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GONZALO FRAGUI

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© Gonzalo Fragui © Fundación Editorial el perro y la rana, 2007 Av. Panteón. Foro Libertador. Edif. Archivo General de la Nación, planta baja. Caracas-Venezuela, 1010 Telfs.: (58-0212) 5642469 - 8084492 / 4986 / 4165 Telefax: 5641411

C orreos electrónicos: elperroylaranaediciones@gmail.com comunicaciones@elperroylarana.gob.ve editorial@elperroylarana.gob.ve Hecho el Depósito de Ley N° lf 40220078002965 ISBN 978-980-396-605-8

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Presentación Existe un encuentro que se hace golpe sobre papel, en todo lugar están las voces de nuestra gente que retumban desde tiempos ancestrales y se precisan susurro estridente, grito inevitable, respuesta urgente ante la convulsión de todos los mundos que forman al ser humano. Se nos presenta entonces la palabra, ella que edifica los tejidos del sueño, que da contundencia al puño que se defiende, porque reclama, hurga, retumba contra las paredes de la realidad, ella que se manifiesta como artefacto peligroso e incontrolable. Es por esta combustión creativa que surge la Colección Cada Día un Libro, producto de la masiva participación a la convocatoria del Certamen Mayor de las Artes y las Letras; esta colección es en estricto rigor un merecido acto de reconocimiento a los escritores y artistas de nuestra tierra, es tren y boleto que permite a los lectores viajar indefinidamente hacia los distintos planos que refrescan el imaginario venezolano. Ante la fuerza que exige ese compromiso la colección se bifurca en seis series: Poesía construye un amplio campo vibrante a quienes decididamente se lanzaron al abismo de la imagen, de la hermosa locura necesaria; Narrativa se abre al concierto de tintas que convergen en la lucha directa contra el silencio, a los que tienen cosas por contar; Ensayo presta su espacio a la mirada crítica de aquellos que cimientan diversas propuestas y debates inaplazables; Historia se hace eco de esas voces que guardan la memoria que nos perpetúa; Encrucijadas reúne textos de múltiples naturalezas para el interés general de todo lector; y finalmente Testigos convoca las miradas que han presenciado situaciones que despiertan nuestra atención, desde crónicas, anecdotarios, entrevistas, hasta testimonios, diarios y reportajes. En tal sentido sirva este espacio a los hermanos que levaron anclas para adentrarse en el picado mar de las publicaciones.

Fundación Editorial

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Una noche como a las diez de la mañana. Joaquín Sabina

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Neruda y Palomares

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A finales de los años 50, el poeta Ramón Palomares empezó sus labores docentes en la isla de Margarita. Tenía un carrito, el “bólido azul”, el que una noche desafortunada encaramó sobre un árbol. El poeta se quemó parte de su cuerpo y tuvo que permanecer convaleciente durante varias semanas. Por esos mismos días pasaba, en uno de sus muchos viajes, Pablo Neruda por Caracas. Su gran amigo, Miguel Otero Silva, le dio a leer una noche los poemas del primer libro de un joven poeta llamado Ramón Palomares. Se trataba de El reino. Al otro día Neruda estaba tan encantado con los poemas, que pidió inmediatamente conocer al poeta. Otero Silva le dijo que era imposible porque Palomares no vivía en Caracas y no podía viajar porque estaba enfermo. Neruda pidió entonces ir donde estaba el poeta. Así, la única vez que Pablo Neruda estuvo en la isla de Margarita fue para conocer al poeta Ramón Palomares.

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Juan Rulfo

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Cuenta Bryce Echenique que un día hacía una fiesta en su casa de París. Uno de los invitados habituales era el escritor Juan Rulfo. Por su timidez, Rulfo siempre quería pasar inadvertido, pero no podía. Para colmo de males una funcionaria trepadora se le pegó esa noche como un chicle. Rulfo no sabía qué hacer para quitársela de encima. Consultó entonces a Bryce. —A la próxima pregunta respóndale con una pesadez —fue la recomendación de Bryce. Así hizo. La señora se le acercó de nuevo y con cara de culta preguntó al maestro mexicano que si ya se había leído El capital, de Carlos Marx. Y ahí fue que llegó la oportunidad esperada por Rulfo. —No, pero vi la película —fue la respuesta del escritor. La señora no se le volvió a acercar durante toda la noche.

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Arguedas

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Nunca he visto mayor dolor que el del escritor peruano José María Arguedas. Todos sabían que se iba a suicidar, pero no podían evitarlo. Un día unos amigos cercanos se atrevieron a conversar sobre el tema. —¿Arguedas, qué hacemos para que no te mates? —preguntaron los amigos. Y Arguedas respondió con —posiblemente— la más triste de las frases en lengua castellana: —Eviten la llegada de los españoles.

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Domingo Miliani

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Un día preguntaron al escritor mexicano Juan Rulfo qué conocía de la literatura venezolana. Él respondió que había leído a Gallegos, a Úslar Pietri, a Renato Rodríguez y a Domingo Miliani, entre otros. Repreguntado ahora sobre qué opinaba de Miliani, respondió que le parecía que era un gran ensayista y que había leído algunos de sus cuentos. Pero fue el remate lo que tuvo características de estocada: —Me cuentan que podría escribir más, pero se casa mucho.

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Gallegos y Carlos Augusto León

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Un día, siendo Rómulo Gallegos presidente de Venezuela, el autor de Doña Bárbara llamó al poeta Carlos Augusto León para confesarle algo y pedirle un favor. Por esos días el escritor norteamericano William Faulkner había ganado el Premio Nobel de Literatura y prometía venir a Venezuela. Gallegos estaba muy apenado porque, siendo él también escritor, no había leído nada de Faulkner. Llamó entonces a Carlos Augusto. —Carlos Augusto, tú no tendrás por ahí algo de Faulkner, quien parece que va a venir por ahí en estos días, y yo no he leído nada de él. El poeta Carlos Augusto, comunista y sin complejos, le respondió al otro lado del teléfono. —¿Y tú crees que él haya leído algo tuyo?

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Leonardo Gustavo Ruiz

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Leonardo Gustavo Ruiz se dio cuenta de que estaba un poco gordo un día que necesitó tomar un taxi. Se dirigió a la avenida y llamó al primero que vio. Se trataba de uno de esos taxis blancos, pequeñitos. El chofer miró a aquel hombrón, lo recorrió de arriba a abajo y se negó a llevarlo. —Disculpe, señor, yo no hago mudanzas.

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Caupolicán

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Un día Caupolicán Ovalles salió de un bar con las velas rotas. Caminó lentamente por la acera, se detuvo, trastabilló un poco, se agarró como pudo de un poste, forcejeó un rato con él y, cuando ya estuvo seguro de que no se iba a caer, empezó a gritar: —Sáquenme de aquí.

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Julio Valderrey

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Hace tiempo el poeta Julio Valderrey fue invitado a un congreso de poetas. Los organizadores, como tenían poco dinero, pusieron a dormir a los poetas en unas literas. Valderrey, que se había tomado unos tragos de más, se cayó y rodó por debajo de la cama, donde durmió el resto de la noche y parte del día siguiente. A la hora del desayuno, los poetas notaron la ausencia de Valderrey, pero no se preocuparon. Saben que el poeta come poco. Llegó la hora del almuerzo y el poeta tampoco aparecía. Entonces lo buscaron por todos lados y nada. Fue la señora de la limpieza quien lo encontró cuando pasó la escoba por debajo de la cama y se encontró con aquel bulto. Hasta la fecha, no se tiene conocimiento en toda la historia de la humanidad, de otro poeta que se haya caído literalmente de la noche.

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Harold Alvarado Tenorio

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El poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio dictaba un día una conferencia sobre la poesía. Miró el auditórium y observó que la concurrencia era escasa. Apenas unas veinte personas desperdigadas por toda la sala. Con resignación agradeció a los pocos presentes. Dijo que posiblemente se debía a un problema de convocatoria. Y se lanzó con la conferencia. Al cuarto de hora se levantaron unas diez personas y se fueron. Alarmado, y tratando de que no se le fuera nadie más, estimuló a la concurrencia diciendo que el tema era difícil. Se requería de esfuerzo, de inteligencia, de voluntad. Dijo como excusa que la poesía no era para todo el mundo. Luego salpicó su charla con citas bíblicas como: “Son muchos los llamados y pocos los escogidos”, y otras. Sin embargo, a los cinco minutos se fueron otras personas. Desesperado, el poeta ya estaba olvidando hasta el tema de la conferencia, por estar pendiente del público. Cinco minutos más y sólo quedó una persona que estaba en el último puesto de la sala. Harold no se amilanó. Se dirigió al único presente y le dijo: —Por lo menos hay alguien que conoce de esta vaina. Hermano, dígame quién es usted.

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A lo que el señor respondió: —Pues la verdad es que yo no entiendo nada de lo que usted está diciendo, pero no me puedo ir porque soy el portero y estoy esperando que usted termine para cerrar.

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Un cuento que no va a escribir Alberto Rodríguez Carucci

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Una chica duerme plácidamente. Sueña que llega a su apartamento, toma una ducha, se pone ropa ligera y se acuesta. De pronto siente que alguien sube por la pared y se introduce por la ventana. Se trata efectivamente de un hombre desnudo que, arma en ristre, se dirige a la cama, donde ella se encuentra, con intenciones no claras. Ella le pregunta asustada: —Señor, ¿qué me va a hacer? Y él le responde: —No lo sé, señorita, la que está soñando es usted.

