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La última cerveza de Pedro, por Giampiero Bucci

La última cerveza de Pedro

Giampiero Bucci

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EN LOS AÑOS SETENTA, en Roma, coincidimos en el tiempo y en el espacio, mas en paralelo, como paralelas eran nuestras universidades, destinadas a no encontrarse nunca, ni siquiera en forma de choque. La mía, la estatal la Sapienza no sólo era laica, sino laicista; la suya, la Gregoriana, mantenía vivas la patrística y la escolástica. Así que no nos conocimos a pesar de mis esporádicas frecuentaciones a la Casa de México, mansión de curas mexicanos y generosa despensadora de tamales y boleros en las Fiestas Patrias.

Lo conocí aquí, en el halo de su fama de excelente maestro. Me hablaba en italiano, no solamente por cortesía, sino por gusto, y cuando no recordaba la palabra, la reconstruía desde el latín, como un mecánico capaz de hacer las piezas, no sólo de instalarlas. Era un artesano de la lengua. La gracia arcaica e inactual de su italiano revelaba un amor instintivo por la palabra. En efecto, Pedro fue un gran filólogo y tomó el camino alto de la filología, –el de la traducción–, como una manera de reactualizar la tradición: su diálogo con el De ente et essencia de Santo Tomás, es un verdadero regalo para el lector, y un legado para los estudiantes.

Su amor de filólogo, que podía expresarse tanto en una conversación informal como en la frecuentación de los clásicos, me suavizó el impacto con esta tierra, haciéndome sentir en la patria común del idioma. Y le debo otras indicaciones de camino, ligeras como sugerencias distraídas, pero fecundas. También le debo otra versión de la historia mexicana, la de los vencidos de la Reforma, por ejemplo, o de los cristeros. Ver ese otro México me quitó una venda de los ojos. Es que Pedro regalaba lo mejor que puede tener un filósofo: problemas sensatos.

El tiempo que pasabas con él te hacía sentir bien, porque nunca hablaba de sandeces, y no era pedante. Todos veíamos la pasión con la cual ponía a prueba su fe con la razón, y el respeto con el cual trataba a personas e ideas.

Pero la razón de la admiración que siempre lo acompañó, y sigue acompañando su memoria, se debe no sólo al prestigio intelectual. Es que Pedro era benevolente y humano, cálido y cordial, a veces grave como un filósofo, a veces liviano como un niño.

La última vez que fui a verlo en el hospital, antes de la crisis, le pregunté si necesitaba de algo. Con una sonrisa pícara me dijo: una cerveza.

Esa cerveza tuve que tomarla solo, a su salus aeterna, delante de las montañas que amaba y que ahora lo abrazan.

Notas

Pedro Gómez Danés. Monterrey, (1938-2016). Humanista, filósofo, presbítero, teólogo, filólogo. Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León.

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