Quimera Revista de literatura | Número 463-464 | Julio-agosto 2022

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Dospr of es or eses pañol ess eenc uent r anc omi s ar i andol aex pos i c i óndeunf ot ógr af o ar gent i noenPar í s–enunPar í sac t ualqueas i s t edes or i ent adoyes t upef ac t o, c omoel r es t odelmundo, ant el aspr i mer í s i mass eñal esdeunapandemi aví r i c a–yr epent i nament e unodeel l oss ev ei mpl i c adoenunas i t uac i óneni gmát i c adedes enl ac ei mpr evi s i bl e . ¿ Qués uc edi óaldes apar ec i doBr unoLedes mayporqué, t ant osañosdes pués , s ehaavi v ado uni nt er ésporeldes enl ac equel edepar ól adi c t adur adeVi del a? Es t aesl apunt adelovi l l odees t aemoc i onant eoc t av anov el adeMi guelHer r áez . Lae s t r at ag e ma s i t úaall ec t orant eunhec hodepr oyec c i onest r ági c as , t alc omof ueelper i odovi del i s t aenl aAr gent i na del osañoss et ent a, des del ami r adadeunes pañolquepar ec edes per t arhoy , t r ans c ur r i dos c uar ent aaños , f r ent eaaquel l al oc ur ahi s t ór i c a.


ColaborAN en este número:

José Abad, Jesús Alcañiz García, Patricia Almarcegui, Raúl Aragoneses, Diane Arbus, Jorge Arroita, María Fca. Barbero Las Heras, Noah Buschern, Sebastián Candado, Fco. Javier Cano Santa Bárbara, Paula Castillo Monreal, Jordi Corominas i Julián, Alex Ehrenzweig, James Ellroy, Sara Facio, Gustavo Faverón Patriau, Rodrigo Fernández, Vicente Fernández Almazán, Laura Freixas, Moisés Galindo, José María García Linares, Alberto García-Teresa, Esther Gómez Babin, Edgar Gómez López, Jorge Herrando López, Toni Hill, Sergio Lledó, Carmen María López López, Rafael Loscertales de la Puebla, Mario Martín Gijón, Pilar Martín Gila, Ismael Martínez Biurrun, Oriol Masferrer, José Antonio Olmedo López-Amor, Pere Ortin, Alejandro Pedregosa, Juan Peregrina, Gabriel Pérez Martínez, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Jonathan Ruádez Naanouh, Miguel Sanfeliu, Elena Sanz Revuelta, Jeremy J. Shapiro, Sergio Silva, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Saturnino Valladares, José Vidal Valicourt, José Antonio Vila, Toti Vollmer, Alfonso Zapico

463-464 QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Julio-agosto 2022

En Quimera sentimos una pasión especial por el ensayo literario y por ello hemos querido elaborar un dossier variado y ameno con once pequeños ensayos que este verano nos descubrirán perspectivas y aristas de la obra de escritores como Torres Naharro, Joyce, Adorno, Benjamin, Borges, Enríquez, Gapar o Énard, entre otros. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

El salón de los espejos

Esther Gómez Babin, Vicente Fernández Almazán y

Entrevista a James Ellroy – 4

Jonathan Ruádez Naanouh. – 61

Entrevista a Ismael Martínez Biurrun – 8 Entrevista a Alejandro Pedregosa – 11

El castillo de Barba Azul

Entrevista a Alfonso Zapico – 15

Poemas inéditos de Sebastián Candado – 74

Fotografía de portada y Dossier:

Noah Buschern (Unsplash) Editor:

Miguel Riera

DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

Imprime:

Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

El cielo raso

Einstein on the Beach

Pasión por el ensayo

Saturnino Valladares. Aproximación al epistolario

José Antonio Olmedo López-Amor.

José Ángel Valente / José-Miguel Ullán (III):

Himenea (1517) de Bartolomé de Torres Naharro – 19

Núcleo literario – 79

Eduardo Suárez Fernández-Miranda.

Pere Ortin. ¿De qué hablamos cuando hablamos de

El Ulisses de Joaquim Mallafrè – 25

Jorge Carrión? – 83

José de María Romero Barea. Multiplicidad de T. W. Adorno (y Walter Benjamin) – 27

El ambigú

Gustavo Faverón Patriau.

Sergio Lledó: Curling, de Yaiza Berrocal – 85

El mapa y el horror en Borges – 30

Carmen María López López:

Laura Freixas. La altura del alambre – 34

Fármaco, de Almudena Sánchez – 86

Moisés Galindo. La poesía de Sergio Gaspar:

Miguel Sanfeliu:

algunos procedimientos literarios – 39

Monstruos amaestrados, de Carlos Manzano – 87

Oriol Masferrer. Mariana Enríquez

José Vidal Valicourt: Aquí hay demasiada gente,

y la violencia en Latinoamérica – 43

de Carlos Castaño Senra – 88

Patricia Almarcegui. Apuntes para la lectura

Anna Rossell:

de Brújula de Mathias Énard – 45

La luz en los lugares ocultos, de Sharon Cameron – 89

Jordi Corominas i Julián.

José Antonio Vila:

Pequeño ensayo del paseante barcelonés – 48

La anomalía, de Hervé Le Tellier – 90

Jorge Arroita. Sobre Cuando dejó de llover,

José María García Linares:

una voz de voces en la literatura joven actual – 51

Diario de una soledad, de May Sarton – 91

Sergio Silva. Atlas del eclipse:

José Abad: La impostora. Cuaderno de traducción de una

la pintura de una Nueva York en un instante único – 54

escritora, de Nuria Barrios – 92

La vida breve

La utilidad de leer, de Gilbert K. Chesterton – 93

Paula Castillo Monreal. Alguna que otra fobia – 56

Mario Martín Gijón: El hombre al que le zumban los

colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de: Fco. Javier Cano Santa

José de María Romero Barea:

oídos, de José Antonio Llera – 94 Alberto García-Teresa: El territorio blanco, de José Luis Gómez Toré – 95

Bárbara, Raúl Aragoneses, Rafael Loscertales de la Puebla,

Pilar Martín Gila:

María Fca. Barbero Las Heras, Elena Sanz Revuelta, Toti

Un tiempo de gracia, de Esperanza López Parada – 96

Vollmer, Jorge Herrando López, Gabriel Pérez Martínez, Jesús Alcañiz García, Edgar Gómez López,

Recomendaciones – 97 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a James Ellroy Texto: Toni Hill Fotografías: Jordi Gol ©

Que James Ellroy vuelva a España siempre es un acontecimiento. Probablemente el autor de novela negra más importante del momento, sus más de cuarenta años de carrera literaria avalan una obra construida a base de coherencia y trabajo, ajena a modas pasajeras, única y cargada de obsesiones propias. El autor de L.A. Confidential, La dalia negra o el true crime Mis rincones oscuros, por citar solo tres de sus obras más emblemáticas, nos trae ahora bajo el brazo un nuevo título, Pánico (Literatura Random House, 2022), y un nuevo personaje, Freddy Otash, que parece tener ganas de seguir viviendo en más novelas pese a estar contándonos su historia desde el Purgatorio: el lugar donde acaban todos los muertos que, como él, han cometido múltiples y gravísimos pecados.

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Conocí en persona a James Ellroy en abril de 2015, en un Sant Jordi memorable en el que me tocó firmar a su lado. Él, gratamente sorprendido por el revuelo que se organiza en Barcelona en ese día, se dedicó a llamar la atención de los numerosos transeúntes que aquel día recorrían la Rambla de Catalunya para que compraran su libro Perfidia (Literatura Random House, 2014), el primer volumen de su «Segundo Cuarteto de Los Angeles». Contradiciendo su fama de persona difícil, estuvo encantador, tanto durante la firma como en el paseo que nos llevó hasta la sede de Penguin Random House, donde se celebraba la habitual comida de Sant Jordi. Recuerdo que íbamos con prisa (Claudio López Lamadrid, que era su editor, James Ellroy y yo, acompañados de alguien más que no logro recordar, probablemente Eva Cuenca) y nos teníamos que parar a menudo porque James se detenía a hacerles carantoñas a varios perritos que encontramos por el camino, demostrándonos que quien se ha ganado el sobrenombre de «el perro diabólico» de la ficción criminal, siente una especial simpatía por los canes menos fieros. Ahora, a sus setenta y cuatro años, Ellroy mantiene ese aullido que a mí me recuerda más al de un lobo melancólico que al ladrido de un cánido furioso, y, en conferencias y presentaciones, sigue cultivando esa imagen irreverente y descarada de autor que avanza por los márgenes del canon. Cita con orgullo la frase que dijo de él Joyce Carol Oates, quien lo definió como el «Dostoyevski americano», pero a renglón seguido admite que, en las listas de autores norteamericanos de prestigio, su nombre nunca aparecerá al lado de los de Saul Bellow o Philip Roth. Tal vez por eso, Ellroy, un autor con un proyecto de ficción único en la novela negra, un estilo absorbente, meditado y reconocible, y unas tramas de una complejidad técnica apabullante, ha optado por ensalzarse a sí mismo, añadiendo así titulares y frases inolvidables que han ayudado a cimentar su leyenda de autor rabioso. Sin embargo, en esta su última visita a España para promocionar su nueva novela, Pánico, publicada este mismo año por Literatura Random House, Ellroy ha mostrado su cara más tranquila y afable. La afabilidad y la parquedad de

palabras serían los rasgos que mejor definirían la entrevista que mantuve con él en uno de los salones del hotel donde se hospedaba en Barcelona, y en la que hablamos de su carrera y, sobre todo, de este último libro, cuyo protagonista absoluto es Freddy Otash, alguien que, aunque parece un típico personaje del imaginario de Ellroy, fue una persona de carne y hueso. Ex policía corrupto y violento, luego detective privado y matón a sueldo de la revista Confidential, una publicación célebre en el glamuroso Hollywood de los años cincuenta, el Freddy de ficción (no me atrevo a asegurarlo del Freddy real) alterna con Elizabeth Taylor y James Dean, con Nicholas Ray, Rock Hudson y el mismísimo J. F. K., mientras intenta sacudirse de encima un merecido sentimiento de culpabilidad. Pánico quizá no posea la complejidad argumental de otras obras de Ellroy, pero a cambio nos trae un sofisticado registro de comedia negra y una exploración de la cara más viciosa de ese Hollybufo brillante y mentiroso. Su primera novela, Brown’s Requiem, apareció en 1981. ¿Recuerda al James Ellroy de esos años? ¿Cómo se sintió al verse publicado por primera vez? Claro. Estaba a punto de cumplir treinta y un años cuando empecé a escribir y tenía treinta y tres cuando salió el libro. Trabajaba de cadi en un campo de golf de Los Angeles y me mudé a Nueva York en septiembre de 1981, justo para la salida del libro. Fue un momento alucinante para mí. Vivía en un sótano y básicamente pasaba todo mi tiempo libre escribiendo. En esa época, ¿se imaginaba escribiendo y publicando más de cuarenta años después? Sí. Nunca pensé en dejar de escribir. El personaje protagonista, Fritz Brown, es un ex policía aquejado por problemas de alcoholismo y, además, un gran aficionado a la música de Beethoven. Creo que usted también lo es. Sí. Es un genio, sin duda. Me maravilló desde la primera vez que escuché la Quinta sinfonía.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a James Ellroy

En alguna entrevista anterior he leído que lo toma como referente… Ah, sí. He dicho que soy el Beethoven de la novela negra… [Sonríe, con pocas ganas de dejarse arrastrar a esa clase de declaraciones.] Avancemos hasta la última novela, Pánico. ¿Cuándo conoció al auténtico Freddy Otash? En 1989. Se me ocurrió que podía usar a ese personaje para mi libro América. Llegamos a un acuerdo económico y le pagué. No me cayó especialmente bien. Me di cuenta de que era capaz de timarme y salir luego en televisión para contradecir algo de lo que aparecía en el libro. Así que lo despedí. Al poco tiempo, murió. Si me hubiera esperado un poco más, podría haberlo usado gratis.

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En realidad, ahora que lo dice, el Freddy Otash de la novela es un tipo que, al menos a mí, me cae relativamente bien. ¿Cómo lo describiría usted? Estúpido, inconsciente, desatento, corrupto, oportunista, machacado por la culpa, golfo con las mujeres y amante de los animales. Es todo eso, sí, pero al mismo tiempo, dado que el libro es enteramente una confesión que Otash nos escribe desde el Purgatorio, una vez muerto, también se aprecia en él una cierta conciencia del bien y el mal. Sí. Otash cree en el crimen y en el castigo, en el pecado y en la redención.


El personaje me hizo pensar en William Holden en El crepúsculo de los dioses, que cuenta la historia a partir su muerte en la piscina. ¿Siempre pensó que la novela tendría esta forma confesional, por llamarlo de algún modo? Sí. Planeé la novela de principio a fin, hasta el más nimio detalle. Pero en realidad es una comedia. Una comedia que me ha permitido tomar a algunos personajes famosos del mundo del cine a los que aborrezco, como James Dean o Nicholas Ray, y meterme con ellos. Cierto. James Dean queda fatal en el libro, aunque diría que Nicholas Ray sale aún peor parado… Es posible. Era un tipo que corrompía a todos esos actores y actrices jóvenes que tenía alrededor. En cualquier caso, lo que es indudable es que muchos de los personajes del libro —Rock Hudson, Natalie Wood, Elizabeth Taylor— fueron grandes estrellas. Ni siquiera las revistas como Confidential consiguieron acabar con su fama. En realidad, Confidential lograba hacerlos accesibles para la audiencia. Los bajaba del pedestal mostrando sus defectos y eso transmitía a los lectores la idea de que, a lo mejor, en algún momento, si se dieran las circunstancias adecuadas, existía la posibilidad de acostarse con cualquiera de ellos. Esa es mi teoría sobre el éxito de revistas como esa: hacer accesibles a las estrellas. Por eso sus escándalos no jugaban tanto en su contra. Rock Hudson traicionó a sus novios, por ejemplo, para evitar que lo sacaran públicamente del armario, lo cual fue muy poco noble por su parte. Y hubo otros actores y actrices cuyas carreras se truncaron a raíz de publicaciones de una revista como Confidential. No era una época fácil, desde luego. También estaba toda la persecución contra los supuestos comunistas que había en la industria del cine. ¿Qué piensa de eso? En su mayor parte fue justificada. No hablo de Mc Carthy y de todo lo que hizo, pero muchos de los comités de investigación que lucharon contra el comunismo estaban conformados por personas honorables. Y existía

una conspiración comunista para socavar la industria cinematográfica, eso es un hecho. De acuerdo. Pasemos al estilo. Los lectores reconocerán al Ellroy de siempre en esta novela; sin embargo, hay en ella algunas variaciones. Sí. Para empezar, está escrita en primera persona. Suelo escribir en lo que se conoce como tercera persona subjetiva, de manera que cada capítulo está narrado desde el punto de vista de un personaje. Normalmente, tres o cuatro personajes distintos. Pero en este caso yo quería usar solo una voz. Necesitaba que Freddy apareciera en todas y cada una de las escenas. Por otro lado, hay muchísimos juegos de palabras, como corresponde a una comedia. Sí, y le aseguro que están perfectamente traducidos por Carlos Milla. La novela en castellano mantiene todo ese juego y, a ratos, es muy divertida. Otro de los personajes célebres que aparece en la novela es John Fitzgerald Kennedy. ¿Qué opinión tiene usted de él? Fue un presidente de segunda fila; no era un mal tipo, pero estaba consumido por las pasiones. De hecho, se le recuerda más ahora por sus amoríos y su trágica muerte que por otra cosa. Hablando de J. F. K., tengo entendido que uno de sus libros de cabecera es Libra, de Don DeLillo (que trata precisamente sobre Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy). ¿Puede decirme los títulos de algunos otros libros que salvaría de la hoguera? Compulsion, de Meyer Levin, sobre el célebre caso criminal de Leopold y Loeb, y True Confessions [Confesiones verdaderas], de John Gregory Dunne, que trata sobre el asesinato de la Dalia Negra. Para terminar, sus seguidores estábamos en la mitad del segundo Cuarteto de Los Ángeles, después de Perfidia y Esta tormenta. ¿Podremos leer el tercer libro pronto? No. Ahora mismo estoy escribiendo otra novela con Freddy Otash de protagonista. Algo totalmente distinto, con una voz mucho más trágica.

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Entrevista a Ismael Martínez Biurrun Texto: Fernando Clemot Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Conocimos el trabajo de Ismael Martínez Biurrun hace ya diez años, cuando publicó Mujer abrazada a cuervo, en 2010, y desde entonces no ha hecho más que establecerse como una de las voces más importantes de la literatura fantástica y de terror en España con novelas como Un minuto antes de la oscuridad, de 2014, o Sigilo, en 2019. Premios como el Celsius, en dos ocasiones, el Ignotus o el Nocte ratifican esta trayectoria. Por ello esperábamos esta nueva novela con Aristas Martínez, Solo los vivos perdonan, y sobre ella hablamos con el autor en la presentación de su libro en Madrid.

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¿Qué se puede encontrar el lector que se adentre en Solo los vivos perdonan? Espero que una historia que no le deje indiferente, sobre todo. El protagonista es un individuo que se encuentra en un momento de encrucijada de su vida, donde el balance de logros y fracasos es bastante decepcionante, pero parece no tener el coraje suficiente para cambiar el rumbo. Entonces dos sucesos vienen a sacudirle y a reclamarle, desde el pasado y desde un posible futuro: un hombre que encarna la parte más oscura de su memoria se presenta en su puerta con una propuesta muy extraña, en un intento de saldar cuentas pendientes, y casi el mismo día recibe una llamada de auxilio por parte de la mujer con la que podría haber tenido una vida distinta, y quizás todavía pueda. A partir de ahí, la novela recorre caminos de thriller y atraviesa algunas nieblas bastante inquietantes, pero en esencia es una historia dramática que busca emocionar y plantea preguntas de difícil respuesta. Es tu octava la novela. Las siete anteriores te sirvieron para afianzarte como uno de los referentes de la novela fantástica y de terror. Sin embargo, sin renunciar a lo fantástico y lo onírico, se diría que esta es una de tus novelas más realistas. ¿Es cierta esta percepción? ¿Hacia dónde dirías que has avanzado con Solo los vivos perdonan? Sí, podría decirse que es mi novela más realista. Aunque, siendo sincero, no creo que se aleje de mi forma de narrar y de mis atmósferas habituales; quiero decir que siempre he utilizado los elementos fantásticos para indagar en los contenidos inconscientes y para metaforizar los conflictos personales de los personajes, a veces con más espectáculo y otras con menos. Pero lo onírico y lo sobrenatural están presentes también en esta novela, aunque sea en una clave más sutil, no tan terrorífica.

El perdón, la enfermedad, la muerte, el éxito y el fracaso. ¿Cuáles crees que son las temáticas que aparecen con más intensidad en la novela? ¿Qué te llevó a explorar en esa dirección? Yo creo que cualquier novela, porque va en el género mismo de novela, tiende a ser extensiva y hablar de todos los grandes temas y de todas las emociones que atraviesan la condición humana, y que básicamente se pueden resumir en cómo nos enfrentamos con el sufrimiento. La búsqueda del perdón tiene que ver con el modo en que gestionamos los errores del pasado, a veces acciones que provocaron un daño horrible a otras personas, siempre cosas que ya no se pueden cambiar y con las que tenemos que cargar en la mochila, de alguna forma. Igual que tenemos que cargar con la certeza de que vamos a envejecer, enfermar y morir. ¿Y qué hace que todo eso valga la pena? Ahí está la cuestión, en encontrarle un sentido y un propósito a nuestra historia. En esta novela hay un personaje, Tea, que encarna de algún modo el punto de vista del narrador y que se dedica a observar atentamente todas las decisiones y acciones de los protagonistas para tratar de encontrar ese gran sentido elusivo en las pequeñas acciones, en la historia con minúsculas. El protagonista, Íñigo, se encuentra además en esa edad en la que parece inevitable hacer un alto y evaluar cuánto de éxito o de fracaso hay en su vida. Gran parte de las escenas se diría que están enfocadas a un juego de parejas confrontadas. Hay muchos ejemplos: Íñigo-Olaya, Íñigo-Anton, Anton-monstruo, Olalla-Vieira. También de duplas de personajes como el monstruo de los sueños y el fósil o Jordán-Sugoi. ¿Eras consciente de este juego? ¿Era un efecto buscado? No me interesan demasiado las novelas corales, ni como lector ni como escritor, pero sí me gusta mucho la estructura narrativa de vidas paralelas, o vidas cruzadas,

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Ismael Martínez Biurrun

donde empezamos siguiendo a los personajes por separado pero se van produciendo intersecciones. Eso lleva a un formato muy dialogado, de parejas o duplas, como sugieres. Me parece que hay algo muy fructífero en esos encuentros, en esas conversaciones extrañas en lugares inesperados, donde cada personaje contrasta su carácter y su mentalidad con otro en la misma situación y se producen pequeñas transformaciones. Hay también una profusión de escenarios que tienen un peso importante: Madrid, una ciudad del Norte, el lugar del yacimiento, el piso de Íñigo, la casa de Jordán. ¿De qué forma trabajas los escenarios? La verdad es que no planifico los capítulos pensando tanto en los lugares, o no en primer lugar, sino más bien en las escenas como unidades de acción, tiempo y lugar. Sé que una determinada conversación o un suceso importante debe producirse en tal momento, y a continuación imagino dónde podría tener lugar. En esta novela visitamos un desierto, un pantano, un museo de ciencia, un hospital infantil, distintos hogares más o menos vacíos... Cada uno tiene sus propias resonancias y connotaciones, que no son objetivas, sino muy subjetivas, porque todos están atravesados por la mirada de los personajes, por sus miedos, por sus fantasmas íntimos... Luego está esa última página. Un testimonio propio. Se diría que era una historia, una parte de la historia que tenías pensada hace mucho tiempo. ¿Cuál ha sido el desarrollo de la idea y qué peso ha tenido lo propio, lo subjetivo, en ello? Sí; aunque es una novela de ficción, en el germen de este libro hay un recuerdo personal. De hecho, el fósil encontrado en las primeras páginas es una metáfora muy clara de este mismo proceso de extracción y exposición a la luz de este fragmento de mi memoria. Cuando tenía doce años, un compañero de mi clase del colegio fue asesinado en un atentado de ETA en las calles de Pamplona. Un día estaba jugando al baloncesto con él y al día siguiente me encontraba con la fotografía de su cuerpo destrozado en la primera página del Diario de Navarra. Su nombre era Alfredo Aguirre, Godo, y recuerdo que alguien escribió en la pizarra de la clase, al día siguiente: «Godo, no te olvidaremos nunca».

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Todos los compañeros llenamos la pizarra con nuestras firmas, y con el tiempo me he dado cuenta de que aquello constituía una especie de contrato, un compromiso. Por suerte ETA ya ha desaparecido, pero es esencial que no olvidemos lo que significaron aquellos años de horror y sinsentido. Y reconozco que quizá no me habría atrevido a escribir algo así sin la coartada de la ficción y sin la protección de todos los personajes que pueblan la novela: Íñigo, Jordán, Antón, Tea... Porque quiero dejar claro que esto no es autoficción; es una construcción imaginaria que yo he elaborado sobre un recuerdo y una serie de emociones personales, pero que crece narrativamente en muchas otras direcciones que van más allá del suceso original. Y sin embargo, me parecía importante incluir esa nota final con el nombre de mi compañero, aunque solo fuera porque yo también firmé en aquella pizarra, aquel día de 1985.


Entrevista a Alejandro Pedregosa Texto: Juan Peregrina Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Alejandro Pedregosa publica nuevo libro, esta vez una novela con mucho sabor veraniego y plagada de guiños a esa maravillosa edad de descubrimientos personales, decepciones gigantescas y complicidades incorruptibles, cuando la adolescencia, el sexo y la amistad son los tres elementos nucleares de cualquier existencia. Siempre es verano acaba de ser publicada por la editorial Sonámbulos y tengo la suerte de charlar con su autor sobre el libro, la literatura y la vida: Pedregosa, a caballo entre Marbella, Granada y Pamplona, tiene una conversación siempre divertida, didáctica e interesante.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Alejandro Pedregosa

Siempre es verano es tu nueva novela. Después de poemarios, un libro de cuentos y varias novelas, ¿qué aporta este libro a tu dilatada trayectoria literaria? Supongo que es un pasito más en esta extraña carrera de conocerse a uno mismo a través de la literatura. Es también la novela más personal, la que más se acerca a los libros de poemas. Metiéndonos en jarana literaria, la novela es, entre muchas otras cosas, una fiesta de la memoria, la adolescencia y la amistad. Es bonito que digas eso. Te lo copio para próximas entrevistas [risas], porque ciertamente la palabra fiesta es un icono de la adolescencia y ayuda a dibujar el paisaje general de una época. Sí, uno de mis principales intereses es que los lectores se lleven la historia a su terreno y cierren el libro con una sonrisilla entre nostálgica y traviesa. Vamos desgranando esos tres elementos si te parece. Qué importante es la memoria para quien practica literatura. En la presentación del libro dijiste cosas interesantes, y te cito: «Creo en la ficción porque me alivia la vida; la memoria es ficción; esta historia es verdad en cuanto que es “mi ficción” y mi ficción pasó de esta manera». Desde luego, somos ficción por encima de todo. ¿Qué son las religiones sino el relato ficcional (y mágico) de un pasado ahistórico? ¿Qué son las tradiciones, los orígenes míticos de civilizaciones y culturas, sino una ficción aceptada y compartida? ¿Qué somos nosotros mismos sino la ficción corregida de todo cuanto nos ha pasado? Conviene saber que la ficción es un bálsamo contra el sinsentido de la vida. Mientras soñemos, inventemos, imaginemos..., estaremos a salvo del vacío. ¿Cómo moldeamos la memoria para que nos ayude a soportar la vida? Soportamos la vida porque, en buena medida, la inventamos; la llevamos al terreno que nos conviene para seguir adelante con una imagen más o menos benévola de nosotros mismos. Ficcionar, en lo que respecta a nuestra memoria, no significa mentirnos a no-

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sotros mismos. Cuando recordamos algo lo hacemos en términos de verdad, pero sucede que, al relatarlo, al contarlo ante un amigo, un auditorio (o incluso ante uno mismo) añadimos elementos propios de la narración, hacemos ese recuerdo más fluido, más lógico, más narrable. La memoria de mi primer beso no es la que fue «realmente», sino la que le conté a mi mejor amigo en su momento. De hecho, la muchacha que me besó tendrá otra historia que contar similar, pero en absoluto coincidente. Volveremos luego a la memoria, pero vaya época la adolescencia, qué trasiego de descubrimientos, hormonas y sorpresas. La adolescencia es un momento cumbre de la vida que opera en una magnífica paradoja. Tienes todos los elementos del aventurero: inquietud, fuerza, pasión..., pero te falta la experiencia para saber cómo ordenar tanto descubrimiento (tanta vida). La adolescencia también tiene mucho que ver con la ficción. Hay que inventarse el tipo que uno quiere ser. Es por eso que pegábamos posters de nuestros ídolos en la pared. Estamos obligados a inventar (soñar) nuestro futuro. El personaje principal es un chaval o niño recordado a través de un escritor que cuenta la historia: ¿qué te llevó a estructurar este juego de espejos entre un narrador adulto que escribe sobre quién es y lo que recuerda sobre quien pudo ser, ese chaval o niño? Pues precisamente la paradoja de la que te hablaba anteriormente. El adolescente es un ser que inventa futuros mientras que el escritor es, básicamente, «un profesional» que inventa pasados. Pensé que podía ser muy interesante ver cómo el inventor de pasados recordaba al inventor de futuros. Una novela de amistad: comentaste también en la presentación que toda amistad comparte los tres elementos fundamentales de la revolución francesa: ¿puedes explicar por qué? La amistad —frente a la familia, por ejemplo— es un signo de libertad, elegimos libremente a nuestros amigos y podemos abandonar esa amistad cuando no la consideramos provechosa, justa o necesaria. Es tam-


bién un síntoma de igualdad, porque uno se hace amigo de sus iguales. No cabe la tiranía entre dos amigos verdaderos. Y finalmente tenemos la fraternidad, que es una suerte de «amor» desprovisto de pulsión sexual. En realidad, todo esto tiene que ver con el diseño de los pensamientos utópicos. La amistad comparte los tres presupuestos del imaginario republicano: una sociedad donde opere la libertad de los individuos, la igualdad entre ellos y la fraternidad como eje sentimental. Es por eso que yo creo en la amistad como el mejor de los mundos posibles. O al menos es el inicio «particular» de un mejor mundo posible «general». En el libro hay un par de conceptos importantes, como son las diversas fronteras que marcan la vida del personaje o la doble pertenencia que causa una disociación personal. En efecto, las fronteras en esta novela son importantes. Hay un tránsito entre el niño de barrio obrero y

el adolescente que queda abducido por el brillo de la ciudad burguesa. El escritor, con la distancia que ofrece el tiempo, observa esa frontera que tuvo que cruzar y reflexiona sobre el peaje que pagó y la naturaleza de ambas orillas. La historia transcurre durante los años ochenta principalmente: época de cambios, transiciones, pérdidas, drogas duras y blandas, sucesos de toda índole y un ambiente con olor a libertad absoluta en lo que se refiere a la sexualidad, la elección religiosa y política... ¿Cuánto hay de tus primeros recuerdos como adolescente en esta ficción? Mucho. Se trata de una historia que siempre ha venido conmigo, a dos pasos de mi sombra. Es en la infancia donde empezamos a construir el mundo que todavía no entendemos. En ese sentido esta novela supone la reelaboración de aquel mundo luminiscente y eterno que

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Entrevista a Alejandro Pedregosa

en su momento no alcanzaba a comprender y que hoy se me revela fundador. Sin destripar nada, el abuelo, la madre y el hermano del protagonista son importantes en la historia y recordemos que ya escribiste en tu poemario Barro: «... el amor / se hereda a través de los siglos como se hereda una casa / o una deuda ancestral —así la mía—». ¿Notas en tu literatura y en concreto en esta historia que la institución familiar tiene un peso específico o es un elemento más en el que te apoyas si es necesario para que la acción cobre sentido? Supongo que lo tiene, aunque yo no me lo proponga de un modo intencionado. La familia es la primera y más grande comparecencia del azar en nuestras vidas. Una lotería que determina el porvenir de cada cual. En mi caso he tenido mucha suerte, pero no dejo de pensar en la parte contraria, la que no ha salido bien parada en el sorteo; quizá por eso me interesa tanto el tema de los cuidados y las redes afectivas. Es la primera gran revolución pendiente. El interés por el otro, procurar alivio y dignidad a quien sufre. No quiero dejar pasar la oportunidad para hablar de otra especial marca de la casa: haces que las estrategias que utiliza el chaval para ligar, soportar la vida, escapar del maltrato, sean las mismas que el escritor va a utilizar a lo largo del libro: la mentira —que es la ficción—, la memoria —que puede ser verdad— y sobre todo la palabra, la palabra ante todo. En efecto, el chaval se salva de los horrores de su mundo porque ha comprendido la versatilidad de la lengua. Él utiliza las palabras para mimetizarse en los distintos ambientes de su vida. Sabe cómo hablar en el barrio y cómo hablar con la pandilla. Su gran secreto consiste en ser lector de poesía. Esto lo convierte en un ser absolutamente extraordinario y también periférico (¿qué adolescente lee poesía en su barrio?). Sin embargo, es ahí donde aprende que la lengua funciona al mismo tiempo como arma y como escudo. Para quien la lea, la novela tiene varios misterios, escenas sexuales de una delicadeza

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hermosa, una buena dosis de humor y melancolía, protagonistas juveniles que se enfrentan al paso de ser adultos, reflexiones profundas del escritor sobre el pasado, su madre que corrige lo que este recuerda, la verosimilitud de lo narrado... ¿Te has propuesto que la crítica no pueda hacer lo que más le gusta: aparcar la novela en un subgénero y quedarse tranquila? [Risas.] No quiero parecer insolente, y mucho menos desagradecido con las primeras críticas tan favorables que están saliendo. Pero en esta novela, como en todos mis libros anteriores, a mí me interesa principalmente la opinión de unos cuantos amigos; esa gente con la que me junto de vez en cuando para hablar de literatura alrededor de una cena o unos vinillos. De verdad que no quiero aparentar una pose de pasotismo y outsider, pero es que yo planteo mi escritura —y la vida en general— en lo íntimo, lo cercano, lo que queda a diez minutos andando de mi casa. En ese sentido, creo, soy un escritor absolutamente provinciano. Un caso práctico de amistad es lo que haces en los cortos de promoción de Siempre es verano: tus amistades se implican e imaginamos que se ven reflejados en el ambiente que creas, esa atmósfera tan veraniega y juvenil que impregna toda esta historia. Hemos querido que el libro fuera más allá y, junto a unos cuantos colegas, hemos grabado un falso documental con las mismas mimbres que la novela. Los amigos recuerdan, pero también ficcionan su pasado para construir una historia que completa al libro. Aunque mejor que explicarlo es verlo aquí: https://www.youtube.com/watch?v=7aEjNXzPBQo Para terminar, no me resisto a preguntarte por tus siguientes proyectos; ya sabes, como Mayra: hasta donde puedas leer, ¿en qué trabajas ahora? Pues en unos días me marcho a Francia con una beca para seguir el rastro de unos cuantos españoles que salieron vivos de Mauthausen y se quedaron a vivir en la región de Champagne. Y yo también, como Mayra, hasta ahí puedo leer. [Risas.]


Entrevista a Alfonso Zapico Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Alfonso Zapico (Blimea, Asturias, 1981) estudió Ilustración en la Escuela de Arte de Oviedo e Image imprimée en la École nationale supérieure des Arts Décoratifs (EnsAD de París). Su trayectoria como dibujante e ilustrador se inicia en 2006 con la publicación en Francia de La Guerre du Professeur Bertenev. En 2008 aparece su primera obra en España, Café Budapest, una ficción en la que trata los orígenes del conflicto palestino-israelí. Con Dublinés (Astiberri, 2011) le llegó el reconocimiento con la concesión del Premio Nacional del Cómic. En La balada del norte, de la que han aparecido tres volúmenes hasta la fecha, reivindica la cuenca minera asturiana y los tiempos turbulentos de la Revolución de Asturias de 1934. El tema de la minería asturiana reaparece en Carboneras y Los niños de humo, ambos publicados por la editorial Pez de Plata, en colaboración con Aitana Castaño. Desde 2019 es profesor de español en la Academia de Poitiers.

Lleva muchos años viviendo en Angoulême. ¿Cómo surgió la idea de trasladarse a vivir a Francia? Vine en 2009 para dibujar un libro en la Maison des Auteurs, una residencia de artistas ligada a la Cité de la Bande dessinée de Angoulême. Siempre tuve la idea de volver, pero nunca encontré el momento adecuado; pasó el tiempo y me convertí en funcionario, construí una casa y tuve dos hijos. El reto ahora es encontrar un equilibrio entre los cómics y todo lo demás. ¿Cree que el mercado francés del cómic es más exigente? ¿Resulta más difícil para un autor extranjero publicar allí?

En realidad, yo no me considero un autor del mercado francés: publico directamente en España con Astiberri y luego mis obras se traducen a varios países. Es una paradoja, pero vivo en Francia ajeno a este mercado, que es ciertamente mucho más exigente que el español, porque tiene una tradición más larga y una industria mucho más potente, con sus luces y sus sombras. Muchos autores franceses viven de forma precaria en un país que descubrió hace tiempo que alguno de sus editores de cómics aparecía en los «papeles de Panamá». La dignificación de los autores es un reto pendiente que traspasa las fronteras. En 2011 publica Dublinés, donde hace un recorrido por la vida y la obra de James Joyce. Un ambicioso proyecto, dada la complejidad del escritor irlandés. ¿Cómo surgió ese interés? Fue un experimento. En aquel momento yo vivía en Blimea, un pueblo de las cuencas mineras de Asturias, y quería viajar, descubrir, desafiar mis capacidades creativas. Con Joyce como modelo vital me fui a Francia y viajé un poquito, y dibujé la experiencia del novelista irlandés, que es muy inspiradora. El resultado es una biografía gráfica lo más canónica posible, que me fue muy útil para aprender y para afrontar los libros siguientes.

Dublinés obtuvo en el año 2012 el Premio Nacional del Cómic. Imagino que supuso, entonces, un respaldo importante para el libro. Ahora resulta oportuno recordarlo, teniendo en cuenta que estamos en el centenario de la publicación del Ulysses de Joyce. ¿Qué aporta Dublinés al conocimiento del escritor irlandés?

