Wladimir Chávez Vaca Coordinadoras de traducción: Ana Simón Alegre & Kimberly Moreira
My God, How Handsome is My Father’s Killer!
Dios mío, ¡qué guapo es el asesino de papá!
gobierno de lA REPúBLICA DEL ECUador Ministerio de cultura y patrimonio iNSTITUTO DE FOMENTO DE LAS ARTES, iNNOVACIÓN Y CREATIVIDADES banco de desarrollo del ecuador
Wladimir Chávez Vaca Coordinadoras de traducción: Ana Simón Alegre & Kimberly Moreira
My God, How Handsome is My Father’s Killer!
Dios mío, ¡qué guapo es el asesino de papá!
Grupo de traducción: Zullimar Adames, Salma Aguilar, Justin T. Bergson, Alexa Cohen, Stephanie Faldetta, Ariyana Felician, Giovanna Galante, Joseline Guaman, Nicole Julian, Alejandra Loza, Estefania Martínez, María Mayorga, Alexis Molina, Seth Noboa, Rima Patel, Nicole Perlaza, Julia Persaud, Matthew Petrouskie, Moriah S. Rastegar, Joceline Reyes, Laura Rojas, Caterina Russo, Ivan Sakkal, Cynthia K. Siavichay, Priscilla Smith, Carmelo Soto, Mariana Steinbuch, Arianna Thomas , Nuvia Velásquez.
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA Lenín Moreno Garcés MINISTRO DE CULTURA Y PATRIMONIO Raúl Pérez Torres
Director del Instituto de Fomento de las Artes, Innovación y Creatividades Ronald Verdesoto Gaibor ©2018 Dios mío, ¡qué guapo es el asesino de papá! ©2018 My God, How Handsome is My Father´s Killer! Wladimir Chávez Vaca Ana I. Simón Alegre & Kimberly Moreira Traducción/ Translation Coordinator. Imagen de portada: Roberto Coromina www.robertocoromina.com Todos los derechos reservados 1era Edición digital: ISBN: 978-607-9130-46-6 1era Edición en papel ISBN: 978-607-9130-47-3 Editado en formato digital e impreso por la Editorial Grupo Destiempos Av. Insurgentes Sur 1863. 301B Col. Guadalupe Inn, C.P. (01020) México, CDMX www.editorialdestiempos.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de portada puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo de la editorial.
“Este material se realizó como resultado de la Convocatoria pública nacional para proyectos artísticos y culturales 2017 - 2018, impulsada por el Instituto de Fomento de las Artes, Innovación y Creatividades”
Nota del autor Quisiera agradecer a la profesora Ana Simón, a Kimberly Moreira, al artista Roberto Coromina y a todos los traductores y las traductoras de este volumen por haber realizado un trabajo de tanta calidad. La traducción se realizó como resultado de la Convocatoria Pública Nacional para Proyectos Artísticos y Culturales 2017-2018 impulsada por el Instituto de Fomento de las Artes, Innovación y Creatividad (Ecuador). Author's Note I would like to thank Assistant Professor Ana Simón, Kimberly Moreira, artist Roberto Coromina, and all the translators for having accomplished such a high-quality job. The translation was sponsored by National Public Call for Artistic and Cultural Projects 2017-2018, which was created by the Institute for the Promotion of Arts, Innovation and Creativity (Ecuador).
ÍNDICE
Prólogo ¡Dios mío, qué guapo es el asesino de papá! Quemar periódicos, publicar libros Olga, la última chica Pushkin Adiós a Chunchi La agonía de los héroes La verdad de las verdades Postales para ciegos Tiempo de gracia
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CONTENTS
Introduction My God, How Handsome is My Father’s Killer! Burn Newspapers, Publish books Olga, the last Pushkin girl Goodbye to Chunchi A Hero’s Agony The Truth of Truths Postcards for the Blind Time of Grace
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Prólogo por Ana Isabel Simón-Alegre Assistant Professor, Adelphi University
El autor de este libro de historias cortas, Wladimir Chávez Vaca, y yo tenemos en común muchas cosas, gustos que pueden tener otras mujeres y otros hombres como leer, escribir, escuchar música o pasar largas sobremesas charlando, pero la afición que nos ha unido ha sido la de viajar y más el hacerlo siempre, pase lo que pase. Y es que Wladimir y yo nos conocimos casi milagrosamente en el año 2012 en Grand Rapids (Michigan) en el congreso que organizó la Asociación Internacional de Literatura y Cultura Hispánicas en esta ciudad. Para los dos, llegar a esta encantadora ciudad del Medio Oeste fue todo un reto ya que el Huracán Sandy alteró muchísimo nuestro itinerario. Pero al final llegamos y, a partir de ese congreso, comenzamos una muy buena amistad que ha dado fruto, entre otras colaboraciones, a este segundo libro bilingüe, español-inglés, de historias más o menos cortas y todas ellas plagadas de lo que tanto nos gusta: los viajes. Por tanto, después de esta pequeña introducción no debe sorprender que el denominador común de las historias de este libro sea el intercalar en los relatos lo que supone atreverse a viajar con el reto que puede ser el quedarse a vivir en ese nuevo lugar. Para mí, viajar más que una afición es una pasión, y no sólo hacerlo físicamente sino también viajar con la imaginación tanto a lugares por los que nunca he estado como retroceder en el tiempo y, colarme en una de esas embarcaciones que se adentró en el Mediterráneo rumbo al lugar donde se decía que Hércules tuvo que ir para cumplir uno de sus trabajos. Me gusta incorporar mi amor por viajar a los recursos educativos que empleo en mis clases para que lo que enseño sea atrayente. Por esta pasión mía, desde finales
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del año 2016 hasta la primavera de 2018 este libro bilingüe ha formado parte de varios de mis cursos porque no sólo en mis clases viajábamos con Wladimir Chávez Vaca por Europa, Estados Unidos o Ecuador, sino que también lo hemos hecho de un idioma a otro, del español al inglés, y viceversa, con una especie de billete de ida y vuelta con trayectos ilimitados no sólo entre estas dos lenguas sino que también entre sitios muy diversos. Hablar de viajes en una clase es poner como herramienta educativa, un pasatiempo que es fácil que guste a gente muy variada. Así logro, o al menos este es mi deseo, que mis estudiantes comiencen a interesarse por la materia que nos toca trabajar. En la década de los años treinta del siglo XX en España, maestras como Gloria Giner de los Ríos (1886-1970) o Leonor Serrano Pablo (1890-1942) sabían que usar la referencia de los viajes en sus clases aseguraba la accesibilidad de su grupo de estudiantes a conceptos, que, en principio, podían parecer algo áridos 1. Si por un momento nos imaginamos comprartiendo el momento que un viajero de la lejana Grecia sintió al ver los sinuosos acantilados del Levante de la Península Ibérica, allá por el siglo IV A.C o cuando la viajera Egeria decidió viajar desde la Península Ibérica a los Santos Lugares en el siglo IV, estoy segura de que ninguna de estas dos evocaciones nos ha dejado indiferentes. La curiosidad por saber qué habría más allá de dónde la vista alcanzara a ver o descubrir, qué se escondería tras la línea del horizonte son dos de las actitudes más importantes y necesarias para que un viaje comience. Después de este primer momento de fascinación ante la visión de un nuevo lugar, llegaba la siguiente fase que posiblemente daría más vértigo porque suponía pasar de un momento más personal, conectado al mundo de los sentimientos, a uno más social, en el que la comunicación con las mujeres y con los hombres que estaban en el lugar, al que se había llegado, era crucial. Pienso que la intensidad con que están presentes en nuestra sociedad actual las disciplinas de la traducción y de la interpretación son una muestra contundente de lo importante que siempre ha Simón-Alegre, Ana I., “Cultivadoras del estudio de la geografía en España antes de la Guerra civil española (1936)” Segura, Cristina (Coord.), La Querella de las Mujeres IV, Almudayna, Madrid, 2011, pp.221-232. 1
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sido buscar el entendimiento pacífico. Para comprenderse hay que traducir e interpretar el nuevo escenario que se nos presenta cada vez que viajamos. Muchas veces traducir e interpretar no sólo forman parte de ejercicios orales y/o escritos, sino que también puede relacionarse con el mundo artístico como por ejemplo el arte mudéjar. Esta disciplina artística nació en el siglo XII en la Península Ibérica tras el contacto del estilo artístico de las comunidades cristianas con el del mundo hispanomusulmán-hebreo. Este arte tiene múltiples referentes entre los que destaco el del convento de Santa Clara en Salamanca (fundado en 1238), que es un claro ejemplo de hibridad y de cómo el comprender a quienes podemos tener delante puede llegar a crear un lenguaje que muestra la riqueza de ese encuentro. La edición bilingüe de este libro es también un encuentro, una especie de viaje, de un grupo de estudiantes de la Universidad de Adelphi con el universo de la ciudadanía global que Wladimir Chávez Vaca presenta en sus relatos. Emulando al grupo de artistas especialistas en arte mudéjar, el variado grupo de estudiantes de la Universidad de Adelphi ha dado vida a este libro bilingüe. Este grupo ha aportado la hibridad que brota cuando se pasa un idioma y sus referentes culturales a otro y en esa transición han conseguido impregnar en la lengua de llegada la personalidad y cuerpo que tienen los relatos de Wladimir en su lengua materna. Rima Patel ha traducido el relato “Olga, la última chica Pushkin” 2. Por su parte, Giovanna Galante se ha encargado de “La agonía del héroe”. Seth Noboa e Ivan Sakkal han trabajado con los relatos: “Dios mío ¡qué guapo es el asesino de papá!” y “Quemar periódicos, publicar libros”. En cuanto a las tres últimas historias: “Tiempo de gracia”, “Postales para ciegos” y “Adiós Chunchi” se ha ocupado mi clase de “Técnicas de traducción en español” y de la que han formado parte: Zullimar Adames, Salma Aguilar, Justin T. Bergson, Alexa Cohen, Stephanie Faldetta, Ariyana Felician, Joseline Guaman, Nicole Julian, Alejandra Loza, Estefania Martínez, María Mayorga, Alexis Molina, Nicole Perlaza, Julia Persaud, Matthew Petrouskie, Moriah S. Rastegar, Joceline Reyes, Laura Rojas, Caterina Russo, Ivan Agradezco a Tallulah Bur las sugerencias que hizo para conseguir una traducción más fluida de este relato.
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Sakkal, Cynthia K. Siavichay, Priscilla Smith, Carmelo Soto, Mariana Steinbuch, Arianna Thomas y Nuvia Velásquez. Toda esta clase leyó estos tres relatos, para después traducir una parte, editar otra sección y por último trabajar en grupos para dotar a cada parte traducida y editada la unidad necesaria para lograr que el estilo narrativo de Wladimir Chávez Vaca quedara registrado en inglés. Además la versión final de los relatos bilingües incluidos en este libro debe una parte muy importante a Kimberly Moreira, antigua estudiante del programa de español y de traducción del Departamento de Idiomas, Culturas y Literaturas de la Universidad de Adelphi. Durante la primavera del año 2018, Kimberly Moreira y yo hemos trabajado en la coordinación y edición de este libro bilingüe. Kimberly Moreira quedó fascinada por todo lo que rodea al mundo de la traducción y al de la interpretación hasta tal punto que recientemente ha comenzado sus estudios de doctorado en este campo, en la Universidad de Málaga (España). La Universidad Adelphi y el Departamento de Idiomas, Literaturas y Culturas ofrecen una educación de alta calidad, innovadora, diversa y adaptada a las necesidades de cada estudiante. Por eso doy las gracias a la jefa del Departamento de Idiomas, Literaturas y Culturas, la doctora Raysa Amador, por su constante dedicación, profesionalidad, liderazgo y apoyo para que este libro saliera adelante. Además debo agradecer a mis compañeros de departamento, los doctores Nicholas Carbo y Jonathan Hiller, y a mis compañeras las doctoras Sara Aponte-Olivieri, Nicole Rudolph y Priya Wadhera, su interés en este proyecto y escucha. Gracias también a la administrativa de este departamento, Carmen Dori Castellón, ya que es la que hace posible que todo funcione con armonía y profesionalidad. Y por último, sólo me queda mencionar la obra que ilustra la portada de este libro realizada por el pintor Roberto Coromina. Este artista nos explicó a Wladimir Chávez Vaca y a mí que había compuesto esta imagen inspirado por el lugar donde trascurre la tercera historia: Oslo. Roberto Coromina imagina esta ciudad con tonalidades frías y por eso rodeó la figura del libro con colores grisáceos. La figura central de la portada más que un libro como tal es una figura geométrica que nos recuerda a un libro. Roberto Coromina quería expresar con esta falta de precisión que en esa imagen estaban incluidas todas 12
las historias posibles que los libros pueden guardar. Sólo me quedaría por añadir a los comentarios de Roberto Coromina que en muchos casos esas historias y esos libros son posibles gracias a iniciar un viaje y atreverse a vivir y a conocer lo que está más allá de nuestros lugares, pensamientos e incluso palabras alojadas en nuestra zona de confort. Y gracias a mi compañero de viajes y de vida, Jay M. Loomis.
Oyster Bay (Nueva York), 31 de mayo de 2018.
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Dios mío, ¡qué guapo es el asesino de papá! Dieu! soupire à part soi la plaintive Chimène, Qu'il est joli garçon l'assassin de Papa! Georges Fourest
Aquella mañana Enrique conoció el apartamento de su hija Sofía en Nueva York. Primero se topó con el portero del inmueble, que era dominicano, así que cuando Enrique le aclaró que Sofía iba a quedarse unas semanas en Quito, no tuvo necesidad de recurrir a su chapucero inglés. El contrato de arrendamiento con la residencia estudiantil era válido hasta junio, y Enrique confiaba en que su hija regresaría pronto. Luego tomó el ascensor, se paró frente a la puerta indicada y, apenas cruzó el umbral ―aún con la llave en la diestra y la otra aferrada al maletín― fue desbordado por una visión de pulcritud que inmediatamente le pareció ajena a alguien que había sufrido un ataque de pánico dos semanas atrás, en vísperas de los exámenes. El olor a productos de limpieza se había desvanecido, pero casi dolía a los ojos mirar un parquet tan inmaculado. Comprobó que en la cocina las bolsas de basura habían sido evacuadas, la vajilla reposaba seca, junto al lavabo, y en el cuarto de baño resplandecían los azulejos. Por segunda vez le pareció un orden y una desinfección impropia de alguien que, a toda prisa, había gastado más de 1500 dólares para huir en avión y buscar refugio en sus padres y en los antidepresivos. Dejó el maletín junto a la cama. El pequeño apartamento ―en verdad se trataba de un studio, adecuado y módico para barrios como Greenwich Village―
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se veía en tan buenas condiciones que lamentó no haberse ahorrado el dinero del hotel. Pero su hija le había rogado que no durmiera en su cama, y Enrique vinculó la petición con cierto pudor a compartir el espacio íntimo. Una hora atrás había charlado con ella por teléfono. Se había mostrado de tan buen humor que incluso había reflexionado, como si fuera novedad, sobre una serie de lugares comunes que él recordaba de sus propias salidas bohemias en los años ochenta. “La literatura del país es como la línea imaginaria del ecuador. No existimos, no ocupamos un lugar, papá”, llegó a decirle, y Enrique solo atinó a responder “claro, m’ija, así siempre ha sido, verás como vos lo cambias todo”, y se puso a pensar en ella, en su ataque de pánico, y luego en Nueva York, en su hostilidad, en que la ciudad había ignorado a su hija, volviéndola traslúcida, invisible. Y Sofía, sin perder la jovialidad en la voz, hubo de advertirle: “El cuaderno y los libros están sobre el escritorio. Ve hoy mismo, papá, porque mañana va un amigo y tiene que sacar una cafetera que me dejó encargada”. Los cuadernos ya los tenía guardados en su maletín. Enrique los había hojeado. Apuntes de clases, nada más. Sobre los libros, en cambio, había pensado unos días atrás que eran fáciles de reemplazar por internet. Ahora se daba cuenta de su error: estaban autografiados. Uno por Richard Bausch, otro por su tocayo Ford y el tercero, el único en español, por Sergio Chejfec: Mis dos mundos. Enrique había visitado varias veces Nueva York en los años noventa, así que no sentía el apuro de perderse entre las multitudes ambulantes de la Quinta Avenida o de los centros comerciales (supuso que estarían llenos por ser 22 de diciembre) o en las filas para subir al mirador del Rockefeller Center. Además, afuera hacía frío y tampoco le apetecía quedarse en un Starbucks mirando alelado su smartphone. Se puso a revisar los libros de Sofía y de un tomo de City of Glass, transformado en novela gráfica, cayeron unos papeles doblados. Los levantó del piso. Eran dos páginas impresas a todo color. En la primera aparecía un hombre de unos cincuenta años, gordo, lampiño, calzando una ropa interior que cincelaba sus genitales, la nariz falsa, las mejillas pintarrajeadas
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con bigotes de animal, los ojos vendados y la cabeza calva rematada con una diadema de orejas de ratón. Exponiendo su piel sonrosada de cerdito, posaba sonriente en la primera imagen. La ausencia de bello corporal había facilitado que le escribieran (parecía complicado que él lo hubiera hecho por cuenta propia) en los pectorales y el estómago, con el mismo tipo de sustancia usada en sus mejillas: “Mademoiselle Satán rara orquídea del vicio”. Enrique sintió un mareo. Era el inicio de un poema de Jorge Carrea Andrade, uno de los textos que más le gustaban a él y a su hija. En la segunda foto, el mismo hombre posaba de espaldas a la cámara y a partir de su hombro izquierdo se iniciaba una breve pero contundente frase de sumisión sexual que Enrique deseó jamás haber leído. Abandonó las imágenes a un costado, sin acomodarlas de vuelta entre las páginas de City of Glass, intentando apaciguar sus pensamientos. Cuando trataba de autoconvencerse de que esas fotos formarían parte de una tarea universitaria, de algún proyecto artístico quizás, le asaltaron los temores: el hombre semidesnudo podría ser, en verdad, un stalker, un pervertido que encontraba placer enviando fotos. Tal vez él era el origen de esa “enfermedad de los nervios”, como llamaba su esposa a la depresión de Sofía. Enrique procedió a deshuesar rápida y metódicamente los libros del anaquel: abría cada tomo, hacía desfilar sus páginas y lo echaba sobre la cama antes de pasar al siguiente. Luego continuó con los papeles del escritorio. No pudo hallar nada que no fuese correspondencia del banco y de la universidad. Ni una sola carta privada. Ni una sola fotografía más. Luego se puso a vaciar los cajones y deshacer el orden de las toallas en el baño. Descubrir el vibrador le causó asombro, pero comenzó a sentir vértigo tras toparse con un traje de gata que dejaba traslucir la vagina y los pechos. Luego dio con un par de bolas unidas por una delgada cuerda ―hojeó el folletín de uso, que las llamaba Ben Wa―, y finalmente encontró una caja con crayones gruesos que no eran sino pinturas corporales parcialmente utilizadas. Se sentó, ya sin aire, a reflexionar por unos minutos. Quiso pasarse las manos por la cara pero al sentirlas, las dejó ahí, cubriéndose el rostro, paralizado por la vergüenza y el miedo. Consiguió reponerse y, decidido,
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recolectó el traje, los juguetes y las fotos para ponerlas en una bolsa de basura. De mala manera, acomodó de vuelta los libros, y la ropa y las toallas sin doblarlas siquiera. Aunque sin polvo, el apartamento no estaba exactamente como lo había encontrado. Y al salir se juró no volver jamás. Con una mano aferrada a la bolsa de basura y con la otra sosteniendo el maletín, dudó en llamar a los vecinos, en simular distensión, en ganarse su confianza e inquirir sobre la vida de su hija. Pero luego tuvo miedo de toparse con el hombre de la foto. Entonces bajó por el ascensor y quiso averiguarle al portero dónde podría dejar la basura. Tras la pregunta de si era reciclable y la negativa de Enrique, el dominicano continuó: -Tenemos un cuarto allá ―señaló con la cabeza al fondo del pasillo―. Yo lo llevo ―Y estiró la mano para hacerse del bulto. -Gracias, yo me encargo ―su gesto de alejar la bolsa de la mano del otro fue brusco, y Enrique se dirigió hacia el lugar señalado para volver medio minuto más tarde y de nuevo encarar al portero, ahora con una sonrisa: -Oiga, una pregunta: ¿qué amigos tenía mi hija? -¿Qué amigos?―repitió el otro, como si le costara entender el español de Enrique. -Eso. ¿Quién venía acá? El dominicano se encogió de hombros. -Lo siento caballero. No sabría ayudarle. “No sabría ayudarle” rumiaba Enrique conforme se alejaba del edificio, admirado por esa manera peculiar de eludirlo, y suponiendo después que la comunidad latina, clase trabajadora, sacaba frases tan formales de la televisión. Buscó un Starbucks y tras pagar un caffè misto se sentó junto a la ventana. Examinó el contenido de su vaso transparente: no era solo leche ni era café negro. En su smartphone, una vez más, hizo búsquedas sobre ataques de pánico en Google. Cuando apagó el teléfono, el caffè misto estaba frío. Abrumado por las imágenes del hombre desnudo en su cabeza, antes de salir de la cafetería, Enrique se preguntó si alguna vez volvería a disfrutar de Carrera Andrade. Divagó hasta llegar a Broadway y enfilar sus pasos en dirección al Midtwon, pensando que una colección de artilugios sexuales sonaba bochornosa, y
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que si alguna vez el rumor alcanzaba la mesa de reuniones familiares, sería la estocada final para los abuelos maternos de Sofía. Pasó junto a Strand Book Store y no dudó en buscar refugio en sus entrañas. Mientras cruzaba el umbral y se deshacía de los guantes, guardándolos en su abrigo, Enrique notó que ni siquiera estaba seguro de que su propia madre tuviera una idea clara de lo que era un vibrador, y él mismo jamás había tocado uno hasta hoy por la mañana. Supuso que su padre habría escuchado sobre esos artilugios, aunque sin volverse experto en el área. Cuando uno de los empleados se acercó a preguntarle si buscaba algo en específico, Enrique chapuceó en inglés que solo quería mirar, y deambuló unos minutos hasta descubrir Fifty Shades of Grey. Lo dejó reposar un rato en su palma, alzando y bajando la mano, como si evaluara comprarlo al peso. Había leído diversas sinopsis en los periódicos. No se lo iba a llevar, aunque terminó por hojearlo con rapidez, como lo había hecho con los libros del studio en Greenwich Village. En los estantes de obras francesas descubrió Lunes de fiel. Lo tomó con una sonrisa, recordando su época universitaria, cuando su francés no estaba tan oxidado. En su momento, Lunes de fiel le ocasionó a Enrique la misma satisfacción que debía ser para otros subir el Everest o desposarse con una virgen. Y hubo también de disfrutar de la adaptación de Polanski. Pero cuando su memoria le trajo las escenas íntimas entre Coyote y Seigner, devolvió presuroso el libro al anaquel. Ya en la calle le asaltaron de nuevo los pensamientos sobre la sexualidad humana. Le vino a la mente Nueve Semanas y Media y un par de escenas de libros viejos donde los personajes usaban hielos o látigo. ¿Qué más se podría encontrar en esos parajes? Se sentía como un hombre que hubiese dormido cincuenta años y despertara en un mundo desconocido y hostil. Optó por desconectar su teléfono y, conforme se comía las calzadas de Broadway en dirección a su hotel, se preguntó si la gente podía notar su miseria tan solo con observarle su caminado. *** -Parece que está mejor ahora ―dijo su esposa, quien sonaba extrañada, pero en Enrique nació la sospecha
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de que ahora él era la causa de su preocupación―. ¿Por qué me haces esas preguntas? Su hija había salido de paseo por los valles y Enrique agradecía la sabiduría de lo fortuito, que le permitía ahora charlar con su mujer en privado. Sofía iba a enterarse de sus fisgoneos, echaría en falta ropa, fotos y juguetes, pero él se negaba a que el lodo de la sexualidad desenfrenada terminara por embarrarlos en vísperas de la blanca Navidad. Tuvo dudas en contarle todo a su mujer justamente por eso, pero también porque se negaba a verbalizar algo que iba más allá de su comprensión, impidiéndole deshacerse del peso, tal vez ilógico, de la culpabilidad, de la certeza de ser un padre fallido. Desbarrancado. -Trato de entender lo que pasa con nuestra hija, es solamente eso ―soltó Enrique. Estaba en la calle, frente al edificio de Greenwich Village, con las manos enguantadas, una de ellas sosteniendo el móvil, la otra aferrada a un cigarrillo. Fue consciente de que debía ser lo más delicado posible en sus preguntas, pero aquello que le causaba mortificación se escapaba a cualquier sutileza. Primero había hecho un resumen maquillado de su experiencia del día anterior, ocultando los descubrimientos claves. Luego había preguntado a su esposa si Sofía, alguna vez, le había insinuado algo sobre sus experiencias sexuales. La mujer se quedó callada y al volver su voz ya no era la misma: “Ni siquiera estoy segura de que sea virgen o no”. Enrique se preguntó, casi como si hablara consigo mismo, si ese no sería parte del problema. Su mujer permaneció en silencio. Él quiso continuar, haciendo un pequeño inventario de los chicos que recordaba como especiales en la vida de Sofía, pero se detuvo porque ni él ni su mujer podrían echar demasiada luz a partir de una lista de nombres o de un repaso de rostros que, para sus memorias, eran como máscaras de látex, vacíos de pasado. Enrique finalmente preguntó si su hija pasaba mucho tiempo encerrada en el dormitorio o en el baño. Recibió un “no” como respuesta y allí fue cuando su mujer le dijo que veía mejorada a Sofía. -¿Ya compraste el turrón? ―su esposa cambió el tema como si quisiera limpiar su mente. -Ayer en la tarde ―Enrique recordó que lo del turrón había sido idea de su hija, quien había insistido tanto en esa marca especial, española, como en compar-
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tirla con sus padres durante Navidad. Incluso le había facilitado a su padre la dirección del sitio donde podría encontrarlo en Queens―. Dos cajitas para cada uno. -A mí no me gustan mucho. -Ni a mí ―confesó Enrique. Poca gente entraba y salía del edificio, y Enrique confiaba en ver a alguien con una cafetera o un bulto en las manos. Sopesaba rostros, paquetes y bolsas, tanteando con la mirada, sin permitirse pensar que el amigo de su hija se hubiese escurrido de su campo visual. Llevaba casi una hora, armado con una cajetilla de cigarrillos y dispuesto a aguardar el tiempo que fuera necesario. Si el sujeto tenía una copia de la llave del apartamento, Enrique no quería marcharse a Ecuador sin pasarle repaso a esa cara y esa pinta. Su esposa le preguntó, de pronto, si iba todo bien con la distribuidora. Si no lo echaban de menos. Contestó que ya se había enterado de las novedades y que las labores navideñas continuaban sin contratiempos ―convencido, incluso, de que sus empleados trabajaban mejor con él ausente―, y ya le llegaba a modo de respuesta la risa débil de su mujer cuando vio arribar al gordo de la foto. Ciertamente, en algún momento durante la noche hubo de ocurrírsele que el hombre aquel sería el destinatario de la cafetera, pero había desechado el pensamiento por ilógico. Lucía pantalones y chaqueta gruesas y azules, y sobre la cabeza calva uno de esos gorros andinos con orejeras aparatosas. Al divisarlo, más que un escalofrío Enrique sintió un latigazo, algo así como un choque eléctrico en la espina dorsal. -Mi amor, lo siento. Tengo que dejarte. Te llamo después. Colgó sin esperar respuesta mientras observaba al otro entrar al edificio y bajar menos de diez minutos después con un bulto en las manos. Lo siguió con discreción desde la acera opuesta, a cierta distancia, y ambos cruzaron Mercer Street antes de continuar por Broadway. Aunque el gordo se movía con cierta prisa, era difícil perderle el rastro. Cuando llegaron a Union Square, Enrique decidió pegársele un poco tras calcular, acertadamente, que el otro buscaría una de las bocas del metro. Se subieron en el mismo vagón de la línea verde que en esos momentos partía en la dirección Lower
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Manhattan. El gordo se sentó en uno de los pocos puestos libres mientras Enrique permanecía de pie, cubierto por otros viajeros, atisbando disimuladamente de cuando en cuando, crispado de tensión con cada anuncio de una nueva parada. De a poco el vagón comenzaba a vaciarse y, apenas consiguió un asiento, tuvo miedo de que sus miradas se cruzaran y de que el gordo reconociera el aire de familiaridad que compartía con su hija. Era posible incluso que ella le hubiese mostrado fotos familiares. Se tranquilizó pensando que él también llevaba gorro y la bufanda le cubría la mitad de la cara. Cuando se bajaron en Franklin Avenue, Enrique lo hizo por otra puerta del mismo vagón, aunque debió acercársele más para no perderlo del todo. Apenas alcanzaron la salida, Enrique anduvo más despacio, manteniendo otra vez la distancia, y caminaron así por casi diez minutos, unidos por un hilo de Ariadna que zigzagueaba en ese laberinto de coches y calles, esquivando obstáculos urbanos y prójimos que se movían con prisa y descuido. A mitad de una cuadra, el gordo viró a su izquierda para subir unos pocos escalones y detenerse frente al portal de una edificación algo vetusta que tenía pinta de internado. Un panal de apartamentos. El lugar carecía de conserje, y mientras el gordo dejaba el bulto en el piso para buscarse las llaves, Enrique se vio en la encrucijada de detenerlo o no: de perderlo de vista, no tenía manera de conocer ni su nombre ni su número de piso. En esos intensos pero breves instantes de incertidumbre, no pudo librarse de un sentimiento de presagio: cualquier camino llevaba ya su marca funesta. -¡Espere! ―gritó en español. Aunque casi de inmediato sintió remordimientos, se acercó al otro con premura. -Hello ―continuó, ahora frente al gordo, quitándose la bufanda de la cara como si ese gesto lo explicara todo. Su interlocutor aún lo miraba sin comprender. -I am father of Sofía ―y apenas había cerrado la boca, pensó que se había equivocado, que la frase era Sofia’s father. El otro lo miró con asombro. -Me llamo Alexandru ―pudo contestar al fin, en español, y estirándole la mano prosiguió―. Hablo su lengua: he cosechado frutas en Murcia.
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Enrique apretó vigoroso esa palma que le tendían y recibió de vuelta un movimiento suave, apenas perceptible. Entonces dijo su nombre y le preguntó si podrían platicar un rato. El otro asintió e hizo la sugerencia de que sería mejor charlar adentro. Alexandru era grande, pero había algo en él que dejó en Enrique una extraña impresión de docilidad. -¿Cómo está Sofía? ―inquirió, mientras cruzaban el portal del edificio. Al responder, Enrique hizo un gesto que parecía admitir cierta conformidad ante la desgracia: -Ahí está. Entonces se vieron rodeados por un silencio espeso. Mientras subían las escaleras, Alexandru murmuró: -Tremendo frío. -Tremendo. -Puede que caiga nieve. -Puede. Alexandru detuvo la charla y Enrique intuyó que lo había hecho para no seguir escuchando el eco innecesario de sus propias palabras. Su mente hubo de desviarse recordando aquella otra época, casi prehistórica, cuando estudiaba Letras y paseaba por las contadas cantinas y bares de Quito para escuchar Camilo Sesto o The Mamas & The Papas. Entonces manejaba una única certeza: la de saberse un tipo inseguro, falto de carácter, incapaz de colarse en la casa de un desconocido. Incapaz de tomar una iniciativa como la de ahora. Tras unos instantes sus pensamientos se tornaron negros y su semblante se endureció. “Este hombre no es tu amigo”, pensó Enrique, decidido a no mostrar ni una sola sonrisa, buscando burlas apropiadas a ese andar patoso, a esa corpulencia de jabalí, a la suciedad de los corredores de aquel edificio que nada tenía que ver con el de Greenwich Village. “Es un jabalí”, se repitió mientras el otro abría la puerta del apartamento, con el paquete en la mano “y ahora me voy a meter en su madriguera”. Alexandru vivía en un studio no mucho más grande que el de su hija. La luz traspasaba con timidez las persianas entreabiertas, iluminando a modo de film noir lo que a Enrique le pareció un hueco inmundo, el refugio de un depredador. El miedo hubo de recorrerle la espalda pensando que esas condiciones eran perfectas
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para sembrar deformaciones en la mente de los ermitaños, dispuestos luego a malgastar su tiempo libre en procesos e imágenes de depravación sexual. Sus ojos se posaron sobre el desorden de la mesa del centro, detrás de la cual se ubicaba un sofá, pegado a la pared del fondo, y más cercano a él una sola silla, ambos repletos de periódicos y revistas. Para su sorpresa, descubrió una cantidad considerable de libros haciendo guardia junto a la mesa, al extremo opuesto de la silla única. El gordo abrió las persianas antes de dejar libre parte de la mesa y despejar de textos los asientos del sofá y la silla. Enrique miraba trabajar esos dedos bestiales ―Alexandru se había desnudado las manos y la cabeza― y luego notó, también con asombro, que el muro de su izquierda estaba cubierto por un librero lleno de volúmenes. No lo invadió ningún aire apestoso, ni tan siquiera levemente enrarecido, pero supuso que hasta los jabalíes debían mantener aireadas sus madrigueras. Enrique se sentó apenas estuvo libre la silla, sin esperar invitación alguna ni quitarse la chompa; el gordo tuvo que darse la vuelta para sentarse en el sofá ―le quedaba demasiado estrecho el pasillo formado entre la mesa y las piernas de su inesperado huésped―, tomando además cuidado de no desequilibrar las torres de compendios y tomos. Enrique tampoco se desprendió de la bufanda ni de los guantes, si bien estaba en el proceso de guardarse el gorro de lana en el bolsillo cuando inquirió a quemarropa: -¿Cuál es su relación con mi hija? Alexandru, quien estaba tomando asiento en el sofá, pareció incómodo. En esos instantes fugaces, Enrique creyó descubrir signos de culpabilidad. -Somos amigos. -¿Amigos? Al guardar silencio, Alexandru parecía admitir que ni la edad ni el origen parecían lazos evidentes de unión. -¿Cómo se conocieron? ―insistió Enrique, ahora con cautela, recordando su calidad de huésped. -Ocurrió una tarde después de haber terminado mi trabajo. Soy fontanero, o plomero, como dicen ustedes ―e hizo una pequeña pausa, escrutando en Enrique cualquier reacción, ya fuera sobre este esclarecimiento profesional, ya fuera sobre su conocimiento de
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vocablos―. Aprendí el oficio en mi pueblo de Rumania, aunque he hecho muchas cosas después. Esa tarde pasé por una de las tiendas del Greenwich Village. Hice fila, o cola ―aquí sonrió―. Frente a mí estaba una mujer. No sé. De esta gente pobre que tiene algún problema mental. Usted las habrá visto en el metro. No estaba tan mal vestida, y no parecía maniática, pero si uno llega a fijarse bien… Quería pagar una caja de té. Pero a un lado de la cintura ―Alexandru hizo la pantomima―, debajo de la ropa, llevaba un bulto. Era imposible no notarlo, por eso el cajero le preguntó que traía ahí. Era un paquete de galletas. La mujer le dijo que no podía pagarlas. Esos ojos suyos eran de locura. Y de humillación también, ¿sabe? Pero el cajero se mostraba inflexible. Los suyos eran otros ojos, sin brillo, como de pavimento sucio; la ciudad le había enseñado que nada era gratis, como nos ha enseñado a todos. Las excepciones no existen. Bueno, ya lo sabrá usted. Todo, hasta un puñado de tristes galletas con chispas de chocolate, se consigue aquí luego de trabajar de nueve a seis. Yo tuve que intervenir. Pagué las galletas. No se imagina lo feliz que se puso la señora. Me abrazó, me estrujó, casi me manda al piso, era como si le hubiera regalado una casa. Dios bendiga a esta pobre gente. Yo ya había pagado lo mío y había salido de la tienda cuando una chica me gritó que esperara. Era su hija. Me dijo que lo había visto todo. Así nos conocimos. A ella le gusta leer y a mí también. Todo esto ocurrió a finales de agosto. Enrique asintió. Por un instante hubo de rememorar la formalidad impostada del portero dominicano con su No sabría ayudarle. La formalidad de Alexandru, en cambio, le chocaba por la soltura de las frases y las combinaciones inesperadas: el pavimento sucio, los ojos sin brillo, el puñado de galletas… La mirada de Enrique pasó del rostro de Alexandru a las pilas de libros que descansaban en el suelo, al otro extremo de la mesa, no solo tomando el espacio que debería corresponder a otra silla sino extendiéndose hacia atrás, como si algún día esas torres aspiraran a instalarse en las inmediaciones del propio librero, de los límites mismos del studio. Comprendió que ese material no estaba guardado ahí como en una bodega. Enrique se concentró entonces en el montoncito más modesto y próximo, uno de aquellos que Alexandru había acomodado sobre la mesa al limpiar los asientos, y sin dubitaciones
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extrajo el libro que formaba la cúspide. Era de Georges Fourest. -Me lo prestó su hija ―soltó Alexandru―. Fui jornalero de cerezas en Ceret. También leo francés. ¿Quiere tomar algo? ―y se incorporó. Enrique asintió y dijo “café” antes de guardarse los guantes y abrir aquel texto que él mismo había obsequiado a su hija unos meses antes. Alexandru desanduvo el camino junto al sofá y las colinas de volúmenes, y luego requirió de unos pasos adicionales para ganar la cocina. Encendió la cafetera recuperada de Greenwich Village y, conforme calentaba el agua y buscaba las tazas, se puso a contar que los ecuatorianos de Murcia habían influido en su acento y que en Manhattan se reunía de vez en cuando con sudamericanos. Al poner el filtro sobre la olla y espolvorearlo de café, cambió de tema rememorando la escasez de ciertos productos en los Alimentara comunistas, las tiendas de abastos famosas por otorgar, a modo de ración, un pollo entero por familia. Le contó que a veces las colas para el pan eran tan largas que incluso en la Rumania actual, cuando alguien salía a cualquier sitio con excesivo tiempo de antelación, saltaba la broma a modo de pregunta: ¿Por qué tan temprano? ¿Vas a comprar pan?” Alexandru se rio de su propio chiste, y al no encontrar más respuesta que silencio de su invitado, se puso a soltar superficialidades vinculadas con la época navideña. Enrique, quien leía los apuntes que su hija había hecho en los márgenes del texto, comenzó entonces a contestar con monosílabos. Cuando Alexandru volvió a la mesa para dejar las tazas y sentarse, Enrique ya tenía el rostro invadido por el rubor. Había dado con un par de versos subrayados por Sofía a doble trazo, adornados con un asterisco y un llamativo signo de admiración. Y tradujo en su mente: “¡Dios mío!, suspira para sí la triste Ximena, / ¡Qué guapo es el asesino de papá!”. Devolvió el libro a su montón correspondiente y, sin tocar el café, comenzó: -Vi unas fotos… En el studio de mi hija. Alexandru dejó caer la cabeza antes de llevarse las manos al rostro, diciendo algo en rumano. Después de unos segundos consiguió recomponerse. Levantó la vista para decir con timidez: -A veces… Jugamos simulacros.
