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4.2. Nivel de argumentación y racionalidad jurídico-formal o sistemático (Nr2

El autor propone diversos ejemplos de este control de constitucionalidad atípico: la ausencia de estudio y discusión en el Congreso estadounidense contribuyó a convencer a la Corte Suprema de que una ley que pretendía salvaguardar la decencia en las comunicaciones violaba en realidad la libertad de expresión (Reno v. American Civil Liberties Union, 521 U.S. 844, 1997, 874 y 879). Otro ejemplo viene del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) quien ha concedido en ocasiones importancia a defectos argumentativos similares a los de la Corte de EE. UU (Cfr. STJUE 9/09/2010 (C-92/09, Volker y Markus Schecke y Eifert), §§ 81 y 83).

De modo inverso, también un proceso argumentativo cuidado puede inclinar la balanza hacia el lado de resoluciones que mantengan la validez de la ley. Así el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha valorado positivamente que una ley sea la «culminación de un análisis excepcionalmente detallado de las implicaciones sociales, éticas y jurídicas» del tema, así como «el fruto de mucha reflexión, consultas y debate» (TEDH 10/4/2007, Evans v. UK, § 86) (Cfr. por todo esto OLIVER-LALANA 2016, 5).

En el ámbito latinoamericano también comienzan a ser más frecuentes este tipo de pronunciamientos. Así, la Corte Constitucional colombiana ha afirmado que el objetivo de las reglas procedimentales establecidas en la Constitución es «potenciar el principio democrático, a fin de que el debate en el Congreso sea amplio, transparente y racional» (Sentencia C-222/97) y en la misma sentencia ha sostenido que «tratándose de la adopción de decisiones que habrán de afectar a toda la población (…) el debate exige deliberación, previa a la votación e indispensable para llegar a ella» (Sentencia C-222/97). Finalmente, en otro pronunciamiento ha dicho ese tribunal que los procesos de discusión: «son instancias determinantes que deben observarse y cumplirse a cabalidad para que pueda entenderse válido el proceso de aprobación de las leyes» (Sentencia C-1147/03).

Finalmente, en otro pronunciamiento ha dicho ese tribunal que los procesos de discusión:

«son instancias determinantes que deben observarse y cumplirse a cabalidad para que pueda entenderse válido el proceso de aprobación de las leyes» (Sentencia C-1147/03).

Más recientemente el Tribunal Constitucional de Perú, que en otras ocasiones había admitido la validez de una ley sin un informe de la comisión correspondiente «…. por el importante margen de deferencia que, en un Estado constitucional, debe gozar el Congreso de la República», sostuvo en este caso que por la importancia del caso, la ausencia de informe de comisión, era inadmisible por tratarse de «…reformas que inciden en la esencia misma de nuestra Constitución, (y) debe demandarse un importante nivel de deliberación, aspecto que no se ha advertido en este caso» (Tribunal Constitucional de Perú, «Caso cuestión de confianza y crisis total de gabinete», 2018). Como era de esperar este tipo de sentencias han generado un debate importante y han cosechado tanto detractores como defensores. A continuación, se expondrán resumidamente los principales argumentos en contra y, luego, a favor de este tipo de control judicial. El primer argumento se vincula con la ausencia de competencia constitucional para realizar tales evaluaciones.

Explica Oliver-Lalana sobre esta objeción:

Según la interpretación más extendida, la competencia jurídica de los tribunales constitucionales (o internacionales) no comprende el control de la calidad de los debates legislativos. Desde luego, las constituciones o los reglamentos parlamentarios bien pueden prescribir debates o lecturas como parte de los procedimientos de legislación, pero no establecen ningún requisito sobre cómo o qué deberían discutir los parlamentarios durante las sesiones plenarias o en comité –y mucho menos se incluyen en esos procedimientos criterios con los que los jueces deban evaluar las deliberaciones legislativas–. No existiría, por consiguiente, ninguna base jurídica para que los jueces exijan a un parlamento “actuar con algún grado elevado de deliberación” (deliberateness); dicho de una manera gráfica, revisar la deliberación en el proceso legislativo sería “tan palmariamente inconstitucional” como una ley del parlamento que “ordenase dictar sentencias largas” a un tribunal supremo (Oliver-Lalana 2019, 411).

