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"La mudanza incesante" teoría y crítica literarias en Alfonso Reyes // Víctor Barrera Enderle
Podría iniciar este ensayo decretando un hecho casi irrefutable, a saber: que El deslinde, a pesar de ser solo los prolegómenos, fue y es todavía el peldaño más alto en el intento por concretar una teoría literaria en Latinoamérica. Sin embargo, tal afirmación requeriría una revisión, aunque sea somera, de lo hecho en este campo del conocimiento en América Latina antes y después de la obra magna alfonsina. Asimismo, cabría cuestionarse por el abandono del proyecto sistematizador de Reyes, eso, sin embargo, se verá más adelante…
Alfonso Reyes publicó El deslinde en 1944, luego de dos años de revisión y corrección del texto. La fecha es importante, no solo para una periodización alfonsina, sino porque representa, además, el pináculo de la sistematización y especialización de los estudios literarios en América Latina. Pero ¿qué hay detrás de El deslinde, tanto en la producción ensayística de Alfonso Reyes, como en la agencia crítica latinoamericana? En lo concerniente a Reyes, estaban casi cuarenta años de relación personal con el fenómeno literario. Esta etapa culminó, según mi perspectiva, con la publicación, en 1942, de La experiencia literaria (bajo el título original de Coordenadas) en Buenos Aires. En este punto, Reyes pretendió dejar una etapa de su escritura y comenzar otra: “Ya me cansé de las cosas meramente impresionistas que he hecho durante mi adolescencia”. Con esta confesión hecha a Amado Alonso en 1940, el escritor regiomontano manifestaba ya la necesidad de una producción sistemática y permanente de su quehacer crítico. Y realmente ya no tenía ninguna “excusa” para no emprender su afán de sistematización epistémica. Su labor diplomática y su estancia en el exterior habían terminado en 1939; se encontraba en México, con todos sus libros y fungiendo como director de la Casa de España (futuro Colegio de México).
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La cuestión residía en crear un discurso epistémico que, de paso, legitimara los modos de conocimiento en Latinoamérica. El asunto era asaz complicado y remitía a una problemática antigua, más precisamente: al tema de la independencia cultural. Y es aquí donde cabría la otra proposición de la pregunta sobre los antecedentes de El deslinde.
El cuestionamiento por una escritura propia ha sido constante, al menos desde la Bibliotheca Mexicana, de Juan José Eguiara y Eguren en el siglo XVIII, donde el intelectual novohispano respondía tardíamente a una acusación de “barbarie”, hecha al nuevo mundo por Manuel Martí, quien afirmaba que el entendimiento no se debía buscar en América, porque allí sólo se encontraba “la exuberancia”. También lo hallamos en la escritura de José Joaquín Fernández de Lizardi, y, obviamente, en los empeños liberales de Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, Francisco Pimentel y Guillermo Prieto, entre otros. Y en el ámbito continental, en la pluma de Andrés Bello, quien declaró la independencia de las letras con su “Silva a la agricultura de la zona Tórrida” en 1826, o en la primera antología de la poesía hispanoamericana hecha en Valparaíso, en 1846, por Juan María Gutiérrez y bellamente bautizada como América poética. El problema de la barbarie como inherente a la América hispana lo había puesto sobre la mesa Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo (1845): ¿civilización o barbarie? o ¿barbarie como civilización? La dicotomía parecía funcionar; pero la solución propuesta por el intelectual argentino, no. Sin embargo, creo que la plenitud de esta búsqueda se ubica de manera plena en dos nombres: José Martí y José Enrique Rodó. En ambos se dio, aunque de manera distinta, la preocupación por una escritura y reflexión hispanoamericanas, así como el temor por la propagación del pragmatismo e imperialismo norteamericano.
