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Mis años sin ti, por Cris Villarreal Navarro

Mis años sin ti

Cris Villarreal Navarro

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EN EL TERCER DÍA de combates recurrentes, salió de casa en una noche iluminada por el fuego de la metralla. No tuvo problemas para encontrar al general Ampudia que se encontraba a la retaguardia de los combatientes por la Plaza del Mercado. Al reponerse de su estupor por verla otra vez vestida de capitán y montada a caballo, casi arrancándose la barba de chivo, vociferó ante unos militares que parecían de alto rango y que Marije no conocía: –¿qué les pasa a las mujeres de esta ciudad que no se quedan recogidas en sus casas? Por ahí, en una azotea anda la señora Sosaya atendiendo a los soldados. Ya le envié órdenes para que se retirara, corre gran peligro, pero no entiende. También me han llegado informes que otras mujeres voluntarias andan en medio del campo de batalla, ayudando a los heridos, llevando agua hasta a los propios enemigos, arriesgando sus vidas. ¿Quién les dio permiso de salir a la calle? ¡Solas y en la noche y en medio de una guerra! ¿Qué clase de ciudad es esta que no controlan a sus mujeres? El sonido de una explosión cercana impidió que Marije escuchara sus órdenes. Sólo captó que ahora no se trataba de andar payaseando pasando revista a la tropa.

Marije, que ya había advertido que más que una admonición dirigida a ella era un patético desplante de autoritarismo melodramático que estaba montando para los militares de alto grado que lo acompañaban, decidió retirarse. Inclinó su cabeza en señal de despedida cuando lo vio insuflando su pecho en actitud marcial y gritarle que todavía no había terminado. Con un dejo inquisidor, machacando las palabras y ondeándole el dedo índice en su cara, le ordenó que regresara de inmediato a su casa junto con su ridículo peón.

Marije, que no se había enterado de la presencia de Elpidio que la había seguido de cerca en un burro con todo y la bacinica de porcelana: –¡Por Dios, Elpidio! –Ay la niña, yo por ayudarla, qui del miedo dan ganas, le dijo en voz baja. – ¿Pero cómo se te ocurre portarla en la cabeza? –Taba bien limpia y pos, pa´ protegerme de las balas.

Renuente a recibir órdenes de ese gobernador que Santa Anna les impuso desde la Capital, con la altivez que la caracteriza, hizo la finta del retorno, pero cabalgó por una calle lateral al área de las refriegas hacia las trincheras de La Ciudadela que era el reducto donde en estos momentos con mayor fuerza se centraba la defensa. Ahí se albergaban cientos de soldados y era donde había visto el mayor número de cañones, más de treinta llegó a contar en su pasada visita incluidos los salientes ubicados en las cornisas. Los sonidos de la artillería, el fuego de los fusiles, se intensificaban y se sentían como oleadas de truenos que estallaban al impactar las casas.

El amanecer de ese día 23 había sido agónico. Desde temprano no se escuchaba la caída de un alfiler. El reinicio de las hostilidades se postergó por horas y las tropas mexicanas permanecieron inmóviles en sus puestos, comiéndose la angustia, a la espera del primer cañonazo que se escuchó a eso de las diez de la mañana, como preámbulo a la llegada de toda la artillería pesada. Desde esa hora hasta este momento los enfrentamientos no habían parado.

En el camino había recorrido la caótica línea de defensa por el sur de la ciudad que Ampudia, inexplicablemente, había dejado casi abandonada. Mientras cabalgaba, por atajos conocidos, en medio del desorden buscaba con la mirada al perene causante de sus extravíos y no dejaba de maldecir al caribeño autor de tanto descalabro. Cómo era que no había atendido las atinadas sugerencias que los ingenieros militares le hicieron. Decenas de veces le señalaron que las tropas se debían haber ubicado en Marín, para desde ahí detenerlos y evitar el avance enemigo. Nunca dejarlos entrar a la ciudad, por su obstinada necedad aquí los tenían encima y ahora para sacarlos...

Al llegar a La Ciudadela, por la parte trasera del fuerte cuadrilátero, se bajó del caballo y amarró las riendas en el tronco de un árbol a una corta distancia. Se colocó en una trinchera junto a varios muchachos seminaristas que reconoció en medio de la humareda. Semanas antes los había visto en la Plaza de Armas recibiendo entrenamiento militar.

