No. 5 • noviembre | diciembre
CrÓnica
El esqueleto del diablo por Juan Miguel Álvarez
John Kennedy Toole: Genio de neón por Daniel Centeno Maldonado
Ayotzinapa en Juárez: barbarie que acorta la distancia por Miguel Silerio
Índice
Creación
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Editorial
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La de mancia por Anaid Fornelli
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El mundo entero se enamorará de la noche por Julio César Toledo
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La Liliana
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La abuela reposa bajo la sombra del perdón • El viento • (Últimos fragmentos púberes)
por Miguel Armando Alvarado Alejo
por Jesús Armando Molina Crónica
26
John Kennedy Toole: Genio de neón por Daniel Centeno Maldonado
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Colaboradores Anaid Fornelli • Julio César Toledo (Veracrúz) • Jesús Armando Molina • Daniel Centeno Maldonado (Venezuela) • Miguel Silerio • Juan Miguel Álvarez (Colombia) • Julio César Aguilar (Hidalgo) • Carolina Ordaz Pereyra • Daniela Ramírez Estrada • Miguel Armando Alvarado Alejo (San Luis Potosí) Foto de portada: Julio César Aguilar
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Ayotzinapa en Juárez: barbarie que acorta la distancia por Miguel Silerio
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El esqueleto del diablo por Juan Miguel Álvarez
Fotografía
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Apertura espacio de muestra fotográfica por Julio César Aguilar
Ensayo
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La distopía de un lenguaje universal por Carolina Ordaz Pereyra
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Breve introducción al concepto de género por Daniela Ramírez Estrada
Marco A. López Director editorial
Emmanuel Sariñana Director creativo
Daniela Ramírez Editora
Año 1. Número 5 noviembre-diciembre 2014. Albedrío es una publicación bimestral editada y publicada digitalmente en Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Los textos aquí publicados son en su totalidad responsabilidad del autor. Queda prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización.
Editorial
A los 43 que no deb
bieron desaparecer
Creación
La de mancia por Anaid Fornelli
L
a primera vez que se hizo evidente tenía 13 años. Aunque ahora que estoy en una edad más… “madura”, me doy cuenta de que siempre hubo señales. “Tu mamá está loca”, me dijeron ese día. No es que fuera la primera vez, o que nunca hubiera oído cómo le llamaban a alguien loca. Vamos, ni siquiera era la primera vez que la mamá de alguien era La Loca. No. Pero hubo algo en esas cuatro palabras, en ese preciso momento, que ocasionaron un ruido que sigue resonando en mi vida.
Anaid Fornelli• Licenciada en Sociología
El inicio lo recuerdo borrosamente. No había nada que anunciara que fuera a ser extraordinario, hubiera preferido mi rutina de aquel entonces: levantarme sin ganas de hacerlo, cepillarme los dientes, acomodarme el cabello de manera que se viera decente, ponerme el uniforme, irme con la “panza al hilo”, caminar las siete cuadras que eran de mi casa a la secundaria (sé que eran siete porque las conté; de esas manías que se va haciendo uno, de esas manías que dadas las circunstancias te preguntas si eran manías o eran señales de un carácter heredado), llegaba a la escuela, aguantaba al imbécil de Memo que siempre pensó que me interesaba escuchar todo sobre las caricaturas japonesas que veía. Me pasaba todas las clases asomada por la ventana transportándome a la vida que me había creado en la cabeza, la vida que era para mí tan real que era lo que creía que realmente estaba viviendo y no la que en ese entonces tenía, y así llegaba hasta el timbre que indicaba la hora de salida y podía regresar a mi casa a la misma nada de siempre pero que era mía y por lo tanto, era confiable. Saludar a los vecinos (¿por qué todos teníamos el mismo patio? Siempre me pregunté), tocar en la casa con la clave que mi abuelita nos había enseñado, preguntar qué había de comer, hacer algún quehacer a regañadientes, salirme a caminar y a seguir imaginando… pero no, ése día no pasó así. Toda la mañana transcurrió más o menos como lo contado, sin embargo, al llegar a mi casa sucedió el giro. Al entrar, la puerta
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estaba abierta completamente y eso nunca, nunca pasaba porque mi abuelita decía que “no hiciéramos confianza y pusiéramos siempre el broche”… el broche era el seguro, pero ella siempre le llamó así. Esa fue la primera mala señal. Entré a la casa y como era tan pequeña no fue difícil saber inmediatamente que no había nadie. Hasta ese momento yo me había imaginado mil veces lo buenísimo que sería vivir sola, que nadie me pidiera nada, que mis hermanos se podían ir, que mi abuela podía faltarme, que mi mamá no podría estar más ida y que a mí todo me daba igual porque yo tenía la vida y el mundo que me había creado en mi cabeza y que eso era todo lo que necesitaba. Pero algo hubo en ese preciso instante, un vacío insaciable que me cambió el panorama. Ese todo que yo suponía que me era suficiente se cayó en un hoyo profundo hasta donde no lo alcancé a ver. Esa sensación empezó en mi piel a modo de escalofrío y tomó más fuerza al llegar a mi garganta pues sentí como si se me hubiera metido una fuerte corriente de aire y no era cualquiera, era uno que de haberlo coloreado, hubiera elegido el color gris azulado y si tuviera una emoción hubiera sido miedo. Eso era. Era un miedo metiéndose por mi garganta y ocupando cada espacio libre en mi cuerpo. Como por impulso y sin pensarlo, salí y empecé a tocar frenéticamente en la puerta de la vecina. La vecina nunca era amable, mantenía un ceño fruncido, apenas me decía buenas tardes y alguna vez la escuché decir que yo “me estaba echando a perder”. Ese día, cuando me abrió la puerta, me dijo que entrara y su habitual gesto de enojo se había cambiado por una expresión como de lástima. -Pásale, m’hija… tu abuela se ha tenido que llevar a tu mamá al doctor, tus hermanos andan con ella. -¿Qué pasó? -pregunté muy alterada. Lo que antes estaba sintiendo, en ese momento empezó a crecer, las piernas se me empezaron a hacer como hilachas y la temperatura de mi cuerpo bajaba rápido. -Pues es que… tu mamá está loca. Ahí ocurrió, esas cuatro palabras hicieron eco por todo mi interior, se bajaron hasta mi estómago, rebotaron por mi pecho y ahí se
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quedaron haciendo que mi respiración se acelerara. ¿Cómo entendí yo inmediatamente lo que la vecina que apenas nos dirigía la palabra me estaba diciendo? Como un flashazo me vinieron a la memoria los momentos en que mi mamá se había portado… “rara”. Algo dentro de mí supo que eso era cierto. Pero era una verdad dolorosa que además no quería compartir con la vecina. -¿Y a dónde se la llevó? ¿Cómo se la llevó? Quiero ir. Curioso, en ese momento ya no tenía ganas de decirle a mi mamá que no la aguantaba, que se portara como una madre, y empecé a pensar que quizás era algo bueno que mi abuela y hermanos siempre estuvieran ahí. -Pues al hospital de acá arriba, si quieres te acompaño. -Pues vámonos, pero me va a seguir el paso -la señora volvió a fruncir el ceño, me di cuenta por qué decía que yo me estaba echando a perder. Al llegar al hospital yo no sabía ni a dónde ir, así que hice lo que me había parecido más lógico. Si había ocurrido algo de la nada, entonces estaban en urgencias. Me fui para allá y nada más sentía que atrás de mí venía muy apurada la vecina, Esperanza. Al entrar a la sala de urgencias vi a mi abuela sentada batallando con mi hermano menor, con una cara de angustia que nunca le había visto y con mi hermana al lado. En cuanto me acerqué me empezó a contar todo, que mi mamá se había lastimado y había intentado lastimar a mi hermano diciendo que todo lo que tocaba se convertía en magia, y que quería un hijo mágico. Pasamos cuatro horas en la sala esperando. No hablamos, no comimos, prácticamente no nos vimos y Esperanza la vecina se fue al cabo de un rato. Los cuatro que esperábamos a mamá estábamos inmersos cada quien en sus pensamientos, nunca supe qué pensaban los demás, pero yo estaba recordando todas esas veces que mamá se había portado “rara”. Tengo que decir que algunas veces gritaba y sí, podía soltar manazos, pero eso no me hacía pensar que estuviera loca, sólo pensaba que estaba enojada porque papá no estaba con nosotros. El hecho de que mi abuela la cuidara como niña tampoco me parecía extraño, hasta cierto punto me parecía tierno, e incluso tengo que admitir que muchas cosas de las que me hablaba tenían sentido para mí. También es cierto que muchas veces me desesperaba; me enojaba que nunca me hubiera llevado a la escuela, o que no me peinara o que no me pusiera lonche, también otras cosas que decía me hartaban, mentalmente la callaba y
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muchas veces me imaginé contestándole lo que me decía, pero vamos, nada se había salido de proporción para mí. Al cabo de un rato se asomó por el pasillo un médico y preguntó por la familia de la señora Ernestina. Esos éramos nosotros. Nos pidió que pasáramos a su consultorio. Me concentré mucho en escuchar lo que decía. Lo primero fue “enfermedad de Huntington”. ¿Eh?, pensé, pero continué escuchando sin preguntar. “Una especie de demencia”, dijo. “Cambios de humor”, “paranoia”, “movimientos anormales”. Yo siempre me creí muy atraída por el mundo raro e incomprensible, sin embargo, en ese momento en que esas palabras eran atribuidas a mi mamá, me hicieron sentir triste, para nada atraída. Otra vez el “flashback” perfecto de los momentos bizarros de mamá, todo se acomodaba en perfecto orden cronológico, desde la primera vez que yo tenía 3 años y la vi moviéndose ansiosamente del baño a la cocina agitándose el cabello, imparable. Hasta hacía dos semanas que estaba sentada moviendo la cabeza sin mover los ojos y hablando de cosas que no entendía. Yo sabía lo que demencia significaba, pero no lo que implicaba. Teníamos que dejarla internada en lo que sanaba el daño que se había hecho, pero no había forma de tratar lo que en su interior estaba ocurriendo. Quizá se podría controlar, pero incluso darle medicinas iba a resultar difícil. Como esta advertencia hubo varias más. Por la forma de explicarnos del doctor empecé a sentir mucha compasión por mi madre. Entendí que había cosas que a mí me desesperaban pero que ella ni siquiera lograba entender y sin embargo, de alguna forma, tenían sentido para ella. Desde ese día, todo cambió, la unión de mi extraña familia se vio confeccionada por un mezclado sentimiento en común de compasión y desesperación. Las crisis fueron creciendo, se hicieron más frecuentes. Los momentos en que me imaginaba en otra vida ocurrieron cada vez menos, pero muchas veces mis ganas de en realidad estar en otra vida se hicieron más intensas. Hubo pocos días buenos, muchos malos y muchos más terribles. No sé cómo, pero mi apreciación por mi madre creció. No entendía nada, pero me metí de cabeza a su mundo y luego me volvía a asomar al mío sólo para hacer las cosas que tenía que hacer. Me hice experta en seguirle el juego, en ir un paso más adelante. Hice de la demencia la de mancia. Era, literalmente, una locura, pero ¿qué iba a hacer, si era mi madre?
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El mundo entero se enamorará de la noche Julio César Toledo • Maestro en literatura por la Universidad de Arhus, Dinamarca y egresado de la Escuela Dinámica de Escritores
por Julio César Toledo
I.- Si fuera tan falso el fervor de mis ojos, que mis lágrimas se conviertan en llamas, y si se anegaron, siendo mentirosos, y nunca murieron, cual herejes ardan. Tuve un incidente con unos, cerca de la avenida grande. No fue gran cosa, se nos cruzaron a mis amigos y a mí y les dimos duro. Los hicimos trizas. Aunque a la vista parecen todos iguales, no lo son. Yo he aprendido a reconocerles, incluso debajo de las ropas sucias que suelen vestir. Bajo lo descarnado de sus rostros, sus hematomas, su fétida palidez, tienen facciones y se les puede apreciar incluso una personalidad. No todos son unos salvajes. El tiempo que ha durado esta epidemia les ha servido para aprender, y no cabe duda que, nos guste o no, representan una forma de evolución de nosotros mismos. Ambas cosas les han permitido organizarse, desarrollar una naturaleza particular, adelantar un poquito el salvaje instinto primitivo con el que los conocimos y que tan mala fama les hizo. De cualquier forma no metería la mano al fuego por ninguno. Si algo hemos aprendido nosotros es a no acercárnosles nunca, pues a querer o no somos sus presas. Digo que son distintos, cada uno con sus rasgos, porque uno de los que me topé en la avenida ya lo había visto rondar por aquí. Era el lidercillo de un grupito de chavos. Se cruzaron en nuestro camino. Serían las doce porque ya regresábamos de la fiesta, medio borrachos; yo les contaba a los amigos lo bien que estaba Rosalina, la anfitriona. Les hablaba de lo mucho que me gustaba y lo caliente que me ponía. Pero ella nada, ni caso me hizo, se entretuvo en cambio toda la fiesta en bailar con sus amigas, sugiriendo con la encendida mirada que su fuego interno estaba ya a punto. Los chicos me hacían burla, reían, bromeaban sobre Rosalina y mi “amor no correspondido”. En eso estábamos cuando escuchamos un rugir inconfundible. ¡Zombis! Gritó alguno de nosotros, o todos juntos, no sé, casi instintivamente para avisarnos del peligro. Pero un grupo de adolescentes envalentonados por el alcohol y las hormonas no son una presa fácil. Los acabamos sin sufrir ningún daño. Uno escapó pero a los otros los hicimos trizas. Luego cada quién a su casa, aprisa porque ellos se reagrupan y cazan a esas horas. Yo y mi primo llegamos pronto y nos echamos a dormir. No es que yo los odie ni que disfrute matarlos solamente porque sí. Si he acabado a alguno ha sido sólo porque mi vida estuvo en riesgo, y
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atendiendo a la recomendación del Gobierno de no dejar a ninguno en pie. Jamás podría, por ejemplo, formar parte de las brigadas que salen de noche a perseguirlos por el puro placer de aniquilarlos. Porque –pienso a veces– ¿qué nos da más derecho en esta tierra a nosotros que a ellos? Si nosotros comiéramos sesos zombi, seríamos los malvados de la historia.
II.- No se hizo para el mundo tal belleza. Esa dama se distingue de las otras como de los cuervos la blanca paloma. Aunque de forma violenta, hemos aprendido a coexistir con ellos. Creo que entre más pase el tiempo más nos acostumbraremos ambas especies a los otros. Por ejemplo, me sorprendió muchísimo saber que realizan reuniones que bien podríamos llamar fiestas. Y cuando lo supe me entró la curiosidad. ¿Con qué se divierten? ¿Qué música escuchan? Surgido de esa curiosidad comencé desde esos días a fraguarme un plan, buscar entre los conocidos algún experto en comportamiento zombi. Quería entender cómo era que habían pasado de lo elemental de comer humanos para seguir… vivos no, porque no lo están; digamos andando, a ser una forma de sociedad organizada. Supongo que es una cuestión natural de supervivencia, pero ¿qué interés tendrá en sobrevivir uno no vivo, un muerto en pie, un zombi? Así como existen brigadas para exterminarlos, me enteré, hay grupos de observadores, gente curiosa como yo que quiere verles en sus actividades diarias, las que no son perseguir humanos para devorarles las entrañas. De inmediato me involucré con ellos y me apunté para la siguiente visita: una especie de tour nocturno donde nos llevarían a las bodegas industriales donde suelen reunirse antes de salir a cazar incautos. Estos grupos están muy bien organizados. Tienen rutas de escape, horarios precisos, rincones desde dónde observar sin ser descubiertos, y gente armada con escopetas de altos calibres por si fuera el caso. Claro, como era natural, cuando le pedí dinero a mi padre para pagar los gastos, me tachó de loco y trató de disuadirme.
