Rubén Manuel Rivera Calderón
Poesía
Barco de piedra
Cuadernos
de la Serpiente
D.R. BARCO DE PIEDRA RUBÉN MANUEL RIVERA CALDERÓN PREMIO NACIONAL DE POESÍA CARNAVAL LA PAZ 2017 Derechos Reservados por Ediciones Cascabel ISBN 978-970-94-4007-8 Diseño editorial: Raúl Cota Álvarez Ilustración de portada: Daniel Olimón y Ecátl López Costura: Taller de Blanca Alvarez Morales Se autoriza la reproducción parcial del contenido siempre y cuando se cite la fuente. Primera edición, La Paz, B.C.S. México. JUNIO DEL 2017
La ciudad es un poema de largo aliento, una peregrinación de los sentidos frente al espejo de sus pulsos y explosiones. En la meditación del entorno y la piel del tiempo que ocupa sus cavilaciones, Rubén Rivera construye un discurso sólido, vertical y luminoso que no pasa desapercibido, pues las aristas de actualidad en su volumen se renuevan en cada verso. El diálogo con ecos e influencias crece en Barco de piedra cual marea paralela al flujo intenso de la memoria, nave que desborda la mirada y habla desde la indagación en los registros íntimos para suturar lectura y experiencia en un manto lirico que ondea sobre la intención del silencio de dejar todo en suspenso. Rubén Rivera es uno de los poetas mayores de Baja California Sur, y esta obra lo confirma: con un tono sostenido y el volumen al servicio de las imágenes, la meditación urbana y la reflexión de un entorno cada día mas convulso, ancla en el panorama literario un poema que domina la marea.
Raúl Cota Álvarez
Barco de piedra
Premio nacional de poesĂa Carnaval La Paz 2017
Arráncate la costra. Fusila a todos tus héroes (ídolos de la derrota). Que fluya la sangre y se quede el mar atrás, con sus olvidos. Donde la simulación lo pudre todo, empecemos por recordar. La ciudad en donde vivo es un torrente de piedra. Yo también soy una piedra, destripada, que vomita sus guijarros. Esa grava, sin embargo, se suaviza con cada abrazo que nos damos. Vivo en una casa hecha por las costillas de una nube y un mástil donde aún se escucha a las sirenas. Sobre su cubierta brumosa, los abuelos y los niños son detritos de alegría. Cuando salen, colorean los crepúsculos; curan las estrías del mar y de la tierra, su soledad castrante, su pus, su estafa.
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Había un viaje en la casa. No era “El Arca de Noé”, era la casa. No sé si fui un pez o una abeja, ahora soy ladino y anodino; el coyote que corta a mordidas la pata metida en la trampa para perseguir a una gallina. En mi casa, el diluvio brotó de una nariz quebrada, con turbios desquites carniceros. Granizo de sangre golpeó la puerta principal. Al enemigo de la lluvia y el jaguar, le hablo: ¡también a ellos! Así aprendimos a decirnos güeritos al oído (se acata, pero no se ama) y a inhalar niños sobre espejos diamantinos. ¿Viva México? Pero siempre amanezco agradecido con mi ciudad, La casa se monta en una corriente de almendras los domingos. Todos entran en el embudo de sus cuellos, porque son como promesas, que son ramas. Sin duda, bajo las ramas de la historia hay pantanos y Díaz Mirones que los cruzan sobre un verso. En esos brazos se mecen relatos que la brisa cuenta. No, no era El Arca. Es la casa, con pretensiones de ciudad que no envejecen y perros eruditos de llagas encendidas. Si pruebas las frutas del patio saben al óxido de las hachas novohispanas. Una horca nos espera en el árbol donde el viento construye su inocencia. El estero, ebrio de basura, arroja camarones a los visitantes. Si comes de las flores del árbol mutante podrás clavar nubes con el pico de sus pájaros.