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Alfonso Zapico

Este cómic tiene una gran ventaja y es su accesibilidad para cualquier lector. El eco de Joyce nos lleva al Ulises, ese libro al que mucha gente se acerca pero casi nadie lee debido a su fama de libro imposible. En realidad, Ulises y Dublinés están construidos con los mismos materiales: las vivencias de Joyce. Sé que algunos lectores del cómic se han animado después a acercarse a los libros del genio irlandés, porque una vez conoces la experiencia vital de un creador, su obra se disfruta más. A raíz de la publicación del cómic, surge el cuaderno de viaje La ruta Joyce, donde plasma su recorrido por Dublín, París o Zúrich siguiendo los pasos del escritor irlandés. ¿Tenía pensado desde el principio publicar esta ruta como complemento a Dublinés? Este libro era otro experimento: un cuaderno de viaje, artefacto bastante de moda en Francia en aquel momento. Fue otra forma de rentabilizar la experiencia y los viajes. Ya que iba a mudarme de país y a viajar por Europa para construir un libro, ¿por qué no contar ese viaje y ese proceso creativo? Es un libro sin grandes ambiciones, muy espontáneo, un buen complemento de la biografía de Joyce. Astiberri ha publicado la mayor parte de su obra. ¿Cómo surgió su relación con la editorial bilbaína? Prácticamente desde el principio. Mi primer cómic se publicó hace quince años en Francia, La guerre du professeur Bertenev, un álbum de estilo francés que luego rescató Dolmen para el mercado español. Mi iniciación en el cómic fue bastante accidentada, de la mano de un editor suizo muy peculiar. Mi siguiente trabajo, Café Budapest, se publicó directamente en España con Astiberri. La experiencia fue muy diferente, muy positiva. Construí una relación de confianza con la editorial que me ha permitido dedicarme a pensar en las historias que quería contar y olvidarme de todo lo demás. Hacen su trabajo con un amor, honestidad y dedicación que es difícil de encontrar a este y al otro de los Pirineos. Es frecuente en el mundo del cómic que se establezca un binomio entre dibujante y guionista. Por ejemplo, Mary y Bryan Talbot, o Javier Olivares y Jorge Carrión. Por otro lado, hay historietistas que son también dibujantes; es el caso de la británica Posy Simmonds o del español Miguelanxo Prado. Usted siempre ha

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trabajado solo en sus cómics. ¿Cuál es la razón fundamental? Han sido mis circunstancias. Es decir, yo siempre me he presentado como dibujante e ilustrador, como autor de cómics. Pero me atrevo a decir que mis fortalezas como autor no están en la parte gráfica sino en las historias que cuento y en la manera de contarlas. Cuando he dibujado historias de otros, que ha sido rara vez, no he quedado muy satisfecho del resultado. Tampoco he escrito para otros dibujantes, porque apenas tengo tiempo para dibujar mis propias historias. La conclusión es que estoy condenado a trabajar solo, lo que no está tan mal, porque me llevo bien conmigo mismo. Desde los tebeos de Vázquez, Josep Escobar o Ibáñez que publicaba la editorial Bruguera en los años cincuenta hasta la actualidad, en que el cómic trata temas que antes parecían estar reservados a la narrativa, ha habido una gran evolución. ¿En qué momento cree que se ha producido ese cambio? En el momento en el que los autores han podido expresarse libremente han surgido obras que han despertado el interés del lector generalista. Vázquez, por ejemplo, fue un genio encerrado en los límites impuestos por aquella industria del tebeo y la coyuntura política. Desaparecida aquella industria y la dictadura, el autor de cómics tiene hoy un horizonte profesional mucho más libre (también más precario). Cada autor tiene su propia voz y su obra es un canal de comunicación con mucho potencial. ¿Cree que desde que surgió el concepto de novela gráfica en los años ochenta el guion ha ido adquiriendo cada vez más importancia? ¿O sigue siendo la ilustración la protagonista del cómic? En mi opinión el guion casi siempre ha estado al volante y la ilustración casi siempre ha estado al servicio de la historia. Quizá lo que ha cambiado son el tipo de historias que se contaban en los años sesenta, en los ochenta y hoy en día. También ha cambiado el tipo de lector (y por supuesto, el de editor). La novela gráfica funcionó bien como revulsivo en un determinado momento, para tratar de llegar a un lector generalista, para convencer al público de que no tuviera prejuicios con el cómic, de que era posible contar cualquier historia a cualquier lector a través de nuestro lenguaje.


El cómic ha estado muy presente en la Semana Negra desde el principio, y de hecho su director (Ángel de la Calle) es autor de cómic. El universo policíaco y el cómic han estado siempre muy unidos, por eso se llevan bien y comparten espacio en este prodigio cultural que cumple treinta y cinco años en 2022. Estuve en la Semana Negra mucho antes de haber publicado mi primer cómic, estuve después charlando y firmando y volveré pronto.

Asturias siempre ha estado presente en su obra: la trilogía La Balada del norte o la colaboración con la escritora Aitana Castaño, en la que ilustró sus dos novelas breves, Carboneras y Los niños de humo, donde recupera el espacio vital de Montecorvo del Camino. ¿Tiene algún nuevo proyecto que tenga a Asturias, y más en concreto, la cuenca minera del Nalón, como protagonista? Cuando termine el cuarto y último libro de La balada del norte empezaré a dibujar una historia que abarca varios momentos históricos, pero cuyo tema central es el exilio republicano en Francia. Esa historia está ligada, inevitablemente, a la cuenca minera asturiana. No porque me interese el monocultivo de relatos, pero estas historias están aquí, son historias que merece la pena contar y si no las contamos Aitana o yo, poca gente lo hará. Usted colabora, además, con medios de comunicación asturianos, como La Nueva España o el periódico comarcal Cuenca del Nalón. ¿Es una forma de estar en contacto con la actualidad de Asturias? Es un privilegio dibujar algo que pasa a novecientos kilómetros de distancia y me evita cortar el cordón umbilical con la patria chica. En Francia el ritmo de vida es diferente: cambian los días festivos, las preocupaciones, el pasado y el presente… Por eso agradezco recibir un correo desde Asturias que me pide una ilustración sobre la reivindicación de un grupo de trabajadores, una fiesta gastronómica o cualquier cosa que me permita hacerme la ilusión de que sigo allí aunque ya no esté. ¿Qué le parece la Semana Negra de Gijón como espacio para debatir sobre el mundo del cómic? ¿La ha visitado alguna vez? ¿Piensa volver?

¿Cómo es el proceso de creación de un nuevo proyecto? ¿Hay un guion más técnico o más narrativo? ¿El diseño de los personajes es previo al guion? Al principio hay un bombardeo de información, muchas preguntas a mucha gente, muchos libros que leer y muchas ganas de meter toda esa información en las viñetas. Luego empieza un proceso de ordenamiento, de construcción narrativa, de poner rostros a los personajes y palabras a los globos de texto. Al final de todo empiezo a dibujar las páginas, corrigiendo esto y aquello, menguando los textos buscando transmitir de la forma más sencilla posible. Este proceso no termina nunca, pero llegado un momento hay que enviar todo al editor e imprimir el libro. Los lectores de la revista están muy interesados en conocer cuál va a ser su próximo proyecto. Como dije un poquito más arriba, es una historia sobre el exilio republicano en Francia, pero no solo eso. En España tenemos un déficit de memoria histórica, concentrado en una parte de la población (los perdedores de la Guerra Civil). Dentro de esta esfera hay diferentes grupos y se han hecho diferentes trabajos de recuperación de la memoria. Hay un grupo muy minoritario que me interesa mucho: el de los republicanos que vivieron en la clandestinidad en los años posteriores a la Guerra civil y que, desvanecida la ilusión de la intervención aliada en la España franquista tras la Segunda Guerra Mundial, acabaron en el exilio. Este grupo se subdividió aún más cuando, tras la muerte de Franco y la llegada de la democracia, regresaron a un país en el que no encontraron su lugar. Eran los últimos vestigios de una guerra casi olvidada en un país que miraba al futuro y bullía de modernidad. Algunos de aquellos republicanos optaron por dar media vuelta para morir en Francia, ya mediados los años ochenta. Unas pocas tumbas en los camposantos de unos pocos pueblos franceses recuerdan sus nombres y, como merecen algo más, he decidido dedicarles un libro.

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Pasión por el ensayo

Himenea (1517) de Bartolomé de Torres Naharro

Mariana Enríquez y la violencia en Latinoamérica

El Ulisses de Joaquim Mallafrè

Apuntes para la lectura de Brújula de Mathias Énard

José Antonio Olmedo López-Amor – 19 Eduardo Suárez Fernández-Miranda – 25

Multiplicidad de T. W. Adorno (y Walter Benjamin) José de María Romero Barea – 27

El mapa y el horror en Borges Gustavo Faverón Patriau – 30

Patricia Almarcegui – 45

Pequeño ensayo del paseante barcelonés Jordi Corominas i Julián – 48

La altura del alambre

Sobre Cuando dejó de llover, una voz de voces en la literatura joven actual

Laura Freixas – 34

Jorge Arroita – 51

La poesía de Sergio Gaspar: algunos procedimientos literarios

Atlas del eclipse: la pintura de una Nueva York en un instante único

Moisés Galindo – 39

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Oriol Masferrer – 43

Sergio Silva – 54


Himenea (1517) de Bartolomé de Torres Naharro: Urbanidad, honor y mundo ancilar como espejo y doble trama en el germen de la comedia nueva Por José Antonio Olmedo López-Amor Bartolomé de Torres Naharro (Torre de Miguel Sesmero (Badajoz), ¿1485? - ¿Badajoz?, 1520) está considerado como uno de los dramaturgos más destacados del teatro renacentista español. Existe muy poca información biográfica, tan solo dos documentos que fueron incluidos en la edición príncipe de la Propalladia (1517): una epístola de Jean Barbier dirigida al impresor belga J. Badio Ascensio, y el permiso concedido por el papa León X, quien autorizó su publicación (Vélez-Sáinz1; 2013: 13). La influencia del teatro italiano fue decisiva en la concepción teatral de Torres Naharro, así como determinante para el modelo de teatro que importará a España y se convertirá en el germen de la Comedia Nueva. Su corpus teatral no es muy extenso, pero es considerado el recuperador de la comedia urbana y uno de los pioneros impulsores del teatro de capa y espada. «Con sus especulaciones […] sobre la teoría dramática se adelantó más de medio siglo a nombres tan ilustres como Juan de la Cueva o Lope de Vega, y, desde el punto de vista metódico, hasta los superó» (Sabec, Verba hispanica, 2002: 72). Según Otis H. Green (España y la tradición occidental, IV: 315), muchas fueron las innovaciones argumentales 1. Bartolomé de Torres Naharro. Teatro completo. Madrid: Cátedra, 2013. De esta obra se citan todos los textos de Himenea y se extraen los comentarios de Vélez-Sáinz.

introducidas por Torres Naharro en el teatro español, algunas de las cuales se convertirían en tópicos, como la desactivación del amor cortés, con una protagonista femenina decidida a entregarse a una pasión irracional; la serenata que preside el primer encuentro de los amantes; la obsesiva vigilancia del hermano de la dama, quien jura vengar su honor dando muerte al profanador de su castidad; la huida del galán enamorado cuando este es descubierto por el hermano de la dama o la amenaza de muerte que recae sobre la dama, a manos de su hermano, como castigo a su pasión amorosa. Torres Naharro reunió sus comedias en un volumen que se publicó en Nápoles (1517) y llevó por título Propalladia. Esta publicación fue el hito de su carrera como escritor y dramaturgo, ya que, además de incluir en ella «las comedias (Seraphina, Trophea, Soldadesca, Tinellaria, Ymenea y Jacinta), precedidas y seguidas —como “antepasto” y “pospasto”, según la expresión del autor— de diverso número de composiciones poéticas: capítulos, epístolas, romances, canciones e incluso tres sonetos en italiano» (op. cit.), se incluyó la que hoy es considerada como la primera propedéutica teatral de toda Europa escrita por un dramaturgo en una lengua romance. En dicho proemio, Naharro señala que la comedia debe componerse de dos partes: introito y argumento. Afirma varias veces que la función de la comedia es alegrar al público; asume la división en cinco actos, que él denomina jornadas, algo que recupera y adapta de Terencio y Plauto; recomienda guardar el decoro,

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José Antonio Olmedo López-Amor. Himenea (1517)...

utilizar un número de personajes adecuado a la historia y su duración; apunta al estilo medio y enfatiza en que el genus activum, la inventio y un final feliz son ingredientes indispensables de toda buena comedia (op. cit.). Otro precepto incluido en dicho proemio es el que divide la comedia en dos tipos, según su naturaleza: «a noticia» (basadas en sucesos reales o históricos) y «a fantasía» (de sucesos fantásticos o fingidos, aunque verosímiles). Las comedias Soldadesca y Tinellaria responden al epígrafe a noticia, mientras que las comedias Seraphina e Himenea son textos a fantasía. En 1508 Torres Naharro llegó a Roma; allí estuvo al servicio de los Médici y aunque su situación económica era precaria consiguió estrenar algunas de sus obras (Trophea, Soldadesca, Tinellaria). Aquellos años fueron muy fecundos y su teatro fue representado en palacios, ante cardenales y el mismísimo papa. Estuvo muy presente en eventos sociales de la actualidad romana (López Morales, Comedias; 1986: 134). Cuando Torres Naharro llegó a Nápoles (Virreinato español) en 1517 consiguió el apoyo del Marqués de Pescara, quien le permitió reunir sus obras y publicarlas en su famosa Propalladia (Primeros dones a Palas), por tanto, esta obra fue proyectada para representarse ante un público cortesano italiano. La estructura general de la Himenea responde a introito (págs. 534-542), argumento (págs. 542-543) y después va la obra (págs. 544-600), tal como el autor indica en su propedéutica. La obra está dividida en cinco jornadas y en ellas intervienen siete personajes y un grupo de cantores. Tras el dramatis personae inicial aparece una didascalia explícita entre corchetes: «Calle de una ciudad», la cual indica que la comedia va a desarrollarse en un espacio urbano que nunca abandonará. En la segunda jornada encontramos dos didascalias explícitas más que indican la aparición de una canción (pág. 559) y un villancico (pág. 560), y solo existe una didascalia explícita más en la quinta jornada (pág. 600), la que indica que lo que viene a continuación es el villancico2 de cierre. El resto de la obra se presenta sin acotaciones explícitas. 2. Incluso, Naharro podría haber prescindido de la didascalia inicial, pues del diálogo de los actores se puede llegar a inferir el espacio urbano en el que se desarrolla la acción: «casas caídas» (v. 362, pág. 549); «cantón» (v. 369, pág. 550); «muro» (v. 372, pág. 550); lo mismo ocurre con las didascalias utilizadas en la segunda jornada, pues el texto cantado aparece con tipografía cursiva y se diferencia del texto prin-

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Toda la obra (mil setecientos versos) está escrita en versos octosílabos de pie quebrado (o redondilla y pareado como patrón métrico no consistente) y rima consonante que se alternan y repiten de la siguiente manera (abcabc / deedff). Los versos se presentan en tiradas no uniformes, pero por la distribución de los puntos y aparte podemos colegir estrofas de seis versos. El pie quebrado corresponde a un único verso tetrasílabo que Naharro introduce casi siempre al final de las estrofas pares (vv: 7-12, pág. 535): «¡Ahuera, ahuera pesares! / ¡Sús d’aquí, tirrias amargas! / Vengan praceres a cargas / y regocijos a pares; / qu’el placer3 / más engorda q’uel comer4». Con esta forma métrica Torres Naharro construye unos dinámicos diálogos, que alternan con desigual extensión, produciendo un ritmo ágil. Los diálogos más extensos se ocupan de los temas principales, como el de la honra en la conversación entre el Marqués y Febea (jornada quinta), cuando esta es sorprendida con Himeneo. Dentro de la obra, únicamente podemos considerar un monólogo a la primera intervención de Himeneo en la jornada primera (vv. 229-252), donde este dirige su discurso a Febea, pero ella no está a su lado5. cipal. El público de la época estaba acostumbrado a encontrar villancicos como colofón musical a las comedias, por lo que también podría haber prescindido de la didascalia que aparece en la quinta jornada; de hecho, este aspecto musical es de los pocos rasgos que esta comedia tiene en común con el teatro antecedente. Toda la información que como lectores podemos obtener sobre la representación se infiere mediante didascalias implícitas, es decir, integradas en el propio texto. 3. La tipografía negrita ha sido añadida para ilustrar un ejemplo de verso de pie quebrado. 4. Esta estrofa es un buen ejemplo del habla sayaguesa en el introito. En el verso siete se aspira el sonido /f/ de la palabra afuera; en los versos ocho, once y doce vemos formas apostrofadas que son contracciones entre determinantes y preposiciones con artículos; y en el verso nueve vemos la palabra praceres, en la cual se produce una neutralización de la consonante lateral. 5. Según Vélez-Sáinz, esta invocación a la amada alude a la idiosincrasia teatral de La Celestina. Aunque hay otros rasgos que emparentan a la Himenea con la comedia humanística en general, y con La Celestina en particular, como la intención de Himeneo, narrada por Turpedio, de ofrecer alboradas a su amada (v. 471, pág. 554); la alegorización de la muerte (v. 1460, pág. 591); la metáfora de la enfermedad


Torres Naharro evita aburrir a su público con extensos monólogos a lo Shakespeare y maneja con hábil frescura el intercambio dialógico. Hay que entender el introito como una breve representación dramática que suponía la primera toma de contacto entre el público y los actores. A diferencia del entremés, el cual poco o nada tenía que ver con la obra principal en la que se insertaba, los introitos cumplían, además de la consabida función introductoria, como su propio nombre indica, la tarea de calmar y atraer la atención de un público (captatio benevolentiae6) al que debían predisponer —en este caso— a divertirse con una historia graciosa con final feliz: «s’han de buscar los praceres» (v. 17, pág. 535). En la comedia Himenea estas funciones son llevadas a cabo por un solo personaje, quien aparece sin ninguna acotación que informe de su nombre, aunque rápidamente se deduce que se trata de un pastor ignorante, pues su habla arrusticada (sayagués) y las ordinarieces y tropelías que narra —«m’anduve empreñando bobas» (v. 22, pág. 535)— servirán para poner en contraste tanto el lenguaje de dos estratos sociales superiores a él —criados y nobles— como sus ideas, costumbres y pensamientos: «Himeneo noche y día / penaba por una dama, / la cual Febea se llama, / que en llamas de amor ardía7» (vv. 187190: págs. 542-543). como dolor de amor (hereos) que solo sana con el amor verdadero, Himeneo y Calixto actúan por amor y Febea y Melibea por caridad: «que me causáis nueva muerte» (v. 715, pág. 564). Según Vélez-Sáinz: «De Celestina, Torres toma prestadas las escenas que desarrollan la trama de amor principal entre Himeneo y Febea, con su correspondiente reflejo en los amores de los lacayos Boreas y Doresta» (pág. 529). 6. Este recurso retórico ya era utilizado por los oradores romanos como Cicerón, quien lo consideraba algo esencial de la oratoria. La captatio benevolentiae fue utilizada con posterioridad en novelas de caballerías y prólogos de romances con la finalidad de predisponer al público a sus objetivos principales. 7. Estos versos pertenecen al argumento, un texto en el que contrasta la vulgaridad inicial del introito con la elegancia y formalidad de un lenguaje ya referido a los protagonistas de la obra, y por tanto acorde a la distinción de su posición social (amor cortés, amor ígneo). El pastor deja de hablar de sí mismo, pide perdón al público, reconoce que ha sido grosero (humor procaz) y relata lo que acontecerá, anticipando con ello las claves de la obra principal: adulterio, honra, honor, amor cortés, etc.

El discurso de este pastor, tanto en el introito como en el argumento, es un monólogo en el que de manera recurrente se interpela al público de manera dialogística: «vo’s recalco un dios mantenga» (v. 2, pág. 534); «No penseis’n esta materia» (v. 109, pág. 540); «Perdonai mi proceder» (v. 127, pág. 534). Torres Naharro destacó como uno de los pioneros en la utilización del introito como antesala de la obra teatral: «… le debemos su introducción en nuestro teatro y, cuando no, su fijación y consolidación como ingrediente fundamental de su práctica dramática, si consideramos que sus nueve piezas conocidas comienzan con un introito» (Teijeiro Fuentes, Revista de Estudios Extremeños, Tomo LXXIV; 2018: 276). El introito trasluce misoginia y machismo en descripciones de la mujer: «… es un diabro bulrona, / peor que gallina crueca: / papigorda, rabiseca, / la carita d’una mona» (vv. 55-58, pág. 537). También sirve de crítica de las debilidades humanas: «Por la fe de Sant’Olalla / que la quiero abarrancar8» (vv. 49-50, pág. 537); así como de denuncia de conductas impropias inscritas en el ámbito eclesiástico: «… un diabro de hijito / que del hora que nació / todo semeja al abad» (vv. 28-30, pág. 536). Pero sobre todo, convierte en síntoma público la problemática de una herida privada: «El teatro clásico español investiga incansablemente la dicotomía del yo personal/particular en conflicto con el yo social/público» (O’Connor, Actas Irvine-92, Vol. 3; 1994: 164). El uso de un lenguaje mixto en el teatro peninsular español del siglo XVI, ya sea mezclando el sayagués con el castellano, u otros dialectos, no solo se limitaba a una función cómica protagonizada por un villano que mostraba sus taras y carencias intelectuales por medio del lenguaje: La cualidad fonológica del lenguaje pastoril como signo escénico entra no sólo por los oídos, lingüísticamente, sino como ardid fonético que se asocia con lo visual para que el público preste atención, ridiculice, se ría y perdone. A oídos de los cortesanos, penetra como artimaña fonética que los emplaza de forma casi visible en un mundo alejado y opuesto al suyo. Se convierte en signo espectacular casi visual por la imagen que ofrece y cumple a toda regla con el papel de ser un elemento escénico que contribuye a la teatralidad 8. Estos versos demuestran el grado de irreverencia que el discurso del pastor puede alcanzar, pues en él mezclan en un mismo plano la fe religiosa y el deseo carnal incontenible.

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El Cielo Raso

José Antonio Olmedo López-Amor. Himenea (1517)...

del conjunto (Ferrer-Lightner, Espéculo. Revista de Estudios Literarios, n. º 44; 2010:4).

De la misma forma en que la Pragmática actual considera un rasgo gramatical, es decir, significativo, el tono con el que emitimos nuestras enunciaciones en una conversación, el uso del sayagués en la comedia Himenea trasciende lo paródico y «su dimensión acústica se traduce a su vez en significados sociales, espirituales, o en cuestiones de raza, jerarquía y género» (idem). No hay que olvidar que, además de relacionarse el sayagués con personajes como el pastor ignorante, en el teatro de la época «se utilizaban jergas, jerigonzas, galimatías, latín macarrónico y lenguas extranjeras» (op. cit.), con diversos fines, como «el lenguaje del moro, del esclavo subsahariano y de los gitanos» (op. cit.), entre ellos, para demarcar la raza, ideología y costumbres, casi siempre de clases sociales bajas o marginadas con respecto al perfil del ciudadano medio. Por tanto, a la función cómica del sayagués hay que añadir innúmeras connotaciones sociales, culturales e históricas. Además del propio Naharro, autores como Encina, Lope de Rueda9, Sánchez de Badajoz y Lucas Fernández lo incluyeron en su teatro; su presencia fue tal, que hemos de diferenciar entre el sayagués como natural variedad local del leonés, lengua romance histórica de León, Asturias y Extremadura, de ese otro sayagués literario que exagera y deforma sus diferencias con el castellano, convirtiéndose en un artificial paradigma de lo rural y tosco. Su presencia explica que esta obra contenga interjecciones: «par Dios» (v. 1190, pág. 582); utilización de arcaísmos: «ansí» (v. 1106, pág. 578); y el recurso a la paremiología: «d’esta agua no beberé» (v. 442, pág. 553). Hemos dicho que Himenea es una comedia urbana, algo que ya de por sí la distingue del teatro de su época. Este hecho cumple una función modernizadora, pues es la primera comedia representada así, pero además, demuestra que las relaciones humanas y los sinsabores que provocan son cotidianos y de conocimiento público; el orbe privado queda elidido en la comedia. La primera acotación explícita al comienzo de la obra, así como alusiones al entorno urbano —«Vamos por la Sillería» (v. 500); «y abrirá aquella señora, / y aun haremos / que nos dará que almorcemos» (v. 502-504); «que andamos por la ciudad» (v. 518)—, refieren a la 9. Lope de Rueda se considera uno de los primeros autores en introducir el sayagués en el teatro.

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calle como espacio de la representación: «… la señora Febea / visita mucho esta calle» (vv. 305-306). Por tanto, podemos afirmar que Torres Naharro respeta la unidad de lugar estipulada por Aristóteles en su Poética, todo se desarrolla en un espacio único: las inmediaciones de la casa de Febea, probablemente una plaza que da a varias calles. En la jornada cuarta, el Marqués, hermano de Febea, quien pretende descubrir su romance con Himeneo, está acompañado por Turpedio, su sirviente, y este es quien encuentra la capa de Boreas, uno de los criados de Himeneo (pág. 585), lo que da pie a que el Marqués rompa la puerta para tratar de sorprender a los amantes. Según Vélez-Sáinz (pág. 585), José Regueiro concibe la capa como el elemento de transición entre los espacios público (calle) y privado (casa). Asimismo, también apunta que para Regueiro la propia puerta cumple una función icónica, pues es el elemento simbólico que separa esos ámbitos opuestos calle/casa, pero relacionados, determinando con su apertura el honor o el deshonor (pág. 586) de la dama. La referencia a las «casas caídas» (v. 362, pág. 549) que aparece en la jornada primera es interpretada por Gillet, según Vélez-Sáinz (pág. 549), como una referencia geográfica a la ciudad de Roma, pues los papas se preocuparon por reedificarla desde que el rey Fernando de Nápoles sugirió a Sixto IV el embellecimiento de la ciudad. Aunque no es posible asegurarlo con certeza, pues no hay más vestigios en la obra que esa misma referencia, «casas caídas», existe una localidad en Cádiz (España), denominada Loma de las Casas Caídas; y lo mismo ocurre en Hispanoamérica, en el municipio de La Barca, en Jalisco (México), donde se encuentra la localidad de San José Casas Caídas. Por tanto, la duda sobre la ubicación geográfica real de la historia permanece vigente. En cuanto a la dimensión temporal de la obra, las cinco jornadas quedan comprendidas entre una noche y otra, es decir, durante veinticuatro horas: «Digo, señor, que nos vamos, / que mañana tornaremos» (vv. 256-257, pág. 545). Jornadas primera y segunda: transcurren en la misma primera noche: «vámonos ora a dormir / lo que queda hasta el día» (vv. 530-531, pág. 557); estas palabras del Marqués clausuran la segunda jornada. La jornada tercera transcurre por la tarde: «Esta noche, si queréis, / cuando abriréis a Himeneo» (vv. 1067-1068, pág. 577). La cuarta jornada transcurre durante la segunda noche, cuando Himeneo entra por fin en casa de Febea: «Es temprano cuantoquiera,


/ dejemos dormir a la gente» (vv. 1173-1174, pág. 581). Y la quinta jornada representa la entrada del Marqués, sorprendiendo a la pareja: «¡Oh, mala mujer, traidora!» (v. 1327, pág. 587), aunque Himeneo escapa, y tiene lugar el desenlace entre el Marqués, Febea e Himeneo, quien regresa e informa al Marqués de su matrimonio de palabra con Febea: «pues que fue y es mi mujer» (v. 1555, pág. 595). Podemos afirmar, por consiguiente, que también Torres Naharro respeta la unidad de tiempo propalada por Aristóteles: todo transcurre en un día. En cuanto a la unidad de acción, esta es la única ley que Torres Naharro no cumple, ya que, como hemos dicho, en la Himenea utiliza algunos preceptos clásicos, pero también innova. Si la trama principal de la obra es la relación amorosa entre Himeneo y Febea, la cual incluye al Marqués como protector del honor de la dama y la familia, existe una subtrama encarnada por los criados, quienes, a modo de reflejo de los personajes protagonistas, desarrollan sus propios deseos y relaciones: «Cuando nuestro amo, Himeneo, / se enamoró de Febea, / yo de su sierva Doresta» (vv. 388-390, pág. 550). Existen dos acciones simultáneas en la Himenea: como en la comedia barroca, el mundo ancilar sirve de contrapunto de la historia principal y ofrece diferentes

niveles y concepciones del amor10. La contraposición al amor cortés (decente y puritano) desplegado por los personajes protagonistas se representa en Turpedio y Eliso. El primero, entiende el amor como algo obsceno; y el segundo, encuentra en la mujer un simple instrumento de placer: «quien se fiase en mujer / muy más maldito sería. A la fe, para gozallas / y no perderse tras ellas» (vv. 413-416, pág. 551). A pesar de no ser la crítica una de las funciones principales de esta comedia, Torres Naharro es bastante crítico con el funcionamiento social de la época, así como con la Iglesia. De hecho, la Himenea fue censurada tiempo después, manipulada y vilipendiada, como su autor, por ofensas a la institución eclesiástica. Himeneo es un caballero noble que se rige por los preceptos del amor cortés, código moral aceptado por la sociedad como lo más correcto en formas y decoro, que coloca al enamorado sumiso y sufriente por su dama: «Habéisme muerto de amores / y dejáisme aquí en la plaza» (vv. 241-242, pág. 544). Febea recibe las lisonjas de Himeneo y en primera instancia responde a su rol de dama puritana y cruel, Himeneo le muestra sumisión y ruega en su ventana, pero la dama manifiesta no comprender lo que le dice: «No os entiendo, caballero. / Si merced queréis hacerme, / más claro habéis de hablarme» (vv. 620-622, pág. 561). De esta forma Torres Naharro se burla de los códigos del amor cortés. Sin embargo, a poco que Himeneo insiste en su empresa, la dama consiente y si no se llega a consumar su entrega es por las circunstancias: «No puedo más resistir / a la guerra que me dais, / ni quiero que me la deis. / Si concertáis de venir, / yo haré lo que mandáis» (vv. 716-720, pág. 564). Torres Naharro reconfigura el modo de relacionarse entre los amos y los criados. En lugar de mostrar a los amos como personas déspotas y abusivas, encuentra en Himeneo, quien no por nada tiene dos criados en lugar de uno11, como se acostumbraba, una persona capaz de 10. Esta segunda trama adquiere su protagonismo en la jornada tercera, en la que Boreas representa a Eliso por rechazar los regalos que su amo le ha ofrecido. Acto seguido, encuentran a Doresta en la ventana y Boreas decide demostrar a Eliso cómo debe cortejar a una dama. La dama lo rechaza, aunque le promete transigir otro día. Después, Turpedio aparece e intenta seducir a Doresta, pero es rechazado por su juventud: «pues no te tomes conmigo, / que no me espantan tus motes» (vv. 1148-1149, pág. 580). 11. Los criados de Himeneo le sirven a Torres Naharro para expresar dos perspectivas diferentes del hecho de servir.

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José Antonio Olmedo López-Amor. Himenea (1517)...

ser justo con ellos, cumplir sus promesas e incluso tratarlos como hermanos: «Hermanos, de muy buen grado, / que es razón en todo caso. / Toma tú el sayón de raso, / y tú el jubón de brocado», y todavía les promete una mayor valía en el futuro. Torres Naharro humaniza las relaciones entre amo y criado. Cuando al final la pareja protagonista sea casada, los criados se ofrecerán a servirles, pero Himeneo aceptará solo dejando claro que su relación con ellos será más familiar que laboral. Cuando el Marqués cree reconocer a Himeneo cerca de casa de Febea al final de la segunda jornada, en lugar de presentarse delante de su hermana a pedirle explicaciones, como hace en la quinta jornada, decide irse a dormir y descansar: «Pues luego bueno sería, / sin que más aquí tardemos, / que nos vamos a comer / y que durmamos el día» (vv. 812-815, pág. 568), lo que trasluce una velada crítica al inflamado sentimiento de honra. Este mismo código de honor queda en entredicho cuando Himeneo huye del Marqués al sorprenderle este en casa de Febea, pues no era común que un protagonista mostrase cobardía, aunque después Himeneo regrese y de alguna manera contribuya a solucionar el conflicto. Amenazada de muerte por su hermano, Febea reconoce su culpa en cuanto a su relación con Himeneo y se somete a su juicio y castigo, pero también alza la voz y afirma que de lo único de lo que se arrepiente es de no haber ido más lejos con Himeneo y consumar su amor: «No me queda otro pesar / de la triste vida mía, / sino que cuando podía, / nunca fui para gozar» (vv. 1394-1397, pág. 589). Esto es una completa revolución en cuanto a las damas del amor cortés que existen en la literatura castellana. El sentimiento de honra, como tema principal junto a la relación amorosa de Himeneo y Febea, queda retratado y en entredicho, pues la simple afirmación de un matrimonio hecho de palabra entre los protagonistas sirve para deshacer el agravio y terminar la obra con música y danzas. La defensa del honor familiar Boreas es más protestante y atrevido, le pide incuso albricias a su amo cuando este consigue su propósito con su ayuda: «Señor, pues has conseguido / la merced que deseaste, / tan conforme a tu querer, / cúmplenos lo prometido» (vv. 728731, pág. 565); mientras que Eliso es más fiel y obediente, hasta pondría en riesgo su vida por cumplir con su amo: «Vengan diez, Cuerpo de Dios, que no se irán alabando» (vv. 321-322, pág. 548).

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podría haber terminado en tragedia y, sin embargo, el desenlace es una reconciliación general en la que se contraponen la honestidad a la sospecha y la fraternidad a la servidumbre. Aunque no se pueden negar las influencias del teatro humanístico, véase La Celestina, ni de ciertos aspectos de la dramaturgia de Encina (pastor, sayagués, comicidad, etc.), hay que reconocer la valía de Torres Naharro para respetar, por una parte, la tradición clásica en algunos aspectos citados, y para innovar, por otra, aportando al teatro novedades que más tarde otros autores cultivarán, deviniendo de ello la creación de la nueva comedia de capa y espada. No existió precedente en el teatro de la época que alcanzase con una comedia tal grado de profundidad psicológica en los personajes. Todos los personajes actúan acorde a su estatus social y se expresan también como tales. Febea, Himeneo, Turpedio y el Marqués son quizás los que más demuestran sus debilidades, se obstinan, erran, cambian de opinión y ofrecen mucho juego dramático por ello. Quizás la importancia del Marqués, en cuanto a que de su laudo depende el futuro de la pareja protagonista, sea más determinante. Pero, de cualquier forma, los perfiles psicológicos del conjunto crean una composición de campo global muy ilustrativa en cuanto al pensamiento y las costumbres de la época. Sin la intención primera de adoctrinar, Torres Naharro no suele narrar situaciones de las que no pueda extraerse alguna enseñanza moral. Himenea se desmarca ya desde el introito de sus antecesores: «… el impulso vital de sus pastores no tiene paralelo anterior ni en las situaciones más realistas del Arcipreste, ni después, en los rústicos del Auto del Repelón» (López Morales, Comedias, 1986: 42). Lo cómico, que en esta obra se encarna en los criados, siempre está al servicio de lo moral. Y ya para finalizar, al contrario que en el Barroco posterior, la honra aquí se recupera sin necesidad de matar a quien provoca la deshonra, y ese final feliz, terminado en bodas, la aleja de la práctica humanística. «Naharro evita el fin trágico —muy de acuerdo con sus preceptos— de forma tan imprevista e inmotivada como el mismo conflicto de honra sobre el que gira la comedia» (op. cit.). Torres Naharro quebranta intencionadamente la realidad para servirnos por contraste la fragilidad de su absurdo. Los posibles encuentros hostiles entre los defensores de la honra y aquellos que la ultrajan son aquí desactivados, mientras que el teatro posterior los explotará.


