Gay talese se come una maGdalena por ĂĄlvaro colomer
percival everett conversa con patricio pron la nueva novela de
david Foster wallace Grace morales Fuera del mondo
marz0 / 2010 / 84 pĂĄgs
316
5â‚Ź
dossier
imaGinando rusia
DOSSIER
L. Tolstói
A. Chejov
I. Turguenev
Todas las Rusias La literatura rusa, desde fuera Escribe Ferrán Mateo. Ilustra Lino. Durante la gestación de este artículo, cubriendo como fotógrafo la gira mexicana de una orquesta sinfónica, puse a prueba lo que leí en un libro de Gary Shteyngart: vayas donde vayas, uno topa con Rusia sí o sí… ¿En el estado de Veracruz? No resultó difícil: el mismo día que aterricé me explicaron la historia de la horda de profesores de música rusos llegados en la década de los cincuenta que formó a toda una generación de jóvenes xalapeños. ¿Y el programa musical? Shostakóvich, Rajmáninov, Chaikovski, entre otros. Philippe Quint, nacido en San Petersburgo, el mismo que se dejó su Stradivarius valorado en tres millones de dólares en un taxi neoyorquino –mismo que acabó recuperando– es uno de los solistas invitados. El director mexicano anfitrión se formó musicalmente en la ciudad de Pedro el Grande, y Jue Wang, una de las grandes promesas de la nueva hornada de pianistas orientales, me comentó durante un ensayo su atracción por el repertorio ruso, la capacidad de sus compositores para hurgar en los recovecos más oscuros del alma. Escuchar en unas coordenadas aparentemente tan alejadas de Shostakóvich su violento scher38 Quimera
zo de la 10ª sinfonía (un “retrato musical de Stalin, por decirlo de alguna manera”, como él mismo describe en Testimonio de Vólkov) provoca ciertamente extrañamiento, pero induce a tomar conciencia de aquel fragor distante, casi imperceptible, que aparece en los dramas de Chéjov, cuando un personaje intuye, todavía informe y pianíssimo, el bramido del cambio, de los sueños por realizar que de pronto cristalizan. Carpentier escribió acerca de Las tres hermanas, el drama chejoviano por antonomasia sobre el tedio: “está lleno de amargura con ese eterno matiz de inconformidad, de espera de algo…”. Esa continua espera, el instalarse en una vida mezquina y a la vez anhelar lo contrario, perseguir la eterna redención, enfrentarse como un David, bien contra un músculo político demoledor –llámese zar, nomenklatura u oscura oligarquía moderna–, bien contra el puro espacio-tiempo de un país que parece derramarse en el mapa, puede que sea, y digo tal vez porque la definición del alma rusa escapa de toda definición y ésa es parte de su singularidad, uno de los motivos principales de
DOSSIER
E. Batuman
F. Seres
atracción de aquellos autores que, siendo o no eslavistas contumaces, se han visto atraídos por ese imaginario… con el valor añadido de ser una cultura, la rusa, que ha traspasado sus fronteras a pesar de la barrera del idioma. ¿De dónde procede esa capacidad de despertar el interés? ¿Y qué hubiera sido de las grandes vanguardias previas a Stalin si éstas hubieran podido desarrollarse con libertad? ¿Cómo habrían modificado nuestra experiencia actual del arte? Dostoievski dejó escrito que la vocación de todo ruso es ser universal. Esa energía mesiánica puede que les haya empujado a mirar cara a cara al caos y comprobar que la entropía, inexorablemente, crece, crece y nunca deja de crecer, ni encerrándose en un compartimento estanco, separado del resto del mundo. Chéjov dijo que sólo la entropía es aprehensible, que no es poco. Parte de esa infiltración cultural tiene mucho que ver, naturalmente, con el convulso siglo XX, cuando esos grandes sueños de cambio, de romper con el gran yugo de la historia rusa, la servidumbre, se convirtió en una prolongación de la pesadilla. Entonces unas cuantas generaciones de no rusos crecieron con la sombra alargada del telón de acero y la propaganda de ambos bloques… este chapapote cultural todavía perdura, es una extraña mezcla del temor y el respeto pasados con el desconocimiento presente postperestroika –¿qué conoce de Rusia hoy el ciudadano medio, aparte de sus codiciados turistas, los neomillonarios, los recursos energéticos, las víctimas en las filas del periodismo y el futuro mundial de fútbol?–.
