Quimera Revista de Literatura | Número 461 | Mayo 2022

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ColaborAN en este número:

Antonio Alonso, Fernando Arrabal, Sara Barquinero, Elisa Núria Cabot, Luis Caldeiro, Carmen Canet, Miguel Ángel Carmona, Bel Carrasco, Jorge Carrión, Franco Chiaravalloti, Iván Closa, Jordi Corominas, José Manuel Dorrego Sáenz, Jean Christophe Garcia-Baquero, Alberto García-Teresa, Toni Hill, Iván Humanes, Laia López Manrique, Verónica Nieto, Juan Peregrina Martín, Laura Pérez, Susana Pozo, Tirso Priscilo Vallecillos, Ricardo Quesada, Mateo Rello, Miriam Reyes, Rosa Ribas, César Rodríguez de Sepúlveda, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Eduardo Ruiz Sosa, Edgardo Scott, Juan Trejo, Saturnino Valladares, Ana Vidal Pérez de la Ossa, Enrique Vila-Matas Fotografía de portada y Dossier:

Edificio del Eixample barcelonés. Fotografía: Antonio Alonso © Editor:

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Mayo 2022

Barcelona es una ciudad fascinante y poliédrica, que genera pasiones encontradas tanto en oriundos como en aquellos que hemos arribado a sus calles desde otros puntos de la geografía. Cosmopolita y provinciana, metropolitana y periférica, catalana y charnega (y multiétnica), capital de la edición en castellano y en catalán, la impronta de sus múltiples personalidades en la literatura y en los literatos es incuestionable. Sus calles han servido de escenario para las obras de Pla, de Rodoreda, de Marsé o de Mendoza. En ella han escrito algunas de sus obras maestras García Márquez, Vargas Llosa o Jean Genet. Por ello, si como dice Álex Chico «una ciudad es, antes que nada, un estado de ánimo», hemos querido reunir a unos cuantos autores y autoras residentes en la ciudad condal para que nos cuenten cómo la sienten y cómo la viven. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime:

Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos

El salón de los espejos

Einstein on the Beach

Entrevista a Fernando Arrabal – 4

Saturnino Valladares. Aproximación al epistolario

Entrevista a Sara Barquinero – 7

José Ángel Valente / José-Miguel Ullán (I):

Entrevista a Miguel Ángel Carmona – 11

El cielo raso

Núcleo biográfico – 46 Edgardo Scott. Criticando la crítica – 51

Barcelona

El ambigú

Álex Chico. Una discusión entrañable – 17

Jean Christophe Garcia-Baquero:

Enrique Vila-Matas. Barcelona, cuesta abajo – 18

Amigos para siempre, de Daniel Ruiz García – 54

Franco Chiaravalloti. Penumbras o luz – 20

José de María Romero Barea:

Rosa Ribas. Mudanzas – 22

Tango satánico, de László Krasznahorkai – 55

Miriam Reyes. Aquí es Barcelona – 24

Anna Rossell: La muerte es mi oficio, de Robert Merle – 56

Verónica Nieto. Te vas quedando – 26

Ana Vidal Pérez de la Ossa:

Juan Trejo.

Los últimos deseos, de Andrés Ortiz Tafur – 57

Barcelona, una breve educación sentimental – 28

Bel Carrasco: Ficciones, las justas. La nueva moral en el

Toni Hill. Ayer me encontré a mi ex – 29

cine, la música y la pornografía, de J. García Cívico, E.

Laia López Manrique. Una extraña en la ciudad – 31

Peydró, C. Pérez de Ziriza y A. Valero – 58

Ginés S. Cutillas.

Iván Closa: Palabras para la resistencia. Sobre poesía y

Barcelona, la ciudad de las tres plagas – 33

otras trincheras. Una conversación con José Antonio

Fernando Clemot. Estimada Barcelona: – 36

Jiménez, de Jordi Virallonga – 59

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

Jorge Carrión. Qué rara decadencia – 38

Carmen Canet: El balcón, de Ana García Negrete – 60

colaboradores aceptan que sus aportaciones

Eduardo Ruiz Sosa. Sobre puentes – 40

o electrónicos, sin la autorización del editor.

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-

Alberto García-Teresa: Te llamarás Pueblo, de Julio Hernández – 61

les no solicitados ni mantiene corresponden-

La vida breve

cia sobre los mismos. La revista no comparte

Luis Caldeiro. La dama de la torre – 42

Actos sucesivos, de Heberto de Sysmo– 62

Los pescadores de perlas

La piel es quien mejor lo entiende, de Inma Luna – 63

Microrrelatos inéditos de José Manuel Dorrego Sáenz – 43

Juan Peregrina Martín: Tiempo de paz y de memoria (Treinta

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Mateo Rello – 44

César Rodríguez de Sepúlveda: Tirso Priscilo Vallecillos:

poemas comentados), de Mariluz Escribano Pueo – 64

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Fernando Arrabal Texto: Iván Humanes

Fernando Arrabal responde a nuestras preguntas recién publicado un nuevo volumen de su obra Pétalos de confinamiento (Libros del Innombrable, 2022). Un drama ya estrenado en Paraguay en el que retrata a la poderosa y visceral Sélavy y que comparte páginas con el monólogo «Julieta», inspirado por la musa de los existencialistas, Juliette Gréco; así como otros textos publicados durante el confinamiento. No pocas páginas se han escrito sobre el «misterio» de su valioso legado durante este tiempo. En cualquier caso, Fernando Arrabal continúa alimentando su inconmensurable obra; nuestro verdadero legado. El ajedrez, la memoria, la confusión y los sueños siempre presentes en él, y en su entrevista.

Contra e4, Cf6. Defensa Alekhine. ¿Es una buena forma de definir su avatar en este mundo? ¿Lo son los jugadores hipermodernos? A pesar de mi pasión por el ajedrez —como por la pintura— no nací, como tanto hubiera deseado, con el talento de Robert Fischer, Alireza Firouzja, Sergey Karjakin, Magnus Carlsen y tantos otros. En las simultáneas que doy generalmente (juego obviamente con blancas) nunca mis oponentes han utilizado la defensa Alekhine, ni tampoco el propio Александр Александрович Алехин salvo en 1921. Se consideró siempre una mala defensa hasta que, en 1972, Fischer... «Hipermoderno» parece un título chusco gratuito y estrafalario ¿impropio del ajedrez? ¿Hay ya ajedrecistas «galácticos» que descienden por la Vía Láctea con la escampada hacia los bajos fondos?

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Pregunta onírica. ¿Que soñó el «cinco de marzo» de 2022? ...los dos vamos por un campo (sin vivienda alguna). ¿Por Ciudad Real? ¿Vamos hacia Jaén? Llega Diego Bardón. Nos alegra su sorprendente aparición. Topor me dice: «Seguramente Bardón nos ha traído su delicioso jamón». En efecto, de su mochila saca dos cachos enormes. Topor le pregunta: «¿Dónde os han puesto?». «Esta vez nos han alojado en una casa que es un balón gigantesco». Me pregunto: ¿cuál es el grupo que va con Bardón? Me siento tan feliz con ellos dos que ni me doy cuenta de que ya estamos en otro campo: en la raya con Portugal, cerca de Ciudad Rodrigo. Topor le pregunta a Bardón: «¿Cómo haces para que te dejen entrar en la casa/balón?» Bardón responde: «Silbo el pase. Me lo sé de memoria. Lo puedo repetir para vosotros». Se pone a silbar... como mi despertador. En ese mismo instante suena el despertador de mi habitación. Exactamente como el silbido de Bardón. Algo de erotismo gastronómico. Me han soplado al oído que su Faustball puede tener en un suspiro nueva versión. ¿Qué hay de cierto en ello? No soy desgraciadamente especialista de gastronomía y menos de erotismo. No es secreto alguno: las siete óperas que he realizado me han procurado insólitas satisfacciones y deleites inopinados en sus diferentes representaciones. De las de Faustball en la Ópera Real de Madrid guardo un sorpresivo recuerdo y en especial del director musical Jesús López Cobos... Espero mucho de la nueva representación ¿en Chicago? Aun-


los días el mismo plato». Los dos ¿querían acceder a un tiempo puro para sumergirse en las aguas originales de la existencia? Elija una obra de su ¿legado? Enigmáticamente se llama legado a mis cosas. Lo que he recibido inmerecidamente de tantos surgió muchas veces (o a menudo) del malentendido de creer que era yo el condenado a muerte o el representante-plenipotenciario-de-los-cuatro-avatares. Por casualidad las centellas que me rodean comenzaron ¿desde el inicio? ¿cuando me sentía una ánima errante sonámbula? ¿Deberemos los españoles exiliarnos para contemplar su colección particular en un futuro euclidiano? Mis cosas, mi tertulia y el piso de la calle Jouffroy están a menos de tres horas de Madrid o Barcelona. Lo han visitado anónimos, doctorantes, embajadores, ministras (a veces ministros) de Cultura o espontáneos. El último dijo: «Me entran ganas de correr sumido en el deseo de renovación total».

que he declarado al director de Sinfonía Virtual que tengo tan buena suerte que voy a descubrir la Sonata de Vinteuil para piano y violín... Los campesinos controlaban sus relojes al ver pasar a Kant recorriendo su sistemático paseo diario. Wittgenstein dijo al llegar a América: «Deme de comer cualquier cosa; pero todos

¿A dónde van los patos de Central Park cuando el lago está completamente congelado? Esa es la pregunta que hace a los taxistas de Nueva York, repetidas veces, Holden Caulfield, errando en The catcher in the rye, de Salinger. Sesenta años más tarde, la hicimos mi hija y yo a cincuenta taxistas de Nueva York el año en que el autor acababa de ocultarse: el 27 de enero de 2010. Cuando todas las esquinas de Manhattan nos invitaban con Rose Sélavy.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Fernando Arrabal

Defina la ocultación. A pesar de no ser definidor creo que se utiliza la palabra ocultación (especialmente los patafísicos) por ser más precisa que fallecimiento. Tzara, Marcel Duchamp, Topor, y no digamos André Breton y Thieri Foulc, hubieran sido (¡y fueron en alguna ocasión!) excelentes secretarios de redacción y no hubieran dejado pasar ningún «coquille/gazapo» en una de sus publicaciones. Creo que el consejo de Paul Valéry a Breton fue coherente: «Toda obra de arte es una celada y trampa de su propia destrucción... No lo piense más: sea el secretario de Proust».

Mujeres (Libros del Innombrable, 2021): la madre Mercedes, Teresina de Ferrer, Simone de Beauvoir... ¿Qué han supuesto para usted? No podría ni querría comparar a la «madre» Mercedes con una desconocida como Teresina de Ferrer o con Simone de Beauvoir (admiradora de Viva la Muerte). ¿Cómo interpretar la «contingencia-sartriana» cuando el cero esperaba su instante? En uno de sus «asentamientos» la «madre» empleó «contingencia» a su inconfundible aire. Vaya una pregunta que todo el mundo se hace, con el escándalo del desconocimiento: ¿es usted más anarquista que Thatcher? Henry Miller afirmó que Thoreau «es lo más raro que se puede encontrar sobre la faz de la tierra». Nunca pidió nada de nadie ni la supresión del Gobierno [solo quería un gobierno moderno: modesto] y aún menos de las ramas del anarquismo. Gandhi le veneró y divulgó su ahimsa. Quisiera ser yo un poeta de mi barrio contemplándolo todo maravillado, instagrameando o twitteando... ¿Practica la apuesta pascaliana de la inangustia? ¿Alguna vez ha probado la meditación trascendental, a lo David Lynch? Con la «madre» Mercedes, y luego en Valencia con los «agapitos», conocí éxtasis irrepetibles. Desgraciadamente no supe de otra trascendencia que la que otorga la satrapía. Cuando Lis le propuso a Michel Houellebecq (cansadísimo) la apuesta pascaliana, respondió acertadamente: «Pascal es demasiado rock-and-roll».

Óleo (105 cm x 105 cm). Autor: Fernando Arrabal ©

Si mira atrás y, en concreto, a su Viva la Muerte, ¿cree que el tiempo es repetición en su vida? ¿Que los buitres planean? ¿O que construyen un nuevo nacimiento como en su obra de teatro ¡tan evidente! En la cuerda floja? Cuando el diablo se esconde en las válvulas... Quizás me equivoque: la vida actúa ¿como si un arquero ciego disparara sus flechas de indeterminación, con coups-de-théâtre?

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La última. Memoria, azar y confusión. Responda lo que guste. Más quisiera yo que lo dicho y por decir les gustaran a su revista y a usted. Aunque desgraciadamente ¿nunca he podido ni puedo deshacerme de lo que creo esencial? En el génesis (¿antes del big-bang debo suponer?) ¿parecen ya evidentes para cernir todas y cada una de nuestras facultades el azar y la memoria? Cuando sin el tohu-bohu, sin la confusión, ¡pobres de nosotros!, no habría ni existencia ni esencia.


Entrevista a Sara Barquinero Texto: Bel Carrasco Fotografía: Ricardo Quesada ©

Nunca escribió un diario íntimo pero el hallazgo fortuito del de una mujer desconocida actuó como catalizador de su primera novela, con la que se ha revelado como una gran narradora. Sara Barquinero (Zaragoza, 1994) desmiente el tópico de que el novelista requiere cierta madurez para alcanzar la plenitud. Con solo veinticuatro años culminó un relato de gran hondura psicológica en el que explora distintas formas de relaciones humanas. Tras encontrar un diario de los años noventa que le obsesiona, la joven protagonista sin nombre de Estaré sola y sin fiesta (Lumen) viaja desde Zaragoza a distintas ciudades —Bilbao, Barcelona, Salou, Peñíscola— tras el rastro primero de una mujer y después del hombre al que esta amaba, y en sus trayectos dibuja un atlas de los afectos humanos sobre el trasfondo de la soledad, el desamor, la incomunicación y la muerte. Barquinero estudió Filosofía en la Universidad de Zaragoza y realizó un máster de Escritura Creativa en Hotel Kafka. En su breve y brillante trayectoria ha recibido varios premios y ahora cursa los estudios de doctorado. Tras Estaré sola y sin fiesta, Lumen publicará su proyecto Los escorpiones, formado por cinco novelas, y El desapego.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Sara Barquinero

¿Cómo fue surgiendo esta historia a partir de un viejo diario encontrado casualmente? Encontré el diario a través de mi amiga Laura cuando no había terminado la carrera todavía y aún vivíamos en Zaragoza. Ella lo vio antes, pero no le dio demasiada importancia y yo me lo quedé. En aquella época estaba bastante interesada en el mundo del fanzine, la performance y el arte amateur, así que lo primero que se me ocurrió fue hacer algo en esa línea que formó parte de una exposición colectiva que hicimos en la galería Rizoma, en Lavapiés. Pero el resultado no me terminó de convencer, era demasiado teórico y desarrollaba poco los temas que me preocupaban, y pensé en cambiar de formato. Intenté investigar en el barrio donde encontramos el diario, Torrero, pero nadie me dio ninguna pista de la que tirar. Así que me arrojé a hacer una novela desde cero. En aquel momento apenas había escrito nada, solo una novela pequeñita que publiqué el año pasado, pero no me costó demasiado: había pasado tanto tiempo con el diario encima, enseñándoselo a mis amigas o cosiendo fanzines que lo emulaban, que tenía la historia muy metida en la cabeza. Abordas temas de gran trascendencia como la muerte, la soledad, la depresión, la incomunicación... Sin embargo, no es una historia triste ni sombría. ¿Qué efecto pretendías causar en el lector? Algunos lectores me han dicho que les parece un texto angustioso y otros que es más bien esperanzador. Supongo que se puede leer de ambas formas. A mí me gusta que una novela me baje lo más hondo posible, que me entristezca y me desespere enseñándome a empatizar con situaciones que no he vivido, pero que forman parte de la condición humana, o que me obligue a hurgar en mi propia conciencia hasta el fondo. Pero que luego me dé una vía de salida, no tanto una solución como una ventana para un poco de esperanza. ¿Por qué no le pusiste nombre a la protagonista? Es una rémora de la primera versión de la novela, más ensayística. Al inicio pensaba no contar demasiado de la persona que buscaba, así que no era un personaje, era un vacío. Poco a poco me di cuenta de que funcionaba mejor si la protagonista tenía al menos un poco de personalidad, pero me resistí a darle un nombre. Me gustaba que en algún sentido pudiera ser cualquiera, y

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también no quitarle del todo el protagonismo a Yna, la autora del diario. ¿Podría calificarse tu novela como «antirromántica» en el sentido de que la protagonista, sin dejar de relacionarse con distintas parejas, huye constantemente del amor? En realidad, no creo que huya como tal del amor, sino que no está preparada para sentirlo de forma genuina. Querría estarlo, pero no es así. Su personalidad se ha configurado de tal forma que no es capaz de entregarse de ese modo sin certezas, es demasiado individualista. La obsesión que siente en principio por la autora del diario, Yna, deriva hacia Alejandro, el hombre al que esta ama y añora. ¿En el fondo no está buscando realmente a su padre, que la abandonó a tierna edad? Es una cuestión que quise dejar dibujada en la novela, pero no tratarla de forma explícita. Creo que la mayor parte de veces que nos obsesionamos con historias ajenas estamos buscando modelos de conducta o situaciones que nos ayuden a comprender nuestra propia vida, pero no solemos darnos cuenta de ello. Quizá pueda parecer que si comprendemos por qué una persona fue capaz de abandonar a otra comprenderemos por qué otros nos abandonaron a nosotras. En mi opinión esa es la forma en la que la ficción nos puede ayudar a comprender nuestra propia vida o los problemas del presente, como espejo. Viaja a Bilbao, Barcelona, Salou, Peñíscola... como si se trasladara por túneles de paredes opacas sin ninguna referencia al paisaje. ¿Fue algo deliberado omitir los exteriores? Creo que más bien hice del defecto virtud. Aunque muchas veces cuando escribo puedo ser precisa en situaciones o ambientes concretos, no me interesan demasiado las transiciones o las descripciones de espacios que no aportan nada más allá de la descripción misma o el preciosismo literario. Es algo que a mí misma me sucede como persona: a veces soy hiperconsciente de lo que me rodea, pero al mismo tiempo puedo olvidarlo todo sobre el camino que lleva a un lugar o cómo es un espacio que no me ha interesado demasiado. Es más bien un defecto, pero pude reconducirlo para que sirviese para enfocar lo más importante.


De todas las relaciones que entabla, la de Julián es sin duda la más significativa para ella. ¿Es él su antagonista, la persona que aporta luz y esperanza cuando le dice, por ejemplo: «En realidad, nunca nadie está solo. Incluso cuando alguien se va, nos acompaña»? Cuando planteé el personaje de Julián, pensé en mostrar cómo recibir exactamente lo que se quiere a veces solo sirve para mostrarnos que no era lo que en realidad queríamos. No puedo extenderme sin hacer spoilers. Pero sí que es un personaje más «esperanzador», porque era en el que más me pegaba dar voz a algunas de las ideas que esperaba que el lector pudiera sacar de la novela. También intenté ponerle alguna sombra, pero puede que me quedase de los más simpáticos. La acción transcurre como una indagación periodística o incluso policial, a la vez que como un tratado de sociología por sus encuentros con los distintos personajes. ¿Cómo los fuiste construyendo? En la última fase de la corrección, leí El fin del amor, de Eva Illouz, que hace una radiografía de las relaciones del presente, principalmente las heterosexuales. Me sirvió para «corregir» algunos personajes y actitudes que estaban ya en el primer borrador e intentar hacer un mapa de las «posibles relaciones» que se pueden experimentar. También me gustó mucho leer, y por eso mantuve la cita al inicio, El collar de la paloma, un texto clásico de Ibn Hazm que se pregunta por la esencia del amor. La protagonista cree de niña que el pasado existe en un lugar real (Canarias, una hora menos). ¿Te pasaba eso a ti? ¿Escribías diarios de pequeña o adolescente? Nunca en mi vida he escrito un diario y ni siquiera creo que sea capaz de escribir autoficción, no se me daría bien. Me gusta más trabajar con personajes ajenos a mí y repartir entre ellos mis obsesiones, anécdotas y neurosis. Si alguien me conoce bien, las puede encontrar fácilmente en lo que escribo, o ligar personajes de mi propia vida con los que aparecen en el texto. Por ejemplo, la anécdota de que «Canarias es el pasado» es una anécdota real, pero muchas otras de las historias de juventud de la protagonista no lo son.

¿Por qué los años noventa? ¿Tiene algo especial esa década? En tu relato da la impresión de que es un tiempo muy lejano, como si se tratara de otro siglo, lo que es cierto en realidad. Ahí no tuve mucha elección posible, porque el diario encontrado estaba fechado en 1990, así que me metí a tope en la década. Hablé mucho con gente que sí la había vivido y leí dos textos sobre los noventa que me ayudaron bastante, de Eduardo Maura y de Beatriz Navas Valdés. También me leí todos los ejemplares de El País de ese mismo año 90, y muchos Heraldo de Aragón. Sí que la siento como una época lejana, porque yo misma no la viví como tal —nací en el 94— y lo poco que recuerdo lo asocio a la infancia, y por tanto a otra época de mi vida. ¿Las nuevas tecnologías aceleran el paso del tiempo? ¿Cómo crees que afectarán a las próximas generaciones? Más bien diría que cambian la percepción del tiempo. Es cierto que existe una aceleración, pero también pueden hacer que una espera se sienta más dilatada: como todo en teoría puede ir más rápido, un minuto se puede hacer eterno. No creo que demonizar a la tecnología o a las redes sociales sea algo demasiado interesante, así, en general. Creo que tendemos a sospechar de toda innovación y que, en este caso, lo hacemos con la tecnología. Pero al fin y al cabo solo es una nueva técnica de relación con el mundo y, como toda técnica, no es mala ni buena en sí misma, es solo un medio, depende de los fines. Si queremos hacer una crítica a la relación de las nuevas generaciones con la tecnología debe ser más concreta, por ejemplo, preguntándonos qué empresas y qué productos se benefician de ciertas prácticas en la red, esto es: preguntarse por los fines no explicitados de ciertos usos tecnológicos y por la materialidad implicada en su desarrollo. Virtual no es sinónimo de inmaterial. Parece que en la literatura contemporánea se impone la autoficción. ¿Se han agotado los grandes relatos? Nunca me ha gustado la perspectiva de «el fin de los grandes relatos» porque me parece desempoderante. Se supone que, desde mediados del siglo XX, es imposible aceptar una explicación totalizante del mundo o entrar en una ideología de forma completa y sincera. Pero ¿es eso una virtud de nuestro tiempo? Y, más importante,

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Entrevista a Sara Barquinero

¿es una característica ineludible? Sinceramente, espero que no. Los grandes relatos no son solo ídolos vacuos de la razón, aunque también lo hayan sido y esté bien que sospechemos de ellos. Pero igualarlos a todos como si fuese igual creer en el Estado de derecho que en Pikachu me parece una trampa. El socialismo es también un gran relato. Cualquier proyecto de emancipación global va a ser, por necesidad, un «gran relato». La perspectiva de un futuro mejor, o de un futuro siquiera, es un gran relato, si se piensa en términos colectivos. A cambio de los grandes relatos hemos recibido pequeñas narrativas particulares o el «pensamiento débil» del que hablaba Vattimo. Local, fragmentario, muy consciente de los límites de las explicaciones totales sobre el mundo, y todavía más consciente de lo increíblemente compleja que es cualquier acción política, cultural o vital en el capitalismo avanzado. Tanto que quizá no merece la pena hacerla. Y eso lleva al inmovilismo, a la desesperanza o a la búsqueda de la libertad y la paz individual o de un colectivo muy concreto, no a un proyecto comunitario. Self care elitista y poco más. A ser los «últimos profetas de un barco que se hunde», apocalípticos. Creo que aceptando esto no estamos siendo los niños más listos de la clase, que se dan cuenta de la verdad profunda de las cosas y de lo inocente que resulta cualquier compromiso con el bien o la verdad, sino que más bien estamos aceptando unas reglas del juego que no sé si nos convienen. Muchas veces se piensa que algunos autores como Foucault están a favor de este tipo de perspectivas micro, pero creo que, si se estudia bien su obra, sobre todo en los últimos años de su producción, hay claves para pensar un horizonte distinto al «cada cual solo puede hablar de sí mismo y es muy difícil cambiar nada porque nada puede cambiar». En cierto modo ese mismo recelo al «pensamiento débil» afecta a mi relación con la autoficción contemporánea. Hay y habrá textos maravillosos dentro del género, algunas de mis novelas favoritas lo son. Muchas voces siguen siendo necesarias por lo que cuentan, o se produce en sus textos una renovación de estilo más allá de la materia del mismo. Pero a mí como escritora no me interesa demasiado contar mi experiencia como mujer cis blanca, intelectual y privilegiada en muchísimos sentidos. No me parece que aporte demasiado, a menos que se haga desde presupuestos formales que sirvan para renovar la experiencia del lenguaje. No sé si

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ese «pensamiento débil» no se acaba convirtiendo en el primo emo del pensamiento Mr. Wonderful. ¿Por qué estudiaste Filosofía y qué crees que te aporta como escritora? Decidí que quería estudiar Filosofía antes de empezar Bachillerato, por eso me cambié de Ciencias a Humanidades. Cuando llegó el momento de elegir ya la carrera, dudé con otras, pero revisé los programas y me quedé con esta. Quería una carrera en la que hubiese que leer lo máximo posible y no tanto estudiar temarios, y me pareció que Filosofía era la que más se adecuaba a ese perfil. De momento no creo que mi formación filosófica se haya lucido demasiado en Estaré sola y sin fiesta, pero creo que en algún momento haré como tal una «novela filosófica» o un ensayo más literario. Quizás me aporta cosas de las que yo misma no me doy cuenta, pero todavía no me siento preparada para hacer algo totalmente interdisciplinar. Publicar ficción en una prestigiosa editorial sin que medie un galardón literario no es fácil. ¿Cómo fue en su caso? Acabé esta novela a finales de 2018 y la envié a algunas editoriales o premios sin demasiada suerte y sin respuesta en la mayoría de los casos. La dejé en barbecho y fue una buena idea, con frialdad pude pulirla mucho más. Después decidí mandarla a la colección que dirigían Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez en Caballo de Troya, y más o menos un año más tarde me contactaron desde Lumen. Yo sospechaba que quizá mi texto, por la extensión sobre todo, no encajaba en la línea de Caballo, pero no esperaba noticias de otro sello de Penguin. La noticia me llegó cuando estábamos terminando el confinamiento, así que me puso contentísima. ¿Te agobia el impacto que está teniendo tu primera novela? Un poco. Por un lado, me encanta que se le preste atención a mi trabajo; me esforcé mucho en la novela y siempre he querido trabajar en algo ligado al mundo del libro. Pero no soy una persona excesivamente pública, siempre me ha gustado o bien la tranquilidad y la soledad o bien la gente de poco a poco, así que todo lo que tiene que ver con la promoción me pone un poco nerviosa y me agota. Pero en resumen estoy muy feliz, en cierto modo esto es lo que siempre había deseado.


