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Guadalupe NuĂąo

Narrativa

El confesionario

Cuadernos

de la Serpiente


D.R. EL CONFESIONARIO GUADALUPE NUÑO Derechos Reservados por Ediciones Cascabel ISBN 978-970-94-4142-5 Diseño editorial: Raúl Cota Álvarez Ilustración de portada: Ecatl López Costura: Taller de Blanca Alvarez Morales

Se autoriza la reproducción parcial del contenido siempre y cuando se cite la fuente. Primera edición, La Paz, B.C.S. México. SEPTIEMBRE DEL 2017


Guadalupe NuĂąo

El confesionario



Prólogo

La narrativa de Guadalupe Nuño sucede en el vértigo íntimo y la contundencia de lo cotidiano, tiende correspondencias con el espejo del lector, y casi siempre, es el texto el espejo que reinventa nuestra percepción. El confesionario esta armado en los pulsos del deseo y el contraflujo de su negación en un entorno atávico, trazado a detalle por la autora, internando la mirada y la experiencia hasta el lecho de los protagonistas. ¿Cómo vive el ardor del amor sensual quien no conoce los caminos del cuerpo ajeno? ¿Duele más la soledad o el flagelo de la piel prohibida? En esta historia las preguntas son un rezo constante en busca de la bendita respuesta que dicte las caricias correctas, los besos adecuados, la compañía exacta que borre las dudas, o siembre nuevas entre los cuerpos. La narrativa de Guadalupe Nuño es, mas allá de un oficio natural, una apuesta por renombrar los sentidos desde la potencia de su pluma. Leamos.

Raúl Cota Álvarez


Guadalupe NuĂąo

El confesionario


Ese instante que no se olvida. Tan vacío devuelto por las sombras. Tan vacío rechazado por los relojes. Ese pobre instante adoptado por mi ternura. Alejandra Pizarnik

Cuando llovía a cántaros, que era casi a diario, se desmembraban las veredas y el camino a casa, se hacía de difícil acceso para cualquier caminante que quisiera rielar de subida y bajada el monte. Isabel estaba harta. Se imaginaba, en sus ratos de infortunio —que eran muchos—, un mundo plano, sin complicaciones que afrontar. Sólo dos años aguantó en ir y venir en ancas de la mula Chole, con sus respectivos raspones, descalabradas y dolores de trasero, los mismos años que duró su preparación académica de ese entonces. Prefería ayudar a sus papás en los quehaceres del hogar; preparar la arcilla para hacer ollas, jarros y platos de barro, o mezclar con la pala la coacción donde se preparaban los dulces de mango, guayaba y membrillo. Era hija única, le tocó la de perder. Ni cómo echarle la culpa a otro hermano de sus metidas de pata, cuando se le quemaban las mezclas o se le quebraba algún enser de barro.

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—Ya te imaginarás cómo le iba — ¿A caso le metían una chinga de perro bailarín? — Sí. Ya pues, escucha. Donde vivían era una ranchería enclavada en la Sierra Madre Occidental, donde habitaban en su mayoría viejos y mujeres abandonadas por sus hombres e hijos, llorando las soledades y alejados del trajín de la ciudad. Sólo que en San Juan de los Membrillos no era desértico. Ahí no ladraban los silencios. Se dedicaban, pues, a elaborar enseres de barro y dulces típicos, artículos que vendían al cura del pueblo más cercano y a las tienditas de abarrotes de sus alrededores. Irremediablemente tenían que bajar de la sierra cada que era necesario, así que a la Chole le tocaba la batalla de bajar repleta de colguijes a más no poder. De regreso los dueños se iban turnando para treparse a las grupas de la pobre mula, así como el cuento: “El viejo, el burro y el niño”. —Aaaah sí, recuerdo ese cuento, lo leímos en la primaria. —Mira pues, déjame continuar.

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Los papás de Isabel fueron criados a la antigua, así que ella también. Lo increíble era que, cuando cumplió los doce años, aún no había visto un cuerpo a flor de piel que no fuera el suyo. Y la idea de tener conocimientos de anatomía y fisiología humana ¡ni pensarlo! Tan es así, que no sabía que a las mujeres a partir de la pubertad les tenía que bajar la regla cada mes. Eso jamás se lo dijo su madre, menos su padre, según ellos era pecado hablar de esas cuestiones. Además ellos decidieron no hablar de ello, porque cuando nació sintieron repulsión, porque había nacido mujer, y ellos querían que fuera un hombre formal y fuerte. — ¿En serio Don Pancho, no querían a la tal Isabel? Eso es discriminación. —Pues sí, así era, no la querían, y sí es discriminación, ya pues, no me interrumpas. Me cortas el hilo de la historia que te estoy leyendo. —Siga, ya no lo interrumpiré. Se lo prometo. Palabra de hombre. —Está bueno pues, ya rugiste. Antes de irse a la capital, el párroco del pueblo les ofreció a sus padres que la enviaran al convento de la Congregación de las Carmelitas Descalzas, en Oaxaca, para que continuara sus estudios, después podía decidir si quería tomar los hábitos, pues la producción y venta de sus productos habían bajado. Para eso Isabel ya tenía trece primaveras.