El Ulisses

de Joaquim Mallafrè Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda «I a cada poble en la seva llengua» (Ester: 8, 9)

James Joyce anhelaba «descubrir una manera de vida o arte, en la cual tu alma pudiera expresarse a sí misma en completa libertad». Ese deseo cristalizó con la publicación de Ulysses. El escritor dublinés se había propuesto el reto de escribir un libro «desde dieciocho puntos

de vista diferentes, cada uno con su propio estilo, todos aparentemente desconocidos o aún sin descubrir por mis colegas de oficio. Eso, y la naturaleza de la leyenda que he escogido, bastarían para hacerle perder el equilibrio mental a cualquiera». La leyenda es, por supuesto, la Odisea, de Homero. Pronto el libro encontró reconocimiento entre escritores e intelectuales de su época. T. S. Eliot definiría Ulysses como «la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar». Ulysses no solo supuso un desafío, por su complejidad, para los lectores, sino, en especial, para sus traductores. En esta materia son oportunas las palabras de Walter Benjamin: «Hay que tener en cuenta la traducibilidad de las creaciones lingüísticas, aunque los humanos no sean capaces de llevar a cabo tal tarea». Ortega y Gasset apuntaba en el mismo sentido que «no es una objeción contra el posible esplendor de la tarea traductora declarar su imposibilidad». A pesar de estas ilustres opiniones, el día de San José de 1981, Joaquim Mallafrè presentaba en Reus la primera traducción publicada en catalán de la obra cumbre de James Joyce. La idea de traducir Ulisses surgió del propio Mallafrè, por el interés que le despertó la novela. Como estudiante en el Instituto Gaudí, de Reus, fue alumno del profesor Joaquim Saura, quien le citó a Joyce entre las grandes figuras literarias del siglo XX. Como recuerda Joaquim Mallafrè: «En una època en què vols estar al dia de les obres mestres de la literatura, vaig descobrir que l’obra de Joyce no es trobava a les llibreries, sinó de forma clandestina». Un acercamiento, aunque incompleto, a la legendaria traducción de J. Salas Subirat le reafirmará en su interés por Ulisses. Más tarde vendría la lectura en francés, en la versión de Auguste Morel. Tras una estancia en Inglaterra como assistant teacher, «van venir l’estudi

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El Cielo Raso

de l’anglès, l’acarament amb l’obra original i les primeres pràctiques de traducció d’una obra completa amb Look back in anger». Después de esta experiencia, inicia en 1972 la traducción de Ulisses; si bien, de manera más espaciada los primeros años, y los restantes con la regularidad que le permitía su actividad docente. En el artículo «La traducció i el contacte entre llengües. Algunes consideracions», Joan Fontcuberta advierte de la posibilidad de que el texto original actúe sobre el traductor con una especie de atracción que, «si no sap desfer-se’n, l’arrossegarà a transferir a la llengua d’arribada girs, construcció i camps semàntics de la llengua de partença». Este problema queda solventado en la labor de Joaquim Mallafrè, quien toma como referencia a los grandes traductores que ha tenido Cataluña: «Si Joyce es refereix, sense esmentar-les perquè el lector anglès ja en té el ressò, a la Bíblia, a l’Odissea, a Shakespeare o a Dickens; nosaltres no podem prescindir de la Bíblia catalana, de Riba, de Sagarra o de Carner, per ser fidels a la regla de tres segons la qual el context cultural anglès és a l’Ulisses original, com el nostre context cultural és a l’Ulisses en català». Ya avanzado su trabajo, Joaquim Mallafrè decide buscar una editorial para su traducción. La editorial Galba, que desaparecería, o Proa, cuyo director literario, Joan Oliver, recibió con entusiasmo la idea de publicar la traducción de Ulisses, fueron tentativas infructuosas. Curiosamente es la editorial Proa, perteneciente al Grup 62, quien cuenta, en la actualidad, con el Ulisses de Mallafrè en su catálogo. Mientras, la traducción, hasta donde se conocía, recibía grandes elogios. Robert Saladrigas escribía, en un artículo para La Vanguardia, lo siguiente: «Me consta que un intelectual reusense, Joaquim Mallafrè, lleva años entregado a la tarea de verter Ulisses al catalán, y por el conocimiento parcial que tengo de su trabajo, llevado a cabo lentamente, con extraordinario rigor, es probable que una vez completado sea superior en hallazgos al de…». Finalmente, fue la editorial barcelonesa Leteradura quien en 1981 asumió la tarea de su edición: «En aquells moments, havia acollit l’empresa amb entusiasme paral·lel al de Shakespeare & Co. i va portar-la a terme amb la cura exquisida i els esforços incansables que només en part es poden deduir fullejant el llibre», rememora el traductor catalán.

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James Joyce (1915). Fotografía: Alex Ehrenzweig

Sin embargo, fue la Revista del Centre de Lectura de Reus quien publicó su primera traducción de Joyce en 1976. Se trata del cuento que el escritor irlandés envió a su nieto, en 1936, por carta: The cat and the devil; en la versión de Mallafrè: El gat de Beaugency. Con el tiempo, Joaquim Mallafrè volvió a dirigir su mirada a las obras de James Joyce. En 1988 se publicaba su traducción Dublinesos, y en 1992 su versión de Giacomo Joyce, ambas editadas en ese momento por EDHASA. Fruto de una profunda reflexión teórica sobre su labor, Joaquim Mallafrè obtuvo en 1988 el grado de doctor con una tesis sobre la traducción. El corpus central de esta tesis fue publicado por la editorial barcelonesa Quaderns Crema, con el título de Llengua de tribu i llengua de polis: bases d’una traducció literària. Como señalaba su editor, en el libro «se trobarà un panorama històric de la traducció, una formulació teòrica sobre la traducció en general i sobre les diverses especialitats, i les bases antropològiques de moltes expressions de llengua que el traductor ha de conèixer per a una correcta interpretació i versió de l’obra literària, amb una gran quantitat d’exemples il·lustratius». Para finalizar, un fragmento del monólogo de Molly Bloom, muestra de la brillante tarea de Joaquim Mallafrè: «… i vaig pensar en fi és igual ell que un altre i llavors li vaig demanar amb els ulls que m’ho tornés a demanar sí i em va preguntar si jo volia sí dir que sí la meva flor de la muntanya i primer el vaig estrènyer als meus braços sí i me’l vaig acostar perquè em sentís els pits tot perfum sí i el cor li anava desenfrenat i sí vaig dir sí que vull Sí».


Multiplicidad de T. W. Adorno (y Walter Benjamin) Por José de María Romero Barea Solemos adjudicar a las diversas variedades del pensamiento crítico la contradictoria serie de crímenes ideológicos perpetrados en las guerras culturales que permean nuestros geopolíticos trastornos. La deconstrucción de las doctrinas, combinada con la ironía posmoderna, merma las creencias al tiempo que refuerza los principios esenciales implicados en la destrucción de cualquier certeza. La fortaleza de la mejor filosofía radica en aportar soluciones prácticas al mundo tal como es, mediante propuestas que sean viables. A los habituales reparos de irracionalidad y oscurantismo podemos oponer la pura aventura de internarnos en la obra de Theodor W. Adorno (Alemania, 1903 - Viège, Suiza, 1969), urdida con la lúcida grafomanía que seduce al creador y repele a la academia. Proponemos aprender del no-método de su coetáneo Walter Benjamin (Berlín, Alemania, 1892 - Portbou, España, 1940) su defensa de la razón por sí misma como soberana en la toma de decisiones, su pasión basada en la exclusión de las emociones, el inconsciente o los instintos no perfeccionados por la adaptación evolutiva. Se impone regresar a las disquisiciones de estos dos intelectuales, precisamente en esta era que abjura de la ciencia, la razón, los hechos, las instituciones, los expertos; en la que los prejuicios, disfrazados de juicios, huyen ante la ilusión de presentar conceptos a los que negamos la representación en las decisiones colonizadas por el instante, una suerte de autoempoderamiento a través de la deliberación que nos enfrenta tanto a las pruebas de la adversidad como a las tentaciones del éxito.

Dialéctica Se nos pide que abandonemos ese abigarrado recelo de que el resultado de dos silogismos negativos siempre será positivo: «¿Qué cosa no ha sido presentada ya como si fueran los así llamados valores eternos, sustraídos a los puntos de vista?». Un proceso abierto, de cerrada incertidumbre, reconstruye un argumento en torno a una interdisciplinariedad que subraya, discordantes, los argumentos que refutan la idea de una voz única a través de la cual llegar a «la capacidad de pensar filosóficamente [...] experimentar realmente aquellas diferencias en las que todo está en juego en estas diferencias mínimas». Revindica el filósofo marxista la simulación; frente a la imitación, reconfigura la relación de lo real con la irrealidad; demuestra su capacidad forense para detectar los corales engaños del neocapitalismo en esta época de desaforado consumo, con un «pensar que, sin duda, no es sistema, pero asimila dentro de sí el sistema y también el impulso sistemático». Al reemplazar la teleología retrospectiva mediante la cual solo vemos lo que se nos permite ver, dramatiza la cercanía con el caricaturesco sentir que afirma, de forma absurda, que la realidad misma, o lo que consideramos como tal, ha desaparecido. Para Adorno, razonar es, «[al contrario que en la proposición de Wittgenstein] el esfuerzo de decir aquello que no puede ser dicho, a saber: lo que puede decirse, no de manera inmediata, no en una proposición aislada [...] sino en un contexto». En su incansable apetito por realzar las intervenciones meramente provocativas, una deriva revolucionaria, más que meditativa, «contradictoria, es decir, en sí misma dialéctica»,

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José de María Romero Barea. Multiplicidad de T. W. Adorno...

permea estas Lecciones sobre dialéctica negativa (1966), donde «no se trata de reducir el mundo a un sistema prefabricado de categorías, sino, exactamente al revés, de abrirse, en un sentido determinado, a la experiencia que se le ofrece al espíritu». Diseñada para realzar las posibilidades no realizadas tanto a nivel micro como macro, la individual y colectiva psicología que refuta a Marx, Hegel y Kant se muestra como una de las formas de superación del egoísmo neoliberal: «La filosofía, en consecuencia, tendría que buscar su contenido en la multiplicidad irrestricta de sus objetivos». Es la contradicción entre lo que es y lo que podría ser, sostiene el intelectual europeo, lo que nos permite traspasar los límites con los que se nos presenta el punto final, en lugar de caminar dormidos hacia él. Reivindica la necesidad de pasar de la necesidad a la contingencia: «Lo abierto no puede ser pensado sino a través de la conciencia no amortiguada acerca del encierro, de la esencia depravada». Se sostiene en estas Lecciones que la presencia constituye una unidad de opuestos, en la que todo tiene lugar, que la tensión entre razonamientos disímiles se resuelve de forma gradual en un todo preexistente: «La atemporalidad, a la que aspira la conciencia burguesa, quizás como compensación de la propia mortalidad, es el colmo de su enceguecimiento». En su desilusión con cualquier forma sistemática de reflexión, la lucidez de estas consideraciones, vertidas por primera vez al castellano por el doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires Miguel Vedda (1968), crean las condiciones previas para una crítica pesimista de una colectividad optimista en exceso. «[Esta dialéctica] quedará en pie como especulación, y así se codeará con el infinito», sostiene Mariana Dimópulos (Buenos Aires, 1973) en la contraportada del volumen. La euforia del representante, junto con Max Horkheimer y Herbert Marcuse, de la Escuela de Fráncfort, se conserva en las cualidades lúdico-indagatorias de su prosa, que podría resumirse como un ejercicio de política-ficción, «tanto señalamiento de lo posible como resistencia», concluye la docente, escritora y traductora argentina. Correspondencia Se abarca una veracidad que redunda en la inquietante certidumbre escondida a plena vista: «Mi ánimo, al pensar en una carta, era como el del capitán de un ve-

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lero que sin una gota de viento tuviera que abocarse a su cuaderno de bitácora», escribe Benjamin en abril de 1935: «¿Qué habría de apuntar?». Ambos corresponsales tienden a pasar horas corrigiendo una sola oración, reescribiendo con la esperanza de encontrar un párrafo que escape a la gravedad de las ideas recibidas: «No debería trasladarse la imagen dialéctica a la conciencia a modo de sueño», leemos en la contestación de Adorno en agosto del mismo año, «sino que más bien debería exteriorizarse el sueño a través de la construcción dialéctica y comprenderse la inmanencia misma de la conciencia como una constelación de lo real». En la Correspondencia (1928 – 1940; traducción de Laura S. Carugati y Martina Fernández Polcuch) que el sociólogo y musicólogo germano mantiene con su contemporáneo Benjamin, cualquier suposición luce ilusoria: amenazan el escenario y la infraestructura con anular a los interlocutores: «Considero la obra [benjaminiana de 1927] los Pasajes no solo el centro de su filosofía», sostiene aquel el 20/05/1935, «sino la palabra decisiva que hoy puede ser pronunciada filosóficamente». A lo que el estudioso de El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán (1917) replica: «En este trabajo veo el verdadero motivo, si no el único, de no deponer el coraje en la lucha por la existencia». El plan de los dos pensadores se sostiene en el trabajo creativo más que en la mágica peripecia. Se abraza la unidad con la naturaleza, se insiste en la primacía, o al menos en la igualdad, de las humanidades. La totalidad se describe en segmentos; vemos la piel del razonamiento poro a poro, como si la pluma fuera capaz de acercarse más a la contingencia que el ojo: «Toda cosificación es un olvido», sostiene Adorno el 29/02/1940, «Los objetos se cosifican en el instante en que son retenidos, sin estar presentes en acto en todas sus partes: cuando se olvida algo de ellos». Se desarrolla un intenso enfoque en fugaces pasajes que divagan hacia invisibles disquisiciones: «El lenguaje que se sustrajo a [l poeta, y ensayista austriaco Hugo von] Hofmannsthal (Viena, 1874 - 1929) bien podría ser aquel que para la misma época fue dado a [l escritor en lengua alemana Franz] Kafka [(Praga, 1883-Kierling, Austria, 1924)]», argumenta Benjamin en la misiva del 7/05/1940, «porque Kafka asumió la misión en la que Hofmannsthal fracasó en términos morales y por eso también poéticos».


Adorno y Horkheimer, con Habermas al fondo. Fotografía: Jeremy J. Shapiro

Tuberías de la razón conducen al corazón del discurso, un escenario de no ficción donde se disecciona el desconcierto que provoca la elusividad del tiempo, la ansiedad por los efectos deshumanizantes de la ciencia, el asombro que produce la pasión interconectada: «La completa incertidumbre acerca de qué pasará al día siguiente, la hora siguiente, domina hace muchas semanas mi existencia», confiesa el relator de Calle de sentido único (1928) el 2/08/1940: «Estoy condenado a leer todo diario como una notificación dirigida a mí». Se mezclan el materialismo histórico y el misticismo inmaterial, antes de concluir que la terminología que nos define nos destruye, al mismo tiempo, con su significado: «En una situación sin salida, no tengo otra opción que ponerle fin», reza la última esquela de Benjamin, de 25/09/1940. «Mi vida se va a terminar en un pequeño pueblo en los Pirineos donde nadie me conoce.» Se refiere a Portbou, donde, bajo la amenaza de repatriación a Francia, y por ende, la entrega al ejército nazi, finaliza el periplo de un viaje en busca de una lengua que subyazca al habla, una suerte de idioma preternatural: «Ya no me queda tiempo suficiente para escribir todas las cartas que me hubiera gustado escribir», se lee en la nota posterior, dirigida al ensayista alemán de origen judío a Henny Gurland, donde matiza: «Le ruego le transmita a mi amigo Adorno que lo tengo en mis pensamientos». Culmina así un método para investigar exactitudes a cargo de los dos peripatéticos analistas, el marxista de la Escuela de Fráncfort, el abstruso Medalla Goethe de la ciudad de Fráncfort (1963), una deconstructiva pareja, tan existencial como parca en palabras. Si la conciencia es una propiedad fundamental del universo, las humanidades son redescritas en el estudio de la conciencia codificada de estas «cartas de preguntas y respuestas, que contienen claves para comprender pro-

blemas centrales de la filosofía y la filología», según Mariana Dimópulos en prólogo. Innovadores conceptuales en desacuerdo con todo, pero unidos por su afán por romper con las definiciones según el espíritu de la época, se muestran en estos «documentos de la incertidumbre», según la escritora Beatriz Sarlo (Buenos Aires, 1942), en el epílogo, «cuyo sentido completo se alcanza solo prospectivamente». Podemos con ellos, sin embargo, construir un modelo de subsistencia vacunada contra las discusiones sobre la identidad, basado en «el significado de una angustia, de una carencia, de una solicitud», concluye la periodista y ensayista rioplatense, evidencia de que la razón por sí sola puede ayudarnos a cambiar, desarrollarnos y retomar el control de nuestra existencia. Renovación La escritura del miembro de la Moderna Escuela de Viena ejercita su incansable enseñanza sobre cómo funcionan la verdad y la mentira. Emprende una búsqueda vertiginosa, a través de una lectura atenta del canon, con un magnetismo que no se encuentra en las palabras gastadas, sino en el interior mismo del vocabulario. La fortaleza de los axiomas del crítico literario y traductor berlinés radica en refutar la superstición de que podemos sobrevivir dentro de nuestras burbujas solipsistas, por lo que se nos invita a desarrollar una apreciación productiva de nuestra responsabilidad para con las generaciones futuras. Los dos libros antes citados despliegan una particular teoría de la objetividad, que abarca la física, el idioma, la psicología, la percepción sensorial, pero la doctrina base es la felicidad del pensamiento. Recién reditados por Eterna Cadencia, nos muestran una mente vasta, a través de la cual nuestras conciencias privadas se abren paso hacia transversales metas. Frente a la simplificación o la distorsión, articulan impresiones cognitivas de la idea de que el universo atraviesa ciclos periódicos de conflagración y renovación. De paso, nos previenen frente a las aceleraciones de la cultura de consumo impulsadas por algoritmos, frente al acortamiento de la capacidad de atención, impulsada por la preocupación cortoplacista. A la cortedad de miras de las especulaciones basadas en la inmediatez del auge y la caída o a la búsqueda interminable del crecimiento, la literatura de Benjamin (y Adorno) antepone el globalismo, las instituciones internacionales, la universalidad de los derechos.

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El mapa y el horror en Borges Por Gustavo Faverón Patriau Entre las muchas definiciones de Dios y las muchas definiciones del universo que Borges reduplicó en sus páginas, hay una que atribuye a autores diferentes y que indistintamente usa con ambos propósitos. Unas veces, dice que Dios es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Otras veces dice que el universo (o la naturaleza) es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.1 Pocos agnósticos han sido más devotos, más místicos y más fervientes que Borges. No es ilógico encontrar en los libros de este discípulo de Spinoza la idea de esa totalidad que podemos llamar unas veces universo y otras veces Dios, porque, en Borges, Dios es uno de los nombres del universo. También la obra de Borges parece funcionar como un universo, o varios, paralelos. Quizás por ello tenemos a veces la impresión de que sigue en expansión y tal vez por eso más de una vez creemos detectar su centro en un cuento, en un poema, en un ensayo, pero después en otro y después en otro, como si estuviera en todas partes. En «El milagro secreto», un hombre, Jaromir Hladík, sueña que está en una biblioteca en Praga, en el Klementinum. Pone al azar un dedo sobre un mapa de la India y toca una letra de una palabra y Dios le habla, porque en esa letra está la cifra del nombre divino. En ese momento, ese es el centro, pero el centro pudo estar en otra parte. Hladík es un judío a punto de ser fusilado por los nazis, y Dios, desde la palabra en el mapa, le concede un milagro, un año adicional de vida (un año secreto que transcurre en su mente).2 En «Deutsches Requiem», un nazi tiene cautivo, en un campo de ani1. Ambas aparecen, por ejemplo, en «La esfera de Pascal»: Jorge Luis Borges. Obras completas. Buenos Aires: Emecé, 2005. II, 16-8. 2. Obras completas, I, 545-50.

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quilamiento, a otro judío, David Jerusalem, que es su alter ego, y decide torturarlo. «Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible», dice el nazi. «Un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos». Después pregunta: «¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría?».3 El nazi, no sabemos cómo, decide aplicar el método para torturar al judío, que tiempo después enloquece y meses más tarde se suicida. El mapa de la India, en «El milagro secreto», es el origen de una revelación súbita y por ello milagrosa. El mapa de Hungría, en «Deutsches Requiem», no debe ser menos revelador, pero no es instantáneo, sino repetido, perenne, y por ello enloquecedor. Es soportable entender el mundo en un instante (tenemos la opción de olvidarlo luego), pero sería insoportable entenderlo para siempre. Con falso azar, el nazi ha enumerado: rostro, palabra, brújula, aviso de cigarrillos, mapa. Cualquiera de esas cosas podría ser «el germen de un Infierno posible», dice. Pero elige el mapa. Tiene sentido: el mapa contiene a los otros o es los otros, sumados. Rostro, palabra, brújula, aviso de cigarrillos: mapa. Años más tarde, en el «Epílogo» de El hacedor, Borges escribe: «Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».4 El mapa es el rostro: el universo es uno, uno es Dios. Pero el mapa es la palabra en «El milagro secreto», la palabra que es el nombre de Dios. También lo es en otro cuento de Borges, «La 3. Obras completas, I, 617-22. 4. Obras completas, II, 248.


Jorge Luis Borges en el Central Park de Nueva York. Fotografía: Diane Arbus

muerte y la brújula». En esa historia, el plano de la ciudad de Buenos Aires esconde el nombre de Dios y el destino (la muerte) del hombre que, brújula en mano, busca descifrar ese nombre.5 Rostro, palabra, brújula: mapa. ¿Qué pasa con el aviso de cigarrillos? La respuesta está en la primera frase de «El Aleph»: «La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita».6 El aviso de cigarrillos es, en efecto, el germen del Infierno para el narrador de «El Aleph», que también se llama Borges (y el Infierno es el de Dante, porque «El Aleph» es un texto dantesco). En la visión del aviso de 5. Obras completas, I, 535-44. 6. Obras completas, I, 658-69.

cigarrillos está el origen de su lucha imposible por ver el universo todo, solo para encontrar en él a Beatriz, para ver de nuevo a Beatriz, antes de que el universo termine de convertirse en otro, por completo (es la misma búsqueda de Dante en la Comedia). Vencerá en esa lucha cuando vea el Aleph, que es otro mapa, un mapa del universo, y en el Aleph verá a Beatriz y verá otros mapas, verá globos terráqueos, astrolabios entre espejos. Después, sin embargo, dudará. Querrá dar marcha atrás, convencerse de que nunca vio el Aleph. Preferirá aceptar el paso del tiempo y el crecimiento de la desdicha antes que aceptar que lo ha visto todo. Preferirá que perdure el misterio, porque en Borges es mejor el misterio, porque —ya lo vimos— entender el universo para siempre es insoportable. El más famoso de los mapas borgeanos es el que Borges atribuye a un tal Suárez Miranda, en «Del Rigor en la Ciencia»: «... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos

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Gustavo Faverón Patriau. El mapa y el horror en Borges

Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas».7 El cartógrafo que más minuciosamente y más creativamente se ha equivocado al interpretar ese mapa es Baudrillard, que vio en él un signo de la realidad que desaparece bajo el mapa.8 Borges no dice eso. Borges habla de la inutilidad del mapa que se arruina y se deshace y solo en el desierto perdura, cuando, en el resto del país, desaparece, pero el país mismo existe todavía. No es una negación de la realidad (de la realidad de la realidad), sino un escepticismo ante la utilidad de nuestro esfuerzo por dibujar la realidad, por representar la realidad. Es otra cosa, además, otro escepticismo: es una advertencia para todos, para que aprendamos a no confundir la realidad con los mapas. Esa advertencia, Borges no la concibe, sino que la toma prestada de dos filósofos: Royce y Korzybski. Royce, de hecho, fue el primero en escribir una versión (literariamente torpe) del mapa que Borges describe y reescribe.9 Korzybski, por su parte, intérprete de Royce, había escrito alguna vez un ensayo titulado, no casualmente, «Del rigor en las matemáticas», y en otro había acuñado las frases: «el mapa no es el territorio» y «la palabra no es la cosa».10 En «Otro poema de los dones», Borges da gracias a Dios (es decir, al universo) por haber creado «la razón, que no cesará de soñar con un plano del laberinto» y por haber creado «el mapa de Royce».11 A veces, sin embargo, Borges parece desoír su propia advertencia y la de Royce y Korzybski. En «El mapa secreto», por ejemplo, escribe: «Para todo porteño, Buenos Aires, al cabo 7. Obras completas, II, 241. 8. Jean Baudrillard. Simulacres et Simulation. París: Éditions Galilée, 1981. 9. Josiah Royce. The World and the Individual. Nueva York: Macmillan, 1899. 10. Alfred Korzybski. Science and Sanity: An Introduction to Non-Aristotelian Systems and General Semantics. The Institute of General Semantics, 1950, 747-52. 11. Borges. Obras completas, II, 335-7.

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de los años, se ha convertido en una especie de mapa secreto de memorias, de encuentros, de adioses, acaso de agonías y humillaciones, y tenemos así dos ciudades: una, la ciudad pública que registran los cartógrafos, y otra, la íntima y secreta ciudad de nuestras biografías».12 Ahora, el mapa es el territorio y sobre él estamos dibujados, o lo está nuestra vida. Pero la ciudad solo será ese mapa mientras estemos en ella. Esa cartografía secreta de nuestras biografías dejará de serlo a nuestra muerte. En este punto vale recordar el detalle más intrigante de aquel otro mapa, el de «Del Rigor en las Ciencias»: el hecho de que, tras la aniquilación del mapa, solo «en los desiertos del Oeste» perduren «despedazadas Ruinas del Mapa», y que, entre sus vestigios, únicamente habiten animales y mendigos. Maurice Blanchot ha descrito la obra de Borges como una peregrinación por el desierto, no cualquier desierto, sino el desierto de la Biblia. Ha imaginado a Borges como uno de aquellos involuntarios fundadores de Occidente, los judíos del Éxodo: atravesando un desierto que no cesa. El «hombre de la Biblia» cree estar próximo a salir del desierto, pero se engaña, dice Blanchot: el desierto se ensancha y crece a su paso. Cada vez que el migrante perpetuo cree acercarse a la orilla, encuentra que la orilla se ha desplazado más allá, siempre alejándose (es el universo en expansión).13 Julia Kristeva imaginó qué cosa se ve desde esa orilla, en ese límite expansivo de la experiencia humana: el horror, la aberración, lo abyecto, el conocimiento de lo que no debería conocerse. También ella ha dicho que ese es el sitio exacto de la obra de Borges, la frontera de la abyección.14 En «Del Rigor en las Ciencias», como dije, se afirma que, en el desierto, animales y mendigos habitan en las ruinas del mapa. En una de las más célebres ficciones borgeanas, «El sur», Juan Dahlmann viaja a una finca familiar, y para hacerlo debe atravesar varias veces la frontera entre la ciudad y el sur, que es también la frontera entre el presente y el pasado. Sufre un accidente y es internado en una clínica, donde tal vez muere o tal vez sueña o de la cual tal vez sale, curado, 12. Borges. Textos recobrados. Buenos Aires: Sudamericana, 2007, III, 23-5. 13. Maurice Blanchot. Le livre à venir. París: Gallimard,

1986, 93-4. 14. Julia Kristeva. Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection. París: Editions du Seuil, 1980, 23-4.


Jorge Luis Borges en Buenos Aires (1968). Fotografía: Sara Facio

en dirección al sur. Singularmente, la clínica está en la calle Ecuador: la frontera entre los dos hemisferios. Más tarde, cruza la avenida Rivadavia y el narrador nos informa de que allí es donde comienza, en verdad, el sur. Más tarde toma un tren y viaja, por fin, al sur, más allá de las fronteras de Buenos Aires. Nunca llega a la estancia, pero sí llega al lugar de su muerte, real o imaginada. En verdad, lo que ha hecho es salir del mapa, salir del desierto bíblico, asomar al otro lado, al «desierto de lo real». (¿Vale citar a Baudrillard tras haber negado a Baudrillard?) «Bienvenido al desierto de lo real» es algo que podría decirle a Dahlmann el gaucho que, desde el piso, le lanza el fatídico puñal que Dahlmann «no sabrá empuñar» cuando se enfrente a la muerte, minutos más tarde. El narrador describe al gaucho de esta manera: «En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad». Antes, en la ciu-

dad, Dahlmann ha visto a un enorme gato displicente y lo ha acariciado: «... pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante».15 El gato y el gaucho son cifras uno del otro: ambos fuera del tiempo, ambos en la eternidad. En «El hombre en el umbral», otro narrador borgeano habla de un mendigo (el hombre en el umbral: el hombre entre un mundo y otro). Es un anciano que está en la frontera entre el presente y el pasado, entre la civilización y la barbarie, entre la cordura y la locura. Su descripción es esta: «A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré como era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y el turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más».16 El gato es el gaucho (ambos fuera del tiempo, ambos en la eternidad); pero el gaucho también es el hombre en el umbral (inmóvil como un objeto, reducido y pulido por el tiempo, como una piedra o como una oración). En efecto, entonces, como dice «Del Rigor en las Ciencias», en aquellas partes de la realidad donde perduran las ruinas del mapa, en el desierto, solo habitan animales y mendigos. Es la frontera de la abyección, el último mirador de esa otra realidad, que no deberíamos conocer. En «La muralla y los libros», Borges explica la naturaleza del «hecho estético». Dice que está en la «inminencia de una revelación, que no se produce».17 Cuando se produce, sin embargo, ya no es un hecho estético, sino un hecho aberrante, abyecto, un trasponer la frontera final para acceder a lo vedado. Cuando el narrador de «El Aleph» cruza ese límite y ve el universo, o ve a Dios, que es lo mismo, Dios y el universo pierden su carácter de misterio. Por eso, el personaje elige olvidarlo, tras haberlo mirado en un sótano. Ese es, quizás, el único cuento de Borges en el que la frontera es vencida y el resultado de esa victoria terrible es el horror. El horror de encontrarse en un mundo donde los mapas ya no sirven, o donde ya sirvieron excesivamente. 15. Obras completas, I, 562-7. 16. Obras completas, I, 653-7. 17. Obras completas, II, 13-5.

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La altura del alambre Por Laura Freixas ¿Qué género literario elegimos a la hora de escribir? Siempre me ha sorprendido que eso se debata tan poco. Parece que existe una gama de géneros bien definida, bastante limitada, por cierto: novela, poesía, relato, ensayo, memorias..., y existen también, aunque no estén escritas en ninguna parte, una serie de normas al respecto. La principal consiste en un juicio de valor, un principio jerárquico (en el ámbito de la prosa): las novelas son lo más valioso. Solo ellas pueden ser un coup de maître, una obra mayor. Los relatos se admiten como coup d’essai, ejercicio, comienzo de una trayectoria, o a modo de descanso o divertimento entre novelas. El diario se ve como un género, por definición, menor, accesorio. En cuanto a las memorias o autobiografía, se consideran también algo menor, admisible en las postrimerías de la carrera, a modo de broche o consagración, pero también como confesión de agotamiento, de que ya no se tiene la imaginación, la creatividad necesarias para producir la obra de verdad... O sea, novelas. A los diecinueve años, cuando empecé a escribir en serio, con voluntad de obra, yo me plegué a esas normas. Acometí relatos (o cuentos; para mí son sinónimos); tras pergeñar muchos y descartar la mayoría, reuní unos cuantos en un libro, el primero que publiqué (El asesino en la muñeca, 1988). Superado ese rito de iniciación, consideré que debía «atreverme con la novela», según la frase que solían usar los críticos en casos como el mío. De ese empeño saldría Último domingo en Londres (1997), seguida por Entre amigas (1998). Después escribí otra colección de relatos, Cuentos a los cuarenta (2001). Estaba cumpliendo, sabiéndolo a medias, el mandato que he mencionado. Un diktat implícito que mi editor, con su habitual franqueza, hizo explícito al decirme con todas las letras: «Te los publicamos por ser tú, pero lo que esperamos es otra novela». Y se la di: fue Amor o lo que sea (2005).

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Pero yo tenía ganas de escribir otra cosa, otro género... No sabía muy bien qué; algunos libros que me gustaban muchísimo, como los Pensamientos de Pascal o Los caracteres de La Bruyère, eran inclasificables; yo tenía ganas de explorar a mi vez, de experimentar, de aplicar la creatividad no solo al contenido, sino al género, escribiendo un libro que no pudiera adscribirse a ninguno de los establecidos. Lo más parecido que conseguí fue este libro, que es una autobiografía, pero no al uso. ¿Por qué autobiografía? Cuando, hoy, me lo pregunto, distingo varios motivos, relacionados con mi propia historia, con la del país y con distintas tradiciones literarias. Yo hice el bachillerato en el Liceo Francés; pocas cosas en la vida me han marcado tanto. Conocer bien la lengua y la cultura francesas me permitió adentrarme en una literatura muy distinta de la española. Lo que más aprecié de ella, quizá, fue su exploración de la intimidad, entendiendo por tal tanto la vida privada como la vida interior. Por el motivo que fuese (como sugiere Américo Castro, sin duda la Contrarreforma, la Inquisición, la censura…, en fin: el totalitarismo religioso, tuvieron bastante que ver), la literatura española, con todas sus cualidades, no es o era muy amiga de la intimidad. Lo es mucho más la francesa, seguramente porque la libertad religiosa concede mayor margen tanto a las costumbres como a la conciencia, y también (lo observaba Juan Marichal) porque las mujeres, cuyas vidas han girado siempre, mucho más que las de los hombres, en torno a las relaciones personales, han tenido en la cultura francesa un papel mucho más central que en la española. Lo cierto es que a mí, que había leído un poco a regañadientes, con admiración pero muy desde fuera, el Lazarillo, el Quijote, El árbol de la ciencia, El Jarama, La colmena... me enamoraron en cambio obras francesas que exploraban la intimidad. Fuesen novelas, epistolarios, diarios, memorias o autobiografías, me entusiasmaban con la misma intensidad, y por parecidos motivos, La princesa de Clèves, las cartas de Madame de


Sévigné (que, andando el tiempo, traduje), las Confesiones, Memorias de ultratumba, La educación sentimental, En busca del tiempo perdido, La modificación, Memorias de una joven formal, Las palabras, o el Diario de André Gide (que también traduje). (Cierto, tengo en un altar La Regenta, que me gusta más que Madame Bovary. Y la Vida de Santa Teresa, pionera de una corriente autobiográfica que, en España, el totalitarismo religioso truncó... Pero no pretendo construir una teoría, solo contar mis impresiones.)

