El rayo verde Nº 6

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ISSN: 2172-0215

E L R AYO V E R D E

Apuntes cinematogrรกficos Nยบ 6. Mayo 2012



Editorial

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“A buen fin no hay mal principio” El último verano

DESTELLOS

7 El silencio sellado La mitad de Óscar

8 29 de febrero de 2012 Año bisiesto

13 La leyenda del tiempo Los pasos dobles

30 Palabras de un hombre incómodo

19

47 Woman on the Beach Vivir para jugar

61 Histoire(s) du cinema Oki’s Movie

71 Los 10 mejores directores de fotografía

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52 Misterios de Hong Sangsoo

62 Lo bueno de las cosas Hahaha

75 Entrevista a Jesús Mora

En el principio era la palabra

41 El futuro del cine es Hong Sang-soo

58 Centauros del desierto La puerta del retorno

65

78

DOSSIER

29 La infancia de Iván

42 Las permutaciones Hong Sang-soo

60 El pasado imposible La mujer es el futuro del hombre

66 Cineastas para el siglo XXI (III)

HISTORIA(S)

49.° Festival Internacional de Cine de Gijón

17

25

63 Copia certificada The Day He Arrives

11

16

56 Atlas Hong Sang-soo

“It´s our show” Tournée

Asghar Farhadi, una dislocación Nader y Simin, una separación

Nostálgica inocencia El ilusionista

40 La palabra como imagen

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10 El goce estético del folletín Misterios de Lisboa

23 La dictadura de la palabra Politist, adjetiv

Palabras en el viento

Los límites del encuadre El extraño caso de Angélica

15 Notas para pensar un cierto realismo El niño de la bicicleta

η λέξη (Ordet)

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9 Elogio de (aquel rostro de) Sandrine Bonnaire A nuestros amores

14 Amor urbano: tan cerca... tan lejos Medianeras

18 Palabras

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S U M A R I O

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Recomendación de libro. Cuadro crítico

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EDITORIAL

editorial

Estamos de vuelta. No ha cambiado nada para que todo sea diferente. Mantenemos las mismas secciones y potenciamos por partida doble nuestro dossier. Por una parte, estudiamos lo que todavía se conoce como “palabra” dentro de un mundo saturado de imágenes, donde los cuerpos solo parecen reaccionar ante los estímulos ofrecidos por los diferentes tipos de pantallas que gobiernan el espacio visual. Cuerpos que, además, se empeñan en ir reduciendo su lenguaje hasta los 140 caracteres que impone la comunicación a través de las redes sociales. Por otra, apostamos por Hong Sang-soo, cineasta coreano con el que nos hemos encontrado por primera vez este año, y uno de los grandes exponentes del cine de nuestra contemporaneidad. Aprovechando el acontecimiento, nos acercamos a su filmografía intentando describir algunos de los secretos que guarda celosamente. Estos dos dossiers se presentan como los cimientos sobre los que pretendemos profundizar aún más en el hecho cinematográfico. Por primera vez, nos acompañan en nuestra aventura especialistas cinematográficos como Faustino Sánchez, Nacho Cagiga, Marla Jacarilla y Aarón Rodríguez. Solamente podemos estarles agradecidos por los excelentes textos que nos han regalado y la claridad que ofrecen con cada uno de sus puntos de vista. Como también debemos estarlo con Shangrila Textos Aparte, editorial amiga que ha venido ofreciéndonos una ayuda impagable, entre otras muchas cosas, promocionándonos en algunos de sus monográficos, como en el excelente volumen que ha dedicado recientemente a la figura de Nicholas Ray. Por delante quedan 80 páginas. El rayo verde ha engordado notablemente respecto a números anteriores. Sin embargo, este aumento cuantitativo en la extensión también viene acompañado de uno cualitativo: además de para ser leída, la revista está concebida para ser mirada. Nos adentramos por primera vez en un pensamiento entre imágenes, que iremos desarrollando en sucesivos números, para que no acaben siendo un mero acompañamiento de los textos. Por delante queda…

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EDITOR:

Ricardo Adalia Martín.

IMPRESIÓN:

Sandoval

EQUIPO DE REDACCIÓN:

Fernando Méndez. Gustavo González. Roberto Martínez. Juan A. Miguel. José Miguel Burgos Mazas. Ricardo Adalia Martín. Carmen Hurtado González. José María Merino.

ISSN:

2172-0215

DEPÓSITO LEGAL:

P-81/2007

COLABORADORES:

Nacho Cagiga. Marcela Jordá. Aarón Rodríguez. Faustino Sánchez. Mª Jesús Izquierdo. Fernando Asensio. François Augiéras.

CORRECCIONES:

Carmen Hurtado González.

EDITA:

Cine Club Calle Mayor C/ Mayor, 32 – 3º Dcha. 34001. Palencia.

CORREO ELECTRÓNICO:

elrayoverde@hotmail.com

VERSIÓN ELECTRÓNICA:

http://revistaelrayoverde.blogspot.com/

Revista El rayo verde Foto de portada: El extraño caso de Angélica (Manoel de Oliveira, 2010)

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DESTELLOS


DESTELLOS

“A buen fin no hay mal principio” El último verano (Jacques Rivette, 2009) Roberto Martínez Carrancio La cámara mide al milímetro las entradas y salidas de los protagonistas; ofrece el encuadre, la distancia y la perspectiva adecuadas para darles su espacio y nos deja admirar las vistas desde el nuestro. Los planos medios y largos, los movimientos de cámara, las palabras, las pausas, los silencios y la función parecen haber salido de un Rivette nada crepuscular, aderezado de instintos, capaz de hacer lo que hace aún con los ojos cerrados pues el resultado sería el mismo: la simplificación y perfecta sincronía del espectáculo, fuera y dentro de la carpa de un circo decadente, epicentro de las vidas y convulsiones de unos artistas que se mueven por la zona de Languedoc. Rivette no necesita guión, lo que no quiere decir que trabaje sin historia, ideas o un estudio inteligente sobre el que se soportará cada escena de la película. No debiera llamarnos la atención, por tanto, que el texto nos llegue firmado por nada menos que cinco autores: el propio Rivette, Pascal Bonitzer, Christine Laurent, Sergio Castellitto y Shirel Amitay. El lugar del rodaje, el entorno del Pic Saint-Loup, a veinte kilómetros de Montpellier, muy cerca de donde rodó La bella mentirosa (1991), debe su nombre a una antigua leyenda romántica de la Provenza. Los tres pretendientes de una princesa van a las cruzadas y, a su regreso, comprueban que ha muerto. Erigen eremitas en su memoria y cada uno enciende una hoguera que solo se apagará con sus muertes respectivas. La última en apagarse fue la del ermitaño Loup. A la sombra de esa historia, Rivette nos cuenta la suya. Ahora será Jane Birkin, protagonista de aquella Bella mentirosa, la princesa que no puede volver a arrancar. Del coche, al inicio de la película, se encargará una suerte de caballero andante que dice marchar hacia Barcelona. ¿Quién es? ¿La huella que de repente aparece en la arena y nos demuestra que la isla no está abandonada? El actor italiano Sergio Castellito, Vittorio, acude en su ayuda y, sorpresivamente, no se marchará hasta que no arregle el problema verdadero: el del dolor y la culpa que la expulsó de su territorio a la muerte de su amante. Una escena, la de Kate/Jean Birkin frente a la tumba de su amado, representará el diálogo liberador y el regreso a casa, homenajeando de paso a John Ford en La legión invencible (en ese caso será John Wayne quien dialogue frente a la tumba).

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El extraño, Vittorio, caballero vestido de blanco, es el catalizador que ayudará a romper las reglas impuestas dentro del grupo, alguien que salvará el honor de unos payasos que no hacen reír a los escasos espectadores que pagaron la entrada y que, en contra de su voluntad, llegará a actuar en la pequeña pista circense. Allí sustituirá a uno de los artistas en el número que hemos visto desarrollarse durante toda la película, en cámara fija pero fragmentariamente. Un número clásico con visos de absurdo, de Beckett pero también de Keaton y Tati, sin más instrumentos que una silla, una pistola y un maletín lleno de platos para romper. En su actuación lo dirá bien claro: “Soy Don Quijote”. En ese momento lleva sólo una mitad del rostro pintada de blanco, mientras que la otra permanece al natural. No hace falta recordar que “máscara”, en latín, significa “persona”. Él no lleva toda la máscara porque tampoco es miembro del grupo; es un extraño que escucha, responde y dice en un momento de la película: “Todos los dragones de nuestra vida quizás sean princesas afligidas deseosas de ser liberadas”. Vittorio finalmente no solo hará que Kate se enfrente de una manera literal a la memoria y al dolor, sino que engrasará además el estatismo y la suciedad cotidiana del grupo para que en el engranaje sus vidas vuelvan a “suceder”. Al final de la película, la más corta de su filmografía, algunos actores también desfilarán y saludarán al espectador atravesando la puerta de la carpa del circo. Uno de ellos incluso citará el título de una comedia de Shakespeare al decir: “Bien está lo que bien acaba”. Enseguida otra protagonista pregunta a Vittorio: “Y bien ¿vas a echar raíces aquí o vas a decir adiós?”, a lo que el caballero andante responde riendo: “Voy a decir adiós”. Nos despediremos con una imagen similar a la inicial, pero esta vez con la luna llena ocultándose en el cielo de la noche: la de las montañas cercanas en donde transcurre nuestra historia. El gran mérito de Rivette es hacer que en el circo o el teatro, como en la vida, las cosas difíciles se tornen fáciles, porque con su experiencia nos dice… que siempre hay un lugar donde todo es posible.


El extraño caso de Angélica (Manoel de Oliveira, 2010) Juan A. Miguel

DESTELLOS

Los límites del encuadre “No creo en espíritus, creo en fotografías”. Franco Fontana A una edad inusual, no solo para hacer películas sino para estar vivo, Manoel de Oliveira da la impresión de querer efectuar una operación de búsqueda que consiste en aislar, en el espacio y en el tiempo (también en el encuadre), lo que normalmente se pierde y se mezcla en la infinidad de los detalles; un trabajo de limpieza, de extracción de elementos esenciales de la totalidad para así hallar una unidad armónica mediante la supresión de todo lo que pueda ser estorbo. El extraño caso de Angélica es un viejo proyecto aparcado por Oliveira desde 1954 que cuenta una historia basada en un suceso vivido por el propio realizador, quien tuvo que realizar hace muchos años, y a petición de la familia, el retrato del cadáver de la prima de su esposa. En la película, Isaac (Ricardo Trêpa) es un fotógrafo sefardí de un pueblo vinícola a orillas del Duero que recibe el encargo de fotografiar a Angélica (Pilar López de Ayala), una joven recién fallecida a los pocos días de casarse. El extraño caso de Angélica es, sin duda, una de las obras más extrañas y atípicas del maestro portugués. Esta película no es únicamente, como puede parecer, una historia de fantasmas, una reflexión sobre el amor absoluto o sobre el pasado y el presente, o una reivindicación de un cine pretérito, sino, sobre todo, un clarividente estudio sobre la imagen, que a partir de la fotográfica incluye, por extensión, la cinematográfica. Oliveira “encierra” a sus personajes en unos perfectos encuadres que, aunque delimiten la imagen, no son el confín metafísico que anula el sentido de la historia y la complejidad de las cosas. En las fotografías que realiza Isaac, el corte, introducido por la presunción de otras realidades circundantes, proporciona al objeto fotografiado (en este caso, a una joven y bella difunta) una firmeza creadora de esplendor inusitado; una firmeza situada en el encuadre, como bien diría Archille Bonito, “con un código emblemático propio que oscila entre la memoria y la resplandeciente instantaneidad de la visión”.

El extraño caso de Angélica es una historia de encuadres en la que el protagonista y, por extensión el autor, descarta todo aquello que no puede ver o reproducir a través de su objetivo (o de sus fotografías). En este film es imposible no acordarse de Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1996), ya que ambas películas muestran una búsqueda similar, aunque lleguen a conclusiones diferentes. Carlos Losilla apunta con acierto que, mientras que el fotógrafo de Antonioni contempla sus imágenes en un traveling para encontrarse finalmente con la abstracción, el de Oliveira, en una de los mejores travelings vistos últimamente, observa sus fotos puestas a secar en un alambre, lo que provoca un extraño efecto de montaje interno en el mismo plano en que los campesinos parecen excavar la materia muerta del cuerpo de Angélica con el fin de extraer vida[1]. En las dos películas, mediante el estudio de la imagen, se toma la fotografía como elemento de revelación; a partir de la fotografía, la imagen cinematográfica se desarrolla y la realidad parece imponerse como evidencia. Lo fantástico en el mundo real adviene a través de lo metafísico, por la materialización del espíritu (son elocuentes las charlas sobre la materia que tienen lugar en la mesa de desayuno). Manoel de Oliveira, metafísico fehaciente, no cesa de cuestionar con sus imágenes modestas y mágicas la diferencia entre el cuerpo y el alma, la frontera entre el presente y la eternidad. El extraño caso de Angélica nos deja, además, uno de los planos más enigmáticos de la filmografía de Manoel de Oliveira, un plano fijo de un periquito, un gato y el ladrido lejano de un perro que nos recuerdan una antigua cita del maestro portugués: “Me gustaría explicar que entre una foto fija y un plano fijo hay una enorme diferencia. Y que cuando no ocurre nada, también ocurren miles de cosas”. [1] LOSILLA, Carlos. “La sonrisa del fantasma”, Cahiers du Cinéma España, mayo, 2011.

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DESTELLOS

“It´s our show” Tournée (Mathieu Amalric, 2010) Carmen Hurtado González “It’s our show” (“Es nuestro espectáculo”), le espetan en varias ocasiones las artistas del Nuevo Burlesque al supuesto protagonista Joachim Zand (representado por el propio director Mathieu Amalric). Una troupe de bailarinas norteamericanas —actrices que se representan a sí mismas y creadoras de los números musicales que vemos en la película— está de gira por Francia de la mano de su productor, un francés que emigró muchos años antes a Estados Unidos y anhela regresar como un rey al país natal del que huyó dejando familia y muchos enemigos. La cámara oscila entre seguir los vaivenes y las actuaciones de las bailarinas o acompañar a Joachim por su descenso a los infiernos. Es el país en el que nació; desea sentirse amado y ser profeta en su tierra acompañado por unas mujeres voluptuosas, inteligentes, fascinantes y cautivadoras. "France will love you" ("Francia os va a amar"), no cesa de repetirlas. Pero los enemigos que dejó son poderosos y las heridas profundas siguen abiertas; en vez de elogios recibe, literalmente, patadas y puñetazos a manos de su hermano. La cámara lo sigue en las escapadas a su pasado, de las que vuelve cada vez más humillado, y en las vueltas al seno de un grupo de mujeres que salen a la vida y al escenario con la valentía de las almas que no deben nada a nadie. Él no es el protagonista, sino tan solo la excusa para mirarlas, mostrarlas y aprender a amarlas. Las protagonistas son ellas, en el escenario y fuera de él. En el escenario, son mujeres que muestran sus cuerpos —delgados o entrados en carnes, jóvenes o con muchos años encima— con una elegante impudicia en números cargados de sensualidad y sátira, ideados con un sentido del humor inteligente y reparador que cautiva tanto a hombres como a mujeres. Estas artistas le dan plenitud al cuerpo, a la vez que redefinen el sentimiento femenino. Hay una escena reveladora en que varias bailarinas observan desde bambalinas junto con el productor el número de una joven con un cuerpo esbelto envidiable. Es un striptease común: silla de madera, ropa de encaje negra, música insinuante y una chica bonita desnudándose. Mientras la miran, todos se preguntan si esta vez se animará a quitarse el sujetador. Dirty Martini, una rubia de

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carnes muy voluminosas, con muchos años encima, dice: “It takes time to love one's body" ("Lleva tiempo aprender a amar al propio cuerpo".) Dirty Martini podría ser una gorda grotesca en la calle, pero cada noche se desnuda sobre el escenario con una gracia, una sensibilidad y una ligereza que despiertan nuestra admiración. Fuera del escenario, siempre entre risas y carcajadas que dejan patente una sensibilidad a flor de piel y una empatía con todo lo que sucede a su alrededor, nos enseñan a vivir cada instante con una plenitud sin concesiones. El champán y las ganas de divertirse no reflejan una huida vacía en pos de la nada, sino más bien todo lo contrario: son la expresión de un fuerte deseo vital de celebración y de un respeto abrumador por su propia manera de sentir. A lo largo de la película nos enseñan a reír, a acompañar la tristeza ajena, a mostrar la nostalgia y el dolor propios "within the limits of dignity" ("dentro de los límites de la dignidad", como dijo Leonard Cohen en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias), a dormir a un niño, a hacerse cargo de la propia sexualidad, de la propia vida, de los sentimientos que albergamos. Al final de la película, la bailarina Mimi Le Meaux —una rubia de estilo Marilyn Monroe tatuada de pies a cabeza— se encarga de rescatar al productor del maremoto vital en que está atrapado. Sabiendo que no saldrá ilesa, se lanza a las aguas en busca de Moby Dick y se deja atravesar por la potencia de la honestidad más absoluta. El amor redime, por lo que Joachim, el afortunado amado, vuelve a la vida rendido, feliz y aliviado.


La mitad de Óscar (Manuel Martín Cuenca, 2010) Carmen Hurtado González Solamente al final de la película entendemos lo que el director nos revela ya en el cartel anunciador a modo de jeroglífico: la mitad de Óscar es nada menos que su hermana. A pesar de lo inquietante del descubrimiento, lo verdaderamente valioso de este film es la caracterización del mundo interior de ambos personajes. Podemos decir incluso que el protagonista, más allá de los propios personajes, es el secreto a voces que ha devorado sus vidas y los ha condenado a una reclusión forzosa en lo más profundo de sí mismos. El director nos muestra la vida anodina de un personaje que está solo, trabaja como vigilante en una mina de sal abandonada y apenas habla. Su único nexo con algún tipo de mundo afectivo son las visitas a un abuelo postrado en cama que fallece casi al principio. Al entierro acuden su hermana —con la misma parquedad de palabras y frialdad afectiva que el personaje principal— y su pareja, un abogado francés que viene a ser el tercero en discordia, la representación del mundo exterior a las mentes de hermano y hermana. Recuerdo, con el mismo estupor que él muestra en la pantalla, el momento en que su pareja —la hermana— le comunica como por casualidad que sus padres murieron en un accidente de avión. ¿Cómo puede ser que haya omitido ese detalle a la persona con la que —lo sabremos después— va a tener un hijo? Tercero en discordia que queda patente al final de una larga escena en que los tres se pierden y se encuentran por los cerros de Almería. Al empezar la caminata, el grupo avanza junto. Al poco tiempo, el hermano se aleja. Poco después, la hermana también se aleja y abandona a su pareja. Durante la mayor parte del tiempo, la cámara sigue a la hermana, que a ratos se ve atrapada por los remolinos de viento que surcan el paisaje. Es una escena larga; una fotografía envidiable; un entorno magnífico. Pero ¿qué nos está mostrando el director? Al final de la escena, vemos desde lejos al hermano de pie en la orilla de un inmenso mar que parece salirse de la pantalla y entrar en la sala. La hermana desciende de los riscos; camina hacia el hermano; a un metro de él, se detiene y fija la vista en el mar. Son dos pequeñas sombras negras ante la inmensidad de un mar espumoso que ruge sin descanso; dos figuras que,

DESTELLOS

El silencio sellado aunque separadas, parecen formar algún tipo de alianza, especialmente cuando vemos aparecer, desde el lado de la pantalla en que nos encontramos los espectadores, al francés, un futuro padre al que nadie llama ni espera y que parece no encajar en la escena. Durante los dos días escasos que pasan juntos, hermano y hermana callan; él busca un acercamiento, ella se escapa. “¿Por qué no os quedáis en mi casa?", pregunta él. "Estamos mejor en un hotel", contesta ella. “¿Por qué no te quedas más tiempo?”, insiste él. “No puedo”, responde la hermana sin dar más explicaciones. En los últimos quince minutos se acumula toda la acción. El protagonista no puede seguir callando; debe hablar con su hermana. Es de noche; se tira al frente de un taxi; discute con el conductor; llega al hotel y se entera de que la hermana ha dado orden de no ser molestada; sale a la playa en la oscuridad acariciando una pistola... En ese momento se nos desvela el misterio que inunda toda la película: hermano y hermana mantuvieron una relación incestuosa y se mudaron a Almería para que nadie hiciera preguntas. Pero, incapaz de mantener su propia verdad, ella se fue a París, de la misma manera que se vuelve a ir ahora. "¿Y si te equivocas?", pregunta él. "Prefiero no saberlo", contesta ella. En la siguiente escena, la hermana y su pareja viajan en coche hacia el aeropuerto. La carretera transcurre por la parte baja de la colina en que se encuentra el hotel. Hay un desvío. Alguien ha caído muerto en la carretera y la ambulancia se lo lleva. La cámara se centra en el rostro de la hermana: los ojos inexpresivos, el semblante serio y la boca sellada. Cuenta el director que rodó la película en cinemascope para dar cabida a la inmensidad vacía en que vive el protagonista, que colocó la cámara no solo en función de la imagen, sino también en función de los sonidos que había en el ambiente. Lo cierto es que, independientemente de lo que pensemos de las escenas finales, no hay mejor forma que la que el director nos propone para retratar el silencio inconfensable en que se han enterrado los personajes principales y las marcas irremediables que dicho silencio ha dejado en el carácter hosco, tenso y huidizo de ambos.

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DESTELLOS

29 de febrero de 2012 Año bisiesto (Michael Rowe, 2010) José Miguel Burgos Mazas bia: el desengaño de su hermano sigue su curso y continúa el sucederse de las mentiras piadosas y los amantes. Su presente, el de México y el del mundo, se dilata tanto que no deja nada fuera. La imaginación de Rowe lo sabe, por eso el mundo puede permanecer encerrado en una habitación cualquiera, en la de Laura o en la nuestra, sin que nadie le pueda reprochar que deje algo fuera. Fuera, en el mundo exterior que tanto se teme, tampoco sucede nada.

¿Qué permanece de las uniones que, amén de lo que diga la inteligencia, se forjan al calor de la sangre? La gozosa pasividad de Laura, la protagonista de Año bisiesto, hace visible la presencia bruta de un suceso al que permanece irremediablemente adherida. Se trata, como sabremos más tarde, de un pasado remoto que golpea su conciencia con la fuerza trágica de lo irremediable. Alude o podría aludir a un hecho traumático. De ser así, la foto de su padre, colocada estratégicamente cerca de su cama, es algo más que un inocente souvenir. Registra la supervivencia del acontecimiento que, por otra parte, nada, ni los intentos por ocultarlo o sustituirlo, logra finalmente disimular. Sus intermitentes pero constantes apariciones revelan la entrega incondicional de la protagonista a aquello que constituye su dato más íntimo. Testimonio de ello es el uso reiterado del plano fijo o casi fijo a lo Reygadas, lo suficientemente lento como para situar en un mismo encuadre dos tiempos aparentemente antitéticos, pero lo suficientemente móvil como para sugerir un presente que no cesa de renovarse. En el vértigo de esta movilidad, todo intento de evocación y, por tanto, toda tentativa de futuro caen en un vacío del que ese lúgubre estudio es metáfora. Encerrados allí no hay posibilidad alguna de distancia con la que olvidarnos y así poder controlar el tedio que preside la vida en las grandes urbes. Frente a la fuerza de esta permanencia, el presente de Laura se deshace. Su trabajo, los contactos y la vida frágil que la rodea ceden su puesto a una masa anodina hecha de helados nocturnos, pijama y aburrimiento, el comienzo del tiempo según Novalis. Sorprendentemente, su vida no cam-

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Por eso, la soledad y su relación con un pasado que se adueña del presente son la moneda de cambio de todos, también la de Laura. Su movimiento arraiga en una verdad contemporánea, casi antropológica, que trasciende toda ubicación y toda cronología: el tiempo. Comprendido como una instancia que pierde y que no retiene, el tiempo, el año bisiesto que excede la cuenta del movimiento de la tierra, ata a cada individuo a su pasado impidiéndole dirigir su propia vida. Laura actúa, pero en ella hablan sus antepasados, la tierra, la ley del cuerpo indígena al que parece irremediablemente clavado, pues en él arraiga el siniestro mandato de la sangre. Coagulada en una imagen fija —la foto—, la sangre se transforma en muerte, una muerte infiltrada en todos los rincones de la casa y a la que solo cabe oponer su deseo. Salvarse es desear la muerte; este es el radicalismo de una mujer común. Los críticos se equivocan cuando entienden el masoquismo exhibido como una expiación dolorosa. Ignoran que el final ensaya una victoria póstuma, no exenta de poesía. Laura ha aceptado como propio uno de los lugares donde es posible transformar el fantasma doloroso del pasado, el miedo y la afectación más propia en un placer incontrolado que va más allá de sí misma. Asumir la sofocante presencia a la que está encadenada —de nuevo la foto— supone que la única manera de gozar de aquello que la supera es mediante un punto situado fuera: su amante sado. Entre ambos, una sucesión de procedimientos de carácter ritual, típica de estos procedimientos, con los que los protagonistas construyen su placer, pueden intercambiar sus roles y sobreviven a la muerte. De ahí la indistinción final: no sabemos si el encierro es una liberación, si la violencia coincide con el placer o si la excepción presuntamente patológica es la norma.


A nuestros amores (Maurice Pialat, 1983) Ricardo Adalia MartĂ­n

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Elogio de (aquel rostro de) Sandrine Bonnaire

Maldita dulzura la tuya

Todos mis pensamientos rememoran tu sonrisa 9


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El goce estético del folletín Misterios de Lisboa (Raúl Ruiz, 2010) Gustavo González Argüello El 19 de agosto del año pasado la muerte sorprendía al director chileno Raúl Ruiz. Dejaba sin acabar Debacle, un proyecto que será rodado siguiendo sus indicaciones bajo la producción de Paulo Branco. Previamente nos regalaba una de las mejores películas del año a modo de testamento fílmico: Misterios de Lisboa, adaptación del folletín del mismo nombre de Camilo Castelo Branco. A semejanza de Carlos, de Olivier Assayas, Misterios de Lisboa se desdobla en dos montajes distintos: por un lado, la serie de seis horas producida para la televisión y, por otro, el montaje cinematográfico de cuatro horas y media. La versión cinematográfica, más condensada, mantiene entre sus aciertos la mise en abyme característica de las narraciones laberínticas como Las mil y una noches. Historias dentro de historias que recogen el anhelo milenario del hombre por narrar, por los relatos orales imbricados unos en otros. La elección de un folletín sentimental decimonónico no es casual en la obra del director chileno. A su gusto por la relación que se establece entre lo literario y lo cinematográfico se unen las posibilidades que un folletín romántico portugués —con su cadencia y dicción particulares— permite establecer con el gusto de la cultura popular, por las narraciones de amores y desamores, por el morbo narrativo de la vida ajena. Al interés por la vida excesiva que se escapa por todos los quicios, por los sueños incumplidos que se muestran y manipulan en los folletines o a través de las imágenes de la película que evitan su degeneración actual: los culebrones. Jugando con el gusto ancestral por las historias, por la narración oral que da lugar a otras historias, y con la pasión sentimental y nuestro morbo por la vida ajena, Raúl Ruiz plantea una extraordinaria experiencia estética en múltiples planos del espectador. Por un lado, satisface nuestro morbo sentimental exacerbado por el imaginario romántico, y por otro, fascina al espectador con una narración extraordinaria gracias a unos personajes de enorme vitalidad y atractivo. Con unos personajes que se sitúan al límite de la credibilidad pero que fascinan con su desvelamiento del pasado tanto personal como histórico, en una cadencia lenta pero implacable. Como el propio Ruiz confiesa, buscaba rodar un folletín “pero con la parsimonia, el tiempo del siglo XIX y de ahí la idea de trabajar en planos secuencias”[1].

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Son esos planos secuencia, laboriosos, trabajadísimos, los que se configuran como el hallazgo mayor de la película. Una explosión de emociones inscritas en una forma contenida y melancólica. Los planos secuencia atrapan al espectador, lo mecen en el torrente de revelaciones y pasiones que desfilan por sus ojos, pero a la vez los atemperan y teatralizan lo suficiente como para que nos los creamos y a la vez nos distanciemos lo suficiente. El gozo estético esta así servido. El espectador se deja mecer por su morbo pasional pero es contenido por la puesta en escena. No hay zooms como en un culebrón, sino fueras de campo, por ejemplo, como en el duelo visto desde la carroza. La sabiduría estética de Raúl Ruiz permite que el final de este espectáculo cuestione de manera radical aquello que hemos estado viendo-disfrutando. La muerte agonizante de Joao/Pedro no permite adivinar de manera cabal si lo que hemos visto es la ensoñación de un moribundo, la creación de un director/escritor enraizado en el romanticismo, o la invención de una biografía por parte de aquel que no tiene biografía o que en sus condición de apátrida no tiene relato del que provenir. Pero sí permite que el propio espectador se cuestione no solo su propia experiencia estética, sino también su propia necesidad de construirse un relato y un pasado a través de la experiencia de Joao/Pedro. Permite cuestionarse asimismo la construcción heredada del amor romántico y de la experiencia pasional romántica que impregna aun hoy en día gran parte de nuestra vida y, por supuesto, del cine, utilizando para ello sus propios mecanismos de sublimación de las diferentes experiencias. Y, sobre todo, permite cuestionar la necesidad del espectador de una ficción pasional que le distancie de la vida real. Aunque quizás nada más real que las pasiones de los folletines. [1] BÉGHIN, CYRIL, “El romanticismo extravagante. Entrevista a Raúl Ruiz.” Cahiers du Cinéma, marzo, 2011, pág. 9.


Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011) José María Merino Medina Hay muchas cosas que no encajan en la aclamada película de Asghar Farhadi, Nader y Simin, una separación (2011), mejor película en el festival de Berlín del año pasado, a pesar de lo meticuloso de su guión, o más bien, a causa de esa cuidadosa construcción de una historia que viene a contrapelo de la realidad política del cine iraní. Sin duda, Farhadi se ha ocupado con meticuloso cálculo de añadir en su guión todos aquellos ingredientes que le dan a su film un aire cosmopolita, moderno, global, que son los que se ganan el mayoritario aprecio del público… en los países occidentales: una separación y divorcio, un problema causado por un enfermo dependiente, una confrontación de clase con una segunda pareja, una diferencia cultural y religiosa que provoca en buena parte el conflicto, dos niñas testigo que se limitan a observar el juego de los mayores y unos funcionarios públicos cuya bonhomía conmueve hasta al espectador más escéptico. La receta parece elaborada “a la demanda”; su oportunismo es demasiado evidente, pues pretende hacernos creer que Teherán es una ciudad del norte de Europa. De hecho, el film apenas se ha visto en Irán, porque su trama ha de sonar por fuerza a la sociedad iraní como un cuento de ciencia ficción estrafalario. El propio Farhadi descubre sus cartas en la atrevida secuencia con que introduce la historia y los personajes, en la que la pareja comparece ante un juez de familia para exponer las razones del litigio que han llevado a Simin a pedir el divorcio de su matrimonio con Nader. La pareja está sentada ante la cámara, situada a la altura de sus ojos, en un plano fijo durante el cual los comparecientes responden las preguntas del juez, cuyo punto de vista lo representa la cámara. En este plano-secuencia, la cámara personifica, pues, al juez, a quien el espectador no llega a ver, y al mismo tiempo deja que el espectador se cuele en la intimidad de la pareja apropiándose de la mirada subjetiva de ese personaje a un tiempo presente y ausente. El resultado es indiscutiblemente de una gran calidad cinematográfica, por más que, como ocurre con el resto de la película, suene a “copia al modo de”. Pero es en este punto donde el espectador puede entregarse al mecano construido por Farhadi o, por el contrario, sentir que se le encienden todas las alertas ante el tufillo a fraude que lo que escucha desprende.

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Asghar Farhadi, una dislocación Para empezar, tenemos a Simin declarando ante un juez de la República Islámica de Irán que tanto ella como su esposo han conseguido un visado para emigrar del país en busca de una “vida mejor”, declaración que no merece ninguna reacción por parte de la autoridad. Justo cuando los directores Mohammed Rasoulof y Jafar Panahi han sido encarcelados por propaganda antipatriótica reflejada en su última película Good Bye, que relata casualmente las duras vicisitudes de una mujer abogada que busca conseguir un visado para salir de Irán. Este grave suceso de censura política, que ha levantado una intensa protesta internacional de la gente del cine, hace sospechar que la película de Farhadi sirve al régimen como mensaje propagandístico sobre la “normalidad” con que cualquier matrimonio de la burguesía de Teherán puede conseguir dichos permisos para abandonar su país “en busca de una vida mejor”. El juez interroga a los esposos con los modos de un consejero matrimonial sumamente comprensivo y escucha con educada atención el corto altercado entre los mismos. Ni rastro de presión política, solo la indagación de los motivos de cada uno de ellos. Simin y Nader habían preparado su emigración y conseguido los visados necesarios, aunque tampoco se dice el nombre del país al que pretendían trasladarse, ni, por supuesto, el juez muestra la menor curiosidad. Esto en un país en el que solo el año pasado se dictaron cuatro penas capitales contra mujeres condenadas a morir lapidadas, uno de cuyos casos fue frenado por el escándalo y la presión internacional. Pero los jueces de Farhadi actúan con impecable asepsia. Entre tanto, los planes se desbaratan, no por una negativa policial o por una persecución judicial, sino porque el padre de Nader se ha convertido en un anciano dependiente a causa de la enfermedad de Alzheimer que padece. Este astuto quiebro narrativo desvía la trama hacia un problema que afecta a muchas familias del mundo entero y pone sobre el tapete las manidas cuestiones morales del deber filial. Dado que su marido no quiere acompañarla al innominado paraíso extranjero, Simin ha recurrido a la solicitud de divorcio. Su actitud queda ya marcada, de manera reaccionaria, como la parte egoísta de esta separación. Incluso se fuerza un diálogo que, al argumento de Simin de que el padre ya no reconoce a su hijo, permite una res-

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DESTELLOS puesta digna del cine patriótico español de los años cuarenta: “Pero yo sí le reconozco a él”. El modo grosero con que se identifica el deseo de emigrar de su patria con una cobarde huida de los lazos y responsabilidades de la familia pone al descubierto el mensaje político de esta historia. Si ya resulta absolutamente extravagante el planteamiento de esta situación ante ese invisible e improbable juez iraní, la resolución negando el divorcio a la mujer no cierra la historia, sino que abre un nuevo camino en su pastoral conservadora y patriotera. Simin abandona el domicilio conyugal, donde deja al suegro enfermo a quien, por supuesto, tenía el deber de cuidar en exclusiva, al abnegado y noble marido que mantiene una dignidad de manual y a una hija adolescente que elige quedarse junto al padre con la esperanza de forzar así el reagrupamiento de la familia. Una vez planteado el melodrama y su moralina obediente con la censura del régimen, Farhadi se entrega otra vez a su pasatiempo favorito: el lento y escabroso desvelamiento del juego de mentiras sobre el que se fundan las relaciones personales y sociales en un país controlado por un severo integrismo religioso y moral. Ya lo hizo en su anterior película, A propósito de Elly (2009), esa imitación sui géneris del cine de Antonioni, en que la madeja de ocultaciones por parte del personaje femenino se va desenredando a golpe de efecto, en otro artefacto narrativo marca de la casa. A partir de este punto, ya no se volverá a mencionar el supuesto elemento central de la historia: la deseada emigración. En el artificioso desarrollo de un enfrentamiento con otra familia, montado sobre un suceso tramposamente escamoteado al espectador (el atropello de la cuidadora del anciano enfermo, que le provoca un aborto) para mantener la atención sobre una maraña de denuncias policiales, sobornos y catarsis final, Farhadi tiene, cuanto menos, la decencia de no provocar un forzado final feliz, con la buena familia de clase media de nuevo reunida en el hogar, retornada la egoísta mujer a sus deberes familiares compaginados con su profesión docente. Creo que en esa decisión está la razón de la buena acogida que el film ha tenido en festivales y mercados internacionales, pues con ella, al igual que ocurre con el plano secuencia inicial, Farhadi da una lección de supuesta modernidad glo-

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bal. Ahora todo se desarrolla en las visitas al despacho de un comisario de policía que resulta un calco del comisario Maigret por la paciencia y ecuanimidad con que lleva adelante su indagación. Finalmente, Farhadi recurre al concurso de su personaje reactivo, Simin, quien, no solo llega a un acuerdo de compensación económica con los litigantes, sino que hace confesar a la mujer generadora del embrollo la causa secreta de su aborto. Con esta fórmula, Simin recupera en buena parte la reputación perdida, pues las convenciones del espectador occidental, para quien se ha construido este armatoste astuto, ya no tragan con la simpleza maniquea del bueno y el malo. Para cerrar esta patraña, el calculador Farhadi, que demuestra un hondo conocimiento del cine europeo, recurre a otro de sus trucos, otro de esos juegos de ocultación a los que se manifiesta adicto, en una brusca secuencia que rompe la linealidad narrativa usada hasta aquí, otra vez en dependencias judiciales, donde la hija es llamada ante el juez para tomar la decisión definitiva sobre con qué progenitor se quedará. Y, claro está, deja al espectador sin respuesta, perfectamente seducido por tal demostración de originalidad. Un cierre digno de la insalvable superchería de esta sobrevalorada película.