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Enrique experimentó casi instantáneamente una sensación parecida al mareo. Supo que podría arrepentirse, pero no atinó sino a admitir: -No entiendo. -Tenemos nuestras… Nuestras formas de comportarnos en la intimidad ―ahora parecía abochornado―. Usted sabe ―leyó en el rostro de Enrique la ignorancia absoluta―. A ella le gusta verme actuar como rata. ¿Juegos sexuales? A Enrique se le ocurrió que el gordo le estaba tomando el pelo mientras se preguntaba, con cierta urgencia fatídica, qué hacían las ratas y si existía manera de imitar a un animal sin gracia. ¿Soltaban sonidos? ¿No sería más factible que un cuerpo como el de ese rumano se volviera una ballena, por ejemplo? Alexandru entendió su desorientación, por lo que se permitió aclarar: -Las ratas, por ejemplo, comen sobras del piso. Enrique lo miró más confundido aún. ¿Qué ejecutaban en definitiva? ¿Performance artísticos? ¿Qué tenía que ver la comida en el suelo? Entonces Enrique fue paralizado por un recuerdo súbito. Proveniente de alguna gruta no clausurada de su memoria, esa anécdota que ahora rememoraba de golpe terminó por cubrirlo de cierta certeza mística, de la pesada sensación de que era dueño de la clave que lo explicaba todo. Porque las sobras y las ratas, mucho tiempo antes, habían sido un tema familiar. Y conforme aquel recuerdo, enterrado tantos años, se erguía diáfano ante su memoria, le mortificó que el efecto contrario hubiese ocurrido en su heredera. Que aquel evento hubiese sido representado una y otra vez en la cabeza de Sofía, sin dejarla sola jamás. Cuando tenía diez u once años, ella había experimentado una fase difícil, mostrando hacia sus mayores aires de emperatriz caprichosa. Solía regresar de la escuela con una capacidad admirable para distorsionar las frases paternas y criticar las rutinas cotidianas. Su lenguaje se había vuelto distinto: sacaba a relucir groserías propias de la Costa, por lo que él y su mujer supusieron que frecuentaba un nuevo grupo de amigas. Sopesaron incluso en charlar con su maestra. Una noche, cuando estaban a punto de cenar, Sofía notó que su madre había preparado un plato simple de arroz con huevos revueltos y mini salchichas Frankfurt. Se negó en redondo a comer huevos revueltos, pero Enrique le exigió terminar el plato. Hubo un instante de descuido
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―la madre había abandonado la cocina para buscar su agenda mientras Enrique la seguía con la mirada, contándole algo sobre el día siguiente―. Cuando la madre estuvo de vuelta y ambos posaron sus ojos en el plato de Sofia, ya no quedaba ni rastro de los huevos revueltos. “Me los comí”, anunció. La madre abrió el mueble del fregadero para descubrirlos en la basura, reposando en una cama de deshechos. Enrique se levantó como picado por una tarántula, tomó el tacho, con su mano extrajo los huevos revueltos ―al hacerlo se colaron otros desperdicios― y los hizo aterrizar de vuelta en el plato. “¡Come!”, le ordenó. “¡Aquí hay basura!”, se quejó Sofía, como si no pudiese creer lo que estaba ocurriendo. “¡Come!”, exigió de nuevo Enrique, terminando la frase con un insulto. “¡No soy una rata!”, soltó Sofía, temblorosa. La madre permaneció dubitativa pero al final aceptó convertirse en testigo mudo de una hija que lloraba en silencio, que dirigía con mano trémula el tenedor a la boca, que masticaba y tragaba con dificultad, entre hipidos de miedo y humillación. El arroz y los huevos se confundían con pepas de sandía, la pulpa de las legumbres o de la zanahoria machacada. Enrique tenía claro que nada de eso era peligroso y, concentrado en amedrentar a su hija con una mirada de negrero que llegó a asustar a su propia esposa, aquella noche ni siquiera se dignó en tocar su plato. Ahora Enrique comenzaba a sentirse mal, físicamente enfermo, como si hubiese comido algo podrido. -Ella manda, yo obedezco. Así es siempre. La frase de Alexandru sacó a Enrique de sus pensamientos. No le ocasionó alivio alguno descubrir que su hija era la patrona. Le dio un sorbo a su taza de café antes de preguntar: -¿Obedecer en qué? -Se lo he dicho: yo actúo como una rata. A pesar de su experiencia con la literatura de los ochenta y su reciente fanatismo con las series por cable, Enrique se aprestaba a confirmar sus miedos: en cuanto a juegos sexuales, carecía de imaginación. -Uso kétchup. Eso es lo más común ―prosiguió el otro con cautela―. A veces leche condensada... -¡Basta! Enrique cerró los ojos, pero los abrió casi de inmediato para tomar la taza y aspirar profundo. Quería que el bienestar lo visitara en forma de aroma de café,
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opacando en algo el dolor y el sentimiento de obligación con su siguiente pregunta: -¿Han tomado muchas fotos? -Pocas. Ella las toma. Le soy sincero: hay videos también. Ella me encarga que los edite, que le quite su cara. No es difícil… ―al notar el rostro transfigurado de Enrique, se apresuró a aclarar―. ¡Yo los guardo! ¡No subimos nada al internet! Todo es muy discreto ―y tras una pausa, prosiguió―. Tal vez usted esté preocupado y crea cualquier cosa, pero yo no le pongo un dedo encima a su hija. Yo no uso látigo ni cueros ni nada de esas cosas. Sofía nunca me lo ha pedido. Enrique asintió con pesadez, confiando que el otro terminara por callarse. Ya había perdido cualquier interés en los detalles de esa relación. -Yo lo que quiero saber… Hago estas preguntas porque quiero averiguar el motivo del ataque de pánico. Por qué pudo ocurrirle algo así ¿Usted… sabe? -No. Eso no sé. Pero estaba bajo mucha presión. No es suficientemente bonita para los gringos que le gustan. Acá eso es algo que concierne a todas las chicas que no son ni guapas ni feas. Buscan solo gringos. O argentinos, porque a su hija le gustaban compañeros de curso. La primera vez que la vi me llamó la atención ese color de ojos preciosos que parecían lentes de contacto. Y lo eran ―Enrique lo miró extrañado: Sofía nunca usó lentes de contacto en Quito―. Es poco afortunada con los muchachos. Le interesan las personas equivocadas, quienes no pueden verle el alma. -¿Le dijo algo sobre su familia? -Los mencionaba a veces. Hay una historia en particular… ―pareció dejarse llevar por la duda unos instantes―. Ella cree que es más parecida a usted de lo que la gente imagina. En el carácter, digo. Luego de nuestros juegos, a veces se sentía extraña. Ella podría ser… ¿Mandona, dicen ustedes? ―sonrió, nervioso. -Mandona ―repitió Enrique maquinal y dolorosamente, conforme se preparaba para lo que podría venir―. Que le gusta ser la jefa. -Pero nos reíamos mucho, por todo. Y dos veces ella se acordó de la única ocasión que usted y sus tíos la llevaron al fútbol. Se acordaba del “Corcel” Mosquera. Enrique se quedó sin palabras. El “Corcel”, uno de los delanteros más famosos de finales de los años noventa, había jugado en su equipo preferido. Era un
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afroecuatoriano espigado, fuerte, goleador nacional en varias ocasiones. Y en su cabeza, Enrique tenía presente la tarde en que había ido con su hija al estadio. -Usted le había advertido sobre los insultos que escucharía. Ella igual se sorprendió. Se la tomaron contra el “Corcel” porque había empezado a fallar, y le gritaban “Negro Caballo” hasta que anotó un gol. Entonces lo llamaban “Negrito lindo” ―Alexandru comenzó a reír―. Me contó también lo de los insultos al árbitro. Le hubiera gustado participar, pero usted se lo había prohibido. También le hubiese gustado volver, pero me dijo que usted ya no quiso llevarla ―se tomó un sorbo largo de café―. Para Sofía era una anécdota divertida. También decía que usted y los tíos, a pesar de llenarse la boca de insultos, hubiesen sido los primeros en defender el matrimonio gay o escandalizarse por la discriminación racial. Buenas personas fuera del estadio, me dijo. Voy a servirme más café. ¿Quiere que le rellene la taza? El otro negó con la cabeza y Alexandru se levantó, repitiendo el trayecto a la cocina. De aquel partido, Enrique recordaba haber cantado con el resto “¡Todo era mentira, Corcel!” después del gol, además de vociferar, en contra del equipo visitante, las típicas humilla-ciones sexuales. Enrique se dejó invadir por una perturbadora combinación de prejuicios y rabia, y sintió que estaba siendo ofendido, sutil pero sistemáticamente, en cada ocasión que el rumano se permitía sonreír o tomar café en medio de la charla, como si fueran dos viejos amigos rememorando picardías juveniles. Y de pronto tuvo una duda. Tal vez Alexandru no era tan listo como parecía. Si estaba rodeado de libros y parecía saber tantos idiomas, ¿por qué vivía en un hueco en Brooklyn? -¿Por qué una rata? Alexandru estaba tomando asiento en el sofá cuando lo pilló la pregunta -Prefiero no hablar de eso. -¿Por qué una rata? ―y se sorprendió por el tono de su propia voz. Se puso de pie, y Alexandru lo imitó. -Las ratas del metro de Nueva York se han vuelto milenarias ―empezó el rumano―. Son los animales más repugnantes que uno se pueda imaginar. A veces parece que se suben dentro de los vagones solo para crear caos.
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Como que les divierten los gritos histéricos, los zapateos, los apretujones.... Enrique lo miraba con atención. Ahora quería divertirse con él. Humillarlo. “Si mi hija puede, ¿por qué yo no?” -…Las que sobrevivieron a la tormenta Sandy son súper ratas ―continuaba el otro―. Confirman la teoría de la evolución. Aquí resiste el más apto. La mirada de Enrique continuaba enganchada a las pupilas del rumano, quien comenzó a mostrar gestos de incomodidad. -Algunos de esos supervivientes son del tamaño de conejos… ¿Por qué no nos sentamos? ―sugirió Alexandru. -¿Es tu padre? ―Enrique señaló con el dedo una fotografía que descansaba en el librero. Alexandru asintió, dubitativo. -¿Y vive también como una rata? ―soltó Enrique, sin reflexión previa. Aunque Alexandru lo miró sin miedo ni ofensa, anunció con cuidado: -Ahora tiene que marcharse. Y escoltó al otro hacia la puerta mientras Enrique repetía para sus adentros la caballerosidad de aquella frase que lo marcaba como proscrito. Cruzaba el umbral cuando la voz de Alexandru lo detuvo. Al darse la vuelta, sus rostros quedaron muy cerca, y Enrique sintió ese aliento caliente de aroma a café de Zaruma. -¿Sabe por qué puedo ser una rata? -¿Porque apesta? ―le produjo alivio desfogarse un poco más. -Porque también soy un superviviente. Tubos, estropajos, drenajes. Me muevo entre los objetos y los fluidos que nadie toca en esta ciudad. Y a nadie le gustaría tocarme tampoco. Solo a su hija. Ella sabe el valor de las ratas. Enrique tomó el metro de vuelta a Midtown y, antes de llegar al hotel, compró una botella de tinto. Ya en la habitación puso la alarma para las 3pm, la hora en la que había acordado con la recepcionista para que le pidiese un taxi. Restaba poco más de tres horas. La maleta estaba lista y pasada la medianoche aterrizaría en Ecuador. Se sentó a procesar las vivencias de la jornada. Aún no había almorzado, pero se dispuso a matar con vino tanto la leve sensación de hambre como la rabia que aún le perduraba. Se sirvió generosamente
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el primer vaso y lo bebió en tres sorbos, mirando las imágenes de la televisión con el sonido apagado. Y recordó ―no pudo dejar de recordar― la cara asqueada y llorosa de su hija masticando despacio los huevos revueltos, con esos ojos inundados en rencor y humillación, y también se la imaginó en Nueva York, mirando como a una mierda a sus compatriotas cada vez que visitaba Queens o cualquier refugio andino, y buscando con una sonrisa a los compañeros bonaerenses, aquellos sujetos esbeltos y presuntuosos. Se sirvió un segundo vaso igual de abundante, mientras su mente divagaba hacia el retrato del padre de Alexandru, luego otra vez hacia la imagen de su hija jurando que no ocupábamos un lugar, que no existíamos, ella que ahora se tornaba para el tan imaginaria como la línea ecuatorial; Enrique recordó sus propios años en la Facultad de Letras a finales de los ochenta, el sufrimiento de su medio hermano que tenía un hijo autista, las manos pesadas de Alexandru, con dedos torpes pero fuertes, aquella novelita ecuatoriana que había leído hacía poco, muy mala la pobre, de la cual apenas se podía rescatar un par de frases sobre el futuro del hombre: todo el desarrollo de las ciencias humanas y exactas debían confluir en una alteración de las leyes físicas capaces de crear un agujero negro y devolvernos a nuestra niñez, a nuestra juventud, al ayer incluso, y deshacer esos caminos que hemos pavimentado con estupideces e iniquidades; y mientras se servía vino por tercera ocasión, se le humedecieron los ojos pensando en su hija, en el café misto, que no era leche ni café negro ni tenía sabor a nada, valoró el insomnio y la conciencia tranquila, y le ocasionó repugnancia el recuerdo fugaz de su mano estrechando la de Alexandru. Y de pronto se quedó helado. El televisor mostraba caricaturas de un canario y un felino pero, por la expresión de su rostro, era como si observara una muestra extrema de malicia, como si fuese el testigo casual de una decapitación. Había recordado los videos. Alexandru había grabado películas con su hija. Era su deber como padre recuperarlas y deshacerse de ellas. ***
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Tuvo la fortuna de llegar al portal del edificio conforme salían un par de chicas jóvenes. Sostuvo la puerta e ingresó con la seguridad de quien arriba a su propio hogar. Subió las escaleras apretando los puños, decidido a dar batalla, aunque sin plan definido sobre dónde golpearía primero, sin saber siquiera si lanzaría un aullido intimidatorio. Se creía dispuesto a morder o a insultar (en el metro se había entretenido rumiando mentalmente la amenaza “Jabalí: si vos no me das los videos, no llegas sano a Nochebuena”), pero al mismo tiempo sentía algo parecido a la alegría por no cargar consigo un bate de béisbol o cualquier arma similar; de a poco se le había anidado el recelo de que, con tanta adrenalina circulando sin control, se le fuera a ir la mano. Dio tres golpes fuertes en la puerta, y de inmediato pensó que había exagerado, que lo había hecho con la autoridad de un policía. Y luego se puso a pensar que tal vez la policía llegaría tras el barullo de la pelea y que tampoco tenía ningún interés por terminar en la cárcel. Recordó su voluntariado con organizaciones de trabajadores en Esmeraldas, cuando descubrió que en los ochenta la policía local se empeñaba, casi exclusivamente, en resolver delitos de tráfico de drogas y asesinatos de hombres blancos. Se rumoraba que para el resto de crímenes la impunidad era negociable. Pero Nueva York era territorio marciano, un mundo distante de ese viejo Esmeraldas. Escuchó ruidos del otro lado del apartamento y apenas Alexandru entreabrió la puerta, Enrique se le fue encima arrojando un ahogado grito de ataque. En esos primeros segundos en que giraron y trastabillaron dentro del apartamento, engarzados el uno junto al otro ―Enrique tomaba a Alexandru por las solapas, como quien se aferra a una boya salvavidas―, parecían bailar un furioso tango. La puerta se cerró y Enrique gruñía y miraba como lo haría un lobo, como una criatura empujada por su instinto, gobernada por propensiones básicas como la alimentación y la defensa de la manada; no alcanzó a lanzar insulto alguno ni se permitió siquiera explicar su presencia en el apartamento; Alexandru escuchaba esos bufidos, embebiéndose de aquellos ojos demenciales tan cerca de los suyos, y su primera reacción fue de pánico. Trató de quitarse esas manos de encima, y aunque era más fuerte, la rabia del
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otro resultaba imbatible, así que terminaron dando vueltas hasta caer. Tembló la mesa y algunas de las pilas de libros se vino abajo. Alexandru, que se quedó de espaldas con toda su corpulencia y, durante esas milésimas de segundos en que se convirtió en una tortuga boca arriba, manoteando en el aire, Enrique tomó ventaja sentándose encima suyo, gruñendo y, zarandeándolo de nuevo por la camisa, elevándolo desde las solapas solo para empujarlo de vuelta al piso, consiguiendo que su espalda y nuca rebotaran; Alexandru no quiso buscar la cara del otro, pero en cambio su palma tanteó el primer objeto a su alcance y zurró a su adversario en la cabeza con Le Petit Larousse, pasta gruesa, y Enrique se encontró de pronto tambaleándose de lado. Alexandru reunió energía, pugnó por incorporarse, y tenía ya la rodilla en tierra cuando Enrique se recuperó, tomando al otro del cuello con la intención de derribarlo nuevamente; forcejearon otra vez y en el caos uno de los dedos de Enrique tocó por unos momentos ―eternos para ambos― ese vello húmedo de las fosas nasales de Alexandru. La segunda caída fue más incómoda por la cantidad de tomos que aplastaron bajo su peso y Enrique pensó, en esos segundos fugaces, que los libros querían cobrar venganza: las cubiertas buscaron hincarse en sus carnes, desafiando a las ropas. Sin pensarlo, copió la estrategia de su rival: agarró el primer volumen a mano antes de lanzarlo a la cabeza del otro, aunque sin efecto alguno: había optado por un texto ligero, escuálida recopilación de ensayos de André Breton. “¡Espere, espere!”, pudo por fin vocalizar Enrique, extendiendo desde el piso sus brazos en dirección al otro, que se le venía encima. No añadió nada más. Ambos, en el suelo, el uno acostado, incómodo, el otro hincado, buscaron bocanadas de aire. Y por alguna razón incomprensible, Enrique recordó la primera vez que tuvo relaciones con su mujer, la madre de Sofía ―para ambos había sido su debut sexual― una tarde de viernes sobre la alfombra de la sala de los padres de ella. Entonces también se vio inundado por el sonrojo, por la torpeza y la hiperventilación, por el sudor y, sobre todo, por la intranquilidad que provocaba el acecho de lo desconocido, que en ese entonces fue el posible embarazo de su novia. -Todo esto es surreal ―se dijo Enrique, aún faltándole el aire, tratando de tomar asiento en el piso.
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-Usted está loco ―intervino el rumano mientras se acomodaba sobre la alfombra. -Los videos... Déme los videos ―y miró alrededor, como si los buscara en medio de ese cementerio de textos. -No son suyos ―se evaluaron en silencio antes de que Alexandru sentenciara―. Que decida ella, en todo caso. -Yo solo quiero cuidarla. Protegerla… ―empezó Enrique El sonido de ambos recuperando oxígeno llenaba la sala, pero comenzó a perderse debajo de la risa, primero contenida luego algo incontrolada, de Enrique. Mientras la hilaridad le arrancaba lágrimas, se limpió en la alfombra el dedo que se había hundido en la nariz del otro. El rumano rio también. -Absurdo ―sentenció por fin Alexandru, tras recuperar el aliento―. Como en una película ―y dejó pasar una pausa larga antes de verse desbordado por cierta urgencia que le empujó a aclarar que no pensaba en sus videos caseros con Sofía―. Como en una de Woody Allen. Enrique ya había dejado de reír, pero aún le colgaba una expresión satisfecha en la cara, y por primera vez miró a Alexandru con otros ojos. Pensó que, en circunstancias diferentes, tal vez habrían tenido un enriquecedor intercambio cultural. Permanecieron en silencio, casi disfrutándolo, como si las carcajadas previas hubieran suavizado el ambiente. -Yo nunca dejaría sola a mi hija con Woody Allen ―soltó Enrique, sin saber muy bien qué lo empujaba a llevar la charla en esa dirección. -Yo tampoco. Ni con Polanski. Aunque tal vez ella sabría manejarlos ―insinuó Alexandru―. Ya no es una niña. Silencio. -Yo también cuido a su hija ―aseguró Alexandru, mirando fijamente a Enrique. El otro asintió, levantándose despacio. Alexandru también se incorporó, algo tenso, pensando tal vez que se reanudaría la pelea. Enrique se dirigió cabizbajo a la salida. Lo atajó la voz del rumano: -Ella no me quiere como novio. Nunca seré parte de su familia. El gordo Alexandru sabe su puesto, ha aprendido a sobrevivir solo. Quédese tranquilo.
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vista.
-Cállese ―suplicó, sin levantar la voz ni volver la
Y solo antes de abandonar el apartamento, cuando ya había abierto la puerta, tornó su mirada hacia el otro: ―Por favor, arregle el desorden en el studio de mi hija. Usted sabe dónde va cada cosa. ―Y le dolió decir la última frase―. Parece que usted la conoce mejor. *** La mujer que atendía en el mostrador del business class le deseó feliz vuelo, y en ese instante se sintió inseguro de pasar navidades con su familia. Deambuló por la terminal hasta fijarse en la hora: le quedaba poco tiempo antes de dirigirse al control de seguridad. Se pasó una mano por la cabeza, notó el chichón recuerdo de Le Petit Larousse, y sintió la urgencia de pensar en el siguiente paso. Deshizo parte del trayecto hasta sentarse junto a un tacho de basura, cerca de los lavabos, que le había llamado la atención por su olor nauseabundo. Era como si bajo aquella pila de plásticos contraídos y papeles mugrientos yaciese un animal en descomposición. Entonces desbarató un paquete navideño que traía en el maletín. Era uno de los turrones pedidos por su hija. Conteniendo las arcadas, se lo llevó a la boca, preguntándose si sería buena idea volver a Quito; sopesó la opción de la excusa: comunicarse con su mujer, decirle que había perdido el avión y viajar dos días más tarde; y al mismo tiempo que masticaba y tragaba la fetidez del ambiente, se dejó llevar por la culpa, pensando en su hija y en los huevos revueltos, dilatando por unos instantes la decisión de retornar a ese país de una línea imaginaria donde lo aguardaba una familia distinta, en la cual él ya no ocupaba el lugar que creía merecer.
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Quemar periódicos, publicar libros Las palabras constituyen la droga más potente que haya inventado la humanidad. Rudyard Kipling
Pilar nunca llegó a imaginarse que se encontraría con su exnovio en Nueva York y menos aún que lo vería llegar acompañado de Mercedes. Fue entonces víctima del comportamiento de esa pareja, de ese entusiasmo exagerado al abrazarla, de esa forma en que se atropellaron para darle las felicitaciones por el lanzamiento del libro. Pilar, sin reponerse aún, escuchó pasivamente los elogios de Mercedes por la ventaja cualitativa de publicar “en las entrañas mismas de Gringolandia, no como una chola cualquiera”. Rieron ella y Leonel, mientras la autora apenas esbozaba una tibia sonrisa. Tomando uno de los ejemplares, Leonel quiso recalcar que Neoyorquinos era un buen título y se puso a rememorar una historia que demostraba el talento de Pilar desde aquellos tiempos suyos de reportera. En medio de esa falsa camaradería, Mercedes se dio tiempo de mirar en torno suyo, calculando que no habría ni 20 personas en el local. Pilar los había conocido cuatro años antes, en Quito, durante su primera experiencia de trabajo. En aquel entonces Mercedes cubría eventos culturales, y Leonel y Pilar escribían notas en la sección de Negocios bajo las órdenes de Albertina, la mejor editora del país. A pesar de la diferencia de edad ―Leonel era diez años mayor―, Pilar y él habían sido novios por un lapso de siete meses. Tras la ruptura, ella renunció al trabajo y se escurrió de la vida social de sus antiguos compañeros. Ahora Mercedes y Leonel no sabían hasta qué punto Pilar estaba al tanto de los últimos cotilleos del periódico. En cualquier caso, confiaban que no hubiese llegado a sus oídos lo del asunto Buitrago. La pareja llevaba apenas cinco semanas en Nueva York y el dinero ya había comenzado a escasear. Entre las raíces del problema estaba el desmedido optimismo de Mercedes: sus contactos en el portal de noticias nunca le habían garantizado un trabajo en Estados Unidos, pero ella había convencido a Leonel de que era el momento ideal de abandonarlo todo. Durante las dos
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primeras semanas vivieron en Queens, en casa de unos conocidos, y luego alquilaron un pequeño departamento en Brooklyn. Pero los ahorros se escurrían como un grifo abierto y Mercedes había recibido la confirmación, dos días antes, de que no conseguiría el empleo del portal. Leonel se descubría maniatado: era vasta su experiencia como periodista, pero aún se encontraban frescos los detalles del caso Buitrago. Mercedes pensaba que Leonel jamás volvería a laborar en un medio de comunicación, aunque nunca verbalizaba sus miedos. Para rematar, ambos tenían visitor’s visa, inaplicable para conseguir empleo. Aquella mañana Mercedes recibió un correo electrónico de la librería McNally Jackson: Pilar publicaría su primer libro. Entonces rememoró una charla en Quito, en la cual le contaron de Pilar y de la beca que había obtenido para estudiar Humanidades en Manhattan. Se sintió osada. Si bien había sido la expareja de Leonel, recordaba a Pilar como una chica agradable. Cuando le propuso asistir al lanzamiento, su novio se mostró animado: “¿Por qué no?”, dijo “A lo mejor podemos reírnos un rato”. A Mercedes le había chocado un poco lo de “reírnos”, aunque sabía que el humor algo pesado de Leonel siempre terminaba por conquistarla. Leonel le contó a Pilar que pasaba los días como freelancer y que Mercedes estaba por recibir un trabajo en un portal de noticias. Pilar sonreía ante todo, sin interrumpirlos, y él no pudo sino revivir la época de noviazgo, cuando sus palabras enamoraban… Convencían. Causaban estragos. De a poco monopolizó la conversación y, en su locuacidad hubo de mencionar a los colegas conocidos, para luego mentir sobre sus propios trabajos, cosas sin importancia al inicio, luego sobredimensionando los logros desde el 2010 ―Mercedes lo miraba silenciosa, neutral, pero Leonel sentía ese desconcierto escondido suyo; instantes más tarde, ella se disculpó para ir a los lavabos―. Pilar se limitaba a asentir con la cabeza. Por dos ocasiones fueron interrumpidos por personas que querían saludar a la autora antes de empezar el acto, pero como Leonel se aferraba a ella, estos terminaron por alejarse, persiguiendo la bandeja de jamones y quesos o intentando identificar otros rostros. Y en el entretiempo, Mercedes no volvía del baño.
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-Creo que podemos empezar ―soltó Pilar de pronto, hablando más consigo misma, mientras miraba tomar asiento a quienes serían sus dos entrevistadores. -Podemos también meternos a un motel en Chinatown ―insinuó Leonel, sonriendo. La expresión recordaba un código compartido hacía años: “Meternos a un motel en San Blas”. Su romance había comenzado luego de una cobertura en el Palacio de Carondelet. Cuando novios, recordaron muchas veces esas palabras y el desparpajo con que él las había dicho y la naturalidad con que Pilar hubo de aceptarlas, en un impulso tan impropio de ella. -¿Perdona? ―se puso alerta. -Era solo un chiste. Lo observó sin sonreír. Mercedes volvió abruptamente: -¿Y de qué hablan por acá? -De nada importante ―intervino él―. De parejas. -Entonces le habrás contado que pensamos casarnos ―mintió Mercedes, sonriendo, mientras tomaba del brazo a Leonel, calculando que esta provocación divertiría a su novio. -Felicidades a lo tortolitos ―su sonrisa pareció franca. Advirtió, antes de dar media vuelta―: Vamos a empezar. *** Pilar guardaba recuerdos contradictorios sobre su paso por el diario, y no solo porque había tenido que colaborar unos días con el insoportable de Fonseca, editor de noticias amazónicas. En algún momento hubo de confesarle a Leonel que aquellas primeras semanas en el diario habían sido el período más bizarro de su vida, produciendo textos a un ritmo desquiciante, recibiendo por las prácticas un sueldo mísero que apenas cubría el transporte desde su casa al periódico o hacia las oficinas de los entrevistados. Con frecuencia visitaba el Palacio de Carondelet o las sedes ministeriales. Su contrato como pasante era de medio tiempo, pero normalmente se refundía doce horas diarias o más en los cubículos de los redactores, incapaz de abandonar el periódico sin terminar sus notas. En ocasiones las fuentes rechazaban sus llamadas, dándose inicio al juego del gato y el ratón, donde entraban en funcionamiento los engranajes de sus propios contactos o la lista de apoyo brindada por Albertina. Además de ejecutar 38
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una pesada tarea de archivo y contextualización, Pilar entrevistaba personalidades de la política y la economía local, y llegó a conocer a colegas agudos y desprendidos como la misma Albertina. También creyó en Leonel. Primero buscó refugio en sus palabras, y luego, tras jornadas agotadoras, encontró placer en acomodar su cabeza y sus brazos en la hospitalidad de aquel otro cuerpo. También hubo espacio para la frustración. No solo que gastaba su tiempo en los cubículos o en las ruedas de prensa hasta entrada la noche, sino que su labor también fue requerida los fines de semana. En los primeros meses de trabajo, sus amigos se comunicaban con ella por teléfono y, como Pilar carecía de tiempo para encontrarlos, solían reprochar con bromas lo ocupada e importante que se había vuelto. Luego dejaron de llamarla. Entonces Pilar entendió la razón por la que tantos reporteros mantenían parejas estables o incluso amantes en el mismo periódico. El lugar de trabajo era su espacio social: allí pasaban más de la mitad de sus horas de vigilia. Y le iba a resultar difícil sacarse de la cabeza los llantos de Adelaida o Rocío, las editoras de Cultura y Sociedad. Con más de cuarenta años, nunca habían conseguido formar familias propias ―aunque se rumoraban amoríos con algunos colegas― y, tras emborracharse en una fiesta, ambas le admitieron que el periódico se había llevado lo mejor de sus vidas. Rocío recomendó a Pilar no quedarse más de dos años. Y para cerrar el consejo, Adelaida completó entre sollozos: “El periódico te chupa la sangre. Te seca”. A ella la había deslumbrado, aunque sonara frívolo, la mirada de Leonel. Porque esa barba de náufrago la descubrió luego, opacada por la inocencia y claridad de aquellos ojos que se habían vuelto legendarios entre sus colegas. Leonel también supo impresionarla con sus anécdotas personales y, desde luego, con el Premio Nacional de Periodismo, concedido años atrás por su reportaje Periódicos Quemados. El texto narraba un suceso relativo a la poderosa familia Chiriboga Pardez, dueña de dos matutinos quiteños: El Regenerador y La Verdad. Con una considerable tradición y una línea editorial de derechas, El Regenerador se había posicionado como uno de los dos periódicos más influyentes del país, bajo la administración de doña Marcela Chiriboga de Castro. El ahora desaparecido La Verdad, en cambio,
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estaba impulsado por el renegado de la familia ―y primo de doña Marcela―, Pedro “El Loco” Pardez. La Verdad se había convertido en un ambicioso proyecto que hubo de enganchar al público de izquierda moderada. Mas el parentesco en esta coyuntura de negocios dio paso al menosprecio: la relación entre “El Loco” y su prima era pésima. Cuando en octubre de 1999 el volcán Guagua Pichincha despertó de su largo sueño y Quito se vio cubierta por una gruesa manta de ceniza, el techo que resguardaba la imprenta de La Verdad colapsó, dejando inutilizable la maquinaria por varios días. “El Loco” Pardez se puso en contacto con su prima y acordaron que él pagaría un alquiler temporal para hacer uso de los equipos y del taller de El Regenerador. Entonces esta historia comenzó a adquirir tintes esquizofrénicos. “El Loco” Pardez llevaba años inflando el dato del tiraje para obtener mejores ganancias en las negociaciones con sus sponsors. Supuestamente, La Verdad circulaba a diario con quince mil ejemplares, pero en la práctica solo se imprimía un tercio. Doña Marcela ignoraba la triquiñuela, y sobre la marcha “El Loco” tomó medidas para evitar ser descubierto. Durante las jornadas posteriores a la erupción del Guagua Pichincha se imprimieron quince mil periódicos, despachados en camiones que a su vez se dividieron en dos grupos: la caravana más pequeña se dirigía hacia los distribuidores, mientras que los otros vehículos ―con una carga de diez mil ejemplares― llegaban a las instalaciones de La Verdad. ¿Qué hacer con tantos diarios? Imposible venderlos a los recicladores: la cantidad resultaba tan voluminosa que fácilmente se correría la voz sobre la naturaleza del material. Así que, por las tardes, en los dos patios interiores, amplios e inaccesibles para los reporteros, “El Loco” Pardez y su círculo más próximo quemaron los periódicos sobrantes. El olor llegaba hasta los cubículos de trabajo y la cercana columna de humo se divisaba perfectamente desde las oficinas. A merced del capricho del viento, esas emanaciones oscuras amenazaban incluso con inundar la redacción. “El Loco” murmuró que se trataba de basura de las bodegas y que se habían visto obligados a quemarla para ganar espacio. Luego de tres días las circunstancias los forzaron a ser más discretos, y se pusieron a incinerar los diarios por las noches.
