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ColaborAN en este número:
Celia de Aldama, Almudena Ballester Carrillo, Alfonso Bernia, Bundesarchiv, Elisa N. Cabot, Florencia del Campo, José Cervera, Josep Maria Cuenca, Carmen Estirado, Alfonsina Fantín, Maria-José Forcén Llorens, Alberto García-Teresa, José Luis Gómez Toré, Juan Carlos Márquez, Víctor González Martínez, Erika Martínez, Carlos Marzal, Marcos Maurel, Antonio Méndez Rubio, Monmar Comunicació, Perec, Ana Rodríguez Fischer, José de María Romero Barea, Ian Seed, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, David Viñas Piquer, José Antonio Vila Ilustración de portada y Dossier:
Alfonsina Fantín © Editor:
Miguel Riera
Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Diciembre 2021
La obra de Juan Marsé constituye una de las cumbres de la literatura en lengua castellana de segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Pocos como él han sabido relatar la dureza de la posguerra y el franquismo, la humillación de los vencidos, la miseria de los barrios suburbiales de la gran ciudad, la dignidad de los trabajadores en su combate con una burguesía opresora y moralmente corrupta, pero también la añoranza por el paraíso de la infancia, por los juegos en la calle y la narración de historias (aventis). Adscrito por la crítica a la generación de los 50 y a la escuela de Barcelona, su obra aúna el realismo social con la experimentación de la vanguardia literaria que arranca en los años sesenta y le ha valido prestigiosos premios, entre los que destacan el Premio Biblioteca Breve Seix Barral (1965), el Premio Planeta (1978), dos Premios de la Crítica (1994 y 2001), el Premio Europa de Literatura Aristeión (1994), el Premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana y del Caribe (1997), el Premio Nacional de Narrativa (2001) y el Premio Cervantes (2008). Tras un año y medio de su fallecimiento, en Quimera hemos querido rendirle homenaje con un dossier coordinado por José Antonio Vila en el que participan expertos en su obra como la catedrática Ana Rodríguez Fischer; el profesor, escritor y periodista Josep Maria Cuenca, autor de la biografía de Marsé Mientras llega la felicidad (Anagrama, 2015), el profesor Marcos Maurel y la profesora Maria-José Forcén Llorens, que nos revelan nuevas perspectivas de su obra. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
El salón de los espejos
Einstein on the Beach
Entrevista a Carlos Marzal – 4
José de María Romero Barea. Christa Wolf:
Entrevista a Juan Carlos Márquez – 9
El cielo raso Especial: Juan Marsé
antídotos en tiempos de caos – 51 David Viñas Piquer. Sin duda en deuda con Membrana, de Jorge Carrión – 54
José Antonio Vila. Juan Marsé: ayer y hoy – 13
El ambigú
Ana Rodríguez Fischer.
Eduardo Suárez Fernández-Miranda: Las aventuras del
Juan Marsé: un referente intergeneracional – 15
buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek – 56
Josep Maria Cuenca.
José de María Romero Barea:
Un ayer ondulante, un mañana incierto – 18
Jelgava, de Jānis Joņevs – 57
Marcos Maurel. Rumbo a Marsé – 24
José Antonio Vila:
Maria-José Forcén Llorens. Recordando a Montse.
El amanecer podrido,
Cincuenta años de la publicación de
de Luis Martín Santos y Juan Benet – 58
La oscura historia de la prima Montse – 29
La vida breve Celia de Aldama. Mentiras piadosas – 33 Carmen Estirado. Kerkyra – 37
Los pescadores de perlas
Florencia del Campo: Tres truenos, de Marina Closs – 59 José Cervera: Nunca fuimos más felices, de Carlos Marzal – 60 Alberto García-Teresa: Ritual del laberinto, de Julio Mas Alcaraz – 62 Erika Martínez:
Microrrelatos inéditos de Almudena Ballester Carrillo – 40
Azul distinto, de Gabriel Insausti – 63
El castillo de Barba Azul
Amaruka. Disonancia de la serpiente, VV. AA. – 64
Poemas inéditos de Antonio Méndez Rubio – 43 Ian Seed. Operaciones acuáticas – 46
José Luis Gómez Toré:
Recomendaciones – 65 3
El salón de los espejos
Entrevista a Carlos Marzal Texto: Alfonso Bernia Fotografías: Víctor González Martínez ©
Me ha citado Carlos Marzal en la cafetería Aquarium, un clásico de la Gran Vía valenciana. «Acabo de cumplir sesenta —me dice— y ahora ya me puedo sentar en la terraza del Aquarium sin desentonar, como si fuese un mueble más del establecimiento». La burguesía de la ciudad frecuenta desde hace décadas esta cafetería con decoración marinera, de camarote transatlántico. Cuando se lo comento, me indica: «Hace ya mucho que asumí el hecho de ser un pequeñoburgués sin grandes aspiraciones históricas, como son, por otra parte, el noventa por ciento de los escritores de este país, aunque algunos tengan antiguas veleidades revolucionarias». Él se pide un negroni («que es una cumbre de la civilización, hecha cóctel»), y yo, más austero, una cerveza de barril, que en Aquarium tiran con precisión de relojeros suizos.
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¿No teme que los lectores consideren una frivolidad el escribir un libro que tiene como eje el fútbol? En absoluto. Para empezar, siempre he escrito lo que me apetecía. Y para seguir, no creo en los grandes temas ni en los argumentos superiores. Lo que hace grande un libro es el talento del escritor, no aquello de lo que trata. Sebald escribe una obra maestra en Los anillos de Saturno, hablando de la pesca del atún en alta mar. Las aventuras de un hidalgo chiflado por los campos medio desiertos de La Mancha no parecen un argumento sublime, y sin embargo… Por lo demás, afortunadamente ya no existe la monserga del antiguo anatema de la izquierda hacia el deporte en general y hacia el fútbol en particular. Los prejuicios literarios sirven para muy poco. Los lectores que se dejan llevar por ellos se pierden muchas cosas espléndidas. Cualquier asunto es una excusa magnífica para hablar de lo que importa. Eso lo sabemos los poetas: hay obras maestras dedicadas a las carroñas de un perro, a las nubes, a los callos cocinados a la manera de Oporto. Pero ¿por qué el fútbol como tema literario? Porque es una inmejorable metáfora de la vida, con su lucha, con sus victorias y derrotas, con la pasión depositada en ese universo. En el libro elaboro una variante de mesa camilla sobre el concepto unamuniano de «intrahistoria». Hablo de la «intraideología», una especie de ideología íntima que es muy superior a la ideología política de cada cual, y que consiste en lo que comemos, en con quién dormimos y en cuál es nuestra forma de vivir el fútbol. Ese género de asuntos dice mucho más de nosotros que la adscripción a una determinada ideología política. Me interesan los individuos y no su supuesta militancia. Los cretinos de izquierdas y de derechas son cretinos, aunque voten lo mismo que yo. En el fútbol se deposita cada día una energía espiritual inconmensurable. Millones y millones de individuos piensan, leen, se regocijan, sufren, se indignan, lloran: y el fútbol es el motivo. Casi cualquier espectador lo ha jugado de niño, ha soñado con profesionalizarse. Es una enorme argamasa sentimental de carácter sociológico: une al pobre y al rico, al analfabeto y al académico de la RAE, al anarquista y al facha, al joven y al viejo, al creyente y al ateo, al habitante de las favelas y al de las urbanizaciones de lujo. Desde el prólogo insiste en que este texto es un libro de amor. ¿En qué sentido?
En el único sentido en que el amor se manifiesta: como nuestra adhesión hacia aquello que amamos. Digo que se trata de un libro «cordial» en el sentido etimológico. De cor-cordis: corazón. Lo que de verdad me interesa en un escritor es que profundice en el corazón humano: en sus pasiones, en sus odios, en el razonamiento de sus odios y sus pasiones. De la aventura del hombre en la tierra, expresada a través de la aventura del lenguaje: de eso trata la literatura. De eso trata el arte en general, al menos el arte que yo prefiero. Este es un libro de amor, insisto: de amor a mi hijo, al fútbol, a la literatura, a mis amigos. Entiendo la escritura como una acción de gracias, como un ejercicio hímnico. No estoy seguro de que sea lo que más se lleva hoy en día. ¿No le parece? No sé muy bien lo que se lleva o se deja de llevar. Ahora bien, observo en un sector de la literatura europea —y también de la española— un crecimiento de la escritura de la queja permanente, del rencor. Gente que no sabe muy bien qué hacer con su vida (como casi todos), pero que necesita responsabilizar de sus desgracias a los demás, o a un enemigo abstracto. Hay mucha lectura revanchista y psicopática del pasado. Son formas infantiles de narcisismo. La culpa es de la herencia recibida, del heteropatriarcado, de la España que nos roba, de la Colonia, del Bloqueo, de la Pandemia, del Sistema. Hay lloricas que no paran de anunciar a bombo y platillo en las redes sociales, en la prensa, en las presentaciones de sus libros, en congresos, que el Sistema los silencia. Uffff. Qué papelón el de cierta gente: intentando hacer caja por el mundo con la chapa del victimismo, con la venta al menudeo de sus supuestas desgracias. Es curioso que haya entusiastas de la catástrofe. A la gente le encantan los autos de fe, la quema de brujas. Los programas del corazón —incluidas las tertulias políticas, que son programas de prensa rosa con coartadas intelectuales— son una variedad edulcorada de las lapidaciones públicas, con ministras del Gobierno, de vez en cuando, interviniendo en vivo. La petardez universal convertida en espectáculo. Hay muchos nombres de escritores en su libro, clásicos y modernos, vivos y muertos. Es como si quisiera establecer una genealogía. Me parece una buena forma de expresarlo. Todos los lectores y los escritores aspiramos a formar parte de una familia literaria. Soñamos con no desmerecer de la tribu, con que lo que escribimos pueda ser una gota
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El salón de los espejos
Entrevista a Carlos Marzal
digna del gran río de la tradición. Los gustos futbolísticos de algunos de mis amigos me permiten hablar de ellos desde distintos puntos de vista, incluso en aquellos casos en los que el fútbol les trae sin cuidado. Tengo la certeza de que buena parte de lo mejor que me ha pasado en la vida es haber conocido a mis amigos literarios, disfrutar de ellos, aprender de ellos. Es famosa la frase de Borges según la cuál él se enorgullecía de los libros que había leído, y no de los que había escrito. Bien: además de eso, yo me enorgullezco de los amigos que tengo. Por aquí desfila gente que ha sido y sigue siendo importante en mi vida: Paco Brines, Felipe Benítez Reyes, José Saborit, Almudena Grandes, Vicente Gallego, Benjamín Prado, Luis Landero, Pere Rovira, Lola Mascarell, Antonio Cabrera, Luis García Montero, Ignacio Martínez de Pisón, Félix Romeo. Un equipazo. Además, incluir a los amigos es una manera de obligarles a que compren el libro. No he añadido un índice de nombres, para que se tomen la molestia de buscarse y leerme. [Y Marzal se ríe, mientras bebe un trago rojo de negroni.] ¿Brines era un buen espectador de fútbol? Por supuesto. Paco fue socio del Valencia C. F. desde muy joven. Como estudió en Deusto, y después en Madrid, y ya no volvió a vivir en Valencia hasta pasados muchos años, regresaba a Valencia cada quince días para ver a su familia, pero haciendo coincidir su visita con el partido que el Valencia jugaba como local. Le gustaban los jugadores artistas: Pepe Claramunt, Solsona, Pablito Aimar. Brines representa el ejemplo perfecto de la figura que defiendo: el espectador ilustrado —lo más alejado del hooligan—, aquel que conoce la historia gloriosa de su afición y es capaz de la reflexión serena. Como el aficionado ilustrado del toreo, otra afición que compartí con Paco. A menudo me decía entre risas que yo era un español de otro tiempo, porque me gustaban los toros, el fútbol y las mujeres. ¿Qué tipo de lector persigue un libro como este? Todos y ninguno en concreto. Escribo para todo aquel que se quiera acercar a mi escritura. Los elitismos son una cursilada de marca mayor. Los exquisitos son quienes defienden las exquisiteces, siempre y cuando ellos formen parte de ellas y las repartan a domicilio. El arte es patrimonio de todos aquellos que quieran tomarse la
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molestia de aproximarse a él, con vocación de entender, con apetito de esfuerzo y con ganas de conocimiento. Pocas cosas son tan populares y democráticas como el fútbol. Basta con que haya un balón, o una lata de cerveza vacía, o cualquier sucedáneo de pelota, para que exista el fútbol. Tan democrático y popular me gustaría que fuese mi libro. En el pórtico de esta obra hay dos citas célebres. Háblenos de ellas. Una es muy famosa, de Albert Camus. En ella, el filósofo del existencialismo, el mito de la cultura universal, afirma que todo lo más importante que ha aprendido sobre la vida y los hombres se lo debe al fútbol. ¿Le ha sucedido a usted lo mismo? Soy mucho menos inteligente que Camus, pero he aprendido muchas cosas. El fútbol es una escuela ética: del esfuerzo, de la competencia —que tiene muy mala fama entre los santurrones, pero que es imprescindible en el mundo—, de la necesidad de sobreponernos al
dolor, de la exaltación de los logros (la victoria) y de la relativización de los logros, de la condición efímera de las cosas. Al fútbol le debo muchas horas de entretenimiento: y «matar el tiempo» es un asunto de suma trascendencia, mientras el tiempo se encarga de matarnos a nosotros. Y, sobre todo, le debo la oportunidad de haber compartido y seguir compartiendo una aventura íntima con mi hijo. Los padres del fútbol estamos locos por el fútbol, porque estamos locos por nuestros hijos. Solo por las horas que me ha permitido estar más cerca de mi hijo, tendría la obligación de escribir un libro sobre fútbol. ¿Cómo era usted como futbolista? No lo hacía nada mal. Jugué de lateral, de central y de mediocampista defensivo, en una época jurásica del fútbol base, con campos de tierra, balones imposibles, botas de piedra y barro hasta en el paladar cuando llovía. Jugué en el Burjassot, el club decano de Valencia, en juveniles y en el amateur, que entonces llegó a estar en Tercera División (cuando no había Segunda B). En el 79 me quiso fichar el Levante juvenil de la recién creada Liga Nacional, pero el Burjasot ejerció el derecho de retención y no pude marcharme. Batallitas de abuelo Cebolleta. A mi hijo le digo que los jugadores de hoy en día son unos niñatos privilegiados, con campos de césped natural, o artificial de tercera generación, seis entrenadores titulados de Nivel III, fisioterapeutas, recuperadores y botas de trescientos euros. Pero la verdad es que yo no le llegaba a mi hijo ni a la suela del zapato. En el libro afirma que es valencianista, pero que siente cercanía por otros equipos. Incluso confiesa viejos coqueteos madridistas. ¿Eso resulta compatible en la Iglesia fundamentalista de los aficionados? Max Aub decía que uno es de donde ha cursado el bachillerato; es decir, de donde despierta al mundo, a los sentidos. Pues bien: uno es del equipo en donde despierta al fútbol como gran espectáculo, y yo nací al fútbol en Mestalla. Tuve durante mi niñez y mi adolescencia el pase de General de Pie, y eso imprime carácter. Pero no soy un fanático ni en el fútbol ni en ningún asunto, creo. A veces me gustaría ser un hincha fundamentalista, para poder vivir los partidos como quien sabe que Dios está de su parte; pero no me alcanza la
efusión. Siento un gran cariño por el Levante, por el Villarreal (donde también jugó mi hijo, además de en el Valencia), y ahora soy un apasionado del Castellón (donde juega en la actualidad). Soy forofo hasta la médula del equipo de mi hijo, sobre todo. Pero también he sido del Milan de los holandeses, y del Barça de Guardiola. Si no te gustan esos equipos, ni tienes criterio, ni tienes corazón, ni sabes nada de fútbol. Y el día del Juicio te quedarás sin entrada para ver la Final. Mis devaneos madridistas eran una forma de molestar a mis amigos culés, una forma de molestar en general, porque por entonces pensaba que molestar de vez en cuando tenia algún sentido. Y la verdad es que, aunque sea una forma de esparcimiento, resulta una tontería.
¿Quiénes han sido sus jugadores favoritos? ¿Les concedería el estatuto de artistas? Ni los futbolistas pertenecen al mundo del arte, ni los artistas al universo del fútbol. Cada cosa ha de ocupar su ámbito. No elevemos lo que no debe ser elevado, en ningún aspecto, porque corre el peligro de hacerse añicos. Cuando hablamos de futbolistas artistas estamos empleando un símil. Ahora bien, en mi temperamento, en mis aficiones, nunca han sido cosas muy
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El salón de los espejos
Entrevista a Carlos Marzal
diferentes el fútbol y los libros, el deporte y el arte. No entendería la vida sin ellos. Las contradicciones se resuelven sin obstáculos en nuestro carácter, en nuestra biografía. Mis dioses del fútbol comparten altar con mis dioses literarios, pero no voy a hacer de esto una ley universal. Adoré a Óscar Rubén Valdez, el extremo izquierda del Valencia de mi infancia. Pero también a Pepe Claramunt, a Ricardo Arias, a Kempes, a Madjer, a Cruyff, a Santillana, a Gárate. Tuve debilidad por Antognoni, el genio de la Fiorentina. Hace unos años, mi amigo Paco Lloret, el gran periodista deportivo, me regaló una comida en su casa con Valdez y Felman, ya mayores. Fue como si me invitaran a comer con Faulkner y Hemingway.
La sección final (que usted denomina «Prórroga») de Nunca fuimos más felices está dedicada a contar los últimos años de su amigo el poeta Antonio Cabrera, después de que sufriera un accidente que lo dejó tetrapléjico. Es otra forma de cantar a la amistad, pero ¿supone también una manera de equilibrar el entusiasmo que derrocha el libro? Se trata, sobre todo, como usted ha dicho, de un homenaje a un amigo muy querido y admirado. Creo que Antonio Cabrera ha escrito algunos de los mejores li-
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bros de poemas, aforismos y artículos de los últimos tiempos. Además era una gran persona: cariñoso, inteligente, considerado, bueno. Lo que le ocurrió, en mi casa, es una de las tragedias más grandes que he sufrido. Tardé varios años en poder escribir de ella y a día de hoy me cuesta hablar del asunto. Tropezó, en el patio de mi casa de Serra, cuando peloteaba con mi hijo (que entonces tenía diez años), se golpeó contra una pared y sufrió una lesión medular que le produjo una tetraplejia. Estábamos en mitad de una comida de amigos maravillosa, en lo alto de una ola de euforia, y de repente fue como si se abriera una grieta que nos tragó a todos. La corporificación del horror. No podré nunca encajar cómo el azar nos usó para que sucediera aquello. ¿Se siente culpable de lo ocurrido? En el libro reflexiono mucho acerca del asunto. Culpable no es el adjetivo adecuado. Tal vez responsable. Fue en mi casa. En una comida que yo había organizado. Sucedió en un momento especialmente feliz de la vida de Antonio, cuando estaba escribiendo libros espléndidos, cuando se acababan de comprar él y su mujer, Adelina Navarro, una casa en el pueblo de Medina Sidonia, cuando su obra había alcanzado el reconocimiento que se merecía entre los buenos lectores. Fue una gran crueldad de la suerte, de la mala suerte. Es difícil reconciliarse con el mundo después de ciertas cosas. Pero la verdad es que Antonio, a pesar del accidente, a pesar del sufrimiento, a pesar de todo, no pronunció jamás una palabra de queja, un juicio contra el mundo. Al contrario, trató de mantener una relación intensa, aunque diferente, con la realidad: en lugar de ir él hacia el mundo, procurar que fuese el mundo el que acudiera a él mediante su inteligencia. Así fue como comprendí que, si él no descendía al reproche, ninguno teníamos derecho a descender al derrotismo. Antonio es uno de mis héroes favoritos. Y después de esto, ¿qué se trae entre manos, además del segundo negroni? Los negronis, antes de comer (y también después), suponen una «ruptura óntica», desde el punto de vista filosófico. Por lo demás, tengo muchos cuadernos repletos de aforismos, que son la forma en que funciona mi cabeza, si es que funciona. Y después de cerca de doce años sin escribir un solo poema, he acabado en este año y medio un nuevo libro.
Entrevista a Juan Carlos Márquez Texto: Fernando Clemot Fotografía cedida por el autor ©
Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) hace más de una década que es reconocido como una de las voces más importantes del cuento en España. Coincide esta década también con el tiempo que ha transcurrido desde su último libro de relatos: Llenad la Tierra (Menoscuarto, 2011). Era lógico que tuviéramos ganas de charlar con él sobre su nuevo libro de relatos, Autoficción, en este caso en la editorial pacense Aristas Martínez. Nos encontramos en la Escuela de Escritores de Madrid y este es el resultado de la conversación que tuvimos.
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El salón de los espejos
Entrevista a Juan Carlos Márquez
Recuerdo todavía la presentación de Llenad la Tierra en Barcelona, en 2011, pero han pasado ya diez años desde tu último libro de cuentos. ¿Qué crees que ha cambiado en este tiempo en tu literatura y en tu forma de verla? Me ha ido interesando menos la prosa, en cuanto generadora de belleza, en favor de la conexión con el lector. Creo que la literatura es conexión. Esto no quiere decir que renuncie a la estética; simplemente ya no es una de mis motivaciones principales. Me ha venido ocurriendo como escritor y como lector. La visceralidad se ha ido imponiendo a la armonía; la vida, espero, al artificio. El género, el cuento. ¿Crees que ahora es diferente? ¿Ha habido cambios en los gustos y en la recepción? Cada día el cuento es más libre. Estaba demasiado encorsetado por muchas reglas, como la existencia de la trama o la búsqueda del final apoteósico. Ahora mismo lo que más valoro en un cuento es que no parezca un cuento. Esa naturaleza de laboratorio de la que siempre ha presumido el cuento se estaba convirtiendo en una botica, llena de balancitas, fórmulas y preparados. El cuento era un niño un poco repelente, le viene bien pegar un moco bajo el pupitre, despeinarse la raya a un lado y que el kétchup le manche la barbilla. Estos diez años no han estado vacíos, todo lo contrario: has publicado varias novelas y nouvelles como Tangram, Resort, Los últimos o Lobos que reclaman la noche. ¿Qué te llevó a sumergirte en la novela con tanta continuidad? ¿Dejaste todo este tiempo al margen el relato? Probé con la novela y resultó que descubrí que la novela corta es mi distancia. Me cuesta mucho alargarme y, además, no creo que haya muchas historias que necesiten contarse en más de doscientas páginas. Como lector me ocurre algo similar: necesito leer las novelas con ganas, con entusiasmo, casi del tirón, y agradezco la brevedad. Si tengo una novela semanas o meses merodeando por la casa es un mal síntoma. Aparece más claro en Oficios o Norteamérica profunda, pero ¿pensaste en algún tipo de eje para crear Autoficción?