Los gritos de: “¡parque!” la conminaron en seguida a ocuparse en ayudar a acarrear y repartir municiones entre los soldados que agotaban sus cargas. Un oficial, que en días anteriores había visto acompañando al general Mejía y que al escuchar a otros soldados hablarle supo que se llamaba Carlos, se le acercó para ofrecerle un paliacate. Le indicó que se cubriera la nariz y la boca para protegerse del humo y del intenso olor a pólvora quemada. Entre el fragor de la batalla le gritaba atropelladamente que la defensa era un total desastre, que el impresentable de Ampudia, de repente, también había desmantelado por completo la vanguardia armada que se había posesionado en el frente oriental dando una total vía libre a los norteamericanos. Ya lo sabía.

En resumidas cuentas le repitió, entre gritos, lo que nadie acababa de entender: que a los yanquis se les estuvieran dando todas las facilidades para que avanzaran tranquilamente por las goteras de la ciudad, desplazándose sin oposición por los sembradíos hacia el occidente y que libremente se hubieran adelantado por el rumbo del Topo Chico, los Urdiales, hasta ubicarse en el rancho San Jerónimo, a la salida a Saltillo.

Salvo la valerosa defensa del coronel Nájera y sus lanceros, se les había suministrado casi sin impedimentos la toma del Obispado. Los soldados de la guarnición que lo defendía fueron abandonados a su muerte. No recibieron ningún refuerzo. De eso también ya estaba al tanto.

Otro soldado que, entre el constante estruendo del combate, disimuladamente se acercaba para escuchar la conversación, intervino diciendo que Ampudia tenía que haber sabido de ese desplazamiento. –El General solía subir a la torre de la Catedral para observar con sus catalejos la aproximación del ejército invasor, cómo no se iba a dar por enterado del número de regimientos enemigos que estaban dando la vuelta a la ciudad para entrar por el occidente. Los tres se miraron con desconsuelo. Marije se separó para dirigirse hacia los cajones de municiones y continuar con el reparto.

En una de esas vueltas por más parque, con el humo de las explosiones picándole en los ojos, al estarse acomodando el paliacate advirtió en una de las zanjas a un oficial pelirrojo que la miraba con insistencia. Respiró profundo y sonrió para sus adentros. Qué júbilo de muchacho, un indómito Don Juan que en pleno fuego cruzado encuentra ánimos para el romance. De que los hay…

Lo único que sacó en claro de lo que alcanzó a oírle al tal Carlos fue que los bruscos cambios de planes de Ampudia creaban un completo desconcierto entre los soldados. Apenas implementaban una orden, cuando recibían otra que contradecía la anterior. Este bizarro escenario se estaba repitiendo ahora mismo cuando las tropas en esta fortificación, en estos momentos el más importante bastión de la defensa, acaban de recibir la orden de retirarse e ir a concentrarse con las otras fuerzas en las plazas de Armas y la de la Carne, mandándolas prácticamente al matadero porque ahí, encajonados, no tendrían forma de ver por dónde atacarían los yanquis, ni barricadas para defenderse.

En un movimiento maquinal, que denotaba la rabia y desesperación que la abatía, se empezó a mesar sus largos cabellos con la mano izquierda preguntándose: ¿Por qué cualquiera de nuestros jefes militares, que con toda seguridad tienen que estar al tanto de lo que está ocurriendo, no le mete un tiro y toma el mando? ¿Qué está sucediendo Antonio de las medidas emergentes?

Con los ojos acuosos, cegados por el humo, con la garganta intoxicada por el polvo quemado de la metralla y con los estruendos perseverantes rebotando en sus oídos hasta creer sentirlos sangrar, percibía progresivamente el arrecio de la lucha, más reñida y más sangrienta. En medio del combate, vio una muchacha a quien creyó identificar como a una de las hermanas Arista y recordó lo dicho por el generalete. Esta joven se desplazaba peligrosamente entre las tropas atendiendo a los gritos de ¡agua! Ofrecía jarritos que rellenaba del cántaro que cargaba a los suyos y se cruzaba hacia el terreno enemigo, en medio de constantes escaramuzas. Ante los que la veían con desconfianza, daba del vaso un pequeño trago para que se convencieran de su buena fe. ¡Qué valor y qué orgullo de mujer! Como que las balas la esquivaban.