Martí encausó el ansia de independencia política que anhelaba para su país a la “república de las letras”: no podía haber literatura hispanoamericana, nos advertía, si no había Hispanoamérica. La independencia política debería proveer los materiales y las circunstancias necesarias para la creación de una literatura propia. Sin embargo, la inestabilidad política de muchos de nuestros países, así como la consolidación de oligarquías y dictaduras en otros, dificultaron sobremanera la producción literaria: la mayoría de los autores debía ejercer otras labores político-sociales. En mi opinión, no fue sino hasta la llegada del modernismo, que tuvo en otros factores, la implementación de los modelos capitalistas en algunas urbes del subcontinente, cuando se puede ya hablar de una creación propiamente hispanoamericana, que apropia ciertos elementos de la literatura gala, rearticulándolos en una nueva forma de invención. Y es en este ejemplar modo discursivo donde se desarrollan las reflexiones de Martí y Rodó, quienes, a pesar de sus afanes de emancipación, mantienen una matriz que continuará en nuestros principales intelectuales del siglo XX, y, entre ellos, obviamente Reyes, a saber: la defensa de la dimensión estética en la obra literaria, y que tiene su antecedente más inmediato en las Cartas para la educación estética del hombre (1795), de Friedrich Schiller. Aquí es necesario reparar brevemente en el Ariel de Rodó, pues en él se plantea magistralmente la problemática de la emancipación cultural de América Latina. De los tres personajes de La tempestad de Shakespeare, el crítico uruguayo se centraba en dos: Próspero y Ariel. Ariel es la juventud hispanoamericana y Próspero, el viejo maestro espiritual que representa el pasado grecolatino y renacentista. A Calibán lo vinculaba con el pragmatismo yanqui. La opción para la juventud latinoamericana era muy clara: entre el imperialismo pragmático de los boyantes Estados Unidos y el pasado “glorioso” de Occidente, al que teníamos derecho por nuestro mestizaje, la balanza se inclinaba completamente hacia la vieja Europa.
Gran parte de este proyecto estético-ideológico fue retomado en México por el Ateneo de la Juventud, donde Reyes iniciaba su producción crítica al lado de intelectuales como Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Carlos González Peña, Antonio Caso y otros. Esta nueva agrupación buscaba la erradicación de los estudios positivistas impuestos en México por Gabino Barreda y el renacimiento de los estudios humanísticos, de allí que las prédicas del Próspero de Rodó hayan calado tan profundo en sus plumas. Los afanes ateneístas coincidieron con los festejos del centenario de la independencia y con los inicios de la Revolución mexicana, por lo que inicialmente se pueden mencionar dos obras importantes creadas a instancias de esta heterodoxa institución: la Antología del Centenario (1910), que contaba con el respaldo de Justo Sierra y la pluma experta de Luis G. Urbina, y la Escuela de Altos Estudios, que tuvo una breve existencia, y en la cual Reyes ocupó una cátedra y la subsecretaría. Ambas empresas fueron desmanteladas con la Decena Trágica, donde cayó el general Reyes, precipitando la salida de su hijo Alfonso hacia Europa, e iniciando un periodo de desplazamientos intelectuales y diplomáticos muy importantes para la producción ensayística alfonsina. En París, Reyes entró en contacto con el auge residual del modernismo hispanoamericano, que había hecho de la capital francesa su locus amoenus. Era el París de Nervo, Lugones, Darío, y era también el lugar donde se había publicado, en 1911, Cuestiones estéticas, la ópera prima del joven escritor regiomontano que fue antecedida por un prólogo de Federico García Calderón a guisa de presentación del autor al mundo intelectual hispanoamericano. Luego vinieron los años españoles, los del Centro de Estudios Históricos, bajo la dirección de Ramón Menéndez Pidal, y en donde Reyes encontró la tradición de la filología española a la que reformó con sus estudios sobre Góngora y su versión moderna del Cid. Fue también por esos años, más específicamente, en 1917, cuando publicó su ensayo poemático Visión de Anáhuac, el mismo año, por cierto, de la aparición, en Madrid, de La vida literaria en México, de Luis G. Urbina. Ambos textos presentan un punto en común: la incorporación del mundo prehispánico; en Visión de Anáhuac, Reyes rearticulaba la fascinación y la disformidad de las crónicas de la conquista, y desde allí recreaba un mundo otro, cercano y lejano a un tiempo: era el pensamiento náhuatl: claro y sereno lo que estaba detrás de las descripciones alfonsinas. Luis G. Urbina iniciaba su texto con el lugar común de la dependencia de las letras mexicanas a la literatura española, pero encontraba en la matriz indígena una posible diferencia: la melancolía, el dolor y la necesidad de tener que expresarnos y pensarnos con el idioma del conquistador.