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No. Es otro de los corsés, el de la unidad temática, del que me he liberado en este libro. Es más, yo creo, exagerando un poco, que los cuentos deberían comercializarse solos, como los singles de los discos de vinilo. En cualquier caso, la propia autoría constituye en sí un mínimo eje, lo que somos y lo que nos obsesiona siempre encuentra un refugio en cuanto escribimos. ¿Cómo mantienes esa pugna que parece haber entre lo cotidiano y lo surreal en tus relatos? No la mantengo, emerge sola. Yo comienzo a escribir y, cuando menos me lo espero, aflora la distorsión. La realidad también rema a favor, supongo, porque muchos de nuestros actos cotidianos rezuman surrealismo. Algunos días me cuesta encontrar algún suceso que no sea surrealista. Lo cotidiano que aparece en Autoficción. ¿En qué te fijas de esa vida diaria? ¿Cuándo ves que algo que has observado puede desarrollarse como relato y cómo realizas este trabajo? Me fijo mucho en la contención humana, ese momento en que, en vez de hablar, decidimos contar hasta tres y respirar hondo. También me resulta muy atractiva la hipocresía social. Muchos de mis relatos exploran qué ocurriría si no existiera, si la sinceridad se apoderara de nosotros. El resultado puede ser divertido, extraño, tierno y, claro está, doloroso. Oculta tras la hipocresía social se encuentra la verdadera vida, pero sin la hipocresía social nos mataríamos unos a otros. Me interesa mucho narrativamente lo que no se puede o debe decir pero es inevitable pensar, ese territorio me parece un paraíso literario. En el relato inicial de Autoficción sí se diría que proyectas algo de tu yo diario, pero ¿lo haces en el resto? Sí, de ahí el título. Me divirtió proyectar (con un barniz de autoparodia) mi tarea de profesor de escritura en uno de los personajes secundarios, incluso le presté mi perilla y algunos de mis mantras docentes. Sin embargo, la carga autobiográfica más íntima está en el protagonista, en ese alumno llamado Joaquín tan dubitativo y necesitado de certezas. Juego al despiste. Nuestro yo se proyecta sobre muchos personajes y muchas situa-
Encuentro cierta saturación y no me convence la etiqueta; pero, una vez asumida si es que hay que asumirla, mi relación es la misma que con el resto de géneros: si lo que el escritor cuenta me interesa y está bien contado, a disfrutar, yo nunca me bajo en marcha de un buen libro. Algunas grandes obras de la literatura universal, por otra parte, encajan en lo que hoy se denomina autoficción; negarlo sería una estupidez, pero ¿dónde hay más intimidad?, ¿más yo?, ¿en La metamorfosis de Kafka o en sus Diarios? Si no me interesa o no está bien contado, pues siempre hay libros esperando. ¿Hay lecturas o algún modelo que haya tenido una influencia expresa en tu forma de escribir? ¿Alguna lectura iniciática? Comencé leyendo las novelas de Marcial Lafuente Estefanía que iba a cambiar al quiosco para mi padre, las joyas literarias de Bruguera, muchos tebeos —Trinca, Cimoc, Víbora, 1984, Creepy, Torpedo, Más Madera!—, lo que me obligaban a leer en el colegio, y luego a Poe y novelas clásicas de aventuras. En la actualidad sigo leyendo muchos cómics (ahora los llaman novelas gráficas y también dicen que son un género nuevo, como la autoficción), raro es el mes que no leo cinco o seis. Intuyo que influyen en mi escritura, pero no sabría concretar en qué con exactitud, quizá en la textura y en el extrañamiento. Considero, no obstante, que la escritura está condicionada también por todas las demás experiencias artísticas y personales, me parece un poco reduccionista limitarse a lo escrito.
ciones en todo cuanto narramos. En cierta forma, todo es autoficción. Unos tratamos de disimularlo, otros deciden subrayarlo. Titular el libro así puede considerarse una ironía contra la moda de la autoficción, porque puede haber tanta o más verdad íntima en una obra de ficción que en una de autoficción, en la que se puede caer en la tentación de salir guapo. Estamos en un tiempo en que buena parte de la literatura parece sujeta a esa autoficción que aparece en el primer relato. ¿Cuál es tu relación con esa literatura en que el autor se convierte en protagonista absoluto de la novela?
Sabemos que luego cada lector hace su lectura, pero ¿cómo te gustaría que se recibiera Autoficción? ¿Qué te gustaría que se destacara más? Como un libro original, fresco, ágil, divertido, cínico y francotirador, pero no exento de ternura y momentos tragicómicos que invitan a mirarnos al espejo como clowns que se desmaquillan. Me gustaría que se destacara que no es fácil escribir un libro con esas pretensiones, se cumplan o no, con esa vocación de disparar, de indagar en nuestras contradicciones y divertir. En cuanto aparece la palabra humor, la cotización de un libro baja y es hora ya de que muera esa inercia. La profundidad no es exclusiva del drama. Es más, el drama puro no existe, es una artificialidad, una convención literaria. La vida, creo yo, es tragicomedia.
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Juan Marsé: ayer y hoy José Antonio Vila – 13
Marsé: un referente intergeneracional Ana Rodríguez Fischer – 15
Un ayer ondulante, un mañana incierto Josep Maria Cuenca – 18
Rumbo a Marsé
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Recordando a Montse. Cincuenta años de la publicación de La oscura historia de la prima Montse Maria-José Forcén Llorens – 29
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Juan Marsé: ayer y hoy Por José Antonio Vila Hay una anécdota que tiene que ver con Juan Marsé y que me gusta recordar. En su discurso de aceptación del Premio Cervantes en 2004, el escritor barcelonés, parafraseando una película de Woody Allen, decía que la realidad es el único lugar en el que uno puede comerse un buen bistec. Decía también que no pretendía convertir ese discurso en una defensa del realismo, pero lo cierto era que la realidad es el único lugar en el que puedes comerte un buen bistec. Que a Marsé se le ocurriera citar esa frase de Woody Allen en ocasión de su discurso cervantino siempre me ha hecho mucha gracia, y además me parece algo muy suyo. Que dice de su carácter socarrón y que esa ocurrencia de que sólo en la realidad puede encontrarse un buen bistec no es una mala orientación para acercarse a su literatura. Me acuerdo también de un artículo del escritor Antoni Puigverd. Creo que Puigverd es alguien desconocido fuera de Cataluña, pero bastante conocido por estos lares, al ser columnista del diario La Vanguardia y tertuliano habitual de la cadena autonómica TV3, la televisión oficial y nacional de Cataluña. Tiene gracia que haya pensado en Puigverd, porque leyendo el último libro inédito de Juan Marsé (los diarios recogidos bajo el título de Notas para unas memorias que nunca escribiré) me encontré con que la pupila a menudo implacable y demoledora de Marsé lo calificaba de «curita tafaner», es decir, curita chismoso. No sé si Antoni Puigverd es o no una persona chismosa, alguien que se entromete donde nadie lo ha llamado, pero su artículo se había publicado en La Vanguardia en el año 2019 y se titula «El diablo también lee novelas». Ahí venía a decir que escritores catalanes en lengua castellana como Juan Marsé o el más reciente Javier Pérez Andújar habían contribuido a forjar un estereotipo sociológico de gran aceptación fuera de Cataluña: el del burgués catalanohablante y el del obrero castellanoparlante. Pugiverd se lamenta de esas carica-
turas y apela al final de su artículo al reconocimiento mutuo entre catalanohablantes y castellanoparlantes, también entre aquellos que usan una de las dos lenguas oficiales de Cataluña como principal herramienta de expresión escrita. No puedo estar más de acuerdo con la segunda parte; no así con la primera. No creo que ninguno de esos autores a los que cita haya incurrido en la caricatura. Marsé menos que nadie. Para empezar, lo cierto es que Juan Marsé es todo menos un sociólogo o sociolingüista. Con independencia del uso político que pueda haberse hecho de su obra más allá del Ebro, Marsé es un novelista que siempre ha recelado de aquellos que fían todo el valor de la literatura a su parcela puramente documental y desdeñan la dimensión imaginativa que tiene la escritura. Marsé a menudo se lamentó, con razón, de la moda reciente de la «autoficción», cuyo interés parece reposar enteramente en la presunta «experiencia real» que el novelista transmite mediante la escritura. Como antaño receló del llamado «realismo social». Sí es cierto que en la diana de Marsé siempre estuvo la hipocresía de cierta burguesía catalanista, y en los tiempos de la autonomía democrática el despliegue de soberbia enjabonada de la época pujolista. José-Carlos Mainer supo caracterizarlo muy bien cuando escribió que «ha sabido reconocer siempre al enemigo, sea bajo las especies de la burguesía especuladora del franquismo o bajo las untuosas formas del pujolismo posterior, que ha venido a sucederle en el poder». Los poderosos, los vencedores, nunca fueron del agrado de Marsé. De formación autodidacta y orígenes modestos y proletarios, la narrativa de Juan Marsé se ha nutrido tanto de la gran literatura como de los tebeos de aventuras y los cines de barrio. Su obra se construyó a contracorriente del realismo social aún en boga. El concurso de su primera novela Encerrados con un solo juguete al premio Biblioteca Breve de Seix-Barral le puso en contacto con el legendario grupo aglutinado en torno a la editorial barcelonesa: el propio Carlos
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José Antonio Vila. Juan Marsé: ayer y hoy
Barral, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater, José María Valverde, Joan Petit, José María Castellet, los hermanos Goytisolo. Aquellos contactos, y la estrechísima amistad que lo unió a Jaime Gil de Biedma, le abrieron las puertas de un mundo literario que de otro modo para él habrían sido difíciles de cruzar. El ideal del escritor obrero que aquellos burgueses progresistas (muchos militantes del Partido Comunista en la clandestinidad) habían creído encontrar saltó por los aires cuando, a partir de la celebérrima novela Últimas tardes con Teresa, prefirió el sarcasmo y la parodia al realismo testimonial. Con La oscura historia de la prima Montse seguramente alcanzó ya la maestría, y después, con Si te dicen que caí, rozó el cielo por primera vez. El resto, como suele decirse, es historia. Marsé ha sido forjador de mitos urbanos y ha recreado como nadie la crudeza de la Barcelona de la posguerra. Gracias a él nombres como el Carmelo, el Guinardó, La Salud o Gracia son zonas de la ciudad condal que para los lectores de raza han adquirido un halo legendario, una encarnación artística de la ciudad que ha calado hondo y que ha sido por más de medio siglo una de sus más poderosas representaciones. Memoria, realidad e imaginación se conjugan para plantear en la narrativa de Marsé situaciones conjeturales de gran verosimilitud y personajes posibles, que no por inventados parecen menos reales. Por ejemplo, la que con toda probabilidad es su creación más célebre: «El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio»; Manolo Reyes, el Pijoaparte, el charnego que se hace pasar por líder obrero y sueña con seducir a la hija progresista de la burguesía, y cuyo más íntimo deseo no es tanto desflorar a la joven cuanto ser aceptado por la buena sociedad barcelonesa de la que ella funciona como metonimia. Pero todos ellos tan reales y tan falsos como los personajes que vemos en las pantallas de los cines. Su atmósfera nos sumerge en la idiosincrasia de la Barcelona de antaño y, siendo un maestro de las herramientas narrativas novelescas, las escenas de sus novelas tienen un ritmo y una plasticidad que poseen el sello inequívoco de lo cinematográfico y se abren además a destellos que introducen momentos de gran lirismo. En la obra de Marsé ha predominado siempre la ambigüedad de lo humano y la incertidumbre entre lo real y lo falso. Lo realmente acontecido y lo simplemente fantaseado. Pero en todos sus relatos anima una vi-
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bración moral que es la que mueve a la compasión por los perdedores. La de los vencidos abocados al fracaso y condenados a sobrevivir como pueden. Y también la delgada línea que separa a los vencedores de los vencidos. Por el mosaico que componen sus novelas desfilan toda suerte de personajes; las clases y grupos ideológicos más variados: burgueses universitarios cultivados y chorizos callejeros, «progres» y pijos frívolos y superficiales, los últimos maquis, o catalanistas de izquierdas y proletarios (porque no todos han sido burgueses), y los niños y adolescentes de los barrios cuyas sombras se proyectan hasta hoy mismo. Todo ello, por supuesto, aderezado con su extraordinario oído para captar el habla coloquial de las gentes. Marsé compuso, en definitiva, una auténtica «comedia humana» barcelonesa a lo largo de más de cincuenta años. No sólo la realidad es el único lugar en el que puede uno comerse un buen bistec, sino que la recreación artística de la realidad es imprescindible para acercarnos a verdades morales que nos cuesta percibir cuando la realidad se nos muestra en bruto. En estos últimos años en Cataluña somos muchos los que nos hemos preguntado quiénes somos, en esta especie de guerra fría de banderas e identidades. La obra de un novelista como Juan Marsé no es mal lugar para empezar a aprender de dónde venimos todos. Juan Marsé, Fotografía: Perec
Juan Marsé:
un referente intergeneracional Por Ana Rodríguez Fischer En la última novela de Pedro Zarraluki, La curva del olvido (Destino, 2021), encontramos un homenaje directo al Juan Marsé de Últimas tardes con Teresa, novela que en el verano de 1968 la joven Sara —estudiante universitaria que elegirá ser editora— se lleva a Ibiza, donde pasará las vacaciones en compañía de su padre, un amigo de este y su hija Elisa. Sara no elige la novela por su autor o su sugerente título, sino por la fotografía que ilustra la cubierta y que se describe muy al detalle: «Ocupaba toda la extensión del papel y era una vista en picado de un lujoso coche descapotable que parecía preparado para arrancar en cualquier momento y escaparse del libro. Aunque la foto estaba tomada en blanco y negro, Sara imaginaba aquel coche de un color rojo muy vivo. Y sentada al volante, una mujer guapísima se volvía hacia atrás para mirar a lo alto, hacia la cámara, con la tranquilidad y la confianza de quien es plenamente dueño de su vida. Aquella imagen excitaba a Sara al tiempo que le provocaba una soterrada melancolía. Era como si alguien hubiera fotografiado con cruel exactitud lo que ella quería llegar a ser algún día, convirtiendo su futuro en un imposible, en la estampa inalcanzable de otra mujer». Páginas más adelante, encontramos ya incorporado al imaginario de la joven la lectura de la novela, cuando, al evocar la cita amorosa de la noche anterior, piensa: «Un día perfecto había acabado con un beso torpe y sin gracia, como imaginado por Juan Marsé. Como si el mundo perfecto de la portada de su libro fuera imposible en la realidad». También en otra lectura reciente, los Diarios de Rafael Chirbes —A ratos perdido 1 y 2— (Anagrama, 2021), encuentro varias referencias a Juan Marsé, entre las que descuella la que versa sobre la relectura de Si te dicen que caí, casi treinta años después de haberla leído por primera vez —en la edición mexicana de 1973—,
cuando lo hizo «de un tirón, en una tarde y una noche insomne». Ahora, tras haber aceptado escribir un artículo sobre la novela, Chirbes la lee con idéntica intensidad y expresa así su experiencia: «Es un libro que casi te hace aullar mientras lo lees, un libro que lo llena todo, y del que han salido las distintas tendencias de la mejor novela realista contemporánea en castellano», porque «no es una suma de rasgos sino una cristalización: lo expresionista lírico, que a veces roza el surrealismo; lo irónico-paródico (la distancia), el folletín, el tebeo, el cine de género… la fuerza del libro procede de un sutilísimo juego de pesas y medidas que actúan en conjunto de un modo arrollador y en el que, en cuanto se rompe un hilo, se desmorona todo: se queda en retórica, pastiche o puro cinismo, cúmulo de defectos o vicios que se han prodigado en sus epígonos. Pero, sostenido en ese espacio milagroso que consigue el artefacto levantado por Marsé, su novela es un ajuste de cuentas con la historia como gran infamia...». Chirbes tituló su soberbio artículo «Marsé: material de derribo», y lo incluí en mi libro Ronda Marsé (Candaya, 2008), ideado como homenaje al escritor barcelonés y en el cual aspiraba a trazar un dibujo donde se percibieran con nitidez y claridad el peso y la importancia de la obra de Juan Marsé en nuestra narrativa contemporánea. De ahí el carácter plural y polifónico del libro, pues fue mi intención que esas páginas evocasen una de las más celebradas novelas de Marsé: Si te dicen que caí, y cuanto ella tiene de vasto ámbito de voces, de encrucijada de memorias y lecturas, de festín de interlocutores. Con independencia de la particular filiación estética de cada autor, los textos de escritores, aparte de proponernos nuevas y fecundas aproximaciones a la obra de Marsé, suelen contener soberbias meditaciones estéticas, además de revelar la personal deuda contraída con este novelista «singular y obligatorio» —como lo llamó su gran amigo Vázquez Montalbán—, que nos
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Ana Rodríguez Fischer. Marsé: un referente intergeneracional
ha legado una fecunda y transitable ruta literaria y en quien casi todos reconocen a un indiscutible maestro, desde los propios compañeros de generación en adelante hasta llegar a los más jóvenes, tanto si son poetas —Carlos Barral, Lluís Izquierdo, García Montero, Álex Susanna— como si son narradores, y además de muy distinta orientación —Umbral, Vargas Llosa, Carmen Martín Gaite, Rosa Regàs, Eduardo Mendoza, Carme Riera, Rafael Chirbes, Enrique Vila-Matas, Arturo Pérez Reverte, Leopoldo Azancot, Horacio Vázquez Rial, Antonio Muñoz Molina, Gustavo Martín Garzo, Antonio Soler, Francisco Solano, Sergi Pàmies, Francisco Casavella—, o si han cultivado ambos géneros —José Manuel Caballero Bonald, José María Carandell, Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Jesús Ferrero, David Castillo, Benjamín Prado—, y al margen de la lengua elegida: catalán, castellano, ambas u otras, como nos muestra António Lobo Antunes. Además, conviene recordar que, lejos del sarampión epigonal, a menudo encontramos guiños y homenajes a la obra de Marsé en las novelas de algunos de estos autores, que testimonian la gratitud y la complicidad. ¿Cuánto de Sarnita hay en Pepito el Yeyé de Los juegos feroces (2002), de Francisco Casavella, y de otros niños «que contemplan boquiabiertos los carteles con las películas de las próximas semanas»? Y en el capítulo titulado «La verbena», de Momentos decisivos (2000) de Félix de Azúa, ¿no volvemos a un episodio de Últimas tardes con Teresa (aparte de tener en la novela a una Lena que conduce un Florida)? En cuanto al arranque de Sin mirar atrás (2003), de David Castillo (novela que el autor dedica a Marsé, por cierto), desde «la voyeurista y desaliñada montaña del Carmelo…», veo también ahí un reconocimiento. Y, ya por citar un último ejemplo más reciente, Cristina Morales, en Introducción a Teresa de Jesús (2020), se acoge a las escenas de los juegos y las torturas eróticas que practican en la cripta subterránea los niños de Si te dicen que caí para narrar los raptos y trances místicos de Teresa de Cepeda. Y es que, desde mi temprana memoria de joven lectora, a Juan Marsé siempre lo he visto como un clásico, tan indiscutible como imprescindible, pues a la adolescente que crecía en la Barcelona de los primeros años setenta le sobraban motivos para adentrarse en las novelas de Juan Marsé. Las viejas paredes de las nobles aulas universitarias aún sudaban rencor por la implacable radiografía de los prestigiosos señoritos de
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mierda que protagonizan la epopeya bufa narrada en el célebre capítulo XIII de Últimas tardes con Teresa. El nacionalismo burgués conquistaba posiciones firmes, pero la lectura de la sórdida y oscura historia de Montse, tejida de inmoralidades y tapujos, nos enseñaba a mirar detrás de la fachada al desvelar la hipocresía social de los «ricatólicos», al arremeter contra la religión organizada y al construir una implacable crítica de la cultura (incluida la literaria: ahí estamos nosotros, los critinos), y al abordar cómo una clase social fabrica a sus intelectuales alumbrando las incestuosas relaciones entre inteligencia y poder. El movimiento libertario se extendía por los ateneos de los barrios viejos y nuevos y Marsé también nos devolvía en las «aventis» de los niños kabileños la confusa historia de unos hombres de hierro a punto de perder su última batalla, historia que el novelista rescata y restaura, y deliberadamente mezcla y confunde, en un soberbio espejismo lingüístico urdido con verdades y mentiras siempre contadas a medias, que reverberan en una novela prohibida primero y después secuestrada, de la que también nosotros hablábamos de oídas, hasta que por fin pudimos leerla, cuatro años después de su publicación en México: Si te dicen que caí. Y sin embargo, aun por deslumbrante y feroz y singular y obligatorio que fuera ese mundo encerrado en las novelas de Marsé para quien deseaba y necesitaba saber algo más de todo —de la ciudad y sus gentes, de la Historia y de la intrahistoria que no había vivido, de docenas de criaturas tan minúsculas como verdaderas e imborrables—, posiblemente no lo frecuentaría con la asiduidad con que lo hace de no hallar en esas relecturas un verdadero placer estético y muchas enseñanzas estrictamente literarias. Porque de no haber en las novelas de Marsé mucho más que la salvación de una memoria colectiva —arrancada con saña de un pasado marcado por la humillación y la rabia del que el escritor muestra las dolorosas aristas—, posiblemente no volveríamos a leerlas con sosiego, ansiosos de averiguar cómo se produce el milagro, cómo el fabulador sonámbulo y memorioso que tan sólo opera con esa frágil moneda sometida a un perpetuo desgaste —la palabra— puede levantar un mundo que resiste al peor enemigo: el paso del tiempo. Fácil sería explicar el prodigio a partir de la indeclinable propensión al mito que hallamos en las novelas de Marsé, armadas con la sólida materia extraída de
Juan Marsé, Fotografía: Elisa N. Cabot ©
una realidad que, al incorporarse a la ficción, atraviesa un enigmático proceso. Y es ese enigma lo que nos desvela, porque de él emergen personajes tan reales como míticos. Y por eso, imperecederos. Sí, Teresa Serrat y Manolo Reyes y Jan Julivert y Java y demás son inolvidables. Pero también muchos otros de los que pueblan
ese prodigioso escenario repleto de secundarios y extras magníficos: figuras cotidianas que añaden intensidad y vida —el tabernero Sicart, el viejo Suau, Paquita, el Cardenal, la Betibú— o seres rotos y extraviados que desde el ensueño, la embriaguez o la locura sacuden un barrio petrificado y gris: Bibiloni, el capitán Blay…
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Un ayer ondulante, un mañana incierto Por Josep Maria Cuenca Transcurrido casi un año y medio desde la muerte de Juan Marsé, resulta llamativo el pesado silencio que envuelve la pregunta perfectamente oportuna acerca de la vigencia presente y futura de la obra del narrador barcelonés. Ahora bien, que dicho asunto pueda ser calificado de más o menos llamativo no quiere decir que sea del todo sorprendente. Ya hace un buen rato que el mundillo literario, tanto el doméstico como el universal, se halla afectado por una mercantilización abrumadora entre cuyos múltiples efectos figura la ausencia general de una crítica literaria digna de tal nombre. Como es sabido y a menudo orillado, esta última ha sido reemplazada de forma implacable e imparable por un conjunto de comentaristas complacientes abonados a la nota solapada o, quizá, mejor decir solapera. Perdón por la impertinencia de un arranque tan indelicado. El caso es que si se proyecta la mirada hacia el pasado con la intención de evaluar la recepción crítica de la obra marseniana, también lo llamativo se impone a cualquier otra consideración. Lejos de poder ponderar ideas y análisis claros y distintos, el ejercicio en cuestión debería conducir sin remedio a la identificación de numerosos malentendidos, prejuicios y tópicos que confunden más que informan, algunos de los cuales todavía hoy gozan de una excelente salud. Y vale lo dicho tanto para entusiastas de Marsé como para muchos de sus refutadores. Una vez más, la sensación mecánica se impone al razonamiento informado; el eslogan al esfuerzo mental. Ayer El dominio tiránico de lo actual, en combinación con una desmemoria que no es sino ignorancia sublimada