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Sus progenitores sabían de antemano que esa decisión era lo mejor para ellos, por eso aceptaron llevarla con la respectiva recomendación del cura. Así que la madre superiora la aceptó sin oponerse. La encaminó a su celda y le dio las llaves. Le remarcó el reglamento y los horarios del convento. En el transcurso le mostró las instalaciones. Y le dijo que la esperaba a misa de 6, que fuera puntual, que se bañara y se vistiera con la ropa que estaba en el armario y la colocada en la silla. Isabel abrió la puerta con impaciencia. Entró. Dirigió su mirada hacia el crucifijo de madera labrada, colocado en la pared, arriba de la cabecera de la cama. Después se arrodilló con premura, lastimando sus rodillas por capricho. Su llanto dio tumbos en ese instante. Sus pensamientos eran laberintos. Echarse para atrás, era tarde. Sus padres la habían dejado ahí, —era por su biendijeron—.

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Se levantó como pudo, caminó dando vueltas en la habitación. Se metió al baño. Se dio una ducha; empezando a lavar su cabellera con movimientos exagerados, como quisiera arrancarla de un jalón, después el estropajo lo hizo pasar por su piel sin misericordia, más en los genitales. Seguía llorando de sentimiento y dolor. Quería desaparecer, no estar ahí. Cuando se terminó de bañar se dirigió al armario, tomó del cajón la ropa interior que era de un blanco jamás visto por ella, sonrió, y se la puso con lentitud, disfrutando su suavidad, después se vistió con la túnica que estaba colgada en la silla.

Una vez lista. Salió de su habitación, caminó trémula por el pasillo. De repente al salir al patio se topó con un veintenar de mujeres vestidas con los hábitos de color café, diferentes al de ella; caminaban en silencio, en fila y de prisa. Sólo la voltearon a ver de reojo. Apresuró su paso para poderlas ver mejor, en especial a una chica que sintió que la cara se le puso roja (al verla solamente), cosa que no comprendía en ese momento.

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Isabel era ingenua desde niña, y no se diga en la adolescencia. Cuando vio a la hermana Mariana toda manchada de sangre en la parte trasera de su hábito, a la altura de sus nalgas, se asustó mucho. Ella sin sorpresa le dijo: “Es normal. A todas las mujeres nos baja desde que a Eva y Adán los expulsó mi Padre Santísimo del propio Paraíso, ¿qué no sabía? “No hermana”, contestó Isabel apenada. Al cumplir dieciséis años, Isabel empezó a sentir una fuerte atracción por las hermanas Ana, Diana, Isadora y Maribel. Casi no les hablaba, pero le gustaban. Sin embargo, Mariana le encantaba porque, le parecía única. Le fascinaba contemplarla de pies a cabeza. Cuando cerraba los ojos la soñaba desnuda. Por eso, a todas horas le pedía a Dios que le quitara esos pecaminosos pensamientos. Pero, sus plegarias eran en vano, pues seguían haciendo presa de su alma. Un día despertó, húmeda y con esa cosa altiva. ¡Cuánto se asustó la pobre de Isabel! Presentía que aquello no era normal. Oró bastante para que nunca más pasara. Pero Dios jamás la escuchó. Ella no entendía por qué esa cosa seguía haciendo de las suyas. Cada vez que estornudaba o corría, le salía aquello de entre sus muslos, como por arte de magia. Rápido iba al sanitario para acomodársela, tal parece que con los años le iba creciendo, en vez de que se le quitara. Luego cuando le sonreían o la abrazaban las religiosas, esa parte de su cuerpo, se levantaba sin querer.

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Se sentía incómoda, desolada. En ese tiempo no quiso platicar con nadie, le daba vergüenza. Por eso los viernes de confesiones le daban terror, sólo le platicaba al padre puras trivialidades o mentiras. Llegó el día de la ordenación de Isabel. Sus padres no asistieron, porque desde ese día que la dejaron ahí, nunca más volvió a saber e ellos. Ella estaba triste e insegura de su vocación por lo que le estaba pasando, pero siempre se decía a sí misma: “Ya pasará. Mi padre Santísimo está conmigo”. Sabía que Dios estaba con ella, se reflejaba en su comportamiento. No era rebelde. Acataba todas las encomiendas de sus superiores. Además no tenía otra opción. No tenía a donde ir, si decía la verdad. Sabía que era diferente a las demás hermanas, a pesar de que era lampiña, comparada con el padre Nicanor que tenía barba y bigote y vellos por donde sea, eso la hacía dudar (no tener vellos). Pero luego su voz se le engrosó, y no le había crecido el pecho, ni bajado la menstruación, además, esa parte de su cuerpo le había crecido.