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- Por qué no puedes, solamente, emborracharte con los amigos, embarazar a una muchacha, o drogarte, como todos los de tu edad. Pero igual me dio para mi nuevo pasatiempo. La primera visita fue excitante. Les vi formarse para recibir tareas específicas de caza de humanos y salir, según previas indicaciones, a recorrer zonas bien delimitadas para cumplir su tarea de destripar cristianos. Fue una grata experiencia, un espectáculo único. Pero mi verdadera emoción se hizo presente cuando dentro del grupo se anunció la visita a una de sus fiestas. Me preparé con lo necesario y esperé (con desespero) la fecha de la nueva visita. Llegada la ansiada noche entramos a una bodega, callados y en fila, flanqueados por los tiradores que nos custodiaban. Tras una pila de cajas, atrás de una reja, nos ubicamos sigilosos mientras ellos, los zombis, formaban una especie de círculo en la parte amplia del local. Eran muchos más de los que había podido ver juntos en toda mi vida. Bajo una lona polvorienta que uno de ellos movió, había un equipo de sonido, bastante viejo, y la música comenzó a sonar. Uno frente a otro se balanceaban torpemente en una danza sombría, sin gracia. Al fondo del local, cerca de donde estábamos escondidos los humanos, un gran tablón de madera podrida sostenía un festín de tripas que apestaba horrible, y que de vez en vez, era asediado por más de uno. Yo estaba fascinado al ver tal comportamiento. Mis escasas teorías sobre su muy particular forma de evolución estaban siendo confirmadas; qué honor –me dije– ser espectador de tal suceso. Si bien no dejaban de darme miedo, sentí por ellos una especie de ternura. Noté que las hembras gruñían de forma particular; los machos que no bailaban hacían grupos más grandes, casi siempre en torno a la mesa con vísceras. Me sentí afortunado por estar aquella noche allí. Ocupado en el asombro, distraído, dejé caer mi celular, con el que tomaba fotos, y éste rodó por el piso más allá de la reja que nos servía de protección. Antes de que los organizadores del paseo lo notaran, quise recuperarlo y evitar así un problema mayor o una tragedia. Me agaché por entre las cajas y alargué mi brazo lo suficiente para tomar el teléfono caído; justo cuando pude sentirlo, escuché cerca de mi oído un bufido áspero, no muy fuerte, seguido de un olfateo y un asqueroso vaho sobre mi rostro. Era una de ellos que me había descubierto. Me vio. La vi. Entreabrió la boca para mostrarme una filosa dentadura, y otra vez hizo el ruido: un rugir leve. Tenía su mano sobre la mía. Era sin duda el fin para mí. Me resigné a ser parte del menú de su festejo. En vez de eso soltó mi mano y tocó, tras la reja, mi mejilla con la suya. Hizo una especie de chasquido con los dientes y acercó mi teléfono hasta mí. Yo la miré a los ojos, intenté descubrir en su consumido rostro las razones del indulto, pero debí irme pronto, regresar con los de mi especie y salvar así la situación de un caos. Tras un rato más (yo ya no pude poner atención a nada) salimos de ahí ilesos y volvimos a nuestra parte del mundo.
III.- Muy pronto le he visto y tarde le conozco. Fatal nacimiento de amor habrá sido si tengo que amar al peor enemigo.
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Desde aquella noche no volví a ser el mismo. Primero por la curiosidad de entender lo que había hecho aquella hembra zombi. Qué razones podría tener para dejarme ir sin delatarme o abalanzarse vorazmente sobre mí. Luego, poco a poco, aquella chica me fue pareciendo cada vez más familiar. El recuerdo de su imagen era tan vivo que pude reconocerle las facciones, examinarle, entender, al fin, que sus ojos eran bellos y expresivos. La idea me asustó. No era fácil aceptar que descubría cierto encanto en uno de ellos. Pero conforme pasaban los días, la idea de la belleza de la chica zombi se me hizo más grande en la cabeza, y muy pronto lo sentí también en el pecho. Al cabo de una semana, mi necesidad de verle otra vez era ya irrefrenable. Salí de casa el sábado por la noche para buscarla. Fui a la galera donde la conocí, con el sigilo necesario para preservar mi vida de los suyos. Esperé paciente a que la fiesta comenzara y tras la tercera canción la vi acercándose hacia donde estaba yo. Nos miramos otra vez cara a cara. Otra vez su mano fría toco la mía, como si en el tacto estuviera el misterio del otro. Su fétido aliento se mezcló con el mío. Y con un muy suave gruñido algo me quiso decir. Ella había estado también a la espera de mi regreso. Supuse que sus noches, como las mías, habían sido empeñadas en recordar los detalles del ausente. Había querido salir a buscarme, no para comerme los intestinos, sino para verme de nuevo y sentir lo mismo que, ahora frente a ella, yo sentía en el corazón, y en todo el cuerpo. No había duda que era amor. Estúpido amor antinatural y contra todo. Ahí estábamos los dos: chico y zombi, separados por una reja, escondidos de los otros que no entenderían jamás el por qué de nuestra mutua fascinación. No fue necesario decir nada, porque en el chirrido osco de su respirar entendí que ella sentía lo mismo que yo. Pasado un largo rato (que fue una breve eternidad para nosotros) debimos volver cada uno a su lugar, cada cual con los suyos. ¿Qué es zombi? ¿Qué es humano? ¿Qué importa el nombre o el apetito de un ser? ¿Quién dice que no podemos iniciar, con este amor, una nueva época en donde las especies se junten al fin? Estuve entonces resuelto a continuar con mi pasión, pese a todos. Los días siguientes nos vimos cada noche, y cada noche fue maravillosa a su lado. Su piel, azulosa y en descomposición, se amoldaba a mi blanca piel que sin ella ya no era nada. Mis labios sólo esperaban sus labios lacerados (aunque, debo confesar, siempre me quedaba un poco de temor de que arrancara mi lengua en un beso). Una noche en que ella estaba recostada sobre mi pecho le dije: - ¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar con esto? ¿Dejarías a los tuyos por mí? ¿Te casarías conmigo? A lo que, tiernamente, contestó: - Grrrr. Augh. Grrrr.
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No tuve más remedio que interpretarlo como un sí a mi proposición de matrimonio. Así, enamorados ambos, fraguamos al fin nuestro plan para amarnos eternamente. Mi padre, por supuesto, se opondría. Haría todo lo posible por persuadirme a hacerlo, y corría el riesgo de que descargara su enojo con los congéneres de mi hermosa zombi. Para ella era todo más fácil, sólo debía procurar que los suyos no me devoraran. La pregunta era sencilla: un humano viviendo entre los zombis, o una de ellos cohabitando entre nosotros. ¿Qué era más fácil al final? ¿Quiénes seríamos capaces de aceptar la diferencia? Tal vez ninguno. Por ello era quizá, mejor, mentir. Pensamos en irnos pero ningún lugar es suficientemente lejos o apartado para no ser perseguidos por unos o por otros.
IV.-Con las alas del amor salté la tapia, pues para el amor no hay barrera de piedra, y, como el amor lo que puede siempre intenta, los tuyos nada pueden contra mí. Pese a toda prohibición por parte de su clan, caminamos juntos, aunque a hurtadillas, hasta mi casa. No podíamos quedarnos mucho tiempo pues el olor a la carne pútrida de su cuerpo era notable y mis padres la encontrarían, aniquilándola de inmediato. Nos daba apenas tiempo de preparar algunas cosas elementales para poder sobrevivir allá afuera. Aunque nos prometimos protección y respeto guardé, por si acaso, una pistola que mi padre me regaló para cuidarme de los que eran como mi amada. Como un acto de despedida de los míos, maquillamos mi cara con lodo, periódico y pintura azul, simulando estar contagiado por la epidemia; lo hice sobre todo para tranquilidad de mis padres, no podía solamente desaparecer. Así, estarían (aunque dolidos) conformes de saber que su hijo andaba vagando en la noche en busca de entrañas humanas. Esperamos a que anocheciera y salí del garaje hasta la puerta principal donde toqué a golpes recios, imitando los gruñidos de un zombi, mismos que empezaba a apreciar y a escuchar con cierto encanto. Mi madre horrorizada me vio por la mirilla. Gritó como una loca llamando a mi padre, el cual salió con su escopeta en la mano dispuesto a volarme la cabeza, pero ambos, en mitad del frenesí, me reconocieron. Como supuse, no pudieron matarme; el amor paternal pudo más que toda indicación del Gobierno. Entonces fue momento de irme. Sentí pena por ellos, acaso dudé estar haciendo lo correcto por un instante, pero el amor es el amor. Llegamos a la bodega donde ella se reunía con los otros, pasadas las diez. Nos arriesgamos entrando juntos, esperando que el maquillaje burlara el instinto de los que ya estaban ahí. Me quedé cerca de ella para evitar cualquier confrontación. La idea era
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que nos vieran salir juntos esa noche, después de sus indicaciones de caza, y desaparecer para siempre, arreglárnoslas después para mediar entre su raza y la mía. Uno de ellos, robusto y más fétido que todos, se me acercó alzando la nariz y haciendo ese chasquido que ya sabía interpretar como signo de una duda. Le vio a ella como preguntándole quién era yo, gruñendo un poco, amenazándome con los dientes; yo sudaba, intentaba estar calmado para no ser descubierto. Intercambiaron sonidos guturales. Al fin se fue. Todo volvió a la calma. Llegó el líder y nos agrupó, nos dio las indicaciones necesarias para poder salir esa noche en busca de comida (yo me sentía extrañamente cómodo entre ellos). Era temprano aún y prendieron el polvoso equipo de sonido. Comenzaron a bailar sus torpes y arrítmicos pasos. Ahí, en mitad de esa noche, cobijados por la música que sonaba en el local, terminamos de enamorarnos. Todo era perfecto. La melodía de una trompeta grave nos condujo hasta la calma de quienes se aman y eso les protege de todo. Bajo el poder de ese momento, sin importarnos nada más, nos abrazamos y unimos nuestros labios en un beso. Un furioso rugir acabó con la belleza del momento. Nuestro abrazo había delatado mi presencia. Ellos no hacen eso. Se fueron acercando lentamente a mí, para devorar mis tripas y cobrarme así la osadía de estar entre ellos. Quise sacar la pistola y dispararles, pero no pude (lo mismo debió haber sentido mi padre al verme hecho un zombi). Ella temblaba e intentaba decirles a su manera que me dejaran en paz. Era inútil, ahora sí, mi fin –pensé– había llegado. Los gritos cavernosos que salían de sus bocas eran insoportables. Pero se vieron opacados cuando se escuchó el grito de: ¡Mueran zombis!, entró mi primo seguido de todos los amigos, armados como si fueran a una guerra. Haciendo alarde de una violencia exagerada, degollaron y destazaron a todos los ahí reunidos. Llenos de sangre los vi correr enloquecidos de un lado a otro en busca de más víctimas. Aquello fue quizá la masacre más grande que se ha visto desde que las dos especies cohabitamos en la tierra. Yo, claro, defendí hasta el final a la dueña de mi corazón, pero igual le dieron varios tiros. Mi primo se dio el lujo de machacarle la cabeza con un tubo. No lo pude evitar pues yo estaba tendido ya en el piso, herido de bala. -Esto es por ti, primito –dijo mi primo antes de hacerlo–. Yo intenté quitarme el maquillaje para no sufrir la misma suerte que mi amada. Quise decirle a mi primo que era yo, no mi zombi, sino el verdadero yo. Pero entre la herida y la confusión no pude, no tuve tiempo. Mientras mi primo, llorando de rabia y dolor, destrozaba mi cráneo a golpes, en el fondo del local, en mitad de esa noche, sonaba lenta una canción cuya letra opacaba los gritos: maybe you’re Juliet, but I’m not Romeo.
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La Liliana
por Miguel Armando Alvarado Alejo
E
n la primavera de 1973 vivíamos mi madre y yo en uno de los barrios pobres que por aquel tiempo circundaban al Campestre, en una de las tantas vecindades. Nuestro barrio contrastaba totalmente con esa zona exclusiva de Ciudad Juárez. De un lado, estaba la pobreza a flor de tierra con sus niños hambrientos, las calles sin pavimento en donde corrían ríos de aguas negras; del otro, abundaban las casas grandes y bonitas con sus jardines y sirvientas uniformadas.
Miguel Armando Alvarado Alejo • Escritor
No por eso dejaba de ser feliz. Fue en ese barrio donde conocí a la Liliana; la conocí mucho antes de que se supiera que ella era piruja, esto se vino a saber por don Nati, después de que ella se hubiera marchado del barrio y de mi vida para siempre. Ella fue para mí como esas nubes oscuras y solitarias del verano juarense; nunca sabes por qué te mojan, ni tampoco sabes por qué dejan de mojarte. Don Nati, el tendero del barrio la vio de bailarina en una de las tabernas del centro de la ciudad. Había ido a comprar la mercancía para su tienda y, al terminar las compras, le dieron ganas de echarse unas cervezas. De casualidad entró a la cantina donde ella trabajaba y la vio repetida muchas veces en los espejos de las paredes del antro, bailando arriba de un forito, totalmente iluminada por luces de colores. Ella se contorsionaba cadenciosamente al ritmo de la música tropical, mientras dejaba caer prenda tras prenda de la poca ropa que llevaba puesto Cuando por fin quedó totalmente desnuda, el tendero lleno de estupor, pudo comprobar a sus anchas las sospechas que tuvo desde el día cuando por primera vez la vio en el barrio, de que ella estaba bien buena. -Don Nati, no sea malito –le dijo la Liliana- no vaya a decir nada allá en el barrio, no ve que si se sabe, la vieja de la vecindad me va a correr del cuarto, a usted le consta cómo es ella, con esas cosas que se trae siempre, de las buenas costumbres y la moral. Ya ve cómo está de loca esa vieja. Como agradecimiento se acostó con él y no le cobró, pero él no le supo pagar, pues el barrio a final de cuentas sí se enteró; don Nati nunca fue mal pagador: a sus años pudo más el egoísmo y no lo dijo,
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sino que lo gritó a los cuatro vientos, que aquella cosa tan llena de carne y de vida había sido suya. Don Nati, un tipo cincuentón casi pegado a los sesenta, algo gordo, chaparro, de un tono moreno oscuro, vestía de botas, texana, mezclilla, camisa a cuadros y cinturón piteado. Pero no era esto lo que lo distinguía, sino que llevaba harto tiempo sin ejecutar la acción del sexo. Tenía a doña Chonita, su esposa, pero su problema no era con quién, más bien era con qué, pues el miembro no se le enderezaba. Acostrumbaba ir a ver a las bailarinas y no es porque fuera aficionado al arte, ni mucho menos se excitaba. A él le gustaba sentir esa sensación extraña de nostalgia de cuando las podía. Algunas veces, mientras se bañaba, bajo la regadera ayudado por el agua caliente, hacía ejercicios de concentración, pues hasta clases de yoga llegó a tomar; era tal el esfuerzo que bastaría para levanter un elefante, pero aquello no se le movía ni siquiera tantito. Pero le quedaba, a final de cuentas, el consuelo de los gallos viejos; se suben a las gallinas no para pisarlas, sino para que les den su paseadita y esto es lo que hacía con doña Chonita. Cuando esto pasaba ella le reclamaba. -Natividad, qué te ganas con apachurrarme, a ver dime. Él nomás agachaba la cabeza. Cuando se topó con la Liliana en la taberna y sí pudo, por cierto fue su despedida de las actividades sexuales, porque con esta gran eyaculación contenida por años de impotencia quedó seco para siempre. Anduvo diciendo por ahí que fue cosa del cielo pero yo sé que fue el embrujo sutil de la Liliana y nada más, es cierto, para ese entonces ella ya no era virgen desde hacía mucho tiempo pero, a su modo, era capaz de realizar milagros, de poner a un pecador en el cielo, aunque solo fuera por unos instantes. La Liliana llegó al barrio huyendo de “La Casa de la Joven”, el SENECU, traía consigo la cantidad de dinero justa para alquilar un cuartito en una de las vecindades y sobrevivir dos o tres días. Un poco antes se había peleado con una de las monjas, por esto le dieron un castigo
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injusto. Tan pronto como pudo se escapó brincando uno de los altos muros de esa cárcel disfrazada de piedad para señoritas. Curiosamente, ni siquiera la buscaron ya que a otras hasta con perros y blazers las seguían pero, lo que fue a la Liliana, la dejaron partir en paz. A lo mejor alguna de las monjas en la quietud de su cuarto por las noches, rezará un padre nuestro por ella, pero de esto no estoy seguro. Tan pronto como se acomodó en su cuartito, salió a buscar trabajo al centro de la ciudad; así fue como llegó a la cantina donde tiempo después la encontraría don Nati. El dueño al verla se turbó por su belleza y aunque no lo notó quedó preso de su encanto: -¿Qué sabes hacer? –le preguntó. -Nada, no sé hacer nada – dijo ella con mucha pena mirando fijamente en la penumbra una de las patas de un banco de barra de la taberna. -No importa, aquí aprenderás pronto. Y aprendió pronto, de golpe era de las más buscadas en el mercado de carne de la calle Mariscal. Así transcurrieron los primeros días de aquella primavera; también por esos días la Liliana cumplió diecisiete años y fue el tiempo en que ella llegó a mi vida, justo cuando yo iba a completar los catorce e iba a ser bautizado en mi religión. Una tarde a la entrada del verano, antes de irse a trabajar de sirvienta en una de las casas ricas del Campestre, es lo que decía, salimos a pasear en mi bicicleta lejos del barrio y de las zonas habitadas. Nos detuvimos en un llanito de arena, un mar de yerba verde crecía en ese llanito, un poco más allá corría la acequia madre, en medio de un breñal de cañas de bambú. La miré a los ojos y le pregunté: -¿Qué piensas del infierno? –bajó la vista y, con la punta del pie derecho, aplastó un saltamontes, lo restregó con las hierbas y la arena, luego dijo: -Ha de ser un lugar lleno de putas, no sé dónde lo oí: pero el infierno no es un hoyo repleto de fuego eterno y demonios dándote café cargado todo el tiempo, el infierno es lo que más odias en la vida. Se veía en una cantina gigantesca donde miles de putas cogía a un mismo ritmo impuesto por un esclavo negro con una argolla en la nariz. Mientras resoplaba, golpeaba un tambor de cuero con el que acompasaba el ritmo. Yo también veía, veía un par de palomas moradas en el ocaso contra la lejanía, la cara de la Liliana con un hoyito en cada una de sus mejillas.
