolstói. En las páginas de esta cuidada edición queda al descubierto lo mejor de la personalidad de aquel médico y escritor temeroso de la palabra arte, pero que sólo necesitaba «ver en la luna algo propio» para escribir un relato, aunque a veces la «pereza ucraniana» podía más que su coraje. Sin duda los lectores darán cuenta del acertado trabajo de Jesús García Gabaldón en esta parte personal del escritor ruso. El resultado: más de trescientas páginas en permanente ebullición de Antón Chéjov, un creador auténtico que, pese al asalto de las inseguridades, escribía y escribía en busca de «visiones hermosas», que la vida le mostró hasta el último respiro, a los cuarenta y cuatro años, en Badenweiler, imágenes que dejó impresas en cada engranaje que compone su admirada obra, pero también en aquellas sorprendentes y sinceras palabras humanas «sobre literatura y vida» que dejó escritas.

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El ambigú

Maupassant y «el otro»

Alberto Savinio (Traducción de José Ramón Monreal Salvador) Acantilado: Barcelona, 2019 112 págs.

El segundo Maupassant Por Rebeca García Nieto Si hacemos caso al narrador de El loro de Flaubert, de Julian Barnes, en el siglo XIX contraer la sífilis era condición sine qua non para que un escritor pudiese afirmar que era un genio. Entre otros portadores de la «Roja Enseña del Valor», Barnes destacaba a Jules de Goncourt, Flaubert o Maupassant. Sobre este último, sobre su vínculo con Flaubert y también sobre la sífilis, trata precisamente Maupassant y «el otro», un magnífico, e inclasificable, libro de Alberto Savinio publicado hace unos meses en Acantilado. Se podría decir que Maupassant y «el otro» es una feliz anomalía, ya que no acaba de encajar en ninguno de los géneros conocidos. Aunque gira en torno a algunos acontecimientos de la vida del escritor, no se trata de una biografía al uso. Pertenece, más bien, a esa estirpe de libros «mestizos» donde se cruzan varios géneros, como Rimbaud el hijo, de Pierre Michon, que tiene tanto de biografía como de poema en prosa, o El África fantasmal, de Michel Leiris, que es mucho más que un libro de viajes. Este carácter híbrido concede a Savinio una libertad prácticamente ilimitada y le permite decir que Guy de Maupassant tuvo dos padres, ambos llamados Gustave (su padre biológico y Gustave Flaubert), o que nunca llegó a hacer sombra a este último, pese a que el discípulo acabó pareciéndose al maestro igual que «el perro de caza acaba pareciéndose a su amo». Para Savinio, la escritura del Maupassant más conocido es eficaz, pero esto no le convierte en escritor. Sus palabras, nos dice, no logran alzar el vuelo. Sus relatos no dejan ninguna huella. Sin embargo, su escritura se vuelve luminosa, como diría Levrero, cuando cae presa de la Treponema pallidum. Por obra y gracia de la sífilis, la voz narrativa de Maupassant se hace de repente «mucho más penetran-

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te y de mucho más calado», su mente parece «más poderosa» y «su fantasía, más inspirada». Este «segundo» Maupassant, autor de relatos como «El horla», «Sobre el agua» o «¿Quién sabe?», sí merecería, en opinión de Savinio, el título de gran escritor. Puede parecer una excentricidad (incluso una crueldad) que Savinio sitúe en ese preciso instante el momento en que Maupassant se convirtió finalmente en escritor; sin embargo, también hay quien opina que Nietzsche accedió a las cotas más altas del pensamiento humano tras enloquecer a causa de la sífilis. Gracias a sus cartas, de Nietzsche sabemos que dejó de ser él mismo para ser Dionisos, el Crucificado o «todos y cada uno de los hombres de la historia». De esta parte de la vida de Maupassant, hasta este libro de Savinio, no sabíamos nada. Pero, además de descubrirnos a este segundo Maupassant, el libro nos descubre también a otro gran escritor: el propio Savinio, que, aunque había sido previamente publicado en nuestro país (Nueva enciclopedia o Contad, hombres, vuestra historia, también en Acantilado, o Tragedia de la infancia, en Pre-Textos), sigue siendo prácticamente un autor desconocido. Su tono irreverente y su peculiar mezcla de ligereza y profundidad (no en vano, se ha dicho que su prosa oscila entre la «ópera y la opereta») hacen que incluso la lectura de las notas al pie de sus libros sea placentera. Sin duda, todo un descubrimiento.


