Más que cualquier otra urbe, San Petersburgo simboliza cómo una ciudad puede llegar a ocupar un lugar especial en la historia de la cultura. En sus tres siglos de historia, su espacio arquitectónico ha sido íntegramente reconstruido por los escritores. Esta mitología literaria resucita a cada paso. Construida en medio de pantanos nórdicos ex nihilo, siempre ha arrastrado consigo ese espíritu irracional, fantasmagórico y fatídico. En Apuntes del subsuelo Dostoyevski la denominó «la ciudad más abstracta e intencional de todo el ancho mundo». Fundada en oposición a la naturaleza, el sueño y la pesadilla que alumbran ya el nacimiento de esta ciudad, determinan una fisonomía caracterizada por la ambigüedad y los contrastes. De la misma manera San Petersburgo despierta en el visitante emociones encontradas, de admiración y recelo.
La ciudad de los «tres nombres» (San Petersburgo, Petrogrado o Leningrado) fue también la cuna de la revolución social en Rusia. Esta ciudad-ilusión ha dado a luz a muchas figuras literarias que se le asemejan: personajes alejados de la realidad, ambiguos, solitarios, soñadores y profundamente contradictorios que han salido de la pluma de Dostoyevski, Gógol, Pushkin, Goncharov, Beli, Blok, Mandelshtam, Ajmátova, Gumiliov, entre otros. San Petersburgo construye permanentemente al espectador, que en algún momento, envuelto por la magia del espacio material y espiritual de la ciudad, iluminada por una luz cambiante, compartirá aquel «momento de felicidad» que retrata Dostoyevski cuando el protagonista de Noches blancas exclama: «¡Todo un momento de felicidad! ¿No es esto suficiente para colmar toda una vida?». Tamara Djermanovic (Belgrado, 1965) es autora del libro Dostoyevski entre Rusia y Occidente (Herder, 2006). Dirige el Seminario de Estudios Eslavos en la UPF donde también es profesora en la Facultad de Humanidades.
El zar decide construir una nueva capital para su imperio. Bajo un cielo enorme, como un espejismo en un desierto pantanoso, arquitectos venidos especialmente de Italia empiezan a trazar avenidas y palacios, canales y teatros, iglesias. La nobleza de la piedra y la limpidez de sus líneas absorben el sudor, el sufrimiento del trabajo. En un tiempo asombrosamente corto, si consideramos la magnitud de la empresa y las condiciones de su realización, el sueño del emperador va tomando cuerpo: donde no había nada aparece San Petersburgo. Una ciudad ha sido creada; pero más bien parece un decorado, una escenografía desplegada no en la caja negra e ilusionista de un teatro, sino sobre la amplitud quimérica de un país de vastas estepas, en su luz que se derrama.
En un escenario, el silencio es la oscuridad, la negrura total. En cambio en esta ciudad, en el arranque del verano, las noches son blancas. Hay algo en la escala que desconcierta: cada paseante se recorta como una figura minúscula y solitaria ante edificios colosales que imaginamos vacíos. Los espacios son desmesuradamente amplios, como si el emperador les hubiera conferido la grandeza de su sueño, dando dimensión física a la ambición de su espíritu. No será la única vez que ocurra; emperadores posteriores, con nuevos vestuarios y nuevas palabras, cerrarán los ojos del mismo modo e imaginarán en este escenario inmenso y luminoso el paisaje de su poder. No nacida al calor del trajín de la vida urbana, ni del encuentro de gentes, sino en el teatro de la mente de gobernantes visionarios (quizá insomnes), la ciudad preserva su irrealidad como su esencia más íntima. Tanto es así que quienes no la conocemos, también la soñamos. Carlota Subirós (Barcelona, 1974) es directora teatral. Ha puesto en escena Noches blancas, de Dostoyevski (2004), y Los veraneantes, de Gorki (2006). Entre sus montajes más recientes destacan Otelo, de Shakespeare y una adaptación de King, la novela de John Berger.
San Petersburgo no creció como las otras ciudades. Ni el comercio ni la geopolítica pueden explicar su desarrollo: fue construida como una obra de arte. Como dijo la escritora francesa Madame de Staël en su visita a la ciudad en 1812, «aquí todo ha sido creado para la percepción visual». A veces daba la impresión de que la ciudad se había montado como una gigantesca mise-en-scène, con edificios y habitantes que sólo servían de escenografía y utillería. Los visitantes europeos, acostumbrados a la mélange de estilos arquitectónicos en sus propias ciudades, quedaban particularmente impresionados por la belleza extraña y antinatural de sus conjuntos urbanísticos y con frecuencia los comparaban a un elemento escénico. «A cada paso quedaba asombrado por la combinación de arquitectura y decoración teatral –declaró el marqués de Custine, autor de libros de viajes, en la década de 1830–. Pedro el Grande y sus sucesores veían la capital como un teatro».
Orlando Figes El baile de Natasha. Una historia cultural rusa.
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