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LA AMIGA DE TODOS
La amiga de todos
Por: Judy Ann Seda Carrero
Siempre fui la amiga de todos, la novia de nadie. Era gorda, usaba espejuelos desde quinto grado, tenía las piernas marcadas porque me las rascaba compulsivamente; yo era como un imbunche, un to’junto con uniforme escolar. Mi mamá y mis tías se desvivían para que me viera un poquito mejor: me pusieron a dieta varias veces, tuve bracers, me llevaban al beauty, me vestían de las tiendas más caras para que fuera “mona” a los parties; en fin, hacían lo posible para que luciera menos fea.
La dinámica escolar era interesante para mí. Aunque era fea, todos querían ser mis amigos. Mientras pasaba por los pasillos de la escuela superior, todos me saludaban cantándome la canción del cerdo Porky. Otros me gritaban como en los anuncios de la jamonilla Tulip. Yo los saludaba también. Hablaba con todos, particularmente con los de mi salón hogar. Tenía un amigo muy cercano al que le prestaba mis libretas porque se dormía en las clases, se llamaba Miguel. La mamá de Miguel, que se vanagloriaba de tener un hijo rubio, hermoso y muy responsable, les decía a todas las personas que su nene tenía una amiguita en la escuela que era su secretaria, pues le resolvía todo. De hecho, no olvido que para la Semana de las Secretarias, Miguel me llevaba un regalo a la escuela. Ciertamente, yo era la secretaria de Miguel, quien era mi amigo y me quería mucho, aunque sé que siempre se burló de mi gordura.
Ahora que ya somos adultos, Miguel se hizo doctor y vive en los Estados Unidos. Me dio alegría encontrarlo por Facebook y conseguir la dirección de su oficina médica. Hace cinco años, pedí una semana de vacaciones en mi trabajo y decidí ir a visitarlo. Miguel vivía en California con su familia, así que viajé hasta allá para darle la sorpresa. Habían pasado 30 años desde la última vez que nos vimos. Recuerdo que fue durante unas vacaciones en las que vino de visita. Yo lo saludé muy contenta, y él apenas me dirigió la palabra, quizás no se acordaba de mí. Quería que nuestro encuentro fuera especial. Luego de llegar a California y descansar en el hotel, busqué la ferretería más cercana y compré algunas cosas que necesitaba para nuestro encuentro. Lamentablemente, no nos llegamos a ver. Su oficina se incendió justo antes de que Miguel saliera, así que murió. Es una pena que no me pude despedir de él.
Como había dicho, yo era feíta. En mi escuela hacían disco parties y mi mamá insistía en que asistiera. Bueno, me compraba ropa y me mandaba en taxi para el party. Yo me entretenía mucho en esas fiestas. Mientras los demás bailaban, agarraba una bolsa de basura y empezaba a recoger latas de refresco y colillas de cigarrillo de los pasillos de la escuela. En una ocasión, en décimo grado, otro de mis amigos estaba besándose con una muchacha y los interrumpí al pasar con la bolsa llena de latas. Me disculpé y él se rio de lo que yo hacía. Me puso el
pie, tropecé y rodé por las escaleras. Gracias a Dios, solo fue un machucón en la espinilla que no pasó a mayores. Ese fue Jorge, a quien me lo encontré hace poco en Plaza las Américas, me saludó y hablamos unos 15 minutos. Me dijo que si quería, nos podíamos encontrar para desayunar y recordar viejos tiempos. Yo, muy entusiasmada, le dije que podía ser el próximo fin de semana. En eso quedamos.
El sábado nos encontramos a las 9 de la mañana en The Coffee Place, The Happy Place, un lugar que Jorge nunca había visitado. Mientras desayunábamos, nos reímos mucho recordando episodios graciosos de la escuela: cuando me metieron un sapo en el locker, cuando me robaron varias veces el libro de geometría y cuando se escondían de mí durante la hora de almuerzo. De momento, Jorge tuvo que ir al baño y aproveché para sazonarle mejor su café. Pasé un rato divino a su lado. Nos despedimos con el compromiso de encontrarnos, al menos, una vez al mes. Triste fue leer en el periódico del lunes que a Jorge lo encontraron muerto en su apartamento el domingo en la tarde. Aparentemente, le dio un ataque al corazón.