Entrevista a Miguel Ángel Carmona Texto: Eva Díaz Riobello Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Desde que su libro de relatos Manual de autoayuda (Salto de página, 2016) quedase finalista del premio Setenil, la trayectoria de Miguel Ángel Carmona del Barco (Badajoz, 1979) ha estado jalonada de premios y reconocimientos que lo confirman como una de las voces más interesantes del panorama narrativo actual. Su nueva novela, Alegría (Alrevés, 2021), se alzó con el XXIV Premio Ciudad de Badajoz y en ella se atreve a adentrarse en el espinoso tema de la violencia de género, a través de la voz de una adolescente creada a partir de numerosos testimonios reales.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Miguel Ángel Carmona del Barco

¿De dónde surgió tu interés por escribir sobre la violencia de género? Este es un tema que ha estado siempre presente en todas mis obras, desde la primera novela que escribí, hace ahora casi veinte años. Sin embargo, no he sido consciente de esa continuidad hasta después de escribir Alegría. Ahora tengo claro que es uno de mis temas y lo seguirá siendo, aunque escriba novelas que, principalmente, aborden otros asuntos. No obstante, cuando empecé a trabajar en este proyecto, a mediados de 2018, pensaba que iba a escribir una novela sobre la trata con fines de explotación sexual, y sobre eso versaban mis lecturas. Pero después me di cuenta de que no era posible comprender el fenómeno de la trata sin comprender antes el fenómeno de la prostitución: y ahí empezó una nueva fase de documentación que, después de unos meses, terminó en La prostitución: aportaciones para un debate abierto, de Beatriz Gimeno. El libro de Gimeno me reveló otra clave: es imposible comprender el fenómeno de la prostitución sin comprender antes el fenómeno del matrimonio: el matrimonio no como un acuerdo libre entre dos partes que se unen y presentan esa unión ante la comunidad, colmados de felicidad, que es como lo hemos aprendido a través de Hollywood, sino como contrato de propiedad de un hombre sobre una mujer, o sobre varias mujeres. Tengo la impresión de que la violencia de género surge al mismo tiempo que esa institución, sumamente primitiva, y llega hasta nuestros días porque esa idea de contrato de propiedad persiste en algunas mentes: la mujer como una posesión del hombre. Tal vez todo podría resumirse con esa frase, aunque sea mucho más complejo que eso. Y fue ahí, en ese axioma, donde ya encontré mi lugar y decidí quedarme a investigar, a aprender: sentía que todo eso estaba mucho más cerca de mí, era mucho más útil para mí, me interpelaba directamente como hombre, como padre, como marido, como hijo. Ahí empezó una definitiva fase de documentación y entrevistas que, posteriormente, dieron lugar a Alegría. Ahora pienso que no podría haber escrito ninguna novela que no fuera esta. Ha sido todo un viaje. ¿Cómo fue el proceso de documentación de una temática tan compleja? Fue un proceso que me llevó alrededor de un año y medio. Antes de iniciar las entrevistas principales, hubo

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una fase muy importante de documentación bibliográfica, centrada fundamentalmente en lecturas de no ficción. Dividí los temas en feminismo, violencia de género, violación, maltrato infantil y trastorno narcisista, y leí todo lo que cayó en mis manos. Hubo libros, como los de Alice Miller o Amor y violencia, de Pepa Horno, y por supuesto, todo el trabajo de Leonore Walker, que tuvieron una influencia clara en la novela. Después llegó la fase de entrevistas a profesionales: desde matronas hasta psicólogos infantiles, pasando por trabajadoras sociales, abogados, fiscal, jueza de violencia de género, policía de seguimiento, orientadoras escolares… Y, finalmente, con todo lo aprendido, llegó esta tercera etapa que yo llamaría de inmersión, en la que entrevisté a mujeres víctimas de violencia de género. Hay que tener en cuenta que la mitad de ellas tenían una orden de protección en vigor. Llevaban años o meses recorriendo los distintos departamentos de la Administración en los que deben repetir, una y otra vez, su historia, pero siempre de una manera finalista, siempre con un objetivo y, por lo tanto, siempre de forma fragmentada. Por el contrario, mis encuentros con ellas siempre empezaban por la misma pregunta: «Cuéntame, ¿cómo era la casa en la que te criaste?». Nosotros teníamos todo el tiempo del mundo. Fue crucial crear un espacio en el que todo lo que ellas me quisieran contar se convirtiese, automáticamente, en relevante, solo por el mero hecho de que lo recordasen y lo seleccionasen. Y decía antes lo de la inmersión porque Alegría es, de algún modo, un trabajo actoral en el que he intentado interpretar a su protagonista buscando en mi interior sus motivaciones para actuar y sentir. Y eso solo ha sido posible, claro, gracias a ese proceso tan intenso, tan íntimo, tan bello y a la vez tan duro, de inmersión en sus historias. Alegría es una novela puramente de ficción y no creo que sea ni una mezcla ni una reordenación de aquellas historias que compartieron conmigo, sino algo completamente nuevo y distinto. Algo que, sin embargo, espero que les permita reconocerse, no solo a ellas, sino al resto de mujeres que alguna vez han sufrido cualquier tipo de maltrato. Cuentas que durante la preparación leíste mucho sobre violencia de género y sobre el trastorno narcisista, un rasgo común en los maltratadores y, en concreto, de Mario, el otro protagonista de la novela. ¿En algún momento


te planteaste contar la historia desde su perspectiva en lugar de la de Alegría? No, en ningún momento. Sí que intenté entrevistar a algunos de los maltratadores condenados que participan en el programa de rehabilitación de la cárcel de Badajoz, pero finalmente no fue posible y tuve que construir a Mario a partir de los testimonios de las mujeres, extrayendo la información que se colaba en el relato de sus vidas, y también de lo aprendido en la bibliografía a la que aludes. Pero como tenía muy claro que la voz debía ser la de Alegría, eso no me preocupaba, porque el lector solo llega a conocerlo a través de ella. En realidad, todos los personajes excepto la propia Alegría son una reconstrucción parcial y subjetiva elaborada por ella misma. Pero, contestando específicamente a tu pregunta, no me interesa la perspectiva del Mario adulto, del que actúa en la trama, pero sí que he valorado la posibilidad de contar la historia de Salvador y la de Soledad, que, como sabes, son los hijos fruto de esa unión. «Alegría», «Salvador» y «Soledad» conformarían una trilogía que abordaría de una forma integral la persistencia —y resistencia— del patrón de la violencia en personalidades aparentemente muy distintas, incluso opuestas... pero no te puedo decir más. Al inicio de la historia, Alegría es una adolescente de dieciséis años, procedente de una familia desestructurada y con bajos ingresos, e hija a su vez de un maltratador, el cóctel de ingredientes idóneo para acabar también siendo víctima del maltrato. Sin embargo, más adelante aparece el personaje de Tina, otra mujer maltratada que, sin embargo, tiene estudios, madurez e independencia económica. ¿Son estos dos perfiles igual de frecuentes en los casos que has conocido? Sí, así es. De hecho, siempre suelen citarse el nivel cultural y educativo y la precariedad económica como factores de riesgo, pero en mi opinión su influencia se ejerce de forma indirecta. Lo que realmente convierte en vulnerable a la mujer en esos casos es la ausencia de otros vínculos, familiares o de amistad, así como de alternativas a ese proyecto de vida con el maltratador. Esto lleva a que, por ejemplo, en el caso de Alegría, a pesar de que ella sea consciente en determinados momentos del rumbo que está tomando su relación con Mario e intente encontrar otros caminos, al final tenga que volver a él porque esta parece ser la única puerta

que siempre permanece abierta. Una relación de maltrato es un proyecto a largo plazo y eso el maltratador lo sabe bien. Por supuesto que la precariedad económica, la desestructuración de la familia de referencia, el bajo nivel cultural… son factores de riesgo, pero no tanto directamente de caer en una relación de maltrato como de aislamiento social: y es ese aislamiento el que constituye un verdadero riesgo para la mujer. En familias unidas, o en el caso de mujeres que, en ausencia de vínculos familiares, establecen lazos comunitarios fuertes, incluso en casos de precariedad económica, el maltratador tiene mucho más difícil llevar a cabo su plan de aislamiento. Y esto engancha con lo que me preguntabas sobre Tina: hay otro perfil menos mediático de mujer víctima de violencia de género, y es precisamente una mujer con estudios superiores e independencia económica que inicia una relación con un hombre, digamos, con un estatus inferior: profesionales de base, estudios primarios, etc. Al principio parece establecerse una relación de admiración de él hacia ella, de halago, de elogio, que es recogido en muchas ocasiones por una mujer con una autoestima baja a pesar de su valía: son mujeres en cuyo pasado, si ahondamos en él, encontraremos también infancias duras, que crecieron y llegaron a obtener sus titulaciones y sus puestos de trabajo a pesar de que en su círculo cercano nadie creyó en ellas, se las menospreció y se las humilló, y que ahora aparecen a los ojos de los demás como mujeres fuertes y hechas a sí mismas, pero que arrastran una herida profunda. En este caso, al principio el maltratador parece ser el hombre destinado a sanar esa herida porque le reconoce su valía, porque la admira. Sin embargo, esa configuración dura poco. Paulatinamente, el reconocimiento deviene crítica y la crítica, humillación, porque en realidad él no soporta sentirse inferior a ella: así que la ataca para quebrarla, para arrebatarle su mérito, su excelencia, para despojarla de su valía; porque, aunque no se lo reconozca a sí mismo, ese hombre no es capaz de relacionarse con ninguna mujer con la que no establezca una relación de superioridad. Por supuesto, en su fuero interno esto no sucede así: un narcisista siempre encontrará la manera de relacionar sus reacciones con actos u omisiones de ella, no importa qué haga o qué no haga. De este modo, puede llegar a convencerla de que es la única culpable, tanto de su propia destrucción —esa mujer va poco a poco borrándose— como del fracaso de la relación: la lleva a considerarse una

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Miguel Ángel Carmona del Barco

impostora por haberle hecho creer que era inteligente y brillante. Es brutal el camino de la manipulación. Por su parte, la mujer sigue buscando la recompensa que obtuvo en los primeros meses de relación sin darse cuenta de que, en realidad, era placebo. E, incluso, una vez que ya es consciente, queda otro reto tal vez más difícil aún, que es reconocerse a sí misma que ha vivido engañada, porque es casi tanto como darle la razón a él: tan inteligente no seré cuando he estado tres, cinco, diez años completamente anulada por él. Y ese pensamiento, a veces ya casi en la puerta de salida de la relación, muchas veces les hace dar la vuelta y regresar. Es muy duro porque, en el primer caso, que es el caso de Alegría, es la ausencia de alternativas para construir un proyecto de vida lo que la devuelve a los brazos de Mario; mientras que, en el segundo, que es el caso de Tina, es ese sentimiento de constante vacío, de pozo sin fondo, de necesidad de reconocimiento, de que alguien crea en ella, el que la engancha a su maltratador y la mantiene ahí, a la espera de unas migajas de cariño. De ahí la importancia de Alegría para Tina. Para mí, esa relación es una de las más bellas de la novela. La novela arranca en 1995 y termina en el año 2003, una elección que por su contexto político imagino que no es casual, ¿verdad? Pues no es exactamente casual, pero tampoco del todo premeditado. Te confieso que yo no iba a escribir la historia de Alegría, sino la de Soledad, su hija. Sin embargo, durante la fase de entrevistas me di cuenta de que era imposible comprender la historia de esas mujeres sin conocer antes la historia de sus madres, así que me propuse dedicarle un par de capítulos a la madre de Soledad, Alegría. Pero Alegría se ganó su derecho a contar su historia de viva voz y no a través de la voz de su hija. Eso, colateralmente, provocó que tuviera que retrasar una trama que originalmente quería ubicar en un contexto posterior a la aprobación de la Ley orgánica 1/2004 de violencia de género y ubicarla en los años en los que Alegría era un adolescente. De esa forma, el contexto que se retrata en la novela es el previo a la aprobación de la ley y por eso son tan importantes las redes informales de apoyo en ausencia de las redes oficiales e institucionales, que empezaron a tejerse y a extenderse con posterioridad a su aprobación. A lo largo de la novela, estructurada en capítulos breves con saltos temporales casi siempre hacia delante, vamos viendo cómo Alegría al

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principio se rebela contra el maltrato de Mario, hasta que progresivamente se ve incapaz de abandonarlo. ¿Cuál dirías que es para ella el punto de no retorno? La verdad es que es muy difícil contestar a esa pregunta, porque hay muchos momentos decisivos. Sin duda, el momento en que se queda embarazada es importantísimo, aunque a la vez son los hijos los que de algún modo la obligan a buscar una salida, así que ser madre es al mismo tiempo celda y sendero. Pero si tuviera que elegir un instante en el que el futuro de Alegría se ve definitivamente comprometido, creo que me quedaría con ese momento en el que ella pide ayuda abiertamente a su madre, que acaba de echarla de casa, y esta se niega, precisamente porque sabe cómo es Mario y no quiere enfrentarse a eso. La madre de Alegría ha sufrido también mucho y ahí elige, deliberadamente, no ser soporte de su hija. Le dice: «No quiero que entre otro hombre así en esta casa». De algún modo, se está protegiendo a sí misma y a su otro hijo, al que Mario acaba de agredir. Es una situación terriblemente compleja que se salda con el abandono de Alegría a su suerte. Es a esto a lo que me refería antes: la ausencia de alternativas a la construcción de un proyecto de vida que excluya al maltratador es un factor determinante. No sabemos qué habría pasado si su madre le hubiera tendido la mano. Tal vez, como ella misma argumenta, no habría habido nada que hacer, pero después está todo aquello que le dice, la manera en que le contagia su desesperanza: «Nada depende de lo que tú decidas. Tus cartas son las que te han tocado. Algunas nacemos para perder». El objetivo principal de la novela es mostrar al lector la génesis del maltrato, ser testigos de cómo Alegría va cayendo irremediablemente en la telaraña de manipulación, abusos y amor de Mario. Si la historia transcurriese en la actualidad, cuando existe más concienciación sobre la violencia de género, pero también más herramientas de control sobre las víctimas adolescentes, como el móvil o las redes sociales, ¿crees que Alegría lo habría tenido más fácil o más difícil? Creo que las estrategias de control y abuso se actualizan al mismo tiempo que avanzan los discursos de concienciación. Ambas cosas son las caras de una misma moneda. Después de una presentación, una mujer se acercó a mí y me dijo que había leído la novela y que


se había sentido muy identificada. Esa mujer había sufrido durante décadas un maltrato psicológico de gran intensidad, pero, como ella misma reconocía, durante ese tiempo no sabía nada de lo que le estaba ocurriendo. Pensaba que era normal. Hasta que un día escuchó en la televisión hablar sobre maltrato psicológico, así, con esas palabras. Y fueron las palabras, la posibilidad recién nacida de nombrar su realidad, las que la llevaron a reconocerse y a cortar vínculos con esa persona y a iniciar un largo proceso de recuperación en el que aún estaba inmersa. Quiero decir con esto que la terminológica es una batalla importante. Las víctimas tienen que tener una forma de nombrar su realidad y de nombrarse a sí mismas. El lenguaje es un gran aliado y, por eso, confío más en las campañas que ayudan a nombrar que en las que pretenden convencer. Un insulto, una agresión, la confiscación del dinero propio, el confinamiento obligado en el domicilio, la coacción para mantener relaciones sexuales, todo ello dentro de la pareja, es maltrato y es delito y no es amor y no es normal. Esas cosas, que pueden parecer tan obvias para algunas personas, no lo son para otras y decirlo, nombrarlo, puede marcar la diferencia. Para construir a la protagonista de tu novela entrevistaste a once mujeres víctimas de la violencia de género. ¿Qué aprendizajes destacarías de estos testimonios? Creo que hay que ser muy cauto cuando uno hace balance sobre un proceso de aprendizaje, porque la tendencia es intentar sintetizar esas enseñanzas en máximas y sentencias siempre enunciativas y casi siempre afirmativas. Sin embargo, tengo la impresión de que las verdaderas enseñanzas tienen forma de pregunta que puedes hacerte en tu día a día, y que, al ser formuladas, modifican de manera más o menos significativa tu conducta; por ejemplo: esto que estoy acostumbrado a decirle a mi hijo o a mi hija, ¿de qué manera puede influirle? O este comportamiento que tan asentado está ya en mi relación de pareja, ¿es verdaderamente igualitario o es una desigualdad emboscada? ¿Hacemos esto porque queremos o porque no sabemos hacerlo de otra manera? No obstante —y esto lo digo con la máxima de las reservas, porque los escritores podemos generar un conocimiento muy limitado siendo, como es, nuestro campo de acción la intimidad de nuestros personajes y no la teoría social—, a raíz de las entrevistas me pareció vislumbrar una hipótesis sobre la influencia del

vínculo intergeneracional entre madres maltratadas y sus hijas, y la pervivencia de ese patrón en generaciones posteriores. Es algo que nos preguntamos mucho, ¿no? ¿Por qué esa alta prevalencia de mujeres víctimas que, a su vez, son hijas de otras mujeres víctimas? Pues bien, tengo la impresión, únicamente fundamentada en la pequeña muestra a la que yo tuve acceso, de que las hijas que durante su proceso de maduración y emancipación han logrado reconciliarse y, de algún modo, perdonar a sus madres víctimas de maltrato; comprender las razones por las que quizá no estuvieron ahí, no fueron madres como las de sus compañeras — como pasa le pasa a Alegría cuando compara a su madre con la de Selene—… Es decir, cuando lograron reparar ese vínculo maternofilial que tanto sufre en una familia azotada por la violencia de género, estas hijas crecen más fuertes y menos vulnerables y, por lo tanto, tienen más herramientas para sustraerse al patrón y romper el ciclo de la violencia. En Alegría se ve o se intuye esta hipótesis: ella considera que su madre ha sido y es una madre terrible y, a pesar de ello, la necesita para no caer en las garras de Mario. De algún modo, ella sabe que es mejor una mala madre que ninguna, porque necesita un techo bajo el que vivir y porque necesita cariño, guía, protección, y sigue esperando que su madre se lo proporcione, aunque tenga que obligarla a ello. Y en ese descenso a los infiernos que es la novela, Alegría comprende poco a poco a su madre: no la justifica, pero sí que la comprende, y eso repara un poco el vínculo entre ellas y los vínculos que sobreviven a una relación de maltrato son lo único que ata a la víctima con el mundo exterior. Para terminar, ¿qué efecto te gustaría que tuviera esta novela en los lectores? Me gustaría que le tomaran la mano a Alegría en la primera página y no fueran capaces de soltársela hasta la última; pero también me gustaría que reflexionaran sobre el personaje de Mario: los agresores no surgen por generación espontánea y muchos de ellos fueron, en su infancia, víctimas a su vez de abusos y maltratos. No se trata de justificar su conducta: deben responder ante la ley y ante la sociedad, pero la sociedad también debe asumir su cuota de responsabilidad y ponerse manos a la obra para prevenir, no solo la proliferación de víctimas sino, especialmente, de maltratadores. Hay que intervenir con esos niños antes de que sea demasiado tarde, por ellos y por ellas. El foco debe estar en quien comete el crimen y no en quien lo sufre.

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Una discusión entrañable Álex Chico – 17

Barcelona, cuesta abajo Enrique Vila-Matas – 18

Penumbras o luz

Franco Chiaravalloti – 20

Mudanzas

Rosa Ribas – 22

Aquí es Barcelona Miriam Reyes – 24

Te vas quedando Verónica Nieto – 26

Barcelona, una breve educación sentimental Juan Trejo – 28

Ayer me encontré a mi ex Toni Hill – 29

Una extraña en la ciudad Laia López Manrique – 31

Barcelona, la ciudad de las tres plagas Ginés S. Cutillas – 33

Estimada Barcelona: Fernando Clemot – 36

Qué rara decadencia

Barcelona

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Jorge Carrión – 38

Sobre puentes

Eduardo Ruiz Sosa – 40


Una discusión entrañable Por Álex Chico Diría que una ciudad es, antes que nada, un estado de ánimo. Una forma de concebir el mundo a partir de unas pocas calles, como una metonimia en la que una porción minúscula de suelo nos hace entender un universo mucho más amplio. Somos una confederación de lugares, más que de almas, y con esa multiplicidad constatamos en ocasiones nuestro paso por el mundo. Las ciudades son, a su manera, una fe de vida. Sin embargo, como nos enseñó Georges Perec, definir una ciudad es una tarea demasiado compleja. Por eso no conviene precipitarnos a la hora de explicarla: la ciudad es un asunto demasiado amplio y hay muchas posibilidades de equivocarse. Mantenemos con ellas una relación que evoluciona y se trasforma, nos envuelve y nos deja a la intemperie, nos cobija y a la vez nos arroja a los márgenes. Un territorio es una dicotomía sobre plano: cada emplazamiento nos conduce hacia la memoria o el olvido, hacia el amor y el odio, hacia la comprensión o la pura antipatía. Habitar una ciudad es cargar con el paso del tiempo, porque proyectamos en ella lo que fuimos, lo que somos. Un espacio nos refleja. Y, si no lo hace, es porque nos cuesta definirnos a nosotros mismos.

Quizás por eso no sabría definir qué es exactamente Barcelona. Echo mano de Josep Pla y me digo que esta ciudad sigue generando una discusión entrañable. Cambio el adjetivo y añado otros que me surgen al vuelo: Barcelona es también una discusión salvaje y despiadada. No obstante, aquí seguimos. Aquí siguen estos autores que hablan de Barcelona como si hablaran de sí mismos. Porque esta ciudad forma parte de nosotros. Somos ella, a pesar de todo. Somos los barrios en los que vivimos, somos la memoria fraccionada de sus calles y seremos igualmente lo que exista cuando ya no estemos. Barcelona es una ciudad viajera y estable, inmóvil y cambiante. Un espacio geométrico rodeado de laberintos. Un territorio que no se edifica, sino que se reconstruye. Tal vez estemos asistiendo a uno de esos momentos en los que el lugar muda de piel. Puede que ese cambio nos relegue al papel de testigos, más que de protagonistas. Sin embargo, nadie que haya celebrado una urbe tendrá un papel secundario, aunque este rincón a orillas del Mediterráneo sea tan desagradecido en ocasiones. Imagino que por eso vivimos aquí, continuamos viviendo aquí. Porque Barcelona es nuestra ciudad, signifique eso lo que signifique.

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El cielo raso

Barcelona, cuesta abajo Por Enrique Vila-Matas Deambulo por la que quiero creer que es la misma zona en la que en una verbena de Sant Joan el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio y bajó caminando por la carretera del Carmel, hasta alcanzar la plaza Sanllehy, que es adonde acabo de llegar, justo hace un momento, y desde donde me propongo alcanzar el 546 de la calle Sardenya, donde un día estuvo la casa del capitán Blay, víctima de la guerra y lúcido en su locura. Cruzaré después, por el campo de hierba artificial del C. D. Europa, al que mi padre, por ser amigo del aventurero Zalacaín (fugaz presidente del club), estuvo una vez ligado, hasta el punto de hacerme socio cuando tenía catorce años recién cumplidos y era a veces el tercero de la clase, otras el segundo; no salía de ese bucle. Un domingo por la mañana, para mí extraordinario, vi un partido del Europa, del que solo recuerdo a mi padre, a Zalacaín con su gigantesco habano y a un delantero centro que se llamaba Rojas. ¿Quería ser yo delantero centro? Lo dudo porque, a los cinco años, en un partido entre niños de Sant Andreu de Llavaneres y la muy infantil «colonia» barcelonesa de verano fui expulsado en el primer minuto por revolverme tras la entrada del aguerrido defensa central. Y pronto queda atrás también la Travesía del Mal, mientras voy bajando, a ritmo de paseo, por el Torrent de les Flors (en realidad calle del señor Torrente Flores), arteria del barrio mental de Juan Marsé, un barrio que siempre fue sutil mezcla de las antiguas barriadas de La Salut y el Carmel, las del Guinardó y Gràcia. Voy bajando y al mismo tiempo noto la cercanía del Eixample, la zona más oscura de Barcelona, la misma en la que Carmen Laforet situó la lóbrega atmósfera de Nada, su implacable retrato milimétrico de la burguesía catalana.