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En esta patria (que es una ciudad, que es una casa, que es un barco) aprendes a masticar a los armadillos en su propia caparazĂłn; a devorar el cerebro vivo de los changos. Aunque nadie lo admita, el silencio chilla cicatrices y horizontes. La llanura muestra su tĂşnica rasgada y percudida; en cada boca se suicidaba una propela; cada quien es su propio atardecer.
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Mi ciudad es un retablo de piedras y almas secas a punto de incendiarse. Una caricia aceitosa quema los costados del barco. La embriaguez corroe paisajes y cuerpos. Empezamos a lamer la veta del licor profundo, desbordados. La culpa crece hacia adentro, en sus raíces. Bajo tierra es más cómodo no volver a respirar. La lírica sordina de las balas golpea el cernidor de cada cuerpo; baña de ácido y violencia las piernas de las mujeres mexicanas, ¡también ellas!, atrapadas en las calles movedizas. Los zapatos impares nos persiguen. Ya no llueven flechas sobre las calzadas: está perdido el brazo en la camisa de mil mangas. La indómita ciudad tiene el tórax abierto al dios de la vergüenza. Los muros del agua se vienen abajo, el puño enemigo encendió su antorcha opaca. “Yo también fui mexicano”, dice al otro lado del muro, del sol y de la lluvia. Un marrazo nos propaga en todos los espejos. Somos espacio impostergable, niebla, anudando infiernos. Somos la nube que viaja cuando se queda en su lugar, agazapada ante la espumosa carcajada de chacales. Este barco (que es una casa, que es una ciudad, que es una patria) cruza su propio cementerio. Es una piedrita que busca su zapato. ¿Cómo juzgar a los gusanos fosforescentes, pequeños y glotones, si amasamos sus corazones con transgénicos maíces? Arriba de las nubes, una trenza negra aprieta al cuello de Dios. Abajo, qué de gritos en la casa abandonada, cuánta sangre amotinada en sus ladrillos. La nueva Coyolxauhqui llora
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con el niĂąo guillotinado en la ventana. Hemos desinfectado ese cuarto. Cada capa de cal nos lanza hacia adelante, bifurca nuevamente los caminos. El pasado lucha atrapado en esta red de luz: separar lo que hemos sido puede hilar de nuevo el manto, llevarnos de regreso a la rueca venenosa, a la horca de los labios; al cuarto acojinado, enfermo de blancura.
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Hemos teñido de blanco nuestros ojos para ver al piano de los huesos acariciado por el aire; para visitar al paisaje que inventamos al palparnos; para construir las calles que no existen, si no las platicamos; y beber de esa gotera de luz, y desabrochar al silencio prendido del ojal de la pijama. Hemos pintado de blanco nuestro ruido para repeler al vacío de las habitaciones que no queremos recordar. Pero es claro: Será más fácil irme con todos los clavos en la bolsa, sin tener que descolgar un solo verso de las solitarias paredes de la casa. Buscaba una palabra y encontré a un gancho emparedado en el ropero pidiendo un poco de tela, a un guante pepenando dedos. El cuarto riela ahora que llueve. ¿A quién espera ese lagarto asomado a la ventana? Sí, en mi ciudad hay balazos que asesinan mitos, llantos huecos que no fecundan y miradas sin cabezas. Es el tedio estrangulando pulgas y mazorcas, quebrantando el impulso por volar de cada garza. Sí, en mi patria hay pantanos que ejecutan hombres y tortugas.