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La leyenda del tiempo Los pasos dobles (Isaki Lacuesta, 2011) François Augiéras Desde que llegué a Domme no he visto la claridad del cielo ni un solo día. Lo que es peor, hoy la lluvia cae con una violencia inusitada. Así que desde la misma cueva donde escribí Domme o el ensayo de la ocupación, me dispongo a recopilar los recuerdos de mi último viaje a África. No tenía pensado hacerlo, mi última aventura no ha sido muy diferente a la que relaté en El viaje de los muertos. Pero esta maldita lluvia me impide subir hasta las rocas que se ofrecen como mirador privilegiado para contemplar todo el verdor primaveral de Aquitania, o descender hasta el río Dordoña para dormir arrullado por el sonido de su cauce. En este último viaje he sido negro. Tan negro que he pasado desapercibido entre los oriundos del continente. Desgraciadamente, los soldados franceses que todavía quedan por allí también han logrado mimetizarse. Incluso han hecho creer a los nativos que llevan allí más tiempo y que son sus familiares cercanos. En el campo de entrenamiento militar en el que pasé una temporada, el capitán nos obligaba a llamarle tío. Todo aquel que preguntaba por qué la instrucción consistía en picar piedra era golpeado y torturado haciéndole creer que se hacía por su bien. Puedo dar fe porque yo pregunté y mi tío, además, me dio por el culo e intentó convencerme de que lo hacía por amor. “No hay nada más triste que hacer el amor con quien no te quiere”, me susurró al oído después de dejarme el orificio anal como la bandera del Japón. Aunque bueno, sí existe algo peor; que traten de poseerte cuando te han dejado abandonado en medio del desierto. Mi tío podría haberme matado después de revelarme contra él y todos los que siguen sus órdenes ciegamente. Pero prefirió que muriera asfixiado o deshidratado en medio del desierto. Conseguí sobrevivir, llegué a una ciudad y comencé a escuchar su voz de nuevo. No podía imaginar desde dónde sonaba. Pero sonaba. Entendí que había suplantado a la mía, que mi tío había conseguido colonizar plenamente mi intimidad. Indudablemente, debía librarme de ella y construirme una voz propia. Lo intenté grabando un disco con una serie de sonidos guturales que pretendían ser una especie de pre-lenguaje para las generaciones que me sucedieran. Pero el disco se lo regalé a una prostituta en una noche de pasión. ¿Qué habrá sido de él? Quiero pensar que ha llegado a convertirse en un dia-

lecto de una pequeña región del Cuerno de África. Quién sabe. Después de aquella noche me uní a una banda de carteristas. Llevaba algunos días iniciándome en el oficio. Y lo hice porque ellos también disponían de una ética y un honor en su trabajo. Mal visto e ilegal. Pero trabajo al fin y al cabo. Nos pusimos en marcha con el único objetivo de llegar siempre más lejos. Viajábamos robando como ladrones de guante blanco, ofreciendo a las victimas una oportunidad de evitar su robo si lograban responder a un acertijo. Me encantaba aquella vida poética. Llegamos hasta una montaña cortada. No podíamos continuar con nuestras motos. También nos quedamos sin agua. Tuve que ir a buscarla. Me encontré por casualidad con un poblado donde me tomaron por una especie de dios. Continuaba escuchando a mi tío. Intenté huir trepando a un baobab. Increíblemente me topé con un anciano que llevaba 81 años allí subido. Me ofreció cerveza. Nunca nadie le había preguntado por qué estaba allí desde hacía tanto tiempo. Yo fui el primero y me contó su secreto. Pero no os lo diré; ya sabéis que si no se destruye. Él se bajo y yo ocupé su lugar. Gracias a ese secreto conseguí construir la voz que anhelaba y había ido haciendo, sin darme cuenta, durante mi aventura. Tristemente, solo parecían entenderme los animales. Decidí volver a Francia. En mi regreso me encontré con un extraño hombre blanco que contemplaba el paisaje desde unas rocas. No me dijo nada. Hizo todo lo que pudo para que no cruzáramos las miradas. Se parecía mucho a mí cuando acudo a las rocas situadas encima de mi cueva. También me crucé con un grupo de aventureros que regresaban de un viaje alucinante. Me contaron que habían encontrado el búnker que un pintor había enterrado en medio del desierto. La leyenda decía que había pintado allí su particular capilla sixtina, aunque hallaron sus paredes completamente desnudas. Me quedé bastante extrañado. Hacia mucho tiempo, casi 50 años. Pero juraría que solamente me había dedicado a construir esa leyenda contando historias a aquellos con los que me fui cruzando en mi primer viaje al continente africano. Ha dejado de llover. Me ha enternecido este recuerdo. Creo que buscaré una cabra. Si no la encuentro, me masturbaré.

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Amor urbano: tan cerca... tan lejos Medianeras (Gustavo Taretto, 2010) María Jesús Izquierdo Si escribimos la palabra single en nuestro buscador de internet, nos sorprenderemos de las numerosas páginas que ofertan viajes, actividades, encuentros, contactos, redes sociales... y un sinfín de posibilidades en cualquier punto remoto del planeta si no para remediar, al menos atenuar, el estado de soledad e incomunicación social. Una auténtica pandemia instalada, sobre todo, en el universo urbano. Medianeras, largometraje primerizo de Gustavo Taretto, nos introduce en este mundo de encuentros y desencuentros, proponiendo como escenario una gran capital, Buenos Aires. Emulando la voz en off y las imágenes de Woody Allen en Manhattan, nos guía por un laberinto de calles, edificios, ventanas, tejados, antenas, cables, porteros automáticos... En medio de este caos urbanístico, de este entramado de comunicación que incomunica, va dibujando dos personajes: Mariana y Martín. Hasta no hace tantos años los individuos sin pareja eran vistos como inadaptados en una sociedad que incentivaba, cuando no exigía, formar una familia convencional, pero a finales del siglo pasado este modelo cambió de una forma radical. Apareció el single, personaje que se va revalorizando con el paso de los años. Puede estar preparado social e intelectualmente, incluso ser atractivo y muchas veces envidiado por el resto de los mortales. Mariana y Martín son dos solitarios con ganas de dejar de serlo, perdidos emocionalmente en esta gran ciudad. Taretto, a veces en clave de humor, otras con un sabor amargo, describe cómo cada uno de ellos utiliza los medios que la sociedad actual ofrece. Y son muchos... ¿Quién no se ha apuntado al gimnasio, a la piscina, a clases de... chino mandarín, a un cine club para salir de casa por las tardes y quizá, por qué no, encontrar al hombre o mujer de su vida? Así hace Mariana. Aunque con desidia, se propone practicar natación. De paso tal vez encuentre a su Wally, ese personaje de ficción tan fácil de identificar pero muy difícil de ver, escondido entre los miles de individuos de una gran página en medio de la ciudad. Martín, afectado por una agorafobia tratada, cómo no, por un psicoanalista inútil, se cobija al amparo de las redes sociales para encontrar esa mujer que congenie al cien por ciento gracias al test de afinidad de cualquier página de contactos. Cada uno está refugiado en un micromundo personalizado, adaptado a sus necesidades individuales, en el que luchan por sobrevivir. A lo largo de la película se suceden escenas donde vemos a los protagonistas, vecinos de bloques enfrentados, coincidiendo en situaciones cotidianas, casuales, como la parada del autobús o las tiendas del barrio..., que no consiguen acercar-

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los. Nadie mira a nadie, todo el mundo camina con la vista clavada en una tarea determinada, obviando a quien pasa a su lado. Medianeras no es solo una historia de amor, es un análisis de las relaciones personales actuales en un mundo atrapado en un laberinto de calles y alternativas que puede generar paralíticos emocionales. La tecnología se presenta con un efecto ambivalente. Por un lado, ofrece la oportunidad de ponernos en comunicación con individuos de cualquier parte del planeta y, por otro, roba el contacto con los seres más cercanos. Fomenta el encuentro virtual con familiares y amigos, pero quita tiempo para disfrutarlos. Nos muestra claramente lo difícil que es comunicarse en la era de la comunicación. Los encuentros ocasionales de los protagonistas a la caza del amor se presentan fríos, distantes, parcos en palabras y sexualmente desastrosos. Rematan cada búsqueda con una satisfacción, puramente física en algunos casos, que no llega a culminar nunca. Hay mucho deseo, pero falta la emoción y el calor humano. Esto hace que se aíslen más en su mundo, aunque siempre con la esperanza puesta en encontrar el amor de su vida o seguir intentándolo. Este insaciable deseo se plasma metafóricamente cuando Mariana y Martín abren una pequeña ventana en la medianera de su apartamento. Esa pared, que protege del exterior pero que a su vez aísla, se rompe para dejar entrar un poco de luz, esperanza y alegría en su existencia. A partir de este momento, la película da un giro hacia el optimismo, intuyendo el espectador un cambio de rumbo en las vidas de los protagonistas. Medianeras es una comedia romántica ambientada en un paisaje urbano y gris, con personajes solitarios y entrañables. Es inevitable que nos veamos reflejados en muchas de sus situaciones. Los encuadres y gestos de los intérpretes van alternándose de forma espontánea, con buen ritmo. El director fija los fotogramas a los que quiere dar una importancia especial. La actriz Pilar López de Ayala convence sobradamente en su papel, sobre todo en las escenas más dramáticas, soportando muy bien la cámara. Taretto remata dejando un buen sabor de boca al espectador. Aprovechando las nuevas tecnologías, incluye a Mariana y Martin en un vídeo que "cuelga" realmente en YouTube para publicitar la cinta y que a su vez introduce como colofón en la película. De fondo nos regala “Ain´t no mountain high enough”, un tema de los años sesenta, icono de los enamorados más tiernos. Pero no nos engañemos, cuando nos enamoramos somos así: ridículos pero felices...


El niño de la bicicleta (Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne, 2011) José Miguel Burgos Mazas 1. Depuración y sobriedad estilística al servicio de un tópico cristianizante, esa es la impresión que me domina cuando veo El niño de la bicicleta. Supongamos que esta fórmula, aplicada sobre su último cine, nos da algunas de las claves. La primera, la revaloración de lo humano. Como en El Hijo (2002), se borra la psicología y se imponen los gestos, desaparece el pasado y se muestra sin explicar lo que pasa; como en Rosetta (1999), el meticuloso contraste entre la ruina del entorno y el afán obstinado por la supervivencia llena de intensidad la pantalla. Universo ruinoso frente a voluntad silenciosa, conflicto afectivo —y material— frente a un sabio equilibrio capaz de conquistar una parcela de humanidad. Todo lo adquirido de este modo trata de ofrecer otra vía para frenar la inercia imparable del “sálvese quien pueda”. 2. La segunda, el devenir humano del hombre es algo que nunca cesa y nunca deja de suceder. El imaginario de los Dardenne no deja de repetir la narración de ese mismo proceso una vez tras otra: el devenir sensible de lo violento, la victoria última sobre el instinto de autodestrucción no se funda sobre un lazo de sangre o por la inercia de la tradición, sino por la contingencia misma de lo social, que siempre es móvil e imprevisible. Como suele ocurrir en entornos degradados, son las mujeres las encargadas de hacer ese tránsito. Es el caso de Rosetta, pero también el de Samantha, una madre paciente y fiel a su deseo. Ambas han aprendido una verdad esencial: nuestro contacto diario con la muerte, el yo imposible que somos y que acompaña todas nuestras representaciones, es también nuestra libertad. 3. ¿Pero de qué manera es posible dar cuenta de un ser indefenso como Cyril, cuya procedencia biológica lo lleva sin remedio a la autoaniquilación? No dejándose llevar por la fuerza de lo inmediato —en el caso de Cyril, el vínculo con su padre— es posible renunciar a un cierto narcisismo y forjar una comunidad de sentido. Para lograr este segundo objetivo y dar con una existencia libre, los Dardenne definen a sus personajes en relación a objetos inseparables, verdaderas extensiones de sus cuerpos. La bombona de Rosetta, los tablones de El hijo o la bicicleta de Cyril son algo más que objetos útiles. Son el emblema del apego íntimo a uno mismo, el cofre que guarda su

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Notas para pensar un cierto realismo

secreto más íntimo. Es tan próxima la identidad de la bicicleta con el niño que su defensa se experimenta como si fuera una cuestión de vida o muerte; de hecho, en el único momento en que se separa de ella, el niño se siente indefenso y sufre un accidente casi mortal. 4. Toda esta concepción obliga a reemplazar las técnicas clásicas de composición de la imagen por un marcado énfasis subjetivo. El carácter corporal, la búsqueda constante de la fisicidad de los lugares y de los personajes, pone el énfasis sobre lo que ven y sienten, intensificando el tono y la empatía con los personajes. Sus películas se llenan de falsos raccords, de movimientos bruscos de cámara que dan a su mirada una movilidad infinita, a veces reveladora y casi siempre molesta. Se busca dar relieve a la proximidad entre lo físico y lo humano para que finalmente emerja lo que lo trasciende, la palabra. No una palabra dada a la que se es fiel por imperativo, sino una verdad que, como la de su encuentro inicial, debe ser eminentemente fortuita y tener algo de sobrenatural. 5. Al trasladar este modelo de tenue cristianismo —se aspira a la filmación de una verdad revelada— al mundo encantado de las hadas madrinas y los ogros egoístas —así lo reconocen los directores—, se termina ofreciendo un trato estereotipado donde en otras ocasiones había movimiento, verdades obligatorias donde ante predominaban situaciones sobrecogedoras. Es el caso de la cursi escena final. El intercambio del bien más preciado, la bicicleta, junto con la comunión final con la naturaleza funciona con la fuerza de una prescripción moralizante: la palabra que arriesga, dulce y dolorosa al mismo tiempo, no solo es una palabra honesta, sino aquello que asegura la supervivencia. Se ha levantado un mito redentor, lo que debe ser.

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Nostálgica inocencia El ilusionista (Sylvain Chomet, 2010) Fernando Méndez Una cortina que se resiste a ser abierta y un mago larguirucho con un sombrero de copa del que sale un reticente conejo. Con este preludio, esta simple imagen, El ilusionista ya resume lo que el espectador va a contemplar a continuación. Aparentemente vamos a asistir a la proyección de una película, con el trámite previo de que la pantalla se descubra; pero lo que aparece en su lugar es un dibujo animado del propio Tati, autor del guión en el que se basa la última creación de un outsider cinematográfico como es Sylvain Chomet. En su anterior y único largometraje Bienvenidos a Belleville (2003) ya homenajeaba a Día de fiesta (Jacques Tati, 1949) con el mundo del ciclismo de fondo y la inclusión de un fragmento del largometraje del maestro francés. Debido a la incorporación de dicha secuencia, Chomet se puso en contacto con la hija de Tati, Sophie Tatischeff, que le descubrió la existencia de un guión inédito dedicado a ella y titulado El ilusionista. Chomet pone en imágenes un libreto atípico, nostálgico y bastante alejado de las desventuras del señor Hulot. Pero lo hace respetando el espíritu de Tati. Tanto en el fondo como en la forma, sin diálogos, resaltando el uso de la música como transmisor de emociones y con la caricatura del propio Tati como personaje central de una historia de perdedores. Es significativo que en plena era digital, triunfen películas que apelan al pasado como una reflexión de los orígenes de ese espectáculo, simple entretenimiento, pero también arte, denominado cine. El ilusionista se adelanta en concepto a dos películas de plena actualidad como la sobrevalorada The artist (2011), de Michel Hazanavicius, todo un homenaje a la transición del cine mudo al sonoro y La invención de Hugo (Martin Scorsese, 2011) sobre la olvidada figura de ese otro mago del cine llamado Georges Melies. Frente al “innovador” cine de animación basado en el 3D, a las ilusiones virtuales realizadas por ordenador, el director francés recrea toda una época sin alardes ni fuegos artificiales, basándose en una línea clara y perfectamente definida, recuperando el clasicismo del dibujo animado, pero con la caricaturización de personajes que le caracteriza, como ya nos deslumbró en su primer cortometraje La anciana y las palomas (1997). Sylvain Chomet crea una pequeña obra maestra, de compleja sencillez, que indaga en un pasado que ya no volverá. Bajo la progresiva decadencia de un mago, un ilusionista, como lo fue el propio Tati con cada una de sus pelícu-

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las, enfrentado a una impersonal modernidad que desplaza al ser humano, se nos narra la lucha de un personaje que vive de la ilusión que genera en los que le rodean, enfrentándose a un mundo en el que ya no tiene cabida. Similar al Hulot de Mi tío (1958), el ilusionista despierta el interés de un ser mucho más joven, más inocente, una niña que aún no ha olvidado la capacidad que todo ser humano debería considerar fundamental: la posibilidad de soñar. Con su torpeza, su carácter despistado y sobre todo su ilusión, Tatischeff nos da toda una lección de generosidad y constancia, pasando de teatros abarrotados a locales semivacíos, luchando contra un paso del tiempo que le engulle sin remisión. Profundamente pesimista, podemos encontrar paralelismos entre El ilusionista y la carrera artística del propio Tati, empeñado en realizar joyas cinematográficas en un tiempo en el que el tipo de humor que generaba rozaba lo anacrónico; incluso en todo el largometraje resuenan lejanos ecos de los propios problemas de producción a los que Sylvain Chomet se enfrenta para conseguir sacar adelante sus líricos proyectos. Hay un continuo velo nostálgico que empaña la imagen de El ilusionista, con espléndidos personajes secundarios, como ese ventrílocuo que se ve obligado a empeñar parte de su alma para sobrevivir, o esos saltimbanquis de perpetua sonrisa, pese a los malos tiempos que se avecinan. Tati, en manos de Chomet, nos habla del proceso de madurez de una niña que va entrando en la etapa adulta, de cómo un personaje desubicado sobrevive a su propio destino, de como la “modernidad” devora lo “cotidiano”. Al respecto, es fantástica la secuencia en la que Tatischeff se introduce en una sala de cine y se enfrenta sorprendido a sí mismo, un Tati desorientado en Mi tío, que huye de una tecnificación excesiva y deshumanizada. El mago, el generador de ilusiones, capaz de crear engaño a los espectadores que aún demandan espejismos, se enfrenta a la mayor ilusión de todas: el propio cine. La pantalla, que más que un espejo de la realidad se transforma, aquí es ese otro espejo carrolliano donde todo es posible, donde la fantasía aún tiene cabida y el mundo de los sueños nos aleja de lo mundano. El ilusionista es un canto de cisne a un pasado irrecuperable y una bellísima carta de amor de un padre a una hija, recordándola lo fundamental: los magos no existen, pero qué hermoso es descubrir que películas como esta aún nos permiten soñar.


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Dossier La palabra Roberto Martínez Carrancio

La presente película ha sido restaurada a partir de los mejores materiales existentes en la actualidad. Pese a ello la copia todavía puede presentar algunos defectos de video y/o audio vinculados al estado de conservación del negativo.

El cine nació en París un 28 de diciembre de 1895. La entrada al espectáculo en el sótano de un café del Boulevard des Capucines costó un franco. De repente, las imágenes proyectadas por los Lumiére se movían en una pantalla. Sus padres putativos, si buscamos en la historia oficial, podrían ser Daguerre, quien en 1835 había inventado la fotografía, y Thomas Edison, que en 1878 patentó el fonógrafo, aunque Niépce, Leon Scott y Nikola Tesla tuvieran alguna palabra que objetar desde sus tumbas. “Con este nuevo invento la muerte dejará de ser total y absoluta; las personas que hemos visto en la pantalla permanecerán con nosotros, vivas y activas, después de su fallecimiento” se pudo leer en el periódico La Poste, de París. Las imágenes, las patentes, los plagios y las innovaciones fueron expandiéndose como la pólvora por todo el mundo. Había nacido el cine, sí, y al poco la piratería, los remedos de nuevas ideas, escenas y aparatos, rápidamente mejorados por una industria lucrativa. Nada nuevo bajo el sol. No deberíamos ver el desarrollo del séptimo arte como un camino evolutivo, darwiniano, que empezó con esas imágenes en movimiento y continuó incorporando el sonido de un piano en la sala hasta llegar a nuestros días con el surround. No se trata de ver las diferencias en el tiempo como un vector ascendente que empieza en el blanco y negro para llegar a la proyección en tres dimensiones. Mal haríamos si opinásemos eso mismo de la literatura, la pintura, la escultura y el resto de las artes. El cine no es un camino de menos a más y, aunque en un principio técnicamente no fuese posible la palabra, no se puede concebir su historia sin ella. Este año, curiosamente, ha triunfado en el cine mainstream una película muda y en blanco y negro, The artist, del director y guionista francés Michel

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Hazanavicius, todo un riesgo que se ha sabido mover en el difícil terreno del trending topic como un cadáver resucitado para el espectador ávido de nuevas sensaciones. Por nuestra parte y para no estar desvinculados de modas y criterios (al igual que Groucho Marx, principios, “tenemos otros si estos no les gustan”), sometemos a la benevolencia del lector este pequeño dossier dedicado al tema de la palabra en el cine. La cuestión, más que para un libro, daría para una biblioteca borgiana. Así, hemos reunido diversos escritos, como no podía ser de otra forma, en negro sobre blanco. Marcela Jordá, videoartista y redactora de la revista Contrapicado, hace un repaso a la palabra en el cine de Fassbinder, a los diferentes discursos y a cómo hablan sus protagonistas o escuchan la información que les llega. El profesor, crítico y ensayista Aarón Rodríguez muestra la importancia de la palabra y la literatura en un director tan visual como Tarkovski. Fernando Asensio, licenciado en Comunicación Audiovisual, cinéfilo y socio de nuestro Cine Club, completa la mirada a Tarkovski con un análisis de dos planos que aparecen al inicio de la película La infancia de Iván. El guionista, realizador y escritor Nacho Cagiga continúa con Bela Tarr, en este caso analizando su última película, The Turin Horse. Y nuestros habituales articulistas: José María Merino, que ahonda en la palabra que se percibe en el cine desde la etapa muda; Juan A. Miguel, que profundiza en la obra Politist, adjetiv (Corneliu Porumboiu, 2009); y Roberto Martínez, quien esto escribe, que hace una pequeña reflexión sobre la lengua, el lenguaje y la palabra. Es nuestra manera de invitar a socios y lectores a continuar pensando el mundo desde la pantalla primero, desde el silencio y sus palabras después.


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η λέξη (Ordet) Roberto Martínez Carrancio

“El lenguaje es a la boca vacía lo que el sueño a los ojos cerrados” Pascal Quignard “El pan es vida, como las palabras. Vamos a compartir el pan como compartimos las palabras…” La ogresa a los niños en Le monde vivant (Eugène Green, 2003)

Toth era el dios egipcio de la sabiduría y el inventor de la escritura y todas las palabras. Era el dios de los escribas y tal vez algún descendiente de ellos escribiera el evangelio de San Juan. Ahí leemos que en el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios. En realidad, el Verbo era Dios y verbum en latín significa “palabra”. En el cine documental, “la voz de Dios” se refiere a esa voz llena de autoridad, ajena a la realidad, que se muestra mientras hace juicios y ofrece explicaciones a espectadores ignorantes (todos recordamos el NO-DO). El lenguaje no es exclusivo del ser humano; la palabra, sí. Lenguaje tienen los animales y hasta algunas plantas. Si vamos a la casa del vecino y nos muestra un loro parlanchín dentro de su jaula podría hacernos pensar que lo dicho, entonces, no tiene mucho sentido. Pero ese loro no articula fonética y semánticamente las palabras como sonidos y significados y, por tanto, expresa menos que el periquito que finalmente aparece muerto en la última película proyectada de Oliveira El extraño caso de Angélica. En nuestro habla, una primera articulación transforma series de sonidos simples en palabras y una segunda articulación transforma series de palabras en frases. Gracias a estas frases se generan infinitos mensajes y símbolos, teniendo en cuenta que las capacidades cognitivas para lo uno y lo otro son muy similares, y que el pensamiento y el lenguaje, nadie lo duda, están relacionados. Para hablar precisamos de ciertas condiciones anatómicas en el tracto vocal supralaríngeo y unas capacidades del hemisferio frontal

izquierdo del cerebro, un órgano con grandes necesidades metabólicas, sobre todo si funciona a la velocidad con que lo hace el de Mathieu Amalric en Tournée (2010). Con esto no quiero decir que el lenguaje tenga su propio sistema neurológico autónomo, sino al contrario, que esta capacidad se distribuye entre distintas áreas con varias funciones asociadas a la conducta manual, la secuencia de acciones y la organización de las asociaciones. Para hablar no hace falta desplegar un papiro, ojear el Viejo Testamento o subir a una torre de Babel, maldición bíblica por antonomasia, donde nadie entiende nada. Antes o después de esta debacle lingüística universal habría que hacerse alguna que otra pregunta sobre el origen común o no de las lenguas, es decir, si el lenguaje surgió más de una vez en un grupo humano concreto y después se diversificó o si por el contrario apareció más de una vez y en distintas poblaciones. Partiendo de esa torre y esos peones parlantes dando vueltas por el ancho mundo, debemos ser conscientes de que no existen comunidades lingüísticamente homogéneas o tener en cuenta las connotaciones ideológicas de las que nos servimos para distinguir lo que es un dialecto de lo que es una lengua. En cualquier caso, la dimensión de la diversidad lingüística, con más de 4.000 lenguas vivas, no reside en las ciento cincuenta lenguas del mundo con más de un millón de hablantes, sino en las miles de lenguas con un número suficiente de hablantes como para asegurar su continuidad, a pesar de que como minoritarias apenas estén representadas en los datos oficiales. Otro problema que afecta a las lenguas es su desaparición, algo de lo que se preocupa y recoge la UNESCO en el libro rojo de las lenguas en peligro de extinción y algún que otro ciudadano del mundo como Herzog cuando en su película Donde sueñan las verdes hormigas (1984) nos muestra un nativo australiano ante un tribunal alegando las razones de su pueblo en el idioma de su madre. Solo existe un problema, él es el último hablante de esa lengua.

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El cine proyecta una realidad imaginaria en movimiento, tiempo e historia narrada con sus propias leyes y registros. Manipula, organiza y estructura; no reproduce la realidad. Corta y une secuencias, planos, hace un montaje a juicio del director… por tanto, también tiene su propio lenguaje. Pero, estrictamente, ni tiene fonemas, ni tiene palabras. La imagen pudiera ser su palabra y la secuencia una oración, pero una imagen pudiera equivaler a una o varias oraciones y la secuencia a una parte del discurso. Podemos especular sobre el origen del lenguaje y la palabra, medir los tamaños del cráneo a lo largo de la historia, seguir escarbando bajo tierra para encontrar piezas sueltas, mandíbulas, molares, incisivos, hioides pero, evidentemente, no encontraremos restos del lenguaje ni de la palabra en un tiempo anterior al de la escritura. En el cine, en cambio, la palabra escrita precedió al sonido, que no llegaría hasta 1927, con El cantor de Jazz, de Alan Crosland. La voz en la pantalla precipitaría la caída de algunos astros que no supieron adaptarse a nuevos y difíciles registros interpretativos. El caso de John Gilbert, recogido en Cantando bajo la lluvia (1952), es uno de los más conocidos. Una escena romántica en su primera película sonora, His Glorious Nights (1929), provocó las carcajadas de un público que veía en su ampulosidad y gestualidad una bufonada antes velada gracias al silencio.

En el último piso de nuestra torre tampoco estaría de más reseñar la labor del Cine Club que, al proyectar cine en versión original, nos acerca al menos la musicalidad de lenguas que de otra manera sería complicado escuchar: tagalo en Lola (Brillante Mendoza, 2009), guaraní en La hamaca paraguaya (Paz Encina, 2006), etc. Sigamos avanzando un poco más con el verbum. Somos humanos porque tenemos la palabra pero, gracias al cine, hemos creado un nuevo lenguaje que puede comunicar desde unos parámetros diferentes, también exclusivamente humanos. La lógica narrativa utiliza multitud de recursos –imagen, sonido, gestualidad, silencios, ritmo– conectados a través de los mismos canales neurológicos, lo que hace innecesaria la utilización de la palabra. El espectador logra interpretar lo que ve y oye, aquello que no se le muestra o se le calla con la misma maestría que si todo se lo dieran detallado con palabras.