Decir mi nombre. Muestra de poetas contemporáneos desde el entorno digital Martín Rodríguez-Gaona (ed.) Milenio: Barcelona, 2019 360 págs.

La poesía que viene Por Alberto García-Teresa La eclosión de la poesía pop postadolescente, como definió y estudió precisamente Martín Rodríguez-Gaona en La lira de las masas. Internet y la crisis de la ciudad letrada. Una aproximación a la poesía de los nativos digitales (un trabajo que continúa en el tiempo, aunque dentro de un nuevo paradigma, su Mejorando lo presente), ha venido a opacar para el público general y para la atención periodística (que antes apenas prestaba atención a la poesía, todo sea dicho) un buen número de propuestas poéticas realmente indagadoras, inquietas, cuestionadoras en un sentido amplio. Estas quieren operar en la tradición literaria de la poesía, no ofrecer un producto planificado y sujeto a las tendencias y exigencias del mercado. Martín Rodríguez-Gaona recoge en esta antología a este conjunto de autoras desde la premisa del «liderazgo generacional» que han adquirido y que tiene un componente inédito desde una perspectiva de género: son mujeres esta vez quienes marcan el rumbo. Como nos aclara en la nota introductoria, Rodríguez-Gaona ha preferido dejar fuera algunos nombres consagrados en aras de la pluralidad y tampoco ha podido contar con todas las que habría querido incluir. En cualquier caso, agrupa a escritoras que han crecido ya en un entorno informático, «nativas digitales», y cuyos años de nacimiento abarcan desde 1977 hasta 1993. Los nombres: Cherie Soleil (inédita), Sandra Santana, Silvia Nieva, Camino Román, Uxue Juárez, María Sotomayor, Mónica Caldeiro, Lola Nieto, Blanca Llum Vidal, Berta García

Faet, María Yuste, Natalia Castro Picón, Sara Torres, Emily Roberts, Gata Cattana y Yasmín C. Moreno. Con ellas, a través de una muestra amplia de poemas (al menos una decena por autora) se refleja la diversidad, la vitalidad y la voluntad de exploración de la poesía española contemporánea. Además, las poetas responden previamente a un cuestionario (al que se dedican unas cuatro páginas por cada escritora) que gira alrededor de las nuevas tecnologías, lo generacional, la perspectiva de género y la poética. Igualmente, los poemas van precedidos también de un sintético análisis de Rodríguez-Gaona de la obra de cada poeta. En un buen prólogo, Rodríguez-Gaona remarca que esta «promoción de autoras» está «marcada por su inquietud, por su fluidez, por su valentía para combatir cualquier inercia y asumir propuestas de riesgo». Su audaz olfato sociológico también da pistas en ese texto de las posibles consecuencias, implicaciones o futuros movimientos, en esta ocasión con una perspectiva de género explícita. Entre las pautas que rastrea en estas poetas, apunta: «lo comunitario y lo afectivo, la autogestión, la extimidad, la interactividad, lo amateur, la oralidad electrónica, el trabajo con lo efímero y lo interdisciplinario». Y señala «la ironía en el empleo de los mitos culturales o la erosión de las fronteras entre la alta y la baja cultura […], una extendida desconfianza frente a la escritura realista, expresada en la necesidad de subvertir la mímesis (el conceptualismo) o rebasarla (las poéticas del lenguaje)», así como un cuestionamiento de lo normativo en las relaciones amorosas y un desafío al «decoro clásico o el pudor burgués» a nivel formal y de experimentación. En cierto modo, esta nómina de autoras viene a ser la propuesta de Martin Rodríguez-Gaona frente a los nombres que las dinámicas del mercado y de la mercadotecnia han colocado como preferentes. Vendría a ser, por tanto, su respuesta a la poesía inánime, narcisista y comercial que circula en el campo poético que él ya analizó críticamente. Así, se trata de una buena antología (una buena «muestra», como reitera el editor) que da cuenta de la producción poética con consciente vocación poética de la actualidad.

