Siete cuentos de Nueva York O. Henry
Traducción, introducción y notas Rafael González Macho
Madrid, 2021
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La traducción de estos relatos de William Sydney Porter, con su introducción y notas, se ha elaborado para su publicación y difusión en línea
© Rafael González Macho I.S.B.N.
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Prefacio Descubro a O. Henry en las páginas de un libro comprado en uno de esos pueblos de Virginia que miden su enorme orgullo por la cultura en función del tamaño de sus tiendas de libros. La colección de relatos era una de esas nuevas ediciones de antiguos autores americanos que engalanan con clásicos adornos el esqueleto de una editorial triunfadora. Aunque había oído y leído sobre el autor, no conocía su obra, por lo que me apresuré a leer esa prosa cuidada, a veces irónica, pero con esa ironía bonachona que no tiene ningún ánimo de herir, sino de trabar un vínculo de complicidad con el lector. Hoy, ya en pleno siglo XXI, O. Henry parece casi olvidado, salvo en los cementerios de las fundaciones y de las bibliotecas, donde todavía se le celebra vivo y arropado por la melancolía de lo anticuado. Podría haber sido un verdadero clásico si hubiera vivido más tiempo, pero su leyenda, el exceso de relatos y las tardías mieles del éxito colmaron suficientemente su ambición literaria. O. Henry se dedicó a producir a la demanda, que, por otra parte, es lo que el consumidor quiere. Y el consumidor siempre tiene razón ¿no es cierto? Ha pasado más de un siglo desde que este autor encontró el éxito y la fama que buscaba y perdió la esperanza y el deseo de seguir buscando su lugar en el mundo. Su biografía llena mejor las expectativas de un lector ávido de ficción que su obra, tan aplaudida en su tiempo. Aunque quien espere encontrar una ficción de novela en su biografía, descubrirá que su vida, aun corta, dio para muchísimo más que ficciones1. Sus relatos están hechos para entretener. O. Henry descubría historias en cualquier pequeño detalle de la vida y utilizaba personajes más o menos preparados, con una exquisita escritura que no defraudaba ni defraudará a ningún lector que aprecie escuchar historias.
Charles Alphonso Smith (1864-1924), egregio profesor de lengua y de literatura inglesa de la Universidad del Estado de Lousiana y de la Universidad de North Carolina, entre otras, y amigo de infancia y juventud de William Sydney Porter, escribió una biografía de O. Henry muy recomendable para cualquiera que desee conocer mejor la vida de nuestro autor. 1
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Índice Prefacio .................................................................................................... v O. Henry o William Sydney Porter (1862-1910) .............................. ix Estampas de Nueva York a inicios del siglo XX ........................... xvi El texto y la traducción........................................................................ xx El regalo de los Reyes Magos................................................................. 1 El califa, cupido y el reloj ....................................................................... 9 La policía y el himno ............................................................................... 17 Veinte años después ................................................................................ 25 La habitación amueblada ...................................................................... 29 Por mensajero ............................................................................................ 37 El breve debut de Tildy .......................................................................... 43
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O. Henry o William Sydney Porter (1862-1910) Buscando escapar
Un espíritu inquieto, una atribulada vida y las urgencias de quien huye y de quien necesita procurarse el sustento de cada día para sí y para los suyos. William Sydney Porter no pertenecía a una de esas opulentas familias que le permitiera vivir holgadamente dedicándose al arte o a la escritura, a la lectura o a divagar entre humos de cigarros y vapores de licor. W. S. Porter es un ejemplo del americano de clase media que vive en una América en la plenitud de su expansión y al que le persiguen los problemas de lo que hoy se llama disfuncionalidad familiar. Es, sobre todo, un ejemplo de ese intrépido americano que aspira a poder vivir holgadamente dedicándose al arte de la escritura y a divagar entre humos de cigarros y vapores de licor. La Fortuna, sin embargo, no le va a sonreír hasta que, al final de una larga travesía, se instala en Nueva York, y será con una sonrisa perversa que le empuja a la fama y al prestigio literario al mismo tiempo que le recuerda sus propios miedos y debilidades. Es cuestionable que buscara ese prestigio literario. Sabía de su capacidad, de sus conocimientos y, seguramente, de sus limitaciones y, sobre todo, sabía lo que sus lectores demandaban. Aunque disfrutara de la sensación de ser considerado un buen escritor, es muy probable que aceptara esa recompensa con disimulada amargura. W. S. Porter escribe por dinero, escribe lo que se quiere leer, es un escritor hábil y muy capaz de hacer que su lector se sienta bien. Su público es un modelo de la clase media americana de principios del siglo XX que, al igual que hoy, quiere leer lo que ya sabe, quiere leer las historias para las que está preparado, un lector que se conforma muchas veces con los tópicos, con esos lugares comunes tan provechosos para conectar fácilmente con la mayoría por medio de un mensaje simple y directo. W. S. Porter es un maestro en el manejo de esa pluma cuyos trazos acarician a un lector que compra cada semana una historia para disfrutarla como un plácido entretenimiento. Es, por ejemplo, el creador, entre otros artificios literarios, de una expresión tan afortunada como banana republic para referirse, en principio, a los países centroamericanos cuyas estructuras de ix
poder serían títeres de los importadores estadounidenses de bananas. Su lector, el americano medio, orgulloso de serlo, lo entiende rápidamente y lo quiere así, sencillo, directo, su lector quiere personajes amables en los que se pueda mirar, quiere tipos adaptados a lo previsible que le saquen de la monotonía de su vida de americano medio. Nace W. S. Porter en Greensboro, Carolina del Norte, en 1862, al tiempo que se desata en los Estados Unidos una Guerra Civil fratricida para impedir la separación de unos territorios, los estados del Sur, donde el tiempo corría con un ritmo diferente al de los estados industriales del Norte y, por supuesto, distinto del compás que el dinero marcaba en la Ciudad de Nueva York. La Guerra Civil o de Secesión (1861-65) constató la existencia de una profunda brecha que separaba, en un mismo país, dos sociedades diferentes que, a pesar de haberse complementado en la mutua conveniencia, alcanzaron un nivel de aversión tal como para provocar ese doloroso enfrentamiento. La brecha subsiste, las diferencias, hoy diferentes, en ocasiones se dejan todavía notar como agudos fulgores inconformes con la uniformidad estadounidense. Hasta los 18 años la vida de W. S. Porter transcurre en Greensboro, una ciudad sureña, con un característico modo de vida que le enseña a sentir y a formar parte de una comunidad casi familiar, anclada en costumbres y relaciones sociales rechazadas por la nueva sociedad industrial del Norte. En ese entorno realizará sus primeros y únicos estudios en la escuela de una tía materna, trabajará en comercios cuyos propietarios también eran familiares cercanos y empezará a destacar en lo que realmente le gustaba: el dibujo, la caricatura, la música y la disipada vida de quien mira al horizonte con seguridad, ambición y desorden. En 1882, W. S. Porter, que había descubierto el goce de la primera juventud en el Sur, y que seguramente había escuchado contar fantásticas historias de boca de auténticos narradores sureños, parte desde Greensboro con rumbo a un Lejano Oeste tan atractivo y exótico como desconocido. Una tierra nueva, un gran reto con los ingredientes esenciales para la aventura. Sólo 38 años antes, en 1848, los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de México, por medio del Tratado de Guadalupe Hidalgo, habían certificado la pérdida de casi la mitad de México y la incorporación, en el
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país del Norte, de un territorio inmensamente rico que añadiría a los estados originarios una gran diversidad de paisajes y gentes por descubrir. Nuestro autor deja Greensboro para establecerse durante casi dos años en un rancho ganadero entre San Antonio y Laredo, Texas, un estado que, después de separarse de México en 1836 y tras de una breve independencia, se había incorporado a los Estados Unidos de América en 1845. Allí dedica gran parte de su eufórica vitalidad a observar, estudiar y participar en las labores del día a día rural en el salvaje Oeste. Conoce personajes de la abrumadora vida real, tipos de quienes posiblemente había escuchado en Greensboro en narraciones teñidas con ese fascinante interés por los misterios lejanos: comanches indómitos, terribles bandidos conocidos como desperados, rudos cowboys o sheriffs famosos. Todos esos llamativos retratos tendrán cabida en sus narraciones posteriores y ayudarán en la configuración de la colección de símbolos que dibujará un país que crece y que se hace espacio entre las grandes naciones, creando un imaginario nacional propio. Ni el rancho, ni la vida rural, de la que tanto aprende, lo cautivan lo suficiente como para establecerse y convertirse en un residente permanente. El mundo rural será sólo una etapa más de su vida. Como si necesitara del bullicio de una población más grande, como si huyera otra vez buscando sensaciones nuevas y diferentes de las del campo, se traslada a Austin, Texas, una ciudad joven, en construcción, una ciudad que albergaría las instalaciones y los monumentales edificios administrativos de la capital del estado, con animadas calles, comercios dinámicos, restaurantes, teatros, periódicos, bibliotecas, todo lo que producía una sociedad viva, en ebullición y de lo que W. S. Porter carecía en un rancho de ganado en el condado de La Salle, Texas. Austin se convertirá para él en el punto de partida de nuevos proyectos, de esperanza y será el lugar donde conoce a Athol Estes, una muchacha de 17 años de la que inmediatamente se enamora. Con Athol tiene dos hijos y ella, sin duda, le sirvió de soporte afectivo y de persistente estímulo para creer y confiar en sus propias posibilidades como escritor. De los padres de Athol, además, recibirá después una ayuda y un apoyo constantes para sobrellevar mejor sus conflictos con la ley y las fatalidades familiares, como la temprana muerte de su primer hijo o, posteriormente, la enfermedad y muerte de Athol. xi
En Austin transcurren 12 años de su vida muy intensos. En los primeros años consigue diversos trabajos administrativos y comerciales en farmacias, tiendas de tabaco, inmobiliarias, hasta que finalmente encuentra un puesto de trabajo como receptor-pagador de ventanilla en el First National Bank, empleo que le procuraría un alivio económico necesario para sostener a su joven familia. Los azotes de la vida ya habían golpeado a esta familia con la pérdida del primer hijo y, no mucho tiempo después, con el zarpazo de una fatal enfermedad que, nuevamente, se aparece como una maldición en el destino de W. S. Porter: su joven esposa, Athol, padece tuberculosis, la misma enfermedad que había llevado a la tumba a la madre de W. S. Porter cuando él apenas era un niño. Seguramente la estabilidad del empleo en el banco le sirve para hacerse con una publicación semanal en quiebra, que pronto él mismo revive con el nombre de The Rolling Stone. La convierte en un semanario de dibujos y narraciones donde desarrolla sus inquietudes artísticas y literarias. A pesar de un aparente éxito, aceptación y buenas críticas, esta aventura editorial dura apenas un año, escaso tiempo, pero suficiente para dar a conocer su capacidad literaria y humorística. Houston recibe la señal y le abriría sus puertas para convertirse en su siguiente destino, ya como escritor contratado por el Daily Post. Athol, fuertemente aquejada de tuberculosis, ya no puede desplazarse hasta la costa tejana y decide quedarse en Austin bajo la protección y el cuidado de sus padres. En este momento de su vida, después de haber rechazado una oferta de trabajo como escritor en Washington, D. C. por permanecer cerca de su esposa, un viejo pleito relacionado con el First National Bank de Austin, probablemente esperado, resultó en una acusación formal de desfalco y, por tanto, en requerimientos judiciales y desagradables trámites con la administración. Tal presión de las autoridades, sin duda, le produjo una sensación de debilidad e impotencia frente a las acciones de la ley contra las que, seguramente, no encontraba una defensa fiable. Es un misterio la implicación real de W. S. Porter en el desfalco del que se le acusa, pero es claro que su reacción no le ayudó a demostrar su presumible inocencia. En lugar de acudir ante la justicia, tomó un tren con dirección a Nueva Orleans, donde parece que tuvo que dormir en parques y en alojamientos poco recomendables hasta que consiguió embarcarse con
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rumbo a Honduras, país donde no existía un tratado de extradición con los Estados Unidos. En Honduras conoce a otros compatriotas en similar situación, huidos, perseguidos por la justicia, refugiados en sus costas o simplemente establecidos en el país centroamericano en busca de fortuna. Asimismo, conoce a otros personajes peculiares, estampas del Trópico, para quienes también guardó espacio en sus relatos posteriores. La atracción y el exotismo que lo rodean le dejan profunda huella, sobre todo por el ingente volumen de sensaciones por descubrir. No obstante, debe interrumpir su estancia cuando recibe noticias del agravamiento de la enfermedad de Athol. Regresa inmediatamente a Austin para, en poco tiempo, ver morir a su esposa y recibir el peso de la justicia por aquel asunto del banco. Termina condenado a cinco años de prisión, que debe cumplir en una penitenciaria de Columbus, Ohio. Otro cambio, otro ambiente, otras personas y el gran desafío de sobreponerse no sólo al terrible golpe de la ausencia de Athol, sino a la cárcel. Su buen comportamiento, es decir, su adecuada adaptación al medio, y los trabajos que realiza en la farmacia de la prisión le facilitan un cumplimiento de la condena menos severo, así como una reducción de la pena. Utiliza el tiempo y la soledad para dejar que su pluma recree gran parte de sus vivencias, convirtiendo los paisajes y las personas conocidas en estampas de un nuevo país y añade también nuevos personajes, ahora del ambiente carcelario, a su repertorio literario. Seguramente es en esta etapa de su vida que decide utilizar un seudónimo. Quizá el nombre de O. Henry, que ya utilizará siempre, no fuera sino un velado y permanente recuerdo del tiempo pasado en prisión, recordando a Orrin Henry, un guardia de aquella cárcel que prestaba sus servicios los años en que W. S. Porter cumplía condena. No hay certezas, sin embargo, del origen de este seudónimo. Es también posible que fuera de un camarero del Tobaccoo Plant Saloon de Nueva Orleans o del gato de un amigo de quienes tomara el nombre que le serviría para esconder las sombras de su pasado, para ocultar la realidad, para huir de ella otra vez o para intentar cambiarla en sus relatos firmados ahora todos bajo la rúbrica de O. Henry.