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Un niño comienza a hablar entre los dos y tres años, no siendo hasta la etapa de niñez plena y adolescencia cuando el lenguaje se instala y desarrolla finalmente en un contexto social que va más allá del familiar. No se trata solo de un código que permite obtener y trasvasar información, incluye también, entre otras cosas, destreza, competencia y una cooperación que coevoluciona en el transcurso del día a día, una vez captada la realidad ontológica de la palabra. Podemos encontrar un ejemplo evidente rebuscando un poco en nuestra memoria cinéfila hasta recordar lo que pasaba en la película del curso pasado Canino (Giorgos Lanthimos, 2009), donde los niños sin posibilidad de ver el exterior eran educados en el seno de una familia un tanto particular, utilizando las palabras con sentidos completamente extraños para cualquier espectador. El significado de las palabras se genera en contextos gracias al diálogo, la acción y la manipulación de objetos, existiendo bastantes similitudes en la manera en que organizamos el lenguaje y las acciones. Los niños, de hecho, aprenden el sentido pragmático y social y no el sentido literal de una expresión, siendo las palabras en sí un tipo de herramienta con el que se pueden hacer cosas. Las palabras, por tanto, siguen a los objetos como los nietos más pequeños a las abuelas de Brillante Mendoza. La rutina y la práctica construyen la arbitrariedad entre la palabra y el objeto y cada niño, en Manila o en París, aprende su lengua dentro de su comunidad sin que sea necesario participar de manera activa, pues basta ser consciente de la intencionalidad, la perspectiva y la identificación con el otro, lo que se ha venido a denominar experiencia vicaria. Las lenguas organizan, clasifican y distribuyen la experiencia, pero la ideolo-

gía ya está en el vocabulario, la retórica y las formas gramaticales. El hablante de una lengua asume una realidad que se corresponde con las categorías de su vocabulario y así, por ejemplo, donde nosotros solo vemos arena o nieve, un tuareg o un esquimal ve muchas más cosas. Es interesante el documental de Herzog Die fliegenden Ärzte von Ostafrika (1969), donde se puede ver la dificultad o imposibilidad que tienen los nativos para interpretar un dibujo sencillo como el de un ojo humano agrandado sobre el papel. Hoy en día, sin embargo, pocos son los rincones del planeta en que los niños no se socializan en contacto con un medio audiovisual preponderante y homogéneo por muy precaria o inexistente que sea su educación. Las emisiones de programas son traducidas y comprendidas por ellos gracias a sus particulares categorías de vocabulario y pensamiento. El lenguaje cinematográfico, como el habla, ha sido estudiado desde sus orígenes. Se ha analizado su sintaxis, el marco de los enunciados, incluso la concepción lingüística del cine que pudiera dar lugar a una semiótica. Einsestein decía que la película ha de ser un texto jeroglífico en que cada elemento aislado no tiene sentido más que en la combinatoria contextual y en función de su lugar dentro de la estructura. Una fascinante película, La question humaine (Hearbeat Detector, Nicolás Klotz, 2007), explica por sí sola lo que acabo de decir y mete el dedo en la llaga de nuestra propia historia contemporánea y occidental. El monólogo de Arie Newman frente a Simón en la penúltima secuencia, excesivo en el discurso según algunos críticos, incide en

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D O S S I E R uno de los aspectos que hemos estado viendo en la sala: “La lengua es un potente medio de propaganda, a la vez el más público y el más secreto. El efecto de esta propaganda no lo producen los discursos, los artículos, las octavillas. Se introduce en la carne y la sangre de la mayoría. ¿Sabe que ya no hay pobres? Hay gente modesta. Ya no se habla de ’cuestión’, por ejemplo, la cuestión social, sino de problemas que los especialistas segmentarán en series de problemas técnicos. Para cada uno de ellos encontrarán una solución óptima, fórmulas eficaces. Sí, pero… palabras. Vaciadas de sentido. Una alteración de la lengua. Una lengua muerta. Neutra. Invadida por palabras técnicas. Una lengua que va consumiendo su humanidad…” Es asombroso y terrorífico en este caso comprobar lo que está pasando y el uso aparentemente insustancial del lenguaje en las relaciones sociales y laborales que todos asumimos sin pensar. Dejo para otros lugares las evidentes y un tanto manidas connotaciones machistas y economicistas de la palabra aún en nuestros días, no por carecer de importancia, sino de espacio. Cada lengua con su semántica, sintáctica y pragmática no deja de ser en sí misma un mundo social y natural con su propia metafísica implícita y variados sistemas de referencia. De hecho, cada lengua clasifica la experiencia de una forma, siendo famoso el caso de los indios hopi. Entre otras particularidades, tienen tres clases de nombres, animados, inanimados y vegetativos; para ellos no existen verbos como “ir” o “venir”, sino frases sin verbos, además de carecer de tiempos verbales. Su lengua expresa mejor que la nuestra los procesos ondulatorios y las vibraciones, los fenómenos eléctricos y químicos. Las categorías gramaticales son muy diferentes a las nuestras y, por tanto, sus experiencias y pensamientos. Para una correcta traducción se necesitaría un conocimiento no solo gramatical y formal, sino también psicológico y cultural, siendo una idea bas-

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tante estúpida, ridícula o darwiniana creer en una supuesta superioridad lingüística de, por ejemplo, la nuestra sobre las demás. La última novela de Michel Houellebecq, con la que ganó el Goncourt en el año 2010, se titula El mapa y el territorio. Este título hace referencia al psicólogo y lingüista estadounidense de origen polaco Alfred Korzybski, quien acuñó la frase: “El mapa no es el territorio”. Aquí podríamos añadir varias cuestiones más como la de las convenciones existentes en el trazado de imágenes, incluso vía satélite, en los mapas actuales y los signos utilizados como leyenda junto a los mapas. En cualquier caso, no se debe identificar el objeto con su abstracción, venía a decir Korzybski y, por ello, un mapa nunca será el territorio que represente. Con la palabra pasaría lo mismo: una palabra no es el objeto que representa. “Toda palabra requiere un alejamiento de la realidad a la que se refiere; toda palabra es también, una liberación de quien la dice. Quien habla aunque sea de las apariencias, no es del todo esclavo; quien habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ya ha alcanzado alguna suerte de unidad, pues que embebido en el puro pasmo, prendido a lo que cambia y fluye, no acertaría a decir nada, aunque este decir sea un cantar.” Filosofía y poesía (María Zambrano, 1939) Para terminar, dejo sobre el papel el poema de Fina García Marruz, “Cine mudo”, que bien pudiera iniciar otro dossier, complemento de este sobre la palabra:

“No es que le falte el sonido, es que tiene el silencio”


Politist, adjetiv (Corneliu Porumboiu, 2009) Juan A. Miguel Cristi es un policía que investiga a un joven presuntamente ligado a una red de narcotráfico. Su tarea es perseguir a distancia a este joven y luego escribir un informe que permitirá entender cómo el oficial llega a sus conclusiones: detener al sospechoso es un error. Politist, adjetiv se estructura en una larga tarea de “investigación” y en dos interludios, donde la densidad humorística aparece en todo su esplendor. El grueso de la película (la investigación y el seguimiento de los sospechosos) ha sido tachado por algunos críticos como “realista”, a pesar de que el mismo realizador ha reconocido en varias ocasiones su oposición al cine de propaganda que se hacía en Rumanía hasta 1989 y su obsesión por el realismo y los personajes comunes. Esas largas caminatas y esperas del protagonista (tiempos muertos) obedecen a una cuestión de ritmo, el ritmo que la propia película impone. Porumboiu no busca la identificación del espectador con los personajes, sino una visión general de la situación en la que están envueltos. Para conseguir eso, nada mejor que planos neutros que mantengan al espectador a cierta distancia. Politist, adjetiv es un prodigio formal y conceptual, lo que la convierte en una de las obras maestras del llamado “nuevo cine rumano”. Formalmente ya hemos dado unas pequeñas claves, pero lo que más nos interesa en el contexto donde aparecerá este escrito es su importancia conceptual, que radica en la relación entre política y palabra, perfectamente pertrechada en los dos interludios citados y en los primeros planos (nada gratuitos) de los informes policiales escritos por Cristi. Durante gran parte del metraje vemos al protagonista realizar su absurdo trabajo policial (la tendencia principal

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La dictadura de la palabra del film es ir hacia el absurdo); la cámara sigue al agente en planos casi fijos, en tiempo real. Lo vemos seguir a los chicos, tomar alguna nota y esperar pacientemente en la calle. Luego leemos, también a tiempo real, los informes realizados a mano por Cristi sobre sus avances en la investigación, que sirven para irnos introduciendo en la magistral secuencia del diccionario. La primera de las secuencias “lingüísticas”, la escena en la que Cristi y su mujer discuten sobre el significado de una canción que esta (maestra de profesión) escucha repetidamente en el ordenador, denota ya que Politist, adjetiv no es una película policíaca al uso, sino una película sobre las palabras. La citada canción melódica tiene un estribillo que dice algo así como “la vida sin amor es como el mar sin sol”. Cristi no entiende cómo si quieres decir algo no lo haces directamente; a lo que su mujer responde: “Es tan solo una imagen”. Atrapado por las palabras y molesto por la corrección de una falta en su informe, Cristi se manifiesta en contra de las metáforas y no entiende por qué la gente no habla de una manera directa. Cristi pregunta quién es el encargado del lenguaje en su país, a lo que su mujer responde: “La Academia de las Letras rumana”. Cristi, en este preciso momento del metraje, ya está siendo cuestionado por la docencia (su esposa) y por la institución que impone las normas lingüísticas (la Academia rumana). Pronto será cuestionado por una tercera instancia: el poder político (policial). Bajo la premisa de que toda sociedad tiende a enterrar al individuo bajo formalismos sociales, burocráticos y, en este caso, lingüísticos, se articula la secuencia más importante de la película, la del diccionario. El sibilino jefe de policía, ante la mirada atónita de su secretaria, Cristi y su adocenado compañero, solicita los servicios de un diccio-

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tico. Luego vendrán otros conceptos como “ley”, “policía” o “moral”. El objetivo del jefe no es otro que acorralar dialécticamente a su agente y contrastar o contrarrestar las palabras “conciencia” y “moral individual” con el rigor de la palabra escrita. Las palabras y sus significados terminan obsesionando a sus protagonistas. Según el crítico Mariano Kairuz[1], Politist, adjetiv es una película de palabras, sobre la imposibilidad de definir con precisión las palabras como síntoma de la capacidad de encontrarle sentido a las cosas más cotidianas que estas palabras nombran o deberían nombrar. La tortura semántica a la que somete el jefe de policía a Cristi está dirigida a ejercer sin contemplaciones el poder inapelable que otorga la palabra impresa. El último plano del film (una pizarra y una tiza en la mano de Cristi) así parece demostrarlo.

nario. En este diccionario, filmado con todo detalle por la cámara de Porumboiu, aparece la acepción de la palabra politist que, en la lengua rumana, se usa de dos formas distintas: como sustantivo corresponde a “oficial de policía” y como adjetivo equivale a “policial” (estado policial, película policial, etc.). Una vez vista la película, se entiende perfectamente el significado de su título y lo que el director quiere decir. “¿Qué es para usted la conciencia?”, le pregunta el jefe de policía a Cristi, que cree estar cometiendo un grave error al arrestar a los jóvenes y aduce problemas de conciencia; su reporte jurídico posee un claro fundamento polí-

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Dejemos que sea el mismo realizador quien nos hable sobre la palabra y su significado en la película: “El sentido de las palabras era lo que más me interesaba tratar. Más que su sentido, su falta de sentido y su función al servicio de manipular al prójimo. Por ese motivo, cada día de trabajo del protagonista termina con un informe escrito, que es muy detallado y que yo además muestro en el papel. Después está esa discusión bastante absurda con su esposa, sobre cierta metáfora que aparece en la letra de una canción. Finalmente, la escena culminante, en la que el superior pide que le traigan un diccionario para hacerle ver al protagonista el significado de las palabras ‘conciencia’ y ‘policía’. Yo apuntaba a algo así como a una mayéutica invertida. Un diálogo socrático que no fuera entre dos filósofos, sino entre un policía y su superior”[2]. [1] KAIRUZ, Mariano. Página 12, Argentina, 18 de julio de 2010. [2] Declaraciones de Corneliu Porumboiu en la presentación de su película en el BAFICI, Buenos Aires, 2010.


Aarón Rodríguez Serrano

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En el principio era la palabra “Sacrificio”. ¿Y no es eso, muy precisamente —una Palabra— lo que han legado todos los (buenos) padres a sus hijos? ¿No es esa la moraleja final de la cinta? Allí donde termina el mundo es precisamente donde se debe levantar la Palabra. Allí donde no hay nada que decir es precisamente donde se debe hablar con más urgencia. Cada fotograma de Tarkovski es una lucha total por la palabra, una fiesta de fuego, lluvia y rabia, un festín de cuerpos rotos que intentan decir algo. Pero quizá estamos corriendo demasiado y sería mucho más interesante comenzar por otro lado. 1. Un padre que fabricaba palabras verdaderas

El ojo hipertrofiado de imágenes es un ojo que necesita de la Verdad para no cerrarse. Un ojo bombardeado por encuadres estúpidos, poco intensos, acostumbrado a deslizarse por secuencias enteras que se olvidan en cuestión de segundos. De ahí que de pronto el ojo note una sensación extraña al encontrarse con un símbolo —una palabra, una imagen— radicalmente buena. Radicalmente verdadera. ¿Por qué nos obsesiona Tarkovski? Quizá porque seguimos teniendo la intuición de que sus siete cintas son radicalmente verdaderas. En el sentido más dramático del término. La línea que comienza con la ascensión del niño-roto en La infancia de Iván (1962) y culmina en la declaración de amor final que se inscribe en Sacrificio (1986) es uno de los temblores más auténticos de la segunda mitad del siglo XX. En el principio era el logos, y en el final, el artista ruso crucificado en su cáncer implacable deposita en las manos de su hijo una película que es, a su vez, una palabra.

De Andrei Tarkovski sabemos que intentó ser muchas cosas antes que director de cine. Azuzado por el fantasma de su padre ausente, atrapado en una dacha a orillas del Volga en mitad de la Segunda Guerra Mundial, el pequeño Andrei atraviesa a toda velocidad campos, parajes, libros, posibilidades. Vaga como un fantasma adolescente por el hambre de una Madre Rusia ya ensangrentada que se felicita de su triunfo contra el nazismo, lee a Dostoievsky, se enamora de mujeres que se parecen a su madre —una de las cuales, por cierto, le regala como un presente adolescente una impresionante novela de Stanislav Lem titulada Solaris—, pero todavía no es ni un santo ni un loco. Se marcha a extremas expediciones a la montaña de las que vuelve afirmando que ha escuchado voces. Habla con los muertos, consulta videntes, fuma, colecciona vinilos de J. S. Bach, hace el amor, acude a la iglesia, quizá se arrepiente, fuma de nuevo, sigue leyendo a Dostoievsky. Pero sobre todo, lee los poemas de su padre, Arseni Tarkovski. Y también los de Fyodor Tyutchev. Poemas que puntearán una y otra vez su cine, poemas que le hacen daño y se le clavan precisamente porque no son ninguna broma, sino que son textos densos, atormentados, exquisi-

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D O S S I E R tos; poemas que ascienden hacia el cielo plagado de demonios y que llenan la cabeza del Andrei adolescente de un éxtasis lúbrico, de una extraña melancolía, un cuaderno de bitácora en el que pasean onanismos, mujeres, mártires, y por supuesto, esa cosa indescifrable que se hace llamar Rusia. Nunca sabremos cómo fueron las conversaciones entre Andrei y su padre, esas palabras arrugadas y grisáceas mientras se enfriaba el té o se calentaba la cerveza. Nunca sabremos qué pasaba por la cabeza del futuro director de cine al deslizar los ojos por esos versos que su padre había escrito al borde de una trinchera, o a lo peor, al borde de una cama que nunca fue la de su madre. Sin embargo, los incorporó a su cine, los integró en los inmensos y potentísimos planos de El espejo, dejando quizá constancia de que aquellas palabras, aquellas metáforas, eran también parte de su vida, otra vida, una vida soñada o inventada, o incluso una vida desesperada en mitad de una pesadilla. De El espejo se suelen escribir muchas cosas, pero lo que casi nunca se dice es que, en cierta medida, y en ciertas secuencias, parece una película de terror. Por ejemplo, en esos demoledores delirios acuáticos en los que las habitaciones de la casa familiar se deshacen bajo una lluvia imposible, mientras en el centro del encuadre la madre del protagonista se convierte en una especie de monstruo

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con el pelo empapado que prefigura lo que muchas décadas después sería la Sadako de The ring (Hideo Nakata, 1998). En El espejo hay varios monstruos relacionados con la palabra: el padre ausente (cuya palabra resuena aquí y allá, de su propia voz, con sus propios versos), el padre presente (ese Stalin brutal y salvaje que se intuye en la secuencia de la imprenta y que precisamente desata su terror a raíz de una palabra casi impresa que nunca llegaremos a conocer) y la madre. La madre monstruosa que a veces es madre amorosa y otras veces es madre mártir. Y junto al Arseni Tarkovski de El espejo, el Fiodor Tyutchev de Stalker (1979). Y de nuevo, la última secuencia. La hija del Stalker —una hija querida por casi nadie, una pequeña mutante, una víctima, una tullida— lee en un libro el poema “La dulce llama del deseo”, de Tyutchev. Después, sabemos de su milagro, de su don, el movimiento de los objetos en el vacío. Finalmente, resuena como un milagro el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, envuelto en el traqueteo de un tren. Parece sencillo. Yo mismo, como analista, agolpo brutalmente las acciones en pequeñas frases ordenadas, y sin embargo, necesitaría detenerme y explicar mucho más, utilizar muchas más palabras, confesarme y llegar hasta la hez para ni siquiera rozar un milímetro la extraña superficie de la cinta.


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2. En el principio era la dulce llama del deseo La dulce llama del deseo de Tyutchev, un poema que afirma, entre otras cosas: “Amo tus ojos, mi amor / su magnífico fuego chispeante / […] / Cuando todo arde en cada beso apasionado / y a través de sus párpados bajados / veo la dulce llama del deseo”. Tarkovski, no nos engañemos, introduce el tema del amor profano, del amor sexual y excitante vinculado con la mirada. Nos amamos a través de nuestros párpados cerrados, nos amamos en la mirada; todo el cine del director ruso es un acto impresionantemente sexual. Al menos en su mitad. La otra mitad —quizá ya lo hayan adivinado— es la de la palabra. Mitad religiosa, mitad simbólica. El ojo que mira es sexual. La palabra recitada (¿salmodiada?) es sagrada. Ambos universos colisionan en un océano purísimo que quizá sea místico o quizá sea lujurioso, o quizá sea un atravesamiento total del goce, y desde ahí, desde el orgasmo total, en el orgasmo total, se encuentra la cuerda para ascender a un universo de iluminación sin miedos y sin dolor. Un universo de piedad absoluta. Volvamos, por ejemplo, a Sacrificio. Alexander —siguiendo la lógica del psicótico, pero también la del santo— sabe que solo un acto suyo puede salvar al Universo de la hecatombe nuclear definitiva. Lo sabe porque su oración —su pequeña palabra hacia Dios, su pequeño gemido, su enorme y terrorífico desgarro humano— ha sido escuchada y, como no podía ser de otra manera, el Padre le pide en correspondencia que haga el amor con María, una bruja. El mundo es acto sexual, pero también es palabra escuchada. El nudo se cierra entre ambos acontecimientos, y es imposible separar nuestra intuición cósmica de la concepción, del orgasmo inicial del que venimos y, presumiblemente, de la Iluminación Total a la que vamos en el momento mismo de la muerte. ¿Y en el medio? En el medio, un espejo y una pesadilla. Eso es lo que hay a otro lado de los umbrales del sexo y de la palabra: nuestra propia imagen —la imagen narcisista que nos come, nos satura, nos hace trizas— y el recuerdo de los verdaderos monstruos que puntean el cine del director.

Pongamos otro ejemplo: La infancia de Iván. El niño protagonista entra y sale de un mundo de pesadilla donde las víctimas del nazismo aúllan en sótanos mohosos y el cadáver de la madre salvajemente atravesada por las balas llena de pólvora y sangre el suelo de la patria. Iván es, debemos decirlo, la máscara con la que Tarkovski representa a todos los niños de la guerra, es un disfraz universal que exige justicia. ¿Por qué? Quizá porque Iván representa, como no lo hace ningún otro personaje tarkovskiano, la impotencia de las posibilidades perdidas. Andrei Rublev, por ejemplo, es un monje que decide dejar de hablar ante la presencia arrasadora de lo sagrado. El Andrei de Nostalgia (1983) ya está completamente arrasado y solo le queda destrozarse en el abismo definitivo de la locura. Sin embargo, Iván a veces todavía es niño, una sonrisa, una mirada, una esperanza emerge desde lo más íntimo de su horror. Incluso en sueños. A pesar de los sueños. Hundiéndose en los sueños. Recuperando la frase dolorosísima de Léolo (Jean-Claude Lauzon, 1992): “Porque sueño, yo no lo estoy”. Porque sueño, yo no estoy loco. Iván, porque sueña, sigue siendo niño. Brevemente. Como un suspiro. Sin embargo, al margen de los sueños, su cuerpo no vale casi nada. Está entre dos tierras, como bien demuestra ese Volga oscurecido y fangoso que sella mortalmente su destino. De un lado, Iván está más acá de lo sagrado, sin inocencia ni salvación posible, a la espera de inmolarse en la Causa para convertirse en mártir materialista de la URSS, pero no en santo. Del otro, Iván nada puede saber ni del sexo ni de la mujer, suspendido en ese momento vital de latencia, rodeado por la guerra y por el horror. Si sus mayores besan o persiguen mujeres, Iván todavía está preso en esa figura materna salvífica y humillada, presente y cadáver, onírica. Pero porque sueña, Iván asciende del lodo de la muerte hacia esa hermosísima epifanía de manzanas, caballos, costas, esperanza. Tarkovski demuestra desde el primero de sus fotogramas hasta qué punto su cine puede amar al otro, amarle radicalmente, precisamente por la vía de la palabra en su intercesión con el deseo.

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D O S S I E R 3. La palabra y la pesadilla La palabra —¿no era de esto, muy precisamente, de lo que hablaba el psicoanálisis bien entendido?— es justamente lo que media entre el cuerpo del sujeto y su pesadilla. El cuerpo, ya se sabe, suele entender bien poco de las razones, de la lógica y del supuesto instinto de autoconservación. El cuerpo lo que quiere, muy propiamente, es un querer total que lo destruya todo y que sea, a ser posible, auténtico. Solo una única cosa frena al cuerpo de arrojarse plácidamente en las garras de la pesadilla —podríamos decir, de arder en esa mirada de deseo total que citábamos al hilo de Stalker— y esa cosa es, muy precisamente, la palabra. Doménico, el anciano loco de Nostalgia es, como tantos otros hombres tarkovskianos, un nexo entre la pesadilla psicótica y la palabra que nadie escucha. Ha heredado también la maldición de Casandra, ya se sabe, ese profetizar una y otra vez aunque absolutamente nadie crea ni una sola palabra de sus vaticinios. (Y no sería muy descabellado afirmar, por otro lado, que el propio Andrei Tarkovski ha sido uno de los profetas/Casandra más brillantes y valientes de su tiempo. Ninguna razón nos parece más evidente que ese inquietante silencio y olvido al que se le suele condenar en los debates de una cierta cinefilia más pendiente de las modas que de las herencias recibidas. A los padres, sobre todo si dicen la verdad, hay que matarles.) Pero Doménico, decíamos, era ese loco que veía asomarse por los pliegues de la ciudad italiana los resplandores del apocalipsis definitivo y comprendía que ya no había absolutamente nada que hacer. Esa es la pesadilla, de nuevo: un mundo lleno de agua, de vértigo y de náusea. Un mundo encharcado. Y por eso, contra eso, hace lo único que puede: profetizar, buscar a Dios, intentar que los demás le escuchen. Y por eso, finalmente, acaba en uno de los actos más dolosos de la obra del director, hablándole a un perro. Regalando su palabra al único que puede

fingir un cierto interés. San Francisco de Asís reconvertido en santo andrajoso que malvive esperando inminentemente la llegada del fin del mundo. Sin duda, Tarkovski conocía los rincones más oscuros de la pesadilla. Sólo desde ahí se puede entender su filmografía. Ciertamente, los estudios deslumbrantes de un teórico como Rafael Llano parecen poner el foco siempre en su concepción del amor y su acercamiento hacia Dios. Sin embargo, a nosotros nos gustaría reseñar su cara oscura, su profunda tristeza, la desgarradora brutalidad con la que el mundo crucifica una y otra vez a sus pequeños y humildes santos. Lo que el director ruso incorpora entre ambos procesos es el verbo, la posibilidad de la palabra salvífica. Eso le separará siempre de su admirado Ingmar Bergman: mientras que el dolor es incontenible para el sueco —de hecho, una y otra vez nos encontramos en su obra con la palabra como fuente de humillación, desgarro y angustia—, Tarkovski todavía podía conservar con inmenso cuidado el pequeño latido del verbo, su importancia, su poder para atravesar los riesgos del espejo y de la pesadilla. Su conexión con lo sexual. Para Bergman, el cuerpo es un recipiente de enfermedad al que se le remata definitivamente con la palabra —recordemos, por ejemplo, esa angustiosa y apasionante pieza de cámara que no por casualidad se llama El silencio (1963)—, mientras que para Tarkovski todo ese desgarro puede ser controlado por la conexión entre Dios y su palabra. La cámara asciende por el tronco de un árbol en el que se imprime la Historia y que desemboca en un regazo divino poblado por un consuelo indescriptible. El cine de Tarkovski es exigente. Pero no por una cuestión puramente formal. Como todo lector ya sabrá, hay miles de propuestas formalmente pomposas y alambicadas que no encierran absolutamente nada bajo los velos de su discurso. Al contrario, el cine de Tarkovski parece necesario, urgente, inmisericorde. Creo que, en cierta medida, la clave es esa palabra que el director le ofrece a los espectadores de su obra. No es complaciente. No es fácil de digerir. Es esperanzadora, en cierto sentido, si bien es innegable que ofrece una esperanza amarga, extrañamente dolorosa. Su palabra propone un alivio al dolor, pero al mismo tiempo, no esconde las aristas del estar vivo, la angustia, la duda. Tarkovski muere en la paz de los hombres sabios, pero su cine nos exige algo más, algo impronunciable a medio camino entre el análisis de conciencia católico anterior a la confesión y los textos más oscuros de Nietzsche. Presos en el amargo cáliz del pecado, los espectadores de Tarkovski queremos llorar, pero no sabemos cómo ni cuándo. Al margen de su Dios y de nuestro Dios. Al margen de la fe. “En el principio era el Verbo”, por supuesto, ¿pero qué ocurre después del Verbo? ¿Y qué ocurre cuando el silencio se clava con demasiada fuerza? Curiosamente, la respuesta la daría un director adyacente en una polémica película que —no podía ser de otra manera— se cerraba con el nombre del director ruso. Repitámoslo: ¿qué ocurre cuando el silencio se clava con demasiada fuerza? Quizá ya lo saben. Entonces, “reina el caos”.

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La infancia de Iván Fernando Asensio

De todos los efectos visuales y movimientos de cámara presentes en La infancia de Iván (Andréi Tarkovski, 1962), hay uno que me entusiasma especialmente. Al poco de comenzar la película, el pequeño Iván despierta sobresaltado. Se encuentra en un destartalado molino en medio de la nada. Deja el molino y se dirige al bosque sobre la ciénaga, para cruzar a la otra orilla del río. El director Andréi Tarkovski resuelve la distancia entre el molino y la ciénaga con dos planos. Un plano y su contraplano. Los dos son planos generales, muestran a Iván en medio de un paisaje desolado y agreste en el que la guerra ha dejado su perturbadora huella. Iván, impasible a la tragedia que le rodea, atraviesa el descampado con rapidez. El primero de esos dos planos es al que me refiero. Es discreto y no muy llamativo. Ni siquiera es un plano importante por su carga emotiva, ni destaca entre el resto por su fuerza estética. Pero emplea un sencillo aunque eficaz truco que siempre que veo la película me llama la atención.

El efecto es simple, pero Tarkovski sabe utilizarlo de forma útil, eficaz y en el momento oportuno. Útil porque ahorra tiempo de rodaje. Como bien es sabido, en un rodaje cada nueva posición de cámara implica tiempo. Tiempo de mover el equipo técnico, de preparar el plano, de ensayarlo con los actores… Y el tiempo es dinero. Por eso, un buen director es aquel que sabe economizar los planos, aquel que utiliza solamente los justos y necesarios para la narración. Además, es eficaz por su uso de la elipsis. El tiempo que dura la ausencia de Iván en el plano es menor de lo que tardaría normalmente en cruzar esa distancia. Por lo tanto, está contrayendo el tiempo por medio de una breve elipsis. Esta elipsis consigue mantener la atención del espectador y contribuye a mejorar el ritmo de la película. Pero también está situado en el momento oportuno, ya que podría emplearse este truco en cualquier momento de la película. Sin embargo, en este preciso instante, la narración acaba de empezar. El detonante, la acción que desencadena el resto de acontecimientos de la película, es el hecho de que Iván cruza el río. Por lo que interesa llegar a ese momento (y por extensión, a ese lugar) lo antes posible.

Iván acaba de salir del molino, y vemos a lo lejos cómo sale del encuadre por el margen izquierdo para, segundos después, reaparecer por el mismo lado pero mucho más próximo a cámara. Es evidente que al joven Nikolái Burliáyev (que interpreta a Iván) le es físicamente imposible recorrer semejante distancia en los pocos segundos en que el plano queda vacío. Por lo tanto, para conseguir el efecto deseado, basta con sustituir a la persona que se ve al fondo por un doble del protagonista, e indicar a Nikolái que entre en cuadro por el lado izquierdo de la cámara.

Ahora bien, Tarkovski, lejos de filmar el plano pensando sólo en su utilidad, sabe sacarle cierto valor poético. Antes de salir finalmente de cuadro por el margen derecho, Iván se detiene. Gira la cabeza hacia atrás, y de nuevo hacia adelante. Ese gesto sirve de nexo entre los dos planos. Sus ojos nos conducen del plano al contraplano, uniéndolos. Pero además, en ese breve instante, empezamos a conocer un poco al joven Iván. Con esa mirada y ese movimiento de cabeza, Iván mira de dónde viene y adónde va. Pasado y futuro. El futuro lo desconoce, pero tiene claro que el presente que le rodea se define por una única palabra: la guerra.

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Palabras de un hombre incómodo Marla Jacarilla

El cine de Rainer Werner Fassbinder es un cine vertebrado a través de la palabra: de lo que los personajes dicen, leen, escuchan, cantan o memorizan; de los escritores y filósofos que son citados constantemente; de las palabras que actúan, a veces como contraseña, a veces como guiño recurrente, a veces como McGuffin. Todo esto estructura las numerosísimas —más de cuarenta en menos de quince años— películas del cineasta alemán. Procedemos en este texto a reflexionar sobre la función y características de la palabra en algunas de ellas.

1. La palabra memorizada

“Quien os haga creer que la propiedad no es parte del orden natural, que sólo la propiedad impone obligaciones, que sólo ellos pueden conllevar responsabilidad a su propiedad, hace el mal. Quien os haga creer que todo se hace para beneficiaros pero no os dé confianza, entonces él blasfema a Dios. Cualquiera con una responsabilidad puede ser responsable. Una propiedad acarrea obligaciones.” (El viaje a Niklashausen) En el cine de Fassbinder los personajes aprenden como pueden su papel. Pero no durante los ensayos, sino durante la misma representación que es la propia película. A menudo sus protagonistas intentan asumir y memorizar las líneas de guión que corresponden a sus personajes. En algunos de sus filmes —sobretodo en los pertenecientes a su primer periodo—, las reminiscencias teatrales y los vínculos con las obras que realizó durante la época del Antiteater son evidentes. Pocos personajes, pocos escenarios, poco montaje. Mucho diálogo y también mucho monólogo, además de palabras dirigidas directamente a cámara con la sana intención de destruir la cuarta pared. Elijamos como primer ejemplo El viaje a Niklashausen, película del año 1970 que toma como punto de partida un ensayo, no sabemos si de los actores o de los personajes: una serie de elucubraciones a modo de conversación aprendida en torno a conceptos como revolución, pueblo, partido o militancia. Memorizar su papel en la obra, sus líneas de guión en esta representación que es el cine, en esta farsa que es la vida: esa es la principal misión de los personajes/actores en las películas de Fassbinder. Aprender, con la máxima exactitud posible, cuáles son las palabras exactas, cuál es el discurso perfecto para un líder —o, en todo caso, para alguien que pretende llegar a serlo—. Pensemos por ejemplo en el personaje de Johanna en esta misma película. La actriz Hannah Schygulla

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interpreta a una suerte de virgen farsante que llega a una comunidad con la intención de promover una revolución obrera. Sentada frente a un espejo y bajo la supervisión del resto del grupo —entre ellos, el propio Fassbinder—, intenta sin demasiada habilidad memorizar esas palabras que supuestamente han de mover a las masas; y decirlas, por supuesto, con la convicción necesaria pero al mismo tiempo con la humildad requerida. Dichas palabras se escapan continuamente de su control y la corona se le tuerce dándole un aspecto un tanto ridículo. Su postura resulta, por tanto, poco verosímil. Por mucho que lo intente no es más que la representación esperpéntica de algo parecido a una líder. Este mismo empeño frustrado de memorización se repite posteriormente en películas como Rio das Mortes (1971), cuando Hannah y sus amigas repiten sin cesar: “Es importante inculcarle al niño el valor de los logros tan pronto como sea posible para conseguir que este se adapte con facilidad a lo que le rodea”, o en La tercera generación (1979), cuando los miembros de la banda terrorista intentan memorizar sus nuevas identidades: “Me llamo David Grumbaum”, “Me llamo Sarah Grumbaum”, “Me llamo Misha Bolz”, “Me llamo Mikaela Ángela Martínez”, “Me llamo Marianne Klein”, “Me llamo Oscar Mazeran”, “Me llamo Louis Ferdinanceline de Lorena”. Un juego continuo de suplantación de identidad que evidencia que la línea divisoria entre realidad y ficción es a menudo difusa e incluso invisible.


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2. La palabra robada

"Kranz es la figura central y los que le rodean son en cierto modo inventados. Él trata a las personas con las que se relaciona como si fueran personajes de sus historias: todas las situaciones constituyen para él momentos de una representación". Lo más gracioso es que Kranz no sabe que él, convertido en un ser manipulado, arruinado e inhumano, es otro personaje más diseñado por otros —la sociedad. No es de extrañar, por tanto, que acabe recuperando la inspiración escribiendo una novela con un título como No habrá ceremonia para el perro muerto del Führer.” (Rainer Werner Fassbinder respecto a El asado de Satán) La idea del plagio está presente en varias de las películas de Fassbinder, especialmente en El asado de Satán (1976) y en La ruleta china (1976). Ya que las palabras precisas en el momento adecuado pueden otorgar el poder, algunos de sus personajes son capaces de robarlas con el mero fin de convertirse en líderes o al menos conseguir algo de atención. El propio Fassbinder fue acusado de plagio tras estrenar su película Martha en el año 1974, ya que el argumento de esta guardaba un gran parecido con For the rest of her life (1968), relato de Cornell Woolrich. Es por esto que se vio obligado a incluir dicha referencia en los títulos de crédito aun a pesar de no ser consciente de la influencia de dicho relato. A partir de este extraño suceso el director empezó a trabajar en El Asado de Satán, identificándose a sí mismo

durante el rodaje con el personaje del escritor Walter Knatz. En este film, el decadente, soberbio y esperpéntico protagonista, considerado por su público como el poeta de la revolución, atraviesa una crisis económica y creativa que intenta solucionar de un modo poco usual. Tras ser acusado por su amante y por su mujer de plagiar al poeta Stefan George, de manera progresiva e inconsciente Krantz adopta el aspecto del mismo: empieza a comportarse como él y a considerar como suyos los poemas que escribió hace ya un siglo, llegando al extremo de contratar a cinco hombres para que le escuchen mientras recita estos poemas robados, representando una farsa que él mismo se cree con la mayor convicción. Maquillaje, escenografía, iluminación, todo cuidado hasta en el más mínimo detalle. La misma función una vez a la semana, todos los jueves, con la única pretensión de creerse que él es Stefan George, de que los demás crean que él es Stefan George, para poder así recuperar su inspiración perdida. Como dice Yann Lardeau: “A pesar de lo ridículo de esta encarnación invivible, insostenible, de la comedia extravagante que induce su identificación con Stefan George, no es tras la sombra del poeta tras lo que corre Kranz cuando intenta copiar, en todos los aspectos de su existencia, el modo de vida de aquel, sino tras la suya propia. Se trata de retroceder en el tiempo, de regresar a esa vida anterior desdoblada en la que la obra que se acaba de escribir fue concebida, palabra por palabra”[1]. Mucho más consciente es el plagio realizado por Gabriel, el hijo anarquista del ama de llaves de La ruleta china, el cual pretende escribir su obra maestra a base de textos ajenos sirviéndose sin pudor de palabras de Proudhon o Nietzsche. Gabriel lee estos textos ante su jefe Gerhard Christ, haciendo ver que él los ha escrito y pretendiendo con este acto de vanidad reducir por un instante la distancia jerárquica establecida entre él y su jefe. Esta representación del plagio en ambas películas se aleja de toda posible interpretación superficial que lo considere como un acto meramente delictivo, ya que lo que al director en realidad le interesa no es el hecho de apropiarse de algo ajeno, sino la finalidad misma de este acto. Es decir: el encontrarse con uno mismo a través del otro.

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D O S S I E R 3. La palabra registrada “La obra de Fassbinder, de soportes múltiples, situada en la encrucijada del libro, el disco, la radio, la prensa, la televisión, el teatro y el cine, es paradigmática por su impureza. Y es esta impureza la que le confiere toda su riqueza”[2]. Es necesario destacar la importancia del papel de los mass media en la obra del director alemán y en concreto en algunas de sus películas como El viaje a la felicidad de mamá Küsters (1975), Un año con trece lunas (1978) o El matrimonio de María Braun (1979). Un análisis detenido de estas películas nos descubre innumerables momentos en los que las conversaciones entre los personajes se superponen a las voces de la radio o la televisión; y las palabras difundidas a través de dichos medios nunca son casuales. A menudo el director utiliza este recurso para introducir guiños al espectador, potenciar la posibilidad de dobles lecturas o, sencillamente, ubicar a los personajes en un contexto más delimitado incluyendo información que, de algún modo, ayude a comprender ciertas cosas. Pensemos por ejemplo en el papel fundamental de estos mass media en El viaje a la felicidad de mamá Küsters, película que empieza con un comunicado de la policía emitido a través de la radio. En este se narran los hechos que sirven a Fassbinder como detonante para la historia: el trabajador de una fábrica de productos químicos, en estado de enajenación mental, mata a su jefe de personal y se suicida a continuación. A partir de esta premisa Fassbinder se centra en la historia de su viuda —mamá Küsters— y en cómo esta es manipulada por periodistas y miembros de partidos políticos tanto comunistas como anarquistas, aprovechándose todos de la atención mediática que despierta la viuda y convenciéndola con tergiversaciones de los hechos de que en el fondo su marido fue un mártir de la revolución, un héroe para el pueblo. Los personajes interpretados por Gottfried John, Margit Carstensen, Karlheinz Böhm o Mathias Fuchs demuestran el posicionamiento crítico de Fassbinder respecto a la situación política del momento y lo alejan de una actitud complaciente también respecto a los partidos de izquierdas. “¿Qué significa ser feliz? Naturalmente no soy feliz, porque no existe la felicidad. Es, si la buscas, un proceso que resulta excitante. Pero el resultado, la felicidad, no puede ser excitante. Sí, construyo el dolor para vivir la vida normal. No lo sé exactamente, creo que lo denominan masoquismo, o algo parecido. Pero yo no creo... bueno, no creo que sea masoquismo, sino algo que contribuye a explicar mi ser” (Un año con trece lunas).