Laura Freixas. Fotografía cedida por la autora ©

Viví algo en París, como estudiante, y después en el Reino Unido, donde fui lectora de español en dos universidades, las de Bradford y Southampton. Y allí, a medida que conseguía dominar la lengua inglesa, fui descubriendo tesoros o conociendo mejor otros. Diarios, sobre todo: los de Samuel Pepys, James Boswell, Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Anaïs Nin, Sylvia Plath, Joe Orton... Yo había llevado uno en la infancia y primera adolescencia; lo abandoné después, quizá porque inicié un par de amistades epistolares (con una estudiante portuguesa conocida en 1975 en París y con

un novelista argentino, cliente de la agencia literaria en la que trabajé de 1981 a 1983, y al que tardé mucho en conocer personalmente) tan intensas como para sustituirlo. Pero en 1989 empecé otra vez a llevarlo, supongo que porque iniciaba una nueva etapa en mi vida (me había casado y estaba a punto de abandonar mi ciudad, Barcelona, para siempre), pero también porque mi lectura de grandes diaristas me había hecho ver las posibilidades del género. Siempre pensé que del diario podría extraer —seleccionando, corrigiendo, reescribiendo...— alguna obra literaria. Pero era un proyecto vago, a largo plazo, y condicionado a la posibilidad de encontrar quien quisiera publicarlo. En 2003, me decidí a hacer otra cosa: en vez de novelas y cuentos como había escrito hasta entonces (libros que, por más que fuera bastante autobiográfico el material usado en ellos, no dejaban de ser novelas y cuentos, con sus reglas del género y su parte de ficción), emprendería una autobiografía propiamente dicha, lo que terminaría siendo un libro, publicado por primera vez en 2007 (y titulado entonces Adolescencia en Barcelona hacia 1970). Por qué lo decidí precisamente entonces, supongo que tiene que ver con un momento vital. Al igual que en 1989, iniciaba una nueva etapa: había decidido poner fin a mi matrimonio y, además, el hecho de tener una hija (nacida en 1994) y un hijo (en 1999) me hacía darme cuenta, de primera mano, de algo muy obvio, pero en lo que hasta entonces no había pensado nunca: la nueva generación no conoce el pasado que hereda (ni el de su familia, ni el del país) si no nos ocupamos de hacérselo conocer. Para acometer la empresa, sin embargo, tenía que resolver, o al menos meditar, algunas cuestiones. Quizá la principal era... No sé cómo llamarlo. Algo así como: «¿Quién soy yo para escribir una autobiografía?». No es una cuestión de tener derecho: el derecho a hacer lo que sea que se desee es algo poco discutido por una sociedad como la nuestra, que enarbola la libertad como

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principio absoluto. Sería más exacto preguntar en calidad de qué iba a hacerlo. La pregunta me obligó a dar un rodeo por la teoría. Necesidad que no me cogió desprevenida, porque ya la había experimentado en cuanto que escritora, con a. En efecto, tan pronto como empecé a publicar, comprobé con asombro que ser mujer y hacer literatura era una conjunción que a mucha gente (no a mí, hasta entonces, pero debía ser ingenuidad por mi parte) le resultaba extraña... Y hasta molesta. Preguntas como «¿Crees que hay una literatura de mujeres? ¿Por qué tus personajes son mujeres? ¿Escribes para mujeres?...», formuladas con cierto retintín, menudeaban en las entrevistas que se me hacían a mí y a otras autoras; los críticos (alguna crítica también) señalaban a veces, y nunca para bien, nuestra condición femenina; y mi editor, cuya refrescante franqueza ya empezaba yo a conocer bien, me dijo un día, benévolo: «No te quiero ofender, Laura…, pero reconozcamos que a ti te leen mujeres». Para defenderme contra la desconfianza y el prejuicio que percibía a mi alrededor, me armé de lecturas y de reflexión; el resultado fue un ensayo, Literatura y mujeres, que publiqué en el 2000. Con lo autobiográfico me pasó tres cuartos de lo mismo. Busqué, encontré, leí y he seguido leyendo mucha teoría al respecto: Philippe Lejeune, Anna Caballé, Manuel Alberca, Carolyn Heilbrun, André Girard, Béatrice Didier, Sidonie Smith, Julia Watson... Aprendí, básicamente, dos cosas. Una: a distinguir entre diario, autobiografía y memorias. Las memorias se refieren a la vida pública, más que a la privada, y suelen escribirlas, al final de su vida, personas relevantes, famosas o que han sido testigos de acontecimientos históricos. La autobiografía, según la famosa definición de Lejeune en El pacto autobiográfico, es el «relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia cuando hace hincapié en su vida individual, en particular en la historia de su personalidad». Entre memorias y autobiografía no hay una diferencia formal, sino de contenido, y aun esta no es tajante, sino más bien de grado (las Memorias de ultratumba, por ejemplo, son a la vez la historia de la personalidad de René de Chateaubriand y un gran fresco de la Francia de finales del XVIII y principios del XIX). El diario, en cambio, está claramente definido en lo formal: no es un relato concebido como tal, sino un texto discontinuo; no narra el pasado, como hacen la autobiografía o las memorias, sino el presente a medida que se va pro-

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duciendo. Y lo segundo que aprendí, concretamente de Philippe Lejeune, es que la autobiografía es un género que puede ser muy creativo, imaginativo, innovador; que «no copia la vida, sino que la inventa» (ya no recuerdo dónde le leí esta frase o si me la dijo alguna de las veces que le entrevisté). A quienes se sorprendían de que yo «publicara unas memorias, siendo tan joven» (estaba claro, aunque no me lo dijeran con todas las letras, que les parecía una muestra de ridícula vanidad), pude explicarles que Adolescencia…, más que un libro de memorias, era una autobiografía: la historia de una vida individual; que, como material literario, una vida vale tanto como cualquier otra, y que el texto escrito a partir de ese material, tenga o no valor referencial, histórico, puede tenerlo estético, ni más ni menos que una novela. Aunque lo cierto es que, al concebir lo que sería Adolescencia..., mi intención sí era un poco de testimonio histórico, es decir, de escribir unas memorias. Como expliqué más arriba, las memorias pueden escribirlas o bien los protagonistas de los hechos relatados (suele ser el caso cuando se trata de políticos, actores, escritores...) o bien quien los narra en calidad de testigo, algo muy habitual en las épocas de cambio histórico: la Revolución Francesa, por ejemplo, produjo una avalancha de libros de recuerdos de personas de las más variadas condiciones sociales. Elegí pues un marco genérico a medio camino entre autobiografía y memorias. De ahí el título Adolescencia en Barcelona hacia 1970, homenaje a un libro con un planteamiento similar: Otoño en Madrid hacia 1950, de Juan Benet. Al revisarlo hoy, sin embargo, ese título me parece un poco frío, propio de un estudio sociológico o histórico más que de una obra literaria. En cuanto al planteamiento, el libro que yo quería escribir sería, más que individual y cronológico, temático y generacional, y mi papel en el relato estaría a medio camino entre el de protagonista y el de testigo. Mi exploración de los géneros autobiográficos me había mostrado que existen varias actitudes posibles frente al yo. Una, la de considerarlo un enemigo: «Bendito sea el Señor, que me libró de mí», exclama Santa Teresa; y Pascal: «Le moi est haïssable» («el yo es odioso»). En el extremo opuesto, Rousseau, cuando en el prólogo a las Confesiones se ufana: «Quiero mostrar a mis semejantes a un hombre en toda la verdad de la naturaleza; y ese hombre seré yo. [...] No estoy hecho como ninguno de los que he visto; me atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de los que existen». A esos planteamien-


Laura Freixas. Fotografía cedida por la autora ©

tos siempre preferí el de Montaigne, que no pretende menospreciar el yo, ni tampoco celebrar su singularidad, sino observarlo como representante de lo colectivo: «Chaque homme porte la forme entière de l’humaine condition» («cada hombre lleva la forma entera de la humana condición»), escribe en los Ensayos. Lo que me he preguntado más tarde —cuando seguí explorando la bibliografía, después de que el libro fuera publicado— es si no estaba, una vez más, obedeciendo a un mandato no escrito: en este caso, el que empuja a las mujeres, si emprenden unas memorias o una autobiografía, a concentrarse en la infancia, llegando a lo sumo a la adolescencia, o a dar el protagonismo a, o compartirlo con, otra persona, o una generación, una causa... Los ejemplos abundan: Infancia de Nathalie Sarraute o Desde el amanecer de Rosa Chacel terminan a tiempo para eludir tanto la sexualidad (tema espinoso, para una mujer, y que yo no me he atrevido tampoco en este libro a abordar de frente; en vez de eso, me he refugiado en la primera persona del plural) como la posible exaltación (mal vista, en una mujer) del yo público y creativo de sus autoras; y son muchas las memorias/autobiografías de mujeres cuyas autoras se colocan en un segundo plano, concediendo el protagonismo a un hombre o a un tema. No me refiero tanto a las autobiografías de las «musas», al estilo de Mi vida con Pablo Neruda de Matilde Urrutia, sino a las escritas por mujeres que tuvieron un papel importante por sí mismas, pero que parecen no sentirse legitimadas para mostrarlo. Obras como El voto femenino y yo, de Clara Campoamor, o Gregorio y yo, de María Lejárraga, lo delatan así ya en el título, pero también es el caso de gran parte de las memorias de Simone de Beauvoir, cuyo protagonista no parece ser tanto Simone como un intelectual con dos cabezas llamado Sartre-et-moi,

Sartre y yo, o las de Patti Smith, que hablan casi más de Robert Mapplethorpe que de sí misma, o Must you go? de Antonia Fraser, que se limita a lo que anuncia el subtítulo: My life with Harold Pinter... O en España, La patria de otros, de Concha de Marco, o Un tiempo dulce, de Pilar Gómez Bedate, en cuyas páginas sus respectivos maridos, Juan Antonio Gaya Nuño y Ángel Crespo, están más presentes que ellas. La idea de que la mujer es un «ser para otros» —definición que no sé quién fue el primero en formular, pero que se ha repetido hasta la saciedad— condiciona, me parece, incluso a aquellas que más la desmintieron con sus actos. Yo no sé si usted, o tú, que lee, lees este ensayo, ha leído alguno más de los míos o piensa hacerlo. Si ese fuera el caso, debo hacer una advertencia: mis libros tienen mucho en común entre sí. Eso es algo habitual: Girona tiene mucho en común con El quadern gris, Regreso de la URSS con parte del Diario, Orlando comparte mucho con Una habitación propia, Lazos de familia y La hora de la estrella tienen un aire de familia..., aunque pertenezcan a géneros diferentes. Es que la persona que los escribe —Josep Pla, André Gide, Virginia Woolf, Clarice Lispector— se interesa por ciertos temas y no deja de darles vueltas, según la hermosa imagen de Ernesto Sábato cuando afirmaba (si recuerdo bien lo que leí no sé dónde) que «el escritor avanza en espiral». Pero algunas autoras o autores repiten además personajes, escenarios, argumentos. Con el tiempo, y a medida que iba añadiendo títulos a mi bibliografía, me di cuenta de que eso me ocurría a mí. Los escenarios, por ejemplo: Barcelona, París, Londres, Madrid, la costa mediterránea reaparecen una y otra vez en todo lo que escribo. Los temas: la relación entre lo vivido y lo leído (o entre la vida y la cultura, que abarca también películas, canciones...); la conciencia crítica sobre la clase privilegiada en la que nací, la burguesía, y sobre el lugar asignado al sexo femenino, al que pertenezco, reaparecen también. Y en cuanto a los personajes, vuelvo constantemente a un mismo esquema: la relación entre dos personas que pertenecen a distintos países o generaciones, o clases sociales, o tienen diferentes lenguas. Si cuando empecé a escribir me hubiera preguntado a mí misma cómo sería la obra con la que soñaba, supongo que habría imaginado un conjunto coherente, planeado de antemano, podado y geométrico como un jardín francés. Pero ese ideal tan cartesiano y estéticamente satisfactorio no es muy realista. Raros son, aunque los hay (como Balzac con La comedia humana), los escritores

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Laura Freixas. La altura del alambre

que conciben primero una bibliografía entera en su cabeza y luego la dan a luz completa y acabada, como Atenea saliendo ya adulta y armada, con casco y lanza, de la cabeza de Zeus. Es más habitual, y humano, irla creando a trancas y barrancas, con decisiones sobre la marcha. Así ha sido como yo he ido escribiendo libros distintos, pero todos ellos en algún grado autobiográficos. De hecho, en grado cada vez mayor: después de Adolescencia..., escribí una novela (Los otros son más felices, 2011), pero desde entonces lo que he publicado han sido varios volúmenes de mi diario (Una vida subterránea. Diario 1991-1994, 2013; Todos llevan máscara. Diario 19951996, 2018; y Saber quién soy. Diario 1997-1999, 2021) y un libro titulado A mí no me iba a pasar, cuya definición en cuanto al género no es evidente. Lo más fácil sería llamarlo autoficción, pues mucha gente entiende por tal una autobiografía parcial (de una sola experiencia o etapa de la vida) escrita con voluntad literaria, más que histórica. Pero la definición original de autoficción, neologismo inventado por Serge Dubrovsky en 1977, combina la forma de la autobiografía (autor/a, narrador/a y protagonista son la misma persona) con un contenido de ficción; y ese no es el caso: todo lo que narro en A mí no me iba a pasar (al igual que en Adolescencia...) es verdad, o al menos, mi verdad. Solo que, en A mí no me iba a pasar, las técnicas son las propias de una novela, como el uso de la intriga, la condensación en uno solo de varios personajes secundarios o la preferencia por las escenas en lugar de los resúmenes. «Autobiografía escrita con técnicas de novela» sería la definición más exacta que puedo dar de ese libro en lo que a género se refiere. Esa insistencia en lo autobiográfico, ¿equivale, como mucha gente cree, a una falta de imaginación? ¿Es un defecto? No me ha quedado más remedio, claro, que preguntármelo. La respuesta más fácil consiste simplemente en evocar a las muchas escritoras y escritores que han trabajado, al menos en el caso de sus mejores obras, con material exclusivamente autobiográfico: es el caso de En busca del tiempo perdido, El quadern gris o casi toda la obra de Colette o de Jean Rhys. ¿Son esas obras, por su género, inferiores en calidad, en interés, a una novela cualquiera en la que todo sea inventado (por ejemplo, una de ciencia ficción)? Creo que la respuesta cae por su propio peso. Pero yendo un poco más allá, no solo es que el uso de material autobiográfico no sea ningún desdoro, sino que tiene, o yo le encuentro, posibilidades dignas de explorarse y un atractivo especial.

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Las posibilidades en cuestión se despliegan cuando un mismo material —la propia vida— se usa como materia prima para textos de distintos géneros, escritos en distintos momentos. Pondré un ejemplo, extraído de la obra de una de las escritoras actuales que más admiro: la francesa Annie Ernaux. Ernaux, que escribe siempre en primera persona y se define como «una antropóloga de sí misma», publicó en 1992 Pura pasión, una novela en la que contaba su relación, estando ella divorciada, con un hombre casado, agregado cultural de la Embajada de Rusia en París. Pocos años después, decidió publicar la parte de su diario en la que narraba, día a día, eso mismo, mientras estaba sucediendo (Se perdre, 2001). Me di cuenta de que a mí, como lectora, esa repetición de contenidos en distintas épocas y géneros no solo no me molestaba, sino que me resultaba muy estimulante. Porque ponía de relieve las reglas, posibilidades, limitaciones, de cada género: una novela es más redonda, estéticamente más satisfactoria, pero su coherencia es siempre algo mentirosa; un diario, en cambio, resulta frustrante por lo mismo que lo hace auténtico: su carácter dubitativo, contradictorio, inacabado. Y también porque permitía dos aproximaciones distintas a los mismos hechos: inmediata y en bruto, en el diario; refinada y elaborada por la memoria, en la novela, sin que quede claro cuál es más verdadera. Para mí, lo que queda claro es que no existe una sola interpretación válida, definitiva, cerrada. Como le leí una vez en una entrevista a Doris Lessing, avanzar en años es como subir una montaña: no solo cambia el paisaje que tenemos ante los ojos, el futuro que nos queda, sino también, cuando miramos atrás, la perspectiva sobre lo que ya hemos recorrido. Y esa comparación me da pie a hacer otra. Más de una vez me han preguntado por qué, pudiendo escribir novelas, prefiero, cada vez más, la autobiografía. Tras buscar argumentos racionales para contestar esa pregunta, y no encontrarlos, recurro a un símil: es igualmente difícil caminar por un alambre a un metro del suelo que a cien metros. Pero hacerlo a cien metros de altura tiene mucha más emoción, para quien lo hace y para quienes miran. Yo no sé explicar los motivos, pero una emoción parecida es la que me procuran los géneros autobiográficos. Me la procuran al escribirlos, y también al leerlos, pues siento que la autora o autor, hablando de ella o él, habla de mí, como aseguraba Victor Hugo («Quand je parle de moi, je parle de vous») en el prefacio a Las contemplaciones.


La poesía de Sergio Gaspar: algunos procedimientos literarios Por Moisés Galindo La escasa producción poética editada de Sergio Gaspar —Revisión de mi naturaleza (1988), Aben Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009)— es de una calidad y dimensión del todo excepcional1. Como nos recuerda Eduardo Moga en uno de los pocos artículos que se han escrito sobre su poesía, es incomprensible que una obra de tal calibre —y su parquedad no debe ni puede ser excusa— haya pasado prácticamente desapercibida sin generar debate alguno2. En Presencias reales de George Steiner encuentro esta cita que, quizá, explica alguno de los motivos: «Llegamos a identificar el germen de novedad, de apropiación personal y de nuevo enraizamiento que recibe una palabra o una frase en virtud del uso que hace de ella un escritor particular, mediante la deliberada dinámica de un texto en particular». Y remacha: «Desprovistos de sensibilidad y práctica sintácticas, apenas registramos las tensiones dinámicas entre lo que es conservador en el lenguaje, lo que busca legitimarse en la ficción útil y precedente de “lo correcto”, y lo que es innovador y creativamente ilícito»3. Dada la banalidad de formas y contenidos con que nos acribillan por doquier —y la poesía tampoco escapa a su recepción—, anestesiando y erosionando 1. Sergio Gaspar. Revisión de mi naturaleza. Barcelona: PPU, 1988; Aben Razin. Madrid: Endymion, 1991; El caballo en su muro. Madrid: Luis de Burgos Editor, con pinturas de Ramón Zurriarain, 2004; Estancia. Barcelona: DVD Ediciones: 2009. 2. Eduardo Moga. Lecturas nómadas. Canet de Mar: Candaya: 2007. Págs. 132-141. 3. George Steiner. Presencias reales. Barcelona: Destino, 1991. Págs. 193 y 195.

frenéticamente nuestro vivir, quizá tendría sentido detenernos un momento —la atención es «la piedad natural del alma», nos recuerda Malebranche— en su poesía y examinar algunos aspectos. Sergio Gaspar es uno de los grandes poetas que podemos leer actualmente por muchas razones, pero, fundamentalmente, por dos cualidades que vienen asociadas a las obras perdurables. La primera es la original utilización de toda una serie de recursos literarios que, a la vez que configura el propio estilo, nos invita a releer toda la poesía y el lenguaje que la sustenta de forma diferente: expandiéndolos; y la segunda, porque, a la par de lo anterior, lleva aparejada una honda meditación sobre los límites del propio lenguaje y el sentido de la poesía en relación con el mundo que designan. La escritura de Sergio Gaspar se construye sobre la base de un desesperado intento de abrazar y reconciliarse con la realidad —lo que equivale a decir consigo mismo: «Realidad sin encuentro: encontré la realidad» (Aben Razin)—; una existencia impenetrable y misteriosa en permanente cambio que no se deja constreñir por las artimañas del idioma. En este sentido, hay en su poesía una obsesiva insistencia en el fracaso de todo intento de apropiarse de la realidad —«el invisible animal en fuga de la realidad»—, un imaginativo empeño por desentrañar el significado de toda experiencia —dígase Naturaleza, Albarracín, Madre, Deseo o Sexo— cuya ininteligibilidad en última instancia acaba condenando al hombre a una soledad sin paliativos. Una escritura circular, envolvente, inquisitiva que a medida que se despliega va sumando, desarrollando y reiterando elementos en una espiral poética cuya estructura —los diferentes movimientos, las repeticiones, los ritornelos— dialoga tanto con algunas formas de la lírica tradicional como de las composiciones musicales propiamente

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dichas. La lectura crítica de San Juan de la Cruz o Juan Ramón Jiménez —y de Heidegger, me atrevería a decir— en el caso de Revisión de mi naturaleza, o «el ajuste de cuentas»4 en relación con Wittgenstein y Octavio Paz en Aben Razin dan pistas sobre las coordenadas en las que se sitúa un escritor que, de la misma manera que impugna la coartada representativa del signo como autentificación de lo experimentado o sentido, subvierte la forma tradicional de entender el género literario llamado poesía, como sucede en Estancia. Nada en la poesía de Sergio Gaspar es sobrero, improvisado o postizo. Las composiciones que han visto la luz gracias a la insistencia de sus amigos —pues la mayoría han sido destruidas o permanecen inéditas— hablan por sí solas del grado de exigencia de una tarea —«... Nuestra / tarea es levantar un hogar que se derrumba / –lo llamaremos identidad– con fragmentos / de recuerdos no necesariamente vividos» (Estancia)— cuya magnitud y excelencia socaba, por un lado, la uniformidad y banalidad de la mayoría de las propuestas poéticas actuales, y por otro y asociado a lo anterior, nos insta a meditar acerca de algunas de las problemáticas fundamentales de la filosofía y el arte contemporáneo. Temas como el de la identidad —el lugar del sujeto o la conciencia—, los límites del lenguaje o la naturaleza del mundo que experimentamos son la materia angular de una poesía que practica —como en el caso de la deconstrucción en el pensamiento occidental— una intensa labor de zapa de esos grandes consensos a los que estamos habituados. Hay una afirmación recurrente de Sergio Gaspar en relación con su escritura: «No acostumbro a escribir sobre algo, sino desde y contra algo simultáneamente. Me excita explorar el conflicto que nace del choque de ambas preposiciones: desde y contra una tradición, una emoción, un tema, un autor, un algo. Los autores que se limitan a escribir sobre algo no me interesan porque permanecen cómodamente sentados en una silla que

ignoran si es cómoda de verdad5. En base a esta dialéctica, el autor de Revisión de mi naturaleza da forma a una obra que explora las grandes paradojas y contradicciones de nuestra existencia. Por ejemplo, el lenguaje como vehículo de libertad y, a la vez, de violencia y dominación —«Y le he clavado un nombre / a este polvo que me niega sus oídos» (Aben Razin)—; su necesaria e inevitable insuficiencia para referirse a un mundo que, finalmente, siempre escapa a su control. Desde la propia lengua —y la poesía como una de sus formas esenciales—, mostrar sus vacíos y limitaciones, la ruptura y crisis de un acuerdo con el mundo —del significado del significado que diría Steiner: «la verdad de la palabra es la ausencia de mundo»6—; un «contrato roto» que ejemplifica primero Mallarmé en relación con la autonomía del significante —la correspondencia del lenguaje con la realidad es una ilusión compartida— y Rimbaud al resquebrajar los cimientos del ego —el yo se instituye en pluralidad y, por tanto, socaba el edificio metafísico cartesiano—, y que después hacen suyas el arte y la mayoría de corrientes contemporáneas de pensamiento. Nombre, mundo y conciencia —tres de las palabras fundamentales en la poesía de Sergio Gaspar— «desde y contra» las que edifica su singularísima obra. La palabra desde la que se articula la realidad y contra la que denuncia sus insuficiencias: «Todos los nombres comunes (mi agua, mi piedra, / mi pájaro) para intentar mi nombre. Nunca para nombrar el / mundo»; el mundo como depósito y apertura de toda experiencia y, a la vez, como enigma con el que hemos de convivir: «El mundo, ¿quién podrá escribirlo?»; y la conciencia como ese haz que vincula los dos anteriores y, dada su vertiginosa y esquiva naturaleza, nos condena a la soledad: «Nunca en Albarracín. Yo estoy en mi conciencia» (Aben Razin). Tiene la poesía de Sergio Gaspar —Aben Razin indudablemente, pero también Revisión de mi naturaleza— un aliento fundacional, originario, por cuanto el

4. Marta Agudo entrevista a Sergio Gaspar, agosto de 2009. Uno y Cero Ediciones.

5. Marta Agudo. Op. cit. 6. George Steiner. Op. cit. Pág. 122.


poeta se interroga por el sentido de un existir —«Aquí, ¿para qué vine? / ¿Qué pronuncié, gritando Albarracín?»— en el mismo momento en que las cosas y los nombres aparecen. Una especie de epojé poética que transcurre en el interior de una recurrente, interminable pregunta sin respuesta —las preguntas retóricas son otro de los recursos esenciales en su poesía— que es, finalmente, donde parece habitar siempre el poeta. Bellísimos poemas que nos invitan a desafiar con lucidez inercias y lugares comunes en un «mundo irremediable» cuya única perdurabilidad radica en el movimiento, la transformación —«Siempre comienzo por el agua» (Aben Razin)—, y donde la conciencia es esa «tela que me separa del encuentro». El escepticismo con que el poeta trata los temas del conocimiento —«No sé gran cosa de mí. Creo que he estado siempre en el lugar equivocado, como este prólogo, en mi conciencia» (Estancia)— y del lenguaje —«No nos reuniremos, mediante el lenguaje, con las cosas y los seres que no tienen lenguaje o no tienen nuestro lenguaje. Nos será difícil asimismo, usándolo –pero rehusándolo todavía más–, una reunión satisfactoria con los otros seres como nosotros: los lingüísticos. El lenguaje nos confunde, más que nos funde»7— tiene su correlato en unos versos que nos invitan a recorrer la geografía de una resistencia y una derrota plenamente humanas. En muchos de sus poemas late una íntima persistencia en la búsqueda de una reconciliación y comunión con el mundo, algo que lo acerca a una suerte de espiritualidad que pivota en la imposibilidad misma que determina el propio existir: «Tú sabes cómo intento morir / en este amor que tú me entregas. / Ser mundo yo también. Morir de mi sentir. / Abrirme al exterior que en mi conciencia habita» (Revisión de mi naturaleza). El vínculo con lo sagrado como relación que el sujeto podría establecer con la realidad ha sido sustituido por una dialéctica entre el nombre y el mundo que busca representar, o entre el ente y el mundo donde aparece proyectado. 7. Marta Agudo. Op. cit.

Una conflictiva aspiración por trascenderse —escapar de una identidad que nos singulariza y a la que estamos encadenados— que finalmente se resuelve en impotencia y soledad: «Soledad constantemente / repetida en un idioma. Rodeado estoy de nombres: sólo mi / nombre me rodea» (Aben Razin). Presencia evanescente — indeterminada— en la búsqueda de sentido que está dentro y fuera de la historia; en el que los tiempos se confunden, y donde los nombres que lleva aparejados el vivir corresponden a conceptos —representaciones— que son inseparables de un yo que, a su vez, es otra abstracción que dibuja de forma circular los límites de un sujeto que ansía superar y abolir: un ansia de unidad nunca resuelta. Pero por más atractivos que sean sus planteamientos y la lucidez con que los desarrolla, su singularidad estriba en la original utilización de toda una serie de procedimientos literarios para tal fin. Y así como reconocemos y asociamos algunos de los grandes libros que rondan por nuestra memoria con determinadas figuras literarias —el monólogo interior, el tono conversacional, la deslumbrante metáfora surrealista, la enumeración caótica o acumulativa, el abrupto encabalgamiento o el frenético y espasmódico ritmo—, recordamos —recordaremos— los poemas de Sergio Gaspar por toda una serie de características que los hacen únicos en nuestra literatura. Siempre me ha maravillado su forma de utilizar el hipérbaton, recurso muchas veces acompañado de las figuras del oxímoron y el encabalgamiento. Por ejemplo, en el poema «Estancia IV»: «Los muertos / se incorporan nunca, cuando nadie / los mira». Ese «nunca» magistralmente invertido, emplazado después del verbo con un efecto rotundo, categórico, amplificador. Porque no es lo mismo «Los muertos / nunca se incorporan», que «se incorporan nunca»... En el primer caso la lógica del discurso nunca llega a fracturarse, a hacer visible la desesperación de la pérdida, ni siquiera con la suma del encabalgamiento cuya tarea sería hacer todavía más evidente la fisura de la afirmación. Todo lo contrario, da la impresión de que encabalgamiento

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y adverbio se neutralicen sin llegar a lograr ningún efecto que realce significativamente lo expuesto. En el segundo caso, sin embargo, hipérbaton y encabalgamiento suman ayudados por el oxímoron; ahondan en la imposibilidad que supone la muerte logrando un claro impacto enfático que altera nuestros parámetros racionales; crean la ilusión de que, a pesar de sus limitaciones, un lenguaje sabiamente empleado nos puede acompañar a contemplar con lucidez el escándalo —la más grande de nuestras paradojas— que supone morir. Y lo mismo sucede en «Estancia I»: «Que / mañana me dirán tampoco levántate. Que / van a no decirme: ¿por qué me besas, hijo?». A la vez que la inversión, primero del adverbio y después de la negación, el infinitivo y el posesivo —como si formasen una nueva unidad antinómica—, multiplica y refuerza expresivamente la idea de impotencia e inexorabilidad ante la pérdida de la madre; la dislocación en su conjunto crea un sutil efecto de ruptura que asociamos enseguida con la muerte. O este, donde aparece junto a otra figura primordial en su poesía, la reiteración: «Yo no les concedí a este cielo, a esta cal, por contemplarlos, sus colores. Ni les creé a los montes, por pisarlos, sus verdes pesos de montes. Ni, por beberla, al agua le he permitido su fuga lenta de agua» (Aben Razin). En este sentido, la figura retórica basada en la repetición de palabras —en su amplia gama de formas— es otro de los mecanismos esenciales en su escritura: anáfora, políptoton, concatenación, derivación, epanadiplosis, etc., que, en muchas ocasiones, alcanza también a la misma estructura del poema confiriéndole un halo de danza obsesiva, laberíntica, circular. Como una súplica o letanía que se derrama en un entorno y una atmósfera a veces fantasmal —en Aben Razin hay miembros enteros que se reiteran, agregan, superponen o derivan, y los ecos de Pedro Páramo parecen resonar en su parte final— donde el yo, disociado, es también un espejo o una sombra: «Siempre comienzo por la piedra. Tiene nombre. Compañero / del tiempo, recorría las calles. Acompañado por el / tiempo, me sumía en sus sombras [...] / Desde lejos, mi conciencia nos miraba. Y esto / ocurrió en un nombre. Siempre comienzo por

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un / nombre. Comienzo por la piedra» (Aben Razin). O también: «Ser mundo para otro. / Y no poder ser mundo para mí. / Y no poder ser mundo para nadie» (Revisión de mi naturaleza). Igualmente en este otro donde crepitan todavía las huellas de la desaparición: «Vacía está la estancia, paz de estar. / Llamo y no viene. Ni nadie viene. Ni / nadie. Descuelgo el teléfono y / tampoco acude ni voz. Estamos / yo y ni mi voz y ni sus oídos aquí» (Estancia). En este último poema, además, aparece junto a otros recursos estilísticos inseparables de su estilo como el polisíndeton, la antítesis, el encabalgamiento o el hipérbaton, a las que hemos de sumar las impactantes fracturas sintácticas y lógicas de un pensamiento desgarrado por el dolor: «No llanto. No llora en muerte ojo. Vengo / de mi cigarro antes de dormir, alcohólico, / y con un cuerpo tropiezo. No madre / es. Ni no soy mi padre – seguramente–» (Estancia). Escritura libérrima que constantemente se impugna a sí misma tensionando la lengua a unos niveles de exigencia asombrosos y de la que surge la necesidad de ampliar los límites del género —poesía—, «su propuesta de saltar la barrera entre los géneros literarios como un caballo olímpico»8. En esa relación dual con el lenguaje —entendiendo por un lado su precariedad y, al mismo tiempo, desafiando su naturaleza— es donde la poesía de Sergio Gaspar alcanza toda su belleza e intensidad. Un instrumento de liberación personal en la búsqueda de sentido, pero también la forma de relacionarse con una exterioridad siempre inaccesible: «Y, al final de los / nombres, no fluía un río, no se alzaba un puente, no / respiraba un polvo. Al final de los nombres, sólo estaba / yo. Y, dentro de mí, unos cuantos nombres. Pájaro. / Piedra. Agua. Los nombres me habitaban» (Aben Razin). La poesía como una perturbadora tentativa de convocar las ausencias y escapar del desamparo: de nombrar ese vacío de ecos que nos constituye.

8. Juan Andrés García Román. La estafeta del viento. 24/01/2012.


Mariana Enríquez

y la violencia en Latinoamérica: crónica de una normalidad Por Oriol Masferrer

Mariana Enríquez [Premio Herralde de Novela (2019) y el Premio de la Crítica (2019)] cuenta por qué varias escritoras y escritores de una generación escriben literatura de sangre, terror y fantasía gótica en Latinoamérica.

A los seis años Mariana Enríquez (Buenos Aires, cuarenta y ocho años) convenció a sus amigas de que su abuelo estaba enterrado en el sótano de su casa. En esa época su familia vivía en una casa en los suburbios en la que había un sótano. Allí les hizo creer a sus amigas que yacían los restos de su abuelo. Así, convirtió en su imaginación y la de esas niñas ese espacio sin luz, que servía de almacén cuando se inundaba la casa, en una cripta. A día de hoy, miles de lectores visitan los lugares tenebrosos que engendra su imaginario al leer sus libros, que ya han sido traducidos a un total de veinte idiomas. «Les dije que mi abuelo no podía estar en ningún lugar fuera de ahí, porque era un vampiro y ahí estaba oscuro», aclaró Enríquez. Para probar su argumento les mostraba sus dientes —que de chica le salían «uno hacia arriba y otro hacia abajo», recuerda Enríquez—, y les aseguraba que ella misma también era una vampira. «Vivía así contándole a la gente este tipo de cosas y muriéndome de miedo. Mentía tanto que tuve que ir al psiquiatra de niños, tenía ansiedad y fobias. Ahora ya no miento, pero la ansiedad nunca se ha ido», ha asegurado Mariana Enríquez. Esta escritora, que se consolidó como la reina del terror en la ficción al ganar el Premio

Herralde de Novela (2019) y el Premio de la Crítica (2019) con Nuestra parte de noche, presentó el pasado 30 de marzo en la Llibrería Finestres de Barcelona la reedición de su primera novela, Bajar es lo peor, por Anagrama. No es de extrañar que Narval, que es el personaje de esta novela que está más próximo con el más allá, vea que sus demonios y sus miedos imaginarios toman una dimensión física para perseguirlo hasta atraparlo constantemente. Hay varias escritoras y escritores que escriben literatura de sangre o terror y fantasía gótica en una misma generación, en la que, junto a Mariana Enríquez, hay nombres como Samantha Schweblin, Yuri Herrera, Luciano Lambert, Liliana Colanzi, Maximiliano Barriento, Mónica Ojeda, Carlos Busquets, Guadalupe Nettel, entre muchos y muchas otras más. Hay escritoras como Fernanda Melchor que no recurren al terror, pero que también imprimen la violencia en sus textos. Para Mariana Enríquez, este foco en la fantasía gótica por parte de algunas escritoras y escritores tiene un componente generacional, ya que «estamos atravesados por lo que leímos o lo que consumimos, cómo eran nuestros padres y el momento histórico en el que crecimos». También habría un aspecto geográfico que esta escritora aduce a Latinoamérica, pues ha afirmado que «es difícil no escribir sobre violencia en Latinoamérica, porque vives en ella». «Si las historias en Latinoamérica se dan con una mayor intensidad en cuánto a violencia, el gótico y muchas otras cosas, es porque es muy parecido a la realidad. Es una experiencia violenta a todo nivel: política, social, económica y hasta físicamente», ha apuntado Enríquez. Una agresión constante que ya podemos entrever hacia sus personajes en su primera novela, Bajar es lo

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peor, que fue escrita con diecinueve años y publicada en 1995. Esta obra transita la vida de jóvenes de clase humilde, absorbidos por la vida nocturna, aplastados por una violencia social y económica arrolladora. Habitan un Buenos Aires noctámbulo y promiscuo asfixiados por las drogas. Narval, que vive arrastrado por el consumo de substancias y sufre una persecución constante de seres fantasmagóricos que lo torturan. Facundo, que vive de la prostitución y tiene una relación amorosa con Narval, tiene miedo a dormir porque sufre pesadillas que le asedian. Mariana Enríquez asegura que lo que la llevó a escribir su primera novela no fue «mandarla a una editorial», sino que «quería que la vieran mis amigos, que me leían y entendían lo que podían». Ella ha recordado que los libros que se escribían en la época no le interesaban, ya que recogían temas que no eran afines a sus intereses en aquel momento. «Hablaban de la historia, la política, las mujeres... A mí no me llamaba nada de eso. Quería leer sobre lo que yo escribía y lo que a mí me pasaba: literatura sobre la vida asalvajada de los jóvenes y las relaciones entre amigos», ha reconocido esta escritora.

Mariana Enríquez. Fotografía: Oriol Masferrer ©

Así nació Bajar es lo peor, con influencias del realismo sucio y el pop gótico, siendo este segundo género uno que pocos habían registrado para llevarlo a la alta literatura en Argentina. En esta novela aparece ya su obsesión por el terror, del que esta escritora ha confesado que «el miedo es mi gran monstruo, tanto el miedo

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psicológico y personal como el miedo hacia la vida. O las fobias como miedo patológico». Puede que este sea el motivo por el que el horror y las circunstancias siniestras son elementos que han atravesado la obra de Mariana Enríquez a lo largo de su trayectoria. En Nuestra parte de noche, su novela ganadora del Premio Herralde y el Premio de la Crítica 2019, la autora explica que quiso escribir «una novela de terror» que le permitiera «volver a escribir como en mi primera novela». «Quería volver hablar de personajes más titánicos y épicos. Incluir médiums, la Orden, demonios, pero sin dejar de lado temas como la paternidad, la herencia, de dónde viene el dinero, cómo se transmite el poder, qué hace una persona poderosa para perpetuarse y si se la puede parar o no», ha detallado Enríquez. El resultado es una novela perturbadora e imponente que usa el género del terror y la fantasía gótica para hablar sobre la violencia de la dictadura en Argentina, los desaparecidos y las familias en el poder que asesinaron impunemente en la segunda mitad del s. XX. Nuestra parte de noche narra la historia de un padre y un hijo que atraviesan Argentina por carretera en los años de la junta militar. Huyen de una sociedad secreta, llamada la Orden, a la que están predestinados a servir como médiums para contactar con un Dios oscuro mediante rituales monstruosos con los que los miembros de esta secta buscan la vida eterna. Para Enríquez, esta novela fue la oportunidad de dar una salida a su fijación por los cementerios, el dolor interno que le dejaron las desapariciones de personas cercanas y la cicatriz histórica y política que dejó la dictadura en Argentina: «Tengo un trauma con la desaparición o sustracción de cuerpos. Tuve amigos que desaparecieron en la adolescencia. No eran militantes políticos. Solo chicos que molestaban a la policía y ellos los mataban. Siguen sin haber aparecido sus cuerpos ahora». A pesar de las pesadillas espeluznantes y el horror que recorre sus novelas, esta escritora ha asegurado que «a mí escribir me divierte, yo la paso bien». Ella ha reconocido que hay quiénes le han preguntado: «¿No te da miedo cuando escribes esas cosas horribles?». Pero les responde que «me gusta escribir cosas horribles, de lo contrario haría otra cosa. Es absurdo sufrir porque sí. Sufro con la vida, no voy a hacerlo además con la literatura. Es un disparate».


