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Gabriela Meléndez Rivera
La conversación sobre racismo en Puerto Rico
La propuesta de exponer la racialización en Puerto Rico tiende a ser suprimida por el absurdo ideal de que el mestizaje nos matiza y nos hace iguales en oportunidades y beneficios. Sin embargo, para poder expresar los severos problemas raciales que padece el país, desde una perspectiva personal, hay que prestar atención a los momentos de socialización que provocaron –si es que ocurrió– el cuestionamiento de esa aparente igualdad racial sobre la que las instituciones insisten tanto. La perspectiva del privilegio, en este caso la mía, no testifica desde la experiencia, pero le es posible contemplar igualmente la forma en la que las personas con privilegios de colorismo reaccionan ante la gente negra, incluso de forma infiltrada en la privacidad de les primeres. El racismo, antes de ser un fenómeno sistemático, es una ideología que comienza su formación desde la mirada y conceptualización externa sobre la gente negra, con objetivos evidentes de explotación. Por lo tanto, no es sorpresa que el resentimiento hacia los rasgos fenotípicos de la gente negra sea una de las formas más comunes de racismo en la isla. Para la celebración de mi graduación de sexto grado decidieron llevar a toda la clase a disfrutar de un día de piscina. La única compañera negra que teníamos –aunque para aquel entonces yo aún no sabía diferenciar eso muy bien– fue sentenciada a los bordes de la piscina. Su pelo alisado no le permitió disfrutar aquella tarde con nosotres porque su madre la miraba desde lejos para asegurarse de que el dinero que había invertido no fuera desperdiciado en una zambullida. Lamentablemente, no solo era el factor económico lo que importaba, también era el contundente rechazo hacia el pelo natural de mi compañera que no cumplía con los estereotipos de belleza caucásicos.
Además del cabello, el cuerpo de mi compañera comenzó a ser igualmente incómodo para ella tan pronto llegamos al noveno grado. La madre y el padre de su mejor amiga estuvieron de acuerdo con que lo mejor sería separarlas, pues el desarrollado cuerpo de mi compañera solo podía ser el resultado de que ya estaba expuesta a cosas de adultos. La hipersexualizaron en la escuela, se acusaba incluso a maestros de mirarla con ojos maliciosos y cayó sobre ella la responsabilidad de cubrirse lo más que pudiese. Nuevamente, la mirada del otro que recaía sobre mi amiga era violenta e insistía en encasillarla como un ser erótico y exótico aun a su corta edad. Yo todavía no entendía nada e incluso admito haber sentido prejuicio sobre el porqué ella ya era tan nalgona y el resto no. Entonces, no es la persona negra quién se define como tal, es la mirada del poder la que le atribuye sus supuestas características. El concepto del yo queda violentado por las consecuencias de esa mirada. Mi compañera es el ejemplo más completo, pero no el más cercano. En la secundaria, tuve una pareja que fenotípicamente representaba a una persona afrodescendiente, excepto por su color de piel, que pasaba como blanco. Su mamá era una mujer negra con su cabello alisado y su padre un hombre que compartía su pigmentación. La única vez que me presenté en su casa con mi pelo alisado, su madre reaccionó diciéndome: “Ahora sí te puedes montar en mi carro”. Me sorprendió su comentario, sobre todo viniendo de alguien que podría haber estado más familiarizada con comentarios racistas. Sin embargo, fue la primera vez que me sentí racializada. A esa edad ya podía entender el privilegio de ser una persona blanca con cabello rizado e incluso tener un rizo considerado bajo las características de “manejable” y “bonito”. La madre de mi excompañero se encontraba evidentemente prejuiciada con el estigma de la negritud, incluyendo su propia negritud. Además de la racialización individualizada que arremata contra el cuerpo, también en Puerto Rico se presencia la versión sistemática que ejerce sobre las comunidades. Los cuentos de juventud de mi padre siempre involucraban gente de otros barrio adyacentes al suyo. Cada grupo tenía sus características, pero los más peligrosos siempre eran “los negritos de Sabana”. Les contemporáneos con mi papá, que viven entre Vega Baja y Dorado, concuerdan en que Sabana es un barrio muy peligroso aún, nunca me recomiendan la ruta que lo atraviesa. Cuando entré a la universidad me enteré de que mi compañera de la escuela vivía allí. No es casualidad que un barrio reconocido como empobrecido o violento sea una comunidad de gente
negra. Es, sin lugar a duda, otro modo de control sobre elles. Despojarlos de espacios, riquezas, educación, entre otros, para condenarles a que produzcan miedo en los demás efectuando el estereotipo embrutecido, animalizado y criminalizado que le conviene al racismo sistematizado. Por otra parte, no es hasta mi cuarto año en la Universidad de Puerto Rico, que pude, a través de un curso, conceptualizar términos que manejé desde siempre sin nombrarlos. Ya nada me parecía casualidad. Muchas de mis compañeras de la secundaria optaron por cortarse el pelo maltratado por el alisado y permitirse renacer en una cuerpa definida por ellas mismas y no por la mirada de ningún otre. Comprendí
la raza como una percepción animal reforzada con siglos de historia y diversos contextos que nos ciega la humanidad. Sin embargo, todavía señalar la estructura sistémica del racismo y la racialización en Puerto Rico sigue percibiéndose como un gesto de changuería. Igualmente, observando los rostros de les estudiantes matriculados en el curso, no veo a mi compañera de escuela ni a nadie que se le parezca. Lamentablemente, la academia, quien debería ser ente accesible de propaganda educativa sobre estos asuntos, continúa profanando las experiencias de personas negras como mi compañera y escribiéndolas desde su mirada.