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Los caminos de Birmania
from Dossier 57
Tres mojones para encantarse
Bagan.
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Por Pablo Trochon
Es uno de los países más interesantes de Asia por ser poco explorado y por poseer una población auténtica, no bastardeada por la industria del turismo a raíz de que ha abierto sus fronteras hace relativamente poco tiempo. Incluso hoy el acceso terrestre es posible únicamente en dos o tres puntos algunos días de la semana. La riqueza de su cultura es fruto del entramado de influencias birmanas, chinas, indias y tailandesas. El arte, por su parte, aparece signado históricamente por el budismo Theravāda, religión que practica el 89 por ciento de la población. Sin dudas el gran valor de Birmania es su gente, acuclillada, con sus turbantes, sus longyi (especie de pollera tubo que usa la gran mayoría de hombres y mujeres), la cara pintada de amarillo, el tanaka (típico maquillaje y protector solar natural), los peines clavados en el pelo, jugando al chinlone (juego de dominación con pelota de ratán), mascando el preparado de hojas de betel con nuez de areca que les deja los dientes teñidos de rojo y que por su amargor los hace segregar gran cantidad de saliva que acaba alfombrando las calles, los caminos, los templos. Estas gentes que se quedan en el corazón de uno viven bajo una situación económica al menos delicada, lo que favorece la proliferación de la corrupción, del contrabando y del mercado negro. En un país con una población de aproximadamente sesenta millones de habitantes, eminentemente rural, la principal actividad es la agricultura (que incluye el cultivo de la adormidera; Birmania es el segundo productor en el mundo después de Afganistán –según la Organización de las Naciones Unidas– de esta planta, a partir de la cual se procesan opiáceos como la heroína). El sector industrial, enmohecido y trunco, está estancado por la falta de inversiones extranjeras. Si bien el nombre oficial es Myanmar, optaré por mantener el tradicional Birmania porque el primero es una imposición del gobierno de facto que en 1989 arbitrariamente le cambió la denominación.
Sendas de la fe
Han pasado monjes encarnados en pitones centenarias, viajes en ómnibus que debían cumplirse en tres horas pero se extendieron a trece (incluyendo dormitar congelado sobre sacos de arroz), puestos de magia negra, días de
Bagan.
Bagan.
playa en Nga Swangon, un trayecto demencial en moto por las montañas a las cinco de la mañana, y la siniestra terminal de Mandalay. Los caminos son bellísimos: montañas, plantaciones, muchas escuelas, templos. Muchísima gente que saluda; la buena vibra de este lugar es increíble. Sin embargo, las rutas están en muy mal estado, son angostas, oscuras y atraviesan todos los poblados, lo cual hace que estén tupidas de bocinazos y volantazos porque se cruza de todo (incluidos los más minúsculos vehículos con cargas superlativas que desafían toda ley de la física), cuando no una procesión de monjes. A esto se suma que muchos vehículos son muy viejos e ingleses, por lo que el conductor no ve cuando quiere pasar a un auto porque se conduce por la izquierda; todo es muy lento. En Monywa contrato un mototaxi para ir a la colorida pagoda Thanboddhay (siglo XIV) con sus seiscientas mil imágenes de Siddhārtha Gautama y una torre muy pintoresca con una escalera en espiral coronada con una estupa desde donde obtengo una vista panorámica. Unos pibes me piden sacarnos fotos juntos. Me convoca la imponencia de la Bodhi Tataung, antecedida por un jardín de más de mil budas, pagoda del segundo Buda parado más grande del mundo y tercera mayor estatua del globo con sus ciento dieciséis metros, cuyo interior está tupido, a lo largo de veintiséis pisos que se ascienden a pura escalera, de estatuas de Buda y pinturas verdaderamente perturbadoras sobre los castigos que recibirán los pecadores. La magnificencia se replica en una estupa, un Buda reclinado, uno sentado en construcción y otro raramente acostado boca arriba. Tras una parada, nos dirigimos al Hpo Win Daung, inmenso e interesante complejo de cavernas antiguas cavadas en la arenisca, adornadas con motivos, estatuas, monolitos y estupas religiosas, donde veo un atardecer hermoso. En un momento, un grupo de niños llama a los gritos a los monos, que abundan, para alimentarlos. Cuando salgo, el tipo del mototaxi –pongamos que se llamaba Alberto– no está, espero un poco y nada. Anochece, casi no hay gente y estamos lejos de la ciudad; encima él tiene mi mochila. La gente se acerca para ayudarme. Cuando estoy negociando la vuelta, aparece. Volvemos con un frío de morirse. Necesito cenar