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Caminamos muy juntos por una vereda bordeada de yerba, la vereda llegaba hasta la acequia flanqueada a cada uno de sus lados por una muralla de bambú, le pasé un brazo sobre el cuello y recargué mi cabeza en su hombro. Caminando en silencio, llegamos hasta el agua. Un agua revuelta se revolvía todavía más en la acequia y se llevaba pedazos de bambú y muchas otras cosas. Hacía calor. Se separó de mí y comenzó a desnudarse poco a poco, sin morbo, de manera natural. La contemplaba excitado, fue la primera vez que vi un sexo de mujer, se me figuró la cueva de Alí Babá, pero sin los cuarenta cabrones, con el puro tesoro adentro y sus senos firmes, unas bolas morenas del tamaño de mi mano, coronadas por pezones oscuros. Me miró con esa cara tan conocida para mí, sus ojos cafés y su piel apiñonada se me hicieron diferentes. Para ese entonces ya la amaba. Después dio media vuelta, espantó unas ranas y se aventó a la acequia, nadó por un rato en esa agua turbia, luego salió y comenzó a secarse con su ropa, volví a ver su triángulo formado entre su vientre y sus muslos agresivos, ese triángulo de las Bermudas ante cuyo influjo más de un borracho habían sucumbido, allá en la Mariscal. Una vez seca, se vistió; caminamos hacia la bicicleta en silencio. El potro de los instintos sexuales galopaba desbocado dentro de mí. Llevaba la vista puesta en el suelo. Recordaba mis clases de religión. Si en ese instante me hubieran dado a escoger entre el cielo y el infierno, sin lugar a dudas me hubiera quedado con la Liliana. Mi vida transcurría entre el final de la secundaria, las clases de religión y, por supuesto, la Liliana; en ese entonces tenía dos acoples, mis compas del alma, el Chito, un cholo malandrín, el clásico amante de lo ajeno, cuyo oficio principal era la vagancia; uno de sus pasatiempos favoritos en los meses de calor era el de robarse la fruta de las huertas que estaban al otro lado de la acequia. Lo acompañé una sola vez, fue en el verano del 72, pues mi religión no permitía el hurto. Regresamos con los bolsillos llenos de duraznos, ciruelas y granadas, traíamos mucha fruta y una vez hartos, por el camino de regreso, nos empezamos a tirar las granadas como lo hacían en las películas de Guerra. Esa excursión valió la pena, porque en ella tuve mi primer encuentro con las fuerzas del mal; eliminamos para siempre al Lucifer, un perrazo negro que nos traía juídos, pero esa vez cometió el gran error de aventarse también a la acequia, en su persecución tras de nosotros; el Chito, que ya estaba del otro lado, con una caña de bambú lo ahogó, fuimos siguiendo su cadáver, empapados, escurriendo de agua, mientras lo arrastraba la corriente, tirándole fruta, piedras y lo que encontrábamos entre las risas de los dos y las maldiciones lanzadas por el cholillo. El otro acople era el Tomy, asistíamos a la misma secundaria, pero él iba en primero. De buena posición econó-
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mica vivía en una casa particular de las ricas del barrio, por así decirlo; nos invitaba seguido a jugar en ella, su madre ocupaba de sirvienta a la Tere. Tere tenía, como nosotros tres, 13 años y con ella, cuando la jefa del Tomy se ausentaba por poco tiempo de la casa, nosotros nos agarrábamos a las luchas: los tres malandros contra la mujer vampiro, y el juego siempre indistintamente terminaba en faje. Nunca supe cómo el hermano de la Tere, el Huehueto, dos años mayor que nosotros, se enteró de eso de las luchitas, de ahí nos agarró a los tres tirria y empezó a hostigarnos, donde nos encontraba ahí nos daba café cargado, solo cuando íbamos de excursión o jugábamos futbol con la raza del barrio, nos trataba como a cualquier otro, el Huehueto fue por aquellos tiempos nuestro más grande y odiado enemigo. El verano había sentado sus reales, con él el calor se hizo más insoportable, algunas veces acompañábamos a la Liliana a bañarse en la acequia, nos gustaba ver aquella sirena del desierto retozar en el agua, en esos atardeceres escarlatas de Juárez, yo era su preferido nunca me acarició, sólo dejaba, de vez en cuando, que le pasara un brazo arriba de sus hombros, se limitaba a mostrarse desnuda ante los tres y de los tres yo era el único que la quería y sufría por ella. Un domingo de ese tórrido verano cumplí los 14 años y fue memorable por varios motivos. Ese día fui bautizado en mi religión junto con otros, los hermanos alquilaron un balneario en las afueras de la ciudad y desde muy temprano comenzó la ceremonia, a nosotros, los que íbamos a ser bautizados nos pusieron mero adelante, fuimos vestidos con nuestras mejores ropas, leyeron párrafo tras párrafo de la Biblia, nos arengaron a ser mejores, el hermano mayor nos dijo: -Desde este día sus vidas van a ser diferentes, más plenas, Jehová siempre los va a ayudar- yo sentía como si la gracia de Dios se apoderara de mí y, por último, nos bautizaron, nos quitamos los zapatos y entramos por las escaleras de la alberca y ahí nos echaron agua en la cabeza mientras nos llamaban a cada uno por nuestro nombre; pero en esa agua, aunque muy diluido también, estaba Satanás; yo sentía como si el agua me quemara suavemente la piel, después vine a saber por qué. Se acabó la ceremonia y nos regresamos al barrio, hacía mucho calor, el verano estaba en su apogeo. Tan pronto como llegué a la casa empecé a pensar en la Liliana, por buena suerte, mi madre me mandó a comprar unas cosas a la tienda de don Nati, la tarde caía, pero el calor no menguaba, atravesé el campo de futbol, un tiradero de basura y pasé cerca de la ventana del cuarto donde vivía ella. Me llamó furtivamente: -Pssst, pssst Javi, Javi ven.
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Le di toda la vuelta a la vecindad, escondiéndome de su casera, por primera vez entraba a su cuarto; estaba acostada. Tenía una pañoleta roja como sostén y un short pequeño, y, como el abanico estaba apagado, sudaba a mares, me miró un instante y luego dijo con una voz muy dulce: -Ven, siéntate aquí- me hizo un lugar, me senté en su cama, me tomó una mano con sus manos, y con ellas suavemente se restregó el rostro y fue bajando poco a poco nuestras manos enlazadas, hasta sus pechos y después las deslizó por su vientre hasta llegar a su short, luego las volvió a subir y colocó mi mano sobre su pecho. Pude sentir claramente su respiración. -Qué bueno que viniste, estaba pensando en ti, no quería morir sin volverte a ver, estoy muy mala, ya me voy a morir, abrázame, abrázame por favor, no ves que me estoy muriendo, acuéstate aquí conmigo. La veía sudorosa, realmente pensé que estaba mala, me subí a su cama y también empecé a sudar; por un momento creí esta contagiado de su mal, la abracé y ella se quitó la pañoleta del pecho y a mí me quitó la camisa, luego me abrazó muy fuerte: -Quiero morir desnuda- se quitó el short, volví a ver su triángulo, esta vez de cerca, y olí a lo que ella olía. -¿Qué tienes?, ¿qué te pasa? –le dije. -Me estoy muriendo, abrázame ¿qué no ves que me estoy muriendo?- empezó a besarme y acariciarme y sin que ella me lo pidiera, me quité el resto de la ropa. -No te mueras Liliana, no te mueras, te quiero mucho. Tomé uno de sus senos con ambas manos y comencé a besárselo y luego se lo chupé suavemente, terminé por mamárselo con ahínco, después me pasé al otro, e iba de uno a otro sin previo aviso, mientras mis manos buscaban sus muslos, cerró los ojos mientras se relajaba. Para mí todo esto era nuevo y sucedía demasiado aprisa. El demonio diluido en las aguas bautismales comenzaba a cristalizar en forma de pecado, me acordaba de los sermones de la mañana, estaba aturdido, pero no lo pensé mucho y me decidí por el mal, el hermano tenía razón cuando decía que el camino de la salvación era estrecho y el de la perdición ancho como una autopista, me fijé bien en la Liliana, no se asemejaba a una carretera, si acaso sólo por las curvas, pero se podía transitar muy a gusto sobre ella. Tenía las piernas abierta y, en el preciso instante en que me le iba a subir, oí la voz lejana de mi madre gritando mi nombre: -¡Javier! ¡Javier!
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Me asusté y ella también, lo más pronto que pude me vestí y salí a su encuentro: -¿Qué pasó con el papel y el jabón que te encargué?, ¿qué estabas haciendo? Mira nada más en qué fachas andas, ¿estás enfermo? -Creo que un poco- sin agregar más fui a la tienda a comprar las cosas. Al otro día por la mañana regresé al cuarto de la Liliana con un jugo de bote bien helado, ya no hacía tanto calor. -¿Cómo estás? ¿Cómo amaneciste?- se extrañó de la pregunta, pero luego recapacitó. -Creo que estoy bien, gracias- pero ya no siguió con el juego amoroso de un día antes. -Vete, vete por favor, por ahí anda la pinche vieja y te puede ver, nos vemos en la tarde donde siempre. Al salir de su cuarto me encontré a la casera, se dio la enojada de su vida, me amenazó con decirle a mi madre si me volvía a ver por ahí. Después de eso, la Liliana despareció del barrio; yo pienso que la vieja la corrió. Ella fue para mí lo que la tierra prometida a Moisés; sólo pudo verla de lejos, desde sus cimas, pero nunca fue suya. Entré a la prepa y con la nueva influencia, comencé a leer de todo y a faltar a mis clases de religión, poco a poco dejé de creer en Dios; por las tardes, ya sin esperanza, paseaba en mi bicicleta por el barrio y el Campestre buscando a la Liliana, pero como ella no trabajaba de sirvienta sino en la perdición, la buscaba en el lugar equivocado. Terminó el verano y comenzó el otoño; la vida se me iba entre la prepa, jugar futbol y esconderme del Huehueto. Cuando se es joven el porvenir no importa tanto como cuando uno está viejo, es algo a lo lejos, algo que tardará en llegar. La Liliana regresó al barrio a mediados del otoño. El Tomy me trajo la noticia de que la habían visto, era el tiempo en que a las moras se les secan las hoja y las tiran una a una hasta quedarse pelonas, con unos varejones largos, y el viento fresco del desierto juega a juntarlas y a esparcirlas una y otra vez por el suelo. Su aliento volvió a ser mi aliento, sentí de nueva cuenta la piel sudorosa de su vientre en las palmas de mis manos, sus senos subiendo y bajando al ritmo de su respiración, mientras me decía que estaba moribunda, su cuerpo de diosa pagana ardiendo pegado al mío. Volví a escuchar los gritos de mi madre buscándome, su aliento perdiéndose en mi boca, volví a sentir aquellas ganas de primerizo cuando por la fuerza del pecado trataba de arrancarla con desesperación de las garras de la muerte. Mi vida cambió radicalmente, al menos
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por dentro no volví a tener paz, por las tardes la buscaba en mi bicicleta vuelta tras vuelta, no me atrevía a preguntar por ella por miedo a delatarme, también mis amigos la buscaban; sabíamos que vivía en una de las vecindades ¿pero en cuál de todas y qué cuarto? No me quedaba más remedio que el rondar por el barrio. La busqué en serio, a conciencia, por mí no quedó, en las esquinas donde tomaba la ruta, en la tienda de don Nati. Tenía fe en encontrarla y, al fin, la encontré, aunque no como yo hubiera querido. Una tarde a finales de noviembre, mientras jugaba al futbol con la raza del barrio a la orilla de las casas, ya casi oscureciendo, se me acercó el Tomy y me dijo en voz baja para que nadie lo oyera: -Se están cochando a la Liliana, en uno de los cuartos de la vecindad de doña Chonita, córrele, antes de que acaben. Sentí un golpe seco en las piernas, como si algo pesara demasiado en mi espalda, respiraba con dificultad y me era difícil seguir a Tomás, llevaba el alma de fuera. Dos días atrás había nevado y nuestros alientos se condesaban rápidamente; corrimos por los baldíos, brincamos una tapia, nos arrastramos por encima de la yerba seca cubierta de nieve hasta llegar a la orilla de una de las vecindades; pegado a la ventana de un cuartito estaba el Chito, rápidamente me puse del otro lado con el mayor de los sigilos y ahí arriba de una cama estaba ella con un hombre encima, podíamos oír sus quejidos: -Hay que quitársela –les dije- está sufriendo mucho. -Espérate Javi, espérate, así gritan las rucas cuando se las cochan –dijo el Tomy. Ellos oyeron nuestro murmullos y voltearon hacia la ventana, claramente pude ver la odiosa cara del Huehueto. Esa tarde perdí dos veces: la primera con la Liliana y la segunda con mi más odiado enemigo. Se pararon de golpe; mientras nosotros echamos a correr en desbandada. Nevaba en serio sobre Juárez y el gran barrio gris se había transformado en el gran barrio blanco, era el mes de enero del 74, el invierno estaba acantonado en la ciudad, algunas moras ya no tenían ni siquiera sus largos varejones, habían sido podadas, era el tiempo en que las podan. Desde aquella tarde del otoño no volví a saber de la Liliana, el Huehueto, nuestro odiado enemigo jamás se volvió a meter con nosotros, me sentía triste, pero pronto comprendí que aquello no había sido otra cosa más que el comienzo de mi vida y por otro lado la próxima primavera ya estaba a la vuelta de la esquina, afuera la nieve, silenciosa y fría, caía copo tras copo.