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Y por donde Roberto Bolaño, el amigo de genio, transitaba a veces como el fantasma del padre de Hamlet. Voy y no voy, dejándome caer, eso sí, como si tan solo lo imaginara, por el Torrente, sabiendo que, una vez rebasada la plaza Rovira, mi campo visual se habrá poblado aún más de nietos de los derrotados históricos, de aquellos «hombres de hierro forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas». Voy y no voy, casi ya directo, en línea recta, hacia el territorio de la infancia, el paseo de Sant Joan, al que calculo que llegaré con las primeras luces, cuando el día esté ya clareando. El paseo de Sant Joan, que alguna vez llamé «mi calle Rimbaud», siempre acaba por remitirme a un paisaje gris de postguerra en Barcelona con una figura solitaria en el centro de la escena, en medio mismo del paseo, un flaco y pavoroso colegial aburrido, yo mismo sin ir más lejos. Una figura solitaria que asocio con un comentario de Piglia sobre la angustia y la nada de los primeros años de sus diarios («porque en ellos lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad»). En mis diarios de colegial, el vacío ocupaba también el lugar central. ¿Y qué más podía yo contar si no me pasaba nada? A este paso, pensaba, no llegaré nunca a narrador. Horror de los días anodinos. Jamás desearé volver a aquel vacío, porque, al faltarme la compañía de la literatura, quedaba reducido a una sombra. «Sólo soy una sombra», decía Pepe Bergamín, uno de mis escritores favoritos en aquellos días. Si huía tanto de aquel vacío era porque no quería acabar como el Rimbaud viejo, viejísimo, que, en La cuarentena, una novela de Le Clézio, entraba en una taberna con aspecto inequívoco de desarraigado y era la imagen misma de la soledad al moverse sin la cálida compañía de la literatura. No volvería ni loco a los días anodinos, aunque me prometieran que, al regresar del colegio, al atardecer,


Vista del monumento a Cristóbal Colón.

me sería posible volver a ver la coloración submarina de los portales del Eixample. Ahí, pensaba yo, seguro que sí estará pasando algo. Pero nunca he podido saber qué pasaba realmente. Como he ido descendiendo, estoy ya cerca del Arco de Triunfo, donde me desviaré para ir al sur mismo de esas Ramblas, que un día lo fueron todo para mí y para todos. Eran tiempos en los que una gente brutalmente local constituía su único espectáculo, un gran río de humanidad que bajaba hasta el mar, como aún puede verse en la gran Nápoles. En los dos últimos años, solo en una ocasión más he bajado al sur de la ciudad. Fui hace dos meses a las Drassanes en taxi y no iba exactamente aterrado, pero sí muy tímido mirando con extrañeza por la ventanilla el desolado —diría que arrasado— paisaje urbano, un espacio que iba descubriendo con creciente estupor, muy raro todo, como si nunca antes lo hubiera visto. De golpe, al notar de fondo el sonido de unos neumáticos mojados, miré por la ventanilla y vi que, efectivamente, lloviznaba. Aunque los lugares por los que cruzaba me eran familiares, seguía sin acabar de reconocerlos. Viajaba algo perdido, no sabía dónde estaba, quizás porque solo

alcanzaba a percibir, desde mi perspectiva de sótano, la primera planta de todos los edificios, sin que lograra identificarlos del todo, aunque dejé de preocuparme cuando comencé a divertirme especulando sobre la altura de los inmuebles. Viajaba en cierta forma muy expectante, después de tantos meses de misantropía, pero me costaba aceptar que algo que creía que conocía bien hubiera cambiado tanto. Y de pronto, cuando con mayor curiosidad estaba mirando por la ventanilla, comprendí que lo que alcanzaba a ver correspondía a la que en realidad había sido siempre mi perspectiva habitual, como si me hubiera siempre desplazado por Barcelona a ras de suelo. Fue en ese momento cuando comenzó a llover más fuerte y, un segundo después, reconocí, con inesperada grandísima emoción, a través del cristal empañado, la base del monumento a Colón. No hay otras ciudades, decía Mandiargues en La marge, donde las estatuas estén estacionadas como en Barcelona a tanta altura, como si temieran dejarlas al alcance de los hombres. No sabiendo qué hacer con tan repentina visión, me comporté como un turista en mi propia ciudad y, recurriendo a la cámara del móvil, fotografié la desabrida base del monumento invisible, y con ella el velo de lluvia que la cubría.

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El cielo raso

Penumbras o luz Por Franco Chiaravalloti Subo al Tibidabo para comprobar cómo se ve Barcelona sin mí. Es esta una práctica habitual de los cincuenta o sesenta mil habitantes que aún permanecemos en la ciudad, no tanto como ejercicio de evasión sino de autoflagelación moral. Desde esta altura es posible distinguir algunas columnas de humo, las de los últimos contenedores que aún quedaban por incendiar; también, la estrella que engalana la punta de la Sagrada Familia, ahora con todas sus bombillas fundidas; o la silueta de la otrora torre Agbar, hoy propiedad de la empresa Xvideos. Ya no hay rastros de la Barceloneta o del puerto, bajo las aguas debido a la subida del nivel del mar. A lo lejos, apenas es posible ver lo único que queda sobre la superficie de la antigua zona costera: la punta del monumento a Colón y la mitad de la torre Mapfre y el Hotel Arts. Y al fondo el cielo ceniza, gris como la carne podrida, que perfila el horizonte incólume. Inicio el descenso. En mi camino atravieso el barrio de Roquetes, el más ostentoso y privativo de la urbe, asiento de consulados y organismos oficiales. Según dicen, también es la zona con el aire más puro, la única donde perduran los plataneros, que, por fortuna para mis dañados pulmones, ya no producen polen. Aprovecho el momento y trago una profunda bocanada de oxígeno, que dejo merodear en el paladar cual sumiller degustando un Penedès o un Terra Alta, aquellas regiones que antes del boicot solían producir los mejores caldos de la península. Varias calles más abajo doy con el lago del Carmel y rodeo su margen. Me detengo de vez en cuando a

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contemplar mi reflejo en las aguas anaranjadas. Veo un rostro arrugado, lleno de pústulas. Distingo en esas profundidades los vestigios de las edificaciones que sucumbieron a los numerosos socavones que derrumbaron el barrio, ese Carmel nacido como un puñado de chabolas, que pronto se convirtió en un populoso barrio obrero y acabó siendo un influyente centro financiero, cuna de las granjas de criptomonedas que contribuyeron a la debacle global. Sigo bajando con paso errante. Sumido en mis cavilaciones, no advierto que he llegado al Park Güell, rodeado de vallas electrificadas y engalanado con un cartel que reza «Caution: biohazard». Huyo de esa zona atroz y alcanzo el faraónico aparcamiento Nuñeznavarro, antes conocido como barrio de Vallcarca. Me detengo allí varios minutos para apreciar el infinito lienzo de cemento atravesado de líneas azules que delimitan el espacio donde debería haber coches, decenas de miles de vehículos que en mis tiempos atiborraban la explanada, y que hoy está desierta. A duras penas, haciendo equilibrio sobre unos troncos, atravieso la brava riada de Travessera de Dalt y llego al burgo de Gràcia, donde por fin encuentro el sosiego que buscaba. Allí hay presencia humana, movimiento, perros sin correa, algunas terrazas al sol con vecinos disfrutando copas de agua con hielo, si bien en las plazas ya no hay árboles ni críos jugando al balón. Siento un nudo en la garganta. Tonto de mí, ¿por qué me vuelvo a emocionar por lo mismo, una y otra vez? Ocupo una mesa de un bar de la plaza Virreina. El camarero que se acerca no tiene más de cinco años; la


Vías del ferrocarril. Fotografía: Antonio Alonso ©

mesa, de hecho, es más alta que él. Le pido un café, el niño me mira con perplejidad. Sí, sí, un café, repito con vehemencia. Estas malsanas caminatas me sumen en una angustia densa, y solo el café —ese lujo de magnates— es lo único capaz de aligerarme la conciencia. Minutos después, los bríos cafeínicos me llevan casi sin advertirlo al checkpoint de Diagonal y Passeig de Gràcia. Enseño mi frente a los militares, me la escanean y me permiten pasar. El descenso en línea recta por la avenida ancha y vacía, antes asiento de lujosas cadenas de ropa, me motiva a caminar con soltura, cual bandera al viento. La sensación es agradable. Mis pensamientos oscuros se disipan mientras atravieso las calles Rosselló, Provença y Mallorca, mientras paso frente al cartel que testifica la existencia de una casa llamada Batlló, o la placa que, en la esquina con Aragón, homenajea al último semáforo de Europa.

Un caudal de imágenes en sepia se agolpan en mi memoria: recuerdo a aquellos colegas que hablaban de la debacle de la Ciudad Condal —«Barcelona ya no tiene poder», decían—, y yo que asentía con reparos. La capital cultural del Mediterráneo, les rebatía; la olímpica, la posa’t guapa, la botiga més gran del món, repito hoy entre dientes al tiempo que cruzo Consell de Cent. El Mobile World Congress, el 080, el Sónar, susurro mientras unas gaviotas rasgan el cielo. El Barça de Guardiola, el de Xavi, el de Florentino. Llego a Diputació, desde allí ya es posible ver el mar. Cobi, Floquet de Neu, la Queta. Una brisa salada me da en la cara. Quince de marzo, uno de octubre, dos de octubre. Me detengo a respirar, necesito un descanso. Vicky, Cristina, Penélope. Procuro silenciar la mente, aunque sea por un rato. «Al metro està prohibit parlar», «Civisme, si us plau». Las olas dan lengüetazos tenues sobre la playa de la Gran Via, allí donde por fin muere la ciudad y comienza a reinar el Mediterráneo. Me quito los zapatos, dejo huellas tímidas sobre la arena y me mojo los pies para atemperar mis ánimos. Ante mí el mar, y más allá el resto del mundo, donde, según dicen, se cuecen mejores planes, se pisan tierras más fértiles y surcan aires más dulces. Y a mis espaldas, la posmoderna Babilonia, esclava de sus sombras, de sus caprichos y pecados. Dudo si girarme o no para observar la ciudad. Temo confirmar mis sospechas, recibir la estocada final, ser presa del sentimiento definitivo que me motive a huir de allí, a huir de ella. Pero quién sabe. Si la contemplo en su totalidad desde bien abajo, con el amor que mueve el sol y las otras estrellas —cual Beatriz, cual Dante—, quizás me encuentre con la luz.

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El cielo raso

Mudanzas Por Rosa Ribas Me mudé a vivir a Barcelona en julio de 2021, después de vivir treinta años en Alemania. Durante esas tres décadas cada vez que me presentaban a alguien solía hacerme la misma pregunta: ¿cómo puedes vivir en Frankfurt viniendo de Barcelona? La formulación podía variar, pero el tono era siempre de absoluta incredulidad. Porque para mucha gente en Alemania Barcelona es LA ciudad. Vivir en Barcelona, un sueño, un deseo. Para muchos Barcelona tomaba el relevo a la adorada Italia, paradigma del anhelo germánico del sur. En el clasicismo alemán el viaje a Italia era preceptivo para la formación vital y cultural de los artistas que buscaban el contacto con la antigüedad clásica. Así lo hizo Goethe, quien entre septiembre de 1786 y mayo de 1788 abandonó los cielos grises del norte para encontrar la luz del sur en su viaje italiano. Y, como Goethe fue siempre muy consciente de su propia trascendencia y de la necesidad (si no obligación) de dejar al mundo testimonio de su paso por él, recogió sus experiencias en el libro Viaje a Italia. Aunque más importante para el imaginario de la Italiensehnsucht (en alemán hay, cómo no, incluso una palabra la referirse al anhelo de Italia) es uno de los poemas emblemáticos de la lírica alemana, «Mignon», que empieza con uno de los versos más conocidos y citados «Kennst du das Land, wo die Zitronen blühn» (¿Conoces el país donde florecen los limones?). Beethoven, Schubert, Schumann, Wolf, entre otros, le pusieron música. Para acabar de fijarlo, quedó el icónico retrato de Tischbein Goethe en la campiña, en la que Goethe no solo nos muestra su portentoso perfil y un muslo bien vestido, sino todos los elementos de ese sueño de cultura clásica y buen clima.

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Por cierto, este cuadro se encuentra en el museo Städel de Frankfurt, donde, para más señas, nació Goethe. Y donde durante tres décadas, como decía al principio, tuve que responder a la pregunta: «¿Cómo puedes vivir en Frankfurt viniendo de Barcelona?». Barcelona ofrece, a ojos de los alemanes, marcados endémicamente por una relación de amor-odio hacia su país, todo lo que representa el sur y, además, modernidad y marcha. Te hablaban de Barcelona con fascinación, con arrobo, con nostalgia. Y volvían a mirarte raro porque prefirieras vivir en la pequeña Frankfurt. Quién sabe, tal vez Goethe a principios del siglo XXI se habría hecho retratar desde el Tibidabo con el mar, la Sagrada Familia y la torre Agbar de fondo. Pero entonces, cuando decidí volver a Barcelona, cuando me dispuse a cumplir el sueño de tantos alemanes, lo primero que me preguntó un amigo barcelonés al anunciárselo fue: «¿Estás segura?». Y me habló de una sociedad crispada por el procés, de una ciudad empequeñecida, empobrecida, que nada tenía que ver con el cosmopolitismo y el mestizaje de los que tanto se jactaba. Me chocó, pero lo ignoré. Tras vivir en una de las ciudades más desconocidas de Alemania y bastante maltratada por los prejuicios como es Frankfurt, estoy acostumbrada a enfrentarme a los mensajes negativos. Que si Frankfurt es peligrosa, que si Frankfurt es inhóspita, que si es provinciana… De modo que, a pesar de las advertencias, seguí preparándome para abandonar la que había sido mi casa durante tantos años. Barcelona es una ciudad acomplejada, decía alguien en un programa de radio que escuchaba mientras iba metiendo en cajas los libros supervivientes de la purga necesaria y obligatoria que implica una mudanza. Barcelona es un páramo cultural, sentenciaba alguien en otra entrevista que me acompañaba mientras doblaba


la ropa antes de empaquetarla. Barcelona es una ciudad Y en la calle y en los medios se repetía el mantra deprimida, se leía en un artículo de prensa del periódico negativo. «Mira qué sucio está todo. Mira que gris es en que envolvía piezas de vajilla. Barcelona es una somtodo. Mira qué deprimidos estamos». bra de sí misma, me recordaba un podcast a la vez que ¿De verdad me había equivocado al volver? yo seguía precintando cajas. Barcelona se ha vuelto una Hasta que caí en la cuenta de que lo mío no era para ciudad de espíritu pequeño, repetían nada un regreso. Me había marlas voces, ahora ya instaladas en chado de Alemania para ir a un mi cabeza, mientras los empleados lugar nuevo. Porque después de de la empresa de mudanzas numetreinta años en un país que has heraban las cajas, las bajaban por la cho tu casa, no regresas al de oriescalera y las metían en el camión. gen, sino que te vas a un lugar faBarcelona es una ciudad deprimida, miliar, pero también desconocido. insistían mientras veía bajar mi Así que en mi caso las nostalescritorio para desaparecer en el gias quedaron reservadas para la interior del vehículo. Barcelona es Alemania que tanto me gustaba y una ciudad triste, lo que no se carabandoné. No para la Barcelona gó el procés lo remató la pandemia, que fue. martilleaban cuando, tras meter la Barcelona se convirtió así en última caja, los de la mudanza ceterritorio nuevo y había que verla rraron las puertas del camión. Barcon ojos nuevos. Con los ojos del celona es una ciudad gris. Firmamos explorador. Y los exploradores no el papel con la lista de bultos carse dejan arrastrar por mantras fagados y poco después el camión se talistas, no repiten el discurso de marchaba con todas nuestras cosas la decadencia, de la depresión. menos las pocas que llevaríamos Los exploradores miran, se dejan en la maleta. fascinar por todo lo que es bello y Como pájaros de mal agüero, asombroso. Aunque tampoco son las voces siguieron al avión que ciegos: se enfadan, se espantan, Souvenirs en Las Ramblas. Fotografía: Susana Pozo © nos llevaba de Frankfurt a Barcepor todo lo feo, triste, gris que enlona. Era un graznido constante, cuentran en la ciudad. que repetía «Te estás equivocando. No vuelvas. No es Así que te subes al Tibidabo y miras la ciudad a tus la ciudad que recuerdas. No es lo que esperas». pies, ese gran lagarto tendido al sol. Un lagarto toda¿De verdad me estaba equivocando? vía algo adormilado, pero que pronto, de ello no cabe Al sobrevolarla por el mar, vista desde la ventanilla, la la menor duda, mudará la piel. No sabemos qué habrá ciudad parecía adormilada. Como un gran lagarto al sol. debajo. Desde luego no la piel anterior. Eso es pasado. «¿Lo ves? Aquí no pasa nada.» Será otra y la espero con ganas de descubrirla.

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Aquí es Barcelona Por Miriam Reyes Había una vez una ciudad. Yo me empeciné en habitarla. No me atrevería nunca a decir que es mi ciudad. O puede que sí lo diga alguna vez, ayudada por el alcohol o por una emoción muy fuerte. Cuando me preguntan por ella, o cuando tan solo la nombran de pasada, no disimulo porque no necesito fingir indiferencia para conquistarla. Hablo de ella con amor y orgullo, como si la hubiera creado yo. Como si hubiera salido de mi cuerpo y la hubiera alimentado con mis manos. Con amor y orgullo como si fuera parte o producto de mí. No ignoro que es bastante más antigua que Cristo y que es producto y parte de millones de seres de los Vista de Barcelona desde la Fundació Joan Miró. Fotografía: Álex Chico ©

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que solo quedan partículas atómicas dispersas y algunas historias. Soy consciente de que, al igual que yo, tiene sus pasados y es y ha sido muchas ciudades antes de ser esta que me creo. Aquí no nací a los cero años, ni a los treinta, cuando conseguí instalarme por primera vez. Fue a los cuarenta, cuando volví a trasladarme a Barcelona por segunda vez, cuando me pasó algo parecido a nacer. Y nací sola, tuve que enseñarme a caminar hasta la puerta, a bajar las escaleras, a comer. Lo tuve que aprender todo de nuevo. En ese momento éramos solo ella y yo. Aprendí a hablar muy lentamente, observando como otras personas articulaban sonidos al abrir y cerrar la boca, en recitales de poesía, en conciertos, en performances o en pases de vídeo. Salía de casa y


de mí como una obligación. Me convertí en público y poco a poco fui aprendiendo a cruzar algunas palabras con otras personas. Las cosas que más me gustaban tenían demasiados asientos vacíos. Aprendí a aplaudir muy fuerte, durante mucho rato y a agradecer con mi atención a intérpretes, poetas, performers y artistas. Gracias, gracias por nutrirme y mantenerme despierta. Creo que fue entonces cuando conocí esta Barcelona. La primera vez que viví aquí lo hice un poco de espaldas a ella, igual que ella se colocaba de espaldas al mar hasta no hace tanto. Por eso no me costó dejarla. Hoy me parece imposible. No se me ocurre lugar en el mundo en el que preferiría estar. Puedo decir que no soy de aquí, pero que aquí soy: aquí me esparzo, me expando, me pierdo, me asombro y me calmo. He vivido en diez ciudades diferentes, en tres continentes y cinco países. Aquí quiero seguir siendo. Esta es la única ciudad que siento que he escogido. No voy a mentir: lo primero que me atrajo de ella cuando la visité en el año 2000, casi recién llegada de Rotterdam, fue su belleza. Me pareció preciosa. Lo segundo que me enamoró en esa misma visita fue comprobar que en ella habitaba gente de todas partes del mundo, alimentando y haciendo crecer, con sus culturas de origen y sus diferentes visiones de la realidad, la cultura local. Ya sabía, por las experiencias que había tenido viviendo en ciudades con y sin población migrante, que la variedad cultural es una garantía de movimiento y de aprendizaje continuo. No me gustan las ciudades detenidas. En 2007, cuando llevaba un par de años viviendo en ella en mi primer intento (2005-2009), me invitaron a participar en un libro llamado Odio Barcelona. Durante meses estuve dándole vueltas a un texto que nunca entregué ni llegué a enseñarle a nadie y que llevaba por título «Refutación o constatación de tres de los motivos más frecuentes por los que la gente dice que odia Barcelona». No podía hablar por mí misma porque yo no odiaba Barcelona, estaba destinada al fracaso, por mucho que lo intentara no podía hacer lo que me pedían. Ahora que lo releo me parece que no estaba tan mal. Tenía ritmo y algo de sentido del humor. El primer motivo que esgrimía, y el que mejor desarrollaba, era la saturación turística y sus consecuencias. Citaba a quienes decían que Barcelona no era una ciudad sino un parque temático, una ciudad para las fotos y las visitas guiadas, que expulsaba a sus habitantes. Sin embargo, no puedo evitar diferenciar eso que llaman el modelo de ciudad, es decir, la ciudad cons-

truida desde la oficialidad y el pensamiento macroeconómico, que todavía se fundamenta en el turismo y propicia la gentrificación, y la ciudad que amo. De hecho, a veces los encuentro tan diferentes (ciudad y modelo) que casi me parece que pertenecen a realidades paralelas. Ese modelo me hace difícil vivir en la ciudad que amo, por una cuestión puramente monetaria. Cada vez que se acerca el final de un contrato de alquiler sufro estrés y ansiedad. ¿Habrá un siguiente o tendré que empaquetar mi vida de nuevo? ¿Encontraré a tiempo un lugar que pueda pagar? ¿Aceptarán mis papeles? Hay cosas peores, lo sé, mi casa podría haber sido bombardeada, podría ser una refugiada en un país extraño con una lengua extraña en lugar de una persona que sabe dónde quiere vivir y por ahora así lo hace. También podría ser un hombre de ochenta años, vecino de La Salut, y ser desahuciado en febrero de 2020, por un retraso de ocho días en el alquiler, después de haberlo pagado puntualmente desde 1975. Pero mejor no sigamos por ese camino. Lo que estaba diciendo antes de interrumpirme a mí misma es que una ciudad es mucho más que los diferentes moldes en los que han intentado encajarla o las maneras en la que la explotan —con nosotros adentro—. A escala humana la ciudad es lo que todos hacemos de ella y lo que hacemos en ella. Cómo vivimos desencajando el modelo. Me gusta vivir en una ciudad donde hay ciclos de música que no se puede bailar ni cantar, donde se puede escuchar poesía que no solo está hecha con palabras y se pueden ver películas sin giros de guion ni desenlaces. Me gusta vivir en una ciudad donde se hacen comidas populares en las calles o en las plazas, aunque no participe de ellas. Donde cada barrio tiene su fiesta y en ellas hay lugar tanto para las habaneras como para el punk. Donde hay pistas de petanca en los paseos y mesas de ping-pong en los parques, aunque yo no las utilice. Me gusta vivir en una ciudad con una red pública de bibliotecas que podría alimentar un país entero. Me gusta vivir en una ciudad en la que a pesar del terror inmobiliario existen Can Vies y la Kasa de la Muntanya. Una ciudad donde el asociacionismo y la cooperación tejen redes más resistentes que las que se tejen de intereses económicos. Donde hay ateneos libertarios y asociaciones de vecinos y asociaciones culturales que desencajan el modelo. Una ciudad con mucha más gente empecinada que la que uno imaginaría viendo las corporaciones que la cortejan.

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Te vas quedando Por Verónica Nieto Llegué a Barcelona en el año 2000 arrastrada por el amor y la literatura comparada. Aquel amor no duró mucho, pero sirvió de trampolín. Terminé la carrera, estudié un máster en edición y poco después encontré trabajo. No hay que olvidar que Barcelona sigue siendo la capital del sector editorial en castellano, sobre todo literario, con sus correspondientes colaboradores pululando alrededor. Cristina Peri Rossi decía que Barcelona estaba llena de colaboradores latinoamericanos cuando llegó. Y aquí seguimos. Porque Barcelona tiene aquello de que te vas quedando. Nadie piensa: a partir de ahora voy a vivir en Barcelona; pero al final lo estás haciendo y ya han pasado veinte años. Hace poco leí por ahí que Barcelona está considerada la tercera ciudad más linda del mundo. También una de las más sostenibles y respetuosas con el medio ambiente. Claro que con tanta publicidad, Barcelona se está poniendo cada vez más cara. Gentrificación y pisos compartidos. Mucho airbnb que nos va desplazando a la periferia. Estas cosas nos preocupan a los que gastamos precariedad, pero nadie va a negar que Barcelona es una ciudad bonita, donde siempre importó mucho el diseño. Una ciudad muy atenta a la fachada. Una ciudad con mar, donde se puede sobrevivir en verano y pasear al sol en invierno. Pero es fácil imaginar un mapa de Barcelona donde se van superponiendo capas de tiempo. Toda ciudad acumula recuerdos y experiencias personales. Uno podría retroceder en el tiempo, y ese movimiento estaría dibujando un mapa narrativo personal. Mi mapa empieza en una ciudad que era la de la nueva rambla del Raval. Recuerdo el aspecto de esa zona recién derruida y multicultural. Había gente que decía que aquello no parecía Barcelona, pero para mí Barcelona era precisamente eso. Gente de todos lados,

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gente de paso, olores exóticos, idiomas que no entendía, túnicas y turbantes, latas de cerveza en la calle. Recuerdo que visitaba a menudo la biblioteca Sant Pau y me iba a leer y tomar cafés en unos barecitos de la calle dels Àngels, la calle que termina en el MACBA. Recuerdo el olor a podrido del Raval, los ladrones corriendo, los turistas detrás. Recuerdo ir andando por la ronda Sant Antoni hasta la universidad con una carpeta bajo el brazo, y que un día un borracho me dijo que si no estaba grandecita ya para estudiar. Recuerdo que por todos lados colgaban carteles que decían «Barcelona, posa’t guapa». Por entonces vivía frente al Apolo, lo que significaba que cada fin de semana la gente montaba el botellón bajo mi ventana. Para colmo, la acera de los botellones quedaba muy cerca de mi ventana porque vivía en un entresuelo. Menos mal que al poco me mudé al barrio del Clot y por fin conseguí dormir del tirón. El Clot era un barrio muy barrio, con señoras con carro de la compra y tiendecitas de toda la vida, aunque ahora va virando hacia el rollo hípster que se trae el Poblenou. Ana Basualdo me contó que el Clot tiene un pasado anarquista. Me habló de la réplica de la escultura Las pajaritas de Ramón Acín, fusilado en la Guerra Civil, que los vecinos del Clot inauguraron en la calle Aragón en los años noventa. Para Acín, aquellas pajaritas reflejaban el espíritu pacifista, naturalista y libertario. También me contó que Buenaventura Durruti, líder anarquista, se reunía a menudo en el bar La Coctelera, que queda en la esquina de mi casa, en Rogent y Meridiana. Hace unos quince años que vivo en el Clot y las cosas por acá también fueron cambiando. Recuerdo que frente a la galería de mi casa, donde ahora se eleva un edificio que tiene una piscina en la azotea y que vende pisos desde cuatrocientos mil euros, hace cosa de tres años había una vieja nave industrial donde al atardecer daban clases de danza. Yo veía a los bailarines desde mi

Atardecer en Barc


Atardecer en Barcelona. Fotografía: Antonio Alonso ©

casa. Menos mal que mientras derruían la nave de la danza se estaba inaugurando una sucursal de la librería Nollegiu. Ahora veo el mastodonte blanco y nuevo, ese tipo de edificios que hace que todos los pisos hayan subido de precio, pero saber que hay una librería en el barrio consuela. Otra cosa que consuela es una plaza rarísima que queda muy cerca del parque del Clot. La plaza tiene una escultura hecha con un montón de bicicletas que asoma por encima de un muro. Siempre me pregunté qué hay detrás de ese muro, si las bicicletas siguen tejiéndose del otro lado hasta tocar el suelo. Claro que hay muchas Barcelonas. La mía está hecha de amistades con gente de fuera, escritores de distintas partes, colegas del mundillo editorial y muchos músicos de jazz. Mi gente más cercana es casi toda de fuera y a la mayoría le pasa aquello de que te vas quedando. Cuando eres de fuera armas familias sustitutas, pasas las Navidades con ellos y echas muchos domingos de sobremesa. Mis amigos viven en Arco de Triunfo, en Sant Antoni, en Gracia, en Sants, en Guinardó, en Hospitalet, en Sagrera. Pero cuando voy, por ejemplo, a una reunión de La Maleta de Portbou en el estudio de Josep Ramoneda, me doy cuenta de que parece otra ciudad. Está en una zona muy linda de Barcelona a la que no voy casi nunca, por la Bonanova. Cuando salgo de los ferrocarriles pienso que existen muchas Barcelonas. Barcelonas que acumulan tiempo, cierto, pero también Barcelonas paralelas. Esa zona es muy poblada, repleta de edificios altos con terrazas coquetas. Todo es más denso que donde vivo yo, aunque también mucho más limpio y ajardinado. Entonces me doy cuenta de que en cada ciudad hay muchas ciudades, que el mapa no solo superpone tiempo, sino mundos paralelos. Porque aunque compartamos aeropuerto, vivimos en mundos paralelos. Solo basta con acercarse a ciertas naves del Poblenou ocupadas por chatarreros para entender perfectamente lo que quiero decir.