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El ambigú

Obsolescencia programada

Víctor Peña Dacosta Ril Editores: Santiago de Chile-Barcelona, 2019 104 págs.

Asomarse al abismo Por Juan Ramón Santos Tiendo a considerar a Ben Clark como el mayor representante de la hornada de poetas nacidos en nuestro país a mediados de los ochenta. Lo hago no sólo porque seguramente sea el más conocido de todos ellos, sino porque su libro de poemas Los hijos de los hijos de la ira (Hiperión, 2006) me pareció todo un canto generacional, el de una generación que parece sentir la necesidad de reivindicarse y reclamar su lugar, su derecho a existir, la generación de un tiempo de hastío e incredulidad en el que, aunque todavía quede mucho por hacer, nos parece inútil emprenderlo, y cuento esto a propósito de Obsolescencia programada, el último libro de poemas Víctor Peña Dacosta, pues el retrato generacional, explícito en poemas como «Himno generacional», «Generation terrorist» o «La generación del like», empapa buena parte de sus páginas con una vocación casi de ensayo, siguiendo la marcada tendencia de la literatura a desdibujar las fronteras entre géneros. Un ensayo poético, además, meticuloso, dividido en cuatro partes en las que el autor parte de citas contundentes, como las del propio Ben Clark, Piedad Bonnett o Luis Aragonés (por nombrar solo algunas de ellas), que funcionan casi como tesis que luego desarrolla de una forma no menos contundente y demoledora a través de sus poemas, con un humor corrosivo y sin tapujos que nos hace reír, pero que a la vez nos horroriza por el panorama desolador al que nos vemos enfrentados. En la primera, titulada «La vida en las ventanas», pone de manifiesto el vacío y el desconcierto de una vida cada vez más virtual, cada vez más volcada en las panta-

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llas, que se revelan como una suerte de remake contemporáneo del platónico mito de la caverna. La segunda, «Balconing», constituye todo un salto al abismo en la línea de la larga huida hacia adelante emprendida por Víctor Peña desde su primer libro, enfrentándonos al vacío, que la voz poética trata a toda costa de colmar con el consumo desmedido de alcohol, sexo, porno y drogas y con el de fruslerías innecesarias con las que poco o nada consigue solucionar. El propósito de la tercera parte, «Menchevique», lo resume bien la cita de Oscar Wilde que el autor elige como pórtico, al decir que «el problema del socialismo es que te quita muchas tardes libres», pues nos sitúa en ella ante el arduo dilema de escoger entre el sueño revolucionario de igualdad y justicia y los desenfadados placeres del capitalismo, un dilema en el que este último acaba ganando por goleada, rematando a continuación el libro con una cuarta parte, «Españolía», en torno al conflictivo, esquizofrénico asunto de nuestra nacionalidad, tan en boga. Obsolescencia programada es, pues, en buena medida, un grito, el de una generación, la que describe el poema «Campus fugit», aferrada a los años de la universidad quizá porque en esa época los sueños y la esperanza aún parecían posibles, una generación que se arroja a todo tipo de consumos a sabiendas de que no han de llenar «El vacío» que siente, que alguna vez quiso ser de izquierdas con «Cabeza y corazón» para acabar siendo, sin muchos remordimientos, perros burgueses, para los que no hay «iglesias, felipes y hazañas» ni una forma cómoda de ser mucho españoles, un grito, en definitiva, en el que Víctor Peña no parece dejar títere con cabeza pero en el que al final, en el poema «Tengo el país que me merezco», puede que sin querer, de puro agotamiento, después de mucho despotricar y llenarse la boca de palabras, se deja escapar un sólido punto de partida, «mi patria son mis alumnos y las pecas de mi novia», que no es, en absoluto, una mala (ni una cínica, ni una cómoda) propuesta para vivir mientras esperamos a que se cumpla el plazo de nuestra programada obsolescencia.


Manual para la comprensión del insomnio Alicia Louzao El Transbordador: Málaga, 2019 210 págs.