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Una versión parcial de lo ocurrido había llegado hasta Leonel, quien consiguió testimonios, dio con las piezas que completaban el rompecabezas y publicó su reportaje. A partir de entonces se desató su racha de gloria. Recibió el Premio Nacional, supo aprovechar esa soltería suya ―pocas veces formalizaba noviazgos―, y consolidó su carrera de reportero ―especializándose en periodismo económico― junto a su reputación como bromista y colega leal en momentos peliagudos. La sombra de lo ocurrido con la gringa Renata planeó sobre él como ave de presa, pero supo resolver el conflicto con tacto. Cuando ya estaba en el declive de su ola, quiso reinventarse publicando una novela ―de la cual consiguió vender contados ejemplares― sobre la Cueva de los Tayos, con un detective practicante del reiki como protagonista. En abril del 2014 conoció el infierno. Había escalado hasta la posición de editor de Negocios y su nombre sonaba incluso para reemplazar al editor general cuando le fue requerida una nota con Fermín Buitrago, el reputado economista. Buitrago era argentino y, a pesar de las múltiples llamadas, nadie contestaba al otro lado de la línea, ni en Buenos Aires ni en Villa Moll donde vivía su madre. Debido a la coyuntura política y económica ―la restricción a las importaciones en la Comunidad Andina―, resultaba vital publicar una entrevista con él, antiguo asesor en Lima y Caracas. Dos días más tarde, durante la reunión de editores, Buitrago permanecía en paradero desconocido y hubo una solicitud formal para que Leonel consiguiera otra fuente. Él se negó, casi furioso, jurando que todo estaba bajo control, que esperaba noticias positivas en cualquier momento. Intentó comunicarse con Buitrago por Facebook, Twitter y por medio de unos colegas de La Nación, pero sin resultados. Entonces le llegó un mensaje sugiriendo que Buitrago estaría en los bosques noruegos durante semanas, con su hija y su cuñado, sin acceso a internet. Y resolvió el problema con lo que sería su hundimiento. Había leído los trabajos de Buitrago. Guardaba entrevistas suyas en francés de periódicos que, estaba seguro, nadie leía en Ecuador. Basándose en todos esos datos y en su propia imaginación, publicó una nota al día siguiente. El mismo Buitrago retuiteó el texto días más tarde, aclarando que jamás había concedido entrevista
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alguna. El despido de Leonel fue fulminante. Y llevaba un poco más de cuatro meses sin trabajo cuando a Mercedes se le ocurrió la idea de probar fortuna en Nueva York. *** Los entrevistadores eran docentes del Departa-mento de Cultura Ibérica y Latinoamericana de la Universidad de Columbia. Uno de ellos se acercó al micrófono para ejecutar una compleja pregunta que fraccionó en dos partes: primero, sobre el origen de Neoyorquinos; segundo, sobre la memoria y la realidad en la ficción. Pilar dijo: -Recuerdo que mi padre se compró el libro Soy un delincuente, que contenían memorias de un criminal venezolano. ¿Por qué?, me pregunté entonces. Bueno, tal vez ahora yo ya sea capaz de responder. Creo que en la cabeza de mi padre, Venezuela y el resto de países de Sudamérica son lo mismo, al fin y al cabo. Para empezar, no encuentra una distinción nacionalista. Pero hay algo más profundo, me parece, y lo digo porque esta historia tiene que ver con viajes y descubrimientos. Mi padre era y es un tipo recto, honesto de obrar y de pensar, que paga sus impuestos, va de voluntario a los trabajos comunales, da limosna los fines de semana. Vive en una casa sin jardín, pero sin goteras en el techo. Cancela la hipoteca al Biess, religiosamente, todos los meses. Conoce la pobreza porque la ha visto en televisión y en las calles. Esa pobreza que tiene el olor de los autobuses populares o las reuniones campesinas… ―aquí hizo un gesto brusco con la cabeza, como si saliese de un trance―. Pero nunca la ha experimentado, porque siempre hubo un plato de frijoles en su mesa. Entonces su conocimiento de la pobreza es relativo. El de la delincuencia, nulo. Por eso se compró el libro, para empaparse de los detalles. Es como la gente que devora guías de turismo y nunca salen de casa. Para ellos, las fotografías de la Gran Muralla China o de los corales en el Caribe son la quintaesencia de la aventura. Tantear el exotismo es un proceso que sublima. Así es mi padre, quien quiso saber cómo vivía un delincuente. Pero yo no me aferro a la suposición, yo tengo la posibilidad de la vivencia: llegué a Nueva York porque quería respirar esta urbe, averiguar qué pasaba con todas estas personas
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que viven apiñadas en boroughs, aunque en el fondo no sean tan distintas al resto... -Espero que no se ponga a llorar ―Mercedes se había acercado al oído de su novio. La súbita sonrisa de Leonel, que mostraba complicidad, antecedió a una respuesta también entre susurros: -Mientras no hable de Roald Dahl o de su abuelita. Leonel había sido testigo del llanto de Pilar en tres ocasiones. La última había ocurrido el día mismo de la ruptura. Pero semanas antes, cierta tarde de domingo, la había visto llorar durante un programa de conferencias sobre literatura infantil. El ponente era Santiago Páez, profesor de la Universidad Católica y uno de los escritores favoritos de Pilar. En determinado momento, Páez llevó su charla hacia Las Brujas, de Roald Dahl: “En esta novela un niño y su abuela luchan contra una hermandad de brujas y las vencen, las matan a todas. Las brujas esas son malvadas: asesinan niños de las maneras más horrendas, y son horribles; pies cuadrados, saliva azul, y cráneos calvos como huevos. La novela termina con un diálogo conmovedor entre la abuela y el nieto. El niño ha sido convertido en ratón por las brujas y no puede volver a ser humano, así que le pregunta a su abuela, el único ser que le queda sobre el mundo: ‘Abuela, ¿cuánto vive un ratón?’ La abuela le contesta: ‘Como siete u ocho años’. El niño convertido en ratón vuelve a preguntar: ‘Y abuela, ¿cuánto vas a vivir tú?’ La mujer, que ya es muy vieja, responde: ‘Como siete, ocho años como mucho’. Y el niño-ratón, dándose cuenta de que morirán más o menos al mismo tiempo, concluye: ‘Bien, no me gustaría que me cuidara otra persona que no fueras tú, abuela’ (…)”. Cuando Leonel hubo de regresar la vista, descubrió a Pilar pasándose un pañuelo por unos ojos arrasados en lágrimas. No atinó a reaccionar. Ni siquiera se animó a atraerla hacia sí, por miedo a que se sintiera respaldada para soltar un lloriqueo más audible. Y aunque le hubiera gustado, descartó también susurrarle al oído palabras de aliento, porque las desconocía. Se quedó mudo, incapaz de dar con las frases apropiadas. Pilar le había contado en múltiples ocasiones sobre su difunta abuela, pero solo ahora comenzaba a entender la dimensión de la pérdida, de aquel vínculo roto. -A lo mejor se niega a autografiarte el texto ―Mercedes volvió a acercarse al oído de Leonel; el otro
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se encogió de hombros, divertido. Ella continuó: Tal vez nunca te perdonó lo de la planta―. Ambos contuvieron la risa. Pilar, quien contestaba una pregunta sobre la importancia de la literatura en la sociedad, los miró susurrar y divertirse. Tras cuatro meses de noviazgo, Leonel vio llorar a Pilar por primera vez. En aquel tiempo ella fue designada para una cobertura en Loja y estaría ausente doce días. Le encargó su única y querida planta, con maceta y todo. Podía haberla dejado con sus padres, pero lo eligió a él. Y Leonel nunca sabría explicar lo ocurrido. Depositó a la plantita junto a la ventana para que recibiera el sol. Le ponía agua todo el tiempo, le hablaba por las noches, y por las mañanas le cantaba Metallica o Guns & Roses, que durante aquellas semanas era lo que normalmente solía escuchar antes del desayuno. A los dos días la hoja más grande comenzó a doblarse, a los cinco el color carbón se apoderaba del verde como si fuera gangrena. Cuando Pilar volvió, no había mucha plantita qué salvar. Le dio la espalda a su novio y se enjugó un par de lágrimas. No fue un llanto en sentido estricto, pero Leonel imaginaba que los días venideros serían complicados. Mientras ella permanecía silenciosa, Leonel quiso romper el hielo y señaló el cadáver vegetal: “Para mí que se suicidó. No toleraba que los dos te amáramos”. Y como Pilar no reaccionaba, el pensamiento de Leonel se dejó llevar por la frustración: “Planta puta”. A Mercedes le divertían estas historias a pesar de que las había escuchado varias veces. A inicios del 2014, para celebrar los diez años de la olvidada novela de Leonel, le regaló a su novio un tipo especial de planta capaz de sobrevivir a las pruebas más duras de la intemperie. Leonel sugirió llamarla “Pilar”. *** Terminada la presentación, Mercedes y Leonel hicieron fila para recibir un autógrafo. -No te lo va a firmar ―le insistía Mercedes, burlona, en el oído. Leonel, con Neoyorquinos en la mano, no paraba de sonreírle, aunque en su interior crecía un sentimiento indomable, esa envidia que daba cabriolas y mordía el vacío como un dóberman encadenado. Aunque el libro
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había sido impreso en una pequeña editorial, era bilingüe, de pasta dura y papel beige. Además, resultaba obvio que Pilar no había tenido que pagar un solo centavo por la impresión. Su vieja novela sobre la Cueva de los Tayos, en cambio, había sido financiada por él mismo. Todas las editoriales a las que se había acercado le pidieron dinero. Al final, Joaquín y él armaron juntos la edición. Por aquellos días, Leonel había pasado vacaciones en la playa de El Murciélago con sus padres. Cierta mañana desayunaron en un comedor abierto, atrayendo el interés de los vendedores de artículos piratas: películas, cedés y ropa. Uno de ellos se acercó a su mesa con libros. Les ofreció uno de Vargas Llosa autografiado. "¿Autografiado?", inquirió Leonel. "Yo me encargo de imitarle la firma. Diez dólares”, respondió el otro. Se llamaba Joaquín. Entre los diversos textos Leonel se topó con uno original, publicado por un sello de Manta. Joaquín le explicó entonces que los libros locales no eran sujetos de piratería: los falsificadores con conciencia social respetaban el producto ecuatoriano, en una excepción que años después se extendería a las películas. Leonel también dio con un ejemplar único, perturbador y apócrifo. Se trataba de una antología de cuentos de Alice Munro, supuestamente publicada por una editorial ibérica que Leonel ―bien lo sabía― solo se dedicaba a la difusión de novelas detectivescas. La portada tenía la foto de un beduino sobre un camello, una imagen que alguien había valorado como suficientemente artística para merecer el puesto de gráfico central. Detrás del beduino flotaban naves espaciales. La primera página carecía de datos ―ni autor, ni ISBN, ni sello, ni ciudad―, y el texto eran meras fotocopias privadas de diagramación. Resultaba evidente, además, que habían secuestrado y reproducido el código de barras de otra obra para incrustarlo en la cubierta. Mirar el libro movía a la risa, pero Leonel se contuvo para preguntar: “¿Puedes hacer uno de estos por mí?” Joaquín asintió. “Pero no lo quiero exactamente igual. Te daré unas ideas”. Y ese fue el germen de su obra, impresa en papel periódico, sobre la Cueva de los Tayos. Cuando les llegó el turno, Mercedes y Leonel reiteraron sus felicitaciones y Pilar hubo de repetir el agradecimiento por esa sorpresiva presencia. Conforme ella tomaba el libro y garabateaba algo en la segunda
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página, Leonel le recordó que ahora eran colegas, y Pilar le preguntó, devolviéndole Neoyorquinos y con voz desinteresada, si el relato sobre el detective del reiki y los tayos había sido reimpreso. Leonel encadenó entonces una mentira tras otra. Pilar preguntó por el sello editorial, y si ellos planeaban volver a Quito para la fecha del relanzamiento. Leonel justificó su historia con más mentiras antes de que Mercedes sugiriese un futuro encuentro. Intercambiaron teléfonos como un acto de cortesía, conscientes de que esa reunión nunca tendría lugar. Ambos caminaron el trecho que los separaba hacia la puerta de McNally Jackson, riendo disimuladamente y luego, ya en la calle, olvidando pudor alguno. “Patético”, dijo ella al fin, enganchada al brazo del otro, y continuó: “¡Tan poca gente! Si hasta sobraron bocaditos”. Leonel asentía antes de completar: “No tuvimos ni tiempo para hablar sobre Albertina o Fonseca”. “¿Fonseca? Si solo trabajaron unos días, ella pasó el resto del tiempo arrejuntada a ustedes”. “Fue corto, pero duro para Pilar. Fonseca le tenía pisado el poncho” “Pobre Pilar, ese Fonseca era el peor editor del mundo”. “¿Sabes que Fonseca le preguntó una vez a Adelaida si le olían los pies” “¿No? Qué imbécil” “Ya. ¿Pero qué le pasó luego? ¿Está jubilado?” “¿No te enteraste? Lo sacaron del periódico. Oye, ¿y qué nos escribió en la dedicatoria?” “A ver, acerquémonos a la luz... Dice ‘A Meche y Leonel, con aprecio’. Eso es todo. Ni siquiera me puso ‘Leo’”. Se refugiaron del frío en un café-bar de Broadway, pidieron un par de capuchinos y charlaron sobre la época del periódico. Era un tema casi inagotable, y Leonel hizo el intento por recordar los detalles accesorios de tantos amoríos, peleas y despidos. De las fiestas y los escándalos. Luego volvieron a Pilar y la despellejaron por su “timidez insensata”. Casi sin pensarlo, Leonel añadió: “Me alegra que ella me terminara, y no al revés. Creo que así le resultó menos traumatizante”. Mercedes lo miró con fijeza. “Me habías dicho que fuiste tú. Que tú la terminaste”. Una fugaz sombra de pánico cubrió el rostro de Leonel, quien recompuso el semblante. “Sí, eso. Me confundí”. Mercedes lo miró con severidad. “Bueno”, retomó él, dubitativo, “Si fue ella o fui yo. ¿Qué importa eso ahora, amorcito?”. La seriedad del rostro de Mercedes
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no sufrió variación alguna. “¿Está bravita, mi Meche?”, inquirió él, forzando la sonrisa, solo para obtener de Mercedes un gesto difícil de interpretar. Luego ella se dejó vencer por la apatía, sus ojos se pusieron mudos, inexpresivos, y su novio también hubo de recogerse en un silencio que solo fue roto por el tintinear apagado de las cucharitas girando en los capuchinos. Pasaron casi dos minutos sin dirigirse la palabra y entonces Leonel supo que ya no habría escape, que había llegado el momento de contar aquella historia. -Te puedo decir lo que pasó. Pero no te va a gustar. -Empieza -¿Alguna vez te conté que me operaron de la rodilla? -¿Por qué cambias la conversación? -Me operaron después de la ruptura con Pilar. El asunto fue así…―tomó aire―. Yo tuve un affaire con la gringa Renata. -¡Dios! ―apenas alcanzó a decir ella, tapándose la boca. -Te dije que no te iba a gustar. Desde el primer día en el periódico, Mercedes sintió un profundo desprecio por la gringa Renata. Se trataba de una periodista de la sección Espectáculos, madre soltera, protegida del editor general ―algunos decían, de hecho, que el hijo era suyo―, que solía comportarse como una señorona a la cual había que lustrarle los zapatos de tacón; de su boca salían órdenes incontestables para fotógrafos e infógrafos. Durante su primer encuentro aprovechó para burlarse del vestuario de Mercedes (“Cariño, tu vestido parece una pijama”), y ella nunca llegó a perdonárselo. Aunque el editor general defendía a la gringa bajo el argumento de que su sección venía a ser la más leída luego de Deportes, esas exculpaciones entusiastas solo despertaban las sospechas de los demás. El camarero ―un muchacho portugués que había bromeado con ellos antes de llevarlos a la mesa― se acercó a preguntar si necesitaban algo adicional. Ambos negaron con la cabeza. Apenas estuvieron solos, Leonel continuó: -Ella y yo salimos poco tiempo. Menos de dos meses. Nunca supe de quién era el niño, no hablaba de eso. Pero sí me dijo que estaba enamorada de mí. Que
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siempre lo había estado. Me presionaba para dejar a Pilar ―se pasó la mano por la cabeza―. ¡Dios, esa mujer estaba loca! Quedó embarazada de mí ―se hizo el silencio y vio que Mercedes estaba a punto de ponerse a llorar―. Le dije que yo no quería ser padre. Al día siguiente se encerró en su oficina con Pilar y le contó lo de su embarazo. Pilar salió de la oficina a los diez minutos, rompió conmigo y al día siguiente renunció. Fue una temporada horrible ―se miraron en silencio y Leonel supo que debía aprovechar la viada y largar toda la historia para no repetirla jamás―. Aún no entiendo cómo todo esto nunca salió a la luz. La gringa Renata estuvo dos semanas de baja médica. ¿Te acuerdas? Una infección severa en las vías urinarias, y después una gripe, dijo. La verdad es que se había ido a un dentista para que le practicaran un aborto, y en medio del proceso había sufrido complicaciones. Por esos días yo fui al Café Tolstói, me habían pedido leer algunas páginas de mi novela ―en este punto, Leonel vio innecesario aclarar que había presionado al dueño del Café Tolstói para ser invitado―. En una pausa de la lectura, descubrí entre los asistentes a un grupo de muchachos que permanecía de pie. Me resultó llamativo, porque había mesas libres. Los meseros se les acercaban, pero por gestos ellos se negaban a tomar asiento. Entonces reconocí a uno. Era el hermano de Renata. Ella me había dicho, por otras razones, que se trataba de un tipo violento. Intuí que me encontraba en peligro, que me estaba haciendo una visita con su pandilla de matoncitos de mierda. Bajé con calma del estrado y dejé la novela sobre la mesa, como si fuese a volver al rato, y tomé dirección a la cocina. Nadie me detuvo. Los otros intentaron seguirme, pero fueron frenados, o eso supongo, porque escuché un bullicio a mis espaldas. Salí por la puerta de atrás y paré al primer taxi que vi. Estaba subiendo al auto cuando esos salvajes me dieron alcance. Los pateé, pero no soltaban la puerta. Fueron pocos segundos de intenso pánico. No sé cómo describir sus ojos, Meche, te juro, parecía que no iban a encontrar paz hasta despedazarme. El chofer solo voceaba, el muy imbécil, sin acelerar ni salir del auto. Tomaron mi pierna y cerraron la puerta a la altura de la rodilla, y mientras estaba así me propinaron un par de patadas más. Creí que me iba a morir. Al taxista se le ocurrió arrancar mientras yo me quejaba en los
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asientos traseros, echado como piltrafa, llorando y retorciéndome. Hasta orinado en los pantalones estaba, Meche. Es la experiencia más aterradora que he tenido en mi vida. Me operaron unos días después, y corrí la voz en el periódico de que había sido por jugar al fútbol. Hablé con la gringa. Le pedí disculpas. Le pregunté por su salud, le lloré para que tranquilizara a su hermano. Quise disculparme también con Pilar, pero ella nunca contestó mis llamadas. Mercedes no pudo contener los sollozos. Leonel nunca la había visto así. La había hecho llorar. Por algún extraño mecanismo de la memoria, rememoró el rostro de aquella otra mujer, Pilar, y de sus momentos de desconsuelo. Buscó la mano de Mercedes, pero ella lo rechazó. Y entonces Leonel también sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas y no pudo sino revivir aquella otra ocasión, hacía ya algunos años, en que se vio alterado por un sentimiento diáfano y profundo. No se había tratado de la tristeza pura, como ahora, sino más bien de una mezcla de asombro y desesperanza. Ocurrió unos días después de la charla de Santiago Páez. Estaban en una sala de teatro pequeña clavada junto a la Iglesia de El Belén, disfrutando de una obra que destacaba por su fuerza interpretativa y una cuidadosa puesta en escena. Leonel, sin embargo, la recordaría más bien por un suceso menor ocurrido poco después del intermedio. Una actriz de unos 70 años daba voz a una mujer que vivía sola y reflexionaba sobre el paso del tiempo. En cierto pasaje se puso a declamar un texto lírico, y Leonel cerró los ojos para concentrarse. El último verso era "Pero en verdad te amaba". Cuando Leonel abrió los ojos, la mirada de la actriz estaba clavada en él. Sus ojos no estaban perdidos entre el público, como es costumbre entre actores, ni tampoco se dirigían a Pilar o a sus vecinos. Esos ojos húmedos se engarzaron con los suyos. Pilar se aferró a su brazo, advirtiendo el instante místico, sin que por unos segundos nadie se atreviese a respirar o toser. Después algunos asistentes se movieron expectantes, giraron curiosos la cabeza. Lo miraron. "Pero en verdad te amaba", dijo de nuevo, y a pesar de que Leonel no pudo encajar el rostro de ninguna mujer con esa afirmación, los ojos se le humedecieron. “Me afectó”, diría más tarde. Pilar se atrevió a deslizar cierto paralelismo, señalando que
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aquella obra rescataba los mismos rasgos que la habían estremecido en la ponencia de Santiago Páez: el amor, el tiempo y la lucha contra el infortunio. Para Leonel, sin embargo, tenía relación ante todo con el efecto desconocido de las palabras, con esos milagros que de vez en cuando podían cristalizar escritores o charlatanes. -No lo puedo creer ―consiguió musitar Mercedes, mientras se secaba los ojos con la servilleta―. ¿Y nadie nunca supo de esto? -¿En el periódico? No que yo sepa. Fui afortunado. Mercedes continuaba sollozando, y él continuó: -Tú has estado conmigo en este tiempo tan difícil. El peor de mi vida. Yo no sabría qué hacerme sin tu apoyo. Ahora pude haberte dicho cualquier mentira. Justificarme de otra forma. Pero mereces la verdad. Lo siento, en serio ―quiso buscarle la mano de nuevo, pero ella lo volvió a rechazar con un gesto brusco―. Amor, yo entonces era otra persona. -No lo puedo creer ―y tras el murmullo de esa repetición suya, le volvió el llanto como una ola que le naciera desde muy dentro, incontenible, obligándola a estirar los dedos con prontitud y hacerse de la servilleta de Leonel―. Y además, con esa p… ―se contuvo, tal vez afectada por la noticia aquella del aborto. De pronto se puso de pie―. Nos vemos en casa ―y se marchó con premura, dejando a modo de estela un gesto tímido de Leonel que apenas estiraba la mano, sin despegarse de la silla, y en cuya voz moría a mitad de la garganta un “espera” poco convincente. Abrumado, Leonel pidió dos whiskies de marca distinta. Los saboreó con la cabeza gacha, hundido en sus recuerdos. Parecía la imagen del hombre que trata de acostumbrarse a la derrota. *** Estuvo de vuelta en casa poco antes de medianoche. Encontró la luz encendida e ingresó con sigilo, semejante a un ladrón. Mercedes le había dejado sobre el sofá la pijama, dos cobijas y una almohada. Se aproximó al dormitorio sólo para comprobar que estaba con llave. -¡Lárgate! ―se escuchó del otro lado de la puerta.
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Cuando Leonel se acercó al sofá, notó que Neoyorquinos aún estaba en su mano, algo caliente, como un panecito mañanero que aguardara ser consumido. Se sentó. Ni siquiera se había molestado en hojearlo durante la travesía del metro. Releyó el autógrafo sólo para descubrir que la fecha era errónea. Decía 2004, una década íntegra de diferencia con el año en curso. Miró el índice: cada relato se identificaba con el nombre de un lugar o de una estación de Nueva York. Eligió “Bronx”. Apenas necesitó unos pocos renglones para descubrir que la historia era sobre un tal Leonel, plomero quiteño con aires de Casanova que vivía a pocas cuadras del Departamento de Comunicación del Manhattan College. Sintió como si la punta de un cuchillo le recorriera la espalda. Continuó la lectura. El susto de verse parcialmente retratado fue sustituido por el asombro: Pilar navegaba con absoluto control entre las palabras. Pasaba del intimismo a la crítica social. Invitaba al llanto sin hundirse en el melodrama. Agobiado por una mezcla de tristeza y disgusto, cerró el libro como quien da un portazo. Era consciente que él nunca llegaría a escribir a ese nivel. Jamás.
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Olga, la última chica Pushkin Mi amiga Birte no me lo podía creer, pero para seducirme Antonio apenas necesitó de aquella historia sobre el hielero del Chimborazo. Nada más. Ocurrió en nuestro primer encuentro del “Snakker du norsk?”, uno de los Meet Up de Oslo más populares entre nosotros, los extranjeros que quieren establecerse y practicar el idioma. Se lo veía tímido, balbuceando ese pobre noruego suyo, y al poco rato no tuvimos más remedio que cambiar al inglés. Entonces pude saber lo mucho que le gustaba la cultura rusa y que apenas unas semanas atrás había conseguido entretenerse, durante su escaso tiempo libre, con la lectura de aquella famosa novela en verso de Pushkin. Nos sirvieron dos jugos, y los cubitos de hielo en el vaso fueron la excusa para que me contara de su país, pero en específico del Chimborazo y de aquel hombre, Baltazar Ushca, quien subía al volcán desde hacía décadas para arrancarle las entrañas en forma de trozos de hielo y venderlas en los mercados locales. Luego me advirtió que no era ningún relato de ficción, que el madrugador Ushca hubo de heredar un oficio que provenía de aquellos tiempos en los cuales no existía ni electricidad ni refrigeradoras. El jugo de naranjilla, dijo, se toma en el mercado de La Merced con el hielo de la montaña más alta del mundo. A continuación me explicó qué era la naranjilla, dónde quedaba La Merced, y por qué el Chimborazo era más alto que el Everest si se contaba su altura desde el centro de la Tierra. Después continuó con algunas anécdotas sobre ese espinazo de elevaciones que cortaban la mitad del mundo y que él, como andinista, había llegado a amar y conocer. Por esos días yo estaba ocupada en mi mudanza. Birte me había ofrecido un cuarto de alquiler en su apartamento de Grünerløkka, que me convenía porque era más barato que mi habitación al lado del parque de Vigeland. A mi alma romántica le entusiasmaba vivir en Grünerløkka, uno de esos tradicionales barrios que decenios antes supo acoger obreros y después artistas, incluyendo a Edvard Munch. Yo tenía que apañármelas con el poco dinero del préstamo estudiantil, y mis
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proyectos freelance de profesora de ruso apenas me permitían pagar, dos veces por mes, alguna visita al cine o al teatro. Aunque iba a extrañar mis caminatas mañaneras junto a las esculturas de Vigeland, no podía rechazar la oferta de Birte. Yo había conocido a mi amiga dos días después de mi llegada a Noruega, y no tardamos mucho tiempo en volvernos íntimas. Pronto me presentó a Kjell, con quien luego se casó. Estuve en su boda, ambos bellísimos y dichosos, enfundados en esos bunad con adornos de plata, y como testigos de lujo aquel fiordo y las omnipresentes montañas y rocas noruegas. Con esto no quiero sugerir que mi país tenga paisajes inferiores, porque la caída del sol en las estepas de Rostov-naDonu, pobladas con sus abedules, siempre me ha dejado sin palabras. Tan solo pretendo recalcar los lazos que la naturaleza tejía con Birte y Kjell, quienes se notaban inconquistables y optimistas, con esa fuerza para enfrentar desafíos que solo otorga el amor. Soberbios, semejantes al agua y a esos picos milenarios sobrevivientes de las glaciaciones que les hacían guardia detrás del altar. Por las mismas fechas en las cuales me mudé al apartamento de Birte, yo llegaba a cumplir ya mi cuarto año en Noruega y me encontraba en vísperas del segundo semestre de estudios universitarios. En ocasiones sentía que mi noruego seguía siendo débil, por eso me uní al “Snakker du norsk”. A esas reuniones fui unas cuatro o cinco veces, no más. Con Antonio empezamos a salir a la semana de conocernos, aunque el primer beso llegó casi al mes, cuando Kjell ya había comenzado a trabajar en esa ONG del otro lado del mundo, y yo ya estaba bien instalada en el apartamento de Grünerløkka. Antes de mi mudanza, Birte y yo habíamos pasado mucho tiempo juntas. Cuando ella aún era novia de Kjell, salíamos con nuestras amigas en plan ladies night, explorando bares o discos de los distritos de Oslo. Los hombres se acercaban con frecuencia a Birte. No es que tenga mucha cadera, pero sí unos pechos grandes. Como en esas ocasiones ella hablaba poco con desconocidos y jamás coqueteaba, supe que llegó a ganarse entre sus compañeros de medicina la fama de mujer de hielo. Pero nosotras, su círculo más cercano, conocíamos de su buen humor, y yo, en
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específico, incluso de su lealtad: ella estuvo a mi lado en el 2013, cuando Dimitri me dejó por la búlgara aquella, antes de que ambos se marcharan a Londres. Un año más tarde descubrí también su lado generoso, cuando me llegó la carta de la oficina de impuestos y me enteré de lo estúpida que yo había sido al entregar a mis empleadores una frikort después de meses de continuo trabajo. Entonces ella y Kjell me prestaron las 20 mil coronas que yo adeudaba al fisco. Birte me tenía reservada una confesión para la primera noche en mi nuevo hogar. Kjell se había marchado unas horas antes a Colombia, sin poder llevarse a mi amiga, a quien aún le faltaban dos semestres para culminar sus estudios. Él alimentaba planes de volver a Oslo a pasar Navidades antes de su regreso definitivo en marzo. Cuando eso último ocurriera, la habitación de los huéspedes ―mi habitación― debía quedar vacía. Marzo siempre ha sido un pésimo momento para buscar vivienda o compañeros de piso, pero estos detalles me inquietaban muy poco: tras conocer a Antonio, había algo en él que me hacía sentir despreocupada con respecto el futuro, como si nuestros destinos ya estuvieran en un proceso de fusión, paulatino e inevitable. Cada vez que yo tomaba el bus o el trikk, me dejaba llevar durante el trayecto por imágenes gratas: solía verme junto a él, a veces incluso compartiendo un mismo hogar y luchando por sueños en común. Pero quiero volver a esa noche, horas después de la marcha de Kjell, porque mi amiga hubo de revelarme una faceta suya que me era desconocida. Estábamos sentadas en la sala ―un espacio que se comprimía en un solo ambiente junto al comedor y la cocina―, habíamos abierto una botella de vino y escuchábamos de fondo algo de Leonard Cohen ―el vino y Cohen fueron ideas suyas, por lo que más tarde supuse que había calculado la atmósfera―, cuando empezó a hablar sin tomar mucho cuidado en elegir las palabras, aunque sin titubeos tampoco, a modo de discurso continuo, imprimiendo a sus confidencias un tono de voz que nunca consiguió alterarse, llenando todo de un halo misterioso y dando al apartamento cierto carácter de catacumba de catedral vieja. Aquella noche, más que en cualquier otra ocasión, me sentí su amiga, honrada por escuchar esas reflexiones que ni siquiera sus padres o Kjell habrían sido capaces de sospechar.
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―Creo que me casé muy joven ―comenzó Birte. Yo no le dije nada. La cautela es una herencia de mi rama materna. Mi abuela contaba muchas historias de pridaniyja, las dotes que sus parientes ofrecían, algunas generaciones antes de la Revolución, a los candidatos a marido. Esas anécdotas habían quedado dentro del patrimonio familiar como enseñanzas de generosidad por una parte, y de honor y prudencia por otra. Algunas de esas mismas enseñanzas las encontraba en mis lecturas favoritas. Recordaba a un personaje de Pushkin, por ejemplo, declarar que cierta doncella era demasiado bondadosa como para requerir una dote. ―Me he perdido de mucho ―continuó Birte―. Pienso en toda la gente que pude conocer. No he terminado ni la carrera, y ya llevo más de dos años casada. ¿Sabes, Olechka? Me alegra que Kjell esté fuera unos meses. Birte era la única persona fuera de Rusia que me llamaba Olechka. Desde el momento en que nos presentamos, a ella no la dejó satisfecha mi nombre y me preguntó por un diminutivo. Curiosamente, Kjell sí me trataba por mi nombre completo. ―¿En qué estás pensando? ―pregunté con cautela. ―Quiero salir y conocer gente. Oxigenarme un poco. Y luego, volver a los brazos de Kjell. Eso también quiero. Además, quiero hijos. Establecerme ―se sirvió un poco más de vino en la copa, antes de rellenar la mía―. Para eso, no hay nadie mejor que Kjell. Es la pareja perfecta. Ya sé que el resto de mi vida estaremos uno al lado del otro ―entonces me miró con gesto ensimismado, como si una película se proyectara frente a sus ojos―. Pero estos meses ahora son... Un paréntesis a las décadas que compartiremos juntos, donde habrá pañales, insomnio, la educación de los hijos y todo eso. Habrá felicidad también. Pero te lo digo de verdad, me veo con Kjell hasta enfrentando la enfermedad y la muerte… Lo he pensado todo bien, Olechka, y ahora que me quedo sola voy a divertirme un poco. Kjell ha sido mi novio desde los quince. ¿Sabes cuantos coqueteos he rechazado desde entonces? ―Debe ser una cifra… Astronómica ―Ya te digo, creo que me casé muy joven ―insistió ella, tras darle otro sorbo al vino―. Cuando él vuelva en marzo, regresaremos a la rutina. Estoy enamorada de
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él. Y el próximo año es mi graduación ―sonrió―. Cuando Kjell esté aquí, terminará mi recreo. Volveré a la vida responsable y al plan de establecerme y tener hijos. ―¿Pero mientras tanto? A ella volvió a instalársele la sonrisa antes de regresar al tono de confesión: ―Me gusta bailar salsa, Olechka. ¿Sabes que he descubierto un par de lugares en Oslo? Definitivamente se trató de un fin de semana especial: a la noche siguiente de esta charla, me acosté con Antonio por primera vez. Y luego, mientras él dormía, aproveché que mis sentidos aún se encontraban en cierto estado de misterioso beneplácito para imaginarme al hielero Baltazar Ushca y a su fortaleza adquirida con los años. Pensé en un aire gélido que revoloteaba junto a ese cuerpo suyo donde la vejez obraba un milagro inverso, tonificándole los músculos y la mente. Desde mis tinieblas, aún en la cama, me figuré su escaso metro y medio de altura, su mirada que se perdía en el horizonte antes de empezar la marcha cuesta abajo con los bloques de hielo envueltos en los tallos de pajonales andinos. Ushca, el orgulloso guardián de la cima más alta del mundo tenía en mi mente el rostro de Antonio. Cuando nos conocimos, Antonio me contó sobre esas montañas de más de cinco mil metros. Intentar escalar esas nieves perpetuas, me dijo, era su forma de honrar lo sublime. En casa tuve que revisar esos nombres tan sonoros: Chimborazo, Cotopaxi, Carihuairazo... Y ahora que por fin lo veía descansar junto a mí, se me cruzó por la cabeza una certidumbre de lo más rara: que la muerte por hipotermia podía ser placentera. Imaginé a los sentidos optando por una desconexión progresiva, a la conciencia perder el ancla con el mundo hasta fusionarse con el sueño y entrar en contacto con los astros y con la luz que jamás se apaga. Aquella noche, mientras lo veía dormir, hundido en su limbo que no parecía sino modorra de cumbres andinas, yo fui su guardiana. Yo fui su Ushca. Y lo que más he deseado nunca en mi vida me fue revelado esa noche. Porque esa noche quise que Antonio se quedara conmigo para siempre. ***
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Cuando Birte y Antonio se conocieron, ocurrió lo mejor que podía pasarme: se odiaron. Bueno, tampoco fue exactamente así. En Birte nació la indiferencia y en Antonio la repulsión. Ambos, de todas formas, consiguieron disfrazar sus impresiones con palabras y gestos de cortesía. La verdad es que yo tenía miedo de lo contrario, de que sintieran atracción, sobre todo ahora que Birte se había desatado en las salsotecas. Pero para ella, Antonio era feo. No lo dijo así. Lo dio a entender con su No es mi tipo, y una sonrisa a medias, algo avergonzada. Era cierto, Antonio podía ser feo, aunque no para mí. En cuanto a la opinión de Antonio sobre Birte, él ya conocía de sus amoríos a espaldas de Kjell, y mostró solidaridad hacia ese pobre horned, como quiso llamarlo (lo miré sin entender; entonces hizo un gesto de cuernos en la cabeza, como un demonio, y luego me explicó su significado desde la cultura latina; comprendí que describía a Kjell como a un cuckold). También me contó luego que no perdonaba las infidelidades, y supe que tenía alguna relación con su historia personal. Las mujeres casadas, para mí, son como hombres: no estoy interesado en ellas, soltó tajante. Me animé a hacerle la pregunta de si eso tenía vínculo con Sigrid, su primera esposa. Me respondió con un gesto vago, como si ese nombre, o el tema en sí, carecieran de relevancia. Sigrid había llegado a Ecuador años atrás para escalar el Cotopaxi, así que necesitó de un guía. Conoció a Antonio y fueron pareja por un tiempo considerable, aunque su vida matrimonial propiamente dicha no llegó a durar ni diez meses. Y yo no estaba al tanto de ningún otro detalle de esa ―imaginaba― tormentosa relación, excepto que Antonio había decidido quedarse en Oslo, que ya no mantenía contacto con Sigrid, y que reprochaba a su exesposa por su actual empleo en compañías de limpieza. Antonio no podía aspirar a algo mejor por su conocimiento deficiente del noruego y se quejaba con frecuencia de que Sigrid jamás quiso ayudarlo con el idioma. En cualquier caso, por algunos datos de nuestras charlas, me pareció que ella le había sido infiel y que eso aún le causaba amargura. Me parecía lógico que le ofreciera su apoyo moral a Kjell. Yo misma sentía una combinación de ternura y lástima por Kjell. Me acuerdo de cierto lunes a mediados de agosto. Él llevaba en Colombia tres semanas y, para
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entonces, Birte ya había traído a dos chicos a su habitación. En días diferentes, claro. Uno se llamaba Alejandro, me acuerdo bien. Birte y él llegaron un martes en la noche ―desde mi cuarto escuché cuando invadían la sala; ella diciendo en noruego ¡Aquí no, Alejandro!, las risas seguidas de un besuqueo algo sonoro, pero breve, y luego la puerta del dormitorio de mi amiga que se cerraba―. Del otro no me acuerdo el nombre, pero sí que era un argentino. A este le vi la cara porque se quedó al desayuno del sábado. De hecho, no se quería ir. Era agradable, pero después de que los tres terminamos lo que había de jugo, tocino y huevos revueltos, él se ofreció a lavar los platos. Luego hizo café y té antes de sentarse de nuevo para proseguir la charla. No paraba de encontrar temas de conversación. Conforme rozábamos el mediodía, me puse a pensar que, si no fuese un fin de semana, al menos podría escabullirme con la excusa de mis clases. Toda esta pantomima no era más que un intento triste del muchacho por arrancarle a Birte algún compromiso. Al final ella supo echarlo de una manera cortés, sin siquiera darle su teléfono, asegurándole que ya se verían en la salsoteca. No sé si lo volvió a encontrar, pero en todo caso nunca lo trajo de vuelta al apartamento. Pero ese lunes de mediados de agosto el sonido de mi móvil hubo de encontrarme cocinando algo de pasta y pensando en una exposición que debía preparar sobre un cuento de Iván Turguéniev. Yo repasaba mentalmente ciertos fragmentos de la vida rural y la peculiar actitud del campesino ruso ante la muerte cuando vibró mi teléfono y descubrí que el número era desconocido. Lo normal es que ignore llamadas así, pero hice una excepción. Era Kjell. Intercambiamos saludos breves, yo aún sorprendida, claro. Me dijo que había intentado hablar con Birte en distintos momentos del fin de semana. Yo sabía que ellos charlaban por Skype casi a diario, aunque fueran conversaciones cortas. Kjell me llamaba para saber si todo estaba en orden. Yo le dije que sí, que había visto a Birte muy ocupada leyendo sus manuales y visitando casas de compañeros para trabajos en grupo, además de sus prácticas de fin de semana en la sala de emergencias. Sugerí que se habría olvidado de cargar el teléfono. La verdad, sin embargo, era otra: Birte había estado ilocalizable para mí también. El viernes me había enviado un SMS
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avisándome que se iba fuera de Oslo con unos amigos. Le deseé buen viaje, porque yo ya tenía planes de pasar ese fin de semana con Antonio. Pero al regresar el lunes temprano, Birte aún no aparecía. Obviamente, no le conté a Kjell nada de eso. Y cuando quiso averiguar por detalles de nuestra convivencia, le pinté un desfile de verdades a medias. Luego me preguntó si me estaba acostumbrando y si dormía bien. En ese momento se me ocurrió ―aunque tampoco se lo dije― que la noche después de su partida, Birte y yo habíamos ejecutado un test de sonido con el televisor ―el aparato está en su alcoba―: le pusimos el volumen al máximo, cerramos la puerta, y nos atrincheramos por unos instantes en mi habitación. Así descubrimos que no se escuchaba nada, que el aislamiento de sonido era excelente, que Birte podría tener la privacidad que quisiera con sus nuevas citas... Sí, le respondí a Kjell. Duermo muy bien por las noches. Y entonces me pidió un favor: ya tenía un teléfono fijo y un apartado de correos (Acá lo llaman apartado aéreo, me dijo), y me pidió que le pasara esa información a su mujer. Aclaró brevemente la terminología y entonces tomé nota. ―A Birte le va a encantar el número ―señaló. ―¿El número? ―El del apartado aéreo. Es 1011. Es su cumpleaños. Yo me quedé callada. ―El 11 de octubre ―completó él. Apenas se me escapó un ¡Ah! antes de que mi mente se dejara llevar por la especulación, preguntándome si esas cifras eran cosa del azar o si Kjell se había empeñado en conseguirlas solo para asombrar a su esposa. Cuando Birte llegó al apartamento, tenía el rostro resplandeciente y la piel algo tostada, como si hubiese disfrutado de un crucero en el Caribe. Pensé que habría pasado por uno de esos ataúdes para noveleros llamados solarium. Me preguntó si había algo de comer y, mientras le servía un poco de pasta con salsa de champiñones, le conté lo de la llamada de Kjell. Se le mudó el semblante y escuchó con atención antes de pedirme el número de teléfono. Fui a mi cuarto a revisar los apuntes y le dicté las cifras. Conforme ella guardaba la información en su móvil, aproveché para contarle lo que faltaba: ―Consiguió una dirección de correo...