Otro ejemplo de introducción de los mass media —en este caso, la televisión— en la narración lo encontramos en Un año con trece lunas; en concreto, en la secuencia en que Zora la Roja —amiga de Elvira, la protagonista— ve la televisión y cambia continuamente de canal. En la pantalla aparecen, además del propio Fassbinder “interpretándose” a sí mismo mientras es entrevistado, imágenes de una ficción cuyo argumento se asemeja considerablemente al argumento de la propia película. Es decir: una ficción que se incluye dentro de otra y con la cual se relaciona. El uso de la televisión de modo paralelo a la propia ficción narrativa que se desarrolla resulta destacable también en La tercera generación, cuando las palabras que se pueden escuchar a través de la misma no sirven sino para reforzar el propio discurso del filme: “Todas las personas poseen un instinto natural de mandar, cuyo primer origen se encuentra en aquella ley fundamental de la vida. Si hay un demonio en toda la historia de la humanidad, este sería el principio del rapto. Este, unido a la estupidez y a la ignorancia de la masa, en la que, por lo demás, siempre se basa y sin la cual no existiría, ha ocasionado toda la infelicidad, todos los crímenes y todas las vergüenzas de la historia. E inevitablemente, este maldito principio se encuentra como instinto natural en todo ser humano sin excluir a los mejores. Todos llevan dentro su semilla y cada semilla habrá de desarrollarse por ley de vida en el momento en que encuentre en su medio las condiciones favorables para su desarrollo”. En El matrimonio de María Braun aparecen, emitidos por la radio, fragmentos de declaraciones de Konrad Adenauer respecto a la posibilidad del rearme alemán o la retransmisión de un partido de fútbol real —en que Alemania ganó a Hungría y se proclamó campeón del mundo— durante los últimos minutos del film. La grabación de la voz de los propios protagonistas es también un recurso utilizado en algunas películas. En Un año con trece lunas, la última secuencia transcurre mientras suena de fondo la grabación de una entrevista realizada a la transexual Elvira, en la que reflexiona sobre conceptos como la felicidad, el masoquismo o las relaciones amorosas. Por otro lado, en Querelle (1982), última de las películas del director, el personaje del teniente Seblon registra con su grabadora, a modo de diario personal, los sentimientos que no se atreve a confesar a Querelle, el protagonista: “Quizás el amo es una guarida de asesinos, y si esto es cierto... ¿Querelle me atraerá a ella? ¿Y yo? Cuando llegue el momento de ahogarme en mi sentimiento por Querelle... ¿habrá una alarma que suene para despertarme?”. Tal vez halla en el fondo de todo esto una intrínseca necesidad de que ciertas palabras persistan a pesar del paso del tiempo, incluso dentro de la misma ficción. Por eso, el uso continuado de registros y grabaciones, de periódicos y revistas, de cartas, telegramas, contratos y documentos; porque, al menos a priori, da la sensación de que no se van a desvanecer con la misma facilidad con que lo hacen algunas palabras.

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4. La palabra leída

“El ser humano puede, hasta cierto punto, ser su propio educador, su maestro, y por decirlo así, su propio creador. Pero se ve que con ello sólo consigue una dependencia relativa que en ningún caso le libera de la dependencia que determina el destino. O si se quiere la hermandad absoluta por la que vive y existe. Está irremisiblemente encaminado al mundo social que le ha engendrado. En este mundo será como todo lo que exista. Por su parte una causa relativa de efecto relativo”. (Texto de Mikhail Bakunin leído en La tercera generación). Los personajes de las películas de Fassbinder leen constantemente, a menudo

5. La palabra escrita

“Los libros arden con demasiada facilidad y no te mantienen en calor”. (El matrimonio de María Braun). La tercera generación, Querelle o Fontane Effi Briest (1974) son películas de Fassbinder con una estructura dividida en capítulos. Mientras que en la primera estos capítulos van precedidos de pintadas recogidas en baños públicos, en las otras dos el director se sirve de intertítulos que interrumpen la acción de los personajes. La estrategia de mostrar la palabra escrita realza en cierto modo la calidad literaria de estas películas y da a conocer un amplio abanico de referentes e influencias en su obra: desde la cita de

en voz alta y ante los demás. Textos de Mikhail Bakunin, de Arthur Schopenhauer, de Friedrich Nietzsche. Poemas de Stefan George o de Arthur Rimbaud. Hasta los menos interesados en la literatura se ven obligados a leer; como en Rio das Mortes, cuando los protagonistas no tienen más remedio que hacer —o al menos intentar— un estudio de mercado para averiguar si resulta rentable el negocio del algodón en Perú. O la viuda Küsters, cuando con una mezcla de amargura e indignación, lee lo que la prensa amarilla publica sobre la muerte de su marido. En El asado de Satán el protagonista lee continuamente textos de Stefan George, poeta al que posteriormente y sin darse cuenta empezará a plagiar. En La ruleta china Gabriel lee a Nietzsche, y Ángela, a Rimbaud. En La tercera generación uno de los personajes lee con devoción un texto de Bakunin. En El matrimonio de María Braun la señorita Delvaux lee el testamento hecho por Oswald, jefe y amante de María Braun. En Rio das Mortes Hanna lee la esperpéntica historia de Lana Turner en una revista. En El viaje a Niklashausen el personaje interpretado por Günter Kaufmann lee en el periódico una noticia sobre la muerte de dos líderes del movimiento militante Panteras Negras. Fassbinder utiliza esta táctica del mismo modo que la introducción de elementos como la televisión o la radio. Desarrolla pequeñas historias paralelas que complementan a los protagonistas, convirtiendo así referentes externos en una parte inherente a estos mismos personajes.

Antonin Artaud con la que empieza El asado de Satán, pasando por una cita de Plutarco incluida en Querelle, o la abundancia de guiños anteriormente comentados a Bakunin, Shopenhauer, Stefan George o Nietzsche: referentes externos que de algún modo influyen en la definición de los personajes que protagonizan el cine de Fassbinder. De la misma manera, el director utiliza también esta estrategia de la utilización del texto al inicio de la película para así poder definirla antes de que empiece. En La tercera generación, por ejemplo, lo que vamos a ver se presenta como: “Una comedia en seis partes sobre juegos de sociedad llena de intriga, provocación y lógica, crueldad y locura. Parecida a los cuentos que se cuentan a los niños para ayudarles a soportar su vida hacia la muerte”. Otra de las muestras del uso del texto es el inicio de Un año con trece lunas, el cual nos previene de algunos acontecimientos que van a suceder en el film: “Cada siete años llega un año de la luna. Aquellos cuyas vidas están dirigidas por las emociones sufren depresiones aún más intensas en estos años. En menor medida, lo mismo puede decirse de los años que tienen trece lunas nuevas. Cuando un año de trece lunas nuevas es además un año de la luna pueden suceder inconcebibles tragedias personales. En el s. XX, a esta peligrosa constelación le corresponde ocurrir seis veces. Una de ellas es 1978. Antes de 1978, 1908, 1929, 1943 y 1957. También en 1992 las vidas de mucha gente estarán amenazadas”.

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D O S S I E R 6. La palabra envenenada

"Mis películas giran en torno al problema de las relaciones entre las personas. Tanto si son maricas, normales, lesbianas o cualquier otra cosa, en mis películas y en todo lo que hago las personas experimentan dificultades en sus relaciones". (Rainer Werner Fassbinder). La palabra en manos de Fassbinder es un arma mucho más poderosa que cualquier navaja o pistola. Aunque estas últimas se utilicen para matar, la palabra es, sin duda alguna, la que principalmente se utiliza para herir, para provocar un mayor sufrimiento a los personajes. En sus películas la palabra es utilizada para remarcar jerarquías y determinar quiénes son los dominadores y quiénes los dominados. Quienes contro-

7. La palabra muda

“Vivimos dentro de un sistema que no da a las personas la posibilidad de establecer contactos, de comunicarse. La forma de educación de las diferentes generaciones sólo conduce a esta ausencia de comunicación. Una comunicación real entre las personas sería revolucionaria.” (Rainer Werner Fassbinder). Dos de los personajes más interesantes de las películas de Fassbinder no pronuncian jamás una sola palabra. Tanto Marlene, la ayudante de Petra von Kant en Las amargas lágrimas de Petra von Kant, como Traunitz, la institutriz de La ruleta china, son personajes

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lan la palabra ostentan el poder sobre el resto y tienen la capacidad de humillarles. Uno de los casos más representativos lo encontramos en La ruleta china. En ella, los protagonistas participan en un juego en el que, mediante preguntas aparentemente inocentes, se empiezan a establecer complejos mecanismos que delimitan jerarquías y definen la posición de cada uno de los personajes respecto al resto. El uso de la palabra es también en El viaje a la felicidad de mamá Küsters el de un arma que acorrala a una pobre viuda. Tanto comunistas como anarquistas se aprovechan de su indefensión y la convencen con el lenguaje de que es importante que se posicione políticamente y considere que el asesinato que cometió su marido antes de suicidarse no es en realidad más que una reivindicación política. Pero no son estas las únicas muestras de dominación mediante la palabra: las órdenes que da Petra von Kant a Marlene (Las amargas lágrimas de Petra von Kant, 1972), los sermones de Hans Böhm a sus feligreses (El viaje a Niklashausen), el arrebato de ira de María Braun hacia su secretaria (El matrimonio de María Braun), los insultos de Anton Saitz hacia Elvira (Un año con trece lunas), de Eugen Thiess a Franz Bieberkopf (La ley del más fuerte, 1974), o de Walter Kranz hacia Andrée (El asado de Satán) son sólo algunos de los casos más evidentes. Palabras afiladas como estacas, frías, calculadas y peligrosas. Palabras que dichas en el momento propicio a la persona adecuada logran un efecto fulminante. Palabras que consiguen lo que las armas no pueden.

mudos sometidos a las órdenes de sus superiores. Cuando las observamos en pantalla nos damos cuenta de que en realidad no es necesario que hablen, ya que en este caso su silencio vale más que mil palabras. Su comportamiento, su mirada, sus gestos y expresiones dicen mucho más de lo que podrían decir con cualquier frase. Marlene es la ayudante de Petra, y durante varios años ha obedecido sus órdenes en silencio convirtiéndose en atenta observadora de su decadencia, sus debilidades, sus momentos de euforia y sus ataques de ira. Cuando Petra habla, diga lo que diga, Marlene siempre está ahí. Lo ve todo y lo escucha todo. Probablemente, también lo sabe todo. Petra relaciona este silencio con la sumisión y remarca aún más su jerarquía, desplazando a Marlene hasta la base de la pirámide y situándose ella misma en una cima desde la que puede ordenar con la mayor intransigencia y sin el menor atisbo de humanidad. La relación entre Traunitz y Ángela tiene en cambio otros matices. A pesar de que existe una obvia relación jerárquica entre ambas, la devoción y el afecto son también bastante explícitos y recíprocos. Traunitz acata las órdenes de Ángela porque este es su trabajo, pero además quiere a la niña, aun a pesar de su carácter, o tal vez debido a este. Resulta evidente la relación que se establece en estos dos casos entre el silencio y la represión. Personajes sometidos a las órdenes de una diseñadora de modas de carácter


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tempestuoso y una niña inválida, respectivamente, que con su silencio representan a todas esas minorías que en realidad no lo son en absoluto y que tanto interesaban al director: oprimidos, marginales, personas desfavorecidas que han acabado perdiendo sus derechos o que ni siquiera los han tenido jamás. Pero la intención de Fassbinder no es en absoluto la de crear personajes maniqueos ni hacer cine de buenos y malos. Es por eso que, cuando Petra es consciente de sus

errores y le ofrece a Marlene un trato digno, esta hace la maleta delante de Petra y se marcha sin más. Porque tal vez, una parte de esta represión —no solo en la película sino también en la vida—, sea algo voluntario y necesario para el ser humano. Porque a veces lidiar con la libertad es mucho más complicado de lo que parece y ciertas ataduras ayudan a circular por la vida sin que esta duela tanto.

8. La palabra difundida

camarada Tillmann, refleja con claridad los mecanismos de poder que tan a menudo Fassbinder muestra en su cine.

“Cuando un gobierno conduce al despotismo a consecuencia de abusos y violaciones de la ley, es nuestro derecho y deber derrocar a dicho gobierno. Luchadores por la libertad empiezan a organizar resistencia. Pero los que odian el fascismo pueden verse obligados a apoyar la causa fascista o a estar en las tropas de los cerdos a menos que decidan de inmediato apoyar la lucha y crear la armada del pueblo para derrotar a los cerdos. Venced a los cerdos, que no tengan paz. Vaciad las cárceles, liberad a nuestra gente. Dejad que los fascistas, los jueces, sepan que el pueblo va a castigarles. Convertid la vida en infierno para los enemigos del pueblo. Por cada exceso fascista el sistema deberá pagar el doble o el triple. No nos dejemos perdonar. Nadie puede ser libre en una tierra que esclaviza a otros. ¡El poder para el pueblo!”. (El viaje a Niklashausen). El contenido político y social de muchas de las películas de Fassbinder es canalizado de muchas maneras, y una de ellas son los discursos. En varios de sus filmes los protagonistas, bien de forma voluntaria, bien porque se ven obligados, hablan ante una audiencia que les escucha con atención. Dos muestras de estos discursos las encontramos en El viaje a la felicidad de mamá Küsters y El viaje a Niklashausen. En la primera, tanto el camarada Tillmann —miembro del DKP, partido comunista alemán— como mamá Küsters dan sendos discursos. El primero, para ensalzar al propio partido y exaltar a las masas; la segunda, para intentar así esclarecer su propia verdad y la de la muerte de su marido. Ambas tácticas son distintas y ambos discursos tienen intenciones radicalmente alejadas. En su “viaje a la felicidad” —como reza el título— mamá Küsters se deja confundir e influenciar por comunistas y anarquistas, y su inicial postura apolítica se acaba transformando a causa de la inercia en una suerte de radicalismo inconsciente. El contraste entre ambos discursos, el suyo y el del

Si atendemos a una de las definiciones que da la Real Academia Española de la palabra “discurso”, se trata de un “escrito o tratado en que se discurre sobre una materia para enseñar o persuadir”. Esta persuasión es clave en una película como El viaje a Niklashausen. Si no la persuasión, sí al menos el intento de persuasión. La falsa Virgen María y sus secuaces llegan a Niklashausen con el único fin de provocar una revolución obrera, recurriendo para ello a continuos discursos, prédicas y pláticas. Adoctrinando al pueblo con sus palabras, inusual mezcla de sermón religioso y discurso marxista. El principal problema de la humanidad reside, según palabras del propio director, en que “siempre hay una clase social que quiere educar a la otra, un hombre a su mujer, un hombre a otro hombre: siempre hay esta relación de educación, esta relación amo- esclavo, muy gurú y casi fascista”. Es esta situación de dominación la que preocupa y obsesiona al director, convirtiéndose junto con la degradación moral del ser humano en el eje central de su obra. En El viaje a Niklashausen se produce una revuelta que pretende acabar con esta jerarquía, con esta situación de dominación. Pero en el fondo, el espectador sabe que se trata de una revuelta condenada al fracaso, ya que toda pretendida ruptura de un sistema imperante acaba por imponer otro, igualmente fallido. [1] LARDEAU, Yann: Rainer Werner Fassbinder, Ed. Cátedra, Madrid, 2002, pág. 99 [2] LARDEAU, Yann: Rainer Werner Fassbinder, Ed. Cátedra, Madrid, 2002, pág. 264

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Palabras en el viento Nacho Cagiga

Existe un prejuicio en el cine moderno sobre el uso de la palabra como un actuante que ejerce un sentido negativo en el desarrollo del lenguaje cinematográfico. Es verdad que tras la aparición del sonido empezó a desarrollarse otra forma de concebir las películas, porque el espectador empezaba a ir al cine tanto para ver como para oír. Esto no tendría que haber sido un impedimento para seguir avanzando en la expresividad del medio fílmico; antes bien, todo lo contrario por las múltiples probabilidades que se abrían; pero de alguna manera se ha producido un retroceso a la hora de expresar con la imagen. Lo cierto es que no ha sido la palabra lo que ha traído la desgracia al cine, sino precisamente formas e imágenes que se han convertido en mediocres, no tanto por el uso excesivo o literario de las palabras, sino porque al margen de estas los cineastas se han convertido en creadores conformistas y convencionales apoyados por una industria conservadora cuyo principal objetivo es el mercantilismo. Hay grandes películas que reivindican el uso fundamental del texto verbal y, por el contrario, muchas películas mediocres en las que la palabra no tiene gran significación —y viceversa, obviamente—. Por lo tanto, hay que distinguir claramente dónde está el problema. Y en parte está en un prejuicio habido por un sector de los cineastas frente al mundo literario. No solo hay una confusión ente la imagen y la palabra. También la hay ente los propios cineastas, críticos y cinéfilos en torno al valor de la imagen cinematográfica. Lo que parece haber es una manifiesta falta de confianza en la naturaleza de este tipo de imagen, una especie de complejo de inferioridad del cine frente a la literatura que ya André Bazin denunció y consiguió poner en evidencia. Al hablar de la influencia del teatro en el cine, Bazin ponía como paradigma la figura y la obra de Orson Welles, quien,

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partiendo de una sólida formación teatral y llevando ese lenguaje al cine sin temores vanos, fue capaz de hacer películas maravillosas sin renunciar al verbo shakespeariano. Esto es así, precisamente, porque el cine es siempre otro lenguaje no reducible a cualquier interferencia venida desde otra disciplina, sea esta la música, la pintura, la filosofía o la que se quiera mencionar. Por otra parte, está el viejo axioma, fomentado por los literatos, de que el cine nunca es comparable a la literatura. Como se suele decir, mayormente con razón: de una buena novela nunca sale una buena película, pero sí puede ser que de una mala novela salga una buena película. O también se dice aquello de que las adaptaciones en cine de obras literarias nunca superan el material original. Muchos escritores reniegan de la imagen fílmica por no reconocerle un valor comunicativo complejo, y son incapaces de ver que se trata sencillamente de otra forma de expresión que no se resigna al paternalismo de este punto de vista. Salvador Rubio ha escrito un libro filosófico sobre el sentido estético de la imagen mnemónica en Wittgenstein, que insiste en esta concepción simplificada del cine. El ensayo titulado Como si lo estuviera viendo (El recuerdo en imágenes)[1] es un brillante estudio profundamente técnico sobre este aspecto de la filosofía wittgensteiniana que encomiendo muy vivamente y que defiende la falacia —inspiradora de Wittgenstein— del reduccionismo de la imagen cinematográfica a imagen fotográfica, confundiendo cuestiones de ontología del cine. Rubio concluye, siguiendo a Wittgenstein, que la imagen mnemónica no es como una fotografía y, “por tanto”, tampoco como una película. La argumentación del libro sí equipara a la imagen mnemónica con la buena literatura, porque aporta la afectividad y la


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subjetividad que podemos encontrar cuando leemos una obra de Collins, Duras o Proust. Pero se revela como imagen fallida cuando una película intenta lo mismo, como si, por poner un ejemplo ambivalente, entre L´homme atlantique —texto— y L´homme atlantique —film— (1981), de Marguerite Duras, hubiera una falla insalvable y la película no pudiera ofrecer la función pivotante sobe nuestro papel central, en tanto que sujeto que recuerda, lee o mira una película, de la misma manera que sí podemos encontrar en un libro. Pero el error aquí, y al margen de lo que tengamos que decir también sobre el papel de la fotografía —ámbito en el que no entro—, es que en el cine podemos encontrar un buen paradigma sobre cómo funciona nuestra imagen mnemónica, seguramente más —por su naturaleza icónica— que en la literatura, aunque no soy capaz de demostrar esto lógicamente. Pues el cine, al igual que la fotografía, es imagen fotolumínica, aunque, a diferencia de esta última, es imagen más tiempo y movimiento, lo que le dota de una significación muy especial no solo para el recuerdo, sino también para conformar nuestra visión del mundo, sin entrar en competencia con otras posibilidades artísticas o no. Todo este preámbulo sirve para demostrar que todavía tenemos una concepción del cinematógrafo un poco arcaica, y que más de cien años de historia del cine ya debería hacernos contemplarlo no solamente como imagen fílmica per se, sino como aglutinante de otros lenguajes que ayudan a conformar no esencialmente pero sí accidentalmente esa mezcla de imágenes, o no-imágenes (pienso en el casi total fundido negro de Branca de Neve [Snow White, 2000], de João César Monteiro), y de sonidos, o silencios —baste echar un vistazo al cine mudo sin ir más lejos—, que forman nuestro patrimonio audiovisual en general, y cada vez más virtual, como sabemos, gracias a los avances tecnológicos de última generación.

Llegados a este punto me gustaría hablar de la última película de Béla Tarr (última hasta la fecha, pero también última porque Béla Tarr ha anunciado su retirada de la dirección cinematográfica). A Torinói ló (The Turin Horse, 2011) es una especie de epitafio personal y de autor sobre el cine como medio de expresión. En ella se nos cuenta los últimos días de la vida de una pareja de campesinos (supuestos padre e hija) con el personalísimo estilo de su director, basado en la experiencialidad del tiempo por parte del espectador, a base de largos y lentos planos que pretenden hacernos pasar una vivencia metafísica a través del tiempo fílmico —de la misma manera en que pudo haber teorizado Andrei Tarkovski, solo que buscando una mayor radicalidad desde una posición metacinematográfica: el tiempo-espacio fílmico lo es todo para un verdadero cineasta. En realidad, The Turin Horse es excepcional por muchas cosas, y este texto no tiene como propósito analizar la película, pero sí quiero hablar del uso de la palabra en ella, porque puede arrojar mucha luz sobre el tema que tratamos, y podemos abrir así una perspectiva de lectura —metafílmica— que puede dar mucho juego posterior, aunque aquí solo aportemos unos cuantos apuntes. Lo primero que hay que decir es que Béla Tarr ha contado para esta película con su habitual coguionista László Krasznahorkai, autor al que Tarr adaptó en la monumental Sátántangó (1994). El hecho de recurrir a un escritor, práctica habitual en mucho cine importante, ya debería hacernos recapacitar sobe los lazos profundos que unen los dos lenguajes. Pero hay que decir que Krasznahorkai es un autor con una prosa prodigiosa que crea universos extraños y llenos de intensidad verbal y ambiental. A Tarr no parece que esto le moleste mucho, afortunadamente, y confía en su trabajo común para seguir haciendo buen cine, seguro

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D O S S I E R de su capacidad como director que no va a traicionar su capacidad iconográfica, su instinto cinematográfico. Y no se equivoca, porque la película es, visual y auditivamente, un ejercicio de virtuosismo que hace avanzar al cine varias décadas, no ya por su originalidad (la película rezuma mucha influencia de Samuel Beckett), sino por haber construido un mundo propio y ajustado a una mirada personal sobre una realidad concreta. La imagen fílmica habla por sí sola; parece no necesitar la palabra casi para nada. Pero en los maestros los casi lo son todo, y aunque no sea el único recurso sonoro —pensemos en la hermosa música, en el sonido ambiente, en los efectos sonoros,…—, está claro que la palabra tiene un valor semántico muy peculiar e indispensable para una comprensión íntegra del film. Cuatro son los tipos de voces que podemos oír en The Turin Horse. La primera es la de un narrador omnisciente, de claro carácter literario y poético. Con esta voz podemos tener dos tipos de significación. En primer lugar, sirve para contarnos —sin imágenes asociadas, con una pantalla en oscuridad, en negro— un prólogo a la historia que vamos a ver. Esta pequeña historia sobre una anécdota de la vida del filósofo Friedrich Nietzsche solo la tenemos gracias a la palabra: Tarr renuncia a mostrar imagen alguna, puesto que esta resulta innecesaria. Toda una lección de cine. Pero además, y a partir de este momento, la voz en off de este narrador va a resultar superflua. ¿Por qué dejarla entonces? ¿Por qué no hacer lo que cualquier manual de cine diría y cercenarla sin piedad? Podríamos prescindir de ella y entenderíamos la historia igualmente, pero sin duda habríamos perdido parte de la belleza, generada por el gusto de oír esta voz literaria, dentro de un film con una clara vocación poética evocadora, con lo que se habría perdido una parte de la melancolía del film. Porque esa voz tiene

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un efecto similar al de la música que acompaña a las imágenes para crear un efecto patético y sublime. ¿Habría sido lo mismo sin esa voz entonces? La historia sí, peo no su efecto poético. La segunda voz son las voces que oímos de los principales protagonistas, el padre y la hija que viven retirados del mundo en una casa en mitad de la nada. Son las típicas conversaciones funcionales, que describen a los personajes, manifiestan las relaciones habidas ente ellos y ayudan a conducir el hilo de la narración. Son voces que se ajustan a las circunstancias verosímiles de las existencias que la película nos presenta. Hablan cuando tienen que callar y guardan silencio cuando tienen algo que decirse. Aquí la palabra sirve para dotar de significación al silencio, y ayuda al principio de veracidad que toda película debe tener, por abstracta o fantasiosa que sea. La tercera voz, las voces de los gitanos, son palabras que se aproximan al ruido, a otros elementos sonoros, como el del viento omnipresente en el exterior. Sin embargo, de ese barullo de los gitanos que entendemos, pero que daría igual entender o no porque la imagen es suficientemente elocuente, pasamos a una frase que sí debe ser entendida con toda la gravedad y peso que tendrán en la historia: el presagio de venganza que proclaman. Cierto es que, si no la oyéramos, podríamos imaginar igualmente que los responsables de la tragedia son el padre y la hija, pero la fuerza dramática no hubiera sido la misma. Por eso, la elección de Tarr y Krasznahorkai nos parece la ideal al dejarnos entender esas palabras que anuncian la tragedia y hielan nuestra sangre. Dramáticamente no podría ser lo mismo. La cuarta palabra, la del extraño viajero que les visita para conseguir un poco de aguardiente, es, sin embargo, la


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más interesante de todas. El hombre hace un discurso espléndido sobre la corrupción del mundo, que valdría igual para cada época y cada lugar. Está escrito con una intención kafkiana, revelando la dimensión siniestra de la realidad. El discurso es escuchado con indiferencia por la joven, y con respeto por el viejo, hasta que este reacciona agresivamente hacia las palabras del viajero, tratándolas de necias, aunque luego el episodio de los gitanos venga a darle la razón a este personaje que solo tiene una aparición fantasmal y premonitoria en el relato. El viejo prácticamente le rechaza y le despide de su casa porque no entiende lo que se le está diciendo, porque sus palabras filosóficas y abstractas no caben en la realidad que le circunda, más física y concreta. Sin embargo, hay otra lectura desde una perspectiva metafílmica: no es el sentido de las palabras, que afectan a la historia, sino el hecho de que se use ese tipo de lenguaje, una voz que no tiene cabida en esta historia, como tampoco la del narrador, pero que pasa fuera del campo de acción de los personajes, lo que lleva a sus autores a incluir a este hombre, y a su discurso, en la película, pero a expulsarle de la historia. En definitiva, son palabras que explican la película, algo totalmente innecesario, porque la película —ninguna película— debe explicarse o justificarse a sí misma. Pese a ello, Tarr y Krasznahorkai han decidido dejarlas, aunque manteniendo la ironía de su expulsión; están ahí y dan muchas claves verbales que la propia película está dando visualmente. ¿Es, entonces, un error dejarlas? Habrá quien piense que sí. Para mí, que he sido estimulado con el poder de su reflexión, y que no tengo inconveniente alguno en que se utilice la palabra para hacer aflorar el sentido de las cosas, porque se me ha dado más en un mismo plano, me parece incluso ridículo plantearme su cuestionamiento.

diar al maestro sueco. No lo quiero sin sonido, como no quiero con sonido al viento de Sjöström. Esto debería ser solamente una decisión de estilo, porque los medios técnicos están ahí para que cada cual decida y para que cada uno decida si le gusta o no. El cine no es una ciencia, sino una poética. Ahora que están de moda películas sin palabras, hay que recodar que cineastas como Carl T. Dreyer, Luis Buñuel, Ingmar Begman, Satyajit Ray, Jean Eustache, John Cassavettes o Lee Chang-dong han hecho películas con muchas palabras cargadas de información para el espectador… y que jamás serán superadas. [1] RUBIO MARCO, Salvador: Como si lo estuviera viendo (El recuerdo en imágenes), Ed. Machado, Madrid, 2010.

Tampoco quitaría el viento, aunque se podría haber hecho un The Turin Horse sin ese sonido, como Victor Sjöström hizo El viento (1928) sin sonido alguno. Pero, ¡qué viento nos ha regalado Tarr!; no tiene nada que envi-

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La palabra como imagen José María Merino Medina

La expresión inglesa silent film no se corresponde exactamente con la denominación española “cine mudo”, porque donde los angloparlantes denotan silencio, los españoles hablan de mudez. Si el silencio es un estado, la mudez es una elección o una anomalía. En este sentido, durante mi infancia fui un espectador de “cine mudo”, en el sentido español del término, ya que en las técnicas interpretativas de los actores, los lenguajes corporales, la expresión facial, los gestos enfatizados, veía yo un desesperado intento por hacernos llegar sus voces, al modo con el que un sordomudo se esfuerza por comunicarse con sus gruñidos guturales. Esta percepción era más nítida en la última y magistral etapa de ese cine inaugural, en la que los actores adoptaron técnicas menos paroxísticas, más cercanas al naturalismo expresivo, de manera que el espectador observa el movimiento de sus labios en un intercambio dialógico sin sonido, del cual los intertítulos hacen un resumen básico. La utilización de esos rótulos intercalados en las escenas suponían para mí una prueba definitiva de que el cine intentaba por todos los medios llegar a la palabra, vencer su mudez técnica, al tiempo que ponían a prueba mi paciencia por la duración, a mi juicio de espectador impaciente, tediosamente larga con los que se interrumpía, como lo hace hoy la publicidad en la televisión, la continuidad narrativa. En todo caso, parece evidente que el “cine mudo” pugnaba por todos los medios por dejar de serlo, por superar su discapacidad oral, lo que pone muy en cuestión la teoría idealista de una época dorada en la que la imagen se bastaba por sí misma para comunicar y contar historias. Puede decirse que el cine mudo es un cine de imágenes en las que es visible el latido de la palabra amordazada. Cierto es que de la necesidad se hizo virtud y los hallazgos visuales tuvieron un torrencial desarrollo y forman parte fundamental del cine sonoro hasta nuestros días. Pero lo que es indiscutible es que si el cine hubiese sido desde su nacimiento un medio exclusivamente imagénico, como lo es la fotografía, no habría necesitado un desarrollo tecnológico hacia las talking pictures, buscado con tanto afán por la incipiente industria. En otros términos, no llevaría ningún adjetivo que subraye su condición de no audible, porque se sentiría consumado en la imagen.

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Cualquiera que revise esas joyas de la etapa muda puede comprobar en cada plano cómo la palabra pugna por romper esa urna insonora en la que se sitúan personajes y acción. La necesidad de la palabra se hace notar en todas las grandes películas mudas a un lado y otro del Atlántico, y su titánica lucha por hacerse oír comunica al espectador un malestar insidioso, tanto más insufrible cuanto más bellas son las imágenes que se le ofrecen en la pantalla. Lo paradójico es que, una vez instalados en la era del sonoro y pasado el primer desahogo del diálogo omnipresente, los realizadores emprenden el camino inverso. Utilizando la “palabra-emanación”, de carácter antiliterario y antiteatral, es decir, aquellos escenarios en los que la palabra se sume en situaciones de algarabía y no llega a ser oída o íntegramente comprendida por el espectador, los realizadores asumen un concepto realista del medio sonoro, en el que las voces de los protagonistas son solo un sonido entre otros más potentes. Se acaba así con el efecto artificioso de “la palabra texto” y de “la palabra teatro”. En cierta forma, la palabra vuelve al silencio en una situación de estruendo o tumulto. Porque en el cine mudo prima justamente “la palabra teatro”, y los personajes se expresan con profusión aunque solo se traduzca un resumen de su interlocución. En otras ocasiones, el realizador del cine sonoro usa la voz en off para tapar los diálogos que transcurren en la escena y relativizar así su importancia. Todas estas estrategias del cine sonoro van en la dirección contraria de la primacía del discurso, apuntan hacia un silencio simbólico en la forma de la “palabra inmersa”, que resulta de las situaciones ya explicadas con ruido ambiental más potente que la voz de los protagonistas, cuyas palabras se borran a ratos para emerger confusamente, con una pérdida tácita de inteligibilidad. En estos vaivenes de la palabra al silencio se juega la falsa rivalidad entre imagen y palabra en el cine, sobre la que se ha construido toda una biblioteca de estudios y críticas. Quizás se me perdone la petulancia de proponer una cita de Heidegger para cerrar esta reflexión: “Oír es ver”.


Ricardo Adalia Martín

El rayo verde nació como homenaje a Eric Rohmer; tiene el honor de ser el cineasta del se han proyectado más películas en el Cine Club Calle Mayor. Tras su muerte en el año 2010, le dedicamos un pequeño dossier con el que tratábamos de acercarnos a la complejidad de una obra que suele reducirse a simples y superficiales relaciones de pareja; nada más lejos de la realidad. Tras la aparente sencillez y banalidad se esconde una compleja dimensión artística, política y estética tan mal entendida por la mayoría de los que quisieron copiarla o partir de ella. Este mismo año proyectamos por primera vez un trabajo de Hong Sang-soo, La puerta del retorno (2002). Conocido en nuestro país gracias al pack que lanzó Intermedio con algunas de sus películas más representativas (véase el número cinco de El rayo verde), este cineasta coreano ha sido durante muchos años el secreto mejor guardado de la cinefilia. Gracias al éxito y reconocimiento que obtuvo por Woman on the Beach (2006), logró abandonar la zona de invisibilidad donde permanecía escondido. A partir de ese momento, toda su filmografía comenzó a circular frenéticamente por la red, revelándose como uno de los más grandes cineastas de nuestro tiempo. Rápidamente se le asoció con Eric Rohmer, porque todas sus películas pivotan sobre un triángulo amoroso y se muestran como una especie de cuento moral sobre la condición humana. Él, por supuesto, no niega que su obra haya sido influida por el cineasta francés. Aunque por primera vez en mucho tiempo, nos encontramos con un cineasta que verdaderamente ha entendido e interiorizado a aquel que toma como uno de sus maestros. En el magnífico texto de Faustino Sánchez, que compara las relaciones de ambos directores tomando como base Woman on the Beach, encontramos una frase lo suficientemente elocuente: “Ambos se han dedicado, o se dedican, como antropólogos ávidos de diseccionar la parte del mundo que más les fascina, a explorar de manera exhaustiva las reacciones y comportamientos humanos ante determinadas situaciones ancladas a un contexto concreto y al carácter voluble de unos protagonistas marcados por la huella de la experiencia vivida o soñada”.