Oda al desvelo Por Andrea Maceiras «Al contrario de lo que muchos piensan, el insomnio vive en la calle Arquitectura y pesa tan solo 45 kilogramos». Con esta insospechada personificación del desvelo se abre el horizonte onírico y lúcido que alberga Manual para la comprensión del insomnio, ópera prima de la joven poeta Alicia Louzao. Doctora en Filología Hispánica y colaboradora habitual en revistas literarias, Louzao vierte en las páginas de este su primer poemario los elementos precisos para conformar un eclipse en el que la cotidianidad, tan sutil como precisa, se funde con insospechadas certezas y en el que los más pequeños detalles de una vida se transforman en la entrada a un universo propio, a aquello que se nos evapora en las manos y deja sobre nuestra piel el rastro de las verdades inextinguibles. Manual para la comprensión del insomnio invita al lector, a la lectora, a observar las distintas estancias que componen la trayectoria de una vida, una vida tan real como la que se esconde en los cuartos de una casa, en la ropa de un armario, en un botón o en unas zapatillas de cuadros y que, al mismo tiempo, abre la vía de acceso a un escenario invisible y simultáneo, donde descansan los anhelos y las nostalgias, pérdidas y decepciones, como actores en reposo a la espera de ser convocados para convertirse en personajes protagonistas. El yo lírico se transforma en una presencia sonámbula que transita los lugares familiares para revivirlos a través de una mirada, a veces fatigada, a veces clarividente. Quizá por este motivo resulta una obra de difícil adscripción genérica en la que los diferentes formatos se confunden bajo una única voluntad: la de expresión. Y así, sus páginas aparecen salpicadas de versos libres, de prosa poética, de diálogos e incluso acotaciones teatrales. Tal y como afirmaba T. S. Eliot: «Teníamos la experiencia, pero perdimos su sentido, y acercarse

al sentido restaura la experiencia». En este tejido de directrices inconcretas se adivinan, precisamente, las pistas para alcanzar la ansiada comprensión del mundo circundante: «pequeñas diminutas cosas» que «se manifiestan, de todos modos, dentro de la vorágine incomprensible del tiempo» (137). Volviendo al verso inicial del poemario, cabe destacar que Insomnio se nos presenta como un ser ojeroso y sin sonrisa, que «cada noche atisba dos pupilas insertas en unos pozos oscuros, batidas con el color de los cipreses que han llorado mucho». Además, Insomnio es un ser resbaladizo y cambiante, un ladrón de sueño que se disfraza con distintas formas para prolongar la vigilia. Radicalmente personal e íntimo, pero a veces invita a otros personajes a su historia: genios con aliento a Mahou a los que pedir «un buen chico para observarlo de lejos y contemplar cómo se pasa la mano por el pelo» (65) o un doctor apellidado Emetteus, que reaparece como una presencia constante para reflexionar sobre cuestiones de impensada trascendencia, como la inexistencia del adverbio «siempre». Y es que el tiempo transcurre como en los sueños y atrapa en su resina de ámbar todos los momentos que ya nunca serán: los recuerdos son inmaculados, pero su pureza es hiriente «como el alfiler que atraviesa la hoja» (118). La infancia es un paraíso perdido. Manual para la comprensión del insomnio es, en definitiva, una oda al desvelo, un diccionario de sueños, un canto a las cosas mínimas que transforman nuestra existencia con su insignificancia, a la pérdida y a la permanencia, pero también al sosiego íntimo que permite que, finalmente, Emetteus concilie el sueño y así «En el otro extremo del mundo. / El doctor esa noche durmió entre las rosas. / Y un brazo blanco lo arropó entre los sueños» (160).

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El ambigú

Cabañas en el desierto

Teresa Shaw Animal Sospechoso: Barcelona, 2019 106 págs.