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―No lo necesito ―me causó sorpresa cierto tono de frustración en sus palabras―. Ya hablé con él de esto la última vez, pero no sé por qué insiste en dármela. Yo no escribo cartas ―entonces buscó mis ojos antes de sonreír―: No soy como tú, Olechka. Era verdad. Con Antonio habíamos decidido rendir homenaje a Baltazar Ushca y a su profesión anacrónica y romántica de hielero. Seríamos igual de anacrónicos. Nos escribiríamos cartas. Adjuntaríamos algún poema o dibujo. Y nos regalaríamos discos compactos con música grabada por nosotros. Tampoco íbamos a dejar de lado los SMS o el móvil, pero tras nuestras reuniones frente a frente, las cartas serían nuestro principal vehículo de comunicación. Para entonces, yo ya había recibido dos suyas. Y un disco con viejas baladas en inglés. Con respecto a Kjell, desde aquel día nunca más me animé a contestar una llamada de un número desconocido, aunque llegó a ocurrirme otras tres o cuatro veces. Mientras veía vibrar mi teléfono, solía calcular el cambio de horario con Colombia y recordar si Birte había estado o no fuera desde la tarde pasada. Entonces se anidaba en mí la certeza de que Kjell esperaba del otro lado de la línea. En ocasiones me lo imaginé autoengañándose, justificando el silencio de Birte, incapaz de considerar la posibilidad de que su esposa le fuera infiel. *** Birte no solo pasaba las noches en la salsoteca; también la veía trabajando muy duro con sus libros. Me daba hasta ternura. Como trataba de no importunarla, al final fui yo quien asumió la responsabilidad de los asuntos prácticos. Me hice cargo de la limpieza del apartamento y de preparar la comida. De a poco el absoluto gobierno de la casa quedó en mis manos: yo hablaba con el proveedor de internet o el plomero. Y el tiempo libre, tras las tareas domésticas y los estudios, lo pasaba con Antonio. Aún no éramos novios ―él quería estar seguro antes de empezar cualquier relación seria―, aunque estábamos de acuerdo en continuar compartiendo libros, alegrías y amor. Birte no sólo respetaba mi espacio, sino que incluso trataba de ayudarme con consejos. Muchas de
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las tardes en las que me senté en la mesa de la cocina para escribir alguna de mis cartas a Antonio, Birte estaba también ahí, leyendo uno de esos libros y bebiendo un poco de té. Era usual que tomáramos una pausa para charlar un rato. Recuerdo una tarde ―fue en septiembre― en la que yo sentía marchitarse mi inspiración. Al verme quieta, sin reaccionar frente al papel, Birte intervino: ―¿Qué pasa, Olechka? ―Prometí escribirle un poema. Pero no se me ocurre nada. ―Escríbele cualquier cosa. Todo lo que uno dice con sinceridad es poesía. ―He estudiado literatura, Birte, y las cosas que uno va soltando por ahí no son poesía. ―Entonces toma algún poema desconocido. Traduce a algún ruso, por ejemplo. Y pon los versos como tuyos. ―Es que justamente mi tesis será sobre plagio en la literatura eslava… ―Olechka ―me dijo, luego de haber soltado la risa―. Ya no pienses. Imagina que el mundo es una pista de baile y el amor es la música. Déjate llevar. La acompañé a la salsoteca una sola vez para conocer algo más de esa teoría suya sobre el amor y la música. Ocurrió también en septiembre. Yo sentía curiosidad por ese mundo latino que para mí no era más que un bloque uniforme. Aunque sabía la existencia de distintos dialectos, historias y rostros de lo hispano, no estaba familiarizada con la región. Me ha ocurrido antes que mi tendencia a idealizar hace que recree el conocimiento incompleto como si fuera un monolito. Birte no parecía problematizarse por eso. Su objetivo en la salsoteca, obviamente, no era antropológico. Aunque esa tendencia mental a la generalización de lo latino no me hacía sentir bien, me consolaba la existencia de otras generalizaciones, esta vez en obras maestras de la literatura, que terminaban por recordarme un hecho poco estudiado: en su intención de entender la naturaleza humana, incluso los grandes espíritus eran capaces de mostrar una visión defectuosa o poco individualizada. Por ejemplo, el mismo Pushkin con respecto a los mujiks, esos campesinos dueños de la nada. Aquella noche en la salsoteca, tras los primeros compases, cruzó por la mitad de la pista una criatura
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que podía ser una diosa griega, la reencarnación de Liubov Orlova o Birte con escote. Era Birte, claro, con aires de diosa helena y a la capacidad de Orlova de repartir encanto y adoptar diversos papeles. Y de pronto la pista de baile hubo de volverse un escenario, y muchos de los hombres fueron incapaces de contener la vulgaridad de sus miradas. Recuerdo que se acercó a charlar conmigo uno de estos latinos. Hablaba de lo mucho que conocía Europa. Yo no le había preguntado sobre eso, ni sobre nada. Su primera ciudad europea había sido Torrevieja, y de allí se había mudado a Oslo siguiendo a una muchachita de ojos azules que lo había enamorado en una disco. Ahora estaba en trámites de divorcio. Persistía en contarme sobre Torrevieja, como si se tratase del carné de identidad de un cosmopolita, la Nueva York peninsular o algo así. Se lo advertí con cierto tino, y me salió con que también había pasado una temporada en Madrid. Le pregunté por sus obras favoritas en el Museo del Prado. Entonces, por fin, se hizo el silencio. Birte me rescató de esa compañía presentándome a varios de sus conocidos, entre ellos a Tanja. Tenía el cabello oscuro, largo y ensortijado. Supuse que era hispana, así que me sorprendió escuchar que había nacido en Østfold. Sin embargo, al poco me enteré que su línea paterna era de Venecia. En algún momento charlamos junto a la barra. ―Yo estuve casada con un latino ―se acercó a mi oreja e imponía su voz ante el volumen de la música―. Un caribeño que vivía en Bolivia. Daba clases de salsa en La Paz. Así nos conocimos, bailando. Yo estaba en la ciudad por una temporada corta, haciendo una investígación, y un día decidí tomar un curso de baile. Después pasó lo que pasó y me vine con él a Sarpsborg. Tuve dudas, pero era un hombre divertido, y hasta ahora no he conocido a alguien que me haya hecho reír tanto. Al menos el primer año y medio fue así… Tanja hablaba con un tono seguro, como si hubiese repetido la misma historia en varias ocasiones. Al continuar, ya no se acercó demasiado a mi oreja: ―¿Sabes? Lo que ocurrió luego fue raro. Paulatino al principio y abrupto al final. Parecido a esos juegos de DJ, que primero nos ponen a bailar bolero y, de golpe, la música cambia a merengue ―se rio―. Pasaron meses, casi dos años sin que él buscara trabajo ni se
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preocupara por aprender ni una palabra de noruego. Quiso empezar clases privadas de baile, pero en Sarpsborg no hay mucha demanda. Y sin saber noruego ni inglés tampoco hay manera de enseñar nada. Pasaba en la casa, o cuando no era invierno se iba a los parques. Unos meses le dio por dibujar, y yo le compré los papeles y el carboncillo primero, y los pinceles y los lienzos después; luego le dio por participar en foros de internet, y se quedaba conectado hasta tarde en la noche; un otoño me pidió una cámara, de esas de lentes, carísima, y pasaba el tiempo afuera, tomando fotos, metiéndose por todas partes, a veces hasta en los jardines de los demás. Después me pidió dinero para pagarle a un dominicano, un tipo que le enseñó a hacer cocteles. El mismo dominicano después le enseñó a montar en moto. Siempre encontraba alguna actividad inútil. Al principio salíamos a bailar seguido, casi cada viernes. Tomábamos el tren a Oslo, veníamos acá o a Malecón, y al final de la noche nos quedábamos en casa de alguna amiga. Pero yo trabajaba tiempo extra en la escuela, y cada vez estaba más y más cansada. Y una noche pasó lo que tenía que pasar. Le pregunté si no quería registrarse otra vez en el curso de noruego. Yo se lo pagaba, claro. Me dijo que no gracias, que era demasiado difícil. ¿Sabes?, y esto me lo dijo casi riéndose, ¿Sabes que en una de las películas de La Guerra de las Galaxias, los extraterrestres hablan noruego? Lo dijo para divertirme. Pero yo ya no pude, porque eso era todo. ¡Ta-ratá-tlan! ―¿Ta-ratá-tlan? ―Las trompetas del apocalipsis. Sonarán un poco a… ―y aquí dijo un nombre, Billy no sé qué, no la entendí bien―. ¿No? Bueno. Es que se rompieron los cielos. Vi la luz. Él no era la persona que yo había llegado a idealizar. Yo lo había sacado de América Latina, de un hueco maloliente que llamaba su apartamento, donde vivía hacinado con su madre y dos medio hermanos. Yo le había dado de comer. Lo había vestido. Y a cambio solo obtenía horas de trabajo extra y mal sueño. No se puede vivir de los momentos de risa. Y tras lo de La Guerra de las Galaxias, todo lo que hasta entonces había admirado en él hubo de desmoronarse para dejar paso a la verdad. Él no era un alma artística y melancólica. Él era un vago ―aquí no pude contener la risa―. En serio. Fue todo un drama―y, sin embargo,
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vi que ella también sonreía―. Así iba a ser el resto de mi existencia si yo no le ponía un punto final. Ese momento tomé la decisión de divorciarme. Después he conocido otros así, despreocupados por el futuro, de los que solo disfrutan el ahora ―se pidió otra margarita y me invitó un mojito―. ¿Y tú? ¿Tienes novio? ―Algo así. No uno oficial. Pero es latino. Por suerte no baila ni toma fotografías ―ambas nos reímos―. Trabaja. Y trabaja duro ―quise matizar. ―¿Y por qué todavía no son novios? Si se puede preguntar, claro. ―Estuvo casado y ahora necesita tiempo. Pero vamos por buen camino. ―Hablas de él y se te ve muy feliz. ―Soy feliz ―creo que me sonrojé. ―¿Birte lo conoce? ―Se vieron una vez, pero no sintonizan. Tienen personalidades diferentes. ―Eso es un poco raro. Yo tengo problemas con mi hermana y no puedo hacer nada. Ya sabes, una no elige los parientes. Pero sí elegimos al novio y a las mejores amigas. Deberían tener algo en común. Después Tanja se puso a bailar con un mulato, al mismo tiempo que me invitaba a la pista un pelón, que resultó ser de Colombia y a quien recuerdo por su rostro bondadoso. Cuando el tema terminó y yo buscaba una silla para sentarme, vino hacia mí un muchacho de Bolivia, probablemente más joven que yo, y bailamos ―si se le podía llamar baile a esos movimientos torpes― una canción que, según él, hablaba de un sujeto de gabán que asesinaba a una prostituta. ―Los chicos vienen a nosotras ―me dijo Birte, porque cuando por fin pude sentarme en la barra, ella estaba en la silla de al lado― ¿Sabes qué es lo que me gusta de los latinos? ―¿Qué? ―Su determinación. No tienen esa costumbre noruega de atascarse en sus Kan jeg antes de darte un beso. Es una tontería pedirte permiso para algo así. Seguro eso no ocurre ni en Rusia ―ella le dio un sorbo a su piña colada. Birte, como muchos otros, consideran a mi país un lugar sin ley; ese prejuicio ahora ha dejado de molestarme―. Y si ya estamos en ese punto de intimidad… ―y aquí comenzó una cantaleta en español, retando a un chico imaginario, era Orlova de nuevo,
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aunque ahora en modo histriónico, haciendo gestos y poses graciosas; yo no podía parar de reírme; al final ella retomó el noruego―. Ya te digo, si el tipo no me gusta, me habría largado antes o le habría cruzado la cara de una cachetada. ―A los hombres noruegos les falta tacto para entender el lenguaje corporal. O eso pensé al principio. Luego concluí que tenían miedo a que les pusieran denuncias de acoso o algo así. ―A los latinos ese pensamiento no se les cruza por la cabeza ―y le dio un sorbo a su piña colada. *** Durante noviembre los encuentros con Antonio se incrementaron, al igual que nuestro intercambio de correspondencia. En una de sus cartas me habló sobre un poeta, Iván Carvajal, y me tradujo un texto corto y sencillo: Los amantes de Sumpa. También me contó los detalles: 9 mil años atrás una pareja había sido sorprendida por la muerte en posición amatoria. Pero sus restos habían llegado a vencer al tiempo: eran huesos que aún ahora se entrelazaban. Abrazados por siempre. Antonio plasmaba en cartas ese talento suyo de contar historias. Describía a los huaoranis y las reducciones de cabezas, retomaba el tema del último hielero del Chimborazo o hacía desfilar los acentos y productos ofrecidos por los mercaderes de la Bahía. Yo era incapaz de soltar el papel. Devoraba sus palabras con fervor. Seguramente así veían a León Tolstói esos seguidores que llegaban a Yásnaia Poliana para nutrirse de su verbo divino. Diciembre nos trajo algunas novedades. Por culpa de su trabajo, Kjell no podría regresar a Oslo para la Navidad, y a cambio ofreció a Birte comprarle un billete de avión a Colombia. Pero ella se inventó una excusa académica, decidida a quedarse en nuestro apartamento de Grünerløkka, almorzando pinnekjøtt conmigo y saliendo a la salsoteca en las noches. El plan no era malo, así que yo tampoco volví a Rusia. Aunque allá viven mis padres, me habría sentido sola lejos de Oslo. Antonio se marchaba también por unas pocas semanas. Curiosamente, no iba a Ecuador, sino que pensaba visitar a Pedro, un medio hermano suyo radicado en Bogotá. Cierta ocasión gastamos una buena parte de la
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madrugada, hundidos en esas sábanas aún húmedas ―un poco por la fricción de nuestros cuerpos, pero sobre todo por la tendencia suya de poner la calefacción a la máxima potencia― fabulando con las posibles reacciones de Kjell si Antonio se presentaba en su oficina, dispuesto a pasarle un reporte del comportamiento de Birte. Reconocería a Kjell en las calles, me dijo. Es fácil divisar a un “horned man”, e hizo el gesto con la mano. Cuando cambiamos de tema, comenzó a hablarme de un narrador ecuatoriano que fantaseaba con boleros. Incluso, en llegó un ataque de inspiración, se puso de pie y, desnudo, me enseñó a bailar lento y pegado. Los días se sucedían con cierto vértigo. Birte estudiaba a diario, pero se daba modos para salir a bailar dos veces por semana. El ejercicio me calienta el cuerpo, decía, y si yo hubiese creído en sus palabras, habría regresado a la salsoteca, porque de verdad que el invierno comenzaba a ponerse fuera de control. Con Birte nos veíamos solo a la hora del almuerzo, donde yo preparaba cualquier plato simple que incluyera algo de verduras. Los días de clases, ambas comíamos al apuro antes de correr a la universidad. Antonio sacó un billete en clase económica para Bogotá: viajaría el domingo 13 de diciembre. Y ocurrió que para el sábado 12, Birte y sus amigos tenían planificada una fiesta en nuestro apartamento. Mis obligaciones de las mañanas y tardes previas, limpiando el lugar y haciendo compras para la celebración, fueron solo un recordatorio de la intensidad del fin de semana que se nos venía encima. La noche previa a nuestra celebración en Grünerløkka, yo había quedado con Antonio en ir a Klingenberg Kino para ver una película argentina. Estuvimos bromeado por la fiesta de Birte del día siguiente, y él se preguntaba si podríamos secuestrar la música y poner boleros. Cuando salimos del cine eran más de las diez y teníamos ganas de alcanzar Nasjonalgalleriet, vagabundear por el área y toparnos con alguno de esos bares que ponen pop de los 80. Sin especial razón, metí la mano en la cartera para mirar el móvil. Descubrir que tenía 15 llamadas perdidas, y todas de Birte. Me detuve en plena acera y Antonio, por mis gestos bruscos, supo que ocurría algo serio. Marqué de vuelta, y el teléfono sonó varias veces hasta que la
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voz de mi amiga, bizarra y llorosa, se abrió paso desde otro lado de la línea, incapaz siquiera de explicarse. Yo, estrangulada por la angustia, insistía, ¿qué pasó? ¿pero qué pasó?, pensando en los mil peligros que acechan en la noche urbana. Se necesita de mala suerte, ne vezet, para que la maldad termine por cebarse con una en Oslo, pero así son las desgracias. Aquí como en cualquier parte del mundo. En un momento estás pisando terreno firme y, al siguiente, un agujero se ha abierto bajo tus suelas y caes, caes sin parar. De esa forma a la gente le da cáncer, o te jodes la columna o te atacan en un callejón oscuro. Y casi sin notarlo ya te han robado la existencia; ya te han dejado solo restos, ese otro “yo” desconocido. Aquellos pedazos no son más que despojos de un naufragio que finalmente hay que aprovechar, porque a partir de esos residuos es que una empieza a construirse de nuevo. Antonio se me había pegado mientras yo le rogaba a mi amiga que se tranquilizara. La escuché gimotear, pero la interrumpí para repetirle ¿qué pasó? y escuchar luego, con una lentitud hiriente, decir Estoy en emergencias del hospital. Insistí con la misma urgencia ¿Pero qué pasó? Su vocecita volvió a ahogarse en lágrimas: Me van a marcar la cara. Sentí que había escuchado algo horrendo pero fuera del alcance de mi comprensión. ¿Marcar? ¿Quién? Para entonces, Antonio prácticamente estaba adherido a mi costado. Birte suplicó Vente, pronto, Olechka, y antes de que yo consiguiera interrumpirla, dijo: No me dejes aquí. Estoy en Storgata, en el Legevakten. Y colgó. Birte sonaba confundida, le dije a Antonio, aún temblando, con el teléfono entre los dedos, como si mi amiga me hubiese contagiado de su propio estado de shock. Pero se encuentra en el hospital, respondió él antes de continuar: Ahora está bien. Ahora está a salvo. De lo que sea. Yo me incliné hacia su pecho ¿Pero marcar la cara?, repetí a media voz, estremeciéndome. ¿Qué quiere decir? Antonio me abrazó con delicadeza. Llegamos al hospital en taxi, pero nos despedimos con premura y el continuó su camino. Habíamos acordado que él me acompañaría solo hasta este punto, intuyendo que Birte preferiría hablar conmigo en privado. Enfilé decidida hacia la entrada, y cuando comenzaba a abrirme paso, esquivando personas y camillas y dispuesta incluso a saltarme la pequeña cola
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que se había hecho frente a la ekspedisjon, una enfermera joven me contuvo. Hablé de una manera tan atropellada que aún ahora me parece inverosímil que me hubiera entendido. Creo que sé quién es su amiga. Venga conmigo, me dijo, y fue mi lazarillo durante un trecho, sorteando doctores y pacientes, y cuando finalmente viramos en un recodo y yo suponía que inspeccionaríamos alguno de los consultorios laterales, nos topamos con una mujer pequeña, enfermera también, que venía en la dirección opuesta. Mi acompañante la detuvo en seco: ―¿Dónde está la muchacha de la ceja? ―¿La gritona? ―respondió la mujer pequeña―, y luego me miró a mí ―Ya se fue. ―Describa otra vez a su amiga ―me pidió la primera enfermera. Se me ocurrió algo mejor. Saqué mi móvil y les mostré una foto. ―Es ella ―ratificó la mujer pequeña―. Su amiga ya se fue. Yo aguardé expectante. Por unos segundos, las dos mujeres permanecieron silenciosas. ―Su amiga estaba borracha ―comenzó la primera enfermera―. Se cayó y se hizo un corte en la ceja. ―No era nada grave ―continuó la otra―. Cosa de dos puntos. Pero cuando el practicante quiso ayudarla, ella se negó. Dijo que no iba a dejar que ningún aficionado le marcara el rostro, que ella era estudiante de medicina y que quería un cirujano de verdad. Gritaba que quería al doctor Johnsen, y luego al doctor Askeland. ―Gritaba como una loca. ―intervino la otra enfermera―. Lo de su amiga fue vergonzoso. Espero que nunca llegue a trabajar aquí. Veinte minutos más tarde yo tomaba el autobús en dirección a Grünerløkka. Aproveché para hablar con Antonio. Se puso furioso. Yo estaba más tranquila, y hasta me alegraba porque me encontraría con ella pronto. Entré al apartamento. La puerta de su cuarto estaba abierta, y antes de que yo dijese algo escuché su débil voz: Por acá. En el trayecto divisé un plato con restos de arroz sobre la mesa, el cual lavaría pasada la medianoche, igual que fregaría el piso del baño y los bordes del retrete, ambos con restos de vómito. Cuando llegué a su habitación, la encontré en su cama con el
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rostro vuelto hacia mí, los ojos y las mejillas hinchadas, y una vendita que cubría los puntos sobre la ceja. Olechka, musitó al verme, y nos abrazamos, y al acomodarme mientras escuchaba sus sollozos, me recosté contra el respaldo de su cama. Ella puso su cabeza en mi regazo y yo le aseguraba que ahora todo estaba bien. Entonces me contó sobre la caída y sobre el hospital; sobre la vuelta al apartamento, las arcadas; y, finalmente, sobre la manera en que reunió fuerzas para calentar algo de comida y café. Ahora se encontraba menos mareada, aunque exhausta. De pronto se rio. Antes de que alcanzara a preguntarle porqué, dijo que estaba feliz de que ninguno de sus conocidos la hubiera viso en Legevakten. ―¿Sabes? ―me confesó―. Todavía creen que soy una chica seria. Mis compañeros, digo. Bueno, sí que soy seria. Me conoces, Olechka. Apenas me he relajado un poquito ―se detuvo―. ¿Sabes qué dirían mis padres si supieran lo que hago? Que las fiestas no son la vida. Para casi todos los que conozco, bailar y divertirse es solo evasión. Es como que te dijeran que tus novelas, Olechka, lo que lees de Dostoievski y… del resto ―aquí su falta de memoria me hizo sonreír― fueran ficción. No son ficción ―me sorprendió su convencimiento―. Ficción es tener un trabajo de mierda y sentarse en una oficina hasta las tres de la tarde durante treinta y cinco años. O postear felicidad en Facebook. Pero lo que tú y yo hacemos es vivir. Es la realidad misma. Estábamos abrazadas de tal forma que yo no podía mirarle el rostro. Birte había sonado elocuente, ingenua, pero espontánea también. Gracias por lo del Legevakten, Olechka. Eres la mejor amiga que alguien pudiera tener. Le dije conmovida que pensaba igual sobre ella. Entonces, separándose de mí y enjugándose una lágrima, me dijo, Tienes suerte de no parecer una bimbo. Me reí. No, en serio, insistió, Si los chicos te quieren, será porque te conocen. Nos abrazamos con más fuerza y le besé en la coronilla. Qué suerte que tiene Antonio, dijo, acomodándose de nuevo en mi pecho y yo recostándome otra vez en el respaldar de la cama. Olechka, soltó, mientras seguíamos engarzadas. ¿Qué?, dije. Cuéntame qué estás leyendo ahora, pidió. ¿Qué quieres saber?, inquirí. Cuéntame sobre esos libros que tanto te emocionan. Y entonces me puse a hablarle de los cuentos sobre campesinos de Turguéniev, de un
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relato cómico de Chejov sobre un hombre que busca venganza tras haber sido engañado por su esposa (un pobre horned, como diría Antonio); de Los Amantes de Sumpa, sorprendidos por la muerte, enroscados por el amor, ella confundida entre los brazos de él como Birte y yo en ese momento; y aunque a nosotras nos unía la amistad, acoté que me parecía un sentimiento tan noble como el amor, digno de plantarle cara a la muerte; y seguí con mis versos favoritos de Los Amantes de Sumpa: Diez mil años contra la sal perdura / tendido el abrazo que la tierra protege / del deseo…; luego hablé de la manera en que Antonio me había instruido en la cultura del bolero, traduciéndome un desfile de palabras tristes. Aunque supuse que ya estaba adormecida, no paré de hablarle de otros relatos, de aquellos que había leído en los meses anteriores, primero los comentaba y un poquito después intentaba dramatizarlos, hasta que tuve la certeza de que ella se había dejado llevar por ese sueño tranquilo, tan similar al que producen las nieves y la hipotermia. Comprendí que le estaba haciendo guardia, y me sentí de nuevo Baltazar Ushca. *** Hasta entonces nuestras reuniones en el apartamento de Grünerløkka siempre habían sido con un modesto número de invitados. A veces cinco o seis, pero no más ante la carencia de sillas y espacio. Por las informaciones de las últimas jornadas, calculé que Birte invitaría al menos a una decena de amigos. Me quedé corta. Hasta el pasillo alcanzaba el barullo de la fiesta. Apenas entré, la gente gritó dándome la bienvenida. Hice malabares para dejar colgada mi chaqueta antes de repartir saludos y ejecutar un rápido inventario de los presentes, la mayoría rostros desconocidos. Tuve que moverme a empujones. La música no era demasiado alta y durante el resto de la velada se turnaría de forma incoherente entre salsa y disco, en un ambiente de claroscuros y profundo olor a cantina. En cada uno de mis deslizamientos, sentía de forma permanente el roce de la piel y de los ropajes de desconocidos que, sin buscarlo, se pegaban a mi cuerpo. Era claustrofóbico, sucio, irrespirable. Todo muy bonito y familiar, como en mis fiestas del 2013, cuando convivía con otros foráneos en un gueto al cual dieron en llamar residencia estudiantil. Alguien me colocó un gorro de papel y otra
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mano me alargó un pedazo de gelatina preparada con vodka. Conseguí, por fin, acercarme a Birte y nos dimos un abrazo. Estaba sentada junto a Antonio. Yo llegaba tarde, y no necesité mucho tiempo para notar que ambos se habían tomado la celebración en serio: una botella semi vacía de whisky descansaba en la repisa de la ventana. Me hice un puesto junto a ellos antes de comenzar a servirme la gelatina. Hablé un poco al principio, pero mucho menos después. Escuché cómo Birte le contaba a Antonio que, tras su último viaje, ella había tenido que pagar extra por exceso de equipaje para volver a Oslo. La última vez tenía dos maletas con libros, le dijo. La historia era cierta, solo que no le había ocurrido a ella, sino a mí. Hube de sonreír con timidez, algo confundida, mientras Birte le aseguraba a Antonio que le encantaba escribir postales y leer novelas. Y qué libro estás leyendo ahora, preguntó él y la contestación fue Dostoievski, y… otros rusos. Mi querida Olechka se acuerda, ¿no Olechka? Son colecciones de relatos. Uno de un esposo “cuckold”, otro de unos campesinos. Fantásticos esos rusos. Entonces yo dije Chejov y Turguéniev, sintiendo lo absurdo de la situación y confiando en que Antonio, quién estaba al tanto de mis lecturas, se diese cuenta de lo que ocurría. Lo siguiente fue que él y Birte se enfrascaron en un diálogo gracioso, aunque afectado eso sí por la dicción del whisky. Antonio buscó provocar a mi amiga, sobre todo con comentarios vinculados a la vendita sobre la ceja, pero ella supo responderle con gracia. La escena estaba impregnada de brotes de coqueteo, de simulacros que parecían alimentar una vanidad mutua. Los escuché por veinte minutos para confirmar lo embebidos que estaban el uno en el otro, la forma en que pulían un acuerdo de castidad sobre la marcha, pues no había manera de que terminaran besándose o en la alcoba. Les dije que iba a dormir. Entonces me pusieron atención, rogándome que no, abusando de todas las frases y clichés para detenerme. Antonio se concentró cien por ciento en mí, mientras Birte se ponía a charlar con una muchacha parada al lado suyo. Después de besarnos un par de veces, me preguntó si podíamos entrar a mi cuarto. Sabía lo que buscaba, y lo cierto es que yo ya estaba molida. Además, nuestros cuerpos se habían dado el adiós temporal unas horas antes, en su
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departamento. Nos besamos un par de veces más, prometiéndonos llamadas y, sobre todo, cartas. Me despedí afectuosamente de Birte hasta la mañana siguiente. Primero me dirigí al inodoro. Lo absurdo de aquel pensamiento previo, la posibilidad de que Antonio y Birte alimentaran un inútil proceso de seducción, había echado raíces en mi cabeza y ahora comenzaba a fastidiarme. Me quedé sentada en el retrete antes de imaginar, potenciada tal vez por la gelatina con vodka, los alcances de una posible traición. Podría hundirme hasta los cimientos del infierno, llevarme incluso a un estado de locura temporal. En base a descripciones bíblicas, me veía dando gritos y rasgándome las vestiduras. Sonreí por lo absurdo de la imagen. En ocasiones, me encanta sentirme como víctima. Al salir me di cuenta que algunas de las personas apiñadas junto a la puerta estaban esperando su turno para usar el baño. El ambiente seguía con su toque claustrofóbico, pero la música se encontraba menos baja y el lugar más oscuro. Alguien había apagado una de las lámparas fluorescentes. Unas horas antes, al encontrarme con Antonio en su habitación, me había convertido de nuevo en personaje de Pushkin. Pero ahora me propuse volverme un Dostoievski, una testigo de la complejidad del alma humana. Los observé bajo el amparo de las sombras, pensando que cuando le escribiera la primera carta a Antonio con destino a América del Sur, no me guardaría una pequeña burla por esa “intimidad” con Birte. Conseguí ubicarme junto a un par de chicos que conversaban en castellano con una mujer de cabello azabache. Simulé navegar en mi teléfono móvil. Aunque la gente que abarrotaba el apartamento disminuía mi campo visual, noté que la adrenalina y el whisky habían bañado los ojos de Antonio, dándole a su mirada el brillo del apostador. Comprobaba lo bien que la estaba pasando cuando el grupúsculo de latinos se viró hacia mí, incluyéndome en su charla. La chica era la que mejor hablaba noruego. No recuerdo ningún nombre, pero el de ella era algo bíblico, casi apocalíptico. En un momento dado Birte le dijo algo a Antonio y miraron a su alrededor. Se me cruzó por la cabeza que me buscaban y supe quedarme fuera de su alcance, mientras proseguía mi charla con el trío hispano. Estuve en esta dinámica de
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testigo un lapso de media hora. Quería entender hasta dónde podía llegar el vínculo de Birte y Antonio; simultáneamente, enseñaba. De hecho, me sentía medio Ibsen porque, a petición de los mismos hispanoamericanos, les corregía el idioma. Miren a Birte, dijo de pronto la chica de cabello azabache, y cuando regresamos la vista, mi amiga y Antonio se besaban, buscándose la lengua con desesperación. Mis vecinos retomaron de pronto el castellano, entre risas, y yo allí, quieta, testigo muda e insulsa del alma humana, sintiéndome estropajo, trapeador, bacinilla... Bajé la vista y solo entonces pude notar un vaso, confundido y pisoteado, que se habría desprendido de los dedos de alguien. Como era de plástico, no había hecho ruido al caer. Se encontraba roto, inservible. Imaginé su descenso; imaginé que me arrastraba la mirada en su caída. Los chicos volvieron a hablarme en su noruego quebradizo. Comencé a sentirme mal y tuve que abrirme paso a empujones en un intento por llegar al baño, con los ojos ya húmedos y el estómago revuelto. Me precipitaba al abismo. Mi cuerpo cedía a una fosa que, de pronto, se había abierto bajo mis suelas; y ese cuerpo mío, ansiando llegar hasta el fondo y detenerse en un plaff, un golpe seco, en la desconexión total; mi cuerpo codiciando algo de aquella paz que es la misma de las cumbres andinas o de las muertes por hipotermia. *** ―¿Olechka? Escuché esa voz distante como proveniente del corazón de una zanja, y supongo que el cuerpo se me contorsionó antes de intentar abrir los párpados. Mi cerebro aún luchaba por despegarse de una somnolencia pegajosa. ―¡Olechka! Levanté un poco la cabeza y sentí que alguien me rodeaba con sus brazos. Pestañeé repetidas veces, devolviendo un abrazo débil en acto reflejo. Me descubrí en posición semi horizontal con un rostro muy cercano al mío. Yo estaba en mi cama y Birte a mi lado, los pies en el piso y acomodada en cuclillas. ―Mi Olechka… Ayer bebí demasiado…
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Yo le devolví el abrazo con más fuerza, aún confundida. Y de golpe, como los potros de Atila en pleno pillaje, cabalgaron por mi mente las vivencias de la noche anterior. Escuchaba a Birte sollozar, abrazada a mí, e intenté pensar rápido, sobreponiéndome a una indescifrable mezcla de sentimientos. ―¿Qué pasó? ―Ayer… Olechka… ―¿Te pasó algo? ―traté de disimular la voz. Birte se apartó de mí y se secó las lágrimas. ―Tú me viste. Estuve coqueteando con Antonio, robándote tus historias… ¿A qué hora te fuiste a dormir? Calculé con premura. Yo había llegado como a las 21h30. ―Antes de las diez ―mentí―. Me fui al baño y luego a la cama. Me afectó la gelatina. ―¡Qué vergüenza que siento, Olechka! No sé cómo... Pero no ocurrió nada físico con él. ¡Maldito alcohol! La atraje para darle otro abrazo: ―Pues entonces no te pongas así ―le dije, tratando de mantener un timbre adecuado de voz―. Coquetear no es ningún pecado. ―Soy una tonta, Olechka. En medio del abrazo me pregunté si era así como algunas parejas superaban el adulterio: ignorando la realidad, manipulando la memoria. Y también me inquirí si esa misma estrategia ayudaba a la supervivencia de la amistad. Pero ya llegaría el momento de las decisiones. Me pareció que lo más urgente, esa mañana de domingo, era mantener la calma. ―¿Entonces Antonio alcanzó el vuelo?―inquirí. ―Supongo. Me dijo que volaba a las seis. De aquí se fue a la una, junto con el grupo del nachspiel... ―¿Y ahora? ¿Qué hora es? ―Un poco más de las nueve. De mi habitación salimos bien abrazadas, en un tipo de gesto que podía recordar una caricaturización de Los amantes de Sumpa. Fue ver la sala y rememorar un relato contado por Antonio. Trataba del conquistador y fundador de Quito, quien iba tras los pasos de un general indígena, cuyo nombre traducido ―yo jamás podría recordar el original― significaba Cara u Ojo de Piedra, guardián de los tesoros del último inca. Cuando
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llegó al antiguo Quito, el conquistador español y sus hombres se habían encontrado con las chozas reducidas a cenizas y los templos y los observatorios astronómicos desmantelados por las tropas aborígenes, que escapaban hacia el norte. Las Vírgenes del Sol, quienes carecían de licencia para salir de los reductos divinos, habían sido sacrificadas para preservarles la honra. Ante los ojos europeos solo se alzaba el caos y la devastación. Algo similar había ocurrido en la sala de nuestro apartamento. No encontré cuerpos tirados en el piso ―esos muertos-ebrios que a veces pueden ser tan desagradables―, pero había por doquier una variada colección de inmundicias. Nos acomodamos tras despejar tanto los asientos como parte de aquella mesa central que no era más que un cementerio de cigarrillos y latas de alcohol. Fueron unos pocos minutos de charla, pero nos reímos de lo lindo con algunos detalles de la fiesta. Exageré al describir mi consumo de gelatina con vodka mientras ella comentaba lo del whisky y el comportamiento de algunos de sus amigos latinos. Cuando recordaba a Antonio, repetía que era una tonta. Al final le dije que ya no se preocupara. Volvimos a reírnos al hablar sobre los latinos en general. En determinado momento Birte se puso de pie y confesó, con algo de urgencia, que de verdad necesitaba una ducha. Entró a su habitación y salió casi de inmediato cargando un manojo de ropa limpia. Conforme ingresaba al baño, anunció aliviada que al menos el piso no se encontraba tan sucio como el de nuestra sala-comedor-cocina. Me puse de pie despacio, con la intención de ordenar el lugar. La tarea sería titánica, así que comencé con algo simple: enjuagando platos que unas horas antes alojaban mini burritos. Entonces noté que la habitación de Birte estaba semi abierta. Desde mi perspectiva podía divisar su mesa de velador. Y, apoyado en la lámpara, estaba el tarjetero de Antonio. Tenía un diseño de montaña andina, lo reconocí de inmediato. Me sequé con premura las manos y entré en la habitación. Lo abrí solo para comprobar que era de Antonio: allí reposaba su tarjeta de crédito y el pase de transporte mensual para el área de Oslo. En la misma mesita descansaba una hoja doblada. La abrí. Antonio y Birte aparecían desnudos. Se trataba de un selfie
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hacía unas horas. Ella lucía la pequeña venda del accidente sobre su ceja. Había tomado la foto antes de pasarla a su computadora e imprimirla. Debajo de la imagen, ocupando espacio a partir de la mitad de la hoja, había un texto escrito a mano, de caligrafía apretada. Empezaba con un Hola amigo! en español que me chocó. Resultaba paradójico. Me sentía incapaz de entender el concepto de amistad de Birte. El resto de frases se elaboraron en un inglés con un par de errores gramaticales de bulto. No había promesas amorosas. Sí había una mención a la tarjetera olvidada. También había menciones a mí, hechas con cuidado. Ahora que lo pienso, eran de cariño, respeto y preocupación. Prefiero no transcribirlas acá. Por la carta, quedaba en claro que la noche previa había sido su primer encuentro íntimo y que ella estaría abierta, dependiendo de las circunstancias, para futuras reuniones. Firmaba como Birte, aunque junto a su nombre había escrito, en español también, Tu nenita. Dejé la tarjetera y la hoja tal y cómo las había encontrado. Antes de salir, eché una mirada a la papelera, que acogía en su seno un puño de papel higiénico donde se divisaba un condón usado. Apenas pisé la cocina, me limpié un par de lágrimas. Era absurdo, pero también me mortificaba que Antonio le hubiese contado las mismas historias que a mí. Y luego una escena tuvo lugar en mi mente: el último grupo de juerguistas se iba de nachspiel mientras Birte y Antonio se quedaban en el apartamento. Detuve mi imaginación. Cuando Birte salió de la ducha, me encontró restregando algunos vasos usados para el Bailey. Dijo un par de cosas, se metió a su cuarto y salió luego de unos instantes ―¿Sabes una cosa, Olechka? A tu Antonio se le cayó esto ―e hizo bailar la tarjetera entre el índice y el corazón. Simulé asombro. La tomé. La abrí. Finalmente le dije: ―No sé si tiene una segunda tarjeta. Pero si no, estará jodido sin dinero. Birte tomó la tarjetera delicadamente de mi mano. ―Mañana temprano puedo pasar por la oficina de Ulvenveien, me queda camino a las prácticas. Compro un sobre y le mando esto por envío express. ¿Qué dices? Le llegará en pocos días.