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Barcelona, una breve educación sentimental Por Juan Trejo 1) Tuve la suerte de crecer en una zona de la ciudad, el barrio de Vallcarca, y en un tiempo, los años setenta, en los que disfrutar de cierto grado de naturaleza agreste, adentrarse en viejas mansiones abandonadas o jugar a futbol en plena calle todavía eran actividades bien vistas por las familias y permitidas por las autoridades. Como cabe suponer, los niños sabíamos sacarle muy buen partido a aquel entorno, utilizando la imaginación para convertir las deficiencias en ventajas y la necesidad en virtud. Ahora esa Barcelona ya no existe. Literalmente. Por eso cuando paseo la mirada por el nuevo perfil que dibujan las calles del que antaño fue mi barrio, me veo obligado a rememorar mis vivencias valiéndome únicamente de mi imaginación. Sin embargo, el tener que usar de nuevo la imaginación cuando estoy allí no le resta potencia ni valor en absoluto, sino más bien al contrario, a la primera de las lecciones que aprendí de Barcelona: la ciudad puede ser un lugar cambiante, mutable, en el que nada tiene por qué ser necesariamente lo que parece. 2) He de confesar que durante los primeros años de mi adolescencia llegué a renegar de mi ciudad. Leía novelas o veía películas en las que las aventuras más fascinantes siempre tenían lugar en grandes metrópolis de Europa o América. Barcelona, por comparación, me parecía una ciudad casi insignificante, inevitablemente provinciana y, sobre todo, aburrida. Tardé un tiempo, el que va de darle puntapiés a un balón en la calle a salir con los amigos, en hacer mía la ciudad, en irme apropiando de ella poco a poco, a base de frecuentar cafeterías, cines, librerías y también, como no podía ser de otro modo, discotecas. Y de ese modo mi visión fue variando. A través de la ilusión, de la amistad y de los intereses culturales me llegó la segunda lección que Barcelona tenía destinada para mí: la ciudad en la que vives no es solo un paisaje o un entorno, también forma parte inevitablemente de tu sentimentalidad y de tu manera de entender el mundo. 3) A pesar de esa relación, digamos íntima, con la ciudad, yo seguía pensando que las grandes his-

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torias, esas sobre las que a mí me gustaba fantasear, porque ya tenía claro entonces que quería ser escritor, no podían ocurrir en Barcelona. Pero, como entendí poco tiempo después, no se debía al provincianismo que yo le suponía a la ciudad sino al particular provincianismo que distorsionaba mi mirada. Y lo bueno es que tuve que irme a más de seis mil kilómetros de distancia de Barcelona para entenderlo. Fui a Nueva York, precisamente, con la intención de tomar contacto directo con alguno de mis referentes culturales más apreciados. Durante días recorrí las calles de la Gran Manzana ubicando escenas de algunas de las películas y las novelas que habían dejado una impronta más profunda en mí. Y estando en el punto exacto en el que teóricamente debía encontrarse el famoso banco de la película Manhattan, de Woody Allen, experimenté la revelación, porque allí no había banco alguno. La decepción acabó convirtiéndose, ya en el vuelo de regreso, en la tercera lección que aprendí de Barcelona: toda ciudad atesora una mitología propia capaz de generar fascinación, el hecho de que dicha energía permanezca oculta o se convierta en material creativo radica en la mirada del que recorre sus calles con la intención de apropiarse de ella. 4) Cuando regresé de Nueva York mi relación con Barcelona cambió para siempre. Aprendí a mirarla de otro modo, a buscar, y finalmente encontrar en ella, lo que había buscado en otras ciudades; a disfrutar con algunos de sus cambios y a inquietarme, y mucho, con otros; a ser exigente por lo tanto, pero también comprensivo e incluso condescendiente en ciertas ocasiones. En pocas palabras, he aprendido a quererla por lo que es; lo cual no quiere decir que no haya momentos en los que me saque de quicio o me irrite sobremanera. Bajo mi particular visión de la ciudad, en cualquier caso, Barcelona no se dibuja ya como una sola y única cosa, sino como un entramado, una superposición de capas, un palimpsesto significativo, cambiante y lleno de vida formado por afectos, desilusiones, encuentros, lecturas, ideales y sueños. Tal vez se deba a que Barcelona es, sobre todo, un estado mental.


Ayer me encontré a mi ex Por Toni Hill Ayer me encontré a mi ex. En realidad, más que un encuentro casual se trató de una búsqueda deliberada y, la verdad sea dicha, no demasiado ardua, al menos desde una perspectiva geográfica. Otra cosa fue esa mezcla de nerviosismo, fruto en partes iguales de la ansiedad y de la vergüenza, que me acompañó desde el momento en que decidí transgredir las reglas que habíamos acordado de manera explícita cuando decidimos tomar rumbos distintos. Es evidente que las separaciones adultas suelen conllevar toda una serie de grandes conflictos emocionales y residenciales, pero también una serie de repartos menores, más o menos equitativos: los discos, los libros, la tostadora que solo funciona cuando está con ánimos, el gato que apareció un buen día en casa y que se deja comprar por el mejor foie; el souvenir ridículo comprado en algún viaje exótico o la alfombra que alojó intensos revolcones en los momentos de furor erótico. En nuestro caso, como ambos teníamos piso propio, en lugar de enseres y muebles procedimos a dividirnos la ciudad con el sano objetivo de evitar vernos, al menos durante una larga temporada. Un año, fijamos, antes de proceder al reparto de zonas. Yo me quedé con Sant Antoni, Poble Sec, Sants, el Raval y el Eixample izquierdo, mientras que mi ex aceptó sin regatear demasiado la derecha del Eixample, Gràcia, el centro, el barrio del Born, Poblenou y la Barceloneta, apropiándose así de todas las vistas al mar. Lo que es Sarrià-Sant Gervasi, y toda la parte del Tibidabo, pasaron a ser mías sin mencionarlas, porque mi ex había manifestado siempre una antipatía espontánea por esos barrios, a los que llamaba los más pijos de Barcelona: un juicio sentencioso y cargado de prejuicios que en su momento ya me hizo enarcar una ceja. Ninguno de los dos frecuentábamos la parte de Horta-Guinardó, de manera que ambos la cedimos de forma tácita al otro. En general, y contra todo pronóstico, esa discusión fue breve, seguramente porque estábamos agotados después de otras más largas, más patéticas y más sembradas de puñales. Tenía

que haber algo que pudiéramos hacer como dos personas adultas, con la frialdad y la falta de rencor que debería caracterizar a los seres civilizados, y la ciudad de Barcelona fue el tablero de juego perfecto: tan recta, tan cuadriculada, tan fácilmente divisible, parecía haber sido diseñada especialmente para este momento. Las cosas como son: puedo afirmar que los dos hemos cumplido el acuerdo de una manera escrupulosa durante diez meses y veinticuatro días. En algún momento nos escribimos para cerciorarnos de si una calle concreta era territorio propio o ajeno, o para solicitar permiso para adentrarnos puntualmente en zona prohibida debido a un compromiso ineludible. Por lo que a mí respecta, no he vuelto a ir al cine Verdi (y me he convertido en asiduo del Renoir Floridablanca), ni a hacer un aperitivo en la zona marítima (aunque añoro esas paellas de la Barceloneta más que los macarrones gratinados de mi madre), ni a pasear por las callejuelas del Born. Tampoco he visto a mi ex comprando libros de segunda mano los domingos en el Mercat de Sant Antoni, algo a lo que le habrá costado renunciar porque solía hacerlo al menos una vez al mes, o tomando una cerveza en la plaza Osca. Pero las separaciones tienen un lado doloroso, eso lo sabemos todos: yo me quedé sin el mar y mi ex sin esos libros de hojas amarillentas que a mí me daban picor con solo verlos. Me vais a disculpar, pero pienso que fui de lo más generoso en ese intercambio… En fin, la vida está llena de concesiones en pro de un bien superior, y para cumplir con nuestro objetivo había que dejar las cosas claras y el mapa de la ciudad bien definido. Trazamos unas líneas ficticias, levantamos unas barreras invisibles que surcaban la ciudad, y nos replegamos, tristes pero a la vez aliviados, en nuestra amplia y normalmente soleada zona de confort. Diez meses y veinticinco días después me veo en condiciones de afirmar que uno puede prescindir de la mitad de Barcelona y mantener a la vez una relativa calidad de vida. A veces cuesta denegar invitaciones o resistirse a planes que invadan los dominios ajenos, sobre todo porque uno no tiene ganas de explicarle a

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Toni Hill. Ayer me encontré a mi ex

todo el mundo el porqué de dicha negativa y se acaba dando la impresión de ser un tipo caprichoso. Ahí la idiosincrasia de la ciudad también ayuda bastante: la gente de aquí suele simpatizar bastante con las manías personales, que son consideradas una muestra de personalidad. Intuyo que es más para demostrar la tolerancia propia que por pura y simple empatía, pero tal vez sea una sospecha infundada. En cualquier caso, nunca nadie me ha hecho sentir mal. Como dice una amiga mía, «los barceloneses nunca te critican en voz baja, es algo que les parece de mal gusto; esperan a que no estés para ponerte verde con todas las letras», y eso me ha mantenido al margen de tener que discutir o justificarme demasiado sobre el tema.

Mercado de la Boquería. Fotografía: Susana Pozo ©

Pero volvamos al inicio, es decir, al hecho fehaciente de que ayer me encontré a mi ex. Era domingo, y desde primera hora de la mañana la tentación de adentrarme en territorio enemigo se disolvió en el café con leche dándole un sabor especial. Con la segunda tostada, la idea vaga pasó a ser propósito firme. Contaba con una ventaja: un amigo común me había comentado que mi

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ex y su grupo habían quedado para tomar algo a la una en Las Vermudas, un bar situado cerca de la plaza de la Virreina, una localización que quedaba absolutamente dentro de sus dominios y, por lo tanto, fuera de los míos. Recorrí a pie las calles proscritas como un espía con una misión secreta, un mensaje que podía autodestruirse, o autodestruirme, en función de la reacción del receptor. Ni siquiera sabía muy bien por qué lo hacía, o no estaba dispuesto a admitirlo, y decidí que era más sano tomárselo más como una aventura que como una capitulación. Cuando llegué, mi ex no estaba allí. Tardé apenas unos segundos en recordar que nunca había sido una persona puntual y me quedé en medio de la plaza, sin saber qué hacer. La vergüenza cayó sobre mí a plomo, como el sol del mediodía, y ya estaba huyendo por una callejuela lateral cuando apareció. Su cara de sorpresa no dejó lugar a dudas: no se esperaba el encuentro y, a primera vista, tampoco le entusiasmaba. De repente me convertí en un agente secreto amnésico, lobotomizado, incapaz de transmitir otro dato que no fuera el de mi simple presencia, la cual era ya una realidad tan incontestable como su mirada escéptica y su ademán de seguir adelante sin pararse. Es difícil mostrar crueldad o rencor en una mañana de primavera en Barcelona, y esa es una baza con la que jugamos todos los habitantes de la ciudad. De fondo se oían los gritos de los niños en la plaza, las campanas milenarias del reloj de la iglesia, el zumbido afable de mil conversaciones; flotaba en el aire la cadencia lenta y levemente ebria del mediodía del domingo. En este ambiente, la mezquindad queda fuera de lugar, es más fácil adoptar el aire cool e indulgente que cruza la ciudad como los efluvios de las flores de los plataneros. Sospecho que en un entorno más abrupto las cosas habrían ido de otra forma. En Barcelona hay que hacer un verdadero esfuerzo para no dejarse mecer por esa calidez que predispone a la nostalgia y a la complicidad. Yo me sumé a esa corriente y sonreí. Mi ex estornudó, víctima de esa alergia primaveral que asola la ciudad en cuanto termina el invierno. Y luego, por suerte, sonrió también.


Una extraña en la ciudad Por Laia López Manrique (1) En una ocasión planeé escribir una novela acerca de la correspondencia entre la devastación interior de una mujer y la enajenación del paisaje externo de la ciudad de Barcelona. Imaginé a un personaje anónimo y descastado que, tras un abandono amoroso, decide dejar atrás a su vez todo residuo de familiaridad en su mirada, una mujer que ha sido convertida en extraña y fuerza aún más ese extrañamiento proyectándolo hacia afuera, despiadadamente ajena a las referencias antes manejadas y conocidas. La que se despierta una mañana «tras un sueño intranquilo» y al salir de su casa comprueba que las calles de su ciudad han adquirido de pronto nuevos nombres, sintéticos y recortados, nombres cardinales, que no indican más que el orden en que se encuentran. Ninguna referencia mítica o histórica, ningún origen alusivo la rodea: la ciudad se ha transformado en simple concatenación del sentido geográfico, del espacio, de la dirección. En la calle número 4, esa mujer debería haber tenido un encuentro revelador, el hallazgo del objeto cifrado en toda esa cinta transportadora de desposesiones (¿la memoria, tal vez?). Nunca lo supe. Ese ambicioso proyecto narrativo no encontró su cauce ni su tiempo de escritura, pero a menudo he pensado en esa idea de una Barcelona deíctica, desprovista de historia, de la autoconciencia que devuelven los símbolos, como una ficción no tan fantástica ni alejada del momento presente. La ciudad genera extrañamiento y acoge y expulsa a sujetos extrañados, cada vez más desprendidos del vínculo entre lo social, lo urbano y lo político, ya sea por exclusión, por ignorancia o por desencanto. Si alguna vez oímos reivindicar que las calles son o serán siempre nuestras es porque llevamos mucho tiempo asistiendo a un proceso minuciosamente orquestado de separación entre ciudadanía y espacio público, que ha hecho que la calle sea ya un mero lugar de paso entre el tiempo del trabajo, el del consumo y el de la vida privada. Ordenanzas como las que hace unos años prohibían comer

o beber en la vía pública, o la implantación de un tipo de mobiliario urbano que promueve la distancia entre las personas y la falta de sentido de comunidad a través de bancos individuales que dificultan el diálogo y la observación recíproca son algunos de los síntomas de este largo y extenuante curso de desgaste y alienación que hace de muchas personas, y no únicamente de mi despoblado personaje, extrañas en la ciudad. (2) No he escrito nada sobre la pandemia y durante el confinamiento, al contrario que muchos otros, no escribí ni media palabra. A pesar de que para mí el tiempo de la escritura y el del encierro coinciden, no fui capaz de juntar dos sílabas en los meses en que debimos segregarnos obligatoriamente en nuestros pisos, el mío en aquel año un estudio casi inhabitable de veinte metros cuadrados en Montjuïc. Aunque es la soledad lo que se defiende cuando se escribe, como decía María Zambrano, el aislamiento forzado fue, en mi caso, estéril. ¿Qué llama puede prender en un recinto vacío? Sin contacto no hubo chispa ni ceniza. Pero tal vez ahora pueda hacer ya un recuento de algunas escenas urbanas que me vienen a la cabeza. Recuerdo los lentos paseos al supermercado de la plaza Navas, el miedo hidroalcohólico en los ojos de las cajeras, los pasillos semidesiertos, y también recuerdo a un tipo gritando a la puerta de un veinticuatro horas de la avinguda Paral.lel y al tendero, de pupilas rojas eléctricas tras la máscara, persiguiéndole con un bate. Recuerdo cerrar las cortinas al ver a mi vecino del segundo saltando a la comba en el patio comunitario y que mientras en la aplicación de Spotify de mi ordenador sonaba por tercera o cuarta vez «Almost blue» de Chet Baker él puso en el móvil una terrible canción house de los noventa. Recuerdo que una tarde traspasé el perímetro permitido para saludar de lejos a una amiga que trabajaba en el CAP de Manso. Recuerdo dar una clase online sobre los sonetos de Lope de Vega a tres alumnas de Bachillerato que preparé con tanta solemnidad como si se tratara de una conferencia ante un auditorio masivo. Recuerdo la impaciencia

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El cielo raso

Laia López Manrique. Una extraña en la ciudad

por rehacer los lazos interrumpidos y la decepción tragicómica que conlleva comprobar el desnivel entre lo esperado y lo obtenido. Recuerdo haber leído mucho y haber deseado violentamente que regresara algo así como la vida, cualquier forma de exterioridad y volver a ser una flâneuse extemporánea y sin raíces en una metrópolis sucia y lastimada. Una observadora, sí, pero participante, en ese escaparate de promesas rotas del pasado recicladas ahora en mercancías sin luz. Eso, quizás, sea hoy Barcelona, la antigua Rosa de Foc, laboratorio otrora de experimentos utópicos y libertarios, y esta, la que habla, quizás sea yo, una que escribe un texto acerca de su propia imposibilidad de escribir utilizando como excusa la ciudad a la que ama y a la que odia a partes casi iguales. (3) La ciudad es una idea, un constructo político, una frontera en el mapa, y a la vez es una pecera donde se extienden las venas oleaginosas de nuestra vida en común. La ciudad es una imagen congelada y extática y, al mismo tiempo, un hormiguero en el cual se mueven, frenéticas, las fuerzas y contrapesos de lo humano. Simultáneamente natura naturans y natura naturata: efigie de lo posible y de lo inmóvil, de lo que se mueve y de lo que está detenido. Así, en consecuencia, pueden coexistir sobre el mismo espacio urbano narrativas de la esperanza y del cansancio, de la inocencia quimérica y de la desilusión. Me gustaría hacer parada en un fragmento paradigmático en ese aspecto, pues recoge en un trayecto de unos cortos párrafos la polaridad entre un extremo y el otro. Se trata de la voz que aparece en el principio de la novela Nada, de Carmen Laforet. La llegada a Barcelona en tiempos de la posguerra de Andrea, la joven que nos narra la historia, se describe en términos de apertura y excitación: la multitud, la confusión, la expectativa ante lo desconocido, el deseo, en suma, con que la narradora inicia su relato se tornan en apenas unas líneas en un retrato del extrañamiento y la pesadilla. El espacio público había sido contemplado con agitación y curiosidad y, sin embargo, es la inmersión en el espacio privado y

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familiar, dentro de la misma ciudad, lo que marca esa diferencia: «Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el portal detrás de mí, con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta. Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo». Curioso es el tránsito que se hace en este primer fragmento narrativo de lo exterior a lo interior, de lo compartido a lo doméstico, que nos lleva de la expectación latente al semiterror en un lapso mínimo. Podría continuar desbrozando el significado o la traducción que sería factible hacer desde las teorías de género de ese «en adelante yo me asomaría» junto a la idea de la casa como lugar opresivo. Sin duda, eso resultaría interesante si no fuera porque excede el alcance y extensión que me han sido dados para escribir, ahora sí, por fin, este texto. No obstante, sí quisiera abrir algunas preguntas que atañen y trascienden a mi y a nuestra relación con la ciudad y con lo escrito, o por escribir, sobre ella, y que podemos extraer, extrapolar y aplicar también a la narración de Laforet: ¿cómo se convierte el paisaje externo en correlato del daño y la opacación interior? ¿Cómo pierde una ciudad su fulgor y su brillo a ojos de quien la mira? ¿Es la metrópolis trasunto de la abrumadora sensación de lo sublime, caja de caudales de lo siniestro freudiano y puerta de acceso al callejón sin salida del goce que aniquila? ¿Podemos habitar el presente sin duelo, en términos individuales y colectivos, respecto de la historia traumática del lugar en el que residimos y actuamos? ¿Qué peso tienen las palabras que se han dicho sobre los espacios donde camino y me asiento? Todas estas perplejidades reunidas y otras que no caben en este pequeño diván serán reformuladas, tal vez, en otra escritura, si es que esta se empeña en encontrarme.


Barcelona, la ciudad de las tres plagas Por Ginés S. Cutillas Álex Chico me ha pedido que haga un recorrido íntimo de corte cultural sobre Barcelona para un dossier de Quimera. Justo hace poco, recibí un encargo parecido de la editorial Traspiés. Su editor me comentaba que ha sacado una colección que no llega a ser guía turística ni libro de viaje, sino más bien geografías sentimentales de algunas ciudades del mundo. Pensé que me iba a pedir que escribiera sobre Barcelona o Berlín, él sabe que vivo en la primera y de mi larga estancia en la segunda. Sin embargo, apuntó a mi ciudad natal, Valencia, en la que me crie. Lo primero que se me pasó por la cabeza

era si yo tenía potestad para hacerlo cuando llevo veintitrés años fuera de ella, si no sería mejor que buscara algún autor que viviera allí. Esa misma sensación de falta de potestad me ha devenido con el nuevo encargo del amigo Chico, y esto me llama la atención porque hasta hace un par de años lo hubiera escrito sin caer en la cuenta de que para mí, ahora, sería más fácil hablar de Berlín o Valencia que de Barcelona, quizá por la distancia emocional que he adquirido respecto a estas dos últimas. En cambio, esa intimidad que se me solicita o, en última instancia, esa cercanía respecto a Barcelona, ha disminuido de forma drástica en los últimos años al haber dejado de reconocerla.

Patio del Ateneu Barcelonés. Fotografía: Ginés S. Cutillas ©

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El cielo raso

Ginés S. Cutillas. Barcelona, la ciudad de las tres plagas

Cualquier ciudad se descubre por partes y según la edad que uno haya tenido en ella. Nada más llegar a Barcelona me desplazaba en metro a todos los sitios para no perderme. Salía por la boca más cercana a mi destino, de tal manera que solo se me iluminaban en el plano las pocas calles que transitaba. Poco a poco, y a base de patear la ciudad, fui completando en mi mapa mental las zonas intermedias entre parada y parada. Barcelona se me fue desvelando como una urbe no tan grande como imaginaba a priori. En lo relativo a la segunda variable, la edad: no es lo mismo vivir en una urbe o en un pueblo a los quince que a los cincuenta — Aub decía que uno es de donde ha cursado el bachillerato, y razón no le faltaba, pero también uno es un poco de donde ha amado con mayor intensidad—. Llegué a Barcelona en 1999 con veintiséis años: la viví en el momento y a la edad correcta. La bonanza económica, el auge de internet y de los mercados bursátiles, la resaca de las Olimpiadas… Todo ello hacía de Barcelona un lugar moderno y amable para vivir. Puntera en lo cultural y en lo tecnológico, la situaba como la ciudad más europea dentro de España, aquella que miraba a París cara a cara. Madrid ni se contemplaba, con sus Gobiernos anquilosados de derechas, como centro cultural. No había exposición pictórica, obra de teatro, espectáculo musical o concierto que no pasara por aquí. De hecho, muchas de las giras internacionales de los grandes grupos solo paraban en Barcelona. El MACBA y el CCCB acababan de nacer y ya estaban en su apogeo. Era tal la oferta cultural que muchas veces quedaban por ver exposiciones ante la falta de tiempo. No había café en Barcelona que no albergara un ciclo de lecturas de poesía o relato. Esto ha cambiado. En parte debido a las crisis globales, en parte a las propias. En 2008 la económica hizo que muchas empresas tuvieran que cerrar, mucha gente se quedó sin trabajo y los locales míticos de la ciudad, debido a la rescisión de los alquileres de renta antigua, tuvieron que echar el cierre. Así cayó la librería Catalònia, la maravillosa Canuda de segunda mano —aunque se reubicó en la calle Bruc con menor éxito—, la cómplice Pequod de Gracia —con Pere y Consuelo dirigiendo el barco— y tantas otras. Pero también lugares

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Patio del Ateneu Barcelonés. Fotografía: Ginés S. Cutillas ©


que daban caliu a la ciudad, como el Schilling Café-Bar de la calle Ferran, con más de cien años de historia, o el colmado Quílez, con sus buenos ochenta y dos años, reducido a un tercio de lo que ocupaba originalmente por no cerrar. Estos locales fueron ocupados por establecimientos de comida rápida y Mangos o primos cercanos. Barcelona comenzaba a despersonalizarse. El tejido industrial se vio dañado también: cinco mil fábricas —según El Periódico—, la mayoría de textil y de muebles, cerraron en concurso de acreedores echando a la calle a más de cien mil trabajadores. Por primera vez, en once años que llevaba en Barcelona, me atracaron en mi propia calle. Al malestar económico se le sumó el territorial. El procés comienza en el año 2012, cuando Artur Mas firma el pacto de gobernabilidad y se compromete a llevar a las urnas la autodeterminación de Cataluña. Cualquier cambio social arranca con un malestar económico, eso cualquier político lo sabe, como también sabe que bajo esas circunstancias la masa es maleable. Se busca un enemigo, otro al que echarle la culpa, un contrario, y ahí Rajoy lo puso fácil. Yo vivía al lado de la comisaría de vía Layetana, el centro de todas las hogueras, y me resistía a cambiar de costumbres por las constantes manifestaciones: volvía a casa cada noche entre barricadas de fuego y porras de policías simiescos que no preguntaban. Se dio la paradoja de que en tres días seguidos se manifestaron, en este orden, independentistas, constitucionalistas —como les llamaron— y policía, por estar harta esta de ser una marioneta que tenía que atizar a aquellos que les lanzaba encolerizados su propio jefe: Torra por aquel entonces, marioneta de Puigdemont, que a su vez era marioneta de Mas, que a su vez era marioneta de Pujol, que a su vez había levantado una cortina de humo con su amigo Rajoy para que no le salpicaran los negocios turbios —«si vas segando una parte de una rama, al final cae toda la rama y los nidos que hay en ella, y después caen todas las demás ramas», llegó a amenazar Pujol en comparecencia pública cuando le preguntaron por su abultado patrimonio—. Nadie estaba contento. Se normalizó bajar las persianas de los negocios al paso de los enmascarados —cuando la mascarilla

aún no había tomado la importancia que tomaría después—, se normalizó poner protecciones metálicas en los acristalamientos de los bancos y obligar a los trabajadores a trabajar sin luz solar, se normalizó no hablar en la mesa para no entrar en disputas absurdas, se normalizó el constante golpe de palas del helicóptero encima de nuestras cabezas; en definitiva, se normalizó el silencio en una ciudad que había sido la más permeable del sur de Europa. Todos acabamos siendo fachas en algún momento de una u otra manera, todos acabamos siendo señalados por el contrario impuesto. Con la declaración de independencia de ocho segundos, muchas de las multinacionales radicadas en Barcelona cambiaron su sede social fuera de Cataluña arrastrando a muchos de sus trabajadores. La cultura por entonces ya había dejado de venir. ¿Quién se iba a arriesgar a montar algo en la ciudad con semejante inestabilidad política? Mientras, el dinero local se desviaba para el procés, no para la cultura. Y entonces, en todo el apogeo de contenedores ardiendo por las calles, llegó la pandemia. Esta se llevó por delante los pocos establecimientos míticos que aún resistían, entre ellos los cines Méliès, pero también restaurantes especializados y multitud de hoteles que de pronto se quedaron sin sus hordas de turistas y tuvieron que tapiar sus puertas para evitar ser ocupados, dando a la ciudad una apariencia postapocalíptica. Barcelona, la ciudad de las tres plagas. Afortunadamente estamos en otro punto. Y aunque es verdad que ahora mismo Madrid nos ha adelantado por la derecha en cuanto a exposiciones y cualquier tema relacionado con la cultura, a pesar de su alocado Gobierno, espero que solo sea cuestión de tiempo que Barcelona vuelva a ocupar el lugar que merece una ciudad que nunca debió dejar de mirar fuera cegada por los tractores que la rodearon en más de una ocasión. Barcelona no es Cataluña, como Berlín no es Alemania; eso lo saben, o deberíamos saberlo, todos. Por mi parte, confesar que me ha cansado. Pensé que nunca diría esto, pero sí: Barcelona me ha cansado. Demasiados años empujando un carro que ya no reconozco. A veces es mejor retirarse a tiempo, salir a respirar, para volver con mirada limpia y renovada: observarla desde fuera para entenderla mejor.