Discreción insondable Por Misael Ruiz La poesía de Teresa Shaw es de una discreción insondable. Tiene un sentido del verso preciso y sus poemas se presentan ante nosotros como seres vivos. Hablan de hechos remotos y, a un mismo tiempo, cercanos. Cabañas en el desierto es un libro en equilibrio inestable entre la contención, la tensión y la reflexión. Lleva las palabras al extremo sin retruécanos y, en la medida de lo imposible, parece prescindir de las palabras. Sus poemas nos sorprenden una y otra vez, como cuando, nada más comenzar el libro, después de situarnos en el punto inicial del universo —«antes del primer segundo»—, se vuelve inesperadamente hacia el sonido íntimo y familiar de «los suaves cascos del verano» que «descienden ya por el jardín». Si bien sus palabras arrastran a veces una memoria individual, en otras recogen el recuerdo colectivo que se hace extensivo a toda la humanidad. Resuena con una música amarga que se hace eco de la de Celan: «cavamos en los siglos» y «cavamos asomados al pozo». Quizás uno de los mayores atractivos de Cabañas en el desierto sea su variedad. Cada poema constituye una serie de incursiones en lo inarticulado, como quería T. S. Eliot, cada vez desde un ángulo diferente. Transita desde la mirada personal a un impreciso plural o de la referencia a un lugar y época alejados a la anécdota de una tarde única que, en su despojamiento, se vuelve un hecho transparente y sin tiempo. Las cosas, los acontecimientos, más que en su vivencia cobran consistencia en su evocación por la memoria. De ese modo se comprende que toda

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cosa transcurre y no transcurre, y «permanece intacta en su pasar». Es difícil y, en cierto modo, inútil querer exponer su poesía. Cada uno de sus poemas constituye un mundo en sí mismo, que habla y es aquello de lo que habla. ¿Cómo trasladar la belleza de unos versos que nos atraviesan antes de que podamos entenderlos? Desde los tiempos de la duna un azul enmarcado y un pájaro al alcance de nuestro deseo.

Quizás por eso en Teresa Shaw anida el deseo de desprenderse de las palabras y, en una bella conciliación de contrarios, «no ser nada / y permanecer en el camino». Le guía una extraña conciencia intuitiva del lenguaje, una pared en la que reverbera el eco de las cosas, y que es el único modo de acceder a ellas. Las palabras son su alimento, aunque sabe que fue al perderlas cuando echó sus raíces. Es difícil no sentir que esa pérdida es también un descanso: el momento en que aparecen las cosas en toda su presencia como el tibio pelaje del «gato sobre el regazo». Cabañas en el desierto despliega un mapa mental en el que sitúa, por un lado, las estrellas vencidas por «dilatadas pupilas» y, por otro, la corriente continua que nos alumbra aquí abajo en la ciudad y que enlaza con todo el mal de que somos capaces: el pogromo, los campos, el napalm y la metralla. Queda todo resumido en una bella y espantosa imagen en apariencia inofensiva: «el aire envenenado / y los cuerpos limpios / como niños recién dormidos». Quizás por eso sus pasos, desconfiados y cautelosos («los cascos en vilo», dice, con una imagen para el oído), buscan sin esperanza «ese límite no envilecido» y «la paz de la fronda». Es lógico que exhorte a amar lo que desaparece o, en sutilísima expresión, «la presencia desprendida de sus sombras». Hay una persistente reticencia a afirmar y a juzgar incluso frente al horror: «el amor no interpreta»; pero se trata de un amor experimentado, no de un amor ya dado, sino un amor perdido que, durante las noches de invierno, es la única certeza. No hay en él amargura sino, al contrario, asombro ante los «pequeños salvajes bienaventurados» que inician la vida sin historia y sin pensamiento.


Cuaderno del Sur

Juan Pablo Roa El sastre de Apollinaire: Madrid, 2019 62 págs.