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El futuro del cine es Hong Sang-soo En este dossier no pretendemos centrarnos únicamente en las correspondencias que se pueden entablar entre ambas obras, sino establecer un punto de partida para el estudio de toda la complejidad del cine de un autor que seguramente nos va a acompañar en nuestras pantallas durante muchos años. Disponer de alguna referencia siempre es útil para comenzar a orientarse allí donde resulta muy difícil. Porque el cine de Hong es sumamente complejo; su sistema estético trabaja quebrando cada mirada, cada certeza que se cree tener pese a que, paradójicamente, intenta ofrecer un cine lo más sencillo posible. Como dice uno de los muchos directores que coloca en la escena de uno de sus films: “Me gustaría que mi película tuviera el tipo de complejidad de un ser vivo. Si me hubiera ceñido a un tema, enfocaría todo a un único punto. No apreciamos las películas por sus temas. Nos han enseñado a hacerlo. Los profesores siempre preguntan: ‘¿Cuál es el tema?’ Pero antes de preguntárnoslo, ¿acaso no hemos reaccionado ya a la película? No tiene gracia meterlo todo por un embudo. Es demasiado sencillo. Pero quizás la gente prefiere las cosas sencillas”. Un estudio sistemático, como el desplegado por Roberto Martínez, intenta acercarse a cada una de las permutaciones del cine del coreano. Porque el cine de Hong Sang-soo, antes que nada, es un cine de la variación; parte de un imaginario propio y efectúa una serie de movimientos, como si se tratara de una sinfonía, intentando reflexionar sobre algunos de los problemas que asolan nuestra contemporaneidad, como la falta de deseo o la inoperabilidad del presente habitado. De la misma manera, el pequeño atlas que ha confeccionado un servidor pretende presentar visualmente algunos gestos que parecen repetirse recurrentemente en su filmografía. Para rematar la aproximación, también se incluye un acercamiento a algunos de los misterios mejor guardados de su cine, así como una serie de críticas de las películas que consideramos más representativas. Con todos ustedes Hong Sang-soo, el cineasta más importante de nuestro tiempo.

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Las permutaciones Hong Sang-soo Roberto Martínez

“En cada pincelada arriesgo mi vida”, Cézanne (Notas sobre el cinematógrafo, Robert Bresson, 1975) Hong, con un diminuto vaso de licor en una mano y un Marlboro Medium en la otra, estaba apoyado en la barra del bar. Absorto, pensativo, ajeno al ruido que le llegaba desde la habitación de al lado. Un pequeño comedor donde festejaban la vida los personajes de sus películas. No eran muchos y se conocían lo suficiente como para saber en qué iba a acabar aquello. Hacía tiempo que cada uno por separado había atravesado las creencias y llegado a la puerta del retorno una y otra vez. Se trataba de una reactualización de El banquete, de Platón, con unos nuevos y coreanos Aristófanes, Pausanias, Erixímico, mujeres… y Eros presidiendo los discursos a cada momento más entretenidos. Hong tenía a todos dentro de su cabeza y, sin embargo, estaba muy lejos; cerraba los ojos como para coger fuelle y tomaba notas entre el humo y el ruido de fondo. Hacía algún que otro dibujillo, escribía, parecía ensimismado. Las palabras para él son importantes; así lo hemos podido apreciar en cada una de sus películas, donde los personajes no hacen discursos académicos o rimbombantes porque, él lo sabe, la gente normalmente no habla así. Sin embargo, sus escritores, actores y directores de cine no necesitan demasiadas palabras para explicar lo que son sus vidas y las dudas que las pueblan. Ellos y ellas no acaban de encontrar su lugar en el mundo, a no ser que se considere tal un antro como ese en el que están comiendo y bebiendo entre risas y recuerdos: “Libando de sus copas”, se dice en El banquete. Hong parece un extraño cazador de mariposas acechando, a la espera de atrapar de un golpe aquellas palabras que se ajusten a la idea que le revolotea. Exhala el humo del cigarrillo y vuelve a apretar el bolígrafo contra el papel. En estos momentos Hong sólo vive por y para el cine, fija planos y paisajes mentalmente y danza con unos fantasmas que se nos han hecho familiares. Un espectador lejano y perdido que repita en la sala puede llegar a creer que su cine tropieza con idénticas piedras, escenarios y planteamientos para volver a decir lo mismo. Otros, al contrario, asegurarán que el director sabe mucho de la vida y cada vez nos desvela un matiz nuevo. En realidad, ninguno de los dos se acerca al planeta Hong, un lugar donde las cosas nunca terminan de explicarse. Tal vez allí los habitantes estén más confundidos que en ninguna otra parte, ya que la realidad no tiene una estructura de ficción. Hong, no obstante, hace una película tras otra, aunque la vida ni radica en eso ni trata de ello: ¿acaso consiste en recortar

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secuencias, aislar planos y combinarlo todo en el montaje? O tal vez sí y el sentido se encuentre en las permutaciones de los mismos elementos que germinan a nuestras espaldas sin poder hacer nada para evitarlo. Hong, aunque no lo pareciera, estaba trabajando. Siempre está trabajando y ello le hace ser un prisionero de sí mismo. Todo le vale; no se cansa de observar y escuchar lo que dicen a su alrededor. No deja de dar vueltas a lo que será su próxima película, a eso que acaba de escribir. De momento, se trata de ciertas observaciones un tanto ambiguas y tres o cuatro comentarios. Una frase del tipo: “Ya sé que es difícil ser humano, pero intentemos al menos no convertirnos en monstruos”. Fue lo que, al principio de su película Saenghwalui balgyeon (Turning Gate, 2002), le dijeron al protagonista cuando se atrevió a ir a las oficinas de la compañía para reclamar el dinero que se le debía. Esa frase le dio mucho juego. La sentencia venía de muy lejos, de alguna tradición o leyenda, y podía dejar al oyente noqueado en el momento de estar contra las cuerdas. No es algo excepcional, en HaHaHa (2010) el protagonista le dice a una profesora que acaba de dar una pequeña lección a un grupo de niños que creía que “cuanto menos sabes, más ves” y no como había dicho ella siguiendo el refrán: “No puedes ver más de lo que sabes”. Saenghwalui balgyeon tampoco es el título original de Turning Gate (La puerta de la vuelta). Hong admite que en sus diálogos hay juegos de palabras muy difíciles o imposibles de traducir. Los que distribuyen sus películas ayudan “interpretando” los ideogramas, pues saben que no pueden colocar en ningún cartel occidental sus palabras, las de su lengua, las que fabrica su cerebro con lo que lleva dentro: 생활의 발견. Hong tampoco es Hong, sino 홍상수. Pero lo que nos cuenta sí somos nosotros, una parte fundamental de la única naturaleza psíquica de la humanidad. Todos los seres humanos tienen y expresan emociones; lo único que varía es la relación entre la forma externa de comunicarlo y el sentimiento interno que le corresponde. Hong nos enseña que los ciudadanos de Corea del Sur y los del resto del mundo somos los mismos, estamos implicados en idénticos compromisos vitales. Nuestras culturas, siendo tan diferentes, distorsionan, transforman, acercan y alejan las emociones de amor y odio dentro de cada individuo de forma muy similar, en tensión con ellos mismos y la sociedad. Las emociones, el pensamiento y los problemas que estos generan a nivel existencial nos resultan demasiado cercanos pues compartimos las mismas experiencias. Hong nos da a conocer sus alter ego y nosotros, de inmediato, nos reconocemos en un lenguaje común: el de las imágenes, gestos, miradas, presencias y ausencias


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de cada uno de ellos. Reconocemos la lluvia cayendo sobre los hombros, el plano de una calle oscura, iluminada por las luces de neón, la furia y la desolación expuestas a la intemperie con ayuda del alcohol, las disonancias trágicas… Reconocemos, sobre todo, la navegación por el vacío, el desencuentro y esa deconstrucción del amor romántico que tanto daño hizo al espectador y el lector iluso. En Oriente no todo es sensualidad, amor tántrico y placer tibio, dulce y maravilloso. Hong nos coloca delante juegos de espejos para apreciar ángulos y rincones que conformarían una conciencia universal del otro y de nosotros. Esto puede que tenga algo de catarsis compartida entre Hong y el espectador. Los protagonistas caen en una especie de hamartia y los espectadores se descubren en ellos, mas no quedan purificados, pues las películas, demasiado reales, rezuman una verdad ácida, frágil y desorientadora. Si una imagen vale más que mil palabras, en una escena se pueden contener todas las preguntas. Un ejemplo: en la última escena de cama de esa misma película, La puerta de la vuelta, ella, Kim Sankyung, explica que su marido es diferente porque tiene algo que no tienen los demás, vive para ellos. El amante, Kim Kyungsoo, responde que no cree en

eso y, de manera muy natural, tras una pausa, añade que tal vez esté equivocado. Antes, Kyungsoo había preguntado si su marido trabajaba en la ciudad de Chuncheon pues creía haberle visto casualmente con una mujer en un bote de pedales. Esto ocurría en la otra historia del film, que viene a ser como una parte independiente de la segunda. Entonces el espectador quiere recordar aquel encuentro intrascendente y duda, ¿era él? El azar también es un protagonista. Pero los juegos de Hong van más allá, ya que de repente pudiera suceder que lo que estamos viendo es un sueño demasiado real en el que han ocurrido cosas de verdad. Uno de los que estaba en la habitación salió dando tumbos y fue a saludar a Hong, le pidió fuego, masculló algunas palabras y se dirigió hacia la puerta para fumar tranquilamente en la calle. La mirada de Hong le siguió en un plano secuencia, sin cortes ni parpadeos. Como todos los coreanos se nos parecen, podría ser cualquiera de sus actores, uno de los del principio, de aquella Daijiga umule pajinnal (The Day a Pig Fell Into the Well, 1996). Ha sido la única película en la que no ha firmado el guión. Hong sabe de la importancia de una ópera prima porque de su

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D O S S I E R recibimiento dependen muchas cosas. En su caso sirvió para darse a conocer con cuatro historias cruzadas que exploraban lo que vendría a conformar buena parte de su impronta. Con esta película recibió el Premio Dragón y Tigre para el Cinema Joven del Festival Internacional de Cine de Vancouver en el año 1997 y el Premio Tigre del Festival de Cine de Róterdam. Detrás de la barra había algunas fotografías en blanco y negro de personas desconocidas. Hahaha (2010) se desarrolla así: dos amigos se encuentran y hablan de lo bueno que les ha pasado. Se muestran fotogramas en blanco y negro entre risas y tragos mientras las voces en off de ambos explican lo que hemos visto o vamos a ver, la siguiente historia, recuperado ya el color de las imágenes. La amistad y los encuentros son recurrentes en su cine, es parte de su belleza; una amistad honesta de juventud que tras el reencuentro tiene mucho que desvelar, sueños cumplidos y rotos, amores fracturados, soledades donde las mieles tienen sabor amargo. A pesar de ello, siguen en sus trabajos, haciendo lo que únicamente pueden hacer: escribir, rodar, actuar. Son pequeños monstruos desvalidos en el mundo real, alejados de su órbita creadora pero aún girando alrededor de ella sin darse ninguna importancia; al contrario, se sienten demasiado minúsculos. Todas las películas se parecen, unas más que otras, como si cumpliesen la máxima de Bresson: “Sin cambiar nada, que todo sea diferente”. Los personajes recuerdan o vagan sin más, heridos de fatalidad, sucios, con su mirada particular escarbando fragmentos o abriéndose paso entre evocaciones pues su memoria, nuestra memoria, no es pasiva ni reproduce nada, sino que construye o reconstruye los datos almacenados. Y esos datos están envueltos con melancolía, humor, vacío, humo y alcohol.

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Hong ha tenido grandes fracasos económicos, con su primera película sin ir más lejos. Eso no le ha impedido seguir fumando. Su cenicero hablaba por sí solo en el momento de aplastar la colilla. Tampoco le ha impedido alcanzar un éxito progresivo y un reconocimiento mundial, aunque en España su proyección vive a la sombra de otros coreanos algo más conocidos y distribuidos como Bong Joon-ho (Memories of murder, 2003), Park Chan-wook (Old Boy, 2003), Lee Chang-dong (Poesía, 2010) o Kim Ki-duk (Samaritan Girl, 2004; Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera, 2003), etc. Antes de apagar su cigarro, encendió uno nuevo. Hizo su segunda película, de bajo presupuesto, Kangwon-do ui him (The Power of Kangwon Province, 1998), y fue invitado por el Festival de Cannes, en la sección Un Certain Regard, algo que no había conseguido ningún cineasta coreano. Debería contar todo esto sin punto y aparte, como él hace con sus escenas, dejando que los actores se desenvuelvan y entren sin cortes ni necesidad de montajes. Ellos están recogidos en un plano mientras conversan con la mesa llena de viandas y bebidas locales a un palmo del espectador, sin planos-contraplanos. A lo sumo nos acerca sus rostros durante unos instantes gracias a un zoom muy básico. ¿Por qué utiliza tanto este recurso?, se preguntan los críticos. Esta técnica ha acabado convirtiéndose en su sello particular, una rúbrica que impulsaría desde Geuk jang jeon (Tale of Cinema, 2005), y que para algunos es un beso, un guiño o una guinda cariñosa marca de la casa. Ahora lo recuerdo, Hong estaba jugando con un saltamontes sobre la barra, aunque tal vez se tratara de otro insecto. No sabemos en qué estaba pensando, pero si tuviera que elegir un tiempo para ubicar sus ideas diría que miraba hacia el futuro. Esto pudiera parecer extraño en


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un director que se recrea muy a menudo en el pasado de sus protagonistas, un pasado que, a nivel personal, pasa por los Estados Unidos, el California College of Art and Crafts y la School of Art Institute de Chicago. Allí pasó diez años estudiando y rodando cortos de cine experimental. Sí, se entretenía con esa especie de langosta, la rodeaba con sus dedos y la fotografiaba mentalmente. Tal vez fuera un pequeño insecto palo. En cualquier caso, el bicho tenía los ojos facetados. Ese tipo de ojos funcionan de manera similar a las modernas cámaras digitales que capturan las imágenes con un panel en el que cada puntito representa un píxel. Los sentidos de Hong tienen algo de estas unidades sensoriales receptivas; por ello, en sus películas vemos una pequeñísima porción de la imagen de la vida y el conjunto de haz de fibras, el conjunto de sus películas, compondría la imagen de una totalidad. Vemos a los personajes, por tanto, desde distintos ángulos, lo que nos permite incluso observar cómo se entrecruzan sus historias sin que ellos lo sepan. El resultado ha supuesto describir su obra con un excelso abanico de palabras que no deberían repetirse más para no caer en la redundancia o en adornos que pierdan su sentido y acaben haciéndose eco entre una prosa lisonjera y hueca: “Su obra explora una geografía del deseo, debería llevar el subtítulo de psicopatología de la vida cotidiana […] se la ha definido como amarga comedia romántica y melancolía devastadora. Realiza profundos retratos de personajes inmaduros con

relaciones de implosión […] tiene un ritmo pausado, un humor inteligente, emplea tropos formalistas. Es un irónico anatomista que indaga en las fallas masculinas del descontento y sus bloqueos emocionales con despiadado romanticismo, de una manera clara y sencilla. Utiliza simetrías y patrones visuales sutiles y narrativos […]” Él no tenía esas palabras previamente en su cabeza. Su juego, sus cálculos eran otros; sus definiciones, pinturas que van de lo concreto a la abstracción... pero no dejan de ser ciertas. Volvieron a abrir la puerta. Se trataba, en ese momento le reconoció, de Mun Seong-kun, que venía de fumar. Mun trabajó en Oh! Soo-jung (Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (2000) y Haebyeonui yeoin (Woman on the Beach, 2006). El primer título hace referencia a una obra inacabada, sobre vidrio, de Marcel Duchamp, La novia desnudada por sus solteros, incluso o el Gran Cristal. El Gran Vidrio (1915-1923), como también se la conoce, representa un diagrama mecánico de las relaciones sexuales que el propio Duchamp se encargaría de explicar en sus anotaciones. La obra tiene dos partes, en una se encuentra la mente y en otra el cuerpo. Esto también ofrece algunas claves en la obra de Hong porque el sexo en sus películas es importante, descarnado, sufriente, urbano, exprés, occidental o cuando menos sin el tópico basto y amplio de un oriente tántrico y deseable. Las escenas de cama comienzan sin que veamos los preámbulos y suelen terminar bruscamente, cambiando de escena. Hay quien le tacha de

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D O S S I E R machista, quien observa aspectos freudianos, nada sensuales, donde incluso la idea de morir surge bajo las sábanas como una salida abrupta para sus personajes. Conviene puntualizar que, al menos en el año 2008, Corea de Sur encabezó el número de suicidios en un país de la OCDE, siendo este un pensamiento recurrente entre los estudiantes universitarios. Junto a Mun caminaba la sombra de Lee Eun-ju, actriz que trabajó junto a él en la tercera película del director. Lee Eun-ju se suicidó a los 24 años. La otra obra donde trabajó Mun, Haebyeonui yeoin (Woman on the Beach, 2006), hace referencia a la película homónima de Jean Renoir Una mujer en la playa (1947). También hay algo de la película de Rohmer, Pauline en la playa (1983). En todas ellas el triángulo amoroso compuesto por los protagonistas y sus razones trigonométricas permite encontrar pensamientos complejos y longitudes desconocidas. Para muchos es una de las mejores películas de Hong, si es que esto se puede decir sin salirse de una particularísima afinidad electiva y secreta que conectaría con lo más hondo del ser. En este afán por clasificar también se dice que hay mucho de cine francés en Hong, de Rohmer principalmente, de Truffaut y de la nouvelle vague en general debido a sus medios escasos, el poder de sus diálogos y la fuerza y credibilidad de lo que se nos cuenta. Muchos le llaman el Rohmer oriental. Una etiqueta más, un primer plano con el que intentan acercárnosle con pocas palabras, aunque Hong no sea muy amigo de los primeros planos. Con estas y otras referencias, Cannes reconoce su labor y le ha convertido en un fijo del festival. En el año 2010 ganó en la sección Un Certain Regard con HaHaHa. Ese mismo año llevó otra película al festival de cine de Venecia, Ok-hui-ui yeonghwa (Oki's Movie) con Lee Seon-gyun, Yu-mi Jeong y Mun Seong-kun en el papel del profesor de cine. Participó en la sección oficial de Cannes con Yeojaneun namjaui miraeda (Woman Is the Future of Man, 2004) y Geuk jang jeon (Tale of Cinema, 2005). En el año 2011 repitió nuevamente en la sección Un Certain Regard con Book chon bang hyang (The Day He Arrives), una comedia en blanco y negro que participa, sin salir del barrio de Bukchon (Seúl), en esa especie de variaciones Goldberg que representa su obra armónica. El vínculo francés se estrecha un poco más con la actuación de Isabelle Huppert en su nuevo rodaje, algo que la actriz aceptó sin conocer absolutamente nada de la historia, no lo necesitaba. Hong tiene fama de director difícil; sus actores beben, se emborrachan, no conocen el guión ni su papel hasta el mismo día del rodaje, etc. Huppert ama las películas de Hong, no pidió saber más. Esa es una posibilidad, la otra es odiarle por repetitivo y cansino. No hay término medio. Hong decidió estirar las piernas y salió a la calle con las manos en los bolsillos. Había comenzado a nevar como en su película Woman Is the Future of Man (La mujer es el futuro del hombre, 2004). Nunca supo muy bien qué quiso decir Louis Aragón cuando dijo eso. No le importa, en su obra la mujer pertenecía al pasado de los protagonistas, ellos la buscaban y, por tanto, ella estaba en su futuro. La frase sigue conservando brillo e inteligencia. Hong dio cuatro pasos sobre la ligera capa de nieve que cubría la acera y volvió sobre ellos como uno de sus personajes en aquella película. “Parecerá que alguien ha andado en una sola

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dirección cuando en realidad has ido y has vuelto”, se dice mentalmente ha cambiado mucho durante estos años, todo el mundo ha cambiado pero la nieve parecía la misma y sus presupuestos… siguen tocando fondo, el mundo, el universo también… aunque a partir de Jal aljido mothamyeonseo (Like You Know It All, 2009) sus películas resultan más suaves y divertidas. Así lo supieron ver en Cannes, esta vez en la quincena de realizadores. En realidad lo que siempre ha filmado son sus memorias. Nos sorprendería que condujera un coche a toda velocidad o que no cogiera un taxi para ir a cualquier parte, que no bebiera, fumara o no le diera importancia al azar o a esos conceptos universales de los que hablan sus protagonistas. La creación en el arte rompe las restricciones que impone el presente y nos ofrece su esencia. A cambio, gozamos estéticamente y liberamos la mirada domesticada por lo cotidiano. La creación tiene bastante de juego, de libertad, azar y posibilidad. Bam gua nat (Night and Day, 2008), presentada en el festival de cine de Berlín, fue su octava película y la primera que realizó fuera de su país. Su protagonista nos lleva por las calles de París acercándonos al mundo de las artes plásticas de una manera sutil y tangencial, tontamente; él, Sung-nam, de hecho, pinta nubes aunque nunca le veamos trabajar sobre el lienzo, igual que tampoco veremos actuar a los actores o dirigir a los directores, protagonistas en la mayoría de las películas que componen su filmografía. Un día de verano Sung-nam se acerca al museo D´Orsay y observa, junto a su acompañante, la obra de Courbert, El origen del mundo. Esa imagen sirvió de carátula a Intermedio para editar la caja de 5 DVD a finales del año 2010 (títulos citados en castellano), lo único que comercialmente se ha distribuido en nuestro país. Hong volvió a sentarse en el taburete junto a la barra y el insecto. El camarero, de repente, lanzó un golpe con una revista doblada por la mitad y acabó con él. Hong, antes de estornudar varias veces, miró el título del artículo manchado por los restos de su juguete y la firma del autor, Gay Talese. Filmografía: 1.

The Day a Pig Fell Into the Well (1996)

2.

The Power of Kangwon Province (1998)

3.

Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (2000)

4.

La Puerta de la Vuelta (2002)

5.

La Mujer es el Futuro del Hombre (2004)

6.

Un Cuento de Cine (2005)

7.

Mujer en la Playa (2006)

8.

Noche y Día (2008)

9.

Like You Know It All (2009)

10.

Visitors (Jeonju Digital Project, Hong Sang-soo, Naomi Kawase y Lav Diaz, 2009)

11.

Hahaha (2010)

12.

Oki´s Movie (2010)

13.

List (corto, 2011)

14.

The Day He Arrives (2011)


Faustino Sánchez

1.- Vagar, morir, soñar En Le signe du lion (The Sign of Leo, 1962), el largometraje que supuso el debut en la dirección de Éric Rohmer y que se suele considerar una de las obras menos representativas de su cine, el protagonista se pasa buena parte del filme vagabundeando por las calles de París, perdido de sí mismo, buscando una salida a una crisis personal que es la crisis del hombre del siglo XX. Ya lo percibieron así los dos ejes centrales de la literatura contemporánea, James Joyce y Samuel Beckett, quienes en Ulises (1922) y Molloy (1951), entre otras obras, tuvieron la crueldad de dejar a sus protagonistas solos en un mundo que no iba a hacer ningún esfuerzo por comprenderlos. La angustia no tiene salida, pero el vagabundeo crea la ilusión mental de que algo diferente pueda suceder, la esperanza jamás reconocida de quien se sabe perdido. La ópera prima de Rohmer prosigue esa senda de la devastación existencial y la autodestrucción del vagabundeo o, más bien, del vagabundeo como única opción ante el desmoronamiento íntimo. Aunque el germen de la desazón de Beckett tenga un carácter más abstracto, intrínseco a la condición humana, el de Joyce responda más bien a los errores del pasado no asumidos por el individuo, y el de Rohmer se presente en esta película de forma más materialista, por proceder directamente de errores materiales concretos, en los tres casos podemos apreciar cómo el terrible peso de la vida se manifiesta asociado a lugares específicos, a espacios bien identificables. El Leopold Bloom de Ulises no quiere volver a su casa, en la que sabe que su mujer le está siendo infiel, y prefiere vagar por las calles de Dublín con objetivos que se irán materializando de forma espontánea a través de sus respuestas sensoriales más directas. El vagabundo Molloy de la novela de Beckett, sin embargo, no tiene más hogar que la construcción mental del cuarto de su madre, y por esa razón necesita moverse constantemente, a pesar del sacrificio físico que esto le implica. Lo mismo le ocurre al protagonista de Le signe du lion, a quien Rohmer parece condenar a una penitencia eterna como un Sísifo castigado por su mala vida y su dudosa moralidad. Rohmer demuestra ser el más clásico de los

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Woman on the Beach. Vivir para jugar

tres, porque plantea causas concretas (aunque funcionen como metáfora) a la angustia vital, pero, sin embargo, coincide con Beckett y Joyce en que no hay salvación posible, no hay solución, no hay escape para el hombre de un siglo XX en el que Dios ha muerto. Pero los años pasaron para el católico Éric Rohmer, y sus personajes siguieron vagabundeando, siguieron dando vueltas y vueltas por paisajes campestres, playas luminosas, ciudades impersonales, viñedos soleados. La respuesta a la angustia existencial iba a seguir siendo la huida del lugar de residencia, pero ya no habría causas morales concretas, ya no habría culpas, como le ocurre a la Marie Riviere que vagabundea sin parar en El rayo verde (1986) en busca del amor perfecto; y los personajes pasan a buscar un paisaje todavía virgen, aún no contaminado para uno mismo de imágenes negativas, imágenes que impiden volver a reflexionar sobre lo que hay delante, que contaminan todo lo demás. En pleno siglo XXI, Hong Sang-soo, un cineasta coreano que parece impregnado de una tradición cultural netamente europea, dibuja en una de sus películas más redondas, Haebyeonui yeoin (Woman on the Beach, 2006), una escena entre lo trágico y lo cómico en la que el personaje protagonista explica cómo esa idea de las imágenes contaminadas es el motor de todas sus pulsiones, para lo bueno y para lo malo. Pulsiones que le causan su angustia existencial pero también le proporcionan la energía necesaria para alcanzar el éxtasis creativo. Porque el protagonista de Woman on the Beach es un cineasta inmerso en un bloqueo creativo que le pide a un amigo que lo acompañe a la playa, donde piensa que podrá encontrar la inspiración y concentración necesarias para escribir el guión que tiene comprometido con su productor. De este modo, el cineasta busca airearse para luchar contra las imágenes que contaminan su lugar de residencia habitual y que le impiden liberar la creatividad necesaria. El recuerdo es, por lo tanto, algo contra lo que luchar, en lugar del bálsamo que suponían para autores como Marcel Proust o Georges Perec, a quienes, a pesar de

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D O S S I E R su rabiosa modernidad, no se les puede negar una filiación decimonónica opuesta a la ruptura que marcaran Joyce o Beckett. Hong Sang-soo, sin embargo, tiene algo de masoquista, pues en la mayoría de sus películas los lugares de huida de los protagonistas (siempre identificables como álter ego del autor) no son tan solo espacios vírgenes donde desintoxicarse de la opresión; son lugares que tienen algún tipo de raigambre con el pasado, que evocan instantes perdidos, amores frustrados, espinas clavadas que no se podrán extirpar. Para Joyce y Beckett la huida posible siempre es hacia adelante: un salto al vacío que solo lleva a la muerte; para Rohmer, sin embargo, la huida es alternativa, nueva apuesta, juego pascaliano de probabilidades: un nuevo espacio en el que tener otra oportunidad; para Hong Sang-soo, sin embargo, la huida es melancólica, hacia atrás, hacia los lugares donde la felicidad ya se perdió, a los que se vuelve a sabiendas de que los instantes pasados no se volverán a encontrar. Esta idea se aprecia perfectamente en la trama especular, como en la mayoría de obras del cineasta coreano, de Woman on the Beach: en la primera parte de la película, el director de cine Kim viaja a la playa junto con su amigo y la novia de este, pasando allí un par de días; en la segunda, decide volver por su cuenta a la misma playa, buscando reconfortarse en las sensaciones agradables experimentadas en su primera visita, forzando resonancias disparatadas que consuelen su espíritu y su ego. En esta segunda visita, el cineasta empieza a vagabundear por los lugares frecuentados en su primera estancia, buscando no sabe qué, como el protagonista de Le signe du lion, o quizás rastreando sus propias imágenes mentales, tal y como hace Scottie en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) hasta que encuentra a Madeleine resucitada: lo mismo ocurre en Woman on the

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Beach, con mucha ironía por parte de Hong, ya que la mujer a la que el protagonista aborda y con la que entabla una relación justificando que se parece a la chica del primer viaje no guarda el mínimo parecido con ella. El vagabundeo, que sirve en esta película como excusa mental para vivir una nueva experiencia hedónica, lo que al fin y al cabo es la clave de todo el cine de Hong, es un resorte constante en las películas del director coreano, que lleva a su más pura esencia en su inmediatamente posterior Bam gua nat (Night and Day, 2008), en la que refleja de la manera más fiel posible la desesperación que acompaña al bloqueo creativo y con la que abre una nueva etapa narrativa que supera sin desprenderse de ninguna de sus constantes, como también podemos apreciar en la más reciente Book chon bang hyang (The Day He Arrives, 2011), en la que el protagonista vuelve a deambular por una ciudad ajena en la que, sin embargo, quedan restos de su pasado y de su memoria sentimental. Woman on the Beach supone la culminación de una etapa fundamental del cine de Hong Sang-soo, la más rohmeriana, y, como evolución de sus películas inmediatamente anteriores, se muestra más libre, menos sujeto a la férrea estructura narrativa que tan buenos resultados le había dado a la hora de explorar los sentimientos y recovecos más irracionalmente caprichosos del alma humana. La película, por lo tanto, respira con una libertad deslumbrante, perfectamente engranada por la rueda del tiempo, que Hong deja ver a través de sus planos simétricos y cíclicos, pero ligeros como los paradigmáticos encuadres en los que el trío inicial de protagonistas aparece apoyado en una barandilla frente a la playa una y otra vez, como si, simplemente, esperaran a Godot.


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2.-Comer, beber, amar La diferencia esencial entre la filosofía de Hong Sangsoo y la de los epígonos literarios del siglo XX, Joyce y Beckett, radica en que, mientras para estos el vagabundeo era un medio para huir de la angustia existencial cuya única salida posible era la muerte, el fin como liberación, para el director coreano la salida está en el placer instantáneo, el hedonismo, la comida, la bebida, el sexo, los placeres que nos pueden hacer olvidar, aunque sea solo por un instante (necesario y suficiente), los puntos negros que enmascaran la conciencia a través de la memoria reverberada. Esta idea traza la línea que separa definitivamente el siglo XX del XXI, y hace de Hong Sang-soo un cineasta radicalmente contemporáneo, siguiendo la brecha que ya abrió Éric Rohmer, para quien la salida a las angustias existenciales y los dilemas morales también se ceñían al momento presente (vivir y disfrutar es una obligación), aunque para el director francés el placer era algo más espiritual, más ceñido a su tradición católica y erudita, enfocado plenamente en la búsqueda de la belleza. Hong Sang-soo, como una versión gamberra de Rohmer, prosigue en Woman on the Beach su tarea de orfebre con el juego de variaciones y sutilezas que, como hizo el cineasta francés a lo largo de toda su carrera, va ampliando y engrandeciendo cada nueva película. Ambos se han dedicado, o se dedican, como antropólogos ávidos de diseccionar la parte del mundo que más les fascina, a explorar de manera exhaustiva las reacciones y comportamientos humanos ante determinadas situaciones ancladas a un contexto concreto y al carácter voluble de unos protagonistas marcados por la huella de la experiencia vivida o soñada. Porque si bien en las películas de Éric Rohmer los

personajes persiguen nuevas experiencias para cubrir sus desengaños, los protagonistas de las cintas de Hong Sang-soo tienden a buscar la repetición de experiencias de placer ya conocidas, aunque esta búsqueda infructuosa acabe por llevarles a nuevos placeres que no pueden ser comparados con los anteriores. La necesidad de revivir los resortes del placer, que siempre resultan ser resortes concretos de la memoria, bien físicos o bien mentales, pero vívidos y necesariamente auténticos. Porque si hay un detalle fundamental que ha hecho fracasar a la multitud de imitadores de Éric Rohmer a lo largo de los años es la pérdida del gusto por lo concreto. Un cine como el de Éric Rohmer o Hong Sang-soo solo puede salvarse del desastre, del panfleto moralizante o de la comedia insustancial extremando el cuidado por el detalle, por toda cualidad específica que emana de aquello que rodea a los personajes. Y aquí radica el gran mérito, la gran dificultad de estas películas, porque un autor solo puede mostrar lo concreto de aquello que conoce, de su propio mundo, real o ficcional, procedente de una personalidad extraordinariamente fuerte. El éxito de Hong Sang-soo procede de haber sabido crear un corpus propio sobre el que posee un dominio absoluto, para así poder desarrollar sobre él los apasionantes juegos de rimas emocionales y resonancias visuales (porque imagen y emoción, como se explica en Woman on the Beach, forman una pareja indivisible) que despliega en cada película. Pero más allá de todo el sustrato fílmico e ideológico que une o separa el cine de Rohmer y el de Hong, más allá del apasionante juego de combinaciones, puntos de vista, coincidencias y azares, introspección y antropología de los resortes del enamoramiento por encima del amor, y a pesar de sus ideas opuestas sobre el uso de la música

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D O S S I E R en el cine o sobre los movimientos de cámara (como esos zooms que utiliza Hong para retratar los momentos de inestabilidad y duda y que, sin embargo, modera en esta película respecto a sus obras anteriores), la filiación de Woman on the Beach con la obra del director francés resulta más llamativa que en cualquier otra de sus películas. Por un lado está el escenario de fuga, la playa rohmeriana de Pauline en la playa (1983) o Cuento de verano (1996), que en este caso es diferente, más fría, desangelada, una playa invernal y sin turistas. Hong llega a Rohmer para mostrarnos su reverso en un escenario que siempre interesó al director francés, más por el significado que una playa puede tener para los personajes, con la consiguiente liberación de tensiones y facilidad para dejar fluir sentimientos, que por su simbolismo intrínseco. La función emocional del paisaje, la atmósfera e incluso el clima llega al espectador por duplicado, directamente y a través de los personajes, como hizo Rohmer a lo largo de toda su carrera, con especial cuidado en sus Cuentos de las cuatro estaciones. Si hubiera que asociar Woman on the Beach con alguna de las series rohmerianas, habría que pensar en las Comedias y proverbios, por la ligereza de la narración, la libertad y espontaneidad con que suceden las situaciones, la ironía (más fina en Rohmer, más ácida en Hong) que desprende cada anécdota, y por sus inestables personajes, volubles, inmaduros, hijos deambuladores de Samuel Beckett. Porque el milagro íntimo que busca el director Kim que protagoniza Woman on the Beach no está muy lejos del rayo verde de Marie Riviere. Sin embargo, también hay mucho en la película de Hong Sang-soo que remite directamente a los Cuentos morales que abrieron la carrera de Éric Rohmer, más allá

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de sus personajes intelectuales. El protagonista de Woman on the Beach se debate entre esa inestabilidad que asociamos con las Comedias y proverbios y una capacidad de manipulación y engaño propia de los personajes masculinos de los Cuentos morales. Ya desde el principio de la película vemos cómo el director protagonista lía a su amigo para que lo acompañe a la playa y además se lleve con ellos a su novia; posteriormente, muestra su peor faceta en ciertos arrebatos, habituales, por otra parte, en el cine de Hong, que se comprenden como una manera de mostrar su virilidad y ponerse por encima de su amigo delante de la novia de este, lo cual, además, le servirá para llevársela a la cama. La propia chica glosa acertadamente una de las ideas que se extraen del comportamiento del protagonista, quien intenta dejar notar, siempre que ella está presente, una forzada y seguramente falsa dignidad: “Si ganamos algo tiene que ser sin ayuda de los demás. Pero creo que aún quiero obtenerlo a través de la gente. Sé que no debo esperarlo de ellos.” La guerra de sexos y la competitividad tanto masculina como femenina (dispuestas en las dos partes de la película a modo de espejo), tan presentes en obras como La coleccionista (1967), son una constante que impregna Woman on the Beach de principio a fin, aunque no debemos olvidar que al final triunfa una complicidad femenina que acaba ridiculizando y hundiendo al protagonista masculino. Porque en eso Hong se muestra muy diferente a Éric Rohmer, quien nunca ridiculiza o humilla a sus personajes, tratándolos siempre con el cariño con que se aprecia a los hijos díscolos. Hong sí que lo hace, sin embargo, y sin ningún pudor, pero siendo consciente de que él mismo puede ser el más ridículo de sus personajes. Rohmer es un padre, Hong un colega. El coreano construye escenas que pueden


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llegar a parecer chaplinescas, con un ridículo personaje en plano general, cayendo como si fuera una marioneta, o intentando mantener una dignidad que ya ha perdido para siempre. Es necesario rebajar la gravedad, la pretenciosidad de aquellos que se dan demasiada importancia y viven encorsetados en su “falsa dignidad”. Hong es más sádico al insertar la comedia en mitad de la tragedia, o al convertir la tragedia de unos en comedia de otros, como se retrata magistralmente en la escena de cama con la segunda chica (reflejo de la de la primera parte, una vez más), en la que Hong deja en off la voz de la primera chica, que aporrea la puerta porque los ha pillado in fraganti y sabe que están ahí. Lo importante, parece decir Hong, es saber que todos somos ridículos, y poder asumirlo con naturalidad. De poco le sirven al director protagonista, finalmente, sus intentos de mostrar su mejor cara o deslumbrar a las mujeres que lo rodean. Como hombre contemporáneo, parece condenado a un fracaso que relaciona lo personal con lo sentimental, y al final únicamente le quedan unos pocos instantes mágicos de revelación de la felicidad, que son los que justifican un viaje y una existencia. Instantes como el de esa noche (para Hong, al contrario que para Rohmer, la noche es alegre y el día triste) en la que el sostenido proceso de cortejo entre el director Kim y la novia del amigo se materializa en una escena en la playa que Hong Sang-soo retrata con una maestría inaudita, sintiendo cada uno de los gestos, las miradas, los movimientos, en mitad de la pequeña burbuja que el chico y la chica se han fabricado a partir de su deseo, pero sobre todo a partir del juego, que en esta ocasión se convierte en el motor fundamental del hedonismo amoroso de Hong. Si bien en otras películas el cineasta coreano resulta más explícito en las escenas de cama, mostrando el sexo como un placer fundamental por sí mismo, aquí se acerca al erotismo y a la sugerencia más propia de Rohmer, dando al cortejo, al morbo de lo oculto (no hay que olvidar que esa misma noche, mientras tanto, el novio de ella los está buscando

desesperadamente), un poder extra de seducción. Hong entona un canto alegre por el juego, el escondite, por esa picazón que la sociedad suele condenar pero que es lo único que nos puede salvar de nuestra condena, lo único que nos puede hacer sentir vivos. Ese instante nocturno en la playa resulta tan poderoso para el protagonista que intenta repetirlo con la segunda chica, que hace de espejo de la primera, olvidando que cada persona reacciona de forma muy diferente a un mismo estímulo, y que el contexto resulta fundamental a la hora de cruzar la línea que separa lo ridículo de lo sublime. Esos instantes, el fuego del cortejo inicial, la pasión de la primera noche entre las sábanas, la plenitud de saberse deseado y de culminar los anhelos, pero también la decepción posterior, los abrazos robados, el fracaso, la melancolía que conlleva…, todos los elementos, todas las variaciones y los detalles que hacen única en cada ocasión la misma historia de siempre, son los que Hong reivindica como los instantes vitales que justifican una existencia. Cualquier existencia. Instantes que no buscan compromisos ni emociones a largo plazo, como las borracheras con los amigos de juventud a los que no hay necesidad de volver a ver pero con los que, necesariamente, sabes que te volverás a encontrar. O como esos arrebatos creativos, surgidos de la más pura emoción, ya sea placer o dolor, como el que experimenta el protagonista en un momento de sufrimiento, y que da lugar a la escritura compulsiva del guión que no había sido capaz de escribir tranquilamente durante mucho más tiempo. Porque al final solo queda la melancolía de la decepción que sucede al placer, la desazón de no saber qué será de las cosas que uno se había acostumbrado a decir, la tristeza de las sábanas que echan de menos miradas furtivas y caricias violentas, la pesadumbre que tan solo otros placeres, instantáneos o duraderos, pero siempre placeres terrenales que volverán a irrumpir en mitad de cualquier vagabundeo, podrán sepultar con renovados efluvios de vida, esperanza y juego.