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Aunque, lo fuera de serie, y a pesar de su origen, Isabel puso empeño durante esos diez largos años de preparación; estudió latín, hebreo, teología, los cánones de la iglesia a través de la biblia, sus misterios y su interpretación, sobre todo a la vida contemplativa, misionera y sacrificada. Porque hubo varias hermanas que no aguantaban, el encierro ni la vida disciplinada que se requería para ser una buena religiosa. Hubo casos en que los padres llevaban a la fuerza a las jóvenes, aunque después generalmente se escapaban con sus amantes e inclusive varias en que ya iban embarazadas, por lo que nadie tenía que comentar, sólo mandaban hablar a sus padres y se las llevaban a esconder a otro sitio. Aunque habían otros casos en que ahí mismo tenían a sus hijos y posteriormente entregaban a los recién nacidos a sus abuelos. Bueno, eso es lo que les hacían creer que ocurría. Con el trato diario Isabel se enamoró de Mariana; una chica tierna, apiñonada, morena de ojos azul agua, siempre tan amable y dispuesta a ayudar al prójimo, hacía una comidas y postres riquísimos, cualquiera se hubiera enamorado ella.

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Una noche de luna llena, Isabel escuchó a lo lejos los lamentos de Mariana, al principio pensó que se estaba flagelando. Todas lo hacían para redimir sus pecados, sobretodo Isabel, quien sentía que el pecado había llegado, desde que esa parte de su cuerpo había crecido como un maligno tumor. Su espalda era una sola llaga. Esa vez Mariana se quejaba a gritos, entonces ganó el impulso, Isabel tocó su puerta, despacio con temor. No estaba permitido visitar los dormitorios de las demás hermanas, mucho menos por las noches. Eso a ella no le importó. Fue: — ¿Está bien, hermana Mariana? Mariana abrió la puerta con dificultad. Balbuceó: —Sor Isabel, tengo un dolor que no aguanto. — ¿En dónde? —Aquí, mire. Tengo una bola —al mismo tiempo se levantó la bata, mostrándole su desnudo vientre. Sor Mariana sudaba a morir, mientras Isabel se puso nerviosa, pues nunca en su existencia había visto un cuerpo así. Enseguida, Mariana tomó la mano temblorosa de Isabel y la llevó a su abdomen. Isabel pudo comprobar que, efectivamente, tenía una protuberancia inaudita. Y su piel era el fuego del mismísimo demonio. — ¡Ave María Purísima, sangre de Cristo, ayúdala! —entonces salió de prisa, rumbo a otra celda. ¡Hermana superiora, Sor Mariana hierve en temperatura y tiene un acceso en el vientre!

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— ¿Y usted, cómo sabe, hizo caso omiso de las reglas? — ¡Es que gritaba de dolor! —Bueno, ya. Vaya corriendo por unos lienzos de algodón mojados en agua fría. Allá la espero, con Sor Mariana. Al salir Isabel, la hermana superiora señaló con enojo para sí misma: “Estas muchachitas que no aguantan nada; ya no las hacen como antes.” Isabel rápidamente sacó agua del pozo, que estaba tan tremendamente helada que hasta las manos se le entumieron. Después la vació en una olla de barro que había tomado de la cocina y sacó de su armario los lienzos. En un santiamén ya estaba en el dormitorio de la hermana Mariana. Entre las dos le bajaron la temperatura mediante compresas en la frente y en el estómago. Mariana no reaccionó en ese momento. —Tú te encargarás de velar su sueño —le dijo la superiora a la muchacha en pie—. Rezarás por ella mientras amanece y llamamos al médico, porque ahorita ni loco se levanta. Además hay que levantarse temprano para el rosario de las cinco. La joven e inexperta enfermera sintió una horripilante angustia. Mariana se le moría. A solas con ella, en un arranque de desesperación, le confesó lo mucho que la amaba. Que no la dejara.