La mano que borra Por José Ángel Cilleruelo En los paratextos de Cuaderno del Sur, quinto libro de Juan Pablo Roa (1967), el poeta sitúa con cierta precisión este libro en su biografía. La nota de solapa empieza con una observación que sólo tiene sentido si le da sentido al libro: «Tras un viaje por Portugal e Italia, se estableció en Barcelona». La nota de dedicatoria concreta la intuición: una vez concluido el período biográfico de los años colombianos, Cuaderno del Sur se ubica, poéticamente, en un segundo período biográfico, afincado en Portugal, primero, y luego en Barcelona. El primer poema engarza ambas épocas con la metáfora de la «laguna mortal del altiplano»… Es decir, en la escritura permanece lo que ha muerto en el tiempo, «el cadáver de la laguna», transfigurado en «letra». En el viaje que Cuaderno del Sur arranca por otro continente, continúa presente el continente originario, dentro del lenguaje. El libro está escrito en un presente cantado desde la lejanía —la infancia, el paisaje originario, la lengua familiar—. El título evoca esta doble condición de la escritura roaniana: el cuaderno, la lengua que escribe y el viaje biográfico, el Sur. Uno de sus aspectos más fascinantes es la estructura. Su doble estructura. Los veintiocho poemas que lo componen están ordenados de dos formas diferentes. La primera es la convencional. Tres partes. La inicial y la última se titulan con frases extraídas de la Cosmografía de Andrés Bello, que evocan la idea del viaje. Ambas partes engastan otra, que con una cita de Ida Vitale evoca el tiempo. Esta ordenación de los poemas hace referencia a una coordenada cosmológica: un viaje a través de la realidad, por los caminos del tiempo. Pero al pie de cada poema, entre paréntesis y en cursiva, añade una frase. Entre los veintiocho poemas hay siete frases, que se repiten. Cada una reúne un pequeño conjunto temático. Una sección encubierta, o mejor, siete seccio-

nes del libro implícitas. Si un individuo, un punto en el cosmos, es el cruce de dos líneas, en torno al eje de abscisas se desarrolla la vida biográfica a la que alude la tripartita estructura convencional, pero un punto es el cruce de dos coordenadas, y el eje de ordenadas agrupa los siete temas o pilares que sustentan la experiencia como decir poético. La primera de las siete atribuciones temáticas dice: «como detritos de un crucifijo salvado por las olas» y la frase coincide con el último verso del poema de la página 14, donde habla de las «aguas mensajeras» de Venecia. Esta sección temática posee cuatro poemas iluminados por la idea del «viaje». El viaje que emprendió Juan Pablo desde Bogotá hace veintiséis años continúa su ruta. Viaje lleno de viajes: el viaje que ya nunca emprenderemos hacia la infancia y que está presente en todo momento, el de los «pantalones jaspeados» que alguien trajo de Europa, el del deseo como motor y combustible del viaje o el descubrimiento al cabo de que quien viaja es la lengua: «Al final / todo se reduce / a palabras». El segundo tema es la poesía. La expresión metapoética de Juan Pablo Roa es uno de los aspectos más interesantes del libro. Casi todos sus poemas tienen presente su ser de escritura poética. Para el poeta la escritura es conciencia y conflicto. El poema elige y designa lo vivido, deseado, imaginado… conforme a su propia conciencia de escritura: «Soy mano. Soy una mano / que se detiene, que borra». Los siguientes temas que vertebran el libro desde su estructura al pie —el yo vivencial, el juicio de las ideas, la familia, la vida social, la escritura— están también entreverados en el conjunto. Forman la aventura poética de Cuaderno del Sur, un «lienzo» profundo, inquietante y de oscura belleza, lectura que no deja indemne.

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El ambigú

Des en canto

Mario Martín Gijón Ril Editores: Santiago de Chile-Barcelona: 2019 80 págs.

Cantos rodados Por Max Hidalgo Nácher Roland Barthes escribía: «Tengo una enfermedad: veo el lenguaje». El poeta Mario Martín Gijón sufre de esa misma dolencia y escribe después no sólo del enrarecimiento y opacificación del lenguaje, sino de su explosión: esos pedazos son los que constituyen el cuerpo roto del poema. Des en canto es un poemario que se desdice al decir. «Dar» es uno de los formantes del libro, de donde deriva «des» («des en canto»), que remite a dar, pero también a la substracción («desencanto»). Así avanza esta voz, retrocediendo, decidida en su indecisión. La negativa a la elección que la constituye, que rompe la unidad de las palabras, abre la clausura del significante desplegando así los paradigmas y haciéndolos proliferar. Los poemas pocas veces llegan a conquistar la apariencia. Lo impiden los signos ortográficos y los procedimientos tipográficos (paréntesis, corchetes, barras, cursivas, espacios en blanco): protocolos de lectura que afirman lo astillado, la fragmentación. Cifra de lo descifrado, el poema conforma lo arduo: una dificultad en la comunicación que no será superada. El poemario se da así en su retención, en su dicción imposible insiste y persevera. Entre yo y tú; este lenguaje intratable. Lenguaje perverso y anagramático. Leer a Mario Martín nos lleva a volver a Saussure. No, claro está, al Saussure público y razonable de las lecciones del Curso de lingüística general, sino a aquel otro disparatado e inconfesable de los Anagramas que, a través de un delirio de asociación, liberaba las potencias reprimidas