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Serena

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Serena Vera dirigió durante algún tiempo el Museo Religioso de Ejido. Una noche nos invitó amablemente para que leyéramos en un recital de poesía. Luego de la lectura y del brindis, Serena nos paseó por las diferentes salas del Museo. En cada lugar se detenía y explicaba lo que allí había, pero donde se detuvo más largamente fue en la sala donde, además de unos grilletes, había en una vitrina, protegida con vidrio antibalas, lo que era su más preciado tesoro, el orgullo del museo: dos bulas de ahora no recuerdo qué Papa. Nos explicó cómo se habían adquirido, los exámenes grafológicos que se le hicieron, el precio. Nos tuvo como media hora dándonos hasta los más mínimos detalles de tan importante documento. Luego de que Serena terminó yo me quedé un poco más pensando en echarle una broma a tanta seriedad. Cuando salí de la habitación busco a Serena y le digo con cara de preocupación: —Serena, a usted la engañaron. Ahí no hay dos bulas. —Sí son dos bulas —me dijo enfáticamente— yo traje especialistas. —Sí, pero están incompletas. —¿Y entonces qué tengo ahí? —preguntó preocupada. —Lo que usted tiene ahí es una bula y parte de otra. No me volvió a invitar.

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Benito Mieses

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Una mañana el “ratón” apretaba y estábamos todos sedientos. De pronto vimos a Benito Mieses con una botellita de agua mineral. Todos nos miramos. Inmediatamente íbamos a pedirle que nos regalara un poco de agua, pero conociendo al personaje, sospechamos que lo que podría contener la botellita sería cocuy. Por un rato permanecimos expectantes y con la duda. El enigma se disipó cuando Benito se dispuso a tomar un trago y alguien dijo: —Si arruga la cara es agua.

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Felipe y la viagra

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Felipe es un poeta que sólo piensa en el fútbol, la cerveza y las mujeres. (No necesariamente en ese orden). Y esos son siempre sus temas de conversación. Un día varios amigos suyos conversaban sobre los beneficios de la viagra, pero nadie quería confesar que la usaba. Sólo Felipe lo aceptó, pero a su manera: —Yo sí tomo viagra, pero sólo pal segundo tiempo.

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Gilberto Ríos

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Gilberto, ya en su lecho de muerte, una noche se quejaba muy suavemente. Nosotros, sin saber qué hacer, nos acercamos a preguntarle qué le dolía, qué necesitaba. —Poeta, ¿desea algo? Y Gilberto respondió: —Ay, sí, hermanito, un Mercedes Benz.

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Enver Cordido

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El cineasta Enver Cordido parece la fumarola de una locomotora. Es un caso perdido. Por más guerra que le damos los amigos, no deja de fumar. En broma, en serio, con humor, con dramatismo, tratamos de hacerle ver lo dañino del cigarrillo, pero no hay manera. Él responde que no es cuestión de voluntad. —Yo dejé de fumar durante catorce años —nos confiesa. —¿Viste que sí se puede?, es una cuestión de voluntad, de proponérselo —le decimos los fundamentalistas antitabaquistas—. ¿Cuándo fue eso? —Los primeros catorce años de mi vida.

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El evangelio según Saramago

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Aquel día la Magdalena y Jesús estaban bravos. La Magdalena llegó sumisa y sólo alcanzó a decir: —Miraré tu sombra si no quieres que mis ojos te miren. Y Jesús, que ya se le había pasado, respondió: —Quiero estar en mi sombra si es allí donde estarán tus ojos.

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El reloj de puntico

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Una tarde, mi esposa Magally y yo caminábamos un poco aburridos por el centro de la ciudad. De pronto nos detuvimos frente a una joyería. Nosotros no tenemos experiencia en estos tipos de establecimientos, pero nos llamó particularmente la atención un reloj plateado, con un diseño semiespacial, que tenía un puntico en la mitad. Yo le pedí a Magally, quien es más salida que yo, que preguntara, sólo por preguntar, cuánto costaba el reloj y que averiguara qué era ese puntico. La chica del mostrador fue tajante: —Un millón setecientos mil bolívares, y eso no es ningún puntico, señora, eso es un diamante. Yo me retiré unos pasos, miré hacia otro lado y me puse a silbar. No me fueran a relacionar con esa señora tan ignorante.

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Iris Tocuyo

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La poeta Iris Tocuyo, quien armoniza muy bien la poesía erótica con la poesía infantil, un día se quedó sin aliento al escuchar hablar a algunos de sus familiares. Uno de ellos preguntaba, sorprendido, a la madre de Iris: —¿De dónde le habrá salido a Iris esa vena artística? Desde chiquitica era así. En la escuela le gustaban los actos culturales, las obras de teatro, y ahora, miren, la gran poeta que es. ¿Será de ti? La madre de Iris inmediatamente se defendió: —De mí no será. Yo he trabajado siempre.

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De cómo mis padres dieron con mi vocación

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Una noche, durante una cena, sorprendí a mis padres conversando de alguien. Dijo mi padre: —Es un inútil. No sirve para la agricultura, no sirve para la ganadería, ayer se montó en un caballo y se deslizó por el cuello como si fuera un tobogán, no sabe hacer bloques. No sirve para nada. —Sí —dijo mi madre—, vamos a tener que mandarlo a estudiar a la ciudad. Hablaban de mí.

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El poeta Acevedo

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Tuve que jurarles que a mí me llamaban “Angelito”, cuando yo estudiaba en el Seminario Arquidiocesano, para que me aceptaran en una angelical mesa en el cafetín de la Facultad de Humanidades, donde estaban Angélica, Angela y Angel Eduardo Acevedo, hablando de lo más terrenal, una pasta al pesto, por demás divina. Cuando las chicas se fueron el poeta se calló. Apenas comentó en voz baja: “Quedé esfarataíto”. Yo respeté su silencio, y su dolor. En el cafetín sólo se escuchaban las palabras del profesor Pedro Alzuru, quien disertaba en una mesa contigua, con unos lentes oscuros, muy acordes con la ocasión y con el tema. Hablaba de paraduras y de entierros. Del poeta Acevedo sabemos poco. Parece un monje budista, vestido de garza blanca, levitando por el patio de la facultad. Todos creen que nació en La Culebra, pero parece que fue en Garcitas. La fecha de nacimiento también es un misterio. Hay como tres partidas de nacimiento con fechas diferentes. Sólo sabemos que nació un 29 de noviembre, como don Andrés Bello. Cuando tendría unos 18 años, y para que no se lo llevaran al cuartel, algún amigo suyo le sacó una partida de

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nacimiento donde decía que tenía apenas 17. Al año siguiente pasó igual. Y así durante varios años. Pero como no le iban a seguir creyendo, cuando tendría en realidad como 25 años se hizo operar del apéndice sin tener apendicitis. Menos mal que nunca se incorporó al ejército porque las únicas armas del poeta son la poesía, la amistad, y la más peligrosa de todas, los sueños. Interrumpo su actitud contemplativa, casi mística, preagustiniana, para pedirle que me autografíe su libro Flor diversa, publicado por Monte Ávila. Y él, con la parsimonia característica, toma el ejemplar del libro que le ofrezco y me lo dedica con un latinazo verdaderamente sorpresivo para mí: “Al buen amigo y especial poeta, rex mucugliforum, Gonzalo”. Después corrige y me explica algunas erratas que quedaron en el libro con una voz apenas audible, unos gestos de bailarina y una paciencia que da sed. Una alumna común, Estefanía, viene a saludarnos. Nos sonríe y se marcha.“Hasta luego, profes”, se despide con gracia. “Esa muchacha debe ser mentirosita”, me dice el poeta. Le pregunto por qué. Él responde que en el llano hay la creencia de que la gente que tiene los dientes separados es mentirosa. “Y ella los tiene”. Yo le digo que esas rendijas son las vías de escape que ella nos ofrece a estos dos tímidos poetas que no sabemos qué hacer cuando alguien tan bella, como ella, tiene la amabilidad de acercarse a saludarnos. El poeta, incrédulo, mesándose la barba dice: “No sé”, y vuelve a su mutismo. Yo lo interrumpo de nuevo: —Vamos a tomarnos un café. —No puedo. —¿Por qué?

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Y ahí viene su acostumbrada estocada final. —Porque mañana tengo que reunirme con el poeta Carlos César y hoy ando rehuyéndole a toda clase de substancia tóxica. Y se marchó.

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Juan Félix Sánchez

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Tirso Meléndez le había ofrecido un perrito a Juan Félix Sánchez. Pasaba el tiempo pero el perrito no llegaba. Un día, en broma, Juan Félix preguntó a Tirso por el perro. Tirso le dijo que no se preocupara, que ya la perra había parido y que muy pronto tendría al cachorro. Efectivamente, a los días llegó un niño a la hacienda El Tisure con un perrito y una nota de Tirso. La nota decía: “Juan Félix, ahí le envío el perro prometido. Saludos. Tirso.” Epifanía, la esposa de Juan Félix, se acercó para ver al cachorro, y preguntó: —¿Qué nombre le pondremos? Juan Félix se sorprendió ante la pregunta. —Cómo que qué nombre. Pues Prometido, eso es lo que manda a decir Tirso. Y así se quedó. Prometido. Prometido duró como 18 años. Cuando Prometido murió buscaron otro perrito porque se habían encariñado con el animal. Ahora fue Juan Félix quien preguntó a Epifanía: —Ya que Prometido se murió, ¿qué nombre le pondremos a este perrito? Epifanía no dudó:

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—Pongámole lo mismo. Y así le pusieron: Lo Mismo.