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Yo no quiero que estos versos sean poesía. Debemos reeducar a los poetas. Pegarles en el hocico periódicamente con la impresión de sus obras y quitarles algo de esa arrogancia de guacamaya, tan inútil, de mostrar al mundo sus oscuras jetas mansas y sufridas. Sería justo hacerles un barquito de papel, con todas sus palabras, para mandarlos a navegar en su propia fantasía. ¡Qué patético es escribir!, después de Homero, para terminar chillando con el poema entre las patas; como el único marinero que olvidó Ulises en la isla de Circe, y se salvó del naufragio por ser un puerco verdadero. Yo no quiero que estos versos sean poesía, pero quiero mucho a mi ciudad: tiene más ventanas que muros y piernas siempre abiertas bebiendo un poco de luz (adentro de esas piernas crecen los poemas que la brisa canta). Aunque me quede solo en el cadalso; el asesino también morirá conmigo, dedo por dedo; y la selva tendrá otros relámpagos más verdes y chispeantes que los loros. Y aunque la violencia lo engulla todo, que nadie lo olvide: quiero a mi ciudad porque platica de más y hunde su nariz de tostada en el ceviche.
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Es traviesa y cabe en una resortera. La “Vrbe” imposible es como un gato: juega con un ovillo de granito y la esperanza callejera. En los ojos de este gato se abriga el mar; pero, ¡alerta!, hay mucha soledad debajo de las alcantarillas, y carreteras asfaltadas con mangles y cangrejos. Aunque cerca del mar uno aprende de huracanes y silencios, ¡alerta!
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Cómplice patria: tu impunidad es tan grande que no la abarca el abrazo musculoso de tus golfos. El burócrata vidente prepara minuciosamente su emboscada. Un macanazo desnudo, de sombra larga, nos quiebra en silencios desiguales. Colmillos de jabalí uniformado golpean tus pulmones; tiburones virtuales acechan tu cerebro. En este caleidoscopio del derrumbe, palas y trenes socaban tus rodillas. tienes una mezcladora de cemento en la garganta y en tus calles se sacrifican incontables rebaños de sombras. Se arruinó tu brújula y mis sueños. Sumergido en tus lagunas, con los sustantivos amarrados, podría ser una cascada de gaviotas con su paso espontáneo y su pico irreversible; o una hendidura de nube manando cielos. Pero sólo soy una piedrita en el zapato. El desierto se camufla en el ala del escarabajo venenoso antes de iniciar la rebelión de boca en boca y percutir la insoportable bola de excremento. Alguien compra un par de niños en la tienda, bebe un té de orines recién colado. Tal vez sólo desea esos riñones para un caimán enfermo de ternura. Tengo una comezón de proyectil en medio de los ojos.
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Mejor cantemos al orgullo de la inconmovible cucaracha; a la sangre que florece en cada sedimento y aromatiza la nariz equivocada y rota de mi madre barriendo su hojarasca, regando con sangre a las matas y a sus hijos. Mejor oremos al médico delfín terapeuta de turistas, y al cinto pedagogo (enemigo de las paletas heladas y las tostadas con chile y cacahuates). Aún escucho cómo gruñen los segundos por la paliza que se acerca y estira el trayecto del puño hasta que duele; aún oigo cómo canta el grillo desechable en el bote de basura, atrapado adentro de una quesadilla sin queso ni flor de calabaza. ¿Patria sin Patria? Y los vecinos no preguntan. Han talado a las abejas (ya no hay cera para velas) del alma dulce de Chiapas. Una perra que ladra por reflejo a la breve danza de la gallina degollada es, en ocasiones, la familia; una piedrita en el zapato de nadie. ¿Alguien vende una oración que consuele a los enfermos? Y nos tenemos que sacar las lágrimas de los bolsillos para dar propina; amputada flota la península sobre el río de piedra en que aún viaja sin moverse. Esas moneditas estorbosas somos que no sirven ni de cambio, curricanes remolcados por yates borrachos de distancia, pintillos penetrando el fuselaje de las nubes y buques que enlatan a las olas.