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La primera ciudad a la que se dirige al abandonar la cárcel, en julio de 1901, es Pittsburg, donde se habían instalado los padres de Athol con Margaret, su hija, y en esta ciudad decide retomar el trabajo de escribir e inventar historias, ocupación a la que ya había dedicado mucho tiempo y esfuerzo en prisión. A pesar de no encontrar en Pittsburg el ambiente y la disposición personal ideales para concentrarse en la escritura, él trabaja a conciencia para dar forma a decenas de historias apostadas en su cabeza. Editores y lectores comienzan a demandar sus relatos. Las publicaciones periódicas, semanarios y diarios, viven en los Estados Unidos un creciente esplendor, su público lector es abundante y con una evolución en aumento paralela al desarrollo de las ciudades. Se trata del momento y la situación apropiada para una especialidad bien cultivada por O. Henry, con gran técnica y un amplio registro surgido de vivencias personales que había recogido en los diversos ambientes que conoció. En la primavera de 1902, recibe la llamada de Nueva York, la Ciudad símbolo de la nueva grandeza. Nueva York será el destino final de un largo y diverso camino. Será el lugar del que ya no pueda escapar. Aunque en esos años visita y admira las escenas dibujadas en los cielos y los bosques de los Apalaches en Asheville, Carolina del Norte, otro nuevo lugar de la geografía americana, que conoce por su segunda esposa y donde hoy se encuentran sus restos, su relación con Nueva York se hace tan sólida que en esta ciudad encuentra la inspiración necesaria para escribir sin descanso, descubriendo nuevos personajes en cada esquina, en cada calle, hasta una simple factura de restaurante puede proporcionarle el argumento de una narración (Primavera à la Carte). En Nueva York su trayectoria como escritor se tornará definitivamente de cara al éxito. Recibe suculentos contratos para escribir semanalmente breves relatos, que son devorados por un público entregado. Se convierte en un auténtico artesano del relato. Conoce los ingredientes que más admira su público: una historia amable, personajes fácilmente reconocibles, ágiles descripciones, algo de ironía y de humor, exotismo a veces, un toque de complicidad, como si sus lectores le estuvieran escuchando en una cafetería, rodeándolo y él estuviera sentado a la mesa, tomando un café o una copa, mientras llama la atención de sus amigos contándoles una historia cuyo final sería una sorpresa. Y aunque todos esos figurados xiv
oyentes saben que deben aguardar tal sorpresa, la esperan ansiosos, porque cada historia tiene su propia identidad. Sus lectores lo buscan semana a semana y lo elevan a la categoría superior de demandado producto de consumo. En los últimos ocho años de su vida, encuentra en Nueva York múltiples historias y personajes, ahora recreados por un profesional de la narración que había recorrido un muy largo camino posiblemente para alcanzar y saborear las mieles del éxito. Sin embargo, no parece que este almíbar llegara en un momento apropiado o que colmara una búsqueda que tal vez solo buscara escapar. En Nueva York publica narraciones semanalmente y también publica colecciones de relatos, disponiendo su obra con elaborado orden. Es un escritor admirado y respetado por público, editores y por otros escritores, sobre todo del ámbito del periodismo. Da la impresión de que ha llegado a una estación final, nuevamente a una nueva vida, aunque los nuevos retos ya no parecen tales si los comparamos con los retos que tuvo que afrontar hasta llegar a este punto de su vida y de su carrera. Ahora, en medio de los reconocimientos y con una suculenta retribución que no alimenta en lo más mínimo su ánimo de codicia, parece que su audacia se limita a las letras. Contrae matrimonio en 1907, esta segunda vez con una mujer que conocía de su mundo sureño. Pasea por las calles de Nueva York buscando historias que, con gran facilidad, encuentra y, con gran habilidad, desarrolla y publica. Frecuenta restaurantes y bares donde disfruta de buenas charlas mezcladas con los vapores del licor y, muy probablemente, insiste en acelerar el paso de la vida que le abre las puertas a una temprana muerte. Fallece en 1910, en un momento en el que su obra y su estilo están perfectamente adaptados a los gustos de sus lectores y estos están apropiadamente adecuados a su entrega semanal, a sus historias con un final ingenioso e inesperado y a su estilo socarrón que busca hablar con elegancia y sin perder el tradicional espíritu del popular contador de historias del continente americano.
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Estampas de Nueva York a inicios del siglo XX Delia, la protagonista de El Regalo de los Reyes Magos, mujer profundamente enamorada, se corta su larga melena con la intención de vender el cabello y así obtener el dinero necesario para comprarle un regalo de Reyes a su esposo, Jim. Éste es un empleado que probablemente trabaja en las oficinas de una compañía en la Ciudad de Nueva York, un hombre corriente para el lector, pero un ser extraordinario para su joven esposa. Así comienza uno de los cuentos llenos de adaptadas imágenes de tono costumbrista que un perspicaz O. Henry toma de Nueva York, una variopinta ciudad con un crecimiento impetuoso que atrae a personas de todos los lugares y que está empezando a crearse la imagen con que se erigió durante el siglo pasado como faro y modelo del mundo moderno. El narrador de La habitación amueblada se refiere a Nueva York como “esa inmensa ciudad rodeada de aguas” en la que “todo parecía un pantano de profundas arenas movedizas que desplazaban constantemente sus partículas, sin fondo”. Esa es la imagen, un maremágnum absorbente que engulle a cualquiera que se aproxima para probar sus atrayentes oportunidades y escuchar sus modernos sonidos. Delia, preocupada por unos exiguos ingresos y ante la imposibilidad de estirarlos con el objeto de comprar el regalo de Jim, recuerda que había leído en una calle de la ciudad el cartel de un establecimiento, como otros muchos, anunciando: “Madame Sofronie, Artículos de cabello de todas las clases”. Este tipo de comercios no es ajeno a una gran urbe bulliciosa de gentes, mosaico de culturas y de personas atraídas por la prosperidad, que se amalgaman en calles y barrios repletos de oportunidades y viviendo los vaivenes del progreso en un siglo XX recién estrenado, incierto, pero esperanzador. Madame Sofronie, el nombre ya de por sí, es un buen reclamo publicitario al evocar la distinción europea, de Francia, cuya impronta en los Estados Unidos se fijó históricamente como modelo de elegancia y sofisticación, incluso aunque la madame en cuestión “tan grande, tan blanca, tan fría, en verdad no parecía la Sofronía”, es decir, el buen juicio que evoca su raíz griega.
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Con el dinero obtenido por la venta del cabello, Delia compra una elegante cadena para el reloj de Jim, que anda usando una tira de cuero gastado desluciendo el valioso tesoro heredado de su familia. Cuando Delia regresa al apartamento, se ve reflejada en el espejo acoplado entre las ventanas, apliques habituales en las casas de la época de cierto nivel económico y, de forma muy consciente y lógica, con la ayuda de su rizador de pelo y la lámpara de gas, arregla su desordenado y recién cortado cabello como mejor puede. Sin embargo, a pesar de los arreglos, ella no duda de que, cuando Jim la vea con ese aspecto, no la distinguirá de una chica de coro de Coney Island. No hacía mucho tiempo que algunos ricos inversionistas, afortunados a la sombra de la Guerra Civil (1861-1865) o, en los siguientes años, con la extensión de las líneas de ferrocarril por el país, habían invertido en las playas de ese barrio de Brookling conocido como Coney Island. Su ubicación era ideal para convertirse en un centro de entretenimiento para la nueva sociedad capitalista que se aferraba a la trepidante ciudad de Nueva York. Los paseos de Coney Island debían de estar llenos de hoteles, restaurantes y salas de fiesta que atraían tanto a clientes como a una numerosa caterva de trabajadores de servicios para atender y cuidar a los visitantes, y de artistas para entretenerlos, cantantes, imitadores, magos y músicos, sobre todo músicos y cantantes que actuarían en las iluminadas salas de fiesta de la noche. En Coney Island se recreaba la revolución musical americana impulsada por la insaciable demanda de una sociedad neoyorquina ávida de los más llamativos espectáculos. Pero el espectáculo, la música y la farándula no sólo se extendían en las calles y paseos junto a la playa de Coney Island, el mundo del entretenimiento y la diversión crecía también en Broadway, cerca de Times Square, adonde se habían desplazado los empresarios buscando solares más baratos para levantar sus teatros. Así nacía, a principios del siglo XX, el distrito “en el que, de noche, las calles resplandecen, así como los corazones, las promesas y los libretos más alegres de la ciudad”, como se describe en La policía y el himno, el distrito de los teatros de Nueva York, impulsado por una innovadora metrópoli ansiosa por demostrar su grandeza y su modernidad, que se vestía de luces en las calles, ya no sólo las viejas luces de gas que todavía alumbraban la mayoría de las viviendas, sino las recién estrenadas luces eléctricas que ya deslumbraban a todos por
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su particular brillo, ideal para los nuevos anuncios luminosos de las funciones teatrales. En la confluencia de Broadway con la Sexta Avenida “las luces eléctricas y la bonita disposición de cuberterías y vajillas lujosas hacían extremadamente seductor el escaparate.” Tanto que Soapy, el vagabundo protagonista de La Policía y el himno, “agarró un adoquín y lo lanzó contra el cristal” esperando ser detenido para evitar los rigores del invierno neoyorquino al resguardo de una confortable cárcel. En Veinte años después, “La claridad de las luces eléctricas en una droguería iluminó” los rostros de dos hombres que se suponían amigos descubriendo la trampa que un policía le tendió a ‘Silky’ Bob de Chicago. Desde los teatros de Broadway, caminando hacia el río Hudson, habían crecido barriadas de viviendas en cuyas noches se confundían multitud de sueños de esas gentes que llegaban a la ciudad para trabajar en el teatro por las noches o en la bolsa de valores por las mañanas, gentes que se hospedaban en monótonas habitaciones amuebladas agrupadas a cientos en ese distrito, “gentes inquietas, cambiantes, fugaces como el tiempo mismo, así son las gentes del distrito de ladrillo en el Bajo West-Side”, según se describen en La habitación amueblada. Un rasgo repetido de estos cuentos de Nueva York es el uso de particulares personajes sacados de una sociedad en formación. El autor recrea tipos característicos, muy creíbles como las porteras chismeando mientras beben cerveza en La habitación amueblada o la esposa enamorada en El regalo de los Reyes Magos, y tipos extravagantes que caracterizan esta nueva gran ciudad, como la pareja de enamorados que, en un parque – siempre parques- se comunican Por mensajero, o el aristócrata con corazón y vida de vagabundo de El Califa, Cupido y el Reloj. Son propios de la ciudad los vagabundos y los policías, los hampones y los soñadores de un Oeste de promisión, personajes todos de una ciudad que también sueña con ser el escaparate y modelo del mundo. Mientras Nueva York crece convertida en una gran urbe de vocación cosmopolita, en sus calles se escuchan los ecos de las aventuras y riquezas que llegan de ese inmenso y riquísimo Oeste de promisión. O. Henry lo percibe y lo incluye en sus relatos, conocedor de su utilidad para atraer lectores. Cuando el ansioso enamorado de El Califa, Cupido y el Reloj se ve rechazado en el amor, decide en un impulso arrebatado rehacer su vida en xviii
un rancho para luego sumarse a los buscadores que dieron nombre a la fiebre del oro de Klondike. En Por mensajero, el otro amante herido, de elegante vestimenta, quiere irse a Alaska a cazar renos como respuesta al rechazo de su amada. Su mensajero, un muchacho sacado del teatro clásico, confunde a los renos y le dice a la joven: “El don me ‘ijo que le ‘ijera a usté que él ya había metío cuellos y mangas en esa maleta pa’ salir corriendo a San Frisco. Y después se va a cazar bichos peregrinos en el Klondike”. Algunos de los retratos más frecuentes, aparte de los pintorescos vagabundos, son los de las personas corrientes que se enfrentan a los problemas corrientes en una jungla de construcciones imponentes y empleos inestables, como los Dillingham que, si antes “se habían dejado llevar por los aires de un tiempo de bonanza, cuando el Señor Dillingham ganaba $30.00 a la semana, ahora, que la paga se había encogido hasta los $20.00” debían arañar cada centavo que entrara en casa. Las descripciones de La habitación amueblada, sus personajes, la mugre de las paredes son las propias de ese submundo construido a la par de la Nueva York elegante y de los luminosos espectáculos de Broadway, cuyos trabajadores son los inquilinos que “van y vienen”, porque “los actores no están nunca mucho tiempo en ningún sitio”. La literatura de O. Henry debe ser valorada no solo por la cuidada prosa que utiliza, escogiendo los adjetivos más sugerentes o disponiendo las oraciones para buscar la necesaria reacción de su lector, sino por haber contribuido a la creación de un imaginario americano válido, aceptado y utilizado durante prácticamente todo el siglo XX. Merece la pena recordar la admiración y el respeto de autores como John Steinbeck, cuya única aparición delante de una cámara cinematográfica fue para presentar una serie de cortometrajes, O. Henry's Full House (1952) basados en los relatos de O. Henry, protagonizados por quienes ya eran o iban a ser rutilantes estrellas del cine, como Charles Laughton, Anne Baxter, Marilyn Monroe o Richard Widmark y dirigidas, entre otros, por Henry Hathaway o Howard Hawks.
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El texto y la traducción El texto original que hemos utilizado para seleccionar y traducir los siete cuentos aquí presentados es la edición de 1953 de las obras completas, The complete works of O. Henry, publicadas en Garden City, Nueva York, por Doubleday and Company, Inc. Después de leer y estudiar la obra de O. Henry, conocer su extraordinaria biografía y una vez que habíamos recorrido los intrincados caminos de la geografía social en el Sur de los Estados Unidos y los clásicos rincones de la Ciudad de Nueva York, nos propusimos leer nuevamente los siete cuentos seleccionados y traducirlos al español con la certeza de que con la traducción no alcanzaríamos ni la mecánica capacidad de llegar a su público original, ni la destreza estilística del autor, ni el espíritu pintoresquista de los textos. Esos fueron, no obstante, nuestros tres primeros objetivos y aun conscientes de que ni siquiera las notas a pie de página completen lo que el texto original en su tiempo quiso transmitir, sólo le pedimos al lector que no sea demasiado severo con nuestra modesta intención de elaborar una traducción rigurosa.
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El regalo de los Reyes Magos Un dólar con ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y sesenta centavos estaban en monedas de a uno. Eran centavos guardados de uno en uno, regateando al tendero, al frutero y al carnicero hasta que a una le ardían las mejillas con la silenciosa vergüenza que la parsimonia de este cercano trato implicaba. Tres veces los contó Delia. Un dólar con ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad. Estaba claro que no podía hacer nada más que tumbarse a gimotear en el ya raído diván. Así que eso es lo que hizo Delia. Reacción con que nos cae en mientes la recurrente reflexión moral sobre la vida: que ésta no es más que un camino lleno de sollozos, suspiros y sonrisas. Más que nada, sollozos. En ese momento, la señora de la casa se hunde poco a poco de un primer nivel a uno inferior y echa un vistazo a la casa. Piso amueblado de a ocho dólares a la semana... No era exactamente el palacio de los mendigos, pero había algo así como un letrero anunciando la avanzadilla de la indigencia. Abajo, en la entrada, había un buzón al que no iría a parar ninguna carta y un timbre del que ningún dedo mortal alentaría un solo sonido. Hay que añadir además el rótulo con el nombre “Sr. James Dillingham Young”. Los Dillingham se habían dejado llevar por los aires de un tiempo de bonanza, cuando el Señor Dillingham ganaba $30.00 a la semana. Ahora, que la paga se había encogido hasta los $20.00, las letras de “Dillingham” parecían difuminadas, casi borradas, como si estuvieran considerando seriamente reducirse a una sola, modesta y humilde “D”. No obstante, siempre que el señor James Dillingham Young llegaba a casa y entraba en su apartamento, escuchaba una dulce voz llamándolo, “Jim”, y la señora de James Dillingham Young llegaba para abrazarlo con todo el cariño del mundo. Ya sabemos quién es ella, así que llamémosla Delia. Hasta ahora todo está muy bien.