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Omar Granados

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Un día salimos de Mérida —rumbo a la Bienal Ramón Palomares de Trujillo— Omar Granados, Norberto Codina y yo. A la altura de la Vuelta de Lola, Omar Granados nos contó una anécdota que nos causó mucha risa. Tarde nos daríamos cuenta de que era una especie de premonición. Explicó Omar que algunas veces el Chino Jung lo invitaba a cocinar y a conversar. El Chino permitía que Omar hablara un rato y luego, en su escaso español maracucho, pedía a Omar: —Descansito, descansito. Entonces sacaba una armónica y se ponía a tocar cualquier tipo de música clásica. Después seguían cocinando y Omar volvía con sus historias hasta que de nuevo el Chino pedía: —Descansito, descansito —y volvía con su armónica. Nosotros reímos de buena gana y agradecimos a Omar la anécdota. Lo único malo es que Omar habló durante las 4 horas de viaje. Codina y yo nos mirábamos y pensábamos en el pobre Chino. Al llegar a Trujillo preguntamos inmediatamente dónde se podía comprar una armónica.

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Aureliano González

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Aureliano González fue un día a caminar por las afueras de Boconó. Tomó el camino de Las Guayabitas hacia abajo y le dio libertad a sus pasos. Ya alejado de la ciudad se dio cuenta de que había entrado la noche y sintió miedo. Acababa de regresar de una larga temporada en Caracas y la paranoia de la gran ciudad todavía lo acompañaba. Cansado y contrariado por el descuido, vio venir a lo lejos un jeep. El chofer se ofreció amablemente a llevarlo. Aureliano agradeció el gesto y aceptó. De pronto el chofer cambió de ruta, tomó por un camino real, se detuvo ante una casa, y pidió a Aureliano que lo esperara un poco. —Ya regreso —dijo tratando de calmarlo. A Aureliano se le dispararon los nervios. Pensó que lo iban a robar o a matar, o a lo mejor quién sabe. Al rato, el señor salió de la casa, pidió disculpas por la demora y dio las razones del desvío. —Era que hoy no le había pedido la bendición a mi mamá.

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Conversación con Miguel James el Día de los Inocentes —Poeta, bríndame una chicha. —Te vas a convertir en chicharra. —¡Coño!, mira esa carajita. —Eso no es nada, mira aquella otra. —Mira la que viene ahí. —Y esta negrita. —Y la del chorcito. —Esto es una yegua. —Mira, ésa que se está bajando de la buseta. —Está medio vejuca, pero todavía le queda. —Y esa tiernita, a nosotros nos podían llamar “la polio”. —La culpa es de ellas, uno lo que hace es sufrir. —Mira ésa con el ombligo al aire. —Quién fuera aire. —Parece que las hubieran soltado a todas. —Esa gordita no está nada mal. —No, nada mal. —Y aquella flaca tampoco. —Provoca desarmarle los huesos y volvérselos a poner, como un lego. —Mira ésa, la de la melena suelta, parece una leona.

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—Podríamos irnos de safari. —Mira esa pequeñita. —¿Qué era lo que decían de las casitas de INAVI? —Y la de la pantaletica chiquitica. —Sí, mientras más grande la pantaleta mayor es la tristeza. —¿La de quién?, bueno… —¿Y has tenido novias andinas? —No, chico, las andinas son racistas. El único negro que les gusta es San Benito. —Y esa rubia también se las trae. —Me recuerda al Oro de los tigres de Borges. —¡¡Mira!!, mira esa belleza que viene ahí. —Esto es demasiado. —Se pasó, ¿verdad? —Se pasó. —No se puede. —No, no se puede.

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Norberto Codina

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El poeta venezolano-cubano, Norberto Codina, aprovechó su estadía en Mérida para sacar su cédula de venezolano, como le correspondía, por ser venezolano por nacimiento.Yo, en broma, escribí a los familiares de Norberto en La Habana en estos términos: “Gisela, Jimena y Bruja. (Esposa, hija, y la perrita) Tengo dos noticias del poeta. Una buena y una mala. LA BUENA: que ya tiene su cédula de venezolano. LA MALA: que aparece como ‘soltero’. Saludos”. La esposa del poeta, Gisela, quien es un pan de Manzanillo, respondió con reproches amorosos, y Norberto muy serio me dijo: —Mira lo que has desatado tú, una verdadera tormenta tropical en el Caribe.

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El fotógrafo William Osuna

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William Osuna quería comprar el libro de Ramonet sobre Fidel, pero ninguna de las librerías del centro de La Habana lo tenía. Alguien le sugirió que lo buscara con los libreros de la Plaza de Armas. —Tranquilo, caballero, que si no lo tienen se lo escriben. Decidimos entonces irnos caminando como dos viejos conocedores de aquellas calles, pero qué va. Lo de “poeta de la calle” de mi amigo es pura fama mal ganada. Nos perdimos. En vez de llegar al Parque de la Fraternidad nos encontramos de frente con el malecón. Así que, en medio de un sol inclemente que hasta nuestra sombra se negaba a seguirnos, decidimos saludar a un viejo amigo: el mar. Luego proseguimos el camino. Yo ya no quería libros sino libar. Pero el poeta es terco, qué poeta no lo es. Llegamos y preguntamos uno a uno a todos los libreros por el ansiado libro, hasta que como por arte de magia apareció. El librero empezó con su arte. Argumentó que ese libro no lo tenía para venderlo, que formaba ya parte de su biblioteca personal, pero en vista de que el compañero venezolano lo requería con urgencia iba a hacer un sacrificio. Era muy bueno. Él ya lo había leído como tres veces. 25 pesos convertibles, dijo.

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William regateó, se movió como un peso pluma, y logró que se lo dejaran en 20. Lo revisamos y nos dimos cuenta de que estaba nuevecito, lo más probable es que nadie lo hubiera leído. Sin más excusas, nuestras naves de pequeño calado se dirigieron en busca de nuevos afluentes por donde navegar. En realidad eran viejas y conocidas rutas. Primer puerto: La Bodeguita del Medio. Esta vez estaba sola, aburrida, no parecía la famosa donde a veces no se puede entrar. Nos tomamos casi literalmente un obligado mojito, porque estaba peor que los que yo hago. Pasamos entonces a lo seguro. cerveza Bucanero. En La Bodeguita nos encontramos a un venezolano y a dos venezolanas. Los venezolanos no pueden verse fuera de Venezuela porque después de dos tragos terminan siendo familia. El periplo continuó por todo aquello donde hubiera música y licor. Como a las tres de la mañana el poeta quería regresar a la Catedral de la Virgen de la Caridad del Cobre. Lo único malo es que a esa hora estaba cerrada. El poeta insistía. Y cómo hacer con alguien que le pide la bendición al río Guaire. Al fin lo convencí de que finalizáramos en El Floridita. Aceptó. Estaban ya a punto de cerrar, pero nos permitieron tomar unos daiquirí. Cuando se fueron todos los clientes empezamos a hacernos fotos con la estatua de Hemingway que está en un rincón del bar. Primero hice yo unas fotos que titulé: “El viejo y el mal”. William para desquitarse se ofreció como fotógrafo. Yo me coloqué al lado de Hemingway y sonreí. El poeta hizo fotos a diestra y siniestra hasta que nos dijeron que teníamos que irnos.

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Al otro día, en medio del ratón, me pongo a revisar las fotos que William había hecho. Mesas, sillas, espejos, botellas, cielos rasos, era lo único que aparecía en las fotos. Hemingway y yo no estábamos por ninguna parte.

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Laura Antillano y Yevtushenko

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En los mundiales, el fútbol lo invade todo. Comidas llenas de penaltis, amores con pressing, filosofía de los pies. Un día conversando con Laura Antillano le digo que en mi reciente viaje a La Habana leí en un recital con el poeta ruso Yevgueni Yevtushenko. La conversación se enturbia un poco por el volumen del televisor y Laura decide irse a descansar a su habitación. A la mañana siguiente, Laura me cuenta que tuvo un sueño de lo más extraño con Yevtushenko. Soñó que ella era una niña y que en su cuarto tenía pegados muchos afiches de Evtuschenko. En short, con balones, como portero, y con franelas de muchos equipos famosos. Quién sabe si a Yevtushenko le guste el fútbol.

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Sardio: hijo de Apocalipsis

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Comíamos con Edmundo Aray, y alguien preguntó sobre el nombre “Sardio” del famoso grupo literario venezolano. Codina dijo que en latín sardio significaba lápiz y sospechaba que vendría de allí. Edmundo dijo que Sardio era una de las piedras del Apocalipsis. Yo, que no entendía nada, pregunté de qué piedras hablaban. Todos me cayeron a piedra. Pachi, por ejemplo, me dijo: —¿Es que tú no sabes que allí caen piedras y las siete plagas? —Meteoritos —gritó otro. Edmundo aclaró: —En una oportunidad viajamos a Maracaibo a visitar al grupo Apocalipsis, integrado entre otros por los poetas César David Rincón, Miyó Vestrini, Atilio Storey Richardson. Al regresar a Caracas fundamos el grupo Sardio. Al llegar a casa corrí en busca de mi Biblia y consulté inmediatamente el Apocalipsis. Todos, menos Edmundo, estaban equivocados. Sardio efectivamente es lapís en latín. Lapís, lapidis, tercera declinación, que significa piedra, y no lápiz. De allí viene, por ejemplo, la palabra lapidar. Y sardio es en verdad una piedra, pero no una piedra que cae sobre los pecadores ni mucho menos un meteorito.