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(y arrogante, muy arrogante y narcisista), ni puede ni quiere subrayar que la consagración literaria de Juan Marsé se produjo tras un largo y escabroso camino. Después de una primera novela prometedora (Encerrados con un solo juguete, 1960), seguida de una segunda que pasó desapercibida y tiempo después fue desestimada por su autor (Esta cara de la luna, 1962), el reconocimiento salió al encuentro de Marsé tras la publicación en 1966 de Últimas tardes con Teresa, un violento torrente narrativo brillante, nutritivo y perpetuamente iluminador para quien quiera observar con atención y, por lo tanto, no se limite a abrir los ojos. Sin embargo, se trató de un reconocimiento controvertido, fragmentario e incluso turbio en más de un caso. Las impugnaciones, de hecho, empezaron antes de que la novela saliera de la imprenta. Al margen de los tradicionales y a veces montypythonianos problemas con la censura franquista, durante las deliberaciones del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, al cual se había presentado Marsé y que finalmente obtuvo, las tensiones entre los miembros del jurado no respondieron a una discrepancia pasajera; el asunto comprometió profundamente diversas relaciones personales. Sobre todo la de Marsé con Luis y Juan Goytisolo, el primero miembro del jurado y el segundo abiertamente favorable al otro finalista, Manuel Puig, hasta el punto de llegar a presionar al editor Carlos Barral para que el premio en disputa le fuese adjudicado al talentoso y peculiar escritor argentino. Tampoco Barral saldría ileso de la trifulca, como prueban las duras críticas que Juan Goytisolo le dirigió desde las páginas del diario El País en 1979 y unos meses después de la inesperada muerte del poeta editor a finales de 1989. Cuando en 1966 crítica y público pudieron leer Últimas tardes con Teresa la opinión se dividió enseguida de forma rotunda. El sector elogioso quedó mayorita-
Sven Huber, César Antonio Molina, Jordi Hereu y Juan Marsé en la inauguración de la libreria Bertrand en Barcelona, Fotografía: Monmar Comunicació ©
riamente convencido de que la novela era una crítica feroz a la burguesía barcelonesa y que su autor era encuadrable sin mayores problemas en la corriente fugazmente dominante del realismo social, subordinado a la decantación militante. En suma, habían leído un libro bien distinto al escrito por Marsé. Entre los impugnadores, más diversos entre sí que en el grupo de los complacidos, no faltó quien reprochara al autor no solo no haber escrito una obra marxista, sino también haberla dotado de un «fondo reaccionario» discretamente loable para la dictadura. También se habló del rencor
de Marsé por no haber podido ser universitario. Contempladas desde el presente, tales valoraciones ayudan sobremanera a entender los problemas oculares que padecieron las izquierdas antifranquistas y su lánguido periplo durante la así llamada Transición. Problemas, por lo demás, periódicamente reactualizados hasta hoy desde posiciones postmodernas si bien, eso sí, bastante más pragmáticas que antaño. Más sutil, ambigua y deletérea que las ahora aludidas fue la crítica que Mario Vargas Llosa publicó en la revista Ínsula en la primavera de 1966. Titulada «Una
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Josep Maria Cuenca. Un ayer ondulante, un mañana incierto
explosión sarcástica en la novela española moderna», cuesta entender cómo pudo ser recibida como un comentario fundamentalmente elogioso y cómo pudo llegar a ser un texto de referencia para quienes sin dudarlo consideraban espléndida la tercera novela de Marsé. No parece arriesgado sostener que ni el tono ni el contenido del escrito en cuestión pueden desvincularse del hecho de que el autor de La ciudad y los perros hubiese formado parte del jurado del Biblioteca Breve logrado por Marsé y que, hasta la controvertida votación decisiva, se hubiese decantado con firmeza (y todo el derecho del mundo, por supuesto) por la brillante novela de Manuel Puig, La traición de Rita Hayworth. En mitad de tanto alboroto verbal nadie pareció reparar en que, a través de las chirriantes fantasmagorías de la apariencia y de la sucesión de malentendidos y autoengaños que distinguen la relación entre el Pijoaparte y Teresa Serrat, Últimas tardes con Teresa contiene una afilada crítica a la pérdida de realidad por parte de una izquierda nutrida tanto por obreros como por hijos de familias acomodadas que en su mayoría anhelaron durante la contienda el desenlace que finalmente se produjo en la Guerra Civil. Y no cabe duda de que dicha crítica tuvo su origen en la efímera militancia comunista de Marsé, llevada a cabo durante su doble estancia en París en los primeros años de la década de los sesenta. Una crítica, por lo demás, dirigida a la izquierda por un persistente e incluso paradigmático compañero de viaje de la misma. En el orden estrictamente literario, y en términos generales, tampoco se entendió que con su novela Marsé había pretendido, entre otras cosas, brindar un admirado homenaje a la monumental e impagable herencia legada por la novela del siglo XIX. Y ello a pesar de que el propio Marsé lo señaló hasta la saciedad. Pero, claro está (o quizá no tanto), la novela realista del XIX no debería confundirse con el realismo social del siglo XX, cuyo mejor momento cabe situarlo tras la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en Italia y en bastante menor medida en España. Marsé nunca se sintió ni incómodo ni ofendido porque desde muy temprano le adjudicaran la etiqueta de narrador realista; pero siempre consideró que tal catalogación empobrecía o cuando menos distorsionaba la naturaleza de su trabajo. Cualquier sambenito supone siempre una simplificación ajena a la inteligencia. Convendría
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recordar que si la historia del Pijoaparte y Teresa, junto a Tiempo de silencio y Volverás a Región, sigue siendo considerada como un hito decisivo en la renovación de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX es, en gran medida, porque constituye una muy bien matizada vindicación del realismo y, al mismo tiempo, su refutación o, si se prefiere, su reformulación. De ahí que Gonzalo Sobejano afirmara con notable tino que Últimas tardes con Teresa es al realismo social lo que el Quijote es a la novela de caballerías. En 1970 Juan Marsé publicó su cuarta novela. Por aquel entonces ya era un autor que gozaba de cierta visibilidad, que se diría hoy, pero en modo alguno enteramente profesionalizado, ni mucho menos consagrado. De haberlo sido no habría tenido que pasar por el mal trago de ver y vivir cómo el implacable viejo Lara se negaba a publicar una obra suya previa y generosamente contratada: La oscura historia de la prima Montse. El informe de un lector de Planeta que contaba con la incondicional confianza del patrón del futuro imperio editorial fue la causa del rechazo mencionado. Pasados los años, el lector en cuestión tuvo la elegancia ética, tan insólita en el mundo actual dominado por la razón cínica, de presentarse ante Marsé y hacerle saber que él había sido quien había rechazado sin la menor vacilación su manuscrito. Dicho lector no era otro que el notable escritor emboscado y competente estudioso en asuntos literarios Carlos Pujol. Barral asumiría la «herencia» (literaria y económica) transferida por el viejo Lara y editaría en 1970 La oscura historia de la prima Montse (título, por cierto, acuñado por el propio Barral), que estuvo a punto de llamarse Pudridero de infantes. Fue la última obra de Marsé que el singular y decisivo poeta y editor daría a la imprenta y al público. Acto seguido tendría lugar su lamentable expulsión de Seix Barral, tan poco estudiada y, en consecuencia, tan incomprensiblemente silenciada. Porque el hecho es que se trata de un episodio clave en la historia de la edición contemporánea española y muy explicativo respecto a la transformación estructural que iba a producirse en el mundo del libro durante la Transición. La cuarta novela de Marsé es brillante y ácida a partes iguales. Y, por descontado, muy lírica, sobre todo en su intensa parte final. Y aunque por supuesto se puede y se debe leer independientemente de Últimas tardes
con Teresa, forma con esta algo así como un «díptico salvaje»; y en ello nada influye que en ambas aparezca el mítico Pijoaparte. Nunca el Marsé narrador se ha mostrado tan cáustico como en ese par de novelas que hoy conservan la misma frescura que ofrecieron en el momento de su publicación. Que nadie (o casi nadie) haya
reconocido con la debida nitidez que La oscura historia de la prima Montse contiene, entre muchas otras cosas, un certero vaticinio intuitivo sobre la inminente irrupción en la historia reciente de Cataluña de la catastrófica etapa así llamada «pujolismo» dice mucho acerca de la agudeza analítica del mainstream crítico doméstico. Con Si te dicen que caí (1973) Marsé abrió claramente una nueva etapa en su obra; sobre todo en cuanto al punto de vista filosófico y narrativo. Porque la legendaria complejidad estructural de esta obra fue estrictamente puntual y ajena a cualquier pretensión experimental, puesto que tan solo respondía a la exigencia de la historia que se cuenta, no a la satisfacción empírica de ninguna teorización literaria más o menos exquisita. Marsé vivió siempre de espaldas a la teoría y a la academia en favor de la claridad, la sencillez y la (para él) inexcusable amenidad. Y no faltó quien se lo reprochara de forma bastante pelmaza. En cualquier caso, a partir de esta intensa novela que consagra las aventis contadas por unos chavales de postguerra hijos de la desdicha, que acabó siendo premiada en México y que fue largamente censurada en España, Marsé se decanta de manera decidida por una piedad generalizada hacia sus personajes y por la restauración de una memoria escamoteada. Todo ello enunciado a partir de una desesperanza sin resentimiento con valor universal. No deja de tener su gracia que algunos amigos de las modas literarias con pretensiones vanguardistas, al verse en la obligación de valorar la obra de Marsé, hayan destacado con cierta tacañería elogiosa Si te dicen que caí basándose sobre todo en las dificultades que presenta su lectura. Unas dificultades, cabe añadir, exageradas con frecuencia por algunos comentaristas. Sin embargo, la contenida alabanza a la intrincada estructura de la novela en cuestión entendida como forma, en última instancia, de distinción elitista ante modalidades narrativas más sencillas, pero no por ello más simples, no impidió que algunos analistas y académicos catalogasen a Marsé como un autor de «novelas populares». Una descalificación refinada, a fin de cuentas. Tiempo después, estos alegres taxonomistas se desplazarían silbando y mirando hacia otro lado hasta el lugar de la crítica en que se afirmaba que el autor de Rabos de lagartija era sin duda uno de los mejores novelistas de la segunda mitad del siglo XX. Y alguno de ellos, incluso, en un acto de
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hiperadaptación fascinante, tomó el mando a la hora de pregonar dicha sentencia. El caso es que, cuando en 1978 Marsé obtuvo el Premio Planeta con La muchacha de las bragas de oro, quienes defendían la condición de autor «popular» de aquel se reafirmaron, claro está, en su posición. Cierto es que la obra ganadora del premio «mejor dotado económicamente de las letras hispanas» no figura entre las mejores de Marsé, aun cuando es indiscutiblemente muy marseniana. Sin embargo, consumado el aludido cambio de filas y llegado el año 2005, algunos de los antiguos participantes de dicha posición displicente no tuvieron ganas de distinguirse públicamente presentando objeciones a Canciones de amor en Lolita’s Club, una novela con bastantes menos virtudes objetivas que La muchacha de las bragas de oro.
Juan Marsé, Fotografía: Elisa N. Cabot ©
Otra prueba consistente de que Marsé no fue considerado uno de nuestros mejores narradores de manera inmediata y ajena a diversos ninguneos la aporta la que, a mi parecer, es una de sus mejores novelas: Un día vol-
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veré, publicada en el muy significativo año 1982, el del Mundial de fútbol y el de la victoria electoral arrolladora del PSOE. Escrita tras una temporada de intensa inmersión en muchos de los mejores clásicos de la novela negra (sobre todo norteamericanos) inducida por su amigo Javier Coma, Un día volveré ofrece reflexiones simultáneas sobre temas distintos y distantes entre sí a través de una trama absorbente (y muy cinematográfica) y mediante un estilo y una estructura notablemente livianos hasta casi alcanzar la transparencia, por no decir la invisibilidad. En ella Marsé aborda, entre otros asuntos, el deslumbramiento ejercido por la violencia entre los jóvenes, la asunción fatalista de una derrota inapelable, la inutilidad trágica de ciertas formas de resistencia política, la naturaleza venenosa del resentimiento y… la Transición. Una novela, en suma, demasiado madura para un momento de la historia reciente de España en que empezaba una larga fiesta postmoderna promovida por el poder político, favorecida por una coyuntura económica sin tormentas en el horizonte y espoleada por la huracanada promoción de un hedonismo consumista que en un muy breve espacio de tiempo iba a alcanzar cotas extáticas. El hecho es que Un día volveré apenas fue tenida en cuenta y solo unos pocos críticos la elogiaron, entre ellos Rafael Conte. Perfectamente consciente de los ninguneos a que había sido sometido a lo largo de su trayectoria como narrador, Marsé consolidó su posición en el marco de las letras domésticas entre las décadas de los años ochenta y noventa. En ello tuvo mucho que ver la fidelidad literaria y emocional de sus numerosos lectores y la alta estima que sobre su quehacer tuvieron gentes del así llamado mundo cultural a menudo desvinculados de los popes y de sus acólitos aventajados, muchos de los cuales por aquel entonces andaban ocupados en la euforia postmoderna y en el creciente tsunami mercantilizador. La academia gremialmente considerada, en cualquier caso, no fue la primera en llegar… Y quizá aún no ha llegado en un sentido pleno. Avanzada la primera década del siglo XXI, algún que otro profesor universitario y comentarista en suplementos culturales que había loado de forma homeopática a Marsé impartía entre sus asignaturas una dedicada a la literatura española del siglo XX y, entre los autores que en ella se estudiaban, Marsé brillaba por su ausencia. No parece un
disparate sugerir que el autor de El embrujo de Shanghai quizá sea, en cierto modo, el Pío Baroja de la segunda mitad del siglo XX. Mirando desde hoy hacia mañana Juan Marsé nació en 1933 y murió el 18 de julio de 2020. Dicho de otro modo, vino al mundo el año en que los nazis llegaron al poder en Alemania y se fue de él en la fecha en que Franco y sus colegas golpearon sin éxito la legalidad republicana, lo que condujo a la más reciente de las cruentas guerras civiles españolas. Puede parecer anecdótico o irrelevante poner de relieve semejante coincidencia cronológica, pero no resulta menos defendible optar por evocarla. Porque, al fin y al cabo, ambas fechas contextualizan claramente la vida y la obra de Marsé, un superviviente crítico a todo lo relacionado con las monstruosidades que encadenó sin descanso el siglo XX. Ya en el siglo XXI, Marsé tomó conciencia de que su lugar en la actualidad literaria española ya no era central. En su obra póstuma Notas para unas memorias que nunca escribiré, publicada recientemente, queda muy claro que así fue. Y en la forma en que allí expresa esa constatación se puede intuir un fondo de cierta amargura, aunque no creo que pueda afirmarse tal cosa de modo concluyente. Sea como fuere, conviene señalar que los cambios de paradigma literario en cada época responden a causas extraliterarias, y especialmente en la nuestra, determinada por la depredadora razón mercantil. Puestos a especular, por qué no vincular la eventual amargura aludida con una constatación previa: la de la progresiva degradación en la percepción general de la naturaleza de su obra. Porque lo cierto es que algunas de las voces literarias «nuevas» que han rendido alguna pleitesía a Marsé lo han hecho con una torpeza fabulosa. En los últimos quince años he podido oír de forma directa cómo el novelista barcelonés era calificado como autor proletario de literatura proletaria; cómo era considerado sin titubeos un ejemplo insuperable de individuo pijoapartesco; cómo, comentando públicamente Últimas tardes con Teresa, una de esas voces en cuestión, solemnemente autodefinida como postmoderna, consideraba que «la historia de amor entre el Pijoaparte y Teresa es muy bonita y emocionante». Por no hablar de otro grupo de voces, más provecto que el anterior y
ubicado fuera de Cataluña, para el cual lo más relevante de Marsé es su antinacionalismo y el haber construido sus relatos en lengua castellana. Y no menos desalentadora resulta la convicción bastante extendida de que la lengua literaria de Marsé constituye uno de los mejores ejemplos del uso brillante y exacto del español. Marsé fue un autor de lengua y sintaxis mestizas vinculado sin duda al realismo, pero desde la heterodoxia, que siempre prefirió la imaginación al verismo y a las ideas; un lírico, un irónico y, a veces, un sarcástico; y un espléndido creador de atmósferas e imágenes que construyó con talento y trató con mimo a sus personajes. Escribió siempre a contracorriente, de espaldas a todas las modas acechantes, y a pesar de ello logró profesionalizarse como autor y alcanzar un reconocimiento considerablemente amplio (un éxito que él siempre se encargó de desvincular de la felicidad). Nunca pretendió escribir novelas políticas y siempre apostó por la autonomía de la ficción frente a los hoy sobrevalorados «hechos reales». Y aunque su obra presenta una clara inclinación hacia la postguerra como escenario, también narró en otros tiempos, por así decirlo, lo cual a menudo se ignora. Y, por descontado, tampoco anduvo durante casi toda su carrera escribiendo la misma novela, lugar común aceptado por muchos y variopintos observadores. Quien no vea el proceso de paulatino refinamiento, reconsideración, reformulación, que registra su obra desde Si te dicen que caí hasta Rabos de lagartija, debería hacerse mirar la mirada. Y, por último, debe añadirse que su obra permite un acercamiento fehaciente a una época y una comunidad humana en un espacio fácilmente identificable sin por ello dejar de contener rasgos de una universalidad vigente. Como ocurre con Balzac, Tolstói, Simenon, Chirbes y muchos otros autores. ¿Resistirá mañana el olvido una obra como la de Juan Marsé? Es difícil saberlo y de nada sirve proponer vaticinios recreativos ante semejante pregunta. Méritos para merecer alguna forma de perduración acumula de sobras. Pero la literatura se enfrenta ya a un ocaso, al ocaso del mundo o, cuando menos, al ocaso de un mundo. Desplazada como depósito de conocimiento, de sabiduría y de posibilidad de expansión vital por una forma de ocio más entre otras miles, todas ellas dominadas por el mercado, queda poco margen para una esperanza ajena por completo a la ingenuidad o a la idiotez. Ya se verá.
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Rumbo a Marsé Por Marcos Maurel Soy hombre; y por lo tanto, nada que sea humano me resulta extraño. Terencio
Hace más de un año que Juan Marsé nos abandonó y todavía los que admiramos a la persona y al escritor, si es que esta división es pertinente, sentimos el vacío profundo que nos dejó. Ahora solo nos queda recordar y releer. Recordar al ser humano íntegro, cabal, coherente, decente, y releer las obras que nos marcaron... y son muchas: Si te dicen que caí, Últimas tardes con Teresa, El embrujo de Shanghai, Un día volveré, Rabos de lagartija, La oscura historia de la prima Montse, Caligrafía de los sueños... En todas ellas encontramos una certera recreación de lo que fueron los derrotados de la guerra civil, sus sueños y sus mitos, escrita con una prosa llena de hallazgos líricos, de rítmica musicalidad, sustentada en la oralidad, mestiza, como mestizos son los personajes que la pueblan, habitantes de esta Cataluña nuestra, historias repletas de análisis profundo de lo que es el ser humano, de lo que somos, y por tanto rebosantes de piedad, ternura, compasión, amor, pero también de crueldad, violencia, injusticia, mentira, de ambigüedad: «La literatura es una lucha contra el olvido, una mirada solidaria y cómplice a la alegría y al fracaso del hombre, una pasión y un empeño por fraguar sueños e ilusiones en un mundo inhóspito»1. Cuando acepté la amable oferta de Quimera para formar parte de este número monográfico una duda me asaltó: ¿escribo un artículo más sobre las aventis, los temas fundamentales de las obras, el cine en Marsé, me centro en el estudio de una novela en particular, o escribo un ensayo más personal, más vivencial, sobre lo que supuso, y supone, para mí la lectura de unos cuentos y novelas que dieron la vuelta a mi vida como si de un calcetín se tratase? Los pacientes lectores de estas líneas sabrán perdonar la confesión, pero es la primera vez 1. Palabras de Juan Marsé reproducidas en el diario La Vanguardia (1 de diciembre de 1997), pág. 30.
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que escribo sobre Marsé después de su fallecimiento. Al final, decidí que lo mejor era hacer una ronda por las claves humanas y literarias marseanas, apuntar nuevas lecturas, señalar algunas confusiones que se han vertido sobre la persona y sobre el escritor. Mi reflexión no pretende ser más que un homenaje de agradecimiento a quien involuntariamente ha sido un ejemplo de ser humano valiente, ciudadano demócrata (descontando, por supuesto, que todos tenemos nuestras zonas de oscuridad) y un escritor formidable, maestro literario de muchos y muy distintos autores, elogiado unánimemente (extraño por infrecuente). Y empecemos por ahí precisamente, por la falta de reconocimiento, o muy tardía, que desde las instituciones, las catalanas sobre todo (por ejemplo, nadie de la Generalitat ni del Ajuntament de Barcelona acudió a la entrega de su Premio Cervantes el 23 de abril de 2009), ha tenido que soportar Marsé. Si ponemos en una balanza los méritos artísticos y los galardones obtenidos, veremos que estos son insuficientes. Quizá porque siempre fue un «anarquista por lo libre»2, como lo llamó su amigo, el también llorado Manuel Vázquez Montalbán. Cada vez que Marsé se olía la manipulación de su figura pública, cada vez que lo llamaba un político para utilizar su prestigio cultural, Marsé rechazaba invariablemente la propuesta. Y hay que hablar aquí también de clasismo rampante, cuando desde la academia, desde las instituciones y desde los propios autores se le menospreció por su origen proletario y su falta de estudios reglados, etiquetándolo como escritor realista y costumbrista, autodidacta, que redactaba mal. Ni que decir tiene que, todo esto, elogios, premios y academia, traía sin cuidado a Marsé, como manifestó en multitud de ocasiones3. La aparente facilidad de lectura e interpretación de sus obras puede llevar a un 2. Manuel Vázquez Montalbán, «Juan Marsé o las arbitrariedades de un mirón», en Señoras y señores, Planeta, Barcelona, 1977, págs. 15-17. La cita en pág. 16. 3. Por ejemplo, en Gracia y Maurel, «Conversación con Juan Marsé», Cuadernos Hispanoamericanos, 628, octubre de 2002, pág. 57.
análisis superficial, descuidado, pero si leemos con la atención suficiente descubriremos el trabajo infinito de picar y picar piedra que hay detrás del texto para dejar la novela lo más cerca posible de la quimérica perfección. Su esfuerzo narrativo se dirige a que dicho trabajo no se note en el acto de lectura, pero llega a niveles excelsos cuando trabaja los detalles, hasta en el nivel de lo más ínfimo, para crear la tela de araña que atrapará al lector irremediablemente. Cuántas veces no ha dicho Marsé que se pasaría la vida corrigiendo; era un obseso del trabajo bien hecho, de orfebre, con calma y precisión. Recordemos los versos de Antonio Machado: «Despacito y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas»4. Marsé no es un escritor realista, al menos en el sentido peyorativo que se suele dar a esta etiqueta. Su fuente de inspiración es la memoria, que es lo mismo que la imaginación, que es a su vez la conciencia. Como no puede ser de otro modo, las ficciones que perpetra son autobiográficas, irremisiblemente autobiográficas, y no vamos a insistir en ello. Apelo a la autoridad de Mario Vargas Llosa: «... al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido. Las experiencias personales (vividas, soñadas, oídas, leídas) que fueron el estímulo primero para escribir la historia quedan tan maliciosamente disfrazadas durante el proceso de creación que, cuando la novela está terminada, nadie, a menudo ni el propio novelista, puede escuchar con facilidad ese corazón autobiográfico que fatalmente late en toda ficción»5. La indiferencia de Marsé para con los integrantes antes mencionados del campo literario quizá tenga que ver más con que esas instancias forman parte de las afueras de lo que él entiende por literatura. Con estos elementos siempre hay que contar, así como con 4. Antonio Machado, Poesías completas, edición de Manuel Alvar, Espasa Calpe, Madrid, 199622, pág. 293. Habría que estudiar en profundidad la relación entre Machado y Marsé; es una línea de investigación que no se ha tratado suficientemente, al menos a mí no me consta. 5. Mario Vargas Llosa, Historia secreta de una novela, Tusquets, Barcelona, 2001, págs. 11-12.
