La Línea y Gibraltar, dos pueblos hermanos de Enrique Sánchez Cabeza Earle

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LA LÍNEA Y GIBRALTAR, DOS PUEBLOS HERMANOS La Línea era para Gibraltar y los gibraltareños, además del barrio obrero que la cruda realidad económica nos obliga a reconocer, oxígeno para los pulmones, luminosa claridad para sus ojos, calles espaciosas y soleadas para discurrir en los días de fiesta, oportunidad de disfrutar de la contagiante alegría del vivir, que, a pesar de los pesares, sobreponiéndose a sus propios problemas, ofrece a sus visitantes la hidalguía y el espíritu hospitalario del pueblo andaluz. Y, para muchos de ellos, la ilusión realizada de establecer aquí su hogar, construyéndose una casita, cómoda, acogedora, inundada de sol, en una atmósfera limpia de “smog”, barrida por los aires cambiantes de la bahía y del mar de nuestra civilización mediterránea. Los gibraltareños vivían como prisioneros, en los estrechos límites de su ciudad amurallada, en edificios sombríos, en calles estrechas, acusando los efectos de su humedad ambiental el alquitranado pavimento, soportando sobre sus cabezas, casi permanentemente, los jirones de oscuras nubes que, como arrancadas de los cielos de Londres, parecían traídas por los ingleses al Peñón como una prueba de su dominio. En aquellos días, la actividad de la plaza fuerte de Gibraltar la regían dos cañonazos que, prácticamente, señalaban las horas de comienzo y cese de aquella. Con puntualidad británica, a las seis de la mañana un fuerte estampido señalaba el momento de la apertura, en algún tiempo real y, últimamente, solo con carácter simbólico, de las puertas de la fortaleza. Ese cañonazo, era la señal que, como botón mágico, lanzaba a una febril actividad el sincronizado engranaje de la compleja maquinaria de su industria, su comercio, su arsenal y su puerto, sus escuelas y sus centros oficiales, con la imprescindible incorporación de los miles de obreros y empleados que por Puerta de Tierra llegaban de La Línea, y a bordo del “Aline” o el “Margarita II” desde Algeciras. A partir de ese cañonazo, Gibraltar comenzaba a desperezarse. Se animaban sus calles, los cafés abrían sus puertas y el comercio en general iniciaba sus actividades. El arsenal, la antigua Fundición de “Haine”, magnifica escuela donde se forjaron tantos sobresalientes artesanos gibraltareños y españoles, el movimiento portuario, las pequeñas industrias así como los modestos talleres. Y, en fin, la calle Real adquiría su auténtica personalidad de ciudad cosmopolita, con la 1