Delia acabó su lloriqueo y se acicaló. Se paró junto a la ventana y, apática, miró cómo, en un patio gris, un gato gris caminaba por una tapia gris. Era la víspera de Navidad y ella solamente tenía un dólar con ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Durante meses había estado ahorrando centavo a centavo para alcanzar… ¡tan generosa recompensa! Veinte dólares a la semana no dan para más. Habían tenido más gastos que de costumbre. Eso siempre era así. Solamente uno punto ochenta y siete dólares para comprarle un regalo a Jim, a su amadísimo Jim. Cada minuto que pasaba pensando en algo para él era un minuto de completa felicidad. Pensaba en algo fino, exclusivo, valioso… algo tan especial como para merecer el honor de ser incluido entre las posesiones de su adorado Jim. Había un espejo múltiple ensamblado entre las ventanas de la habitación1. En realidad, puede haber espejos así en un piso de a ocho dólares semanales. Una persona delgada y de gran agilidad, al observar su reflejo en una rápida secuencia de cada pieza del espejo, puede perfectamente hacerse con una clara idea de su figura. Delia, tan esbelta, era una experta en ese arte. De repente, se volteó desde la ventana para ver su reflejo en el espejo alargado y sus ojos brillaron llenos de ilusión, aunque su rostro hubiera perdido su color en menos de unos segundos. Se soltó el pelo rápidamente y dejó que todo él corriera por su espalda. Ahora veía que James Dillingham Youngs era el dueño de dos tesoros y que ambos podían elevar a las alturas su orgullo. Uno era el famoso reloj de oro que había pasado de su abuelo a su padre y, finalmente, a él. El otro era la cabellera de Delia. Si la reina de Saba2 hubiera vivido en el apartamento de enfrente, algún día Delia se habría soltado sus cabellos para secarlos desde la ventana, únicamente para menospreciar las joyas y las alhajas de Su Un elemento de ornamentación usual en las casas de inicios del siglo XX, espejos encajados entre las ventanas acoplados con marcos de madera y repisas, son los llamados pier glass o pier mirror. 2 Tanto la reina de Saba como el rey Salomón son mencionados en el Antiguo Testamento, arquetipos de prosperidad y riqueza, además de sabiduría. 1
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Majestad. Y si el rey Salomón hubiera sido el portero del edificio, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim le habría restregado su reloj de oro cada vez que pasara a su lado sólo para ver cómo, de envidia, se mesaba la barba. Así que Delia se soltó la preciosa melena, iluminada y brillante como una inmensa cascada del color de la caoba. Le llegaba hasta por debajo de sus rodillas y daba la impresión de estar vestida con un lujoso atuendo. Entonces, nerviosa, volvió a sujetar sus cabellos rápidamente. Vaciló por un momento. Y permaneció en silencio mientras una o dos lágrimas caídas se hundían entre las lanas de la deslucida alfombra roja. Se puso su vieja chaqueta marrón y su viejo sombrero marrón, un veloz torbellino de su falda se apoderó del centelleante brillar de sus ojos y salió volando escaleras abajo hasta la calle. Donde se detuvo, el cartel decía: Madame Sofronie. Artículos de cabello de todo tipo. Subió de un salto el escalón, recogida, jadeando. Madame, tan grande, tan blanca, tan fría, en verdad no parecía la Sofronía1. -¿Quiere usted comprar mi pelo? –preguntó Delia. -Compro pelo, sí, -dijo Madame-. Quítate el gorro y déjame echarle un vistazo. Y cayó ondulada y oscura la cascada de cabello. -Veinte dólares –dijo Madame comprobando con destreza su calidad. -Está bien, vamos, rápido –respondió Delia, sin pensar. ¡Ay! y las siguientes dos horas, revoloteando con sus alas rosadas... No. Olvidemos ahora esta gastada metáfora. Ella estuvo desbarajustando los estantes de las tiendas en busca del regalo para Jim hasta que, finalmente, lo encontró. Sin duda, estaba hecho para Jim y para nadie más. No había otro igual en ninguna tienda. Ella lo sabía muy bien. Una sencilla cadena de platino, de sobrio diseño, que demostraba su enorme valor no por adornos innecesarios, sino por lo que era en sí, como tienen que ser los artículos de calidad. Era, sin duda, la cadena perfecta para El Se quiere jugar con la etimología griega del nombre Sofronía, que puede significar templanza, moderación o castidad. 1
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Reloj. En cuanto la vio, ella se dio cuenta de que era exactamente la que debía tener Jim. Era como él. La sobriedad y el valor podían aplicarse a ambos. Pagó $21.00 por la cadena e, impaciente, regresó a casa con 87 centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim podría estar apropiadamente interesado por la hora en compañía de cualquier persona. Algunas veces, aunque el reloj era muy lujoso, él lo miraba furtivamente, para que no se viera la vieja correa de cuero que hacía las veces de cadena. Cuando Delia regresó a casa, ebria de ilusión, se contuvo y dio paso a la sensatez y la prudencia. Sacó su rizador de pelo, encendió la lámpara de gas1 y reparó cuidadosamente los estragos sufridos en el cabello por la generosidad del amor, lo cual siempre es un colosal trabajo, es realmente una tarea muy delicada y laboriosa, créanme. Como en cuarenta minutos, su cabeza estaba ahora cubierta de diminutos ricitos, casi pegados a la piel, que la hacían ver como como un pillo de la escuela que se ha saltado las clases. Se miró en el espejo con atención, como censurándose. “Si Jim no me mata,” pensó, “antes del segundo vistazo, dirá que parezco una de esas chicas de coro de Coney Island2. Pero ¿qué podía hacer? ¿eh? ¿Qué podía hacer con un dólar y ochenta y siete centavos?” A las siete en punto el café estaba hecho y la sartén estaba sobre el quemador de la cocina lista para freír las costillas. Jim nunca llegaba tarde, Delia apretó con fuerza la cadena en su mano y se sentó en la esquina de la mesa contigua a la puerta. Entonces escuchó sus pasos en la escalera, en el piso de abajo y, por un momento, palideció. Acostumbraba a rezar en silencio, en cortas súplicas, sobre las cosas más simples de cada día y ahora mismo susurraba: “Por favor, Padre, haz que me vea bonita”.
La mayor parte de las viviendas en Nueva York contaban con luces de gas, pero gran parte del alumbrado público, los escaparates de los nuevos comercios, las luces que comenzaban a anunciar los espectáculos de Broadway ya estaban utilizando luces eléctricas desatando una gran revolución técnica. 2 El momento en que se inicia el esplendor de Coney Island como centro de recreo, entretenimiento y espectáculo coincide con la primera década del siglo XX y la publicación de los relatos de O. Henry. 1
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Se abrió la puerta. Jim entró y la cerró. Parecía apagado y muy serio. ¡Pobre tipo! ¡Sólo tenía veintidós años y ya tenía que cargar con una familia! Necesitaba un abrigo nuevo y no tenía guantes. Jim se paró nada más cruzar la puerta, inmóvil como un perdiguero cuando ha captado el rastro de la perdiz. Sus ojos estaban fijos en Delia, con una expresión que ella no podía interpretar y eso la aterró. No era miedo, ni sorpresa, ni desaprobación, ni horror, no era ninguna de las reacciones para las que ella se había preparado. Simplemente se quedó mirándola con una extraña expresión en su rostro. Delia se salió de entre la mesa y la banqueta y se dirigió hacia él. -Jim, querido –le pidió casi llorando- no me mires de ese modo. Tuve que cortarme el pelo y venderlo porque no era capaz de pasar unas Navidades sin darte un regalo. Crecerá de nuevo, te lo prometo, ¿me oyes? Pero tenía que hacerlo. Mi pelo crece increíblemente rápido. ¡Feliz Navidad! Jim. Seamos felices ahora. No sabes qué bonito, qué elegante, qué maravilloso regalo te compré. -¿Te cortaste el pelo? –preguntó Jim, con dificultad, como si no fuera capaz de darse cuenta sino hasta después de una intensa recapacitación. -Me lo corté y lo vendí –dijo Delia –¿No te gusta así…? Sí te gusta ¿verdad? Jim repasó de una mirada la habitación como con curiosidad. -¿Y dices que ya no tienes pelo? –preguntó con un aire casi de idiocia. -¿No te lo estoy diciendo? –respondió Delia. –Lo vendí, ya te lo he dicho, vendido y fuera, ya está. Hoy es Noche Buena, mi vida. Sé bueno conmigo porque todo lo hice por ti. Quizá alguien pueda contar los pelos de mi cabeza –ella siguió con una inesperada y grave dulzura-, pero nadie podrá medir jamás mi amor por ti. ¿Pongo entonces a freír las chuletas, mi vida? Ya pasada la primera impresión, Jim pareció reaccionar y abrazó a su Delia. Pero repasemos con tranquilidad, por un momento, otra idea sin importancia en otro sentido. Ocho dólares a la semana o un millón al 5
año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o un tipo listo te darían una respuesta incorrecta. Los reyes magos trajeron muy valiosos regalos, pero esto no tenía nada que ver con ellos. Esta oscura afirmación se aclarará más tarde. Jim sacó un paquete de su abrigo y lo puso sobre la mesa. -No te equivoques conmigo, Delia –dijo-. No creo que nada de tu pelo, cortado o afeitado o el champú que uses puedan hacer que quiera menos a mi chica. Pero si abres ese paquete podrás ver por qué me sorprendí al principio. Unos dedos blancos e inquietos tiraron del lazo y luego del papel. Y entonces, un emocionado grito de alegría; y después… ¡ya está! Una rápida ráfaga femenina de lágrimas histéricas y lamentos, que exigían un inmediato abrazo como un refugio entre el cuerpo del señor de la casa. Ahí estaban las peinetas, un completo juego de peinetas, por el que Delia había suspirado durante tanto tiempo en el escaparate de Broadway. Elegantes piezas de carey, enjoyadas en el borde lo justo para realzar la belleza del cabello. Eran muy caras, ella lo sabía, su corazón las había deseado ansiosa sin la menor esperanza de conseguirlas. Y ahora eran suyas, aunque los cabellos que deberían ensalzarse con tales adornos ya no estaban. Aun así, ella las abrazó con fuerza contra su pecho y, al rato, fue capaz de levantar sus ojos, ahora apagados, y decir con una difícil sonrisa: -Mi pelo crece muy rápido, Jim… Y entonces Delia saltó como un gato excitado y gritó ilusionada. Jim todavía no había visto su bonito regalo. Ella se lo ofrecía impaciente con las manos abiertas. El opaco metal precioso parecía reflejarse en el brillante y ardiente espíritu de Delia. -¿No es elegante, Jim? La busqué por toda la ciudad hasta que la encontré. Ahora tendrás que mirar la hora cien veces al día. Déjame tu reloj, que quiero ver cómo le queda.
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En lugar de dárselo, Jim se dejó caer en el sofá, puso sus manos entrecruzando los dedos detrás de la cabeza y lanzó una sonrisa. -Delia –dijo-. Dejemos por ahora nuestros regalos de Navidad, son demasiado bonitos para ser sólo regalos. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas… y ahora…, va, supongo que mejor pon a freír las chuletas. Los Reyes Magos, como usted sabe, fueron hombres muy sabios, maravillosamente sabios, que llevaron regalos al Niño Dios en el pesebre. Ellos inventaron el arte de dar regalos en Navidad. Como ellos eran excepcionales, sus regalos eran igualmente excepcionales y, posiblemente hasta tenían el privilegio de devolución si se repetían. Aquí les he contado a ustedes, lamentablemente, la infame historia de una atolondrada pareja de jóvenes en un apartamento que, de la manera más estúpida, sacrificaron, cada uno, sus más preciados tesoros. Pero para concluir con la magia de estos días, sólo digamos que de todos los que ofrecen regalos, estos dos fueron los realmente mágicos. De todos los que dan y reciben regalos en Navidad, este tipo de regalos son los mejores. En cualquier lugar son los mejores. Ellos son los Magos.
