26
Versión original
Ella me miraba con una sonrisa que podía haber sido coqueta, pero que yo reconocí como una mezcla de nostalgia y reproche por mi partida inesperada. — Ya era hora, amiguito. El diminutivo se burlaba tanto de mi afán caribeño por esos “-itos” e “-itas” como de mi ausencia notable de verticalidad. Sentado en las escaleras de su apartamento, dejé que su sombra me alcanzara para responder, queriendo exhalar el humo de un cigarrillo inexistente. Lo dejé tres años atrás, no por ella, quizás por ella. De todos modos, sabía que mi antigua costumbre de fumar la habría enojado. Sonreí mirando el piso. —Me perdí de camino... Hacía un año que ya tenía mi respuesta preparada, me reí y seguí: —Creo que doblé por donde no era. —Y cinco años después llegaste a mi casa. Una vueltota, hermanito. El apodo fraterno lo usaba también para
José Darío Martínez Milantchi
castigarme, por disfrutarme tanto aquella primera respuesta premeditada acerca de mi carencia de sentido de dirección. —¿Me vas a invitar a subir o tengo que buscarme un hotel por acá cerca? —Eres un bobo— me respondió, enseñándome los dientes y esos ojos negros y enormes que al principio no me gustaron para nada (“Le cubren más de la mitad de la cara , loco” le espeté a un amigo después de conocerla) y que ahora son un modelo, un ejemplo cuando explico las cualidades de una mujer ideal (“Me gustan las chicas con ojos grandes”). Subimos y nos tomamos una taza de té tras otra. Después de una hora de escuchar sobre su vida, su novio de cuatro años (él ahora vive en Londres, pero estaban planificando mudarse juntos en agosto) —y a mí que tanto me gustaban los veranos— su trabajo en el banco, como la habían ascendido de analista a directora y ahora a jefa de departamento, de asuntos latinoamericanos, para colmo. Narrativas o modos de contarnos