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Asentí. Nos miramos por unos segundos sin dirigirnos la palabra. ¡Ta-ratá-tlan!, dije para mis adentros. No oí trompeta alguna, pero fue como que nos quedáramos sin techo y la luz de la revelación cayera sobre Birte. La vi por primera vez. Frente a mis ojos se alzaba una oportunista que me había usado para limpiar el apartamento, prepararle comida, escuchar sus crisis existenciales y sacarla de apuros. No hubo frases ni gestos perceptibles, por eso ella no alcanzó a comprender la solemnidad del momento, y yo supe disimular mi terremoto de emociones. Todo esto se lo expliqué meses después, cuando nos vimos obligadas a reunirnos en circunstancias incluso más extrañas de las que rodean a esta historia, y que quizás llegue a compartir en otra ocasión. -¿No quieres escribirle algo y lo ponemos también dentro del sobre, junto con la tarjetera? ―se animó a preguntarme, con cierto recelo. ―No hay necesidad. Mañana le hablaré por teléfono ―mentí―. Le diré que la encontraste y que debe estar atento a recibir una carta. No sabes la dirección de su hermano Pedro, ¿no? sangría. ―Espera. La tengo por acá. Me metí a mi habitación y volví con mi cuaderno de apuntes. Antes de que yo empezara a hablar, ella intervino: ―No sé ni el apellido de Antonio... ―Si fuera una dirección común, necesitaríamos más bien el apellido del hermano ―le dije―. Pero no hay problema. Lo que él tiene allá es un apartado aéreo, que no requiere destinatario exacto. Escríbele primero P.O BOX, a la manera inglesa, igual lo entienden. El número es el 1011. Si te das cuenta, es como tu fecha de cumpleaños: 11 de octubre. Ni tan siquiera reaccionó, ocupada en copiar los datos en su smartphone. Tras dejar de escribir, se acomodó en su silla: ―Se alegrará al recibir el sobre. ―Será una sorpresa, sin duda ―dije, y ambas sonreímos.
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Adiós a Chunchi Era el noveno día desde la llegada de Juanjo a Estados Unidos. Había abandonado su trabajo como maestro en Chunchi, el pueblo de los niños suicidas, para buscar refugio en Nueva York. Y ahora debía encontrarse con su nueva amiga, Jessica, en el Starbucks que quedaba a pocos pasos de la biblioteca universitaria. Juanjo y Jessica se habían conocido una semana antes, durante el lanzamiento de los minicursos para mejorar el inglés de trabajadores sin papeles, aunque algunos estudiantes con la visa en orden, como Jessica, habían asistido también. Aquella sala en Lexington Avenue alojaba a no menos de 60 personas, y al lado de Juanjo hubo de sentarse una taiwanesa con la cual conversó unos minutos. El inglés de Juanjo, gracias a las clases privadas de una colega suya en Chunchi, alcanzaba para algo más que charlas primitivas. La taiwanesa se llamaba Susan, aunque le contó que ese no era su nombre real, que solo lo usaba en Estados Unidos porque la palabra designada en su nacimiento era impronunciable. Rieron. Susan estudiaba museología y se mostraba interesada en aprender más sobre arte. Intercambiaron emails. Ella también le contó que quería conocer a otros compatriotas de Taiwán. De pronto, el grupo a cargo de la presentación de los minicursos armó una dinámica para los futuros estudiantes: repartieron un papel con un color y a Juanjo le tocó el verde. Buscó a otros "verdes" en la sala, encontrándose con una pareja de viejos de Armenia (un poco aburridos) y con un joven italiano (más aburrido aún). Cuando volvió a su puesto, descubrió a la chica asiática sentada en el mismo lugar. "¿Qué tal te fue?", inquirió Juanjo. "¿Conociste a otros taiwaneses?". Ella le devolvió una mirada de extrañeza antes de alargarle la mano: “Hola, me llamo Jessica”, y le contó que era de Pekín y que estaba matriculada en los Estudios Helénicos de la Universidad de Nueva York. El mundo se detuvo mientras Juanjo la escuchaba silencioso. Sólo consiguió salir de su desconcierto al divisar a la verdadera Susan, quien se abría paso entre los asistentes. Fijándose bien, ambas chicas ni siquiera se parecían tanto, la una era bastante más alta que la
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otra. Juanjo se sintió horrible (“¿Qué tan feo puede sonar esto?”, se preguntó “¿Decir que todos los chinos son iguales?”). Dado que su antiguo puesto ahora estaba ocupado, Susan tuvo que sentarse junto a Jessica. Incluso se hicieron amigas. Juanjo también le pidió el email. Aunque los tres no tomarían los mismos cursos ―ellas se inscribieron en un nivel superior―, a Juanjo le parecieron simpáticas y se propuso mantener el contacto. Y la oportunidad surgió al día siguiente, temprano, durante la orientación académica. Estrecha y mal ventilada, la sala de reuniones acogió a los extranjeros que atenderían detalles sobre los minicursos de diciembre y la organización a partir del nuevo año. Se dio paso a una ronda de preguntas y una persona ―Juanjo identificó a su amiga Susan, sentada unas pocas filas más adelante―, soltó la sugerencia de armar reuniones informales los viernes para charlar y comer. Al hacerlo, sin embargo, no usó la expresión “to have dinner”, sino que dijo “to have catering”. Los organizadores no la entendieron bien y ella tuvo que repetir su propuesta. Al finalizar la presentación, en medio del alboroto, Juanjo no pudo acercársele, pero unas horas después le escribió un email: le dijo que su propuesta era excelente, que él pensaba asistir a las comidas y que ojalá terminaran por organizarlas en un restaurante con precios módicos. Susan le respondió tras unos minutos. Era un párrafo corto pero educado, que le aclaraba que ella no había asistido a la charla de orientación y que seguramente él estaba confundido con alguien más. Este fiasco ocasionó en Juanjo una seria preocupación. Se puso a rastrear en el internet patologías de olvido y confusiones. Aunque su autodiagnóstico al final hubo de resultar ambiguo, se topó con una palabra rara (“prosopognosia”), e intentó convencerse de que padecía de alguna de sus variantes. El azar quiso también que la mañana siguiente divisara a Susan en los pasillos del Aguilar Library, pero esquivó el contacto visual, amedrentado ante el pensamiento de que tal vez no fuera ella. Ahora, en el Starbucks, debía dar con la otra chica asiática, Jessica, a quien solo había visto en una ocasión. Acordaron el encuentro por correo electrónico, en donde también aprovecharon para intercambiar
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números de teléfono. Pocos días antes, Juanjo se había comprado un iPhone. Como no tenía los dígitos de la seguridad social, se vio forzado a dejar un depósito de 500 dólares. Pero en ese instante, en el Starbucks, se alegró de poseer un móvil: dos tercios de la treintena de clientes eran asiáticos. Juanjo dio una vuelta por entre las mesas, sopesándolos a todos con la mirada ―algunos conversaban en grupos, el resto leía libros o atendía sus smartphones―, sin descubrir a su amiga. Cuando se acomodaba en el sillón libre de una de las esquinas, recibió un escueto mensaje en el móvil: “Ya llegué”, decía ella. “¿Dónde estás?”, le escribió Juanjo. “En Starbucks, desde hace 10 minutos”, respondió. “Mierda”, se dijo él, echando una ojeada alrededor antes de escribir: “Yo también estoy aquí. ¿Me ves?”. Juanjo se había levantado y, por suerte, una chica junto a la entrada ―Jessica― también hubo de ponerse de pie. Salieron de Starbucks y en la esquina les llamó la atención la figura desgarbada de un homeless afroamericano, delgadito y harapiento, quien parado junto a un puesto ambulante de hot-dogs aguardaba su turno para llenar su taza de café. “Ayer”, empezó Jessica, “lo vi en el McDonald’s. Le daban también comida gratis”. Juanjo asintió. Él había visto a algunos de ellos, durante las noches, dormir sobre las rejillas por donde escapaba el vapor de los edificios. Cada vez que se encontraba con un vagabundo pensaba en los migrantes de Chunchi. Lo horrorizaba el paralelismo, pero era incapaz de espantarlo. De exorcizarlo. Los típicos migrantes de Chunchi siempre estaban dispuestos al trabajo duro. Eso por una parte. Pero por otra, como el maestro que había sido en Ecuador, Juanjo había conocido diversos grupos. Uno de ellos era el de los estudiantes soñadores, aquellos muchachos que buscarían en Estados Unidos la oportunidad de dominar el idioma y matricularse en la universidad. Meses más tarde circulaban por Chunchi o Riobamba noticias de los que no se habían perdido en el camino, de los que no habían muerto asaltados ni ahogados. Los horarios eran penosos, pero les iba bien. Muy bien, solían decir los parientes. No podría ser de otra forma. Y aunque así lo esperaba Juanjo, al mismo tiempo se veía incapaz de sacudirse sus especulaciones funestas. “Homeless”, volvió a decirse. “Si hay algo inferior a los ‘sin casa’, serán aquellos, los ‘sin hogar’”. Tal vez las familias en Chunchi exageraban el triunfo de
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los otros en la gran metrópoli. Tal vez solo se tratase de un exceso de optimismo o de pretensión. Y por eso Juanjo tenía miedo. Miedo de que la necesidad hubiese obligado a alguno de sus vecinos a embarrarse en las inmundicias de esas urbes tan ajenas a sus páramos andinos. Miedo de visitar la zona roja ―¿existía acaso una en Manhattan?― y descubrir allá a antiguas estudiantes suyas, o de hurgar los rostros de los mismos homeless y reconocer en algunos los aires propios de Chunchi o de Riobamba. Conforme reducían el corto trecho que los separaba de la biblioteca, Jessica le hizo una tímida pregunta sobre sus parientes, y Juanjo hubo de adoptar una locuacidad impropia de aquellos últimos días, en los cuales se había mostrado más bien taciturno. Le contó que su padre había muerto hacía más de veinte años y que ahora vivía con su tía materna y su primo en Queens, en una casita pequeña pero decente que incluso tenía un pequeño patio, un deck. Jessica escuchaba con respeto mientras él se empeñaba en contar detalles sobre su actual casa y su familia. Ingresaron a la biblioteca y mientras ella llenaba el formulario que permitiría el acceso de Juanjo al resto del edificio, él le contó que había nacido en Riobamba, una de las ciudades más frías del mundo, donde el sol salía con poncho, pero a los 17 años, luego del accidente de su padre, había ido a vivir a Chunchi junto a su madre, su tía y su primo Ernesto. El padre de Ernesto, con dos años a cuestas en los Estados Unidos, pagó a los coyotes para traer a su esposa. Así funcionaba el proceso: primero migraban los mayores. Entonces Juanjo se dispuso a contar otras historias insólitas ―“dignas de mi álbum”, se dijo para sí, refiriéndose a su colección de recortes―. Habló de aquella abuela en Achupallas que tenía seis hijos ―todos en Estados Unidos― y cuidaba de 20 nietos, de entre uno y doce años; los chicos mayores solo aguardaban crecer un poco más ―y que los padres en Estados Unidos ahorraran algo de dinero― para ser encaminados, uno a uno, por el sendero del norte. Los ojos de Jessica reflejaban tristeza y asombro. Tomó el pase que le tendían, se lo dio a Juanjo e ingresaron al enorme lobby de la biblioteca. Él no paraba de hablar, atropellado, con movimientos algo bruscos, así que ella hizo un gesto para que ambos se
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sentaran en uno de los sillones y así Juanjo hubo de detallarle la manera en que los coyotes se llevaron al primo, junto a decenas de migrantes, a la costa, antes de hacinarlos por quince días en un pesquero rumbo a Guatemala; le pormenorizó los sustos que Ernesto hubo de pasar con la migración mexicana, enclaustrado en un camión junto al resto, por horas interminables, sin inodoros, con las mujeres usando catéteres y todos haciendo sus necesidades en bolsas plásticas; y después, la desventura del desierto, la llegada a Los Ángeles, y el arribo final a Nueva York. De eso ya eran casi 20 años. -¿Entonces vives con tus tíos y tu primo Ernesto? ―quiso ratificar Jessica. -Con mi primo y mi tía. Ella ahora está separada. Destruir hogares es una característica de Nueva York. Al menos, para quienes venimos de Chunchi. -¿Llegaste como ilegal? ―inquirió Jessica, con cuidado. -No. Tengo visa de turista. Pero me voy a quedar aquí para siempre. Resultaba difícil de creer que le hubiesen concedido la visa. Casi quince años antes, en enero del 2000, la crisis económica había empujado a Juanjo a visitar la embajada de Estados Unidos por primera ocasión. Había jurado largarse. El gobierno intentaba salvar a los bancos con dinero público, ordenando congelar los depósitos y tomando medidas que duplicaron el desempleo. Todo aquel que tuviera un familiar en otro país se marchaba sin pensarlo dos veces, y su tía y el esposo ―aún estaban juntos―, además de su primo Ernesto, lo animaron a viajar a Nueva York. Para Juanjo, los coyotes eran una apuesta demasiado arriesgada, así que reunió sus papeles y se presentó a la entrevista en Quito, en aquel búnker frente a la Casa de la Cultura. Tenía la solicitud de visa en orden, los documentos y la cita, pero gastó toda la mañana esperando su turno. Antes de la primera hora ya se había hecho una idea clara del proceso: nueve de cada diez personas recibían un no como respuesta. La mayoría se marchaba cabizbaja, pero había también quienes lloraban, desplomándose allí mismo, inconsolables. Juanjo evitaba mirar a los ojos a sus compañeros de infortunio. Sentía rencor hacia este tipo de ceremonia iniciática, este bautizo vil, el paso previo
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al camino único e impostergable: recurrir a las artimañas de los coyotes. La antigua embajada no disponía de cubículos separados ―la sala de espera era el lugar donde se realizaban las entrevistas― y, como los funcionarios despachaban detrás de un vidrio reforzado, los solicitantes se veían obligados a levantar la voz. Algunos de los compatriotas de Juanjo, cuyas peticiones de visa eran rechazadas, recurrían a inútiles argumentos para convencer al encargado. En más de una ocasión Juanjo sintió el impulso de taparse los oídos. Lo invadía la rabia y la vergüenza ajena. Recordó un programa de televisión sobre los antiguos romanos. Para ellos, la privacidad no era un inconveniente. Los inodoros eran cuartos comunales con plataformas donde se repartían agujeros para asentar las nalgas. No había división entre puesto y puesto: esa gente hacía sus necesidades delante de los demás. Como tampoco usaban papel higiénico, idearon un mango de madera con una esponja atada a un extremo ―se desconoce si se turnaban la esponja o si cada uno llevaba la suya propia―. Para Juanjo, el imperio estadounidense había adoptado la misma postura en sus embajadas: lo íntimo y vergonzoso quedaba expuesto a la vista de cualquiera. Él entraría en ese juego. Se preparó para tocarles el alma. Contarles, primero, que tenía un padre difunto. Y les hablaría de su familia en Chunchi, en Cañar y en Nueva York, pero ante todo insistiría en los detalles de su trabajo como profesor de literatura. Abundaría en pormenores sobre los sacrificios para terminar sus estudios. No recibió la visa. Paradójicamente, días más tarde los Estados Unidos irrumpirían sin aviso en su cotidianidad: Ecuador adoptaba la dolarización, reemplazando los multicolores billetes de sucres ―con las caras del iracundo Rumiñahui o del insigne Eugenio Espejo― por papeles verdes con rostros irreconocibles ―el de a dólar llevaba la cara de un mofletudo con peluca― y de nombres casi impronunciables. Unos días después, un golpe de estado disolvería el gobierno, y habrían de pasar varios años antes de que Juanjo visitara la embajada estadounidense. Esa ocasión hubo de llegarle en octubre del 2014. Seguía dando clases sobre Homero y Montalvo. Su padre continuaba difunto. Aún estaba soltero. Pero ahora, curiosamente, le otorgaron la visa de turista.
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Se pusieron de pie y, cuando comenzaron a caminar, Jessica le dijo que sus historias resultaban entretenidas. Por el brillo de aquellos ojos agradecidos, él supo que ella decía la verdad. Sonrieron. Ella le anunció que, a cambio de lo que había escuchado, quería contarle anécdotas interesantes sobre su lugar favorito de la ciudad: justamente, la biblioteca en la que se encontraban. Deambularon por el lobby: a un costado, sin llamar demasiado la atención, reposaba la muestra itinerante de un caricaturista del siglo XX. Conforme paseaban, Jessica le contó que a veces la biblioteca se volvía sala de conciertos, y no solo de música clásica. También le dijo que el local permanecía abierto las 24 horas, que incluso mantenía horarios especiales por Navidad y Año Nuevo. “¿Puedes creerlo?”. Juanjo solo asentía en silencio. Ella se atrevió a compartirle que en el octavo piso había una sala de lectura con ventanales en dirección al imponente Empire State. “Leer allí por la noche es un privilegio”, le susurró. Entonces los ojos de Juanjo se posaron en una caricatura de Diego Rivera y alcanzó a decir, tomando a Jessica por el brazo y en una frase corta pero urgente: “¡Él es de América Latina!”. Ella apenas le sonrió. Parecía un comentario inofensivo, carente de importancia. No era así. Juanjo había notado la presencia de una de las leyes irrefutables del universo: el azar. Aquel preciso instante su amiga china se relacionaba, sin saberlo ella misma, con uno de los recortes de su álbum: el que hablaba de Diego Rivera. En aquella nota de periódico, Rivera anunciaba que todos los gringos eran iguales y que por eso los dibujaba idénticos. No le pasaba lo mismo con otros rostros, porque su arte individualizaba mestizos e indios. Juanjo miró a Jessica y trató de captar esas delicadas líneas de la quijada, el contorno de sus mejillas, y por unos segundos hizo un esfuerzo de acopio de rasgos y diferenciación, convencido de que aquellas facciones no estaban destinadas a volverse “agua en el agua”, como decía su querido poeta Borges, sino que eran únicas, “Como ciertos recuerdos”, pensó Juanjo, “O como las noticias de mi álbum”. La intensidad de su mirar hizo que Jessica se sintiera incómoda, y entonces Juanjo desvió la vista hacia el piso. Ella
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aprovechó para proponerle que pasearan por los pisos superiores. Como Jessica era consecuencia de la política de hijo único del gobierno chino, Juanjo quiso empaparse de algunos pormenores. Preguntó si en mandarín circulaban las palabras “hermano” o “hermana” de forma activa, o si eran más bien fósiles lingüísticos. Le inquirió también sobre la vida en un país comunista, y en las preguntas de Juanjo la palabra free se colaba con persistencia: free speech, free content, incluso free spirit. A Jessica parecía divertirle este interlocutor que mostraba un asombro infantil ante sus explicaciones. Ya habían llegado al quinto piso cuando ella hubo de retomar el tema de la biblioteca. Le contó a Juanjo que los espectros paseaban entre los estantes de esos cuatro millones de volúmenes. Se acercaron despacio a la valla dorada, detrás de los pasamanos, que no era sino la separación entre ellos y el abismo, para observar esa caída libre hacia el lobby. Jessica relató sobre una época ―hacía años, cuando no existía valla alguna― en la que los estudiantes se suicidaban lanzándose al vacío. Y Juanjo los imaginó besando el suelo con violencia, tornándose un bulto, un amasijo irreconocible en medio de un desierto de libros. En su mente se dibujó un peculiar bodegón, una postal de valiosos objetos inanimados: un cadáver que hace guardia junto a las novelas de viajes del siglo XIX y reproducciones de atlas renacentistas. -A mí todavía me provoca escalofríos. Soy muy sensible, es como para no regresar, para quedarse estudiando en casa ―prosiguió Jessica―. Y a pesar de todo, una va al piso octavo y ahí espera el Empire State. Juanjo leyó algo en aquella mirada que le hizo sentir que el azar volvía a extenderle una invitación. Retomó el tema de Chunchi, de los niños que crecían sin padres y terminaban por sentir una soledad corrosiva; describió a los adultos que migraban para enviar dinero a los familiares, primero para gastos básicos y pequeños lujos como ropa o teléfonos, pero también para los ataúdes y los funerales de sus hijos. A nadie le había importado demasiado este paraje oculto en la sierra centro hasta que la periodista Marcela Noriega escribió su crónica: “Chunchi, el pueblo de los niños suicidas”. Juanjo recordaba a Noriega. Primero, porque le había parecido guapa. Después, porque le
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llamó la atención su actitud, ese caminar incansable por las calles del pueblo. Una vez en la escuela, fue especial su forma de escuchar los testimonios de los chicos, los parientes y los maestros, aquel gesto suyo ambivalente entre el asombro y la preocupación. Para muchos habitantes de Chunchi, los suicidios se habían convertido en una tragedia común, familiar. Un evento, si bien penoso, imposible de combatir, como las heladas o los terremotos. Pasaron por las máquinas expendedoras de la planta baja, compraron unos refrescos y se sentaron en las mesas junto a la sala de cómputo. Juanjo, quien había retomado su locuacidad inicial, le dijo que dos años antes había empezado clases privadas de inglés con la profesora de Chunchi. Jessica lo escuchó con paciencia, pero tras unos momentos se dio modos de llevar la charla en otra dirección. Al final ambos terminaron por enfocarse en las comodidades del edificio. Ella le aseguró que, tiempo atrás, cierto estudiante chino se había quedado a vivir allí, en la biblioteca, como cuatro meses. Lo habían echado de su apartamento, así que decidió acomodarse cada noche en un sofá o sillón distinto, entre la sala de cómputo y la sexta planta, y ducharse, no más de dos veces semanales, en el gimnasio de NYU de Mercer Street. “¿Cuatro meses?”, repitió él, sin poder creérselo, y Jessica asintió, satisfecha porque ahora era su historia la que conseguía asombrar a Juanjo. “Un día lo descubrieron”, continuó ella, “Y desde entonces hay una ley no escrita que dice que puedes quedarte a dormir aquí una noche, no más. Un trabajador memoriza los rostros de quienes se duermen y no permite que te quedes una segunda vez”. Juanjo quiso apuntar lo difícil que para algunas personas resultaba recordar rostros asiáticos, pero se dio cuenta de que iba a volverse funambulista: el arriesgado caminante que sobrevuela lo políticamente correcto. Le hubiese gustado, de cualquier forma, explicar la historia de Diego Rivera, pero lo único que alcanzó fue a repetir “Cuatro meses”. Era obvio que el estudiante chino carecía de compañeros, de familia a quien recurrir. “Homeless”, pensó de nuevo Juanjo. Cuando Jessica enfiló hacia los lavabos, él hubo de aprovechar esos instantes de soledad para revivir lo que le había ocurrido temprano en la mañana. La forma
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en que su madre, desde el otro lado de la línea telefónica, había empezado con la exigencia de una sola palabra: “¡Arrópate!”. Luego vino el resto de consejos repetitivos: “come bien” o “no vuelvas muy tarde”. Y tras colgar el teléfono, Juanjo había mirado a su primo antes de que la queja se le escapara, involuntariamente, de los labios: “Me trata como a un muchachito”. Mas Ernesto le respondió sin lástima alguna: “Es que te comportas como un muchachito”. Desde que había pisado Nueva York, Juanjo no reconocía más a Ernesto, a ese primo cómplice de los tiempos mozos en Riobamba y Chunchi. La mente de Juanjo trazaba ahora cierta pintura de la vida actual de su primo que, de tener nombre, se habría dado en llamar La frustración. De hecho, fue la madre de Ermesto quien le contó, el mismo día de su arribo, el motivo de aquella conducta: Ernesto habían roto con su enamorada ―“la profe Mària”―, tras siete años de noviazgo. “Siete años” ―repetía la señora― “Si era una gringuita linda. Yo ya me hacía a la idea de que se casaran”. -Como un niño ―continuó el primo Ernesto aquella mañana, horas antes de que Juanjo se encontrara con Jessica―. Y encima lo tuyo es el maldito Alzheimer. Solo vives en el pasado remoto ―se detuvo en la puerta de su propia habitación y giró antes de señalar el álbum de recortes sobre el sofá―. ¿Para qué lo trajiste? Eso no es sano. Y lo otro. Lo de las canciones. Sigues con Soda, con Enanitos Verdes ―tomó aire―. ¡Cerati está muerto, cojudo! Esta es otra vida. ¡Acostúmbrate! A Ernesto no solo le disgustaba la música o el álbum de Juanjo, también le fastidiaban ciertos síntomas que consideraba de vagancia escandalosa, injustificable: por ejemplo, el desinterés de su primo en buscar trabajo. Ernesto quiso conseguirle un puesto temporal en la panadería, pero Juanjo le daba largas con cualquier pretexto. Muy temprano en las mañanas o durante las noches, cuando estaba en el living, Juanjo adoptaba la actitud relajada de siempre: revisaba su álbum de recortes de periódicos y revistas o escuchaba, a un volumen discreto, un CD de rock latinoamericano. Esos días había intentado pasar desapercibido, no fastidiar ni a Ernesto ―normalmente ocupado por su trabajo ― ni a su tía― ausente por su labor de nana en
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Nueva Jersey―, siguiendo el consejo de su madre: “Juanjito, está bien si no quieres trabajar de entrada. Solo asegúrate de no estorbar”. Incluso le pasaba un poco de dinero a la tía ―una fracción de los ahorros que había traído de Chunchi― pagando así su parte del alojamiento. Pero le inquietaba llevar más de una semana en Nueva York sin notar mejoría alguna en la relación con su primo. Durante aquellos días, si Juanjo no estaba tomando el minicurso de inglés para migrantes, solía descubrirse solo en casa. O casi solo. El mismo día de su arribo a Estados Unidos, su tía había comprado un pavo que solía picotear en el patiecito. Igual que Juanjo y su sofá, el ave dormía en un espacio improvisado: una humilde covacha de tablas, con un trozo de zinc a modo de techo. A pesar del aire glacial que secuestraba Nueva York a finales de año, a veces Juanjo se sentaba junto al otro huésped: llevaba su álbum, lo hojeaba un poco y luego se dedicaba a observar la manera en que el animal comía en silencio aquellos preparados tan propios de Chunchi. La tía se había negado a adquirir las fundas que vendían en los supermercados: “Mezcla de qué también será”, hubo de quejarse antes de deducir: “¡Cosa sucia!”; así que había hecho compras en una de los puestos de migrantes de Queens y el ave terminó hartándose ―con gusto― de arroz remojado y morocho partido. Cuando Juanjo se aburría de releer el álbum o de observar al pavo, entonces se refugiaba en el internet o en sus recuerdos. Esa mañana de reproches, antes del encuentro de Juanjo con Jessica en el Starbucks, Ernesto dejó finalmente el living y su primo subió el volumen de La Ciudad de la Furia. Abandonó los recortes en el suelo y se reclinó en el sofá, pensando que extrañaba al viejo Ernesto, al que había sido su compinche en Ecuador. Tal vez su primo no lo quería recordar, pero en su época de adolescentes compartieron la fascinación por aquel extraño hobby del álbum. Fue durante aquellos años en Riobamba que Juanjo empezó a coleccionar artículos disparatados para luego pegarlos en folios que y ordenarlos en una carpeta. Esos recortes se dividieron entre notas de ciencia paranormal ―las lecturas favoritas de Ernesto: encuentros con alienígenas, experimentación con telepatía o levitación― y reportes más
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confiables, a veces incluso de agencias de noticias. A esa carpeta la bautizaron como el álbum. Ernesto no lo sabía, pero durante su prolongada ausencia de Ecuador, Juanjo había añadido un tercera apartado: el de las novedades de Chunchi, difundidas sobre todo por La Prensa o Los Andes. Estas últimas ya no compartían temáticas de aventura o misterio. Pocas eran noticias positivas. Había notas breves y una que otra crónica sobre migrantes y desintegración familiar. Juanjo también conservaba seis avisos mortuorios. Los seis chicos habían sido estudiantes suyos. De entre toda esa amalgama de recortes, el preferido de Juanjo era el primero de la sección “seria”. Aludía a un ruso que, tras subirse a un ferrocarril en el Cáucaso Norte, había invitado a punta de pistola a sus compañeros de viaje a jugar a las cartas. En modo alguno se trataba de un robo. Y el desconocido había terminado por bajarse, como si nada, en una populosa estación antes de confundirse con la multitud, “de volverse agua en el agua”, pensó Juanjo de nuevo, recordando otra vez a Borges. Como aquella, cada una de las historias recortadas provocaba temor o interés. Al empezar la colección, Juanjo tenía 16 años y Ernesto tres menos. Y ahora Juanjo bordeaba los 40. De Ecuador solo le quedaba el álbum y el CD de rock, además de algo de ropa. Estaba listo para labrarse un futuro sin pasado. La mayoría de sus recuerdos, junto a retazos de su vida, habían quedado colgados en las paredes de su habitación, allá en Chunchi: fotografías de paisajes y rostros, una colección de llaveros, manuales de literatura ―para sus clases―, novelas ―siempre privilegió las de aventuras y travesías― y pósters autografiados. Todo se quedó en su sitio. Y sabía que su madre lo iba a mantener así, intocable ―como la habitación de un infante difunto―, esperanzada en que volviese, aunque solo fuera de visita. Porque le había llegado el turno. Ahora Juanjo huía de Chunchi, el pueblo de los niños suicidas. Jessica volvió de los lavabos, pero no se animaron a deambular por mucho más tiempo antes de decidir que había llegado la hora de despedirse. Mientras caminaban juntos hacia el metro, Jessica le hizo un par de preguntas adicionales sobre su familia, y Juanjo se dedicó a una breve reconstrucción de su propia adoles-
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cencia. No tuvo la oportunidad de hablarle sobre sus recortes de periódicos. Jessica entonces intervino para contarle algo personal: su trabajo como voluntaria en un grupo ecologista. Cuando por unos instantes permanecieron sin intercambiar palabras, notaron con alivio que el silencio no era carga alguna. Cubrieron así una parte del trayecto, dejándose envolver por el ruido de la urbe. Juanjo recordaba cierta tarde, hacía muchos años, cuando él y Ernesto imaginaron la posibilidad de conocer a alguno de los protagonistas de su álbum. Les hubiera gustado charlar con aquellos hombres y mujeres que deambulan en el límite de la realidad y la fantasía. ¿Y qué mejor lugar que Nueva York para toparse con gente así? Ya en el vagón se sentaron junto a un hombre que cargaba un perro pequeño. Dueño y animal vestían chaquetas de color oscuro. Jessica acarició la mascota con cuidado, mientras le hacía la conversación a ese neoyorkino de edad madura. Tres estaciones después, ella se aprestó a bajar para tomar su trasbordo, despidiéndose de Juanjo con un abrazo ―a instancias de él―, que resultó algo rígido, y deseándose mutuamente feliz navidad. Se despidió también del neoyorquino, con frases educadas pero breves, y le dio un par de palmaditas finales al perro. “Me gustan los animales”, confesó ella, como hablando consigo misma, mientras le dedicaba un último vistazo a la mascota. “Ya te has encariñado con él”, le dijo Juanjo, sin pensar demasiado en sus palabras. “No”, fue la respuesta de Jessica, con algo de pesadumbre, y completó antes de marcharse: “Si yo ya sé que aquí en Nueva York no hay que encariñarse con nadie”. Juanjo permaneció silencioso, sin resucitar la conversación con el dueño de la mascota, meditando en esas palabras de Jessica que retumbaban en sus oídos a modo de proverbio oriental. Luego saltó a otro pensamiento, y hubo de regodearse con recuerdos de la época aquella de Riobamba, y después reflexionó sobre cierta película, donde el actor Ricardo Darín daba vida a un hombre metódico que alimentaba el mismo hobby suyo: recortar y guardar noticias insólitas de la prensa. Tal vez debería verla de nuevo, esta vez con Jessica a su lado. Entonces se alegró pensando que, en el fondo, pertenecía a una comunidad con intereses comunes. Y
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si Jessica viera el filme, a Juanjo le resultaría más fácil explicarle ese hobby suyo. Sin embargo, Darín también representaba a un hombre solo y resentido, incapaz de renovarse o dinamitar sus costumbres. ¿Acaso como él mismo? ¿Cómo Juanjo? Media hora después había llegado a la casa de su tía en Queens y su mano se posaba sobre la perilla cuando escuchó un “hola” a sus espaldas. Al voltearse, lo esperaba una mujer de enormes ojos azules: -Tú debes ser Juanjo ―lo abordó en español. -Sí, soy yo. -Soy Mària ―se acercó a darle un beso en la mejilla; el otro permaneció pasmado y sonriente.―. No sé si te han hablado de mí. -La profe Mària ―se dijo más para sí, y después de que la otra hubiese asentido, retomó la palabra―. Mi primo vuelve del trabajo como a las seis. -No importa. Solamente tengo que retirar unas cosas ―empezó ella―. Es un poco de ropa y unos discos. Nada más. Juanjo la miró unos momentos antes de terminar por asentir. Apenas entraron en la casa, les llegó el sonido del agua corriendo en la ducha. A Juanjo llegó a extrañarle que su tía hubiese terminado sus labores de nana tan temprano. Miró de nuevo a Mària antes de insinuarle un cumplido: -Hablas bien español. -Viví en Granada hace como ocho años. -¿No eres de Nueva York? -No soy ni de Estados Unidos ―sonrió―. Soy de Eslovaquia. Allá trabajé en una escuela pública. Entonces enfiló hacia la habitación de Ernesto y Juanjo fue tras sus pasos, sintiendo la obligación de encontrarse presente mientras ella hurgaba en los cajones de su primo. -¿Cómo se conocieron? ―inquirió Juanjo y permaneció haciendo guardia bajo el marco de la puerta. -En una salsoteca ―ella lo regresó a verlo―. Pero no te creas. No es que Ernesto sea un gran bailarín. Sonrieron cómplices. Luego ella le echó un vistazo panorámico al cuarto. Una caja medio abierta descansaba en un rincón y algunos de los objetos que sobresalían invitaron a Mària a inspeccionarla.
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-Parece que lo ha dejado todo aquí. Listo ―señaló, algo contrariada; extrajo novelas en español y ropa antes de ordenarlos en un montoncito a lado suyo; luego los acomodaría de vuelta―. También hay algunos recuerdos… ―y desde su posición Juanjo pudo divisar un llavero, algunas postales y un cubo rubik que al armarse completaba fotos en vez de colores. -Yo tengo un enorme respeto por los recuerdos ―dijo él. La otra solo pudo asentir de forma maquinal y, bajo ese trance de recogimiento, devolvió sus cosas a la caja antes de levantarla en vilo. Estaba saliendo de la pieza cuando se detuvo para inquirir apremiada, como si recordara algo importante. -¿Dónde estuviste antes de venir acá? -En Ecuador -¿Pero en qué parte de Ecuador? -En Chunchi -El pueblo de los niños suicidas. -Ernesto te dijo… ―empezó él, pero dejó la frase a medio acabar. -Ernesto me contaba todo ―y ella bajó la vista antes de proseguir camino al living. Juanjo echó una mirada al sofá y, por primera vez, notó la ausencia de los recortes. -Mierda -¿Qué pasa? ―ella se volteó. -Mi álbum. No está. Ella depositó la caja en el piso mientras Juanjo buscaba, con ansiedad creciente, debajo de los cojines primero, en el piso después, y finalmente entre la sábana y la cobija apiladas en la mesa. -No está ―ratificó. -¿Tu álbum? -Tal vez lo tiene Ernesto ―se dijo con temor, sin atender a la pregunta. -¿Me regalas un vasito de agua? Él ni siquiera alcanzó a contestarle: con la soltura de quien se mueve en su propio hogar, Mària ya estaba camino a la cocina. Le asombró que ninguneara su preocupación por el álbum. De hecho, hasta le gustó un poco ese desparpajo. También le resultaba agradable que usara “regalar” de esa manera, junto al diminutivo “vasito”. Sonaba a serrana. Era una compatriota más.