Realmente, no me gustaban las fiestas; pero mi mamá se empeñaba en que asistiera a todas para ver si así me conseguía un novio. Mi mamá hubiera querido que yo me casara con alguno de mis amigos, pero eso nunca sucedió. Ella aspiraba a escalar socialmente, a que yo tuviera una mejor vida por medio de tener un marido con dinero; pero ninguno de mis amigos se fijó en mí. En una ocasión, en el décimo grado, hubo una fiesta de disfraces. Mi mamá quería que me disfrazara de gitana, pero yo insistí en ser una calabaza, por aquello de ocultar mejor mi cuerpo amorfo. Así, como una calabaza/imbunche enorme, fui a la fiesta. Cuando llegué al party, tuve que ir al baño; el del primer piso de la casa estaba ocupado. Pregunté dónde había otro baño y me dijeron que en el segundo piso. Recuerdo que Ricardo me mostró donde estaba ubicado. Estuve encerrada en el baño unas dos horas.
El año pasado, coincidí con Ricardo en una oficina médica. Se alegró mucho de verme; y yo, también. Así que decidimos encontrarnos otro día para dar una caminata. Nos encontramos en el Faro de Cabo Rojo. Bajo el sol intenso de la mañana, Ricardo y yo caminamos unas dos horas. Hablamos mucho, nos reímos mucho; sin embargo, Ricardo resbaló y se cayó por uno de los precipicios cercanos al faro. Le dije que no se acercara tanto al borde, que se podía caer, pero él insistió en tomarse fotos al borde del abismo. Entonces, como yo era la única persona que estaba con él en ese momento, tuve la desagradable oportunidad de informar a la familia sobre el terrible accidente.
De todos mis amigos, el más especial era Martín. A ese lo amé en silencio todos los años de escuela. Martín siempre me llevaba a mi casa porque mi mamá no guiaba. Yo lo veneraba, hacía todo lo que él quería, era su paño de lágrimas cuando terminaba con alguna novia. Tuvo varias rupturas amorosas y yo siempre fui su refugio nocturno de largas conversaciones por teléfono durante horas. Martín nunca supo que yo lo amaba. Yo sabía muy bien que él no me quería como yo lo quería. Primero, era fea; segundo, yo estaba becada en una escuela en la cual la gran mayoría de la gente tenía dinero. Las novias de Martín eran lindas y adineradas. Yo no podía competir con ninguna de ellas, así que me conformé con ser su amiga.
Cuando nos graduamos, sabía que la vida nos llevaría por caminos distintos. Yo me quedé a estudiar en la IUPI y Martín estudió en una universidad norteamericana. Aunque nos veíamos durante las vacaciones, no compartíamos como antes porque venía acompañado de la novia de turno. Si coincidíamos en algún momento con la de turno, siempre le decía: “Mira, Fulanita, esta es mi gran amiga Julita. Estudiamos juntos en la escuela. Yo siempre le daba pon porque en su casa no había carro. Además, mi mamá le compraba los uniformes de la escuela para ayudarla”. Los papás de Martín me querían mucho, yo era como una sobrina para ellos.
Pasó el tiempo y hace cinco años Martín regresó a Puerto Rico. Coincidimos en uno de esos reencuentros de la clase graduanda a los que mi mamá aún me obliga a asistir, a pesar de que ya soy adulta. En esos reencuentros, los amigos siempre me reciben con mucho cariño. Martín me contó que se divorció por tercera vez y que se había mudado para acá buscando paz. En ese momento vivía alquilado y me pidió que lo acompañara a ver unas casas para comprar una en un futuro cercano. Yo disimulé mi nerviosismo y le dije que sí. Cuando me fue a buscar a mi casa, le pedí que entrara para mostrársela y hablarle un poco de mi vecindario. Le ofrecí café y galletas, y conversamos un rato. Luego dimos un recorrido por la casa. Me compré una casa porque siempre viví en espacios reducidos con mi mamá. Así que cuando tuve oportunidad, compré una propiedad grande en la que habitamos mis gatos y yo. De hecho, a Martín le gustó tanto el sótano de la casa, que se quedó a vivir allí encadenado. Así que, vivo felizmente con Martín desde hace tres años.
Aún me falta encontrar algunos amigos que sé que me quisieron mucho. Espero ansiosamente esos encuentros.