J. E. Zúñiga
Y con todo, se sigue leyendo a Tolstói, representando a Chéjov, visionando a Tarkovski, encuadrando como Ródchenko y escuchando a Stravinski… y redescubriendo, ahora, en España, a Grossman, Aksiónov, inéditos de Bulgákov, se asientan nombres como Ulítskaya, Petrushévskaya o Sorokin y las editoriales, grandes o pequeñas, editan nuevas traducciones de los clásicos o llenan los huecos que habían quedado desatendidos. En cuanto a los aniversarios, en 2011 se cumplen cincuenta años del levantamiento del muro de Berlín y veinte de la disolución de la Unión Soviética. Y aún así seguimos en esa tierra de nadie que son las indefiniciones. ¿Qué es hoy Rusia? ¿Cómo nos influye? Su legado cultural es tan potente que sigue mezclándose con lo que nos puedan aportar las generaciones que ya crecieron en el nuevo orden y que tímidamente, recalaron hace poco en España. Al hilo de esta generación, algunos de esos autores han declarado en Barcelona que ni los propios rusos eran conscientes de la diversidad cultural y étnica de su país y que, por decirlo de alguna manera, no sabían a ciencia cierta por donde discurrían sus fronteras. “Es un país grande, un país inmenso, incansable, que cambia sin cesar”, dice Víktor Shklovski. Un contenedor tan grande que induce a la desmesura y que, por el gran poder de atracción de los agujeros negros, “se hallan en él los defectos más dispares”; pero he aquí el contrapeso, el gran mérito: “ama la poesía”. Como si la gran extensión del campo ruso exigiera para con el hombre la misma talla en sus creadores, la misma ambición. Quimera 39
Para seguir con los experimentos y, como para tomar el pulso de esas influencias y el estado de la cuestión, rastreé las novedades editoriales para ver quién y cómo había bebido de “lo ruso”. Algunos ejemplos nos llegan de autores españoles, otros están ya vertidos a nuestra lengua, algunos todavía no, procedentes de países con una emigración rusa, mucho más importante que la nuestra actual, que ha facilitado los textos de contaminación cultural. Tómese como ejemplo el autor citado al inicio de este artículo, Gary Shteyngart cuyos libros El manual del debutante ruso y Absurdistán ha publicado Alfaguara. Shteyngart nació en San Petersburgo pero emigró con su familia a la edad de siete años a los Estados Unidos. Ahora acaba de publicar su último libro, Super Sad True Love Story. A pesar de escribir desde Nueva York, sus libros están plagados de referencias culturales rusas y de lo mejor de su tradición satírica. No sería justo acabar esta introducción-divagación queriendo convencer al lector de que la cultura rusa es la única creando este tipo de singularidades, que los personajes que ha forjado fascinan más que los de otras latitudes, que su vasta historia con capítulos tan estrambóticos como oscuros, reflejo de lo peor y lo mejor de la condición humana, sean los mejores ejemplos y que, por tanto, sean un referente obligado. Las mismas preocupaciones literarias cruzan transversalmente el mundo entero y todas las épocas. Y con todo, ahí están, libros que son testimonio del roce constante con la cultura rusa. Y en la variedad de aproximaciones está la demostración de la hipótesis. *** Si bien un lector no especialmente familiarizado con la literatura rusa es libre de levar anclas y penetrar en ese gran océano, bien pudiera escoger aguas más tranquilas y dejarse llevar por las obsesiones de otros y exponerse al contagio. En ese caso, el texto que aúna devoción, inteligencia y la vocación de aproximarnos