Lizbeth

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E r nes t oMur o

L i z b e t h

P a u l Do me n i c k


Lizbeth Nunca he sido el ser más social de la tierra, vivir entre la tranquilidad que me brinda mi soledad es la manera adecuada para este ser lánguido, pusilánime, medroso, y todo aquel adjetivo que exprese mediocridad. Dentro de mi departamento encuentro la tranquilidad necesaria para abastecer mi gélida existencia, sin que eso represente llenar las oquedades que mi alma sostiene aferradamente. En años pasados no solía ser así, socialmente me desenvolvía en un círculo de amigos agradables, no es que ahora no los tenga pero somos menos frecuentados, las cosas cambian con el tiempo y es él quien dicta nuestro rumbo. Mi camino fue por la avidez de entregarme a todo sin hacer nada, de frustrarme por querer devorar el mundo y no tener el hambre para hacerlo, de desear sin medidas todo tipo de triunfo sin pensar que las derrotas también existen, y allí es donde no supe afrontar adversidades. Mi lugar preferido se convirtió frente a la máquina de escribir, todo aquello que ahora me resulta imposible expresar con las palabras sonoras o el cuerpo, lo plasmo con la grafía en forma de poesía, mis capacidades de externar sentimientos me dan para eso, y en la escritura no encuentro mesura. Con dedicatorias latentes hacía las mujeres que me hicieron feliz y al mismo tiempo me enterraron en un foso de conmiseración. Me cansé de esto, de cavarme solo en la mina, no quiero que mi vida continúe así ni quiero pasar los días planeando y pensando sin actuar un carajo. Un día desee tanto, desee con todas mis fuerzas que esto terminara y que todo cambiara, me recosté en la cama y lloré por horas, me repetí tanto que quería ser diferente, me lo repetí una y otra vez hasta quedar dormido. Me levanté una mañana y no sabía qué hacer, para colmo tenía una semana que me habían despedido por bajar mi rendimiento laboral, así que por ahora viviría de mis ahorros y esperaría que llegara mi cheque. Desayuné y volví a lo que sabía


hacer, escribir toda la mañana, no comí nada y cuando menos lo esperaba se habían dado las 5:30 de la tarde. Dejé la máquina de escribir y sentí unas ganas tremendas de salir a la calle, a hacer cualquier cosa, no tenía idea de qué pero algo me llamaba a hacerlo, así que me bañé, me cambié y salí a pasear. Caminaba por la zona restaurantera de mi ciudad, una larga avenida con un camellón al centro, árboles frondosos, bancas de concreto, personas caminando de un lado a otro y lleno de lugares para comer, beber, pasarla con los amigos por ambas aceras. Mi adicción al café hizo que decidiera entrar a un lugar muy bohemio donde descubrí que tienen el mejor latte que he bebido. Ingresé justo a las siete, pasé allí una hora con mi bebida y con el libro en turno, algo de Bukowsky, alimento para mi alma en estado etílico permanente acompañado de un jazz delicioso de la categoría de Charlie Parker. En las paredes tienen cuadros con fotografías, tal parece que son aficionados al blanco y negro ya que todas tienen esa tonalidad monocromática. Observé detenidamente una a una las fotografías, muy artísticas con personajes intrigantes, llevaba la cuenta mientras veía cada enmarcado, fijé la mirada en el penúltimo retrato, el número 39, una señora tez caucásica, los pechos descubiertos y entre ellos algo que parece ser un guardapelo con piedras preciosas que cuelga de su cuello, el cual llamó poderosamente mí atención. Antes de que pudiera ver la última imagen se acercó una empleada a preguntar si todo estaba bien con mi bebida, le dije que todo en orden y con una sonrisa amable se alejó. Mientras estaba en el lugar llegó una señora de edad considerable con un joven de capacidades especiales, él le abrió la puerta y después se adelantó para ponerle la silla en la que la dama se sentó, el joven le dio un beso en la frente y la señora de acarició la cara; ambos sonrieron. Luego supe que eran madre e hijo. Ese gesto me hizo caer en la cuenta de que hay personas con ganas de vivir ¿por qué no imitar su valentía ante la vida? ¿Por qué no dar valor a lo que tenemos en vez de lo que queremos tener? Nos inundamos de pensamientos banales, de gustos mundanos, de deseos materiales y le