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La abuela reposa bajo la sombra del perdón
Jesús Armando Molina • Estudiante de la Maestría en Estudios Literarios de la UACJ y poeta
poemas por Jesús Armando Molina
Al juntar las manos sobre el vientre la abuela se dispone a narrar el cuento hay una manta en sus piernas que ha tejido de tiempo y algodón en la historia de la manta y de sus versos hay corazones de tierra desenraizados sombras pájaro y copiosas lluvias le han lastimado y alimentado el sol y sus incendios y habla de un mar de amar como si olvidara la plantación la abuela tiene la cara grande como luna y está llena de cráteres y mapas yo aún no descifro la ruta de su dolor pero me guían a una sonrisa regalada y plena luego cierra los ojos y suspira para liberar el cuervo de su carcajada ella me cuenta el cuento de una reina y una princesa y yo sé que la reina es su madre y ella la princesa lo sé porque la historia va sobre un ogro dorado en una huerta de nieve regada por llantos negros, ellas cosechan el oro blanco en tanto reciben en pago relámpagos de sangre en la espalda también sé que la princesa es la abuela pues al final perdona al ogro y queda en paz con el mundo, mi abuela enciende la lámpara radiante de sus cuentos sobre el agua clara de mi ensueño.
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El viento Los felinos odian el viento les electrifica el pelaje y atrae a los nubarrones que los reclaman los gatos son relámpagos, en mi casa nadie le abre al viento alborotado y a su jazz band de Harlem porque no guarda las formas, lo tira todo y acaricia a la abuela en formas inapropiadas: hay una historia en la familia acerca de un demonio de aire que preñó a una vieja tía abandonada quien, bendito Dios, parió un tornado que se la llevó para siempre, es un angel esta criatura que mueve sus alas sobre el cielo y levanta el polvo y hace bailar a los muertos y en su demencia destruye ciudades enteras.
(Últimos fragmentos púberes) 12:00 Suena el himno y los vampiros aletean a otra parte y luego vienes, cubro los espejos y dejo corer el agua la casa es la ribera donde criamos un montón de perros, en la última ventana vemos las estrellas nos refugiamos bajo la mesa y desaparecemos. 3:33 A.M. En cada rincón encendimos soles desarmamos hueso a hueso la planta bebimos cerveza con nuestros muertos, cuando Dios se fue de vacaciones los cuatro elementos, las sustancias y las bestias derribamos la casa.
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Crónica
John Kennedy Toole: Genio de neón por Daniel Centeno Maldonado
Daniel Centeno Maldonado • Maestro y doctor en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid
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Puede el remordimiento guiar grandes empresas? De entrada, la pregunta luce una negativa por respuesta. Luego habría que pensar en algunos casos particulares que colman la galaxia histórica de los hombres. El que sigue, por lo menos, encaja a la perfección: una anciana, Thelma Ducoing Toole, espera sin cuartel en la antesala de la oficina del profesor Walker Perci. No es la primera vez que lo hace. Con una terquedad digna de una mula, la señora se sienta y pide hablar con el académico. Las excusas y negativas caen como hojas de otoño. Pero Thelma sigue y sigue y sigue… Perci está cansado, pensaba que era un experto en quitarse de encima a gente molesta, pero, como luego escribiría en su prólogo más comentado, la tenacidad de la vieja lo desarma. Es ella quien le entrega una mala copia al carbón de un manuscrito redactado hacía más de 10 años atrás por un autor sin obra. El maestro coge las cientos de páginas y pregunta de quién es: “de mi hijo ya fallecido”, dice la anciana. “¿Y por qué debo leerlo?”, interroga Perci. “Porque es una gran novela”, responde Thelma. La señora se va, satisfecha, después de una década de tocar puertas en editoriales y universidades sin mayor éxito. Perci se siente derrotado y comienza a repasar las páginas con cierto desdén, también con la seguridad de
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descartar el libro a los cinco minutos de lectura. Pero pasa otra cosa: el académico no suelta el manuscrito, se embriaga de él, no puede creer la calidad de lo que está leyendo y estalla en carcajadas con cada episodio que le sucede al protagonista principal, Ignatius Reilly. Dicen que en esa época, acercarse a su oficina, era como pasar al lado de un manicomio. Al llegar al punto final, Perci contacta a la señora y le promete ser el mejor defensor de esta novela. Por él se logra la publicación en la editorial de su universidad, la Louisiana State University Press. Y es el profesor quien escribe el prólogo, quizás su trabajo más comentado, antes de lanzar al mercado un libro que al año siguiente -1981- conseguiría el primer Premio Pulitzer póstumo, como también el de la mejor novela en lengua extranjera en Francia, sin contar con el rosario de traducciones y editoriales que lloverían sobre él. Su título: La conjura de los necios. Su autor: John Kennedy Toole. Thelma va a su casa y piensa en la muerte de su hijo. Se acuerda del contenido de la carta de suicidio, que sólo ella leyó antes de destruir. Cree haber arreglado el entuerto: ya la gente conoce el genio de su niño, todos hablarán de él tal como él quería. De repente, el remordimiento baja de intensidad. Ken, como solía llamarlo antes de la tragedia, quizás ya la haya perdonado en la otra vida… Pocos saben lo que pasó en verdad. Revisar las fotos de John Kennedy Toole es casi un misterio. Las pocas que hay lo muestran como un tipo sin gracia, salido de otro anuario más. Un treintón siempre encorbatado, de frente amplia, algo mofletudo, con cara de soso y ojos achinados. Tres rasgos podrían definirlo: pulcro, rancio, peinado. Y ser definido en esos tres rasgos es bien triste para cualquier mortal. Algo no menos injusto sería pensar a qué se parece el personaje de las fotos. En este caso,
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Tres rasgos podrían definirlo: pulcro, rancio, peinado. Y ser definido en esos tres rasgos es bien triste para cualquier mortal
no cabe duda de que el hombre encaja en la tipología de muchachote que vive con su mamá. No extrañaría imaginar que fue vestido por su madre, peinado por la señora Toole e incluso acompañado por ella adonde el fotógrafo. Es un acto cruel hacer este ejercicio. Sin embargo, todos los estereotipos se ajustan al personaje. John Kennedy Toole fue el único hijo de un matrimonio mayor sin esperanzas de descendencia. Nacido en New Orleans en 1937, desde que tuvo uso de razón, siempre estuvo Thelma detrás de él, controlándolo, midiendo sus pasos, sobreprotegiéndolo, prohibiéndole jugar con otros niños. Su viejo apenas era una sombra en la familia, un mecánico sordo que poco habrá intervenido en los planes que tenía su esposa para con su retoño: la mejor educación, las mejores lecturas, los mejores modales. Y Ken cumplió con las expectativas. Estudió como pocos, sorprendió con sus notas y redefinió la palabra precocidad. Antes de llegar a los 30 años en su currículo figuraban carreras, especializaciones, becas y trabajos en universidades como Tulane, Columbia, Lafayette y el Colegio Hunter. Para entonces no se le conocía novia. Thelma hasta metía las narices allí, y su hijo vivió reprimido. Quizás un poco sin saber quién era. Por eso buscó la vida en la literatura. En crear mundos, inventar y practicar la osadía. Con 16 años, en un receso escolar, terminó de escribir una novela faulkneriana que metió en un cajón. En el fondo, el acto de encierro y ocultamiento parecía una metáfora de sí mismo. A los 24 años conoció algo de mundo de la manera menos esperada. Una llamada del ejército le conminó a acudir a las filas. Era 1961 y su país pensó que John Kennedy Toole podría ser de utilidad en la base Fort Buchanan de Puerto Rico, pero como profesor de in-
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glés de los reclutas hispanoparlantes. Allí estuvo dos años y en sus ratos libres se le ocurrió una idea: arrancar una novela mejor que la anterior. Su protagonista sería un gordo de 30 años, culto, egresado de una universidad, que viviera con su madre controladora en Nueva Orleans, y que se pasara todo el día en su cuarto escribiendo en cuadernos baratos todas las invectivas que se le ocurrieran sobre el siglo XX. Cualquier semejanza con la realidad, al parecer, en este caso no era pura coincidencia. El título de su novela vino de un libro de ensayos, epigramas y apotegmas de Jonathan Swift, Thoughts on Various Subjects, Moral and Diverting: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. De regreso a su casa materna, Ken sabía que tenía entre manos una obra maestra. Asimismo se lo confesó a todos sus allegados. De seguro pensaba que estaba por alcanzar la gloria, que su manuscrito le daría el éxito y con éste la total independencia. Pero no fue así. El escritor tocó una puerta editorial y no se le abrió. Tampoco se amilanó. Volvió a otra oficina y dejó su libro. Nadie lo llamó. Ken, sin entender nada, fue a otro sello. Le dijeron que luego se comunicarían con él. Y así estuvo: recibiendo negativas y respuestas tibias, reformulando capítulos, desechando otros, reescribiendo como un loco. El genio estaba en manos de los necios. Un día Simon and Schuster mostró interés y el aliento volvió al cuerpo de Kennedy Toole. Pero todo fue una falsa alarma. A las pocas semanas el rechazo minó su autoestima. “Los necios no dejan de joder, por eso son necios”, quizás pensó antes de tirar la toalla. En su casa, la inquisición materna lo esperaba. El panorama no era bueno. Ken se volvió un alambique humano. Bebió todo lo que pudo,
Él lo que ya no tenía era un miligramo de esperanza. Y sin esperanzas todo lo que te rodea es un mal chiste, un simulacro, un sainete 29
los floreros, los acuarios con los peces, el fermento de los jugos. Descuidó su trabajo de profesor, empezó a vestirse raro, un día hasta vendió tamales en un carrito callejero. La gente pensó que estaba loco. Sus alumnos le perdieron el respeto. Thelma no entendía nada. El genio se comportaba como un zoquete. Pero él lo que ya no tenía era un miligramo de esperanza. Y sin esperanzas todo lo que te rodea es un mal chiste, un simulacro, un sainete. El 20 de enero de 1969 el niño Ken desapareció de la ciudad, después de la enésima discusión con su mamá. Dio varios portazos, se metió en el carro y se fue hasta Midgeville, Georgia. Allí visitó la tumba de Flannery O’Connor. Se arrodilló y le dijo a la lápida que algún día conocería a sus pavos reales. Volvió al carro y, en una carretera secundaria de Biloxi, Mississippi, frenó. Utilizó el tablero del auto para escribir algo en un papel, lo leyó despacio y lo guardó en la guantera. Después salió y se dirigió al maletero. Lo abrió y sacó la manguera con la que regaba las plantas de la casa de Thelma. La conectó al escape y el otro extremo lo metió en la ventana del conductor, antes de darse el festín de monóxido de carbono que lo llevaría a las sombras. Eso sucedió el 26 de marzo de 1969. Ese fue el día en el que Ken viajó a la otra vida; cuatro meses antes de que el hombre llegara a la luna. Dos trayectos para salir de la tierra, pero de diferentes recorridos.
Sacó la manguera con la que regaba las plantas de la casa de Thelma. La conectó al escape y el otro extremo lo metió en la ventana del conductor, antes de darse el festín de monóxido de carbono que lo llevaría a las sombras. Eso sucedió el 26 de marzo de 1969
¿Y qué pasó después? Thelma destruyó la carta que estaba en la guantera, pero se hizo la promesa de conseguir lo que su hijo no pudo en vida: la publicación de su obra maestra. Lo logró y, después de muerta, en 1984 la gente pudo leer la novela de adolescencia en la que la figura materna tampoco queda muy bien del todo: La biblia de neón.
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Ahora todos echan de menos a Ken. Los necios lo celebran como uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX, e incluso hicieron una estatua de Ignatius Reilly en la calle 800 de Canal Street, Nueva Orleans
Ahora todos echan de menos a Ken. Los necios lo celebran como uno de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX, e incluso hicieron una estatua de Ignatius Reilly en la calle 800 de Canal Street, Nueva Orleans. La conjura de los necios se vende por millones, se ha montado en teatro y los intentos de llevarla al cine se ven tan entorpecidos como los que tuvo su autor por publicarla: el actor John Belushi murió por sobredosis de drogas un día antes de reunirse con los productores para firmar su contrato en el papel protagonista, a John Candy lo sorprendió un infarto en medio de las negociaciones para meterse en la piel de Ignatius, a Chris Farley también se lo llevó la heroína a escasas semanas de concretar lo que sus otros colegas no pudieron. Cuando la maldición estuvo a punto de superarse, con un elenco encabezado por Will Ferrell, Drew Barrymore, Mos Def y Olympia Dukakis, el huracán Katrina apareció para acabar con Nueva Orleans. Entre el remordimiento y la justicia divina parece columpiarse esta historia. Quizás en la otra vida un Ken eterno, de 32 años, lleve una manguera en las manos, mientras busca otro carro. Mientras tanto, como ya lo dijo Swift, en ésta los necios no bajan la guardia.
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Ayotzinapa en Juárez: barbarie que acorta la distancia Miguel Silerio • Estudiante de la Licenciatura en Periodismo por la UACJ y becario en El Diario de Juárez
por Miguel Silerio
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I s miércoles 12 de noviembre y el frío arrecia en la Ciudad Universitaria y sus inmediaciones. Los estudiantes y maestros, cubiertos por gruesos abrigos, chamarras, bufandas y gorros se acercan al punto de reunión, conjurando al clima con cafés y cigarros. La estructura que se encuentra en el espacio ulterior al edificio C, erigida como dos planchas perpendiculares de concreto, ayuda a detener al helado viento que corre por la estepa de ese punto de la ciudad. Al fondo, unos pocos estudiantes disponen un amplificador, un micrófono y una manta. No han pasado 15 minutos y el tumulto ya provoca la curiosidad de quienes por casualidad pasaban por allí; salían del edificio, se dirigían a la cafetería saludable, platicaban con algún guardia o caminaban hacia el estacionamiento. De a poco, al grupo reunido junto al edificio C se adhieren más y más estudiantes, deseosos de enterarse del motivo del apiñamiento. Mientras, un joven moreno, de cabello chino y mirada afable, se sienta en una de las jardineras y se abraza a su ligero suéter azul (nada propicio para la ocasión), aterido de frío. Alguien se acerca y le ofrece una bufanda. Él no deja de temblar. Al cabo de media hora, los congregados han ocupado su puesto: aco-
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modan sillas, se sientan en el suelo o se mantienen de pie, expectantes. Forman una media luna en torno a quienes han terminado de instalar el equipo de sonido y esperan. El frío inclemente los hace sobarse las manos pero, aun así, esperan. El joven del suéter azul, todavía temblando, se pone de pie y recibe el micrófono. Las miradas de los congregados se fijan en él y la atmósfera adquiere la solemnidad del silencio y la certeza severa de que sucede algo importante, del interés de todos quienes están allí. II Entre Ciudad Juárez e Iguala de la Independencia hay 1,638 kilómetros, un día de recorrido terrestre y una variedad delirante de paisajes y de gentes. Entre Ciudad Juárez e Iguala de la Independencia hay, también, una relación mística, aunada, tristemente, a la violencia y la impunidad.
Imágenes de las protestas en Monterrey, por Julio César Aguilar.