El segundo argumento importante en contra del control de las deliberaciones se estructura como una especie de contracara del anterior, y podría resumirse del siguiente modo: no sólo no hay una competencia constitucional para revisar la deliberación, sino que, adicionalmente, viola mandatos constitucionales por vulnerar la división de poderes y los principios de la democracia (ver Oliver-Lalana 2019, 412). Adicionalmente se ha señalado que no están claros los estándares para sostener que una deliberación es suficiente o insuficiente y que el control de los procesos deliberativos puede resultar en un menoscabo de la protección de los derechos sustantivos. Pero también hay voces que se alzan a favor de este tipo de control judicial y relativizan los argumentos constitucionales y entienden que, por el contrario, este tipo de pronunciamientos deben ser entendidos como un mecanismo de «deferencia razonada» por parte del Poder Judicial a la actividad legislativa. Es decir, no dar por supuesta la deferencia debida del Poder Judicial al Poder Legislativo sino exigir que esta se materialice mediante una razonada justificación de las leyes. En cuanto a las objeciones constitucionales el propio Oliver-Lalana ensaya una respuesta:

Quizá un buen punto de partida, en este orden de cosas, sería darse cuenta de que un interés judicial por la deliberación legislativa no tiene por qué significar inmiscuirse en las competencias parlamentarias o saltarse los textos constitucionales. Se trata, más simplemente, de que los jueces tengan en cuenta una dimensión clave de la justificación de las leyes al decidir si estas vulneran, o no, derechos fundamentales. Visto así, que los tribunales consideren las razones aducidas por los parlamentarios durante las deliberaciones legislativas parece un requisito de razonabilidad si sus juicios sobre las leyes han de contemplarse, a su vez, como razonablemente justificados. Este es el meollo de mi defensa de la revisión judicial de la calidad de los debates legislativos (Oliver-Lalana 2019, 417).

El debate sobre de la valoración judicial de las discusiones legislativas es incipiente y todavía quedan muchos argumentos por desarrollar a favor y en contra, mientras tanto, algunas

jurisdicciones avanzan en este sentido y otras se mantienen firmes en sus tradicionales competencias de control judicial de las leyes.

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6. El aspecto legislativo-procedimental y el valor epistémico de la deliberación

Habitualmente al tomar decisiones individuales deliberamos con nosotros/as mismos/as para tomar la decisión que creemos más racional. A pesar de que se ha demostrado que la racionalidad de las decisiones humanas es siempre limitada, invariablemente sometemos nuestras acciones a un previo proceso deliberativo en el que sopesamos honestamente (dentro de la limitada racionalidad humana) las ventajas y desventajas de una y otra opción, las consecuencias, los factores que pueden influir en el éxito, etc. Sin embargo, al tomar decisiones colectivas no siempre se reproduce este modelo. El autor Aguiló Regla ha descripto cuatro modos de arribar a decisiones colectivas que pueden ser presentadas sintéticamente del siguiente modo: En función de la compatibilidad o incompatibilidad de los objetivos perseguidos por los sujetos que interactúan, las relaciones durante un intercambio de argumentos pueden clasificarse en relaciones cooperativas y conflictivas. A su vez estas relaciones pueden identificarse como actorales o temáticas (el autor a estas últimas las llama «objetuales»).

Una relación es actoral cuando la razón por la que los sujetos cooperan o entran en conflicto está relacionada esencialmente con la identidad de los sujetos. Una relación es objetual cuando la razón por la que los sujetos cooperan o entran en conflicto está separada de la identidad de los sujetos y tiene que ver con el tema u objeto de cooperación o de conflicto (Aguiló Regla 2018, 234).

Así podemos combinar estas cuatro posiciones identificándolas con cuatro modelos de toma de decisiones diferentes tal como lo recoge el cuadro siguiente:

Discusiones Personales (Actorales) Temáticas

Conflictivos (Ganar-Perder) Disputa Debate temático (Controversia)

Cooperativos (Ganar-Ganar) Consenso Deliberación

Cuadro de elaboración propia adaptado de las categorías Aguiló Regla.

Así, como ejemplos de cada uno de los modelos anteriores podemos identificar los siguientes: los debates de candidatos a la presidencia de un país serían fácilmente identificables como disputas (conflictivoactorales); un concurso docente en el que hay un único candidato con méritos sobrados para el cargo, podría ser un buen ejemplo de la toma de decisiones mediante consenso (cooperativo-actorales); la toma de decisión por parte de una junta médica frente a un caso difícil sería prototípico de la deliberación (temático-cooperativo). Las discusiones parlamentarias se describen como típicas del cuadro superior derecho, es decir como debates temáticos controversiales (todos los ejemplos menos el del concurso docente son propuestos por Aguiló Regla 2018). Esta es una descripción acertada de lo que generalmente ocurre, sin embargo, nada impide que pueda aspirarse a que se incorporen a las discusiones legislativas ciertos rasgos o características de la deliberación.