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Misterios de Hong Sang-soo Ricardo Adalia Martín

Los grandes cineastas construyen sus películas alrededor de un secreto y un misterio. Mientras que el secreto se encarga de sostener silenciosamente el peso de la narración, el misterio se ocupa de guardarle celosamente. En Lubitsch, las puertas se muestran como un umbral que guarda el secreto de un triángulo amoroso: un secreto tras la puerta que acaba desvelando otro que jamás podrá ser revelado. En Garrel, al igual que en Cassavetes, el rostro de sus personajes al límite aparece como una superficie donde las intensidades afectivas de vidas sensibles y emocionales conectan con un secreto íntimo e indecible que les atormenta. Estas intensidades, estos estados de ánimo, son un indicador indirecto de lo inconfesable, de un secreto del corazón. En Rohmer, los largos paseos por grandes ciudades o pequeños lugares de vacaciones ofrecen el soporte a unas conversaciones donde la verdad baila con la mentira de dos personas que, quizás, lleguen a formar una pareja. Mientras caminan, mientras avanzan, van acercándose al secreto que les permitiría cumplir su deseo. Paradójicamente, cuanto más se acercan, más lejos se hayan de sustanciarlo. En Hong Sang-soo, el protagonismo recae sobre las mochilas con las que deambulan la mayoría de sus personajes. En un principio parece simplemente una forma recurrente de caracterización. Pero a medida que se va descubriendo su cine, la reiteración del detalle va cobrando una misteriosa dimensión. Alguien, casi siempre un hombre, llega a un sitio con una mochila sobre los hombros. El arranque de las películas del cineasta coreano es así de sencillo. Le suele esperar alguien, como en La mujer es el futuro del hombre (2004). O no, como en Noche y día (2008). Después deambula por la ciudad, vive encuentros con amigos o mujeres, bebe, se emborracha, y si tiene suerte, hará el amor. En todo ese trayecto nunca le veremos meter o sacar nada de su mochila. ¿Qué esconden, qué guardan cuidadosamente? En el cine de Hong Sang-soo también encontramos bolsos que se cargan sobre un solo hombro. A diferencia de las mochilas, sí que llegamos a conocer lo que ocultan. Como en The Day a Pig Fell Into the Well (1996), donde una manzana, que introduce el escritor protagonista al comienzo del film, servirá de motivo recurrente en un momento posterior del metraje. O en Woman on the Beach (2006), donde el director de cine que sostiene buena parte de la narración transporta, el cuaderno de notas en el que recopila ideas para el guión que intenta escribir en la localidad costera que visita con unos amigos.

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Acudamos a The Power of Kangwon Province (1998) para aclarar las ideas. En este film aterrizamos en una pequeña zona turística con unas chicas adolescentes. Son mochileras, y han decidido pasar sus vacaciones de agosto en esa provincia poblada de montañas a la que hace referencia el título del film. Después, en la segunda parte, acompañamos a un hombre al mismo lugar, también a pasar unos días de vacaciones junto a un amigo. A medida que avanza la narración, descubrimos que este hombre fue el profesor de una de las chicas y que mantuvieron una relación idílica en ese paraje al que ahora han acudido por separado, esperando encontrarse con sus recuerdos. Pero él estaba casado. Sigue casado. Y después de su escapada, busca trabajo recorriendo institutos en los que entrega el currículo que extrae de la bolsa que le acompaña a todas partes. Si tanto el escritor de The Day a Pig Fell Into the Well, como el cineasta de Woman on the Beach, mantenían una relación amorosa con dos mujeres a la vez, entonces podemos afirmar que ese bolso es algo así como el indicador de una culpa íntima, del secreto de un pecado.

Oki’s Movie (2010) aparece dividida en cuatro capítulos bien diferenciados. En el cuarto, acompañamos a una pareja mientras pasean por un parque situado en la ladera de una colina. Ambos cargan con una mochila. Son jóvenes, todavía no han adquirido compromisos irreversibles. No tienen que engañar a nadie. Por lo tanto, no puede aparecer la culpa ni el pecado porque no hay nadie más allá de ellos en ese momento. Sus mochilas, entonces, no contendrían nada: están por llenar. Como la de la chica de The Power of Kangwon Province. De momento, todo cuadra perfectamente. Pero recordemos a ese director que vuelve de Estados Unidos en La mujer es el futuro del hombre. Que vuelve con una mochila para reencontrarse con un amigo. Él está soltero y ha fracaso en su proyectos cinematográficos. Su amigo ha formado una familia pero no se encuentra satisfecho con su vida. Acaban de entrar en los cuarenta. Emprenden un viaje para reencontrarse con la adolescencia perdida. El director se enrolla con una amiga a la que había olvidado. Su amigo hace lo propio con una joven estudiante. Pero tenemos la sensación de que el director se siente culpable de lo que acaba de hacer aunque no mantenga ninguna relación paralela. Como si quisiera


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hacerse cargo del “error” que ha cometido su amigo. Y como si su mochila tuviera que funcionar como un dispositivo para la redención del otro. No obstante, la película va de eso, de personajes que llevan vidas que no desean, que ocupan lugares en los que no les gusta estar. Aun así, tampoco podemos asegurar nada. Regresemos a Oki’s Movie, concretamente al monólogo que podemos escuchar en la primera parte del film. El chico que veíamos caminar es un estudiante de cine. Esa primera parte es en realidad el proyecto que ha filmado para presentarlo en un concurso de cortometrajes. Quiere homenajear a su profesor, que también es cineasta, recreando el hipotético debate posterior a la presentación de una película futura. Se imagina hablando como si fuera esa persona a la que admira: “No tenía ningún tema en mente. Mi película es similar al proceso de conocer gente. Conoces a alguien, te llevas una impresión, y eso te sirve para formar una opinión. Pero al día siguiente, puedes descubrir nuevas cosas. Me gustaría que mi película tuviera el tipo de complejidad de un ser vivo. Si me hubiera ceñido a un tema enfocaría todo a un único punto. No apreciamos las películas por sus temas. Nos han enseñado a hacerlo. Los profesores siempre preguntan: ‘¿Cuál es el tema?’ Pero antes de preguntárnoslo, ¿acaso no hemos reaccionado ya a la película? No tiene gracia meterlo todo por un embudo. Es demasiado sencillo. Pero quizás la gente prefiere las cosas sencillas”. Es evidente que estas palabras son en realidad las de Hong Sang-soo. No es la primera vez que pone en la voz de sus personajes una reflexión sobre la relación entre el cine y la realidad. Tiene motivos más que suficientes para estar preocupado: cuanto más se esfuerza en construir imágenes realistas, más difícil resulta ver lo que pasa en ellas. Cuanto más sencillas y transparentes parecen, más misteriosas se vuelven. Cuanto más se acerca a sus personajes con zooms imposibles, más les separa de aquellos con los que comparte un espacio. En Woman on the Beach, el director de cine intenta explicar esta relación a una de las dos chicas con las que está enrollado. Dibuja en su cuaderno el esquema que se puede ver en las tres imágenes de la derecha.

Con este sencillo dibujo viene a decir que para ver en la realidad se deben tomar diferentes puntos de vista que la representen. Esas formas geométricas que podemos apreciar es la imagen que se va construyendo a partir de una pléyade de puntos de vista. Pero no dice que esa imagen, cuanto más grande se hace, oculta en mayor medida la realidad de la que parte. En un hermoso texto sobre el secreto en el cine de Cristina Álvarez López y Adrián Martín (Apuntes para una teoría del cine en http://cinentransit.com/), podemos encontrar unas palabras de Michelangelo Antonioni lo suficientemente elocuentes: “Detrás de cada imagen revelada hay otra imagen más cercana a la realidad. Y en el fondo de esta imagen hay otra imagen aún más fiel, y otra detrás de esta última, y así sucesivamente… Hasta la verdadera imagen de la realidad absoluta y misteriosa que nadie verá nunca”. En Hahaha (2010), dos parejas mantienen una conversación interesante sobre esta idea. Miran a través de una ventana a un vagabundo y discuten si seguiría siendo un vagabundo si le quitáramos la

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D O S S I E R ropa y le laváramos, o sería siempre así, independientemente de la estética y el estilo de vida que se le impusiera. Llegados a este punto, entiendo que en el cine de Hong Sang-soo, ir hacia lo “absoluto” es un mal negocio. Y que, como en algunos de los cineastas que utilizan el misterio como motivo, el viaje, el desplazamiento, las tentativas frustradas de alcanzar el secreto traen como recompensa el descubrimiento de otros inesperados.

Tomemos un ejemplo concreto; un pintor en busca de inspiración aterriza en París en Noche y día (2008). Espera a un taxi a la salida del aeropuerto. Viene con su mochila, por supuesto. Fuma. En seguida llega al hostal donde se aloja una pequeña comunidad de coreanos. Pasa los días visitando la ciudad con su mochila como compañera de viaje. Hasta que conoce a una veinteañera de la que se enamora. O que pretende ligarse, porque ni el mismo sabe qué le gusta. ¿Su belleza? ¿Su personalidad? Es un misterio lo que le atrae de esa estudiante de Bellas Artes que no le dijo toda la verdad sobre su vida. Que no le dijo que fue expulsada de la facultad por copiar a una compañera. El cortejo comienza y al mismo tiempo deja a un lado la mochila y comienza a pasearse por el París más bohemio con una bolsa de plástico de la mano. A través de su milimétrico espesor podemos adivinar cuáles son sus provisiones. ¿Un paquete de tabaco? Es posible. En las películas de Hong se fuma mucho y con estilo. Y él fuma. ¿Un libro? Probablemente. Él es un artista y suponemos que leerá algo. Suponemos, porque a los demás escritores y cineastas que pueblan la filmografía del coreano, no les hemos visto leer nunca. A lo sumo ojear libros, pasar algunas páginas como en el mediometraje Visitors (2009). Si en las mochilas y bolsas puede esconderse el pecado o la culpa

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de uno mismo o de un amigo, en esta podría guardarse el anhelo de padecer esos sentimientos. Porque nuestro pintor está casado. Su mujer se quedó en Corea y le llama todos los días para que regrese; no es la única que intuye que su marido no viajó a París para encontrar la inspiración del artista. ¿El amour fou que nunca pudo llegar a vivir? ¿O la culpa de haber engañado a su mujer? Los personajes de Hong parecen no sentir nada de lo que les pasa. Dan la impresión de vivir inmunizados ante cualquier tipo de dolor y que buscan situaciones extremas, como el adulterio, para encontrar sentimientos que golpeen definitivamente su vida insatisfecha. Una vida que ha regresado al pasado, abrazando un hedonismo con el que tratan de mantenerse en cierto grado de adolescencia. No han vivido lo que les hubiera gustado e intentan ficcionalizar su pasado para encontrar un nuevo punto de partida. De esta manera entendemos que, cuando se tropiezan con su verdadero pasado, no sepan qué hacer. Como el protagonista de Turning Gate (2002), cuando se cruza con la mujer que fue su pareja y no es capaz de reconocerla. Ni siquiera cuando ella le habla y le cuenta “su” historia. En los últimos trabajos de Hong, como The Day He Arrives (2011), la desolación va en aumento. En este film, su protagonista llega a Seúl para encontrarse con un amigo. La ciudad está cargada de fantasmas. Antes de encontrarse con él, comienza a recordar una historia que vivieron juntos pero que no logra reconstruir. Lo intenta de cuatro maneras diferentes, pero en cada intentona desdibuja la identidad de todos aquellos que le acompañaron. La única certeza es su mochila. Aparece en cada una de las tentativas, que además, siempre desembocan en el mismo bar. Los placeres mundanos, como el alcohol, siempre serán la manera más rápida de saciar un deseo insatisfecho. Algunas de las escenas más memorables del cine de Hong Sang-soo tienen lugar en bares y restaurantes. Se podría decir que las particularidades de su “toque” nacen de la capacidad que demuestra para filmar a grupos de amigos o parejas comiendo y bebiendo alrededor de una mesa. En esas escenas se genera un nuevo misterio: por una parte, las conversaciones solo parecen posibles con una alta tasa etílica en sangre; por otra, el mismo alcohol consigue reunir a las personas y que abandonen cierta dispersión en sus vidas. No hay término medio en estas reuniones; al final todos acaban borrachos. Cuando hay parejas de por medio, el momento acaba en una escena de sexo. Pero es curioso que cuando estos encuentros tienen lugar entre


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triángulos amorosos formados por dos hombres y una mujer, aquel que se lleva a la chica es el que más bebe, el último que queda de pie. El esquema se repite: salen los tres del restaurante y piden un taxi. El que está más borracho se vuelve a casa solo. El otro se queda con ella y se van a la cama juntos. El mejor ejemplo lo encontramos en Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (2000). El objetivo último de los personajes masculinos de Hong es follar. Bueno, el de todos los hombres, si apuramos el tópico. En la aventura de una noche intentan encontrar la salida a esa adolescencia perpetua con la que quieren redimir lo no vivido. Por supuesto, no les servirá de nada. El sexo aparece como algo doloroso, frío, distante. Siempre adoptan la postura del misionero y ninguno alcanza un verdadero placer. Algunas veces, los hombres tratan de engañarse a sí mismos con la complicidad de sus parejas. Las mujeres fingen, y ellos hacen que se lo creen. La mayoría de las ocasiones, ese encuentro sirve para sacarles de la realidad confusa en la que viven como en

Tale of Cinema (2005). Pero la revelación tampoco les valdrá de nada, como en Like You Know It All (2009). Sus vidas se reinician continuamente, como en una película que se repite incesantemente. Les resulta imposible encontrar una experiencia que dé salida al presente que falsean. Aunque el problema también asola a las mujeres, puesto que los films de Hong aparecen planteados de manera especular, donde una de las partes refleja a las demás. Aunque es cierto que las únicas excepciones, las únicas que han conseguido encontrar aparentemente una nueva perspectiva a sus vidas son mujeres: la del utilitario azul en Woman on the Beach y la escritora de Visitors. Aparentemente, porque están solteras y al final de sus películas dejan a un lado el bolso que las acompañó durante todo el metraje. Así que me pregunto por qué en uno de los últimos trabajos de Hong Sang-soo hasta la fecha, encontramos escrita sobre una pizarra la frase: “El corazón de una mujer: un enigma eterno”. Creo que no diré en cuál.

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Atlas Hong Sang-soo Ricardo Adalia MartĂ­n

Llegar...

... a algo

Echar...

... a alguien

... un pulso

.... un vistazo

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Llamar

Comer

Quedar

Beber Compartir

多Amar?

Besar Fumar

Esperar

Pasear Regresar

... al misterio...

... del cine

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Centauros del desierto La puerta del retorno (Hong Sang-soo, 2002) Ricardo Adalia Martín "Es más fácil conseguir que un actor se convierta en vaquero que convertir a un vaquero en actor" John Ford Se podría reescribir la historia del cine tomando como motivo el umbral de las puertas. Siempre ubicadas en un lugar preferencial dentro de la escena, han guardado celosamente el secreto de los amores de alcoba en una época en que estaba completamente prohibida la representación del sexo. Han ocultado complots, conspiraciones, golpes de estado y planes para acabar con jefes de gobierno y de la mafia o con el enemigo público número uno de turno. Han escondido asesinos, amantes, espías y ladrones de guante blanco. Han propiciado el tránsito entre mundos paralelos. Y cuando las leyes de la moral lo permitieron, fueron testigo privilegiado de los besos más bonitos de este arte que admiramos. Hablamos de Lubitsch, Lang, Sternberg, Rivette o Guitry. Y no olvidamos a John Ford, aunque debemos colocarle aparte por lo que todos sabemos: el tío Ethaw (John Wayne) se quedó solo al otro lado de la puerta después de encontrar a Debbie en tierra comanche y traerla de vuelta a la civilización. Estamos recordando el final de Centauros del desierto (1956), por si alguien lo dudaba. Efectivamente, las puertas, al mismo tiempo que protegen un mundo particular, excluyen otro. La puerta del retorno concluye con el actor Kyung-soo parado frente a la que no ha podido cruzar desde que llegara a esa ciudad de provincias siguiendo a la mujer que conoció en el tren en que viajaba a la casa de sus padres. Le dijo que iba a por dinero, que le esperara. Por supuesto no regresó. Y además comenzó a llover para que se cumpliera la leyenda de la puerta del retorno que le había contado su amigo en la primera parte del film. Recordemos: un noble decapita a un plebeyo que está enamorado de su hija. Este se reencarna en serpiente y se enrosca en una pierna de la mujer de la que continúa enamorado. Como está enferma, la conduce hasta un santuario del que ya no saldrá jamás. La serpiente se queda sola y huye animada por la tormenta que comienza a caer en ese mismo momento. Detrás de la puerta queda un mundo de normalidad, placidez y seguridad al que no podrá acceder jamás: el de la pareja, la familia y el trabajo estable. Delante, solo el errar eterno del héroe trágico. Kyung-soo no sabe que es un héroe porque, como todo héroe, no tiene conciencia de su condición. Nunca llegará a entender que siempre deberá darse la vuelta delante de cualquier puerta porque está obligado a realizar ciertos tra-

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bajos sucios para que las cosas funcionen, para que la vida continúe, para que los demás no nos volvamos aún más monstruosos de lo que somos. Él es la serpiente de esa leyenda, el que facilita que se curen las enfermedades que nos asolan. Su amigo le llamó. Acudió gustoso a la cita después de perder su trabajo en la productora. Conoció a la bailarina y se acostó con ella. No sabía que eran pareja. Pero, gracias a él, la relación pudo superar el momento de crisis por el que atravesaba. Entonces se marchó como había venido. No pudo volver a casa, pero en el tren se encontró con la chica que le condujo hasta su particular puerta del retorno. Estaba casada con un hombre de éxito, profesor y político. La pequeña aventura le sirvió para resolver las típicas dudas que aparecen a los treinta años, en ese incómodo tránsito entre la juventud y la adultez definitiva. Para retomar una vida normal y, por lo tanto, un futuro próspero. El destino de Kyung-soo es tan trágico como el de Ethaw en la película de Ford. En ella apreciamos toda su dimensión cuando la mujer de su hermano sacude con cariño y nostalgia la suciedad del guardapolvo con el que había regresado de la guerra. Un simple gesto basta para entender todo lo que había pasado en esa familia. En La puerta del retorno, la mujer del político le recuerda que se conocieron hace quince años y le reprocha su mala cabeza. Después de tanto tiempo le sigue guardando cerca de su corazón. ¿Cómo puede acordarse Kyung-soo? La ayudó con unos tipos que la molestaban aunque no la conocía de nada. Solo fue un momento fugaz, que ha quedado marcado como una huella indeleble; ni el tiempo ni el amor de su marido lo han podido borrar. En el pequeño encuentro que mantienen deja entrever que le quiere. Que podría seguir queriéndole para siempre… Ya lo decían Orson Welles, John Ford, John Ford y John Ford. Ahora no queda otra que entonar un Hong Sang-soo, Hong Sang-soo y Hong Sang-soo.


D O S S I E R “Una imagen llama a otra, una imagen nunca está sola, contrariamente a eso que ahora llaman “las imágenes” que no son más que conjuntos de soledades unidos por un discurso, que encima es el peor posible”. Jean-Luc Godard.

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El pasado imposible La mujer es el futuro del hombre (Hong Sang-soo, 2004) Juan A. Miguel

¿por qué futuro valía ya la pena el indecible esfuerzo del recuerdo? ¿en qué futuro iba a poder aún penetrar? ¿es que había futuro? La muerte de Virgilio, Hermann Broch Hong Sang-soo, quizás el mejor director del llamado Nuevo Cine Coreano, vuelve a insistir en la repetición y la diferencia, como sucedía en sus anteriores películas, en el que posiblemente sea el film que contiene toda la esencia de su cine. La mujer es el futuro del hombre, precioso y extraño título, nace de una frase del escritor surrealista francés Louis Aragon que el cineasta coreano encontró en una postal en el barrio latino. Hong comentó al respecto del título: «La frase de Aragon me gustó, sabía que se me quedaría en el espíritu, pero no sabía realmente por qué. En la escritura de la película, me vino a la cabeza y decidí reutilizarla». El argumento de la película es sencillo: dos amigos, uno, director de cine frustrado, y el otro, profesor, frustrado también, se encuentran después de varios años, se van a comer y a beber (mucho) y conversan sobre el pasado (sobre su amor perdido); todo ello muy bien realizado con estupendos planos fijos y ligeros travelings laterales. Lo curioso de la rareza del título que, como la película, crea extrañeza y confusión, es que mientras los personajes viven en el presente, la mujer que codician pertenece (aparentemente) a su pasado. Los dos protagonistas se acuerdan de ella y parten en su búsqueda, por lo que se convierte entonces en su futuro. Cuando los protagonistas comienzan a recordar (los flashback se mezclan con la realidad sin ninguna pista que permita diferenciarlos), los recuerdos se les confunden con el presente, el pasado no tiene verdadera relevancia y el futuro no existe. En las películas de Hong no existen los sueños ni las esperanzas, únicamente se vive en la presente cotidianeidad. Reconocido como el film que reúne todo el cine de Hong Sang-soo, La mujer es el futuro del hombre se presenta también como su película más oscura, pesimista y triste. Albert Serra, comentarista en el pack que Intermedio dedicó a este cineasta, comenta que esta película es un cuento moral, un retrato ácido sobre la vanidad de los personajes y sobre el difícil paso de la adolescencia a una edad que bien podíamos llamar “burguesa”, una edad que no parece serles demasiado grata. Todos los personajes de

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esta película están envueltos en un mundo de relaciones con sus egos, expresado en la imposibilidad de la felicidad. Hong filma la película con una mirada moral, una mirada mucho más severa que en el resto de sus películas. Las relaciones sexuales, siempre presentes en su cine, son aquí más triviales, más interesadas y carentes de cualquier asomo de intimidad. El sexo oral le sirve para que los protagonistas luchen, sin saberlo, por estar uno encima del otro. La jerarquía social en las relaciones se aprecia perfectamente en la magnífica y patética secuencia de la cena con los estudiantes donde el profesor protagonista intenta seducir a su alumna, ante las recriminaciones de un celoso alumno. Hong, muy pesimista ante el mundo contemporáneo, parece decirnos que en esta vida confusa y sin sentido únicamente se da importancia al sexo y a la posición social. Incidiendo en el comentario de Serra sobre el carácter de cuento moral de la película, La mujer es el futuro del hombre me recuerda, sin saber muy bien por qué, a Mi noche con Maud (1969), de Eric Rohmer, director con el que a menudo se compara a Hong Sang-soo. Ambas películas tienen muchos aspectos en común (sobriedad, paisajes invernales, gran carga moral, etc.), ya que ninguno de los dos cineastas es complaciente a la hora de definir o juzgar a sus personajes masculinos. En la estupenda secuencia de inicio del film, después de unos títulos de crédito de lo más espartano (las letras se encuentran sobre una especie de lienzo terroso), el director de cine llega a la casa de su antiguo amigo, un chalet muy lujoso, y este le ofrece un regalo: la nieve que cubre en su totalidad el patio. El director comienza a caminar sobre la nieve marcha atrás, regresando sobre sus propios pasos. Las huellas dejadas en la nieve dan la impresión de que únicamente se haya caminado hacia delante, cuando en realidad ha sido un viaje de ida y vuelta. Es una metáfora ejemplar de la imposibilidad del tiempo perdido, del tiempo imposible de recuperar, de los momentos de juventud y de las aspiraciones frustradas.


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Histoire(s) du cinema Oki’s Movie (Hong Sang-soo, 2010) Ricardo Adalia Martín “En el cine no pensamos, somos pensados” Jean-Luc Godard Un enigma tan grande como el corazón de una mujer: ¿por qué tienen tanto interés las películas de Hong Sangsoo? Toman como base relaciones afectivas dirigidas por una especie de deriva existencial que ya hemos visto infinitas veces. La desorientación dentro de un mundo completamente impersonal suena a una época ya superada. Todas emanan un aroma enrarecido a cuento moral. Parecen deambular por una serie de lugares comunes. Y el comportamiento de sus personajes responde habitualmente a un mismo esquema. Pero Hong, aunque siempre parte de estos temas, logra diluirlos aplicando sistemáticamente su “toque” para sumergirse en los procesos que los regulan, en los flujos narrativos que discurren silenciosamente entre sus imágenes. Flujos de cambio generados por narraciones que asocian momentos aparentemente desconectados para movilizar hacia lo visible aquello que excluyen por su propia condición, por el mero hecho de narrar algo en concreto. Y esto es muy difícil. Afortunadamente, para explicar las singularidades de este “toque” tan particular, no existe mejor película que Oki’s Movie (2010). Como viene siendo habitual en la obra del coreano, el armazón narrativo de Oki’s Movie se sustenta sobre tres personajes. Por una parte, tenemos al profesor y cineasta Song; por la otra, a Jingu y Oki, dos de sus estudiantes más aventajados. El profesor es el tutor de sus proyectos, les aconseja, responde a todas sus preguntas (incluso personales) y ahora, además, debe decidir en un concurso cinematográfico cuál de los dos se llevará el premio al mejor cortometraje. El rumor corre por toda la facultad; parece que va a ganar Jingu porque mantiene una cierta amistad con su maestro. Al mismo tiempo, seguimos la relación entre Jingu y Oki: él hace todo lo posible para conquistarla, pero ella se muestra reticente ya que está saliendo de una intensa relación con un hombre mayor. Oki’s Movie se divide en cuatro capítulos como si fueran cuatro pequeños cortometrajes, anunciados, además, por sus correspondientes títulos de créditos. El segundo y el tercero serían “la realidad” del triángulo amoroso. El primero y el cuarto corresponderían a los cortometrajes que han rodado Jingu y Oki, respectivamente. En ellos se subliman las experiencias que han vivido en los dos capítulos centrales. Y se aprecia perfectamente cómo las han transformado en una ficción que deja escapar todos los deseos

que no pueden exteriorizar en su plano de realidad. Él quiere ocupar la posición de su maestro, vivir su vida, ser un profesor respetado, hacer películas incomprendidas y convertirse en una especie de rompecorazones. Ella no entiende el cine como una competición. Solo aspira a estar con un hombre mayor que le ofrezca un cierto grado de estabilidad emocional, alejada del egoísmo de su generación. Ha llegado a esa conclusión después de comparar su relación actual con la vivida anteriormente con ese hombre mayor que a todas luces parece Song porque figura en su cortometraje como si ya hubiera sido su pareja (cada capítulo lo interpretan los mismos actores). No debemos distraer nuestra mirada: con su comparación, Oki se acerca al verdadero presente, aquel en que convive lo vivido junto a lo no vivido. En la ficción puede permitirse no cancelar su aparición. De esta manera, se “hace presente” con la intención de construir, precisamente, “el presente”: para hacerlo habitable, para fundar a partir de él una experiencia propia que, a diferencia de Jingu, no se incline por la repetición de una vida impropia. Casi todas las películas de Hong se encuentran divididas en capítulos que no encajan entre sí aunque se presenten como un juego de semejanzas. Esta particularidad ha propiciado que se hable de su cine como una serie de piezas que pueden intercambiarse indistintamente: ha llegado el momento de superar este flagrante error. Las imágenes y las historias de su cine siempre toman una posición precisa y premeditada para que se produzca la rima “en el tiempo” de sus series temáticas (en las que caben el amor, la amistad o el egoísmo). El proceso asociativo, trabajando siempre entre momentos alejados del metraje, genera y sostiene el flujo narrativo que debe perseguirse. En Oki’s Movie, termina encarnándose en la figura del profesor en el capítulo cuarto (con el que la propia película, no por causalidad, comparte título). Si, por ejemplo, los capítulos primero y cuarto ocuparan la parte central del film desplazando al segundo y tercero a los extremos, el flujo generado nos haría partir de una capa de realidad, atravesar la ficción (como en The Day He Arrives) y regresar de nuevo a la realidad. De esta manera, Oki’s Movie arranca y finaliza en la ficción de Jingu y Oki respectivamente, para empujarnos a través de toda la vida que ha conseguido encerrar entre medias. El lunes que viene, nueva sesión del Cine Club Calle Mayor.

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Lo bueno de las cosas Hahaha (Hong Sang-soo, 2010) Roberto Martínez Carrancio Kim), con el que charla e intima. La novia del poeta, Seongok Wang (So-ri Moon), es la guía por la que se siente atraído nuestro primer amigo, Mun. Esto es solo el principio. El espectador se pone alerta porque hay cosas que no entiende del todo, aunque parece que no tiene demasiada importancia, y el desarrollo de la película sigue un transcurso lógico, con nuevas fotografías que hacen de cortinillas entre historia e historia y remiten al encuentro originario de los amigos. Los diálogos sencillos e inteligentes plantean grandes preguntas, invitan a degustar las dudas, los porqués, las causas por las que el ser humano se mueve, los motivos por los que un poeta escribe, las obligaciones, las relaciones llenas de ángulos y desorientación en las que se mueve cualquier pareja. El amor está ahí, la imaginación, el arte, los museos, los sueños que son permeables a través de la membrana de una verdadera amistad, vaso a vaso, lo gracioso, lo increíble que supuso que el lobo, más torpe que fiero, no se haya merendado a Caperucita, borracha y tierna para él, una noche cualquiera…

La película se abre con la voz en off de uno de los narradores, que cuenta la intención de abandonar Corea para irse con su tía a Canadá. Antes quiso reunirse con un buen amigo y así charlar un rato. Varias fotografías estáticas llenan la pantalla en blanco y negro y darán cuenta del paseo de ambos por el monte Cheonggye. Se oye una música de piano extradiegética, sencilla e hipnótica. El espectador, sin quererlo, ha caído en la trampa: el presente en blanco y negro sólo servirá para brindar y mirar hacia el pasado, en color, de una manera tragicómica y nostálgica. Ellos, Mun Gyeong (Sang-kyung Kim) y Jun Sik (Jun-Sang Yu), somos nosotros, la memoria, tan falsa como real, comparten una experiencia agradable frente al espejo de la pequeña ciudad portuaria de Tongyeong. Entre trago y trago de makgeoli (vino de arroz) y ante el gaznate sediento de los que miramos y escuchamos, surgen coincidencias, azar, el doble no como oposición binaria que construye la realidad ficticia, sino como reordenamiento que se emancipa mediante flashbacks para el espectador. Mun Gyeong, profesor y director de cine, que ni da clases ni ha realizado ninguna película, pasea por las calles de la ciudad, visita a su madre (referente en las historias de los dos personajes y no solo por su especialidad de sopa de pez globo), a la que hace mucho tiempo que no ve, se siente atraído por una guía turística, a la que sigue a todas partes e intenta conquistar. Jung Sik, que está depre, toma pastillas y es infiel a su mujer, tiene un amigo poeta, Jeongho (Kang-woo

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Si la realidad y la memoria hacen difícil saber quiénes somos, adónde vamos o de dónde venimos, Hong completa el jeroglífico con los sueños. Mun Gyeong tiene uno donde encuentra a su ídolo, un personaje histórico y héroe nacional de Corea, el almirante Yi. Esta figura, presente en anteriores escenas, le invita a sentarse y a escuchar sus consejos, que le servirán de guía literal y portátil en momentos delicados. Hong construye un puzzle donde las piezas más recónditas encajan en una obra de espejos y seres desvalidos sin apenas referencias, salvo la ya citada del héroe y tal vez la de esa madre, a la que se somete en una escena graciosa para posteriormente reconocerse querido por ella. Poco a poco irán apareciendo sus habituales actores, Kim Sang Gyeong, Yu Jun Sang, Kim Young Ho, la actriz Ye Ji Won y algunos nuevos en su filmografía como Kim Gang Wu y las actrices Mun So Ri y Yun Yeo Jeong. Con todos ellos en escena, da la sensación de que, por más que se quiera, los juegos son múltiples y los ojos del espectador solo dos.