a parte de los autores-personaje más deslumbrantes anteriores a la generación de Plata –cuyas biografías son tan interesantes como sus propias producciones literarias–, es la edición de Galaxia Gutenberg de los dos títulos claves de la producción ensayística de Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1929), recogidos en Desde los bosques nevados. Memoria de escritores rusos, tributo ya no sólo personal sino firmado en nombre de todos aquellos cuya educación sentimental debe algo a la literatura rusa, incluso en el aprendizaje del amor, como escribe en el capítulo “Mujeres leídas, soñadas”: “Todos los lectores acariciaron el perfumado cuerpo de Anna Karénina. Todos besaron, seducidos, las manos de Tatiana o mantuvieron la mirada altiva de Grúshenka, la amante de los hermanos Karamázov. Así, muchos lectores de novelas rusas se enamoraron de mujeres soñadas”. Pero quienes no hayan transitado por las páginas de Bábel,
V. Bulgákov Chéjov, Pushkin, Lérmontov o Rubtsov conocerán, además de esas vidas casi fruto de la fantasía, los mitos que conforman la cosmovisión rusa: la vocación de transformar la experiencia en belleza y verdad, los diferentes orígenes y significados de Moscú (la entidad maternal y femenina) y San Petersburgo (la ciudad que pertenece “al país de los sueños”), así como su relación con escritores como Pushkin o Blok, la pulsión por la rebeldía de quienes “luchaban contra cualquier confusa tiranía a favor de no menos imprecisas libertades” (Caballería roja, El tren blindado o El torrente de hierro…), las apasionantes memorias de escritores rusos (Tolstói, Ehrenburg o Paustovksi), las relaciones paterno-filiales volcadas en la literatura, la propia lengua rusa (“imposible es creer que lengua semejante no le haya sido dada a un gran pueblo”, escribiría Turguénev en el ocaso de su vida), la punzada de tristeza melancólica que Bieli describió como la “esclavitud en la vasta libertad de las llanuras” pero que, por otra parte, dotaría de alma a la lengua. Zúñiga no deja escapar la ocasión de remarcar el vínculo secreto de la lengua con las extensas llanuras evocando las palabras de Konstantín Paustovski: “La plasticidad y belleza de la lengua rusa tiene una relación misteriosa con la naturaleza, con el murmullo de las fuentes, el canto de las grullas, el cielo al atardecer, la niebla y el juego de las hojas en otoño.” La segunda parte, “Las inciertas pasiones de Iván Turguénev”, es asimismo otro homenaje, esta vez a quien despertó al autor madrileño al mundo de las letras, Iván Serguéievich
tan unos mínimos de comprensión de quienes nos rodean. Aparecen como arquetipos de vidas difíciles y hoscas pero que, gracias a sus acciones, nos ayudan a adentrarnos en los profundos recovecos del alma ajena o “bosque sombrío” volviendo de nuevo a Turguénev. Francesc Serés (Saidí, 1972) ha trabajado siempre sobre las vidas aparentemente sin historia, que se supone nada tienen que contar pero que rezuman esfuerzo por seguir adelante, una dirección que no tiene por qué presuponer ni éxito ni felicidad. Para su última obra, Serés recurre a la fascinación que, de lejos, siente por Rusia, digamos que libresca, como no puede ser de otra manera con Rusia, y la explica en el prólogo firmado por él, del que ya dudamos entre tanto autor inventado: una fascinación que surge como reacción a la suma de los mensajes de la propaganda estadounidense, la Guerra Fría y las publicaciones que le enviaba la Embajada rusa en España, todo ello terreno abonado para la ficción.