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En el capítulo 21, en lo correspondiente a La Nueva Jerusalén, se habla de una ciudad resplandeciente que baja del cielo. La rodea una muralla ancha y alta con doce puertas. La muralla de la ciudad descansa en doce piedras de cimientos. Los versículos 18 al 21 lo dicen de manera precisa: “Las murallas son de jaspe, y la ciudad, de oro fino como el cristal. Las bases de las murallas están adornadas con toda clase de piedras preciosas: la primera base es de jaspe, la segunda de zafiro, la tercera de calcedonia, la cuarta de esmeralda, la quinta de sardónica, la sexta de sardio…”

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Error

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Mi computadora marca en rojo la palabra Bar, insinuando que podría tratarse de un error. Hay quienes creen efectivamente que los bares son un error. Pero una amiga del bar La Esmeralda me aseguró que la única diferencia que existe entre un bar y una catedral es la pasión de sus fieles.

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Obsesión

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Soy obsesivo. Muy obsesivo. Cuando tengo una idea, inmediatamente quiero hacerla realidad, lo cual me puede llevar días o semanas. El problema se presenta cuando no tengo ninguna idea. Inmediatamente quiero tener una, lo cual me puede llevar meses o años. También, alguna vez fui obsesivo, pero eso fue hace mucho tiempo.

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El loco de Pregonero

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Cuenta el poeta Antonio Mora que en Pregonero había un loco, como en todos los pueblos. En una oportunidad nadie supo de él por varios días, así que los vecinos del pueblo lo dieron por perdido. Organizaron varios grupos de voluntarios y salieron en su búsqueda. Un campesino vio al loco de lo más tranquilo caminando por el campo y le informó que en el pueblo lo creían perdido y que lo andaban buscando. El loco empezó a rezar de inmediato: —¡Virgen del Carmen, que yo aparezca, que yo aparezca!

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La avispa

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La avispa llegó como llegan todos los grandes amores. De manera inesperada. Rondaba las frutas, merodeaba por la cocina, batía las alas como los helicópteros de Apocalipsis Now, hasta que un día encontró lo que ella consideró el mejor sitio, cerca del azúcar. De allí que no fueron pocos nuestros gritos cuando, al abrir el gabinete, nos encontrábamos con la indeseable huésped picante. Las semanas siguientes fueron dedicadas por completo a la avispa. Abandonamos nuestros trabajos. Buscamos todos los libros que hablaran de guerra, guerra de guerrillas, guerra total, guerra estratégica, guerra sucia, guerra bacteriológica. Buscamos asesoría en asuntos de armas: blancas, atómicas, nucleares. Recurrimos a la tecnología en informática y telecomunicaciones. Estuvimos a punto de incendiar el apartamento, destruimos todas las copas y los residuos de lo que alguna vez fue una vajilla. Los vecinos no soportaban el escándalo que significaba lanzar sin puntería todo objeto contundente contra el danzarín animal. Nuestra conversación adquirió el lenguaje militar. Nuestros apacibles sueños se convirtieron en terribles pesadillas bélicas. El amor se convirtió en un campo minado. Luego de que fallaran todas las tácticas y estrategias decidimos un día

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no hacerle caso, ni la miramos; pasábamos a su lado con vil indiferencia. Cero palabras, cero neurosis, paz y amor, prendimos un incienso, nos sentamos en posición de loto, y decidimos compartir el mundo con el inesperado visitante, al fin y al cabo, nuestro hermano. La avispa notó que había dejado de ser el centro. Salió de su fortaleza, dio un leve paseo por la sala de la armonía universal y se marchó. Estuvimos varios días expectantes, esperando que la avispa regresara. Después entendimos que no volvería. Habíamos triunfado. Sólo que, a veces, uno no sabe qué hacer con esta extraña sensación tan parecida al abandono.

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Carlos Yusti Una periodista le pregunta al escritor Carlos Yusti: —¿A usted, cómo le gusta el sexo? Y el poeta le responde sin titubeos: —Oral y por escrito.

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Había llegado el carnaval

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Salí del apartamento con el balón de futbolito y la firme intención de liberar el stress producto de la tesis de la maestría y de otros abandonos. Esperaba jugar un poco con los niños más pequeños, los únicos a los que a veces puedo ganarles. Y es que los chicos del edificio cuando escuchan el balón en la cancha abandonan sus quehaceres como abejas en busca de miel. Al rato de patear el balón empecé a sorprenderme. Nadie bajaba. Entonces metí toda la bulla que pude, pateaba fuerte contra el alambrado que sonaba ante el impacto, pero nada. Nadie se asomaba. Ni siquiera el gordito que siempre está solo y de vez en cuando me hace señas para que yo baje con el balón. Yo a veces le digo un poco en broma y un poco en serio, lo dicen algunos niños castigados desde otras ventanas: “Es que no me dejan salir”. Él se ríe, no me cree. Pero hoy no me paró. Pasó junto a la cancha armado de una gigantesca ametralladora de colores que disparaba agua con la potencia de un camión cisterna. Corría agazapado y asomaba la cabeza con cuidado, como hacen en las películas, ansioso de lanzarse a un supuesto combate. Lejano o cercano no se sabía. Lo cierto era que se escuchaban explosiones y gritos de rabia o de victoria por todos lados. Y así mis

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antiguos y fieles compañeros de equipo ahora ni me veían, corrían cegados por esta extraña pasión que es todo tipo de guerra, sobre todo ésta donde las armas más comunes eran las granadas de fragmentación que explotaban en las espaldas o en las piernas del más preciado de todos los objetivos: las muchachas. Luego de una hora de juego solitario sentí que efectivamente hoy no iba a venir nadie. Apenas se escuchaba, de cuando en cuando, una algarabía lejana, producto seguramente de alguna batalla ganada. Ahí fue que decidí regresar a casa con el balón bajo el brazo. Había llegado el carnaval.

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El Libro de Arena

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La noche de la inauguración de la librería “El Libro de Arena” llegamos tarde a la cita. Esperaba encontrar allí el libro que considero más importante y útil que se haya publicado en Venezuela en todos los tiempos: El manual del levante, de Pedro Chacín. Como ya había comenzado la conferencia de Luis Britto García, decidimos irnos a un restaurant chino que quedaba cerca. La Esmeralda, creo que se llama. Allí nos reunimos Magally, Juan y Eduardo Torres, el escritor tautológico de Monterroso, con su novia Victoria —como si tener una novia no fuera ya una victoria— que nació en abril, por más señas. Pasaban en ese momento por la televisión un juego de la Copa América, donde Argentina enfrentaba a Chile. Recuerdo también que en la rockola sonaba algo de Los Corraleros de Majagual y que los pocos clientes no entendían las carcajadas de unos locos que pasaban sin permiso del fútbol a la poesía y de la poesía a los vallenatos. Que es como pasar del fútbol al fútbol o de la poesía a la poesía. Nos habríamos tomado apenas una o dos rondas de cerveza cuando Batistuta hizo un gol de esos que llaman de antología, como si todos sus goles no fueran de antología, como si no fuera otra tautología decir que un gol del Bati es

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de antología, porque una antología de sus goles coincidiría perfectamente con sus obras completas. En fin, que en medio de la tercera cerveza viene el Bati y nos hace olvidar de Luis Britto, de Borges, de los libros de arena y de todos los desiertos. Como si fuera poco, en medio de la algarabía, Los Corraleros de Majagual se lanzan con el único hecho histórico que lamento haberme perdido en la vida: el XV Festival de Guararé. Perdí definitivamente la esperanza de regresar esa noche a la librería cuando Juan llamó al mesonero y le hizo posiblemente la más extraña petición que no le hiciera nunca nadie en todos sus años en el oficio: —Por favor, cinco cervezas más y otro gol de Batistuta.

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Veinte puntos

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A finales de junio tuve una experiencia un poco extraña: fui operado del pene. Concretamente se me cortó “un pedazo de cuero inservible”. (Palabras textuales del cirujano). Como yo sospechaba, si había un pre-pucio debía haber un post-pucio y, por estar de curioso, se patentizó en mí. Lo cierto del caso es que la operación vino a producirme varias situaciones un tanto inéditas. La primera de ellas tiene que ver con Sócrates. La anestesia. Por fin sentí lo que sintió Sócrates con la cicuta. Es decir, nada. Cuando intenté explicar “algo” el “todo” había desaparecido. Al despertar no sólo el dinosaurio ya no estaba allí sino que también se habían marchado el médico, la anestesióloga y las enfermeras. Incluso llegué a pensar, porque no lo sentía, que hasta mi —ahora más pequeño— instrumento también había desaparecido. Fue el camillero quien vino a informarme. Me dijo que me habían tomado veinte puntos y que todo estaba bien. Veinte puntos, ¡por fin, veinte puntos en algo! Pasados los días, al ir cayéndose los puntos fueron quedando una especie de nudos. Pregunté qué se podía hacer. Me recomendaron que me los frotara con una crema en sentido

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transversal. Es como masturbarse pero hacia los lados, me graficó alguien. Una magnífica oportunidad para innovar en los caminos del ya prolífico onanismo, pensé. Lo cual, debo confesar, no impidió que me produjera un terrible pesar.Tener que abandonar, a estas alturas del partido, el amable método tradicional, de tan grata recordación. 58

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Don Trino Borges

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Hace tiempo, en una exposición de pintores en homenaje a Reverón, yo, sin ser pintor, mostré un cuadrito que había titulado: Al fin tuve mi bicicleta. Cuando era niño había tenido varios triciclos pero nunca una bicicleta. Muchos niños que fueron a la exposición se quedaban un rato ante el cuadro y les hacía gracia. Uno de ellos, el más pequeño, don Trino Borges, fue muchas veces a “montarse en la bicicleta”. “Es que después de ver una bicicleta uno ya no es el mismo”, comentaba, entre otras cosas porque él tampoco había podido tener una bicicleta cuando niño. Unos días antes de cerrar la exposición un señor vino a comprarme el cuadro. Yo le dije que no se lo podía vender. Había esperado cuarenta años para tener mi bicicleta, no se la iba a vender ahora.