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El califa, cupido y el reloj El Príncipe Michael, del Electorado de Valleluna1, se sentó en su banco favorito del parque. El frío de las noches de septiembre le obsequiaba un inesperado estímulo, como si el clima fuera un tónico natural. Los bancos del parque ya no siempre permanecían ocupados porque los moradores del parque, seres de sangre cuajada, detectan rápidamente las señales del crepitar de los árboles y vuelan raudos a resguardarse de las inclemencias de un otoño temprano. La luna alumbraba los tejados de aquellas casas que marcaban el límite Este de la ciudad. Los niños reían y jugaban con las gotas de agua salpicadas desde la fuente y, en los sombríos rincones del bosque, los faunos cortejaban a las dríadas2 ajenos a las miradas de los mortales. Un armónico ruiseñor, por la gracia de nuestro decorador, revolaba y componía melodías en una calle contigua. Alrededor de los límites mágicos del parquecillo los coches de la calle bullían y maullaban y los trenes pretenciosos rugían como tigres y leones buscando un lugar por el que entrar. Y por encima de los árboles destacaba el enorme, redondo y brillante semblante de un colorido reloj en la torre de un viejo edificio público. Los zapatos del príncipe Michael ya no soportarían un embate más a pesar de los remiendos recosidos con la genuina destreza del más cuidadoso de los remendadores. Un trapero habría desistido de hacer ninguna oferta por sus ropas. Su barba de dos semanas era gris, castaña, roja y de un amarillo casi verdoso como salpicada por cada una de las muchas aportaciones de un coro de comedia musical. No había nadie tan inmensamente rico como para llevar, sin ninguna vergüenza, un sombrero tan ridículo como el del príncipe Michael. El príncipe Michael se sentó en su banco favorito y sonrío. Era para él un entretenido pasatiempo pensar que tenía el dinero suficiente para En las antiguas divisiones administrativas del Sacro Imperio Romano, el electorado era una demarcación cuyos príncipes tenía el derecho de elegir al emperador. 2 Las dríadas eran ninfas de los bosques en la mitología clásica. Los faunos eran también divinidades forestales relacionadas con el dios Baco. 1
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adquirir, si quisiera, todas esas enormes y encopetadas mansiones de iluminadas ventanas que se erguían frente a él. Podía así emular el oro, los vestidos, las joyas, los tesoros artísticos o las inmensas fincas de cualquier Creso1 de la muy soberbia Ciudad de Manhattan. Así había generado la mayor parte de su fortuna. Podía haberse sentado a la mesa con cualquier soberano reinante. Los círculos sociales, del arte, de la religión, la adulación, imitación, los homenajes de honestidad, honores de la distinguida aristocracia, los elogios de los sabios, y más halagos y lisonjas, cumplidos, alta estima y favor, la fama, toda la miel de la vida, todo estaba aguardando en las celdas de la colmena del mundo para el Príncipe Michael del Electorado de Valleluna que, en el momento que él decidiera, lo utilizaría. Pero prefirió sentarse con sus humildes ropas en el parque, porque él ya había probado sobradamente la fruta del árbol de la vida2 y como le supo amarga, había abandonado el Edén por un tiempo en busca de distracción cerca del inofensivo y golpeado corazón del mundo. Estos pensamientos se esparcían como sueños que le pasaban por la cabeza al Príncipe Michael mientras sonreía bajo su incipiente barba multicolor. Aun en su indigencia, y ataviado como el más pobre de los mendigos de los parques, le encantaba estudiar al ser humano. Encontraba más placer en el altruismo que en sus riquezas, en su estatus o en todas las dulces mieles que la vida le hubiera regalado. Su principal consuelo y satisfacción era aliviar el sufrimiento de los demás, otorgar favores a aquellas señaladas personas que lo necesitaran, iluminar a los desafortunados por medio de regalos inesperados y sorpresivos de soberana magnificencia, otorgados, en todo caso, con sabiduría y buen juicio. Y cuando el príncipe Michael puso su ojo en la cara radiante del enorme reloj de la torre, su sonrisa, altruista como era, se tiñó levemente de desdén. Los del príncipe eran grandes pensamientos y era siempre con una sacudida de su cabeza que él consideraba el mundo subyugado a la arbitraria medida de El Tiempo. Las idas y venidas de la Creso fue el último rey de Lidia, región del Asia menor de proverbial riqueza. Heródoto da cuenta de su estirpe, de su grandeza y, finalmente, de su derrota ante el imperio persa. 2 El árbol de la vida es una referencia directa al paraíso bíblico. 1
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gente con prisa y miedo, controlados por las agujas metálicas del reloj, siempre le producían tristeza. Al poco tiempo, llegó un joven con elegantes ropas y se sentó como a tres bancos de donde el príncipe estaba. Durante media hora estuvo fumando cigarros, nervioso, y después empezó a observar la esfera del reloj iluminado sobre los árboles. Era evidente que estaba alterado y el Príncipe, afligido, se percató de que el motivo tenía que ver, de alguna manera, con el lento movimiento de las agujas del reloj. Su Alteza se levantó y caminó hacia el banco donde aquel hombre joven estaba sentado. -Le ruego me disculpe por dirigirme a usted de esta manera –dijo ceremonioso-, pero tengo la impresión de que hay algo que le agobia. Si puede servir como excusa de la libertad que me he tomado acercándome, añadiré que soy el Príncipe Michael, heredero del trono del Electorado de Valleluna. Vengo de incógnito, por supuesto, como puede usted reconocer por mi apariencia. Sepa usted que para mí es un placer otorgar mi apoyo a aquellos a quienes considero que lo merecen. Sus agobios quizá se atenuarían mejor haciendo valer nuestros mutuos esfuerzos. El joven miró al Príncipe admirado, con una admiración que no había borrado esa línea perpendicular de perturbación que se dibujaba en sus cejas. Lanzó una carcajada que, de repente se silenció, aunque, por un momento, aceptó esa distracción. -Me alegro de conocerlo, Príncipe –respondió con buen humor-. Sí, yo también diría que viene usted de incógnito, claro, y gracias por su preocupación, pero dudo que pueda servir de nada. Es un asunto privado, ¿sabe? Pero muchas gracias de todos modos. El Príncipe Michael se sentó al lado del joven. Normalmente lo rechazaban, pero nunca de manera ofensiva. Sus maneras educadas y escogidas palabras disuadían tales reacciones. -¡Relojes! –dijo el Príncipe-. Los relojes son grilletes para los hombres. Le he observado cómo miraba persistentemente aquel reloj. El semblante del reloj es el de un tirano, sus números son más falsos que los de un billete de lotería y sus agujas, sus agujas son las manos de un trilero que 11
te incita a buscar tu propia ruina. Permítame ayudarle a desligarse de esas humillantes cadenas que condenan su vida mediante un insensible centinela mecánico. -Me temo que no –dijo el joven-. Siempre uso reloj, menos cuando voy ataviado con mis mejores harapos, añadió con sorna. -Yo conozco la naturaleza humana igual que la de los árboles o la de la hierba –dijo el Príncipe con suma dignidad-. Tengo un Maestría en Filosofía, soy graduado en Arte y además poseo la bolsa de Fortunatus 1. Hay pocas desdichas humanas que no pueda solucionar o, al menos, aliviar. He visto su semblante y encuentro en él honestidad y nobleza, así como sufrimiento. Le ruego que acepte mí consejo y mi ayuda. No eluda la inteligencia que veo en su rostro y no permita que mi apariencia le oculte mi habilidad para resolver sus problemas. Aquel joven echó un vistazo al reloj nuevamente y frunció el ceño inquieto. Cuando su mirada dejaba de rebuscar en el suntuoso indicador de horas, se dirigía fijamente hacia la casa de ladrillo rojo de cuatro pisos justo frente al banco donde se había sentado. Las persianas estaban echadas, pero la luz, en muchas de sus habitaciones, débilmente las traspasaba. -¡La nueve menos diez! –exclamó aquel joven con un gesto impaciente de desesperanza. Se dio la vuelta inmediatamente y en un par de rápidos pasos se alejó de aquel edificio. -¡Espera un poco! –le ordenó el Príncipe Michael con una voz tan potente que el aludido se giró con una especie de risa malhumorada. -Le daré diez minutos más y me iré –murmuró y, más alto, dirigiéndose al Príncipe- me juntaré contigo, amigo, contra todos los relojes y contra las mujeres también. -Siéntate –dijo el Príncipe, tranquilamente-. No acepto la adición. Las mujeres son el enemigo natural de los relojes y, por lo tanto, las aliadas de los que buscan la liberación de esa monstruosa maquinaria que mide La bolsa de Fortunatus forma parte de una tradicional colección de relatos europea de la Baja Edad Media, con mucha difusión posterior en la cultura alemana. Quienes poseían la bolsa de Fortunatus contaban con un fondo inagotable de dinero. 1
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nuestras locuras y limita nuestros placeres. Ahora, si vas a confiar en mí, escucharé tu historia. El joven se dejó caer sobre el banco con una desenfrenada carcajada. -Su Alteza Real –dijo con una fingida deferencia burlesca–, ¿ve aquella casa? ¿la de las tres ventanas de arriba con luz? Bien, a las seis en punto yo estaba allí, en esa misma casa, con la mujer con la que yo estoy…, esto es, con mi… digamos… prometida. Yo me había equivocado, mi querido Príncipe. No me había portado bien con ella y ella… ella lo había descubierto. Yo quería que me perdonara, por supuesto. Siempre estamos pidiendo a las mujeres que nos perdonen por algo ¿no es cierto? » “Necesito pensarlo, necesito tiempo para pensar”, me dijo. “Pero de algo puedes estar seguro: o te perdono para siempre o no te volveré a ver nunca más. No habrá medias tintas. A las ocho y media” me dijo, “exactamente a las ocho y media, puedes mirar a la ventada central del último piso. Si decido perdonarte, agitaré en la ventana un pañuelo de seda blanco. Sabrás, pues, que las cosas están como antes y podremos seguir juntos. Si no ves el pañuelo, entonces toda nuestra relación se acabó para siempre”. Esa es la razón –concluyó amargamente el joven-. Esa es la razón por la que he estado mirando el reloj continuamente. El momento acordado para la señal ha pasado hace 23 minutos. ¿Le asombra encontrarme un poco disgustado, mi Príncipe de Harapos y Patillas? -Lo repetiré –dijo el Príncipe Michael, en su templado y modulado tono- las mujeres son el enemigo natural de los relojes. Los relojes son diabólicos, las mujeres, celestiales. Esa señal, no lo dudes, todavía puede aparecer. -Nunca ¡Por su Principesca Majestad! –exclamó el joven desesperadamente- Tú no conoces a Marian, no sabes nada de ella. Ella siempre está a la hora justa, puntualísima. Esa fue la primera cosa que me atrajo de ella. Hoy recibí un guantazo en lugar de un pañuelo de seda. Debería haber sabido a las 8:31 que ya todo estaba acabado. Me iré al
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Oeste esta noche, a las 11:45, con Jack Milburn1. Se terminó el juego. Probaré por un tiempo en el rancho de Jack y terminaré buscando oro y whiskey. Tenga usted buenas noches... Príncipe... El Príncipe Michael exhibió su enigmática, delicada y abrumadora sonrisa y le tomó de la manga del abrigo. La brillante luz en los ojos del Príncipe se atenuaba en una neblinosa transparencia llena de sueños. -Espera hasta que suene la campana del reloj –dijo solemnementeTengo riqueza, poder y sabiduría por encima de la mayoría de los hombres, menos cuando suena el reloj, me temo. Espera conmigo hasta entonces. Esa mujer será tuya. Tienes la palabra del Príncipe heredero de Valleluna. El día de tu boda, te daré 100,000 dólares y un palacio en el Hudson. Pero no debe haber relojes en todo el palacio que puedan medir nuestras locuras o limitar nuestros placeres. ¿Estás de acuerdo? -De acuerdo –dijo el joven, jocosamente-. Son un fastidio, siempre sonando y llamando la atención para que siempre llegue uno tarde a las comidas. Echó todavía una mirada al reloj de la torre. Las agujas marcaban tres minutos para las nueve. -Creo –dijo el Príncipe Michael- que me dormiré un poco. Ha sido un día cansado. –Se tumbó en el banco de forma natural, como si estuviera acostumbrado a esa posición. -Me puedes encontrar en el parque en las tardes, si el tiempo lo permite –dijo el Príncipe casi durmiéndose-. Ven cuando ya tengas decidido el día de tu boda y te daré entonces el cheque por los 100,000 dólares. -Gracias, Alteza –dijo muy seriamente el joven-. No creo que necesite el palacio en el Hudson, pero se lo agradezco de todos modos. El Príncipe Michael se sumergió en un profundo sueño. Su viejo sombrero rodó del banco al suelo. El joven lo recogió y lo colocó sobre el rostro descuidado del Príncipe y le acomodó el brazo en una posición Quizá O. Henry quiere hacer una referencia a la familia Milburn quienes, después de residir en Texas dedicados a la ganadería expandieron sus negocios, adquiriendo tierras y ganado, en California y en Montana, ejemplos, sin duda de la conquista del Oeste. 1
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más cómoda. “¡Pobre diablo!” pensó mientras lo arropaba con sus harapientas vestiduras. Atronadores y desconcertantes se oyeron los nueve golpes del reloj de la torre. El joven miró nuevamente y volteó su cabeza para dar un último vistazo a las ventanas de sus malogrados deseos y con fuerza gritó profanas expresiones para un arrebato divino. Desde la ventana central del último piso, crepitando destellos en la penumbra, un movimiento como de alas blancas y mágicas esculpía la divina voz del perdón y de la prometida felicidad. Y pasó, en ese momento, un orondo caminante, relajado, regresando a su casa, ignorante del gozo que el solo vuelo de un pañuelo de seda puede causar en un parque apenas iluminado. -¿Sería tan amable de decirme la hora? –preguntó el joven y aquel hombre, perspicaz acudió a su reloj para estar seguro, lo sacó y sentenció: -La ocho y veintinueve minutos y medio, señor. –Y entonces, automáticamente, volvió a mirar a la torre y, exaltado, dijo- ¡Por George! ¡Ese reloj está media hora adelantado! La primera vez que ocurre en los diez años que yo paso por aquí. Pero mi reloj nunca se adelanta o atrasa un solo… Pero el opulento señor ya estaba hablando con nadie. Miró y vio que el joven había salido corriendo, como un rayo, en dirección a la casa con luz en las tres ventanas del último piso. A la mañana siguiente, dos policías hacían su habitual ronda. El parque estaba desierto, salvo por una sombra yacente que dormía plácidamente sobre un banco. Los policías pararon enfrente para examinarlo. -Es Dopy Mike –dijo uno-. Anda fumado toda la noche. Después de 20 años ya es un mueble del parque…, en las últimas, supongo. El otro policía se detuvo a examinar algo que había en la mano de Dopy Mike, un papel arrugado. -¡Eh! –exclamó-. Se colocó y tiene un billete de 50 dólares el cabrón. Buena hierba se habrá fumado. 15
Y así, ¡plata, plata, plata! volvió la dura realidad a las desgastadas suelas del Príncipe Michael, del Electorado de Valleluna.
