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La culpa de todo la tuvo Herder

Cuando resurge con extrema toxicidad el veneno del nacional-populismo, hay que echar la vista atrás y asignar una culpa quizá involuntaria a Gottfried von Herder.

Antonio Castellano

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Suele decir Mario Vargas Llosa que "las ideas tienen consecuencias", y tiene mucha razón. En el mundo de las ideas es perfectamente posible trazar complejos árboles genealógicos, y muchas veces sus ramificaciones son sorprendentes. Los sistemas de ideas —es decir, las ideologías, por más que a algunos liberales y libertarios les disguste esa palabra neutral— son como las salas y cuartos de un inmenso palacio... leno de pasadizos secretos que a veces comunican estancias distantes, generando todo tipo de dangerous liaisons entre ideas que a simple vista tendríamos por incompatibles.

A mediados-finales del siglo XVIII, la élite intelectual europea comenzaba por fin a sacudirse la caspa de las solapas cuestionando todo el legado de las etapas anteriores de la Historia humana y desechando cuanto percibían, casi siempre acertando, como lastres que sujetaban a la sociedad impidiendo su avance. La Ilustración era ya una realidad robusta que había llegado para quedarse y lo iba a cambiar todo. Empezaron a sucederse reformas pacíficas a la inglesa y revoluciones de corte liberal: la francesa con algunas luces y muchas sombras, y la americana con pocas sombras y muchas luces.

Y en ese contexto vivió, pensó y escribió uno de tantos autores de la época, Gottfried von Herder. No ha pasado a la Historia como un disruptor relevante, ni resuena su nombre, más de dos siglos después de su muerte, como el de uno de esos personajes a quienes consideramos esenciales para entender nuestro mundo. Y sin embargo, lo es.

De su gran interés y respeto por las lenguas y las culturas nació en él la idea, en principio bastante inocente, de que los grupos etnoculturales humanos poseían cada uno su propia forma de ser, una especie de alma enraizada en la lenta asunción de estilos, de usos y costumbres, de normas ancestrales y de rasgos culturales diversos, siendo especialmente relevantes la fe de cada lugar y la lengua empleada para comunicarse. La intención de Herder seguramente era buena y acorde con el pensamiento ilustrado: se trataba de elevar la consideración de los lectores sobre la dig- nidad intrínseca de las grandes masas campesinas, que en toda Europa estaban reducidas a la condición de simple populacho inculto sin que nadie se hubiera preocupado de comprenderlas, de bucear en su realidad, en su mentalidad y sus preferencias, en su ser. Para los aristócratas y para los intelectuales urbanos, no había diferencias entre un plebeyo francés, alemán o ruso. Simplemente hablarían mal la lengua de sus respectivas élites, sin escribirla. Herder negó esa simpleza y reivindicó la dignidad de ese grupo humano, el mayor de cualquier sociedad europea de entonces. Pero cometió un error inmenso que todavía nos persigue amenazando nuestra libertad. En lugar de atender al pluralismo de los millones de individuos de cada sociedad, a la rica variedad de costumbres, visible con sólo moverse de una comarca a la siguiente o considerando cada generación, y a los anhelos e inquietu- des de cada persona, Herder se centró en los rasgos colectivos. Y ahí comenzó a torcerse todo. Ideó los conceptos modernos de "pueblo" y de "nación" dotándolos de algo que no habían tenido en sus acepciones clásicas: un alma inmaterial, intangible pero reconocible en su plasmación cultural colectiva. Lo llamó Volkgeist, "espíritu del pueblo", y esa sola palabra ya comienza a producir escalofríos en los liberales.

Solemos achacar los nacionalismos al romanticismo de mediados del XIX, pero viene de Herder, un prerromántico que murió recién iniciado ese siglo. Su influencia fue lenta pero terminó calando y arrastró al mundo al totalitarismo y a las guerras mundiales. Mientras el liberalismo conquistaba la política, liberaba la economía y producía la primera revolución industrial, se iban cociendo a fuego lento las consecuencias antiliberales de las ideas de Herder —y de la contribución nada desdeñable de otro colectivista de la siguiente generación, Hegel—. Los pensadores que tomaron como base a Herder fueron descendiendo hasta lo que hoy llamamos nacionalismo. Ese "espíritu" ya no servía para dotar de dignidad a los humildes, sino para fraguar el cemento que forzaba su unión colectivista en un todo "nacional" único e incuestionable. En vez de liberar a millones de individuos se les convirtió en súbditos de un ideal nacional edulcorado por el nacionalismo y del que nacerían procesos como las unificaciones sangrientas perpetradas en Italia por los Saboya y en Alemania por los prusianos. Del Volkgeist al folclorismo nacionalista völkisch con su visión romantizada del "pueblo" sólo había un paso, y de ahí al nacionalismo, incorporado como núcleo del fascismo pero también como ingrediente muy relevante de la praxis real de los regímenes comunistas, sólo había otro paso más. Y las sociedades europeas dieron ambos pasos en contradicción directa con la fuerza simultánea de la liberación individualista y capitalista que caracterizaba ya a la época y que rechazarían ideólogos tan siniestros como Julius Evola en su Revuelta contra el mundo moderno. Es decir, lo que había alumbrado Herder, seguramente sin buscarlo, era un movimiento de reacción al liberalismo que sublimaba la nación imaginaria e ideal, esculpida por las hordas de discípulos que, siglo y pico después de muerto Herder, nos llevaron por ejemplo a la Marcha sobre Roma de 1922 o inspiraron las ideas de Ledesma o de Primo de Rivera, ideas que, actualizadas y matizadas, no son hoy ajenas a Abascal o a Buxadé, a Orbán o Putin. De reconocer y admirar con candor el supuesto "espíritu nacional" de los distintos "pueblos" iba también un solo paso a considerar superior el "alma" del pueblo propio frente a las demás, dando lugar a todo tipo de conflictos. De elevar a los campesinos a forzar su sujeción a un modelo inmutable y a una vida quietista también iba un paso. De la documentación costumbrista del folclore a talar como un bonsái la cultura para que no cambiara ni creciera libre, otro paso. Dimos todos esos pasos cuando, exactamente al mismo tiempo, millones de personas huían del campo, y, sí, el principal motivo era la miseria polvorienta y la falta de oportunidades de mejora personal, pero también buscaban liberarse de todo aquello que Herder tanto había admirado. Es deplorable que hoy idealicen lo medieval, lo comunal y lo premoderno algunos neorruralistas dentro del movimiento "páleo-", supuestamente liberales o libertarios. Esa arcadia que les fascina dio pie a Herder para convertirse sin saberlo en el abuelo intelectual de los nacionalismos identitarios antiliberales, anticosmopolitas y colectivistas.

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