La diferencia entre debatir y deliberar puede ser presentada, a grandes rasgos, del siguiente modo: en un debate temático (parlamentaria o en cualquier otro ámbito) se presentan argumentos contrapuestos y se despliegan recursos retóricos con el fin, o bien de convencer a un grupo que no tiene opinión formada sobre el tema, o bien de justificar racionalmente la idea, creencia o convicción que se posee y así reafirmarla. En el debate temático hay pocas perspectivas de convencer al que tiene la creencia, idea o convicción contrapuesta y la concesión de algún grado de razón al oponente es advertida como un signo de debilidad o de derrota parcial. Asimismo también hay pocas perspectivas de modificar la idea o creencia propia. El éxito del debatiente es que al final del proceso se reafirme su conjunto de creencias inicial. En el debate el objetivo principal no es entender y ser entendido sino convencer a ese grupo de personas sin opinión y/o «ganar» la discusión por haber respaldado la idea, creencia o convicción de manera más solvente que el otro y de ese modo, reafirmarlas.

Por el contrario, en la deliberación hay una relación dialógica que se inicia y mantiene con propósitos muy diferentes de los que sustentan el debate temático. Creo que el principal propósito de la deliberación (en general, no sólo en el ámbito parlamentario) es optimizar la toma de decisiones a través del fortalecimiento del proceso

por el que se llega a la decisión. Para ello, la actitud del deliberante debe ser necesariamente abierta y flexible, entre otras cosas, a la recepción de nuevas ideas que se aceptan como mejores, de argumentos que no se habían considerado, a la aceptación de errores en el razonamiento o en las consecuencias que entendía generaría su idea. Se delibera para entender o comprender más profundamente y para, a partir de este proceso, optimizar la toma de decisiones o los resultados de la decisión31. Esto no significa necesariamente que las decisiones tomadas tras una deliberación sean siempre las mejores, ni siquiera sustantivamente correctas; a pesar de ello, es posible afirmar que la deliberación tiende razonablemente a producir mejores resultados.

Una de las ideas a presentar se vincula con el valor epistémico de la deliberación y la posibilidad de que las normas sancionadas tras procesos deliberativos tengan mejores perspectivas de eficacia y efectividad. Habitualmente se sostiene que la deliberación pública y la participación ciudadana otorgan un mayor grado de legitimidad procedimental a las normas, y que ese mayor grado de legitimidad debería coincidir con un mayor grado de aceptación y acatamiento de las normas (Friedman 1977, 115). En similar sentido, Estlund sostiene que las decisiones tomadas tras la deliberación tienen considerables virtudes epistémicas que, por más que arrojen resultados incorrectos, proveen de una fuerza moral que las hace obligatorias (Estlund 2011, 32-33 y 195 y ss.)32; sin embargo, no son exactamente los argumentos de la legitimidad o del valor moral los que me interesa destacar aquí, sino uno más directo que resalta las ventajas epistémicas de la deliberación. Demás está decir que desarrollar exhaustivamente este tema requeriría de una investigación completa y enteramente dedicada a ello por lo que sólo plantearé algunas ideas muy elementales. Los procesos legislativos parlamentarios generalmente entrañan discusiones y debates (generalmente temáticos-conflictivos pero en oportunidades se mueven hacia modelos actorales-conflictivos y eventualmente actorales-cooperativos) pero muy pocas veces deliberaciones. Esto es así, por lo menos, en la actividad parlamentaria formal (aquella que podemos conocer porque es pública); sin embargo, es posible asumir que la actividad política previa a la que nos es dable conocer, ha atravesado, aunque sea mínimamente, por algún proceso deliberativo. Estos pasos previos a la discusión pública que tienen características deliberativas son muy importantes y es necesario reconocer este valor y fomentar que se produzca la deliberación en cualquier instancia.