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La policía y el himno Soapy se movía con dificultad en su banco de Madison Square. Cuando los gansos salvajes lanzan fuertes graznidos por las noches, cuando las mujeres sin un abrigo de piel tratan con cariño a sus maridos y cuando Soapy se mueve con dificultad en su banco, puedes estar seguro de que el invierno se aproxima. Una hoja de otoño cayó en el regazo de Soapy. Esa era la tarjeta de visita de Jack Frost1. Jack es una especie de inquilino habitual de Madison Square que siempre da un justo aviso de su edicto anual. En las esquinas de las cuatro calles él entrega su salvoconducto al Viento del Norte, la infantería de ataque en cada esquina del exterior del parque, por lo que sus moradores deben buscar cobijo. Soapy empezaba a ser consciente de que ya era el momento para convocar su particular Comisión de Medios y Arbitrios2 con el fin de combatir el rigor atmosférico que se avecinaba que, consecuentemente, ya le había empujado a moverse con dificultad en su banco. Los planes de Soapy para la temporada de hibernación no eran demasiado ambiciosas. No pensaba en cruceros por el Mediterráneo, en los soporíferos cielos del Sur o en pasear por la bahía del Vesubio. Tres meses en La Isla3 era lo único que pedía. Tres meses de casa y cama asegurada y tolerable compañía, a salvo del Bóreas y de los guardias, le parecían a Soapy la esencia de lo deseable. Durante años, el hospitalario Blackwell había sido su cuartel de invierno. De la misma manera que sus más afortunados conciudadanos de New York compraban cada invierno sus boletos para Palm Beach o Jack Frost forma parte de los seres fabulosos de la tradición del norte de Europa. Es la personificación del invierno y del frío. 2 La Comisión de Medios y Arbitrios (Committee on Ways and Means) de la Cámara de Representantes es el comité más antiguo del Congreso de loa Estados Unidos, cuya actuación se dirigía preferentemente a asuntos fiscales. Aquí, sin duda, la referencia tiene una buena dosis de ironía. 3 La Isla a la que se hace referencia, Blackwell's Island, era la isla que hoy se conoce como Roosevelt Island en el río East que separa el barrio de Queens de Manhattan. Existió hasta la década de 1930 una penitenciaría estatal donde se recluía generalmente a delincuentes menores. 1
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para la Riviera, Soapy hacía sus preparativos para su hégira anual a La Isla y hoy, ya era hora de empezar. La noche anterior, tres periódicos del Sabbat1 distribuidos cuidadosamente por debajo de su abrigo, rodeando sus tobillos y sus muslos, no fueron suficientes para evitar el frío mientras él intentaba dormir en su banco junto a la fuente de la antigua plaza, razón por la que, en el momento justo, La Isla se iluminó grande y clara, en la cabeza de Soapy. Soapy despreciaba las ayudas otorgadas a los ciudadanos necesitados en nombre de la Caridad. En opinión de Soapy, la Ley era mucho más beneficiosa que la Filantropía. Existía una interminable lista de instituciones, municipales y misericordiosas, a las que uno podía presentarse y recibir cama y comida por el simple hecho de estar vivo. Pero para alguien con un espíritu orgulloso, como Soapy, los regalos procedentes de la Caridad resultan demasiado onerosos. Si no en efectivo, uno paga en humillación de espíritu cada vez que recibe una limosna de manos de esa Filantropía. Como César tuvo a su Bruto, cada cama de la caridad debe tener su tarifa en el baño, cada barra de pan, su compensación de una particular e individual inquisición. En conclusión, es mejor ser el huésped de la Ley, la cual, a pesar de sus normas, no se mete demasiado en los asuntos personales de un caballero. Soapy decidió, finalmente, pasar el invierno en La Isla y, de una vez, se preparó para cumplir su deseo. Había muchas formas de conseguirlo. La más placentera era ir a comer por todo lo alto en algún restaurante suficientemente caro y, al final de la comida, después de declararse uno insolvente, ser conducido con tranquilidad y sin mayor excitación a un agente de la policía. Un colaborativo magistrado de la justicia haría el resto. Soapy dejó su banco y salió del parque paseando, cruzó el mar de asfalto hasta donde confluyen Broadway y la Quinta. Ya en Broadway, a la vuelta, se detuvo en un impresionante restaurante donde se reúnen
En el momento en que se escribe este relato no es extraña, en textos religiosos de los Estados Unidos, la referencia al Sabbat como día de descanso. La controversia entre las tradiciones y costumbres judías y cristianas es obviamente mucho más antigua, pero aquí vemos cómo en el Nueva York de principios de siglo se refleja en la lengua esa diversidad de población en la ciudad. 1
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cada noche los más escogidos productos de la uva, de los gusanos de seda y del protoplasma. Soapy estaba bastante seguro de sí mismo, desde el último botón de su chaqueta hasta el cuello. Estaba afeitado, su abrigo era decente y llevaba su reluciente corbata negra, con un elegante nudo, que le había regalado una misionera en el día de Acción de Gracias. Si era capaz alcanzar una mesa lograría un inesperado triunfo. La parte de Soapy que pudiera verse por encima de la mesa, a ningún camarero le haría sospechar. Pato real asado sería el menú, pensó Soapy, además, una botella de Borgoña, queso Camemberg y una taza de café con un cigarro puro. Un cigarro de un dólar sería suficiente. El total de la cuenta no debería ser tan alto como para exigir un excesivo acto de venganza por parte de la gerencia del restaurante y, por otro lado, la comida le dejaría satisfecho y feliz por un día en su refugio de invierno. Pero al punto en que Soapy puso un pie en el restaurante, el jefe de camareros echó un vistazo rápido a sus pantalones remendados y recosidos zapatos. Unas manos firmes y bien dispuestas lo agarraron para acompañarlo en silencio y sin dilación a la calle, evitando así el mundano destino del soñado pato real. Soapy volvió a Broadway. Parecía que su camino hacia la preciada isla no iba a ser un epicúreo camino de rosas. Debería pensar en otro modo de alcanzar el limbo. En la esquina de la Sexta Avenida, las luces eléctricas y la bonita disposición de cuberterías y vajillas lujosas hacían extremadamente seductor el escaparate. Soapy agarró un adoquín y lo lanzó contra el cristal. La gente empezó a correr en la calle, un policía el primero. Soapy, parado, con las manos en los bolsillos y una sonrisa de oreja a oreja hacia el uniformado. -¿Dónde está el hombre que lazó la piedra? –preguntó agitado el oficial. -¿No pensarás que yo pueda haber hecho algo así? –dijo Soapy no sin un toque de sarcasmo, pero sin ánimo de ofender, como esperando la buena suerte. 19
El policía no pensó en Soapy ni por un momento. Un hombre que rompe un escaparate no se queda a discutir con un agente de la ley. Echan a correr. El policía vio, no muy lejos, un hombre corriendo que iba a montarse en un automóvil. Se unió a la multitud que lo seguía. Soapy, con gran disgusto de su corazón, retornó a la ausencia, dos fracasos casi a la vez. En la otra acera había un restaurante, sin mucho adorno, para clientes de buen apetito y bolsillos modestos. Platos toscos como el ambiente y escasos manteles, como la sopa. En este restaurante Soapy podía mostrar sin temor sus imprudentes zapatos e indiscretos pantalones. Se sentó a la mesa y se desayunó con un gran filete de ternera, panqueques, rosquillas y un pastel. Y finalmente le confesó al camarero que estaba muy lejos, ya no de ser un afortunado millonario, sino de poseer la más mínima cantidad de dinero. -Ahora, haga su trabajo y llame a la policía –le dijo Soapy-. Y no me haga usted esperar. -No va a haber policía para ti, gamberro –le respondió el camarero, con una voz como de pastel de mantequilla y el ojo como la guinda de un Manhattan. Dos camareros lo agarraron, golpearon y lanzaron sobre el duro asfalto. Se levantó poco a poco, pieza a pieza, como abriendo un metro de carpintero, y se sacudió el polvo de la ropa. La Isla ahora parecía un sueño de hadas. Un policía que caminaba junto a una droguería, a unos pasos, lo miró, se rio y siguió caminando. Cinco manzanas de travesía hubo antes de que su cólera le empujara nuevamente a cortejar el arresto. Esta vez la oportunidad llegaba con lo que, con cierta presunción, llamaba un trabajo fácil. Una joven, de modesta pero agradable figura, con vivo interés contemplaba, frente al escaparate de una tienda, las ofertas de frascos, plumas y tinteros y, unos metros más allá, un policía de dos pisos y de malas pulgas, se inclinaba apoyado en una boca de incendios. El plan de Soapy era perfecto, tenía de que parecer un execrable acosador de la dama. La elegancia y refinada apariencia de la víctima y la cercanía del diligente policía le incitaron a creer que pronto estaría 20
felizmente esposado camino de su codiciado cuartel de invierno en la calidez y minimalismo de La Isla. Soapy se ajustó la corbata de Acción de Gracias, colocó bien los puños de la camisa sobresaliendo lo justo de la chaqueta, inclinó su sombrero como el de un maleante y avanzó furtivo hacia la dama. Le hizo ojos y, repentinamente, empezó a toser como con un ataque, sonrió, la miró pícaro y comenzó impúdico la insolente y despreciable letanía del acosador. Con el rabillo del ojo comprobaba cómo el policía lo observaba fijamente. La joven se apartó unos pasos y, nuevamente, dedicó su atención a los artículos del escaparate. Soapy la siguió petulante, se situó a su lado, llevó su mano al sombrero y dijo: -Eh, Bedelia ¿Quieres venir a jugar en mi jardín? El policía todavía permanecía observando. La mujer acosada no hizo más que llamar a Soapy con un leve movimiento del índice y Soapy ya soñó que estaba prácticamente en el camino de su paraíso insular. Empezaba a imaginar que podía sentir el calorcito acogedor de la comisaría. La señorita se puso entonces frente a Soapy y, alargando el brazo, le tomó de la manga del abrigo. -Claro, Mike, -dijo ella alegremente-, si me invitas a una birra. Te lo habría dicho antes, pero el guardia nos estaba mirando. Con esa mujer abrazándole como una planta trepadora, Soapy caminó, pasaron al policía y le asoló una profunda tristeza. Se sentía condenado a la libertad. En la siguiente esquina se deshizo de aquella mujerzuela y salió corriendo. Se detuvo en el distrito en el que, de noche, las calles resplandecen, así como los corazones, las promesas y los libretos más alegres de la ciudad. Las mujeres con pieles y los hombres con abrigos elegantes se movían y se divertían alborozados en ese aire invernal. Y repentinamente Soapy sintió el miedo de que un terrible maleficio le había hecho inmune al arresto. A esa sensación le siguió un pequeño ataque de pánico y cuando se encontró con otro policía que se pavoneaba frente al resplandeciente teatro, acudió al siguiente recurso, el del “desorden público”.
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En la acera, Soapy empezó a lanzar a gritos un discurso de borrachuzo haciendo uso de ininteligibles términos. Bailó, aulló, deliró como un loco de tal modo que se oiría hasta en el cielo. El policía saltó rápido entre la gente, se dio la vuelta hacia donde estaba Soapy y, en voz alta, le dijo a uno de los que allí estaban: -Esto es uno de esos pavitos de Yale celebrando la paliza que le han dado a Hartford College1. Mucho ruido, pero no es dañino. Tenemos instrucciones de ni tocarlos. Desconsolado, Soapy dejó de probar suerte. ¿Acaso jamás un policía pondría sus manos sobre él? En su fantasía, La Isla parecía una Arcadia inalcanzable. Se abrochó todos los botones de su escaso abrigo para resguardarse de un frío helado. En una tienda de tabacos, vio a un caballero bien vestido que estaba encendiendo su cigarro en una trémula llama. Había dejado su paraguas de seda apoyado en la puerta de entrada. Soapy saltó dentro, agarró el paraguas y salió andando como si nada. El hombre del cigarro lo miró y rápido salió detrás. -¡Mi paraguas! –exclamó con cierto enfado. -¡Oh! ¿Es…? –se sonrió Soapy, simulando indignación. –Bien, pues ¿por qué no llama usted a un policía si realmente es su paraguas? Yo lo tomé. Este es su paraguas entonces. Pues llame a un policía, hombre. Hay uno allí, mire, en la esquina. El hombre del paraguas bajó un poco el tono y Soapy hizo lo mismo, con el mal presentimiento de que la suerte le fuera esquiva otra vez. El policía los miró con curiosidad. -Por supuesto, –dijo el hombre del paraguas –Esto es… bueno ya sabe usted cómo ocurren estas cosas. Si es su paraguas, sólo le ruego me Aquí parece que se muestra la histórica rivalidad que, en el estado de Connecticut, tan cercano a la ciudad de Nueva York, existe entre las ciudades de Hartford y New Haven, donde se encuentra la Universidad de Yale. Hartford College puede referirse a la Escuela de Artes de Hartford, fundada entre otros por la espora de Mark Twain en 1877, que junto con el Hillyer College (parte de la célebre YMCA, la Asociación de Hombres Jóvenes Cristianos) y la Escuela Hartt formaron posteriormente, en 1957 la Universidad de Hartford o puede referirse, seguramente, al Trinity College en Hartford, la segunda institución universitaria del estado después de Yale. 1
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perdone. Yo lo cogí esta mañana en un restaurante, pero si usted lo reconoce, por qué voy yo a… -Por supuesto que es mío –dijo Soapy suficientemente enojado. Aquel hombre del expósito paraguas se retiró. El policía corrió a socorrer a una rubia alta con una capa de ensueño al otro lado de la calle, como a dos manzanas, donde un automóvil se iba acercando. Soapy caminó al Este por una calle en obras. Enojado, arrojó el paraguas a una zanja. Barbulló contra los trabajadores que iban con cascos y palos, quizá porque quería caer en sus garras, aunque daba la impresión de que ellos le respetaban como a un rey que no puede equivocarse. Al rato Soapy llegó a una de las avenidas del Este, donde apenas se oían los ruidos de las obras. Bajó la mirada y caminó hacia Madison Square, porque el instinto de regresar al hogar siempre permanece incluso cuando el hogar de uno es un banco del parque. Pero en un silencioso y olvidado rincón del barrio, Soapy hizo una parada. Había una vieja y pintoresca iglesia de majestuosa espadaña. A través de la vidriera, la luz del sol se tornaba violeta en un interior donde un organista pulsaba las teclas recreando el armonioso himno del Sabbat. Y así llegaba a los oídos de Soapy esa dulce música que le cautivaba y mantenía inmóvil en las barras labradas en hierro de la verja. La luna, en el firmamento, luminosa y serena. Había pocos vehículos y pocas personas en la calle. Los gorriones trinaban plácidamente sobre los aleros de los tejados. Por un momento esa escena dibujaba un patio de una iglesia en el campo. Y el himno que el organista interpretaba congeló a Soapy fundido en la verja de hierro, mientras recordaba aquellos días en su propia vida entremezclando esas imágenes de madres y rosas, deseos y amigos, los inmaculados pensamientos y las cadenas. La extraordinaria conjunción de Soapy al escuchar el himno y el flujo de sensaciones que le indujo la vieja iglesia produjeron un maravilloso cambio en su alma. Vio horrorizado el infierno en el que su vida se había
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volcado, su degeneración, los frustrados deseos, las esperanzas muertas, sus facultades vencidas y todos los motivos que modelaron su existencia. En ese momento su corazón reaccionó excitado ante esta nueva sensación. Un impulso repentino y poderoso lo conducía a una batalla contra su desafortunado destino. Por sí mismo saldría del fango, sería un nuevo hombre, vencería la depravación que le había poseído. Este era el momento, todavía era un hombre joven. Rescataría sus ilusiones y las perseguiría sin decaer, sin nuevos errores. Esas solemnes, pero dulces notas destiladas por el órgano habían incitado una revolución interior en el corazón de Soapy. A la mañana siguiente iría al centro de la ciudad a buscar un trabajo. No hacía mucho que un importador de pieles le había ofrecido un puesto de conductor. Lo buscaría y le pediría el puesto. Sería alguien en el mundo. Sería… Soapy sintió cómo le agarraban el brazo, rápidamente se volteó y se encontró con la cara de un policía. -¿Qué haces aquí? –preguntó el oficial. -Nada –respondió Soapy. -Entonces ven conmigo –dijo el policía. -Tres meses en La Isla –sentenció el Magistrado en la Corte a la siguiente mañana.