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Estimada Barcelona: Por Fernando Clemot He estado cuarenta y tantos años contigo. Más de cuatro décadas de felicidad. Nada de celos ahora. Nos debemos una explicación, nada más. No es algo personal; no hay paralelismos entre la mujer y la amante ni nada de eso. No seamos atávicos. Sabes que siempre te adoré, pero también necesitaba echarte de menos. Hablemos de ella. Podemos hacerlo. De lejos, tú lo sabes, Madrid me parecía una mezcla de frivolidad y brío. También estaba allí la aventura, las fiestas de la Feria del Libro, sus bares, todo aquello. Un parque temático del divertimento para los que veníamos de la recatada Barcelona. Ella era joven y tú, una señorona madura y algo emperifollada. Al llegar aquí pensé que todo iba a seguir siendo así, o parecido. Una de las primeras tardes que salí por Madrid quedé con un amigo escritor en un bar de Lavapiés, el Barbieri. Quedamos a tomar un café y acabamos de madrugada, en una terraza heladora, junto a otras veinte personas que se habían unido a la juerga. Pero la ciudad no era solo eso. Me cuesta todavía poneros en comparación, como si te debiera un respeto reverencial, a ti, a la ciudad de la que estuve enamorado desde que tuve uso de razón, uno de los grandes amores de mi vida. Pero no es incompatible un amor con otro. Con el pasar de los meses, fui descubriendo algunas cosas de Madrid que aparecen escondidas cuando solo la transitas ocasionalmente. También había que romper algún estigma, tan absurdo como cualquier otro. Descubrí que Madrid no era llana. No tiene colinas y montañas como tienes tú, pero tampoco es la mesa de billar que te imaginas al llegar. La ciudad traza una larga pendiente que va del Manzanares a donde acaba la Castellana, si es que acaba en algún sitio. Entre los barrios del Norte y del Sur hay más de doscientos metros de desnivel. Es mucho, se diría que cambia el clima —también posiblemente cambia el dinero— pero se pasa de los tejados planos de la Mancha a la pizarra

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y los cerramientos de montaña, como si desde allí ya notaras el aliento frío de la Sierra. Ah, la Sierra, uno de los grandes mitos de Madrid. Si dices que en la ciudad no hay montañas, de inmediato te contestan que tienen la Sierra. La Sierra es el fantasma silencioso de Madrid. Me gusta pensar que no existe. He visto de lejos su perfil, como el que mira el Teide desde otra isla, pero todavía no he estado allí. Podría ser un espejismo o un croma perfectamente situado. Hundida en mitad de esa sierra fantasmal está La Granja, otro lugar mítico pero lejano. He visto fotos de ese palacio pero me parece más romántico pensar que tampoco existe. Otra de las características que pronto me llamó la atención fue el nombre de las cosas. Eran nombres sencillos, como los que podría tener cualquier pueblo de los alrededores. Allí sabes que no es así. Los nombres de tus calles deben ocultar un símbolo, esconder la grandeza de siglos de algo: de una conquista, de un territorio altisonante o de un prócer patrio. Aquí todo es más sencillo. Muchas estaciones tienen nombres rurales como La Peseta, Valdecarros, Pan Bendito o Vinateros. Otros nombres parecen surgidos de una ocurrencia o una broma grosera entre amigos como Bambú, Mar de Cristal o Empalme. Los nombres no tienen la grave trascendencia que tienen allí y esa banalidad se agradece. Hay otras circunstancias que también llamaron mi atención. La gente corre para coger el metro y en las paradas de autobús hay desconocidos que hablan contigo. También hay grupos de murcianos, gallegos, asturianos, catalanes, andaluces y vascos que se reúnen a menudo. Tienen sus bares —como la Barcelona que conocimos de niños—, con sus costumbres y su ambiente importado. Madrid no exige una identidad y eso le sienta bien. Esto es lo terrenal, pero también está el cielo. En Barcelona vives de cara al mar y de espaldas al cielo. Aquí no puedes huir de él: te aborda en cualquier esquina. Es un cielo luminoso, los atardeceres son incendios; las nubes se abren como si estuvieran sangrando y las cruzan bandadas


Gran Vía con la Plaza de España al fondo. Fotografía: Laura Pérez ©

de pájaros surgidas del jardín del Edén. Hay mucho de campo en este cielo. También, como cuando estaba contigo, he ido creando mis lugares fetiche. Había alguno que me esperaba: los museos son magníficos y están hechos para que los visites tú y no los turistas. No es un reproche: sabes que es así. Pero quería hablarte de los lugares que me sorprendieron y solo te señalaré tres: el Campo del Moro, San Antonio de la Florida y El Capricho. Los tres me enseñaron que con lo que te fascina también puedes establecer una relación íntima. No creas que no te echo de menos. Allí tenía mi vida, mis amigos y todos los lugares a los que estaba apegado. Te añoro, pero estar lejos de ti me está sentan-

do bien. A veces fantaseo con crear una ciudad única donde puedan juntarse todas las cosas que aprecio. La biblioteca del Ateneu —la más hermosa y silenciosa del mundo— con los paseos por El Retiro. Que en las noches de juerga fuera posible pasar de los bares de Gràcia o Santa Coloma a los de Malasaña. Que pudiera alternar mis noches silenciosas de Vallvidrera con las de Embajadores. Esa sería mi ciudad ideal. Pronto llegará el calor a Madrid. Un calor que no conocía y que funde el alquitrán en las calles. Tú te desharás en sudores. Esta no es una carta de despecho, todo lo contrario. Te quiero. Quizá más todavía, pero es necesario compartir el amor y creo que aquí ya hay un poquito de mí.

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Qué rara decadencia Por Jorge Carrión Unos días después de que el mítico cineasta Werner Herzog hablara con sus espectadores en la Filmoteca de Catalunya, a principios de este mismo año, la enorme novelista Rachel Cusk presentó en Barcelona Segunda casa, que al igual que sus últimos libros ha publicado la editorial Libros del Asteroide. Otros sellos barceloneses están publicando en estos momentos a otros cerebros igualmente necesarios: Arcàdia acaba de editar Viure com els ocells, de la pensadora Vinciane Despret; Holobionte ha lanzado Astronave, del ecofilósofo punk Timothy Morton; Ultramarinos ha preparado un impresionante volumen de Pier Paolo Pasolini, Maravillosa y mísera ciudad. Poemas romanos, en el centenario de su nacimiento. Si nos fijamos también en el catálogo de sellos medianos o grandes como Anagrama, Acantilado, Galaxia Gutenberg, Tusquets, Seix Barral o Literatura Random House, los ejemplos de libros relevantes publicados en lo que va de año ocuparía un largo párrafo que no tiene sentido crear aquí. Todos ellos made in Barcelona. Como otros miles de títulos, esa bibliografía se puede encontrar en la muy nutrida red de espacios librescos de la ciudad. A ella se han sumado, en los dos últimos años, Finestres y la nueva Ona Llibres, que destacan en el panorama internacional de las librerías por la gran cantidad de metros cuadrados que dedican a los libros en el centro urbano, sus impresionantes diseños interiores y sus estrategias para generar agenda cultural. Pronto se les añadirá la biblioteca Gabriel García Márquez, que actualiza el vínculo del Nobel colombiano con la capital de la edición en español, al tiempo que amplía la red de bibliotecas de la ciudad (que, con más de un millón de socios, es nuestro gran club, mal que le pese al Barça). El ambicioso festival 42 de literaturas fantásticas tuvo lugar a principios de noviembre en la Fabra i Coats, que acoge tanto encuentros sobre libros como retrospectivas radicales (fue

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brutal la de la artista Núria Güell). En los próximos meses, mientras prosiguen la programación continua de Kosmópolis (CCCB) o los Cafés Literarios (Casa Seat), las exposiciones y sus actividades paralelas se sucederán en el Museu Nacional d’Art de Catalunya, el CaixaForum, la Fundació Tàpies, el Museu Picasso, el Museu del Disseny o la Biblioteca Jaume Fuster. Y en todas las librerías y galerías de arte y centros cívicos y escuelas literarias. En cuanto fue posible viajar de nuevo, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza y el profesor argentino Alejandro Piscitelli volvieron una vez más a esta ciudad: ambos salieron hiperestimulados de «Ciencia fricción», la exposición simbionte de María Ptqk y el CCCB. Muchas de las propuestas más interesantes de la escena barcelonesa están abundando en ese biocentrismo que ha catalizado la pandemia, desde la adaptación teatral de Canto jo i la muntanya balla, de Irene Solà, hasta el disco cósmico Clamor, de Maria Arnal y Marcel Bagés, pasando por el proyecto Roots and Seeds XXI, que lideró la fundación Quo Artis, en cooperación con Ars Electronica, Leonardo-OLATS y la UB, cuyo jardín acogió el verano pasado una cartografía artística, vegetal y científica. Los festivales de música están regresando a los espacios abiertos y en el último Grec vimos, entre otros estrenos, la adaptación teatral de Carrer Robadors, de Mathias Enard, uno de los dos premios Goncourt que viven en Barcelona (el otro es Jonathan Littell). Con su millonaria remodelación, la Casa Batlló también ha cobrado una nueva vida postpandémica. Busca un nuevo relato entre los modelos naturales de Gaudí y la última tecnología, con obras de artistas de prestigio global, como el turco Refik Anadol y el japonés Kengo Kunga. El nuevo mirador de la Torre Glòries va a contar con una obra de otro artista antidisciplinar, el argentino Tomás Saraceno, que trabaja con redes tanto naturales (arácnidas) como artificiales (de ingeniería a gran escala). El comisario del proyecto, José Luis

Pasaje en Barcel


Pasaje en Barcelona. Fotografía: Ginés S. Cutillas ©

de Vicente, forma parte del equipo que programa las actividades sobre música e inteligencia artificial (en el festival AI and Music S+T+ARTS y en SónarCCCB) y en el que ha convertido el Festival Llum en una cita importante, en el barrio del Poblenou. Un distrito que en los dos últimos años se ha transformado radicalmente. Ahora acoge tanto las sedes de Facebook o de Amazon como la librería Nollegiu, la Sala Beckett o el centro de exposiciones inmersivas Ideal. En fin, qué decadencia tan rara, tan tremenda, dirían las narradoras de Membrana, una novela que yo no hubiera sabido escribir sin las universidades, bibliotecas, librerías y museos de Barcelona (por las dudas y por las deudas). Una decadencia en la que no puede creer nadie que haya estado en el Mare Nostrum, el centro de supercomputación, que no para de crecer. Una decadencia que es, sobre todo, una cuestión de perspectiva y de narrativa. No hay duda de que ha decaído la inversión pública en industrias e instituciones culturales. Tampoco se puede negar que ya no existe un relato central, casi único, como el que actuó a modo de eje entre los años anteriores a las Olimpiadas y el 2004 del Fórum de las Culturas. Pero ahora tenemos algo que es mucho mejor. Un sinfín de iniciativas, proyectos, estudios, museos, festivales, artistas. Algunos están en nuestro radar, otros no; algunos trabajan para Barcelona, otros lo hacen para otras ciudades del mundo; unos son liderados por creadores locales, otros por creadores de otras partes que viven aquí temporalmente. Pero todos, incluso los que no sabemos que tienen aquí sus talleres o sus colecciones, forman parte de la marca Barcelona. Porque de una marca no solo importa su proyección y su visibilidad; sobre todo cuenta que marque, que deje marca. Y esta ciudad no solo me sigue marcando a mí, sino que sigue haciéndolo a muchos de quienes la visitan y la viven y la leen. Para constatarlo no hay más que leer la nueva novela del escritor mexicano Juan Villoro, La tierra de la gran promesa, o buscar la etiqueta #barcelonainspira en Instagram.

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Sobre puentes Por Eduardo Ruiz Sosa Como un puente, decía, con esa forma de ser de los lugares donde en apariencia se adquiere una condición pasajera: un tránsito, lo fugaz de la estancia en lo inacabado, siempre el paso siguiente, el que se da hacia adelante o el que retrocede y vuelve al origen. ¿Cómo no pensar que es en los puentes en donde la vida, individual o colectiva, encuentra una intensa expresividad, la imagen de lo efímero que nos parece permanente? Eso es la emoción, creo, lo que siendo efímero permanece. Ahí, en la mitad de las cosas, por encima del río, por ejemplo, tengo la sensación de que las posibilidades, todas, se manifiestan con una claridad que casi nunca tengo en otros contextos. Acaso la claridad que me da la imagen de un salto inminente, o la del correr de las aguas como una distancia que cruza por debajo del puente en un sentido contrario de latente o mansa amenaza. En la novela de Ivo Andrić Un puente sobre el Drina, un mundo se estructura alrededor de la construcción de piedra blanca desde el siglo XV hasta el XX. La historia, ahora no me refiero solamente al libro del autor Bosnio, se arremolina siempre alrededor de los puentes. En José Trigo, de Fernando del Paso, la visión desde un puente por encima de las vías de los trenes de Nonoalco-Tlatelolco descubre un séquito fúnebre, pobre, silencioso, que avanza entre los rieles cargando un pequeño ataúd blanco, punto de fuga de todo el relato, de todos los personajes, de todos los tiempos. Los trenes, otra forma de ser de los ríos. En Vivir abajo, de Gustavo Faverón, la tercera parte, titulada «Puentes frágilmente construidos», evoca, desde un verso de Hölderlin, el periplo que sigue el protagonista, y con él la historia del continente arrasado en la época de las dictaduras militares, entre Paraguay, Argentina y Chile, una ruta marcada por el horror y guiada por un cúmulo de fle-

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chas disparadas en diversas direcciones que trazan la andadura por encima de los países, las desapariciones y las vidas. En Los puentes de Königsberg, David Toscana encuentra un lazo entre Monterrey (México) y la ciudad de Kant, E. T. A. Hoffmann y Hannah Arendt, en la antigua Prusia Oriental, un territorio que a día de hoy pertenece a Rusia y que está completamente fuera de las fronteras del resto del país. Un espacio con todas las condiciones de un puente: fuera de sitio (porque casi nunca los puentes están donde creemos que nos conviene cruzar), vínculo de lo inconexo (porque crecemos con la idea de lo diferenciado en ambos lados), lejos y cerca al mismo tiempo (porque al cruzar sabemos que hay algo que continúa, a pesar de lo desconocido). Así sucede también en Nacimiento de un puente, de Maylis de Kerangal, donde la autora francesa que imagina la construcción de un puente acometida como bálsamo y como destrucción (porque también son un albur los puentes), donde la vida de los trabajadores se convierte en la verdadera carne del puente, como en Henry Miller y El puente de Brooklyn, o en De noche, bajo el puente de piedra, de Leo Perutz o en «Los siete puentes», de Mishima: todo en el cruzar los puentes queda enlazado, un tapiz o un friso de constante movimiento. En Barcelona busco, y encuentro siempre, esa sensación propia de los puentes, ese lugar que es pura esencia de un tránsito hospitalario, es decir, la condición de puente no ya como un no-lugar que sirve para ir de un extremo a otro, sino como espacio propio para la renuncia a lo inmóvil de la tierra firme, renuncia a esa secreta ambición de las piedras, como escribió Juan Carlos Mestre en La tumba de Keats. Un puente sin orillas, pensaba antes. Tal vez lo sigo pensando así. Durante mi infancia, en Culiacán, nos mudamos a la nueva casa familiar cuando yo tenía unos siete años. Lo primero que recuerdo, además de un pequeño jar-


Puente de Vallcarca. Fotografía: Jordi Corominas ©

dín encajonado en un alcorque demasiado grande en la entrada, estorboso, lleno de tarántulas durante el verano, era el proyecto del segundo piso de la vivienda expresado en una escalera que terminaba en un muro ciego. Al otro lado no había nada, o había el mundo ajeno a la casa: el aire, la calle, el cielo, el techo con su brea plateada para protegernos de las lluvias torrenciales, del calor de los veranos del trópico. Durante años, mi hermana mayor y yo subíamos y tocábamos la pared caliente donde se cerraba la escalera. Imaginábamos lo que al otro lado, algún día, podría cobrar forma, el volumen de un futuro habitable. Cuando finalmente, ya no sé cuánto tiempo después, aparecieron las habitaciones del segundo piso y escuchamos los golpes que abrieron una puerta que pensábamos cerrada para siempre, por un momento la escalera me dio la sensación que me dan los puentes: paso entre mundos en apariencia ajenos, antes intocados, como las orillas que se unen antes de reconocerse. La diferencia no es lo vertical ni lo horizontal. La diferencia es que los puentes se extienden más allá de sí mismos. El puente de Vallcarca, el de Sarajevo, el Pont del Parc Central, en Nou Barris, todos en Barce-

lona; o el de Queralt, en Vic; o el Pont Vell, en Besalú, aunque reconstruido, todos con esa condición esencial de cruce, de arquitectura del tránsito. Pero es más bien en la ciudad en la que encuentro esa voluntad de puente sin orillas, una Barcelona en la que, sin moverme demasiado, ya siento la posibilidad de un margen diferente. De estar en un «otro lado» que se despliega, como un archipiélago en el que se ha abolido, o se busca la abolición, de una determinada forma de ejercer el distanciamiento. Todos los lugares de tránsito parecen amenazas, sucede así con las fronteras. Se enfrentan a los coágulos de lo que el miedo paraliza. El miedo es el miedo a los otros. La amenaza del puente no es ir nosotros, sino quien viene. Pero es justamente esa condición de puente de algunas ciudades la que elimina las distancias, o al menos la aprehensión de las distancias, su peso acumulado en la nostalgia del aislamiento, en la aparente seguridad de lo intocado, ahí donde lo que no se mueve, se pudre. Sin embargo, decía Ricoeur que en la historia hay una sola manera de terminar: continuar. Los puentes, Barcelona como un puente, es lo que no deja de continuar.

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La vida breve

La dama de la torre Luis Caldeiro

Lorena mira tristemente por la ventana. Mira tristemente por la ventana coloreada como los vitrales de la catedral de Derry, desde una torre circular al borde del mar de Irlanda. Desde su alta soledad, Lorena espera. Teje cada día un lienzo que desteje metódicamente por las noches, convencida de que algún día vendrá el hombre que la relevará de esa tarea ciclópea. «Al menos Penélope tejía y destejía por un hombre de carne y hueso, un hombre real, que algún día regresaría al hogar. Pero yo tejo y destejo por alguien que no conozco, cuya existencia ignoro, a quien no sé si veré pero al que necesito como la vida misma para no caer en la desesperación.» Lorena ya no es joven. Tiene ya cuarenta años y no recuerda cuándo empezó a tejer. A cien millas de allí, en cambio, un joven caballero apenas llegado a los dieciséis no puede esperar. Roland no conoce aún los misterios de la carne, el otro sexo le intimida, pero el ardor que siente en las entrañas no le deja vivir. En la plenitud de sus fuerzas, necesita buscar, perseguir, hallar, cazar. Sus ansias, sin embargo, van parejas a su inexperiencia, al absoluto desamparo que supone enfrentarse a lo desconocido. Un día, de pronto, un anciano le confía la historia de una dama recluida en una alta torre, a cien millas de allí. La dama suspira, dice el viejo, porque espera, y esa espera le acongoja. El joven escucha el relato con devoción casi religiosa y ve abrirse un mundo ante él. Se ve a sí mismo abandonando el hogar, los estrechos límites de la aldea que constriñen su alma, para lanzarse a los caminos de Irlanda en busca de la torre circular, y en ella, a la digna sucesora de Penélope. Roland hace su hatillo y decide aventurarse por los bosques y pantanos de la isla. Durante semanas, buhoneros y jueces, campesinos y nobles, refieren noticias contradictorias sobre su des-

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tino final. Unos afirman que la dama murió de tristeza al no ver recompensada su labor; otros, que abandonó Irlanda, raptada por los piratas normandos. Los más sórdidos, que su amargura le indujo a venderse al enemigo inglés. Pero en ningún caso que la dama hallara finalmente el objeto de sus desvelos. Esa certeza da alas a Roland, que soporta con estoicismo la fría y fina lluvia que golpea su cara y embarra sus botas. Tras meses de marcha y de recorrer en vano tabernas y castillos, arriba a una extraña torre al borde del mar. Temblando, sube los sesenta peldaños que le separan de los aposentos de la dama. Cuando al fin la puerta se abre ante él, Roland descubre a una mujer morena, de tez admirablemente surcada por arrugas labradas por el tiempo, pero de ojos refulgentes, llenos de vida. El joven ve a una diosa, pero la dama ve a un niño. En ese momento, Roland quisiera darse todo él, todo su pequeño mundo de adolescente apenas despertado a la vida; pero Lorena, con infinita ternura, declina la oferta. «Todavía te quedan muchos caminos que andar hasta encontrar a tu dama.» El joven, apesadumbrado, se retira. Pero la dama, que ya nada esperaba, siente que moriría a gusto en ese preciso instante ante la inesperada flor que la vida, tan esquiva con ella, le regala. Lorena siente entonces un escalofrío y, esbozando una sonrisa tímida, abre la ventana coloreada por la que tantas veces miró tristemente. La abre y arroja el lienzo al mar.

Luis Caldeiro es doctor en Grabado por la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona. Colabora con varios medios escritos como La veu del Carrer, El Triangle o elCatalán.es.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

José Manuel Dorrego Sáenz No suele fallar Nada más torcer la esquina, aquel tipo de gris me lanzó un artículo 475/62 directo a la cabeza. Por fortuna estuve rápido y pude zafarme con un brusco giro de cuello de noventa grados. Inmediatamente contraataqué lanzándole un artículo 280/93Bis (siempre llevo uno en el bolsillo de la chaqueta, por si acaso) y el tipo cayó fulminado. No obstante y como no me fío, lo rematé en el suelo con un Real Decreto: nunca se sabe.

Subir Cinco minutos pueden no ser nada o se pueden convertir en una pesadilla. Según. Cuando el señor de gafas, bigotito, bufanda y maletín se subió al ascensor —hace justo ahora cinco minutos— y pulsó el botón para subir al sexto piso, jamás pudo imaginar que los cinco siguientes minutos se iban a convertir en los más largos de su vida. Lo malo no es que el ascensor continúe subiendo y ya vaya por el piso 766 de un edificio de seis plantas. Ni lo peor es que el botón de «Stop» no funcione. Lo que verdaderamente inquieta al señor de gafas, bigotito, bufanda y maletín es esa vocecilla metálica que, al vuelo, ha escuchado al otro lado de la puerta mientras atravesaba el piso 332 y que en un murmullo algo burlesco ha susurrado: «Otro que sube...».

Mala racha Tras naufragar la balsa en la que viajaban hacinados, Beto consiguió salir a flote. Brazada a brazada se dirigió hacia la isla más cercana y, cuando estaba a un par de metros de alcanzar la orilla, el continente zarpó.

José Manuel Dorrego Sáenz empezó a escribir microrrelatos —o algo parecido— desde muy joven por pura economía lingüística: es más práctico contar cien historias en un año que dedicar un año a contar una sola historia. Ha sido ganador o finalista de concursos organizados por La Razón, El País, ABC, Madrid Sky, El Asombrario, RENFE, Relatos en cadena de la cadena SER, o el Augusto Monterroso de cuentos. Ha publicado el libro de microrrelatos El contrabajista del Titanic.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Mateo Rello El hombre de la lámina anatómica Pensé que estabas muerto, que tu lámina anatómica era un infierno sin eternidad. Tú sin piel, tú sin carne, todos los músculos expuestos impúdicamente, pero vivos los ojos, presos de loca determinación: un rencor alcantarillado, —si algún día—, mirando fijamente a quien mirara, todo en la actitud amenaza muda, —si pudiera—, y tan parecido a los conejos del mercado. Los niños te mirábamos con asco. Yo soñaba contigo y temía tu venganza. Vuelves algunas noches o si veo en otros desollados, infelices congéneres tuyos el mismo odio vivo en esos ojos, presos de idéntica, feroz determinación.

Nexus 6 Odio la lluvia y las manzanas y esta ciudad es capital del agua (lluvia o niebla) y los plazos fatales. Adiós, días de sol, adiós por siempre. Donde las caravanas de la estepa desaguan en dinero y en neón, he venido a vengarme de mi padre. Vive en un zigurat. No llora nunca. Si diseñó el caldeo para mí, los números que ordenan la materia, estos diez dedos hábiles, hoy me teme y me hostigan sus ángeles. Suya es la soledad que me destruye, nuestro es el desamparo, pero vengo en busca de respuestas y de tiempo. Trazado su perfil contra el agónico sol del ocaso, es mi padre el doctor más famoso de Ginebra. Arrobado, se afeita ante el espejo. Dice: soy el que soy.