Apuntes para la lectura de Brújula de Mathias Énard Por Patricia Almarcegui Todavía hoy sorprende que el orientalismo sea el tema de una novela. Más aún, que el libro Brújula, del escritor Mathias Enard, cuyo tema principal es la relación entre Oriente y Occidente, ganase el premio Goncourt en el año 2015. Quizás, porque ha cambiado la imagen que Occidente tiene de Oriente y quizás porque ha dejado de ser (tan) negativa. ¿Cómo es posible que algo tan minoritario, tan erudito, tan guetizado (utilizando

palabras del profesor de literatura comparada E. W. Said), es decir, el orientalismo, haya fascinado a tantos lectores? Probablemente porque al contrario de lo que ocurre con los escritores más reconocidos y mediáticos, Enard nunca creyó que sus lectores fueran menos eruditos que él. El musicólogo y orientalista Franz Ritter, el protagonista de Brújula, se encuentra al final de sus días. Adicto al opio, repasa sus años en las últimas horas de su vida. Sus recuerdos de Oriente y Occidente se despliegan a lo largo de siete horas, exactamente desde las 23:10 h a las 6:00 h de una noche de insomnio. Brújula es, por lo tanto, una novela de insomnio y al igual que ocurre con el (otro) lenguaje de las noches en vela, los ejemplos de la historia cultural de Oriente y Occidente se desbocan, se interrelacionan y se mezclan azarosamente en una estructura desordenada. Espejo probable de las estructuras ensartadas de la tradición literaria oriental (especialmente India y Persia) que Enard, estudioso e investigador de las culturas árabe y persa, conoce muy bien. Novela de insomnio, lo es también de una memoria desmesurada. Un intento de compilar el mayor número de recuerdos sobre el saber oriental antes de la muerte de Ritter y, también, de volver a la simbólica de Oriente, para denunciar el momento contemporáneo, sembrado de guerras civiles, y la irrupción de Estado Islámico. El intento que hace Enard es grandioso. El islam es una cultura y civilización que ha dado lugar a un pensamiento, una filosofía y que ha desarrollado una visión del mundo diferente a la del velo y a la violencia (utilizando sus propias palabras). Sin una voluntad exhaustiva, ni con el objeto de compilar una historia del orientalismo, Brújula representa un cuestionamiento sobre dicha disciplina que perdurará como un ejemplo didáctico del saber orientalista. Esto último algo que

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Patricia Almarcegui. Apuntes para la lectura de Brújula...

deja perplejo al lector familiarizado con Oriente, quien se cuestiona la razón de que dicho saber pueda llegar a interesar a tantos lectores de narrativa. La razón de dicho interés es literaria. Nos encontramos ante el gran Enard escritor, ganador de numerosos premios y autor de cinco novelas reconocidas y publicadas en la prestigiosa Actes Sud. En otras manos y con otra voz, su potencia del deseo habría resultado una mera y pequeña compilación de impresiones de Oriente. El hecho literario y el género de la novela ayudan. Hay realidades que no se pueden contar bajo un orden que no sea el de la ficción. Brújula se podría haber desplegado en un ensayo, pero se presenta bajo los resortes de la novela, donde todo cabe y se acepta. La vida científica, la arquitectura del saber, los destinos de los sabios y eruditos. Y la alternancia de la historia de Ritter y Sarah (de quien él está enamorado), los protagonistas y personajes ficticios, con los personajes reales y fundamentales del espectro cultural de Oriente y Occidente, como Heine, Wagner, Bizet, Balzac, Kakfa, Lucie Delarue-Mardrus, Henry Jean-Marie Levet, Frédéric Lyautey, Annemarie Schwarzenbach, Marta d’Andurain o Joseph von Hammer-Purgstall. En la novela solo hay una única voz, la del depresivo e irónico Ritter. Todo se percibe a través de su mirada. Su amor incondicional por Sarah termina resultando sorprendente, orientalista, se podría decir. En el sentido del tópico más relacionado con Oriente a lo largo de la historia, el hechicero, romántico, exótico, fascinante y subyugador. Sarah es Oriente y Oriente es Sarah. ¿O era un tema occidental? Representa el amor sublimado, sin objeto, intransitivo, que nunca o casi nunca tiene lugar. El hecho de que Ritter sea musicólogo es otro acierto y se convierte en un resorte estructural. Así, entre los «interludios» que generan las historias ensartadas, destacan las que narran el intercambio de la música clásica entre Oriente y Occidente. Son menos descriptivas, más minuciosas, más sorprendentes y muestran la que seguro es una inmensa pasión del escritor por la música. Se podría decir que nos encontramos ante una novela musical. No en el sentido de que haya seguido el orden de una composición sinfónica, sino en el de que la estructura funciona al igual que el orden sináptico del cerebro cuando escucha música. Encendiéndose y apagándose en lugares diversos e insertando sin orden

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ni concierto. Un amor por la música que se hace explícito desde el comienzo del libro, pues se inaugura con una cita del Lied de Schubert, «Gute Nacht» del Winterreise, y no con un poema musicado de los grandes poetas orientales Rumi o Hafez, lo que parecería obligado en un texto que trata sobre Oriente. Como si hubiera un guiño irónico desde el comienzo que anunciara que Brújula es también un compendio de la alta cultura y que esta puede desaparecer. Enard ha vivido en Siria y pasado estancias largas en Teherán. Sus páginas sobre ambos lugares son las más bellas y literarias del libro. La experiencia de esos espacios lo dota de su mejor voz. Oriente se despliega en su presente y en toda su heterogeneidad. Lo que cuenta sobre la forma de vida de los investigadores orientalistas y la comunidad extranjera es así. Real. Sobre todo, la construcción de un mundo imaginario y paralelo en las ciudades en las que viven, alejados muchas veces de los habitantes y disfrutando de una posición privilegiada. También, la forma en que buscan las huellas de Oriente en el corazón de Europa, por ejemplo Weimar: «... como si bastase con levantar una piedra para que aparezca un vínculo con el lejano Este». Sarah se traslada a la ciudad para un coloquio y describe en una carta su itinerario. Quien ha viajado hasta allí en busca o no de las huellas de Oriente lo sabe. Hay que visitar el archivo de Goethe y su casa, fotocopiar o fotografiar las primeras páginas de su magno Diván, rememorar a Nietzsche (cuyo archivo también se encuentra en la ciudad), preguntarse por qué sufrió tres bombardeos cuando la guerra estaba casi terminada en 1945, rememorar el campo de concentración de Buchenwald, donde mueren cincuenta mil personas. Incluso, hacerse la misma pregunta que la investigadora cuando visita el archivo Goethe-Schiller: ¿Quién tradujo el título al árabe del Divan para Goethe? Un itinerario representativo y ejemplar que recorre la vertiente oriental del clasicismo occidental y la construcción cosmopolita de Europa. El intento que hace por dar visibilidad a un mundo oriental fascinante, aunque desconocido todavía en Occidente, es encomiable. Y aún lo es más cuando lo relaciona con la situación política de la actualidad: el caos en Oriente tras las revueltas árabes, la Guerra de Irak y el terrorismo de Estado Islámico. La relación entre Oriente y Occidente no ha sido solo cultural, sino


Mathias Énard. Fotografía: Rodrigo Fernández ©

también política y está llena de intercambios: «Auda Abu Tayya, el orgulloso guerrero de Lawrence y Musil, sin duda hoy en día lucharía con Estado Islámico, nueva yihad mundial después de tantas otras. ¿A quién se le ocurrió primero la idea, a Napoleón en Egipto o a Max von Oppenheim en 1914?». La imagen de Oriente tras los asesinatos del semanario Charlie Hebdo se transforma. Por primera vez se

cuestionan a nivel mediático las imágenes negativas con las que durante un siglo se había relacionado al islam. Todo árabe no es musulmán, todo musulmán no es radical, todo radical no es asesino, luego todo musulmán no es terrorista. Y en este microclima de cambio, Enard construye Brújula. Una forma de hacer visible la invisibilidad del islam en Europa. Un tema que conoce bien y que le permite cumplimentar, por qué no rellenar páginas y páginas de historias ensartadas, y mostrar su enorme pericia como narrador. Enard habla de la responsabilidad de Europa en la creación de una percepción negativa de Oriente y denuncia las voces que relacionan el islam con el fanatismo: «A veces tiendo a pensar que la noche ha caído, que las tinieblas se han cernido sobre el Oriente de las luces. Que el espíritu, el estudio, los placeres del espíritu y del estudio, del vino de Jayam o de Pessoa no han sobrevivido al siglo XX, que la construcción cosmopolita del mundo ya no se produce en el intercambio del amor y el pensamiento sino en el de la violencia y los objetos manufacturados. Los islamistas en lucha contra el islam. Estados Unidos, Europa, en guerra contra el otro en el yo». Y lo hace gracias al orden literario, allí donde la inserción de la no ficción es posible y la membrana que separa al escritor del lector se vuelve cada vez más delgada. Una cuestión que surge es si la lectura de Brújula podría cambiar la percepción de Oriente y de qué forma. Enard lo intenta en este gran monumento a la cultura occidental y oriental, tal vez en peligro y a punto de desaparecer como causa de los fanatismos políticos de uno y otro lado. Oriente es también imagen de barzaj (‘intervalo’ en árabe). Un mundo que no está ni aquí ni allí, ni entre nosotros o los otros, sino entre los dos y que es un mundo entre dos mundos. O también de farhang (‘cultura’ en farsi), un discurso en el que se cruzan espacios, tiempos y prácticas de la política y de la religión. En palabras del mismo Enard: «Muy a menudo lo que se considera puramente “oriental” no es, de hecho, sino la recuperación de un elemento “occidental” que modifica en sí mismo otro elemento “oriental” anterior, y así sucesivamente; concluiría que Oriente y Occidente no acontecen nunca por separado, que siempre están mezclados, presentes el uno en el otro, y que esas palabras “Oriente”, “Occidente” no tienen más valor heurístico que las direcciones inalcanzables que designan».

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Pequeño ensayo del paseante barcelonés Texto y fotografía: Jordi Corominas i Julián Siempre hay muchos principios para una vocación. Con el paso del tiempo me han identificado como un paseante profesional, sobre todo de Barcelona, mi ciudad, pero ello es inexacto, pues mis pasos, conectados con mi mente, privilegian Europa por encima de todas las cosas. Si hubiera nacido en otra urbe haría lo mismo; sin embargo, la capital catalana tiene una comodidad especial para agotarla, verbo que en esta tesitura no puede ser sino un guiño a Georges Perec o a Enrique Vila-Matas, quien quiso imitar al francés en mi amada plaça Rovira, quizá el lugar del mundo donde me han sacado más fotos, siempre con el señor Rovira y antes con José Luis, mi mejor amigo, fallecido durante la pandemia y protagonista de un libro a la espera de aceptación, su biografía y la de Barcelona porque una vida como la suya va de la mano con la del lugar donde se desarrollaron sus actividades. Ambos pueden ayudar a extender significados de mi labor. A Rovira le fue adjudicada la reforma de Barcelona tras el derribo de las murallas. Su idea era una mala copia de la parisina. En la plaza, a sus pies, un mapa se jalona con el siguiente lema: «La trace d’un ville est oeuvre du temps plutôt que d’architecte», una mentira piadosa al querer acaparar el protagonismo hasta suplantación en el proyecto por Ildefons Cerdà, uno de esos genios catalanes maltratados por su país, como Francesc Ferrer i Guàrdia o Carlos Barral. Cerdà tiene mucho protagonismo en mis caminatas al ser su Eixample un monstruo imperialista obsesionado por terminar con la morfología de los antiguos pueblos del llano, pero si volvemos a Rovira y diseccionamos su trayectoria descubriremos un portento

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asimismo ninguneado pese a la abundancia de su obra, como los mercados decimonónicos de hierro y cristal, entre ellos el de Sant Antoni o el de la Concepció, emblemas del centro, autoritarios a su manera por esa personalidad capaz de borrar la firma de su creador. Si Tonet es la Historia, José Luis es la historia y un presente extinto como escuela para aprender muchos rudimentos de mi arte. El debut de su agonía llegó cuando se cansaba al subir las cuestas, sentándose en cada banco para respirar mejor. Antes, cuando estuvo en plena forma, fue mi perfecto cicerone, en realidad un supremo amor llamado amistad con la magia de fijarnos al alimón en detalles mientras mirábamos arriba, nos parábamos cada dos por tres para comentar minucias significantes o relacionábamos cualquier piedra con la cotidianidad de nuestro ingente anecdotario. Nuestro rincón era el torrent de Lligalbé. Tras su deceso escribí un estudio sobre ese enclave del Baix Guinardó y ahora, terminada la pandemia en lo mediático, sé que sonreiría si supiera mi actividad para transformarlo en un eje de barrio para la ciudadanía, contento de ver cómo esas suelas gastadas van más allá del papel para incidir en la realidad, desde mi punto de vista la única misión de todo intelectual merecedor de este apelativo. II La hache mayúscula y la minúscula siempre son novias en mi cerebro. Durante la crisis sanitaria aproveché mi privilegio como periodista y salí todas las mañanas con la cámara de fotos. Desde entonces acumulo más de cien mil imágenes de Barcelona y no puedo entender el paseo sin esa plasmación, potenciadora de la memoria y superlativa para las posteriores investigaciones, algo


muy importante y chistoso con relación a todas esas personas intrigadas por mis rutinas matinales. ¿Pero entonces dedicas esas horas a patear? Sí, pero eso es trabajo, con sumo placer y la curiosidad por bandera. Mi geografía barcelonesa básica es la de Juan Marsé porque nací en el Guinardó y la existencia me llevó a ser adicto tanto a Gràcia como al Carmel, por no hablar del Baix Guinardó, un agujero denostado en medio de muchos atractivos turísticos, razón de su marginación desde el Ayuntamiento, empeñado en desfigurarlo hasta el intento de liquidar todas sus esencias al ser invisible para las cámaras, un tercer mundo del primer mundo pasoliniano, punta de lanza del ostracismo para los barrios populares, sin interés para la imagen de postal, consolidada incluso durante el mandato de Ada Colau. La geografía urbana de cada uno se amplía con la edad. Durante la infancia se ciñe a la ruta de casa al colegio. Cuando transitamos por el limbo hacia la adolescencia nos concedemos aventis más allá de esas fronteras. Las mías consistieron en coger el metro hasta Urquinaona y bajar la Rambla con nueve años para, al cabo de un lustro, salir solo una noche, rebasarla y regresar al domicilio paterno tras una gloriosa maratón por el paseo Colón, Marina, la Sagrada Familia, Enamorats, Rogent y vuelta al Guinardó, el mejor barrio del universo. Cuando los padres nos dan carta blanca para salir alcanzamos otro estado. Si eres del viejo Sant Martí de Provençals vas a Gràcia, como los de Sants harán con el Raval. Durante más de veinte años la Vila fue mi segunda residencia y oficina en sus plazas, con predilección por la del Sol, siempre repleta de un ambiente poco a poco corrompido tanto por la gentrificacion como por la fachada, mímesis de la Barcelona con foco, una puta

presumida e idiota al creerse su propia mentira, por eso siempre distingo entre Barcelona, la de sus habitantes, y BCN, esa marca obscena con arrestos para hipnotizar a un sector considerable de la población. Al final el centro del mundo es la plaça Rovira, unión de Juan Marsé, Enrique Vila-Matas, José Luis, Antoni Rovira y servidor. Rodoreda cae un poco más abajo, en ese Diamante feo por las reformas urbanísticas de ágoras duras y exceso de mobiliario urbano en una cuadrícula lastrada como el recuerdo del valor de la escritora, poderosa como para trascender ese terruño indigesto y ombliguista llamado Cataluña, una pesadilla por no querer despertar su pluralidad. Olvidemos eso; no vine aquí a escribir de política, si bien todo lo es. Otro puntal para convertirme en el paseante que soy puede remontarse a 1999, cuando aterricé en Roma y Pasqual Maragall, buen conocedor de la misma, me recomendó extraviarme: «Jordi, el millor és que et perdis, camina i no cerquis res en concret perquè així tot ho trobaràs». Sabias palabras, tatuadas con tinta invisible para brindarles eternidad. III Este pequeño ensayo no podrá absorber todos mis pensamientos sobre Barcelona, como tampoco puedo colmarla al completo. No sé si he asaltado todas sus calles, aunque cada vez lo veo más probable. Los años y la repetición han generado en ojos y neuronas una orientación hilvanada con una enciclopedia portátil nunca saciada, al enriquecerse a cada minuto, bien desde el mismo paseo, bien desde las posteriores recapitulaciones, consistentes en verter las fotos de la jornada y ahondar en lo visto, o si se quiere mirado, al prestar extrema atención a cada pormenor sin dejar nada al azar, con prácticas para captar cualquier recodo en todos sus ángulos, tales como cambiar de acera en un recorrido habitual o redundar por los mismos parajes desde los cuatro puntos cardinales. Puedo pararme en una esquina curva al intuir el paso de un torrente, así como entiendo las rarezas como accidentes de la morfología porque cada calle contiene átomos de Historia intangibles para la mayoría, a recuperar mediante la promesa de una pedagogía urbana para regalar cada centímetro de calle a la ciudadanía, resucitándola en esa belleza con el fin de enterrar su esclavismo de consumidor en

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Jordi Corominas i Julián. Pequeño ensayo del paseante barcelonés

una autopista de asfalto vacía de datos, como si nada hubiera acaecido en su seno. Hay una ideología de conjunto y también mucha frivolidad en bastantes de mis antecesores. Lo he mostrado en algunos de mis libros barceloneses. En un capítulo de La ciudad violenta, en realidad una biografía de Barcelona a través de crímenes y rebeliones políticas, sintetizo la cuestión con el affaire Carmen Broto. Según su propia leyenda, Juan Marsé salió la mañana del 12 de enero de 1949 hacia la joyería del carrer de Sant Salvador y se encontró con el Ford Sedan del asesinato de la rubia a lo Veronica Lake en el cruce de Escorial con Legalitat. Años más tarde, en una fantástica iluminación, reflotó la efeméride hasta hilvanar la novela más compleja sobre Barcelona, Si te dicen que caí, una joya de doble trenza al juntar la crónica negra con la resistencia del anarquismo a morir, y hacerlo con las botas puestas, durante la primera posguerra. La versión de Marsé cuajó hasta ridículos paroxismos sexuales, todos los de su quinta declararon haberse acostado con esa pobre desgraciada amante de un empresario teatral, y en la hegemonía de su relato, aceptado por otros literatos menos renombrados y quizá de mayor enjundia para el futuro de la ciudad, sus cronistas, como Josep María Huertas-Clavería o Lluís Permanyer, quienes jamás visitaron la hemeroteca para contrastar la ficción del chico de la calle Martí, inmenso error arquetípico de un tipo de barcelonismo muy bien resumido por los Manel en su canción «Els entusiasmats»: «... aquí volem una bona historia abans que la veritat». Paréntesis De Barcelona prefiero determinados narradores, la mayoría de ellos catedráticos de mis tablas. Manolo Vázquez Montalbán creó con la serie Carvalho nuestros episodios nacionales y la narró desde la continuidad en sus artículos durante décadas. Josep Pla es un genial narrador de la ciudad en distintos libros, desde el inevitable Quadern gris hasta el menos alabado Barcelona, una discussió entranyable. Pla y Manolo huían a su manera de nuestra protagonista, el primero al sentir nauseas por su falsedad; el segundo más práctico al instalarse en Vallvidrera como si fuera un dios dispuesto a examinar desde lo alto a su criatura. Otros escritores tienen un marchamo con el ADN de nuestro interés, sin servir de poco o nada sus malabarismos para ocultarlo. Enrique Vila-Matas permanecerá desde esa perspectiva, así como Casavella, sí, y sin

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tanto fuego artificial de idolatrías posmodernas y operaciones comerciales El Watusi debe ser leído, no sólo festejado, como el Triunfo. Lo demás puede obviarse y está bien, es casi utópico dar con la tecla en cada volumen, y lo mismo sucede con las novelas de Javier Pérez Andújar, con sus Paseos con mi madre y el pregón de la Mercè como imprescindibles, adjetivo a usar con prudencia como verificará el futuro con libros del presente muy engordados por no pisar los terrenos descritos ni atesorar el suficiente nivel como para sobrevivir al fast food del mercado. Prueben a recordar ciertos títulos de no hace tanto y me darán la razón. IV Mi literatura es europea y tiene su epicentro en Barcelona. Cada semana mis Barcelonas, un homenaje deliberado a Vázquez Montalbán, son un capítulo de varios libros para actualizar la Historia de los barrios de la ciudad desde la premisa ya anunciada de hache mayúscula y hache minúscula. Mi visión urbana es transversal y no puede encajonarse en un solo género. Una tarde de diciembre la Meridiana era Blade Runner, quise aniquilar la estrella de la muerte de la Sagrada Familia, similar a una bomba Orsini, y mis navidades se volcaron en un librito sobre Oriol Bohigas por culpa del templo de Gaudí. José Luis nos observa y en una carpeta de este ordenador acumulo centenas de nombres de pasajes para tratarlos tarde o temprano desde una óptica barcelonesa; eso de abordarlos a lo Walter Benjamin queda muy bien, pero es válido para París y otra época. En el siglo XXI las travesías de mi ciudad deben estudiarse y plasmarse en el folio desde su idiosincrasia, no como caricatura de emulación. No es una crítica a nadie, no sean mal pensados, solo otro gramito de un continuo manifiesto para poner en relieve a Barcelona sin complejos de inferioridad, desde el conócete a ti mismo délfico. Sus setenta y tres barrios parten de orígenes variopintos, muchos de ellos amenazados desde el 20 de abril de 1897, cuando un Real Decreto agregó a los pueblos del llano, de Sant Martí de Provençals a Sant Andreu, de Gràcia a Les Corts, a los que más tarde se unirían Horta y Sarrià. Todas las capas de Barcelona me conciernen, todas ellas piden a gritos aflorar. Los anarquistas fueron exterminados de la Historia por Pujol y Maragall. La periferia no puede ser folklore. Pasear es una redención y la mayor forma de conocimiento, y aun así cuando muera no habrá finalizado mi tarea.


Sobre Cuando dejó de llover, una voz de voces en la literatura joven actual Por Jorge Arroita La definición etimológica de textus refiere al significado actual de ‘tejido’, seguramente debido a las semejanzas conceptuales de entretejer y escribir palabras de forma continuada sobre un material, ya sea por la equivalencia conceptual entre palabras e hilos, o por los soportes en los que se realizaba la escritura. Partiendo de esta premisa, se puede entender la escritura como «un tejer palabras» en pro de formar un tapiz unificado que las conecte y las sintetice. Y si lo que hace un escritor es tejer, lo que hace un antologador es, más bien, remendar. Este trabajo de índole compositiva posee ciertas peculiaridades. No se trata de tejer nueva ropa con hilos propios hasta llegar a una composición particular, sino de recoger de otras ropas los remiendos necesarios para establecer un tapiz que, a pesar de su heterogeneidad a causa de la recolocación de los fragmentos, sea capaz de lograr un sentido final y unificado que respete aun así su génesis diferencial. Como antologador del libro, este es el aspecto principal que tomamos en cuenta a la hora de remendar Cuando dejó de llover. 50 poéticas recién cortadas (Sloper, 2021). Si un tapiz impone construcción y figura, proceso y sentido, superficie y símbolo…, no solo se sucede un proceso de interconexión recíproca y horizontal entre los hilos, sino también un proceso constructivista donde, desde esos elementos mínimos, germina una colectividad orgánica que actúa

como superposición eficiente del conjunto de todos los elementos sobre los elementos mismos. La idea de formulación en red conlleva la existencia de cualquier antología como un organismo vivo de carácter colectivo y diferencial, pero también un cuerpo orgánico unificado donde sus partes suman en vez de restar. Por ello mismo, Cuando dejó de llover está compuesta por cincuenta poéticas diferentes divididas por temáticas y estilos, en lugar de representaciones más extensas sobre las poéticas de un número más reducido de autores según sus nombres propios. Para lograr este aspecto era también necesario un hilo temático de unión, un esqueleto sobre el que reposar el resto de los elementos del cuerpo para que este tuviera una cierta cohesión estructural. Dicho hilo fue el concepto de precariedad y crisis en nuestro mundo actual, tan presente en las mentes de las nuevas generaciones. Un hilo necesario que la antología no buscaba tan solo reflejar, sino también superar, al igual que se supera el grito desesperado con la liberación producida por su misma prosodia. Por otra parte, este tipo de conjunción colectiva permite también una proyección generacional en un sentido más moderno y menos clásico. Aparte de más democrática y diversa1, centrada en mostrar una generación literaria como expresiones concretas de 1. Buena parte de los nombres fueron escogidos mediante una convocatoria abierta vía redes sociales.

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Jorge Arroita. Sobre Cuando dejó de llover

unas ciertas pretensiones epocales y estilos literarios: una amplia red de significantes que dialogan entre ellos en base a su diversidad, más que un grupo cerrado congregado en torno a similitudes por armonizar y tipificar. Tal pretensión busca proyectar una división estructural basada en un balance entre similitud y diferencia, una representación generacional de una voz de voces que apunte a una suerte de colectivo desnominalizado, tan diverso como singular. Bajo dicha premisa, queríamos ser capaces de poder representar lo mejor posible los diferentes estilos poéticos de la nueva literatura joven, para lo cual fue sumamente importante la ya mentada división en secciones. Son estas secciones los músculos que rellenan el esqueleto del libro y hacen que el cuerpo completo adquiera su debido dinamismo y compostura. Cada una de ellas sirve para conjuntar en un mismo espacio del telar diferentes hilos que concuerdan en función de sus colores y sus formas, a pesar de ser radicalmente distintos: cincuenta poéticas con particularidades imposibles de homologar por completo, y que aun así comparten gran cantidad de materias primas y formas de proceder. Comenta Rafael Ávila Domínguez, autor de la antología2: «La poesía (o las poéticas) no es una retahíla de productos entre los que puedes elegir. Uno nace ya marcado para siempre, como decía el poeta, por el penal oscuro de los astros». La condición de cada poética es la unión progresiva de todas las vicisitudes que llevaron hasta ella y no un apartado determinado en un catálogo del canon epocal. De esta forma, cada individualidad parte hacia la construcción de un plural, siempre que este plural se entienda como una superposición artificial (aquel mapa borgesiano) que aúna diferentes caminos dentro de un mismo territorio nunca verdaderamente demarcado en el mundo real. No obstante, construir estas relaciones geográficas es sumamente importante: primero, por tener capacidad de acción; y segundo, por entender

los vínculos y las diferencias para así superar la falsa idea del aislamiento o la homogeneidad. De nuevo, en palabras de Rafa Ávila: «El otro es la raíz de la poesía. La poesía va siempre en busca del otro, ni de lo otro ni de la otredad». Sobre estas encrucijadas se gesta Cuando dejó de llover. En la tentativa de conjuntar diferentes voces, cada una con respecto a sus otras, para que dialoguen y puedan lograr reunirse en un ente colectivo que muestre tanto las diversidades como las conjunciones de nuestra literatura joven actual3. Citando el epílogo de Luna Miguel: «A una generación la construyen todas sus voces. A una voz la construye toda su generación». Hablando de las secciones, todas ellas son una progresión que guarda una serie de contrastes relevantes y, sobre todo, una serie de espacios en los que habitan (o no) diferentes formas de expresión. Pues, como diría Elena Trinidad, otra de las autoras, «la escritura siempre nace en la sensación de habitar un espacio, o más bien de no habitarlo». El libro abre con «La primera persona del plural», sección esencial para imprimir la pretensión generacional de colectividad como un modo de proyectar esa voz de voces, de aunar un marco común marcado por el pasado que lo precede. Señala Miranda Martínez Santiago que la lectura es «una usurpación semántica totalmente legítima de los significados construidos por otros», y añade Javier Azañón, sintetizando este paradigma, que «toda historia es de algún modo una forma de ficción colectiva con la intentamos dotarnos de un sentido, una recolección de pedazos que confluyen en una estampa común para la posteridad». A esta presentación la siguen otras dos secciones, «Principio de incertidumbre» y «Sintomatología de la derrota», ambas centradas en el concepto de precariedad, aunque una con un lenguaje más tecnológico y la otra con uno más social. En ellas se recoge de forma más directa el hilo temático principal. Enfoca Francisca Noguerol, catedrática en literatura y lectora de la antología, que

2. Pues decidimos que para representar algo tan diverso eran necesarias también otras voces.

3. Contando con las obvias carencias representativas de lo que puede mostrar una sola antología.


se ofrece «la denuncia de un tiempo en que dejó de llover, signado por la sequía o crisis permanente» en la cual «muchos autores recurren a un lenguaje, asimismo, en crisis, cargado de complejidad para diseccionar los días extraños en que vivimos». Esta idea de lenguaje en crisis es capital. Un lenguaje marcado por su misma incertidumbre, por una sensación de derrota perenne que cuesta arrancar de dentro y que la voz quiere soltar: «una exteriorización que formaliza y da sentido a un caos o dolor interno: que no es terapéutica, sino traumática», en palabras de Miranda Martínez. La siguiente sección, «Intermitencias», cambia la óptica precedente. De un tono más intimista, cercano a las poéticas del cuerpo, demuestra el factor poético de goce y al mismo tiempo de dolor. Una muestra de que la literatura «ayuda a afrontar la realidad de un modo más bello y estético», ya que cuando leemos algo que nos toca «encontramos un atisbo de humanidad y sentido a lo que vemos: nos devuelve al mundo desde el mundo», opina Elena Trinidad. En contraste, a esta sección le sigue la conceptualidad y el aislamiento de «Narciso y el espejo», representante de la evasión a la realidad y de unas preferencias poéticas en ascenso en la literatura joven que buscan más el significado de fondo, la metafísica, la vuelta a un sentido cuasireligioso renovado en su semántica. Junto a ello, un motivo plenamente estético, del lenguaje en busca del lenguaje, como señala Pablo Enguita: «Algunos autores olvidan el objetivo con que nació la poesía y su principal característica como arte: la búsqueda de la belleza y la inutilidad como esencia. Decía Celaya: «Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales». Yo la bendigo, como bendigo la mentira, el solipsismo y la ficción». Por ello, esta sección supera la oposición entre el uno y lo otro para llegar a un vacío nominal. Dirá Joaquín Hidalgo: «Si el infierno son los otros, yo escribo desde el purgatorio, a medio camino entre lo uno y el otro. Esa es mi perspectiva: el punto en el que los límites de lo uno y lo otro se difuminan y confunden en una especie de solipsismo literario». En progresión, «La despedida de la materia» cierra el libro con un aspecto novedoso para una antología así, que es la inclusión del aspecto narrativo-ensayístico, aquel gran olvidado en la literatura joven. Esta sección se perfila como una defensa de la narratividad en este panorama (fijémonos que siempre se habla de

«poesía joven»). Sobre ello, María Domínguez del Castillo comenta que «los premios de narrativa joven no son ni tan abundantes ni tan populares, y en la mayoría de las ocasiones las bases de tales certámenes establecen una extensión mínima bastante alta: es posible que Marguerite Duras no pudiera enviar ninguna de sus obras a estos premios». Además, apunta otra de las claves en este asunto: «La mayoría de los autores jóvenes son estudiantes o trabajan. Cómo desarrollar una novela, con su complejidad, su extensión variable, su estructura, su desarrollo, sus metamorfosis, su coherencia, esa tensión entre unidad y fragmentariedad, sin sentir que una se adentra en algo tan inabordable como el mar». Por todos estos motivos, en la despedida del libro queríamos realizar un homenaje a las formas narrativas breves, que tanto escasean en el mundo joven y los grandes premios editoriales, siendo uno de los pilares esenciales en nuestro imaginario. Tras hacer un repaso genérico por la antología, estos son los grandes aspectos que la representan y que pueden adelantar algunas claves para su lectura, en voz de sus autores y antologadores, quienes quisimos que fuera un reflejo de aquello que nos ocurre y que queremos contar. Para concluir, Joaquín Hidalgo menciona que «Wittgenstein explicó el solipsismo con la metáfora del ojo que ve pero no puede verse: el mundo es lo observado y el observador es el límite inalcanzable de dicho mundo, que siempre observa desde la sombra». Solo queda que los observadores decidan lo que fue esta época, lo que representaron estos modos de literatura o esta antología, pues desde dentro nada nunca se puede completamente observar, y es el lenguaje el que termina imprimiendo la realidad desde nuestras propias ficciones. Cuando dejó de llover busca ser una recolección de fragmentos que formen un mosaico con el que ver nuestra realidad actual, las preocupaciones de las nuevas generaciones y los estilos poéticos a los que apuntan las nuevas voces. Esta voz de voces, esta heterogeneidad unitaria, representada en cincuenta poéticas recién cortadas. Subraya Javier Azañón, con destreza: «Es en la voluntad coalescente de esta diversa fragmentación donde se perfila una unidad de límites difusos, no por ello menos sólidos, en la ficción común tejida a través del lenguaje. Es entonces cuando uno repara en el hecho crucial: todos hablamos la misma lengua, solo que con distinto acento».

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Atlas del eclipse : la pintura de una Nueva York en un instante único Por Sergio Silva Una caminata con un caleidoscopio. Una ciudad desnuda y expuesta en la carnalidad de sus íntimos recodos que se ofrece a ser redescubierta. Eso es lo que se encuentra cuando nos sumergimos en Atlas del eclipse (Galaxia Gutemberg), el libro —¿ensayo-narrativa?— de Reinaldo Laddaga que no es más que un recorrido por una Nueva York impensada e inconcebible, despojada, en el inicio de la pandemia, de su hechizo luciferino, desmembrada de la versión que supieron entregarnos el cine, la literatura, las obras de arte, las imágenes de los grandes fotógrafos y videodocumentalistas, las series y los catálogos que nos invitaban a viajar: todo eso que encajaba con la idea del sitio donde confluía todo (o sea Nueva York) en este libro está diluido y dosificado en la prosa de un testigo angustiado y fascinado a la vez. Si algo tiene el texto de Laddaga —rosarino, residente en la metrópolis hace treinta años— es que demuele lo que nuestra imaginación construyó sobre la Gran Manzana durante los muchos años que soñamos conocerla, o anhelamos volverla a visitar. «Me propusieron hacer un libro tras caminar por Manhattan al inicio de la pandemia. Iban a ser dos o tres crónicas. Tomé como periplo un mapa que publicaba la web del Departamento de Salud y terminé en un viaje con el que compuse en seis meses el libro», dice Laddaga, vestido con una impecable prenda de cuello cerrado, recién llegado a Barcelona, algo cansado tras la presentación del libro en Madrid.

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«Es cierto que hay una recolección de datos y una escritura inmersiva, a través de la cual yo mismo redescubrí otra ciudad. Fue terapéutico porque pude canalizar mi angustia ante eso que se sabía poco», admite. El texto abreva en detalles históricos, crónicas policiales, descripciones arquitectónicas, pinceladas de la segmentación poblacional y de sus respectivas reacciones —distintas, por cierto— ante los sucesos que asombraron a los habitantes del archipiélago antes y luego, con el COVID. Laddaga encuentra un anclaje en el contexto social —el crimen de George Floyd, entre otros hechos— y el repaso de la improvisada gestión de los políticos de turno, que resume en una frase: «El virus encontró extensos campos de pastoreo». «La presidencia de Trump solo quería gestionar la crisis de manera que provocara el menor daño electoral posible. Al contrario de otros gobernantes que son capaces de ocultar su ignorancia, Trump no lo hizo en absoluto. Pero ni el gobernador del Estado ni el alcalde, que eran demócratas, hicieron algo diferente. Nos sentíamos desamparados», afirma Laddaga, quien vivió su propio drama releyendo a un autor clásico de terror. Las citas de Edgar Allan Poe son como una aguja que enhebra la estructura del libro a través del trasvase con el contexto fantasmal de la Nueva York que describe Laddaga. «Releí uno de los textos menos conocidos de Poe, “El enterrado prematuro” (o el enterrado vivo) que se adecuaba a cómo yo vivía la situación. Concluí que la mayoría de la obra de Poe sucede en ese espacio entre la muerte y la vida. Éramos todos ignorantes: yo me contagié por eso. La ciudad estaba desbordada en


Reinaldo Laddaga. Fotografía: Sergio Silva ©

los hospitales, en los cementerios y en los caminos que hacíamos donde veíamos camiones frigoríficos; había una sensación de anarquía. Tampoco era posible detectar una instancia que fuera capaz de ordenar la situación, no se sabía cuál era el rumbo». En Atlas del eclipse, los objetos son antropomorfizados a través de fotografías en blanco y negro, la mayoría sin presencia humana, casi desoladoras. «Era una experiencia de la ciudad vacía que se ofrecía solamente para mí; la experiencia de un momento horroroso pero también precioso y me sentía un espectador privilegiado», dice Laddaga respecto a la transformación de la ciudad que lo dejó en sintonía de trance a la hora de hacer esos registros. «Lo cotidiano se me había hecho invisible y, de repente, en esa ciudad petrificada surgía un mundo donde los objetos cobraban un tipo de vida ante la ausencia de las personas.» Las imágenes se cuelan y van salpimentando el texto. Son las fotos de un amateur que aquí adquieren el significado de eternizar un instante único. El foco está fuera del usual registro periodístico —los hospitales, los funcionarios justificando sus acciones, los contagiados— que realizaron los medios en su momento. La foto, por ejemplo, de una publicidad en la entrada de

Hudson Yards, un complejo inmobiliario que se acababa de inaugurar, con imágenes de gente riendo, y que, de repente, pierde todo su sentido ante la cámara del autor. La imagen es de una conocida tarjeta de crédito que adelanta «Tiempos extraordinarios para la humanidad» y otro similar que indica: «Revisen las expectativas». «Esas fotos cobraban un significado imposible de predecir, una especie de distorsión del tiempo y de la realidad difícil de explicar y que para mí funcionaron como una especie de autoanálisis», explica el autor, convertido en un caminante tenso que sentía que tenía una misión —él mismo lo admite—, aunque no entendía muy bien cuál era. «Después de Atlas del eclipse nació para mí una ciudad diferente. Una Nueva York que funciona como gran archipiélago, que tiene su centro más allá de Times Square y no en Manhattan, sino en barrios como Jackson Heights o similares. Para mí, este no es un libro sobre el COVID, sino sobre “Nueva York revelada o surgida por el COVID”. Una ciudad que probablemente ya estaba allí y que emergió para mí, haciéndome entender por qué los ancianos viven en tal lugar, los locos en tal otro y por qué moría la gente en ese lugar en que murió».