The Day He Arrives (Hong Sang-soo, 2011) Ricardo Adalia Martín

“Es verdad que todas son mujeres, pero no mean” Boccacio “¿Qué hago?” El protagonista de The Day He Arrives se vuelve hacia la cámara y nos interpela de esta manera, como si supiéramos la respuesta, como si no estuviéramos en la misma situación que él: qué hago con mi tiempo, con mi deseo, con mis amigos, con mi vida, con mi presente. Qué hago para ligarme a esa mujer que parece una copia perfecta de aquella con la que mantuve una relación fugaz. Qué hago para prolongar en el presente una experiencia vivida en el pasado. No es nada nuevo en el cine Hong Sang-soo. La sensación de parálisis es común a cada uno de los personajes que pueblan su filmografía. Sus vidas aparecen suspendidas en el tiempo, repitiendo incesantemente un gesto con el que intentan resolver una experiencia vacía, un breve encuentro inolvidable que les dejó completamente insatisfechos. No queda otra que volver al mismo lugar, a la misma persona, al mismo acontecimiento. No queda otra que volver a la misma imagen. Como en casi todos los trabajos de Hong Sang-soo, alguien llega a un sitio cargando con su mochila. El protagonista de The Day He Arrives es un director de cine que no puede filmar, vive fuera de Seúl y regresa a la ciudad con la intención de reunirse con un amigo. Le llama pero no consigue hablar con él. Se ha presentado de improviso y lamenta no haberle avisado de su llegada. Ante el fracaso, decide tomar unos tragos en un bar donde conoce a unos estudiantes de cine con los que termina emborrachándose. Posteriormente, huye de ellos y se reúne con la mujer que dejó abandonada pese a estar completamente enamorado. Llora y trata de que la relación vuelva a comenzar. No es posible y, quizás, ni siquiera esté sucediendo lo que estamos viendo: al final del metraje volvemos al mismo punto en que arrancó la película, al momento en que el director irrumpe en la ciudad. Nuevamente llama a su amigo y este le dice que no puede quedar con él, que está muy ocupado. Entre estas dos escenas, separadas por setenta minutos, hemos visto toda la serie de encuentros que sí han logrado mantener. Todo parece normal, si no fuera porque realmente hemos contemplado la repetición del mismo día: el día en que él llega. En lo que podemos denominar “parte central” del film, Hong conduce hasta el límite el extrañamiento que habitualmente produce su cine. La cita entre los amigos, repro-

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Copia certificada

ducida de tres maneras diferentes, siempre se ajusta al mismo esquema: quedan por la mañana (no vemos que hablen por teléfono), comen, se reúnen con otros amigos, y por la noche terminan emborrachándose todos juntos en un bar (de nombre Novela), cuya camarera es la misma mujer de la que estaba enamorado nuestro director. Aunque ahora no se conocen de nada y él trata de conquistarla a toda costa. Cada una de las tres variaciones encuentra su solución con el advenimiento de las diferentes etapas por las que va atravesando su relación de pareja; encuentro, contacto físico y separación. Pero no existe una continuidad entre ellas. Alcanzarlas supone una vuelta al grado cero de la relación y la aparición de la siguiente funciona como una acumulación de lo que ha visto el espectador, pero no de lo que han vivido los personajes. Para complicar la cuestión un poco más, nuestro director recibe un mensaje, de esa mujer con la que no pudo reconciliarse, cada vez que pone en marcha su cortejo: ¿cómo es posible si es la misma? ¿O es que ambas son la misma imagen? ¿Que está pasando realmente? Tenemos todos los hechos, ¿pero quién puede hallar la verdad de The Day He Arrives? ¿Cómo construir un plano de referencia si la ficción evocada por el nombre del bar también falla? Hipótesis: ¿Y si The Day He Arrives estuviera suspendida en un instante como en Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (2000). En aquel trabajo, Hong Sang-soo hacía pivotar toda la narración alrededor del teleférico donde una chica se quedó atrapada cuando acudía a reunirse con su expareja en un hotel. Mientras él esperaba, ella describía la génesis de su relación. Contaba que era una tímida virgen y explicaba cómo él consiguió que dejara a un lado todas sus ideas preconcebidas sobre el sexo. Después, cuando el teleférico se puso en marcha, la chica desveló cómo lo ocurrido en el tiempo que compartieron había sido bastante diferente a lo que habíamos visto hasta ese momento. Las situaciones y los lugares eran los mismos, pero los sucesos bien distintos: no existía problema alguno con el sexo ni con la timidez. En The Day He Arrives, ese momento corresponde a la llamada de teléfono con la que nuestro director pretende contactar con su amigo. El cine de Hong partió de historias de parejas y ha ido evolucionado hacia las de amistad, volviéndose en su recorrido cada vez más críptico. En Hahaha (2010), dos amigos quedan para contarse cómo fue su verano. Intercambian puntos de vista, relatan apasionadamente sus vivencias,

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D O S S I E R pero son incapaces de descubrir que compartieron, desde una tímida distancia, espacio, amigos y realidades; sus historias son opuestas pero semejantes. The Day He Arrives supone un nuevo giro en la obra de Hong porque hace desaparecer ese “segundo punto de vista” que asoma en cada uno de sus trabajos anteriores. Ahora no es posible el “contraplano” porque la comunicación ha sido interrumpida por uno de los interlocutores. ¿Qué es lo primero que hace nuestro director cuando llega a Seúl? ¿Su regreso puede entenderse como el anhelo de una hipotética reconciliación? Si su amigo no le coge el teléfono, o se muestra esquivo, solo puede responder a un malestar generado por una situación que les separó en un pasado. ¿Y si nuestro director se hubiera ligado a la mujer que su amigo deseaba? Los momentos en que se hace patente la cercanía entre el amigo y la camarera son una constante. De hecho, él tiene total confianza para entrar a ese bar aunque esté cerrado, servir unos tragos y que a ella no le importe en absoluto. ¿Y si nuestro director no tenía conciencia de lo que anhelaba su amigo? ¿Y si creía que le gustaba realmente la profesora que le acompaña en cada uno de esos encuentros? Sin duda, ya han aparecido demasiados interrogantes; el cine de Hong es un misterio que conduce a otro misterio. ¿Qué hacer ante la ausencia de contraplano? ¿Qué hacer cuando solo puedo mantener un diálogo conmigo mismo? Volver una y otra vez al contexto de la separación. Intentar establecer el origen de la ruptura. Ese palimpsesto inmemorial en que se confunde lo que ha pasado con la ambición de lo que se pretende que sea. The Day He Arrives se percibe como una pequeña tragedia porque ni siquiera la ficción evocada por el bar del “eterno retorno” vale para introducir novedad alguna en el presente. En algunos trabajos de Hong, como The Power of Kangwon Province (1998) o Woman on the Beach (2006), sus personajes todavía guardaban el anhelo de reencontrarse con un recuerdo para resolver su presente en el espacio donde se produjo una vivencia. Pero allí no cambiaba nada. Y ni siquiera entendían que ese lugar había devenido en cifra impersonal, que cuando lo abandonaron ya había quedado desposeído de todo significado, de toda posibilidad relacional. Entonces no parece extraño que el Seúl de The Day He Arrives no sea muy diferente a, por ejemplo, la ciudad de provincias de Turning Gate (2002) o La mujer es el futuro del hombre (2004). Por lo tanto, ante el extrañamiento, a nuestro director solo le queda acudir a "las ficciones” para encontrar una solución a su empresa, como en Tale of Cinema (2005) u Oki’s Movie (2010). Desgraciadamente, como hemos visto, tampoco le sirve para nada; solo le resta habitar una melancólica realidad autorreferencial.

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En el número cinco de esta revista, José Miguel Burgos escribía a propósito de Copia certificada (Abbas Kiarostiami, 2010): “Para saber quiénes somos sólo hace falta mirarnos en el espejo, apreciar nuestros cambios, asumir el paso del tiempo. En la mirada final de James, uno de los protagonistas de Copia certificada, ante el espejo del baño esta experiencia se lleva hasta la extrema conciencia de que la posición del protagonista está marcada por una sensación de insólito extrañamiento. Ni el reflejo en el espejo ni el ritmo acompasado de su voz pueden garantizar su consistencia personal como marido, amante, como profesional y escritor. Entre quien se mira en un espejo y la imagen reflejada siempre aparece un lugar vacío que repele toda atribución de significado y que se resiste a ser capturado en las mallas de la representación”. A Hong Sang-soo se le suele comparar acertadamente con Ozu (por aquello de los rituales alrededor de la bebida) y Eric Rohmer (véase el excelente texto de Faustino Sánchez unas páginas atrás). Pero es lamentable que se hayan obviado las estrechas relaciones que guarda con Abbas Kiarostami. No tanto por la fractura que ambos provocan en lo visible, sino por aquello a lo que nos enfrentan. El Kiarostami del siglo XXI tiene poco que ver con aquel que gozó de reconocimiento a finales del XX. Al igual que Hong, se ha dedicado a construir un tipo de imagen que se presenta como un espejo –en Five (2003), Shirin (2008) y Copia certificada (2010)– capaz de desvelar nuestro verdadero estatuto como personas: no lo que “somos”, sino “cómo es aquello que somos”. Cómo es el rol asumido íntimamente, el estilo que nos define o la forma de vida que hemos adoptado. Cómo es “la imagen de vida” que se confunde con “mi vida”. De esta manera, entendemos que el protagonista de The Day He Arrives equivoca su pregunta: ¿qué hago? no es la cuestión, sino ¿cómo hacer? Cómo hacer para relacionarme con mi condición de director de cine, parado, arquitecto, cinéfilo o cineclubista. Cómo hacer para relacionarme con la imagen que me da forma. Cómo hacer para relacionarme con esa mujer que es al mismo tiempo carne e imagen, presente y pasado, original y copia de mi deseo. El cine humanista más casposo y adocenado, como el de Kaurismaki o Kore-eda, continúa propagando como un virus la máxima brechtiana de que el destino del hombre es el hombre. Sea cual sea su problema, “el hombre” podrá superarlo gracias a su abnegada humanidad: no hay peor ciego que el que no quiere ver. ¿Y qué pasa con las imágenes que utilizan como medio de expresión? ¿Cómo se puede abandonar una sala de cine (o dejar de mirar un pantalla) siendo inmune a lo que se acaba de ver? Es la cuestión del sujeto y sus predicados: cualquiera puede vivir su vida, ¿pero quién se atreve a imaginarla?


HISTORIA(S)


HISTORIA(S)

Cineastas para el Siglo XXI (III) Juan A. Miguel y Carmen Hurtado González

KONSTANTIN BOJANOV Nació en Bulgaria en 1968 y vive en Nueva York. Ha exhibido su obra escultórica en instituciones como Haunch of Venison en Zúrich, Shangai Contemporary en China o la galería Eli Bank en Bulgaria. Sus cortos, incluyendo su debut, Lemon is Lemon (2001), han recibido premios y se han proyectado en más de cuarenta festivales internacionales. Su último trabajo, Invisible (2011), es un documental sobre el consumo de heroína. Avé (2001) es su debut en el largometraje. Con esta película participó en la Semana de la Crítica de Cannes 2011, en la Sección Rellumes del Festival de Gijón de ese mismo año y en el Festival de Sarajevo, donde ganó el Premio Especial del Jurado. Konstantin Bojanov es el último exponente, junto a Kamen Kalev (Eastern Plays, 2009) y Stephan Komandarev (El mundo es grande y la felicidad está a la vuelta de la esquina, 2008), del cine que se está haciendo actualmente en Bulgaria. Avé trata sobre las vicisitudes de dos jóvenes, Kamen y Avé, que se encuentran casualmente haciendo autoestop para llegar a la ciudad de Roussé, cerca de la frontera con Rumanía. En el camino, Kamen se da cuenta de que es mejor no fiarse de lo que la joven dice, ya que miente compulsivamente y se inventa diferentes personalidades. En la rueda de prensa que ofreció Konstantin Bojanov

en el Festival de Gijón, este definió la película como una road movie y como una historia de paso a la madurez, de personajes que se enfrentan por primera vez al amor y a la muerte sin estar preparados para ello. Avé es también una historia que contiene elementos autobiográficos y cuyo rodaje estuvo siempre lleno de obstáculos. Bojanov declaró que detesta el realismo y que tiene como obsesión la comedia, por lo que pretendió que la película tuviera cierta ligereza. Bojanov, además, expresó su ligazón emocional y artística con el cine español de los años setenta (Buñuel, Erice o Saura) o con el cine americano también de los setenta, citando la importancia de la influencia de Scarecrow (Jerry Schatzberg, 1973) en la estructura de Avé. Lo primero que llama la atención en la película es el virtuosismo de su puesta en escena, en que destaca la estupenda labor de fotografía. Bojanov demuestra gran pericia en el trabajo técnico, así como en el magnífico dibujo de los dos adolescentes desarraigados. La película funciona muy bien en su primera parte, sobre todo gracias al juego que se trae la protagonista, una joven llena de encanto; pero baja un poco en el final, sobre todo por los tópicos en los que acaba cayendo. Cabe destacar la presencia siempre turbadora del actor alemán Bruno S., el Stroszek de Herzog. KONGDEJ JATURANRASAMEE Nacido en Tailandia en 1972, estudió cine en la Universidad de Lat Krabang y, al terminar, impartió lecciones en la Assumption University. Lideró un grupo indie llamado Si Tao Ter. Ha dirigido un buen número de cortos que se han proyectado en festivales internacionales, así como los largometrajes, Midnight My Love (2005), Handle Me With Care (2008) y P-047 (2011). Formó parte de la película coral Sawasdee Bangkok (2009), formada por cuatro historias y codirigida junto a Pen-Ek Ratanaruang, Wisit Sasanatieng y Aditya Assarat. Además de su trabajo como director, Kongdej es un reputado guionista, autor de varias de las más exitosas películas tailandesas de los últimos años. P-047 se presentó en la sección Orizzonti del Festival de Venecia y tuvimos ocasión de verla en la sección Rellumes del Festival de Gijón. La película trata la historia de Kong y Lek, un escritor ocasional y un cerrajero que se dedican en sus ratos libres a entrar en casas ajenas. El crítico de la revista Fotogramas, Manu Yañez, propone una reflexión en torno a esta película y a algunas más del nuevo cine de autor. Este crítico argumenta que, desde hace ya algunas temporadas, parece claro que Apichatpong Weerasethakul, ganador de una Palma de Oro en Cannes, está creando escuela en su país. De algún modo, Tailandia se ha convertido en una fuente rebosante de filmes experimentales, sensuales y exóticos. En este caso, tomando una premisa similar a la de Vive L’Amour (Tsai Ming-liang, 1994) o Hierro 3 (Kim Ki-duk, 2004), en las que dos personajes se cuelan en casas ajenas “coleccionando” identidades, P-047 se desenvuelve con agilidad en el terreno del cine conceptual, hablando acerca de la alienación, la soledad y

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HISTORIA(S)

XAVIER DOLAN Este actor, productor, director y guionista canadiense nació en Quebec en 1989. Con apenas 20 años, filmó J’ai tué ma mère (2009), una historia autobiográfica cuyo guión finalizó a los 16 años. Esta película ganó tres premios importantes en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes. Su siguiente película, Les amours imaginaires (2010), compitió en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, entre aplausos del público y gran acogida de la critica. En la actualidad, se encuentra en período de producción de su tercer largometraje, cuyo título original será Lawrence Anyways. El éxito de sus dos películas y su peculiar personalidad son la causa del permanente debate entre su legión de admiradores y sus muchos detractores. En abril de 2011 recibió el premio Lucha contra la Homofobia por “haber contribuido incontestablemente con sus películas a luchar contra la homofobia” y “por crear historias donde la homosexualidad simplemente forma parte de la vida”.

el desconcierto existencial mediante lúdicos juegos narrativos: desdoblamientos, digresiones, rupturas y merodeos genéricos. También hay pinceladas de animismo, folclore y arrebatos pop. Manu Yañez sostiene que en el “Planeta de los Autores con Instinto Vanguardista” abundan sucedáneos de solvencia contrastada y se pregunta si hay alguna propuesta nueva en P-047. Posiblemente no la haya, como a buen seguro tampoco la había en las películas que cita como referencia. La pregunta que yo me hago es: ¿Hay alguna película que proponga alguna novedad cuando nosotros mismos nos dedicamos a buscar constantes referencias? ¿No será nuestra mirada la que esté viciada por nuestras filias y fobias? Este mismo crítico destaca la película Low Life (Nicolas Klotz, 2011) por ser “una película combativa”. ¿No lo son todas las del ahora denostado Ken Loach? Hemos pasado de buscar y entronizar a toda costa nuevos genios a despreciar toda novedad.

Las principales características de su cine son una estética cuidada hasta el más mínimo detalle, encuadres medidos, ralentí preciosista a lo Wong Kar Wai, insertos de entrevistas y unas estupendas bandas sonoras. Los detractores de su obra le acusan de ser excesivamente preciosista, de dar más importancia a la forma que al contenido y de recopilar en sus películas constantes referencias cinéfilas (Almodóvar, Gus Van Sant, Wong Kar Wai, Honoré, etc.). En su primera película J’ai tué ma mère analiza las relaciones entre una madre y su hijo adolescente (interpretado por el mismo Dolan). Este filme sorprende, además de por su sencillez y su gran madurez, por un excelente compendio estético de tono marcadamente vanguardista. Dolan, en esta película, utiliza constantemente primeros planos para enfatizar el dramatismo de las situaciones, aunque no por ello descarta un sutil sentido del humor. En esta suerte de collage, Dolan se filma con una videocámara en una especie de diario íntimo en blanco y negro.

Lo importante de una película como P-047 es que hace que te plantees preguntas nada fáciles de responder y que el juego que se trae el director, pues de un juego se trata, está filmado y estructurado con gran maestría y originalidad. El mismo director explica la brillante reflexión que propone P-047: “Si la imaginación puede convertirse en memoria y la fantasía puede llegar a ser verdad… Si los hechos pueden convertirse en ficción… Si la vida se puede pedir prestada y se copia como las páginas de un libro… entonces ¿qué queda de lo que realmente somos?” Esta es una película juguetona y profunda a la vez, una propuesta que, estoy convencido, gustaría mucho al gran director portugués Miguel Gomes.

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HISTORIA(S) En su segunda y última película hasta la fecha, Les amours imaginaires, Xavier Dolan trata un tema tan recurrente como el desengaño amoroso. El film gira alrededor de dos jóvenes amigos y sus intentos de seducir a un joven y bello efebo. A pesar de lo poco original del argumento, la sofisticación de la puesta en escena pone de manifiesto el talento del joven realizador canadiense. La cámara utiliza rápidos zooms; hay secuencias filmadas con filtros de distintos colores, imágenes en ralentí, vestuario vintage, luz artificial y mucha música retro. La extraordinaria banda sonora que recorre todo el film está compuesta por canciones como Bang Bang, The Knife Pass This On o la emotiva Jump Around. A Xavier Dolan le sobra imaginación y talento. En cuanto a su futuro, él mismo afirma: “Sé cuál es mi destino pero no conozco el camino”. En todo caso, será un placer seguirle. PAZ FABREGA Nacida en Costa Rica en 1979, se graduó en la London Film School. Su primer cortometraje Temporal (2006) ganó en el Festival de Biarritz, y su siguiente trabajo Cuilos (2008), también de corta duración, fue seleccionado por los festivales de Róterdam, Locarno y ClermontFerrand. Su primer largometraje, Agua fría de mar (2010), recibió apoyo del Binger Lab, Buenos Aries, Lab, Sinergia, Hubert Bals, Torino Film Fund, Ibermedia y Fondation GAN. Esta película se ha convertido en la primera obra centroamericana en participar en el Sundance, además de conseguir el Tiger Award (película ganadora del festival) en el Festival Internacional de Róterdam. Agua fría de mar parte de una situación en la que una niña se pierde (¿a propósito?) durante una noche. Una joven que viene a pasar el fin de año junto a su novio la encuentra dormida en la playa. Un breve diálogo entre la niña y la joven marcará el devenir de la película. Sus caminos se cruzan en una playa de la costa del Pacífico poblada de serpientes marinas, perfecta representación de sus respectivas vidas. Según palabras de la joven realizadora, a Agua fría de mar “hay que verla con otra mirada y con mente abierta. No es una cinta en la que podamos describir la trama, pues es casi intangible… No quiero tener prejuicios de si la van a entender o no, pero sí estoy preparada y estoy cons-

ciente de qué podría pasar”. La cineasta define su obra como “un drama observacional, un cine en que la parte técnica y de edición trata de no interferir mucho en la percepción del público”. Agua fría de mar es una película sobria, poética y muy atractiva en su puesta en escena; su principal atractivo reside en las sensaciones que la realizadora logra transmitir, sobre todo gracias al trabajo de fotografía de María Secco, que plasma perfectamente las intenciones estéticas de Paz Fabrega. La mala dicción de alguno de los actores y algún que otro problema de sonido crean cierta confusión en varias secuencias, por lo que algunas partes se hacen difíciles de entender. Coproducida por Costa Rica, Francia, España y México, Agua fría de mar es una película que explora la femineidad mediante la representación de dos vidas que no acaban de poder hacer uso de la libertad que en teoría deberían disfrutar. Esta película es una muestra más de la nueva ola innovadora y transgresora que está proliferando en América Latina. VALÉRIE DONZELLI Esta actriz y realizadora francesa nació en 1973. Comenzó trabajando como actriz; su primer trabajo como realizadora fue el cortometraje Il fait beau dans la plus belle ville du monde (2008). En 2010, debutó con La reine des pommes. En el año 2011, colaboró con el realizador Benjamin Biolay en Pourquoi tu pleures?, película que clausuró la Sección de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, inaugurada a su vez por su segundo largo, Declaración de guerra. La reine des pommes narra la historia de Adéle (Valérie Donzelli), una joven que después de romper con su novio se va a vivir a la casa de una tía que le ayuda a superar su crisis sentimental. Valérie Donzelli ofrece en esta película una mezcla de tragicomedia en que mezcla lo profundo con lo banal, la alegría con la tristeza y lo patético con la transcendente. La película, de esta forma, se puede ver como comedia, drama y hasta musical. Valérie Donzelli no se duele en prendas mostrándose casi en todos los planos de la película, aunque su ejercicio de autocomplacencia se salva gracias a su valentía y a su evidente vocación cinéfila. Declaración de guerra está escrita y protagonizada por Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm (su expareja). Cuenta la historia real de ambos cuando se vieron enfrentados al diagnóstico de tumor cerebral en su hijo de dieciocho meses. Los dos protagonistas, curiosamente de nombre Roméo y Juliette, se conocen en una discoteca parisina. Se enamoran y tienen un hijo al que diagnostican un tumor. A partir de ese momento, tratarán de salvarlo declarando la guerra a la enfermedad. En principio, un argumento de estas características podría echar atrás a muchos espectadores, pero, en manos de Donzelli, el resultado es una película fresca y vitalista que sortea casi siempre los esco-

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HISTORIA(S)

MIGUEL ÁNGEL JIMÉNEZ Nacido en 1979, en 1999 abandona la carrera de Derecho para estudiar Cámara y Fotografía Cinematográfica. En 2003, rueda su primer cortometraje, Las huellas, con la producción de Aki Kaurismäki. Tras varios años dedicándose al vídeo y la publicidad, en 2007 trabaja como productor y ayudante de dirección en el documental Un lugar en el cine y funda Kinoskopi S.L. Al año siguiente, realiza el documental Días de El Abanico, una coproducción entre España y Argentina. En 2009, dirige su primer largometraje (Ori), en coproducción con Georgia. Al año siguiente, realiza el corto Khorosho, también en coproducción con Georgia. En la actualidad, está dirigiendo su segundo largometraje, Chaika. llos a que suelen dar pie este tipo de planteamientos. No es drama, ni comedia, y a la misma realizadora le cuesta clasificarla; la define como una obra física, intensa y viva. La vida, según Donzelli, “es una sucesión de pruebas que debemos superar, más o menos duras, más o menos tristes o alegres. Vamos ascendiendo por la montaña poco a poco. Lo que no nos mata, nos hace más fuertes”. En Declaración de guerra, las filiaciones con la Nouvelle Vague son evidentes, desde el musical de Jacques Demy hasta los primeros filmes de Truffaut. Destaca poderosamente el uso del color y la excelente selección musical que oscila entre el punk y el pop sintético, entre el vinilo y un tema interpretado por los protagonistas. Se le podría reprochar que no haya ahondado más en un punto interesante del film, la destrucción de los vínculos de la pareja, pero su visión vitalista y positiva sorprende en una propuesta de estas características y hace que pasen desapercibidos los defectos en que puede incurrir la película. Después del éxito cosechado con Declaración de guerra, Valérie Donzelli ya está en fase de producción de su último trabajo, que llevará por título Main dans la main.

Ori, el título de su primer largometraje, significa “dos” en georgiano. Y es que esta película está compuesta por dos historias que se entrecruzan apenas unos minutos al principio del film para mostrarnos los efectos de la posguerra en el ánimo de los supervivientes. En una de las historias, Nino, una joven que vive en un suburbio de Tsibili, la capital, se siente atrapada en una pequeña vida de rutina y descontento. La otra historia comienza con un joven soldado que visita a su tío, como excusa para mostrarnos la austeridad y la dureza de la vida en las montañas del Cáucaso. Khorosho (que significa “todo bien”) es el cortometraje que, según cuenta el propio Miguel Ángel, rodó como una excusa para volver a trabajar con sus compañeros georgianos. Cuenta el encuentro casual entre dos hombres atormentados por los actos de guerra que cometieron durante las contiendas del Cáucaso. Chaika, el que será su segundo largometraje, ganó el gran premio Eurimages en el Festival Internacional de Cine de Roma 2011 al mejor proyecto cinematográfico. Es una película ambiciosa que transcurre entre Siberia y Kazajistán.

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ATHINA RACHEL TSANGARI Esta realizadora griega vive y trabaja a caballo entre Grecia y los Estados Unidos. Estudió literatura en la Universidad Aristóteles de Tesalónica (Grecia) y dirección de cine en Texas (EE. UU.). En 2005, fundó Haos Film, con la que produjo la ópera prima de Giorgos Lanthimos, Canino (2009). En 1994, realizó su primer corto, Fit (1994). En el año 2000, dirigió The Slow Business of Going, su primer largometraje. Su segundo largo, Attenberg, llegaría diez años más tarde. Attenberg es, en realidad, la forma en que la protagonista de esta cinta, Marina, pronuncia el nombre del zoólogo de la BBC David Attenborough. Marina, una joven de 23 años, devora los documentales de este mientras se aísla del mundo "humano", al que desprecia y con el que no se identifica. Su vida transcurre entre acompañar a su padre —enfermo de un cáncer terminal— al hospital, trabajar como conductora en una fábrica e imitar a los animales junto a su amiga Bella, quien de vez en cuando también la instruye en las prácticas sexuales humanas. Todo esto cambia tras la llegada de un ingeniero a la ciudad al que

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Marina debe servir de taxista y con el que acaba manteniendo una relación. Esta película obtuvo el Premio a la Mejor Actriz (Ariane Labed) en el Festival de Venecia (2010) y el Premio al Mejor Director en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) en 2011. Athina Rachel Tsangari forma parte del grupo de nuevo cine griego, junto con Giorgos Lanthimos —que aparece en Attenberg en el papel del ingeniero recién llegado a la ciudad— y Filippos Tsitos (Adikos Kosmos, 2011). Podría decirse que los nuevos directores griegos comparten en sus propuestas cierta valentía y libertad de pensamiento que les lleva a realizar películas con argumentos que rozan el absurdo. En Adikos Kosmos, el protagonista es un policía que un día decide perdonar a todos los delincuentes que son víctimas de un mundo injusto. En Canino, un padre atemoriza a sus tres hijos con el único propósito de que no salgan nunca de los dominios de la casa. Pero más intrigante —si se quiere decir así— es el enfoque de los realizadores. Las historias están narradas con un desapego y sobriedad emocional que no por ello les resta carga emotiva. Cierta ironía y un sentido del humor poco convencional salpican sus películas de un cierto regusto entre amargo y lúcido. Son filmes que no dejan indiferente al espectador, ya que le obligan a revisar su mirada de la realidad desde un ángulo poco amable.


Juan Antonio Miguel

A muchos de los mejores cineastas del mundo les reconocemos un estilo propio, una forma especial de filmar, pero pocas veces somos conscientes de que trabajan película tras película con los mismos directores de fotografía. No vamos a entrar en el viejo debate de la autoría de las películas, pero sí que nos gustaría que, de una vez por todas, se sepa reconocer el trabajo tan importante de los mal llamados “técnicos”. Todo esto surge de un pequeño debate que tuvo lugar después de la proyección de la película Lola (Brillante Mendoza, 2009), en el que discutimos sobre la calidad fotográfica, en este caso, del trabajo de Odyssey Flores. Esta lista, evidentemente, no tiene más valor que el de divertirnos un poco y, al mismo tiempo, reconocer el trabajo de unos profesionales muchas veces olvidados. 10.- NELSON YU LIK-WAI

Nelson Yu Lik-wai nació en Hong Kong en 1966. Estudió cine en la Escuela de Cine del Instituto Nacional Superior de Artes del Espectáculo (Institut National Superieur des Arts de Spectacle, INSAS) de Bélgica. Después de graduarse volvió a su país, donde se convirtió en una figura importante en el mundo del cine de Hong Kong y China continental, tanto en calidad de director de fotografía como de realizador. Su primera película como director, Neon Goddesses (1996), es un documental (también trabajó como director de fotografía) en el que lo más importante son las preciosas y sugerentes imágenes que crea. Sus dos siguientes películas de ficción, Love Will Tear Us Apart (1999) y All Tomorrow’s Parties (2003), también llevan su sello fotográfico. Nelson Yu es mundialmente conocido por su trabajo con el realizador chino Jia Zhangke, con el que ha colaborado en todas las películas que este último ha dirigido desde Pickpocket (1998). Su último trabajo hasta la fecha ha sido la reciente Love and Bruises (2011) del también realizador chino Lou Ye.

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Los 10 mejores directores de fotografía

cientes. En todo su cine hay una voluntad de concentración espacio/temporal que conduce hacia la esencialización de la imagen. Esto se materializa en los habituales planossecuencia que abundan en todas las obras del autor griego. Otra de las características del trabajo de Arvanitis es la coherencia invernal de los paisajes, dado que Angelopoulos tenía una predilección especial por las localizaciones del norte de Grecia. En la fotografía de Arvanitis es muy importante la concepción pictórica, así como su reflexión sobre el paisaje y la naturaleza. Giorgos Arvanitis comentó sobre este aspecto de su trabajo en Reconstruction (1970): “Cuando vi aquellas casas de piedra aferradas a las rocas, hundidas en la luz, entendí que aquella luz era la de mi infancia. Bastaba capturarla con mi cámara, así como lo había captado mi ojo y encerrarla en la eternidad de la película, exactamente como había estado encerrada en la eternidad de mi vida.” En The Travelling Players (1975), la obra magna del director griego, hay muchas sugestiones pictóricas y la fotografía lleva el sello de la iconografía griega, tanto a nivel de composición como cromático. Además de con Angelopoulos, ha trabajado con directores de la talla de Volker Schlöndorff, Marco Bellochio, Goran Paskaljevic, Amos Gitai y Catherine Breillat. 8.- HARRIS SAVIDES Nacido en Nueva York, Savides comenzó su carrera en Europa como fotógrafo de moda. De vuelta en Nueva York, Savides empezó a rodar spots y videoclips; ganó tres veces el premio a la mejor fotografía en los premios de MTV por Rain de Madonna, Everybody Hurts de REM y

9.- GIORGOS ARVANITIS Nacido en 1941, era el director de fotografía habitual del realizador griego Theo Angelopoulos, con el que colaboró en todos sus largometrajes. Angelopoulos tuvo la suerte de trabajar con uno de los grandes directores de fotografía del mundo, que le acompañó desde sus comienzos. La combinación de estos dos talentos, evidentemente, hizo que compartieran la misma forma creativa de una manera de la que ni ellos mismos eran plenamente cons-

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HISTORIA(S) Criminal de Fiona Apple. Fue nominado a los Independent Spirit Awards por Mi nombre es Harvey Milk (2008). Esta fue su quinta colaboración con el director Gus Van Sant. Antes habían trabajado juntos en Gerry (2002) y Elephant (2003), por las que ganó el New York Films Critics Circle Award. Otra película que le ha valido una nominación a los Independent Spirit Awards es Last Days (2005). Además, ha trabajado con David Fincher en Seven (1995), The Game (1997) y Zodiac (2007). Sus últimos trabajos han sido con Sofia Coppola en Somewhere (2010) y nuevamente con Gus Van Sant en su último film Restless (2011). Savides tiene entre sus mejores trabajos los realizados junto a Gus Van Sant, donde llama la atención su sobriedad y su paleta de color formada por tonos grises y azulados. Destaca su frío trabajo de fotografía en Elephant, que, para el autor de este artículo, es la obra maestra de Gus Van Sant. En Restless, el color, aun siendo frío (la película transcurre en invierno), vira hacia unas tonalidades más ocres y rojizas.