algo muy tranqui porque las condiciones en que se preparan las comidas birmanas muchas veces no son las mejores y mi estómago, tras un mes y medio en Asia, aún no se acostumbra. Intento conseguir un puré y resulta imposible: ni siquiera hay en los lugares en los que sí se puede comer papas fritas, así que me resigno a un triste arroz con una sopa de verduras que se la banca. A la mañana siguiente desayuno temprano y con Alberto vamos a visitar la villa Myint. Más allá de una caída en la moto, el recorrido es hermosísimo porque se sumerge en la Birmania agrícola. Atravesamos decenas de plantaciones, campesinos trabajando rústicamente, niños saliendo de las escuelas a almorzar que saludan con la mano, aldeas muy simples y, finalmente, un conjunto de ruinas sin restaurar y a la completa intemperie: ese es su mayor atractivo. El complejo no es pequeño y es muy disfrutable, porque más que yuyos y alguna rata no hay nadie. En el interior de un par de estupas se conservan coloridos frescos en muy buen estado. Mientras estoy sacando fotos, sorpresivamente me agarra del brazo un monje viejito. Primero pienso que quizá está enojado por mi intrusión en un lugar tan calmo y apartado, pero rápidamente me doy cuenta de que las intenciones son muy distintas. Me lleva a su humilde casa dentro del monasterio, donde enseña a dos discípulos. Me invita con un té, bananas y un cigarro. No puedo salir de la sorpresa y de la felicidad de lo que estoy viviendo. Habla inglés, así que charlamos sobre su infancia, sobre sus maestros. Me muestra fotos de su juventud y, en su celular, el fragmento de una película de terror clase zeta, que se inicia con una escena que me descoloca de unas chicas en tetas bañándose en un río, porque hay una parte que fue filmada en la calle de atrás de su casa. Se ríe. Nos sacamos fotos y me pide que, aunque él no tiene redes sociales, la suba a Facebook.
Caminata al lago Inle.
Lago Inle.
Nada de lo que viene ocurriendo se asemeja a lo que imaginaría vivir en la casa de un monje, pero es fantástico. Decido retirarme porque, aunque estoy muy a gusto, no quiero importunar y Alberto me debe de estar buscando (ojo por ojo).
Están rodeados
En la nocturnidad y sin que nadie me cobre los veinte dólares de la entrada al parque, entro a Bagan, un área de cuarenta y dos kilómetros cuadrados que aloja más de cuatro mil templos budistas erigidos durante dos siglos. Antigua Pagan, capital de los reinos que luego conformarían Birmania, es lugar de la postal típica del país, con decenas de globos aerostáticos sobre una cantidad de templos en pleno amanecer. No hay que olvidar que aunque todo parece estar bien, se está bajo la dictadura encubierta de la Liga Nacional para la Democracia (LND), partido dirigido por la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, luego de que en 1990 la obtención de la amplia mayoría en el Parlamento no fuera reconocida por la junta militar del Consejo de Estado para la Paz y el Desarrollo (CEPD; sí, los nombres parecen broma) y sus miembros fueran encarcelados. Recién en 2015, tras varias trabas políticas, la brutal represión hacia protestas pacíficas de monjes budistas que convocaron a decenas de miles de manifestantes y un referéndum rotundo que aprobó una “democracia con disciplina” (sigue pareciendo broma), la LND llega a la gobernación cerrando un ciclo de cincuenta años de dominio explícito militar. Actualmente los uniformes se han camuflado pero, de hecho, el 25 por
ciento del Parlamento es elegido directamente por los militares sin atenerse a sufragio. Pesa una historia de guerras civiles desde la independencia de la corona británica, y su panorama ha estado teñido por la pobreza y una represión que ha cercenado los medios de comunicación, esclavizado, torturado, asesinado y violado –al punto de existir un batallón de los violadores, encargado de acciones masivas sobre mujeres pertenecientes a minorías étnicas– a miles de ciudadanos. Inclusive el CEPD llegó a apoderarse de la ayuda humanitaria enviada por diferentes países, para entregarla a su nombre o venderla a la propia población vejada. La actualidad de este contexto oscuro de enfrentamientos étnicos y una economía monopolizada por el Estado o por empresas pertenecientes a los militares del anterior gobierno es la lucha que enfrenta a budistas y musulmanes, como la nueva cara de la violencia birmana. La opresión se ve vigente en la abundancia de puestos de control, al igual que los peajes y los puestos de donación religiosa, donde siempre hay alguien pidiendo la colaboración con un micrófono y un séquito de chicas, a ambos lados de las rutas más desérticas, sacudiendo las monedas dentro de unos recipientes metálicos.