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El padre Wuytack

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Conocí al padre Wuytack recientemente en la presentación del libro de Luis Angulo Ruiz, Francisco Wuytack, la revolución de la conciencia. Allí el padre contó esta anécdota: —Yo vivía en Rancho Negro, en el barrio El Carmen, antes de mi primera expulsión. Yo lo llamaba así porque las latas de zinc estaban pintadas con asfalto. Yo sólo tenía allí mi cama y unos baúles con algunas cositas que había traído de Bélgica. Como llegaba tarde todas las noches, un día me encontré que habían abierto el rancho, habían vaciado los baúles y me había quedado sin cama. Yo dije: “esto no es un robo, es sólo un cambio de propiedad. Se la llevó alguien que la necesitaba más”. Así que puse una tabla y allí dormí aquella noche y las siguientes. Un día vinieron a verme unos amigos y me preguntaron: “¿Y tú duermes en una tabla?, ¡No puede ser!”. Eran los mismos que se habían llevado mi cama. Yo les dije: “No hay problema, ya me acostumbré”. Pero ellos insistieron: “No, no puede ser”. Un día que yo cumplía años me estaban esperando con una torta y una cama. Después me dí cuenta que era la mía. Incluso la habían pintado. Eso sucede sólo en Venezuela.

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Don Alfonso Cuesta y Cuesta

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Los abandonos suelen traer relámpagos. Dios se descuida un momento y se le dispara el flash. En realidad sabemos que Dios prepara todos los escenarios. Uno sólo agradece si es favorecido en el casting. Escena uno. La cámara recorre el restaurant chino, y se queda con un hombre mayor, cuya mirada busca algo a muchos kilómetros de distancia. Sobre la mesa unas pocas cervezas, todas comenzadas y ninguna sin terminar. Escena dos. La cámara se dirige a la entrada en el momento en que un joven un poco extraviado o encandilado busca un lugar, el rincón más oscuro y distante dentro del citado restaurant. La cámara nos olvida. El joven, aspirante a poeta, descubre al hombre mayor de la otra mesa, que es nada menos que el escritor Alfonso Cuesta y Cuesta, amigo suyo. Se le acerca con timidez, sólo pretende saludarlo. El escritor se alegra del encuentro y pide al recién llegado que se quede. Quiere conversar. Se da cuenta de mi curiosidad por las cervezas empezadas. —No puedo tomar cerveza fría, tengo que dejarlas calentar —me aclara, y pide una fría para mí. Luego enciende un cigarro y me dice con picardía:

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—Tampoco puedo fumar, usted sabe, el enfisema —hace un gesto de travesura y se ríe. Fuma larga y pausadamente, fuma en silencio, con placer, como si fuera Dios quien se paseara por sus bronquios. Me pregunta que si llevo poemas conmigo, le digo que sí y me pide que se los lea. Él asiente con la cabeza, dice que le gustan y promete hacerme una nota para cuando los vaya a publicar. Luego se queda callado. Yo no sé qué hacer. Quisiera salir corriendo. Temo haberlo molestado. Digo que necesito marcharme. Él se niega. Mis poemas le han removido algo que quiere contarme. Cuando él tenía unos doce años, y vivía en Cuenca, había una niña más o menos de su edad que a él le gustaba mucho, pero no era fácil verla. La última vez que la vio fue un domingo. Ella salía de misa con su familia mientras él la observaba desde la plaza. Luego de recorrer unas pocas cuadras la niña y su familia llegaron a su casa, una casa colonial de teja, pintada de blanco y con zócalo azul. El niño Alfonso las había seguido a una distancia prudencial. La niña se quedó adrede de última y un segundo antes de entrar le hizo adiós, así con la mano, al niño que las seguía. Nunca la volvió a ver. —Mire lo que ha hecho usted con sus poemas, he retrocedido a los doce años. Yo no he podido olvidar el gesto de la niña, diciéndome adiós con la mano, y usted ha venido hoy a recordármela de nuevo —me reprochó amablemente. Después pidió un cognac para los dos: “para celebrar el recuerdo”, dijo. Luego le pedí un taxi y se fue con una sonrisa de esas que sólo se pueden tener a los doce años. Sólo por eso yo querría conocer Cuenca.

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De cuando Liberto hizo llorar a La Muerte

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Un día tomaban unos tragos en un bar de Ejido, Liberto Paredes, Juan Molina, un ex-ciclista a quien apodaban La Muerte, otro ex-ciclista al que le decían La Vaca, y algunos amigos. De pronto, Liberto tomó una botella, se la puso delante como un micrófono, remedó a los locutores de Ecos del Torbes de San Cristóbal o de RCN de Colombia, e improvisó una supuesta competencia. En el embalaje final de una hipotética carrera peleaban por ganar Nicolás Reidtler, Fernando Fontes, Santos Bermúdez, Álvaro Pachón, Martín Emilio “Cochise” Rodríguez y, por supuesto, los compañeros de trago, La Muerte y La Vaca. Estos dos últimos no habían tenido suerte en las carreteras y la verdad es que nunca habían ganado nada, pero les hacía gracia verse metidos allí con los grandes de todos los tiempos. Liberto seguía con su narración: ¡Cochise, Reidtler! ¡Cochise, Reidtler! ¡Cochise, La Muerte! ¡La Muerte, Pachón! ¡La Muerte! ¡La Muerte! ¡La Muerteeee! ¡Les gana la etapa La Muerte, señoras y señores! Todos reían de las ocurrencias de Liberto. Todos menos uno. La Muerte estaba llorando.

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Lotremón

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Los mitos serán siempre los mismos. Sólo cambia la geografía o los instrumentos, depende en todo caso de la tecnología o de los estados de ánimo. Conocido es, por ejemplo, el mito de Ícaro que sigue repitiéndose con terca puntualidad en nuestras costas. Ícaro quiso escapar del laberinto de Creta y para ello voló con unas alas de cera construidas por su padre, pero se acercó demasiado al sol quien derritió las alas e Ícaro fue a dar al mar. Alfredo Lotremón es el Ícaro de nuestros días. En noches pasadas, cumpliendo con su trabajo o pensando escapar de otro laberinto, se elevó por los aires sin percatarse de que una luna creciente derretía sus alas y lo traía de nuevo a tierra. Es claro que no me refiero a Lautrémont, el poeta francés, el de Los cantos de Maldoror o el de “la poesía hecha por todos”, me refiero a Alfredo, o Lotremón, como le decimos todos, pero que nadie sabe efectivamente cómo se llama, qué hace ni quién es. Lo de tipógrafo o fotógrafo es apenas una máscara. Siempre he creído que Lotremón es el gran nombrador, el gran nominador, el gran legislador, del que hablara Platón, pero marcado por una paradoja: el que da los nombres no tiene uno para él.

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Por eso lo vemos algunas veces recorriendo la ciudad como un ángel de la noche dándole nombre a tanto olvido. Un trabajo a tiempo completo. Peleando porque el mundo sin nombrar no se le quede en la garganta. Un trabajito que sin duda da sed. Se seca la boca con tanta nombradera. Y una cerveza nunca será una mala palabra. Pero a veces las cosas no se dejan ver desde cerca y hay que elevarse para tratar de ver desde arriba. Con las consecuencias ya conocidas. Unos días antes de que saliera del hospital fui a visitarlo. Suponía que lo iba a encontrar triste, deprimido en ese horrible lugar de las emergencias. Por el contrario, estaba de lo más feliz. Al nomás entrar me pidió silencio y me señaló a una joven pelirroja, muy blanca y pecosa, de largos cabellos ensortijados, que con un vestido amarillo casi transparente estaba sentada en un rincón de la habitación. Lotremón me explicó que la chica venía todas las noches a visitarlo, no decía ni media palabra, sólo se limitaba a sonreírle un rato y luego se marchaba. Los médicos del hospital aseguraban que era una joven con trastornos mentales. Los médicos, siempre tan científicos. Sólo Alfredo sabía que se trataba de un ángel.