6.- ÉRIC GAUTIER

7.- RUI POÇAS Nació en Oporto en 1966. En 1993, terminó el curso de cine en el área de imagen de la Escuela Superior de Teatro y Cine (Escola Superior de Teatro e Cinema, ESTC) de Lisboa. Es el director de fotografía de dos de los directores portugueses más importantes en la actualidad: João Pedro Rodrigues y Miguel Gomes. Ha trabajado en el campo del documental, en el que debutó en 1993 con Eduardo Viana, pintor, de Luís Matos. Otro documental en el que colaboró fue Grupo Puzzle (2001) de otro director luso importante, Hugo Vieira da Silva. Con João Pedro Rodrigues ha trabajado en tres largometrajes: Phantom (2000), Two Drifters (2005) y To Die Like a Man (2009). Su trabajo en esta última película es especialmente importante, ya que mezcla en ella varios tipos de fotografía, desde el realista hasta el más puro y el kitsch. Con Miguel Gomes fotografió sus primeros cortometrajes, además de sus dos largos, The Face You Deserve (2004) y This Dear Month of August (2008). Rui Poças se ha sabido acoplar perfectamente al estilo naturalista y juguetón de Miguel Gomes, destacando la fotografía documental de buena parte del film (Rui Poças domina a la perfección ese género) a la vez que pasajes en que la luz de los focos (en la fiestas y verbenas de los pueblos) le piden gran amplitud de contrastes. Rui Poças es uno de los valores más firmes entre los operadores de fotografía europeos.

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Éric Gautier nació en 1961. Comenzó sus estudios en la Universidad Paris III Sorbonne-Nouvelle, siendo diplomado en la Promotion Cinéma 1962. El director de fotografía Bruno Nuytten la tuvo como asistente de operador en La vie est un roman (1983) de Alain Resnais. Colabora regularmente con nombres tan importantes como Arnaud Desplechin (La vie des morts, 1991; Esther Kahn, 2000; Kings and Queen, 2004; Un cuento de Navidad, 2007), Olivier Assayas (Les destinées sentimentales, 2000; Clean, 2004), Marion Vernoux (Love, etc., 1996) o Leos Carax (Pola X, 1999), nombres muy representativos del nuevo cine francés. Ha trabajado también con directores de la importancia de Patrice Chéreau (Intimidad, 2001; Gabrielle, 2005) o Alain Resnais (Asuntos privados en lugares públicos, 2006; Wild Grass, 2009). En 1999 consiguió un Premio César por su trabajo en Los que me quieren cogerán el tren (1998), de Patrice Chéreau. Su carrera consigue envergadura internacional en 2004 con Diarios de motocicleta de Walter Salles.


HISTORIA(S)

5.- CAROLINE CHAMPETIER

Caroline Champetier es una de las grandes directoras de fotogafría francesas. Nacida en 1954 en París, preside la Asociación Francesa de Directores de Fotografía Cinematográfica (AFC) desde el año 2009. Debutó en el año 1989 en La banda de las cuatro, de Jacques Rivette. A partir de ese momento ha trabajado con los grandes nombres del cine de autor franceses y extranjeros, entre los que destacan Jacques Doillon (La chica de quince años, 1989; Ponette, 1996; In the Four Winds, 2010), Benoît Jacquot (Par coeur, 1998; Villa Amalia, 2009), Xavier Beauvois, Amos Gitai (Promised Land, 2004) o Nobuhiro Suwa (A Perfect Couple, 2005). Caroline Champetier obtuvo el Premio César 2011 a la mejor fotografía por la película De dioses y hombres (2010), de Xavier Beauvois. En el año 1999 debutó como realizadora con la película Marée haute.

Este veterano director de fotografía nació en 1945 en Bellinzona (Suiza). Comienza a interesarse por la fotografía a principios de los años 60. Durante tres años (1965-67) estudia en el Centro Experimental de Cinematografía (Centro Sperimentale di Cinematografia) de Roma. A partir de ese momento su nombre ha estado ligado a los títulos más prestigiosos de la cinematografía suiza, francesa y alemana. En 1969 comienza su colaboración con Alain Tanner en Charles, vivo o muerto. En 1971 obtiene su primer premio internacional por su trabajo en La salamandra, también de Alain Tanner. Desde entonces Renato Berta ha realizado la fotografía de más de un centenar de títulos con directores como Straub/Huillet, con los que empezó a colaborar en 1969 y con los que ha continuado hasta su última película Il ritorno del figlio prodigo – Umiliati (2003); Manoel de Oliveira, con el que ha trabajado durante los últimos seis años; y Daniel Schmid, con el que inició un creativo tándem en 1972 que se ha mantenido hasta su último film en 1998. Además, Renato Berta ha puesto las imágenes a films de Godard, René Allio, Patrice Chéreau, André Techiné, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Louis Malle, Alain Resnais, Amos Gitai o Robert Guédiguian, entre otros. Entre los muchos premios que ha recibido destacan el César a la Mejor Fotografía en 1988 por Adiós, muchachos (Louis Malle, 1987), o el Premio Gianni di Venanzo por Inquietud (Manoel de Oliveira, 1998). 3.- CRISTOPHER DOYLE

4.- RENATO BERTA

Nacido en Sidney, siendo muy joven recorrió el mundo como marino en un buque mercante, y se doctoró en Historia del Arte en Estados Unidos. Finalmente recayó en Taiwán, donde inició su profesión como director de fotografía. Además de haber contribuido con su especial habilidad al éxito de las películas más celebradas del reciente cine asiático, también pueden apreciarse sus trabajos en obras como Psicosis (1998), de Gus Van Sant; El americano impasible (2002), de Phillip Noyce, o La joven del agua (2006), de M. Night Shyamalan. Sus trabajos junto a Wong Kar Wai (Días salvajes, 1990; Ashes of Time, 1994; Chungking Express, 1994; Ángeles caídos, 1995; Happy Together, 1997; Deseando amar, 2000; 2046, 2004) son los que le han dado fama internacional y es difícil diferenciar dónde empieza y termina el trabajo de cada uno. Sería imposible imaginar las películas de Wong Kar Wai sin el trabajo de

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HISTORIA(S) Cristopher Doyle. Su estilo se caracteriza por una acertada utilización de la iluminación, con un uso de la luz y la oscuridad que contribuye decisivamente al estilo narrativo, los fuertes contrastes cromáticos y una estética cercana al videoclip de gran belleza plástica. Las palabras de Won Kar Wai “Lo importante para mí es un ambiente, un ángulo, la textura de una pared o la luz que se refleja de manera oblicua en los ojos de un actor [...]" son suscritas plenamente por la cámara de Doyle. La belleza de Deseando amar (una de las películas mejor fotografiadas de los últimos 20 años) se debe a la colaboración de dos genios, Chris Doyle y el, para mí, más grande director de fotografía de la actualidad: Mark Lee Ping Bin.

1.- MARK LEE PING BIN

2.- AGNÈS GODARD

Nacido en Taiwán en 1954, empezó a trabajar como director de fotografía en 1974. Colaborador habitual del maestro taiwanés Hou Hsiao-hsien, con el que empezó a trabajar en 1984 en la película Tiempo de vivir, tiempo de morir. Desde entonces se ha ocupado de la fotografía de la gran mayoría de los films de ese realizador. Con Dust in the Wind (1987) consiguió el premio a la mejor fotografía en el Festival de Nantes, y con Millennium Mambo (2001), el mismo premio en el Festival de Taipei. En Hong Kong trabajó con Ann Hui en My American Grandson (1991) y en Summer Snow (1995), por la que se llevó el premio a la mejor fotografía en el Festival de Taipei. También ha trabajado con Wong Kar Wai en Deseando amar (2000), Tran Anh Hung en Pleno verano (2000) y con el chino Tian Zhuangzhuang en Primavera en Smalltown (2002). En 2009, los directores taiwaneses Chiang Hsiu-Chiung y Kwan Pung-Leung le dedicaron un documental titulado Let the Wind Carry Me. En el año 2000, junto a Christhoper Doyle consiguió el gran premio técnico del Festival de Cannes por su excelso trabajo en Deseando amar. Mark Lee Ping Bin está considerado como uno de los más grandes directores de fotografía actuales, hasta el punto de que Hou Hsiaohsien ha comentado en alguna ocasión que sin él a su lado se encuentra perdido. Se le empezó a tomar en consideración por su trabajo en Flowers of Shanghai (1998), una de las obras maestras de Hou, sobre todo por la utilización de tonalidades audaces de naranjas, amarillos y dorados que subrayan muy bien el deseo doloroso de los personajes. A partir de los años 90, su trabajo con Hou Hsiaohsien ha virado hacia unas imágenes de gran sensualidad, destacando, sobre todo, el estupendo acabado de su última obra maestra Millennium Mambo.

Agnès Godard es una de las directoras de fotografía más importantes en la actualidad. Reconocida internacionalmente por la forma en que le da personalidad a todos sus trabajos y por su increíble versatilidad. Originalmente estudió periodismo antes de dedicarse plenamente al cine. Después de graduarse en el prestigioso Instituto de Estudios Cinematográficos (Institut des Hautes Études Cinématographiques, IDHEC) de París, empezó a trabajar como asistente de cámara de Wim Wenders. Ha trabajado con directores de la importancia de Alain Resnais, Peter Handke, Peter Greenaway, Erick Zonka y Agnès Varda, aunque sus principales trabajos los ha realizado con la cineasta Claire Denis. Lo primero que llama la atención de sus trabajos con Claire Denis es la sensualidad de su aproximación a los cuerpos (los primeros planos de los soldados sudorosos de Beau travail, 1999) y la profundidad gradual del color (Friday Night, 2002). Agnès Godard puede hacer ver como nadie la profundidad de un cuadro de Vermeer; su estilo minucioso y penetrante no podría ser más adecuado para adaptarse a las formas extrañas del cine de Claire Denis. Trouble Every Day (2001) no sería la misma película sin el peso de la melancolía de la cámara de Godard.

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Otros nombres que muy bien podían haber formado parte de esta lista son Peter Deming, aunque sólo hubiera sido por su trabajo en Mulholland Drive (David Lynch, 2001); Emmanuel Lubezki, colaborador habitual de Tim Burton y Terrence Malick; Tilman Büttner, por su faraónico trabajo en El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002); Odyssey Flores, habitual de los filmes del filipino Brillante Mendoza; el gran Timo Salminen, director de fotografía de Aki Kaurismäki; Roger Deakins, habitual de los hermanos Coen, o Gábor Medvigy y Fred Kelemen, directores de fotografía del maestro húngaro Béla Tarr. En cuanto a los españoles, destaco el trabajo de Jimmy Gimferrer, operador habitual de Albert Serra y responsable de la fotografía de Aita (2010), de José María de Orbe.


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Entrevista a Jesús Mora ¿Cómo surgió tu vocación cinematográfica? En mi generación fue muy importante la cultura visual. Lo intenté primero con la pintura, pero luego entendí que el cine era lo más completo a la hora de formarme visualmente. Mi primer trabajo en Super 8, realizado con tan sólo 14 años, ya tenía vocación de cine de época, un tipo de cine que me interesa especialmente. Lo más importante es que el cine es el mejor medio en el que puedo expresarme. Jesús Mora (Madrid, 1964) comenzó en la industria audiovisual trabajando en departamentos de dirección y producción de diferentes largometrajes, series televisivas y publicidad. Hasta 1987 dirigió cuatro cortometrajes en formato de 35 mm y desde 1992 ha realizado documentales para la televisión. Debutó con el largometraje A tiro limpio (1996), una nueva versión de la película del mismo título que Francisco Pérez-Dolz dirigió en 1963. Esta película pudo verse en la Sección Zabaltegui del Festival de San Sebastián. Su siguiente trabajo fue Arrebatos (1998), una pieza documental que revive el rodaje de la mítica película de Iván Zulueta. En 1999 dirige dos episodios de la serie televisiva El comisario. Con Mi Dulce (2000) regresa a la ficción para contar la historia de dos hermanas (Bárbara Goenaga y Aitana Sánchez Gijón) enfrentadas, a medio camino entre el drama y la trama policial. Esta película participó en la Sección Oficial del Festival Internacional de Cine de Moscú y en el Festival Internacional de Cine de Gijón. Su siguiente trabajo es un documental político en clave de western: Operación Algeciras (2004), una obra sobre el fallido atentado en territorio español que pudo haber cambiado el rumbo de la guerra de las Malvinas. Esta película participó en la Sección Oficial del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva. En 2007 realiza su cuarto largometraje Villa Tranquila (2007). Rodado en Argentina, la película es una especie de western con aire de documental, donde Jesús Mora sabe sacar provecho de su escaso presupuesto y mínimos medios técnicos. Villa Tranquila se presentó en el Festival de Málaga. Su último trabajo hasta la fecha, Después de mi (2011), un austero drama filmado con sobriedad y sin florituras, está aún pendiente de estreno. En el momento actual Jesús Mora trabaja en un nuevo proyecto que le ha traído hasta tierras palentinas. ¿Qué te ha llevado a interesarte para tu nueva película en una ciudad tan poco aprovechada cinematográficamente como Palencia? Fundamentalmente el poco provecho cinematográfico que se le ha sacado a la ciudad. En una película el espacio lo tienes que crear sobre una base real y amoldarlo a las localizaciones y la visión que tienes sobre la ciudad y el espacio urbano, por ello, Palencia representa muy bien una capital de provincias a nivel europeo. Además, en una ciudad pequeña la labor de producción es más sencilla al estar todo más concentrado. Al tratarse de una película de época (la acción transcurre en 1979), únicamente hay que seleccionar lo que tiene relación con lo que quieres contar, en el periodo elegido. Todo eso se puede combinar con algo que me interesa mucho, el paisaje de la Tierra de Campos.

Tu primer trabajo importante fue A tiro limpio (1996), una nueva versión del clásico de Pérez-Dolz. ¿Qué te atrajo del proyecto? Principalmente, al no considerarme guionista, buscaba algo ya hecho que pudiera reinterpretar en una nueva película. Por eso mi afán de plantear un remake, algo que no se estilaba en esa época. Estuve estudiando el cine de género español y me di cuenta que esta era la película más adecuada para lo que me proponía. La película de Pérez-Dolz era muy propicia a la reinterpretación, ya que dejaba muchos cabos sueltos y eso me daba pie a reinventarlos y así poder llegar a una obra propia. En varias de tus películas se aprecia un interés especial por el cine policiaco. ¿Crees que uno de los problemas históricos del cine español es el fracaso del cine de género? Mi conclusión sobre este tema es que en el cine de género, más que los clichés, lo que importa es una cierta actitud narrativa. En una de mis películas, Villa tranquila, tomé el western como referente, lo que me sirvió para conseguir lo que quería sin necesidad de recurrir a los tópicos de este tipo de cine. Lo bueno del género es que puedes dar unos códigos conocidos al público que pueden ayudarlo a ubicarse, pero el desafío para un director es seguir descubriendo matices y no caer en los lugares comunes. Por eso aunque caigas en una actitud conocida, lo mejor es encontrar los tonos adecuados. Tu siguiente trabajo es un prestigioso documental sobre la mítica película de Iván Zulueta, Arrebato. ¿Te sedujo más la película de Zulueta o la importancia histórica de la época? Lo más interesante es el momento histórico en el que transcurre la película. Intenté contar ese momento tan especial, y a la vez hablar de la creación artística, con todas sus crisis y dificultades. Todo el documental gira en torno a ese periodo, además de la creación de esa obra en particular, de los elementos que llegaron a configurarla, pero básicamente utilicé esa película en concreto para ilustrarlo. La película de Zulueta la recuerdo, sobre todo, como parte de las sesiones nocturnas de mi adolescencia. En el año 2000 realizas la que es tu película más ambiciosa, Mi dulce. En este largometraje retomas el tema policial, aunque sea de forma indirecta, pero lo más importante son los personajes. ¿Qué es lo que te atrae de los personajes desubicados?

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Sobre todo, entenderlos, poder entender sus sentimientos, sus reacciones, de lo que se protegen, el porqué atacan, etc. Mi Dulce me llegó en principio como un encargo, pero una vez que lo hice mío intenté poner todo mi alma en el proyecto, pero me costó muchísimo. Ese alma es lo que marca la diferencia con el guión o con el proyecto del guión. En Mi dulce tuviste ocasión de trabajar con un mayor presupuesto y con un elenco de actores prestigioso. ¿Te encuentras más a gusto trabajando en este tipo de proyectos o prefieres otros de menor presupuesto y mayor libertad autoral? No por tener mayor presupuesto estaría mejor aprovechado. Lo más importante es utilizar bien los recursos de los que dispones. Eso es lo que intento hacer en todos mis trabajos, aprovechar todos los elementos y ver lo que eres capaz de hacer con ellos. Mi prioridad, ante todo, es ser responsable de lo que haces en cualquier circunstancia. Según la peculiar clasificación de Javier Rebollo sobre la tipología del cine español: Grupo A (Amenábar, De la Iglesia…), Grupo B (Martín Cuenca, Rebollo…) o Grupo C (Serra, Lacuesta…), ¿con que categoría te identificas? No fumo puros, tampoco fumo en pipa, ni hago citas importantes, por lo que estaría en la D de descatalogado. ¿Tienes algún director cuya influencia haya marcado tu manera de entender el cine o sea una referencia a la hora de enfrentarte a una película? No. Cuando no haces cine puedes buscar referentes, pero cuando te enfrentas al proceso de crear una obra, lo que tienes que hacer es seguir formándote y adquirir conocimientos sin necesidad de iconos. Lo que si tengo es mucho aprecio a determinados autores en etapas concretas. Tengo cierto cariño a directores con una personalidad definida que se transfiere a su obra (aquí estarían un montón de artesanos desprestigiados). Cada autor tiene una arquitectura mental diferente, aunque esto no quiere decir que no puedan llegar a verse o percibirse ciertas similitudes con otros realizadores. ¿Cuáles son tus principales preocupaciones temáticas y formales? En cuanto a las temáticas, fundamentalmente la ilusión de que has conseguido crear vida en la pantalla, sobre todo en relación con los personajes. En uno de mis primeros cortometrajes en 35 mm, una persona muy reputada dentro del mundo del cine me dijo “ruedas muy bien, pero no tienes nada que contar”. Desde entonces no he parado hasta tener algo que contar. En cuanto a la forma, es la manera de encontrar tu propia personalidad, intentar recu-

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perar la esencia, encontrar los matices y empezar a apreciar el valor del encuadre. El cine puede crear dimensiones sin necesidad del 3D. No me gustan los insertos ni el ralentí como forma de engaño. En cuanto al ritmo, lo más importante es saber captar la atención del público al máximo. Según va creciendo tu personalidad creativa, todo esto se vuelve más fácil y a la vez más radical. En mi última película (Después de mi) cada secuencia tiene una cadencia narrativa y esa cadencia hay que mantenerla; el azar no sirve, todo tiene que estar en la intención del autor. Eso pasa en el cine y en todas las facetas de la vida. Durante varios años tuviste una vida un tanto errante, trasladándote a Hispanoamérica y realizando dos proyectos aparentemente distintos, Operación Algeciras (2004) y Villa Tranquila (2007). ¿A qué se debió tu salida de España? Mi salida de España se produjo en un momento preciso y en unas circunstancias determinadas, y se debió sobre todo a la necesidad de estar en movimiento, a reinventarme y a buscar nuevos horizontes. El cine lo llevo siempre en la mochila, por lo que me acompaña allá donde vaya. También sirvió para darme cuenta de que no existe el paraíso, el paraíso te lo puedes inventar como los decorados en una película. En esta etapa de mi vida aprendí que a veces las películas por sí solas no son una satisfacción plena, sino que lo más importante es el proceso que te lleva a ellas.


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En vista de tu filmografía apreciamos una alternancia entre cine documental y ficción pura. ¿A qué es debido? ¿Hay mucha diferencia a la hora de trabajar entre esos dos géneros? Cuando hago documental quiero que parezca ficción y a veces a una ficción me gusta disfrazarla de un documental realista. Ese es el juego que hice con Operación Algeciras y Villa Tranquila. En Operación Algeciras, película que optó al mejor guión en los premios Cóndor, intenté aplicar un lenguaje personal a partir del montaje y en Villa Tranquila, rodada en Argentina, me propuse crear unos personajes en función de unos actores determinados, algo que no puedes hacer en el documental. Tu último trabajo Después de mí (2010), filmado en Castilla-La Mancha es otra historia de pérdidas y perdedores. La actitud pesimista ¿corresponde a tu forma de ver la vida, o es un rasgo de estilo derivado de tu interés por el policiaco?

hacerla. De nuevo vuelvo a tener esa actitud narrativa de thriller, aunque lo más rico de esta propuesta son los personajes que curiosamente son los que empujan los acontecimientos. El viaje en este caso no es a un lugar exótico, es un viaje en el tiempo, a través del cual sigo construyendo el espacio. La película se desarrollará en un espacio y una época determinada, la de la transición, algo muy próximo a mi generación que yo reivindico. Esta época tan importante de nuestra historia creo que debe de ser contada. En cuanto al sistema de producción es algo de mi invención que he estado utilizando durante toda mi carrera y que aquí estoy llevando hasta las últimas consecuencias. Entrevista realizada por Juan A. Miguel y Gustavo González el día 12/01/12, un día después de la destitución de José Luis Cienfuegos como Director del Festival Internacional de Cine de Gijón y trece días antes de la muerte del realizador griego Theo Angelopoulos.

Esa actitud tuvo que ver con mi estado vital de ese momento. ¿Cómo contar mi desilusión hacia ciertas cosas? ¡Contándolo! ¿Cómo superar una desilusión y un desanimo? ¡Contándolo! El principal matiz es que con estos elementos tan grises hay que saber encontrar la tranquilidad y la honestidad. En esta película quería probar el mundo del polar de Chabrol en un ambiente provinciano, pero nada más que formalmente. ¿Qué película te habría gustado realizar? La que no he hecho todavía. Mi última película siempre es mi testamento momentáneo. ¿Como ves en estos momentos de crisis el futuro del cine español? Como ha vivido siempre en crisis, este será tan buen momento como otro para mis posibilidades, además espero que nos sirva a todos para regenerarnos. Lo que percibo a nivel de la industria es que la gente comenta sus miedos e inseguridades, pero eso ya estaba antes, con crisis y sin crisis. Por último, ¿puedes avanzarnos algo sobre el proyecto que te ha traído a tierras palentinas? El proyecto llevará por título 1979 y puede que sea el final de toda una etapa. En esta película intentaré mostrar todas mis inquietudes tanto formales como temáticas, e incluso profesionales. Es la llegada a la madurez y el compendio de toda una carrera. Todo mi transcurrir personal y profesional confluyen en esta película y espero que esto sea el mejor fundamento para

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49.° Festival Internacional de Cine de Gijón Juan A. Miguel y Ricardo Adalia Martín

película asfixiante, barroca y tremendamente sensual. Esta obra maestra (la gran película del festival, sin duda) nos dejó una de las grandes imágenes del certamen: el primer plano de una de las protagonistas llorando semen, metáfora de todo el film. Fausto, último León de Oro en el Festival de Venecia, era otra de las películas más esperadas y, como no podía ser de otra forma, una de las que mas controversias generó. La película de Sokurov es una obra desconcertante, filmada prodigiosamente de manera operística, con una puesta en escena tan barroca y perfecta que llega a abrumar. Fausto es una película grandiosa e inabarcable, donde se mezcla lo puramente físico (escatológico incluso) con la más profunda poesía. Sokurov, en un alarde de riqueza visual en su puesta en escena, consigue que hasta los olores lleguen al espectador. Bruno Dumont es un director querido por el festival de Gijón, que le dedicó una retrospectiva en 2006. En esta ocasión tuvimos la primicia de su último film Hors Satan, en el que el director francés vuelve a los escenarios que tan bien conoce y domina, donde el demonio campa a sus anchas, y que nos remiten a sus primeras películas La vie de Jesus y L’Humanité. Dumont retoma el formato ancho para filmar una especie de western metafísico en el que un hierático y enigmático personaje deambula por los bellos y ásperos paisajes de la región de Pas-de-Calais acompañado de una joven de rostro blanquecino a la que protege en todo momento. Hors Satan es un film de gran belleza estética y espiritual, en el que vuelven a aparecer secuencias tan “dumonianas” como un espectacular exorcismo realizado a una joven turista. Dumont en estado puro. Como todos los años desde que comenzara la andadura de El rayo verde, acudimos a Gijón en noviembre. En esta ocasión, gracias a la excelente programación que ofreció el festival, ha resultado muy difícil condensar en un par de páginas todo lo que dio de sí una edición memorable, de las mejores que se recuerdan en mucho tiempo. SECCIÓN OFICIAL El jurado, compuesto por Fernando Lara, Lola Dueñas, Eduardo Chapero-Jackson, Alberto Fuguet y Mira Staleva, decidió otorgar el máximo galardón de la 49.° edición del Festival Internacional de Gijón a las películas El estudiante, del argentino Santiago Mitre, y a La guerre est déclarée, de la francesa Valerie Donzelli. Este premio compartido, muy discutible a todas luces, dejó clara la falta de unanimidad en la que ha sido, a juicio de la mayoría, una de las mejores ediciones de los últimos años. Si en algo destaca este festival es en la absoluta coherencia a la hora de confeccionar sus programaciones. En esta edición se equilibraron los nombres de cineastas reconocidos internacionalmente con los de jóvenes autores europeos y del cine independiente americano. El único elemento a destacar fue la total ausencia de cine asiático en la competición oficial. En una Sección Oficial de muy alto nivel destacó poderosamente L’Apollonide, último film del director francés Bertrand Bonello, programada fuera de concurso como complemento a la impagable retrospectiva que se le dedicó. L’Apollonide es una experiencia para los sentidos, una

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Otra de las grandes películas del festival fue Un amour de jeunesse, la bella y delicada última película de la directora francesa Mia Hansen-Love. Un amour de jeunesse es una luminosa y rohmeriana película sobre el primer amor, donde en todo momento se impone la exquisita sensibilidad de la joven autora. Mia Hansen-Love filma con una gran sutileza y elegancia, alejándose sin problema de todos los componentes melodramáticos a los que una historia como esta podía llevarla. Nicolas Klotz dejó una huella imborrable en Gijón con su anterior película La cuestión humana, por lo que se esperaba mucho de Low Life, su última obra. Low Life es una película muy discutible, fascinante en su sofisticada puesta en escena, llena de imágenes poderosas, pero excesivamente discursiva en su mensaje. Las dos películas triunfadoras de esta edición, El estudiante, ópera prima del argentino Santiago Mitre, un film muy bien realizado e interpretado, pero de temática en exceso anticuada, y La guerre est déclarée, una bienintencionada y a ratos emotiva película sobre las dificultades de una pareja que se enfrenta a una penosa enfermedad de su hijo, no pusieron de acuerdo al jurado, que da la impresión de querer premiar dos tipos de película: una arriesgada y otra más convencional (no sabría decir cuál es cada una). Película arriesgada sí que lo es Play, el último film del director sueco Ruben Östlund, una obra sobre el acoso infantil, filmada con la autenticidad de los planos fijos frontales. Play es una obra depurada y muy arriesgada a la


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que únicamente se le puede achacar un excesivo metraje. El riesgo es lo que se esperaba en The Future, la segunda película de la norteamericana Miranda July, una obra inclasificable, mezcla de comedia y de performance, anodina y cursi que trata los problemas existenciales de una joven pareja. El jurado, también de manera muy discutible, decidió otorgar una mención a la única película española a concurso, Iceberg, tercer largometraje del director salmantino Gabriel Velázquez. Iceberg es una película de corto recorrido, arriesgada y hasta suicida, donde la ausencia de diálogos y la constante búsqueda de poesía no terminan de concretar en un final un tanto explícito y fallido. Les Géants, del belga Bouli Lanners, y Michael, ópera prima del austriaco Markus Schleinzer, profundizan en las miserias de la nueva Europa de forma diferente; la primera a manera de un cuento en el que tres adolescentes tendrán que luchar con un entorno hostil. La película es a ratos divertida, pero muy lastrada por el exceso de caricaturización de los personajes secundarios. Michael es una nueva vuelta de tuerca al universo de Haneke y Seidl, filmada de manera fría y distante a base de planos fijos, pero que no depara nada que sus maestros no nos hayan contado ya. Otras películas, que participaron en la Sección Oficial y que por pereza (Vol spécial) y por confesables prejuicios (Dark Horse, The Forgiveness of Blood, Walk Away Renée y Terri) no tuvimos ocasión de ver, completaron una edición de altísimo nivel. Secciones paralelas Esta edición del FICXixón ha sido una de las mejores de los últimos años gracias también al altísimo nivel de sus ciclos y secciones paralelas. Aprovechando la presencia de L'apollonide en la Sección Oficial, se radiografió la obra de Bertrand Bonello, cineasta del cuerpo y la experiencia interior, autor de algunas de las grandes obras maestras de nuestro tiempo, como Le pornographe (2001), Tiresias (2003) y, sobre todo, De la guerre (2008). El austriaco Michael Glawogger sacudió a todos con la contundente heterodoxia de su mirada, capaz de acercarse a la dureza del trabajo en una mina de carbón con el documental Workingman’s Death (2005), y de filmar la alocada ficción lisérgica Contact High (2008). Aunque, sin duda, el ciclo estrella fue el dedicado a los géneros mutantes. Partiendo de la premisa errónea de enclavarles en un período muy

determinado de la historia del cine (el clasicismo), la retrospectiva planteaba un viaje que pretendía rastrear las trazas y las huellas de sus mutaciones en el tiempo centrándose en una serie de films contemporáneos como la grandísima Aquele querido mês de agosto (Miguel Gomes, 2008), la asfixiante Essential Killing (2010), del director de culto Jerzy Skolimowski, la hermosísima Road to Nowhere (2010), que suponía el reencuentro con el siempre genial Monte Hellman, y la completamente desconcertante Dharma Guns (La succession Starkov), del todavía hoy desconocido F.S. Ossang. Pero fueron en las secciones Llendes y Esbilla donde encontramos algunos de los trabajos que más nos sorprendieron. Como Palacios de Pena (2011), mediometraje de Gabriel Abrantes que trata de explorar las relaciones históricas de Portugal alrededor de la figura de dos adolescentes que deben repartirse la herencia de sus padres recién fallecidos. P-407 (2011), film tailandés de Kongdej Jaturanrasmee (véase “Cineastas para el siglo XXI” en este mismo número), que mezcla a partes iguales algunas de las constantes del cine de Apichatpong Weerasethakul y la alocada frescura de Quentin Tarantino. Música campesina (Alberto Fuguet, 2011), película chilena sobre la improvisación, que reveló la buena salud que atraviesan las cinematografías de Sudamérica. Pero, sobre todo, Photographic memory (2011), de Ross McElwee, uno de los grandes (e invisibles) documentalistas de nuestro tiempo, capaz de reflexionar sobre la diferencia generacional que le separa de su hijo al mismo tiempo que sobre la problemática transmisión cultural de nuestro tiempo, acudiendo a la esquina de un lugar perdido de Francia donde pasó su adolescencia. No se puede volver a casa Adiós Gijón; después de la injusta destitución de José Luis Cienfuegos el pasado mes de enero por parte del nuevo equipo de gobierno del Ayuntamiento de Gijón, tenemos la sensación de que todo va a cambiar a peor en la cita gijonesa. El nuevo equipo capitaneado por Nacho Carballo ya ha hablado de restaurar la alfombra roja en un festival que se caracterizaba por la ausencia de glamour y de políticos. También de potenciar el cine asturiano y dar cabida a producciones televisivas, la animación y un cine un “poco más comercial”. Es decir, hacer del FICXixón un lugar plural que dejará de apretar mucho para intentar abrazarlo todo. ¿Acudiremos de nuevo al festival?

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Medios sin fin Después del cine. Imagen y realidad en la era digital, de Ángel Quintana, Editorial El Acantilado, 2011 José Miguel Burgos Mazas El cine conserva un instinto renovado de transformación. Una vez que se han hecho evidentes las dificultades para construir imágenes únicas, capaces de ofrecer una lectura verosímil de la realidad, el cine no ha dejado de preguntarse por el lugar que ocupa. La difícil tarea de pensar esto último en un contexto dominado por la extensión de los nuevos soportes audiovisuales es el núcleo que inspira Después del cine, de Ángel Quintana. Lo relevante de la transformación del celuloide a lo digital no es tanto la revolución tecnológica implicada, como la transformación del estatuto de la imagen. La imagen pixelada ha reformulado la relación de las imágenes con la realidad, la eterna dialéctica en torno a la cual ha venido pivotando la historia del cine. Lo propio de las imágenes digitales es la transformación de la huella de lo real, entendida como clave que configura lo visible, en un elemento extremadamente móvil, que no necesita de su relación con un exterior para configurarse. La inmanencia de las imágenes digitales explora las posibilidades de la imaginación de dos maneras: reajustando los imaginarios que construye a los universos ideados

por el mito o por la razón, la cultura del espectáculo donde el espectador solo quiere suspender su juicio, o mediante la exploración crítica de su propia condición. La primera trata de hacer posible lo soñado mediante ficciones verosímiles; la segunda se pregunta por un trabajo de la imagen que haga visible nuestra relación con el mundo. Si el futuro del cine quiere conservar toda su viveza, debe ajustarse a las posibilidades expresivas que ofrece el nuevo formato digital.

Cuadro crítico Fernando Juan A. Méndez Miguel MISTERIOS DE LISBOA 10 10 LA INFANCIA DE IVAN _ 9 POLITIST ADJETIV 8 10 TURNING GATE 6 8 LOS PASOS DOBLES 5 8 TOURNEE 7 8 EL EXTRAÑO CASO DE ANGELICA 7 9 LOLA 7 8 A NUESTROS AMORES 6 9 LE QUATTRO VOLTE 7 8 LOS OJOS SIN ROSTRO 7 8 EL NIÑO DE LA BICICLETA 7 8 EL ULTIMO VERANO 4 8 AÑO BISIESTO 6 6 NADER Y SIMIN, UNA SEPARACION 7 7 ORI 7 8 CARLOS 8 7 CIRKUS COLUMBIA 7 5 13 ASESINOS 6 6 LAS ACACIAS 8 7 BRIGH STAR 6 7 LA MITAD DE OSCAR 6 5 MEDIANERAS 6 5 LA VIDA DE LOS PECES 4 6 EL MUNDO ES GRANDE Y LA … 5 3

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Gustavo González 10 9 9 _ 9 9 8 8 _ 8 _ _ 8 8 7 _ 9 6 _ _ 6 _ 6 _ _

Roberto Martínez 10 9 9 9 8 9 8 8 8 7 9 8 8 7 8 7 7 7 7 7 7 6 7 7 4

Carmen Hurtado _ 10 10 9 10 10 7 9 8 8 _ 8 8 5 _ 4 _ 7 _ 3 6 6 _ 4 4

Ricardo Adalia 9 9 8 10 9 8 8 7 10 8 6 7 8 6 4 6 6 5 6 5 5 6 6 5 4

José Mª Merino 9 9 5 6 7 5 6 8 5 6 7 8 6 6 5 5 5 5 5 6 4 5 4 4 2

José M. Burgos 9 10 _ _ _ 7 9 7 _ _ _ 5 _ 8 _ _ 8 _ _ _ 6 _ _ _ _

MEDIA 9,6 9,3 8,4 8,0 8,0 7,9 7,8 7,8 7,7 7,4 7,4 7,3 7,1 6,5 6,3 6,2 6,0 6,0 6,0 6,0 5,9 5,7 5,7 5,0 3,7




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