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Mariana alcanzó a escuchar, lo supo porque abrió sus ojos, la miró, la miró y volvió a mirar, y con la poca fuerza que le quedaba, estiró sus brazos para que la abrazara, Isabel la abrazó, le besó las manos, el rostro, rozando sus labios con los suyos. Mariana a pesar de su agonía, pidió que la besara en los labios. Entonces Isabel juntó sus labios con los suyos, queriendo succionarle todo el dolor que sentía. En aquel momento el instinto se desbordó sin poder evitarlo, sus pieles eran nubes entrelazadas de fuego y hambre de sentir. Después, llegó el silencio que arde. Isabel al reaccionar, se flageló como nunca, utilizando un mecate con púas. Oró eternidades, pidió perdón con desconsuelo a Dios, toda la noche y parte de la madrugada. Sin embargo, el corazón de Mariana dejó de latir a eso de las cuatro de la mañana. Los días posteriores a su muerte fueron un infierno para Isabel. Por todos los rincones del convento veía a Mariana. Por todas partes olía su aroma de rosas. Por las noches estaba ahí besándola dormida… Ya sin Mariana no tenía sentido ocultar la verdad. Llegó por fin el viernes. Isabel quiso ser la primera en confesarse. Se acercó al reclinatorio, su cuerpo temblaba. El padre abrió la ventanilla y al mismo tiempo que le dijo:

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—Ave María Purísima. Isabel contestó al momento: —Sin pecado original concebida. —Bien, hermana Isabel, creo que si no tiene pecados como otras veces, no es necesario que esté aquí. —Se equivoca padre. Esta vez sí tengo pecado grave. —Dios mío, no puede ser, me sorprende en demasía. —Padre yo me acuso de… Empapada en llanto confesó su historia. El padre Nicanor quedó mudo poco más de media hora. Inmediatamente después se levantó del reclinatorio, mandó llamar a una partera y a un médico de su entera confianza. Ese mismo día, con todo y pena, le revisaron sus partes nobles. Así, casi a la fuerza, pudieron comprobar su condición. Al día siguiente la desdichada muchacha salió del convento. Iba con unas pocas monedas en las bolsas de sus pantalones… — ¡Achis, achis, los mariachis! ¿A poco usted, don Pancho, cree en ese cuentito que me acaba de leer? ¿Acaso conoce a la mujer que se convirtió en hombre? —Sí; y sé más. Regresó a este su poblado hecho un machito. Nadie la o lo reconoció; es más, tuvo hijos con cuanta mujer se le atravesó. Mira, Cirilo, ya no me hagas hablar.

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—Si ya habló, ahora suelte la sopa de una vez. Dígame quién es… —Es lo único que te puedo contar. —Qué culebra es usted, don Pacho. —Ya vete, porque tu mamá ha de estar bien preocupada. ¡Úchale! — ¿Usted conoce a la mujer que se convirtió en hombre? —Nada más quise que supieras que tengo mucha imaginación, ¡menso! —Soltó una abierta carcajada—. Te la creíste, muchacho baboso. Te vacilé bien y bonito, ja ja ja. El mentado Cirilo se alejó rascándose la mollera. Don Pancho se duchó con la intensión de liberar su humor. Al salir del baño, envuelto en una toalla, se paró frente a su ropero, lo abrió y se puso loción. Tomó, con sus manos temblorosas, una cajita de terciopelo escarlata. La abrió con delicadeza, sacó un rosario de plata. Al tiempo que lo besaba se lo fue rozando por toda su desnuda piel, invocando con entrecortada voz: — Mariana, Mariana, Mariana…

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Próximos títulos:

Siempre se salvan las palabras de Jorge Alejandro González Rubio Rivero

El espejismo de la felicidad de Conrado Mendoza

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EL CONFESIONARIO se terminó de imprimir en septiembre del 2017 en la ciudad de La Paz, B.C.S. La edición estuvo al cuidado de Raúl Cota Álvarez y la autora. Se tiraron 300 ejemplares para publicar en Cuadernos de la Serpiente: revista_cascabel@hotmail.com visita: www.proyectocascabel.blogspot.com


16 Guadalupe Nuño (Guadalajara Jal. 1966) Licenciada en Ciencias Políticas y Administración Pública por la UABCS. Ha sido juez en eventos culturales. Ha realizado presentaciones de libros y ha expuesto su obra y performances en diversos encuentros de escritores y espacios culturales. Ha participado en talleres de creación literaria dirigidos por: Marta Piña, Ana Rosshandler, Kenny Fitzgerald, Arturo Medellín, Rubén Rivera, Publio Octavio Romero, Raúl Cota y Felipe Lomelí. Actualmente es miembro del “Taller de la Serpiente” tutelado por Raúl Cota Álvarez. A participado en el libro "Rumor como de brisa" muestra de taller de poesía de UABCS (1995), en la antología de mujeres escritoras sudcalifornianas "A sus libertades Alas" (2007), coautora de “Dellirium” en marzo de 2012. Antologada en la obra: “Verdad y belleza. La poesía en Baja California Sur” del Mtro. Publio Octavio Romero (2014) y la publicación en carteles impresos gracias al apoyo del PACMYC (2014) y ha escrito poesía y cuento en diversas revistas locales.


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