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Mike, Mike, the Knife

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Al amanecer, el rey Miguel y Las Diosas de Mar partieron por las riberas del río Chama. Después de recorrer varias parasangas, el valiente rey fue a encontrarse con dos príncipes muy jóvenes en los asuntos de la guerra. El rey ofrecía como recompensa unos estríngilos de cera de miel de abejas, y los alegres guerreros, vestidos de hoplitas, como Sócrates, aceptaron encantados. A la altura de Las González, el rey Miguel arengaba a sus soldados diciéndoles que todo era ilusión. Ustedes ven esa montaña, les decía, esa montaña es ilusión, como ilusión es este camino, estos caballos o nosotros mismos. Luego de caminar toda la mañana, en dirección de un pueblo llamado San José de Acequias, llegamos a la cima de una roja montaña donde el andariego rey saludó a un viejo amigo suyo de Creta, llamado Ícaro, que, con sus alas de colores que ya no se derretían con el sol, se lanzaba al acantilado y volaba con la majestuosidad de los cóndores. El rey se alegró con el encuentro. Hacía tiempo que se había volcado a la contemplación. Atento a las aves y a los árboles, al cielo y a las montañas, recorría su palacio señalando con palabras lo que sus privilegiados ojos veían, nombrando las cosas como quien está viéndolo todo por vez primera,

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como el día de la Creación. De allí que el rey ya no visitaba a sus amigos. Se pasaba los días y las noches con versos en los labios, con oraciones, con plegarias, sin poder escribir, pero viviendo en poesía. Cantando. Después de unas oraciones en la capilla de San Antonio, nos allegamos a una amable pensión, donde un joven anciano, llamado Martín, nos colmó de atenciones, comida, canelita, sábanas limpias y agua caliente. Al otro día, cuando los rayos del sol encendían uno a uno los pistilos de los frailejones, reanudamos el viaje. Al llegar a un valle llamado La Veguilla, un lugar que hubiera sido la delicia de Epicuro, fuimos recibidos como verdaderos reyes. A lado y lado del camino se apostaron para darnos la bienvenida innumerables cínaros, pero el rey Miguel, quien es un lince en esto de descubrir otras personalidades, por algo lo llaman Mike, the Knife, se dio cuenta inmediatamente de que en realidad eran mujeres maravillosas de voluptuosas formas y delicado color. El rey asegura haber visto entre ellas, sonreídas y anónimas, a Naomi, Diana y Caribay. Nosotros le creímos. Agradecidos de tantas bondades, retribuimos bendiciones y decidimos acampar a las orillas del gran río Mucutuy, en un valle donde el Creador tuvo la magnífica idea de sembrar orquídeas silvestres de variado color y amable fragancia. Allí vino a obsequiarnos frutos y una extraña bebida llamada agua-miel-con-limón una dulce viejecilla llamada doña Delia, y en quien el rey Miguel reconoció inmediatamente a la Madre Teresa. Después de vencer en varios combates, Miguel James no pudo soportar tanta belleza. Regresó temprano a la ciudad y deambuló por las calles, con sus labios de oro, sus ojos profundos y sabios, su piel oscura como Etíope y su corona de Nazareno,

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tarareando, con Louis Armstrong, la Opera de los tres centavos, o recordando los días felices de su reino cuando la lluvia ejecutaba contra el techo de zinc el más grande concierto de steel band no ejecutado nunca antes por nadie. Todos lo vieron. Pocos se dieron cuenta de que se trataba de un rey.

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Santiago

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Lo conocimos en la librería Kuai Mare. Sus arengas sobre el anarquismo fueron rápidamente conocidas por los asiduos visitantes de la librería, quienes nunca compraban nada, pero iban allí por saludar a Yuraima. Santiago nos contó de sus aventuras por Europa, de sus viajes, sus casas, sus idiomas, sus mujeres amadas. No había tema que no manejara ni gusto que no hubiera disfrutado. Sabía de literatura, filosofía, política. Vivía en hoteles y hablaba de su determinante decisión de no volver a trabajar nunca más. Tenía demasiado dinero. Para gastarlo iba a necesitar varias vidas. Vino a Venezuela a hacer algunas investigaciones para sus novelas. Aunque su esencia era la de poeta, (me mostró un libro de poemas eróticos que me gustó mucho) estaba escribiendo unas novelas que serían el nuevo boom de la literatura latinoamericana. Prácticamente nos prohibió que volviéramos a publicar en este país y en ediciones pírricas de quinientos ejemplares. Vamos a cobrar derechos de autor en dólares o en euros, decía enfático. Después realizó diferentes gestiones para conseguirnos algunas becas en el exterior. Sólo que los más avezados empezaron a sospechar de la veracidad de tales historias y promesas,

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y decidieron no regresar por la librería. Yuraima me dijo: “A lo mejor ni se llama Santiago”. Después de la estampida sólo quedamos algunos de sus amigos, sin estar muy seguros de sus historias, pero disfrutando de su amistad. Quién ha dicho que la verdad no puede ser decretada, quién dice que un poeta no puede adivinar u ordenar que las cosas sucedan a su antojo, que se muevan las montañas, que cambie el curso de los ríos, como Orfeo, o que se separen las aguas de los mares como Moisés. En fin, cuando se marchó iba tras la estela de unos pescadores, ya que su novela así lo requería. Después perdimos su pista. Esperábamos, eso sí, que cualquier día pudiera llegar una postal con su firma desde Madrid, París o Roma. Alguien me contó que vio recientemente a mi amigo Santiago en la isla de Margarita. Vendía billetes de lotería en un semáforo de Porlamar. Lo creo y no lo creo. Lo hacía para desaburrirse o para ayudar a algún compadre que a esa hora necesitaba almorzar. O simplemente no había tal fortuna. No importa. Para un poeta la realidad también está en su imaginación y en lo que sueña. Yo, por lo pronto, sigo creyendo con mi amigo Santiago que escribiremos los mejores poemas, que estudiaremos en las mejores universidades, que amaremos a las mujeres más bellas, que libaremos los mejores vinos, que nunca nos faltará una moneda o un abrazo, y que su nombre debe ser efectivamente el de uno de los apóstoles de Jesús, así como su apellido bien podría ser aquél que habla de un campo de estrellas.

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Kotepa

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Unos amigos fueron a visitar a Kotepa Delgado, quien estaba muy enfermo. Uno de ellos, para dar ánimo a Kotepa, le dijo: —Camarada, usted se ve muy bien de semblante. Y Kotepa, quien tuvo un gran humor hasta el último de sus días, le respondió: —Sí, pero es que yo no estoy enfermo del semblante, yo estoy enfermo de otra vaina.

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El embajador

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David llamó como a las ocho. El bar estaba ruidoso a pesar de que a esa hora todavía no hay muchos clientes. Gustavo salió del bar para atender la llamada. No podía creer lo que le estaban ofreciendo del otro lado de la línea. Regresó al bar, se sentó de nuevo con sus amigos y estuvo silencioso por un rato. No sabía qué hacer. Finalmente no aguantó la tentación y decidió contar lo que le acababan de proponer. —Me acaban de preguntar que si quiero ser embajador en Birmania. Yo no sé ni dónde queda, pero dije que sí. Los amigos no cabían en su asombro. Cuando al fin uno de ellos pudo reaccionar lo hizo para celebrar. —Una ronda para la mesa del embajador. Los brindis empezaron a llegar ahora desde todas las mesas. Unas muchachas que durante la noche habían permanecido indiferentes asomaron tímidas sonrisas. La mesa empezó a crecer, hubo que poner nuevas sillas. Pasaron varias horas y en el bar no se hablaba de otra cosa. Todo el que llegaba se enteraba inmediatamente. Algunos incluso lo felicitaban sin conocerlo. Gustavo agradecía y saludaba como un candidato en elecciones. Ya, a punto de cerrar, en la mesa del futuro embajador se hablaba de convenios. Uno pedía ser agregado cultural o

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de negocios. Otro pidió ser agregado militar argumentando que era el único de la mesa que había ido al cuartel. Otro se conformaba con ser chofer o jardinero. El embajador anotaba minuciosamente los compromisos adquiridos. Daba consejos de cómo debían comportarse. A uno le pidió que se fuera con toda la familia, a otro que debía seguir estudiando, a otro que aprendiera idiomas, que no fueran mano suelta con el dinero. Los detalles son del diablo. Al salir del bar no había una persona de la mesa que se hubiera quedado sin trabajo en la lejanísima embajada. A la mañana siguiente, Gustavo buscó en un mapa dónde quedaba Birmania. Luego se metió en Internet y se enteró un poco de la historia, personajes famosos, escritores, deportistas y hasta de la gastronomía. Le emocionó saber que el mismísimo Neruda había sido cónsul allí. Eso podía ser una buena señal. Pasaron los días y David no llamaba para confirmar. Los nervios atacaron al embajador. Dejó de dormir, comía poco, gastaba parte de sus reservas económicas llamando a un celular que nunca respondía. Al cabo de varios meses, Gustavo se convenció por fin de que no lo volverían a llamar. Regresó al bar y se reunió de nuevo con los amigos. Durante un tiempo le jugaban algunas bromas pero luego hubo un consenso para no herirlo más. Sin embargo, siempre que llegaba, no faltaba alguien que en voz baja comentara: “Llegó el embajador”.

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Serrat y Freire

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Myriam Anzola, por su capacidad de trabajo, ha desempeñado muchos cargos. Cuando fue directora de la Escuela de Educación, de la Universidad de Los Andes, decidió cambiar los cuadros de ilustres educadores de las paredes de la Dirección. Colocó en su lugar alguna foto de su poeta preferido. Un ortodoxo colega de Myriam desaprobó la medida. Un día se quedó mirando la foto de Joan Manuel Serrat joven y muy molesto le manifestó seriamente a la nueva directora: —Espero que esta foto sea, por lo menos, de algún educador importante. —Sí, sí, claro —le dijo Myriam para complacerlo. Ese es Paulo Freire cuando estaba joven. El colega se marchó satisfecho.