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Así ando a veces por mi ciudad. Sobre la piel ajada y cenicienta de la laguna mexica ruedo con la vela remendada. Únicamente algunas cicatrices permanecen con un solo crujido de chinampa, y las hormigas policías, con el hormiguero tapado, inventando atajos. Al arrogante espacio del mar y del desierto le crecen, como verrugas, los hoteles. ¿Qué tipo de bestia sin memoria soy? No quiero llegar a tiempo, con los pulmones llenos de ira, a donde no me espera ningún ojo. Pero la muerte siempre aguarda: “Tendrás que aprender a respirar bajo la tierra, a nacer como raíz hacia adentro de ti mismo. Tendrás que aprender de las conchas apiladas como altares a lamer los muñones de las minas, a no fumar cristales en los focos, a recuperar los nombres que aún te pertenecen. ¡A que te abras, compa!, y puedas rebanar delgados los enconos. A que sepas cómo entablillar el aire y mirar a la cara a todos los amigos sepultados; hasta que sientas cómo tus huesos se quiebren por el peso de los que estás enterrando contigo”.
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Mi ciudad tiene arrugas y bancas donde sólo se sienta el sol, y el polvo es sólo polvo, poesía que jamás se ha pronunciado. Patria: esa sangre, ese vellocino busco. Con más agujeros que bardas, tu barrio hoza en el estiércol. ¿Ese nauta agonizante soy? La miseria es la alcancía y la piñata de muchos mexicanos; sus lenguas, púas de maguey clavadas en el rostro. Pero mi ciudad es sólo un puerto pequeño, migajón del aire, a la siniestra mano de occidente. Fue una leprosa cebada con sus llagas. Sólo por un milagro solidario, ese remo subterráneo sigue aplastando más cabezas. Su muelle luce inquieto: Un quilla soñolienta asesinó de nuevo a la pezuña de una chiva. Por decreto, mugen las cucarachas sin cabeza en cada taco. La gula lleva un colibrí de plástico incrustado en medio de las nalgas. Los guajolotes se arrancan los ojos para jugar a las canicas. La baba adulta envenena los cuentos para niños. El fastidio se mete por la nariz, en los oídos. Es mejor salir a pescar una hemorragia, que ver en los patios a la ropa endurecida. Es mejor ignorar al horizonte, que multiplicar los espantajos con escamas. Todos los caminos del agua y el desierto fuimos.
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Del chispazo surgieron olas encontradas de piel y sedimentos. Mi ciudad se duerme al mediodía en las caderas de la ceiba. El barco flota sobre un magma más denso que el olvido. ¿Y cuál más? Por la tarde, a todos baña la incertidumbre y el crepúsculo. Las miradas se derraman en la playa, duplican a las olas como lágrimas inútiles. Pero no todos se ahogan: -¡Amárrate a ese mástil! -gritó Circe. Para suavizar los muslos primerizos, algunos aprendieron a saltar de rata en rata.
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¿En cuántos Cuauhtémocs y judaizantes quemaremos nuestra furia? Patria, escucha la risa de sanguijuelas y bacterias; mira con todos los ojos de la mosca; suéñate otra y la misma sobre el agua. ¿Quién le dará una flor a Moctezuma? Degüella mariposas, eructa volcanes; ¿cuántos arrabales necesitaremos para tener a un solo Lara? Conviértete en un arma superior a toda guerra. Avanza, al ritmo de un aliento submarino. ¿En cuántos billetes será estampada Sor Juana antes de que despierte de su Primero sueño? Pregunta cualquier duda al oráculo virtual. También Octavio Paz tuvo versos en monedas de veinte pesos (y dicen que el enemigo verdadero es el lenguaje): “Todo es presencia, todos los siglos son este presente”. Y aquí estamos. Y hay bestias que no se han puesto un caracol en el oído. ¿Alguien habrá leído esas monedas? Y no hay razón para estar en todas partes y en ninguna. Todo es impunidad, cada sombra es la condena de su objeto; todos los siglos son la imagen colectiva de este abuso; cada convicto tiene en el poema, su galera; y en los bronquios, el humo de la piel humana. ¿Se puede exorcizar a la poesía si la conviertes en dinero? Y barcos enfermos vienen tras los barcos, y vemos nubes, donde sólo hay un azul que espanta. Patria, de Bretón, nadie se puede detener para ser río: en ti, lo verdaderamente surrealista es ser honesto.