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-¿Y ese pavo? ―soltó Mària, bajo el umbral de la puerta que daba al patio. -Mi tía lo compró a una conocida suya. Alguien que tiene una granja en el Hudson Valley ―Juanjo se paró cerca de ella―. Ambos llegamos el mismo día. Él es un huésped, como yo. Está en ayunas desde ayer en la noche. Ella se dio la vuelta para pedirle explicaciones más extensas, cuando escucharon los goznes de la puerta del baño. Llegaron al living el momento en que la tía, con el cabello aún húmedo y cargando ropa en sus manos, se enfilaba a su habitación. -¡M’ija! -alcanzó a decir, con sorpresa. -Señora ―musitó Mària. Y se miraron con rubor, forzando en algo las sonrisas, como si compartieran un secreto capaz de unirlas o separarlas. Se quedaron quietas, sin saber si continuar allí o proceder a tomar asiento. Pero se habrían sentido fatal intercambiando frases hechas y desabridas, deseándose parcamente “Feliz Navidad”. Ahorrándose elogios. Lo supieron en aquel momento, tras los instantes de vacilación. Se abrazaron con cariño. Y luego, ya sentadas, revivieron la vieja cámaradería, los temas que las juntaban, aquellas particularidades que las habían vuelto mutuamente únicas en sus pequeños universos. *** -Estuve buscando el álbum como loco. Tuve miedo de que le hubieras metido candela. -Solo quise hojearlo ―contestó Ernesto―. Es bien heavy lo que pasa en Chunchi. Hablaron sobre el “Cusumbo” Espín, quien había sido estudiante de Juanjo y primo de uno de los amigos de Ernesto. Había vivido en Chunchi con unos tíos, pero todo fue diferente tras la vuelta de su padre, alcohólico y gruñón, de los Estados Unidos. En su carta de despedida, el “Cusumbo” mencionaba a Juanjo, pero sobre todo agradecía a una de las tías y al primo más joven. La mamá no regresó ni para el velorio. Había hecho ya otra familia en Connecticut. Ernesto cambió la dirección de la charla:
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-Descubrí en tu álbum ese reporte del Argentina ― Ecuador. El de ‘Lupo Presidente’. Juanjo soltó una risotada. -¿Te acuerdas del partido? -Me acuerdo más del barullo ―confesó Ernesto―. Y de que al final me abracé con mis padres. Estábamos hecho un ovillo. Llorábamos con mocos y todo. Yo no entendía gran cosa. No habré tenido más de unos cinco años. -Parte de las imágenes están en YouTube… ―Juanjo buscó en la laptop de su primo el video “1983 (Septiembre 7)”. Durante 1983 las familias de Juanjo y Ernesto alquilaron una casa de dos pisos en Riobamba. Los padres de ambos habían sido futbolistas aficionados y siguieron por televisión los partidos de ida y vuelta de la Copa América. Ecuador ya estaba eliminado cuando llegó el 7 de septiembre. “Era puro trámite”, empezó Juanjo, antes de aplastar el play del video. “Pero era importante para los argentinos. Sólo pasaba el primero de cada grupo y ellos debían alcanzar a Brasil”. Youtube reactiva sus memorias y las imágenes se vuelven un presente perpetuo. Sobre el estadio en Buenos Aires cae una cortina rebelde de papel picado. “Es un golazo el que marca Lupo”, apunta Juanjo. Mi papá lanzó un alarido. Vino mi vieja, que estaba con tu mamá en la cocina, asustada. Mi padre abrazaba al tuyo”. “Y saltaban”, completa Ernesto. Los jugadores ecuatorianos festejan el uno a cero en una esquina del campo, saltando como niños y elevando sus brazos al cielo. “El barullo vino después, con lo de Hans. Pero en el entretiempo ambos no paraban de reírse y de decir palabrotas, sobre todo tu papá. Yo preguntaba si ya se había acabado todo. Faltan 45, decía mi viejito”. Al inicio del segundo tiempo un balón es pivoteado hacia un argentino que descerraja un cañonazo. El estadio vibra con el empate. “Papá soltó una mala palabra. Demasiado bonito para ser cierto, dijo luego, o algo así. Habían pasado solo cinco minutos. Faltaba harto”. Los argentinos toman el balón y lo colocan en la mitad de la cancha. Han olido la sangre y sienten que la presa está a su merced. “Otra crónica de tu álbum hacía una lista de nuestros papelones futbolísticos previos. Si nunca habíamos calificado a un mundial. Dicen que el Tiburón Gallardo se orinó en los pantalones cuando le dijeron
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que debía jugar contra Argentina”. Llueven los centros al área visitante. Llega el minuto 70, la defensa de Ecuador pasa de aguerrida a heroica. Minuto 80, Argentina se vuelve un tsunami, quiere llevarse a Ecuador por delante con arco y todo, borrarlo del mapa, pero se descubren incapaces de anotar el segundo gol. Y entonces ocurre lo imposible. Lupo domina la pelota y corre como un galgo para enfrentar al portero argentino, quien le cruza la pierna. El árbitro José Manuel Orbitre pita penalti. Es el minuto 90. “Más que un grito, fue un rugido comunal. Nuestras viejitas ya se habían sentado para ver los últimos minutos. Seguro que tu mami se acuerda. Nos abrazaron. Hubo besuqueos, corría la saliva, mucho contacto humano innecesario. Todo eso. Te hicieron volar por los aires. Luego tu viejo se fue a la cocina y volvió. Dijo que no podía creerlo. Y regresó a la cocina porque ni quería ver el penalti. Al final papá tuvo que llevarlo de vuelta a empujones”. Los reporteros invaden la cancha, los jugadores argentinos rodean al árbitro, pero José Manuel Orbitre toma la pelota y la coloca en el manchón del penal. El cuerpo técnico argentino y los suplentes quieren evitar que se cobre la falta y deambulan confundidos con los periodistas. Después se impone algo de orden y Hans se para detrás de la pelota. El legendario Fillol, agazapado, lo desafía con la mirada del Cerbero de los abismos. Desciende una silbatina ensordecedora desde la tribuna. “¡Qué emoción!”, atina a decir Ernesto, y luego observa al ecuatoriano correr hacia la pelota, transformarla en un obús y acallar los abucheos del Monumental. Hans Maldonado, el autor del gol, festeja como un poseso. “Tengo clara nuestra celebración. Dábamos vueltas en ronda, abrazados” recuerda Ernesto, antes de continuar: “Los vecinos también gritaron. Ahora que lo pienso, nunca volví a ver a mi padre así de feliz. Quiero decir, tal vez él nunca ha vuelto a ser tan, tan feliz”. Juanjo no dice nada, observa a los albicelestes que llevan el balón al centro de la cancha. Se sienten eliminados, pero la vergüenza deportiva los empuja al ataque. “Los últimos momentos estábamos de pie, esperando el pitazo final”, apunta Juanjo. “Eran los años ochenta. Ningún árbitro daba más de tres minutos adicionales. Mi papá y el tuyo se dejaban consumir por los nervios. Cada pelota que llegaba a nuestra área era medio gol… Y sobre lo otro.
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Estoy de acuerdo contigo. Tampoco recuerdo que mi padre o el tuyo se hubiesen emocionado tanto como aquella vez”. Minuto 94. Ecuador amontona defensas en el área y clama por la hora. Minuto 96. Ecuador corretea cada balón y, cuando lo tiene, trata de esconderlo o de reventarlo lejos. Llega el minuto 98 y, sorprendentemente, el partido no ha terminado. “Para entonces tu viejo y el mío ya trataban a ese árbitro de ratero y de hijo de mala madre”. El partido marca el minuto 99. “Más o menos por aquí anunció tu papi que ese árbitro no iba a pitar el final hasta que Argentina empatara. Era un presentimiento doloroso. Orbitre, después de la joda que se armó por el 2-1, no podía dejar las cosas como estaban”. Minuto 100, el árbitro marca penalti para Argentina. “En este momento, cuando Orbitre hace el gesto y estira el brazo, nuestros padres saltan y gritan, y aporrean el piso y el sofá, y nuestras madres se lamentan como si fueran plañideras, y yo me acuerdo que preguntabas con miedo: ‘¿Es para nosotros? ¿Es para nosotros?’”. Los jugadores ecuatorianos rodean al referí, los periodistas se toman otra vez la cancha. “Mi padre tenía el rostro violeta, contorsionado, quería romper la televisión. Y cuando Burruchaga patea la pelota, mi viejo cierra los ojos. Lo sé porque yo lo estaba viendo. Yo tampoco quise voltearme hacia la tele. Tu papá se fue de la habitación. Vos le seguiste”. “De eso me acuerdo”, confiesa despacio Ernesto. Burruchaga toma una viada considerable. “Hubo un momento corto de plegarias”, interrumpe Juanjo. “De nuestras madres”. “También me acuerdo”, Ernesto sonríe, cómplice. Burruchaga engaña al guardameta y Ecuador no tiene tiempo ni de sacar desde la mitad del campo. El partido termina 2 a 2 mientras el reloj marca el minuto 103. “En la sala sollozábamos como si nos hubieran machacado los dedos. Era como un dolor físico, concentrado en alguna parte pequeña, indispensable de nuestro ser. Hubo por ahí un ‘¡Dios mío!’, no sé si lo dijo tu madre o la mía”. “Recuerdo a mi padre”, comienza Ernesto, “ahogándose en sus palabras, diciendo que nos habían robado. Nos abrazó y nos arrejuntamos como ovillo. ¡Espera, espera! Me acuerdo de algo más. Algo que decías tú. Insistías en que iban a repetir el partido porque habíamos jugado más de 100 minutos y que eso no se valía. ‘¿Verdad, papi, verdad?’, decías”. “¡Ahora me acuerdo!”. “Eras
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terco. Tu papá te decía que no y vos insistías, que sí, que seguro había alguna forma”. “Increíble. Memoria de disco RAM la tuya”. “¿Y qué pasó con Orbitre?”. “Ninguna sanción deportiva, que yo sepa. El Gobierno ecuatoriano le declaró persona non grata. Luego resultó que un hermano suyo era árbitro también y en los 90 fue designado para un partido de Libertadores en Guayaquil. Hubo confusión al inicio, porque se creyó que era el mismo Orbitre del 83. Nuestro honorable Congreso Nacional se reunió de emergencia para debatir un tema que tocaba el orgullo de cada ciudadano decente: ‘¿Aplicaba la declaración de persona non grata también al hermano de Orbitre?’. Y los congresistas decidieron que sí, que nadie de esa jodida familia pisaría jamás suelo patrio”. Ernesto suelta la carcajada. Aunque sabe que es verdad, apenas puede creérselo. *** Sentado en el patio, la mirada ensimismada en recuerdos, con una mano aprisionando una botella de vino y con la otra un vaso de plástico, Juanjo solo atinaba a suspirar bajo la noche neoyorquina. Muy cerca de él estaban el pavo y aquel muchachito de unos cuatro años de edad, con chaqueta gruesa, quien creaba retorcidas construcciones de legos, parchándolas y retocándolas hasta hacerles perder el balance. Danzaba el aire helado envolviéndolos a los tres, pero a ninguno parecía importarles nada más que su propio universo. Un poco antes, Juanjo y Ernesto se habían deleitado resucitando los recuerdos de la Copa América. Esa brisa de felicidad, esa tregua que su primo tácitamente le había declarado, hubo de durar muy poco. Tras mirar las imágenes en YouTube, Ernesto se había marchado a la cocina, donde charló con su madre. Juanjo los escuchó murmurar, sin prestarles demasiada atención. Había recibido un mensaje de texto de Jessica. Ella le reiteraba lo de “Feliz Navidad”. Era breve, pero estaba escrito en español. Habían pasado apenas unas horas desde su encuentro en la biblioteca. En el momento en el que él le devolvía el saludo, sugiriendo que tendrían que verse de nuevo y anunciando que le enviaría al día siguiente una foto de la cena y de su familia, irrumpió Ernesto en el living,
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furibundo, e inquirió en el tono propio de una mente desequilibrada: -¿Le hiciste entrar a la Mària a mi habitación? ―y sin esperar réplica, fue derecho a su cuarto, como si pudiera encontrar allí restos de alguna visita. Al salir encaró a su primo― ¿Cómo me haces esto? Se llevó hasta la caja… -Me dijo que eran cosas suyas ―empezó tímidamente Juanjo. La tía apareció temerosa y se detuvo en la división entre la cocina y el living. -Viene justo cuando sabe que no estoy. Si quiere entrar en mi cuarto, ella tiene que pedirme permiso a mí. ¡A mí! ¿Me entiendes? Juanjo y su tía se enclaustraron en el silencio por unos instantes. -Ok, primo. No es para tanto ―comenzó Juanjo -¿No es para tanto? ―la interrupción fue violenta―. ¿Por qué revisa mi habitación? Por fastidiarme, ¿no te das cuenta? Y tú… ¡Tú deberías estar cabreado con ella! -¿Yo? ¿Por qué? -¡Por solidaridad, pendejo! ¡No debiste ni saludarla! -Primo ―Juanjo tanteaba inseguro, como si las palabras pudiesen explotarle en la boca―, tal vez tienes que hablarle. Arreglar este asunto… -Yo no tengo una mierda que hablar ni contigo ni con ella. Aquí no hay nada que arreglar ¡Nada! El impasse había ocurrido hacía menos de media hora. Juanjo, sentado en el patio, con la botella abierta y con un vaso que en algún momento estuvo lleno, ahora observaba al chico de los legos jugar despreocupado en ese universo suyo donde él era dios y levantaba edificios y hogares monstruosos. Era costumbre que la tía lo cuidara en Nueva Jersey hasta las cuatro, pero hoy era una jornada especial y los padres le habían pagado extra para que se encargase de él por la noche. Hacía no mucho habían llegado para dejarlo en la casa. Era la primera ocasión que el chico visitaba a su nana en Queens. Probablemente, era la primera vez que ponía un pie en aquel distrito. Se había encaprichado en jugar afuera, a pesar del clima. A corta distancia suya y del propio Juanjo, el pavo se afanaba en ubicarse en aquel limbo, en un punto equidistante
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al de los otros, sin permitirse entrar en demasiada confianza. Ernesto ingresó en el patio: -I have orange juice for you ―y le extendió la bebida, pero el chico dijo no gracias y señaló la botella de Juanjo: -What is that? -It is juice. Grape juice. But they were sour grapes. It tastes terrible ―Ernesto hizo un gesto de asco, y luego se dirigió a Juanjo―. ¿Vas a emborracharte frente al niño? -Solo he tomado un vaso ―su voz sonaba cansada. -Es para el pavo ―le recordó Ernesto, antes de entrar a la cocina. -What is his name? ―el chico le habló de pronto a Juanjo, señalando al ave. -No name ―dijo, y añadió en español―. Es mejor así. ¿Sabes por qué? Porque lo vamos a comer. We will eat it ―hizo el gesto de llevarse algo a la boca, antes de retomar el español―. No podemos darle un nombre. Nos resultaría más difícil matarlo ―el chico regresó su atención a los legos, aburrido con el discurso incomprensible del otro. Juanjo entonces dirigió su mirada al ave―. Amiguito pavo, te voy a decir lo que ocurrirá ahora contigo. Mañana es 23 de diciembre. Deberíamos comerte el 24, pero tu tío Ernesto tiene turno. Te vamos a matar a la manera ecuatoriana. No, no te asustes. Ni lo notarás. Sé que tienes sed. Detrás de esa cara inexpresiva tuya, esa de un pavo entre los pavos, o agua en el agua como dice el poeta, yo soy capaz de adivinar tus penurias. Sé que te consume el hambre. El ayuno no te sienta bien, con lo gordo que te ha puesto el arroz remojado. Yo te voy a servir vino ―llenó tres cuartos de su vaso y se lo mostró al ave, quien se aproximó con desconfianza. En ese momento, el chico levantó la vista de los legos―. Un poco para ti ―dejó que el pavo bebiera por un momento, antes de retirarle el vaso y llevarse él mismo un sorbo a la boca―. Y un poco para mí. Así será esta noche. Tú beberás conmigo. Estaremos juntos, como dos buenos compañeros ―mostró el vino al animal, que, tras el gesto previo de retirarle el vaso, ahora se aproximaba temeroso aunque empujado por la sed―. Dentro de un rato te emborracharás. Tu cuerpo va a sentirse inseguro sobre tus patas, caminarás igual que aquellos neoyorkinos vagabundos de las noches,
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los que tienen dinero y tiempo para irse de bares. Y entonces llegará tu hora. En medio de un silencio ritual, te cortarán el pescuezo. No seré yo quien empuñe el cuchillo. Mi mano podría temblar. Será mi tía. Mantente sereno. Antes de decirnos adiós, habrás compartido un poco de alcohol con un amigo. Así debe de ser, ¿no? Tiraremos tu cabeza. Sin asco. Con respeto. Conservaremos tus patas, porque nos pueden servir para la sopa, igual que la molleja y el hígado. Con lentitud te meteremos en una olla de agua hirviendo; tu cuerpo se sumergirá en ese baño purificador por dos o tres minutos. Tu alma, a partir de entonces, estará lista para el viaje final. Procederemos a despumarte, a arrancar las impurezas de ese cuerpo tuyo tan níveo. Luego te pasaremos jabón por el pellejo y te enjuagaremos con mucha agua, como dicen que hicieron con el cuerpo de Patroclo, quien antes de visitar el Hades hasta fue ungido con el divino néctar. Te sacaremos las vísceras y frotaremos tu piel con sal. Descansarás en el sarcófago fresco de la refrigeradora hasta mañana temprano. Dicen que tu cuerpo guardará el sabor del vino, como homenaje a la ceremonia de amistad de esta noche, pero mi tía va a encargarse de potenciarlo inyectándote el celestial icor, la sangre misma de los dioses: ajo, otra variante de vino tinto, sal y aliño. Es receta de la casa, ¿sabes? Mi madre también es una de las guardianas del secreto. El aliño se te frotará por cada rinconcito de tu piel y por las cavidades que la extracción de tus vísceras ha formado. Tienes suerte de estar en nuestro hogar, forastero. Desconocido ayer, amigo ahora. Pudo haberte tocado una de esas granjas industriales. Podrías haber muerto entre sofocos, apiñado a lo inmigrante. Si te hubiese tocado una granja industrial, serías ahora un cadáver frío en un supermercado. No solo puede ser horrible vivir aquí. Agonizar también. Hasta como animal te pueden negar una muerte digna. -¿Qué haces, m’ijo? A sus espaldas, su tía y Ernesto lo observaban desde el portal de la cocina. -Está en un tipo de arrebato ―hubo de intervenir el primo, con lentitud―. Esa música, los recortes. Todo eso lo ha enloquecido. La tía dijo en inglés que la temperatura había bajado y, dirigiéndose al niño, le pidió que entrara en la casa. Pero el pequeño observó el pavo y negó con la
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cabeza. Su nana le dedicó una mirada de reproche y cuando parecía dispuesta a añadir algo más, sonó su teléfono. Hubo de refugiarse de inmediato en el living desde donde se la escuchó farfullar en español. El niño continuaba con sus juegos, mirando de reojo al pavo y al hombre aquel compartir esa bebida roja, ambos envueltos en un silencio ceremonioso. Juanjo descartó ofrecerle vino a Ernesto, aunque hubo de sentir aquella mirada que le caía en la nuca como un arpón. -No puedes andar de inútil acá, primo ―comenzó Ernesto―. Tienes que buscar mujer. Y tienes que olvidar Ecuador. -Tienes que buscar mujer. Y tienes que olvidar Ecuador ―Juanjo remedó esa voz. El chico había dejado de jugar con los legos, capaz ahora de interpretar esos misteriosos sonidos que presagiaban borrasca. La cara de Ernesto sufrió una transformación. Aunque era más joven, siempre había sido el más fuerte. Caminó hasta colocarse en el centro del patio ―el ave retrocedió espantada― para mirar a su primo de la misma manera en que lo hacía años atrás cuando lo retaba a “ser varoncito” con los buscapleitos del barrio. Anunció con lentitud: -Vuelve a imitarme y te reviento el hocico. La tía hizo un reingreso abrupto en el patio y, sin perder tiempo, se dirigió a Ernesto: -Llamó la comadre Rita De un vistazo, Ernesto supo que se trataba de algo serio. -Vamos al living. Cuando estuvieron solos, ella apenas pudo dominar la urgencia: “Me cuentan que al compadre Otilino casi se lo llevan preso”. Ernesto reaccionó con indignación: “¿Preso? ¿Por qué?” “Llegó la hija Marta de visita, y se fueron al Prospect Park. Prepararon ahí un cuy”. “¿Hoy? ¿Con este frío?”. “Hoy mismo, m’ijo. Por ahí pasó gente, los denunciaron porque creían que estaban asando una ardilla”. Ernesto rio antes de preguntar: “¿Y?”. “Que ahí se dieron cuenta de lo que era. Y estaban en un área designada para preparar animales. No les hicieron nada”. “¿Pero entonces no tuvieron problemas?”. “Ellos no, m’ijo, pero ¿y nosotros? ¿Y si necesitamos permiso?” “¿Por el pavo? ¡Ma, es nuestra casa!”. “Lo puedo matar en la cocina. Así evitamos cualquier denuncia”. “¡No mamá! Para eso
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tenemos el patio. ¿Quién va a fregar las baldosas?”. “El compadre Otilino está de vuelta en la tienda. Me paso por allá, aunque sea un ratito”. “Te acompaño, ma. Me faltan cigarrillos”. “M’ijo, Juanjo, mírale al chiquito éste y darás viendo el agua que dejo en la cocina. ¿Bueno? No la apagues, déjale nomás que hierva. Volvemos en diez minutos”. Estuvieron de regreso un cuarto de hora después, y mientras la madre dejaba la chaqueta y el gorro junto a la entrada, a Ernesto le extrañó descubrir que sobre el sofá no descansaban ni la mochila de Juanjo ni su álbum de recortes. Sintió una corazonada y casi corrió hacia el patio. El chico de los legos estaba completamente solo: “¿Y el pavo?”, preguntó en inglés, atropelladamente, y las palabras del pequeño le vinieron a gritos y con mímica: “Free the turkey! He said he was going to free the turkey!”, y conforme lo anunciaba levantó los brazos, como Hans Maldonado, en un gesto alegre, épico, buscando alcanzar la bóveda celeste. Ernesto y su madre hicieron un rápido inventario de la situación. Confirmaron que no faltaba ni dinero ni ningún objeto de valor. Antes de salir y llevarse al pavo, Juanjo se dio tiempo de tomar el pasaporte, su teléfono y su disco favorito. Tuvo el detalle de entrar a la cocina y apagar el agua hirviendo. La ropa la había dejado abandonada, excepto por su calentador y el viejo suéter que usaba para dormir. Ernesto apretó los puños: -Cómo se puede ser tan…Irracional Hubo de hacer una pausa antes de dejar salir esa palabra ―Irracional― porque los recuerdos se le habían arremolinado para, de pronto, formar un conjunto explicativo. Todo era irracional. El sentimiento que aún guardaba por Mària. El pistolero que subía a un tren a jugar a los naipes. Las tumbas de los niños abandonados en Chunchi. Y ahora su primo rescataba al pavo de Navidad antes de escaparse en plena noche, hundiéndose en las entrañas de una ciudad hostil y prácticamente desconocida. Aunque Ernesto atravesó decidido la puerta principal, dio apenas unos pasos hacia la calle antes de detenerse frente a esas tinieblas y ese viento helado que se cernía sobre los pocos transeúntes, picoteándoles las partes descubiertas del rostro. No sabía dónde buscar. Con lentitud dio media vuelta y, sin animarse a traspasar la entrada de su casa, se detuvo para encender
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un cigarrillo. Pensó en la estadía de Juanjo en Nueva York, retrocedió en el tiempo hasta la época en la que ambos compartían casa en Riobamba, y quiso revivir lo de aquella Copa América, a pesar de no albergar más que escasos recuerdos, imágenes dislo-cadas. Luego desfilaron por su memoria los años colegiales y, por alguna extraña razón, se detuvo en las clases de salsa que habían tomado juntos: ambos con cintura robótica, ambos incapaces de seguir el ritmo de esas lecciones que al final resultarían inservibles para conocer chicas en las fiestas del coliseo. Luego recordó la manera en que Juanjo fue su apoyo cuando su padre se marchó a la aventura incierta de los Estados Unidos, y cómo Ernesto había hecho lo mismo por él, devolverle el favor del consuelo, tras la muerte del padre de Juanjo en Riobamba. Para Ernesto, aquel hombre había significado mucho. Él y Juanjo llorarían en un solo abrazo, como dos hermanitos, envueltos por el murmullo de rezos interminables y el sonido apagado que provocaban las viejas mujeres al moverse con esos ropajes de luto, hundidos todos en el penetrante vaho del olor a cirios. Y tiempo después sería Juanjo quien retomaría su papel de soporte principal, animándolo en la noche previa al viaje con los coyotes, mientras la madre ―la tía de Ernesto― se afanaba en coser los bolsillos ocultos de los jeans donde se guardarían los billetes extras. Luego la señora hubo de acercársele con los ojos húmedos para extenderle la bendición materna ―porque Ernesto era como un hijo― y depositarle en la mano una estampita de la Virgen de Biblián, Protectora de los Migrantes. Ernesto le dio una pitada extra a su Marlboro, embargado por una tristeza difícil de reprimir. Luego tomó el teléfono y marcó el número de Juanjo. Nadie del otro lado de la línea. Colgó, sin atreverse a dejar un mensaje. Hubo de pensarlo mejor y volvió a marcar. Tras el timbre, grabó unas palabras en el buzón de voz: “Primo, vuelve a casa. No importa lo del pavo. Todo tiene arreglo. Aquí conversamos… Vente. Te esperamos…”, aplastó el botón de end sin atinar con las frases justas, con palabras que resumieran de forma más precisa tanto sentimiento. Eran casi las dos de la mañana y Ernesto hacía guardia adormecido en la silla del living ―los padres del chico de los legos se lo habían llevado de vuelta a Nueva
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Jersey y la propia madre de Ernesto se había retirado a dormir como a las once―, cuando sonó su smartphone. La pantallita anunciaba una llamada de su primo. Un ligero temblor se adueñó de sus dedos al estirarlos y tomar el aparato. Antes de contestar, respiró profundo. A lo mejor resultaría imposible convencerlo ―su primo era orgulloso y porfiado―, pero Ernesto estaba decidido a usar las palabras necesarias ―incluso a apelar a los recuerdos― para persuadirlo de que éste era su hogar y de que la familia debía permanecer unida.
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La agonía de los héroes Justamente por la época en la que Magnus tenía problemas en la oficina, su esposa comenzó a presionarlo con los detalles para la organización de la fiesta. A eso hubo de unirse el extraño comportamiento de su hijo, Johan, inoportuno con sus historias sobre el profesor de español. Al principio, los comentarios de Johan flotaban aislados durante la cena, el único momento de la semana laboral en el que coincidían los tres. Lo usual era que el chico mantuviese una actitud de oyente, sin tomar iniciativa. Pero aquellas jornadas habían sido excepcionales, y ahora Johan no paraba de referirse a aquel profesor nuevo, a su desenvoltura, a las bromas que hacía a los alumnos, a lo bien que tocaba la guitarra e interpretaba a ese tal Bob Dylan. Su madre le prestaba algo de atención. Magnus lo obviaba, aunque soltando un comentario por aquí y por allá, más para mantener la armonía en la mesa, para hacer sentir importante al chico. Luego vino el fin de semana en esa cabaña perdida cerca de Gol. Desde que salieron de Oslo con las luces del alba hasta que se sentaron los tres a la mesa de roble para el juego nocturno de naipes, Johan se las ingenió para hablar de su tema favorito. Y por la mañana del sábado, tras desayunar con rebanadas de pan y queso de cabra, dejó en el aire otro comentario halagador sobre su maestro. Fue durante la segunda noche, en la privacidad del dormitorio, que Linda hizo saltar sus dudas: ―¿Se nos estará volviendo gay? Magnus, desatento, no alcanzó ni a sonreír. Ella se abalanzó a echarle los brazos al cuello, burlándose de su propia pregunta primero y lanzando después un comentario adicional. Él ahora no la escuchaba muy bien. Ella repitió, paciente: “Es la edad. Seguro que es la edad”. Magnus asintió, aunque sin ahorrarse el inciso, conforme se acomodaba a un lado del colchón: “A mí no me pasaba a su edad, me parece”. ―¿Y qué hay de Øyvind? ―ella estaba junto a su oído y el olor a crema humectante comenzaba a disgustarlo. Era una marca nueva. Será hasta acostumbrarse, pensó él. ―Mejor no hablar de eso ahora.
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―¿Entonces cuando? Mi cumpleaños es el 23. ―Maldita costumbre la tuya de arruinar un fin de semana ―Magnus se retorció en el colchón, poniéndose la almohada sobre el rostro y sujetándola con ambas manos, para luego echarse con el peso del cuerpo sobre el hombro derecho. Sin mediar palabra, y con la parsimonia de quien tiene todo el tiempo del mundo, Linda tocó dos veces, con su índice, el brazo de su esposo. Él ya saldría de su submarino, de esa almohada que no podría esconderlo largo tiempo. Dos años antes, y tras una buena temporada ausente, Øyvind había reaparecido en la ciudad. Incluso se instaló en el cuarto del sótano. En su intento por regresar a la existencia sin jeringuillas, hubo de conseguir un trabajo a medio tiempo de cajero, dedicándose el resto de la jornada a hacer de au pair de Johan. También visitaba grupos de apoyo. Celebraron Navidad los cuatro juntos. Johan aún lo recordaba leyendo e inventando historias, haciéndole cosquillas y llamándolo Pato Donald. Magnus pasaba más tiempo en el trabajo y como su esposa insistía en enfocarse en el negocio de los cinturones y los bolsos, Øyvind recibió algunos encargos adicionales. Comenzó a retirar a Johan de la escuela, e incluso fue a verlo durante la presentación anual de Poesía y Teatro Infantil. Øyvind, el tío de cara avejentada, delgado como fideo, había aparecido aquel día en camisa de mangas largas, y al final del acto los amigos de Johan admiraron y comentaron ese cuello tatuado. Le preguntaron por los dibujos, y si le había dolido, y si tenía más tatuajes. Claro que los tenía, dijo Øyvind. Se arremangó ligeramente la camisa, para mostrar esos brazos como palos de escoba, aunque cuidándose de no dejar al descubierto las cicatrices de los pinchazos. Algunos padres, a la distancia, miraban la escena con algo de aprensión. Øyvind replicaba con ingenio a las preguntas de los chicos y cada marca indeleble de la tinta en su pellejo se resolvía con una broma. Después de eso, un orgulloso Johan no paró de hablarle en el camino de vuelta a casa. Pero un día el tío desapareció. Fue una mañana de lunes. Se llevó un poco de ropa y dejó escrito un breve recado que Magnus y su mujer destruyeron tras leerlo en silencio. Durante aquellos días, a Johan le costaba dormir. Inquiría por el tío solo para recibir
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contestaciones evasivas. Finamente, había aceptado que esta historia tenía algo de oscuro, de doloroso, y decidió tragarse las preguntas para siempre. ―Ni siquiera sé cómo ubicarlo ―mintió Magnus, quitándose la almohada del rostro, pero sin volver la vista a su mujer. De hecho, sabía que, si comenzaba sus averiguaciones entre los voluntarios del centro, se toparía con alguna dirección temporal. Ellos ubicaban bastante bien a su gente. Conocían los lugares que frecuentaban. Sus hábitos. *** Magnus recordó que en algún rincón de la cabaña se escondía una pelota. No pudo disimular una mueca de malestar. Representaba la continua decepción que Johan le había producido todos estos años: su desidia hacia el fútbol. Magnus se preguntaba, con algo de angustia y mucho de rabia, si en los recreos de la escuela algún muchacho conversaba con su hijo. Cuando él mismo era niño, consideraba raro a cualquiera que no jugara con una pelota. Él y Linda habían dormido mal. En sus sueños, ella pateaba y se movía violentamente, aunque sin permitir que sonido alguno saliera de su boca. Magnus, inútil en situaciones así, apenas la admiraba. En esas penumbras. En el silencio de la alcoba. En la intimidad. Y quiso imaginarse el tipo de pesadilla: ahogamiento en un lago, tal vez. O una lucha de Kung-Fu. Paulatinamente, Linda dejó de moverse. De nuevo la respiración acompasada. ¿En qué soñaba ahora? ¿En el mismo lago, ahora desde la orilla? Aquel día la paciencia de ambos era escasa. El frío matutino de Gol no resultaba óptimo para encenderles ánimo alguno, y tampoco fue de ayuda la llamada recibida por Magnus: debía dirigirse inmediatamente a Trondheim y resolver los problemas de la sucursal. Linda se comunicó con Erlend, su hermano, que casualmente visitaba a su propia familia política en un lugar no muy lejos de Gol. Erlend tenía un chico casi de la edad de Johan, y tras unos instantes de charla, acordaron que los primos pasarían la tarde juntos. Erlend podía recoger a Johan a las tres y conducirlo de vuelta a Oslo antes de las nueve.
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En la mesa del desayuno, entre las pausas para masticar la tostada y tomar sorbos de leche, Johan se puso a describir más peripecias del profesor de español y sus fantásticos dibujos con marcadores: sobre el flamenco, sobre el maíz, sobre los viajes por la Patagonia. Linda y Magnus se miraban de reojo. Tal vez no había sido solamente la mala noche que habían experimentado. Tal vez fue el cúmulo de las llamadas telefónicas, el estrés, el repentino cambio de planes en una cabaña de fin de semana que debería, como un templo, guardar los rituales del descanso. A Magnus se lo notaba fastidiado, incapaz de disimular. Linda fue un poco más lejos. Interrumpió: ―¿Eres solo tú el que habla así del profesor éste? Entonces Johan la miró como si no entendiera. Fueron segundos muy breves. Luego su rostro se puso colorado, como si hubiese visto junto a sus padres algún desnudo en la televisión. Intentó explicarse entre balbuceos, atropelladamente: ―Sí… No sé… Creo que los otros también. Es por la barba, creo. Tiene un corte especial… ―Ya lo has dicho ―cortó el padre con voz cansina―. Solo aquí, a los lados, ¿no? ―con el índice y el pulgar de la izquierda, se señaló las dos comisuras de los labios antes de dibujar una línea por todo el mentón. ―Sí ―volvió la vista a su plato, con la cara a punto de reventársele. Por unos momentos el comedor fue invadido por el roce de las cucharas con la loza. La madre se puso de pie para llenar de nuevo la jarra de jugo. El chico parecía a punto de llorar. ―Seguro que luego no tendrás tiempo para hablar de lo que tenemos que hablar ―Linda rompió el silencio, rellenando los vasos. ―¿Y de qué tenemos que hablar? ―inquirió Magnus, dándole las últimas estocadas a un poco de chorizo. ―De la lista de invitados a mi fiesta. Magnus suspiró con resignación, abandonando los cubiertos sobre el plato. ―Si te vas una semana, no nos queda mucho tiempo para planear ―insinuó Linda, antes de llevarse un sorbo de jugo a la boca―. Que no sean más de diez o doce. Podría venir Arne Martin con Lupita, además de
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Ane, Kristian, Marit, Claudia y su nuevo novio. Invitar a los de siempre, ya sabes. ―El tío Øyvind era súper ―dijo de pronto Johan, con voz algo quebrada. ―¿Súper? ―Magnus se volvió hacia él, irritado ante el pensamiento de que el chico espiaba sus conversaciones―. ¿Súper? Te humillaba en el Tetris. ¿Ya te olvidaste? Johan volvió su vista al plato, luchando de nuevo por contener las lágrimas, mientras la madre le pedía que comiese en paz. Magnus empezó a sentir cierto resquemor hacia sí mismo, pero mantuvo la mirada de reproche. El chico no solía intervenir en las conversaciones de los adultos, que ahora quisiese hacerlo fue interpretado como un desafío. ―Pero a lo mejor, claro, te gusta que te humillen. ―¡Magnus! ―Linda encaró a su esposo, tomando un instante después la mano de su hijo, que descansaba sobre la mesa. ―Creo que todos estamos hipersensibles hoy ―se levantó del asiento―. Voy a empacar. Provecho. La verdad es que no había mucho qué meter en la maleta. Decidió que lavaría la poca ropa que llevaba en el hotel y se encerró en el cuarto de la tina. Con paciencia, vio como se llenaba de agua caliente, y cuando estuvo lista se preparó para descansar una media hora. En la sala su mujer había sintonizado alguna estación con música de los setentas. Cerró los ojos. No estaba muy seguro de cuánto tiempo había pasado cuando escuchó golpes en la puerta. ―Johan se ha marchado ―Linda entró en el cuarto, cerrando la puerta tras de sí. ―¿Ya son las tres? ―Magnus se incorporó, asustado, como si despertara de un sueño. ―Son las doce y media ―ella lo tranquilizó, sonriendo―. Mi hermano no podía venir más tarde. ―Johan ―empezó Magnus, dejándose cubrir por el agua de nuevo―. A veces no sé qué pasa con él. Ella permaneció en silencio. Él continuó: ―No sé por qué nos salió tan suave. Hoy casi se pone a llorar. ¿Lo viste? ***
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En Trondheim le esperaban intensas jornadas de trabajo. Llegó a la sucursal para empaparse de los problemas con los directores regionales y, sobre todo, con los trabajadores. Hubo tres reuniones de cónsultoría legal, y su equipo para el jueves en la noche tenía la certidumbre de que todo se solucionaría más pronto que tarde. Entonces pudo decidir su vuelta a casa con un día de adelanto. Llamó a Linda, aunque sin participarle que llegaría el viernes. Tampoco esta vez se encontraba Johan en casa. Y tal y como había ocurrido el martes por la noche, ella volvió a mostrarse algo misteriosa. ―¿Tiene que ver con Øyvind? ―quiso él adivinar. ―¿Por qué todo tiene que ver con Øyvind? Tras esto Linda insistió en que todo estaba en orden. Que ella y su hijo la pasaban de mil maravillas. Y que si tanto le importaba Øyvind, debería él mismo tratar de ubicarlo, porque a lo mejor necesitaba su ayuda. El tono de Linda no lo animó demasiado. Era como si ambos tuvieran una conversación pendiente, por eso se alegró de regresar un día antes. El tren del aeropuerto lo dejó en el centro de Oslo cuando aún no daban las tres. Cruzó presuroso la estación, sin regresar la vista a los inodoros públicos. Hacía un poco más de dos años que había llegado la policía a su casa para informarle que, en los servicios higiénicos de la estación, habían descubierto a un heroinómano, probablemente su hermano, y que los acompañara al hospital porque su estado era grave. Unos días después Øyvind se mudaría al sótano de la casa. Magnus se detuvo en un Narvessen para comprar un sánduche y se marchó dándole vueltas con el pensamiento a esa pequeña e inofensiva fobia de huir de cualquier baño público, desarrollada a partir de lo ocurrido con su hermano. Tenía miedo de empujar una puerta sin que ésta cediera, atascada por el cuerpo de alguien. Sonrió con pena. Quiso limpiar su mente de esas imágenes y se dedicó a rumiar sobre su trabajo. Tal vez la próxima ocasión lo mandarían a Mongolia. ¿Era allí dónde estaba el Gobi? Le gustaría meterse en el desierto y sentir esa soledad placentera. Recordaba la historia de un colega suyo mucho más joven, Christer, quien había resuelto algunos problemas con una compañía californiana antes de colarse en un templo de
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Dios sabía qué culto New Age. Fue por pura curiosidad, le escribió Christer, semanas después. Y además le confesó algo definitivo: de aquí ya no me mueve nadie. Este tipo de improvisaciones seducían muy poco a Magnus. Imaginaba un templo en California rebosante de hippies, de drogas y de hábitos insalubres. “Piojosos”, escupió mentalmente, mientras pasaba junto a un músico callejero en la Karl Johans Gate. Por regla general no veía el rostro de los drogadictos y vagos que abundaban en el centro. Otra pequeña y divertida fobia; tal vez no quería descubrir en esos ojos desesperados las variantes de sus propias penurias y problemas; o quizás, simplemente, buscaba evitar el recuerdo de su hermano. Encontró una banca en el Slottsparken y ahí se puso a devorar su sánduche, lamentando no haberlo acompañado con un refresco. Tras terminar, se quedó unos minutos observando el ir y venir de la gente. Aunque tenía las llaves, golpeó antes de entrar a casa. Su mujer estaba en la cocina preparándose un bocadillo y dejó escapar una interjección de sincera sorpresa. Magnus besó a su esposa y le leyó el rostro: supo que algo no andaba del todo bien. ―Es Johan ―dijo Linda. ―¿Qué pasa? ¿Dónde está? ―Tal vez no sea nada ―insinuó―. Ya sabes cómo son los chicos de hoy. ―¿Dónde está? ―insistió él. ―Afuera, jugando en el parque. ―¿Qué pasa? ―Se está orinando en la cama. *** El misterioso Øyvind, que nunca hablaba de su pasado ni de sus mejores amigos delante suyo, le enseñó a montar en bicicleta. Johan se lo pagó actualizándolo en las tendencias musicales y en los videos de moda. Cultivaron el hábito de mirar YouTube por las tardes. A Øyvind le deprimía que ciertas canciones hubiesen sido escuchadas 30 millones de veces sin que él se diera ni por enterado. En algunas ocasiones, cuando la oscuridad traía el frío, Johan se arrimaba en el pecho de Øyvind para abrazarlo. Incluso insinuó que quería tener tatuajes, pero su tío se lo prohibió tajantemente. “¿Ni
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del Pato Donald?”, preguntó el chico. “Ni de él siquiera”, escuchó como respuesta. Alimentaron otras rutinas, como divertirse con el Tetris o disfrutar de las sesiones con los cuentos. Øyvind leía en voz alta de una colección de mitología griega adaptada para niños. Luego inventaban secuelas, moldeaban a los personajes, discutían sobre aventuras alternativas y acordaban un único final. Cierta vez, Øyvind le mencionó sobre la agonía de los héroes. Dijo que los personajes de tinta, igual que los seres humanos, cometían errores. Algunos eran capaces de aprender la lección después del primer o segundo fallo. Otros se inclinaban por la mala costumbre de acumular la carga, jornada tras jornada, hasta alzar una torre inestable que terminaba por sepultarlos. Y agonizaban hundidos bajo toda esa mugre de equivocaciones, su repertorio personal de problemas y deudas. Temeroso, Johan le preguntó si había héroes capaces de sobrevivir al derrumbe. No pudo interpretar la mirada que entonces le devolvió su tío. De hecho, de aquella boca solo salió la duda misma: “No estoy seguro”. Pero las hazañas que llegaron a imaginar nunca concluyeron con eventos trágicos. Tras superar las pruebas, el héroe era reconocido como tal por su familia, por las polis y por los reinos. Hasta los dioses lo amaban. Øyvind nunca se quejó de esos finales. Tras su partida, la lectura de los cuentos recayó en la madre de Johan, pero ella no resultaba tan divertida inventando secuelas. Aquella costumbre de leer y construir hubo de disolverse poco a poco. *** Magnus miró como si no la entendiera. Ella lo tomó de la muñeca hasta llevarlo al aseo. ―Se ha orinado en la cama las últimas cinco noches ―Linda metió las manos en la lavadora y sacó parcialmente unas sábanas húmedas―. Las meto en la máquina cada mañana. Toda la semana, Magnus. Sin falta. El parque no era más que un terreno verde, comunal, que los chicos de las casas vecinas, además de los que vivían en los tres bloques aledaños, utilizaban para jugar fútbol. Había que bajar por la calle y llegar hasta la explanada. Le resultó extraño ver a
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Johan en pantalones cortos. El muchacho apenas salía en bicicleta con algún amigo del barrio. Además de eso, de jugar al Playstation y, últimamente, de hablar sobre su profesor de español, Magnus no le conocía ningún hobby. Aquella tarde llevaba también una gorra, aunque no hacía sol. La mirada de Johan se encontró con la de su padre cuando éste ya estaba muy cerca del tizado del campo. Sorprendido, el chico se le acercó corriendo: ―¿Te vas a quedar, pa? Mira que voy a hacer un gol. Magnus tomó aire para responderle, pero su hijo fue más rápido. ―Creo que el equipo no es bueno, pero a lo mejor hacemos al menos un gol. Magnus sonrió y quiso decirle que se tranquilizara, que guardara energías para cuando le tocara perseguir el balón. Pero el muchacho era una metralleta, y no le dio tiempo ni de lanzar al viento un monosílabo. ―No todos pasan bien la pelota. Eso ya no es mi culpa. Entonces Magnus cayó en cuenta de que algo andaba mal. Observó los ojos del muchacho: esa mirada la había visto antes. Pero no en Johan, ni en él mismo. La había visto en Øyvind, hacía tantos meses, cuando tras un trago de ron le confesó que tenía miedo de las recaídas. La había visto también en Pilataxi, casi quince años atrás, cuando Magnus no era más que un bachiller que había hecho el voluntariado en Ecuador. Aquella historia, curiosamente, tuvo lugar durante un partido de fútbol. Jugaban cada semana en una cancha de tierra de Latacunga. Tomaban bolos y granizado en la pausa; cervezas y hallullas tras los encuentros. Ocurrió durante una tarde sabatina. Después del primer gol, el equipo contrario debía quitarse la camiseta y finalizar el partido con el torso desnudo. Pero un jugador nuevo, Pilataxi, se había negado. Pilataxi, quien no habrá tenido más de 18 años comenzó a sentir la presión de los otros jugadores. Primero fueron burlas inocentes; Pilataxi se negaba, con una sonrisa. Entonces uno de los jugadores del equipo de Magnus ―el más viejo de la cancha― le exigió que respetara las reglas. La negativa de Pilataxi apenas se hizo escuchar. Otros dos jugadores terminaron por aproximársele, soltando en el camino una lluvia
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insultos. Pilataxi retrocedió unos pasos y solo en aquel momento quedó claro que cedería. Ya para entonces Magnus estaba convencido de que iba a presenciar algo desagradable. El costado derecho de aquel cuerpo cobrizo mostraba marcas como de látigo. Ante la expectación y el asombro, Pilataxi explicó que su padre lo había golpeado con un cable de teléfono. Permanecieron mudos, respetuosos. Y Magnus observó los ojos de aquel chico, de quien solo recordaba su apellido ―Pilataxi―, y descubrió la encarnación del terror y la vergüenza, del miedo y la humillación, todo dibujado en sus ojos y en ese dubitativo titilar de lágrimas que se resistían a caer a modo de defensa primitiva, como quien reivindica que al fin y al cabo no había sido su culpa. Que se trataba de un acto reprobable y que ocurría seguido, pero que jamás, de ninguna forma, ni por palabra u omisión, había sido culpa suya. Johan tenía esa misma mirada. ¡Dios!, apenas alcanzó a pensar Magnus, quince años más tarde, al otro lado del planeta y en otra cancha de fútbol. Su chico lo miraba como si esperase recibir, de un momento a otro, una bofetada inmerecida, un golpe con un cable de teléfono. Cuando se dio cuenta, Magnus estaba a punto de llorar. Quiso esconder la cara, se pasó la mano por los ojos, luego por el mentón. En medio del parque, a pesar del griterío de los muchachos, del desfilar de los adultos, sintió la soledad seca, aplastante, de un desierto que no se puede rodear, ni ceñir, y más arena que la cancha de tierra de Latacunga quiso atragantársele en la garganta. A él, que acaba de solucionar un enorme entuerto laboral en Trondheim, le asaltó ahora el miedo a quedar desorientado e indefenso frente a Johan, este otro acertijo. Quizás su esposa tampoco estuviera preparada para enfrentar aquellos retos que quebraban a muchachos tan frágiles como él. Tembló, pensando que no dejaría de orinarse en la cama, que tal vez aquel muchacho que ahora lo veía con extrañeza estuviese trizado para siempre. Magnus aspiró profundo. Quiso ahuyentar el sobrevuelo de aquel mal que parecía irremediable... ―¿Pa? ―inquirió Johan, tembloroso. La pelota, impulsada por otro de los chicos golpeó su pierna, pero él apenas regresó la vista.