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Ever Delgado y Guillermo Ibarra

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Una señora llegó un día al Centro Cultural de Mérida y preguntó por una dirección a dos hombres que estaban en la entrada. Los hombres se miraron pero ninguno sabía. La señora molesta dijo entonces: —Yo no sé qué hace Chávez trayendo bolivianos y cubanos que no conocen esta vaina. Se trataba de los poetas Ever Delgado, quien tiene el cabello largo como indígena boliviano, y Guillermo Ibarra, alto y moreno como cubano, pero más venezolanos que El Alma Llanera.

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El Inca Huáscar y Nelson Cutipa

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Marlene Morales nos invitó a un ritual en la laguna de Mucubají con el Inca Huáscar y un joven llamado Nelson Cutipa. La idea era alimentar a la Pachamama encendiendo una fogata donde todos echaríamos nuestras ofrendas. Llegamos a la laguna en medio de una tormenta. El Inca dijo que no se podía suspender, así que nos dispusimos a mojarnos. En medio del frío y de la lluvia, el Inca llamó a su ayudante, Nelson Cutipa. Le dijo en voz baja algo que no pudimos oír. Nelson se separó a una esquina de la laguna, tocó su guarura, esperó un poco y regresó con noticias: —Ya viene —informó Nelson al Inca Huáscar. —¿Ya viene, quién? —preguntamos nosotros. —El sol —informó el Inca Huáscar. Todos nos miramos. —¿El sol? ¿El sol con este palo de agua? No, chico. Estos lo que se fumaron fue una limpia —dijo alguien incrédulo. De pronto la lluvia cedió y el sol fue entrando hasta llegar a nosotros. Si no lo hubiera vivido no lo creería.

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De cómo Utrillo me devolvió a Deniel

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Espero con fastidio mi turno para firmar un documento en una notaría de la ciudad. Hojeo, para pasar el tiempo, un folleto que Miguel James me regaló. Se trata de un pintor francés de apellido Utrillo, quien pinta castillos, sobre todo Montmartre. A mi lado se sienta un ciego con lentes oscuros. Lo acompaña una señorita, quien lo ayuda a moverse. Ella le pide que espere y se introduce en alguna oficina. Yo sigo viendo mis cuadros. De pronto siento que alguien mira por encima de mi hombro. Veo de reojo y tengo la impresión de que es el ciego el que intenta mirar los cuadros. Varias veces tuve esa sensación pero no estuve seguro. No, no puede ser. Al rato la chica vino a buscarlo y ambos se metieron en una oficina. Yo me olvidé del ciego. Siendo yo adolescente tenía un vecino pintor, quien además era dueño de un fotoestudio. Se llamaba Deniel. Realizaba unos extraños círculos de lectura y era él quien leía en voz alta para nosotros los textos que también él escogía. Un día nos leyó un cuento creo que de Moravia que me impactó. Contaba el escritor italiano que Da Vinci cuando pintaba La última cena necesitó pintar a Jesús, entonces salió a la calle y buscó a algún hombre con túnicas limpias, aseado, buen mozo. Tiempo después, cuando ya iba a finalizar el

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cuadro y necesitó pintar a Judas volvió a salir y buscó ahora un hombre con túnicas sucias, desaseado, y un poco feo. Da Vinci pidió al pordiosero que no se impacientara, que no iba a tardar. El pordiosero sonrió y le dijo que no se preocupara, que él tenía experiencia en estos trabajos. Da Vinci se sorprendió. Le preguntó que si antes había servido de modelo a algún pintor, a lo que el pordiosero le contestó: “Claro, yo le serví de modelo cuando usted estaba pintando a Jesús”. Era el mismo hombre. Me llaman para firmar y cuando entro en la oficina tropiezo con el ciego que va saliendo. Ya no tiene los anteojos negros.Veo que le falta un ojo. Es tuerto. Él se pone los lentes rápidamente y se marcha con la señorita. Yo me quedo pensando. Me parece conocido pero no doy con la persona. Cuando estoy a punto de firmar pego un grito. Claro. Es Deniel. Quiero saludarlo, recordarle las lecturas. Salgo corriendo. Ya no estaba. Las escaleras o los ascensores se lo habían tragado. Sólo un pintor podía haberme traído a otro pintor.

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Carlos Noguera y Hermes Vargas

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Después de estar un tiempo en Caracas, Hermes Vargas amenazaba con irse a Mérida, pero no se iba. Llegaba todos los días a las oficinas de los amigos, se despedía, se tomaba unos tragos con ellos, lloraba un rato y se marchaba. Sin embargo, al otro día llegaba con el mismo cuento, la misma despedida, los mismos tragos, llantos diferentes, pero nada que se iba. Los amigos se dieron cuenta del truco y pensaron qué hacer para que Hermes se fuera definitivamente. Carlos Noguera, quien es psiquiatra o psicólogo, les dijo un día: —Mándenmelo para Monte Ávila. Efectivamente, al otro día, Hermes llegó a la editorial y, después de conversar dos minutos y medio con Carlos, salió disparado a comprar pasaje y esa misma noche se fue, por fin, a Mérida. Asombrados los amigos fueron a visitar a Noguera para preguntarle cómo lo había logrado, cómo lo había convencido, qué había hecho. —Nada, dijo impasible Carlos. Simplemente le ofrecí trabajo.

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La gata Martina

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Martina era una paisana de Mucutuy que tenía unos ojos bellísimos, por eso la llamaban “La Gata”. Tenía además un especial sentido del humor. Un día la encuentro por los alrededores de la Plaza Bolívar y como tenía mucho tiempo sin verla le pregunto: —Martina, ¿por dónde anda últimamente? Y ella no tardó en responder con picardía: —Pues, me ando por ahí.

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Pulitti y el señor de las naranjas

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Por lo menos una vez al mes los ciclistas tenían que recorrer, como parte de su entrenamiento, todas las carreteras del Táchira. Algunas veces lo realizaban en grupo y otras individualmente. En un lugar muy apartado y solitario encontraban siempre a un señor que vendía naranjas. Al nomás ver a los ciclistas el señor empezaba a gritarles: ¡Vagos, mantenidos, vayan a trabajar! Giandoménico Pulitti escuchó varias veces aquellos improperios y no le quedó más remedio que tragarse su rabia. Hubiera querido demostrarle a aquel señor que ser ciclista no era ser vago y que además requería de mucho sacrificio. Un día que entrenaban juntos unos diez ciclistas de la Lotería del Táchira divisaron a lo lejos al señor de las naranjas. Los ciclistas contaron que cuando iban solos este señor siempre los insultaba, así que se pusieron de acuerdo para, si esta vez les decía algo, darle un susto entre todos. Los ciclistas pasaron frente al naranjero quien no dijo nada, sólo que cuando los vio alejarse empezó a gritarles las cosas de siempre. Los ciclistas de inmediato dieron la vuelta en “U” y se dirigieron al vendedor quien salió corriendo del camino por un barranco hacia abajo. Cuando sonreídos se disponían a reanudar el entrenamiento escucharon unos gritos del señor,

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al fondo del barranco, quien pedía auxilio pues en la carrera se había fracturado una pierna. Los ciclistas bajaron a ayudarlo y como el camino era poco frecuentado por vehículos improvisaron una camilla con las bicicletas, y así fueron relevándose hasta que un conductor ofreció llevar al herido hasta el Hospital de San Cristóbal. Los ciclistas se olvidaron del naranjero. Cuando, de nuevo, les tocó recorrer los caminos del Táchira, el señor de las naranjas, como siempre, los estaba esperando. Pero esta vez con su pierna enyesada y con jugo de naranja. Algunos creen, como eso fue hace mucho tiempo, que ahí empezó lo que hoy se conoce como la “zona de aprovisionamiento”.

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Pedro Salima

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Cuenta Pedro Salima que la Asociación de Escritores de Margarita tuvo que tomar un día una difícil decisión. Había que elegir la nueva Junta Directiva y entre los propuestos había una persona de quien no se tenía conocimiento que fuera escritor, pero el personaje tenía una licorería que compartía generosamente con los escritores. Alguien objetó: —Cómo lo vamos a meter en la Directiva si él no escribe nada. Los demás escritores salieron en su defensa: —No importa, no importa. Nosotros le escribimos.

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Jotamario Arbeláez

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Le dedico un poemario mío al poeta colombiano Jotamario Arbeláez de esta manera: Por aquí Salvo el amor la salud y el dinero, todo bien. Y él me responde como dedicatoria a un libro suyo de esta otra: Por aquí Salvo la amistad el sexo y la poesía, todo mal.

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La filosofía de Arnaldo Valero

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Un día encontramos en una mesa del bar La Cibeles a un poeta amigo con una chica que no conocíamos. Nosotros nos sentamos en otra mesa y observamos desde lejos. La chica ha pedido vino. El poeta está contento. Espléndido. —Mi amor, pida por esa boquita. Enrique, traiga vino, por favor, acá a la señorita. Primer viaje al baño. Lo seguimos en cambote. —Qué tal. —Nada todavía, pero ya la tengo en salsa —se frota las manos—. Es cuestión de tiempo. Pasa una hora. La chica ahora quiere cenar. El poeta no escatima. —Enrique, la carta… Segundo viaje al baño. —Qué tal. —Ya la tengo lista, cenamos y nos vamos. Pasan dos horas. Ahora la chica quiere postre y después whisky, para bajar un poco la comida. El poeta pone cara de sufrimiento pero a estas alturas no se puede arrugar. —Enrique… Tercer viaje al baño. —Qué tal.