el mercado, pero calculando muy bien las consecuencias de sus roces, de sus relaciones. Es, en definitiva, el descuadre que va también de la imagen pública a la figura privada del escritor, un equívoco mayúsculo. Yo no puedo decir que fui amigo de Juan Marsé, ojalá pudiera decirlo, pero sí tuve con él una relación cordial que duró dieciocho años, y puedo afirmar que cada vez que lo llamaba me atendía afectuosamente y, cuando me recibía en su casa, siempre teníamos unas horas de charla amena y provechosa (sobre todo para mí), con intercambio de regalos (en forma de novedades y reediciones de sus libros, recomendaciones de lectura; por mi parte, artículos y publicaciones, amén de algún juguete para su nieto Guille y la primera edición de su novela maldita, por precipitada, Esta cara de la luna, la cual, raramente, no conservaba). Muchos otros con semejante tipo de relación podrán atestiguarlo. Por tanto, más allá de la caricatura de boxeador hosco, inaccesible y borde, Marsé era una persona amable, educada y generosa. Todo formaba parte del disfraz de escritor consagrado que no quería que nadie le molestara más de lo conveniente, y del antifaz que solo quería ocultar su timidez. A quienes atacaba, o insultaba, era porque, desde su punto de vista, se lo merecían... y prácticamente siempre acertaba. Ahí tenemos su obra póstuma, Notas para unas memorias que nunca escribiré, en las que dispara todo su sarcasmo y mordacidad contra colegas, periodistas, políticos, críticos... Se suelen citar los nombres de los interpelados, pero no los motivos de la crítica marseana. Sobre todo, Marsé apunta hacia los falsos prestigios literarios, hacia los mentirosos, hacia los arribistas, hacia los pagados de sí mismos, hacia los medios de comunicación (internet incluida), hacia los comportamientos fariseos: juzgue cada cual el acierto del escritor. Otro equívoco relacionado con su personaje de escritor que habría que matizar estriba en el hecho de que Marsé no tenía una cultura organizada, canónica. Y Marsé era un erudito, en dos campos artísticos al menos: la literatura y el cine. A pocos engañaba cuando afirmaba desconocer las teorías narrativas de actualidad, o adónde habían llegado tal o cual estudioso de
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la literatura en sus pesquisas teóricas. Se lo leía todo y lo conocía todo, dado su talante curioso y su voracidad lectora. Otro asunto es que casi nada de lo que leía le satisficiera, o le fuera aprovechable para su quehacer literario, pero conocerlo seguro que lo conocía. Por ejemplo, lo que escribe y reflexiona literariamente Marsé acerca de la memoria, con presencia cada vez más importante en su obra novelística desde La oscura historia de la prima Montse (1970), coincide con las teorías de psicólogos, psiquiatras, neuropsicólogos, neurobiólogos... No puede ser casualidad o mera intuición. Marsé era muy murri (Eduardo Mendoza dixit) y ocultaba bajo la pretendida capa de desinterés e ignorancia unos conocimientos profundos sobre aquello que verdaderamente le interesaba. Imaginación y memoria, qué somos si no. Y sobre todo memoria de la infancia, que Marsé vivió como la época de absoluta felicidad, por lo que quedó como el paraíso perdido, y eso es lo que nos pasa un poco a todos. Buscar algo que teníamos en la infancia y que hemos perdido. Escribir es intentar poner término a esa búsqueda, y esa búsqueda es la vida. La gran desgracia es la caída en el tiempo, que forja un sentimiento de desposesión, un vacío que se llena con la escritura: «Entre bastidores, los decorados enrollados también eran ceniza, pero el telón de fondo desplegado, aquel esplendoroso cielo azul con nubecillas blancas durmiendo sobre lejanas montañas grises y nevadas, aquel horizonte imposible sobre la hondonada de los gorriones que sobrevuelan la niebla mañanera y el trigal, que a veces cruzaba mi madre con brazadas y espigas y que fulgía dorado siempre más allá de la memoria, las llamas no lo tocaron»6. Otra línea de investigación futura se debería dedicar en profundidad al análisis de la imagen (pictórica y fotográfica) y de la significación del color en la obra de nuestro novelista. Imaginación y memoria, apariencia y realidad, ficción y realidad, cuestión resbaladiza. Si aceptamos que todos elaboramos nuestra identidad con estos dos ingredientes, convendremos que Marsé trabaja uno de los temas fundamentales del ser humano, pero sin adoctrinar, sin que las ideas sobresalgan de la historia, que las ideas estén, pero que se engasten con la materia narrativa sin estridencias, que fluya en la corriente de la 6. Juan Marsé, Si te dicen que caí, Lumen, Barcelona, 2000, pág. 290.
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prosa transparente, talentosa, del autor. Aunque «... la ficción y la realidad son una sola y misma cosa»7. Marsé siempre bucea en ese mar de ambigüedad en busca de una verdad, una verdad forzosamente literaria, que transparenta la verdad de la «realidad real», pero sabe muy bien que los seres humanos somos seres complejos, cargados de defectos, de malas decisiones, de envidia, rabia y frustración, aunque también albergamos la bondad, la generosidad, la ingenuidad, la confianza, la compasión, la justicia... La efímera felicidad humana solo cabe en el tiempo de la infancia, cuando la ignorancia de la muerte nos da una pátina de eternidad. Cuando se acaba la infancia somos conscientes del paso del tiempo, somos mayores y la sombra de la muerte cierta nos acompaña con mayor o menor intensidad. De ahí la derrota, de ahí que a Marsé le interesen, además de por su biografía personal, los seres humanos derrotados: «Creo que el derrotado ejerce un tipo de fascinación —a mí por lo menos—, un tipo de misterio. De cómo es posible que siendo derrotado siga siendo mi héroe, me ha pasado con la literatura, con las películas y me pasa en la vida real. Creo que la derrota define, explica al hombre mucho mejor que el éxito. Hemos venido a ser derrotados, finalmente, por la muerte, claro, pero no me quiero poner filosófico. Desde el punto de vista temático, me ha interesado mucho más la derrota que el triunfo. Por eso, porque me permite explicar mejor la condición humana...»8. Y por aquí vamos a dar con la centralidad de la obra marseana, escamoteada en sus declaraciones públicas. Marsé escribe para buscar sentido a la condición humana en un mundo lleno de obstáculos, sinsabores y desgracias. Por eso en sus novelas salen siempre personas enfermas, o marcadas por discapacidades varias, físicas o mentales. El ser humano con sus grandezas y miserias enfrentado a un destino finalmente atroz, y por aquí aparecería la definitiva 7. Juan Marsé, Notas para unas memorias que nunca escribiré, edición, prólogo y notas de Ignacio Echevarría, Lumen, Barcelona, pág. 149. 8. «Personalidad literaria y humana del autor», conversación moderada por Beatriz de Moura con Arturo Pérez-Reverte, Joan de Sagarra, Javier Coma y el autor, en Celia Romea Castro (Coord.), Juan Marsé, su obra literaria. Lectura, recepción y posibilidades didácticas, Horsori Editorial, Barcelona, 2005, pág. 95.
Juan Marsé en su despacho con el autor de este ensayo (primavera de 2005), Fotografía cedida por el autor ©
vertiente moral de nuestro escritor. Atendamos a las palabras de Gonzalo Sobejano: «... siempre admiré a quien logró con empeño cierto poder para, desde ese poder, amparar la causa de los humillados y ofendidos: el médico que cuida al paciente que no puede pagarle, el abogado que defiende una causa perdida, el ingeniero que construye un puente o un camino para socorrer a una aldea remota, el novelista que con su arte ampara a los que no tienen pública voz. A este género de médicos, abogados e ingenieros de la pobreza pertenece como novelista —gran novelista— Juan Marsé [...]. Su empresa fue en todo momento descubridora, testificativa, inspirada, fecunda»9. Al hilo de mi discurso han ido saliendo varias claves de lectura de la obra de Juan Marsé. La imaginación, la memoria, el paso del tiempo, los derrotados, no solo 9. Gonzalo Sobejano, «Tres novelistas generosos», en Fernando Valls (ed.), Miguel Espinosa. Juan Marsé, Luis Goytisolo, Fundación Luis Goytisolo, El Puerto de Santa María, 1998, págs. 15-16.
de la guerra civil, sino la condición humana en su totalidad, la infancia y la primera juventud (otro estudio a realizar, la presencia y función de los niños en la narrativa marseana), la identidad, el sexo, la oralidad, el sarcasmo y el humor, el trabajo con esmero enfermizo, la autenticidad, el rigor moral...: «Las cosas que más me importan, el amor, la amistad, el sexo, la escritura, el paso del tiempo, siento que tienen los días contados. Pienso ahora [5 de mayo de 2004] que eran también las cosas más importantes para Jaime Gil, incluido el paso del tiempo y sus agravios».10 De entre los derrotados, Marsé escoge a los pobres. Ahora que ya casi nadie habla de los pobres, Marsé plantea en sus ficciones las dificultades de todo tipo que tuvieron, tienen y tendrán las clases bajas para sobrevivir y para ascender socialmente. En los trágicos años cuarenta, los pobres casi siempre coincidían con los derrotados de la guerra civil, sufrían su condición 10. Juan Marsé, Notas para unas memorias que nunca escribiré, ob. cit., pág. 107.
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cruelmente: «Por la mañana, cuando me afeito, veo asomar a mis ojos en el espejo el frío y el hambre del niño que fui en la posguerra. ¿Cómo quieren que escriba de otra cosa?»11. Estas son cuestiones que en los presentes días de urgencia, de estrés crónico, de atosigamiento autoimpuesto se nos escapan: lo que de humano hay, la utilidad del arte literario para nuestras vidas, de estas reflexiones certeramente incardinadas en el cuerpo de la historia. El análisis en profundidad de la obra narrativa es lo que debería promover, más allá de la prisa por el plazo de entrega, más allá de unas líneas más o menos luminosas. Un ejemplo acerca de la pobreza que Marsé glosa de Rabos de lagartija: «Hay una página en la que hablo de que la pelirroja está en la cocina y está leyendo un libro con una mano y con la otra está cocinando. Hablo entonces de que en la cocina, y en toda la casa, un síntoma de la pobreza era que las cosas no ocupaban el sitio que les correspondía. Eso lo recuerdo porque ha sido una experiencia personal, porque vivimos bastantes años realquilados (compartes cocina y cuarto de baño con otra familia). Por ejemplo, el azúcar no estaba en un azucarero, sino en una lata de galletas. Al leer el pasaje quedé muy contento y pensé: esto es un recuerdo personal, esto es auténtico, es una experiencia de la pobreza que no había leído en ninguna parte. Es mi aportación personal a la experiencia de la pobreza»12. Estas son experiencias locales que, más allá del marco espaciotemporal en el que se desarrollen, pueden trascender y pueden reflejar universales del sentimiento en todo lugar y tiempo. Si Marsé solo fuera un costumbrista más o menos acertado ¿cómo iba a interesar la obra narrativa de nuestro autor a gentes tan dispares y tan separadas en el tiempo y en el espacio como a varios estudiosos de Estados Unidos (el primero que se interesó por la obra marseana fue William M. Sherzer allá por un lejano, ay, 1981; más recientemente la profesora Marla J. Williams, en 2006), Egipto (Salwa Mohamed Mahmoud Ahmed Khalil, 2013) o Corea del Sur (Kwang-Hee Kim, 2006)? Hay que tener precaución con aceptar acríticamente las declaraciones marseanas a los medios de comunicación. Lleva el traje del descreído muy ceñido, la coña
a ras de labio. Pero creo no ir desencaminado al afirmar que cuando escribía pensaba en sus compatriotas, en los españoles de bien, peatones de la historia que quizá lo leyeran. Incluyo a Marsé en el árbol genealógico de Larra, Galdós, Valle-Inclán, Lorca, Gil de Biedma, al explicarnos cómo era verdaderamente la gente de su época, cuáles eran las claves sociales de su tiempo histórico, cronistas verdaderos: «La identidad nacional me la trae floja; lo que me interesa es la realidad social»13. Mucho se ha debatido y escrito de la relación de Marsé con el cine. En su infancia era la vía de escape, junto a la literatura barata, del mundo durísimo de la posguerra. Frente a la pantalla vivía aventuras, alimentaba su imaginación con tipos duros, héroes, mujeres fatales y bellísimas. Todo ello se reflejaría después en sus cuentos y novelas, en el nivel temático y en el nivel estructural, con escenas que recrean y se montan con distintos movimientos de cámara. Baste citar El embrujo de Shanghai. Así se fue gestando el canon de belleza marseano, en aquellas actrices del Hollywood de los años treinta y cuarenta. Belleza femenina y sexo del que el autor nos ha dejado muestras más que contundentes en sus personajes femeninos; pienso en Teresa Serrat, en Tina, en Rosita, en Susana, en Mariana, y en Montse, sí, bella espiritual, de la que Marsé no se burla. Y a partir de aquí intentar crear una belleza literaria que, según confiesa nuestro autor, no sabe de dónde viene, ese anhelo de búsqueda de alguna forma de belleza, del que no puede hablar con más exactitud: «¿Y qué querías, qué buscabas? Atrapar otra verdad y otra vida con imágenes que tuvieran sentido y alguna belleza. ¿Eso es todo? Eso es todo y nada, bien lo sé»14. Me gusta imaginar a Juan Marsé, allá donde esté, en el cielo de los grandes escritores, surcando los mares del sur en compañía de sus bienamados Cervantes, Stevenson, Balzac, Dickens, Stendhal, Galdós, Baroja, Faulkner, Scott Fitzgerald, Hemingway, Gil de Biedma, Vázquez Montalbán, leyendo, conversando, riendo, bebiendo, una colla de poca-soltes, y a nosotros, hoy como ayer, embarcados en la lectura de sus verdades verdaderas, hoy como ayer, rumbo a Marsé.
11. Ibidem, pág. 157. 12. Gracia y Maurel, ob. cit, pág. 50.
13. Juan Marsé, Ibidem, pág. 305. 14. Juan Marsé, Ibidem, pág. 323.
Recordando a Montse. Cincuenta años de la publicación de La oscura historia de la prima Montse Por Maria-José Forcén Llorens La oscura historia de la prima Montse es una hermosísima novela que Juan Marsé publica a comienzos de los años setenta. Han pasado ya algo más de cincuenta años desde entonces y la trágica historia de Montse sigue viva en el texto y en la mente de todo aquel que ha tenido la fortuna de leerla. Con La oscura historia de la prima Montse comienza a tomar cuerpo el universo narrativo de Juan Marsé. Algunas de sus características más importantes, como el peso de la memoria o el determinismo de clase, están ya muy presentes en esta novela. Marsé comenzó a escribirla inmediatamente después de publicar Últimas tardes con Teresa, en 1966, y la novela vio la luz cuatro años después. La proximidad temporal de la aparición de ambas novelas, el hecho de que fuera la primera novela que publicaba el escritor después de la exitosa Últimas tardes y la circunstancia de que compartan el mismo mundo o algún personaje animó a una parte de la crítica a plantear una conexión estrecha entre ellas. Incluso hubo quienes entendieron La oscura historia de la prima Montse como la continuación o la segunda parte de Últimas tardes con Teresa. Si simplificamos las historias que en ellas se narran, convendremos que en las dos se cuenta la historia de un amor imposible; una muchacha de clase alta y un «joven de provincias» se enamoran y quieren formalizar una relación de pareja, pero se encuentran con muchas dificultades para hacerlo porque pertenecen a clases sociales distintas.
Si seguimos simplificando, descubriremos que en las dos novelas aparecen rasgos, características que recuerdan a los relatos melodramáticos del folletín o de «novela rosa», pero que están ahí porque han sido utilizados por el autor para intrigar y entretener al lector. Pero, siendo cierto todo lo anterior, es insuficiente para justificar una semejanza estrecha entre las novelas. Se trata de novelas complejas, de obras en las que el autor pretende acercarse lo más posible a lo que es la vida; razón por la cual, en cualquiera de ellas, va mucho más allá de la simple narración de una historia de amor imposible. Así pues, salvado el «fondo sentimental», la esencia, el sentido y la intención de las dos novelas son muy diferentes. Últimas tardes con Teresa es una novela que trata sobre la interpretación equivocada de la realidad, sobre los engaños y los espejismos, sobre la dificultad que a menudo encontramos para establecer la barrera que separa la verdad y la mentira; como muy bien supo ver Masoliver Ródenas. La historia de Montse Claramunt es la historia de uno de esos personajes soñadores e idealistas, buenos y generosos a los que todo les sale mal. Su enamoramiento obliga a esta hija de la burguesía a poner a prueba los principios morales en los que ha sido educada, convirtiéndose esto en la chispa desencadenante de la tragedia que acaba con su vida. Así lo cuenta el narrador: «... proteger y ayudar al ex prisionero era para ella la prueba que debía decidir entre otras cosas de tipo sentimental e inmediato, si la educación recibida obedecía a firmes convicciones morales y religiosas o si por el
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Juan Marsé, Fotografía: Elisa N. Cabot ©
contrario todo era una comedia que veía representar en su casa desde niña». La educación recibida, el determinismo social existente en «una sociedad de uñas y dientes afilados», se opone a su proyecto de vida, la falsa moral e inautenticidad de la clase social a la que pertenece, la hipocresía y frivolidad de su familia, la actitud de una Iglesia que se presta a ser utilizada para que la adinerada burguesía blanquee sus conciencias o el mundo cerrado de la España de la posguerra que no ofrece salidas convierten a Montse en una víctima; en una perdedora, en el bando de los vencedores. La respuesta de Marsé al ser preguntado por la novela y la dureza de las críticas que en ella vertió ayudan a comprender el sentido último del relato y el cariño especial que siempre sintió por el personaje de Montse: «Hoy se me antoja una novela más atrevida y dura de lo que creía. Está llena de sarcasmos, parodias, invectivas y mala uva. Pero no la considero una novela de denuncia, porque el personaje de Montse Claramunt, su triste peripecia vital, su intimidad más secreta y generosa, su sueño de ofrecimiento total a una causa noble, me sigue mereciendo más respeto que el supuesto afán de denuncia y de sátira que pudo animarme inicialmente». Ningún lector que haya conocido a Montse puede olvidarla. Es muy poderosa, muy firme la fascinación que ejerce sobre los lectores. Marsé, maestro en la creación de personajes inolvidables, consiguió hacer de ella uno de esos personajes literarios inmortales capaces de vivir para siempre con el lector. El rico personaje de Montse, caracterizado con los atributos de genuina hija de la catalanidad, es un personaje poliédrico al que puede contemplarse desde muchos ángulos. En algunos momentos, aparece como una esperanza; como la persona llamada a llevar a cabo la necesaria renovación, el aggiornamento, la puesta al día de los valores trasnochados y corruptos de su clase. En otros, confluyen a un mismo tiempo en ella la abnegada víctima y el dedo acusador en el enjuiciamiento tácito que la novela lleva a cabo contra la clase social a la que Montse pertenece. Según declaró el autor, al contrario de lo que sucede en la mayoría de sus novelas, el origen de La oscura
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historia de la prima Montse no es una imagen, sino unas ideas. Es decir, parte de una reflexión intelectual que pretende ilustrar las contradicciones y la hipocresía de un sector de la sociedad tradicionalmente católico. Para que el intelecto no reste vida y fuerza al relato, Marsé recurre a las historias del barrio que guarda en su memoria. En este caso, son recuerdos del mundo parroquial barcelonés de los años cuarenta y cincuenta, un mundo que evoca con mucho cariño. La parroquia era durante esos años un espacio de recreo que ofrecía a los niños posibilidades de distracción, de aprendizaje y de vivir experiencias que de otro modo no estaban a su alcance. Así, Juan Marsé recordaba con agrado la posibilidad que allí se le ofreció de aprender a leer partituras musicales. En uno de esos centros parroquiales nos encontramos con esta hija de la adinerada burguesía católica, porque es allí donde desarrolla su labor de visitadora parroquial. Su entrega a esta tarea, que es absoluta, la pone en contacto con un expresidiario (Manuel Reyes) a quien ayuda y del que se enamora. De esta relación nace la oscura y triste historia que narra la novela. La oscura historia de la prima Montse no tiene la fuerza de Últimas tardes con Teresa, pero le revela a su autor algo importante en lo que irá profundizando a lo largo del tiempo y de las novelas. Le descubre, como afirma Mainer, la posibilidad de escribir algo desde el interior de la memoria: «el lugar donde confluyen la furia sarcástica pero también la piedad» El peso de la memoria, como contenido y como herramienta, es notable en este relato de principios de los setenta. A partir de él, Juan Marsé ahonda en la exploración de las cualidades y el valor de la memoria, que llega a convertirse en el otro lado de la realidad; en ese que la escritura permite explorar. Desde la memoria está construido el relato del infortunio de la prima Montse. Casi diez años después de la muerte de su prima, Paco Bodegas vuelve a Barcelona con la firme intención de recuperar la memoria de lo sucedido a Montse. La presencia del pasado en el presente lo va guiando en el complejo proceso de rememoración. Así, la novela se abre con una serie de violentas y contundentes imágenes del derribo de un
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espacio del pasado, el chalet de los Claramunt; el agua sucia y la tierra rojiza se acumulan en torno a la vieja torre que ha perdido «su apariencia feliz y ejemplar». Es en ese espacio y en ese momento cuando Bodegas inicia el proceso de rememorización: «Era un caluroso sábado del mes de julio. Mientras al otro lado de la pared las excavadoras se afanaban escarbando la tierra con un rugido rencoroso, gimiendo en los repechos, nosotros, dos voces susurrantes extraviadas en el tiempo, dos evocaciones dispares que pugnaban inútilmente por confluir en la misma conformidad, yacíamos en la cama bajo la penumbra fluorescente donde flotaban ligeras gasas rosas…». Durante tres días, el primo medio charnego de las hermanas Claramunt y Nuria, su amante, vuelven a recordar unos hechos y un tiempo que ella desea olvidar pero que Paco necesita recuperar para poder ordenar los recuerdos, comprender lo sucedido y rescatar de la sombra del olvido la verdad. La identificación que Paco hace entre memoria y verdad es una constante que va a permanecer en el universo narrativo del escritor. Su voz es una voz herida por la culpa para la que recordar la tragedia de Montse se ha convertido en un deber moral que lleva a cabo con el rigor de un moralista agudo e implacable. Necesita del poder redentor de la memoria para acallar la conciencia acusadora que le recrimina la actitud que mantuvo en aquel entonces con su prima y para hacer justicia, rescatando su historia de la frivolidad del olvido que sobre ella ha desplegado una clase social a la que desprecia, pero que en alguna medida es la suya. Sabe que recuperar los recuerdos de la tragedia familiar no va a ser una tarea fácil. Todos los que la vivieron prefieren olvidar y engañarse con apariencias o medias verdades que saben falsas porque han sido inventadas o manipuladas por ellos. Pero el compromiso de Paco con la desheredada Montse es absoluto. En esos tres días, recluido con Nuria, se esfuerza por re-aprender lo vivido a partir de las conversaciones íntimas que mantiene con ella, a quien no le interesa esa tarea, porque como el resto de su familia prefiere engañarse y olvidar. Bodegas, al igual que Marsé, ha pensado mucho en el pasado, lo ha mantenido vivo en su memoria y esta lo ha convertido en recuerdos codificados en forma
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de imágenes. La ordenación y disposición de esas imágenes irá recomponiendo la historia del trágico final de Montse. El engranaje que construye para levantar con su ayuda el relato es un mecanismo muy complejo que va enlazando recuerdos convertidos ya en imágenes que Paco, ayudante de dirección, es capaz de idear porque está acostumbrado a contar utilizando un lenguaje en el que la imagen es lo sustancial. La búsqueda ha movido a Bodegas, magnífico personaje además de narrador, a lo largo del relato. Son muchos los personajes que pueblan el universo narrativo de marseano a los que mueve la búsqueda. Paco busca recuerdos, imágenes del pasado, alguna de las «valiosas gemas» de las que habla R. L. Stevenson sin las cuales es imposible reconstruir la verdad e incluso la propia identidad. Paco afirma: «La memoria es todo para mí. Tanto recuerdas, tanto vales». Bodegas concluye su relato sobre la historia de Montse haciendo una profunda y poética caracterización de ella y de sus momentos finales. Su memoria de lo vivido ha recuperado imágenes del tiempo lejano de la infancia; imágenes como la de Montse niña en la torre de los Claramunt, inmóvil, sentada junto al estanque del jardín abrigada por una capa azul que el viento agita. Su memoria que imagina llega a recuperar a la Montse angustiada, desesperada y sola; perdida ya en un «loco extravío». La memoria que imagina guarda imágenes del momento en el que Montse saltó al vacío seguidas de las sensaciones y sentimientos que la acompañaron en el momento final. La perdedora, la víctima Montse, llega a ser una heroína capaz de llevar hasta las últimas consecuencias su compromiso moral con la integridad, la solidaridad y las causas nobles. La oscura historia de la prima Montse es una excelente novela que no hay que olvidar. No suele aparecer entre las que la crítica nombra como novelas magistrales de Juan Marsé, quizá porque es una de las novelas a las que ha prestado menos atención. Posiblemente esto haya sido así porque ha quedado eclipsada por la novela que le precede y por la que le sigue (Si te dicen que caí). Pero La oscura historia de la prima Montse está en la base literaria (temas, constantes, símbolos), social, moral e ideológica que encontramos en las novelas posteriores del escritor.