presencia en ella constantemente renovada, de gentes de las mas diversas nacionalidades, de hombre de todas las razas que pueblan la tierra, y el atrayente encanto de los exóticos bazares indios que, en algún momento, amenazaron con apoderarse de toda la calle Real, con su olor a sándalo y sus bellas exposiciones permanentes de telas orientales, finos mantones de Manila, preciosas figurillas de marfil y un extenso surtido de los más delicados perfumes producidos por la industria mundial. Hasta que sonaba el cañón de la noche, -¡Las nueve y media en punto! servía a muchos para comprobar la marcha de sus relojes-. Gibraltar presentaba un aspecto animadísimo. Los cafés se veían repletos de gente. El “Universal”, el “Royal” y, a veces, el “Trocadero”, ofrecían, por temporadas, las actuaciones de orquestas y conjuntos musicales así como diversos espectáculos de “variedades”. Sobre el improvisado tablado de uno de esos cafés, una pareja de chavalillos sevillanos deleitaron a la concurrencia, allá por los años treinta, en los comienzos de una carrera artística que les llevaría a recorrer el mundo en triunfales presentaciones, deslumbrando, con la maravilla de su arte, como bailarines geniales. Esos chavalillos eran, nada más y nada menos, ROSARIO y ANTONIO. La clientela de los cafés se reforzaba por las tardes con centenares de linenses, para los cuales “El Universal” y “El Royal” fueron lugares de encuentro casual o de tertulia cotidiana. El “Magda Tea Room”, al que dio, en cierta época, un tono un tanto refinado, con su atención personal, el Marqués de Lendinez, aristócrata y bohemio, fue lugar de reunión de grupos de jóvenes linenses que, en aquel marco, hallaban el clima propicio para tratarse. En este salón de té, fueron cultivándose sentimientos amistosos, que algunas parejas vieron convertidos finalmente en bellas realidades amorosas. La “Casa Cazés”, el “Emporium”, las tiendas de indios, los bien surtidos establecimientos de comestibles y las cuidadas panaderías; las tabaquerías, de modesta presentación unas, atrayentes aquellas que deslumbraron alguna vez al fino humorista don Wenceslao Fernández Flores, hasta hacerle exclamar que la sola vista de esos establecimientos, por la cantidad, calidad y bella presentación de su mercancía, constituía una peligrosa y casi irresistible tentación para los no fumadores; las tiendas de ropa para caballeros, como la de “Benamor”, cuyo nombre inspiraría a don Vicente Blasco Ibáñez, el título, “Luna Benamor”, de una de sus novelas. En fin, esa parte de la calle Real, “Main Street”, oficialmente, pero que lucía con mas garbo su denominación española, desde los “Fours Corners” hasta la plazoleta en que venía a convertirse, sólo unos metros, frente a la catedral católica; se mantenía viva, animada, como la rúa principal de una activa capital de provincia, hasta la proximidad de la hora en que, inexorablemente, puntual, el estampido del cañón de la noche, ¡las nueve y media en punto!, señalaba el momento de cerrar, real o simbólicamente, las puertas de la plaza. A esa hora, la ciudad se convertía en una población aparentemente sin vida. Las actividades 2


todas habían cesado. Los linenses retornaron ya a su ciudad, los gibraltareños, recluidos en sus casas, o disfrutando de algún espectáculo en el Teatro Real, en los Assemblees o en el Naval Cinema; las calles prácticamente desiertas. ¿Vida de cuartel? ¿Diana y retreta, los cañonazos de la mañana y la noche? Tal vez. Pero, sin cañonazos, Cádiz, nuestra bella “Tacita de Plata”, ofrecía casi el mismo espectáculo -aunque tan acentuado, porque tenía el respiro de la plaza de San Juan de Dios-, en sus noches salientes, de calles y plazas desiertas. En realidad, en uno u otro caso la solemnidad de sus noches, respondía a una tradición que se había hecho secular. Para los gibraltareños aquella vida era normal. Así se organizaron, así vivieron siempre sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos. Y en última instancia, nadie les obligaba a llevarla. Solo a unos centenares de metros, -a diez céntimos en nuestros típicos coches de caballos, a quince en autobús y a veinte por asiento en automóvil-, estaba La Línea, con su vida alegre, bulliciosa, con sus gentes abiertas, amigables. Lo sabían y lo aprovechaban. Al igual que los linenses cuyas obligaciones habituales se lo permitían, hacían de Gibraltar, de su calle Real y de su boulevard cara a la bahía, lugar de sana expansión en las horas de la tarde, los gibraltareños buscaban solaz y esparcimiento en La Línea los fines de semana. En este intercambio, ni unos ni otros nos sentimos extraños, extranjeros. Para nosotros, Gibraltar eran tan nuestro, como para los gibraltareños La Línea. De este intercambio, casi cotidiano, con el consiguiente trato personal y directo, de los té-danzantes domingueros que en alguna época organizara el Círculo Mercantil de La Línea, y de los bailes sabatinos en los Assemblees de Gibraltar; de nuestras fiestas populares con sus bailes de Carnaval, en las casetas de la Velada, en los de fin de año en los casinos y sociedades recreativas, salieron muchos idilios amorosos, que al concretarse en matrimonio, procrearon hijos por cuyas venas circulaban juntas, mezcladas, inseparables, ya, la sangre de dos pueblos hermanos fundidos en estos casos por el milagro del amor y ostentando orgullosos los apellidos, entrecruzados, que pregonan esta especie de honroso mestizaje. Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando. De esta manera, al igual que el amor y su consumación fisiológica, la diaria convivencia, el participar juntos, haciendo propio uno lo de los otros, en el acontecer de cada día y en la común participación de las conmemoraciones nacionales, en lo bueno y en lo malo, en los acontecimientos de cualquier signo que se produjesen en ambas comunidades ciudadanas, surgió también una fusión espiritual entre los dos pueblos hermanos. Los linenses gozábamos de las vistosas paradas militares que se celebraban en Gibraltar, llenándonos de orgullo patriótico cuando en algunas de ellas hacia acto de presencia el General Gobernador del Campo de Gibraltar con su escolta de Húsares luciendo sus vistosos uniformes. Identificábamos, desde lejos, casi como cosa familiar, los 3