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La vida breve

Alguna que otra fobia Paula Castillo Monreal

La Feria está llena de tinajas de todos los tamaños. Las hay tan grandes que dan miedo. Su sombra es una mancha negra y plana que no me atrevo a pisar, imagino que mis pies se hundirían y me tragaría entera. Mis hermanos me empujan y yo grito. Ellos no paran de reírse y mi mano termina estrangulada en la de mi madre, que me coloca a la vez los lazos del vestido. Cuando logro soltarme me escapo corriendo y subo a una de las tinajas. Con los pies apoyados en la escalera y la tripa en el borde, meto la cabeza y grito. Me sale voz de mayor, una voz que da susto. Doblo la cintura y me balanceo hasta sentir el frío que sube del fondo. Siento hormigas en la cara, puedo abrir los ojos y quedarme a oscuras. Me gusta estar así, boca abajo y en silencio. Las voces que oigo son muy lejanas, ajenas a mí. El día huele a paja y a tierra amarilla encharcada. Me da el sol de frente y no puedo abrir mucho los ojos, así que los encierro en cavernas. Me ayudo torciendo un poco la boca y arrugando la frente. Los dejo a la mitad y puedo ver a mi padre que hace gestos con la mano. Quiere que nos juntemos más para salir todos en la foto. También hace aspavientos y pone voces absurdas para que nos riamos. A mí no me gusta posar. Doy un salto en el momento del clic. El cielo se extiende sobre nosotros azul, y una niebla caliente nos envuelve sin dejarnos respirar. Tengo muchísimo calor; el vestido fruncido me aprieta el pecho. Llevo dos lazos en los hombros que tiran de la axila hacia arriba. Dejo caer los brazos sobre la tela plagada de mariquitas. También tengo una ampolla en el talón derecho por culpa de la tira de cuero de las sandalias de comunión. Son sandalias franciscanas porque la hice vestida de monja, no como las otras niñas, que llevaban vestidos de organdí. No me gusta llevar las sandalias de la comunión por la calle. La gente me mira y estoy segura de que piensan: «Mira la niñita, ha hecho ya su Primera Comunión», y cuando pasan me sonríen, y yo, como si fuera tonta, les sonrío, pero me suelto enseguida de la mano de mi madre. Salgo corriendo y salto dentro de los charcos que quedan sobre la tierra amarilla hasta que las sandalias cambian de color. «Soy la mayor», presumo. «La mayor de los seis». En este pueblo todas las casas son blancas, como recién pintadas. El sol las vuelve brillantes y si las miro con los ojos entrecerrados salen chispitas, y parece que chorrea el agua. Los colores se mezclan con plata y las aceras se llenan de brillos. Me gusta mirar así: es como si de repente me quedase sola en el mundo, las cosas y las personas se vuelven borrosas y no distingo a nadie. Y nadie me ve. Mi padre lleva gafas oscuras para protegerse del sol. Mi madre también lleva gafas negras. Son grandes como ventanas para que le tapen la cara porque, si no, no puede abrir los ojos.

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Sus ojos son grandes y verdes, brillantes. Los míos son como los de todo el mundo: marrones. El bebé es pequeño y no las necesita, siempre va en el cochecito o en los brazos de mi madre. Mis otros cuatro hermanos me importan un comino, así que me da igual si llevan gafas o no. Las mías son de cristal gordo y transparente porque dicen que no veo bien y no necesito protegerme del sol. Yo ya sé protegerme sola. Estamos en la Feria del Campo de Manzanares. Mi padre vende las botellas donde se mete el vino y conoce a mucha gente, y mi madre, a quien le encanta mostrar sus encantos, se pone muy contenta cada vez que vienen a saludarnos. Entonces se convierte en una madre distinta que se inventa palabras que no son suyas. Si se alarga la conversación, es capaz de estrangularme la mano para que no me mueva, aunque se vuelva morada; la mano, digo. La tirita del talón la pierdo en el charco. El cuero tirante rozándome la piel y la sangre de la herida hacen que me maree y me quede sentada. Papá viene enseguida con el botiquín del coche, en el que lleva de todo, hasta el agua de carabaña que toma mamá porque tiene mal la vesícula. —¡Ay, ay, ay! —grito antes de que me cure para espantar el dolor—. ¡Alcohol no! —No es nada. Solo agua oxigenada. —Ten cuidado, se te van a salir las tripas por ahí —se ríe mi madre mientras acuna al bebé. Después de un rato, ya nadie me hace caso, se ríen y comen, y beben muchos sorbitos de vinos distintos para luego hablar de ellos. Yo prefiero entornar los ojos y verlos borrosos, así consigo que se apaguen sus voces. Mientras me balanceo sobre la boca de la tinaja, siento como alguien me levanta los pies. Caigo boca abajo, mi cabeza golpea el barro húmedo. La boca y los labios se me llenan de sangre, el sabor a sal y a hierro hace que me vuelva a marear. No hay luz, está todo negro. Intento saltar, pero desde dentro no tengo dónde agarrarme. Tengo frío y hambre y grito, y solo escucho mi propia voz de vieja que me atruena la cabeza. Continúo con las gafas puestas, pero no consigo ver nada. Es mentira que sirvan para ver. Sé que no ha sido mi padre, aunque le guste hacer bromas. También sé que los mellizos y mi madre estaban cerca, he oído sus voces y sus risas. Tengo los pies húmedos, hay agua en el fondo. Aunque me da asco me siento y la humedad me sube por encima de las bragas. Como no sé qué hacer, doy patadas y chillo. Chillo mucho hasta romper las paredes de la tinaja. Cuando me encontraron tenía hipotermia y las uñas arrancadas de agarrarme a la pared de la cuba para intentar salir. Me llevaron en ambulancia al hospital y a los mellizos los mandaron a un internado. Mi madre, cuando vio que no me moría, me estranguló las dos manos y tirándome de los brazos me dijo que le iba a quitar la vida. Ella sería la única en volver a La Feria del Campo. —Ve tu sola —le decía mi padre, que nunca volvió a ser el mismo después de lo del bebé. Y ella iba. Se arreglaba más de lo habitual, se pintaba los labios de rojo fuerte, cambiaba el traje negro por el de color beige y se colocaba las gafas grandes que le tapaban los ojos. Nunca he visto a mi madre llorar. Tampoco cuando murió el bebé. Después de aquel episodio, enmudecí durante años y desarrollé una fobia a la oscuridad que no he podido vencer a pesar de las sesiones de terapia. También he desarrollado con el tiempo

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La vida breve

Paula Castillo Monreal. Alguna que otra fobia

una atracción por la sangre, la de los otros. Por la mía solo siento rechazo y repulsión. ¡Algo tan íntimo no debería quedar expuesto! Ahora trabajo de portera en un edificio de cien viviendas lejos del pueblo y del campo, en el turno de noche. Duermo de día, la claridad me ayuda a relajarme y cerrar los ojos, sé que los puedo abrir en cualquier momento y continuará la luz. Mi vida sin ningún momento de oscuridad. Mi vida sin gafas de sol. De la familia, solo me hablo con los dos pequeños. Más con Carlos. Es camionero y de vez en cuando, si le coincide algún viaje cerca, se queda a pasar la noche conmigo. Me cuenta muchas historias, de sus ligues y de otros camioneros. De sus noches en la cabina del camión mirando las estrellas. Siempre fue un poeta, Carlos. —Conducir el camión es una aventura continua, hermana. Y me insiste para que vaya con él en algún viaje; que experimente la forma en que conduce, cómo maneja su camión y se hace uno con la carretera, porque esa es la manera en que mejor se expresa. Lo dice bajando la cabeza y subiendo los ojos para poder verme. Sus ojos son verdes como los de mi madre, brillantes. Parecen de cristal. Cuando dice estas cosas lo miro y siento un pellizco en el trozo del corazón que me queda. «Ojalá pudiera, Carlos», le miento. Del otro, el más pequeño, hace tiempo que no sé nada. La última vez que nos vimos fue en el entierro de mi padre. Cuando terminó la cremación subimos a El Lobillo, hicimos una hoguera, volcamos las cenizas y nos quedamos mirando cómo se extinguía. Lo dejó escrito: mi otra vida la quiero pasar en el monte. Mi padre murió hace un año. De tanto hacer el tonto y querer escaparse de la residencia, se cayó de la cama. Durante un año estuvo cayéndose casi a diario. El último día se rompió la cadera y se le descompuso el cuerpo entero. Al preguntarle si tenía miedo me dijo que sí y comenzó a temblar. Cogidos de la mano y sin palabras que pudieran pronunciarse, estuvimos llorando y riéndonos de nuestras cosas. Sus palabras siempre en escorzo. Nos fuimos juntos. A mi madre la ingresaron en una clínica de desintoxicación después de asistir a varias Ferias del Campo. Allí se volvió loca del todo y la ingresamos en el psiquiátrico que estaba en lo alto del cerro. Dicen que, por la noche, cuando se apagaban todas las luces, podía verse un potente foco que iluminaba su habitación. La luz no se parecía a la de una linterna ni venía de ningún sitio. Era como si la habitación tuviese luz propia. Creo que la tuvieron atada a la cama hasta que una parada cardiaca terminó con su vida. Así nos lo dijeron. Hay quien afirma en el pueblo que, aún después de muerta, la vieron junto a varios enfermos antes de morir estrangulados. Incluso, que su silueta semitransparente y que irradiaba una potente luz se apareció a varias personas de los pueblos de alrededor. No fui nunca a verla, siempre me dio miedo mi madre escondida tras sus gafas negras. Aún conservo las marcas en las manos que me dejó estranguladas para siempre, las llevo ocultas. Jamás me he atrevido a tocar a nadie. De mí, también dicen que me quedé tarada del golpe, aunque nunca he estado en ningún psiquiátrico. He intentado siempre vivir en un mundo paralelo para que las cosas me duelan menos. Es cuestión de entornar los ojos.

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Durante la noche en la portería aprovecho para ver series y ayudo a los viejos que viven solos. Hoy han instalado una televisión nueva de cuarenta y tres pulgadas que puedo dejar encendida toda la noche. La tengo enfrente e ilumina todo el mostrador, también dejo encendidos los apliques de la pared. Me encanta ver el portal encendido. Cierro los ojos y, con la luz que atraviesa los párpados y me ilumina por dentro, soy capaz de sentirme feliz. A veces, algún vecino me baja algo de cena, como la del sexto «F» que siempre que experimenta con una receta nueva me trae un táper para que la pruebe. Me llevo bien con todos y al jefe no le importa que repita el turno de noche mientras lo acepten mis compañeros. «¡Ja, ja! ¡Nadie quiere hacer el turno de noche!», le dije golpeando la mesa de cristal que flotaba en medio del despacho. Me miró serio y, en una fracción de segundo, vi como su cara me daba la espalda. No era mi intención asustarle. Cuando pudo quedarse quieto y mirarme de frente, firmamos el contrato. Es un buen trabajo. Aunque tengo que fichar a las once, llego siempre antes de que anochezca, así consigo no ver la noche. Charlo un poco con el compañero del turno de tarde y visito a los viejos por si necesitan algo. A veces les ordeno los canales de la tele o les localizo cosas que pierden y piensan que se las han robado. También les ayudo con las cuentas y con la compra, para que no les timen. Me acaba de llamar Fernanda, la del sexto, por el telefonillo. «No puedo moverme, niña», me dice sin salirle apenas la voz. «¿Qué te pasa, Fernanda?, estoy sola en la portería». Pero ya no me oye, ha debido de dejar colgando el telefonillo. Salgo del chiscón y subo a su casa lo más rápido que puedo. La puerta abierta y la casa a oscuras me sobrecogen. Oigo su queja como un silbido al que le falta el aire, viene del fondo. Doy un paso, pero la casa apesta. De pronto se me vienen a la boca sus croquetas y los táperes. —¡Fernanda! —le grito desde la puerta sin disimular mi espanto. —Pasa, niña. Me quedo quieta. No puedo moverme. —¿Dónde está la luz, carajo? —Ahí, al lado de la puerta, ¿no la ves? Y no, no la veo. Con los pies sin moverlos del felpudo, intento alargar el brazo todo lo que puedo. Palpo a un lado y al otro. «No pienso entrar en esa boca lóbrega», pero un impulso suicida me empuja a seguir. No funciona el interruptor. «¿Es que no tiene luz la maldita vieja?». —Me duele mucho, ¡ven! —¡No puedo pasar sin luz! Una linterna, ¿no tienes cerca una linterna? Pruebo con otro interruptor, nada. Avanzo a tientas con los brazos extendidos por el pasillo que no termina. Busco más interruptores, nada. Siento pánico, las paredes se deshacen al tocarlas. El gotelé va formando grumos que se extienden por el suelo y hacen que me tambalee. Salto una vez, dos. Me tiran de los pies. Quiero salir de la tinaja. —No aguanto más, Pili. —Y llora.

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La vida breve

Paula Castillo Monreal. Alguna que otra fobia

Mi nombre me devuelve la cordura. Sujetando la respiración y arrastrando los pies para no dejar de pisar firme, continúo sumergiéndome en la atmósfera empañada del perfume añejo de los años. La negrura me rodea y solo su silbido me sirve de guía: es una queja fría, vacía de fuerza. Apenas le llega el valor y el dolor para el grito, así que grito yo por ella y corro hacia su encuentro porque si no, no llego. Y allí me la encuentro, postrada, de rodillas, como si se le hubiera interrumpido el rezo. La lavadora desbordada, la sangre ondulando a sus anchas ungiendo a la santa. Poseída, atravesada por las luces de la ciudad que hacen de su dolor una mueca intermitente. Su cara suplicándome, la boca en la espalda, su moño sin dejar de mirarme, el cuello girando sobre sí mismo. El movimiento que no cesa. No han podido curarme. Ni los años en el internado, ni los psiquiatras con sus pastillas, ni las terapias contra las fobias ni los baños de agua fría. Nada puede curarme del pánico a la espesura. Me obligaron a no llevar gafas de sol y yo aprendí a mirar sin ver. Estoy a punto de desmayarme en esta casa que no es mía, en esta casa en la que nunca debí de haber entrado. —Huele a sangre, Fernanda, ¡mira cómo tienes las rodillas!, agárrate a mí —le digo bajando el cuello. Me cuesta tirar de ella—. Mira lo que pasa con tanto programa de cocina —le regaño intentando un último esfuerzo—. No hay quien pueda contigo. Abrazadas como dos borrachas consigo sentarla en la silla de la cocina; alguna vez sus labios, otras su pelo rancio, me rozan la cara. Nunca estuve tan cerca de nadie. El movimiento que no cesa. Demasiada intimidad. La dejo apoyada en la mesa de la cocina y de un salto me asomo a la ventana, y grito con mi voz de mayor. Necesito ver, sentir el frío en la cara, los olores se me agolpan en la cabeza y la náusea hace que todo gire. ¿Habrán vuelto las alucinaciones? La ciudad entera con sus luces volcada sobre la ventana. Es su abrazo tibio el que reconozco. Sonrío para la foto y me miro las manos. Una vitalidad nueva, desconocida, me llega mientras limpio la sangre que no deja de brotar de las rodillas de Fernanda. Con la boca le voy taponando las heridas. Llevo horas sentada a su lado vigilando que la hemorragia no vuelva. Parece dormida. El cuello por fin dejó de moverse. Se lo tuve que sujetar a la mesa con la cuerda que encontré en el tendedero para que no se hiciera daño. Ahora descansa hacia un lado con los ojos abiertos sin dejar de mirarme. La claridad pesa ya más que las luces. —He de irme, Fernanda —le digo mientras dejo sobre su piel un beso con sabor a sangre—. He dejado todo recogido y limpio. Salgo de la casa por el pasillo que se va iluminando a mi paso, y dejo todo abierto.

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Paula Castillo Monreal. Papel, caballos, libros, compás, heno, lápices, madera, cuadernos, volutas, tallas. Doma clásica, pan de oro, literatura. Ahora que ya dejé de ser profesora de equitación, compagino la escritura con el arte de la madera, policromías y el pan de oro. Escribo, leo y cuento historias con el sonido de la maza de fondo. He realizado varios cursos de relato, escritura creativa y microrrelato en la Escuela de Escritores de Madrid, y he publicado dos relatos en dos antologías de literatura breve. Actualmente preparo mi primer libro de relatos y colaboro como escritora y editora en la revista Masticadores de Letras.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos Los presentes textos pertenecen a los alumnos del curso Tutorial de Microrrelato de la Escuela de Escritores a cargo de Ginés S. Cutillas.

F. Javier Cano Santa Bárbara La grieta De madrugada, el terremoto separó la ciudad en dos. En la parte alta estaban los nobles, con sus grandes edificios y estatuas de oro. En la baja, la plebe en sus hogares rodeados de animales de granja junto al bosque. Esa mañana, los señores pidieron a sus criados que saltaran a hacer sus labores, pero era imposible superar semejante precipicio. Lo comprobaron ellos mismos cuando sus despensas se vaciaron.

Las ocasiones perdidas De niño te lo decía cada día, en la adolescencia dejé de hacerlo por vergüenza, de adulto no encontraba el momento adecuado y ahora solo puedo traerte flores.

F. Javier Cano Santa Bárbara (Soria, 1978) es ingeniero. Ha sido finalista en varios concursos: Relatos en Cadena, Relatos con Banda Sonora de la Cadena Ser y en la Microbiblioteca y seleccionado en idioma Castellano en el concurso internacional de la asociación EACWP (European Association of Creative Writing Programmes). Sus microrrelatos forman parte de diversas antologías: Historias mínimas (Dendro ediciones), Mundo iracundo (Editorial Minificción) y ¡Basta!, microrrelatos contra la violencia de género, entre otras.

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Los pescadores de perlas

Raúl Aragoneses

Arteterapia Un padre despertó de la siesta en su butaca convertido en un jarrón de la dinastía Ming. La mujer montó en cólera al descubrir aquel recipiente de porcelana fuera de sitio, aunque no recordaba bien en qué lugar de la casa solía colocarlo. En el fondo no armonizaba con el resto de la decoración y pidió a los hijos que lo vendieran por una de esas webs con artículos de segunda mano que ellos conocían. Para su sorpresa, las ofertas de compra se multiplicaron, de manera que, oliendo las ganancias, acordaron subir el precio del objeto. Pocas horas después un ávido anticuario no dudaría en pagar una cantidad mucho mayor para hacerse con él. Hoy el jarrón reluce en una vitrina junto a otras obras de arte. Todas las noches conversan entre ellas cuando nadie las oye. Se cuentan quiénes eran antes de convertirse en piezas de coleccionista, y todas coinciden: gente sin valor para marcharse de otro modo de ciertos lugares infelices.

Ícaro doméstico La polilla agonizaba feliz sobre el escritorio. Creía ciegamente haber llegado al sol.

Raúl Aragoneses (Mérida, 1978) trabaja como corrector en el Departamento de Publicaciones de la Asamblea de Extremadura. Premiado en múltiples concursos, es uno de los diez finalistas de la presente edición de Relatos en Cadena. Prepara la publicación de El infierno comunica, su primer libro de microrrelatos, de la mano de la editorial extremeña De La Luna Libros. Vive en un tercero.

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Rafael Loscertales de la Puebla

Respeto por las tradiciones En este pueblo no hacemos velatorios. Cuando alguien cree que va a morir, coge la pala, sale de casa, cava su propia tumba y, allí dentro, espera el final: sin molestar. Si después de tres días no aparece por el bar, vamos todos al cementerio, cubrimos su cuerpo con la tierra y el más viejo se lleva la pala. Así ha sido durante tanto tiempo que ya ninguno recordamos cómo era antes. Tan solo tuvimos un problema con el tío Fabián: nos lo encontramos al cuarto día dando vueltas por la calle Mayor, empeñado en que le había sido imposible acudir al bar por un asunto familiar. Lo que nos costó devolverlo a la tumba: cómo se resistió para estar muerto

La profesión va por dentro La plañidera, que tantas veces ha dado el pésame, que siempre camina decidida hacia el ataúd, que apretando en sus manos las monedas por su trabajo ha llorado sin descanso ni consuelo frente a muertos ajenos, camina ahora en silencio, seca, temblorosa, con las manos vacías para poder agarrarse con fuerza a su pecho y al féretro de su único hijo.

Rafael Loscertales de la Puebla (Teruel, 1966) es ingeniero informático y máster en Big Data por la UOC. Es autor del blog garrampadeletras, dedicado a relato y microrrelato. Ha sido participante en varias antologías y obras colectivas y ha obtenido, entre otros, el premio Lince Montesdetoledo 2021 y el premio popular en ENTC con los microrrelatos «Espectadores» y «Alma reconcomida», respectivamente, ambos antologados en Emocionario (Esta Noche Te Cuento, febrero de 2022).

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Los pescadores de perlas

María Fca. Barbero Las Heras

Resiliencia Todas las noches, mientras tantea dónde colocar las zapatillas de correr, le asaltan los malos pensamientos. Un demonio en su hombro izquierdo le sugiere, sibilino, que abandone. Duda si todo el esfuerzo para llegar a ser plusmarquista será en vano. Entrenar cinco horas diarias después del trabajo se le hace cuesta arriba. También rechazar ofertas para salir con los amigos. Sin embargo, a la mañana siguiente se levanta con la fuerza de un ciclón. Tiene la capacidad de algunos materiales de volver a su estado inicial, como si de una goma elástica se tratase. Cuando termina el campeonato, sube a recoger la medalla con su bastón blanco, tanteando el podio.

Nosotros Venimos solos, caminando, pasamos junto al Cruceiro. Todo es oscuridad. A la altura de la Ermita de las Ánimas, nos arrodillamos. Dentro, el viento mueve la luz de las velas y desdibuja el rostro de Jesús. Algunas monedas permanecen esparcidas. Las flores mustias se deshojan. Seguimos avanzando. Llegamos a la Iglesia, los bancos vacíos, los santos en penumbra. Silencio y soledad. Subimos por las calles empinadas. Las paredes de las casas empedradas. Un gato corre asustado. Ni siquiera el sonido de los grillos, la luz mortecina de las farolas. Las personas duermen en sus casas, ajenas a este deambular. Mañana seremos uno más.

María Francisca Barbero Las Heras (Bonn,1970) es psicóloga clínica, experta en adicciones, trastornos de la personalidad y terapias contextuales. Trabaja en un centro de conductas adictivas de la Diputación Provincial de Jaén. Ha publicado en la antología de Literatura Breve de la Escuela de Escritores (2021 y 2022) y en las antologías de la revista digital Brevilla, Brevestiario (2021), y Tigres para Juan (2022). Está casada y es madre de dos hijos.

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Elena Sanz Revuelta

De auténtica piel Su última colección sería el comienzo de su merecida fama como el más grande de los diseñadores. Redondez para el blanco casi transparente por el que traslucían vetas violáceas, asimetría para el negro azabache del África profunda, ondulados para el dorado mediterráneo, corte evasé para el diseño atópico tintado de manchas rosáceas y desiguales con las que había logrado un inigualable efecto selvático... muy superior al manido animal print: materia prima extraída con precisión quirúrgica, corte único para cada diseño. Pero lo que realmente marcaría la diferencia de sus bolsos era el tacto: suave y aterciopelado, sin arrugas, granos o estrías que arruinasen la necesidad de acariciar esos cueros, tan extraños y familiares a la vez.

Hetica Una vez que desapareció como materia de estudio su rastro se extinguió. A día de hoy, nadie conoce su ortografía correcta.

Elena Sanz Revuelta (Madrid, 1971) es publicista y autora del blog Relatos mudos. Sus microrrelatos forman parte de diversas antologías: Antología Microrrelatos (Rubric), ¡Están ahí! (ACEN) y ¡Basta!, entre otras. Obtuvo la mención especial en ENTC 2022 (convocatoria Fríos y Comienzos») y fue finalista en Project Loc 2021 con el relato titulado «Tiempo con mamá».

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Los pescadores de perlas

Toti Vollmer Sobre las sagradas escrituras que nunca fueron I El quinto día vio que todo lo que había hecho era bueno. Y descansó. II Adán prefería las berenjenas a las costillas. Y no por vegetariano. III Ni siquiera el Creador anticipó que una Eva en cueros evitaría las calorías de la fruta prohibida. IV La invitación de Adán a poblar el planeta desencadenó en Eva un monólogo interminable. El pobre perdió el interés la tercera vez que le escuchó la palabra estrías.

Fin de mundo Por mucho que buscó el segundo tomo de su preciada colección de hechizos, pócimas y conjuros, no lo encontraba por ningún lado. El mago entró en pánico, pues entendía el peligro de que las fórmulas precisas para convertir agua en vino, multiplicar panes y peces y resucitar cuerpos a los tres días cayeran en manos de algún inescrupuloso.

Toti Vollmer (Caracas, 1967) es licenciada en Idiomas (Unimet) y MS en Psicología (Cornell University). Dialoguista de televisión, dramaturga, productora de teatro y escritora de comics, obtuvo el Premio Chela Atencio (2000) por su ópera prima y el premio nacional de dramaturgia infantil (TIN, 2004). Recientemente sus microrrelatos han sido publicados en Manifiesto Azul. Fue finalista semanal de Relatos en Cadena y mención especial en Esta Noche Te Cuento 2021. Sus microrrelatos fueron seleccionados en la 8ª Edición del Concurso de Microcuentos #C280 y para la antología ¡Basta! de 2022.

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Jorge Herrando López

Tomar medidas Desde la discusión, mi pareja se sienta en un lado del sofá y yo en el contrario. Cada día que pasa está más lejos, como si aparecieran nuevos asientos entre nosotros. Cuando estoy solo, apunto el ancho y el largo, pero siempre es el mismo. Lo he intentado todo: intercambiar los sitios, mover la mesita para que haga tope por el lateral e incluso comprar uno nuevo. El mueble recuperó su tamaño original cuando le pedí perdón.

El peso del tiempo Siete años para irnos a vivir juntos, seis meses para que llegaran los muebles, cinco semanas para poner cortinas, cuatro días para comprar la tele, tres horas para arreglar la caldera, dos minutos para sacar la basura y un segundo para descubrir tu infelicidad.

Jorge Herrando López (Zaragoza, 1990) es ingeniero industrial con mención en electrónica por la Universidad de Zaragoza. Trabaja como consultor SAP en una conocida empresa de electrodomésticos. Sus microrrelatos forman parte de varias antologías: ¡Basta!, Letra impresa y El verdadero nombre de las cosas.

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Los pescadores de perlas

Gabriel Pérez Martínez

Ficción y realidad Al inicio de la obra, representamos a unos padres que no se comunican con los hijos. Tenemos dos: el menor, con problemas de conducta, muy agresivo. Entre ellos no hacen más que pelearse, hasta que un accidente de moto del mayor, a mitad de la trama, nos cambia a los cuatro: nos volvemos empáticos, mostramos nuestros sentimientos… Antes de los aplausos finales, parecemos una familia. Ahora, cuando termina la función, nos cuesta abandonar el teatro para regresar a nuestras respectivas casas. Algunos lo hacemos andando. Otros, en bici. Procuramos saltarnos todos los semáforos.

Sin confusión «Nos amamos», decimos al unísono. Le sonrío. Ella se acerca y me acaricia la mejilla. Me emociono, aunque sé que usamos diferentes tiempos verbales.

Gabriel Pérez Martínez (Málaga, 1970. Planeta HD 209458 b, al que no piensa ir nunca). Estudió Ingeniería Informática y es profesor de instituto en el IES Cánovas del Castillo. Autor del blog A lo mejor me falta carácter. O me sobran caracteres, ha publicado en diversas antologías y obras colectivas. Participante asiduo del Cuenta 140 y del Concurso de Microrrelatos sobre Abogados, en el que obtuvo el premio del pasado mes de Julio. Ha sido finalista de los premios Relatos con Banda Sonora, Relatos en Cadena (mensual) y de la Microbiblioteca (mensual), y ganador del VII Certamen Internacional de Microrrelatos Cardenal Mendoza.

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Jesús Alcañiz García

A grandes males El señor alcalde ordena acabar con los perros callejeros porque no le dejan dormir. Los cazan a lazo, los sacrifican y los queman en un descampado de las afueras. El señor alcalde no se marcha hasta que el viento esparce las últimas cenizas. Ahora, en el silencio de la noche, no pega ojo por los ronquidos de su esposa desde la otra habitación.

Propiedad privada Camino de la residencia se cruzó en las escaleras con el nuevo inquilino que iba a ocupar su piso, un joven que le recordó a las fotos antiguas de sus antepasados por su peinado hacia atrás con gomina, por el enorme mostacho de puntas rizadas y por la barba muy poblada y crecida. Se sintió mal por haberle dejado el gas abierto y el horno encendido. Para cuando escuchó la explosión desde la esquina, ya no sentía remordimiento alguno.

Jesús Alcañiz García (Madrid, 1961) es licenciado en Filología Hispánica por la UCM. profesor de Lengua y Literatura en Secundaria y Bachillerato. Algunos de sus microrrelatos han sido seleccionados en diversas revistas y antologías. Tiene un blog de relatos breves y microrrelatos: El mirador.

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Los pescadores de perlas

Edgar Gómez López

Casa rusa Llevo años construyendo una reproducción exacta de mi casa. Cada habitación, mueble y detalle está en ella; incluso la propia maqueta, en cuyo interior está otra réplica idéntica con su correspondiente miniatura. Esta mañana se me rompió una de las sillitas, y sentí verdadero terror al descubrir que la real se había dañado también al mismo tiempo. Ahora no quito ojo a la figura que está dentro, espero que los demás lo cuiden como yo.

Una solución lejana Mi vecina escucha la mente. Esto se lo cuento en este bar porque aquí estamos a salvo. A sus ochenta y dos años, golpea la pared y se queja por el ruido de mis pensamientos todo el día. Vivo solo, y se me hace muy difícil no reflexionar, sin entrar en que no todas mis ideas son decentes. Los años pasan, pero la vieja no se muere —oigo sus risas a través de las paredes cada vez que pienso en ello—. Y como no tengo dinero para mudarme, quizá usted pueda ayudarme. Desde bien lejos podemos solucionarlo sin que nos oiga. ¿A qué distancia puede hacer un disparo certero?

Edgar Gómez López (Cartagena, 1983) es ingeniero industrial superior (UPCT), responsable de calidad en una empresa aeronáutica desde hace más de diez años. Busca la condensación de todas las verdades universales en un texto de menos de cien palabras; lo logrará.

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Esther Gómez Babin

Matemática inexacta Rompimos de mutuo acuerdo. Yo encontré otra media naranja y ella partió para mediar por la paz mundial. Solo nos dividía el cuidado del niño, así que tiramos por la calle del medio. Yo me hice cargo del costado derecho. Ella, en línea con su activismo, con el izquierdo. Desde entonces, mi felicidad como padre no pasa de ser parcial. Todos le alaban, porque no da ni medio problema, pero yo, por mi parte, no estoy del todo convencido, porque veo que no va a ser ni la mitad de guapo que yo.

Reincidente Me extraña que no haya nadie en casa a estas horas. No reconozco el chaquetón del perchero, ni el color del mantel del comedor. Pero lo que más me inquieta son las fotos de la estantería. A mi mujer la reconozco, claro. A ese que está con ella, sonriendo como un bobo, no. Mejor mantener la calma; tiene que haber una explicación. Al menos mi sillón favorito sigue en el mismo sitio, así que me sentaré a esperarla. Cuando llegue la recibiré con ese «hola, cariño» que tanto le eriza el vello. Seguro que se alegra de saber que me han concedido el tercer grado.

Esther Gómez Babin Compañera, madre, trabajadora y soñadora a tiempo completo. Aprendo, poco a poco, que la realidad puede superar los límites de la imaginación y que hay miles de mundos maravillosos dentro de cada cabeza. Feliz de poder compartir algunos de los míos contigo.

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Los pescadores de perlas

Vicente Fernández Almazán

Tempus fugit Es un reloj de arena único; de los que ya no se fabrican —concluye el relojero—. Tiene desajustados algunos granitos, pero bastará con limpiarlo. El cliente accede y aguarda. El relojero procede, minucioso, a desembarazar la arena desordenada del tictac de las piecitas. El cliente reclama —a ser posible— las horas perdidas que pudieran encontrarse desperdigadas. El relojero pregunta a qué tanta zozobra. El cliente se disculpa y calla, apesadumbrado. El relojero finiquita la tarea; se sacude la arena sobrante, le devuelve el reloj a su dueño y lo acompaña hasta la salida. Desde allí, verá partir al cliente que —ya marchito— comienza a transformarse en una fracción de desierto infinito.

Tregua de Cronos Para cuando hayas oído los primeros cinco minutos de tic-tac, ya sabrás balbucear «mamá» y, a y cuarto, te besarán en el cine. Tú corre. Cásate, si quieres, pero sin discutir ni el peinado que vas a llevar; aunque más vale que lo hagas antes de que sean y veinticinco, cuando uno de los dos pida el divorcio. Sigue progresando. Recuerda que, a menos cuarto, cuando las tardes enarbolen sus largos faldones, acabarás en una residencia de ancianos y, antes de que falten dos minutos, llegará él —tan puntual— y te susurrará: «¡Feliz no-cumpleaños!». Y se acabó. Él es así: un perfecto usurero. Nunca dejará de voltear sus dos bracitos disimétricos como ganchos de carnicería y tú apenas podrás soñar con ser Superman dando marcha atrás al girar del Mundo. ¿Qué si no? Amar, tomar el sol, comer con cubiertos... ¿qué importa ese sinsentido? Lo que desde luego no merece la pena es preguntarse, cada año, de qué sirve escamotearle una hora en el cambio de horario invernal si siempre va a ganar él.

Vicente Fernández Almazán (Jerez, 1968) es enfermero. Cursó estudios cinematográficos sobre guion y obtuvo el premio RTVA a la Creación Audiovisual Andaluza. Ha publicado en diferentes antologías y revistas literarias. El próximo año verá la luz su primer libro de microrrelatos.

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Jonathan Ruádez Naanouh

L’enfant terrible Cuenta la madre que al dictador le viene de niño lo disciplinado y generoso. Cuando terminaba la hora del juego, alineaba en perfecto orden sus avioncitos y tanques de hojalata sobre la repisa para exhibirlos con orgullo. Y si oía a algún otro niño hacer pataletas en el barrio, le llevaba sus soldaditos de plomo para que no protestara más.

El otro miedo Acá le tememos a la vida, que se planta a nuestro lado desde el mismo momento en que morimos y nos recuerda que cada minuto que no regresamos es un favor que nos hace.

Jonathan Ruádez Naanouh. es comunicador y traductor venezolano. A los quince años, mientras visitaba la casa de sus tíos, se topó con una vieja edición de la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Ocampo. Sin saber cómo clasificar textos breves como «El gesto de la muerte» de Jean Cocteau, de inmediato, cayó en las redes de lo que ahora reconoce como el cuarto género literario.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Sebastián Candado De mis paseos solitarios por las Ramblas de Barcelona en los años 60 A mi hija Ariadna Aquella ciudad tenía alma. Una Barcelona con menos renombre, más abierta y canalla, en la que nací y he vivido hasta hoy, acordándome de los años más revoltosos de mi vida, que fueron —como no pueden ser otros— los mismos de la juventud. Estoy viéndome ahora, solo, pasear Ramblas abajo, hacia Colón. A cada lado, en un ambiente casi de fiesta, se suceden los puestos más vistosos de flores y de pájaros. Es una noche de sofoco, húmeda, con la frescor de la brisa a ratos, que entra del mar y corre muy suave, acariciándome la cara. Apetece, aunque sea un momento, pararse a ver esos reptiles exóticos, de ojos adormilados, que parece miran a ninguna parte, su piel escamosa y fría, teñida con los colores más bellos de la selva. Era tan emocionante la noticia. Solo a escasas millas del puerto, más allá de la bocana, podía estar

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fondeado el Saratoga —un portaaviones emblemático, de guerra. Para poder verlo, nos acercábamos hasta las escalinatas del muelle y desde allí, a lo lejos, nos parecía una ciudad flotante, fantástica y luminosa en la ya muy cerrada oscuridad de la noche en el mar. Era también muy divertido el ver a los marines, altos y desgarbados, irse ya de retirada, con sus borracheras, tambaleándose, sin apenas tenerse en pie, aunque muy cogidos del brazo de las putas. Eso animaba más aún la vida de las calles, su alboroto plebeyo, a las puertas mismas del barrio chino. Me acuerdo que, a poca distancia de las Golondrinas, donde estaba también amarrada la carabela Santa María —saboteada años después por los mismos bárbaros de siempre—, un lanchón hacía guardia, recogía a los chicos de la US Navy, sin más contemplaciones, y se los llevaba a los camarotes, a pasar la tajada. Es verdad —o me lo parece a mí— que las noches tenían, en aquel tiempo, otro encanto. Eran más divertidas; también más lujuriosas. Pero estoy acordándome de una ciudad que ya no existe, que está solo en mi memoria. La Barcelona de hoy no se parece en nada a la de ayer. Ha perdido su bohemia, el encanto que tuvo; además, tampoco la siento como mía; ni siquiera le tengo el mismo apego que le tuve entonces, cuando la viví y la gocé siendo muy joven. El equívoco está, diría yo, en querer suplantar la realidad

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El castillo de barba azul

Sebastián Candado. Poemas inéditos

mediante el hechizo. Es decir, en el deseo de revivir algo del todo imposible, como lo es volver al pasado. Aprovecharse así de nuestras ensoñaciones, y solo con la pretensión de hacer una mitología propia. Aunque nos puede la nostalgia.