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Magnus ofreció sus ojos enrojecidos a Johan, y luego los desvió hacia su derecha. Linda bajaba por el sendero. Aún estaba algo alejada para observar el rostro de su marido. Conforme la miraba acercarse, Magnus trató de recordar la última vez que había largado el llanto. Doce años atrás, luego de la mudanza de Samantha, cuando ésta lo había dejado por un amigo del barrio. Entonces lloró como una Magdalena junto a una ración inacabable de whisky. Quizás ahora estaba a punto de terminar con algunas costumbres. Una de ellas, la de llorar con poca frecuencia. Y otra, la de hacerlo en solitario.
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La verdad de las verdades Tengo controlada la clase. Cuando me quedo sin material para compartir, echo mano de mi habilidad para la improvisación. A veces empujo a los alumnos a discutir sobre fútbol, a veces los ayudo a reconstruir sus propias historias familiares: al fin y al cabo, todos tienen a alguien viviendo en Alcobendas o en Queens; y todos, desde luego, conocen ―aunque tiendan a idealizar― anécdotas de albañiles o de cuidadoras de ancianos. Pero mi dominio sobre la clase es más profundo. Reparto sabiduría y la atesoro. Pongamos que el tema del día son las oleadas migratorias. Primero me ciño al libreto. Luego ofrezco a mis estudiantes la propina, aquel trocito de conocimiento ausente del Plan de Enseñanza. Si alguien menciona los casos de menores de edad que, tras el exilio económico de sus padres, se han quedado a cargo de hermanos más pequeños, complemento mi respuesta con temas colindantes: las cifras de abandono escolar, el número ―jamás será exacto― de abuelos que cuidan de nietos, la estadística ―jamás será exacta― de suicidios juveniles. Añado, asimismo, detalles concretos sobre esos pueblitos andinos donde la mayoría de los varones adultos ha huido al extranjero. Entonces, en el momento menos esperado, dejo caer la frase que normalmente provocará la diferencia, no en los exámenes de fin de curso, sino en sus vidas cotidianas. Afirmo en castellano y en el idioma original: “Otros te querrán a ti tanto como tú los quieras a ellos”, o “Imaynatan munanki chaynallatataq munasunki”. Como si nada, prosigo con los datos científicos y genéricos de las migraciones. La mayoría de los estudiantes suele intercambiar miradas de confusión. Esos son los borregos. Sin embargo, otros han sido zarandeados por la consigna. Sus ojos brillan de complicidad. Lo mío ha sido un regalo, un proverbio quechua, un modelo aplicable a todas las culturas y situaciones, pero son ellos quienes deciden si atesorar o no mis palabras. Ése ha sido el límite de mi generosidad, cinco o seis verdades descollantes que reparto discretamente durante el año académico. Me gustaría compartir con
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mis futuras clases la última certidumbre, la clave que da sentido a la existencia de la injusticia y la estupidez humana, más yo misma la ignoro. Es posible que alguno de mis viejos instructores la sepa a conciencia. Hasta puede ser que me haya sido concedida la gracia de escucharla. De ser así, no he sabido hackear el código, librarme de mi vellón de borrega. Durante las madrugadas, cierta duda alimenta mi insomnio: uno de mis alumnos ha camuflado el secreto a modo de pregunta retórica. Y entonces sus palabras, envueltas en un contexto descuidado, han llegado a ocultar a mis oídos la verdad de las verdades.
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Postales para ciegos The thought sent to you, lost in lostness (…) in the swarming land of sad dogs Dane Zajc
Vi que Frances se inclinaba frente a la grabadora para cambiar la cinta, y aunque lo hizo sin una mueca de reproche, era obvio que mi manía de escuchar Chico Buarque comenzaba a ahogarla. La vi de espaldas. Admiré su cabello lustroso, que llamaba la atención sin acudir a los extremos: ni corto a lo recluta ni largo a lo Rapunzel. ―Quemé mis navíos ―dijo antes de reemplazar a Buarque por un artista de su propio terruño, de aquellos que cantan rock & pop en inglés. Ella ya estaba camino a la cocina reprimiendo en su boca otro gesto, este sí de una sonrisa, y disfruté siguiéndola con la mirada. La primera vez que intercambiamos sonrisas y miradas fue, justamente, en El Anticuario Dickens. Aunque me daba la espalda, pude identificarla como a la gringuita de mi clase de Literatura Andina. No muchas chicas de intercambio van a esa clase, se requiere un dominio del idioma y los extranjeros suelen optar por cursos más relajados. Durante unos veinte minutos mantuve cierta distancia, observando disimuladamente los libros que elegía. No me decepcionó. ―No te olvides qué día es hoy ―volvió de la cocina, sacándome de mis ensoñaciones, y antes de ir al cuarto de baño me dio un beso corto, seco―. ¿Vamos al cine? ―Mejor a cenar. Bamboleó las pestañas a lo Dietrich en El angel azul ―a ambos nos había fascinado la película―, esperando algo más. ―Mi presupuesto apenas cubre la cena ―mentí, mientras tejía en mi cabeza la opción de agasajarla con un libro, pero seguro ella ya adivinaba mis intenciones. ―Yo te voy a escribir una carta ―dijo, y se encerró en el baño. La carta tampoco era una sorpresa. La costumbre surgió gradualmente y tenía vínculo con nuestro primer encuentro, aquel en que, embelesado, la estuve observando a la distancia. Dicen que el Minotauro cretense era un ser
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único. Lo mismo ocurría con esta otra minotaura, la gringa sin cuernos ni cola de vaca. Aquella vez en El Anticuario Dickens, cuando decidí que mi juego de espionaje a las obras que ella elegía era estéril, concentré mi atención en los volúmenes y obras gastadas que se ofrecían a mi alrededor. En medio de ese mar de papel di con un náufrago de cubierta azul: traducciones de cuentos latinoamericanos al inglés. Por un error de inventario o de algún lector negligente, el ejemplar había terminado en la sección equivocada. Apenas lo abrí me topé con una postal. La hice girar entre los dedos, extrañado: justo en medio del relato al inglés de Cartas de mamá. Como El Anticuario Dickens compra textos de segunda mano y los vende a precios de estudiantes (la mitad de mis libros provienen de esa mina) es frecuente descubrir en sus entrañas la huella de los antiguos dueños: dedicatorias, líneas subrayadas o comentarios al margen. Pero era la primera vez que yo daba con una postal. Había sido escrita por Randi (¿mujer? ¿hombre?) para una tal Ann Kristin Bjørke (así, con esa ”ø ”: un melón sacrificado con una daga), que vivía en Noruega. Randi, curiosamente, escribía en español (para practicar, decía en una de sus líneas). La postal mostraba una pintura que no podía ser sudamericana. Confirmé mi impresión tras revisar la estampilla y, sobre todo, al leer la escueta explicación tipográfica en inglés: el cuadro colgaba en el Museo Nacional de Belgrado. ―Así que este libro viene con sorpresa. Salí de mis reflexiones con brusquedad. Y me costó un par de segundos volver al laberinto de estantes con libros que es El Anticuario Dickens y digerir la referencia, tal y como me pasaría semanas después con su comentario sobre Chico Buarque; tal y como me pasaría tan seguido con ella, en esos casos en que o no sonreía o sonreía a medias, y la gravedad de su rostro contrastaba con la ligereza y el tono juguetón de sus palabras. Creo que me sonrojé antes de asentir. Se presentó. Frances, dijo. Tuvo la buena idea de recordarme que éramos compañeros en las clases de Literatura Andina. Volví a asentir, pero ahora con la firme decisión de ser más locuaz. ―¿Qué libro es? ―señalé el texto grueso, de color marfil, que llevaba en las manos.
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―Lo voy a comprar ―fue su anuncio, antes de alargármelo―. Aunque de esta colección ya he leído algunos. La casa de Asterión es hasta ahora mi favorito. La casa de Asterión, repetí para mis adentros, sin disimular mi complacencia. Si esa charla entre ella y yo hubiese sido literatura, un mero martilleo de palabras, y la vida de Frances hubiese sido masa de fábula, no habría sabido si catalogar el encuentro como muestra de lo extraño cotidiano o, directamente, como ejemplo de lo fantástico. Pero lo que me pasaba era la vida, así que quise interpretar mi fortuna como una señal del cielo. El cuento dice que Asterión no sabe leer, le recordé, y que lo lamenta porque en su laberinto las noches son largas. Sonreímos ambos. Esa fue la primera vez. Nos amamos siete noches más tarde. Ella fue la primera que me vio desnudo: sin un mísero trapo para cubrir estos huesos flacos, confesé yo. Sin un libro colgándote de la mano, dijo ella, entre risas. Sin la mochila en tu espalda, burro cargado de sabiduría, completó. Cuando me mudé a su departamento, en el mío se armó un Afganistán: ¿desde cuándo el niño vive con la novia?, aullaban a la luna. Desde que tengo 22 años, respondía más para mis adentros, porque tampoco estaba en la posición de transformarme en contestatario: mis padres me financiaban la universidad y, esos meses en específico, también mi trabajo con la tesis. Con el tiempo Frances y yo descubrimos que la mejor estrategia para comunicarnos era por escrito. Cualquier problema de convivencia ―y surgieron un par de asuntos más o menos delicados― fue incluido en nuestras misivas. Intercambiábamos al menos dos por mes. Así los días se volvieron semanas y la cotidianidad me dejaba pequeñas marcas de trascendencia. Aquel día que empezó con una cinta reemplazada de Chico Buarque y con un recordatorio de mi minotaura sobre la importancia de la fecha, terminó como yo había sugerido: en un restaurante. En el intermedio, Frances había asistido al curso de Literatura Andina (allá ya no podían contar con mi presencia: estaba metido de lleno en la redacción de la tesis), y entiendo que ella leía algo de la antología de cuentos latinoamericanos en inglés, aquella de la postal de Belgrado (Frances no soltaba opinión alguna sobre
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los textos, por cierto). Yo, mientras, aproveché para visitar a mis padres con un bulto de ropa sucia. La madre de Isabel Casante me dio su teléfono. Quiere que la llames, soltó Frances, casi como si nada, catando un sorbo de vino barato. Exhalé con frustración, negándome a creer que ese tema me perseguía hasta en la celebración mensual de nuestro aniversario. La señora ni siquiera vive en el país. Le dije que no podía darle tu número sin tu permiso. Me dio el suyo. Estuvo aquí por tres días y ya se iba hoy. Frances, al tanto de que la situación me provocaba arcadas, me tomó de la mano. Es una mujer muy simpática. Le fascinó que yo fuera gringa. Y no dijo más. Pero no me perdí en la lectura de sus ojos. Gritaban: anda, habla con ella. Isabel Casante, a quien yo no había llegado a conocer del todo, era una pobre chica del segundo grupo de Teoría Literaria. Como yo, tomaba las clases por puro deporte, porque ya había completado los créditos académicos para iniciar la tesis. Un par de meses antes, ella y otros chicos habían ido de vacaciones al litoral. En algún momento, un poco borrachos según la versión extraoficial, se habían metido al río, y a Isabel la había llevado la corriente. La encontraron dos semanas más tarde. Irreconocible. La madre vivía en el extranjero y tuvo que venir de inmediato. Según me contaron, fue ella la que pidió los exámenes de ADN. A pesar de las prendas de vestir y de cierto dije, se resistía a creer que ese cuerpo hinchado, carente de los dientes frontales ―dicen que habrá chocado contra rocas―, estigmatizado con las flores violetas de los múltiples hematomas, fuera su hija. Estaba segura de que había un malentendido. De que su Isabel se encontraba viva; quizá vagando entre la maleza, en estado de confusión. Pero la verdad era una sola, y las pruebas la confirmaron. El Consejo de la Facultad había tomado algunas decisiones. Estuve presente como delegado estudiantil ―somos dos con ese estatus; hay también los representantes docentes, además del decano―. Se ordenaron flores para el entierro y una esquela en el periódico. Hasta ahí, todo bien. Pero a uno de los profesores, una semana más tarde, se le ocurrió que Isabel podía obtener el título post-mortem de licenciada.
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Recuerdo que cuando me lo contaron, yo estaba en el puesto de cervezas del vecino chileno, frente a la facultad. La noticia me congeló la mano, y el vaso quedó a medio camino entre la mesa y mi boca. Repítemelo, se lo pedí a mi amigo, con calma. Y el vaso volvió a la mesa, sin cumplir su función, su viaje final, ese destino de péndulo para el cual ha sido concebido. El título de licenciado se obtiene después de terminar la tesis. El proceso de escribirla empieza con la presentación de un plan que la mayoría de veces es rechazado en dos o tres ocasiones, antes de dar paso a la presentación por capítulos, la gastritis, las reuniones con el director, las pulidas y repulidas de páginas, el insomnio, la aprobación del conjunto, las gotitas de valeriana y la defensa oral. Es un proceso que, con disciplina y perseverancia, lleva de enero a diciembre, aunque las crueles estadísticas demuestren un promedio de casi 3 años. E Isabel ni siquiera había recibido la aprobación de su plan. La sugerencia del profesor era sui generis, y los cuchicheos se tomaron con rapidez los corredores de la facultad. Antes de discutirse en el Consejo, alcanzó los oídos de la familia de Isabel. Pero esa propuesta era puro aire. Sin respaldo, se volvía un deseo, como la construcción de un mundo irreal, semejante a suponer que Isabel continuaba viva y medio amnésica, alimentándose de raíces. Yo me concentraba en palabras plasmadas en papel: en los textos de lectura de mi tesis, en las cartas de mi minotaura. Justamente en esos días me mudé al departamento de Frances y me embelesaba admirando su figura en la alcoba, leyendo boca abajo. Aquello era lo que más contaba en mi pequeño universo. Tomé algunos días antes de sondear a mis compañeros y descubrí una mayoría dispuesta a homenajear a Isabel, a obsequiarle un minúsculo reconocimiento a sus aptitudes académicas. Había otra banda, más reducida en número, que privadamente me contaba su escepticismo. Y yo sentía un cosquilleo cada vez que escuchaba esa causa dicha a media voz. Lo había discutido en múltiples ocasiones, sobre todo por intermedio de nuestra correspondencia, con Frances. Otorgarle la licenciatura a la difunta le parecía un acto de humanidad. A mí, uno de injusticia. Mi opinión comenzó a causar urticaria en los pasillos de la
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facultad y consiguió llegar a los oídos de la familia de Isabel. Un tío ya había preguntando por mí. Después, un primo. Ahora era la madre. En los días siguientes, tras mi cena de aniversario con Frances, me mantuve muy ocupado. Ella intentaba no interrumpirme: proseguía con su lectura del texto de cubierta azul. La veía usar la postal como separador de páginas. Yo visitaba alternativamente la biblioteca de la universidad y a algunos profesores en sus oficinas. Junto a un par de ellos reflexionábamos sobre el caso de Isabel. Con algunos compañeros, otras tardes, conseguíamos que las cervezas se volvieran un lazo de unión para rumiar libremente sobre las dificultades de nuestras investi-gaciones. Y cierto día la secretaria de la Facultad me llamó aparte y me alargó un papel doblado (que yo enviaría a la basura sin abrir un par de minutos después): Se contactó conmigo la madre de Isabel Casante. Aquí está su correo electrónico. Dijo que si era mejor para ti, puedes escribirle. Apenas atiné a asentir, marchándome de inmediato y pensando que alguien le habría soplado a la señora mi predilección por expresarme en lenguaje escrito. El Consejo iba a reunirse en dos semanas, había que tratar el tema y yo sentía solo confusión. Era como leer un libro bajo el influjo de la fatiga acumulada ―en esos días me sentía secuestrado por la investigación de la tesis―, cuando el esfuerzo por comprender se desvanece a pesar del mar de cafeína en el que uno ha tratado de ahogarse. Curiosa sensación, aunque vinculada a Isabel era más consistente y aprensiva que con la tesis misma. Sin embargo, con Frances aquellas jornadas fueron especialmente felices. No puedo decir que cada día era una experiencia nueva, o el degustar de un vino distinto o esos clichés fosilizados. Teníamos nuestras rutinas (escribirnos cartas, respetar nuestras horas de lectura, escuchar cintas al empezar el día), pero no solo nos habíamos acostumbrados a ellas, sino que las aceptábamos con regocijo. El caso de Isabel de a poco terminaba en segundo plano y apenas lo mencionamos el día mismo de la reunión. Fue aquel día cuando conocí a la madre de Isabel. Una mujer castaña, bajita, que se había arreglado con cuidadosa dignidad. Se parecía mucho a la difunta: será por eso que me estremecí al darle la mano.
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Cordialmente intercambiamos impresiones por un par de minutos. Y durante la sesión, el Consejo incluso le cedió la palabra. Mi recuerdo de aquel día no incluye ni sangre, ni gritos ni crujir de dientes. Eso sí, hubo sus momentos algo dramáticos (sobre todo cuando la madre leyó su discurso), además de algún comentario sentimental, burdo, de cierto docente, y la mención de algún lugar común. Yo no hablé mucho. La verdad, lo poco que tenía que decir lo reservé para el final. Me vi obligado a advertir al Consejo que conceder una licenciatura postmortem carecía de precedente alguno y que cualquier indicio de ilegalidad debía ser remitido sin demora al Tribunal Universitario. Al final de la sesión, Frances se acercó en silencio (el Consejo había sesionado en audiencia pública, y ella había estado presente) para mirarme como si fuéramos unos desconocidos. Observé a mi minotaura primero con diversión, después con inquietud: ella escarbaba una pregunta con sus ojos. Escarbaba en mí y parecía no encontrar nada. ¿Qué?, solté, algo insolente. Pero permaneció igual, callada. Insistía en mirarme como a un extraño. Creo que en mis ojos no halló lo que buscaba. O supuso que era temerario escarbar hasta el fondo, no lo sé. Tal vez imaginó que no había gracia alguna en perderse en mi laberinto. Que no valía la pena llevar la madeja y vagar de un pasadizo a otro. Cómo hubiera deseado que me escribiese una carta sobre lo que entonces pasó por su mente. *** Ocurrió ayer por la noche. Estaba ya acostado, con la televisión encendida para matar el tiempo― tal y como ha sido el hábito impuesto por esta vacuidad de los últimos meses―. Decidí dar paz al control remoto tras toparme con un programa de documentales. Y el que mostraron era sobre un criminal en serie ―estadounidense, contemporáneo―. Un degenerado cuyo delito más notorio había sido el secuestro de una familia de tres ―una joven pareja con un niño pequeño― a quienes mantuvo como rehenes. Durante el lapso de una semana, había filmado un ritual de tortura psicológica y mutilaciones. Tras su identificación, el atacante había sido arrestado en Canadá. Pero por causa de cierta ley,
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Canadá no podía deportar a ningún ciudadano a Estados Unidos si éste corría el riesgo de enfrentarse a la pena capital. Sin embargo, los fiscales estadounidenses habían recurrido a algunos trucos formales para conseguir su extradición. El asesino llevaba ya algunos años en el corredor de la muerte. Su fin era próximo. Apenas finalizó el documental, fui asaltado por un ataque de pánico. Ha sido el primero de mi vida. Me puse de pie y comencé a caminar de un lado a otro del cuarto, poseído por un demonio. Mi respiración, desquiciada, no me pertenecía, y a pesar de mis aspiraciones rápidas y angustiosas, el aire se había vuelto espeso, negándose a llenar mis pulmones. Las manos se me cerraban y abrían sin control, y sentí un miedo sin riendas, el miedo de quienes son empujados al océano sin saber nadar. ¿Y por qué hubo de poseerme el terror? Por culpa de un pensamiento absurdo. Por un recuerdo. Una vez, mientras vivíamos juntos, encontré a Frances escribiendo una carta. ―¿Otra para mí? ―inquirí ilusionado. ―No ―levantó la vista, y supe que no mentía, que era algo serio―. Ayer fueron a la universidad unos chicos de derechos humanos. Nos hablaron de la pena de muerte en mi país y al final nos dieron una lista de prisioneros y sus cárceles. ―¿Le escribes a un desconocido? ―me sorprendí. ―Nos dieron información básica de cada uno ―lo dijo casi disculpándose―. Dónde nacieron, o lo que estudian o hacen en la cárcel, y sobre todo nos hablaron de las irregularidades en sus procesos. Uno de estos tipos fue arrestado en Canadá y deportado a Estados Unidos para enfrentar la pena de muerte, a pesar de que lo prohibía la ley. Yo le escribo para decirle que no sé qué crimen cometió, ni me importa. Solo quiero darle ánimos y asegurarle que lo trataron injustamente. Eso fue todo. Frances no volvió a mencionar una palabra sobre el asunto. Ignoro lo que escribió en esa carta. No sé tampoco si incluyó su dirección de remitente. Ni siquiera puedo garantizar que era el mismo delincuente que aparecía en el documental. Pero me acuchilló la angustia. ¿Y si era el mismo? Y fue ahí cuando de un salto me levanté de la cama y me puse a caminar sin control. Especulé con cierto extremo oscuro: que ambos aún mantenían correspondencia. La
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imagen mental comenzó a estrangularme: veía a ese infeliz recibiendo las cartas de Frances, y a ella leyendo las respuestas con satisfacción, y hasta con algo de ternura. Y yo sin nada. Sin un renglón suyo desde hacía tantos meses. A pesar de todo el papel que había gastado en ella. Los sobres que con el pasar de las semanas se volvieron más y más delgados ―no era agradable escribir a alguien sin recibir respuesta―. Tantas veces tratando de explicarle algo que ni yo mismo creía: que aún podíamos ser amigos. Que solamente quería saber si estaba bien o no. Que por favor me dijera algo. Y hasta había roto nuestro antiguo pacto implícito a la aversión tecnológica. Le escribí un email. Aún espero respuesta. Luego del susodicho ataque de pánico, supe que no podría conciliar el sueño. Necesitaba tranquilizarme, pero no quería llamar a mis padres, ni a nadie en mi país. En éste, en cambio, tengo pocos conocidos (aunque Frances esté tan lejos y tan cerca), y me hubiera avergonzado despertarlos. Me gustaría que Frances me escribiera, porque ella es única para mí, y yo fui único alguna vez, y aquí mi mente parece perderse y las noches son largas. Para matar el insomnio, abrí mi caja de zapatos y me puse a revisar fotografías y cartas. Esto es lo único valioso que me traído conmigo, junto con algunos textos de El Anticuario Dickens. Me dijeron que el dinero de la beca me alcanzaría para todos los libros del pensum y hasta para comprarme ropa. Mañana, lunes, voy a comprarme uno de esos cursos de idioma con discos. Me gustaría hablar un poco mejor el inglés, así sería más fácil hacer amigos. Y lo inesperado empezó a tomar forma, gradualmente, hoy por la mañana, mientras proseguía mi lectura de viejas cartas, la mayoría relacionadas con Frances. Recordaba su rostro en esas fotos que, a Dios gracias, no tienen el color sepia que haría de este recuerdo más ajeno y doloroso. Cuando me incorporé para buscar en el estante algún libro que exorcizara los fantasmas del pasado, mis ojos aterrizaron suavemente sobre un náufrago con cubierta azul. Un conjunto de traducciones de cuentos latinoamericanos al idioma de los bardos. Coincidencia, pensé. Era el único libro en inglés que había comprado en El Anticuario Dickens.
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Había empacado al texto para que me acompañara en mi exilio voluntario. Era una muda compañía, porque no lo había abierto en meses. De hecho, la única vez había sido la primera: aquella en el laberinto de la tienda de libros. Aquella vez en que la postal ―en su nueva función de señalador de páginas― estaba junto al cuento Cartas de mamá. ¿Seguiría todavía en el libro? Lo abrí, ansioso. La postal descansaba en su interior, abrazada por las dos últimas hojas de la antología. Frances había leído íntegro el texto. Sonreí tristemente al descubrir que no habíamos tenido ni tiempo de comentarlo. Tomé la postal entre mis dedos y, con perplejidad, con miedo ―¿Tal vez a lo desconocido? ¿Tal vez al ridículo de la malinterpretación? ¿De la impaciencia?―, y al fin, con emoción, hallé una pequeña variante. Junto a la firma de Randi, ahora estaba un número de teléfono. Era la letra de Frances. La cifra empezaba con 001, que es del discado directo a los Estados Unidos. ¿Qué hacía allí su número? Las causas no importaban. Las consecuencias, sí: ésta no podía ser una coincidencia. Era una señal del cielo. Tenía que hablar con Frances. Y con esa consigna en la cabeza hoy, nueve de la mañana, fui a un teléfono público. Me dije que no le sorprendería escucharme: ella bien sabía que ahora yo estudiaba una maestría en Nueva York (eso, claro, en el supuesto de que hubiese leído mis cartas y mi último ― y único― correo electrónico). Pero tal vez no. Tal vez Frances quemaba mis cartas sin abrirlas, y escupía y apaleaba las cenizas antes de echarlas al wáter. Tal vez solo leía con alegría las cartas del otro, del habitante del corredor de la muerte. Temblaba al poner la tarjeta en el aparato. Temblaba al apretar los números. Y cuando escuché el timbre del otro lado de la línea, me asustó mi carencia de un plan preestablecido, de una excusa razonable. Me aferraba a un simple hola y a la suposición de que la charla empezaría a fluir. ―Hello? Me quedé cortado, casi seguro de que esa mujer no era Frances. ¿La madre? ¿La hermana? Contuve la respiración con una fugaz sospecha: tal vez mis nervios me impedían identificar su tono, su dicción, su aliento.
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―Who is this? ―la voz se elevó a un nivel inesperado. Pensé en colgar. Había urgencia en esas palabras, como si aguardara a que yo, desde el otro lado, le confirmara una esperanza. No era Frances, pero por un instante creí reconocer esa voz. ―¿Isabel? ―suplicó la mujer, y ya no tuve dudas de quién era ― M’hijita, ¿eres tú? Colgué con violencia, muerto de miedo. ¿Qué hacía su teléfono en la postal? Escrito de puño y letra de Frances. Vieja idiota. Si Isabel estaba bien muerta. ¡Me dio tanta rabia! Cerré los puños: si tuviera uñas crecidas, me habrían sangrado las palmas. Me dirigí hacia el parque. Quería golpear los troncos de los árboles hasta despellejarme los nudillos. Vieja estúpida, yo no era el culpable de que su hija borracha se hundiera en el río. De que no hubiera terminado ni el plan de tesis. Quería lanzarme al agua fría, a este pequeño lago artificial que tiene el parque. Con ropa y todo. Yo no era el culpable de nada. De nada. Y ahora sigo aquí. No me he lanzado; conservo la ropa seca. Para tranquilizarme, me perdí mirando los patos. Eso fue al principio. Hace diez minutos que saqué de la maleta el libro de la cubierta color de náufrago, y desde entonces no dejo de manosear la postal, con mis dedos y con mis ojos. Una postal viva, viajera, que ha estado en los Balcanes, en Escandinavia, en América Latina y ahora en Estados Unidos. Miro al cielo de la postal, de esa pintura de una tal Milena Pavlovic Barilli, un cielo que es ajeno y parece dispuesto a abrirse, a regalar una señal, justo a la derecha, detrás de ese árbol desnudo y solitario, imagen de esa muerte lenta que es el otoño. He leído nuevamente lo que Randi le contaba a Ann Kristin. Sus líneas finales: No olvides escribir, chica. Ya sabes que cuelgo tus postales en la nevera. Pues parece que su amiga no tenía la misma costumbre. Y por un instante tengo el impulso de escribir a esta Ann Kristin. De preguntarle por Randi. De recordarle que debe contestar los mensajes desde Belgrado.