Mentiras piadosas Celia de Aldama
Irrumpiste en nuestra vida una tarde clara y ventosa como esta. Yo volvía del colegio enfundada en mi anorak azul, con la mochila llena de libros colgada del hombro, y tú esperabas frente al portal con una maleta gris a los pies. O por lo menos así es como lo recuerdo yo ahora. No me fijé en ti hasta que te agachaste a mi altura de niña de once años para preguntarme con un hilo de voz: «Hola Carmencita, ¿sabes quién soy?». Entre indiferente y desconfiada te miré de reojo, apresurándome en sacar las llaves del bolsillo. No, no tenía ni idea de quién eras. Lo que sí sabía era lo que no tenía que hacer por nada del mundo; las niñas teníamos terminantemente prohibido hablar con extraños, en especial si nos abordaban por la calle y estábamos solas. «Soy Curro, tu abuelo» dijiste pausadamente, pero sin mirarme a los ojos. Aunque por la delicadeza de tus gestos no parecías el hombre del saco, intuía que no debía fiarme de las apariencias así que permanecí callada, obediente. Quizás, mientras giraba con impaciencia y sin éxito la llave en la cerradura pensara en la abuela Evelina, que cada mes de junio aterrizaba en Madrid puntual y pizpireta; al terminar el colegio, los nietos esperábamos con ansia el regreso de la nonna porque con ella llegaban i pici al ragú, la briscola y las palabras nuevas de su idioma cantarín. Diamine, perdinci y bubbolare eran mis favoritas. Como de año en año se volvía más bajita y oronda, papá la llamaba gnocchetta —por su semejanza con esas bolitas de patata que preparaba en nuestra cocina— y sus risas retumbaban alegremente por toda la casa. La abuela Evelina no se parecía en nada a ti, que eras alto y espigado, tenías una voz grave y hablabas castellano. Entonces, tras descartar cualquier posible parentesco entre vosotros y sin darte la oportunidad de añadir una palabra más, giré la llave con fuerza, empujé la reja y logré escabullirme detrás de ella como una lagartija en su escondrijo. «Me diste con la puerta en las narices, Carmencita», me reprocharías medio en broma medio en serio muchos años después. Al rato, un murmullo de pasos en el rellano. Yo asomada por la ranura de mi habitación entreabierta: la cabeza ladeada, el cuerpo en tensión, el estómago en un nudo. Ahí estabais los tres; mamá con un cigarrillo sin encender en la boca, papá con su habitual aire ensimismado y tú —¿mi abuelo?— con los ojos clavados en el suelo y las manos cruzadas detrás de la espalda. Estabais callados. Mi recuerdo dibuja ese silencio como una cuerda en tensión, despellejada y a punto de romperse. Sin ni siquiera pasar por mi cuarto, os dirigisteis al salón y cerrasteis la puerta detrás de vosotros. De golpe, el calor en la nuca y la rabia envolviendo todo mi cuerpo. Siempre igual: incluida o excluida de
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La vida breve
Celia de Aldama. Mentiras piadosas
lo que sucedía a mi alrededor en función de un criterio que caía desde muy arriba hasta aplastarme con su insoportable peso. Era mayor para estudiar y hacer los deberes yo solita, mayor para poner la mesa y ordenar mi cuarto, mayor para cuidar a los primos cuando papá y mamá salían de noche, pero demasiado pequeña para enterarme de lo que tramaban los mayores. De puntillas, caminé hasta la habitación contigua y me apoyé de costado en la pared: un frío cosquilleo dentro de la oreja, algunas palabras sueltas, frases que solo distinguía a medias por más que apretara la cabeza contra el rugoso muro. En casa no, imposible, no puede ser, repetía mamá; entiendo hija, buscaré algo, no te preocupes, respondías tú en voz baja. Y entre medias, dificultando la escucha, el carraspeo de papá, una especie de tic gutural con el que suscribía cada una de las regañinas familiares. Muchos años después, el esquema seguiría siendo el mismo: las reprimendas de mamá acompasadas por la sinfonía flemática de mi padre. Al cabo de un rato largo, volvisteis al silencio; era el momento de deslizarme hasta mi cuarto y finalizar el espionaje. De un momento a otro, las reglas de la casa habían quedado patas arriba; si mamá era tu hija, ¿por qué te regañaba? Y si tú eras mi abuelo y no estabas muerto, ¿por qué hasta ahora nadie me había hablado de ti? Por aquel entonces, ya había aprendido a reconocer las señales de color amarillo fosforito que relampagueaban en los ojos de papá cuando alguien se acercaba demasiado a un argumento espinoso. En mi casa, la muerte era uno de ellos, quizás el más intocable. A los difuntos hay que dejarlos tranquilos para que descansen en paz. Yo no entendía que tenía que ver la paz en todo eso, pero era una niña bastante obediente y callaba. Nunca lo pregunté abiertamente, pero durante años supuse que estabas muerto y que, por tanto, no debía nombrarte ni dentro ni fuera de casa. Aquella noche, papá entró en mi cuarto y con la mirada esquiva me contó que acababas de regresar de un viaje muy largo por Oriente y que te quedarías un tiempo con nosotros. Eso fue todo. No hubo turno de preguntas ante su exótico y parco relato. Tendría que esperar muchos años hasta entender que esa fue la primera de las tantas veces en que me daría de bruces contra el muro altísimo, oscuro e impenetrable que separaba dos universos. El de los adultos. Y el de los niños. A la mañana siguiente, al despertarme, te encontré desayunando en la cocina. Sumergías un trozo de pan duro con aceite en un vaso de leche mientras ojeabas el periódico, pasando las páginas de atrás hacia adelante. Seguramente ambas me parecieran
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ideas nefastas. Te pregunté si era un desayuno oriental, me miraste un tanto extrañado y te volviste a concentrar en tus zabullidas. De un día para otro, y sin que mi opinión mereciera ninguna atención, pasamos de ser tres a ser cuatro. Cuatro platos en la mesa, cuatro cepillos de dientes, cuatro pares de pantuflas, cuatro juegos de llaves. Cuatro torpes cuerpos dentro de una casa pequeña. Te instalaste en la habitación del fondo entre un montón de trastos que fuiste apilando en un rincón. Con el tiempo, papá te abrió un hueco en su armario, te arregló la mesita de noche y —seguramente a espaldas de mamá— guardó tu maleta en el trastero. Los diez días se convirtieron en diez años durante los que mis privilegios como nieta aumentaron notablemente. De un día para otro, pasé de tener un abuelo a tener dos, una versión veraniega y otra invernal. Poco antes de la visita anual de la nonna, recogías tus escasas pertenencias para desaparecer con sigilo hasta que el calor menguaba y daba paso al otoño. Cuando alguien me preguntaba que cómo eran mis abuelos, solía responderle que estacionales. Esos años con nosotros no te bastaron para limar asperezas con la abuela, que seguía llegando con la puntualidad del verano y con una sola pero innegociable condición: no encontrarse contigo. A pesar del fuego cruzado, tú y yo nos caímos bien. Con el tiempo, nació una inesperada forma de complicidad, moldeada en aquellos intervalos en que papá y mamá nos dejaban solos y hacíamos de su casa nuestro reino. «Carmencita, deja ya de estudiar y ven aquí a hablar con tu abuelo». «Niña, abrígate que vamos a darnos un paseo. Hay que comprar unos geranios para el balcón. Tus padres lo tienen hecho una porquería». «Niña, ¿te apetece un chocolate para merendar? ¿Y una tarde de carboncillos y acuarelas?». De vez en cuando, aparecías en mi cuarto con algunas fotografías entre las manos. Te sentabas en el borde de la cama, encendías el flexo e ibas sacando una a una del manojo apretado. Con el brazo en tensión las movías por el aire de arriba abajo, de izquierda a derecha, y colocándolas a distintas alturas, achinabas los ojos y tratabas de enfocar las sombras que se perfilaban en el papel. Entre esas siluetas en blanco y negro aparecían distintas versiones tuyas. Tú recién nacido junto a tus padres, tú de la mano de la nodriza que te amamantó, tú en medio de siete hermanos, tú en la orilla de una playa abrazado a un calamar gigante, tú con un uniforme de soldado, tú con tus pinceles bajo una carpa militar, tú y la abuela recién casados, la abuela y
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La vida breve
Celia de Aldama. Mentiras piadosas
tú en un coche descapotable, mamá en una cuna envuelta en lazos rosas, los tres junto a la torre de Pisa. Tú, de nuevo, rodeado de hombres fumando, tú con un traje de lino en La Habana, tú bajando por las escaleras de un avión de hélice. Tú en Hamburgo. Tú en Roma. Tú en París. «Y a todos estos viajes, ¿iba la abuela contigo?», te pregunté en una ocasión. «No, no venía», me respondiste serio. —¿Por qué, abuelo? —Eran otros tiempos, antes las cosas eran distintas. —¿Distintas cómo? A menudo, recuerdo el interminable y blanco silencio que abrían en ti mis preguntas. Entonces, la curiosidad me arrastraba —sí, he de admitir que lo hice más de una vez— hasta la carpeta de tu mesita de noche, donde guardabas otro ramillete de fotos. Fisgonear entre tus cosas me producía un placer culpable. Con dieciséis años ya no era una niña obediente e ingenua sino una adolescente dispuesta a trasgredir todas las normas. Durante esas incursiones, el corazón me latía tan deprisa y con tanta fuerza que parecía aumentar de tamaño, trepar por mi garganta y asomarse con sus ventrículos a mi boca. Con las manos temblorosas pasaba una por una esas fotografías en color donde se perdía el rastro de mamá y de la abuela. En su lugar, siempre el mismo hombre alto, de rasgos finos y perfilado bigote. Cuando le pregunté a mamá por él, bajó la mirada y me respondió que no tenía ni idea, que debía de tratarse de un buen amigo de Curro. Sus palabras, desde luego, no debieron de sonar muy convincentes porque a partir de entonces cesaron mis preguntas y, con ellas, todas las labores detectivescas en tu habitación. Pocos años después, te fuiste. A papá y mamá no les quedó otra alternativa que enterrarte aquí, junto a la abuela. Sí, lo sé, quizás no fuera la mejor idea, pero en el más allá los precios deben estar por las nubes. Me entra la risa al pensar en el grito de la pobre nonna sintiendo la tierra removerse bajo el golpe sordo de las palas, viéndote bajar encorvado y viejo hacia esas profundidades. Cuando vengo de visita os imagino allí abajo, espalda contra espalda, las rodillas dobladas y el ceño bien fruncido. Dos cuerpos sin escapatoria. De vez en cuando, y con intención de ayudaros a enterrar el hacha de guerra, os traigo flores —margaritas para Evelina y claveles para ti— y al dejarlas sobre la lápida aprovecho para agacharme hasta colocar mi oreja sobre la piedra fría. Cuando el viento cesa, logro distinguir algunos de vuestros murmullos y, a veces, incluso alguna que otra obcecada mentira piadosa.
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Celia de Aldama Ordóñez (Madrid, 1987) es profesora e investigadora en el Departamento de Estudios Románicos, Franceses, Italianos y Traducción de la Universidad Complutense de Madrid. Licenciada en Filología Española y Filología Italiana, se doctoró en Literatura Hispanoamericana con una tesis titulada «La parola contesa: inmigrantes y viajeros italianos en el campo intelectual argentino (1900-1936)». Especialista en las relaciones culturales entre Europa y América Latina, ha publicado los libros Voces del Plata. Hacia una constelación transatlántica (Iberoamericana-Vervuert, 2019) y Colombia y la guerra civil española. La voz de los intelectuales (Calambur, 2021).
Kerkyra Carmen Estirado
Los olivos se veían desde el avión, esa imagen me viene a la cabeza algunos días cuando tomo un café por la mañana. Unos pegotes rechonchos que crecían en la orilla de la costa. Eso nos sorprendió mucho. Eso y las flores rosas —o incluso fucsias— que brotaban en cualquier rincón de aquella isla como queriendo avergonzarnos con su fertilidad. Verano del 2000. Recuerdo olivos y flores y mucho silencio entre nosotros, como si también las palabras se nos hubieran secado de repente. Andreas y Lidia eran dos ancianos dueños de unos diez apartamentos en la isla de Kerkyra, donde decidimos pasar ese tiempo de descanso. Descanso, así lo llamábamos, porque no llegaban a ser vacaciones y, según nos había recetado Ella, era bueno diferenciar este periodo del resto de los tiempos muertos vividos hasta ahora. «Tiempo muerto»; es gracioso que usara esa expresión Ella precisamente, Ella que es tan adulta, y «tiempo muerto» una expresión tan de niña, tan de estar corriendo para que no te pillen. Casi casi como un «cruci» y, en todo caso, como la carta blanca que nos dábamos en la escuela cuando necesitábamos un respiro. Apagamos los teléfonos. Comer e ir a la playa. Intentar dormir. O al menos no obsesionarnos con no dormir. Aprender a… a lo que fuera que fuera nuevo. Kaisurf, buceo, esquí acuático… Nos prometimos que haríamos algo de eso. Por lo pronto nos quedaríamos fumando en la terraza hasta tarde y mirando lo que sucediera en aquel rincón del mundo tan lejos de lo nuestro. Al fin y al cabo fumar era algo nuevo, no nuevo nuevo, pero sí a ese ritmo. Fumar me hacía bien. Me mantenía muy ocupada y era un ritual. Sacar el tabaco, tirar del papel, liarlo, el filtro, chupar, el mechero y aspirar. ¿Aspirar sería el término? Tú eras el experto de los dos en las palabras. Quise preguntártelo, pero quizá esto también fuera una tontería. Cómo me hubiera gustado poder decir algo inteligente o profundo. Las guerras, la desigualdad… Toda mi vida protestando, quejándome, toda una vida dedicada a la ayuda humanitaria y de repente nada me parecía digno de decirse en alto. Aspirar. Tragar el humo. Echar el resto. La ceniza en el cenicero. Qué alegría tonta, dijiste, cuando las palabras te indican el camino. Te envidiaba por ser capaz de jugar con el humor o verle la cara al menos. Cocinar tiene siempre ese tinte curativo, así que intentamos hacer un proyecto completo. Fuimos a buscar un pescado para hacer al horno aquella noche. Compramos vino blanco. Compramos para hacer ensalada griega también. Compramos pan. Compramos servilletas de papel. Compramos tzatziki hecho. Compramos un postre que nos dijo una mujer en el mercado que había hecho ella misma. Compramos todo lo que se nos ocurría porque eso era lo que teníamos que hacer. Comprar. Comprar. Comprar. Meter cosas en bolsas y pagar. Comprar y más comprar. Se nos había olvidado algo y nos metimos de lleno en el supermercado también. Arrastrar el carrito
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La vida breve
Carmen Estirado. Kerkyra
por los grandes pasillos. Llevar las bolsas en las manos hasta el coche. Mirar los carteles. Un idioma que no conocíamos intentaba llegar a nosotros y, sin embargo, nosotros tan callados. Comprar. Pagar. Compramos tanto que al llegar al apartamento estábamos cansadísimos y nos echamos sobre la cama para descansar un rato. Nos despertaron unos turistas que llegaban algo bebidos a su apartamento. —Dime algo, mi vida —me quitaste el pelo suavemente de la cara. —Lo siento, amor, pero no puedo. No tengo fuerzas ni para hablar, ni para cocinar... —Pero tenemos que intentarlo, Carla. Ya la escuchaste. Aunque nos cueste, aunque no… —No quiero. No empieces, por favor. Hoy no. Andreas ya estaba también por allí. El viejo nos duplicaba en tiempo vivido. Tenía aquellos ojos acuosos, pero se movía rápidamente, como una de las lagartijas de aquel patio enorme lleno de geranios y lavanda. Juan no quiso ser descortés y aceptó la copa de vino de bienvenida que nos ofrecieron al llegar y que ya habíamos pospuesto dos o tres veces. Eso o que necesitaba otro «cruci». Yo me excusé diciendo que estaba cansada. Luego volviste y seguimos fumando durante días en la terraza. Fumábamos y mirábamos. Ellos se reencontraban siempre a eso de las ocho, tras el baño de Andreas en el mar, y se sentaban en el banco delantero de su casa donde compartían algo de cena y se burlaban cómplices de cualquier chascarrillo. Nos llamaba la atención la risa de los dos. La atención que se prestaban el uno al otro. Como si fueran a pasarse un par de horas jugando a las canicas. O simplemente como si no estuviésemos acostumbrados a que dos ancianos se contaran la vida en ese ritmo, pausado y al borde de la carcajada, cada tarde. O, quizá peor, como si tuviéramos miedo de que eso también nos lo hubieran arrebatado. Tenían el apartamento del centro, el único que tenía dos plantas, y Lidia era la que se encargaba de hacer la limpieza de todos ellos. Podría haber sido actriz, pero lo dejó tras su primer estreno en el pueblo y nunca se había arrepentido. No más allá de algún capricho momentáneo. Disfrutaba de recoger las sábanas ya limpias y ponérselas a los pies de la cama, dobladas en cuatro, a los clientes. Regaba a mano cada uno de los geranios que rodeaban la finca. Se le aceleraba aún un poco el corazón cuando escuchaba el quejido del Renault Clio de Andreas aparcando a la vuelta de la casa tras una de esas largas jornadas de trabajo.
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Una tarde de lluvia nos quedamos en casa una vez más fumando y descansando. Nos sorprendió el silencio y que Lidia fruncía el ceño muy abruptamente. Al verle quiso decirle algo, pero puede que fuera también de arrullarse sola hasta que el enfado brotaba solo y con vida propia. El caso es que, desde el lado derecho de la cama y como hacía desde hace cuarenta años, seguro que le dio un beso en la mejilla y le deseó buenas noches. El mar jónico hizo entonces su trabajo y meció su cama y la de todos los ancianos que vivían en esa parte de la isla. Es justo entonces cuando cada día las chicharras dejan su lugar al silencio. Su discusión tenía que ver con los olivos, por lo que pudimos adivinar después. Lidia no quería que siguiera recogiendo aceitunas porque el invierno pasado había tenido un pequeño susto en el corazón, pero para Andreas era parte de la gracia de la vida. Echaba un par de horas al día y un par de tragos con sus amigos de toda la vida. Tus manos no son ya ágiles, le diría. Déjalo por mí. Te amo. El besugo quedó en aquella nevera de Kerkyra. Fue una especie de sacrificio. En Madrid volvimos a la consulta de Ella. A ti te dio el alta y yo seguí yendo dos o tres años más. Como era lógico, nosotros no aguantamos mucho más juntos. Un día alguien se cruzó en nuestro camino, en el de cada uno al final aunque fuera a ritmo distinto. Volví a mi trabajo de siempre. De ti supe que te fue muy bien. Pensaba que no, pero con el tiempo empecé a verle la cara también al humor. Al principio poco a poco y luego incluso a carcajadas otra vez. Las primeras veces me acordaba de Andreas y Lidia riéndose en aquel banco del patio. Me venía a la mente el olor a lavanda, aquellas flores en su máximo esplendor y esos olivos rollizos presumiendo de ramas y dando sombra en las playas. El mar jónico meciendo a las chicharras. No lo digo en alto, no lo muestro en público, ni siquiera tengo claro el porqué, pero algunas noches fumo sola en la terraza. Sacar el tabaco, tirar del papel, liarlo, el filtro, chupar, el mechero, aspirar, tragar el humo. Echar el resto. La ceniza en el cenicero. A veces me pregunto también si estarás haciendo lo mismo.
Carmen Estirado (Madrid, 1985) escritora y periodista, es autora de las novelas Fábrica de luz (Seurat, 2018) y Las llaves de casa (Ediciones Atlantis 2013), proyecto galardonado con el premio Isla de las Letras a mejor «novela urbana» (2014). Algunos de sus relatos se han incluido en antologías y revistas literarias. Como periodista ha trabajado en prensa, radio y televisión. En 2017 cofunda La gran belleza y desde entonces es directora editorial de este proyecto. Entre sus labores está la de editar la revista La gran belleza, impartir talleres y codirigir el festival Efímera. A día de hoy trabaja en La caravana de las escritoras del 98, un proyecto artístico y de investigación que promueve la puesta en valor de estas mujeres cuyos nombres no pasaron a la historia.
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos
Almudena Ballester Carrillo Coletas Hoy a las seis en punto está previsto que muera un transeúnte untado en mantequilla. Hará poco ruido, apenas un swiiifffffpt. Casi nadie se dará cuenta, porque ocurrirá en una calle poco transitada, como tienen calculado las autoridades. Solo una niña con coletas que camina de la mano de su madre, despistada esta con sus cosas, será testigo del breve suceso. Una niña que merienda galletas con nutella y ya se sabe la tabla de multiplicar del siete y sin embargo no sonríe demasiado. Con la muerte de este transeúnte, el Gobierno dará por concluida la ofrenda sacrificial hecha a las esferas regentes paneuropeas, para que, en justo cambio, se permita a este pueblo ibérico desayunar cuantas tostadas con manteca colorá y otras sustancias grasas autóctonas el pueblo soberano desee. Pero esta niña dará al traste con las secretas negociaciones. Esta niña de mirada tibia y manos congeladas señalará al hombre grasiento. Se dará cuenta de que de su traje recién estrenado para la ocasión aún cuelga la etiqueta. Una etiqueta grande y de letras plateadas, tan chic. Es un detalle que a ella le parecerá divertido, pero que a su madre le pondrá muy nerviosa. Y justo antes de que el hombre, un funcionario modelo, pulcramente untado y desodorizado, camine por el paso de cebra, a punto de resbalar y cumplir su cometido social y cultural, la niña, que se habrá reído demasiado fuerte, recibirá un pellizco de su madre, y al gritar, provocará que el transeúnte se gire de un modo brusco, muriendo en una postura extraña, sospechosa y nada estética: poco europea. Habrá llamadas, titulares y alharacas. Se alzarán protestas y manifestaciones y como resultado el país decidirá un cambio de formato horario. En todos los colegios, además de seguir recitándose la tabla de multiplicar, a las veintisiete en punto será obligatorio repartir cruasanes de mantequilla a los alumnos para la merienda.
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Tuyo El otro día soñé que habíamos cometido un crimen juntos y desperté sobresaltada. Debíamos ocultarlo, pero aquí y allá aparecían pruebas incriminatorias, era imposible escapar. Te desperté con mis sollozos y tuviste que atenderme. Tratar de consolarme. No sé, me explicabas, tal vez es solo un símbolo. Un símbolo de qué, me atreví a preguntar. No tuve respuesta. Apenas un parpadeo, la mano en tu boca impidiendo que se te escaparan las razones. Vamos a dormir, mañana madrugo mucho, dijiste, dando media vuelta y arropándote con el edredón. Pero tuve que hablar yo. Te refieres a nosotros. Nuestro proyecto de pareja invencible. No lo sé, susurraste, el sueño es tuyo. Sí. El sueño era mío. Y el hijo que ya no tendríamos, también.
Altruismo Yo soy una buena persona y en el metro voy repartiendo pastillas de menta a los viajantes que sufren de carraspera. En realidad, no soporto esos accesos de tos estúpidos y desconcertantes que le dan a la gente de pronto mientras yo trato de concentrarme en mis cosas. Metería un pañuelo en la boca a todo aquel que sale enfermo y molestador de su casa, pero como digo, soy una buena persona y, en vez de eso, les pongo en la mano un caramelo mentolado, en ocasiones, de eucalipto o de limón y miel. La mayoría me lo agradece. Otros sonríen de lado y dicen un «no» breve, entre educado y escandalizado. Entonces yo suelto el móvil, los miro fijamente con la expresión muy seria y los ojos desparramados y la tos se les corta igual. Es también eficaz, lo que pasa es que no me gustan los métodos expeditivos, prefiero el altruismo. Siempre llevo pastillas de sobra. Me guardo algunas para las reuniones de mi comunidad, las de mi oficina y para mí mismo cuando me encuentro con mi exmujer.