Es sin embargo la deliberación pública la que rescato como idea fundamental y necesaria: ello por dos motivos, en primer lugar, para el control de la argumentación legislativa. Las exigencias de argumentación que fueron propuestas anteriormente si son insertadas en un contexto de deliberación refuerzan la posibilidad de que las normas aprobadas tengan mayores perspectivas de eficacia y efectividad (una argumentación legislativa solvente genera mejores oportunidades de leyes racionales, si además, la argumentación se da en un contexto deliberativo las perspectivas de racionalidad de la ley pueden estimarse como mayores). En segundo lugar, es la deliberación pública y la que se produce en el recinto del pleno, la que mayores oportunidades para la confrontación parlamentaria ofrece y por lo tanto, la que mayor riqueza puede promover a través de la deliberación, ya que los grupos que defenderán una y otra idea serán, generalmente, de facciones políticas opuestas, representantes de mayorías y minorías, de diferentes grupos de interés y hasta de diversos territorios del país con intereses posiblemente diferentes. Como sostiene Oliver-Lalana:

…la publicidad es de una importancia primordial. Incluso si los parlamentarios no tienen un real interés en la racionalidad o corrección, deberán presentar su posición de manera tal que sus intereses se hagan visibles. En un sentido kantiano la publicidad cumple una función preventiva o ad cautelam que hace posible encontrar en los debates del plenario y las comisiones las razones sobre las cuales los parlamentarios justifican sus decisiones así como la concepción o la justificación que defienden en público (Oliver-Lalana 2005, 244).

Por otra parte, sería deseable que la deliberación (el intercambio de razones) se produjera, dentro de lo posible, en términos comprensibles para la ciudadanía (Brugué 2011, 166), ello contribuiría indudablemente al aumento de la inteligibilidad de las normas sancionadas tras la deliberación.

La gran virtud de las deliberaciones es que modelan y modifican las preferencias públicas; permiten que los legisladores modifiquen, enmienden o descarten propuestas sobre las bases de nuevas ideas e información con la que antes no contaban (Ekridge, Frickey y Garret 2007, 70). El intercambio de razones, opiniones e ideas aumenta la información disponible en dos sentidos: pueden aparecer alternativas que no habían sido consideradas y además, es posible analizar las consecuencias de cada propuesta. En segundo lugar, la deliberación refuerza la orientación hacia el bien común en detrimento de los intereses privados ya que cada opinión debe ser articulada en términos que los demás puedan admitir y esto obliga a transformar los propios intereses en principios defendibles públicamente (Sancho 2003, 206). Sin embargo, nada parece indicar que la deliberación sea algo fácil de conseguir o que se produzca naturalmente máxime en órganos tan numerosos y diversos (Waldron 1995, 660). Por ello, para promover la deliberación en el ámbito parlamentario será necesario generar el marco institucional adecuado. Tal como propone Waldron, la promoción de la deliberación debería enfocarse en la modificación o creación de reglas parlamentarias procedimentales adecuadas. Creo que también es muy relevante que se «enseñe» a deliberar, de la misma forma que se pueden brindar elementos teóricos aptos para promover mejoras en la argumentación. La deliberación es posiblemente el mejor camino para generar soluciones prácticas razonadas.

Finalizo este documento con estas breves palabras: Carlos Nino sostenía que las causas del subdesarrollo argentino se encontraban parcialmente en la anomia reinante en ese país, y afirmaba que se trataba de «Un país al margen de la ley» (Nino 2011). Todos coincidiremos en que deseamos que nuestros países dejen de estar al margen de la ley, pero para ello es necesario cambiar el foco y empezar a pensar seriamente a la ley. La deliberación y las restantes herramientas propuestas en este documento pueden puede contribuir a que finalmente las «leyes dejen de estar al margen del país».

31. Cuando me refiero a la optimización de la toma de decisiones o de los resultados no tengo en mente (solo) una visión eficientista de la cuestión como el lenguaje utilizado podría sugerir.

32. El ejemplo que propone Estlund es el del jurado: “El juicio por jurados, cuando se encauza sin irregularidades, produce un veredicto no sólo investido de fuerza jurídica sino también de fuerza moral. Si el acusado es absuelto, otras personas tendrán el deber moral de abstenerse de infligir o aplicar castigos privados. Si el acusado es condenado, el guardia de seguridad tendrá el deber moral de no dejarlo en libertad. Asumo que, al menos hasta cierto punto, estas implicaciones morales no dependen de que el veredicto sea correcto. […] El juicio por jurados no estaría investido de esta fuerza moral si no tuviese considerables virtudes epistémicas.” (Estlund 2011, 32)

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