A pocos kilómetros de aquel municipio del sur, distante a los ojos del fronterizo, donde se firmó la independencia de un país naciente, geográficamente distinto al que conocemos hoy, se encuentra también Tixtla de Guerrero. A este último pertenece la localidad de Ayotzinapa, sede de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. La Normal de Ayotzinapa es una institución educativa aguerrida, humilde, supuesta catalizadora de la transformación social. Es, también, una amalgama de interpretaciones, un camaleón de la vorágine política y, para la clase gobernante, un foco rojo, rojísimo, que es necesario apagar. Los estudiantes de la Isidro Burgos vienen, mayormente, del centro del estado de Guerrero, de la Costa Chica, de las varias montañas que lo circundan. Son estas regiones las que tienen menor índice de desarrollo humano y económico en el país. El sistema educativo de la Ayotzi, como se le conoce, sostiene la idea de llevar la educación al pueblo. Se ha incorporado a los fundamentos de la educación socialista y, además, instruye a sus estudiantes en las labores propias de las zonas rurales: siembra, cosecha, domesticación de animales de granja. Desde mediados del siglo pasado (incluso un poco antes) los estudiantes de las escuelas Normales Rurales se han erigido como símbolo de la rebeldía estudiantil y de la lucha contra la desigualdad social. Sin embargo, una y otra vez, han sido vinculados a grupos subversivos y “anarquistas”, e inclusive cárteles del narcotráfico, por parte de los medios de comunicación y de actores relevantes de la política mexicana. Los normalistas no han sido indiferentes a la hostilidad del Estado y la opinión pública, pues en el ejercicio pleno de su calidad de estudiantes y ciudadanos han convocado a manifestaciones de diversa índole y han incidido en la política nacional mediante la impulsión de partidos y organizaciones estudiantiles. De Ayotzi han salido líderes guerrilleros, Lucio Cabañas es quizá el más popular de
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ellos, que, desde el bando público o desde la clandestinidad, operaron en contra del régimen en turno. Consecuencia de la rebeldía histórica de los normalistas se cuentan por montones las represalias por parte de las autoridades mexicanas. Los violentos desalojos y asesinatos de normalistas en 2002, 2007 y 2011 son los más notables ejemplos de la represión gubernamental pero son (fueron), también el anuncio implícito, el mensaje velado, de la barbarie que vendría (que vino), como la inscripción terrible en las puertas del infierno. III Tomaron dos camiones para dirigirse a Iguala. Allí tomarían otros dos para viajar a la Costa Chica de Guerrero, donde realizarían sus prácticas. Además enviarían una comitiva a la Ciudad de México para las actividades conmemorativas de la Matanza de Tlatelolco. Pero no salieron de Iguala. A la Costa Chica no llegaron. Mucho menos a la Ciudad de México. Por orden de su presidente municipal, José Luis Abarca, los policías de Iguala, con la colaboración de los de Cocula, detuvieron y dispararon en contra de los normalistas. Es difícil hablar de un choque, de una confrontación, pues, como en la guerra, la beligerancia la dicta el más fuerte. El resultado: seis muertos (tres de ellos estudiantes normalistas) y 25 heridos. Algunos salieron por pies del lugar. Otros, se escondieron bajo los vehículos y se guarecieron donde pudieron. Otros más huyeron subiendo al monte. Otros simplemente no cupieron en las patrullas. Los demás, los que no pudieron salir por pies, ni esconderse bajo los vehículos, ni guarecerse detrás de nada, ni subir al monte, desaparecieron. Como por un acto de magia, pero no uno de Houdini, ni de Pollock, ni de René Lavand, sino un acto de magia negra elucubrado por la tragedia y el escarnio, 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos desaparecieron de la faz de la tierra cuando
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las patrullas de la Policía guerrerense partieron de la zona de conflicto, dejando el caos bajo su estela, para entregarlos al grupo delictivo Guerreros Unidos. La sumisa conciencia general se cimbró mediante las redes sociales. La fotografía de un estudiante normalista asesinado, tirado sobre la tierra y con el rostro cercenado, abiertas las cuencas ensangrentadas y la mandíbula dura que dejaba ver la totalidad de sus dientes, fue el preámbulo del horror pasado. Los “vándalos”, los “revoltosos” fueron, ahora sí, las víctimas irremediables de la barbarie del Estado. Sólo entonces la sociedad exigió respuestas. Y se encontraron fosas (12) repletas de cadáveres. Se encontraron bolsas de basura con las supuestas cenizas de cadáveres carbonizados. Se detuvo a Abarca, a su esposa (sin realizar un solo tiro), se colocó a un nuevo gobernador en Guerrero (Rogelio Ortega). Se “blindó” al estado, se pronunció Enrique Peña Nieto, se pronunciaron los estudiantes, se pronunció la sociedad indignada, se pronunció la Iglesia, se pronunció la comunidad internacional y hasta el procurador general de la república se pronunció, con el anuncio providencial de que ya estaba muy cansado. El falso drama, la puesta en escena de la política mexicana, inició entonces el periplo interminable hacia la devolución de lo perdido, de lo robado, de lo arrancado. Actualmente la efervescencia crece. La demanda es, cada día, más imperante y desesperada. Sin importar las declaraciones oficiales que se empecinan en dar por muertos a los 43 estudiantes, los padres de los desaparecidos, los estudiantes universitarios y la sociedad mexicana indignada exigen, con voz estentórea, que aparezcan y terminen, de una vez por todas, con este acto de magia luciferina. IV “Buen día, compas”, dice y duda. Silencio. Retoma la palabra: “no son nervios lo que tengo… es frío”. Carlos Martínez es estudiante de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Tiene 19 años, es delgado y de estatura promedio. Ha recorrido varios estados de la república viajando de “ride”, como parte de una brigada informativa. Sostiene el micrófono con la mano izquierda y, al hablar, lo pega tanto a su boca que al principio lo que dice es confuso. Carlos comienza expresando el sentir de los estudiantes de Ayotzi: indignación, dolor, miedo, tristeza son lugares comunes en el dolido discurso del normalista. Luego llama a los universitarios juaren-
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ses a tomar conciencia, a incidir, a unirse a la demanda primordial: la aparición de los estudiantes desaparecidos y el castigo a quienes se los llevaron. Cuando Carlos dice que “la justicia es para unos pocos” una joven de anteojos y cabello recogido asiente. Cuando habla de “los dueños de la democracia”, un joven interrumpe la charla que sostenía con un compañero, se cruza de brazos y vuelve la vista hacia Carlos, atento. Cuando Carlos dice que “no es fácil hablar de Guerrero, como no es fácil hablar de Ciudad Juárez, de Chihuahua”, el grupo de aproximadamente doscientos estudiantes de la UACJ escucha sin pestañear. Entonces Carlos deja de oírse. Se acabó la pila del micrófono o se desconectó el sistema de sonido. Trágico error técnico en el momento de mayor emotividad. Pero Carlos, lejos de arredrarse, prescinde del artilugio acústico: alza su voz firme, como la de quien grita una consiga, con un acento sureño dispar al de la concurrencia, y la estructura angular de las afueras del edificio C coadyuva a que su mensaje retumbe en todos los rincones. Es este el clímax de su mensaje. Que se vaya quien debe irse, dice. Si no pueden con un municipio, tampoco podrán con un país, dice. Que no crean los de arriba que no tenemos memoria, dice. Que nos entreguen, ya, a nuestros compañeros con vida, dice y los congregados estallan en aplausos. El resto de la plática transcurre entre preguntas y respuestas. Los estudiantes juarenses alzan la mano, esperan su turno, preguntan y Carlos, estoico a pesar del helado clima que le es ajeno, aguarda y responde cabalmente. Ya hacia el final de la jornada, cuando el sol que apenas calienta un poco se dispone a ocultarse y los camiones de la Universidad arriban para llevarse a los estudiantes a la civilización, la charla se ha tornado más amena, más cercana. Ya no sólo son preguntas y respuestas, sino comentarios puntuales que comparan nuestra experiencia (la de Juárez) con los acontecimientos de Ayotzinapa. Carlos escucha atento y aplaude las expresiones de solidaridad que algunos estudiantes le comparten. Para terminar, es Carlos quien pregunta al vacío: “Miren, compas, las cosas en Guerrero y en Chihuahua no son tan distintas. A ver, díganme ¿cuántas mujeres han sido desaparecidas y asesinadas en esta frontera? ¿Alguien sabe? Y ¿cuántos migrantes han muerto tratando de cruzar esta frontera? Díganme un número, ¿alguien lo sabe? Nadie. Y ustedes viven aquí. Ya lo ven, compas, no somos tan distintos. Hablar de Ayotzinapa es hablar de Ciudad Juárez”.
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El esqueleto del diablo Juan Miguel Álvarez • Periodista independiente. En 2013, publicó “Balas por encargo”, una investigación sobre el sicariato en Colombia
por Juan Miguel Álvarez texto publicado por la revista El Malpensante
¿Cómo transcurren los días del Papa Negro en su casa-templo de Pereira? Este perfil de Héctor Escobar repasa cuatro décadas de poemas, ritos, sospechas de asesinato y recuerdos de tiempos mejores para el satanismo en Colombia
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éctor Escobar sostiene su cigarrillo justo donde empiezan corazón y anular. En cada aspirada su mano le cubre los labios y media nariz. Inhala el humo y lo libera lentamente recostado sobre el espaldar del sofá. –La poesía es un acto satánico –sonríe, vanidoso–. Todo acto de creación estética es un acto de rebelión, un gesto demoníaco. El hombre a quien un grupo de intelectuales proclamó Papa Negro en 1967 y que fundó el Santuario Tántrico de Suramérica con el ánimo de venerar al Diablo en la región, el hombre sospechoso de asesinar a casi 200 niños en el Eje Cafetero, no parece particularmente maligno. Es media mañana. Llovió toda la noche y su casa huele a una mezcla de vaho de pavimento húmedo con el rancio olor de un french poodle que da vueltas por ahí. Cerca de los setenta años, Escobar viste camisa de manga corta, pantalón y zapatos de cuero. En el dedo corazón de la mano derecha luce un anillo de plata con terminación de garra felina. Su aspecto es el de un hombre recién bañado, bonachón y muy peludo de las sienes hacia abajo. La fachada de su casa tampoco parece siniestra. Hacia adentro se
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ve la sala, el comedor, un baño, habitaciones, una cocina desarreglada, matas, muebles ajados y cosas parecidas. Estamos en el cuarto de visitas: un habitáculo de paredes enmohecidas de las que cuelgan cuadros de motivaciones ocultistas: caras luciferinas, demonios alados, el Bafomet sobre el Pentáculo o estrella invertida de cinco puntas, todo vigilado por un retrato ambarino de Baudelaire que parece mirarnos. En la mesa de centro hay un tablero astral sobre el cual Escobar lee el tarot, oficio que ejerció durante varios años. A pesar de que su popularidad como ocultista le dio prestigio de oráculo, de un tiempo para acá su clientela desapareció por completo. –La gente ya sabe que está mal –me dice–. No necesita que otro se lo diga. Vivimos una época aciaga.
Con la parodia del Padre Nuestro quería generar en los participantes un efecto psicológico de rechazo de sus antiguas prácticas y creencias. No creas, Juan Miguel, son más de dos mil años en los que el cristianismo nos ha metido su religión. Deshacerse de semejante lavado cerebral no es fácil y burlarse de él es la forma más efectiva”
Antes de esta cita nos encontrábamos con relativa frecuencia en charlas sobre literatura, en fiestas de amigos, en lecturas de poesía o presentaciones de libros y otros actos culturales, y conversábamos sobre comunes devociones literarias. Escobar ha publicado siete poemarios, la mayoría financiados por las oficinas de cultura del departamento o por la buena voluntad de amigos y agremiaciones de escritores regionales: Antología inicial, Testimonios malditos, Florilegio de escándalos y candorosas aberraciones, entre otros, pero él insiste en que la única publicación de verdad es la que acaba de hacerle la editorial mexicana Ediciones Sin Nombre: Sonetos profanos. En casa de una amiga guarda más de cuarenta mecanoscritos apila-
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dos en una esquina de la sala, todos de poesía excepto uno de aforismos y otro de ficciones. Además, existe un cedé en el que grabó con su voz algunos poemas. Su primera composición data de 1963 y desde entonces ha persistido en la escritura día tras día como única forma de vida que encuentra digna. Escobar usa reglas clásicas de escritura. En sus inicios medía los versos por letras, no por sílabas y procuraba que tuvieran el mismo número. Esta rigurosa pauta lograba que el poema se definiera como figura en el espacio de la página. Ahora escribe sonetos, varios de los cuales acostumbra obsequiar a sus amigos, firmados con la rúbrica que termina en la cifra de la Bestia: 666. –Más allá de esos catorce versos, el poema se vuelve farragoso – dice–. El soneto es la forma esencial y definitiva que ha sido usada en todas las lenguas y lo considero la síntesis más completa de la literatura universal. Le hallo similitud con el haiku. Algunos poetas me han dicho que no dejan de sorprenderse con la facilidad de Escobar para armar un soneto del tema que se le venga en gana. Giovanny Gómez, director de la revista Luna de Locos, recuerda que en una lectura de poesía celebrada a comienzos de 2000, el Papa Negro compartió mesa principal con Piedad Bonnett y José Manuel Arango. Mientras el pereirano leía algunos de sus sonetos, el maestro Arango, aterrado, contaba con sus dedos las sílabas de los versos, empezando por el meñique y terminando en el pulgar, para concluir entre dientes: “¡Perfectos!”. Los padres de Escobar llegaron a Pereira a finales de los años treinta provenientes de Andes, Antioquia. Católicos fervorosos, eran adeptos del partido conservador. Se radicaron en Providencia, suburbio de clase media que se estaba construyendo para albergar votantes azules durante la época de la violencia política. En el parque principal la comunidad levantó un busto del fundador del barrio y el templo católico San Cayetano, que con el tiempo se convirtió en uno de los bastiones de la diócesis. Antes de los años sesenta, Escobar era ya un adolescente con curiosidad intelectual y leía tiras cómicas como Mandrake o El fantasma. Pedía libros prestados a sus amigos y trataba de iniciarse en la vida bohemia. A Pereira llegó por aquellos años Iván Marino Ospina, el fundador del M-19, que había estudiado en Moscú becado por la Internacional Comunista. La idea de Ospina era formar una célula guerrillera de corte bolchevique que se solapara en la tranquilidad de un barrio residencial y conservador, para lo cual ningún lugar más apropiado que Providencia. Varios pereiranos de la época recuerdan que Ospina era hombre de sobrado carisma que envolvía con su elocuencia y hacía amigos por todas partes. Muy rápido, logró reunir jóvenes vecinos con
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aspiraciones políticas y artísticas, entre los que estaba Escobar, y les dio clases de marxismo-leninismo. Aquellas reuniones de garaje también sirvieron de tertuliaderos de literatura, música y pintura. Se rotaban libros, bebían, fumaban mariguana y soñaban con subvertir el orden de las cosas. –Ospina nos mostró otro mundo –me dice Escobar–. Música y libros que no se conocían en el pueblito que era Pereira en ese tiempo. Todo lo que nos contaba sobre la vida en otros continentes sonaba asombroso. Entre Nietzsche y Marx, una noche alguien llevó Las flores del mal y fue leído, íntegro, en voz alta. –Verso tras verso crecía la necesidad de drogarnos más y más. Una vez terminado el libro todos estábamos en el piso, mirando a ninguna parte. La sensación fue trepidante, tanto que al otro día comencé a leer a Baudelaire noche a noche durante varias semanas hasta que memoricé cada poema con acento y puntuación. No pasó mucho tiempo para que desligara la motivación insurgente de las ganas de rebelarse contra su realidad. Con Baudelaire como ejemplo, dedicó su tiempo a escribir, a drogarse y tener sexo con mujeres mucho mayores que él, apenas sobre los veinte. No había terminado el bachillerato, no trabajaba en algo que le produjera dinero y tampoco lo quería. Sus padres, que habían sido alcahuetes con los caprichos del niño, toleraban la improductiva vida del adulto. –Yo probaba de todo: desde sedantes y estimulantes de droguería, pasando por el Seconal, después lsd y al final stp, la droga más penetrante de esa época. Si con el lsd conseguía una conciencia exacerbada y sentía que los objetos cobraban vida, con el stp obtuve sensaciones insuperables, delirio por más de 24 horas, casi el triple del efecto del lsd y, literalmente, volé sobre Pereira. En esos estados de “ultra conciencia”, como él los llama, releía a Baudelaire y se sentía cada vez más seducido por las líricas invocaciones al Diablo que se repetían en su mente: “Sé lo que quieras, noche negra o roja aurora; / no hay una sola fibra de mi cuerpo tremante / que no pueda decirte, Belcebú, que te adora”. –Me drogaba y escribía extasiado –dice–. Y esa aversión al Diablo, impuesta por mi educación católica, Baudelaire me la transformaba en fascinación y poco a poco me di cuenta de que mientras más lo entendía, más transgredía las creencias de la gente que me rodeaba y las de mi realidad. Un día, un amigo recién llegado de la selva chocoana le regaló una
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caja de fósforos marca El Diablo que contenía huesos de una cabeza de serpiente. La tarde en que los regó sobre la mesa del comedor, Escobar empezó a moverlos de un lado a otro, a juntarlos, tal vez queriendo entender cómo se armaba la osamenta, y vio que adquirían forma y que guardaban simetría de izquierda a derecha y que, sin proponérselo, conformaban un muñequito en nada parecido a un cráneo de reptil pero sí a un ser con extremidades, cabeza, tronco, cachos, cola y, lo más curioso, senos y pene. Armado el esqueleto, advirtió que tenía la fisonomía del Bafomet de Mendes, la deidad andrógina a la que el cristianismo endilgó la perversión de la humanidad, pero que la masonería se encargó de difundir como un bello ejemplar mitológico. Contó las piezas óseas y descubrió que sumaban 15, el número cuyo arcano en el tarot corresponde al Diablo y cuyos dígitos sumados dan 6 [1+5], lo que para los cabalistas representa la idea del ser eterno u hombre arquetipo. Este 6 elevado potencialmente a los tres mundos de la Cábala reproduce el 666 del relato apocalíptico. Todo esto le hizo creer que la explicación del mito de la serpiente como representación del Diablo en el pasaje del Génesis tenía asiento en la morfología de algunos ofidios, es decir, en una situación verificable. Cuando desarmó la figura y guardó las piezas en la caja de fósforos vio que hasta eso era una coincidencia: aquellas cajas marca El Diablo siempre tenían una bandera de un país en su reverso. La que guardaba aquella osamenta lucía la de Colombia. –Hubiera podido ser cualquier bandera del mundo –me dice excitado–. En mi casa tenía varias cajas de fósforos compradas para encender la estufa y todas venían con banderas de países europeos, africanos, pero la que me había regalado mi amigo tenía la de Colombia. Eran varias casualidades desconcertantes: que fueran 15 huesos, que formaran la figura del Bafomet, que vinieran en una caja de fósforos marca El Diablo y con la bandera de Colombia en el respaldo... –se detiene, toma aire y concluye–: –Me sentí elegido.