La metáfora de Rilke A María Jesús

Vienen de allá lejos. Son las bocarrenas. Esas laderías y derrumbaderos de pizarra; glaciares con relumbros de jade, que espejean en las tardes del poniente. A mi espalda, soberbio como ídolo esculpido fieramente a mano por un dios, en hielo y piedra esplende un monte fabuloso. Miro los gules y amarillos de la Auvernia. Más cercanas las granjas. Se agrisan y pudren sus maderos, muy ásperos al tacto, enfrentándose a las heladas y ventiscas. Ahora puedo imaginarme aquel trenecillo —juguete casi—, color hoja de abedul. Y verlo alejándose en la insonora planicie; ir despacio hacia los túneles que tiene la memoria. Me pregunto si por aquí huyeron los escuadrones de la Wehrmacht, sus esvásticas banderas. O también, si estas rutas heladas y con nieve servirían como paso a los trenes de las deportaciones. Pensar en esas vidas humanas, el terror de quienes las sufrieron, hacinados en vagones sellados, luego

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empujados sin compasión ninguna —lo mismo que bestias— hacia los horrores del exterminio en las cámaras de gas. ¿Nostalgia acaso, todavía, de aquellos paisajes heridos por las guerras, que son en mí un espejismo? Recordar también a Rilke. Una vida más lenta y profunda. Quizá viera, en los atardeceres, desde el castillo de Muzot, esas dóciles planicies de Weyrac. Su metáfora es bella y magnífica: Un tablero de ajedrez entre colinas.

Hopper en Singuerlín A Carlos Quesada, mi amigo

Que me acuerde ahora de esas noches en que tú y yo, solo por vicio, discutíamos de todo, tiene algo que ver con la nostalgia. Aquel bar de hotel, desangelado y frío. Un pasatiempo es también el placer de conversar, con la grappa de por medio, sobre asuntos harto enrevesados y difíciles, como lo son la soledad en las imágenes que pinta Hopper, o las maneras de cuidar nuestros paisajes urbanos, su decoro y belleza. Lo más aconsejable sería que nos olvidemos del adefesio. Imaginemos cualquier día. Hoy mismo. Hopper viene a vernos; se sienta a la mesa, con nosotros; sin pronunciar una palabra. Observa simplemente y presta mucho interés a todo cuanto decimos. En ningún momento pierde el hilo de la conversación. Los escenarios son los mismos. No cambian. Sus personajes pasan desapercibidos. Visten con elegancia. Están solos o en pareja. Se ven

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El castillo de barba azul

Sebastián Candado. Poemas inéditos

envueltos en transparencias de ámbar. hay luces de acuario. Y todo acontece en lugares comunes: alguna hospedería, a las afueras; sotabancos, estaciones de trenes, algún jardín con árboles podados. Hopper se tomará su tiempo. Ahora sí quiero saber cuál es tu opinión; que nos digas el parecer tuyo. ¿Estás conmigo en que estos dos rascacielos, además del escarnio, deslucen y pervierten la harmonía del conjunto urbano, son dos abominables mamarrachos? Pongámonos de acuerdo. La teoría, su exégesis, viene dada por la desolación con que habita el ser humano en las grandes metrópolis. Ahora bien, el enigma está precisamente en la abstracción. Sus espectros suelen ser conocidos. Pudo acontecer en Nueva York o en Chicago. Un apartamento de hotel. Se ve una mujer. Está sola, sentada al borde de la cama. Entre sus manos sostiene algo. Es una guía. Y seguramente quiere averiguar el horario de los trenes de cercanías. Sabemos quién es la modelo. Siendo así, la superchería está en el disparate del proyecto mismo. ¿Qué encanto pueden tener esas dos estructuras cúbicas, sus fachadas de angustiosas ventanas abiertas al vacío y el miedo? Para concluir amigo mío, te digo que desde aquí es imposible ver el mar. Solo se ven las gaviotas.

Sebastián Candado (Santa Coloma de Gramenet, 1946) es poeta. Poemas suyos han aparecido en diferentes revistas literarias como Caravansari o Paralelo Sur.

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Aproximación al epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán (III) Núcleo literario

Por Saturnino Valladares Después de haber tratado los aspectos biográficos y políticos que aparecen registrados en la correspondencia entre José Ángel Valente y José-Miguel Ullán en los dos últimos números de la revista Quimera, me dispongo ahora a abordar sucintamente el núcleo literario. Los motivos literarios constituyen gran parte de los argumentos del epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán. Forman parte de este amplio apartado la primera versión de dos poemas inéditos de Ullán; los libros y revistas que se envían, los cuales permiten trazar, cronológicamente, la producción literaria de ambos; la consideración poética y ensayística en la que se tienen; los textos que se dedican y las entrevistas que el salmantino le hace al gallego; la crítica a otros autores; la polémica que provoca el poema valenteano «Fábula de payaso en la ancianidad y su pareja»; colaboraciones de Valente a petición de Ullán, etc. Sin duda, dos de los momentos más significativos de este epistolario suceden los días 29 de marzo de 1968 y 24 de enero de 1974, cuando Ullán le envía a su amigo dos poemas inéditos en aquel momento: «Así habló el guerrillero» y «No hay olvido», respectivamente. No fueron estas las únicas veces que le pidió su opinión al autor de A modo de esperanza, a quien llegó a considerar un maestro y una fuente de inspiración, como reconoce en una carta fechada el 7 de septiembre de 1969: «... tras recibir tu carta (estímulos mágicos), me he puesto a escribir poemas como un loco. Llevaba meses sin sacar nada». Desde París, el 11 de abril de 1968, le envía una copia del inédito Mortaja y una carta en la que explica las intenciones con las que construyó cada

una de sus partes: «... me gustaría conocer tu opinión sobre el librito. Procura ser un poco extenso en el juicio, sin miedo a desanimarme en mis empresas moceriles». Un mes después, el 15 de mayo de 1968, agradece el extenso comentario que le ha hecho Valente sobre esta obra, que fue publicada en la editorial mexicana ERA en 1970. Se sabe que este tenía noticia de estas gestiones de su amigo por una epístola fechada en Ginebra, el 17 de marzo de 1969: «Me alegran las noticias sobre la mayor estabilidad de tu trabajo y, muy en especial, lo que me dices sobre la edición de Mortaja en Era». Algo similar ocurre el 17 de marzo de 1972, pues el salmantino le hace llegar Maniluvios y una confesión: teme que no pase las «garras censuriales». Este poemario superó la censura y fue publicado por la editorial El Bardo, en 1972, con levísimos recortes —«‘engullen hostias’, ‘los castellanos’, ‘su viva españa’ y ‘oh padre, / joderás mucho / con la Reina’. He hecho contraposición: espartanos iría en lugar de castellanos, viva el mapa en lugar de viva españa, tortas por hostias y en vez de joder bailar...»–, según consta en una epístola fechada el 18 de abril de 1972. Sobre la opinión que esta obra suscita en Valente contestará Ullán el 5 de setiembre de 1972. En cartas posteriores el salmantino seguirá hablando de sus próximas publicaciones: De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado (9 de diciembre de 1973), Frases y Manifestación (10 de abril de 1975), etc. En diversos momentos de esta correspondencia, Valente opina sobre la escritura de Ullán. Así, desde Ginebra, el 2 de abril de 1968, afirma que le gusta «mucho» el poema inédito «Así habló el guerrillero» y señala su deseo de ver pronto el libro en el que este será incluido. Años después, desde Collonges-sous-Salève, el 14 de

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Saturnino Valladares. Aproximación al epistolario José Ángel Valente

julio de 1976, acusa recibo de los libros Alarma y Frases, que entiende «llenos de salud» a pesar de —o quizá por— la irritación que su ruptura con el lenguaje establecido estaba provocando entre los críticos. Un año después lo felicita por los excelentes poemas de Intramuros que había publicado en la revista de artes plásticas Guadalimar, en la que Ullán ejercía como subdirector. El autor de A modo de esperanza no solo elogió las composiciones poéticas de su amigo, sino que tuvo en la misma consideración sus ensayos: «... tu texto sobre Lezama me ha gustado mucho», escribe desde Ginebra, el 26 de setiembre de 1978. Del mismo modo, Ullán vertió sus opiniones sobre la escritura de Valente y sobre la de sus contemporáneos en esta correspondencia. En relación con las primeras, desde París, el 20 de julio de 1967, comenta que ha leído y releído los últimos poemas del gallego —por la fecha de esta misiva y la referencia a José Batlló, editor de la colección El Bardo, estos textos deben de pertenecer a Siete representaciones (1967)—, que le gustan «muchísimo» y que desea reseñarlos. También desde París, el 7 de marzo de 1969, realiza un comentario similar sobre su último poemario: Breve son (1968) le ha gustado muchísimo y va a comentarlo. Un par de años después, desde Chaville, el 29 de junio de 1971, acusa recibo de las últimas publicaciones de su amigo: los cuentos de Número trece, los ensayos de Las palabras de la tribu y el poemario El inocente —del que destaca «Límite», el breve poema que cierra el libro: «Qué oscuro el borde de la luz / donde ya nada / reaparece»1–. Del primero enfatiza el sarcasmo y la transparencia, la violencia y la calma original; el segundo consolida a Valente como un riguroso y estimulante crítico de rara coherencia; y en El inocente halla «algunos de los poemas más útiles, bellos y ejemplares que en mi vida he leído». El reconocimiento del salmantino le empuja a afirmar que, además de al amigo, en estas obras ha descubierto al maestro. Del mismo modo, cuando se publica su poesía completa, Punto cero (Poesía 1953-1971), resalta los «hermosísimos» Treinta y siete fragmentos, que no habían sido editados anteriormente, pues «te renuevan sin estridencias y crean un mundo entre escurridizo y brutal que yo he reconocido con placer y agradecimiento» (Moscú, el 25 de diciembre de 1972).

1. Valente, J. Á. Obras completas (I: Poesía y prosa). Bar-

celona: Galaxia Gutenberg, 2006. Pág. 318. Edición e introducción de Andrés Sánchez Robayna.

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Esta admiración le llevó a antologarlo en Noventa y nueve poemas (1981) —asunto que ya abordaba una carta fechada en Madrid el 22 de octubre de 1978— y a reseñar los libros que Valente va publicando en diversas ocasiones. De estos hechos da buena cuenta esta correspondencia. Así, desde París, el 7 de octubre de 1967, comenta que José Luis Cano, director de la revista literaria Ínsula, le aseguró que su nota saldría en el número de octubre. Efectivamente, «El día de la ira (Sobre el último libro de José Ángel Valente)» vio la luz en el número 252 de esta publicación. Asimismo, deben señalarse las noticias que afirman su intención de reseñar otros poemarios: Breve son (29 de marzo de 1969 y 7 de noviembre de 1969), El inocente (28 de noviembre de 1971) o Punto cero, que, el 9 de diciembre de 1973, comunica que saldrá en Trece de Nieve. Además de abundantes artículos, Ullán entrevistó en diferentes ocasiones a Valente. Probablemente, las entrevistas más interesantes son «El escritor nace cuando el grupo fenece» (1978) y «Cambio de estado» (1981), aunque conviene no desdeñar la reveladora que le hace para la revista Triunfo, en una carta fechada en Chaville, el 29 de julio de 1970. También conviene detenerse en las reseñas sobre la obra valenteana, escritas por otros autores, que Ullán le envía: una crítica a La memoria y los signos publicada en Claraboya (7 de octubre de 1967); un recorte del último número de Índice, donde Eduardo G. Rico comenta Siete representaciones (24 de enero de 1968); y dos notas en torno a El fulgor, probablemente escritas por Joaquín Puig y Mario Hernández (22 de setiembre de 1984). Por su parte, Valente le envía sus últimas publicaciones: su traducción de Constantino Cavafis, Treinta poemas (de la que el salmantino acusa recibo el 18 de mayo de 1972) o Punto cero (21 de diciembre de 1972). Por estas páginas también puede leerse la opinión crítica que las publicaciones de algunos de sus contemporáneos suscitaban en Ullán, tanto españoles como extranjeros. Entre las luces de la ironía y las sombras del sarcasmo, discurren frecuentemente estos análisis. En ocasiones, la crítica es más sutil: desde París, el 15 de mayo de 1968, copia un poema de Leopoldo María Panero que ha leído en una reciente antología: «Si lo entiendes, me lo cuentas». A menudo este tipo de comentarios conviven con otros muy críticos, cuando se refieren a la obra de algunos autores del Grupo poético de los 50, y estos libros son comparados con los logros y con el «raro perfume de coherencia» de Punto cero, haciéndose hincapié en el carácter excepcional


de la poesía valenteana «frente a las otras voces patrias», como se señala en la carta del 22 de marzo de 1973. Sin entrar en comparaciones ni en valoraciones individuales, la opinión del gallego sobre la obra de sus contemporáneos parece bastante próxima a la de su amigo, según se desprende de una carta fechada en Collonges-sous-Salève, el 14 de julio de 1976: «La mayoría de mis compañeros de generación (por no decir todos) arrastra las babas de un lenguaje reiterado y monótono, del que la creación está ausente». Esto explica que, en su opinión, la mayoría de los poetas de la generación de Ullán haya nacido «con el lenguaje cansado». Mención aparte merecen los comentarios que suscita la publicación del poema valenteano «Fábula de payaso en la ancianidad y su pareja» y la polémica con Félix Grande. Gabriel Celaya fue un poeta por el que Valente no sintió una simpatía especial, según se desprende de la correspondencia que el autor de A modo de esperanza desarrolló con algunos de los poetas españoles de su edad —como José Manuel Caballero Bonald y José Agustín Goytisolo2—, de sus artículos —«un poeta ya destinado a merecido olvido, Gabriel Celaya. “No quisiera hacer versos”, escribe este en cita tuya. Solo cabe decir que fue esa una voluntad plenamente cumplida»3—, de su Diario anónimo —entre el 18 y el 25 de diciembre de 1967: «Choque con los Celaya. Alguien opina (A[lfonso] Sastre) que hay en la pareja una mezcla de menopausia sexual y literaria a la vez. Tiene razón. Ella es lo soez en estado puro»4— y del controvertido poema «Fábula de payaso en la ancianidad y su pareja», publicado en abril de 1968, en el número 230 de la revista Índice. Gracias a Caballero Bonald, se conoce la posible situación que dio origen a este poema: He olvidado por qué o a instancias de quién fuimos un día los Celaya, Pepe Valente y Alfonso Sastre — que también estaban aquella vez en La Habana— a 2. Valladares, S. Retrato de grupo con figura ausente. Edición y análisis de la correspondencia entre José Ángel Valente y los poetas españoles de su edad. Ourense: Diputación de Ourense, 2016. Págs. 37-59 y págs. 61-133, respectivamente. 3. Valente, J. Á. Obras completas (ii: Ensayos). Barcelona:

Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg, 2008. Pág. 1516. Ed. de Andrés Sánchez Robayna y recop. e intr. de Claudio Rodríguez Fer. 4. Valente, J. Á. Diario anónimo (1959-2000). Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2011. Pág. 121. Ed. de Andrés Sánchez Robayna).

comer a casa de Ángel Ciutat, un militar republicano [...]. No sé si a cuenta de una necia disputa sobre los condimentos con que había sido sazonada [la paella] o porque realmente los aires marinos alteraban el ánimo de los Celaya, se enzarzaron estos en uno de esos rifirrafes de alta graduación que podían llegar a extremos incluso peligrosos, habida cuenta de que la inoportunidad de las situaciones no los apaciguaba sino que antes bien los favorecían [...] ni podían prescindir el uno del otro ni podían soportarse. Yo creo que aquella gresca en casa de Ciutat hizo un poco de disparadero para que Valente escribiera su cruel y divulgado poema sobre los Celaya5.

Desde París, el 15 de mayo de 1968, Ullán comenta que Fernández Santos le ha entregado el número de Índice donde sale el polémico poema y que este opina que es «indigno» de su autor, motivo por el que el salmantino le da la enhorabuena. Un par de meses después, le informa de la existencia de un «largo artículo de Félix Grande —que no quiere publicar hasta saber si los interesados lo saben—, arremetiendo contra el frigidario y nocivo Valente por cierto horrendo poema en Índice». El 7 de octubre de 1968 comenta que volvió a encontrar a Fernández Santos, quien volvió «a la carga, con más ardor que nunca, sobre tu innobleza vertida en el poema del viejo payaso y su pareja», pues, en su opinión, se trata de una vil venganza personal por las «faenas que los pelayas te hicieron en la islita». Asimismo, advirtió que «hostiaría» a cualquiera que a él le escribiese una oda parecida. Con su habitual sentido del humor, el autor de Ondulaciones asegura que lo está «rumiando» en octavas reales y profetiza una nueva guerra civil. El 1 de marzo de 1969, en la revista Índice, Félix Grande dio a la luz el artículo «Poeta, crítico y fiscal. Carta abierta a José Ángel Valente», en el que le acusa de su «actitud pedante y cerebral» por la publicación de dos poemas: uno «que parece aludir a Gabriel Celaya» y otro anterior «que parecía aludir a José Hierro» —«Poeta en tiempo de miseria», editado por primera vez en la Revista de Occidente, en 1966—. El texto termina agradeciendo las «partes sabias» de la obra valenteana y mostrando su «repugnancia por esas otras zonas en que te muestras inhumano». El gallego no respondió a Félix Grande al entender que se estaba metiendo en un asunto que nada tenía que ver con él y 5. Caballero Bonald, J. M. La novela de la memoria. Bar-

celona: Seix Barral, 2010. Págs. 704-05.

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en el que solo pretendía figurar. A este hecho se refiere una misiva que Ullán fechó en París, el 30 de enero de 1969: «Soporté, solitariamente, el delirio felixgrandino. Muy en su tono. Me parece estupenda tu (no) respuesta. ¡Viva el desprecio y mueran los paisanos febriles! A otra cosa». Al parecer, los ofendidos con esta situación fueron Gabriel Celaya y José Hierro, pues este artículo los había puesto en evidencia: «Te hago un añadido cotillero a propósito de la “polémica” felixgrandina. Me cuentan que tanto Celaya como Hierro están a punto de matar al caballero», comenta el salmantino desde París, el 7 de noviembre de 1969. Un mes después, habla de un agradable encuentro con Ángel González, en el que desenterraron «el asuntejo celayesco». También debe llamarse la atención sobre las peticiones de textos que realiza el autor de Ondulaciones para incluirlos en las revistas con las que está relacionado. Por ejemplo, desde París, el 24 de enero de 1968, solicita poemas para la revista Trinchera; el 29 de marzo de 1968, pide permiso para abrir el próximo número de Ruedo Ibérico con el poema «Las legiones romanas»6, perteneciente a la parte III de Breve son, y otro poema para el homenaje al Che Guevara que preparaba El Bardo. Ambos permisos fueron concedidos por Valente en su respuesta desde Ginebra, el 2 de abril de 1968. Una petición más importante que las anteriores la realiza el 7 de diciembre de 1969, pues solicita un prólogo para su Antología salvaje: «Y tal gente editora quieren un prólogo de “alguien conocido”. Ahí comienza lo bueno. Sobreentiende el resto. Yo no sabría a quién acudir (de tomarme la cosa en serio), sino a ti». Para esta ocasión Valente redactó «Presentación cóncava en una sala vacía»7. Entre las intervenciones a favor de su amigo debe considerarse el encargo que hace Ullán por petición del crítico literario Juan Carlos Curutchet, que desea recibir Siete representaciones dedicado, pues, al parecer, prepara «un ensayo muy amplio sobre toda tu obra poética», escribe desde París el 29 de marzo de 1968. Cuatro días después, el autor de A modo de esperanza pide las señas de Curutchet y, aunque advierte que no tiene ejemplares, «le mandaré uno —si tú crees que debo ha-

cerlo— cuando los tenga». Del mismo modo, el 20 de julio de 1967, Ullán informa que le entregó a Paco Ibáñez la «Nana de la mora»8 de Breve son —«Ayer estuvo aquí tarareándola; a él le gusta mucho»— y otro poema suyo, «Canción de los 15 suspiros». Posteriormente, el 24 de enero de 1968, se encontró con el cantante en la Librairie Espagnole de Antonio Soriano, que le hizo salir a la calle para cantarle «la nueva música de tu nana (ya definitiva): ha quedado una canción fenomenal, que él ensaya con su hija pequeñaja: se duerme que es un gusto...». Sin embargo, la versión musical de su «Canción de los 15 suspiros» le parece «una cosa muy extraña y sorprendente». La «Nana de la mora» fue incluida en el álbum Paco Ibáñez 3 (1969) y en el histórico concierto que el valenciano realizó en la sala Olympia de París el 2 de diciembre de 1969: «Paco Ibáñez cantó, con un éxito a lo Piaf, en el templo del Olympia. Peces hispanos, gritos equívocos de “¡Paco-Pa-co-Pa-co!”, autógrafos y flores. Canta cuatro o cinco cosas estupendas (tu Nana entre ellas)», comenta el 7 de diciembre de 1969. Como bien recuerda María Lopo: «El concierto dio origen a un doble álbum en directo, Paco Ibáñez à l´Olympia, en el que no se recogió la “Nana de la mora”»9. Las últimas cartas de este epistolario muestran que, a pesar de la distancia y los desentendimientos, el afecto y la consideración continuaron a lo largo del tiempo. Con un cómplice «Príncipe astur de la poesía», el 26 de abril de 1988, Ullán felicita a Valente por el premio Príncipe de Asturias de las Letras concedido ese año y, el 9 de marzo de 1994, le envía una nota en la que le ofrece publicar en la editorial Ave del Paraíso, de la que era fundador y director literario: «Ni que decir tiene que la editorial es tuya para cuando quieras publicar. Habrá otra colección de tapa dura, titulada “Lunario”. A elegir». En definitiva, en esta breve aproximación al interesante epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán pretendí presentar, sucintamente, algunas de las constantes del eje literario. Las relacionadas con los núcleos biográfico y político aparecieron en los dos últimos números de la revista Quimera.

6. Valente, J. Á. Obras completas (I: Poesía y prosa). Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2006. Págs. 261-262. Edición e introducción de Andrés Sánchez Robayna. 7. Valente, J. Á. Obras completas (ii: Ensayos). Barcelona: Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg, 2008. Págs. 1167-1168. Ed. de Andrés Sánchez Robayna y recop. e intr. de Claudio Rodríguez Fer.

8. Valente, J. Á. Obras completas (I: Poesía y prosa), Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2006. Págs. 242-243. Edición e introducción de Andrés Sánchez Robayna. 9. Lopo, M. «Valente en París: Fragmentos recuperados». Valente vital (Ginebra, Saboya, París). Santiago de Compostela: Publicaciones de la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, 2014. Pág. 399. Edición de Claudio Rodríguez Fer.


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El ambigú

Curling

Yaiza Berrocal H&O Editores: Barcelona, 2022 234 págs.

Sembrando el estupor Por Sergio Lledó Usar el curling como metáfora del trabajo en la empresa: el equipo tiene que afanarse por barrer la superficie con la suficiente concentración para realizar la tarea a la perfección, pero sin tiempo para plantearse sus condiciones de trabajo; y llamar así a tu novela, aunque no tenga nada que ver con ese deporte, podría parecer arriesgado. Darle pie, además, con una cita de Margaret Thatcher, es toda una declaración de intenciones. Y el texto que encontramos a continuación es coherente con todo ello. Lo primero que pensamos cuando empezamos a leer el libro es: ¿Qué demonios es esto? ¿Y qué es Curling? Pues es un artefacto literario muy bien calculado que puede ser calificado como novela, pero que se nutre en realidad de una más que heterodoxa mezcla de géneros. Curling es una sátira ácida del mundo neoliberal y de las relaciones laborales, una narración alucinada en la que su autora se atreve a explorar hasta el límite esta idea con un humor afilado a través de un atrevido desarrollo que no se deja encerrar. El argumento podría resumirse diciendo que trata sobre un grupo de acomodadores que trabajan en un teatro con unas condiciones laborales de explotación dignas de la actualidad y crean un sindicato clandestino que

acaba siendo una especie de grupo pseudoterrorista para acabar con la empresa que gestiona el establecimiento, aunque este parece dispuesto a implosionar sin ayuda de nadie. Comienza la novela con una acotación que recuerda la maldición que persigue al Gran Teatro del Walhall desde el siglo XIX, con diversas tragedias que la empresa que se encarga de gestionar los espectáculos de la sala explota comercialmente sin ningún escrúpulo. El propio nombre del teatro parece remitir cómicamente al Valhalla nórdico, como referencia al lugar en que se honra a los caídos. Continua con los informes del enrevesado proceso de selección de personal de la empresa, que se dedica a proporcionar una experiencia total al espectador (gafas de realidad virtual en las que proyectan deportes para quienes el programa les parezca soporífero). La trama se estructura a través de las cuatro óperas que se representan en el teatro y avanza a través de las calamidades que suceden en cada una de ellas. Partes de incidencias, comunicaciones de walkie entre los acomodadores y el supervisor, las reseñas lisérgicas del crítico musical Teodoro Bravo, el diario del trabajador Eusebio Morcillo y sus devaneos con Ana Orsini, cabecilla de la organización de trabajadores, cursillos de superación personal para los empleados, informes de inspección del edificio del Walhall, conspiraciones de atentado y secuestro... Y el insidioso lenguaje del coaching que todo lo invade por el bien del propio trabajador. Y a pesar de que la trama es delirante, no escapa al realismo, ya que retrata situaciones laborales que se parecen demasiado a las que vivimos en la actualidad. Y de eso seguramente sabe bastante la autora, que trabajó como acomodadora en un teatro quizá no tan diferente al Walhall de su novela. La historia se mueve con un espíritu cercano al del desarrollo dramático; incluso podría representarse en un escenario sin grandes labores de adaptación. Su fuerza deriva tanto de este aspecto como del uso de diferentes técnicas más propias del marketing y de la psicología de recursos humanos (impagable ese curso de «coach ontológico» para engendrar y parir a tu nuevo yo). Pero Yaiza no las usa de manera accidental ni efectista, sino que emplea estos recursos con precisión deliberada para proporcionarnos una historia divertidísima que nos hace pensar a base de bien en el mundo en que vivimos con una narración que podría recordarnos al esperpento, pero también a George Saunders o Kurt Vonnegut. Una lectura desenfadada y crítica perfecta para regalar el primero de mayo.

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El ambigú

Fármaco

Almudena Sánchez Penguin Random House: Barcelona, 2021 192 págs.

La biblioteca del suicida Por Carmen María López López «La depresión es la melancolía sin sus encantos», escribió Susan Sontag. En Fármaco, Almudena Sánchez (Andratx, Mallorca, 1975) aquilata un breviario sobre la depresión, interroga el estigma de vivir con un cerebro enfermo, de atisbar el mundo con la mirada de un pájaro lesionado. Como si algo estuviera roto. Sánchez escribe a dentelladas contra la manía de la moda de autoayuda. Lanza al vertedero el exitismo patológico de nuestras sociedades neoliberales y cava hondo en los resquicios podridos del yo para exorcizar sus fantasmas emocionales. La joven autora, quien ya había dado sobradas y prometedoras muestras de su talento creativo con La acústica de los iglús (Caballo de Troya, 2016), libro de cuentos de gran sonoridad y plasticidad poéticas, nos abre en Fármaco las puertas de la biblioteca del suicida o del depresivo (la suya propia): Esa visible oscuridad de William Styron, Estar enfermo de Virginia Woolf, La melancolía moderna de Roger Bartra o Apuntes sobre el suicidio de Simon Critchley. Todas ellas son joyas literarias impregnadas de melancolía y, paradójicamente, atesoran pensamientos de redención. Exoneran a quien los lee del dolor de vivir, de la angustia de habitar un día más (y otro más y otro más) en el mundo. El buen juicio crítico lector de Sánchez quita el polvo a libros centrales de la tradición literaria de los suicidas, los semper dolens, como tituló Ramón Andrés (2015) su ensayo monumental sobre la historia del suicidio en Occidente, para que no fueran a la cervantina sepultura del olvido los testimonios de quienes se matan, los que se quitan la vida, quizá porque no encuentran claves, porque su cerebro enfermo les dice inequívocamente que es imposible vivir un solo día más. Los obras y ensayos que Sánchez cita a lo largo de este libro heteróclito, raro e inclasificable son, en gran medida, bálsamos de Fierabrás contra el

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dolor enquistado, el aletargamiento de la mente y del cuerpo ante esa enfermedad metafísica, ese crepúsculo, esa bilis negra, esa luz saturnina, esa negrura en el ánimo, el sol oscurecido de toda la alegría. La depresión, trasunto moderno de la melancolía, una de las cuatro sustancias conformantes de la teoría humoral de raíces clásicas, inunda el discurrir del libro. Y lo inunda porque todo el libro de Sánchez es un sumergirse para nadar (o bucear) en aguas profundas: «Cada vez estoy más convencida: escribo el agua y quiero que mis textos fluyan como el agua». Fármaco es travesía por las aguas oscuras de su mundo interior, viaje cuyo naufragio finalmente pone su vida en claro. Fármaco es una obra escrita desde las orillas, desde la imposible impostura de quien se pliega a los márgenes, desde la convicción de una necesaria y valiente rebeldía. Su forma y fórmula dinamitan cualesquiera que sean las convenciones narrativas: agenérica, amorfa y atípica, el naufragar de Sánchez en el mar de la palabra implica un nadar a contracorriente. Una certeza de que en su pasado hubo un extraño hundimiento (sí, la depresión y la melancolía son estados emocionales propicios a la debacle, al cataclismo inequívoco). Y que en algún momento ahorcaron su maltrecho corazón (también eso lo aprendió, como casi todo, en los libros): «Recuerdo un fragmento de Lawrence Durrell: Me pregunto quién inventó el corazón humano. Dímelo, y muéstrame el lugar donde lo ahorcaron». Sánchez se sumerge en las entrañas mismas de su dolor, ese que se enquista en la piel y lo desbarata todo hasta hacerlo pedazos. Y hay oscuridad y sol negro, y claroscuros que uno no sabría revelar. Y sin embargo, la escritura alivia y pone en claro el dolor. Y trae la luz. Y de las catacumbas de los estados depresivos, el lector percibe un ascenso a la luz: «¿Me salvaron la vida los libros? Pienso que sí, muchísimo». Destilado el veneno, Fármaco es un antídoto.


Monstruos amaestrados

Carlos Manzano Bohodón Ediciones: Tres Cantos, 2022 160 págs.

El espejo distorsionado Por Miguel Sanfeliu Carlos Manzano (Zaragoza, 1965) es uno de esos narradores de raza que siguen adelante contra viento y marea, ajenos a las modas y fieles a sus propios intereses: autor de tres libros de relatos, ha colaborado en un buen número de obras colectivas y acaba de publicar la que es su séptima novela: Monstruos amaestrados, en la que da una vuelta de tuerca al tema del doble. Una obra que quedó finalista en la segunda edición del Premio Alféizar de Novela. ¿Existe en alguna parte, como afirma la leyenda, un ser idéntico a nosotros? Y si es así, ¿qué ocurriría si nos encontráramos con él? El tema ha sido tratado por el cine y la literatura en múltiples ocasiones. El referente más claro del libro que nos ocupa quizá se encuentre en El doble, de Fiódor Dostoyevski; pero si en ese caso la réplica del funcionario Goliadkin era un ser con un innegable don de gentes, moralmente cuestionable, que servía para denunciar una sociedad jerarquizada, en Monstruos amaestrados el protagonista se encuentra con un doble mezquino y malvado, algo así como si el doctor Jekyll pudiera un día sentarse cara a cara con Mr. Hyde y confrontar sus diferentes visiones del mundo. En otro famoso libro sobre el doble, El hombre duplicado, de José Saramago, la cuestión se centra sobre todo en la identidad. A diferencia de ellos, Carlos Manzano actualiza el mito y se interesa más por reflexionar sobre lo que nos hace humanos, sobre la crueldad y la civilización. Borges, en su libro Los seres imaginarios, habla de la figura del doble y cuenta que, en las diferentes tradiciones, encontrarse con uno mismo es un mal augurio.

José Ovejero, en su libro La ética de la crueldad, dice que «las personas a las que más odiamos son aquellas que se nos parecen». Y puede aplicarse perfectamente a la historia que nos cuenta Monstruos amaestrados. El protagonista, Gabriel Bisimbre, se encuentra un día en la calle con un hombre que es idéntico a él, lo cual le desconcierta; y su desazón aumenta cuando vuelve a encontrárselo en una sala de cine. Finalmente, entablarán contacto y cada uno hablará al otro sobre su vida. A partir de este momento, la peripecia de Gabriel, un hombre austero y con un estricto sentido de la justicia, se alternará con capítulos en los que su doble le irá desvelando su naturaleza delictiva y amoral. En un principio, pese a tener el mismo aspecto, ambos hombres se muestran radicalmente distintos: Gabriel Bisimbre, que ve en la posesión de un coche un signo de ostentación perfectamente prescindible, y su doble, un ser vil que perseguirá la riqueza y el placer sin ningún tipo de remordimiento. Sin embargo, la pregunta que se nos plantea quizá sea si, en un momento dado, podría darse el caso de que no fueran tan diferentes como pudiera parecer. En el libro de Carlos Manzano podemos leer: «Somos animales frustrados y derrotados, eso es en lo que nos hemos convertido: en monstruos amaestrados». ¿Es la convención social la que encorseta nuestra verdadera naturaleza? ¿Lo que identificamos como bondad, no será simple cobardía a dejarnos llevar por nuestros instintos más ocultos? El doble actúa en este caso como el reverso del protagonista, el espejo deformante de su naturaleza reprimida. Gabriel Bisimbre va cayendo irremisiblemente hacia un destino que le obligará a admitir sus debilidades, la fragilidad de sus convicciones, mientras su doble narra con indiferencias los más despreciables actos. Los dos relatos, en capítulos alternos, y siempre en primera persona, dejan claras las diferentes formas de pensar y actuar de esos dos gemelos de la casualidad. Monstruos amaestrados se lee con interés y su prosa convierte la experiencia lectora en un disfrute frenético. La tensión se mantiene como si se tratase de una novela de intriga, mientras nos va planteando distintos dilemas éticos que actúan como cargas de profundidad. Carlos Manzano despliega en este nuevo libro toda su maestría narrativa y nos ofrece una obra de hondo calado, con sus momentos desasosegantes y su tensión creciente. No se lo pierdan.

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El ambigú

Aquí hay demasiada gente Carlos Castaño Senra Sloper: Palma de Mallorca. 2021 182 págs.

Jubilación anticipada Por José Vidal Valicourt La editorial Sloper continúa apostando por la literatura audaz, el humor absurdo y las rarezas. En este caso, la novela que firma Carlos Castaño Senra, Aquí hay demasiada gente. Se trata de un demorado y eficaz proceso de borrado de un sujeto, llamado Félix Margallo, que aspira a vivir como un jubilado, con ese júbilo discreto y sordo de quien ha optado por ir desapareciendo poco a poco del mundo laboral. Para ello, el protagonista va tachando de forma simbólica, aunque no menos real, a todos y cada uno de sus compañeros de trabajo. El título del libro es suficientemente expresivo, pues ya indica por dónde van a ir los tiros. Sin duda, aquí sobra gente y, de hecho, incluso el propio protagonista se siente como un sujeto sobrante, susceptible de ser eliminado del paisaje cansino y rutinario de eso que aún llamamos realidad. Un joven que, en principio, parece anhelar la monótona y previsible existencia del clásico jubilado que, con las manos en la espalda, se dedica a supervisar las obras municipales parapetado tras unas vallas, pero va descubriendo que la vida del jubilado anticipadísimo puede ser la mar de entretenida e interesante. No en vano, el aspirante a jubilado es un tipo leído y con suficiente cultura como para degustar los placeres de la literatura, la filosofía o el buen cine, así como la pausada conversación que mantiene con Bernat o Pluncheti, casi sus dos únicos interlocutores, que también participan de ese proceso de desencantamiento lúcido y a ratos socarrón. Mientras va tachando colegas de curro como quien juega a los barcos, Margallo observa con ternura y cierta aprensión a su compañera de piso, una hormiga.