buques más importantes y populares de la Armada británica, contribuíamos cada 11 de noviembre al aniversario del armisticio y ostentábamos orgullosos, prendidos en el ojal de la solapa la roja amapola adoptada como símbolo de aquella conmemoración. Éramos asiduos concurrentes a su hipódromo en las temporadas en que se celebraban, sábado a sábado, las carreras de caballos disfrutábamos, utilizándolos como propios, los campos deportivos de Puerta de Tierra, y en la época en que no había florecido aún, con la fuerza y el entusiasmo que brotó después, nuestra apasionada afición por el futbol, fuimos fervientes “hinchas” del “Britannia” o el “Prince of Wales” y admiradores de sus más sobresalientes jugadores. De la vida pública en Gibraltar, de su administración de justicia, de la tolerancia en el terreno político y religioso, de la preocupación de la enseñanza, allí efectivamente obligatoria, y su celosa preocupación por los animales, recibíamos constantes lecciones, no siempre bien aprovechadas. Tan cercanos y tan mezclados, los de allá y los de acá, éramos diferentes en cuanto entraban en juego las respectivas reacciones temperamentales. Los linenses tomábamos un poco a broma la lectura, en la prensa calpense, de las sentencias dictadas en sus sesiones diarias por los Jueces de Paz, actuando como magistrados en su Tribunal de Policía, sentencias que por su simplicidad, por su admirable sencillez, eran muchas veces conmovedoras lecciones de bien juzgar y sancionar, con la salvedad, por mi parte, de aquellas que entrañaban castigos corporales, tales como la administración de determinado número de azotes a los menores delincuentes. De su tolerancia en el terreno religioso, habla elocuentemente la libertad con que practicaban sus cultos los miembros de las distintas comunidades religiosas entre las cuales predominaban la católica, la judía y la protestante, esta con sus diversas sectas. Un detalle que me emocionó y recuerdo siempre con respeto, fue ver una banda militar que encabezaba un desfile, interrumpir su actuación para pasar silenciosa ante cada uno de los templos, cualquiera que fuese su signo religioso. En cierta ocasión, un individuo acusado de haber dado muerte a una anciana, fue sentenciado a la horca. La pena de muerte hacía muchos años que no se aplicaba en Gibraltar. El pueblo se conmovió con la sentencia y se organizaron actos, manifestaciones públicas, recogidas de firmas que llenaron muchos pliegos, pidiendo la 4