B. Greenman Turguénev, una figura que permite conocer los orígenes de la Rusia de hoy. En ciento ochenta páginas, y apoyándose en la rica documentación que permite seguir los pasos del autor por Rusia y Europa, Zúñiga traza un vívido recorrido vital por uno de los autores rusos que en vida tuvo más aceptación fuera de su país y que, a la vez, recibió no pocos dardos envenenados de sus compatriotas. Tiene este ensayo el equilibrio justo para ser leído casi como una ficción, huyendo de artificios academicistas. Propone el disfrute de una vida particular enmarcada en los encendidos debates entre eslavófilos y europeístas. Es muy recomendable, a renglón seguido, leer los últimos cuentos de Zúñiga, Brillan monedas oxidadas, en la misma editorial, y comprobar el poso de lo tratado en el título anterior, miniaturas de un convencionalismo doloroso a la espera de un heroísmo individual siempre expuesto a un destino enigmático. Pero si después del ensayo se quiere dar un paso más adelante, una vez entendida la proyección de la lírica rusa en su sociedad y cómo ésta ha digerido la espesura densa de los bosques rusos o las taigas, podemos adentrarnos en la ficción leyendo Cuentos rusos de Francesc Serés. De Rusia nos llega un proverbio: “El alma del otro son tinieblas”. El escritor, como un Sísifo, intenta una y otra vez orientarse en el laberinto de la otredad. Es un trabajo que se desanda cada noche. Como asidero –gran aportación de literatura a la cordura humana– contamos con personajes como Akaki Akákievich o el tío Vania que, sorprendentemente, nos apor-
Cuentos rusos es una antología ficticia de una traductora ficticia, un ejercicio de estilo y autoría difusa en que los personajes reales se convierten casi en ilusorios y los ficcionales casi en reales. No debe entenderse este libro como un ejercicio de fervor para con lo ruso, sino de cómo leer toda la tradición cuentística universal y trasplantarla en la gran escenografía literaria del este, donde el individuo se disuelve y lucha sobremanera por recuperar su diferencialidad. Si bien los temas se repiten a lo largo de la historia, los personajes que aparecen en Chevengur o El doctor Zhivago tienen una profundidad moral que les aleja de los tópicos de todo sistema uniformador. Es bajo esa luz que Serés reescribe a Auden, Gógol o Kafka, y con ello no sólo demuestra la universalidad del imaginario ruso sino que también, de carambola, la transversalidad espaciotemporal de la literatura. ¿Cómo si no podemos aceptar, bajo el paraguas de una supuesta antología de corte ruso, estilos tan dispares como el parabólico de un tal Bergchenko o la sátira afiladísima de un Kroptkin? ¿Acaso a la literatura rusa todo le sienta bien, todo en ella suena como genuino? Dejando para el lector la respuesta a esta pregunta, Francesc Serés se muestra como un autor de oficio robusto, capaz de dialogar con la tradición y, a la vez, proponernos juegos literarios. Otro juego literario nos llega de Estados Unidos: Celebrity Chekhov. Ben Greenman (Chicago, 1969) ha escrito seis libros anteriormente y en todos ellos la búsqueda de la intimidad y la fricción con “lo público” ha sido una de sus obsesiones. También el desembarco de las nuevas tecnologías en nuestras formas de comunicación, buceando en las formas “antiguas” como el género epistolar (Correspondences y What He’s Poised To Do) en las que aún tenía cabida cierto misterio, cuando Google o Facebook no nos acechaban y llenaban nuestro equipaje con todas las conversaciones allá adonde fuéramos, triviales o no. De alguna manera, esa forma de ver lo contemporáneo con la
forma de lo pasado aparece en Celebrity Chekhov: recupera la traducción de Constance Garnett –la introductora al público angloparlante de Tolstói, Dostoievski o Chéjov– y trasplanta los personajes más populares en el sentido más catódico de la palabra. París Hilton, Dave Letterman, Kim Kardashian, Lindsay Lohan, Justin Timberlake… ¿atrapados en un cuento chejoviano? Chéjov ha seducido a los lectores por su profunda comprensión de las debilidades. Las vidas ordinarias que retrata están teñidas de sentimientos demasiado humanos como el miedo, la codicia, la desidia, etc. Y todo ello con poquísimos trazos, atravesando todos los estratos sociales. Greenman parte de la hipótesis de que, en nuestra sociedad contemporánea, la quintaesencia de esos sentimientos, “humanos, demasiado humanos”, dirigidos por el ego son las celebrities. Pero al igual que con los personajes chejovianos, Greenman no escoge unas celebrities determinadas para hacer un retrato particular sino que recoge de cada una de ellas una noción, lo que ellas en tanto que personajes sugieren al público que consume sus vidas en los medios. Al situarlas en el “mundo Chéjov”, Greenman intenta descubrir su verdadera intimidad como si de una realidad paralela se