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Dos soldados enamorados y el mar

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LETRAS

Dos soldados enamorados y el mar

Por: Daniel Torres

72 / REVISTA CRUCE: CRÍTICA SOCIO-CULTURAL CONTEMPORÁNEA

… O that our night of woe might have remember’d My deepest sense, how hard true sorrow hits, And soon to you, as you to me, then tender’d The humble salve which wounded bosoms fits!

But that your trespass now becomes a fee; Mine ransoms yours, and yours must ransom me.

Ojalá que lo triste de esa noche Y lo que a ti y a mí nos ha dolido

Nos haga hoy ofrecer, y en gran derroche, La cordura que sana al pecho herido.

Tu delito se convierte en rescate; Con él pagas el mío. Es un empate.

Final del Soneto CXX de William Shakespeare

Érase La Ciudadela de San Juan, allá por la mitad de los años del sueño interminable de la primera Colonia. Una pareja de soldados criollos, Tobías y Jesús María, habitaban en una derruida casucha, frente al mar y a extramuros, en las inmediaciones de los restos del Fortín La Perla. Esta área fue matadero, caserío de esclavos y personas sin casa, sirvientes de diversos colores, así como cementerios, separado todo del centro de la comunidad de la ciudadela fuera de las murallas. Es ese margen geográfico adonde fueron llegando a la ciudad capital campesinos y obreros. No lejos de los dos dormitorios, con cocina, letrina, salón pequeño y balcón destartalado, había una fonda abierta a la playa, con un pequeño balcón y vistas inmejorables al Atlántico contrastando con la miseria de las inmediaciones. Este comedero, frecuentado por la soldadesca cosmopolita de la ciudadela, contaba con varios ambientes internos, una barra rústica y desvencijada, decorado marino, y “camareras” que aún se vestían con los trapos que conseguían más abajo por el puerto, hasta con pañuelos de trabajadoras de ingenios y telas blancas que disimulaban sus cuerpos indiscutiblemente masculinos. No eran profesionales de la hostelería, pero casi todas eran, por la época, lo que los peninsulares daban en llamar pardas y mulatas, legado viviente de la mezcla entre razas que todo el Mar Caribe emanaba en el reguero del género que se confunde con todos los otros géneros de mujeres hombres u hombres mujeres, trans, vestidas o desnudos.

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Por aquel entonces seguía el flamante despotismo ilustrado español sus pasos, eran los años antes o después de la invasión napoleónica a la península, da igual. A los restos del Fortín de La Perla los envolvían un aire de misterio que la pareja de hombres ya mencionada observaba durante sus paseos, matutinos o nocturnos, por el malecón del variopinto barrio fuera de la muralla, o en los túneles que iban del Castillo San Felipe del Morro al Fuerte San Cristóbal con su Garita del Diablo, de la cual en noches sin luna desaparecían los centinelas “tragados por endriagos” que subían de la mar como bestias hambrientas de carne joven y jugosa. Nada de lujosos coches tirados de caballos, calesas, aparcaban frente a la muralla y descargaban preciosos machos catrines, venidos a menos, vestidos de ciudad, empinados en sus bastones, engarzados al brazo de algún mafioso local, pirata retirado u “hombre de negocios” turbiamente sospechosos. Ni qué decir hay que ellos les doblaban la edad. A los soldados enamorados Tobías y Jesús María les intrigaba el sitio, sus tenues luces al anochecer, el bullicio de risas acompañado por el tintineo de tarros de cerveza al mediodía recio del Trópico que quema como un carbón encendido.

Hasta que un día esos dos mancebos robustos decidieron, sin saber a ciencia cierta por qué, adentrarse en el interior del océano Atlántico a vivir o a morir

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su verdad y caminaron como dioses extraviados al son de una extraña, pero ligeramente familiar, música cantada en una curiosa mezcla papiamentosa de idiomas lucumíes, en mescolanza con los propios sones del puerto, que paralizaban toda La Ciudadela de San Juan, en tambores de úes profundas: en francés, holandés, inglés, español, francés, portugués, y hasta en gallego: “¿Qué horas son mi corazón?” palpitaba el estribillo. Fue allí donde en el vaivén de las olas, del mismo color que tendrían algún día los adoquines de la ciudad amurallada, descubrieron el paso en falso, la caída hacia las profundidades marinas, tras las piedras secas del arrecife que una vez cubrió toda esa zona y, al fin, se hundieron despacito, poco a poco, de repente y sin prisas, en el furioso oleaje casi casi tomados de la mano y mirándose a los ojos hasta desaparecer por completo entre toda la espuma que salpicaba las rocas de la costa.

Lo que quedó del Fortín de La Perla adquiere también protagonismo en esta historia porque fue el fuerte donde se recogían sobras de comida cada noche. Su barrio extramuros refleja sin pestañear la otra cara del bullicio de La Ciudadela de San Juan: la de los sin techo y su implacable lucha por sobrevivir. Se codean sin verse, los que duermen en la calle de arriba hacia el Fuerte San Cristóbal o el Castillo de San Felipe del Morro, en la otra punta del islote, al otro lado de la orilla del Fortín Santa Bárbara, que terminaría siendo un leprocomio, y los que habitan las más altas esferas de una sociedad de soldados en una Capitanía General a los que se le ha olvidado lo que es la compasión por los prójimos, no saben de aquellos dos soldados enamorados y el mar que se perdieron en el salitre desperdigado de una ola que rocía la muralla perennemente hasta el sol de hoy... De repente, se oyeron dos voces marinas concertadas en el viento de las olas, como en sordina, que repetían, con una llovizna leve que caía imperceptible entre el salitre, lo siguiente, como palabras de un Poeta: “Y ojalá que lo triste de esa noche, y lo que a ti y a mí nos ha dolido, nos haga ahora ofrecer, y en gran derroche, la cordura que sana al pecho herido porque tu delito se convierte en rescate, con él pagas el mío y es empate en el fondo del mar. Fue que un día me heriste, ya lo sabes, y el dolor lo recuerdo por entero porque confieso el sufrimiento que sentí en el centro mismo del pecho. No estoy hecho de piedra ni de acero y si a mi vez te causé pena, ésta fue del tamaño de la mía. Mucho que habrás sufrido porque la condena de amor se cumple sin papel, sin policía, como lo triste de esa noche en que tú qué sabes”. Y dicen que hay un punto en esa zona en el que todavía se puede escuchar estos restos de un poema en el viento, a la hora del atardecer, cuando el mar se reviste de naranjas hasta hacerse sombras frente a la muralla.

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