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Los pescadores de perlas
Almudena Ballester Carrillo. Microrrelatos inéditos
Desde una luz intensa al final de un túnel de metro A dos segundos de morirse, Sofía Lara Adela Martínez se detuvo a pensar. Había sido una estúpida recargando veinte viajes en la tarjeta abono transportes. Qué desperdicio, qué poca previsión. Lo bien que habría podido gastárselos en otro gin-tonic anoche con los chicos. Solo eso. Qué desperdicio, concluyó. Y dejó de respirar.
Estudia, tienes un examen Polinesia. Islas menores. El archipiélago de Tuvalu se sitúa entre Vanuatu y Tokelau, justo encima de la famosa Fidji y yo quiero acuchillar a mi hermano. Es algo que llevo pensando un montón de tiempo, el término significa ocho islas, son nueve en realidad y esto último ya sí que no se lo tolero. Funafuti es la isla principal de ese conjunto de atolones, pero mañana cuando se meta en la cama se va a enterar. En 1974 se separó de Kiribati y la población vive amenazada por constantes ciclones y no tienen agua potable e incluso él sabe que tarde o temprano lo mataré, juro que lo haré, cómo pueden aguantar los habitantes de este atolón. Durante las mareas altas gran parte del país queda sumergido y por qué me tiene que poner en ridículo A MÍ. Tuvalu es un país sin casi recursos y sin ejército y de verdad te juro QUE, apenas viven de su dominio de internet .tv, cómo se puede ser un país tan MIERDA, tan insignificante que no tiene ni ferrocarril el hijo de puta, merece tacharse del mapa, hundirse en el Pacífico Sur con una piedra atada al cuello. Por otro lado, Tuvalu pesa el triple y me puede joder la vida con su alianza con la Commonwealth y además cómo iba a limpiar la sangre, un país que pertenece a la ONU, tiene un dólar parejo al cambio con Australia y de todas maneras el cambio climático hará que el mar suba hasta hacerlo desaparecer. Y entonces YO.
Almudena Ballester Carrillo (Madrid, 1967) es lingüista y experta en nuevas tecnologías para la traducción. Autora de Normas de Inseguridad (ed. Relee, 2017), ha publicado relatos en las revistas Leer, Cuentos para el andén, The Barcelona Review, La Gatera de la Villa y Luvina. Obtuvo el primer premio de cuento en los Premios del Tren «Antonio Machado» 2019 y el primer premio en el VI Concurso de Relatos del Bistró de La Central, 2018. Ha sido finalista en diversos certámenes de microrrelato (Manuel J. Peláez, La Microbiblioteca, Entrelíneas, ePrizes). En la actualidad combina la escritura con su actividad profesional y prepara su nuevo libro de relatos.
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El castillo de barba azul
Poemas inéditos
Antonio Méndez Rubio
Decir: eco de palabra que no suena en otro vientre mejor que en cualquier otro sitio. Que no se prueba sin terminar. Lo otro sí.
He aquí un dolor que viene de nadie: la nieve cayéndose del aire que la sostenía. Haciendo sitio para alguna vez poder por fin caer de una vez nuevamente del todo.
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El castillo de barba azul
Señas tras el cristal. Hablas por escuchar algo. Ramas calladas: un exceso de letras para poder poner un solo nombre a cada cosa. De ilusión a ilusión, de muro en muro, como si tuviera peso, se cae también el sol. No hay mundo a salvo del mundo. Lo que hay es más que mundo.
Testigo de ti, estrella muda sin su mitad. Haz del azar lance de otra escucha. En vez de venir a consentir entra en el día desapareciendo.
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Antonio Méndez Rubio. Poemas inéditos
La atención hace que de frío tiemble hasta lo más vacío. La mirada hace que duela hasta una imagen por insignificante que sea. Una palabra hace que tú te tambalees de solo oírla. El silencio hace que se escuche lo demás. La escucha hace el resto.
Alguien sin voz me dijo: «Detente junto a esa cuneta mismo». Tras una pausa, siguió: «Oye lo que te diga el cuerpo que no existe». Así que pregunté: «¿Qué me quieres decir?». Y por debajo de la grava, a cielo abierto, pidió: «Quiero dolerte. Te quiero ver oyendo oír».
Este es el sacrificio del álamo: luz que muda no busca salida.
Antonio Méndez Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967) ha sido premio Ojo Critico de Poesía de Radio Nacional de España y finalista del Premio Hiperión. De su poesía se han publicado las antologías Historia del daño (2006), Historia del cielo (2012), Ultimátum (2012), Abriendo grietas (2017) y Hacia lo violento (2021). En 2013-2017 la editorial Vaso Roto publicó en España y México sus poemarios Va verdad y Por nada del mundo, seguidos de Tanto es así (en prensa). Entre sus ensayos críticos destacan Poesía y utopía (1999), La destrucción de la forma (2008), Abierto por obras: ensayos sobre poética y crisis (2016) y Fascismo de baja intensidad (2020).
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El castillo de barba azul
Operaciones acuáticas
Ian Seed Versión de Mario Martín Gijón
I Su boca incolora ha formado palabras inasibles que tú asedias en ti mismo donde detienes mis brazos preparados para volver sin fronteras limpia el lago por última vez asume su parte de sombra pero el lugar ya otra vez va abriéndose tiernamente con lágrimas de fría infancia en todas las direcciones fluidas imposibles y la noche transparente entrega a tu esqueleto la vestimenta de tu piel siempre otro dentro de ti quisiera que los labios líquidos pudieran acordar el pulso de los pétalos deteniendo su despliegue y vertical de nuevo ya no tocándolos quedando abiertos ambos juntos los ojos derretidos tras vagar junto a tantas bocas lo que se esconde bajo tu puerta yo abriendo como un deshielo y delicados dedos el grito limpio mi pequeño cuerpo boca abajo.
II una niebla con nieve en torno a ti desviste un suelo desnudo desplegado que su voz no cuelga con una canción creciendo entre sus dedos helados se mueven solo al marchar el cuerpo siguiente tantea antes de avanzar una vida pequeña y caliente una ceja en medio significa búsqueda acurrucados en el rostro que retorna lágrimas que brillan bajo la corriente desde lo desconocido y su manojo abajo la carga de los ángeles nos inclinamos sobre su página y aprendemos el frío cuyos viajes ahondan este centro la canción parece larga ahí donde golpea la luz se inclina en distancias cortas sabe que su voluntad comienza los brazos perdonan las alas del valle donde se expande la forma del ancho suelo y esa cumbre como si de observar algo las promesas de las olas te dejaran a salvo como un sencillo secreto para ejercitar un pecho un martillo de mano
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III el frío conocido no es para nada más vivo que una mano alrededor de las estrellas como toques de cristal sombras de nosotros fluidos olvidados flotante oscuridad a la que da forma y corta no suena un desfiladero de lo abierto caminando emerge entre dibujos esparcidos cedros entre el hielo entrando los diseños la hierba cuenta sus costuras vagando por un sendero sobre ángeles nuevos cubiertos están de día ya no se parecen a la luz un oleaje de pájaros y hielo en torno al laberinto besado ya hace tiempo carta a casa los nuevos caminos abriéndose ante nosotros encendiendo chispas una pausa más allá y retorno a la boca en un rotundo lugar el final oscuro pelo de extranjero vestido desde detrás del viaje marino ojo golpeado sin un brillo nunca disuelto un código brillantemente usado para los pasos de frontera
IV piel escuchando fuera el tambalear de un puente hecho de escombros arena agua para la fe en el más allá una gran dentadura la posible blancura mirada oscura en otro sitio un hueso para roer despacio la mariposa gregaria esa cosa que existe al soltarse lo ya roto su posteridad todo corazón cuadrículas cada oleada un beso para romper alambre de venas nunca más el extranjero mar que guarda mi final como la funda de su sentimiento abre el olor el color que te rodea enseguida donde el paisaje como la difusión de esta ola va alisando lo que se eleva en el abismo y en lo profundo nosotros rugosas concreciones somos afluentes siempre nervios solo una sombra de entendimiento
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El castillo de barba azul
Ian Seed. Operaciones acuáticas
V al emerger decir y los dos vestidos los lados tangibles reuniendo el cuerpo un humano un hueco que agarra mecer el espejo curvado como cadáveres aparecen uno quebrado fina oblea noche es mi barriga la que aprieta amigos ahora ayudo con el equipaje el viajero abre termina las máscaras aún soplan pueda desgastado cada cual y plegarse en un diseño de muerto como si las ropas fueran por un momento y desnudos como una máquina solo que de otra manera caminos para pensar bajo rascacielos puentes ríos dicen su voz amistosa y abajo nadie se lo figura lanzando a cara o cruz descuidados qué ropas casi decentes una vez más un grito sin esperanza
VI en grandes dosis los ríos desbordados extienden su red contando por la noche paseo intacto soñando un bosque tejido la etapa hecha de materia canta de vuelta tiene el agua profunda casi como partes un niño corriendo con oscuros marineros huellas rojas en un pañuelo de amor querido podría anudar a la calle tú a través de lo hecho en un movimiento la impresión mágica con el salto temporal como todo alto desde lejanas lecherías esperamos el milagro piel desconocida oscura a su otra deuda a veces la luz del día esas cosas lo tocado ahuecado corazón que una hoja en un momento afloja los rostros perdidos y la estrella que en la noche nos guía
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VII jóvenes separados con todo están solos y dura el sentimiento por los últimos viaductos los latigazos de la gracia algunas veces borroso temeroso junto al muro todavía haciéndose visitas tu propia lengua tu abrigo rezando con las manos en los bolsillos y la brisa golpea mientras nos mantenemos con sueños manufacturados el camino real no puede fallar olvidada la última noche como aplastada parece un lago es un río en mi corazón un impulso como extranjeros a los que vi una vez deslizarse gentilmente hacia el sol a través de la tarde incomparable mañana tú de un cantar sin puerto olas que arrastran la habitación más que en el filo de la luz el poder cuelga vaciado y fuera una pendiente más que despiertas las olas vaporosas abiertas presionan el vagar si las colinas pudieran mundear la fluidez esencialmente intacta de caminos y calles enhebrados de madrugada
VIII disuelve los viajeros un amanecer en el envés que sigue la corriente entrando disolviéndonos en una luz lenta tú quién eres ahonda nuestras memorias en un pliegue borroso lleno de distancia que cierra nuestros rostros un mismo relato la puerta de la corriente a otra historia perdido el límite podría encajar una imagen reciente en nuestro umbral no tan pintorescas las operaciones de un joven memorialista del corazón y un espacio sutil comienza a soñar un refrán para que muera un sonido lejano una rugosidad murmurada en toda lealtad arrancada de su ola sin llegar a un color los abrigos de invierno el propio rostro perfecto en el agua fría un viaje una ventana no vista los días helados y sus esquirlas
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El castillo de barba azul
Ian Seed. Operaciones acuáticas
IX corazón que empuja hacia la espuma oh tú que embarcas veloz el sueño de pequeñas criaturas a través de la claraboya de la memoria dentro del río en una historia es una cosa la pérdida llega una isla más lejos movida por lo aclarado por lo invisible que sucede operaciones acuáticas para difuminarse la mano cubierta las alas que son verdades y atraviesan otra voz no adelantan la boca demasiado amable por él los movimientos del vagabundaje el espejo la primera palabra su operación caprichosa una última nota como si mintiera con un reloj en una habitación vacía pero los dosieres cronológicos un pasaje mucho más largo sin conectar con su final en agua fría esa ventana comienza el florecimiento de lo que agoniza.
Ian Seed nació en Birmingham, en 1956, y pasó su infancia en el norte de Inglaterra y Gales. Licenciado en Filosofía, trabajó durante veinte años en Italia, Francia y Polonia como profesor y traductor. Retornado a Inglaterra, ha enseñado escritura creativa en las universidades de Lancaster, Cumbria y, actualmente, en la Universidad de Chester. Entre sus libros de poemas, pueden destacarse Flung into Dust (Kawabata Press, 1980), A Man of Some Influence (Moss & Flint, 1987), The Stranger (Moss & Flint, 2000), Rescue (Moss & Flint, 2002), Anonymous Intruder (Shearsman, 2009), Shifting Registers (Shearsman, 2011), Makers of Empty Dreams (Shearsman, 2014), Identity Papers (Shearsman, 2016), New York Hotel (Shearsman, 2018), The Undergrond Cabaret (Shearsman, 2020) y Operations of Water (The Knivers Forks and Spoons Press, 2020). Sus poemas revelan la extrañeza escondida en las acciones habituales, aparentemente triviales, y se caracterizan por un final sorprendente. En «Operaciones acuáticas», que muestra vinculaciones con la escritura automática y el flujo de conciencia, la poesía de Ian Seed (traductor de autores de la vanguardia como Pierre Reverdy) se adentra por nuevos caminos.
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Christa Wolf: antídotos en tiempos de caos Por José de María Romero Barea La literatura supone una vuelta a la esperanza, una restauración de la fe perdida. Si algo nos demuestra una novela es que estamos interconectados, que tenemos que seguir unidos, aun cuando las restricciones nos instan a respetar la distancia interpersonal. Los libros de la escritora centroeuropea Christa Wolf (1929, Landsberg an der Warthe, Alemania, hoy Polonia - 2011, Berlín) son un espacio donde ideas y personas son bienvenidas. Una zona de encantamiento y resistencia, donde se nos permite volver a creer en la revelación. Defiende la autora de la antigua República Democrática Alemana, crítica con cualquier totalitarismo, la interconexión, mientras demuestra que las clases sociales no son inviolables ni impermeables, que ningún grupo humano, no importa cuán heterogéneo, prospera separado de su vecino, cualquiera su condición. Que en cualquier impulso revolucionario hay, o debe haber, un deseo vital, sin el cual nunca se accede a la justicia. En el décimo aniversario de su fallecimiento, seguimos inmersos en la incertidumbre digital, nada logra sacarnos de nuestro enclaustramiento pandémico. Apreciamos por ello más que nunca la verdad que transmite la narración analógica, curativa, de la premio Heinrich Mann 1963, en la que la cotidianeidad se sublima en una arcadia sin cercas donde la terapia lectora resucita formas de supervivencia. En ningún lugar. En parte alguna Nuestra capacidad para localizar islas desiertas y avanzar hacia ellas es restaurada, al menos lo que dura la lectura. Un final tan ambiguo como su comienzo nos recuerda el incómodo silencio que reverbera a través
del «surco inexorable de un tiempo que se aleja de nosotros». En la narración En ningún lugar. En parte alguna (1979), la prosa dialógica entrelaza poemas no escritos en un único verso que no se pliega a la mera división en unidades métricas, sino que se despliega en frases ininterrumpidas que penetran «un silencio cada vez más denso, más amenazador y definitivo». Logra transmitir la ensayista y periodista de la Alemania Oriental, educada bajo el nazismo, enfrentada luego a la ocupación soviética, la calidad encarceladora de los estados mentales dentro de las actitudes sentimentales. Profunda la línea argumental a disposición de la pareja protagonista, los poetas Karoline von Günderrode (Karlsruhe, 1780 - Winkel, 1806) («Niña. Mujer. Señora. Ninguno de estos nombres queda fijo en ella») y Heinrich von Kleist (Brandeburgo 1777 - Berlín 1811). Permanece su encuentro de 1804 como emblema de todo un siglo, una estación perdida, un instante concreto en la subvida de peripecias entregadas a la melancolía de la inactividad. En esta era preocupada por recopilar información, rastrear vínculos y exponer secretos, los argumentos de la novela se anticipan y se defienden contra la catástrofe y la desilusión. Siempre atentos al peligro, del que nunca podrán saber lo suficiente. Denuncia el relato la paranoia intemporal de circunstancias como las que nos encontramos ahora, cuando el conocimiento es crucial y es importante actuar con presteza. Al forzar la inventiva y lo grotesco en cada hendidura, la que fuera colaboradora informal del Ministerio para la Seguridad del Estado, conocido por su abreviatura Stasi, toma un idioma aparentemente agotado («Sabe Kleist que las palabras no sirven para retratar el alma y piensa que no debe seguir escribiendo»), lo renueva para
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José de María Romero Barea. Christa Wolf: antídotos en tiempos de caos
seguir adelante, con energía imaginativa para refrescar los viejos y cansados tropos de «una época que se funda sobre la cháchara en lugar de basarse en los hechos». Una lírica concisión conduce a una profusión de conjuntos con reglas definidas pero flexibles, adjuntas a pesar de su aparente levedad, respetadas dentro de sus respectivos solipsismos, antídotos en tiempos de caos. Supone un camino hacia la claridad, y puede ser una fuerza de resistencia y reparación, proporciona nuevos registros, nuevos lenguajes en los que pensar. Una misteriosa amnesia, en la que lo real y lo abstracto se fusionan, se ve reducida a la fragilidad de «una absurda forma geométrica, un complicado mecanismo, el esquema [kleistiano] de una tragedia, que si se pusiera en movimiento […] habría de destruirse necesariamente». La intimidante protagonista, siniestra y benigna por turnos, recrea sus múltiples capas, «hacia el abismo que existe detrás de la belleza». Fija en el serpenteante vapor de la incertidumbre, la entrevista inaudita («A dónde irían a parar. A donde nosotros hemos llegado»), consigue romper las inercias estratificadas en sus adornos, para acceder a «la libertad de amar a los hombres y de no odiarnos a nosotros mismos». En el estudio filológico sobre la escritora romántica alemana a cargo de la premio Georg Büchner 1980, que precede al relato («La sombra de un sueño»), medios de expresión en composiciones sin título se pliegan al talante elegíaco de «una soñadora que sueña el sueño de un soñador… la espiral no se detiene». Se pretenden capturar fragmentos de iluminación con palabras satirizadas por la tristeza, melancolías de la apreciación empática de una belleza efímera: «Los poetas, y esto no es un lamento, están predestinados a ser víctimas de los demás y de sí mismos». Escribe Isabel García Adánez sobre la fisicalidad y su opuesto petrificante: la desencarnación. «Cuando todo un pasado parece no haber tenido lugar», sostiene la crítica en el prólogo, «desaparecen las posibilidades de abordarlo como algo en lo que apoyarse para no repetir errores». Existe una sobreabundancia de amenazas potenciales y cada vez menos tiempo para procesarlas. Un libro no puede detener la crisis climática, curar un virus o resucitar a los muertos. Atraídos por el centro inmóvil del instante, los significados se sumergen, a cambio, en el breve interludio del anecdotario, momentos de per-
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cepción aislados, calladas implicaciones psicofilosóficas, «aquello que brilla en el interior de una apariencia poco vistosa y encuentra su lugar entre las líneas», concluye la premio Nacional a la Mejor Traducción 2020. August Todo el que lee adquiere un superpoder: puede viajar donde su cuerpo no puede. Migra o se extravía, fija su residencia permanente en la mente del libro que tiene entre manos, revela qué o a quién incluir en su imaginación, decide cómo medir la cantidad de información: «August recuerda: él era como cada uno de esos niños que al final de la guerra llegaban a la estación de ferrocarriles de Mecklemburgo sin sus padres y a quienes preguntaban dónde y cuándo perdieron a sus madres». No podemos ser siempre los mismos, pero, a cambio, imaginamos otras formas de ser, de deambular a través del tiempo detenido de un cuento, las gráficas dilataciones de una nouvelle como August (2011) en las que es posible atisbar patrones, secuencias que de otro modo pasarían desapercibidas: «August ve con mucha nitidez a aquellas personas que encontró en aquella época, con mucha más claridad que a la mayor parte de la gente con la que se ha encontrado en su posterior y larga vida». Para el huérfano protagonista, conductor de autobús a punto de jubilarse, aventurarse en su memoria no supone solo un escape, sino una herramienta para ganar perspectiva en la postmodernidad, simbolizada por «las afueras de las grandes ciudades. Esos horribles centros comerciales enormes, con sus interminables aparcamientos. Esos concesionarios de coches que se exceden en sus eslóganes publicitarios». Ante la desaparición de su infancia de posguerra, el narrador no cede a la desesperación: «Que esta iglesia [la Frauenkirche de Dresde, destruida por los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial] volviera a estar de nuevo en pie era para él un consuelo, aunque no sabía decir muy bien por qué». Tras la pérdida de su esposa, August intenta hacer florecer el desierto de la realidad, vuelve una y otra vez a sus recuerdos en el sanatorio denominado por los lugareños Die Mottenburg (El castillo de las polillas). Denuncia los obstáculos a nuestros intentos de dar sentido, se emplea en distinguir el peligro real de las men-
tiras deliberadas: «Puede que las cosas más importantes de toda su vida las haya aprendido gracias a la ayuda de una persona por la que sentía algo que no podía expresar con palabras […] ni siquiera con el pensamiento». Se nos invita a viajar a la adolescencia en un hospital para tuberculosos, procesamos la información, evaluando la mejor manera de reaccionar ante el desasosiego, al «bucear en estas viejas historias, como si se tratara de un libro ilustrado». August se esfuerza por, laboriosamente, restablecer la claridad a partir de la mentira, la desinformación, la oclusión: «No se ha olvidado nada, no se ha descolorido ninguna imagen. Si quiere, puede verlo todo como si estuviera allí». Su curiosidad no tiene fin, no hay conclusión a la que desee llegar. Se explaya en digresiones y contrademandas, interrumpido por las continuas actualizaciones. La tecnología de revelación de su recuento ralentiza o acelera los acontecimientos, rastrea las conexiones: «Aún hoy no es capaz de expresar con palabras lo que siente […] una especie de agradecimiento por haber tenido algo en su vida, si es que así lo puede definir, a lo que llamar felicidad». ¿Cuánto necesitamos saber? El acervo de escenarios no impide al alter ego actuar ni paraliza su capacidad de respuesta. «El relato puede considerarse un canto al recuerdo de una época de la que la escritora no quiere desprenderse», sostiene el crítico Marcos Román Prieto en el epílogo; «A la amenaza de la inexorable decrepitud vital se confronta el anhelo de que perdure de alguna forma lo vivido». Contra la adhesión de la RDA a la jurisdicción de la República Federal de Alemania (RFA), Wolf escribe un apólogo donde el dolor y la reparación se fusionan, desencantada con la idea de un país que, en su opinión, no avanza en la dirección correcta. Demuestra que otro enfoque es siempre posible, más preocupada por la creatividad y la reparación que por la hermenéutica de Christa Wolf. Bundesarchiv
la sospecha, «un redescubrimiento de los estados más genuinos de valores tan esenciales como el cariño, la dulzura, la bondad, la fidelidad», concluye el profesor de la Universidad de Sevilla, «todo ello a través de la mirada inocente y pueril de un personaje entrañable». Su intuición tiene ecos en la actualidad. Al enfrentarnos a la llamada Reunificación Alemana que culmina con la caída del Muro de Berlín en 1989, se nos permite abordar el conocimiento de la incertidumbre, en momentos de desastre o cambio político-social. Leer a la coetánea de Günther Grass o Heiner Müller nos asegura que no siempre es necesario rastrear cada dato sobre una crisis para responder a ella. Volver a sus páginas nos permite recordar eso que a veces olvidamos: que siempre hay una alternativa. Por el cambio. Hacia un mundo mejor Leemos a la premio 2002 de la Feria del Libro de Leipzig alternando el júbilo ante la audacia de su visión y sus oscuras invocaciones. La narrativa de la leal disidente se estructura en torno a una cadena de recuerdos que parte de su infancia nacionalsocialista y prosigue con el socialismo en que militó y al que se opuso en favor del marxismo. Recrea las polémicas, contrarresta su horror, preludia las epidemias de odio que nos asolan. Se enfrenta a la propaganda que convierte a los mass media en fábricas de especulación, contra las que se esgrime la libertad de expresión. Contra la inestabilidad, esgrime el sosiego de estos dos relatos, puntualmente reeditados por el sello Las migas también son pan, en traducción de Marisa Presas y Marcos Román Prieto, respectivamente, que nos permiten reflexionar sobre cuánto de lo que leemos es cierto, cuánto logra transmitir su mensaje siniestro. Utopías como la de esta doctora honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid nos permiten seguir adelante. La pensadora germanooriental utiliza su energía imaginativa, su humor y su lucidez para construir una sociedad mejor, más justa: sus metáforas arrojan luz sobre las cuestiones pertinentes de su época, en lugar de magnificar lo peor de la nuestra. Diez años después de su deceso, el enfoque de la premio Thomas Mann 2010, ilusionado, sigue preconizando la mudanza, consciente de que sin ella no es posible el mañana.