Se pararon frente a la casa de Escobar a gritarle “¡Fuera Diablo!”, mientras apedreaban puerta y ventanas
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Por esa época, Escobar había empezado a recolectar piezas artísticas y escenográficas de imágenes ocultistas: cerámicas del dios Pan, acuarelas con efigies de Satán, anillos y collares de plata, capas con alzacuello –tipo Drácula–, piedras de color y geometría curiosa, tableros con signos hermetistas, dagas, mantas, túnicas, cráneos humanos, libros, folletines y artículos que explicaban el ocultismo. Sus piezas más queridas eran tres peces lucífugos disecados de rasgos humanoides –cabeza y extremidades como las de una persona– que, según él, habían sido hallados en el Pacífico. Pero fue hasta el momento en que leyó la crónica que narraba la historia de la fundación de la Iglesia de Satán en San Francisco cuando este rompecabezas empezó a tomar forma. El texto, que había sido publicado en una revista gringa y rebotado por las agencias de prensa, detallaba que durante la noche del 30 abril de 1966, la noche de Walpurgis, Anton Szandor LaVey se había autoproclamado el primer Papa Negro del siglo XX celebrando una misa negra. Escobar pensó en hacer algo parecido. Tenía lo necesario: el rito podía copiarlo de la crónica, el altar podía ambientarlo con sus piezas ocultistas, y sus amigos cercanos –entre los que había periodistas, abogados, ingenieros, médicos de su edad o un poco mayores, todos literatos– ya se mostraban interesados en seguirle la corriente. Una pareja, incluso, había aceptado ser casada por el rito satánico como hecho central de la celebración. Lo más importante para Escobar, en todo caso, era que la osamenta que armaba el Bafomet podía apreciarse como el esqueleto del Diablo y resultaba ideal como imagen de culto. Eran los primeros días de noviembre de 1967. Adecuaron el escenario en un finca ubicada en el paraje de Cerritos, en la vía Pereira-Cartago. Cerca de la media noche, Escobar se puso un capuchón blanco sobre una túnica negra, los demás quemaron una mezcla de azufre e incienso para producir el nauseabundo olor que le atribuyen al demonio y forraron las paredes con tela negra. Después del mantra ofrendado al esqueleto del Diablo y la lectura de textos de Eliphas Levi –francés del siglo XIX, padre del ocultismo moderno–, una joven desnuda que ofició como sacerdotisa se paró frente a un altar decorado con velas y un cuadro de Afrodita. Enseguida, Escobar inició la oración
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final que los asistentes corearon: “Satán, padre nuestro, emperador de los infiernos, enaltecido sea tu nombre, húndenos en los eternos y profundos círculos de tu reino, donde el hombre, olvidado de Dios, se recobre al fin de sus miserias”. Luego, dio un cuchillo al hombre y una copa vacía a la mujer. Él puso la hoja filosa dentro de la copa y ella la levantó. Finalmente, Escobar sentenció: “Id al Diablo y glorificad el mal”. Y glorificar el mal fue beber, drogarse y celebrar una orgía. La unción de esta primera pareja le dio al poeta la proclamación de Papa Negro. –Con la parodia del Padre Nuestro quería generar en los participantes un efecto psicológico de rechazo de sus antiguas prácticas y creencias. No creas, Juan Miguel, son más de dos mil años en los que el cristianismo nos ha metido su religión. Deshacerse de semejante lavado cerebral no es fácil y burlarse de él es la forma más efectiva. De aquella primera ceremonia se publicó una crónica en El Tiempo titulada “El gran gurú invita a la locura. Relato de una misa negra”, firmada por César Augusto López Arias, reportero pereirano. Esta publicación, al contrario de lo que se temía, no causó mayor revuelo en la ciudad. Alfonso Gutiérrez Millán, ex notario, contemporáneo de Escobar y uno de sus mejores amigos, me dijo que la dirigencia política y la Curia sí se habían indignado públicamente pero no porque le profesaran temor al Diablo o a sectas satánicas, o porque le tuviesen respeto al ocultismo del poeta –que apenas comenzaba–, sino porque la crónica daba a entender que el hecho central de la celebración había sido una orgía con vino y mariguana. Me dijo, también, que en el común de la gente se había suscitado lo contrario: el morbo por estas bacanales con jovencitas se esparció como el humo y no hubo semana de allí en adelante en la que Escobar no recibiera peticiones de conocidos y desconocidos para que los invitara a sus rituales, que continuaron celebrándose con frecuencia, ya no en fincas o propiedades de amigos sino en su casa, en Providencia. En una de esas celebraciones, un viernes en la noche, la mujer que oficiaba de sacerdotisa, tras beber una cantidad de yagé que su cuerpo no toleró, estalló en furia o en pánico, se paró del altar gritando y salió corriendo por las calles del barrio, enloquecida. Escobar y otros asistentes, que lucían túnicas negras con capuchón, salieron en su persecución hasta alcanzarla y regresarla a la casa, dando tumbos. El suceso no duró más de diez minutos, suficiente para que los vecinos vieran todo.
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Al otro día, varias personas indignadas o impresionadas o asustadas por lo que habían visto, e impelidas por el sermón del cura del barrio –y hasta por líderes locales del partido conservador–, se pararon frente a la casa de Escobar a gritarle “¡Fuera Diablo!”, mientras apedreaban puerta y ventanas. Otros más clavaron guaduas terminadas en puntas afiladas detrás de los muros del patio de la casa del poeta para evitar que escapara saltando por el solar vecino. Por el techo le arrojaron perros, gatos y gallinazos en descomposición, y le bloquearon la salida con bolsadas de ceniza y basura pútrida. Escobar no intentó salir ni enfrentarse con la muchedumbre. Aguardó hasta el final de la misa de seis del domingo, la de mayor concurrencia, y a que los feligreses salieran del templo, para pararse en el atrio ataviado con la túnica negra y lanzarles una maldición mientras los señalaba: “¡Morirán habitantes del barrio Providencia! ¡Morirán! ¡Cuando las luciérnagas sean plantadas en la obscuridad del espacio en entredicho!”. Dio media vuelta y tomó calle abajo. A media noche, los vecinos vieron hombres con capuchas portando escobas encendidas como antorchas que plantaron en los potreros aledaños al templo San Cayetano y que amanecieron humeantes. Dos o tres días más tarde, un habitante de Providencia murió de una enfermedad repentina y a la semana siguiente otro más fue atropellado por un automóvil mientras caminaba por Libaré, suburbio distante de Providencia unas treinta cuadras. Estos dos hechos hicieron que la gente comenzara a creer en la eficacia de la maldición de Escobar. Así que desenterraron las guaduas y recogieron las bolsas malolientes de la entrada de la casa del poeta y no volvieron a meterse con él. Los rituales continuaron y cada vez era más la gente que participaba de ellos. Anécdotas y detalles se escuchaban en calles, parques y cafés de Pereira. Llegados los años setenta, el relato de las actividades del Papa Negro ya había sido publicado en otros periódicos regionales como La Patria de Manizales y en revistas de amplio tiraje como Cromos, Vea y Q’hubo en la semana. La fama de Escobar creció nacionalmente. En 1975 fue invitado por los organizadores al Primer Congreso Mundial de Brujería que se efectuaría en Bogotá en agosto. La invitación formal le pedía hacer parte, explicar en qué consistían sus doctrinas y celebrar una misa negra. El poeta aceptó. Semanas más tarde, cuando la programación salió impresa y se difundió por los medios de comunicación, la Curia de Bogotá puso el grito en el cielo. Cuando le pregunté a Escobar qué había ocurrido, me explicó: –Dijeron que no lo podían permitir, que una cosa eran las prácticas de brujería popular, astrología, quiromancia y similares, y otra muy distinta celebrar ritos satánicos y actos diabólicos en Bogotá. Si la organización insistía en mi participación para llevar a cabo el rito, los curas harían todo lo posible para boicotear el congreso.
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Meses después voló la noticia de que reporteros peruanos habían venido a Pereira a filmar una misa negra presidida por Escobar y celebrada en la antigua sede de las Hermanas Franciscanas, edificación decimonónica con ventanales de piso a techo. Los porteros de la casona dijeron que habían visto entrar a varios hombres con cámaras junto a hermosas jovencitas, que escucharon extrañas oraciones, músicas raras y gemidos entre dolorosos y placenteros. Los políticos que prestaron el lugar, cuestionados por haberlo hecho, respondieron en la prensa que ellos no sabían que las cámaras de televisión filmarían una misa negra. El caso es que este rumor generó tal escándalo público que el obispo de Pereira, Darío Castrillón Hoyos –hoy cardenal recientemente jubilado– buscó al poeta y lo invitó a su palacio. Solo ellos saben qué fue lo que conversaron. Escobar me dijo que entablaron discusiones sobre esoterismo, ocultismo, el bien y el mal, y cosas parecidas. Algunos amigos del poeta, sin embargo, me explicaron que el poder de negociación política que ya detentaba Castrillón Hoyos fue usado para convenir con Escobar prudencia y reserva en sus celebraciones ocultistas. Con acuerdo o sin él, transcurrió un tiempo en que los rituales de Escobar se celebraron sin consecuencias públicas. Hasta que en 1983 la prensa local reveló un caso que rodaba en el das en el cual un tipo apodado Canuto denunciaba al Papa Negro por “robo de conciencia y robo de alma”. Canuto, docente universitario y contertulio de Escobar, tras haber participado en varias ceremonias, había comenzado a sufrir alucinaciones: en las noches y a los pies de su cama veía a Escobar en forma de vampiro como si lo estuviera vigilando, sentía golpes extraños que rebotaban en las paredes de su habitación y decía que en el día lo acosaban sombras. Para agravar el asunto, familiares suyos respaldaron lo de los sonidos inexplicables de la habitación y contaron, además, que hubo una ocasión en la que el profesor se quedó mirando un punto fijo en la pared durante varias horas, sin pestañear. Luego de días en una clínica de reposo, Canuto puso la denuncia. Tras el interrogatorio que el investigador le hizo al Papa Negro y una inspección del templo y de su casa, el caso fue archivado. Una tarde, 25 años después de este incidente, hablé con Escobar en un restaurante del centro de Pereira. Lucía un sobretodo negro y había cambiado el anillo de garra felina por uno que terminaba en el Pentáculo. Le pregunté por los rumores que alimentaban su mito. Por ejemplo, el relato sobre los objetos que de forma inexplicable se movían en medio de una ceremonia o el que recordaba a los dos vecinos de Providencia muertos después de que él lanzara la maldición. Para todos me dio una explicación científica, como si a pesar de su creencia y de sus invocaciones a Satanás o a cierto tipo de espiritualidad ocultista estuviera convencido de que la realidad, de cualquier forma, es cartesiana.