El niño-cocodrilo Aquel año ningún fantasma recorría Europa. Tal vez por eso vino su parada a la fiesta mayor, procedente de alguna versión lisérgica de las películas de Tarzán. Era el niño-cocodrilo. Durante las noches siguientes, soñé con él: veía otra vez la expresión de incómoda estulticia asomando de un cuerpo escamoso, de evidente plástico, la boca abierta más en un bostezo que en la amenaza del saurio acechante. El ágora nómada de la feria recalaba en aquel descampado de Can Zam, cercano a las calles sin asfaltar y a las tapias que guardaban las venerables viñas, supervivientes de una filoxera ya tan anacrónica como ellas mismas. Luego supe que en aquel descampado suburbial, ignorando sin pudor toda tesis del materialismo dialéctico, se oficiaba un anacronismo más terrible: el de un limbo o purgatorio, el estigma que refrendaba nuestros cuerpos, nuestra vida. Su origen, pero también su comodidad y condición.

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Maniquíes Fiesta de los maniquíes, no los toques, por favor. Golpes Bajos

I La americana, tantos euros, el pantalón tantos y tantos la camisa, pero siempre vacíos los bolsillos y las prendas, que acaso os horripilen, en préstamo e impuestas. Los cambios de estación os perjudican, como a los reumáticos: pasa la temporada y de esa ropa os despojarán. Así, quedáis desnudos ante el público, al aire las penosas entrepiernas, impúberes ángeles de plástico y sin refrendo genital, quién lo diría. Porque a pesar de la belleza y la apostura, del servil disimulo que una cordialidad de PVC mantiene incluso al desconcharse, una vida late por debajo, nos miráis de reojo, un diente asoma a veces y se oculta. Quizás un día fuisteis de carne, tal vez el fetichismo de la mercancía cayó con todo su poder etimológico sobre vosotros, os redujo a este estado, a semejante hechizo: la americana, tantos euros y nosotros incómodos, desazonados a vuestra vera. II En una foto de E. Atget Flotabais ectoplasmáticos, etéreos, esenciales, lógica por ello vuestra semejanza, todos el mismo aire de tanguero. Planchadas vuestra sed y vuestra hambre, piropeabais a las mujeres, descarado y arrogante el escarnio con que al hombre medíais, mostrando este y aquellas lo que tal vez quisierais comprar.

Mateo Rello (Badalona, 1968) es poeta. Los últimos títulos de su producción son Meridional asombro (Igitur, 2013), Los primeros ángeles (La Garúa, 2017) y El atlante (Ediciones de Caravansari, 2020), volumen profusamente ilustrado con fotos de una ciudad que desaparece y otra que la sustituye, siendo las dos Barcelona. Está en preparación su próximo poemario, De magos y mineros (Una historia de Plutón) en Libros de Aldarán. Dirige dos proyectos dedicados a la poesía en lenguas peninsulares: la revista Caravansari (www.caravansari.com) y su bienal, que se celebra en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona).

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Aproximación al epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán (I) Núcleo biográfico Por Saturnino Valladares El objeto de este estudio es el diálogo epistolar que desarrollaron José Ángel Valente y José-Miguel Ullán, custodiado en la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética de la Universidade de Santiago de Compostela. En concreto, el gallego conservó cincuenta y una cartas y postales del autor de Ondulaciones y la copia de trece cartas que le envió a su amigo. Aunque las referencias internas del epistolario indican la existencia de un intercambio mayor del que conserva esta institución, puede afirmarse que la correspondencia entre estos intelectuales se desarrolló durante más de veintisiete años —desde el 28 de noviembre de 1966 [carta de José Ángel Valente a José-Miguel Ullán] hasta el 9 de marzo de 1994 [carta de José-Miguel Ullán a José Ángel Valente]—, siendo la década de los sesenta la de mayor intensidad. En el capítulo «París en primavera. José-Miguel Ullán», María Lopo recuerda que, en consonancia con este tipo de comunicación, «Esta fluidez en el contacto personal, familiar e intelectual, también se sustenta en habituales comunicaciones telefónicas y viajes entre París y Ginebra a los que se alude en la correspondencia1», como constata una carta que Valente envió desde Ginebra, el 21 de diciembre de 1972, en la que afirma que sigue horrorizado por no haberle respondido a Ullán: «Menos mal que medió (gracias a ti) la conversación telefónica»; u otras dos que redacta el salmantino el 5 de julio de 1969 —«tras nuestra breve 1. Lopo, M.: «Valente en París: Fragmentos recuperados», Valente vital (Ginebra, Saboya, París), Santiago de Compostela: Publicaciones de la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, 2014, pág. 395. Edición de Claudio Rodríguez Fer.

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conversación telefónica, aplacé estos renglones una vez más»—, y el 22 de octubre de 1978: «Tras tu llamada nocturna, volví a dormirme». La extensión del material epistolar es variada y comprende desde la carta mecanografiada en cuatro páginas [que Ullán envía desde París, el 7 de noviembre de 1969] a la postal o a la línea con la que el salmantino felicita el año 1994. No obstante, la mayoría de las epístolas comprende una o dos carillas, generalmente mecanografiadas. En relación con los espacios vitales desde los que se desarrolla esta correspondencia, interesa recordar que en 1958 José Ángel Valente se instaló en Ginebra, donde trabajó durante veinticinco años como funcionario en la sección de español de la Organización Mundial de la Salud, un lugar por el que sintió poco o ningún afecto, como revela una de las notas de su Diario anónimo: «Yo viví veinticinco años en Ginebra, a la que no debo absolutamente nada. Ni a la ciudad ni a sus gentes2». Esto explica que envíe sus cinco primeras cartas desde esta ciudad y otra, algunos años después, el 26 de septiembre de 1978. En 1975, establece su residencia familiar en Collonges-sous-Salève, localidad ubicada en la Alta Saboya francesa, con el propósito de alejar de Ginebra y de las drogas a su hijo Antonio —«tan vulnerable en su bondad extrema3», lo calificó José-Miguel Ullán—. A este hecho se refieren una misiva que el autor de Ondulaciones fecha en París, el 12 de 2. Valente, J. Á.: Diario anónimo (1959-2000), Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2011, pág. 287. Edición de Andrés Sánchez Robayna. 3. Ullán, J-M.: «Relato prologal: Señales debidas», Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2010, pág. 52. Incluido en Esencia y hermosura, de María Zambrano.


diciembre de 1975 —«Ojalá que la nueva morada os sea ya grata»—, y otra del autor de A modo de esperanza, redactada el 14 de julio de 1976, en la que afirma que «los problemas de Antonio, que ya conoces, se habían acentuado en ese tiempo y me tenían sometido a una insoportable tensión». Desde Collonges-sous-Salève, Valente enviará cinco misivas y, por último, remitirá una el 11 de marzo de 1987 desde Almería, donde se había establecido en 1985. Por su parte, José-Miguel Ullán, que en 1966 se marchó a París por disconformidad con la dictadura franquista y por evitar hacer el servicio militar, escribirá la mayoría de sus epístolas desde Francia —veintiséis desde París, dos desde Chaville y ocho desde Viroflay—, aunque seguirá en contacto epistolar con su amigo en sus viajes por otros lugares, como Milán, Moscú o México, desde donde remite tres misivas. En París siguió los cursos de Pierre Vilar, Roland Barthes y Lucien Goldmann en la École Pratique des Hautes Études, y desarrolló una intensa labor en el periodismo cultural. En 1976, al regresar España, se vio obligado a realizar el «aborrecido» servicio militar como constata una misiva escrita en Santa Cruz de Tenerife, el 16 de mayo de 1976: «Hasta este lugar de tu culpa me trajeron para cumplir el servicio militar». Esta experiencia dará como fruto el poemario Soldadesca (1979). Por último, desde Madrid remitirá cinco cartas entre 1977 y 1985. Por estas páginas transitan algunas de las grandes personalidades de la literatura y de la cultura en lengua española del siglo XX: tanto escritores españoles —Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, José Hierro, Juan Goytisolo Gay, Max Aub, Carlos Bousoño, Josep Maria Castellet, José Agustín Goytisolo, Andrés Trapiello, Ángel González, Juan Jesús Armas Marcelo,

Félix Grande, Aníbal Núñez, Eugenio de Nora, Pedro Gimferrer, Manolo Vázquez Montalbán, Leopoldo M.ª Panero, Antonio Martínez Sarrión, Antonio Colinas, Jorge Urrutia, Ignacio Gómez de Liaño— e hispanoamericanos —Octavio Paz, José Emilio Pacheco, César Vallejo, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Carlos Franqui, Lezama Lima, Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Calvert Casey, Pablo Armando Fernández, Saúl Yurkievich—, como editores de origen hispano —José Luis Cano, Juan Fernández Figueroa, José Batlló, Joaquim Marco, Luis López Álvarez, José Martínez Guerricabeitia—, directores de cine —Luis Buñuel, Basilio Martín Patino—, el pintor Antonio Saura, la agente literaria Carmen Balcells, el fotógrafo Antonio Gálvez, el cantante Paco Ibáñez, el político Julio Álvarez del Vayo, etc. Además del mundo hispano, como es lógico entre dos intelectuales exiliados, hay muchas alusiones al mundo de la literatura, la cultura y el arte internacional, como al director de cine francés Armand Gatti, al escritor francés Claude Roy o a los hispanistas Giuseppe Bellini, Jacques Comincioli y Gustav Siebenmann. Por su abundante presencia en estas cartas y la importante relación que mantuvo con estos corresponsales, deben destacarse las referencias a la filósofa y ensayista María Zambrano y, en menor medida, al pintor Luis Fernández, de las que merecería la pena tratar en un artículo aparte. En la primera carta que conserva la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética de la correspondencia entre José Ángel Valente y José-Miguel Ullán, fechada el 28 de noviembre de 1966, el orensano habla de una conversación con Pere Gimferrer en la que fue informado de los problemas de Ullán y su salida de España, y su deseo de reunirse en Ginebra. En la misma, comenta

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que le parece bien la reseña que Ullán escribió sobre su cuarto poemario, bajo el título de «La memoria y los signos de José Ángel Valente», y le envía un poema inédito para que sea publicado en la revista La Trinchera, pues el salmantino le había pedido esta colaboración en una carta anterior. Por último, pide que le haga llegar los últimos libros que ha publicado. Esta primera epístola presenta algunas de las constantes temáticas de esta correspondencia: referencias a problemas personales y políticos, asuntos literarios y el deseo de reunirse en un futuro próximo. Aunque suelen estar interrelacionados y esta división puede resultar un tanto esquemática, con el propósito de hacer más didáctico este estudio estableceré tres grandes ejes en esta correspondencia: el biográfico, el político y el literario. Como expresé en otro momento4, el criterio del que me sirvo para diferenciar el eje biográfico del literario es el siguiente: la poesía no participa en los episodios del foco biográfico, mientras que ocupa un lugar protagonista en el literario. Por otra parte, deseo dejar constancia de que un único episodio puede participar de dos o, incluso, de los tres centros de interés establecidos. Tal vez, el caso más explícito se halle en relación con el auto de procesamiento que provocó, en 1971, la aparición de Número trece, libro que incluía el cuento «El uniforme del general». Es decir, la publicación de un texto (motivo literario) originó un proceso judicial por su actitud antimilitarista (motivo político) que condujo al autor al necesario alejamiento de España hasta la muerte del dictador (motivo biográfico). Como resultaría prolijo citar la enorme cantidad de ejemplos que integran cada uno de los tres ejes o núcleos temáticos, me dispongo a anotar y a reflexionar únicamente sobre algunos de aquellos párrafos o frases que pueden resultar significativos de cada eje, advirtiendo que el mismo ejercicio se podría realizar sobre otros fragmentos distintos de los mencionados con igual resultado. El primer núcleo será abordado en este artículo, dejando el político y el literario para los próximos números de Quimera. El eje biográfico está constituido por las preocupaciones circunstanciales, principalmente familiares y, en ocasiones, derivadas de problemas de 4. Valladares, S. Retrato de grupo con figura ausente. Edición y análisis de la correspondencia entre José Ángel Valente y los poetas españoles de su edad. Ourense: Diputación de Ourense, 2016, pág. 273.

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salud, laborales o económicos, las anécdotas, los favores personales, el deseo de reunirse en un futuro próximo, el interés por los amigos comunes, etc. En primer lugar, deben considerarse los asuntos familiares. Así, desde París, el 7 de febrero de 1968, Ullán se queja de los impedimentos que está encontrando para casarse con Maribel y para que esta pueda dar a luz en la seguridad social: «No nos arreglan el papeleo para el casorio (llevo días de delirio en la Prefectura de Policía) ni le dan a ella la carta de estancia; inician ahora una encuesta que durará tres meses, al término de los cuales deciden si sí o si no… En consecuencia, lo del parto no podrá entrar en la seguridad social». Finalmente, la burocracia fue resuelta y lograron casarse el último día de febrero de 1968 en un «espectáculo desolador y grotesco», que tuvo como banquete «unos bocadillos en un bar» y como baile la consulta del ginecólogo y la posibilidad de que Maribel diera a luz en la seguridad social. Desde Chaville, el 29 de junio de 1971, comenta que ha nacido su segunda hija, a la que en una ráfaga de optimismo llamaron Alba. Un lustro duró este optimismo, pues el 22 de abril de 1976 el salmantino informa de su divorcio. Desde Collongessous-Salève, el 14 de julio de 1976, Valente pregunta si la separación está realmente consolidada y se preocupa por la situación de las niñas. La proximidad entre ambas familias provoca que Ullán termine la mayoría de sus cartas saludando a la esposa y a los hijos de Valente —«Muchos saludos a Emilia y a los niños. Recuerdos de Maribel. Mi mejor abrazo», escribe desde París, el 7 de febrero de 1968—, y que este haga lo propio con las de su amigo —«¿Cómo están Maribel y las niñas? Dales el cariño de toda la tribu. Escribe tú. Un abrazo grande», apunta en Ginebra, el 21 de diciembre de 1972—; o fórmulas similares. Posteriormente, cuando ambos se separen de sus esposas, Ullán pasará a mostrar su afecto por Coral, la compañera de Valente —«Saludos cariñosos a Coral» (Madrid, 22 de setiembre de 1984)–, y el gallego mandará su cariño a Manuel Ferro, el compañero del salmantino, con el que, por cierto, pasa su cumpleaños, según registra una epístola fechada en Ginebra, el 19 de enero de 1981: «Gracias a ti y a Manuel (qué día le di de cumpleaños) por la compañía vuestra en estos días madrileños, y gracias a ti (dicho sea de prisa y de paso) por una muy vieja compañía». También entrarían en este grupo los problemas de salud, desde los frecuentes «gripazos» de Valente o el


José Ángel Valente. Fotografía: Elisa Núria Cabot ©

«constipado monstruoso y fiebre alta» que Ullán siente el 5 de junio de 1967 y la «gripe feroz» del 22 de octubre de 1978, pasando por la depresión de la madre del salmantino (18 de agosto de 1974), hasta la enfermedad con la que mal diagnosticaron a Maribel y de la que el salmantino informa el 7 de marzo de 1969. Diez días después de esta última carta, el gallego responde: «Imagino la conmoción producida por el bárbaro diagnóstico de Maribel. Espero que su recuperación sea pronta y firme. Confírmanos tan pronto puedas que todo va bien». Desde París, el 29 de marzo de 1969, Ullán acusa recibo de dos cartas de Valente y comunica que su esposa continúa en régimen de convalecencia, aunque ya contempla la enfermedad como un mal recuerdo. Algunos meses después, el 7 de noviembre de 1969, informa que su esposa empeoró de manera alarmante y se desplazó a Las Navas del Marqués (Ávila), donde un dermatólogo descubrió que se trata de una eccemátides y ya está recuperada. Años después, desde París, el 11 de junio de 1973, con humor versiona uno de los versos del poema «Balada del que nunca fue a Granada» de Rafael Alberti para informar que no viajará a Ginebra: «Eva está con paperas, en Alba se anuncian y yo he sido inyectado para evitar estragos míticos propios a la adultez pueril; Maribel nos contempla no sin desprecio

ya estival y, albertinamente, entra en Ginebra: “Nunca iré a Genève...”». En otras ocasiones, los problemas de salud también provocaron que los amigos no pudieran reunirse, como registra una epístola que Ullán fechó en Viroflay, el 19 de enero de 1974, en la que señala que muchas risas serían pertinentes para explicar el motivo de que no haya visitado a Valente en Ginebra: A Maribel se le inflamó el dedo corazón de la mano derecha y, tras dos operaciones fallidas, tuvo que ser hospitalizada en Versalles. […] A Alba se le infectó el dedo gordo de la mano izquierda; antibióticos y baños sagrados detuvieron la alarma. Hace tres noches, una corriente de aire cerró una puerta mientras Eva apagaba la luz y otro dedo familiar quedó magullado. Nada grave esto último, aunque, ya ves, obligado estoy a prodigarme en maniluvios.

Del mismo modo, deben destacarse las dificultades económicas y laborales de Ullán, aunque, generalmente, aparezcan pintadas con una capa de humor cómplice e inteligente. Así, desde París, el 7 de octubre de 1968, habla sobre «la incertidumbre permanente» que vive con su familia y las dificultades para subsistir —«El dinero para el piso, ya ves, lo vamos quemando en

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potingues, pañales y otras delicias irremediables»—, y, el 5 de julio de 1969, se queja de las «Visitas de la policía y citaciones en la Prefectura; suaves amenazas y promesa de tiempos peores. Mi trabajo en la radio continúa siendo bastante insólito y ruin». Viéndolo angustiado por las deudas y por la perspectiva de no tener acceso a la seguridad social, Valente le propuso que realizase una prueba mecanográfica en la sede ginebrina de la Organización Mundial de la Salud con la intención de que lograse la ansiada estabilidad económica y laboral: «Dime si cuando vengas a Ginebra vas a hacer la prueba mecanográfica de la que hablamos para que Vicenta haga los arreglos oportunos» (Ginebra, 17 de marzo de 1969). Sin embargo, este no se ve con condiciones de pasar este examen: «mis dos dedos son veloces, pero están los otros ocho parásitos para incordiar… Y partir de cero exige un tiempo» (29 de marzo de 1969). «Es muy consolador hacer intentos para sobrevivir», llega a comentar irónicamente el 7 de noviembre de 1969. Por fin, tras abundantes vicisitudes, el 22 de marzo de 1973, comenta que le «llovió un hermoso contrato definitivo», lo que no impide que, «alarmado por el porvenir radiofónico», solicite, y logre, una beca de creación literaria para el extranjero en la Fundación Juan March (18 de agosto de 1974). Tres años después, desde Madrid, el 8 de agosto de 1977, Ullán acepta la dirección de las páginas de Letras en el suplemento cultural de El País para «tornar menos alucinatoria la deuda contraída al comprarme un piso». En su opinión, esta compra le obligará a permanecer en Madrid durante ocho años y a realizar, además del trabajo en prensa, colaboraciones en televisión: «de nuevo el pluriempleo y el psicodrama cotidiano» (22 de octubre de 1978). Posteriormente, el gallego se servirá de los medios de comunicación donde trabaja su amigo para anunciar algunos de los eventos en los que participa: «Ojalá puedas anunciar en Culturas o en el periódico el contenido del seminario y sus actividades» (11 de marzo de 1987). También cabe detenerse en las anécdotas, como cuando el salmantino relata que se quedó dormido en el tren y que un vigilante lo despertó para decirle que habían llegado a París (27 de noviembre de 1967); o que perdió una gabardina («lloroso ando») y que Maribel le agradece «a la ultragenerosa Emilia» el ajuar que le ha regalado (18 de julio de 1968). Asimismo, pueden considerarse los mensajes que se transmiten por petición de amigos comunes, como cuando Ullán le pide a Valente que escriba a José Martínez Guerricabeitia,

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pues el hombre está muy «quejoso» porque no se comunica con él y porque no le envía unas fotografías tomadas en Cuba (29 de marzo de 1968) —país al que Valente, invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, había viajado a finales de 1967 para participar en dos eventos: como parte del jurado en el premio literario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y como conferenciante en el Congreso Cultural de La Habana—, hecho que ya había sido registrado en este epistolario: «Escribe cuando vuelvas de Cuba o incluso desde allí si te parece» (27 de noviembre de 1967). Desde Ginebra, el 2 de abril de 1968, el gallego asegura que escribirá al director de Ruedo ibérico para «liberarte de culpas». El deseo de reunirse en un futuro próximo es otra de las constantes del epistolario: «pensaba, al regreso, pasar unas horas en Ginebra el domingo próximo», registra una epístola de Ullán fechada en Milán, el 8 de septiembre de 1967. Sin embargo, los compromisos familiares y laborales y las dificultades económicas provocaron que estos encuentros no se produjeran en todas las ocasiones que les hubiera gustado: «Espero, en fin, volver a Milán pronto: aún no han sacado el periódico. Deja a ver. Pasaría a la vuelta. Maribel es difícil que vaya: andamos cada vez peor de perras. Haríamos lo posible, no obstante», afirma desde París, el 7 de octubre de 1967. En algún momento, el autor de Ondulaciones se queja de que el gallego no lo visite en París (7 de noviembre de 1969), lo que provoca que, el 17 de marzo de 1972, manifieste que, debido a la falta de comunicación, entiende que «el encuentro se impone como necesidad absoluta». Por una epístola fechada un mes después se sabe que Valente planeaba visitar a su amigo en París, pues Ullán le invita a que se quede en su casa de Viroflay, solo o con alguien más de la familia. En una de las últimas misivas conservadas, fechada el 2 de abril de 1988, el salmantino informa de un viaje que le llevará por el Caribe y por Nueva York, y confía en encontrar a Valente en Almería cuando regrese. Por tanto, a pesar de la distancia física, esta correspondencia muestra el interés de los corresponsales por pasar tiempo juntos. En definitiva, en esta breve aproximación al interesante epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán pretendí presentar, sucintamente, algunas de las constantes del eje biográfico. Las relacionadas con los núcleos político y literario aparecerán en los próximos números de Quimera.


Criticando la crítica Por Edgardo Scott 1 En el último tiempo, sin mayor interés, las críticas a la crítica, en particular a la crítica literaria y más aún a la reseña de libros, suelen orbitar con insistencia en algunos puntos: Que las reseñas críticas son un instrumento de promoción de los libros. Que por algún motivo el crítico o reseñista tiene un elogio banal y previo para ese libro que debería leer y criticar (la crítica, por supuesto, como escritura de una lectura, pero no solo eso). Que las críticas de booktubers no son críticas, son los comentarios entusiastas o maníacos de alguien que ignora todo o casi todo de una rama del arte bastante antigua llamada literatura. Que la crítica académica es aburrida, anacrónica y burocrática (el académico tiene que presentar papers). Que la crítica de los escritores es siempre interesada (siempre trae agua para su molino), y por lo general peca de amiguismo u oportunismo. Que la crítica del periodismo cultural es una crítica hueca o superficial, agónica en su intento por motorizar una industria desmantelada o en franca transformación. Que la crítica de los que solo hacen crítica en los medios culturales es una crítica elitista y resentida, que satisface al editor frustrado y resentido de esa página cultural que dirige. Que la crítica no la lee nadie y si la lee, no le importa.

tora entrenados, afiladísimos, para captar lo mucho o poco, a veces poquísimo, que puede haber de literatura en un nuevo libro. Elvio o un lector así, un crítico así, me hace pensar en los buscadores de oro, instalados en el medio de un arroyo con un colador finísimo, haciendo pasar el agua turbia de arenilla y piedras para ver si entre el cieno algo brilla, algo por un segundo brilla de manera inolvidable. No es el único. También pienso en María Moreno, en Luis Gusmán, en Luis Chitarroni, en Flavia Costa, en Nora Avaro, en Ezequiel De Rosso y, qué pena, en Juan Forn. Es probable que, del improvisado decálogo, lo más cierto sea que la reseña de un medio cultural ya no le importa mucho a nadie interesado en la literatura y en realidad ya tampoco sirve para que el libro venda un poco más. De modo que hay un problema de lectura, en la dimensión y en las condiciones de esa lectura, en las posibilidades de una verdadera lectura. Una muestra de la crisis de la crítica en los medios culturales es la prevalencia de la entrevista. Menos lecturas, más entrevistas. ¿Por qué? Porque la mayoría de las veces la entrevista prescinde de la lectura del libro. Y sin embargo, contra lo que muchos creen, pareciera que se lee más. Hay algo innegable, se insiste con las imágenes, pero estamos leyendo frente al celular todo el tiempo y tanto los textos como las imágenes (que también son textos) nos asaltan continuamente, estimulando un tipo de lectura permanente, fragmentaria, hiperactiva (e híper-reactiva).

2 Cuando pienso en un crítico —un buen lector, en realidad, no otra cosa debería ser un crítico—, pienso en Elvio Gandolfo; Elvio leyendo a toda velocidad decenas de libros y escribiendo reseñas para aquí y para allá, reseñas donde siempre habita la generosidad, la curiosidad, la inteligencia de un lector. De un lector que ha leído mucho y bien. Sí, eso debería ser un crítico: alguien que ha leído mucho y que, justamente por eso, tiene las antenas y los músculos de la sensibilidad lec-

3 «¿Es esto lo que se supone que es la crítica hoy?», se pregunta un artículo aparecido en la revista neoyorkina N+1. El artículo se llama «Critical attrition» («Desgaste crítico») y da con esa pregunta como síntesis de lo que un lector ordinario se plantearía frente a las diferentes instancias de lectura crítica que encuentra a su paso: «... ¿por qué esta reseña es tan corta, una sinopsis completa hasta la última línea, la cual ofrece solo una débil sombra del crítico? ¿Por qué esta tiene doce mil

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Edgardo Scott. Criticando la crítica

Edgardo Scott. Fotograma de una entrevista en Radio Francia Internacional.

palabras de extensión e incluye sobre todo una reseña de los otros tres libros del autor? Una tercera reseña parece ser un listado, hilvanando las citas de la solapa del libro». Acaba por concluir: desafortunadamente para el lector, «la crítica de hoy en día no encuentra su tarea». Pero la palabra es job, en inglés, que también supone trabajo. Y de ahí podemos asociar o derivar a lo que se paga una crítica, una reseña: muy, muy poco. Joyce vivía mal escribiendo artículos para diarios de Londres o Dublín, pero vivía. Hoy sería imposible. En cualquier parte del mundo. Pero para concentrarnos en la realidad argentina, vemos cómo los diarios y suplementos culturales achican y reducen cada vez más el lugar para los libros. Es que la salida de un libro no es noticia. Nunca o casi nunca. Lo es si implica otra cosa, algo que «se desprende» de la salida de ese libro. Un libro ya no es, como una vez me dijo Alan Pauls, «un hecho de lenguaje». Ahora lo más importante es el tema que trata, su conexión con la agenda mediática; o el lugar que ese autor ya ocupa en la industria o el campo literario (en el gremio, incluso, ahora que todo

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tiende también a la agremiación, en la literatura y en el arte). O que haya ganado un premio. O la influencia de un buen equipo o jefe de prensa. Ese mismo artículo concluye que en realidad la mayoría de las reseñas están hechas por gente que está ahí de paso, que está haciendo eso, ejerciendo como crítico, solo hasta que consiga algo mejor en la cadena alimentaria de la industria cultural y literaria. Las reseñas son entonces como «una entrevista para un nuevo trabajo». Si se trata de un autor, será hasta que logre un cierto reconocimiento o lugar para su obra. Si es periodista freelance, hasta que lo contraten o pueda ocupar otro puesto o pueda hacer otro tipo de notas (o algo peor, y como ha sucedido siempre con los docentes: las reseñas por peso; lograr «meter» decenas de reseñas que entre todas logren juntar un dinero mínimo, y siempre extra a alguna otra ocupación). Si es un académico, para intentar salir del sofocante, opresivo y por lo general mediocre medio académico. «Reseñar libros —continúa— puede ser un terrible plan B, pero al menos justifica de modo operativo los ocho años que pasó en una carrera y en una biblioteca.»