reducimos el valor a las experiencias y momentos que dan sentido a nuestro paso por el mundo. Terminé mi taza y me retiré. Durante toda la semana volví al lugar por las tardes, ese espacio que rompía con mi rutina insípida, y en cada una de ellas vi escenas memorables que jamás hubiera visto si me quedaba enclaustrado en el piso donde vivía, parecía mágico. Para el séptimo día llegué a mi lugar, así lo bauticé, me senté en el espacio de siempre y por fin me atreví a preguntar el nombre a la mesera de aquel lugar, me lo dijo su acompañado de su peculiar sonrisa, Lizbeth. Ella sabía con exactitud qué bebida me gustaba, con qué la acompañaba y hasta cómo la bebía. Por fin comenzaba a sentir que algo tomaba sentido más allá de mi funesta poesía. Pasaron 15 días seguidos en los cuales asistí al café, saludaba a Lizbeth y le sacaba una sonrisa, tomaba mi latte, leía y escribía. En ese tiempo no imaginaba una tarde sin visitar ese sitio, lo adopté como parte de mi rutina. Para el día 16 ya tenía un compilado de poemas soñadores en los cuales el personaje principal era esa mesera de ojos grandes con pestañas pronunciadas, cabello negro y largo, labios carnosos con nariz afilada. Me sentaba en la mesa a verla pasar, a grabar cada detalle de ella en mi mente, desde su mirada, cómo se movía, cada gesto, cada palabra. Toda expresión que hacía se convirtió en la exposición de un museo del cual yo era turista perpetuo. Esa misma tarde invité a salir a Lizbeth, una noche de cine nos pareció adecuado y así fue, la pasamos de lo lindo, reímos, nos abrazamos, vimos el filme, concordamos en nuestro gusto por los clásicos, “Casablanca” su favorita, yo me inclinaba por “Citizen Kane”, mientras ella amaba a Federico Fellini yo amaba a Greta Garbo. Al salir del cine decidimos caminar por los jardines de la ciudad, paramos en un parque en el cual le improvisé unos versos que en el instante me inspiró, seguimos caminando hasta llegar a mi departamento, donde por fin sentí que tendría la velada perfecta. Entramos y enseguida nos quitamos los abrigos, fui por el vino tinto y bebimos hasta que nuestros sentidos comenzaron a aturdirse.


Estaba viviendo una satisfacción enorme, algo indescriptible. Inmediatamente después de soltar las copas y como si fuera un llamado mutuo, nos besamos, ella me quito la camisa y yo comencé por quitarle la blusa, prenda a prenda nos fuimos despojando hasta quedar en nuestra entera desnudez. Ya en la cama y entre sábanas blancas recorrí su cuerpo con mis labios en una excitación monumental, mientras nuestras pieles erizadas se daban calor una a la otra nuestros labios se encargaban de chocar cual nebulosas. Besé su sexo y ella el mío, nos entrelazamos como nunca antes en nuestras vidas dando paso a un clímax inmisericorde. Cada caricia, cada que entraba en ella, cada suspiro y cada gemido, cada mirada, cada acontecimiento de esa noche me pareció eminente, una profunda sublimidad palpable de la cual culminamos entrelazados, con el sudor de nuestra piel atestiguando la excelencia deífica. Amanecimos con sumo éxtasis, la miraba y no podía creer tanta perfección, ella me miraba con una pulcritud diáfana. Era media mañana y Lizbeth tenía que irse, insistí en acompañarla pero ella no quiso, mientras nos vestíamos seguí insistiendo pero con la misma negación como respuesta. Entonces la vi partir, le dije que la vería en la tarde en el café y me contestó: “Allí estaré, perenne en la pared”. Sonreí y a mi mente vino la imagen de sus horas de trabajo, cuando no tenía algo qué hacer solía recargarse en una de las paredes a esperar que algún cliente la llamara y así atenderlo. Nos besamos en gesto de despedida, ella partió y yo no podía permanecer paciente a que llegara la hora del café, siempre las siete en punto. El día me pareció eterno, no podía escribir de la impaciencia, no pude comer de las ganas que tenía de que el reloj marcara las 19:00 horas. Ante las eternas horas exhaustivas de espera, por fin llegó el momento de salir, me bañé, me cambié con el fervor que nunca antes había tenido y salí de mi departamento. Cada paso lo sentí en cámara lenta, me urgía llegar y pedir mi latte mientras veía a Lizbeth, mi muza. Dieron las siete en punto y cual puntualidad inglesa llegué al que se había convertido mi lugar predilecto, noté algunos cambios enseguida, y supuse que