Caricia a los ojos
Con un error de la gente del hotel que me deja la estadía a menos de la mitad de precio comienzo el día. Me encuentro bien temprano con Yasmín, una amiga argentina, y desayunamos té, empanaditas de papas, huevos revueltos con tomate, arroz frito, banana, mandarina y mango.
Pagoda Thanboddhay, Monywa.
Alquilamos unas bicis por menos de dos dólares diarios y salimos a recorrer templos, a veces mirando el mapita, a veces tironeados por la curiosidad, por caminos de tierra y por entre las plantaciones bajo un calor radiante. Destaco Nagayon, Nanpaya, Manuha, Thatbynyu, Shewgugyi, Bu Paya, Ananda (que mide cincuenta y dos metros y sus señas son el encalado, la aguja dorada y, en su interior, los cuatro budas que miran a los puntos cardinales), Oak Kyaung Gyi, Htilominlo (cuarenta y cinco metros), Gubyaukgyi, Shwe Zi Gone y el Thatbyinyu (sesenta metros), en forma de cruz y de dos pisos, es el más alto de todo el complejo arqueológico. Otra burrada de la dictadura del CEPD es la restauración salvaje de los monumentos, a raíz de los más de quinientos terremotos sufridos durante el siglo XX, sin respetar ni estilos ni materiales, que ha impedido que Bagan sea declarado, como merece, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. De hecho, construyeron un campo de golf y una torre de observación de sesenta y un metros de altura, que alberga un hotel de lujo que rompe los ojos. Tras conversar con unos monjes, uno de ellos un abogado yanqui que largó todo para dedicarse a la vida religiosa, almorzamos en un barcito con vista hacia el río. Luego seguimos el recorrido y, a causa de unas cervezas de más, nos perdemos la vista del atardecer. A las cinco de la mañana compruebo que alguien robó mi bici. La gente del hotel se hace la que no sabe nada, así que no lo dudo y agarro otra porque no hay tiempo. Todavía de noche y con mucho frío llegamos a Shwe San Daw, que es blanca, hermosa y está llena de gente expectante. Esta pagoda maciza, de base cuadrada, con escaleras en sus cuatro costados como una pirámide maya, culmina en una estupa circular. Desde la cúspide vemos un amanecer hermosísimo con las siluetas de las pagodas y las de los globos aerostáticos (esta actividad –que sin dudas debe de ser maravillosa– cuesta 300 dólares). Para mi risa y desconcierto, veo que de nuevo alguien me robó la bici. Re caliente, agarro una al azar y volvemos al hostel a desayunar. En el ínterin, mágicamente, aparece mi bici, por lo que la pongo a la vista y alerto a los del hotel para identificar al huésped bandido. Ya al borde de un ¡plop! condoritesco, y en un descuido de segundos, verifico que nuevamente se la llevaron. Tras el almuerzo, la bici ha vuelto, así que encaramos un nuevo recorrido (cerrándose, por suerte, el círculo de latrocinios). Visitamos varias pagodas: Dhammayangyi, que es la más grande, construida en el siglo XII para expiar los pecados del rey Narathu; Sulamani, igual de antigua y una de las más bellas; y Thambula. Esta vez llegamos con lo justo para ver el atardecer desde una pagoda cualquiera donde no hay nadie. Una chica casi llorando le reclama al novio que ver desde allí es una mierda, que sólo se ve la caída del sol y no hay contraste con ningún templo, ni un globo aerostático, ni nada; que no se parece a las fotos de internet.