Así, mientras nuestro país se destruía y reconstruía en la Revolución mexicana, se iniciaba en el exterior una gran difusión de nuestras letras, sobre todo en países con gobiernos populares, como el de Hipólito Irigoyen en la Argentina, y, antes, el de Batlle y Ordóñez en el Uruguay. La década de los veinte significó el triunfo de Álvaro Obregón y con él, Vasconcelos, a cargo de la Secretaría de Educación, promovió el viejo anhelo ateneísta de la educación popular y democrática: su proyecto influyó, gracias a la política exterior y al gran número de intelectuales que ejercían como embajadores, en el resto del continente y se vio reflejado en el aprismo de Raúl Haya de la Torre en el Perú y, quizá también, en la apropiación marxista de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, donde se incorporaba la realidad indígena como parte constitutiva del ser latinoamericano. Los veinte también son los años de los Seis ensayos en busca de nuestra expresión, de Pedro Henríquez Ureña que, al igual que la Vida literaria en México, buscaba la “expresión auténtica de nuestro ser”, sin pensarnos ya como un apéndice de las culturas metropolitanas. El esfuerzo de Vasconcelos, Henríquez Ureña, Urbina, Mariátegui, era doble, por una parte, pretendía “edificar” una cultura y una literatura propias, y, por otra, estaba, al mismo tiempo, fundando nuestra tradición crítica. La pregunta de base: ¿existía, como realidad, una literatura latinoamericana? Se aplicaba perfectamente a la producción crítica. Esta agencia doble es fundamental para entender empresas como la de Alfonso Reyes, pues manifiesta la plena conciencia de la intelectualidad latinoamericana por la necesidad de la construcción de un aparato teórico-crítico capaz de dar cuenta de nuestra realidad y nuestra situación (de)pendiente de Occidente.
Esta preocupación ontológica continuó en la década de los treinta, a pesar de los golpes de estado reaccionarios, que sufrieron varios países del continente, y se manifestó en obras como Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada o El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos. En nuestro país, el gobierno de Lázaro Cárdenas promovió la creación de espacios dedicados a la especialización de las humanidades, como la Casa de España (hoy Colegio de México), de la cual, como ya he mencionado, Alfonso Reyes fue director al regresar definitivamente a México en 1939. Esto es lo que había, a grandes rasgos, detrás de la producción sistemática alfonsina que, a mi parecer, se inicia con La experiencia literaria que es, a un tiempo, principio y fin de una etapa de la escritura de Alfonso Reyes. El libro es el resultado de una relación personal para con el fenómeno literario de casi cuarenta años, pero igualmente es el inicio de un estudio sistemático del mismo. Por ello, no es casualidad que se inicie con un ensayo (“Hermes o de la comunicación humana”) sobre el problema de la comunicación, que pone en claro la oposición entre oralidad y escritura, dando, de manera engañosa, prioridad al habla, pero sabiendo que la escritura es la base de cualquier proceso civilizador. En otro texto, “Apolo o de la literatura”, se sugiere la condición del fenómeno literario: trabajar con ficciones, utilizando la imaginación, es decir, elaborando una fenomenografía del ente fluido. El problema de la legitimidad de la crítica, de nuestra crítica, es abordado en el “Aristarco o anatomía de la crítica”. Y el otro asunto importante, la creación, es referido en “Jacob o idea de la poesía”, vista por él como liberación perpetua. Estas son las nociones básicas del pensamiento literario alfonsino, las cuales están en movimiento perpetuo, en una mudanza incesante, como él gustaba llamar al estudio del fenómeno literario. Para articularlas, Reyes creó una categoría ontológica capaz de dar cuenta de nuestra situación en Occidente: la inteligencia americana, es decir, una especie de síntesis cultural entre la realidad local y la de los centros metropolitanos, pero con una ventaja en nuestra parte, esto es, el conocimiento de dos culturas, la nuestra y la de ellos, lo cual nos daba un carácter internacionalista que ampliaba nuestra cosmovisión.
Esta experiencia literaria es el hipertexto de El deslinde, pues, y aquí cito el prólogo de esta obra: “Era inevitable, primero, porque la tarea que con este libro inauguro obedece al anhelo de organizar las notas dispersas de mi experiencia; segundo, porque nada conocemos mejor que la experiencia propia...” Según mi perspectiva, el proyecto sistemático de Alfonso Reyes trabaja con las nociones de creación, crítica y teoría, según las entendía el ensayista regiomontano, pero principalmente con la doble agencia creación/crítica, donde la primera es condicionante y la segunda condicionada. Las nociones poseen movilidad y funcionan sobre algunos conceptos básicos, a saber: la intención estética, el uso de la ficción y la literatura como agencia metal noética. El medio que utilizó Reyes para iniciar su proyecto fue la fenomenología (esto a través de su relación con José Gaos), de la cual se apropia para “encerrar entre paréntesis” al fenómeno literario. La apropiación es fundamental, pues implicaba una rearticulación de una metodología ajena a nuestras circunstancias y no una mera aplicación. Puesto que en este afán trabajaba sólo con su propia experiencia y toda experiencia es una interpretación, su teoría sería la culminación de su relación personal con la literatura; así, en un acto desafiante decidió eliminar al interlocutor, es decir, a los centros productores de conocimiento, y dejar de lado igualmente a las citas, para empezar de cero: “Nuestra América, heredera hoy de un compromiso abrumador de cultura y llamada a continuarlo, no podrá arriesgar su palabra, si no se decide a eliminar, en cierta medida, al intermediario”.