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Sin duda en deuda con Membrana, de Jorge Carrión Por David Viñas Piquer Decía Wladimir Krysinski en el ensayo Encrucijada de signos que la evolución de la novela moderna se caracteriza por seguir el esquema de un árbol modelizante, es decir, que existe un tronco común del que van surgiendo diversas ramas que van modelizando ese tronco, abriendo caminos nuevos, mostrando variantes de lo que ya existía, retornos cíclicos, etc. El tronco común, la esencia del género, se basaría a su vez en una modelización del sistema de la realidad de cada época con la intención de ofrecernos una representación artística de esa realidad y de la existencia humana dentro de ella. De modo que el novelista se fija en los componentes de la realidad de cada época (clases sociales, ideologías en conflicto, paradigma científico dominante, etc.) y modula ese complejo sistema ofreciendo como resultado una representación artística que no tiene por qué ser evidente porque no hablamos de una copia fiel de la realidad, sino de una representación hecha a través de los recursos del lenguaje literario, razón por la cual la escuela de Frankfurt cambió dentro del marxismo la metáfora del reflejo (el arte como un espejo que refleja la realidad) por la de la mediación (entre la literatura y la realidad que quiere reflejarse median los procedimientos artísticos propios de cada disciplina). A veces la representación de la realidad se hace por contraste, o de forma velada, nada explícita, y por eso es importante que entre en juego la crítica literaria y la ponga al descubierto. Precisamente la famosa polémica sobre el realismo protagonizada por Lukács y Adorno tiene que ver con esto. Lukács consideraba que la vanguardia se alejaba de la realidad y del compromiso de reflejarla, y Adorno le replicó que, cuando la realidad cambia, hacen falta nuevas técnicas para representarla artísticamente. Eso hacía la vanguardia: aportar nuevas
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técnicas, pero no por ello dejaba de ser un arte realista y hasta literatura comprometida, como defiende Peter Burger en su célebre Teoría de la vanguardia. Algo muy parecido planteaba Krysinski: como la realidad es cambiante, también la novela tiene que ir cambiando si quiere seguir ofreciendo una modelización artística de la realidad. Esto explica que no dejen de nacer nuevas ramas (ramificaciones) en ese árbol modelizante que dibuja la evolución de la novela moderna y que muestra, como explica Krysinski, que la historia del género no ha seguido un camino evolutivo «de modos revolucionarios y destructores, sino más bien por modificaciones y transformaciones polémicas pero discretas, intertextuales pero subjetivas». Esta peculiar forma de evolucionar, mirando hacia adelante, pero recordando siempre el propio pasado y revitalizándolo es lo que llevó a Thomas Pavel a hablar de la memoria del género. Es aconsejable tener todo esto en cuenta cuando se lee Membrana porque la realidad representada artísticamente en esta nueva novela de Jorge Carrión es la realidad del siglo XXI, pero como esta realidad no se puede entender sin todas las otras realidades previas (las de todas las épocas), el autor encuentra una manera muy original de referirse también a todas ellas, y lo hace a través de la concepción de un museo del siglo XXI creado por una, varias, todas, las inteligencias artificiales. En las salas de ese museo encontramos objetos de todo tipo y distintas obras artísticas de la alta cultura y de la cultura de masas, distinción que pierde todo su sentido en el contexto de la novela. De este modo, queda representada la historia de la humanidad. Pero lo más interesante es que, a través de lo expuesto en las salas del museo, accedemos a todos los relatos que explican el siglo XXI, que no puede ser sino el resultado de haber tejido todos esos relatos. En fin: los que hemos leído la novela, nosotros, nos entendemos.
Pero pese a que este museo no deja de ser una especie de menú degustación de la historia de la humanidad, lo cierto es que es la realidad del siglo XXI, el ya conocido por nosotros (hasta 2021) y el todavía desconocido (a partir de 2021), lo que importa en esta novela. Y aquí entramos en el ámbito de la ciencia ficción de carácter prospectivo, pues a partir de lo que ya conocemos (especialmente de los avances tecnológicos) la novela nos ofrece una historia absolutamente verosímil de lo que podría dar de si el siglo XXI. Esta ha sido siempre la clave en la ciencia ficción: especular sobre un futuro posible a partir del presente conocido. En el caso de Membrana, el nivel de verosimilitud alcanzado es tan elevado que se logra un efecto de realidad muy sorprendente y por eso en la misma novela se dice que la ciencia ficción es el nuevo realismo. En el capítulo titulado «La Cronología» pasan los acontecimientos a velocidad de vértigo delante del lector, acontecimientos que reconocemos porque se han producido ya (es nuestra realidad) pero también otros que se van produciendo más allá de 2021, y no deja de impactar ver que, en un momento determinado, se dice con una asepsia absoluta, de Inteligencia Artificial: «Cura del cáncer». Ya está, ya se pasa a enumerar otros acontecimientos. Imposible resistir la tentación de volver atrás y comprobar el dato: año 2058. Es solo un detalle porque un recorrido por todos los otros acontecimientos enumerados nos permite advertir que estamos ante un diagnóstico muy preciso de nuestra sociedad, con los miedos, las amenazas, las inquietudes que nos acechan y no sabemos hasta cuándo van a seguir al acecho. Pero para hacer justicia al trabajo configurativo llevado a cabo en Membrana, hay que destacar que Carrión no solo flirtea con la ciencia ficción de carácter especulativo, sino también con la distopía, en el sentido de que desarrolla unos factores de nuestra sociedad que pueden ser potencialmente destructivos y los lleva has-
ta sus últimas consecuencias, aunque sin moralismos, sin el toque de aviso para navegantes que tiene habitualmente la ficción distópica; simplemente mostrando un futuro posible si las cosas siguen su curso natural (o sea, en este caso, artificial: nosotros nos entendemos). Incluso podría decirse que Membrana flirtea con la literatura fantástica si pensamos en ese misterioso cubo que aparece por sorpresa y para el que no hay explicación clara, como no la hay para un libro infinito como el libro de arena, o para el Zahir, o para el disco de Odín. Apelar a un contacto alienígena no anula el efecto fantástico y por eso el flirteo con esa modalidad genérica puede ser señalado también en Membrana, prueba, por otra parte, de lo difícil que resulta imaginar géneros puros, sin hibridismos, contaminaciones y demás, algo que quedó muy claro por lo menos desde Cervantes. El diálogo entre distintos géneros muestra, en definitiva, la riqueza y la complejidad de Membrana, una novela muy bien construida y sobre la que Carrión mantiene en todo momento un control absoluto, tejiendo el discurso con unos motivos recurrentes muy bien logrados y que apuntan a un escritor muy original. Durante la lectura se tarda poco en descubrir que el autor escribe desde la confianza de tener ya una obra consolidada y se concede a sí mismo la libertad de explorar a fondo nuevas posibilidades con el lenguaje, elaborando un discurso muy personal y, para decirlo con toda claridad, de una gran eficacia estética. Lo de lograr un discurso muy personal es, desde luego, remarcable teniendo en cuenta que la narradora es, en la mayor parte de la novela, una Inteligencia Artificial, o muchas, o todas. La lectura de Membrana suscita, en fin, muchas reflexiones y ya solo por eso es fácil que, tras leer la novela, el lector sienta que, sin duda, está en deuda con un escritor que se toma tan en serio esa extraña institución llamada literatura.
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El ambigú
Las aventuras del buen soldado Švejk Jaroslav Hašek (Traducción de Monika Zgustova) Galaxia Gutemberg: Barcelona, 2020 816 págs.
Un clásico de la subversión Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda «Este hombre tranquilo, descuidado y discreto es el viejo y buen soldado Švejk, valeroso y heroico, cuyo nombre, en la época del Imperio austrohúngaro, repetían todos los ciudadanos del reino de Bohemia; ni la república hará palidecer su gloria. Quiero mucho a este buen soldado Švejk, y estoy convencido de que cuando narre sus aventuras durante la Guerra Mundial, todos vosotros sentiréis por este héroe humilde y desconocido la misma simpatía.» Jaroslav Hašek (Praga, 1883 - Lipnice, 1923) comenzó a escribir Las aventuras del buen soldado Švejk —una de las obras cumbre de la literatura centroeuropea— en 1921. El autor checo fue publicándola en forma de cuadernos, hasta que una prestigiosa editorial la editó en cuatro volúmenes, quedando inconclusa a su muerte. Aunque alcanzó cierto éxito de público en Praga —entre la gente trabajadora, principalmente—, fue Max Brod quien daría un impulso fundamental a la novela con su traducción al alemán. En Austria y Alemania se leería con gran entusiasmo y, con el tiempo, los intelectuales praguenses reconocerían la obra de Hašek como el primer clásico contemporáneo en lengua checa. Švejk es hoy en día una de las figuras emblemáticas de la nación, hasta el punto de que sus palabras son repetidas de memoria, y todavía se escuchan en las cervecerías de la ciudad. Nos encontramos ante una novela en la que Jaroslav Hašek se rebela contra el absurdo aparato estatal. Será a través de la ingenua mirada de Švejk como seamos capaces de comprender lo insensato de esa Primera Gue-
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rra Mundial. Monika Zgustova ve en la obra de Hašek un paralelismo con la obra de su compatriota Franz Kafka: «Si muchos funcionarios de las novelas de Kafka llevan al absurdo sus obligaciones y el cumplimiento de la ley, lo mismo sucede en la novela de Hašek: su Švejk cumple las sugerencias y las órdenes que recibe tan al pie de la letra que el efecto es hasta tal punto cómico y grotesco que despierta una hilaridad incontenible y demuestra la absurdidad de la orden». En este mismo sentido, Sergio Pitol recuerda que «[Švejk], sorprendido siempre pero nunca amedrentado, que transita por un laberinto de puentes y corredores, de tribunales y crujías, hasta llegar al frente de batalla, recorre las distintas instancias de un proceso tan enigmático como el instruido al señor K, su vecino praguense». Atrapado en un pérfido mundo carcelario y administrativo en apariencia inexpugnable, continúa el escritor mejicano, «Švejk acabará forzosamente por desvencijarlo y hacerlo estallar. Porque los Švejk, señores, con sus caras de bobos, resultan ser los sepultureros perfectos de cualquier imperio». Las aventuras del buen soldado Švejk nos muestran las peripecias de este extravagante soldado, pero al mismo tiempo, somos testigos de sus digresiones y sus extraordinarias historias: «Nunca debe uno perder la esperanza, decía el gitano Janacek, de Pilzen, cuando en 1889 le pusieron la soga al cuello acusado de ser el autor de un doble asesinato y un robo, y en efecto acertó, porque en el último instante se salvó de la horca […]. Solo pudo ser ahorcado al día siguiente de la celebración, y aquel bribón tuvo la suerte de que al tercer día le llegara el indulto […]. De modo que tuvieron que desenterrarlo del cementerio del penal y sepultarlo en el cementerio católico de Pilzen …» y aquí no acaba la historia. Las ilustraciones que acompañan al texto fueron realizadas por el artista Josef Lada y aparecieron en la edición original. Curiosamente, Lada le confirió al protagonista un jocoso aspecto físico, en el que se podría atisbar al escritor checo. Esta trepidante novela y su extraordinario protagonista fueron adaptados para una serie de trece capítulos por la televisión austriaca. Su guionista, Eckart Hachfeld, realizó un trabajo muy cercano a la obra de Hašek y la dirección estuvo en manos de Wolfgang Liebeneiner.
Jelgava
Jānis Joņevs (Traducción de Ana Karenina O. Contreras) Abismos: México, 2020 312 págs.
Autodeterminación postergada Por José de María Romero Barea El héroe del relato quiere cambiar el mundo, pero, como cualquiera, no sabe cómo: «Mientras todas las cosas importantes que me habían sucedido no fueran producto de mi imaginación», afirma, «decidí que era hora de escribirlas». Nada factible, su empresa depende de factores que escapan a su control: «En algún lugar había vida, la vida que solo tenía que comenzar». Sin otra escapatoria que la música en una ciudad demasiado pequeña, en un país ocupado por una superpotencia, Jānis habita «un no-mundo desde el que ver claramente el mundo». Asistimos en la novela Jelgava (2014), a las cómicamente fallidas peripecias de un artista posadolescente en una oda a las intimaciones de una autodeterminación que se retrasa. Todos sus éxitos tienen lugar, invariablemente, sobre un escenario: «Sentí que había muerto para que el resto de nosotros pudiéramos ser libres». Una revolución apenas en la mente se desencadena en el enclave letón de Jelgava, un cambio sociocultural basado exclusivamente en las drogas y el rock’n’roll y el sexo. «Éramos más pequeños que un tren, por supuesto, pero no estábamos hechos de metal. El metal sólo estaba en nuestros corazones», sostiene el alter ego del autor báltico Jānis Joņevs (1980), que articula en primera persona una evocación narrada de la escena heavy en los años noventa del pasado siglo, en ese breve interludio histórico en que la Unión Soviética caía a cámara lenta y Letonia, que hasta entonces había sido una de sus repúblicas, recuperaba su libertad. Una multigeneracional digresividad arroja sus perspectivas en un discurso mixto, heredero del periodismo y la hagiografía: «La idea detrás de la acción de sacudir la cabeza es lograr un estado de trance atacando la fortaleza de su conciencia: el cerebro». Obsesionado
con los límites y su traspaso, el avatar repasa su lista de grandes fracasos: «¿Cuál era la forma correcta de escuchar una canción? ¿Se supone que debes imaginarte a ti mismo como el protagonista o tratar de relacionar la canción con tu propia vida? ¿La canción es sobre mí o yo soy la canción?». Se deriva la identidad de la asociación a través de una comedia de errores que culmina en el sobrerealismo de discográficas voraces revoloteando como ángeles exterminadores sobre los restos del proyecto punk. Qué nueva forma de vida surgirá tras la debacle comunista, se pregunta Jelgava, una sátira sobre la propiedad privada de lugares, personas, ideas y sistemas: «Cansado de ser picoteado y desesperado por atrapar lo que sabes, pero no puedes ver, presionas tu cara contra la puerta de la jaula». Una jerga devocional semioscura enhebra un trabajo de amor a la melomanía, pero sobre todo a la fama que procura a sus devotos, un relato que combina cultura popular e individual psicología, una fábula internacional que se interesa por los estragos de la inocencia en una nación que sobrevive, o lo intenta, bajo la bota del totalitarismo: «No entendía ese sentimiento en ese entonces, cuando me senté junto a la ventana, mirando hacia el futuro. Honestamente, no podía entender si estaba feliz o triste. No lo entiendo hasta el día de hoy». Narcotizados por las redes sociales y la televisión por cable, felices en nuestro postrumpiano vacío, nada mejor que abordar este libro ganador del European Prize for Literature 2014, una fantasía modernizada de una Europa que nunca llega, plagada de metas no logradas y objetivos inalcanzables («como si todavía pudiéramos llegar a cualquier parte, como si no estuviéramos completamente perdidos»), un relato de cálida ironía, como una canción repetida ad libitum, un elogio de todo lo voluble, rápido, dulce, amargo, deslumbrante, voraz.
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El amanecer podrido Luis Martín Santos y Juan Benet Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2020 352 págs.
Cuentos de Madrid hacia 1950 Por José Antonio Vila Luis Martín Santos conoció un debut fulgurante en el panorama literario español de los años sesenta con su única novela publicada en vida: Tiempo de silencio, en 1962. Una novela que no es exagerado calificar de revolucionaria y que marcó todo un hito. Esa prometedora carrera se vio trágicamente truncada poco después cuando el escritor perdía la vida en un accidente automovilístico al filo de cumplir los cuarenta años de edad. Los comienzos de Juan Benet fueron más difíciles: sus tres primeros libros, el volumen de relatos Nunca llegarás a nada (1961), el ensayo La inspiración y el estilo (1966) y la novela Volverás a Región (1967), hoy considerados clásicos de las letras hispánicas contemporáneas, pasaron desapercibidos en el momento de su publicación original, y no fue hasta la concesión del premio Biblioteca Breve a su segunda novela, Una meditación, en 1969, cuando el autor adquirió fama y su carrera verdadera proyección. Los dos se habían conocido, sin embargo, mucho antes; su amistad se remontaba a los tiempos estudiantiles en que empezaron a formarse en las míticas tertulias literarias, filosóficas y artísticas de los cafés madrileños de la década de 1950. Allí coincidieron también con futuras luminarias de su generación como Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Josefina Rodríguez, Medardo Fraile, Alfonso Sastre o Emilio Lledó. Allí se formó esa íntima amistad que no estuvo exenta de los ribetes de la rivalidad: la competencia entre dos jóvenes brillantes e inusitadamente inteligentes dotados ambos de una confianza infinita en su propia valía, y la seguridad de que el porvenir habría de depararles grandes cosas. Ahora, unos setenta años después, gracias a las buenas artes del erudito y editor Mauricio Jalón, se dan a conocer estos cuentos escritos a cuatro manos por Martín Santos y Benet en sus tiempos de estudiantes. Los fami-
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liares de Martín Santos intentaron publicarlos al poco de haber fallecido este, pero Benet no quiso dar su consentimiento, juzgando aquellos textos meras tentativas cuasi adolescentes que en nada podían contribuir a enriquecer ni el testamento literario de su amigo ni el corpus de su propia obra madura. Afortunadamente, el valor histórico de estos relatos ha permitido que en 2020 pudieran al final ver la luz. Y deparan más de una sorpresa agradable. El conjunto de los sesenta y siete relatos (algunos de ellos muy breves) es eclético, pero en ellos predomina el enfoque burlón sobre el material narrativo. La consigna tácita o explícita para los escritores del medio siglo era retratar o «denunciar» (en la medida en que la censura lo permitiese) la sociedad franquista. Asuntos de gravedad que demandaban la seriedad en la expresión. Por el contrario, aquí el tono con frecuencia recuerda al de las «fábulas» que escribió Benet en los setenta, a medias entre la ironía y el humor malicioso. Beben de las tradiciones románticas, simbolistas y de las vanguardias, y en más de una ocasión se percibe la huella evidente de maestros de la escritura breve como Kafka o Samuel Beckett. Son palpables el afán de experimentación y la voluntad de divertimento, lo que empuja a los dos escritores a mostrarse inteligentemente irreverentes con todo lo humano y lo divino: desde los motivos sagrados en la España nacional-católica hasta la tradición clásica humanística pasando por las mitologías helénicas y hebreas. O asuntos tan poco dados a lo humorístico como la muerte y la enfermedad. Los dos amigos acuñaron, entre bromas y veras, la expresión «bajorrealismo» para designar la estética que desarrollaban. Pero la humorada juvenil no oculta el hecho de que los dos ya sabían lo que sabe cualquier escritor de verdad: que la literatura ofrece la posibilidad de una comprensión de la realidad de la que los hechos carecen en la vida. Un volumen, en fin, que es de inclusión obligada en las bibliotecas de todo admirador de estos dos grandísimos escritores.
Tres truenos
Marina Closs Tránsito: Madrid, 2021 160 págs.
Tres tristes tormentos Por Florencia del Campo Tres mujeres. Tres historias. Virginidad, paciencia, amor: tres sustantivos que son la segunda parte de los tres títulos, respectivamente, de los monólogos que conforman la obra. Tres truenos, tres tormentas, tres tormentos. La primera parte de cada título es el nombre de cada una de ellas: Cuñataí, Demut y Adriana. Entre el nombre y esos sustantivos, una conjunción que expresa identidad, sin disyuntiva. Hay algo entre cinematográfico y teatral en cada una de las piezas de este libro. En la primera, la narradora, guaraní, le habla a la «señorá», le cuenta su historia de nacimiento y de maternidad. Toda la vida de Cuñataí está atravesada por creencias, leyendas, relatos, mitos. No se puede hablar de este libro, pero sobre todo de este monólogo, sin hablar de lenguaje, de la variable lingüística que la autora escoge para su escritura. Marina Closs nació en Misiones, Argentina, y la primera de sus mujeres narradoras es también misionera. No es el rasgo guaraní sobre el castellano, solamente; es también una sintaxis única, que junto con el léxico dan como resultado una imprescindible voz para nuestra narrativa contemporánea. Rescato, casi accidentalmente, dos elementos en esta historia: camión y virginidad. No puedo evitar pensar en dos películas latinoamericanas: Las acacias (argentina) y La teta asustada (peruana). En la primera, el camión comunica Paraguay con Argentina y a un hombre y una mujer; en la segunda, las creencias de una cultura indígena llevan a una mujer a entender el cuerpo y la maternidad de una manera aterradora. Algo de esto está en las venas del relato de Closs. Y todavía me evoca más asociaciones. Este primer monólogo me transporta a la autora brasileña Clarice Lispector. Por la tensión entre lo humano y lo salvaje; por la flacura en los cuerpos de mujer, que de tan flacas queda en duda la condición femenina (y, por lo tanto,
también la fertilidad y la maternidad); por el componente adivinatorio y brujo; por la mujer sirvienta ante la patrona y por la mujer pobre. El segundo de los monólogos agrega otros temas: es el incesto y es la extranjeridad. Una mujer alemana se va a vivir al norte de la Argentina (de nuevo esta geografía) con su hermano, que es su pareja. Nuevamente, es la mujer con condiciones físicas de no-mujer, la mujer sin menstruación, la mujer a medias porque no puede ser madre, la mujer-esqueletito, la flacura como estigma, la marca gris en su condición de mujer, mujer sucia. Nuevamente Lispector, su Macabea, por ejemplo. Pero, sobre todo, en este segundo monólogo el tema es la lengua. Un libro que trabaja desde lo formal la lengua pone como tema argumental a la lengua. Los idiomas, no escuchar, no entender, no poder hablar. Pero decir de todas formas. «No es la lengua lo que me cuesta; es hablar y punto». Con esa lengua confusa o herida o rota, la lengua de la extranjera, la narradora puede decir esta belleza: «quedarme dormida de amor silencioso, al lado del hombre que era mi hermano». El tema de la maternidad atraviesa todo de manera oblicua. Entonces, «una se entierra a sí misma en las vidas futuras de sus hijos…». El último monólogo es el del cuerpo con sexo. Una danza, cuerpos que bailan, hilos que visten, y una serie de diálogos entre un hombre y una mujer que vuelven a recordar algo de esa rusticidad de los diálogos entre Olímpico y Macabea (La hora de la estrella) o de ese intento de diálogo entre los amantes Lori y Ulises (Aprendizaje o el libro de los placeres) que cae en el filo de lo filosófico. Este es el monólogo puerco, cerdo, de los fluidos y los orgasmos, el más teatral de todos, porque además (doblando la apuesta de nuevo) en parte su argumento transcurre en el mundo del teatro. Y, por supuesto, la condición femenina puesta en cuestión de nuevo, porque es posible dejar de ser mujer para ser un fantasma.
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El ambigú
Nunca fuimos más felices Carlos Marzal Tusquets: Barcelona, 2021 544 págs.