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del Curso. Contra la ciencia de la lengua, con Jean Starobinski y con Julia Kristeva, la anagramática de la poesía. Este libro explora de ese modo la combinatoria del lenguaje y da forma a un sujeto que no consigue hablar. El autor anagramatiza su propio nombre (Mario) en un poemario sobre el amar («hermana / ntial / ma / río): hermana, mana, ana, manantial, alma, mar, almario, mario, río». Nos encontramos, así, ante una escritura tachada, una «logofagia» que «textualiza el silencio» (Túa Blesa, Logofagias. Los trazos del silencio, 1998) a través de una forma singular de «texto ápside» (es decir, un texto que se desdobla y disemina) que tiene en su límite el hápax o sinsentido de «la escritura hecha puro significante», pero que al mismo tiempo intenta relanzar, una y otra vez, el sentido. El lenguaje recupera aquí su antigua vocación de piedra: canto rodado. Un lenguaje de hueso (astillado en este caso) al que le falta la articulación: «(a)palabras / lo cerrado». La poesía se ha enfrentado una y otra vez a lo ilegible, desplazando su límite y reformulándolo. Y leyendo estos poemas no podemos dejar de recordar el proyecto que se dio a sí mismo Samuel Beckett en 1937 y que así le transmitía a Axel Kaun: «Esperemos que llegue el día, gracias a Dios ya llegado en determinados círculos, en que la lengua se utilice con la máxima eficacia allí donde con mayor eficacia se inutiliza […]. ¿O acaso ha de ser la literatura la única de las artes que remolonee y se quede atrás, empantanada en los perezosos modelos de antaño, que hace tanto descartaron de plano la música y la pintura? […] ¿Existe alguna razón por la cual la terrible materialidad de la superficie que encostra la palabra no se preste a su disolución, como en cambio se presta la superficie sonora?». La escritura, por lo demás —tantas lenguas en la lengua—, se abre a otros códigos: el alemán y el francés se activan por momentos, la propia lengua aparece como una lengua extranjera. Se trata de un poemario neutro, dedicado al «des», a la suspensión, a la profusión de caminos. Un poemario bajo un cielo sin Dios («Una oración sin di / os dirá»), que se niega a darse, que retoma lo olvidado, las versiones descartadas (una oración no dada), y las expone en una imposible simultaneidad: «ceniza que nace de tu cuerpo / ema».


Recomendaciones de Quimera

Bajo el sol de los muertos Roberto A. Cabrera Pre-Textos, 2019

Este autor Canario, que comenzó en la poesía y que se adentró en la prosa a partir del año 2000 —con dos novelas breves, La estación extraviada (2007) e Interregno. Pasión e instantes en la vida de Huerto Laredo, fotógrafo (2017)—, nos sorprende ahora con una bildungsroman en la que las tramas se entrelazan en tiempos y espacios diversos. Un viaje de regreso a casa desde el trabajo le sirve como escaleta para repasar su vida, desde los traumas de la infancia hasta su primera juventud.

El zafarrancho aquel de via Merulana Carlo Emilio Gadda Sexto Piso, 2019

Siempre es importante destacar al traductor en las traducciones, pero lo es más si se trata de revisar el clásico de la literatura italiana del siglo XX de Gadda. Abordarlo es siempre una opción valiente, algo suicida. El zafarrancho es un campo de minas con jerga, voces extrañas, dobles sentidos que Carlos Gumpert ha manejado con mano diestra. La novela de Gadda es la de siempre: una obra cumbre del expresionismo literario que, publicada en mitad de la fiebre por el realismo social, es una de las joyas de la literatura europea del siglo XX. De lectura obligatoria y necesaria.