De la fenomenología (que le ayuda a validar su empresa teórica) tomó Reyes las nociones de lo noético (el pensar) y lo noemático (lo pensado) para explorar a lo literario como agencia del pensamiento. Y para hacer más productivo su uso, cambió el término Fenomenología por el de fenomenografía del ente fluido, dejando claro que su “objeto” trabajaba no con verdades, sino con ficciones que igualmente se construían con elementos de la realidad. Pero al mismo tiempo que marcaba las diferencias con el discurso filosófico husserliano, se iba percatando que su estudio penetraba cada vez más en el terreno de la lingüística, es decir, en el problema del lenguaje. Al entender que la literatura es parte del lenguaje, infería un valor comunicacional añadido al puramente estético, pues encontraba una doble valoración, tanto semántica como lingüística. Para Reyes el lenguaje no era sólo un instrumento lógico, poseía un triple valor: gramático, fonético y estilístico, o retórico, según el trivium medieval, con lo que de paso negaba la univocidad del lenguaje. Así, comenzaba por diferenciar a la literatura de otras agencias mentales: la historia y la ciencia de lo real, y lo hacía utilizando el concepto de ancilaridad: o la literatura al servicio de otros discursos. De esta forma empezaba a describir los préstamos y empréstitos que la literatura hace a otras disciplinas. En pocas palabras, denunciaba lo no literario, y a través de ello iba sugiriendo lo literario. Deslindaba lo literario a través del concepto de ancilaridad. El problema inició cuando cayó en la cuenta (desde el primer capítulo del libro) de que tendría que hacer fijaciones semánticas para evitar repetir los errores de Aristóteles (“la dolencia aristotélica” o la falta de un vocabulario especializado): tendría que elaborar un lenguaje técnico inequívoco (paraloquio) distinto al lenguaje común (coloquio). Sin embargo, muy pronto se vio en la necesidad de apelar al lenguaje común (como el uso del término “literatura”), es decir, de términos polisémicos y regidos por la convención. Entonces la diferencia entre lenguaje común y especializado se adelgazaba peligrosamente; al mismo tiempo se fue percatando de que los elementos que constituían un supuesto lenguaje literario: figuras retóricas, niveles ficcionales, etc., estaban en los otros discursos (incluso constituían su ancilaridad) y que el uso de ellos no significaba la concreción de una obra literaria, lo cual hacía ver que la literatura (al igual que el resto de los discursos) estaba dentro del lenguaje y por lo mismo no era un “mensaje trasparente” (como diría Barthes años después). Creo que Reyes, en su intento por elaborar una teoría literaria, demostró lo contrario: la imposibilidad de su realización; a su intento gramatizador del lenguaje literario lo desbordaron la dimensión retórica, el elemento ficcional y la dimensión estética que no pudo unir a las otras.
Cuando llega al final de su obra, cayó en la cuenta de que su labor deslindante había sido desbordada por este mar que es el lenguaje y que la especificidad literaria no podía asirse ni mucho menos reducirse a definiciones o clasificaciones, pues ello equivaldría a hacer preceptiva y eso es algo que Reyes evitó toda su vida. Lo específico literario terminó por disolverse en el lenguaje. Y de esto daría cuenta años después en Al yunque, libro póstumo que reunió varios ensayos escritos después de El deslinde, en los cuales la problemática del lenguajes ya patente, como su discurso de toma de posesión de la presidencia de la Academia Mexicana de la Lengua.
Pero si su teoría no se concretó, sí desarrolló, según mi perspectiva, una teoría crítica (mudanza incesante). Él estaba consciente de que el ejercicio del criterio era una operación eminentemente moderna, pero ligada al mundo clásico grecolatino, de donde extrajo los niveles de su crítica: impresión, exégesis y juicio. La teoría crítica alfonsina parte de la agencia doble creación/crítica, la cual es valorativa y rigurosa a un tiempo, donde hay una flexibilidad en el uso de metodologías, ya sea historicista, psicológica o estilística. Reyes entendía que la crítica había tenido un desarrollo muy ligado a la creación, al igual que esta surgía de lo colectivo y se convertía en el cuestionamiento del acto creador, superando así el “ingenuo disfrute”, y propiciando el diálogo, mismo que posibilitaba un desarrollo intelectual mayor, pues evitaba que la metodología oscureciera el objeto. La exégesis es la vía para la utilización de cualquier tipo de metodología y por lo general se desarrolla en el ambiente académico, de allí su función: la enseñanza y la conservación. El juicio es la corona del criterio, es producto del genio, pues coloca a las obras en el marco de la cultura, manifestando de paso, la función del crítico dentro de la sociedad.