tratara, subterránea. Del mismo país, pero recientemente traducido al español en Seix Barral, nos llega Los poseídos. Mis aventuras con libros rusos y la gente que los lee de Elif Batuman (Nueva York, 1977). Esta sorpresa editorial es un compendio de artículos que la autora de origen turco escribió para publicaciones americanas como The New Yorker o N+1. Lejos de ser una árida disquisición sobre las maravillas de Tolstói o Bábel, Batuman nos sorprende con sus peripecias durante los años universitarios en Stanford, la desorientación en las primeras “grandes” decisiones (¿quiero escribir? ¿Qué estudios debo escoger?... ¡¿Qué quiero hacer con mi vida?!) y las desventuras por San Petersburgo para escribir un artículo sobre el Palacio de hielo, en Turquía para redactar una guía de viajes o en Uzbekistán para aprender la lengua del país con una beca universitaria. ¿Y qué hay de “lo ruso”? Batuman hace un paralelismo con el Hans Castorp de La montaña mágica, alguien que visita un sanatorio con la intención de quedarse tres semanas y acaba permaneciendo siete años o, lo que es lo mismo, mil páginas más. Los derroteros del amor son inescrutables. Batuman tiene una fina inteligencia para buscar e interpretar los signos que asoman en su vida… echando mano de la literatura si es necesario, desde las prefiguraciones de los sueños de la Tatiana pushkiniana a los personajes de Anna Karénina para entender el comportamiento masculino frente al amor, o a Los demonios de Dostoievski para diseccionar a su grupo de amistades en la universidad. Al final lo ruso (personas, personajes y amores) se cruza en su vida por casualidad pero acaba moldeando su visión de la vida y de la literatura, de la teoría y la experiencia en las prácticas artísticas. Si Don Quijote había roto con la disyuntiva entre teoría y realidad, es decir, vivió a
través de los libros, ¿por qué no, en lugar de inventar personajes de ficción, se calza uno las botas, se compra un billete de avión y recorre las pistas, las huellas de esas novelas y escritores… y sólo después, se pone a escribir? Este es el leitmotiv del libro, una preparación de la experiencia de la escritura, teniendo como compañeros de viaje a rusos, unos de carne y hueso, otros ficcionales. Una vuelta de tuerca a los propósitos de Batuman es El rostro de Gógol, la falsa autobiografía o voz interior de Nikolái Gógol que “transcribe” Kjell Johansson (Estocolmo, 1941). El escritor sueco, con el apoyo de la ingente bibliografía sobre el autor de El capote, imagina la madeja de pensamientos que le llevaron a un final enajenado en Moscú, resiguiendo los capítulos más importantes desde su infancia en Ucrania, la fuente temática de sus primeras obras que le abrieron las puertas de los círculos artísticos de San Petersburgo, los estrenos de sus obras teatrales, las críticas, los viajes a Italia o Jerusalén y, cómo no, la decisión de quemar la segunda parte de Almas muertas antes de morir. Estos han sido cinco libros escogidos al azar, cinco ejemplos de cómo una cultura extranjera ha calado en la inspiración de tantos otros autores desde muy diferentes ángulos y variaciones, adoptando fórmulas literarias bien distintas. Pero no son los únicos casos, ni serán los últimos. Sin ir más lejos se prepara una antología a cargo de Care Santos, Rusia imaginada, donde se invita a diversos autores españoles a escribir de Rusia sin haberla visitado antes, a partir de las evocaciones de su cultura y literatura, huyendo de la realidad de la experiencia directa para (re)crear otra Rusia posible, mental, como Maiakovski y sus impresiones americanas antes incluso de poner un pie allí. Pilar Adón, Jon Bilbao o Marian Womack son algunos de los nombres incluidos. La editora de Nevsky Prospects y traductora ha debutado con Memoria de la nieve en la editorial Tropo, un viaje íntimo de Oxford a Moscú y Siberia en el que recorre las múltiples simbologías de la nieve a través del cristal empañado del sueño. No olvidemos el autor mencionado en primer lugar en este artículo, Gary Shteyngart. Sus personajes rusos trasplantados en suelo americano son el lazarillo involuntario que nos pasea por la Rusia de las mafias y los oligarcas, de las repúblicas exsoviéticas en manos de los intereses petroleros y otras hierbas. De su viaje en el transiberiano, Mathias Enard ha publicado L’alcool et la nostalgie con la editorial francesa Inculte. A veces uno piensa que el hombre inventó el tren para que Enard viajara en él y escribiera a su vuelta. Y podríamos recuperar títulos como El puercoespín de Julian Barnes (Nevsky Prospects), La casa de los encuentros de Martin Amis (Anagrama). Rusias y más Rusias, tantas posibles e imposibles que nos irán llegando, que continuarán inspirando a nuestros autores, aunque nunca hayan estado allí. Porque uno, al final, siempre acaba topando con Rusia. Siempre.