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La prosa va avanzando como si también estuviera jubilándose, fiel al letargo gozoso del protagonista. Es un canto al ocio bien administrado. No se trata de esperar a gozar de los placeres del ocio cultivado en una edad provecta, sino que es menester adelantarse y de este modo ir ganando años de placidez y sosegado jubileo. A pesar del humor absurdo que destila el libro, se detecta una crítica ácida al mundo laboral y, sobre todo, a los seres laboriosos como el padre del personaje principal, siempre en activo, al que Margallo califica despectivamente como un antijubilado. El personaje participa de la extrañeza y de la realidad perturbada de otros míticos personajes que nos ha legado la literatura. Por ejemplo, el personaje que describe Georges Perec en Un hombre que duerme, o de ese universo extrañado y sutilmente absurdo que Mario Levrero narra en El discurso vacío. El libro, entre otras virtudes, tiene la de activar en el lector ese sueño secreto que casi todos hemos alimentado: la de gozar a tiempo completo de las jornadas del jubilado. Todo un lujo discreto que Carlos Castaño Senra ha sabido describir a través de un personaje, Félix Margallo, que va ganando en espesor, complejidad y credibilidad a medida que el libro va avanzando. Ser viejo sin serlo significa, ni más ni menos, disfrutar de un tiempo que la edad laboral y productiva nos veda. El personaje detesta la vitalidad espasmódica de la juventud, con sus correrías y ambiciones desmesuradas. De ahí que el joven de treinta y siete años, que ha adquirido un par de pelucas con el fin de superar el trauma infantil de los cortes de pelo que le hacía su madre peluquera y, sin duda, para parecer mayor, aspire a ser un viejo tranquilo. Sin molestar a nadie ni ser molestado. La tesis es interesante: vivir como un jubilado se revela aquí como una forma ácrata y suave de habitar el mundo, de disponer de tiempo para la charla vagamente filosófica y la contemplación de la actividad de los otros desde el letárgico balanceo de una mecedora.


La luz en los lugares ocultos

Sharon Cameron (Traducción de Vanesa Fusco) Umbriel: Barcelona, 2022 409 págs.

Literaturizar la historia Por Anna Rossell Escalofriante esta historia. Porque es Historia; no por haber sido trabajada literariamente deja de serlo. Al contrario, a menudo el trabajo literario consigue más realismo. Es el caso de La luz en los lugares ocultos, basada en sucesos de la Segunda Guerra Mundial. Sharon Cameron (Nashville, EE. UU., 1970) conoció los hechos y a sus protagonistas. Los entrevistó, viajó con ellos a los lugares, se documentó para hacer justicia a un acto de extrema valentía, que debía ser contado para darlo a conocer y rendir homenaje a quien arriesgó su vida por compensar, en la medida de lo posible para un ser humano, la aberración nazi. Fusia Podgóska, la principal heroína, conserva, como los demás personajes, su nombre real. La intención de Cameron de utilizar la literatura a modo de documento queda así reflejada. Nacida en Polonia en el seno de una familia cristiana de nueve hijos, Fusia es una chica inquieta que ya a los once años aspira a dejar la granja de sus padres para trasladarse a la ciudad de Przemyśl, al sudeste del país, donde trabajan dos de sus hermanas mayores. Lo hace en 1936, con doce años, y encuentra empleo como dependienta en una tienda de comerciantes judíos, los Diamant. La ocupación de Polonia y el horror nazi sobrevienen pocos años después,

desatando para la población polaca, especialmente para la judía, un infierno y un sufrimiento inenarrables. Pero Cameron lo narra, y lo narra con gran eficacia, porque sabe expresar con maestría la desazón y la zozobra. A pesar de lo limitado que se evidencia el lenguaje verbal para transmitir el sufrimiento y la desesperación, la ansiedad y el desasosiego de quien pone en peligro su vida y sabe que puede perderla en cualquier momento. La autora imprime un ritmo a la narración que obliga al lector a contener el aliento. Fusia, que cuando la población judía es obligada a vivir en el gueto ya hace tiempo que convive con la familia, queda sola en el piso con la responsabilidad, que asume desde el principio, de conseguir comida para los Diamant y apañárselas para colarse en el gueto. Pronto tendrá, además, a su cargo a su hermana menor, de seis años, Helen, después de que sus padres y demás hermanos hayan desaparecido de la granja, obligados a trasladarse a un campo de trabajos forzados. El día a día para Fusia y Helen se convertirá en una existencia al filo entre la vida y la muerte. La búsqueda desesperada de trabajo, el pánico a que se descubra su actividad ilegal, la desconfianza general entre el vecindario ante la posible delación, la tensión por mantener actitudes coherentes y no levantar sospechas, la mudanza necesaria del piso a una casa más grande, cuando, a la vista de que los judíos del gueto van siendo exterminados, acaba por esconder a trece… Y a veces parece ficción lo que no lo fue: que acaben conviviendo nazis en la casa mientras los judíos se agazapan en un altillo en condiciones infrahumanas. La autora hace narrar a Fusia, en primera persona. Ella conduce el hilo narrativo. Cameron opta por un tratamiento lineal del tiempo, con excepción de un capítulo previo que avanza hechos futuros y alguna esporádica mirada retrospectiva. Divide los capítulos por años y meses, dando así la impresión de que es la propia Fusia quien escribe para dejar constancia y documentar la localización histórico-temporal de los incidentes. El tiempo narrado abarca de 1936 a julio de 1944. El libro se cierra con una «Nota de la autora», acompañada de fotografías de las personas reales, que da cuenta de cómo conoció Cameron los hechos y a los protagonistas, unas páginas de «Agradecimientos» y una breve apostilla «Sobre la autora». Sharon Cameron recibió por The Dark Unwindig, su ópera prima, el premio Sue Alexander a la obra nueva más prometedora. Otro libro suyo, The Forgetting, ocupó el primer puesto de más vendidos (The New York Times). Esta es la primera que se traduce al español.

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La anomalía Hervé Le Tellier (Traducción de Pablo Martín Sánchez) Seix Barral: Barcelona, 2021 368 págs.

El doble Por José Antonio Vila Una inexplicable fisura en el espacio-tiempo hace que aparezca duplicado un vuelo de Air France con todos sus pasajeros incluidos. Es decir, dos aviones exactamente iguales, que llevan a las mismas personas, toman tierra con unos días de diferencia. El mundo se ve poblado así por las versiones duplicadas de todos los individuos que tomaron parte en ese vuelo. Esa es la premisa sobre la que se construye La anomalía, la estupenda novela del francés Hervé Le Tellier, ganadora del premio Goncourt en 2020. Sabemos racionalmente que la duplicación, el desdoblamiento, son cosas imposibles. De la misma manera que sabemos, racionalmente al menos, que en cuanto que individuos somos indivisibles. De este modo, la idea de los seres duplicados nos hace dudar de la coherencia e integridad no solo de nosotros mismos, sino de lo real mismo. Como en la mejor tradición de la literatura fantástica, un único hecho anómalo es suficiente para perturbar el orden del mundo y delatar la frágil lógica de la realidad. Los personajes se mueven así por un mundo real pero que ha sido trastocado por la fantasía, por un hecho sobrenatural que vuelve la realidad del revés. Otto Rank, en su clásico ensayo El doble, explica que el motivo del doble se remonta a la figura de Narciso, narrada por Ovidio en las Metamorfosis, y a las leyendas y supersticiones que lo relacionan con la sombra, el reflejo, lo fantástico y lo ominoso. Es bien conocida la frase de Borges según la cual los espejos y la cópula son ominosos porque multiplican el número de los hombres. Y es que es cierto que el doble, el ser desdoblado, tiene siempre algo de monstruoso, de aberración que está más allá de la norma, porque la transgrede y por virtud de esa misma transgresión cuestiona el orden entero de la realidad. Es el Mr. Hyde de todo Dr. Jekyll.

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Por eso, el filósofo Noël Carroll, en su excelente libro Filosofía del terror o paradojas del corazón, podía escribir que «los monstruos no son solo físicamente amenazadores; también lo son cognitivamente. Amenazan el conocimiento común». Tejiendo con esos hilos, que cuestionan el discurso racional y la idea de una visión objetiva y cerrada del mundo, Hervé Le Tellier muestra en La anomalía que se puede escribir lo fantástico como si fuera historia, crónica o thriller. Y como cualquier narrador de verdadera raza, sabe que lo mejor es acercarse al misterio, a lo inexplicable, a través de las vivencias y sentimientos de sus personajes. Uno de los méritos del autor es la atención al detalle que sirve para darle verosimilitud al relato, lo mismo que es capaz de combinar los resortes clásicos de la novela más narrativa con una imaginación desbordante. Como los mejores narradores fantásticos, Le Tellier trata con voluntad realista lo narrado y así consigue cumplir con esa exigencia de verosimilitud que es imprescindible para que el lector acepte unos hechos que sabe que son imposibles. Porque la verdad de los hechos no puede ser sino efecto de la narración. Desdeñando las convenciones del relato lineal, Le Tellier dibuja con maestría un tejido narrativo capaz de construir dentro de una sola novela muchas otras novelas que marchan y funcionan al unísono. De la misma manera, el gusto por la ironía y una cierta ligereza no ocultan el hecho de que el dramatismo psicológico es también una de las mejores cualidades de este relato. Porque lo que importa no es tanto el final de la novela, si es que lo tiene, sino los motivos que llevan a los personajes a actuar de la forma en que lo hacen. En una novela como esta, lo mejor es no desvelar demasiado del argumento, para no arruinar muchas de las sorpresas que contiene esta historia, pero La anomalía es, en fin, una de las mejores y más agradables revelaciones de la pasada temporada literaria.


Diario de una soledad May Sarton (Traducción de Blanca Gago) Gallo Negro: Madrid, 2021 214 págs.

Vivir/escribir en soledad Por José María García Linares «Ahora empiezo a mostrar indicios de un regreso a mi yo más profundo, que durante mucho tiempo ha estado demasiado absorbido y maltrecho para funcionar. Ese yo me dice que estoy destinada a vivir sola y a escribir poemas para otros, poemas que rara vez han llegado a la persona a quien estaban dirigidos.» Así es como finaliza la última entrada, fechada el día 30 de septiembre de 1973, de este diario de May Sarton, escrito lo largo de todo un año. Sarton nació en Bélgica en 1912, pero su familia emigró cuando ella era muy pequeña a los Estados Unidos. Está considerada como una de las grandes escritoras del siglo XX estadounidense, no solo por la calidad y el volumen de su obra (hasta 1995, año de su muerte, había escrito más de cincuenta libros, entre poesía, narrativa y memorias), sino también por el abordaje decidido, tanto en sus libros como en artículos periodísticos, de temáticas como la sexualidad, el género y los derechos de la mujer. En esta ocasión que nos ocupa, la editorial Gallo Negro publica por primera vez en castellano Diario de una soledad. De entre todas las manifestaciones literarias recogidas bajo la etiqueta de «escrituras del yo», el diario es, posiblemente, el corazón de dichas escrituras, la más apegada al yo real del autor y, a la vez, la más alejada del proyecto literario, en tanto en cuanto está dirigido, en primera instancia, al propio sujeto que lo escribe y que se desdobla en autor y receptor al mismo tiempo, al menos hasta que el texto se publica y el receptor pasa a ser universal. Lo que trajo la escritura

diarística es, como sostuvo Anna Caballé en su momento, una respuesta a ese yo encapsulado en un mundo de imitación y dependencia artística y moral. Ahora, en estos textos que se consolidan a plena luz del XIX como consecuencia de la invención romántica de la intimidad, el yo (su propia vida, su propia experiencia) se convierte en el centro del cosmos, del cual nacerán valores como el genio y la soledad. El diario de Sarton comparte las características propias del género, esto es, la fragmentariedad, el carácter cotidiano de las experiencias recogidas, la intención de inmediatez (eso que Blanchot llamó la «cláusula del calendario»), su forma abierta (que posibilita el acercamiento de cualquier tema) y su naturaleza subjetiva. Pero de entre todos los aspectos destacables, quizá sea el tratamiento del espacio uno de los más significativos. Espacios íntimos y espacios exteriores conviven a la perfección en un texto que se concibe como hogar de un yo que va hilando con el paso de los días el pensamiento con el paisaje, los cambios de ánimo con la muerte y renacimiento del jardín, las reflexiones sobre la poesía con la nostalgia de un tiempo pasado e irrecuperable, y así leemos que «[e]ntonces mi interior era igual que mi exterior; y aunque eso es a lo que aspiro, no logro apaciguar esta sensación de absurdo» o «[h]e regresado a mi soledad, a mi dicha, y estoy segura de que estos cielos radiantes tienen mucho que ver con ello, aunque el pequeño filo de hielo en el aire es también muy estimulante». Es precisamente la quietud y el sosiego que encuentra en el retiro al que se obliga lo que le permitirá afirmar en las últimas páginas que ha logrado sobreponerse a sus problemas de salud: «Este diario empezó hace justo un año, cuando estaba sumida en la depresión y no dejaba de cuestionarme acerca de mis destructivos y peligrosos enfados, […] Desde entonces he hecho grandes esfuerzos para controlarme y, a veces, lo he conseguido». Lo logra, además, gracias al propio proceso creativo, que protagoniza gran parte de las entradas de este diario y que da sentido a todo el discurrir subjetivo del yo: «Los placeres del poeta, tal y como he ido anotando, resulta que son la luz, la soledad, la naturaleza, el tiempo y el proceso creativo. Tras estos meses de depresión, de repente estoy llena de vida en todos esos ámbitos, y despierta». No se lo pierdan.

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La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora Nuria Barrios Páginas de Espuma: Madrid, 2022 168 págs.

Hablando de traducción Por José Abad En las páginas iniciales de La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora, Nuria Barrios hace una confesión en la que me reconozco plenamente: «La escritura siempre me había ayudado a hacer conocido lo desconocido. La traducción hizo desconocido lo conocido. [...] A menudo basta la primera línea de la obra que he de traducir para que la lengua extranjera convierta en extranjera mi propia lengua, que es mi herramienta como escritora». Quien lo probó lo sabe, pues sí. La traducción tiene la facultad de convertir el terruño en territorio inhóspito: ¿qué camino seguir? ¿Qué palabra elegir? ¿Es este el término correcto para aquel otro? Esa equivalencia que daríamos por buena en un contexto informal se emborrona de repente; estas otras palabras, estas nuevas expresiones, ¿no pierden el color, la textura, el tono, la musicalidad de las originales? ¿No hay palabras mejores, más exactas, que sean el reflejo en el espejo de nuestro idioma de aquellas otras? La traducción te instala en los dominios de la incertidumbre. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La traducción —«una acción humana imprescindible y un deseo irrealizable», en palabras de Jacques Derrida— es por encima de todas las cosas, según Alejandro Bekes, «una escuela de humildad». El traductor debe ser un lector capaz de captar los matices más sutiles del idioma que traduce y, al mismo tiempo, un escritor capaz de plasmar dichos matices en el propio idioma. No es sencillo y, sin embargo, una vez alcanzado el objetivo, debe inhibirse, dar un paso atrás y permanecer en la sombra; los lectores no deben saber que existes: «Como escritora, trabajo con mi voz, la exploro, la afilo —escribe Nuria Barrios—. Cuando traduzco, he de abandonar esa voz para encontrar otra que refleje la del autor traducido. El anonimato es uno de los requisitos del oficio». Diríamos más: el anoni-

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mato no es un requisito, sino la máxima aspiración de quien traduce. La invisibilidad es signo del trabajo bien hecho. El traductor es la cenicienta de esta fábula; en caso de hacerlo bien, nadie se lo agradecerá, ni lectores ni críticos, ni la madrastra ni las hermanastras, tan envidiosas ellas; ahora bien, si lo hace mal, ¡ay!, si lo hace mal todos se le echarán encima: «Casi podría decirse que el esfuerzo del traductor sólo se nota cuando falla», escribió Alejandro Bekes. La reflexión sobre la traducción viene desde antiguo y en un mundo interconectado como el nuestro no hará sino crecer, de modo que es imperativo preguntarse de qué hablamos cuando hablamos de traducción. Algunos apriorismos están siendo debidamente desmantelados. El viejo adagio traduttore traditore no ha perdido validez —la traición es consustancial a la traducción—, pero la condena por ello no conlleva los estigmas de antaño. A partir de su amplia experiencia, Nuria Barrios se lleva la traducción al terreno de la impostura: «Yo soy Nuria Barrios, soy John Banville, soy Benjamin Black, soy Amanda Gorman, soy James Joyce», ha declarado haciendo referencia a los autores que le ha tocado traer a nuestro idioma. La impostura también está implícita en la traducción: debo fingir ser Emilio Salgari si debo traducir a Emilio Salgari, no hay vuelta de hoja. Por suerte, el impostor o la impostora tampoco sufrirán las penas que este delito conlleva en otros ámbitos.


La utilidad de leer

Gilbert K. Chesterton (Traducción y prólogo de Iñigo García Ureta) Trama: Madrid, 2021 152 págs.

El claroscuro de la vida Por José de María Romero Barea Desprejuiciada, una guía para nuestros tiempos hiperconectados: «El primer uso de la buena literatura es evitar que el hombre se limite a ser moderno». Funciona el volumen de no ficción como un vademécum para nuestra digital peripecia: «La bibliomanía es capaz de convertirse en una especie de borrachera». Se investiga una fruición que evoluciona orgánicamente a medida que se adentra en la madriguera de conejo de «un hogar cualquiera». Se agregan giros desconcertantes a las presuposiciones huecas, se enuncian tribulaciones con esclarecedora elocuencia. Testimonio de los hábitos empáticos de su autor, este libro de ensayos de Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874 - Beaconsfield, 1936) aborda una curiosidad que enhebra esfuerzos por desterrar clichés: «Cuando nos limitamos a mostrar las luces brillantes y las sombras como si todas fueran de gris claro, perdemos el claroscuro de la vida». Frente al individualismo extremo que abole las convenciones que nos unen a la comunidad, «evitemos, por un tiempo, leer a los vivos sobre asuntos de muertos», propone el escritor y periodista británico; «leamos solo a los muertos sobre sus asuntos vitales». En los tratados escogidos de La utilidad de leer (Posfacio de Jorge F. Hernández) se descartan temores arraigados: «El amor por la aventura no es fruto de ninguna incultura transitoria [...] sino una tendencia artística esencial que hay que celebrar». Se entresacan internas particularidades, se las pone a prueba en subcláusulas y justificaciones: «El hombre cruel solo acierta a odiar al animal; el maniático solo acierta a adorarlo, y quizás temerlo. Ninguno de los dos sabe cómo amarlo». Si bien las tensiones son el motor del volumen, las frustraciones encuentran su liberación en las supuestas transgresiones: «¿Qué hará el mundo

moderno si descubre que, de hecho, las fábulas más alocadas tienen un fundamento real?». En favor de una retórica emancipadora, se celebra una liberación entre páginas. Nos invita el creador de La inocencia del padre Brown (1911) a simpatizar con sus privadas pasiones, sus deseos frustrados, sus relaciones inveteradas: «De todos los cultos posibles, el culto al éxito es el único que condena siempre a sus seguidores a convertirse en esclavos». Se someten a escrutinio las plagas de la compulsión y la indisciplina, las complejidades «del encanto de lo siniestro». Contagiosa la fascinación del Caballero Comendador con Estrella de la Orden de San Gregorio Magno, difusos los territorios de un artefacto fronterizo, que privilegia los fundamentos de la libre asociación: «Antes de crear debemos ser capaces de demostrar que estamos satisfechos con un planeta lleno de milagros». Examina el presidente del Detection Club hasta qué punto los lazos culturales pueden deshilacharse antes de romperse en una liberalidad que rechaza la autorrealización y la libertad de expresión, porque «solo cuando el ciudadano tiene margen de acción, solo cuando puede elegir de forma voluntaria [...] dejará toda cooperación comunitaria de ser un mero automatismo».

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El hombre al que le zumban los oídos

José Antonio Llera RIL Editores: Valparaíso/Barcelona, 2021 68 págs.

La córnea del poeta Por Mario Martín Gijón «Nada te será ajeno». Así se declara en «Belleza», el poema que abre el libro de José Antonio Llera, y los poemas en prosa que leemos a continuación demuestran que el autor sigue aquel famoso axioma del Heautontimorumenos («homo sum, humani nihil a me alienum puto»), pues nada humano le es ajeno, y de todo extrae sentido y belleza. Y si de la comedia de Terencio pasamos al poema homónimo de Baudelaire, podría decirse que el autor es llaga y cuchillo, el tirador y el plato, pues la mirada de José Antonio Llera es capaz de comprender (que no siempre justificar) las razones y desazones del amplio espectro de lo humano. Compuesto por cuarenta y cinco poemas en prosa, este libro se estructura en tres partes de extensión idéntica, «Cuerpo», «Descendencia» e «Historia», cada una con quince poemas en los que despliega su mirada desde el yo al nosotros, de lo anímico a lo político. La primera parte bebe de las pulsiones más personales: la búsqueda de la belleza, la culpa como baba de caracol, que no por inmotivada deja de corroer, o por supuesto el ignis amoris, el fuego amoroso que, como cuando de niño, vigilaba el cazo de la leche hirviendo para que no rebosara, termina siempre por rebosar. Hay en esa sección una nostalgia por lo no vivido, como sugiere la memorable culminación de la «Imprecación al cuerpo»: «Perdóname, cuerpo, por todo lo que no te di; perdóname, porque no sabía lo que hacía». La segunda parte busca la compleja ligazón entre la mirada del hombre presente y los genes y gentes

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mezclados en el inextricable légamo del pasado, pues, como dice en «La córnea del poeta»: «El ojo solo merece ese nombre cuando funde lo que otros vieron con lo que permanece en el fondo del capazo». Como era ya el caso en su diario Cuidados paliativos (2017), sobresalen los recuerdos de la infancia, transcurrida en un pueblo pacense a orillas del Guadiana, y que se traen a colación no por mera nostalgia, sino para señalar fulgurantes comparaciones con las preocupaciones del adulto: las gallinas muertas de morriña con las palabras desgastadas por el uso, la migración de los cuervos con el cambio subitáneo de los contextos afectivos. De la infancia propia se llega a la del propio hijo, cuyas vértebras se ven crecer, con esa imaginería que transita de lo visible a lo posible. En la parte final nos asomamos a la corrupción de las esperanzas, desde las alturas de un poste de alta tensión, desde donde como un Simeón el Estilita contemporáneo y paródico, ve cómo los inquisidores son perdonados y cambiados por los inocentes, pues la bilis negra, como si fuera el petróleo de la política, parece ser el mejor combustible para llegar al poder. Frente a esos trepadores, se hace el elogio del héroe que prefiere cambiar de rumbo, renunciar a la corona de laurel y convertirse en réprobo, borrando tras de sí sus huellas, o del caballero de Durero, al cual «se le adhiere al pecho todo lo vivo», flanqueado por la muerte y el diablo. Es José Antonio Llera, tanto en sus diarios como en estos poemas en prosa, un escritor único en el panorama español, por su variedad de intereses, con ese humanismo reservado y atípico en los tiempos del «hombre transparente» que diagnosticara Javier Moreno. Un escritor que tendría sus pares en el francés Pascal Quignard o en el italiano Guido Ceronetti, sabios omnívoros que transitan por las continuidades de las edades históricas, las ciencias y leyendas, y nuestro presente publicitario. Frente a ellos, sin embargo, el mundo de Llera no solo nos resulta más cercano por los frecuentes guiños a su infancia extremeña o hacia su cotidianeidad madrileña actual sino que siempre nos sorprende en su lenguaje, con algún regate inesperado que nos deja sentados de asombro, quiebro visionario del poeta vidente, con «la cabeza llena de huesos de aceitunas», que logra avizorar los hinojos que hay detrás del sol.


El ambigú

El territorio blanco

José Luis Gómez Toré La isla de Siltolá: Sevilla, 2022 94 págs.

Trascendencia sosegada Por Alberto García-Teresa Desde la niñez y la paternidad arranca el último poemario de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973). A la fascinación por la ingenuidad y la mirada maravillada, la perplejidad ante sus observaciones enmarcadas en una forma distinta de ubicar el entorno y la vitalidad de su hijo de dos años se dedica el primer tramo de este conjunto de versos, pero que sienta las bases del resto del volumen. El territorio blanco al que alude el título es la propia infancia; un territorio impoluto, virgen, sobre el que se va a ir pintando la vida. El autor continúa con su trabajo de pulido formal, que otorga a los poemas un acabado preciso y una amplitud alrededor de las palabras por donde circula la resonancia. Aunque los referentes son ciertamente cotidianos y concretos, se aprecia una atmósfera trascendente en los textos. Quizá sea por la propia reflexión del autor, quien enuncia sus observaciones con un ligero distanciamiento, posiblemente, marcado por el cansancio pero no la resignación. El niño le replantea un acercamiento distinto al entorno, con lo que, tímidamente, el yo se asoma a esas nuevas perspectivas con curiosidad sin perder la calma. Y se traslada a ese paradigma de juego, de asombro, de lúdicas relaciones donde todo puede ser otra cosa y volver a su ser sin que se altere el orden del mundo. Así, recibe el aprendizaje de hallar conexiones nuevas entre los elementos de la realidad. Tal como hace la poesía. Por eso, tal vez, Gómez Toré aprecia con detenimiento la fugaz reconfiguración del mundo; porque le levanta una red similar a la que los poemas tejen con la intuición y las metáforas. Acepta la reconstrucción y destrucción momentánea del sentido de la realidad y asume, desde ahí, la relatividad de la vida con sosiego, con talante meditativo. Y ese mismo tono rige el resto del volumen, que vuela desde esa conciencia del terreno aún sin manchar

para pasar la mirada por lo que le rodea con pulso metafísico. El territorio blanco se convierte en un terreno nevado. En él, se deberían apreciar claramente los pasos. Pero permanece sin horadar. La alternancia entre signos que dejan huella y la disolución de estas una vez que quiere detenerse en ellas nos conduce a un sentido de ingravidez, de falta de asideros con los que recorrer ese proceso de conocimiento. Y, precisamente, resolviendo esa tensión de manera sosegada, sin angustia ni tampoco estimulación, Gómez Toré se mueve con actitud receptiva. Y, desde ahí, a buen seguro, se podrá acceder de verdad al conocimiento. De este modo, el autor nos habla de un proceso epistemológico en el que no existe un rumbo definido, sino una aventura cognitiva en la que reposa el recuerdo y el tacto de lo vivo sin llegar a quedarse anclado en ello («en los zapatos barro y hojarasca, / memoria de qué lluvia»). En esos textos, los referentes ya no aparecen tan vinculados entre sí. Se deshace la continuidad narrativa a favor de la exposición impresionista de retazos de percepción. Con todo ello, el deambuleo se convierte en una inmersión tan absorbente que termina por disolver al sujeto («te hundes / en lo blanco. // Te borras en lo blanco»). En el fondo, se trata de una integración en el presente, en una búsqueda del conocimiento sin ataduras, sin pretensiones ni prejuicios, sin rastros ni horizontes. Y ahí la coherencia con el primer territorio blanco, el de los dos años del niño. Completa el volumen una serie de poemas en prosa calificados de «novela» (donde se registra una reflexión sobre la percepción y lo observado) y un conjunto de «variaciones sobre un tema de Wallace Stevens» («lo imperfecto es nuestro paraíso»). A aprender a mirar, pues, es a lo que nos invita, en última instancia, el recorrido por estos parajes a los que nos lleva José Luis Gómez Toré.

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El ambigú

Un tiempo de gracia

Esperanza López Parada Pre-Textos: Valencia, 2022 86 págs.

Y yo de este lado Por Pilar Martín Gila Abre este libro una dedicatoria a la que es conveniente prestar atención porque contiene un relato profundamente anudado al texto. En ella, Esperanza López Parada cuenta en tres líneas que el 8 de mayo del 2018 murió su padre, y el 9 del mismo mes, pero del año anterior, había muerto su compañero. Lo cuenta en este orden, que tanto puede significar: menciona primero la caída del padre, después la del compañero, aun siendo en un tiempo anterior, que así parece operar como el verdadero gozne de la tragedia; «y aún así respiraba en cada ahogo tuyo / me ahogaba en cada esfuerzo / dijiste una tragedia / contesté apenas un inconveniente / que estés tu allá / y yo de este lado». Puede ser pertinente mencionar la forma en que el tiempo está para cada cosa, en esta autora, no sólo pensando en otros títulos suyos (Los tres días, Las veces) sino atendiendo a la estructura de este poemario, que va recorriendo un calendario, quizá desajustado o en el que manda el tiempo de las cosas, de los hechos, de la pasión, circulando en varias direcciones, haciendo su propio cómputo, un tiempo identificado pero desmedido: «Jueves Santo», «Cuaresma», «8 de mayo», «Víspera del día nueve», «Un día antes»… para acabar con el «1 de enero», donde hay que comenzar como un superviviente; «tiempo para los pobres de espíritu / con milagros humildes // el simple hecho / de estar hoy aquí / y haber sobrevivido». Cuando Finkielkraut habla de Barthes, dice que el duelo por la muerte de su madre le ha convertido en un superviviente en oposi-

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ción al moderno que quiso ser. Para el pensador francés, el superviviente es alguien que ama a un muerto, alguien a quien le falta su pasado, mientras que al moderno le pesa su pasado, que ahoga un futuro liberador. Sobrevivir es ser abandonado, sobrevivir a los seres que amamos desmiente la representación del tiempo que nos lleva hacia el porvenir. Posiblemente, ante toda forma sensible del dolor se promueve la del consuelo. Así, aparecen aquí, casi como iluminaciones del alma, esa paradójica presencia del aplacamiento, incluso de la alegría, quizá una anticipación de esta gracia del título, que emerge en los detalles porque forma parte de la sustancia de la vida, y no la contradice, aunque deja, no obstante, una pregunta por la culpa; «por qué tanto hay de mi en ti / y tanto de alegría en lo más negro / por qué esta felicidad en la desdicha / cómo es que en la sequía nacen / sin mácula y sin pecado / carnosas las flores del desierto». Y de todo lo vecino, próximo, hay un conocer esa necesidad de consuelo, de todo lo que hay alrededor sin importancia aparente, de lo ordinario, o aquel «entre los pucheros» de Teresa de Ávila; «la glicina del vecino / se interna en mi balcón / sabe que desde este lado / se la necesita más / y lo sabe con las raíces / y las hojas y la carga / de flor venidera». Podemos decir que este libro atraviesa los lugares de dios (sin mayúscula), de lo religioso. ¿Acaso la muerte no es siempre algo religioso? Desde la gracia de dios hasta su gula, su afán insaciable, hasta su ser en el mundo, en todas las cosas del mundo y en sus detalles. Esperanza López Parada deja en este poemario un dolor visible, abierto, que se muestra a sabiendas de que es también de los demás, que no es tan privado como íntimo, y esa intimidad es lo dado en la lengua a todos. De ahí lo transparente: «hacer de la transparencia / una quemadura / enseñar de este modo el corazón». Quizá tenga algo que ver con ese dolor en observación, esa pena de la que habló C. S. Lewis, que también buscaba su tiempo, su momento para ser escuchada, sabedor de que cuando el alma se destapa en un puro grito, este ensordece la voz que esperamos oír en nuestra ayuda. Así, hay que aguardar al momento en que las cosas vuelvan a ser lo que son: «espero que la raíz enraíce / que la noche anochezca / que el humo humee / espero que el dolor duela / y moldee el nudo en la rama».


Recomendaciones de Quimera

Buitrera

Manuel Moya Pre-Textos, 2022

Este autor andaluz, nacido en Fuenteheridos, traductor de Pessoa al castellano y Premio Andalucía de la Crítica (2014), nos vuelve a sorprender con su última novela donde cinco jornaleros andaluces, en tiempos en que es fácil que los confundan con maquis, emprenden un viaje a la frontera portuguesa para trabajar como carboneros. Suerte de road movie con tintes de suspense que cuenta cómo el destino se decide en cada recodo del camino y la lucha del hombre por redimirse de los errores del pasado para construir un presente y futuro más halagüeños.

La memoria del alambre Bárbara Blasco Tusquets, 2022

Dicen que el alambre que ha sido manipulado (torcido, curvado…) nunca vuelve a recuperar su forma original. Como la memoria de estos personajes, que siguen guardando, ya de adultos, las trazas de su adolescencia. La memoria del alambre es una emocionante novela que trae de vuelta un sinfín de recuerdos y, sobre todo, heridas mal cerradas. Vidas en las que pasado y presente se confunden, porque el germen de lo que somos siempre hay que buscarlo tiempo atrás.

Austral

Carlos Fonseca Anagrama, 2022

En ocasiones, una historia contiene todas las historias. Así consigue hacer del mundo un gran teatro de la memoria. Ese teatro y esa historia múltiple, disgregada en infinidad de caminos, es lo que encontraremos en Austral, la última novela del costarricense Carlos Fonseca. Un libro de aventuras íntimas, apasionantes, enlazadas una a una con la paciencia de quien se sabe el último testigo. Una obra poderosa que confirma a Fonseca como uno de los autores más interesantes en lengua castellana.

Un hijo extranjero Eduardo Berti Impedimenta, 2022

El autor recibe un correo al publicar Un padre extranjero. En él se adjunta la documentación que su padre, nacido en Rumania, presentó al nacionalizarse argentino. Descubre muchos datos que desconocía acerca de él, por lo que decide viajar a la casa natal de su padre en la ciudad rumana de Galati para descubrir los secretos que se llevó a la tumba. En esta novela, tipo ensayo-ficción, plagada de fotografías que confirman su viaje personal, Berti nos pone frente al espejo repleto de sombras que toda familia de emigrantes (o no) tiene.

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Recomendaciones

Pánico

James Ellroy Literatura Random House, 2022

Desde el Purgatorio, Freddy Otash (Gestapo Otash, un personaje real) recuerda la época en que fue «el tirano que tuvo como rehén a Hollywood» a través de la revista amarilla Confidential, en la que destapaba los trapos sucios de actores y políticos. Con misterio, un humor rayano en lo absurdo y un complicado estilo rico en aliteraciones (muy bien traducidas por Carlos Milla Soler), Ellroy dibuja el fresco de un Hollywood decadente e inmoral donde las drogas, el sexo y la violencia son la tónica habitual y, sobre todo, retrata de forma soberbia a un personaje que hizo de todo menos «matar y trabajar con comunistas».

Ayer te estuve buscando John Edgar Wideman Piel de Zapa, 2022

Wideman nos cuenta las andanzas de Carl French, el albino Hermano Tate y Lucy Tate en el gueto negro de Homewood (trasunto de Pittsburg) en las décadas de los treinta a los setenta. Con una prosa prodigiosa, lírica a veces, y desde una multiplicidad de puntos de vista y planos temporales, Wideman recrea la saga de personajes y de ausencias de una comunidad negra en EEUU con su miseria, su paro y su desolación, pero también con sus dichas ocasionales. Un libro extraordinario que le valió su primer premio PEN / Faulkner en 1983 (es uno de los tres autores que lo han obtenido dos veces).

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La condición despistada Jesús García Cívico Candaya, 2022

La colección Abierta de la editorial Candaya se va fraguando con lentitud y buena dosis de cariño, como se fraguan las cosas importantes. En esta dirección, La condición despistada, el ensayo de Jesús García Cívico, es un nuevo acierto. El ensayo sobre esta condición humana, que ha fraguado tantos errores que han repercutido de forma positiva en nuestra vida, está lleno de erudición expresada de una forma resuelta, amena. García Cívico nos lleva de un ejemplo a otro con temple y sagacidad fraguando uno de los ensayos más importantes de la temporada.

Alfabeto triestino Samuel Brussell Fórcola, 2021

No tenemos miedo a calificar con un lugar común este libro: incalificable. Lo es. Mágicamente lo es. Se diría que más que un recorrido cultural por esa ciudad medio italiana, medio centroeuropea que es Trieste es una verdadera búsqueda de su alma. Va más allá de la bibliografía de una de las ciudades estandarte de la cultura europea. En sus páginas no sólo hay un recorrido por los nombres propios más importantes, desde Stendhal a Svevo o Joyce; o sus librerías y lugares de culto (como la editorial Zibaldone). También hay poemas y anécdotas enhebradas para hacer de este libro uno de los recorridos más cautivadores por una ciudad llena de magia y de cultura.




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