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Veinte años después Haciendo su ronda, el policía subía la avenida de una manera impresionante, lo impresionante era lo normal y no era para presumir, pues espectadores realmente había muy pocos. Eran casi las diez en punto de la noche, pero las ráfagas de viento helado con un toque de lluvia habían despoblado las calles. Comprobaba las puertas a su paso y jugaba con su porra con múltiples e intrincados malabares, poniendo aquí y allá su ojo avizor en la calle tranquila. El agente, con una ligera arrogancia, era la viva imagen de un guardián de la paz. El vecindario era uno de esos que se recoge pronto. Podrías ver en cualquier momento las luces de una tienda de cigarros o de un comedor de 24 horas, pero hacía tiempo que la mayoría de los comercios ya había cerrado. A medio camino, en la mitad de la manzana, el policía repentinamente moderó el paso. En la entrada oscura de una ferretería se movía la figura de un hombre, con un cigarro apagado en la boca. Cuando el policía se acercó, el hombre empezó a hablar apresuradamente. -Todo está bien, oficial –dijo para tranquilizar. –Sólo estoy esperando a un amigo. Tenemos una cita que hicimos hace 20 años... Suena divertido, ¿verdad? Le contaré, si quiere, para que vea que todo está bien. Hace tiempo aquí había un restaurante donde ahora está la tienda, ‘Big Joe’ Brady’s restaurant. -Hasta hace cinco años –aclaró el policía-. Cerró entonces. El hombre de la puerta encendió su cigarro. La luz del fósforo mostró un rostro pálido de mandíbula prominente, ojos vivos y una pequeña cicatriz blanca junto a su ceja derecha. El alfiler del pañuelo era un gran diamante. Extraño conjunto. -Esta misma noche, pero hace veinte años –dijo el hombre- yo comía aquí, en ‘Big Joe’ Brady’s con Jimmy Wells, mi gran amigo y el mejor colega en el mundo. Él y yo crecimos juntos aquí, en Nueva York, como dos hermanos. Yo tenía 18 años y Jimmy 20. A la mañana siguiente yo 25
iba a partir al Oeste a buscar fortuna. Nadie habría sacado a Jimmy de Nueva York; pensaba que no existía otro lugar en el mundo más que Nueva York… Bien, aquella noche acordamos que nos volveríamos a encontrar aquí en 20 años, el mismo día a la misma hora, sin importar en qué condiciones estuviéramos o dónde viviéramos, debíamos venir sin ninguna excusa. Pensábamos que en 20 años nuestros destinos se habrían cumplido, así como nuestras fortunas, fueran las que fueran. -Suena muy interesante –dijo el policía-. Aunque me parece mucho tiempo desde el último encuentro. ¿Ha oído de su amigo desde que usted se marchó? -Sí, nos escribimos por un tiempo –dijo el otro-, pero después de uno o dos años perdimos contacto. ¿Sabe? El Oeste es un continuo negocio y yo me quedé allá intentando sacarle todo lo posible. Trabajé muy duro. Pero estoy seguro de que Jimmy vendrá, si es que está vivo, porque él siempre fue el más auténtico, el tipo más inquebrantable del mundo. Él nunca lo olvidaría. Yo me he hecho mil millas para estar aquí esta noche, y habrá merecido la pena si mi viejo socio aparece. Aquel hombre sacó un bonito reloj en cuya tapa brillaban varios diamantes pequeños. -Las diez menos tres minutos –anunció-. Eran exactamente las diez de la noche cuando nos despedimos aquí mismo, en la entrada del restaurante. -Le fue bien en el Oeste ¿verdad? –preguntó el policía. -¡Ya lo creo! Espero que a Jimmy le haya ido, al menos, la mitad de bien que a mí. Él era un poco lento, aunque un gran hombre. He tenido que vérmelas con algunos de los tipos más endiabladamente listos para llenarme la bolsa. Un hombre empieza el aprendizaje en Nueva York y cuando se va al Oeste, recibe las puñaladas de verdad. El policía dio vueltas a su porra y caminó uno o dos pasos. -Seguiré mi camino y espero que su amigo aparezca y que esté bien. ¿Se irá si no llega a tiempo? -No creo –dijo el otro-. Le daré por lo menos media hora. Si Jimmy está vivo en este mundo, seguro que llega. Buena noche, oficial. 26
-Buenas noches, señor –respondió el policía, que continuó su ronda, mirando las puertas según caminaba. Una llovizna fina y fría empezaba a caer y el aire había tornado sus inciertos soplidos en un persistente viento. Los pocos peatones que se veían en la calle huían apresurados y en silencio, con los cuellos del abrigo levantados y las manos en los bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había hecho mil millas para llegar a una incierta y casi absurda cita con un amigo de juventud fumaba pacientemente su cigarro. Esperó unos veinte minutos y un hombre alto vistiendo un largo abrigo, con el cuello levantado cubriéndole las orejas, corría desde la acera de enfrente. Llegó directamente hasta el hombre que esperaba. -¿Eres tú, Bob? –preguntó dudando. -¿Jimmy Wells? –dijo el hombre junto a la puerta. -¡Bendito el día! –exclamó según se acercaba, se estrecharon las manos-. Claro que eres Bob, Dios mío. Estaba seguro de que vendrías si todavía estabas vivo, ¡Bien, bien! Veinte años es mucho tiempo. El viejo restaurante cerró, ojalá estuviera todavía abierto, pero podemos ir a otro sitio a comer. ¿Cómo te trató el Oeste, viejo amigo? -Camarada, me ha dado todo lo que quería. Tú has cambiado un montón, Jimmy. No te recordaba tan alto. -¡Va! Creo que crecí después de los veinte. -¿Todo bien en Nueva York, Jimmy? -Más o menos. Tengo trabajo aquí, en los servicios públicos. Venga, Bob, vamos a un lugar que conozco y recordemos los viejos tiempos. Caminaron juntos los dos, abrazados. El del Oeste, orgulloso de sus logros, empezó a contar sus historias. El otro, escondido todavía tras el cuello del abrigo sólo escuchaba con interés. Al llegar a la esquina, la claridad de las luces eléctricas en una droguería iluminó sus rostros y pudieron mirarse el uno al otro. El hombre del Oeste se detuvo bruscamente y apartó su brazo.
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-Tú no eres Jimmy Wells –soltó-. Veinte años es mucho tiempo, pero no tanto como para que un hombre con nariz de romano tenga ahora nariz de mono. -Algunas veces un buen hombre se convierte en un villano –dijo el hombre alto-. Llevas arrestado diez minutos, ‘Silky’ Bob. Chicago creía que podías estar en nuestro camino y nos envió un cable. Quieren charlar contigo. Vamos tranquilos, ¿te parece? Esto es lo que hay. Ahora, antes de que vayamos a comisaría, toma esta nota. Me pidieron que te la diera. Puedes leerla aquí a la luz. Es del agente Wells. El hombre del Oeste miró el papel que le dieron. Sus manos estaban firmes cuando empezó a leer, pero temblaron algo cuando él hubo terminado. La nota era muy corta. Bob: Fui puntual a nuestra cita. Cuando encendiste el cigarro, vi la cara que buscan en Chicago, pero yo no podía hacerlo, así que fui a buscar a alguien sin uniforme que hiciera el trabajo Jimmy
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La habitación amueblada Inquietas, cambiantes, fugaces como el tiempo mismo, así son las gentes del distrito de ladrillo en el Bajo West Side. Los vagabundos, para ellos hay allí cientos de casas. Pasan de una habitación amueblada a otra habitación amueblada, provisional siempre, provisional su domicilio, como provisional es su corazón y su alma. Cantan “Hogar, Duce Hogar” al ritmo del rag, se mudan con sus propios lares y penates en una caja de cartón; su vino llega amarrado en un sombrero de colores. Una planta de plástico es su ficus de la sala. De este modo, como las casas de este distrito tienen innumerables moradores, así deben de tener miles de historias que contar. La mayoría, simples, sin duda, pero sería difícil que no pudiéramos encontrar uno o dos fantasmas en el rastro de esos residentes errantes. Una tarde, al oscurecer, un joven merodeaba en las deterioradas mansiones de ladrillo llamando a sus puertas. Al alcanzar la casa número 12, dejó su ligero maletín de mano en un escalón y se quitó el polvo de su frente y de la cinta del sombrero. El timbre sonó escuálido en algún lugar remoto y profundo, como en una cueva. Hasta la puerta de esa casa, la 12, a cuyo timbre él había llamado, llegó una portera que le hizo imaginar que era un gigantesco y morbífico gusano, el cual, para comerse la nuez, había hecho un enorme agujero en la cáscara y ahora buscaba inquilinos comestibles para llenar ese enorme hueco. Preguntó el joven si había una habitación libre. -Pase –dijo la portera. Su voz llegaba desde su garganta. Su garganta parecía forrada de piel-. Tengo uno en el tercer piso de atrás. Lleva libre desde hace una semana. ¿Quiere echarle un vistazo? El joven subió con ella por las escaleras. Una pobre luz de algún lugar mitigaba las sombras de los pasillos. Ambos subían en silencio unos escalones alfombrados, cuya sola apariencia provocaba repulsa. Todo 29
ese ambiente parecía haberse transformado en algo vegetal y crepuscular, parecía haber degenerado hasta el punto de engendrar líquenes y desarrollar musgos que crecían en las composturas de las escaleras o debajo de las tablas de cada escalón en una materia viscosa y viva. A cada paso, subiendo las escaleras había nichos vacíos en la pared. Quizá, en algún momento, ocupados por plantas que se habrían muerto por ese poluto e insalubre aire. Quizá hubo estatuas de santos, pero no sería difícil imaginar cómo los demonios y diablos las habían arrastrado en la oscuridad para arrojarlas a las paganas profundidades de algún agujero amueblado de abajo. -Esta es la habitación –dijo la portera, desde su garganta forrada-. Es una habitación bonita. No suele estar libre. El verano pasado tuve aquí algunas gentes muy, muy elegantes. Ningún problema, en absoluto. Y pagaban por adelantado, sin ningún problema. El baño está al final del pasillo. Sprowls y Mopney se quedaron tres meses. Tenían un número de vodevil. Miss B’retta Sprowls, ¿quizá ha oído de ella? Bueno, ese era el nombre artístico. Ahí, sobre el ropero, ahí estaba colgado el certificado de matrimonio, enmarcado y todo. El gas está aquí y ahí está el vestidor. Esta habitación le gusta a todo el mundo, no se queda mucho tiempo desocupada. -¿Tiene usted mucha gente del teatro aquí? –preguntó el joven. -Van y vienen, ya sabe. Una buena parte de mis huéspedes son del teatro. Sí, señor, este es un distrito de teatros. Pero los actores no están nunca mucho tiempo en ningún sitio. Yo sé. Sí, se van y se vienen. Finalmente, él se quedó con la habitación y pagó una semana por adelantado. Estaba cansado, dijo, y la ocuparía de una vez. Él preparaba el dinero. La habitación estaba lista, dijo ella, incluidas las toallas y el agua. Cuando la portera se dio la vuelta, él dejo caer, por enésima vez, la pregunta que guardaba desde el principio. -Una joven chica… Miss Vashner, Miss Eloise Vashner, ¿La recuerda usted entre sus huéspedes? Ella seguramente cantaba en el teatro. Una buena chica, ni alta, ni baja, esbelta, de piel rosada, muy rubia y con un lunar junto a su ceja izquierda.
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-No, no recuerdo ese nombre. A la gente del teatro… ellos cambian de nombre como de habitación. Se van y vienen... No, no me acuerdo de ella. No. Siempre era no. Cinco meses de incesantes preguntas con su inevitable respuesta. Ya era mucho el tiempo dedicado a preguntar por el día a productores, agentes, escuelas y coros, y a indagar por la noche entre los espectadores de los teatros, desde los musicales de lujo hasta esas comediuchas donde él temía encontrar lo que más deseaba. Tanto la había amado que intentaría encontrarla por todos los medios. Estaba seguro, desde que ella se marchó de casa, que esta inmensa ciudad rodeada de aguas la tendría en algún lugar, pero todo parecía un pantano de profundas arenas movedizas que desplazaban constantemente sus partículas, sin fondo, y sus gránulos en la superficie de hoy se hundían mañana en fango y barro. La habitación amueblada recibía a su más reciente huésped con un primer destello de algo así como hospitalidad, una perturbadora, exhausta y rutinaria bienvenida, como esa almibarada sonrisa que esconde una mediocre reputación. El sofisticado confort llegaba de los velados reflejos de rancios muebles, de los toscos encajes de la tapicería del sillón y de dos sillas, de la repisa de cristal barata entre las ventanas, o de una o dos molduras doradas y de la cabecera de la cama colocada en un rincón. El huésped se reclinó, indolente, en la silla, mientras la misma habitación, atrapada por múltiples lenguas, como si fuera un apartamento de la torre de Babel, intentaba convencerle de la diversidad en su estancia. Una alfombra de colores como un irisado rectángulo lleno de flores se extendía igual que un islote tropical rodeado de una oleada de tierra vegetal. Y sobre los dibujos alegres de la pared empapelada colgaban aquellas escenas que perseguían a los vagabundos de casa en casa, Los Enamorados Hugonotes, La Primera Pelea, El Desayuno de la Boda, Psique y la Fuente...1 La austera simplicidad de formas de la repisa se perdía desafortunada detrás de un fluctuante cortinaje que caía impúdico y Son todos temas habituales en la pintura británica neoclásica que, en reproducciones, se repetirían en las decoraciones de las casas a principios del siglo XX. 1
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delirante, como los ceñidores en un ballet de Amazonas. En la repisa descansaban los restos del naufragio dejados atrás por el abandono de una habitación cuando un barco de esperanza partía hacia mejor puerto: uno o dos anodinos jarrones, fotografías de actrices, una botella de medicina, alguna tarjeta olvidada en la mesa... Uno por uno, igual que se desvelan los caracteres de un criptograma, así iban tomando sentido los pequeños signos que la larga procesión de huéspedes dejaba en las habitaciones amuebladas. La parte de la alfombra frente al vestidor, ya casi sin hilos, nos habla de la cantidad de encantadoras mujeres que han pasado por ahí. Las huellas de deditos en la pared, casi imperceptibles, nos dicen algo de los pequeños prisioneros que intentaron encontrar su camino hacia el sol y el aire. Las marcas de una salpicadura, alargadas como la sombra de una explosión, confirmaban dónde se habían hecho añicos un vaso o una botella lanzados contra la pared. Arañados con un diamante, unos garabatos en el cristal de un espejo dejaban leer el nombre de Marie. Parecía que los sucesivos moradores de la habitación amueblada hubieran estallado de furia, quizá arrojados más allá de la resignación y, quizá empujados por la perturbadora frialdad de sus paredes, daba la impresión de que, salvajes, hubieran desatado sus pasiones. Los muebles estaban rajados y golpeados. El sillón, deformado por sus doblegados resortes, parecía un horrible monstruo masacrado en el más tenso momento de una grotesca convulsión. Otro desencuentro, más violento, había partido una pieza de la repisa de mármol. Cada tablón del suelo disfrutaba de su propia inclinación y gemía desde su personal y vacía agonía. Parecía increíble que toda esa infamia y perjuicio la hubieran traído a la habitación aquellos quienes, por un tiempo, la llamaron hogar. Puede también haber sido el falso instinto de sobrevivir ciegamente en un hogar. Puede que la rabia y el resentimiento de los falsos dioses de la casa hubieran enervado su ira. Solamente podemos destruir, adornar o abrazar un refugio que es nuestro. El joven inquilino, sentado en la silla de la habitación amueblada, dejaba que esos pensamientos se alojaran sigilosos en su mente mientras
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en el aire flotaban sonidos amueblados, esencias amuebladas... Oía una estúpida risa nerviosa e incontinente que venía de otra habitación. En otras, el monólogo de una riña, el traqueteo de los dados, una canción de cuna y un llanto ya tedioso. En una habitación amueblada de arriba alguien sacudía el profundo ritmo de un banyo. Portazos en algún lugar, el tren elevado rugía intermitentemente. Un gato aullaba quejumbroso sobre la valla de atrás. Y él respiraba ese aliento de la casa, aliento de un húmedo sabor, mayor que el olor del frío, un mohoso efluvio que desde los sótanos circulaba con la vaporosa exhalación del linóleo y las enmohecidas maderas putrefactas. En ese momento, mientras él descansaba, la habitación se llenó de un profundo y dulce olor a reseda. Llegó como un simple golpe de viento, con tal fuerza, fragancia y energía que casi parecía alguien más. El hombre soltó un grito: “¿querida?” como si alguien le hubiera llamado, se levantó y lo encaró. El delicioso olor lo asedió y envolvió completamente. Estiró los brazos como desatándose. Todos sus sentidos por un momento se confundían y mezclaban. ¿Cómo puede uno recibir una orden imperativa sólo por medio de un sencillo olor? Sin duda debió de ser un sonido. Pero, ¿ningún sonido lo había tocado, acariciado…? -Estuvo en esta habitación –gritó y saltó para buscar una señal, porque sabía que él podía reconocer la cosa más pequeña que a ella le hubiera pertenecido o que ella hubiera tocado. Esa envolvente esencia de reseda, la fragancia que ella amaba y hacía suya ¿de dónde venía? No se habían esmerado mucho en ordenar la habitación. En una endeble gaveta de pañuelos había esparcidas media docena de horquillas, esas discretas y ocultas amigas de las mujeres, del género femenino, modo infinito y conjugación incomunicable. Consciente, él ignoró las horquillas por su excelsa falta de identidad. Abriendo y cerrando los cajones de la gaveta, encontró un viejo pañuelito olvidado. Lo apretó contra su cara. Estaba insolentemente bañado por el aroma de heliotropo. Lo arrojó al suelo. Vio también caprichosos botones en otro cajón, un programa de teatro, una tarjeta de la casa de empeños, dos malvaviscos perdidos, un libro de adivinación de sueños. En el último cajón vio un lazó de satén para el pelo, que lo asoló, suspendido entre el hielo y las llamas. Aunque el lazo del pelo también es un aliado de la 33
timidez femenina, ese ornamento impersonal no tenía ninguna historia que contar. Recorrió toda la habitación como un sabueso tras su presa, repasó cuidadosamente las paredes, se puso a cuatro patas para escrutar los rincones húmedos del cuarto, buscó una señal entre mesas y repisas, cortinas y perchas, en el gabinete empapado de la esquina, buscó una señal, imposible de percibir, de que ella había estado ahí, detrás o delante, arriba o abajo, sobre él, amarrada a su cuerpo, soplándole, llamándole con tanta delicadeza como la más fina cuchilla, incluso él fue capaz de percibir esa llamada. Una vez más respondió en voz alta: “¡Querida!” y se dio la vuelta, con ojos inquietos, a mirar el espacio vacío, no podía todavía distinguir la forma y el color y el amor y los brazos abiertos en el olor de reseda. ¡Oh, Dios mío! ¿De dónde sale ese aroma? ¿Desde cuándo los olores tienen voz? Buscó a tientas. Escudriñó las grietas y esquinas del cuarto, encontró corchos y cigarrillos, sin prestarles especial atención. También halló, en el ángulo de una repisa, una colilla de cigarrillo. La aplastó bajo el tacón maldiciendo. Escudriño la habitación de punta a punta. Encontró tristes y anodinos vestigios de peripatéticos inquilinos, pero de aquella a quien buscaba y quien ahí quizá se alojó, de aquella cuyo espíritu parecía suspendido en el aire, no encontró ni rastro. Pensó entonces en la portera. Salió de esa habitación fantasmal, bajó y llamó en una puerta que dejaba escapar la luz por sus rendijas. La portera salió y trató de calmarlo como mejor pudo. -¡Señora, por favor! –le preguntó- ¿Puede decirme quién ocupó mi habitación antes que yo? -Claro que puedo repetírselo. Fueron Sprowls y Mooney, como le dije, la señorita B’retta Sprowls de los teatros, pero ella era la señora Mooney. Mi casa tiene buena fama, muy respetable. El certificado de matrimonio colgado y enmarcado, en el clavo…” -¿Qué clase de chica era la señorita Sprowls? Físicamente, quiero decir.