habían remodelado. Entré y vi a una mesera nueva, voltee a mi alrededor y no vi a Lizbeth, entonces caminé a la barra y me abordó la nueva empleada. -Bienvenido al Café Nuit ¿le ofrezco una mesa? -No gracias, busco a Lizbeth ¿sabes si vino hoy a trabajar? -¿A quién perdón? -Lo siento, eres nueva, quizá no la conoces. -No señor, tengo dos años trabajando aquí y no conozco a ninguna Lizbeth. Esas palabras me causaron tal molestia que comencé a elevar el tono ¿Quién se creía la nueva para hacer esas bromas? ¿Será que Lizbeth se puso de acuerdo con ella para jugarme esa mofa? -Sí claro, por favor háblale a Lizbeth, dile que ya vine. -Señor, aquí no trabaja ninguna Lizbeth, se lo aseguro. -¿Puedes hablarle a tu jefe por favor? La nueva fue a hacer lo que le pedí, en ese momento ya estaba molestándome por esa novatada que querían jugarme. Llegó el gerente del lugar y para mi sorpresa era un tipo diferente al que yo había visto pasar por allí. -Señor, me dijo nuestra mesera que quería verme. -A ti no, yo pedí que viniera el gerente. -Yo soy el gerente ¿En qué le puedo ayudar? -¡Claro! Claro ¿Desde cuándo? ¿Eres nuevo? -No señor, tengo cuatro años aquí. -¿Qué es esto? ¿Un todos búrlense de mí?


Entré en impotencia y coraje, comencé a llamar a Lizbeth, ingresé a la cocina, a las oficinas, a los baños, pero no la encontré, insulté a los empleados del lugar, grité mucho, desesperado, entre dos de los cocineros me tomaron y me sentaron en una silla, estaba muy alterado, no entraba en razón ¿Dónde estaba Lizbeth entonces? Me senté en la mesa de siempre y pedí un café, tardaron muy poco y me lo llevaron, seguía exaltado pero trataba de tranquilizarme. Cuando lo logré ya había terminado una taza y pedí otra, que de igual manera no tardaron en llevar hasta mi mesa, aquella desde la que tantos días había visto a Lizbeth. Comencé a ver las fotografías de nuevo, detenidamente una por una, llegué a la 39, la imagen de la señora con el guardapelo. Antes que pudiera beber de mi café sentí como se me heló la sangre, me quedé petrificado y las fuerzas se me fueron de la mano cuando vi el retrato 40, una fotografía que databa de hace 30 años en la cual se mostraba a una chica de ojos grandes con pestañas pronunciadas, cabello negro y largo, labios carnosos con nariz afilada, era ella, Lizbeth, mi Lizbeth, la muza con la que una noche antes había tenido un encuentro copular. Se acercó el gerente y me preguntó si todo estaba bien, no respondí. Me dijo que para él era extraño que llegara ese día a hablar con los empleados, que las únicas palabras que decía eran “un latte por favor”, mientras pasaba la tarde mirando aquella fotografía sin decir nada más. Me explicó que ese retrato fue tomado a una joven antes de morir, justo a las 19:00 horas. Continué sin decir una sola palabra, sentí como dos personas me tomaron y me llevaron a mi casa, la que desde entonces es mi casa. Todo es muy blanco, pero tengo mi máquina de escribir y una cama. Dentro de mi departamento, así le llamo yo a esta habitación dentro del pabellón, encuentro la tranquilidad necesaria para abastecer mi gélida existencia. Mi lugar preferido se convirtió frente a la máquina de escribir, todo aquello que ahora me resulta imposible expresar con las palabras sonoras o el cuerpo, lo plasmo con la grafía, aquí me dan pastillas que me hacen estar tranquilo si me altero, porque el chaleco de fuerza no me gusta y además así no puedo escribir versos a Lizbeth, a veces


me visita y se los leo, eso le gusta. También me dice que ya casi voy a salir, ella me dijo cómo hacer para escapar y caminar otra vez por los jardines de la ciudad. Por ella lo haré, cuando venga el guardia usaré el lápiz que me ella me dio. Mi Lizbeth.



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