Esta teoría crítica articula ciertos elementos, entre lo que distingo a la relación dialogante entre la crítica y su objeto, la cual permite al último mostrar sus múltiples significaciones, evitando las reducciones y el silenciamiento de la ora. La lectura como actividad, que implica participar de un código y de un lector implícito. La lectura crítica de Alfonso Reyes es una acción doble, pues por una parte da cuenta de la articulación de la obra y por otra la va conectando con otros discursos culturales más amplios; en el caso de la lectura realizada en El deslinde es negativa, en el sentido que le da Paul de Man, en cuanto se percata de los desplazamientos de la cognición lógico-gramatical por los factores retóricos. Esta lectura muestra que la literatura no es un mensaje trasparente y que en ella hay mucho de indeterminación imposible de resolver por medio gramaticales o “lógicos-matemáticos”. La crítica y sus escalas, es la utilización movible que hacía Reyes de los niveles ya referidos: impresión, exégesis y juicio, aquí se muestra la importancia de la interpretación y el papel del crítico. Lo específico literario: Reyes veía a la literatura como una actividad del espíritu, que se ocupaba de un suceder imaginario, aunque integrado por los elementos de la realidad, único material disponible, es decir, que no sólo era mimesis (que es sólo un tropo retórico), sino que existía una intención estética que guiaba su concreción; así, para Reyes, de existir lo específico literario habría de buscársele en el acto noético, en la intención y no en el lenguaje. Y finalmente, la ficción explicativa: elemento articulatorio utilizado para elaborar su discurso crítico, es el uso de la imaginación en las descripciones y reconstrucciones del estudio del fenómeno literario, y le servía, además, para cubrir lo oscuro del lenguaje. El concepto de ficción era fundamental para Reyes, no sólo por ser un elemento constitutivo (aunque no exclusivo) del fenómeno literario, sino por su carácter de “verdad sospechosa” que aportaba otras estructuras a la conciencia de lo real. Todos estos elementos son movibles y evitan, dentro de lo posible, convertirse en metodologías rígidas. Son parte de la mudanza incesante.
Para concluir, podríamos dividir en dos partes la problemática alfonsina. Por un lado, estaría el sujeto Reyes, es decir, la búsqueda del intelectual latinoamericano por producir conocimiento desde América Latina, procurando crear espacios para la especialización de los estudios humanísticos. Esto sería entonces la culminación de los primeros cuarenta años del siglo XX, que representaron el afán de la agencia crítica latinoamericana por consolidar las tradiciones literaria y crítica. En esta nueva fase, Reyes representa la salida del intelectual de los quehaceres políticos contingentes.
La segunda parte se referiría a la imposibilidad teórica y partiría con la pregunta ¿por qué abandonó Reyes su gran proyecto de la teoría de la literatura? Entre otros elementos, destaco el enfrentamiento con el lenguaje como el principal impedimento para la concreción. Reyes llegó al problema del lenguaje por experiencia propia: esto es, al querer ordenar las “notas de su experiencia”, pues toda experiencia es una interpretación. Resalto también la dificultad para unir la dimensión estética (tan fundamental en el pensamiento crítico alfonsino) con las estructuras lingüísticas de la ejecución verbal, pues a medida que avanzaba se iba percatando de la dilatación entre el referente y la enunciación literaria, y el supuesto a priori literario se fue desvaneciendo.
El afán sistematizador, le exigía reparar en las propiedades del lenguaje, de la escritura, y esto, a su vez, lo llevaba al cuestionamiento de la compatibilidad entre los valores estéticos y las estructuras lingüísticas que producían dichos valores.
Alfonso Reyes buscaba el fin estético y lo que encontró fue la dimensión retórica. Pero en ese “fracaso” encontramos uno de sus principales aciertos: poner sobre la mesa un conflicto que todavía no se resuelve: el inmanentismo literario y la relación de la literatura con los demás discursos culturales. Por ello creo que su mudanza incesante es aún muy productiva.