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-¿Por qué…? De pelo negro, corto y gruesa, con una cara graciosa. El jueves hace una semana que se fue. -¿Y antes que ellas? -¿Antes…? Era un hombre soltero de no sé qué del transporte. Me dejó una semana a deber. Y antes que él estuvo la señora Crowder y sus dos hijos, que se estuvieron los cuatro meses. Y antes estuvo el viejo señor Doyle. Sus hijos pagaron por él y se estuvo seis meses. Eso es como un año, señor, más pa’ atrás no recuerdo. Le dio las gracias y se arrastró de vuelta a su cuarto. La habitación estaba muerta. La esencia que la había revivido ya no estaba. El perfume de reseda se había ido. En su lugar quedó el viejo y estancado olor de los muebles mohosos de la casa, olor de almacén. La huida de su esperanza agotó su fe. Se sentó a observar absorto la sibilante luz amarilla del gas. Poco después, caminó hacia la cama y empezó a rasgar las sábanas en tiras. Con la hoja de su navaja se ayudó para llenar con las tiras de tela las grietas de la pared, junto a las ventanas y la puerta. Cuando todo quedó estanco, apagó la llama, abrió completamente el gas y se tumbó dichoso sobre la cama. Era la noche que la señora McCool tenía que ir con su lata a por su cerveza, así que se fue, la trajo y se sentó con la señora Purdy en uno de esos rincones donde las porteras se juntan para hablar y hablar… y difícilmente terminan. -Ya alquilé el piso del tercero, sa’ McCool –dijo la señora Purdy al otro lado del rodero de espuma-. Un hombre joven lo alquiló. Hace dos horas que se subió a dormir. -¿De verdá, usté? ¡Dios mío! –dijo la señora McCool con gran admiración-. Usté sí que e’ buena rentando de esos cuartos. ¿Y se lo dijo al don…? –acabó en un grave murmullo cargado de misterio. -¡Cuartos! –dijo la señora Purdy, con el más cavernoso tono-. Son cuartos amueblaos pa’ alquilar. Yo no tengo por qué ‘ecir na’, sa’ McCool. -Tié usté razón, porque de’so vivimo’. Usté bien sabe qué hacer, que mucho’ hay que no entrarían al cuarto si usté ‘ice que el anterior se suicidó tumbao en la cama. 35
-Como usté ‘ice, tenemos que ganarnos la vía –subrayó la señora Purdy. -Sí señá, eso e’ verdá. So’ una semana hace que la ayudé a limpiá’ el cuarto del tercero. Mu’ bonita era la chica pa’ suicidarse así con el gas, su carita era tan dulce, sa’ Purdy… -Era mu’ bonita, como usté ‘ice, –dijo la señora Purdy asintiendo, pero crítica-, si no fuera por ese lunar que tenía junto a la ceja izquierda. ¿Quié’ otro vaso de cerveza, sa’ McCool?
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Por mensajero Ni era la estación, ni el momento en el que los habituales paseaban por el parque. Probablemente, la señorita que estaba sentada en uno de los bancos del paseo sólo había obedecido a un impulso repentino de sentarse un rato y disfrutar de un anticipo de la próxima primavera. Descansaba allí pensativa y tranquila. Cierta melancolía que se dibujaba en su expresión debía de ser un rasgo reciente ya que todavía no había alterado los delicados y juveniles contornos de su mejilla, ni vencido las contumaces líneas de sus labios. Un hombre joven y alto avanzaba con paso firme atravesando el parque por el paseo, junto al banco donde ella estaba. Detrás llevaba pegado un muchacho con una maleta. Al ver a la señorita, la cara del hombre primero se sonrojó y luego volvió a su pálido original. Él observó la severa expresión de ella a medida que se acercaba, con un sentimiento personal de ansiedad y deseo. Pasó apenas a unos metros de ella, pero no vio que ella se quisiera dar cuenta de su presencia o de su existencia. A unos cincuenta pasos paró y se sentó en un banco a un lado del camino. El muchacho soltó la maleta y lo miró fijamente con una interrogación en sus ojos perspicaces. El hombre sacó su pañuelo y secó su frente. Era un buen pañuelo en una buena frente en un hombre que también tenía un buen aspecto. -Quiero –le dijo al muchacho- que le lleves este mensaje a aquella señorita del banco. Dile que voy camino de la estación de tren y que me voy a San Francisco, donde me uniré a la expedición para cazar alces en Alaska. Dile que, como no me ha permitido ni hablarle, ni escribirle, yo me tomo esto como un último intento para que actúe con sensatez, para salvar nuestra relación. Dile que condenar y deshacerse de alguien que no merece tal desprecio, sin darle ninguna explicación, ni la oportunidad de defenderse está en contra de su propia naturaleza, tal y como yo la conozco. Dile también que, a pesar de esto, yo he quebrantado, hasta cierto punto, sus límites con la esperanza de que ella todavía sea capaz de actuar con justicia. Ve y dile todo lo que te he dicho, vamos, rápido. 37
El joven dejó caer medio dólar en la mano del muchacho. Éste le lanzó una mirada sagaz y brillante enmarcada en un rostro sucio, pero vivaz, y salió corriendo. Se acercó a la señorita del banco con cierta duda, pero sin reparos. Se llevó la mano a la visera de una vieja gorra ciclista de tartán encajada hasta el colodrillo. La joven lo miró fría, sin perjuicio ni indulgencia. -Señorita, -le dijo-, aquel don, en el banco de allá, le envía a usté una canción y una bailá conmigo. Peo si usté no conoce al tipo y se está haciendo el listo, sólo dígame la palabra y llamaré a la poli en tres minutos. Y si sí sabe quién es el don, y él está ahí mismo, por qué no canto to’a esta cantá que el aquél le manda a usté. La joven mostró un velado interés. -¿Una canción y un baile? –dijo ella intencionadamente con su voz suave, que parecía arropar sus palabras en un diáfano atuendo de escondida ironía-. Una nueva idea en su línea de trovador, supongo. Conocía al caballero que te envía, por lo que no creo que sea estrictamente necesario llamar a la policía. Puedes interpretar tu canción y tu baile, pero, por favor, no cantes demasiado alto, es algo temprano para un vodevil al aire libre y podríamos llamar la atención. -‘Tá bien –dijo el muchacho con una intensa desgana-, usté sabe cuál es, señorita. No es sólo una vuelta, es un viajón. El don me ‘ijo que le ‘ijera a usté que él ya había metío cuellos y mangas en esa maleta pa’ salir corriendo a San Frisco. Y después se va a cazar bichos peregrinos1 en el Klondike2. Él dice que usté le dijo no enviar más notitas, ni llegar pa’ colgarlas en la verja ‘el jardín, y que el don lo hace pa’ que usté lo sepa bien. Dice que usté lo trata como agua pasá y que jamás nunca usté le dio tiempo pa’ hablar. Dice que usté lo dejó y que nunca le ‘ijo por qué.
El término utilizado es snow-birds, nombre con el que se designan diferentes pájaros migrantes que, en América, vuelan de norte a sur en busca de climas más cálidos huyendo de las nieves. 2 El mensajero habla de un viaje Klondike, aunque este lugar no se menciona en el mensaje original. Los recientes descubrimientos de minas de oro en el Oeste, muy lejano para un neoyorquino, hicieron famosas algunas regiones como esta, símbolos de la fiebre del oro desatada a principios del siglo XX. De hecho, el mensaje original indica una cacería de alces en Alaska, lugar que lleva al mensajero a divagar sobre la búsqueda de oro ya que esa es el primer referente para el mensajero. 1
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El leve interés despertado en la joven señorita no decayó. Quizá era por la originalidad o por la audacia de ese cazador de bichos, evitando todas las expresiones apropiadas que ella hubiera preferido. Fijó su mirada en una desconsolada estatua en el desastrado parque y le dijo al mensajero: -Dile al caballero que no necesito repetirle mis principios. Él sabe perfectamente los que han sido y los que son todavía. Y tanto que toca este asunto, la fidelidad absoluta y la verdad son los principales valores. Dile que tengo estudiado y bien conocido mi corazón tanto como una puede hacerlo y que conozco sus debilidades tanto como sus necesidades. Y esa es la razón por la que rehúyo escuchar sus súplicas, cualesquiera que sean. Yo no le he condenado basándome en rumores o dudosas pruebas y por eso yo no acuso, pero, como persiste en oír lo que ya conoce muy bien, puedes contarle todo esto. -Dile que aquella tarde entré en el conservatorio por la parte de atrás, con la intención de cortar una rosa para mi madre. Dile que los vi a él y a la señorita Ashburton bajo la adelfa rosa. La imagen era linda, pero su pose y la yuxtaposición de cuerpos era tan clara que sobran las explicaciones. Dejé el conservatorio y, al mismo tiempo, dejé la rosa y mis principios. Puedes ahora llevarle esa canción con su danza a tu emprendedor. -Sí, señorita, pero tengo dudas con una palabra, yux… yux… ¿me lo pué usté repetir, porfa? -Yuxtaposición o… puedes llamarlo excesiva propincuidad o, si lo prefieres, que estaba demasiado cerca para mantener cualquier principio. La gravilla saltaba por debajo de los pies del muchacho. Estaba ahora en el otro banco. Los ojos del joven lo esperaban ansioso, los del muchacho brillaban con la impersonal diligencia del interprete. -La doña ‘ice que ella sí sabe que las chicas son muy fáciles cuando un tipo viene a contarles cuentos chinos y así quieren arreglar todo y que por eso la doña no escuchará palabrería barata. Ella ‘ice que a usté lo pillaron con las manos en la masa, abrazando un pe’azo de hembra en el invernadero. Ella estaba al la’íto de allí pa’ coger flores y usté estaba 39
sobando a esa otra chica hasta más no saber. Ella ‘ice que está… que parece bonito, que todo está bien, que está bien, pero que ella se puso muy mala. Ella ‘ice que usté mejor se vaya a su rollo… que mejor se vaya usté al tren. El joven silbó suave y sus ojos se iluminaron con una idea. Su mano voló al bolsillo de su abrigo y sacó un montón de cartas. Buscó una y se la dio al muchacho, junto con un dólar de plata que sacó de su chaleco. -Dale esta carta a la señorita –le dijo- y pídele que la lea. Dile que esto aclarará esta situación. Dile que, si ella hubiera puesto un poco de confianza en sus principios, habríamos evitado muchos dolores de cabeza. Dile que la fidelidad que tanto ella valora nunca ha sido burlada. Dile que estoy aguardando impaciente por una respuesta. El mensajero se fue otra vez a pararse junto a la señorita. -El don ‘ice que usté le ha condenao a él sin razón. ‘Ice que él no e’ un tramposo y, señorita, lea usté la carta. Le apuesto a que es un buen chico, ¿está bien?” La joven abrió la carta y desdobló el papel extrañada y, llena de dudas, la leyó. Estimado Doctor Arnold: quiero agradecerle por su tan amable y tan oportuna ayuda a mi hija el pasado viernes en el conservatorio, cuando ella sufrió un ataque por su viejo problema de corazón, en la recepción de la señora Waldron. Si usted no hubiera estado allí para sujetar a mi hija cuando ella caía y para darle la atención que necesitaba, probablemente la habríamos perdido. Le estaría muy agradecido si pudiera llamar y hacerse cargo de su tratamiento. Muy agradecido, Robert Ashburton La joven volvió a doblar la carta y se la entregó al muchacho que esperaba. -El don quiere una respuesta –dijo el mensajero-. ¿Cuál es la respuesta? –Los ojos de la joven se iluminaron hacia él, brillantes, sonrientes y dulces.
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-Dile a ese gran hombre del otro banco –le dijo feliz y con una temblorosa risa-, dile que su chica lo ama.
