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VERSI\u00D3N ORIGINAL JOS\u00C9 DAR\u00CDO MART\u00CDNEZ MILANTCHI
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Versión original
José Darío Martínez Milantchi
Ella me miraba con una sonrisa que podía haber sido coqueta, pero que yo reconocí como una mezcla de nostalgia y reproche por mi partida inesperada. — Ya era hora, amiguito. El diminutivo se burlaba tanto de mi afán caribeño por esos “-itos” e “-itas” como de mi ausencia notable de verticalidad. Sentado en las escaleras de su apartamento, dejé que su sombra me alcanzara para responder, queriendo exhalar el humo de un cigarrillo inexistente. Lo dejé tres años atrás, no por ella, quizás por ella. De todos modos, sabía que mi antigua costumbre de fumar la habría enojado. Sonreí mirando el piso. —Me perdí de camino... Hacía un año que ya tenía mi respuesta preparada, me reí y seguí: —Creo que doblé por donde no era. —Y cinco años después llegaste a mi casa. Una vueltota, hermanito. El apodo fraterno lo usaba también para
castigarme, por disfrutarme tanto aquella primera respuesta premeditada acerca de mi carencia de sentido de dirección.
—¿Me vas a invitar a subir o tengo que buscarme un hotel por acá cerca?
—Eres un bobo— me respondió, enseñándome los dientes y esos ojos negros y enormes que al principio no me gustaron para nada (“Le cubren más de la mitad de la cara , loco” le espeté a un amigo después de conocerla) y que ahora son un modelo, un ejemplo cuando explico las cualidades de una mujer ideal (“Me gustan las chicas con ojos grandes”). Subimos y nos tomamos una taza de té tras otra. Después de una hora de escuchar sobre su vida, su novio de cuatro años (él ahora vive en Londres, pero estaban planificando mudarse juntos en agosto) —y a mí que tanto me gustaban los veranos— su trabajo en el banco, como la habían ascendido de analista a directora y ahora a jefa de departamento, de asuntos latinoamericanos, para colmo.


Narrativas o modos de contarnos
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Lentamente la conversación giró hacia qué había sido de mí desde nuestra separación. —Empieza por el principio— me dijo. —Por donde más voy a empezar, chica. No sé cuánto duró el recuento. Hablaba no para llenar un vacío, sino para evitar esa primera pregunta que ya leía formándose en sus labios
Le conté de Chipre, Tayikistán, el DF, Freetown, de mis novias (más de una inventada), de mis amigos (felizmente reales), de cómo me las arreglaba para vivir enseñando Inglés y traduciendo todo lo que se me ofrecía, de cómo estaba listo para calmarme un poco y no viajar unos años, de cómo había perdido los papeles, después de leer muchas novelas policiacas, de cómo los encontré, revisando unos libritos de ajedrez.
Le conté muchas cosas esa tarde y a cada cuento le respondía con el mismo gesto materno, la mirada que no cambia cuando detecta una mentira, un error, que goza nada más escuchando una voz arenosa que nunca parará de ser familiar. Le conté muchas cosas esa tarde, y a cada cuento le respondía de la misma manera, aunque me ruborizara con una descripción melodramática o una anécdota incómoda. Me dijo que empezara por el principio así que le conté con una carcajada que había escrito una novela, que le tenía tanto miedo a escribir que me tardé cinco años en terminarla, que ensayaba mis cuentos en voz alta, repitiendo miles de versiones en diferentes lugares a cualquiera que tuviera la paciencia para escucharme. Le conté que hice todo lo posible, y creo que lo logré, por caer en la tentación del fracaso que asedia a cada hombre que no goza de una confianza inquebrantable. Le conté que escribí mi novela a mano, que estaba tan nervioso de que alguien analizara mi letra que la disfrazaba, maniático a ratos, elegante después. Finalmente me rendí y empecé a escribir a computadora como una persona normal.
Le conté que después de esta ridiculez, hice lo que hacen todos los escritores fracasados; intenté incorporarme a la academia (debo decir narradores
fracasados, porque verdaderamente nadie sabe lo que les pasa a los poetas). No obstante, mis ansias por refugiarme en la torre de marfil no prosperaron. Mi prosa confundía, no por densa, sino por distraída, mi afán por proclamar la revolución en la crítica literaria y su inmediata fusión en igualdad de condiciones con los textos estudiados perdió su encanto después de mi primera acometida y la gente me seguía diciendo que carecía de algo llamado “rigor”. Nunca pude averiguar exactamente qué querían decir, pero sí sabía muy bien que mis artículos que detallaban conspiraciones inventadas y se empeñaban en describir posibles biografías paralelas, sin ser explícitamente falsos, nunca se podrían tildar de rigurosos. Los pseudónimos tampoco agradaban.
Le conté que resignado a mi incapacidad de imitar el lenguaje formal de la academia, pasé, por no decir caí, al peldaño de periodista, pero periodista deportivo que siempre fue mi sueño de niñez. Le conté que por algunos años escribí resúmenes floridos de partidos intrascendentes, publicados en mi columna


14 de febrero de 2019
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“Ana-crónicas”. No mencioné que “Anacrónicas” solamente salía en la versión electrónica de mi periódico y que estoy seguro de que casi nadie lo leía.
Le conté que por ser estadounidense ella no se podía dar cuenta, pero los quince años que había pasado fuera de Puerto Rico habían limado mi acento en español, desde un principio un poco extraño, hasta dejarme con una pronunciación neutra y mecánica, sin rastros regionales, sin rastro alguno de hecho. Le conté que esta voz me daba vergüenza, pero que ya me había rendido, porque si perder un acento es imposible, intentar recobrarlo es patético. Le conté que esa misma voz me salvó del desempleo, que comencé leyendo anuncios en la radio, pero que rápidamente me gradué a los doblajes. Le conté que, sin que nadie supiera mi nombre, mi voz se escuchaba en muchos países. Le conté que me enamoré.
Finalmente, llegó la pregunta que tanto terror me había causado. Aunque lo intenté, nunca pude ensayar una respuesta en esos cuadernos grises donde bosquejaba este encuentro como un entrenador de fútbol mediocre.
—Sabía que te tenías que ir. La verdad, yo también quise que te fueras, lejos de verdad, pero ¿por qué no volviste? ¿por qué tardaste tanto?
Todos mis borradores de esta conversación terminaban aquí. Sin poder decidirme por una respuesta apropiada, intenté usar el humor:
—Cinco años no son tantos, por Dios, no estoy muerto, ni tampoco tan viejo, y mira qué poquito han cambiado las cosas. Hasta Obama sigue de presidente, igual que cuando me fui.
—Sí, quizás tengas razón, pero ahora es un criminal de guerra, el Congreso no le hace caso y todos los jóvenes están desilusionados con él.
—Qué manera de hablar, chica. Nadie se podría imaginar que tú trabajaste gratis en su campaña en 2008. Quizás la que ha cambiado eres tú.
—Uno se cansa de esperar— su mano fría se
posó en mi hombro.—Creo que tú esperas demasiado.Estoy seguro de que, si su té no estuviesehirviendo, me lo hubiese tirado en la cara. Vi las lágrimas,casi cómicamente grandes, que se asomaban mientrasagarraba las llaves y tiraba la puerta, dejándome solo ensu apartamento.
_______________ Pinturas de Mark Acetelli.


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