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Pero mi ciudad no se angustia por nadie: fue hecha con mucha calma por el mar. Es sólo nube cacariza. En esta calma tú no te mueves, la ciudad avanza lentamente, contigo de la mano, para disfrutar del hediondo aceite de las ferias donde hervimos a nuestras familias cada año. Cuando te pones trucha, con la retórica del poeta cobijero, y el monstruo que desobedeció a sus padres siendo niña, lo sabes: de nada sirve ser valiente, analfabeta y ebrio. En algún momento nos convertimos en nuestra propia quesadilla. Joven Patria, escúchame loarte. Todavía eres superior a cada uno y a la suma de todos tus poemas. Pero no puedo declararte inocente y bella mientras se siga muriendo de diarrea uno solo de tus hijos. ¿Cómo juzgar a los morros que sacan sus pistolas y bailan al ritmo del cuerno de chivo? El estero está amortajado por concreto y cocaína. ¡También ellos! Dura Patria, Unos grafitis se leen en los muros: “no seas igual ni fiel a tu espejo diario”; “descanse mi barrio en paz, y su poesía, manso mar a los pies de cualquier casa”. Abstracción pluscuamperfecta en la baba del cronista deportivo, patria; por debajo del asfalto late el viaje, la duna y sus serpientes, y los pumas afilados preparan su mordida.
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Vendrán otros árboles con nuevas frutas, cantando su sinceridad vegetal. Se renovará el silencio: la nueva poesía tendrá otra ciudad, y algunos versos imposibles de arrancar del tamarindo (yo no puedo desandar los caminos de mi padre, ni amarrarme a su destino de cometa). Porque la ciudad en donde vivo, ahora, es sólo una piedra en el arroyo; y el arroyo somos todos. Y todavía jugamos cuando llueve. ¡Alerta! ¡Alerta! Patria, sé más inteligente y menos suave, menos atroz y más Velarde, menos simulación y más música de selva. ¡También nosotros!
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Barco de piedra
Premio nacional de poesĂa Carnaval La Paz 2017
Próximos títulos:
Siempre se salvan las palabras de Jorge Alejandro González Rubio Rivero
El espejismo de la felicidad de Conrado Mendoza
BARCO DE PIEDRA se terminó de imprimir en junio del 2017 en la ciudad de La Paz, B.C.S. La edición estuvo al cuidado de Raúl Cota Álvarez y el autor. para publicar en Cuadernos de la Serpiente: revista_cascabel@hotmail.com visita: www.proyectocascabel.blogspot.com
15 Rubén Manuel Rivera Calderón Lic. en Letras Hispánicas por la UAM-I y Medalla al Mérito Académico (1997). Obtuvo en tres ocasiones el Premio Peninsular de Poesía “José Alán Gorosave” (1988, 1997 y 1998); recibió el Premio Estatal de Poesía Joven “La Paz 1992”; ganó los Juegos Florales “Margarito Sández Villarino, San José, 2000”, y en mayo de 2004, el Premio Estatal de Poesía “Ciudad de La Paz”. En febrero de 2017, recibió el Premio Nacional de los Juegos Florales, Carnaval La Paz. Publicó Torera de las aguas (UABCS-SEP, 1996), Marina. Viaje por un cuerpo en ocho cantos (UABCS, Praxis y Cuarto Creciente, 2004), La Casa de Cortés (ISC, 2004), Poemas sueltos (El celta miserable, 2009), Tal vez un Himno (ISC/CONACULTA, 2010) y La casa que desea ser barco (ISSTE-Cultura, Palabra Vida, 2015). Actualmente divide su tiempo entre la escritura, la actuación, la docencia y la función pública, como Jefe de Servicios Estudiantiles en la UABCS.