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—Bueno, está un poco dura, pero yo creo que sí. Préstame algo que estoy limpio, yo te pago cuando me pague la plataforma. Nosotros le decimos que nos tenemos que ir, pero antes le damos unas palabras de aliento, tomadas del gran filósofo santaelenense, Arnaldo Valero, quien con dudosa experiencia y sobrada razón ha dicho: —Insista, poeta, que quien insiste… gasta. 86

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Schopenhauer y las bibliotecas

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Ser bibliotecario puede parecer algo sin importancia, por lo cotidiano, pero no hay nada como un buen bibliotecario. Una leyenda cuenta que Eumenes II habría tratado de raptar al competente bibliotecario de los ptolomeos para emplearlo en la biblioteca de Pérgamo, sin embargo los reyes egipcios pusieron en prisión al desafortunado bibliotecario. Era la única manera de no perderlo. El principal problema que tienen las bibliotecas es la clasificación de los libros. Algunas veces porque hay libros inclasificables. Dónde pondría, usted, por ejemplo, Parto de caballeros, de Luis Barrera Linares, Sarita, Sarita, tú eres bien bonita, de Miguel James, o El bolero se baila pegaíto, de Raúl Cazal. En otros casos son los nombres los que nos llevan a cometer errores, y hasta al mejor bibliotecario se le escapa la liebre. Veamos los siguientes títulos: Ensayo sobre la ceguera, de Saramago. (Medicina); Dialéctica de lo concreto, de Kosic. (Ingeniería civil); Crimen y castigo, de Dostoievski. (Derecho); Casa de hablas, de Ana Enriqueta Terán. (Arquitectura); Historia de Garabombo, el invisible, de Manuel Scorza. (Historia), Manual del despecho (Nutrición). El caso más famoso de estos equívocos quizá sea el de Schopenhauer. Su libro De la raíz cuádruple del principio de la

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razón suficiente llegó un día a la Biblioteca Central. —¿A qué facultad enviamos este libro? —preguntó alguien. —¿Y de qué trata? —repreguntó otro con desgano. —Aquí habla de una raíz. —Listo. Mándelo pa Forestal. Así, el único libro de Schopenhauer que existe en la Universidad de Los Andes está en la biblioteca de Ingeniería Forestal.

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La espada de Damocles

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Damocles me invitó a jugar fútbol en el Club Ítalo-Venezolano. Al llegar al campo de juego, el entrenador, René Torres, dijo que el que no tuviera “guayos” no podía jugar. Yo me había llevado sólo mis gomas deportivas así que no pude jugar el primer tiempo. Caminé por las instalaciones del club, troté alrededor de la cancha, observé un poco el juego, eché un ojo a las italianitas que estaban en la piscina y pensé que lo mejor era regresar a casa. Damocles, un poco apenado, se quitó sus guayos al finalizar el primer tiempo y me los prestó para que yo jugara. Aunque me quedaban grandes, (me sentía como si estuviera jugando con chapaletas), me los puse, toqué unos dos balones y me dispuse a jugar. Ya estaba finalizando el segundo tiempo, cuando de pronto alguien lanzó un balón al área grande, yo corrí lo más que pude, (algunos pensaron que estaba fuera de juego pero el árbitro no dijo nada), llegué al balón y solo frente al portero estuve a punto de botar el gol, pero al final lo hice. En las gradas, la única persona que estaba de público, Damocles, formó una gran fiesta: —Esos guayos son míos, esos guayos son míos.

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El sistema métrico de Domingo Miliani

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Contaba Miliani que cuando su padre se enteró que iba a estudiar literatura no estuvo de acuerdo. El padre era constructor y deseaba que Domingo fuera ingeniero civil. —¿Literatura? —le preguntó— ¿Qué es eso? Yo siempre dije que usted no iba a servir para nada. Años más tarde, ya graduado Domingo, el padre le volvió a preguntar que para qué servían sus estudios. Domingo le respondió amorosamente: —Para nada, viejo. De no servir para nada, también se hace una profesión. Es una cuestión de sistema métrico. Usted mide el mundo en metros cúbicos de concreto. Yo aprendí a medirlo en versos. Ninguno de los dos es mejor. Sólo que son sistemas métricos diferentes.

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Freddy Fernández

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El poeta Freddy Fernández fue un día a hacerse unos exámenes médicos. Un error de los reactivos o de los técnicos dio unos resultados equivocados. El poeta fue a ver a su médico personal. El médico se alarmó. Freddy preguntó: —¿Estoy muy mal, doctor? —Muy mal. —¿Y puedo comer carnes rojas? —No, no puede. —¿Y unos traguitos? —No, tampoco puede. —¿Y fumar? —Menos. —¿Y tomar frescolita? —Nada. Ya vencido, el poeta se atrevió a preguntar: —Pero, ¿por lo menos voy a vivir un poco más? A lo que el médico le respondió con una sinceridad pasmosa: —Bueno, vivir sí… pero no se lo recomiendo.

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El campeón Esparragosa

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El presidente Chávez cuenta que un día, (siendo todavía candidato a la presidencia de la República), iba en la parte trasera de un automóvil junto a un periodista francés que lo estaba entrevistando. El periodista iba nervioso por la velocidad que el chofer le imprimía al carro en medio de una carretera llena de huecos. No soportando la angustia manifestó a Chávez su preocupación. Chávez le respondió: —No tienes por qué temer. ¿Tú sabes quién va manejando? Es el campeón Esparragosa, el que esquivaba todos los golpes. —¿Esparragosa? ¿Antonio Esparragosa? —preguntó el periodista. —El mismo. —No puede ser —dijo el periodista, quien pidió pasar ahora para el puesto delantero. En otra época el periodista había cubierto la fuente de deportes y conocía la trayectoria del campeón. El periodista preguntó a Esparragosa: —¿Qué pasó contigo? Te retiraste cuando tenías por delante una gran pelea. Entonces el campeón respondió con orgullo: —Mi gran pelea es ésta —y señaló para atrás.

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Se refería al proceso bolivariano que se estaba gestando en ese entonces en Venezuela.

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Madame Berlioz

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Nelson Osorio vino a explicarnos lo que es un arte poética, pero como todos quedamos en la luna nos lo aclaró de la siguiente manera: “Unas personas fueron donde Madame Berlioz y le pidieron que les hiciera un lazo. Madame agarró un pedazo de cinta, le dio varias vueltas, hizo el lazo, lo entregó a los visitantes y les dijo: —Son mil dólares. Las personas, alarmadas por el precio, exclamaron: —¿Mil dólares, por un pedazo de cinta? Entonces Madame Berlioz, sin inmutarse, deshizo el lazo y les dijo: —No, la cinta es gratis.»

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Los muchachos

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Muchos años después, los poetas Miguel Márquez, Benito Mieses, Gonzalito Ramírez y Hermes Vargas formaban una algarabía en las afueras del cielo. San Pedro, al escucharlos, corrió inmediatamente a abrirles la puerta, con una extraña mezcla de preocupación y de alegría. Volvió los ojos hacia Dios que lo observaba sonriente y, agitando las manos, exclamó: —¡Llegaron los muchachos!

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Índice Neruda y Palomares Juan Rulfo Arguedas Domingo Miliani Gallegos y Carlos Augusto León Leonardo Gustavo Ruiz Caupolicán Julio Valderrey Harold Alvarado Tenorio Un cuento que no va a escribir Alberto Rodríguez Carucci Serena Benito Mieses Felipe y la viagra Gilberto Ríos Enver Cordido El evangelio según Saramago El reloj de puntico Iris Tocuyo De cómo mis padres dieron con mi vocación El poeta Acevedo Juan Félix Sánchez Omar Granados

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Aureliano González Conversación con Miguel James el Día de los Inocentes Norberto Codina El fotógrafo William Osuna Laura Antillano y Yevtushenko Sardio: hijo de Apocalipsis Error Obsesión El loco de Pregonero La avispa Carlos Yusti Había llegado el carnaval El Libro de Arena Veinte puntos Don Trino Borges El padre Wuytack Don Alfonso Cuesta y Cuesta De cuando Liberto hizo llorar a La Muerte Lotremón Mike, Mike, the Knife Santiago Kotepa El embajador Serrat y Freire Ever Delgado y Guillermo Ibarra El Inca Huáscar y Nelson Cutida De cómo Utrillo me devolvió a Deniel Carlos Noguera y Hermes Vargas La gata Martina Pulitti y el señor de las naranjas Pedro Salima Jotamario Arbeláez

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La filosofía de Arnaldo Valero Schopenhauer y las bibliotecas La espada de Damocles El sistema métrico de Domingo Miliani Freddy Fernández El campeón Esparragosa Madame Berlioz Los muchachos

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Notas del lector

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Edición al cuidado de Yanuva León Corrección Yanuva León Diagramación Edarlys Rodríguez Diseño de Colección Mónica Piscitelli

Los 3000 ejemplares de este título se imprimieron durante el mes de agosto de 2007 en la Fundación Imprenta del Ministerio de la Cultura Caracas, Venezuela

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