Europa Automatiek Cristian Crusat Sigilo, 2019

Crusat acaba de ganar el Premio Tigre Juan 2019 por su libro de relatos Sujeto elíptico (Pre-Textos, 2019), en el que juega a confundir los géneros de la ficción, el ensayo y el libro de viajes, impronta que caracteriza toda su obra. En esta ocasión, Crusat nos habla de una generación de jóvenes sobrecualificada que ha tenido que emigrar a Europa buscando el bienestar prometido por sus padres, que nunca llegó por la situación agravada con la crisis del 2008 que todavía padecemos. Uno de los autores con voz propia más interesantes en lo que llevamos de siglo. Nos encontramos ante una novela generacional.

Me acuerdo

Jesús Marchamalo Papeles mínimos, 2019

Marchamalo ha escrito un libro único. Sí, sabemos que la estructura y la idea compositiva vienen del libro de Perec, pero los meacuerdos reunidos en este volumen son el resultado de un trabajo que lo convierte en excepcional. Una biografía íntima escrita en casi quinientos fragmentos que repasan desde acontecimientos planetarios hasta recuerdos personales. Al lector le propone un viaje por la memoria y la posibilidad de recuperar recuerdos durmientes. Un libro bello, evocador y poético para releer sin descanso.

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Recomendaciones

Lo invisible

Jordi Corominas Tres Hermanas, 2019

En Lo invisible el autor vuelve a algunas de sus obsesiones tanto en narrativa (José García) como en poesía: el flâneur y la visibilización del lugar más allá de su apariencia. Esa obsesión por el lugar, por el fondo e historia de lo mismo, se sublima en lo imposible. Una pelea callejera en París aparece congelada, se analiza cada gesto, cada instante, cada rostro, cada persona. No es tan importante lo que ocurre como lo que ha ocurrido antes, lo que nos ha llevado allí. Lo invisible propone un fondo de gran interés, profundo, y nos deja la sensación de que también se puede proyectar una narrativa más allá de lo inmediato.

Tú eres eso

Joseph Campbell Atalanta, 2019

Es loable el esfuerzo que está haciendo la editorial Atalanta por dar a conocer la obra del Joseph Campbell, uno de los mitólogos fundamentales de la segunda mitad del siglo XX. En el presente volumen, Campbell se sumerge en el proceloso mundo de los mitos hebreros y cristianos para rescatarlos tanto de ese sector de creyentes que los cree hechos históricos como del ateísmo que los considera puras patrañas, para devolverles su dimensión metafórica original, la única que puede devolvernos la fe en ellos y en sus revelaciones. Un libro imprescindible para la reivindicación de la espiritualidad en un mundo cada vez más materialista.

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El tot solitari

Joan de la Vega La Breu Edicions, 2019

No es habitual en esta sección la sugerencia de un libro no traducido al castellano. No obstante, la calidad y la osadía del libro que nos ocupa bien merecen una recomendación. Joan de la Vega ofrece en este volumen una poesía construida a través de imágenes deslumbrantes ligadas al paisaje y, sobre todo, a su personal experiencia de la montaña, con una palabra poética iluminada, casi mística, que brota de una revelación que no es la de la divinidad sino la de la naturaleza extrema como desafío y como asombro ante la grandeza de la creación.

Pequeña biografía de la luz

Alejandro Pedregosa Esdrújula, 2019

Este nuevo libro de Alejandro Pedregosa nos demuestra cómo una experiencia íntima, privada, puede rebasar sus límites para convertirse en experiencia universal. Los poemas de Pedregosa son un ejercicio de memoria absolutamente conmovedor. Nos hacen comulgar con el paisaje, porque todo lo que nos rodea ayuda a definirnos, igual que los autores que menciona. Un libro que indaga y nos hace indagar, filtrado por una luz frágil y a la vez poderosa, tanto como para iluminar una parte de nuestros recuerdos. Poemas como «El abuelo», «El roble», «Es otoño» o «Sol de diciembre» son textos únicos, memorables.




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