De retorno al centro, de reojo buscaba a su Antonio de uniforme, a quien no alcanzó a ver en la trinchera que defendían sus compañeros de armas. Cabalgando por la Calle del Roble dio vuelta al poniente por Matamoros y se dirigió hacia el Obispado. Tomando los atajos laterales lejos de las hostilidades, le tomó como una hora cabalgar hacia la loma y regresar por la calle de la Nuevas Quintas.

Llegó al rumbo de la Plaza de Armas, que en ese momento sostenía fuego cruzado, por la rivera del Río. En estado de alerta dejó a Ónix a dos cuadras de distancia por el rumbo del Hospital. Caminando, se dirigió hacia la parte trasera de la Catedral donde divisó al padre Sepúlveda parado junto a su caballo. Estaba semiescondido junto a la casa sacerdotal y al verla le hizo señas de que se acercara a una barricada vecina. Marije asintió con la cabeza.

Caminando con dificultad entre escombros de sillar y losetas levantadas, al aproximarse a él se inclinó en el movimiento rutinario de besarle la mano. En el mismo instante sintió cómo el cuerpo del padre se le venía encima derribándola hasta los adoquines. En un segundo, una ráfaga de metralla pasó sobre sus cabezas. Todavía con el cura sobre ella, que batallaba para bajarse la sotana, todo intimidado: –Perdona hija, pero nomás alcancé a ver el fogonazo, le susurró al oído.

Impactados por la que se acababan de librar, se arrastraron hasta el tronco de un árbol caído por el convento de Santa Rita. El Padre, con cara de gran susto, le gritaba que los sacrílegos ya habían profanado el Palacio del Obispado y que desde ahí venían avanzando hacia el centro. Marije, quien los había visto y oído asentía con la cabeza.

En medio del ruido infernal de las explosiones de las balas de cañón y los fogonazos de los rifles, que parecían que lanzaban flechas relampagueantes, apenas podía escuchar lo que el padre insistía en platicarle: –Por esto te llamé, unos soldados atrincherados en una de las azoteas de las casas que rodean la Plaza de los Arrieros, me dijeron que les pareció ver galopar a un ángel del paraíso, cabello de trigo al viento, vestido de capitán de caballería mexicana que se santiguó al pasar por la Capilla de la Virgen.

Entendieron la visita de esa iluminada entidad como una señal que el Divino les envió para infundirles ánimo. Uno de esos soldados, que se acababa de confesar y me consta que es muy buen cristiano, me dijo que quedaron todos en la azotea como aturdidos, trasportados, mientras el ser de luz los encomiaba con proclamas a no bajar las armas y a luchar con denuedo: ¡Coraje muchachos! ¡Somos el doble de sus fuerzas! ¡A mandar a los güeros de regreso! ¡No saben con quién se meten! ¡No se dieron cuenta que acabamos de echar a los gachupines, ellos siguen! ¡Adelante valientes! ¡México por siempre! La encantadora aparición los estremecía agitando un rifle que traía en su mano.

Con una mirada dulcísima, en que Marije creyó advertir alguna lágrima no supo si por el humo de la metralla, el padre posó su mano sobre su cabeza: –Gracias hija, no sé de dónde sacaste tanta labia para motivarlos, pero vaya si lo lograste, como si hubieran recibido una descarga de esperanza, estaban enrachados. En esa calle los yanquis no lograron penetrar en ni una sola casa. Huían despavoridos ante la lluvia de ráfagas que les propinaron. Acabo de llegar de por allá, yo los vi con qué arrojo peleaban. No sabes a cuanta gente salvaste. –Gracias a ellos, padre, le dijo Marije acomodándose el quepí con los pasadores. –Son ellos quienes se están partiendo el alma por nosotros.

Referencias

Fragmento de la novela del mismo nombre publicada recientemente por la Universidad Autónoma de Nuevo León y presentada en la Feria Internacional del Libro 2017, en Monterrey

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