De todo corazón Por José Cervera Hay personas que, seguramente, deben considerar un acto de buena educación preguntarte qué libro estás leyendo cuando te ven con uno entre las manos. En esos casos, suelo facilitar las cosas. Cierro el libro y levanto la cubierta ante el susodicho para que no le exija mucho esfuerzo alimentar la curiosidad por sí mismo. No es extraño que, acto seguido, esa curiosidad, más glotona de lo que se piensa, apremie a preguntar de qué trata el libro en cuestión. Reconozco que esas situaciones me desconciertan, me dejan sin palabras, sin recursos para ofrecer una respuesta satisfactoria, ya que, últimamente, los libros que más placer me provocan no tratan de nada en concreto, pero porque tratan de todo en general. Son libros que prenden muy rápido con la llama de una idea hasta cierto punto intrascendente —un macguffin, podríamos decir— para propagarse como un incendio sobre pinocha reseca que arrasa parcelas de cultivo, hectáreas y hectáreas de monte, pueblos enteros... Libros híbridos en los que entro así, de una, tirándome de cabeza y sin voluntad, sin pretensiones, a ciegas, con el propósito de abandonarme al impulso de la corriente, sumergirme ahora, salir a coger aire al rato y hacer el muerto después, mientras me acuna el reposado vaivén del oleaje. En esta liga, por tirar del leitmotiv utilizado por Carlos Marzal en su último libro, juega Nunca fuimos más felices. El autor nos ha servido su corazón en bandeja de plata, ha abierto las puertas de su intimidad y consiente que el lector las traspase. Allí, en el interior, en una sala de más de quinientas páginas con las paredes pintadas de blanco, en la que solo hay una mecedora y una cama, encontramos al aire la realidad de su mundo, la realidad tal y como él la percibe; y lo que hace sencillo a más no poder Carlos Marzal es que esa realidad, la
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suya, acabe siendo la mía, la del lector, la de cada uno de nosotros. Hay escritores a los que me gusta imaginar ahí mismo, enfrente, alrededor de una paella en la que no hayamos dejado ni un grano de socarrat. Son los escritores que prefiero, los que me tocan la fibra, con los que me gustaría compartir una sobremesa, o dos o tres, yo qué sé, unas cuantas. Marzal, desde aquel El último de la fiesta, se cuenta entre ellos. Lo imagino echándose un poco hacia atrás para repantigarse, a lo largo y a lo ancho, con una pierna sobre la otra, con esa contagiosa sonrisa que se gasta de travieso redomado detrás de un enésimo chupito de cazalla en alto, improvisando un acertado aforismo como brindis antes de arrancarse a contar cómo es esto del fútbol y cómo es esto de la vida, la cosa en sí, el meollo del asunto. Al principio, Marzal ya advierte que no cree en los temas literarios. Dice que no hay argumentos mejores que otros acerca de los que escribir y que el verdadero interés de la literatura reside en el talento del escritor. Amén. Recién iniciada la lectura ya le damos la razón. No hace falta que venga el tiempo para nada, se la damos nosotros porque la tiene. Ya en las primeras páginas del libro me percato de que es indiferente el argumento, la trama, el asunto sobre el que ha escrito. Este es un libro sobre el amor. Ahí es nada. Es un inventario de afectos incontestables, los que declara hacia la familia y los que exhibe en cuestiones de amistad, cuyo apogeo se encuentra en el último capítulo, titulado «Prórroga», un hermoso homenaje al poeta y amigo Antonio Cabrera. La devoción es incontrolable, se derrama por los bordes de cada página, lo pone todo perdido. Devoción por cada una de las personas que justifican su vida, devoción por cada una de las personas que le hacen más sencillo vivirla, aquellos por los que cualquiera debe agradecer haber vivido. Es un libro sobre la felicidad, también sobre el amor —el amor y la felicidad son sinónimos, aunque no figuren como tales en ningún diccionario—, un libro que no se detiene en el lamento ni en la aflicción, de esta pareja ni rastro, y consigue contagiarnos, lo que no es poco, el estado de ánimo de quien se muestra satisfecho y celebra y da gracias cada mañana a primera hora frente al espejo
por lo que ha tenido y por lo que tiene y por todo lo bueno que la vida le proporcionará. Cualquier excusa parece que le sirve al autor para desviarse, ir de allá para acá sin rumbo fijo, y luego, al momento, cualquier otro pretexto le sirve para detenerse unas cuantas páginas a retozar en la reflexión. Lo mismo la visión de un pelo de Diego Armando Maradona, un artículo publicado en una revista, una conversación con un amigo, una anécdota que alguien ha escuchado contar y que ahora le cuenta al autor para que él nos la cuente a nosotros, un apunte autobiográfico, la transcripción de un par de aforismos ajenos, una máxima filosófica destilada a partir de los alardes técnicos que exhiben ciertos futbolistas, algún que otro trabalenguas, la crítica literaria... Los capítulos cortos, a veces incluso fogonazos, son un acierto, un andamiaje que se agradece, hace más agradable paladearlos, volver sobre lo leído. De esa forma queda más a mano abrir el libro al azar por cualquiera de sus páginas y dejarse ir sin preocuparse por lo que hay antes ni por lo que vendrá mucho después. Es un libro que se va haciendo al leer de la misma forma que se hacen los caminos machadianos con música de Joan Manuel Serrat y voz cascada de Joaquín Sabina. Para hablar del tono de la escritura, lo más correcto en este caso concreto, en el caso de Nunca fuimos más felices, lo adecuado sería hablar de los tonos, de los varios tonos, la miscelánea de tonos, mezcla de la mejor poesía —a la que nos tiene acostumbrados— con una prosa de Champions League en la que destacan el humor, la ironía, algún dardo, la nostalgia, el costumbrismo... Porque, claro y meridiano nos lo deja, es mezclar una de las máximas que a pies juntillas sigue el autor y el principal consejo que te ofrece a la primera de cambio. Si tuviera que manifestar la opinión que me merece el fútbol, la Cosa en Sí, admito que nunca me alinearía con el sector negacionista. Para nada. No llego a tanto. Si de lo que se trata es de sincerarme, por si acaso algún despistado que se acerque a este texto lo hace con intención
de dejarse aconsejar, diré que no es que me desagrade la práctica de este deporte —deporte o, según se mire, religión—; para ser sincero es que ni fu ni fa. La indiferencia es mi estado natural al respecto. Ahora bien, si, en ese sentido —en el deportivo, me refiero—, tuviera que extraer alguna afinidad de entre las páginas de este libro, antes que con el fervor futbolero exhibido por Carlos Marzal prefiero identificarme con las palabras que el padre de este le dirige: «No me gusta el fútbol, y me jodería que me gustara». Lo que sí me gusta, lo que me apasiona, uno de los pilares sin los que —siguiendo un efecto en cadena, similar al de esas fichas de dominó colocadas en fila para que cuando cada una caiga derribe la siguiente—, uno de los pilares, digo, sin los que se vendría abajo mi mundo interior y, a continuación, el mundo del que forman parte las personas que me son próximas y luego las lejanas —esas que no quiero ver ni en pintura— y luego la tierra y el cielo y el universo entero... lo que me hace perder la chaveta, mira tú, es la literatura. Lo que yo considero literatura de la buena, lo que mi instinto de lector voraz y torrencial me dice que es literatura de la buena, veredicto que emito «con el conocimiento de causa que me infunde la causa del conocimiento» literario. No hay nada que me deje más satisfecho que la lectura de un libro sobre la vida en concreto, en concreto y en general, sobre la dicha de vivirla; un muy buen libro como este Nunca fuimos más felices, mezcla de poesía, novela, ensayo, biografía, dietario, aforismo... porque, claro y meridiano nos lo deja —repito—, es mezclar una de las máximas que a pies juntillas sigue el autor y el principal consejo que te ofrece a la primera de cambio. Un libro soberbio que despide sabiduría a chorro libre, de los que ayudan a poner en orden el desorden que a veces agita las profundidades de uno mismo y equilibrio en la superficie, de los que ayudan a enderezar las fichas de dominó para mantenerlas así, como deben estar, bien erguidas y en hilera. Si eso no es felicidad de la de diez euforias sobre diez, si eso no la proporciona, que baje Dios... digo, que baje Maradona y lo vea.
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El ambigú
Ritual del laberinto
Julio Mas Alcaraz Bartleby: Madrid, 2021 134 págs.
La necesidad de la memoria Por Alberto García-Teresa Desde el inicio del tercer y espléndido poemario de Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970), se explicita la vigencia de la Historia («la vida / como un relato / que se hereda y transmite»), su continuidad («somos el humo de una guerra civil mal apagada»), así como la necesidad de la memoria («intentar olvidar es dejar a una persona viva enterrada en la nieve»). Precisamente, esa guerra civil es lo que vertebra toda la obra. Con un arco y un andamiaje narrativo claro, Ritual del laberinto se estructura en dos líneas temporales entre dos generaciones: abuela y nieta. Lorea, la nieta, habla desde un momento que podría ser nuestro presente. Lucía, la abuela, desde un pasado que todavía late. Entre ambas, se lanzan vínculos construidos por el afecto, el respeto y la conciencia de los lazos. Ambas voces se alternan en varias series de poemas, que se inician y se cierran con la descendiente, que es quien nos conduce al relato. Mas Alcaraz emplea un tono narrativo mantenido por la mirada lírica, de ritmo fluido y dicción clara. Utiliza símbolos clásicos pero construye, aun así, imágenes poderosas. Los poemas se van solapando como estampas de un paisaje físico y psicológico dominado por la desolación y la constatación de la derrota. Se alternan textos netamente líricos con otros descriptivos, aunque igualmente punteados de lirismo, muy sugerentes. Algunas piezas contienen el fulgor y la síntesis del aforismo. Otras, despliegan un recorrido narrativo. A su vez, se yuxtaponen escenas e imágenes hasta que llegan a componerse poemas completos y desencadenan una conclusión sentenciosa que se acumula en la atmósfera de pesadumbre del volumen. La nieta entra al recuerdo y a la Historia a través de acceder a espacios que disparan la evocación (en principio, la casa donde vivía Lucía; más adelante, la costa de donde partió al exilio; finalmente, el bosque
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a donde huyó) y observarlos con mirada indagadora, la cual revitaliza el presente. Lo hace en soledad, como si se proyectara la desolación del pasado. En todos ellos, queda constancia de la persistencia de la naturaleza y de la huella y de las marcas de la tragedia producidas por el ser humano. Por su parte, Lucía nos cuenta en presente el dolor y la angustia de la vivencia de una guerra en un pueblo. El autor no ubica dichos sucesos. No los concreta. Así, podría tratarse de la Guerra Civil Española o de cualquier otra. Nos lleva a las experiencias del encarcelamiento político (y ejecución) del esposo y de la maternidad en soledad. Más tarde, se marcha en barco al exilio. El viaje, con ese lento distanciamiento de la tierra natal, se recoge como un largo proceso de decaimiento anímico, brillantemente plasmado mediante numerosas imágenes de gran valor simbólico («parece que avancemos / sin dejar una estela»). Resulta significativo que, en esa línea del pasado, también se abre la memoria de un tiempo anterior. En el presente, se constata la derrota: «la grúa arranca olivos centenarios para unas villas de lujo». A pesar del afán destructor, persiste el recuerdo. Es la naturaleza la que parece abrazar la memoria y la protege frente al deseo de amnesia de la sociedad; el paisaje que arropa los restos y también nos escenifica la esperanza: «De pronto, el gorrión se posó / en la púa de la alambrada». Igualmente, Mas Alcaraz contrasta así la belleza de la naturaleza con la dureza de los acontecimientos sucedidos en esos lugares. Por su parte, la continua alusión a los niños sirve para disparar la ternura. De esta manera, además, se acrecienta el contraste con el horror de la guerra y la miseria y la represión de la posguerra. Con todo ello, esta excelente obra se va consolidando como un lamento contra la crueldad del ser humano y Julio Mas Alcaraz termina ofreciéndonos uno de los poemarios más interesantes de los últimos años.
Azul distinto Gabriel Insausti Pre-Textos: Valencia, 2021 100 págs.
Un aguatinta pensativa Por Erika Martínez París se empecina en seguir cambiando bajo los pies de quien camina. Su pasado tiene algo de organismo vivo y es, por ello, materia de asombro. La historia va espesando su tejido, acumulando capas y más capas que se cruzan, se interrumpen, se barajan con un orden enigmático que parece transformarse en cada parpadeo. El movimiento de sus hilos es perpetuo pero invisible, como los muertos a los que se dedica este poemario y con los que habla no siempre implícitamente. Se diría, al modo de Heráclito, que ningún hombre puede cruzar París dos veces, porque ni el hombre ni París serán los mismos. Para cada cual y en cada instante hay un Azul distinto. Bajo ese hermoso título, publicado este año por Pre-Textos, Gabriel Insausti ha reunido en este libro cuarenta y dos poemas que transitan con gran homogeneidad de uno a otro, pasándose el testigo de su endecasílabo blanco como nadadores por relevos. Autor de narrativa (Días en Ramplona o El hombre inaudible), poesía (Últimos días en Sabinia o Línea de nieve) y numerosos ensayos, Insausti es además un destacado aforista que cuenta entre sus aportaciones con los libros Preámbulos, El hilo de la luz y el estupendo Saque de lengua, ganador del V Premio Internacional José Bergamín. De la pulsión aforística, permanece en su último poemario cierto pensar con imágenes, un fondo moral y reflexivo. Azul distinto se lee como la obra de un poeta inglés en lo meditabundo y francés en lo flâneur. Ambas virtudes se reescriben aquí con un tono personalísimo que transita de lo hosco a lo melancólico con fogonazos de humor. Como flâneur, el ocioso forastero de este libro merodea los rincones de la ciudad con un aire mestizo de cronista y filósofo, cargando su herida existencial: «ser extranjero aquí es lo más cerca / que estarás nunca de un hogar». Las calles de París se revelan como un es-
pacio público donde desplegar la memoria y al mismo tiempo investigar sobre los vestigios de la urbe moderna: su pasado, lo que pervive de ella y cómo impacta con los horrores de nuestro presente (de los bombardeos de Palmira a los contagios de Wuhan). Un presente en el que dialogan la cultura finisecular del XIX y del último cambio de siglo, cuyas referencias fluyen como residuos arrastrados por el espíritu de época, acaso un nuevo spleen. Por debajo de los versos, el alma de la ciudad circula, emergiendo y volviendo a sumergirse, disfrazándose en la bruma, en el rumor de un arroyo prohibido o en la orilla donde «eres adonde vas». En ella se adentran los jóvenes bañistas con desenfado y el poeta con su escafandra: «No es que el alma no exista, entiende entonces: / al contrario, es que está por todas partes». Puede que el agua sea, en sus múltiples formas, el leitmotiv de este libro, al que alude jocosamente una cita de Bruce Lee: «Be water, my friend», que popularizó el principio taoísta de la acción natural no forzada y que parece subyacer también en este verso: «un hombre puede convertirse en agua». El agua nos trasciende, como «un dios turbio, pardo, huraño, bronco». Así habla el río mientras el flâneur habita la ciudad: la mora. Mientras sus pasos deambulan, el deambular de su conciencia ensaya también una moral. Su voz resuena como el dios turbio del río, pero también como un viejo hotel al que se envidia su carencia de aspavientos. ¿No es esa una poética? Las ciudades y «las cosas / caminan, sin saberlo, hacia lo eterno», pero no lo hacen desde su grandeur sino «como quien parte el pan o abre una puerta».
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El ambigú
Amaruka. Disonancia de la serpiente
VV. AA. (Selección de Freddy Ayala y Jorge Coco Serrano) Polibea: Madrid, 2021 172 págs.
Poesía migrante Por José Luis Gómez Toré Amaruka significa, según señala la introducción, ‘tierra de serpientes’, pero a la vez es obvia la cercanía a la palabra América, como si el propio continente se resistiera a ser nombrado siempre por Europa y propusiera su propia etimología, su genealogía plural y mestiza. La selección de Freddy Ayala y Jorge Coco Serrano nos presenta a trece poetas latinoamericanos residentes en la Península Ibérica que nos hablan precisamente de esa pluralidad y ese mestizaje, a la par que de la condición esquiva (de serpiente) tanto del poema como de la identidad. El sugerente epílogo de Arturo Borra incide en ese carácter de errancia de la palabra poética, que encuentra un correlato no siempre cómodo en la condición de migrantes de estos poetas que comparten, en la mayor parte, la lengua de su país de residencia, pero que saben de la extrañeza del idioma en sus propias carnes, por más que recojan con acierto el juego entre variedades dialectales y las distintas tradiciones que sustentan la escritura. Así, la argentina Noni Benegas escribe: «Temes que tu escritura no se haga nunca en un lugar propio», y es que la propia antología nos plantea una pregunta capital: ¿cuál es el lugar de la poesía si es que esta tiene lugar en algún sitio?, ¿desde dónde se escribe? Un dónde que es a la vez físico y emocional, cultural e histórico, y que se mueve sin cesar. Un lugar también político, no solo por las duras condiciones que con frecuencia imponen las leyes de extranjería (como reflejan aquí, desde lenguajes muy distintos, la ecuatoriana Carla Badillo
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Coronado o la argentina Viviana Paletta). También porque remite a un campo literario que sigue situándose en una perspectiva nacional, convirtiendo en ocasiones ese pequeño «charco» que recoge la lengua coloquial en un Atlántico difícilmente franqueable. Y es que no cabe más remedio que constatar que el diálogo con la poesía latinoamericana no es siempre fluido, y lo que es más sorprendente, ello ocurre también con la escrita por poetas residentes en nuestro propio territorio, como los aquí recogidos. Aunque pueda resultar anecdótico, no deja de ser un síntoma de las resistencias de nuestro sistema poético el hecho de que el Premio de la Crítica, en su variedad de poesía, solo una vez haya recaído sobre un poeta latinoamericano, aunque nacido en España: Tomás Segovia. Esa escasa permeabilidad del campo literario español, en lo que a la poesía se refiere, hace tal vez que buena parte de la poesía que se publique tienda a un cierto conservadurismo estético, muy poco dispuesto a dejarse sorprender o cuestionar. Por supuesto, resulta injusto situar toda la poesía española en un mismo saco, como también (y esta antología es prueba de ello) la poesía latinoamericana, que da muestra de una enorme variedad, desde el aliento mítico del argentino Rodrigo Galarza o el peruano Jorge Coco al juego con lo coloquial y el humor de Carla Badillo o el lirismo de Viviana Paletta (que encuentra en la aridez un símbolo del desarraigo: «Piedras mis padres / piedra mi casa / piedras la tumba»). Sin olvidar la inquisición lingüística del mexicano Óscar Pirot, quien en «Maneras de no decir serpiente» sugiere tal vez que el lugar del que se escribe es también a menudo el lugar desde donde se calla: «Cuando se trata / de matar / su lengua bífida / en latín / pronuncia / un silencio perfecto». La argentina Agustina Roca pregunta: «¿Cuál es tu frontera entre tu tierra y la mía?», un cuestionamiento común, en buena medida, a las distintas voces de este volumen. Desde ese territorio fluctuante, el propio lenguaje parece descomponerse, como en los textos de la venezolana Cristina Elena Pardo, quizá testimonio de «un mundo que se desmunda», como escribe en otro texto el peruano Diego Palmath, reflejando esa condición migrante de la palabra del que dan fe los poetas presentes en esta selección.
Recomendaciones de Quimera
Larva
Julián Ríos Jeckyll & Jill, 2021
Esta maravillosa reedición de Larva debería ser una de las grandes noticias de la temporada. En tiempos de literatura youtuber, de buscar el talento en el logaritmo y en la autoficción, la reedición de esta obra mítica, publicada por primera vez en 1984, nos debería reconciliar con la literatura. Con la buena literatura. No es Larva un libro sencillo. Ni siquiera podemos decir que sea una novela, si nos atenemos a las características del género. Lo que sí es evidente que Julián Ríos amplió aquí los límites del campo, como lo hicieron en su día Joyce o Guimarães Rosa. Una obra maravillosa. Esta reedición sólo puede ser una noticia grandiosa
Una ciudad del norte Pedro Ugarte Sloper, 2021
El autor vasco, ganador del Setenil por Nuestra historia, nos presenta ahora esta divertida novela, que consigue arrancarnos alguna carcajada, pero también nos insufla la amargura de los que se inician en el mundo adulto, todo a través de la fina ironía a la que nos tiene acostumbrados Ugarte. Obra coral que toca en clave literaria la realidad vasca que pervierte todas las relaciones personales mostrándonos la fragilidad de la condición humana.
Grand Hotel Europa Ilja Leonard Pfeijffer Acantilado, 2021
Un escritor en plena crisis sentimental, con un proyecto para escribir un libro sobre el turismo de masas, se refugia en un decadente hotel habitado por estrafalarios personajes. Alternando los momentos de su vida en el hotel con la historia de su reciente fracaso amoroso, con sabiduría narrativa e indudable interés, Leonard construye una magnífica historia que arrastra al lector y que constituye una brillante y sutil sátira sobre los abusos de una economía supeditada al turismo y, ante todo, sobre la decadencia de la vieja Europa, asfixiada por su historia y que ya sólo posee su pasado como atractivo que ofrecer. Una de las mejores novelas del año.
Ensayos I
Lydia Davis Eterna Cadencia, 2021
Sin duda Paul Auster está donde está porque se ha casado con mujeres como Davis. La autora reúne los textos de no ficción escritos durante décadas en el primer tomo de un total de dos. Se habla de la vida, de la escritura y de la traducción, presentando una valiosa herramienta para los aprendices de escritor para ver la cocina de su escritura. Analiza además a sus principales influencias y nos da treinta recomendaciones para escribir.
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R e c o m e n d a ci o n e s
La lucha por el futuro humano Jeremy Naydler Atalanta, 2021
Naydler analiza con perspicacia y desde diferentes perspectivas la irrupción (más reciente de lo que se tiende a pensar) de la tecnología digital y su impacto tanto en el medioambiente como en el ser humano, física y moralmente. A través de cinco breves ensayos, el autor afirma la necesidad de reafirmar los valores humanísticos esenciales al enfrentarnos a cuestiones como la inmersión vital en la realidad virtual, la integración de la tecnología en el cuerpo humano, la relación del individuo con la pantalla y con la máquina, o los posibles peligros para la salud de la radiación electromagnética necesaria para desarrollar el 5G y la internet de las cosas. Un libro esclarecedor.
El raro vicio de escribir la vida Manuel Rico Huso Ediciones, 2021
La obra de Manuel Rico discurre de nuevo por las hondonadas de la memoria. En este caso, este volumen parece una continuidad, aunque algo alejada en el tiempo, de los diarios que dieron pie a su libro de narrativa anterior: Escritor a la espera. Son memorias más cercanas, en que se entremezclan lecturas gozosas como las de Machado, Handke o Elfried Jelinek con la obra de pintores como Hopper. También es un libro de paisajes, de escenarios. Delhi, la sierra de Ayllón y, especialmente, el valle del Lozoya sirven al escritor para profundizar en sus reflexiones. Bellísimo libro que merece más de una lectura.
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Breviario provenzal Vicente Valero Periférica, 2021
Decir que Vicente Valero acaba de publicar un libro singular es caer en una redundancia, porque toda la obra del autor ibicenco está llena de libros singulares. En este Breviario provenzal Valero nos propone un viaje a la Provenza. Según costumbre, su lenguaje y su mirada nos hacen habitar el corazón del lugar al que nos traslada, volcando en él lo mejor de su talento literario, desde las memorias o el diario hasta la prosa poética. Una comunicación en dos direcciones que hace dialogar al arte con la naturaleza. Como nos explica Ana Abelenda, «Valero no cuenta, revela». Eso es lo que le convierte en una de las voces más interesantes e imponentes de nuestra actualidad literaria.
Tiempo ordinario
Eduardo Laporte Papeles Mínimos, 2021
Este nuevo libro de Eduardo Laporte no es solo un diario. No hay fechas, aunque exista una cronología lineal en sus apuntes. Tampoco está sujeto a la actualidad del día. Su disposición es, más bien, la de una serie de anotaciones que abordan asuntos tan variados como el lenguaje, el amor, la memoria, la cultura, la amistad, la vida. Experiencias mínimas que son, ante todo, una lección de libertad creadora. Laporte practica una mirada intuitiva, profunda, dominada por la hondura y la lucidez. Otro acierto de la editorial Papeles Mínimos, que está construyendo un catálogo imprescindible en nuestras letras.