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Cuando yo río pasan cosas

Cuando yo pasan río

cosas

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Autor: Miguel Castillo Fuentes Ilustrador: Nicolás Menéndez Rodríguez

Desde que tengo memoria sé reír. Sé que esta afirmación no es la gran cosa porque todos, aun sin recordarlo, sabemos hacerlo sin que alguien nos enseñara. Primero lloramos al nacer, y luego sonreímos al ver a nuestra madre. Un simple gesto o una caricia y nuestro rostro se contrae hasta darle fin al lamento. Ahí, creo yo, está el secreto de la vida, porque si nadie nos ha enseñado todavía ningún código del lenguaje, ¿cómo es posible entonces que un bebé puede comprender la monería de un adulto?

Desde que tengo memoria, no solo sé reír, sino que sé hacerlo ruidosamente. En la escuela y universidad conformaba el grupo de los que se hacían al fondo para bromear; eso me causó más de un problema con los profesores, pero también me ayudó a encontrar amigos. Así, oculto en las últimas sillas del salón, pasé mi vida escolar y universitaria conociendo a otras personas por medio de su risa. Podía haberlo hecho por otros medios, como el deporte y

«Primero la carcajada y luego sí la violencia, pero no, preferí el método del el beso; primero la risa y luego sí la payaso. Me atrevo a decir que de esta forma intuición inevitable del amor.» también encontré algo igual de importante a la amistad: el amor. Y esto último lo digo porque lo que soy yo, encuentro el amor solo cuando conozco el sonido descuidado de la risa ajena. Primero la carcajada y luego sí el beso; primero la risa y luego sí la intuición inevitable del amor.

Podría imaginar el mundo sin risas. Este es un ejercicio mental terrible, porque lo que surge es una película de ciencia ficción cuya trama principal es la supresión de lo más bello del ser humano. Para que puedan comprender mejor el terror que siento al suponer esto, les voy a pedir que imaginen el mundo sin una sola risotada, sin un solo chiste, sin ninguna broma, sin humor alguno. Veámonos a nosotros mismos viviendo con nuestros padres, hijos, amigos y demás personas que amamos, todos nosotros viéndonos sin un solo gesto de felicidad en el rostro. Para hacer esto más fácil y cruel, borremos de nuestra memoria cada momento divertido que hayamos tenido. Así, de repente, vivir se hace imposible. Esto es lo que logra la risa: darnos una razón más para seguir intentándolo.

Cuando yo río pasan cosas, como que la gente a mi lado se ría así no sepa muy bien por qué. «Es que tu risa es contagiosa», me dicen. Eso me gusta porque me permite imaginarme como una especie de virus que contagia algo que necesitamos con urgencia. Recuerdo que la madre de un amigo me ha dicho, en varias oportunidades, que mi risa le gusta tanto que quisiera tenerla de despertador o ringtone del teléfono. Otra amiga me ha dicho que mi risa debería ser asegurada, no sea que un día me pase algo terrible y deje de hacerlo; esa misma amiga me grabó riendo una vez con su teléfono, y luego usó ese audio en un ejercicio de escritura con unos niños de El Salado. Al principio no supe qué decir. Estuve en silencio hasta que me dijo que les había encantado tanto que escribieron varios cuentos basándose en mi risa. Gracias a esto, y sin importar la distancia y lo azaroso que será el conocernos, puedo decir que tengo amigos en un sitio que desconozco ya que hemos reído juntos, y esto, considero yo, es suficiente para garantizar el nacimiento de la amistad.

Reímos para ver mejor al mundo, para criticarlo y así tratar de transformarlo. Reímos no para dejar de pensar, sino todo lo contrario. Nos burlamos del mundo para pensarlo mejor. Es por esto que desconfío de las personas que no saben reír; algo temible debe haber detrás de los rostros que olvidaron la risa.

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