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El breve debut de Tildy Si no conoces el restaurante Bogle's Chop House and Family, tú te lo pierdes. Pues si eres uno de los afortunados que comen sin mesura, deberías estar interesado en conocer cómo los demás consumen sus viandas. Y si formas parte de la mitad para los que la cuenta que trae el camarero es un problema, deberías conocer Bogle’s porque allí, al menos, tu dinero tiene un buen provecho. Bogle’s se localiza en la autopista de la burguesía, ese bulevar de Brown-Jones-and-Robinson, en la Octava avenida. En el comedor hay dos filas de mesas, con seis mesas en cada fila. En cada mesa hay una bandeja llena frascos de condimentos y aliños. Del frasco de la pimienta puedes sacar una nube de algo insípido y bastante melancolía, con la apariencia de polvo volcánico. Del salero, sin embargo, no esperes nada. Aunque un hombre pudiera extraer de un pálido nabo un torrente de sangre, sería incapaz de obtener ni una pizca de sal de los saleros de Bogle’s. Ah, también encontrarás sobre las mesas la correspondiente imitación de la saludable salsa hecha “con una receta de un príncipe de la India”. Bogle se sienta en la caja, frío, sórdido, pausado, como resentido, y ahí toma tu dinero. Detrás de una montaña de mondadientes prepara tu cuenta y tu vuelta y, como un sapo, te lanzará algún comentario sobre el tiempo. Más allá de asentir sobre sus predicciones meteorológicas, es mejor que no te atrevas a seguir ahí como si fuera una conversación. Tú no eres amigo de Bogle, para él, tú ya has comido, sólo eres un cliente más y puede que no vuelvas a verlo hasta que suenen las trompetas en el comedor de San Gabriel1. Así que agarra tu dinero y vete al diablo si quieres. Esos son los sentimientos de Bogle. Dos camareras y un voceador atendían todo lo que pedían los clientes de Bogle. Una de las camareras se llamaba Aileen. Era alta, bonita, vivaz,
Nueva referencia bíblica. Las trompetas del Arcángel San Gabriel, puede interpretarse que anunciarán el fin de los tiempos al que se refiere el Apocalipsis. 1
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amable y, además, dicharachera. ¿Su otro nombre? En Bogle, otro nombre era tan usual como la cubertería de plata. La otra camarera se llamaba Tildy. ¿De qué viene Tildy? ¿De Matilda? Por favor, escucha ahora: Tildy, Tildy. Tildy era pequeña y rellenita, su cara era ordinaria y demasiado nerviosa para agradar, para agradar. Repite en silencio una o dos veces la última palabra y sabrás cómo duplicar el infinito. El voceador de Bogle era invisible. Su voz venía de la cocina y no destacaba precisamente por su originalidad. Era la de un patán y se recreaba repitiendo inútilmente los gritos de las camareras ordenando comida. ¿Te molesta que te diga otra vez que Aileen era muy bonita? Si llevara puestos unos elegantes vestidos de varios cientos de dólares, participara en el desfile del Día de Resurrección y la vieras, tú mismo andarías anunciándolo como loco. Los clientes de Bogle’s eran sus esclavos. Ella podía servir seis mesas llenas al mismo tiempo. Los que tenían prisa, aplacaban su impaciencia por el simple placer de regocijarse con los gráciles movimientos de su caminar y con su encantadora figura. Aquellos que habían terminado de comer, comían otra vez impulsados por la luz que proyectaba la sonrisa de Aileen. Todo el que entraba en Bogle's, y todos eran, más que nada, hombres, intentaban causar una buena impresión en Aileen. Aillen podía contestar las bromas de unos doce admiradores a la vez y cada sonrisa lanzada, como perdigones desde una escopeta, daba en el blanco de cada uno de sus corazones. Y todo esto mientras pedía y servía, con extraordinaria habilidad, ordenes de puerco con frijoles, patatas asadas, hamburguesas y salchichas con pan y cualquier cantidad de comida de la plancha o de la sartén, sola o acompañada. Con todo este cómico cambalache de alimentación, seducción y jolgorio, Bogle’s podría incluso parecer algo así como un salón en el que Aileen era su madame Recamier1. Juliette Recamier (1777-1849) fue un notable personaje de la notabilísima Francia del final del siglo XVIII y principios del XIX, afincada en París, casada desde los 17 años con un banquero 30 años mayor que ella, su belleza y su carisma cautivó a ilustres caballeros de su momento y la convirtió en ejemplo 1
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Si los clientes ocasionales eran cautivados por la fascinante Aileen, los habituales eran sus adoradores. Había mucha rivalidad entre muchos de los clientes habituales. Aileen podía haber tenido comprometido un admirador cada tarde, sin exagerar. Al menos un par de veces a la semana alguien la llevaba al teatro o al baile. Un ceñudo caballero a quien ella y Tildy, en secreto, habían bautizado como El Cebón le regaló un anillo de turquesa. Otro cliente al que llamaban Chispa1, que trabajaba con el camión de mantenimiento de la Traction Company, iba a regalarle un caniche en cuanto su hermano tuviera el contrato de carga de la Novena. Y el hombre que siempre comía costillas de cerdo y espinacas y que decía que era corredor de bolsa le pidió que fuera con él a Parsifal2. -No sé dónde está ese lugar –decía Aileen cuando le contaba a Tildy – pero el anillo de boda tiene que estar en su sitio antes de que yo empiece a coser un vestido de viaje ¿no es así? Bueno, yo supongo que así es. Pero, ¡Tildy! Entre fogones, conversaciones cruzadas y los efluvios del repollo cocido, en Bogle’s estaba a punto de vivirse una gran tragedia romántica. Tildy, de nariz roma, pelo paja, pecosa, y cuerpo de canasta, nunca había tenido un admirador. Ningún hombre la había seguido con la mirada cuando ella iba de aquí para allá en el restaurante, salvo cuando la buscaban, con hambre de bestias, para pedir comida, pero ninguno de ellos bromeaba con ella con intención de galanteo. Ninguno de ellos, bromeando, la acusaba, con escondida envidia, de nocturnos amoríos cuando en las mañanas ella servía tarde los huevos del desayuno. Nadie jamás le había regalado una turquesa, un anillo ni la había invitado a una aventura al misterioso y lejano Parsifal. Tildy era una buena camarera y a los hombres no les parecía mal. Los que se sentaban en sus mesas hablaban poco con ella, sólo sobre las de hembra poderosa indiscutiblemente admirada por varones. Un famoso retrato de esta dama se puede ver en el Louvre de Paris obra de Jacques-Louis David. 1 El término usado es freshy, cuyo sentido popular podía ser el de “borrachito” o “chispita”, con esa idea de alguien bajo tenues efectos del alcohol. 2 Seguramente sería para asistir a ópera. Parsifal, la obra de Wagner, se estrenó en Nueva York en 1903 en el Metropolitan Opera House con gran repercusión social y con cierta polémica en círculos cristianos. La ópera, en cualquier caso, era un espectáculo de conocida exclusividad.
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cuentas o los precios y, después, elevaban sus voces de edulcorados acentos para dirigirse a la bonita Aileen. Se retorcían en sus sillas para mirar, esquivando la molesta figura de Tildy, cómo Aileen aderezaba o convertía en Ambrosía sus huevos con tocino. Y a Tildy no le importaba ser la sierva olvidada si Aileen podía recibir los halagos y tributos. La nariz roma era leal a la pequeña griega. Ella era amiga de Aileen y se alegraba viendo cómo manejaba a los hombres y cómo llamaba su atención desde el desayuno hasta la cena. Pero en el fondo bajo nuestras pecas o nuestro pelo paja, el menos agraciado de nosotros sueña con un príncipe o princesa, no para otros, sino alguien que llegue solo hasta nosotros. Una mañana, Aileen llegó a trabajar con un ojo morado, o casi morado, y la amabilidad de Tildy fue casi tan benéfica como para sanar cualquier globo ocular. -¡Un fresco! –contaba Aileen-. Anoche, cuando iba a casa, en la Treinta y tres con la Sexta. Yo paseaba tranquilamente y ahí estaba él, siguiéndome. Yo lo evité, bien, y él se alejó, pero me siguió luego hasta la Dieciocho y otra vez intentó hablarme. ¡Aaj! Pero le di un buen bofetón… en toda su cara. Entonces él me puso el ojo así. ¿No está horrible, Til? No me gustaría nada que el señor Nicholson me viera así cuando venga por su té y su tostada a las 10:00. Tildy escuchaba la aventura con profunda admiración. Ningún hombre había intentado seguirla nunca. Ella estaba a salvo fuera, a cualquier hora de las veinticuatro horas del día. ¿No sería maravilloso que un hombre la siguiera y le pusiera el ojo negro sólo por amor? Entre los clientes de Bogle’s había un joven llamado Seeders, que trabajaba en una lavandería. El señor Seeders era un hombre delgado con el cabello claro y parecía recién secado y almidonado. Era demasiado tímido para aspirar a que Aileen se diera cuenta de su existencia, por lo que generalmente se sentaba en alguna de las mesas de Tildy, donde se concentraba callado, muy callado, en su corvina cocida. Un día el señor Seeders, que había estado tomando unas cervezas, entró en el comedor. Sólo había dos o tres clientes en el restaurante. Cuando el señor Seeders terminó su corvina, se levantó, rodeó a Tildy 46
por la cintura con su brazo y la besó con fruición y exagerado alboroto, salió caminando a la calle, chascó sus dedos señalando la lavandería y se apresuró a jugar monedas en las tragaperras de la sala de juegos. Por un momento Tildy quedó petrificada e inmediatamente Aileen la estaba zarandeando y llamándola aparte con su dedo índice. Le dijo: -¿Por qué, Til? ¡Eres una pícara! No te vuelvas tan mala chica, señorita lagarta. La primera vez que veo que me estás quitando uno de mis amigos. ¡A ti hay que atarte en corto, señorita! Un nuevo día amanecía vivificando el ingenio de Tildy. En un brevísimo instante ella había avanzado desde ser una desesperanzada y modesta admiradora a convertirse en la hermana de Eva1 para la poderosa Aileen. Ella misma era ahora una hechizadora de varones, una guía para Cupido, una de las sabinas que debían simular recato cuando los romanos se sentaban a sus mesas2. El hombre había encontrado su cintura asequible y deseables sus labios. El impulsivo y amatorio Seeders había logrado hacer de ella, como si eso fuera posible, el milagroso trofeo de un día de trabajo en la lavandería. Había tomado la estopa de su desafortunada figura, la había lavado, almidonado y planchado y le había devuelto el prístino manto bordado de una túnica de la mismísima Venus. Las pecas de sus mejillas se perdieron en el rosado rubor del rostro. Ahora tanto Circe3 como Psique4 la observaban con sus ojos
Según algunas interpretaciones rabínicas de la Biblia basadas en mitos mesopotámicos que recogen un personaje similar, Eva no fue la primera mujer creada por Dios, sino que Lilith la precedió. Esta primera mujer, creada al mismo tiempo que Adán, pero sin una correcta selección de materiales, tuvo que abandonar finalmente el Paraíso convirtiéndose en un demonio que representa la sensualidad, el erotismo como símbolos del pecado. 2 Utiliza aquí la leyenda del rapto de las sabinas por los romanos originarios fundadores de la ciudad con Rómulo que, al ser sólo hombres, decidieron raptar y hacer sus esposas a las mujeres jóvenes de los vecinos sabinos para así perpetuar la estirpe romana. 3 Circe era hija del titán Helios y de la oceánide Perseis, con especial destreza en artes mágicas y en preparación de filtros para lograr transformaciones. Es célebre su encuentro en la isla de Eea, su residencia, con Odiseo. Allí transformará a los compañeros de Odiseo en cerdos. Alguna versión dice que Circe se enamoró de Odiseo con el que tuvo tres hijos. 4 La leyenda del amor que Psique, de belleza proverbial, inspiró en el mismísimo Cupido para desgracia de Venus se convirtió en una de las más célebres historias eróticas que se hayan recreado en la historia de literatura desde su inserción en el Asno de Oro de Apuleyo. 1
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resplandecientes. Ni siquiera Aileen había recibido un abrazo en público, ni la habían besado en el restaurante. Tildy no podía guardar este maravilloso secreto. Cuando el trajín se había relajado, se acercó al mostrador de Bogle. Sus ojos brillaban y ella trató de que sus palabras no sonaran orgullosas o arrogantes. -Hoy me insultó un cliente –dijo-. Me agarró abrazándome por mi cintura y después me besó. -¿De veras? –dijo Bogle, rompiendo su caparazón de propietario-. A partir de ahora, ganarás un dólar más a la semana. A la siguiente hora de servicio, cuando Tildy servía las comidas frente a clientes con los que tenía confianza, ella le contó el incidente a cada uno, con modestia, como alguien cuyos méritos no necesitan encumbrarse. -Hoy me insultó un cliente, –dijo-. Me agarró abrazándome por la cintura y después me besó. No todos los comensales aceptaban de la misma forma tal revelación. Algunos, incrédulos; otros, con felicitaciones, y otros se dirigirían ahora a Tildy con la socarronería que, hasta ese momento, dedicaban exclusivamente a Aileen. Y el corazón de Tilde refloreció en su pecho, puesto que finalmente vio las torres del romance elevarse más allá del horizonte de esa gris planicie por la que ella había deambulado por tanto tiempo. En los dos días siguientes, el señor Seeders no apareció. Durante ese tiempo Tildy se autoconfirmó como una mujer cortejable. Vistió lazos y se arregló el pelo como Aileen y ajustó su cintura como dos pulgadas. Tenía el excitante, pero delicioso miedo de que el señor Seeders entrara en el comedor abruptamente y la disparara con una pistola. Él tenía que estar locamente enamorado de ella y ya se sabe que los amantes impulsivos son al mismo tiempo ciegamente celosos. Además, a Aileen jamás le habían disparado con una pistola. Pero después pensó que no quería, en realidad, que le dispararan porque ella siempre había sido muy leal a Aileen y ella no quería opacar a su amiga.
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Al tercer día, a las cuatro en punto de la tarde, entró el señor Seeders. No había clientes en las mesas. Al fondo Tildy estaba rellenado los frascos de mostaza y Aileen estaba cortando las tartas. El señor Seeders caminó hasta el lugar donde ellas estaban. Tildy levantó la cabeza y lo vio, resopló y apretó firme contra su corazón la cuchara de la mostaza. Un reflejo de cabello rojo se dibujaba en su cabeza. Llevaba la insignia de la Octava Avenida de Venus, el collar de cuentas azules con el célebre corazón simbólico de plata. El señor Seeders estaba ruborizado y avergonzado. Hundió una mano en su bolsillo trasero y la otra en un pastel de calabaza. -Señorita Tildy –le dijo-, quería disculparme por lo que hice la otra tarde. A decir verdad, estaba demasiado cargado, si no, no lo habría hecho. No lo haría a una señorita de esa manera si estuviera yo sobrio. Espero, señorita Tildy, que acepte mis desculpas, y sepa que yo no haría de eso si yo hubiera sabido qué estaba haciendo y no habría estado borracho. Con esta bonita disculpa, el señor Seeders retrocedió y salió, sintiendo que todo estaba arreglado. Pero detrás de una oportuna mampara, Tildy se había lanzado sobre una mesa entre galletas de mantequilla y tazas de café, y entre un profundo sollozo se arrojó nuevamente a la planicie gris de donde venían todos aquellos con nariz roma y pelo paja. Del nudo del lazo arrancó el reflejo rojo y lo lanzó al suelo. Despreció tanto a Seeders... Había entendido su beso como el de un pionero o un príncipe profeta que había puesto en marcha los relojes del tiempo y había empezado a pasar las páginas en el país de las maravillas. Pero fue un beso accidental y temulento. La plaza no se había agitado con esa falsa alarma y ella debía quedarse para siempre con el papel de Bella Durmiente. Todavía no estaba todo perdido. El brazo de Aileen la rodeaba y la mano rosada de Tildy tanteaba entre las galletitas de mantequilla hasta que encontró el cálido consuelo de su amiga.
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-No te preocupes, Til –dijo Aileen, que todavía no entendía bien lo ocurrido-. Esa cara de nabo, pinzita de ropa Seeders no lo merece. No es ningún caballero. Si lo fuera, jamás se habría disculpado.
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