conmutación de la pena. La facultad de otorgar aquella gracia, estaba en manos del Gobernador de la Plaza. Pasaban los días y el plazo en que, fatalmente, tenía que decidir el Gobernador la suerte del condenado, estaba llegando a su fin. Y el indulto no se pronunciaba. Llegó la víspera del día señalada para la ejecución y el pueblo se echó a la calle congregándose en forma tumultuosa, frente al Palacio del Gobernador, pretendiendo exigir el indulto. La protesta tomó fuerza de modo peligroso. De pronto se abrieron las puertas del edificio oficial y se lanzaron contra la multitud grupos de soldados, con diversos instrumentos deportivos de los usados en el polo, el hockey, el golf, etc., empleándolos contra la multitud que apaleada tan sorpresivamente, se disolvió, corriendo a ponerse a salvo de los golpes. No hubo fusiles, ni bayonetas caladas, ni siquiera disparos al aire. Como saldo, algunas contusiones y el recuerdo de aquella original forma de enfrentar un conflicto. A la mañana siguiente, sobre el castillo, una siniestra bandera negra anunciaba que la sentencia había sido cumplida. La asistencia a clase en las escuelas primarias se vigilaba celosamente, obligándose a los padres a justificarlas debidamente, bien apercibidos de la responsabilidad en que incurrían caso de comprobárseles abandono o negligencia, por su parte, en el cumplimiento de sus deberes como jefes de familia. Y, cerrando estos recuerdos de hechos aleccionadores, traeré aquí el del comportamiento de los pajarillos, a solo unos centímetros de la verja que marca los límites del territorio gibraltareño sobre el campo neutral. Los pajarillos, jugaban o picoteaban tranquilos, confiados, pisando seguros, sin temor, sobre los anchos andenes de la bien cuidada carretera de Puerta de Tierra. No se asustaban, no levantaban el vuelo, en temerosa huida, ante el paso de los peatones a quienes, si acaso, dejaban cortésmente el paso libre, en una actitud deferente, de urbanidad perfectamente aprendida. Estaban convencidos que nadie les molestaría, que serían respetados. Sabían que allí estaban a salvo de toda acción contra su libertad y su integridad física. Estas fueron algunas de las lecciones, eminentemente positivas, que recibimos en nuestro diario convivir con el pueblo hermano. Por su parte, los gibraltareños encontraban entre nosotros la ancha cordialidad de un pueblo que se da sin reservas, de puertas abiertas, de trato sencillo, sin sensibles diferencias sociales, en contraste con la rigidez del espíritu colonialista del Imperio evidenciado en sus círculos exclusivos, cerrados casi totalmente a los nativos, con las escasas excepciones de algunas familias privilegiadas y unos cuantos funcionarios de extracción local, cuya lealtad convenía asegurar en el mejor interés de la metrópoli. Los gibraltareños, pues, se sentían felices en La Línea. Lo mismo que nosotros participábamos de sus fiestas populares y de los atractivos de su vida cotidiana, ellos se volcaban en las calles de La Línea durante los días de carnaval en los años del bullicio de sus 5


celebraciones callejeras; para presenciar los desfiles de las procesiones de Semana Santa y el Corpus; para disfrutar de las atracciones de la Velada y especialmente de sus funciones de fuegos artificiales, que tanto les gustaban. Era asiduos espectadores de los festejos taurinos que, domingo a domingo, se ofrecía durante la temporada en la Plaza de Toros. A esos efectos, La Línea, repetimos, era tan de ellos, como Gibraltar de los linenses. En la práctica de cada día, nuestra hermandad era efectiva, auténtica, solidaria. En los momentos difíciles para Gibraltar, -recuerdo especialmente los días de la Primera Guerra Mundial-, los gibraltareños supieron de nuestra solidaridad moral y material. La Línea también recibió, por su parte, el constante testimonio de idénticos sentimientos. Entre nuestros pueblos jamás hubo otra rivalidad que la que es tan corriente entre poblaciones vecinas. Rivalidad que no pasaba de pueriles competencias verbales y la aplicación de adjetivos que terminaban, seleccionados por el tiempo, convirtiéndose en el apelativo con que se pretende molestar al incidental adversario. La Línea era “la piojera” y Gibraltar “la cochinera”. A la hora de la verdad, ni ellos temían a los “piojos”, ni nosotros hacíamos ascos a “los cochinos”. Los linenses seguíamos yendo cada día a Gibraltar; los gibraltareños, o tenían aquí sus hogares, o en los días de asueto pasaban alegres los respectivos puestos fronterizos, para disfrutar con nosotros, la alegría de una vida sencilla y bullanguera. En resumen, en el toma y daca de las relaciones de los dos pueblos hermanos, nosotros entregábamos a los gibraltareños lo mejor de nuestro acerbo espiritual. A cambio de ello, por su parte, Gibraltar nos dio a quienes vivíamos bordeando el semicírculo de nuestra bahía, la oportunidad de acercarnos al conocimiento directo de otras razas, de otras naciones, adquiriendo una visión más amplia del mundo en que vivíamos. Ello contribuyó a forjarnos como éramos. Gente abierta a todas las inquietudes generosas, dispuestas a dar y recibir, a compartir con los demás en mutuo intercambio, el tesoro de espiritualidad que en largos siglos de luchas, de sufrimientos, de trabajo, acumularon todos los pueblos esparcidos por los cinco continentes de esta tierra nuestra. LA LÍNEA DE MIS RECUERDOS Enrique Sánchez-Cabeza Earle. 6


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