4 Hay un artículo clásico de Camille Mauclair publicado en 1900 en Francia, que se llama así: «El estado actual de la crítica literaria francesa»; fue publicado en La Nouvelle Revue y, aunque ya despotricara con que una mera reunión de críticas y de críticos no constituía una crítica, todavía llamaba a los críticos a que fueran «el hermano y el consejero de los poetas»; sesenta y pico de años después, Susan Sontag, en el final de su legendario Contra la interpretación —del que ya pasó más de medio siglo— también le pedía a la crítica que en esta era de saturación y abigarramiento, redujera al objeto para volverlo más expresivo, para que gracias a la crítica viéramos y gozáramos más del hecho artístico y no menos. Pero vuelvo al artículo de Mauclair de 1900: «y una organización parecida se llevaría al extranjero, generando un intercambio internacional de volúmenes —críticos— sobrios, desbordantes de un pensamiento preciso, que enriquecería las bibliotecas y constituiría, al margen de la bibliografía efectiva, un memento intelectual de primer orden». Mauclair va llegando al final y parece cantarle al siglo, al optimismo del siglo que está naciendo y que va a consumar la modernidad —hay que decir que Mauclair era antisemita y vichysta—. Ya no más críticos con espíritu «manierista» y «retrógrado», se necesitan críticos «útiles» a las letras. Pero para eso, aclara, es preciso que se rompan los lazos de la crítica con el periodismo. Porque la crítica no es una carrera sino una vocación del espíritu. Nunca conseguimos escapar del todo a la religión, lo cual significa no escapar del todo a la creencia. 5 El problema de la crítica entonces es el problema de la lectura. Y es un problema de lectura. Nuestra sociedad está presta a marcar los abdominales, señalar a los que levantan la voz y erradicar a los fumadores, pero tiene gravísimos problemas de lectura. La lectura es un acto de descentramiento, curiosidad y generosidad. La lectura es un acto de amor hacia la lectura misma. En realidad la crítica no existe, nunca existió. Es un fantasma. Es ¿apenas? una institucionalización de la lectura. Lo que importa son las lecturas, los buenos lectores. Un crítico no siempre es un buen lector, a veces es solo un funcionario, un burócrata, con suerte un ávido profesional. El antídoto es que a los escritores no les suele interesar la crítica, pero sí

las lecturas, los lectores, el lector —esa alteridad con la que lee a diario—. Y sin embargo, todo lo dicho antes, todos los condicionamientos, intimidaciones y hasta acosos que padece la lectura no alcanzan para justificar la anemia crítica, esto es, la anemia de lectura. Esa anemia habría que buscarla en otro lado. Por ejemplo en que la poesía tenga tan pocos lectores dentro de la narrativa. Como si hubiéramos aceptado esa separación. Sacar a la poesía del ámbito de la narrativa. Y naturalizar esa ausencia. Leer es un acto poético sobre todo, es una operación del lenguaje sobre el lenguaje a partir de lo real. Los que leen mal no es solo por el cuadro infame y de época que anotamos esquemáticamente arriba; los que leen mal es porque no pueden leer bien. ¿Y por qué no podrían leer bien? Porque para leer bien hace falta esa generosidad, ese descentramiento, esa curiosidad. Nombres de la pasión literaria, del amor por la literatura. Leer bien no es solo ajustar cuentas con ese libro o autor que se tiene enfrente: leer bien es que ese libro pueda encontrar su lugar en la infinita biblioteca que lo precede y lo proseguirá. Y como para un buen bibliotecario —o incluso un buen librero— la memoria no alcanza. Hay un amor y un sistema de signos —de gestos— en ese amor. En definitiva: el problema no es que haya tantas no-lecturas o malas lecturas: el problema es por qué estarían en extinción las buenas. El problema es dónde están, adónde se fueron esos lectores. 6 Una primera hipótesis: como los poetas, los buenos lectores están desterrados, están ocultos, algo dolidos e indiferentes, a la vez de frente y a espaldas de la época (esa época que los niega, los rechaza, los censura, los burla, los omite). El tema es que la mayoría de esas lecturas no son lecturas, son otra cosa. Pero no lecturas. «La crítica debería ser una conversación informal», dijo Auden. También dijo: «Un mal lector es como un mal traductor: es literal allí donde debería parafrasear y parafrasea allí donde debería leer literalmente». No hay excusas: más allá de todos los condicionamientos, estaría bueno que, a la hora de leer, alguien LEA ALGO y, si ocurre el milagro: lea ESO. Y si puede escribir, escriba esa lectura, ese hallazgo: será como si hubiera escrito un buen verso. Porque un buen lector es casi un poeta. Un poeta, en cambio, sin un buen lector, se disuelve para siempre en el fondo negro de la historia.

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Amigos para siempre

Daniel Ruiz García (Traducción de Isabel García Adánez) Tusquets: Barcelona, 2021 304 págs.

Una generación frente al espejo Por Jean Christophe García-Baquero Con Amigos para siempre Daniel Ruiz García prosigue su análisis certero y gamberro de las dobleces de la realidad socioeconómica actual española; esa realidad triste de la que muchos parecen querer evadirse y con la que Ruiz García está moldeando una sólida obra bajo el sello editorial de Tusquets. Y si en sus obras anteriores Daniel Ruiz escribía sobre la muerte del periodismo, la podredumbre de la clase política española, la gran mentira del coaching empresarial, los barrios periféricos, perdedores inolvidables (ay, Nolito) o sobre la (falta de) responsabilidad social y ambiental de las empresas, en esta ocasión el autor dirige su mirada cáustica a su propia generación, la de los nacidos en los años setenta. Pedro va a celebrar su cincuenta cumpleaños y, junto con su mujer Belén, ha organizado una cena en su casa. A esa fiesta acudirán sus amigos más cercanos con sus respectivas mochilas cargadas de fisuras y demonios que iremos conociendo. Todo está preparado en esa casa de nuevo rico para agasajar a los invitados. Entre ellos reina una amistad aparentemente inquebrantable y se espera una velada de buena comida, alcohol, baile y también drogas. Pero un atropello al perro de la vecina y una desafortunada visita previa a un club de alterne impactarán de manera irremediable en aquel encuentro que, por su carácter revelador de secretos y mentiras y bajo el hilo conductor de canciones pegadizas, será catártico para cada uno de los allí congregados. Con esta puesta en escena, tan propia de una película de Denys Arcand o de un cuento de John Cheever, Daniel Ruiz realiza un estudio ácido sobre la amistad con sus dosis de envidias, reproches y mentiras. Sin embargo, no existe una sola línea moralista en el texto; la mirada de Ruiz García es profundamente humana y comprensiva con las fallas y contradicciones de los per-

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sonajes. Porque, en el fondo, ¿qué une a los viejos amigos? La nostalgia del pasado, ese intento de retener en la memoria que una vez fueron jóvenes juntos. Se trata también de una novela generacional y en ello se puede notar una mirada «houellebecquiana» en su análisis: los nacidos en los años setenta nos hemos entregado al capitalismo sin cuestionarlo y ello desde cualquier ideología posible. Los personajes muestran sus ideales faltos de reflexión, su consumismo incuestionable, su sofisticación vacía, su libido triste, un hedonismo ya mal casado con la edad que avanza inexorable... En definitiva, somos aquellos hijos nacidos en la transición los que hemos perpetuado, con otros oropeles y discursos más sofisticados, mucha de la zafiedad y cutrerío de otras épocas. Sin embargo, la mirada sobre la generación posterior será más esperanzadora. La novela muestra un gran dominio del ritmo narrativo, del diálogo y de las transiciones de una escena a otra. Encontramos metáforas de un gran lirismo y sin afectación («los apellidos de sus compañeros de pupitre trazaban la rutilante geografía de sus anhelos»). Y hay que mencionar el humor marca de la casa; Daniel Ruiz coloca pinceladas de humor incómodo que erradican cualquier solemnidad y dotan a la narración de una mayor dosis de letalidad. Novela a novela, desde su Sevilla natal, ajeno al ruido, fiel a sí mismo, Daniel Ruiz está construyendo su propia «comédie humaine» con pasos muy firmes. Y en Amigos para siempre firma, en mi opinión, su mejor obra.


Tango satánico

László Krasznahorkai (Traducción de Adan Kovacsics) Acantilado: Barcelona, 2017 304 págs.

Diálogo entre objetos callados Por José de María Romero Barea Novela adentro, los espacios en blanco se reflejan unos a otros, remodelan la acción, mientras «el tiempo se acumula sobre las palabras como algas gelatinosas sobre los fósiles». Frente a la reivindicación de la certeza, el hogar atemporal de la controversia: «La última arma que poseía [Futaki] era la esperanza de poder retornar algún día a casa». El interlocutor se deleita con su aturdimiento, malinterpreta la identidad resquebrajada, organiza la aleatoriedad para extraer significados «a través de autoflagelamientos, de castigos, de oleadas de repugnancia por los errores cometidos». Se conduce la narración Tango satánico (1985; Acantilado, 2017) a través de las cámaras secretas de una voz cuyos silencios en los márgenes de la página sueñan con la idea de pasar de la literatura a la realidad o su reverso, «esa profunda inconsciencia en el latido de la sangre allá dentro, el mecanismo frío de los órganos». Obscenamente real, la grieta de la anormalidad filtra la mecánica tiniebla que registra las alucinaciones de «un conjunto escalofriante de formas, líneas y colores». Ha de reconsiderar el lector de László Krasznahorkai (1954) lo narrado, reformularlo bajo la luz nueva, si oscura, de la relectura. Momentos de pérdida enlazan reconocimientos: «[Las arañas] arrojaron suaves redes sobre las botellas […] y las unieron después con un hilo

finísimo y secreto, como si, acechando en sus escondites indetectables, necesitaran enterarse enseguida de cualquier gesto, de cualquier movimiento, mientras se mantenía intacta esa tela impecable, peculiar y casi invisible». Entrelaza el novelista y guionista húngaro incertidumbres, intercambia irresoluciones. Opta por la narrativa autocombustión el autor de La melancolía de la resistencia (1989), baraja a sus alter ego en secciones alucinadas, que chocan o se reflejan entre sí, se superponen, se enhebran. Emerge el interior a la vista, comparecen los pensamientos entretejidos a las transiciones, las discontinuidades conectadas a la alienación perpetua. En el relato de la debacle compartida, nadie posee la verdad, pero todos reclaman su derecho a ser escuchados: «Comprendieron que no estaban allí como prisioneros de un sueño dulce y hechizador, pero también pérfido, al que luego seguiría un amargo despertar, sino que eran los entusiastas elegidos de una liberación merecida». Un cuento exagerado exhibe sus mentiras atenuadas; emocional, la broma permanece abierta, recursiva en la híbrida rapsodia de la mutabilidad a cargo del Premio Man Booker International 2015. Glosolálica la contundencia del Premio Austríaco de Literatura Europea 2021, no solo una representación de la mente del protagonista, sino el sustituto de las certidumbres a las que escapa. Cada lado se retira a su aislamiento beligerante, aviva alegremente las llamas de la discordia, «intenta construir algo limpio, correcto y coherente a partir de un torpe y deprimente revoltijo». La desesperación da lugar a «un nervioso diálogo entre los objetos que habían permanecido callados», cuya belleza, inteligencia y compasión contribuye a una visión diferente de los acontecimientos. Observable desde un número infinito de posiciones, Tango satánico presupone formas de pensar sobre los conflictos que solemos reducir a proposiciones opuestas: «Todo funciona de manera vacua e irracional, por la fuerza de una interdependencia y de una oscilación salvaje y atemporal, y sólo nuestra imaginación, no nuestros sentidos condenados eternamente al fracaso, nos incita a creer en todo momento que podemos liberarnos de las zanjas de la miseria». Las frases abarcan lo monótono y lo metafísico; lo ordinario se siente fresco, la rareza suena auténtica. Una exploración de la ira ardiente de la desigualdad reitera una conmoción resumida en la ignición opuesta, «como si los escurridizos agentes de la oscuridad los hubieran marcado para la noche siguiente, en que continuaría la destrucción correosa y corrosiva».

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El ambigú

La muerte es mi oficio

Robert Merle (Traducción de Ernesto Kavi) Sexto Piso: Madrid, 2022 328 págs.

La normalidad del nazi Por Anna Rossell Muy recomendable este libro. Porque reúne muchas cualidades literarias e ilumina hechos históricos, sobre todo aporta luz a un aspecto poco conocido. Si bien el genocidio nazi ha sido muy tratado literariamente, no lo ha sido tanto centrarse en el perfil psicológico de un alto cargo nazi. Nada menos que el de Rudolf Höß. Robert Merle (Tébessa, Argelia, 1908 - París, 2004) noveló la biografía del nazi Rudolf Höß, comandante del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau. Publicada en francés en 1952 y traducida al alemán en 1957, al autor le interesa el personaje que ideó y llevó a la práctica el industrial gaseo con zyklon B en las cámaras y la cremación en los hornos del campo, con un grado escalofriante de perfección. La novela equivale para el lector actual a un libro de historia, como afirma el autor en el prefacio. Y podemos considerarlo así, ya que Merle usó documentación real. El psicólogo estadounidense Gilbert, que había interrogado a Höß en su celda durante el proceso de Núremberg, cedió al escritor un resumen. Merle afirma que este es mucho más revelador que la confesión que escribió después el propio Höß durante su reclusión en Polonia: «La primera parte de mi relato es una recreación ampliada e imaginaria de la vida de Rudolf Höß, siguiendo el resumen de Gilbert. La segunda —donde hice un verdadero trabajo de historiador— traza, según los documentos del proceso de Núremberg, la […] puesta en marcha de la Fábrica de la Muerte de Auschwitz». Merle apuesta por la tesis de la influencia esencial de la educación sobre la personalidad adulta, pues conecta la dura y fría infancia del protagonista, Rudolf Lang, alter ego de Rudolf Höß en la novela, con el adulto en que se convierte. La figura rígida y obsesiva del padre, estricto católico, y las crisis que le provoca en

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la infancia le persiguen toda su vida. El hijo hereda de él algunas características, como su inflexible sentido de la obediencia al superior, que si en el padre estaba representado por Dios, en el hijo lo está por el correspondiente grado militar del que él depende: Himmler, Reichsführer de las SS. Lang, que combate con quince años en la Primera Guerra Mundial como voluntario, simpatiza con el nacionalsocialismo, se afilia al partido y es enviado por Himmler, por su tenacidad y eficiencia, a Auschwitz-Birkenau como capitán. Sus cualidades le proporcionan rápido ascenso. Narrada en primera persona, es remarcable el parco estilo literario que consigue Merle para una temática a la que no conviene añadir dramatismo ni la morbosidad con que a menudo se ha caracterizado equívocamente a los nazis. Iluminadora la información que contiene de la vida paralela de los mandos militares, que residían con su familia lujosamente en el propio campo, sin que esposas ni hijos supieran nada de lo que ocurría. El autor describe con realismo al personaje. El adulto Lang ejecuta su trabajo con absoluta naturalidad, sin que le quite el sueño ni le impida ejercer de amante padre y esposo en casa o celebrar la Navidad. Comprueba la eficacia del gas mirando ecuánime por la mirilla de las cámaras mientras oye comentarios jocosos de compañeros. Le importa su precisión en cuanto que se ajusta a la mejor ejecución de la orden. Merle obtuvo los premios Goncourt por su novela Weekend à Zuydcoote (1949) y John W. Campbell Memorial Award (1973) por Malevil, la primera publicada en catalán, a partir del inglés, bajo Fi de setmana a Dunkerque (Edicions 62), también en catalán Un animal dotat de raó (Aguilar) y L’illa (Caralt Ed.). La novela fue llevada al cine en 1977 por Theodor Kotulla.


Los últimos deseos

Andrés Ortiz Tafur Sílex: Madrid, 2021 200 págs.

Los últimos serán los primeros Por Ana Vidal Pérez de la Ossa Cuando empecé a leer Los últimos deseos, de Andrés Ortiz Tafur, ya sabía lo que me iba a ocurrir: tendría ganas de reír y llorar casi al mismo tiempo. Con las lecturas de sus libros anteriores, cuatro de cuentos (Caminos que conducen a esto, Yo soy la locura, Tipos duros y El agua del buitre) y uno de poesía (Mensajes en una botella que estoy acabando), ya me creé una opinión sobre su escritura. En este caso nos encontramos una propuesta diferente. No hay ficción: es una crónica periodística que, al leerla, nos da la sensación de conversar con Andrés en su salón junto a la chimenea, o de estar en el bar tomando una cerveza con él, mientras pasan por allí sus vecinos, saludan y te cuenta de qué va esto de la vida. En estas páginas se muestra muy cercano y casi puedes oír su voz y notar cuándo está enfadado o cuándo se ríe abiertamente y tú también padeces sus emociones: alegría, tristeza, cabreo, frustración, bochorno, vergüenza, admiración, deseo. Lo sientes como si su vida fuera un poco la tuya, o viceversa. Los últimos deseos —con un acertado prólogo de Ernesto Calabuig— es una crónica en la que leemos el día a día del autor y los pensamientos que le rondan en la Sierra de Segura. Está escrito a lo largo de un periodo de más o menos un año y en él sucede el mismo año de nuestra propia historia (pandemia, Filomena, política, crisis). También conocemos a los vecinos de Andrés y vemos llegar y marcharse a los turistas de ese lugar extraordinario en mitad de ninguna parte. Sabemos lo que se tarda en llegar a un hospital desde la sierra y lo lejos

que queda una tienda de moda, pero lo cerca, al lado, que está la leña y el fuego de las personas que importan. El estilo es directo, con un lenguaje sencillo y cuidado, sin abusar de la ironía ni del sarcasmo, aunque sea inevitable cuando habla de política. Además, hay belleza en sus palabras y música en lo que escribe. También encuentro aquí a un Andrés aforista, en sentencias como estas: «El futuro no es más que una suerte de inercia»; «la felicidad, que sabemos que está ahí, quietecita como una mosca cualquiera, hasta que estiramos la mano para cogerla y levanta el vuelo»; «el ejercicio de explorar ha de componer siempre una suerte de incógnitas abiertas al fracaso»; «Tras el fuego, la rueda y la cerveza no existe mejor invento que la puerta». Con la sabiduría que impregna estas páginas, nos habla de lo importante y, así, nos cuenta qué es para él el amor: «Algo que te cae del cielo mientras caminas fijando la mirada en las piedras para no meter los pies en el río». De la vida dice que «quizá la cuestión no sea tanto contar con esa mamarrachada de las siete vidas, sino aprender a aprovechar como se debe la única de la que disponemos». Andrés, en Sierra de Segura, ha decidido aprovechar el tiempo de vivir, desde allí observa la diferencia entre esa España vacía —el texto de la contraportada es de Sergio del Molino— y la otra de atasco. Sabe con cuál se queda. De la política, sentencia: «Soñaban con cambiar el mundo y un cargo los despertó». Del lugar en el que vive, «una España vacía en el interior del vacío que genera el olvido de las distintas administraciones y navegando —no obstante— en el hermoso desamparo que provoca saber que Dios, de pronunciarse, lo bautizaría fijo, seguro, sin duda, como el lugar más mágico del mundo». Y de sí mismo: «Soy el vecino de Mari y algunas cosas más que a grandes rasgos me ayudan a llegar a fin de mes». Estos textos no terminan; es un periodo de tiempo, un lugar, en que el autor nos ha contado lo que le mueve las tripas, pero se hace corto y queremos seguir estando despiertos, mirando al mundo con esos ojos, quedarnos un ratito, aunque solo sea eso, con su mirada sobre las cosas y, por qué no, con las vistas desde la puerta de su casa. Aunque la voz de Andrés nos acompaña mucho tiempo, este libro nos deja con hambre. Menos mal.

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El ambigú

Ficciones, las justas. La nueva moral en el cine, la música y la pornografía J. García Cívico, E. Peydró, C. Pérez de Ziriza y A. Valero Contrabando: Valencia, 2022 178 págs.

Claves de la nueva censura Por Bel Carrasco Los antiguos atenienses tenían una forma muy civilizada de librarse de los individuos que alteraban la convivencia de la ciudad. Si lo decidían por mayoría tras una votación, eran desterrados del cuerpo social, igual que el cuerpo orgánico expulsa los elementos dañinos que le perjudican. Bajo distintos nombres el ostracismo se ha extendido a lo largo de la historia bajo el dictado del poder civil y religioso, que en cada época marca los límites de lo aceptable, de lo correcto, de lo que puede exponerse y lo que debe ocultarse bajo el manto de la censura: el sudario de la historia. En los albores del tercer milenio tras décadas de eufórica libertad se extiende por Occidente un movimiento que bajo los principios de una «nueva moral» vuelve a imponer mordazas, no desde el poder, sino desde las bases de la sociedad a través de internet y las redes sociales. Llámase lenguaje políticamente correcto, cultura «woke» o más propiamente cultura de la cancelación, una cruzada en auge que cada día deja un reguero de anulados socialmente. Desde grandes figuras del mundo de la cultura y el arte, cuyos nombres están en boca de todos, a artistas emergentes que ven cómo se hunde su carrera por un tuit tildado de machista. En virtud de una nueva sensibilidad y exigencias morales la línea que separa al autor de su obra se ha desvanecido y los que transgreden ciertos principios son condenados al ostracismo virtual. Los pedestales desde los que artistas y hombres públicos recibían la admiración de sus seguidores son ahora de cristal y la menor mácula los hace añicos precipitando al fango a su ocupante. ¿Cuáles son las claves de la cultura de la cancelación, a quiénes y de qué manera afecta, dónde están sus orígenes y cuáles pueden ser sus efectos? A estas preguntas responde un ensayo del sello valenciano Con-

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trabando: Ficciones, las justas. La nueva moral en el cine, la música y la pornografía. Coordinado por Jesús García Cívico, filósofo y profesor en la Universidad Jaume I, incluye textos de Eva Peydró, Carlos Pérez de Ziriza y Ana Valero. Un trabajo multidisciplicar que va más allá de lo que indica el subtítulo, pues habla también de escritores, deportistas, etcétera, y ofrece algunas claves «desde las que replantear preguntas relacionadas con la libertad, la moral, el derecho y el arte que nos hagan huir de las polarizaciones y las posiciones rígidas». El título refleja la petición difusa expresada por un sector de la sociedad de que las ficciones sean justas, es decir, que las obras o sus autores difundan o representen, respectivamente, una serie de valores morales y vidas ejemplares. Se demanda integrar en la ficción una idea de justicia entendida como respeto de las diferencias, reconocimiento identitario y lucha contra la discriminación sexual y racial. Este objetivo entraña consecuencias negativas, analizan los autores, como irracionalidad, excesivo peso de los sentimientos y las emociones, el riesgo de dejar de disfrutar del arte y la cultura, el punitivismo, el retorno a formas medievales de castigo vergonzante, el exhibicionismo moral, la tergiversación consciente como desprecio a la verdad. Sin embargo, no todo es blanco o negro, y en un ejercicio de ecuanimidad se reconocen también aspectos positivos en el sentido de que la revisión de la historia sirva para rescatar autores y discursos injustamente silenciados. «Hoy reaccionamos ante la reproducción de arquetipos y se nos ha afinado el olfato para detectar sesgos y prejuicios simbólicos», concluye García Cívico. «Estamos en una fase balbuceante y hay ficciones que integran la «nueva sensibilidad» de forma mecánica o superficial (el tokenismo) que perjudica a su calidad artística, pero otras han sabido integrarlas de forma enriquecedora».


Palabras para la resistencia. Sobre poesía y otras trincheras. Una conversación con José Antonio Jiménez Jordi Virallonga EDA libros: Benalmádena, 2021 196 págs.

Activar la conciencia Por Ivan Closa Palabras para la resistencia es un ensayo a modo de conversación entre los poetas Jordi Virallonga y José Antonio Jiménez que nos muestra las razones vitales que condujeron al primero a escribir poesía. Es tarea casi imposible resumir en unas líneas la densidad de este libro, porque trata distintos ámbitos de la vida que pivotan entorno a su obra y su compromiso crítico con la sociedad en la que todavía está inmerso desde que iniciara su ingreso como estudiante en la universidad de Barcelona. En la conversación van apareciendo sus maestros, desde los clásicos grecolatinos hasta los grandes poetas actuales, pasando por los románticos, los anglosajones contemporáneos, los italianos y la literatura española de las generaciones del 27 y del 50. El fructífero diálogo desenmaraña las complejas redes existentes entre la literatura y la vida. Además, Virallonga sintetiza alguna de las líneas de su poesía: «Rebusco constantemente un lenguaje poético que nombre, en el siglo XXI, la historia repetida de los seres humanos cuyo único destino es la muerte, y de qué manera pasan la vida corrigiendo, o no, su derrota».