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Cuando salimos del restaurante, caminamos con parsimonia unas cuadras del centro de Pereira. Durante el trayecto, varias personas lo miraban con actitud de curiosidad o de respeto. Algunos se cambiaban de acera y establecían un cerco protector, otros agachaban la cabeza, alguno se persignó casi ante nosotros y unos más lo saludaron efusivamente. Escobar se encontraba acostumbrado a estas reacciones de la gente. Más que acostumbrado, me parecía que se sentía congraciado, muy cómodo: estos gestos eran la prueba de la vigencia de su mito. Al concluir la década de los ochenta y en los primeros años de los noventa, las historias del Papa Negro colombiano ya habían dejado de ser novedad editorial y poco o nada se publicaba sobre él. Era una época, además, en la que Escobar pasaba por su madurez como escritor y vivía de la notoriedad como lector del tarot. Los problemas con sus vecinos se habían evaporado tras el paso de dos décadas. Providencia había dejado de ser un impasible suburbio residencial y estaba transformándose en una activa zona de panaderías, restaurantes, asaderos, bares, graneros y carnicerías. Muchas de sus casas dieron paso a torres de apartamentos, cuyos residentes desconocían la tradición satánica del lugar. Así que no era raro ver a Escobar paseando a su perrito. Este período de calma en la vida del poeta terminó cuando das, Sijín y Fiscalía expresaron públicamente que los principales sospechosos de las desapariciones de niños en el Eje Cafetero y parte del Valle del Cauca eran integrantes de sectas satánicas. De ahí en adelante, el poeta fue objeto de sucesivas trampas con las que intentaron cazarlo. Parte de la estrategia de los investigadores consistió en enviarle adolescentes de minifalda y tacón que se le presentaban como interesadas en ser iniciadas en el satanismo. Al ver que Escobar no accedía, enviaron mujeres entre los treinta y los cincuenta años de edad con la misma historia. Tampoco les funcionó. Como último intento, le enviaron muchachos veinteañeros y tampoco lo lograron. –En varias de esas ocasiones, yo intuía que las peticiones que las mujeres me hacían no eran honestas –me explicó–. Por las palabras, por el discurso, por la forma en que me miraban, por todo. Se notaba lo postizo. Si alguna de ellas me logró engañar, nada se llevó porque yo les decía en qué consistía el satanismo y de qué forma podían iniciarse, y eso no tenía nada que ver con sacrificios humanos o con asesinatos en rituales. De todas formas, antes de que la fuerza pública atrapara a Luis Alfredo Garavito, responsable de violar y asesinar a casi 200 menores, la prensa volvió a ocuparse del poeta: un extenso reportaje publicado en el semanario neoyorquino El Especial –por aquellos días el de más alta circulación entre hispanos– contó que él hacía parte de siete papas negros alrededor del mundo reconocidos por la Iglesia de Satán. La
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revista española Año Cero escribió sobre las sospechas que tenían las autoridades colombianas de que Escobar estuviera detrás de las frecuentes desapariciones de personas y crímenes horrendos que se estaban cometiendo en la región cafetera de Colombia. Der Spiegel envió a un corresponsal hasta Pereira para entrevistarlo. Y Eccehomo Cetina, reportero colombiano, en su libro El rastro del Diablo le endilgó una “responsabilidad ética” en la proliferación de manifestaciones satánicas en el país, incluidos asesinatos, desapariciones y delitos hasta el momento sin motivación aparente. Este retorno a la prensa del Papa Negro coincidió con el renacimiento de varios subgéneros del heavy metal fundados en ideas satánicas y góticas. Gran parte de una generación de rockeros aún con acné empezó a sentirse identificada con los lúgubres lemas de sus héroes de
Si no se tiene suficiente fuerza mental, las prácticas satánicas pueden confundir al iniciado y hacerlo ver otra realidad, y eso fue lo que le ocurrió a la Mona. Además de la Clozapina, me obligaron a no volverla a involucrar en los rituales”
pared, con los luctuosos ropajes que lucían sus bandas preferidas, con la literatura de Tolkien, Lovecraft, Wells, con los juegos de rol y con la predilección por los vampiros. Esta coincidencia propició el encuentro entre Escobar y estos muchachos. El poeta les resultaba un ídolo al que se podía acceder con solo tocar la puerta de su casa. Algunas bandas con cierto prestigio nacional y local, entre ellas Internal Suffering, Antichrist, Mefisto, tomaron sonetos de Escobar, les pusieron música y les dieron vida como canciones. No pocas veces Escobar fue invitado a sus conciertos para que pasada la media noche, en pleno show, leyera poesía a una muchedumbre enfebrecida por la velocidad y fuerza del sonido eléctrico. Para el cumpleaños número 66 del poeta, algunos de ellos le organizaron una reunión. Asaron carne, tomaron cerveza, escucharon metal,
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fumaron mariguana y leyeron poesía. –Son jóvenes que empiezan su vida artística con la música, pero los que realmente tienen inclinaciones intelectuales terminan leyendo literatura –me dijo Escobar–. Ése es mi logro. La proyección de mi obra poética está en ellos. Si a mí me admiraran tres viejos inteligentes y eruditos, cuando yo muera no habría nada qué hacer, mi poesía moriría con ellos. Pero si mis lectores son jóvenes, mi poesía estará en ellos a lo largo de toda su vida. Una mañana visité a Escobar en su casa. Quería conocer la habitación donde oficia sus rituales. Su pareja, conocida como la Mona, me abrió la puerta y cuando le pregunté por el poeta emitió un sonido gutural y agudo, ininteligible, me dio la espalda y se internó en la casa. Casi de inmediato, llegó él, me saludó con gentileza y me invitó a seguir. Parado en la sala, vi a la Mona deambular de un lado a otro, fumando; daba la impresión de estar enajenada. Escobar me llevó al templo: un recinto de dos metros por tres, lleno de polvo y telarañas en las esquinas del techo, que olía a orines concentrados. En los rincones se acumulaban cagarrutas de ratón. En el piso, extendida, destacaba una tela roja con el Pentáculo, presidida por dos candelabros delgados de un metro de altura. Imágenes de Satanás colgaban de las paredes. La sensación que me dio era como si esa habitación estuviera a punto de desmoronarse (para ser justos, la segunda vez que fui al templo, lo vi pulcro, sin telarañas y sin heces de roedor). –Esto es, Juan Miguel –me dijo y en el tono de su voz noté un asomo de humildad–: lo tengo lo mejor que puedo. Lástima no tener plata para pintar las paredes y hacerle algo de mantenimiento. Salimos. Y de nuevo vi a la Mona, esta vez sentada en un mueble de la sala, con la mirada en otra parte, escuchando vallenatos por radio. Seguía fumando. Escobar, pese a mi insistencia, no quiso decirme cómo se habían conocido ni cómo se habían vuelto pareja. Según parece, la relación data de cuando él ya era el Papa Negro. La Mona, llamada Soley Salazar e hija de familia socialmente reconocida en la ciudad, acudió a Escobar para consultarle sobre su futuro. Pocos días después vivían juntos. El poeta era un tipo seductor, bien parecido; ella, una rubia menuda y atrevida. En adelante, la Mona fue la sacerdotisa de los rituales del Papa Negro. En varias fotografías de artículos de prensa de aquellos años se le alcanza a ver entre túnicas blancas siguiendo indicaciones de Escobar. El poeta notó que yo no dejaba de observarla. –En la Pereira de los años sesenta –me interrumpió–, la Mona fue la única que no tuvo prejuicios y que alentó mi camino sin ponerme
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trabas ni objeciones. Desde entonces vivimos juntos y va a ser así hasta que alguno de los dos muera. Le conté que todos sus amigos insistían en que la Mona estaba loca y que chismes de barrio especulaban que había sido poseída por el Demonio, que ella era el puente entre los dos mundos y por eso vivía abstraída, como la veía ahora. Escobar se incomodó, me miró a los ojos y me dijo que eran habladurías, que la psiquiatría había explicado hace años las posesiones diabólicas. –Los médicos le diagnosticaron trastorno bipolar, una patología caracterizada por crisis maníacas y depresivas. Para equilibrarla, le recetaron de por vida un píldora diaria de Clozapina. Le pregunté entonces cómo se le manifestaban esas crisis. Escobar caviló un poco antes de responderme. –Ella empezó a caminar sin sentido dentro de la casa y repetía frases inconexas todo el día, vivía atemorizada con alucinaciones repetidas, decía que veía caminar al Diablo afuera de su habitación, que le hablaba. Gutiérrez Millán, el ex notario, y otros personajes que participaron en los rituales de Escobar me habían explicado que lo que se vivía allí dentro era “fuerte”, que las invocaciones y el discurso que el Papa Negro exclamaba y el tono dramatizado “realmente hacían olvidar lo que había de la puerta para afuera”, y si a eso se añadía el consumo de mariguana o de anfetaminas o de ácidos era indispensable tener fuerza mental para no zafarse. Ante mi silencio, Escobar añadió: –Si no se tiene suficiente fuerza mental, las prácticas satánicas pueden confundir al iniciado y hacerlo ver otra realidad, y eso fue lo que le ocurrió a la Mona. Además de la Clozapina, me obligaron a no volverla a involucrar en los rituales. Hubo un nuevo silencio que él rompió para decir con voz pausada: –La culpa que tuve en esta cuestión la estoy pagando y, como te dije antes, será así hasta que alguno de los dos muera. Solo me faltaba una cosa por ver. Yo quería que Escobar armara el esqueleto del Diablo frente a mí. Se paró con rapidez y fue por él. Al tiempo, me dijo con voz excitada: –Esa figura, sin exageraciones, es muy significativa y valiosa en el ocultismo contemporáneo, es como un hallazgo de la antropología fantástica. A su regreso, puso un tablero que contenía el dibujo del Árbol Se-
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firótico o Árbol de la Vida y que, según Escobar, casaba en tamaño y proporción con la osamenta. Regó los huesos y empezó a construir la figura empezando por la cabeza. Juntando pieza con pieza, su mano derecha comenzó a temblar de forma incontrolable. Le pregunté, bromeando, si tenía principios de Parkinson y, sin entonación, me dijo que no, que era la figura la que lo hacía temblar, que siempre que la armaba se le descontrolaba el pulso. Al verlo construido, corroboré que los huesos encajaban y se extendían sobre las ramas del Árbol Sefirótico. Los colmillos eran los cachos, dos huesos de la mandíbula hacían las veces de brazos, dos huesos que no distinguí eran las patas caprinas, y el resto formaban, uno por uno, el rostro, las costillas, dos senos, el pene y la cola. Sin mucho esfuerzo, se notaba la efigie andrógina del Bafomet de Mendes. El poeta me preguntó cómo me parecía. No supe qué decir. Muy bonita pero nada más. Igual no estaba convencido. Ante mi silencio, Escobar me dijo: –Si el mito de representar a Satán como una serpiente solo fuera un símbolo o una alegoría bíblica, ¿por qué con los huesos de la cabeza de esta serpiente puede armarse la figura del Bafomet? –y me lanzó una mirada interrogante, como si no se tratara de una pregunta retórica sino que estuviera perplejo de verdad. Una noche de sábado, Escobar llegó a mi apartamento acompañado por una mujer de 25 años, muy atractiva. Vestía jeans, blusa y botas, toda de negro. La mujer sabía de música y de literatura, recitó algunos versos de Antonio Machado, y seguía el ritmo de las canciones con sus dos manos, como si tocara una marca sobre un redoblante y un charles. Escobar, mientras tanto, hojeaba los libros que yo tenía sobre la mesa de la sala. Esa noche se despedían. La mujer viajaba para Nueva York dos días después y, según sus palabras, no regresaría a Pereira. Su relación había comenzado tiempo atrás, cuando ella lo buscó después de una lectura de poesía en la Universidad Tecnológica de Pereira. Vestida con el atuendo de rockera gótica, se le acercó y lo saludó con admiración. Le confesó el gusto por su poesía y le pidió que le autografiara un libro. Escobar le puso la firma y le siguió la conversación. Después de algunos minutos, la charla se volvió un desahogo en el que ella le describía sus continuos cambios de ánimo, la inevitable sensación de vacío que llenaba sus caminatas por el centro de la ciudad y que la avasallaba, y esa necesidad de encerrarse en la música cada vez que entraba a su casa: cuando quería calmar su desasosiego, le había dicho, escuchaba deathmetal; cuando quería estimularse, sentir desenfreno y vértigo, ponía Bach, Albinoni y las sonatas de Beethoven. Por aquella época, vivía con su abuela en una casa cercana a la de Escobar. Sus padres, divorciados, habían emigrado a España y le giraban
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dinero para su manutención. Tras varias conversaciones con el poeta, se sintió seducida por sus doctrinas y le pidió que la iniciara. De allí en adelante, aquella mujer se convirtió en la sacerdotisa del Papa Negro, hizo parte de varios ritos y concibió un tipo de amor entre paternal y pasional por su mentor. Tiempo después de que me visitaran, Escobar me mostró unas fotos que la joven sacerdotisa le había enviado desde Nueva York. Aparecía semidesnuda, con un maquillaje que la asemejaba a una vampiresa y gestos de satisfacción. Cada imagen tenía un mensaje al respaldo. Todos insistían en lo mismo: la distancia entre los dos, la lejanía de las ciudades pero la cercanía en el pensamiento, el vacío que la agobiaba y cosas así. El poeta trataba de explicarme que ella lo había considerado su redentor, el guía que le había mostrado cierto camino certero en un momento en que se sentía atrapada. Le hice ver que los mensajes parecían traducir otra cosa: que ni siquiera en la capital del mundo lograba llenar ese vacío que decía sentir. Ni siquiera el satanismo parecía paliar completamente su carencia vital. –Tienes razón –me dijo–. Cada cual responde por su destino. Vivimos en una época para la que no hay redentores y los héroes son de supermercado. Vivimos en un mundo sin libertad personal. Todo está jodido. Ni el Diablo es una solución. Y después, trasgo, se quedó callado.
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Apertura
La más bella y cruel de las profesiones Redacción Albedrío
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ulio César Aguilera dice que no ha encontrado mejor medio para conocer a las personas, para acercarse a ellas y vivir una realidad social de primera mano que la fotografía. Gracias a ella transmite alegrías, tristezas; lo bueno y lo malo del ser humano, así como de la vida misma, sobre todo una razón de ser y de existir. “Esta es la más bella y cruel de las profesiones”, así lo considera. Egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UACH, tuvo sus inicios en la fotografía alrededor de los 16 años con cámaras de formato 110. Sin embargo, fue cuando ingresó a la universidad que encontró la manera de mostrar y documentar las situaciones sociales que le inquietaban a través del fotoperiodismo, cuenta. Su trabajo ha sido publicado en medios nacionales e internacionales. Participó en Italia con una exposición y presentó su trabajo en Nueva York, Argentina y Holanda. Actualmente colabora en una exposición fotográfica sobre derechos humanos en torno a las desapariciones forzadas en Monterrey y Tamaulipas. Publica su trabajo en la Agence France Presse.
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Ensayo
La distopía de un lenguaje universal por Carolina Ordaz Pereyra
Carolina Ordaz Pereyra • Estudiante de la Licenciatura en Literatura Hispanomexicana en la UACJ
La pluralidad lingüística nos presenta un infinito de opciones para acercarnos a la vida
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En el mundo, la pluralidad de lenguas hace que cualquiera sea incapaz de comprender a la mayoría de las personas que viven en él. Sólo podemos comunicarnos con aquellos que viven próximos a nosotros, lo que crea pequeños grupos culturales. Un sentimiento persistente es el de imaginar una lengua universal, donde estos impedimentos del lenguaje no existan, sentimiento que se agrava en el clima actual de la globalización. Podemos conjeturar que no existe una lengua que funcione mejor que otra, si fuera así, todos la adoptaríamos como propia, dejando morir a las demás. Borges, escritor argentino, aborda esta problemática de una forma contrariada. Primero, en algunas entrevistas que se conservan de él, reflexiona que el inglés es más expresivo que el español, debido a que la formación de los adverbios respeta la palabra original que tiene significado, mientras que el español deja éste en segundo plano al añadir una larga terminación. Por ejemplo, en inglés, darkly, conserva la palabra con significado en el centro y la terminación toma sólo una pequeña parte de la atención del lector; mientras que en español la misma palabra, “oscuramente”, se ve rebasada por el –mente de la terminación. Otra opinión, es la que nos comparte en el ensayo, “El idioma analítico de John Wilkins”, donde reconside-
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ra la posibilidad utópica que propone este personaje, de una lengua universal y expresiva por sí misma. Aquí, Borges califica las lenguas existentes como igualmente inexpresivas. Se plantea que este nuevo lenguaje utópico resumiría el camino normal de adquisición del lenguaje; normalmente tenemos que conocer tanto el significante (la representación fonética) como el significado de una palabra o signo lingüístico, por lo que el idioma de Wilkins propone que la propia palabra exprese su significado dentro del significante, o sea, se alcanzaría una armonía perfecta entre ambos. Esta es la propuesta del idioma de Wilkins, que “cada palabra se defina a sí misma”, en una especie de metalenguaje. Este tipo de metalenguaje estaría formado primero por un monosílabo, que representaría a una de las cuarenta categorías en que Wilkins divide el mundo, luego seguiría una consonante hablando de las diferencias de los objetos y por último, una vocal cargando la especie a la que pertenece la cosa. Por consiguiente, todas las palabras en este lenguaje serían de cuatro letras o por lo menos los sustantivos que referencian un objeto animado o inanimado, una lista bastante amplia tendría que reducirse a estos parámetros. Existen, puntualiza Borges en este mismo ensayo, otros idiomas desarrollados posteriormente 1 que siguen este método, por ejemplo el de Bonifacio Sotos Ochando de 1845 y el de Letellier de 1850. Ellos pretendían igualmente, crear un lenguaje que se pudiera aprender rápido, que fuera más lógico que los existentes y que llegara a ser universal. Hay que reconocer que este tipo de lenguaje alimenta la necesidad humana de buscar un origen lógico a las palabras, llevando el placer que nos causa comprender la etimología, las derivaciones o la composición de las palabras, al nirvana. Incluso cuando nos complace albergar la idea de una lengua universal tan informativa y lógica como la planteada por Wilkins, algunas objeciones son inevitables. La primera y más obvia ya expuesta por Borges, es la clasificación del mundo en cuarenta categorías. Ésta resulta tan arbitraria como el lenguaje mismo o la categorización enciclopédica alfabetizada, lo que no nos hace avanzar mucho, es decir, que para aprender tal lenguaje sería necesario memorizar tal clasificación. Aun cuando se base en un entendimiento científico del universo, esta categorización se influencia por la cosmovisión del clasificante (en este caso Wilkins, pero aplica para cualquiera), lo que la vuelve individual y subjetiva, y no universal. En este caso, por ejemplo, la clasificación de Wilkins que resultaba científica en su época, hoy nos parece ridícula
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El humano no se detiene a preguntarse la naturaleza del objeto que va a nombrar, ¿o es acaso que es incapaz de reconocerla? Simplemente, nombra como se le antoja, y de esa forma reclama como su propiedad la realidad”
además de teológica. Por lo tanto, se puede asegurar que tal división cambiará a la par que la humanidad avance y, en consecuencia, siempre será provisional. El segundo problema no sorteado por este idioma (ni ningún otro afín), es que al forzar la significación de cada letra en la palabra, se rompe la doble articulación del lenguaje y esto encarece las posibilidades lingüísticas de las que se nutren todas las lenguas. Esta doble articulación se refiere a la capacidad de la lengua de combinar primero letras o fonemas para formar palabras, siendo las combinaciones virtualmente inagotables, pues las letras no significan nada y sus combinaciones sólo siguen unas pocas reglas flexibles. Como consecuencia de este rompimiento, las veintiséis letras del alfabeto latino (el más usado en el mundo y en el que, en general, se basa el idioma de Wilkins), no alcanzan para representar las cuarenta clasificaciones, es por eso que se ve obligado a convertirlas a monosílabos, combinación que abre posibilidades, sin embargo, ¿estas veintiséis posibilidades serán suficiente para describir las diferencias de los objetos? ¿Y las vocales, que son cinco, las especies? Es evidente que si queremos nombrar la realidad con especificidad, no serán suficiente; lo que nos deja con un lenguaje bastante ambiguo e incapaz de mezclar letras al antojo y necesidad del hablante, quien crea nuevas palabras. Además de restringir al hablante la formación de palabras nuevas, lo obliga a apegarse a describir el mundo con sólo cuarenta categorías, esto crea una rigidez mental única dentro de los lenguajes. La lengua es un organismo vivo que cambia según los requerimientos y realidad de los hablantes; este lenguaje nos orilla al uso de los homónimos, llamar con el mismo nombre dos objetos distintos. Aunque éstos son utilizados regularmente por las lenguas, ya que el hablante es capaz de diferenciarlos basándose en el contexto en el que son utilizados; su exceso crearía invariablemente una ambigüedad, ni beneficiosa, ni práctica.
