2 minute read
Diagrama mal dibuado de un evento séptico en el transporte público
DIAGRAMA MAL DIBUJADO DE UN EVENTO SÉPTICO
EN EL TRANSPORTE PÚBLICO
Advertisement
Jorge Alejandro Llanos Rojas
Autor:
Sweet Sylence
Ilustrador:
Porque para el animal no hay un Dios que lo bendiga -Adolfo Pacheco, en la voz de Otto Serge Las estaciones de Transmilenio enviaban los últimos buses de servicio. Los bombillos de los articulados, algunos vacíos yendo hacia los parqueaderos, ardían con la intensidad del último cigarro en la boca de un joven, con angustias de viejo, que fumaba pegado a una de las puertas corredizas de la estación de Transmilenio. Los policías perseguían a un ladrón extranjero y las jetas de los perros de los guardias de seguridad se tragaban un aullido oculto por siglos. Mi mirada se detenía en las paredes de concreto de la estación subterránea que servía —para algunos ilusos— como imagen de un metro inexistente, justo en el corazón de la parada de Museo Nacional.
Las pesquisas de la policía afanada por actuar y el tufo de quienes estaban a mi lado me
generaban un estado de ansiedad. Mis manos acariciaban los pliegues de la chaqueta y la mirada obtusa de los habitantes —pasajeros con los ojos nublados en el destierro urbano— me penetraban. La sensación incómoda de mis emociones se acrecentó con la última bocanada de humo proveniente del joven que fumaba, al tiempo que uno de los perros de los guardias perdía el control. Su expresión pasó del aullido denunciante al más hórrido grito desde su interior. El perro no podía ser contenido por el guardia al que estaba amarrado y este último cayó de espaldas tras el movimiento del can. Sus ojos se infectaron de rabia, sin mirarnos, mientras soltaba a fuerza de mordida el bozal que le sujetaba la jeta. Sus respiraciones se volvieron, al tiempo que graves, humanas. Una señora me tomó del brazo y la solté de mí con asco. El perro, suelto del bozal, escupió sangre, estiró los labios morados dejando ver los colmillos y su cuerpo peludo comenzó a delirar en espasmos musculares. Los policías se azararon, dudaron, y empuñaron el arma de dotación esperando la peor de las escenas hasta que el perro quedó inmóvil.
Comenzó como un silbido, no lo olvido, un silbido que emanaba pesadas corrientes de aire.
La carcajada fue in crescendo y se adueñó de la estación de transporte. El perro explayó su jeta y la carcajada tomó forma dentro de nuestros oídos, una risa sintomática que inundaba de angustia nuestras meras percepciones. El perro, en cuatro patas y con el hocico hacia el techo, comenzó a reírse como un humano. Junto a mí, la señora que me había tomado antes empezó a reírse de quién sabe qué cosas, y el progreso de la risa nos invadió a todos. Uno de los policías golpeó al perro con el bolillo y se quedó impávido. La mandíbula del can había sido desencajada por el golpe, colgaba como un harapo viejo, y el sonido de la risa proveniente de su interior se mantenía como una flecha en vilo hacia nosotros.