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ENTRADA/SALIDA

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La carcajosa

La carcajosa

Autor: David Alexander Cruz Calderón Fotógrafo: Juan Sebastián González Pérez

Sus manos tiesas y amoratadas se aferran con fuerza al volante. En los surcos de sus venas busca recordar el camino que tomó hasta allí, en los vellos que cubren sus dedos, entender qué estaba pasando en el mundo mientras conducía. Pero a punto de dar con la respuesta, una suave corriente de aire tibio y dulzón juega con su oído derecho y le hace picar la nariz. A su lado la joven le observa atenta con las pupilas dilatadas, las pestañas inquietas y la boca entornada como una flor. Su rostro empolvado, pintado con rubor, no se esfuerza por disimular la edad, incluso el efecto del tiempo parece algo improbable en su piel satinada y sin grietas. Con un movimiento de reptil lava sus labios, deslizando de lado a lado una pequeña lengua rosa. Luego susurra algo inentendible, él adivina por el tono que se trata de una pregunta y le responde accionando el limpiavidrios.

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Unos metros adelante, el portero mira el auto de soslayo, usa unas gafas de marco cuadrado cortadas en la parte de arriba por unas pobladas cejas que le imprimen un gesto señalador. Desde la distancia se da cuenta de que la joven no puede ser nada de un hombre como él. Secando su mano en el pantalón, volviendo el brazo al volante y la pierna al acelerador, cree que el portero les mira con envidia, con lástima quizás, pero el recelo es algo que no se debe permitir en ese tipo de trabajo. El parabrisas chilla al barrer el cristal. El portero camina hacia el auto, se inclina

hasta su ventana y le pregunta si entra o sale; es una pregunta para una sola persona, que le hace querer revisar si la joven sigue allí, pero desiste.

A punto de responder, descubre que no tiene voz, que ni siquiera tiene saliva para tragar. Lo único que puede hacer es sonreír exhibiendo con torpeza una

«El portero camina hacia el auto, se inclina hasta su ventana y le pregunta si entra o sale; es una pregunta para una sola persona, que le hace querer revisar si la joven sigue allí, pero desiste.»

tensa mueca vampiresca. La joven, de improvisto y sintiéndose olvidada, atraviesa la distancia que los separa y se aferra a su boca, superpuesta a una cabeza trabada entre dos hombros levantados. Le besa lentamente, con una obsesión traviesa, como si supiera que esconde algo en el interior; mientras lo hace mira al intruso de reojo, petrificándole con un odio mordaz y secreto.

El portero se retira del auto con aplomo, pegando la oreja al hombro. Habla en secreto con la solapa

de su chaqueta, con alguien que sabe algo que él

jamás sabrá porque no es su tarea saberlo. Dentro del auto, su sonrisa recupera algo de naturalidad, pero su cara aún duele. La mano de ella se posa sobre la de él, asiéndose con firmeza al volante. Primero le acaricia como si fuese una mascota, pero luego le aprieta y en ello, él advierte una fuerza insospechada que revuelve su vientre vacío con fuerza. El parabrisas chirrea al barrer el cristal. Deja de pensar en razones o reproches, los recuerdos sobre su piel son un bálsamo parecido al sudor que da valor a todos los sacrificios. El vacío en sus entrañas, que ha tomado

la forma de un líquido bilioso, es ahora una materia rebosante que impregna su cuerpo y amenaza con escapar. Como evitando un ataque de nauseas, se tapa la boca y escupe un “vamos”, al que ella responde impávida con un «dale» .

El portero permanece en el umbral esperando una voz que está en alguna parte, menos con él. Inspecciona la matrícula del auto mientras sonríe como un idiota con suerte. El sonido le sorprende en un oído y el hombre descarga una risa ahogada. Con la manga de su chaqueta se limpia un hilo de baba espesa que le estalla por la boca. Mientras tose les invita a avanzar. La joven mira cómo el auto desfila por el piso de baldosines ajedrezados. Bajo el cielo oscuro salpicado

de neón, sus cabellos húmedos relucen cada vez más.

Hace calor adentro del auto. Embelesado, descubre con su mano la oreja de la joven y contempla de cerca su delicado cuello, descuidando la marcha triunfal. La joven le llama por su nombre, le pide que tenga cuidado y le señala el camino dirigiendo la mano con la que no conduce hacia su cuello, al que él se aferra sin mucha violencia. El parabrisas se arrastra rayando el cristal. Lo último que ambos pueden notar por el espejo retrovisor es la figura jorobada del portero, testigo inusitado y cómo a sus espaldas todo tiende a desaparecer.

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