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A pesar de estos inconvenientes, para Borges sí es posible crear un idioma global. La idea de Wilkins de un metalenguaje, lo atrae singularmente, pues brilla al nombrar el objeto al mismo tiempo que se define, o sea, se apega a su forma a su naturaleza. Casi ineludiblemente, la modernidad dio una respuesta a esta utopía, el inglés. Es más que evidente que es lo más cercano que existe y existirá a una lengua universal, esto no es debido a que el inglés sea más expresivo que las demás, ni más eficiente, es simplemente circunstancial. Son los comerciantes, los que se ven más afectados por estas barreras lingüísticas, por eso se adoptó la lengua del dominante económico y comercial, en este caso Estados Unidos; consecuentemente, el inglés se utiliza como una lengua puente para comprenderse unos a los otros. Debemos remarcar que cualquier lengua pudo haber tomado su lugar en otras circunstancias, este devenir histórico no se debió a que el inglés fuera particularmente funcional para nombrar la realidad o el mundo de los negocios, en realidad es igualmente funcional o disfuncional que las demás lenguas. El hecho es que todas las lenguas son traducibles entre sí, aunque a veces se tenga que recurrir a perífrasis o incluso metáforas para alcanzar el mismo significado, y de esto se aprovecha la sociedad y el inglés. Resulta paradójico que la comunicación lingüística sea la herramienta más apta que tenemos para expresarnos y que la mayoría del tiempo resulte bastante inexpresiva. Sólo es necesario tomar un ejemplo cotidiano, de esos que abundan, donde uno no sabe cómo expresar lo que piensa o siente, para darse cuenta de lo estrecho que resulta el lenguaje para describir el mundo exterior e interior. Éste se instituye en la naturaleza humana como el instrumento que nos permite adueñarnos de la realidad. Sólo hasta que es nombrado el objeto es que éste existe para el hombre, cuando se le observa de verdad, es decir, que si algo carece de nombre, no existe, no es importante para el humano y lo excluye de su mundo. Un ejemplo importante en la historia que ilustra la situación, es el “descubrimiento de América”. Antes de los europeos, este continente existía, pero no había sido nombrado por ellos. Es hasta que lo nombran que llega a formar parte de su mundo, incluso no
El lenguaje en todas sus variaciones es una enunciación de la realidad o representación de la misma, concluimos que cada uno de éstos representa una interiorización diferente de la realidad” 73
respetan el nombre particular dado por aquellos hombre que ya poblaban la tierra, ni atienden a sus características particulares al nombrarlos. Específicamente, estos habitantes se autonombraban mayas, incas, mexicas; pero eso no importaba pues no es hasta que se les nombra indígenas que, para el hombre europeo, toman un lugar en su mundo, hasta que ellos los nombran. Paralelamente, el hombre llega a un mundo donde todo le preexiste: el árbol, la piedra, los animales… y decide “nombrar” para apoderarse de esa realidad. El hombre es un extranjero en la tierra que desea apropiarse de todo lo que ve, sin preguntarse si esto le pertenece o no. Por esta razón, dependiendo de la realidad que cada civilización ha visto o vivido es como ésta ha utilizado el lenguaje, la herramienta común de apropiación. El humano no se detiene a preguntarse la naturaleza del objeto que va a nombrar, ¿o es acaso que es incapaz de reconocerla? Simplemente, nombra como se le antoja, y de esa forma reclama como su propiedad la realidad. Hasta el momento no se ha encontrado la lengua perfecta, aquella que nombra el objeto según su naturaleza. Nos podemos preguntar si esto es incluso posible.2 Pero, si aceptamos que el lenguaje en todas sus variaciones es una enunciación de la realidad o representación de la misma, concluimos que cada uno de éstos representa una interiorización diferente de la realidad. La realidad, inasible, es reducida a palabras, y si todos compartiéramos las mismas, es evidente que nuestro entendimiento sería el mismo. Aquí yace la riqueza de la pluralidad lingüística, la enunciación de la misma realidad en una forma diferente, nos permite asir un poco más del mundo, ya que todos concordamos que ninguna lengua arranca la verdad del objeto. Apropiarnos o desapropiarnos de él dándonos cuenta de que algo existe, o que el nombre que yo le doy no es compartido por todos, es decir, no le es propio, el objeto no es mío completamente. La pluralidad lingüística nos permite ver el mundo con otras palabras, a través de otra cultura, pero más importante, nos permite vernos a nosotros mismos en nuestra incomprensión. Es por esto que, aunque la presencia de una lengua puente, como el inglés, nos trae beneficios evidentes, es imperante cultivar la riqueza de lenguas, éstas son el medio para reconocer a la humanidad dentro de una misma realidad extranjera, y no una sola lengua “universal”.
1. Wilkins propone su lenguaje en 1664. 2. Platón, en su diálogo, Cratilo, aborda este problema y propone que todas las lenguas enuncian según la naturaleza del objeto, o tratan de hacerlo, sin embargo su instrumento es el que cambia, es decir las letras o fonemas. Lo que demuestra la problemática centenaria. Bibliografía • Borges, Jorge Luis, “El idioma analítico de John Wilkins”, en Otras inquisiciones. Alianza editorial, Madrid, 2008, pp. 154-161. • Ávila, Raul, La lengua y los hablantes. Trillas, México, 4ª edición, 2007, 190 pp.
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Breve introducción al concepto de género por Daniela Ramírez Estrada
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entro de los estudios feministas la primera en utilizar el concepto de “género” fue la antropóloga Gayle Rubin en 1975. Rubin propone que género es la agrupación de normas bajo la cual una sociedad convierte la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en la que se complacen esas exigencias humanas que han sido transformadas. Es decir, se vincula a la presencia de una sistematicidad femenina construida sobre el sexo como acto anatómico (Cobo, 2005).
Daniela Ramírez Estrada • Licenciada en Sociología
El género se toma como una norma de jerarquización que otorga espacios y reparte medios a hombres y mujeres dentro de un sistema social en el que yace esta sistematicidad femenina. Dicho sistema social será denominado por el feminismo y su teoría con la categoría de “patriarcado” (Cobo, 2005). La necesidad del feminismo por definir la naturaleza del patriarcado, con el fin de fortalecer la noción de que las demandas personales de aquél son características, ha causado, en ciertas ocasiones, que se explore un camino hacia una generalidad inapelable o en su defecto, imaginaria de la organización de sometimiento usual de las mujeres. Ahora, si bien la aseveración de un patriarcado genérico se ha quedado sin acreditación, la idea de una definición normalmente compartida acerca de las mujeres, la terminación de aquel escenario ha sido mucho más complicada de llevar a cabo. La alternativa bipartita de lo femenino y lo masculino no sólo es el escenario único en el que pueda admitirse esa característica, sino de cualquier otra manera la especificidad de lo femenino sale de su contexto por completo y se distancia tanto metódica como políticamente de la constitución de
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El cuerpo entonces se muestra como recurso imperturbable sobre el cual se ciñen los conceptos culturales. Sin embargo, el cuerpo es en sí mismo una edificación, como lo son la vastedad de cuerpos que llegan a constituir el terreno de los sujetos con género etnia, clase, raza u otras vertientes que asimilen relaciones de poder y que constituyan la identidad, lo que provoca que la idea determinada de identidad sea incorrecta. Toda sociedad se encuentra conformada por individuos y la existencia de éstos se interpreta al momento de ubicarles en los grupos a los que pertenecen. Estas existencias no pueden ser definidas por sí mismas de manera particular, es preciso exhibir las estructuras sociales a las que dichos individuos se encuentran adscritos con el fin de comprender su representación singular. Las sociedades no están graduadas solamente gracias a la presencia de las clases sociales, pues éstas no son las únicas que disponen los grupos sociales que se encuentran jerarquizados e irregulares en cuanto al sitio social que ocupan y a la utilización de los medios. Tanto el género, como la cultura, la etnia, la orientación sexual o la raza, entre otros, establecen modos de estratificación de los que surge la constitución de grupos con conflictos de sometimiento social o inferioridad cultural, económica y política (Cobo, 2005). Asimismo, es necesario tomar en cuenta que a partir de esta perspectiva, tanto varones como féminas se encuentran determinados en cuanto a términos el uno del otro y no sería posible alcanzar el pleno conocimiento del uno o del otro a través de análisis totalmente separados. Como lo tratan Conway, Bourque y Scott en su artículo Introducción: El concepto de género, el simple hecho de habitar un mundo que es intervenido por los dos sexos puede entenderse a través de una diversidad interminable de formas, dichas interpretaciones y los prototipos que establecen actúan en un ámbito social, así como en el individual (1987). La creación de formas culturalmente adecuadas relativas a la conducta de las mujeres y los hombres es una función primordial del dominio social y es intercedida por la complicada interacción de una amplia gama de instituciones sociales, religiosas, políticas y económicas. Al igual que las instituciones económicas elaboran las formas de comportamiento y de percepción que
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relacionamos con los pensamientos de clase, las instituciones económicas y las sexuales ejercen una relación recíproca (Conway, Bourque, Scott, 1987). Los límites que el género representa, de igual forma que pasa con los de clase, se delinean con el fin de proporcionar una amplia variedad de funciones tanto económicas como políticas y sociales. Actúan no sólo en el cimiento material de la cultura sino de igual forma en el universo concebible del que lo produce. Las reglas del género no se encuentran siempre explícitas, frecuentemente se transfieren de forma implícita por medio de símbolos o, incluso, del habla. De igual forma, un lenguaje determinado con respecto al género media en la forma en que se comunican las cosas. (Conway, Bourque, Scott, 1987). La declaración de que el género se encuentra edificado propone cierta precisión de descripciones de género abonadas en cuerpos anatómicamente distintos y se estima que éstos son destinatarios inactivos de una ley cultural ineludible. En el momento en que la cultura adecuada que erige el género se comprende en función de esta ley o la agrupación de leyes, es así que el género aparenta ser tan imprescindible e inalterable como lo era bajo la declaración de que la biología es el “camino”. En esta situación es la cultura la que se vuelve el “camino”. El cuerpo entonces se muestra como recurso imperturbable sobre el cual se ciñen los conceptos culturales. Sin embargo, el cuerpo es en sí mismo una edificación, como lo son la vastedad de cuerpos que llegan a constituir el terreno de los sujetos con género. La situación que nos plantea que el sexo o el género se encuentran inalterables o emancipados está en función de un alegato que pretende circuns-
Se entiende por género la identidad que una persona adquiere en cuanto a su feminidad o masculinidad en función de su sexo, puesto que a partir de aquél se constituye como sujeto capaz de relacionarse y coexistir en sociedad en el día a día a partir del bagaje cultural que se le atribuye acorde al grupo (mujer u hombre) al que pertenece 78
cribir el análisis o sostener algunos fundamentos del humanismo como las suposiciones previas para cualquier estudio de género. El punto de lo que no se puede tratar o manejar, en cuanto al sexo o al género, o en la concepción misma de edificación, proporciona una inferencia de las alternativas culturales que permiten o no impulsarse a través de una comparación trascendental. Los confines de dicho análisis reflexivo en cuanto al género permiten las oportunidades de ordenaciones concebibles y posibles del género dentro de la cultura y las toman como propias. Esto no significa que absolutamente todas estas oportunidades de género se encuentren abiertas, sino que los confines de una experiencia reflexivamente definido. Esos límites siempre se instauran dentro de términos de un discurso cultural supremo fundamentado en estructuras bipartitas que se expresan como el lenguaje de la lógica universal. De esta manera, se crea el impedimento dentro de lo que ese lenguaje asume como el campo concebible del género. Incluso al momento en que los científicos sociales tratan el género como un agente o una extensión del análisis, de igual forma se refieren a individuos representados como una marca de desemejanza biológica, cultural y gramatical. En estas situaciones, el género puede asumirse como cierta concepción que logra un cuerpo que se encuentra ya diferenciado sexualmente, sin embargo, incluso en tal caso, dicha significación existe tan sólo en relación con otra distinta. En ciertos casos dentro del feminismo aseveran que el género es un vínculo o un conjunto de vínculos y no una cualidad particular. En otros, aducen que sólo el género femenino se encuentra marcado, que el individuo universal y el género masculino se encuentran relacionados y como resultado determinan a las mujeres en términos de su sexo y transforman a los hombres en poseedores del carácter universal de individuo que trasciende el cuerpo. Una posición feminista humanista puede sustentar que el género es una característica de un ser humano personalizado esencialmente como un elemento anterior al género, designado como una persona, que denomina una disposición universal para el análisis, la reflexión moral o el lenguaje. Sin embargo, la percepción universal de la persona ha sido reemplazada como el inicio para una teoría social del género debido a las posiciones históricas y antropológicas que toman en cuenta al género como una relación entre individuos que se encuentran compuestos socialmente en contextos determinados. Dicho enfoque relacional o contextual indica que lo que el individuo es y lo que el género es siempre es concerniente a las relaciones edificadas en las que se constituye. Como un hecho inestable y contextual, el género no se determina a un sujeto sustancial, sino a un punto referente de unión entre grupos de relaciones tanto históricas como culturales pero determinadas. Se entiende entonces por género, la identidad que una persona adquiere en cuanto a su feminidad o masculinidad en función de su sexo, puesto que a partir de aquél se constituye como sujeto capaz de relacionarse y coexistir en sociedad en el día a día a partir del bagaje cultural que se le atribuye acorde al grupo (mujer u hombre) al que pertenece.
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