Birmania profunda
En las afueras de Kalaw ya se ven personas de diferentes etnias con vestimentas distintivas y reconocibles por sus pañuelos de colores. Seguimos por un sendero rural de tierra rojiza con algunas formaciones montañosas a la
para que alguien se lo resuelva. Finalmente arribamos a un monasterio budista donde pasamos la noche, en grupos de colchonetas separados por sábanas colgadas en el salón principal. La experiencia es muy agradable y permite compartir un poco la forma de vida de personas deliciosas e incluso terminar jugando un picadito. Con el atardecer, sobre las seis de la tarde, sirven la cena en un barracón alumbrado con velas; y a las nueve, un monje anuncia que la jornada finaliza y es hora de acostarse porque van a cerrar las puertas. Las noches son muy frías, pero la cantidad de cobijas hace que sea anecdótico. A las siete de la mañana los cánticos de los niños monjes inauguran el día y luego viene el té con panqueques. Ocho y media retomamos los paisajes de alucinante colorido por quince kilómetros hasta llegar a un poblado asentado en uno de los brazos del lago Inle. Almorzamos arroz con una ensaladita y después viene un viajecito precioso de una hora en un barco de cola larga con motor fuera de borda. El canal es muy angosto y, a la vera, hay decenas de cabañas de la etnia intha (los hijos del lago) montadas sobre pilares en el mismo lago, barquitos yendo y viniendo con diversas cargas, jardines y plantaciones flotantes de tomates. Cuando el pasillo de agua se abre al inmenso ojo del lago, con el aire más fresco llega el espectáculo de pescadores que reman haciendo equilibrio parados con la pierna enroscada al remo mientras arrojan las redes. Otros, más allá, golpean la superficie con largas cañas asustando a los peces para que sean emboscados por sus compañeros de más acá. En la villa de Nyaung Shwe culmina el paseo. Allí, además de descubrir que en la pista de patinaje es donde está la movida, hacemos un recorrido imperdible por los poblados flotantes de este inmenso lago, la pagoda Phaung Daw U, que data del siglo XVII y tiene unas figuras de Buda del siglo XII desgastadas de tanto pegarles láminas de oro, y un monasterio plagado de gatos. Recomiendo evitar las visitas a las fábricas de seda, de plata y de cigarros, porque solo tienen una funcionalidad comercial, y a las mujeres jirafa, sumidas en condiciones casi de esclavitud.
Coda
Bodhi Tataung, Monywa.
distancia, a través de diversas plantaciones –algunas en terrazas onduladas que dibujan bellos trazos coloridos en el paisaje– de chiles, trigo y verduras, donde trabajan decenas de campesinos. Por allá, bueyes arando bajo el clima caluroso de febrero, amenizado por una agradable brisa. La caminata de 42 kilómetros al lago Inle, que con sus 500 metros cuadrados es el segundo destino más frecuentado del país después de Bagan, y que se puede hacer en dos o tres días, cuesta aproximadamente treinta dólares con todo incluido. Durante la parada en una cantina para el almuerzo, a una mujer se le caen los lentes a la letrina y se pone frenética Semanas más tarde, luego de una encantadora travesía hacia el diminuto villorrio de Pankam y de una noche junto a una familia local, vendrá la antigua capital Yangon (desde 2005 Naipyidó es la capital oficial, cuando el régimen hizo un pasmoso convoy de mil cien camiones militares para mudar once batallones y once ministerios) y su chueco aeropuerto, el triste avión de Vietjet y el Año Nuevo Chino en Ho Chi Minh. Así dejo este maravilloso y preservado país que tantos dolores de cabeza me ha producido pero que me ha cautivado con su inocencia. But no matter, the road is life. D
Pablo Trochon. Viajero, escritor, tallerista, gestor cultural, profesor de literatura y de español para extranjeros.