Virallonga teje su pensamiento desde la experiencia que le dan sus más de cuarenta años de experiencia como poeta y ciudadano, pero también como docente en las aulas, llegando a conclusiones como esta: «Los centros educativos crean ciudadanos, la poesía personas». Puedo dar fe de esa consideración porque la viví en sus clases, a finales de los ochenta, cuando las movilizaciones estudiantiles consiguieron cambios importantes en los modelos educativos, así como como la supresión de las tasas en los colegios públicos. En esta línea, el autor nos dice que de nada le sirve a un país formar a «mujeres y hombres doctorados con másteres, políglotas», que siempre cumplen con las reglas sociales estipuladas, si después «practican o encubren la usura, prefieren seguir la norma a la conciencia y se benefician del dolor ajeno». Advierte del peligro de formar en las escuelas a este tipo de ciudadano que puede convertirse en un miserable y de la inutilidad de la utilización de eslóganes vacíos e incluso peligrosos que tanto se popularizan en las escuelas, como por ejemplo aquél que anima a «perseguir tus sueños y no rendirse nunca» si no se ajustan al bien común. Solo hay que leer y observar un poco para advertir que, como comenta Virallonga, «Hitler siguió sus sueños sin rendirse nunca, y Stalin también, y Donald Trump». En este sentido, una de las constantes de la línea argumental del libro es la preocupación de ambos contertulios por el proceso de involución de la sociedad actual. En ese espacio de lo social las letras juegan el importante papel de remover conciencias, de activar el pensamiento adocenado. En una línea más personal, Palabras para la resistencia traza también un recorrido biográfico por determinadas cuestiones familiares y personales de Virallonga (la educación a caballo entre el franquismo y el inicio de la democracia, por ejemplo) que han influido en su poesía y que ayudan a comprender cómo se ha forjado y en qué casa habita su obra poética. Este es el punto de arranque para que el diálogo se centre también y por extenso en el análisis de las emociones, la soledad, la dialéctica del ser y del estar, la ironía, la felicidad, el individuo y la sociedad, y en cómo todo ello puede convertirse en materia poética. Como lector y como docente con años de experiencia, les invito a la lectura de esta conversación entre poetas. Un ensayo que, además de ser muy indicado para especialistas y lectores de poesía, debería ser de lectura obligada en la Facultad de Magisterio para las futuras generaciones de profesores que se tendrán que enfrentar a esta compleja sociedad de nuestro tiempo.

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El ambigú

El balcón Ana García Negrete Sonámbulos Ediciones: Granada, 2021 108 págs.

Horizontes Por Carmen Canet El balcón es la última entrega que nos ofrece Ana García Negrete, una estancia simbólica de la casa, que es la línea que separa el interior del exterior, mejor ese espacio que une el cobijo íntimo y privado con un horizonte esperanzador, de apertura, en donde se puede observar y contemplar cómo pasa la vida. Es un trayecto que va de nuestros pensamientos al viaje que se emprende en colectividad. Ana García Negrete (Castro-Urdiales) ha publicado: Algo tendrán que decir las estaciones (2005), Memoria para seguir un rastro (2010), Y dices tu nombre (2015) y Descrédito de la certeza (Premio José Luis Hidalgo, 2016). Así como el estudio preliminar sobre la figura y obra poética y dramática de Isaac Cuende: Entre la libertad y el compromiso (Universidad de Cantabria, 2016). La poeta se asoma desde esa atalaya con valentía y generosidad, para mirar, exponiéndose sin retóricas, desnuda ante la existencia, con unos poemas extensos, otros en prosa, variados, que son toda una declaración de intenciones y que invitan a conversar para hablar de lo privado y lo público. Es un compendio de los temas recurrentes en donde gravita la esencia de las cosas, lo esencial de los acontecimientos que discurren. Por eso tiene la necesidad de aclarar, de contar detenidamente, con sosiego, sobre las paradojas y metáforas que se atraviesan y confunden, a veces, la realidad y la ficción. La autora ha estructurado el poemario en cuatro secciones, con un guión que contiene una historia co-

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mún en los cincuenta y cuatro poemas que se incluyen. Comienza con esta poética: «Un camino cóncavo hacia la poesía»: «Si alguna vez te acercas a esta casa que piensa en las alturas, / y en las raíces firmes del árbol que cobijó tus ganas de / nombrar lo que no tiene nombre, entra sin detenerte». Después de esta invitación que nos hace, continua con «Invención de la verdad», en donde reúne poemas de amor, de sexo y deseos. En la segunda, «Lugar común», habla de la familia, de la infancia («Supiste que serías una niña solitaria. / Tu timidez curiosa buscaba huecos mínimos»). Le sigue «El balcón», donde expresa nuestras necesidades, búsquedas, cosas pendientes… Y finaliza con «Sueños recurrentes», en la que su preocupación por lo social es el tema central. Las citas son otra conversación que se une a sus poemas: en este libro hay otros libros, otros personajes y numerosas lecturas. Así como muchas mujeres: Anne Carson, Emily Dickinson, Ada Salas, Wislawa Szymborska, Safo, Josefa Parra, Blanca Varela, entre otras. Es un libro de complicidades, medido y reflexivo, en donde su experiencia va y viene de dentro a fuera. En los poemas de Ana García Negrete asisten los miedos, las verdades, las mentiras, las obsesiones, los temores. Se sienten las presencias y ausencias, la muerte como aceptación, la alegría de vivir y la de las relaciones humanas. Es una reflexión personal compartida en donde nos reconocemos. Escribe con un tono aclarador de las cosas que nos suceden, lo transmite con un lenguaje despojado de solemnidades, usando un léxico sereno en donde se refleja un paisaje abierto, a ritmo de paseo, con música de fondo y con las personas adecuadas. Aparece su preocupación por este mundo de prisas («qué prisa hay cada mañana para empujar los días / las horas que no vivo»), repleto de interrupciones que nos apartan de lo esencial. Por eso nos sugiere que debemos atenderlo y nos invita a detenernos para que no nos perdamos las grandes cosas de la vida, que son realmente los instantes necesarios para respirar, y lo hace desde una estancia que nos asoma para abrir horizontes, vivirlos y degustarlos con toda libertad y aire puro. Es un libro piel que roza nuestra epidermis y remueve nuestro pensamiento.


Te llamarás Pueblo Julio Hernández Huerga & Fierro: Madrid, 2021 72 págs.

Sumisión y esperanza Por Alberto García-Teresa En la conjunción entre la voluntad de denuncia social y la proclamación de la esperanza en medio del contexto de la pandemia se levanta el segundo poemario de Julio Hernández (nacido en La Habana, pero desde 1995 residente en España). En él, desde una base humanista, nombra a los habitantes de las regiones industrializadas, del Norte rico, como dioses. Sin ninguna carga religiosa, alude a sus privilegios con respecto al resto de la población mundial. Sin embargo, se hallan inmersos en la vorágine de la depredación capitalista. De hecho, más adelante utiliza la metáfora del ahogado para referirse a ellos. Atados al trabajo, coaccionados por la manipulación mediática y los medios avanzados de control social, no dejan de constar como seres asfixiados por la explotación laboral y la obligación de alcanzar las necesidades fabricadas por el consumismo. Testimoniar esa tensión y señalar la falsedad de la quimera de la liberación a través del consumo constituye uno de los ejes de este poemario. La crítica a la sumisión, de raíz antiautoritaria, puntea todas las piezas y apunta el desasosiego que lleva a esas personas a aspirar a una estabilidad y a una calma que les están vedadas por su condición de trabajadores. Paralelamente, señala cómo el Poder ha aprovechado el miedo durante la pandemia para desviar la atención de los conflictos sociales y económicos. El confinamiento sufrido en los primeros meses de la pandemia, en ese sentido, se revela como una herramienta que cubre y amortigua los conflictos porque los paraliza y los vela. En ese sentido, simbóli-

camente, muestra cómo dejaron de contabilizarse las víctimas de violencia de género o de suicidios durante esos meses. La repetición de órdenes o el listado irónico y apabullante de mandatos que se registran en las páginas de Te llamarás Pueblo expresan ese sinsentido de la obediencia como instrumento de dominación. Solo así puede comprenderse el desconcierto cruzado con miedo que garantizó el orden social en esos meses y en los posteriores; por el estado de sumisión ya existente en nuestra sociedad. Así, manifiesta la construcción de consensos (en la línea estudiada por Noam Chomsky). En la segunda y tercera parte, la esperanza surge personificada en la figura del hijo recién nacido, en medio de la pandemia. Los versos que el autor le dedica están llenos de ternura y amor, que se potencian, precisamente, por el angustioso entorno. Relata el parto y sus dificultades en este contexto de pandemia, y termina levantando el nacimiento como posicionamiento vital ante el mundo: «Mi batalla de hoy es abrazarte / para explicarte el mundo, / al tiempo que una máquina te estará indexando / en su obsoleto sistema operativo». No en vano, la aparición del hijo hace retomar al autor la crítica al racismo, a esas miradas de soslayo que calibran un cuerpo por el color de la piel. De hecho, le enlaza con la genealogía de resistentes ante la xenofobia y la esclavitud. Finalmente, cierra el volumen un poema con mayor desarrollo, a modo de epílogo. Se trata de un poema de reafirmación en la insumisión, arrojado contra los poderosos y los biempensantes, que se vehicula alrededor de la repetición del verso «déjame en el lado incorrecto de la historia». Julio Hernández emplea una dicción clara, buen trabajo con tensión de los poemas. Utiliza múltiples referentes cotidianos que buscan el reconocimiento del lector (concreto de nuestra sociedad española; esto es, uno de esos dioses) y de sus hábitos antes que un mero despliegue descriptivo. De ahí que gane en contundencia su discurso y su dicción. En ese sentido, avanza en estas páginas en el trabajo de síntesis con respecto a su primer libro, Por si olvido que escribí (2017). Desde esa convicción rebelde, que no irreverente, nos anima a despegarnos de los mecanismos de la coerción social con la esperanza encarnada y el amor como herramienta.

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Actos sucesivos Heberto de Sysmo Olé Libros: Valencia, 2020 60 págs.

Tensando la escritura Por César Rodríguez de Sepúlveda Una primera lectura del séptimo poemario de Heberto de Sysmo (seudónimo de José Antonio Olmedo López-Amor) produce, sobre todo, desconcierto. Con la segunda se va divisando ya el litoral del misterio, se empieza a conjeturar el perfil de sus continentes. Es necesaria —al menos— una tercera para hacerse una idea cabal de las dimensiones de este libro extraordinario. En el poema titulado «La destruction fut ma Beatrice», explicita el autor su objetivo poético (y vital): no seguir servilmente al rebaño, ser nota discordante en la polifonía poética y transgredir las convenciones necesarias con tal de escribir poesía y no solo poemas (algo, apuntamos nosotros, cada vez más raro). El Tiempo es el tema principal de este poemario, donde el ser humano es concebido como «actos sucesivos» («Placebo y yo»; «Yoes»). En la primera parte, «Enunciación», todos los poemas abordan este tema, en un esfuerzo por comprender la naturaleza y los efectos del Tiempo y por encontrar algún —dudoso— antídoto. La música te ha acompañado, es tu silencio; mi teoría es breve: no te gusta la música, eres una canción que escucha otra canción, se reconoce en ella, recordando que un día fue energía: átomo, fuerza, rayo, atemporal, cambiante, sinestésico; la gravedad, la luz, el tiempo, parte de un todo que suena, gira, oscila y se convoca al tacto del violín, a la palabra hecha canto en una ópera.

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El arte, es cierto, puede atenuar y hasta suprimir la consciencia de la propia caducidad. En comunión con la música —por ejemplo, escuchando la ópera Cavalleria rusticana—, el yo se siente parte del cosmos y parece abolida la angustia que produce el Tiempo. Aunque el arte no solo induce al éxtasis: puede también incitar a la rebelión, llamando furiosamente al carpe diem, como en «Dunas de tiempo»: «Pero sabes que el tiempo nunca accede a sobornos / ni chantajes; así que ponte en marcha, / desorbita luciérnagas: / la arena del reloj está enterrando / a un perro semihundido». «Todo lo que ha ocurrido teme a su palabra» es una frase de Elias Canetti que De Sysmo coloca, junto a otras de Zola y Trimegisto, como pórtico a la segunda sección. Se trata de una herida biográfica que el poeta no menciona (ni falta que hace), pero que el lector puede vislumbrar. Esta herida fue determinante en la vocación poética del autor. De ahí el título del poema antes mencionado, «La destruction fut ma Beatrice». «La imposibilidad de ser feliz / me hizo poeta», proclama en otro de los poemas clave, «Me izo poeta». La poesía como renacimiento («Renacer»), como las alas que inesperadamente le brotan a quien se encuentra al borde del precipicio («Unidad de tiempo»). «Aprender a sufrir es tensar la escritura.» La poesía no apacigua el dolor: el poeta sigue sangrando («Crúor»), pero el decir permite asumir, acaso en falso, esta dolorosa conciencia de la muerte («Placebo y yo»). El decir de Heberto de Sysmo es oracular, sibilino, con tendencia al hermetismo. Prefiere la sutileza a la explicitud, sugerir en vez de simplemente mostrar. Como dijo Heráclito del Oráculo de Apolo: «... ni dice, ni oculta, sino que hace señales». Abunda en cultismos, tecnicismos y arcaísmos que empujan al lector hacia el diccionario: gánosis, crúor, corégico; infructuosamente a veces: hemicrisa, ilísidas, dejándonos con la duda de si son neologismos. Su lenguaje es alusivo y elusivo, con interesantes incursiones en el mundo de la ciencia, como dice, en el excelente prólogo, el poeta Antonio Praena: «... relaciona, sin confundirlos, la claridad de lo cotidiano con el orden misterioso que se desvela en el lenguaje científico». Es una poesía esencialmente intelectual y reflexiva, lo cual no excluye la aparición de imágenes deslumbrantes. La emotividad aumenta en los últimos poemas, cuando se intuye, aunque no pueda racionalizarse, que en el amor puede haber una posibilidad de redención: «Solo sé que al amar algo parece / correr a tu favor». Precioso, el poema final, en su optimismo y su ternura: perfecto cierre de este magnífico libro.


La piel es quien mejor lo entiende Inma Luna Tigres de Papel: Madrid, 2021 102 págs.

Del optimismo trágico-poético Por Tirso Priscilo Vallecillos Acumulamos en nuestra piel la tensión de los días, escamas o lentejuelas de cristal que reflejan el mundo que nos conforma; un mundo en el que no existe lugar para la renuncia, porque si luchas por tus sueños... ¡los conseguirás! En este contexto escribe la poeta: «de cómo el mundo y yo nos hemos decepcionado mutuamente». Me da a mí que en este poemario hace la autora uno de esos saltos a lo James Bond, desde un tren en marcha a un utilitario cualquiera. Nos mira desde el retrovisor y habla como el taxista que conoce el corazón de la ciudad. En La piel es quien mejor lo entiende se lleva a cabo un rescate poético ejecutado con valentía de heroína y discreción de madre. Imagino que ustedes se acuerdan de Hulk, el personaje de Marvel cuya ira revienta costuras ante una situación frustrante, de esas a las que también nos enfrentamos el resto de mortales. Inma Luna es otro tipo de heroína, una antiheroína, diría yo, cuyo acto heroico consiste en rescatar la normalidad de entre las fauces de lo extraordinario, en un nietzschiano «permaneced fieles a la tierra». La poeta sabe que no se puede sostener una existencia cada vez más cinematográfica y reducida a los mejores fotogramas («Vamos a descansar, que llevamos así toda la vida»). Se hace necesaria, por tanto, la acción: «desafía en primer lugar el concepto del límite [...] atraviesa el espejo [...] divídete». No hace falta la exposición accidental a los rayos gamma durante la detonación de una bomba experimental, a veces basta con ac-

ceder a la cámara de descompresión que proporcionan los años. La fuerza descontrolada de Hulk se transmite de forma proporcional a su nivel de ira, como parte de la respuesta cerebral ante una frustración. Frente a esta ira, la tranquilidad de la poeta, fuerza bajo control, no descerebrada, que encara aquello que nos negamos a asumir: la FRUSTRACIÓN, porque la vida es frustración, y eso no es ni bueno ni malo, simplemente es la vida; la irrupción y el asentamiento del DOLOR («esa desolación de tierra seca / se queda para siempre»), del que habla en «La náusea», y su aceptación («El éxito, me dije, cuaja en la cicatriz»); la MUERTE, cada vez más presente en nuestras vidas —muerte y dolor no solo como parte constitutiva, sino también constructiva de la existencia («la muerte fresca llega a través de otras pérdidas / de una dosis pequeña de dolores diarios»)—; y la aceptación de la DESUBICADA EXISTENCIA («Construyo mi casa sin cimientos / sobre un entramado de raíces flotantes / de aguas pantanosas / un hábitat tan temporal / que solo es capaz de sostener el exquisito sueño de una noche»). El conocimiento impide la ira; la piel se relaja y se desinfla: las escamas caen del roce que se produce entre ellas. Inma Luna se ha despojado de esas faneras ajenas a la piel humana, que ahora aparece desnuda (obsérvese que a Hulk su ropa le viene pequeña de la misma manera que a nosotros el mundo nos viene grande). Cuando en el mundo todo parece extraordinario, héroe es aquel que desentraña la normalidad de lo múltiple, de lo contradictorio, de lo doloroso. Optimismo trágico-poético el de este poemario, todo un ejemplo de lo que postulaba Nietzsche de cómo la teoría del arte es una teoría de la realidad, donde los poemas son agujas que punzan, penetran, sanan y alimentan el conocimiento más profundo y completo de la estructura histológica del discurrir de días y acontecimientos. Poética que con materiales autóctonos levanta inusitadas imágenes, ancladas en una mirada desnuda y directa, como acontece en el maravilloso poema El ruido de mi padre en el tejado. «El centro está en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad», dijo Nietzsche; en palabras de Inma: «como un perro cualquiera / giro sobre mí misma / y marco un territorio / inexistente».

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Tiempo de paz y de memoria (Treinta poemas comentados) Mariluz Escribano Pueo (Edición de Remedios Sánchez) Hiperión: Madrid, 2021 184 págs.

Florecimiento poético Por Juan Peregrina Martín Nos encontramos con una edición crítica sobre la obra de la escritora Mariluz Escribano Pueo, poeta ageneracional, de publicación tardía y, además, oculta por los vaivenes que el canon fundamentalmente masculino ha ido imponiendo a lo largo de los últimos tiempos: eso nos cuenta, entre otros críticos que participan en el libro, Manuel Rico, que abre el volumen con un pequeño recuerdo a las mujeres obviadas en antologías diversas para así introducir lo que vendrá: un gran estudio de Remedios Sánchez sobre la poeta protagonista donde conoceremos su vida y sus circunstancias, y se nos dará alguna de las claves de análisis que utilizará el grupo de comentaristas que compone este homenaje. Porque eso es este libro, un homenaje a una mujer que escribió poesía, publicó algunos libros y ahora se reivindica su memoria, su palabra y sus logros estilísticos. Criticar a los críticos —nuestra labor— nunca es una cuestión menor: hay de toda condición en estas páginas, desde Raúl Zurita o Gamoneda, que se aferran al texto y sienten como suya la tarea de elaborar una especie de lectura personal (quienes cayeron o la posguerra) del poema en cuestión, para así desentrañar algunos misterios del verso y que conozcamos mejor el mensaje de Escribano, hasta análisis más técnicos de los versos o la temática, como son los de Arlandis, Rosal o García Linares, que se fija en los colores o la geografía marítima que la poeta expone en poemas como «Si me olvido del mar»: la sensibilidad del críti-

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co aflora al comentar un texto que pone en cuestión la infancia, la memoria y el recuerdo de los años pasados en circunstancias desfavorables. La variedad que proporciona la reescritura de un poema (Héctor Hernández) de la escritora es de agradecer, porque así podemos comprobar que también lo que brota tras la lectura es creación lírica y no solo crítica: ambas creaciones son necesarias y conocemos más de un caso afortunado en que las glosas, las citas o las reiteraciones de versos culminan con poemas nuevos que pervivirán en el recuerdo. Yolanda Pantin y Piedad Bonnet, por citar dos ejemplos, escriben sobre la hondura y la delicadeza de la poeta, dándonos pistas también de la poesía que prefieren, una más sosegada y cuajada de experiencias personales bien seleccionadas al expresarlas que una poética de soflama y gritos. El libro consta de tres partes. Cada una de ellas posee un número de poemas comentados y se inicia con un estudio de tres críticos, como son Manuel Gahete —introductor de la parte más clásica de Escribano, la escritura de sonetos y canciones, los libros donde podemos leerlos—, José Sarria —encargado de contarnos esa parte importante de la memoria histórica, del perdón y la concordia que la poeta reivindicó desde muy pronto— y Francisco Morales Lomas, que, en la línea de este profesor, escritor y crítico nos desvela con su sapiente pluma por qué el canon es lo que es y por qué se (des)colocó a esta poeta en la historia de la poesía granadina reciente: parece querer decirnos Morales Lomas con este estudio cuánta figura olvidada hay en la poesía, y concretando en la granadina, y apuntando a matar, entre las mujeres poetas. Poetas como Mariluz Escribano necesitan libros como estos: otras figuras también. No olvidamos a Narzeo Antino, Enrique Morón, el simpar Juan de Loxa, Pablo del Águila, José Heredia Maya, el inefable Juan J. León o Carmelo Sánchez Muros, por decir algunos de quienes ya se ocupara el poeta Fernando de Villena (sin olvidar a Elena Martín Vivaldi) y que quizá han tenido menos repercusión que otros. Como Mariluz Escribano Pueo. Como tantas mujeres que, acepten algunos o no, fueron ocultadas y con libros como este florecen en nuevas lecturas.


Recomendaciones de Quimera Tinta simpática Patrick Modiano Anagrama, 2022

Modiano no deja de escribir el mismo libro y, sin embargo, ¿por qué siempre nos sorprende? En su nueva novela, Tinta simpática, encontramos algunos de sus ingredientes habituales: la desaparición, la búsqueda, la identidad borrosa, la ciudad de París, los recuerdos durmientes… Todos ellos vuelven ahora con una nueva vida. Regresan los días que se diluyen y nos hacen explorar la noche de los tiempos. Eso es lo que nos propone Modiano en cada obra: un paseo por la delgada línea entre el pasado y un presente eterno. Tinta simpática es un viaje a través de la bruma de la memoria. Y una pieza más que hace de Modiano uno de los autores más fascinantes de la literatura universal

La red y la roca Thomas Wolfe Piel de Zapa, 2022

George Mico Webber es un huérfano del sur de los Estados Unidos que abandona a su intransigente familia materna (la red) para conquistar su futuro como escritor en la ciudad de Nueva York (la roca), donde entablará una turbulenta relación con una mujer casada que cambiará su vida. Con una prosa preciosista y profunda, cargada de simbolismo, Wolfe teje un fascinante bildungsroman sobre el truncamiento de las expectativas, la insatisfacción vital, la necesidad del ser humano de buscar un sentido a su existencia y la imposibilidad de regreso a un pasado mitificado.

Selección natural

Adrián Gualdoni Delirios del Taller, 2022

No abundan los canales para dar voz a las buenas colecciones de relato. Las editoriales dedicadas al género son escasas y entre las grandes casi siempre se opta por la publicación de los libros de relatos de autores de la propia editorial. El escritor argentino Adrián Gualdoni halló este espacio a través de un premio literario. El resultado es magnífico. Una voz poderosa y llena de recursos. En muchas ocasiones se diría que el escritor la amolda a la naturaleza del relato. Excelente libro que desde nuestra pequeña atalaya recomendamos.

Los brotes negros. En los picos de ansiedad Eloy Fernández Porta Anagrama, 2022

El paciente que relata sus dolencias al médico comienza a sanar, nos recordó Walter Benjamin. No sabemos si este ejercicio literario le ha servido a Fernández Porta para sanar o atenuar buena parte de sus dolencias, que expone de forma descarnada en esta intensa obra titulada Los brotes negros, la crónica estremecedora de una vida enferma sujeta a trastornos de ansiedad prolongados. Un autorretrato roto que describe, con extremada profundidad, episodios suicidas, desesperados y llenos de una ira que nace de uno mismo y vuelve siempre al punto de partida.

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Recomendaciones

Una larga lealtad. Filólogos y afines Francisco Rico Acantilado, 2022

Llegint Bukowski Jèssica Roca Vincle, 2021

Libro que podríamos enmarcar dentro de la literatura del yo, entre el diario, el ensayo y la confesión. Roca se adentra en la lectura de Bukowski en una hibridación magistral de géneros para explicarnos la vida a través de la literatura, tanto en la aventura de leer como en el difícil oficio de la escritura. Tendremos que estar atentos a esta autora que muestra versatilidad en el desarrollo de la autoficción que impregna su obra después de haber transitado la novela y los relatos de ficción y no ficción.

La frontera interior Manuel Moyano RBA, 2022

Manuel Moyano nos vuelve a sorprender con este libro enmarcado en la literatura de viajes y que sigue la estela de Travesía americana y el inclasificable Cuadernos de tierra. En esta ocasión, el autor afincado en Molina del Segura nos da su visión sobre Sierra Morena, esa tierra de nadie que parte España en dos y que guarda tanto historias reales como de la tradición oral, más fantásticas. Moyano se pone la mochila de viajero y nos las desgrana una a una parándose en los pequeños detalles, esos que hacen la literatura grande.

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Acantilado publica Una larga lealtad (paráfrasis de la lunga fedeltà de Gianfranco Contini), un libro en el que Francisco Rico, una de las figuras preeminentes de la filología hispánica, traza un, en palabras del autor, «panorama, no desdeñable por más que parcial, de los estudios literarios a lo largo de un siglo». Este homenaje particular del doctor Rico recoge veintiuna piezas y artículos dispersos, desde 1964 a 2016, en los que el autor habla de su relación con figuras tan eminentes como Ramón Menéndez Pidal, Dámaso Alonso, Martín de Riquer, Mario Vargas Llosa, Roberto Calasso, Fernando Lázaro Carreter, Claudio Guillén o José María Valverde. Una joya para los amantes del estudio de la literatura.

Goya

Janis Tomlinson Cátedra, 2022

Recibimos este libro el mismo día de su publicación, en la primera semana de abril. No estamos faltos de estudios sobre aspectos de la obra de Goya (Pinturas Negras, grabados, tapices, como pintor de corte, etc.) o de su vida (el pintor en Madrid, en la Quinta del Sordo, en Burdeos, etc.) pero, aunque parezca risible, no abundaban tanto las biografías completas sobre su figura, especialmente en los últimos años. Esta ha causado una excelente impresión, ya que pone especial relieve en la primera mitad de la vida del artista. Extensa y necesaria.




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