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Tiempo de gracia Aunque tenía comprado el pasaje a Estados Unidos desde hacía semanas, recién fue durante aquella noche, y en medio de la fiesta, que Manuela quedó convencida de que extrañaría su país. No iba a echar de menos los lagos ni las montañas, ni el locro con queso, pero sí los domingos de fútbol, a sus amigas, y ciertas particulardades irrefutables y pintorescas, como el hecho de que en Quito existiesen siete licorerías por cada farmacia, o de que el aguardiente de caña fuera más barato que la leche. Justamente esa noche parecía que el alcohol potenciaba su ingenio, pues de su boca no dejaba de fluir un chorro de tonterías que divertían a Paco, cuya yugular se inflaba con cada arrebato de risa. Para cuando sus carcajadas terminaron por extinguirse, Paco ya estaba decidido a tomar el riesgo, y deslizó la yema de su índice por aquel otro antebrazo antes de tomar a Manuela por la cintura. Afuera caía la noche. En la reunión se había pasado de la euforia del rock y el whisky barato, a una música de ascensor, a la caña manabita, a los bocaditos de salami y a los cigarrillos. Manuela besaba esos labios por primera vez, pisaba esa casa por primera vez ―supuso que era de los padres de aquel otro muchacho, el de cabello ralo y dientes torcidos que, con su argot futboleros, intentaba impresionar a Cecilia―. No eran sino seis, contando también con Paola, que en un rincón un poco apartado se pavoneaba frente a otro desconocido. Embebidos en sus propias conversaciones, solo Manuela y Paco notaron a la cincuentona que, enfundada en una camisa de dormir de llamativo tono naranja y con la cabeza sumergida en un aparatoso gorro elástico, descendía por la escalera de caracol. Su intento de pasar discretamente hacia la cocina fue saboteado por una lluvia de saludos cortos. La mujer murmuró en respuesta algunas frases antes de abrir la nevera de golpe, buscando terminar lo antes posible con lo que parecía una tarea desagradable. Manuela, quizás influida por el whisky, imaginó a esa mujer como a una persona de jerarquía insignificante. Una tía solterona, tal vez. O una empleada doméstica. Animada por su última broma y ya con sus brazos rodeando el cuello de Paco, bajó la voz hasta susurrar
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como un arroyo en el oído del otro, en aquella oreja irrigada por la indiscreta yugular: -¿Quién es esa vieja ridícula? No podía saberlo entonces, pero Manuela iba a recordar a Paco por su respuesta y no por aquella saliva con sabor a whisky ni por la yugular escandalosa ni por el suéter con el diseño de Doraemon. Porque lo suyo fue escuchar la contestación de Paco y sentir una bola de fuego que le arrasaba las entrañas. -Esa vieja ridícula es mi mamá. Y usa el gorro porque tiene cáncer. A sus diecinueve años Manuela simpatizaba con el ateísmo, resultado lógico de la enseñanza persistente y desatinada de un colegio de monjas. Y mientras Paco se deshacía del abrazo y Cecilia se les acercaba para proponer el final del juego ―atestiguando, sorprendida, el movimiento brusco del muchacho― a Manuela le hubiera gustado creer en Dios, en una divinidad justa que la fulminara ahí mismo, exigiendo a la Tierra abrir sus entrañas, arrastrándola hasta el fondo, librándola de la vergüenza y, sobre todo, de aquel recuerdo que tal vez había arribado para quedarse, para morderla y perseguirla por siempre. Ya en el automóvil, Paola, sentada tras el volante, preguntó con decisión: -¿Qué le hiciste al Paco? En el portal, él había evitado despedirse de Manuela. -Nada. -¿Qué pasa? ¿Le quisiste agarrar el paquete? La sonrisa de Paola disimulaba el caos, y Manuela negó con la cabeza. -Bueno. Ya no importa ―Paola la observó en el espejo retrovisor― Igual, en Gringolandia te vas a encontrar hombres de verdad. No como estos tipos. ―¿Ya sabes cuándo te vas? ―intervino Cecilia. -En tres semana. Un jueves, exactamente. -Rica vida ―soltó Paola. Las tres sonreían. Una hora más tarde Manuela preparaba el sofá, lista para pasar una nueva noche en la casa de Cecilia. Compartieron confidencias y afinaron el plan del día siguiente: los boletos para la semifinal contra el América mexicano estaban vendidos, y el único proyecto razonable era levantarse temprano y auscultar la reventa en los alrededores de Casa Blanca. Revivieron el partido
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jugado días antes en el Azteca, cuando miraron los minutos de compensación, el tiempo de gracia, tomadas de la mano. Cecilia se atrevió a mencionar a Paco, y Manuela fue arrancada de su ensueño. Solo pudo balbucear una frase imprecisa sobre lo anómalos que podían ser los hombres. Tragada por la oscuridad, ya sin compañía y con los ojos clavados en el tumbado, Manuela se puso a hacer un resumen de su particular semana sórdida, antes de que en su cabeza le desbordaran las imágenes de su madre, tal y como ella solía verla, hacía muchos años, en la televisión. Entonces no sabía que era su mamá. Se entretuvo enfocando su rencor en aquella mujer que seguramente se veía, incluso ahora, joven y bonita. Sangre de su sangre. Y su pensamiento se relamió en la parentela cuencana, desconocida para ella y distinguida para todos, de bautizos y confirmaciones con almuerzos en hoteles de lujo. También eran sangre de su sangre. Dudaba de si todos en esa rama de la familia conocían de su existencia. Los abuelos, con certeza. Y uno que otro tío viejo, tal vez. Se echó hacia un lado, cerrando los ojos, obligando al sueño a presentársele. De la madre, aquella damita de buen ver que vivía en la misma urbe, carecía de cualquier recuerdo personal. No se la habían presentado todavía, aunque la Gorda le había participado de cierto detalle: antes de su tercer cumpleaños, la madre la visitó un par de veces. Hubo lágrimas, pero también algo de distancia. De frialdad. Creo que disimulaba, completó la Gorda, intentando que la anécdota finalizara de forma menos lúgubre. Al fin y al cabo, ambas veces vino con el esposo. Pero estaba clarito, se alegraba mucho de que estuvieras bien. Nunca había intercambiado una palabra con su madre. Y a ella, a Manuela, tampoco le interesaba conocerla. Menos ahora, a pesar de que la rumiaba con terquedad, pensándola tal y como aparecía en la vieja época de la televisión, con sus mismas pestañas largas y cierto aire de familia, indefinible, en el rostro. Esa mujer que luego decidiría hacer carrera en la radio y a la cual evitaba escuchar en la programación de los fines de semana. Nadie sabía lo de ella, lo de su madre, excepto Cecilia. Para el resto (y para ella misma hasta los 10, cuando se enteró de la verdad) se había
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alimentado la fábula de la madrecita abnegada que viajó a Madrid a inicios de 1991 para buscar un futuro mejor. Se revolvió incómoda. Su mente la llevaba a mirarse a sí misma, pequeña e indefensa, en una plataforma de tren, aferrada a las faldas de su madre. Sus ojos albergan el pánico que nacía de encarar a la muerte. Y aunque ahora era capaz de imaginar la sitúación y por ende controlarla, durante un tiempo esa misma escena la había perseguido en sueños. Se sentó en el sofá antes de sacudir la cabeza, exorcizando la memoria, admitiendo que la batalla contra el desvelo estaba perdida. Se puso de pie para vestirse despacio. Comprobó que su reloj marcaba las once. Al acercarse al dormitorio, encontró la puerta a medio abrir. Aun así golpeó con suavidad: -Tengo que volver. Donde Paco ―Manuela habló en susurros, cuidándose de no despertar a los padres de su amiga, en el cuarto contiguo―. ¿Me acolitas? -¿Ahora? ―Cecilia la miró desde la penumbra y comprendió que se cocinaba algo grave―. A ver. Dame dos minutos. *** Tomaron el trolebús. Cecilia hablaba con entusiasmo sobre el partido contra el América mientras la otra, sonriente, respondía con puros monosílabos. Cuando se hizo el silencio, Manuela pensó que le gustaba de Paola y Cecilia esa independencia suya y sus constantes muestras de desprecio a los peligros de Quito. Ahora eran dos chicas que al rato recorrerían las calles a medianoche. Le vino a la memoria que sus compañeras del curso de inglés habían respondido, en una encuesta, que nunca saldrían a una cita amorosa si el chico no disponía de auto propio. Querían ser retiradas y devueltas a su hogar como princesas en carrozas, bromeó Manuela, y nadie en el curso encontró gracioso el chiste, ni siquiera cuando lo tradujo al español. En otra contestación de la misma encuesta, la mayoría del curso descartaba el taxi como una posibilidad de transporte. A Manuela se le ocurrió algo, pero aquí prefirió ahorrarse la burla. -Hoy me acordé del libro ―soltó Manuela. -Ahora ya no sé si hice bien en regalártelo ―le dijo Cecilia.
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-Al menos ya no tengo esos sueños. No se por qué aparecía el tren. Yo nunca he tomado tren. Solo trole. -¿Querías que apareciera un trole? Manuela permaneció en silencio. Dos años antes, por Navidad, Cecilia le había regalado un librotestimonio de Tadeusz Borowski. Entre varias desventuras, Borowski narraba la de cierta judía-polaca a quien le había sido revelado, durante el trayecto a un campo de concentración, que las mujeres solas eran capaces de salvar la vida si eran aptas para el trabajo, mientras que las madres con hijos terminaban, junto a los pequeños, en la cámara de gas. Y cuando el tren llegó a su destino, ella pudo observar a la distancia, confundiéndose con el viento, la cicatriz oscura de la muerte que se empeñaba en teñir el cielo azul de Auschwitz. En medio de los vozarrones, ella se dirigió hacia la fila de mujeres solas, aferrada a su instinto de supervivencia. Evitaba mirar a los costados, pero sobre todo a sus espaldas, y no por miedo a aquel folclor antiguo que tan bien conocía su gente, el de convertirse en estatua de sal; tras sus pasos una marea humana, casi inabarcable, vaciaba los vagones. Pero era por ella misma que no regresaba a ver. E intentó contenerse incluso cuando aquel niño, cuya voz tan bien conocía, había sorteado los bultos, valijas y todo ese muro de piernas que, para su tamaño, eran casi barrotes. Y gritaba mamá. Con claridad. Mamá. Mirándola a ella, quien persistía en su andar rápido, secándose ahora los ojos, ahogando el llanto en la garganta. El chico aún chillaba al darle alcance, al aferrarse como araña a su pierna. Y la mujer quiso proseguir su camino como si nada, andando con dificultad, ignorando a la criatura engarzada a su muslo. Un guardia entonces la encaró. Y tras romperle la boca de un puñetazo, la envió junto a su hijo hacia los camiones, que no eran sino el atajo hacia el crematorio. Como testigo imponente y hosco permanecía ese tren, que momentos antes había llegado abarrotado de sombras que dentro de nada se derrumbarían como montañas de ceniza. Manuela, al terminar la lectura, fue incapaz de controlar el temblor de sus manos. No tardó en averiguar los detalles de la vida del joven Borowski, quien hizo reposar su cabeza junto a la estufa, asfixiándose con gas doméstico, tiempo después de concluida la guerra. Entonces las noches de Manuela comenzaron a albergar el mismo sueño repetitivo ―ella
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y su madre frente a un tren― que, sin necesidad de incluir soldados ni detalles bélicos, la llenaban de pavor, obligándola a despertarse con una sensación intensa y harto desagradable. Manuela y Cecilia se bajaron en una parada del sur antes de caminar sin sentido por el barrio de Paco. De a poco confirmaron sus temores: eran incapaces de ubicar la dirección exacta. Manuela le pidio a su amiga que se detuvieran. Susurraban en plena calle, como temiendo perturbar la tranquilidad de las penumbras. -Si me explicas qué exactamente hacemos aquí... ―insinuó finalmente Cecilia Fueron a una cafetería que ofrecía donuts y chocolate. Apenas se sentaron, entró una niña fachosa con un puñado de flores. -¿Te le vas a declarar al Paco? ―se burló Cecilia, cuando vio a Manuela comprar una. -Ceci, aquí viene el plan ― anunció, tras pedir dos cafés y un esferográfico-. ¿Puedes hablarle a Paola? Pregúntale la dirección. Yo tengo que escribir ―y deshizo los dobleces de la servilleta hasta producir un papel fino y amplio. -¿Te le vas a declarar en una servilleta? ―Cecilia sonaba algo preocupada. -Dame tres minutos, ¿sí? Paola no se ponía al teléfono. Era casi medianoche. Cecilia le envió un mensaje de texto mientras su amiga daba los últimos toques a su propia confesión. -Ceci: gracias por la ayuda. Si no hago esto, no voy a poder dormir. -Igual no vas a poder dormir. En las noches solo escucho tu murmullo. Te revuelcas en sueños como una criminal. -Verdad. Tampoco hoy podré dormir ―se le hizo difícil pronunciar las palabras―. Lo siento en el cuerpo. -¿Quieres pastillas? Manuela negó con la cabeza. -Quiero disculparme con el Paco ése. -Disculparte de qué. Manuela la puso al corriente. Tras escuchar la historia, Cecilia terminó su taza de un sorbo. -La regaste y se acabó. No has visto a Paco antes de hoy y no lo verás más. ¿Para qué la servilleta y la rosa?
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-No puedo dejar esto así. Necesito que me perdone. -Deja eso ya. Tiene relación con el viaje, ¿no? Andas sensible como muela cariada. -No me quiero ir, Cecilia. Aquí están mis amigos ―se tomó un par de segundos antes de echar mano de las palabras―. La Liga, los lugares en los que farreo, no me quiero ir. -Entonces no te vayas. Manuela negó con la cabeza antes de encender un cigarrillo. -Tú sabes quien fue Alberto Spencer. -Estás desvariando ―se preocupó la otra. -No, solo déjame usar una metáfora futbolera ―le dio un sorbo a su capuchino―. Bueno, serán dos. Y una fílmica, de yapa. La primera: Alberto Spencer se saca la mugre y triunfa en el Barcelona de Ecuador. Años cincuenta. Le va tan bien que el Peñarol uruguayo se lo quiere llevar. Alberto es de un pueblito de pescadores en la mitad de la nada. -Ancón. -Eso. Y ahora tiene que jugar en el mejor equipo de América. -Esa historia ya me la sé. -Lo que supongo que no sabes viene aquí. Unos días antes de su partida, la madre lo encuentra desconsolado. ¿Por qué lloras, mijo? ―Manuela hizo una pausa corta―. No quiero irme, mamá. Quiero estar aquí con ustedes, con mi gente. Recuerda que éste es un pelado tímido, sin educación, que no conoce nada ajeno a los peces, al mar, a los estadios de tierra. Entonces quédate, le ruega la vieja. No puedo. Irme al Uruguay es lo mejor para mí. Ergo: a veces lo que es mejor para uno, no es necesariamente lo que más nos gusta. -Gracias, Dalai Lama ―en Cecilia afloró una sonrisa―. Pero es un atrevimiento compararse con Cabeza Mágica ¿O no? Bueno, dime la otra metáfora futbolera. Tal vez me la sepa. -La leí en la página web del Deportivo Quito. Cecilia soltó un insulto, asqueada. -¿Puedes creerlo? ―Manuela continuó, feliz de pertenecer a la familia liguista―. A veces hay poesía por allá. Hace unos meses, uno de ellos comentaba su sequía de títulos… -Cuarenta años.
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-… usando la palabra crisis desde su origen. ¿Sabes lo que significa? -Oportunidad. -No. Esos giles que hacen manuales de autoayuda dicen oportunidad. Para los antiguos griegos era otra cosa. Hablaban de crisis para describir algo que tenía que nacer y no había nacido, o algo que tenía que morir y no había muerto. Y como resulta que tú estás esperando algo que al final no ocurre, es que se produce un desbalance. El equilibrio griego se rompe. Aquí aparece la crisis. -Ok. Sobre eso ya reflexionó Bertolt Brecht. ¿Y entonces tú estás en crisis? -Yo estoy tratando de averiguar qué es lo que tenía que haber nacido para ver si lo ayudo a parir. O dar con aquello que debo estrangular. A lo mejor solo entonces podré dormir y largarme en paz a Estados Unidos. -¿Te va a ayudar pedirle disculpas al Paco? -En parte. Y gracias por acompañarme, Ceci ―y le tomó la mano que reposaba sobre la mesa. -Había una tercera metáfora. -Y ésta no es futbolística ―retiró su mano―. ¿Te acuerdas de Insomnia? La otra asintió antes de llevarse a los labios el capuchino de su amiga. Habían visto el filme en la Casa de la Cultura una noche de junio. Ambas tenían dieciséis y Cecilia sentía entonces la influencia de Manuela. A las dos ya las cubría la fuerza y el liderazgo de Paola. -Cuando Al Pacino habla con la recepcionista. Ella le dice que en Alaska hay dos tipos de personas: las que nacieron ahí y no tuvieron las agallas de largarse. Y las que no nacieron ahí, pero huyen de algo y quieren esconderse en el último rincón del mundo. -¿Y? -Para mí Estados Unidos es lo mismo. Creo que escapo, pero no estoy muy segura de qué. Lo peor: siento que tengo que irme por solidaridad ―aquí bajó la vista―. Estamos en proceso de despoblar Ecuador. Es un gil quien tiene el chance y no se larga. Una pequeña, ínfima parte de mí se va solo para que no me digan boba. ¿Me explico? -Parcialmente ―dijo Cecilia―. Pero la otra, la historia de la palabra crisis, sí que era buena.
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-Quien sabe si sea cierta. Ningún hincha de ese equipo de chimbadores tendrá jamás el cien por ciento de mi confianza. -¿Quieres una historia de griegos? ―tomó una de las donut de la bandeja―. La palabra compañero significa comer del mismo plato. Esto es algo que solo hacen los humanos: compartir la comida. Los animales se despedazan por un trocito de carne. Nosotras y nosotros, en cambio, dejamos de lado la materia básica para llenarnos el espíritu. Yo debería estar durmiendo, pero aquí me ves alimentando tu locura ―la otra sonrió―. Así que para eso estamos, compañera, para compartir, hablar y volvernos más humanos. -Homero es ameba a tu lado, Ceci. -Ahora quiero que me escuches ―se echó hacia adelante en su asiento―, porque viene mi turno. Una historia onírica. Tú has tenido pesadillas últimamente. Y esta lo tuyo del tren y eso. No me interrumpas... Yo, en cambio, tuve un sueño. Se me aparecía el guayaco Mendoza. Ya te digo que no me interrumpas ―el gesto detuvo de nuevo a Manuela―. Han pasado cuatro años, ya sé. Pero no fue un mal sueño. -Estás más obsesionada que yo. Y es tu propia culpa. -¿Mi culpa? -¿Mi culpa? ―imitó con una voz alelada―. ¡Tu culpa! Porque es el único agarre que has tenido. Tírale los perros a otro. -Ya he averiguado donde vive. Quiero que me acompañes mañana. Después de lo de las entradas de fútbol. -Ceci… -Puedo ir sola, ya sé, ya sé, pero quizás el guayaco viva con su novia o su esposa. Y si hay agarrones de pelo y mordidas, mejor tener a mano a mi machona. -Ceci, pero… -Aunque hay que tomar en cuenta… -¡Cállate! ―subió la voz y el rostro se le puso colorado― Cállate, Cecilia. Cállate ―bajó el tono, royendo las palabras―. Vi al guayaco Mendoza hace como un año, en una fiesta. Le preguntaron si tú habías sido su novia y él lo negó todo. Cecilia inspeccionó con cuidado los ojos de la otra solo para confirmar que no mentía.
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-¿No ha respondido Paola? ―dijo Manuela, sin saber qué mas agregar. -No, no pienso en él ―atinó a balbucear la otra, mientras veía el teléfono―. Es solo que tuve ese sueño y el guayaco aparecía de distintas forma. Nada más: sueños. No estoy en crisis. No tengo nada qué matar, compañera. Paola no ha contestado. -¿Sabes? ―Manuela miró su reloj―. Vamos a dar una vuelta: tal vez ahora se nos prenda la brújula. *** Con las manos en los bolsillos, guareciéndose malamente del clima, lanzaban palabras esperanzadoras en las calles del Recreo cada vez que creían reconocer cierto portal, una esquina o alguna tienda cerrada de abarrotes. Después de unos minutos apreciaron el silencio, rindiéndole tributo con respiraciones medidas, y a Manuela le dio por ponerse a pensar en su padre. Habían pasado diez años desde su último abrazo. En la terminal aérea la estrujó contra su pecho, pero la respuesta de Manuela fue tímida: aún no escuchaba del otro las disculpas por lo de la tarde anterior. La palabra perdón nunca salió de sus labios, y la memoria insistía en traerle ese último dolor que siempre viajaba con ella, como si hubiera echado raíces. Por lo esporádico de las apariciones de su padre y la ausencia de su madre, Manuela siempre se consideró una huérfana funcional. Recordaba las visitas de su progenitor, un mes cada año, hasta que ella hubo de cumplir los nueve. Aún tenía presente la forma en que a él le fastidiaba, como si fuese una ofensa personal, que ella ―su Manuela ojos de miel― repitiera el vocabulario soez de los muchachos del condominio. Y también le reprobaba su insistencia en subirse a los árboles, en negarse a las labores de cocina; su alergia a los vestidos o a las barbies; su fortaleza, su pinta de rebelde carapálida, su falta de higiene. Y aquella jornada antes de la despedida, cuando el padre se enteró de que Manuela no sabía montar en bicicleta, prácticamente la obligó a subirse a una mientras le susurraba con esperanza y cólera contenida ¿Quieres ser un hombre? A ver cómo te las arreglas, machoncita. Así la empujó hacia el fondo de la calle Solano que, cuando era pequeña, le había parecido infinita, con un inicio en línea recta de apenas un puñado de metros que se hundía de pronto en bajada abrupta, semejante
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a la caída a un desfiladero, y terminaba casi por perderse de vista, prosiguiendo en un declive urbano que no era más que una trampa, el espinazo de una víbora de asfalto, la madre de todas las pendientes, cortada por más arterias, por otros pasadizos suicidas para cualquier ciclista novel. Incapaz de mantener el control ―conservaba el balance en línea recta―, y con el precipicio que se le venía encima, a Manuela le dio por aullar de miedo. En el último instante movió el manubrio para chocar contra la vereda y caer. Volvió a casa corriendo, sin prestar atención a los gritos de los adultos. Mucho después, y tanto en el sueño como en la vigilia, hubo de verse de nuevo tras el manubrio, y otra vez la pendiente aproximándose, sus gritos destemplados, de nuevo los alaridos de coraje de los adultos que en su cabeza parecían terminar en carcajadas, su padre sonriendo, tal vez divertido de veras, tal vez solo nervioso, ocultando lo absurdo de la situación. Y supo que algo dentro de ella se había lastimado. Con el tiempo sus brazos se tornaron firmes tras tanto ejercicio en las barras, y su boca no dejaba de llenarse de improperios en una pelea. Sin embargo, su pecho se desarrolló exuberante, volviéndose atractiva. Además de la música heavy, fomentó su otra afición, la del estadio. Iba al fútbol con frecuencia, con gusto, junto a la gente de la Muerte Blanca. La tímida Cecilia, la chica de la cara de ángel y pechos como manzanas, la acompañaba a cualquier sitio. Sumido en su propio mundo, aquel padre diplomático postergaba sus ciclos de regreso, esas vueltas de cuatro años a Ecuador que debía intercalar con cuatro en el extranjero. De pronto descartó a Quito para sus vacaciones, y durante años el único contacto que tuvo con su hija fue por teléfono. Casi sin notarlo, Manuela comenzó a tomar la charla paterna, que tenía lugar cada dos o tres semanas, como una parte de su vida que se acepta, sin disfrutarla ni evitarla, como lavarse los dientes. Ahora el padre quería llevarla a Estados Unidos y empezar una nueva etapa. -Tengo que pedirle disculpas al Paco, Ceci ―dijo Manuela de pronto y sus ojos se afectaron ligera, fugazmente. Frente a Paola, ninguna de las dos podía darse el lujo de mostrarse sentimental. Manuela ni
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siquiera llamaba Ceci a su amiga. Con Paola observando, el apodo era Choneña. -Estoy que me coagulo ―y de inmediato esas palabras le sonaron sin sentido, avergonzándola. Hubo de frotarse las palmas teatralmente antes de calentarlas con el aliento. Entraron a un bar donde los recibió un saxofón bajo, monótono, que se abría paso en un ambiente de luz tímida y lechosa. Se divisaban pocos juerguistas y uno de ellos, un chico joven de cabello ensortijado, lucía una camiseta de Emelec, lo que obligó a Cecilia a comentar que se parecía al guayaco Mendoza. La otra respondió con un gesto, cohibida aún, mirando a la clientela como si sopesara quedarse o no. Pero a ellas nadie les dedicaba ni un vistazo. Cecilia tomó aire: No sé si te conté, pero ese guayaco tenía hermanas mayores. Una había estado con su novio ocho años, de pronto terminaron. La primera semana ella estuvo con antidepresivos. Para la siguiente ya había conseguido un nuevo chico. Tres meses más tarde se casaba. Manuela asintió de nuevo, sin saber adónde llevaba la anécdota. Otra prima suya, después de la universidad, se fue al extranjero. A Italia. Entonces Manuela la interrumpió con su movimiento, dando pasos estudiados hacia el barman. Cecilia la siguió. Manuela sonreía tras dejar la flor en la barra. -¿Busca novio?― inquirió el cantinero. -Busco una casa, la de la familia Ortega. Al chico le dicen Paco. ¿Lo conoce? El otro negó antes de agacharse un instante para ofrecer, de vuelta, una guía telefónica. -Tal vez tenga suerte. Manuela agradeció con un gesto, pidió dos Guinness y se puso a hojear el libraco sin mucho ánimo, pensando que lo que necesitaba era una señal del cielo. Cecilia, quien miraba con disimulo al muchacho de la camisa azul eléctrica, prosiguió con suavidad: -El guayaco Mendoza tenía también un primo. Después del colegio, tuvo el chance de ir a la Central, pero prefirió Galápagos, y quedarse ahí para trabajar como cocinero. No era ningún chef, pero en esos barcos de turistas se requiere solo lo esencial. Si calientas arroz y pescado, y te sobra imaginación para al menos una variante vegetariana, pasas el test sin nervio.
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-¿A qué viene toda esta verborrea inútil? ―inquirió Manuela sin permitirse levantar los ojos de la guía. -¿No ves? Los momentos de crisis aparecen ante la expectativa del nacimiento o de la muerte. Al final del colegio, al final de la universidad, al final de un trabajo de mierda, al final de una relación amorosa. Cuando decidimos que la repetición tiene fecha y caduca. Manuela se animó a despegar la vista del papel para encontrarse con los ojos de su amiga. -Decidimos bajo presión y a veces matamos en vez de dar a luz ―continuó ella―. Pero hay que elegir. No se puede ser estudiantes por siempre. ¡Aguanta! Acaba de escribir Paola ―anunció triunfante, y tardó unos segundos en continuar―. Nos da solo el teléfono de Paco. -No necesitamos su teléfono ―recordó Manuela con desesperación, cerrando la guía. -Déjame llamarle ―y Cecilia estuvo un minuto con la oreja pegada al celular―. No contesta. Ya se echó a dormir. -Esto no nos puede estar pasando. -Hoy no vamos a dar con su casa. -Tenemos que dar. -Si tanto te urge, envíale un SMS. A lo mejor está despierto. Manuela miró alternativamente al celular y a Cecilia, sacó su propio teléfono y comenzó a atacar con furia el teclado. Su amiga se dedicó entonces a contemplar al guapo de la camiseta azul encendida. Aunque apresurada en escribir, Manuela adivinaba los pensamientos de la otra, intuía las comparaciones que aquella cabeza maquinaba, y apenas conseguía aplacar su rabia y frustración porque Cecilia era simpática, demasiado como para haberle tocado en destino el desbalance de unos pechos tan pequeños y esa timidez desmedida y, como falsa media naranja, aquel emelecista de los cabellos ensortijados hijo de mala madre. -¿Escribes un poema épico? ―ironizó. -Casi estoy lista ―respondió Manuela―. Dame su número. Y apenas le hubo enviado el mensaje, se guardó el aparato en la chaqueta y propuso a Cecilia sentarse al fondo. No hay mucho más qué hacer esta noche: ¿acabamos la cerveza y nos vamos?
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-Quiero que Paco me conteste ―respondió Manuela―. Y después nos vamos. -Es la una y media: debe estar soñándote. -Si no recibo contestación, no voy a poder dormir. -Igual no vas a poder dormir. En casa vemos una película hasta que sea la hora del desayuno. ¿Ya? Manuela se mordió los labios. Al poco estaban discutiendo sobre Dinamita Guerrón y el Pato Urrutia. Con cada sorbo de cerveza Manuela parecía paladear un cáliz de hiel. -La regaste con Paco. ¡Pero ya está! Deja esa cara de borrega ahorcada. Alégrate: no lo vas a encontrar de nuevo en tu vida. -No quería insultarle a la vieja. -Ese es el problema: la vieja, ¿no? Manuela no supo qué responder. Ese tema no se tocaba nunca en su presencia. -Mi única madre es mi tía ―anunció con lentitud. -Entonces cuéntame eso, Manuela ―se echó hacia atrás en la silla; la otra se buscó, con desesperación, la cajetilla de cigarrillos―. Cuéntame por qué estos días duermes en mi casa y no con tu abuelita y tu tía. -Ya te dije ―el pulso le fallaba al encender el fósforo―. Discutí con la Gorda -¿Y si fueras más comunicativa? Recuerda la palabra compañero, compañerita. Manuela exhaló el humo y se quedó en silencio, como tanteando la invitación. -Llegué tarde el sábado a casa. He olvidado… ―se refregó los párpados con la punta de los dedos, como si quisiera poner una cortina a su realidad― Últimamente he hecho algunas cosas bien pendejas. No sé, se me olvidan encargos. La Gorda me pidió comprar algo para el perro. El pobre Shampoo está medio maluco ―volvió a darle una pitada al cigarrillo―. Ya sabes lo mucho que la Gorda quiere a ese animal. Y yo llegué medio mareada y sin las medicinas. Me retó. Le contesté. Mi pobre abuelita trataba de poner paz. La Gorda me dijo que yo era una desconsiderada y alguna otra cosa. Ahí la lengua se me escapó. -¿Que le dijiste? -Le dije ―tomó aliento―. Le dije que era una histérica. Una gorda sin gracia. Que no era casualidad que a sus 56 ningún hombre se hubiese fijado en ella. Que al menos yo no iba a terminar soltera y asqueada.
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Le dio una pitada a su cigarrillo y su mirada, quebrada por un vestigio de humedad, se volvió una flecha: decidida, fría, se perdió al fondo y, traspasando la pared, fue a caer al otro lado de la ciudad. Manuela ya no estaba frente a Cecilia ni rodeada por desconocidos, se encontraba frente a su tía y su abuela y a Shampoo gimiendo en un rincón, hacía unos días. Al rato estaba de regreso. -Ahora mira las circunstancias, Ceci. La abuelita ya está veterana. El Shampoo en el proceso de estirar la pata. Yo me largo a Nueva York. Y se me ocurre esta payasada contra la pobre Gorda. Soy un animal, me avergüenzo de haber nacido. -Dale, ya está hecho. -Esa fue otra decisión que debieron haber tomado mis padres en su momento de crisis: si ninguno me deseaba, debieron darme el vire. -Ya Manuela. -Es así, Ceci. Mis padres… -¡Ya estuvo! Límpiate, que la boca se te chorreó de tanta pendejada ―le lanzó la servilleta a la cara y luego se bebió un sorbo de su Guinness―. Esperemos un rato. Tal vez Paco te conteste. O Paola. Todo tiene arreglo. Pero ningún celular sonó el resto de la madregada, y ambas abandonaron el bar a las dos y media. *** Daban las tres cuando cruzaron el umbral de la casa. Entraron con especial sigilo y, en medio del bosque de claroscuros de la sala, Manuela murmuró que necesitaba un bolígrafo y una hoja en blanco. -¿Otra declaración de amor? ―inquirió Cecilia alargándole un lápiz y un papel, y encendiendo la luz de una pequeña lámpara junto a la mesa del comedor ―Voy al cuarto, pero vuelvo en diez minutos. Tenemos que hablar de los trotes mañaneros. -Por mí podríamos empezar a buscar los tiquetes del partido desde las siete. Estoy con ánimo de hacer jornada única. -Traigo una película entonces. -Si quieres, Ceci, pasamos visitándole al guayaco Mendoza ―insinuó, sin mirarla, como quien ofrece una retribución vergonzante.
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La otra negó con un gesto de fastidio antes de desaparecer en su habitación. Manuela tomó el lápiz, dispuesta a escribir algo para la Gorda. Era la segunda disculpa en papel que componía en su vida. La primera estaba aún en su bolsillo, en una servilleta. Tras un cuarto de hora consideró que el trabajo estaba terminado. Cecilia aún no aparecía. Manuela se acercó quedamente a la habitación. Su amiga dormía de costado, apresando con las dos palmas la almohada, aún con la ropa puesta. Manuela susurró en vano dos veces su nombre antes de alejarse con cuidado. En la sala tomó su chaqueta para dar comienzo a una caminata de más de una hora. *** Manuela cerró la puerta tras de sí sin que el perro desplegara la clásica bienvenida de gemidos y saltos. Habría querido susurrar alguna frase, Shampoo, bestia peluda, vente pa’cá, pero prefirió no arrancar a nadie de sus sueños. Ni su abuela ni su tía la esperaban, y eso le produjo cierto dolor. Aquella casa que había sido su hogar desde siempre, ahora estaba envuelta en una calma oscura, intimidante. Cuando Manuela aparecía de madrugada tras una fiesta, solía encontrar a la Gorda leyendo Paulo Coelho, interesada en saber si llegaba en buen estado; siempre dispuesta a prepararle un poco de comida; siempre lista, en caso de resaca, a incluir en la mesita de noche una jarra y dos aspirinas. Ahora Manuela se sentía una isla y se preguntó si así de penoso sería Nueva York: arreglárselas sin ellas, sin la Gorda, la abuela o Cecil. Solitaria, como una verdadera adulta. Hubo una sensación de libertad pero también de profunda desdicha. Abandonó su chaqueta en el colgador y, ya en su propia sala, se dio cuenta de que la canasta donde dormía el perro no estaba a la vista. Sintió una oleada fría en el pecho y el estómago. Aspiró profundamente. El lugar estaba quieto, lóbrego, con excepción de una vela casi consumida a lado de la ventana, en una de las repisas. Se acercó: el vacilante fuego hacía guardia a una foto de la Gorda junto al perro. Manuela tomó la imagen con cuidado y le dio la vuelta: una inscripción en bolígrafo negro decía A Shampoo (1999 ― 2008). Nunca te olvidaremos. Si Paola hubiera leído el texto, se habría
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quedado callada ―aunque de haber sido el perro de otra persona, su lengua no habría parado de arrojar ironías; era especialista en rebajar sentimientos, humillar la ternura, demoler cualquier lágrima que no fuera fruto de la hilaridad―. Solo Cecilia hubiese comprendido a Manuela en ese momento. Solo ella habría encontrado las palabras apropiadas y los gestos justos. Fue a la cocina. Quería dar un golpe de efecto: preparar el desayuno para su abuela y la Gorda. Puso el mantel especial, el de los eventos familiares. La mermelada de guayaba era la preferida de su tía, así que se encargaría de untársela en pan blanco suave y, por añadidura, hacerle unas buenas tostadas con mantequilla. Extrajo los ingredientes de la alacena, abrió el refrigerador y comenzó a sacar el queso, la leche y el jugo. En algún lugar había servilletas de papel con un diseño festivo. Las usaría para la ocasión. Miró el reloj: era un poco más de las cinco. En menos de una hora todos estarían de pie, incluso la abuela, pájaro madrugador. Sintonizó quedamente la radio y tomó asiento mientras disponía con agilidad los productos sobre la mesa. Una canción ochentera invadió la cocina. Manuela cerró los ojos decidida a atender por unos segundos a la cantante y a aquel meloso eclipse total del amor. Aún tenía que llenar de jugo los vasos y encontrar las servilletas de la navidad pasada. Pero el cansancio supo fulminarla, dejándola dormida en la silla con la cabeza echada al mismo tiempo hacia atrás y de lado. Así la encontró la Gorda, a las seis de la mañana. Sonrió conmovida, y la luz matinal le descubrió algo cristalino en los ojos. Musitó su nombre una sola vez, y al no obtener respuesta, la cubrió cuidadosamente con una manta. No podía saber que su sobrina soñaba con ella en una casa de jardín amplio, donde se preparaba una parrillada. Parecía domingo. Era domingo. Manuela se veía en su edad actual, jugando con Shampoo con emoción infantil. Nadie más se colaba en la imagen, ni siquiera la abuela o la Ceci. Y la Gorda preparaba la carne. La había aliñado y ahora la asaba. A lo mejor había cazado a la pieza, como cualquier patriarca de tribu; o tal vez solo la había engordado con esa paciencia suya tan maternal. Era capaz de ambas cosas. Y Manuela, persiguiendo y siendo perseguida por Shampoo, miraba de rato en rato a su tía con agradecimiento. Esa mujer
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alta y maciza como un armario, de gafas gruesas y rostro porcino, era su padre y su madre.
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Preface by Ana Isabel Simón-Alegre (Assistant Professor, Adelphi University)
Wladimir Chávez Vaca and I share many things in common that both men and women can indulge in: reading, writing, listening to music, and having long chats over lunch. However, a pastime that has truly brought us together is travelling. Wladimir and I met, almost miraculously, in 2012 in Grand Rapids, Michigan, at a conference organized by the National Association of Hispanic Literature and Culture. For both of us, our trip to that charming city in the Midwest proved to be a great challenge, because Hurricane Sandy altered both of our itineraries. In the end we arrived, and at that conference we started up a beautiful friendship that has borne fruit in this collaboration to publish a second bilingual book of short stories in Spanish and English, filled with what we both enjoy most: traveling. It should not come as surprise to you that a common thread woven throughout this book examines what it means for a person to dare to travel and then face the challenge of living in a new and unknown place. For me, travelling is more than a hobby, it is a passion. Not just physically, but also in my mind I like to travel to places where I have never been. I can even go back in time, to step into a boat, gliding on the Mediterranean to the place where Hercules completed one of his extraordinary tasks. I also incorporate my love of travelling into the educational material that I utilize in my classes, so that what I teach is engaging. For example, I have integrated this bilingual book into the coursework for several of my classes from late 2016 until the spring of 2018; all the while Wladimir Chávez Vaca stories have guided my students on trips through Europe, the United States and Ecuador. In another sense, his book has also inspired us to travel from one language to another, back and forth between Spanish and English— Chávez Vaca writing is like a round trip ticket with unlimited miles, taking his readers between two worlds of linguistic expression while they visit different places. All kinds of people like to take trips,
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and I have found that the topic of “travel” is useful to motivate students from diverse backgrounds to research and retain knowledge as they engage with coursework throughout the semester. In the 1930s in Spain, teachers like Gloria Giner de los Rios (1886 1970) and Leonor Serrano Pablo (1890-1942) also knew that by using references to travel in their classes, they could open the minds of their students to concepts that otherwise might have seemed dry and uninteresting. 1 Imagine for a moment that you are on a trip with a person from Greece in the fourth century BCE; what would it have felt like to gaze upon the winding cliffs that crawl along the east coast of the Iberian Peninsula? Imagine a time eight hundred years later in the fourth century CE, when a woman traveler from the Iberian Peninsula, Egeria, decided to sail across the Mediterranean to reach Jerusalem in the Holy Land. Surely, these daydreams of ancient travels did not leave you feeling indifferent. Curiosity is a necessary ingredient for starting a trip. What is beyond what your eyes can see? What is hidden behind the horizon line off in the distance? The initial sense of discovering a new place is unforgettable, but when the initial fascination fades, a different feeling arises— a sensation of nervous anticipation replaces the novelty of beholding something new. Then comes a sense of excitement to meet people and socialize with the women and men who live in the new city, where you have just arrived. The practice of translation and interpreting is widespread and essential as we seek to achieve peaceful, mutual understanding. In order to understand each other, we continually face the necessity to translate and interpret new scenarios which we encounter every time we travel. Often, the discipline of translating and interpreting goes beyond oral and written exercises, and can also include visual and artistic endeavors, take Mudejar art as an example. In the 12th century the Mudejar style came to life in the Iberian Peninsula through interactions between artists from three diverse communities coexisting in Spain: Muslims, Christians, and Jews. The extravagant Mudejar style emerged from the mixing of several different traditions, which is 1 Simón-Alegre, Ana I., “Cultivadoras del estudio de la geografía en España antes de la Guerra civil española (1936)” Segura, Cristina (Coord.), La Querella de las Mujeres IV, Almudayna, Madrid, 2011, pp.221-232.
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clearly manifest in the convent of Santa Clara in Salamanca, founded in 1238. The convent’s architecture is an example of how artists and craftspeople interpreted and recombined styles and imagery from different traditions which resulted in the fascinating hybrid language of the Mudejar architectural form, born of a cross cultural encounter. The bilingual edition of this book is also an encounter, and a journey of sorts, where a group of students from Adelphi University engaged with the universe of “global citizenship” that Wladimir Chávez Vaca presents in his stories. Like the artists who specialized in the hybrid Mudejar style of the Iberian Peninsula, this diverse group of students from Adelphi University brought this bilingual book to life as they interpreted and translated the words and cultural references from one language to another. In this work of transmission, the students successfully imbued the English version with the personality and form that the stories had when Wladimir Chávez Vaca wrote them in his mother tongue. Rima Patel translated the story, “Olga, The Last Pushkin Girl” 2 Giovanna Galante was in charge of, “A Hero's Agony,” and Seth Noboa and Ivan Sakkal worked on the stories, “My God, How Handsome is My Father’s Killer!” and “Burn Newspapers, Publish Books.” The last three stories, “Time of Grace”, “Postcards for the Blind” and “Bye Chunchi,” were translated by my, Spanish Translation Techniques class, comprised of the following students: Zullimar Adames, Salma Aguilar, Justin T. Bergson, Alexa Cohen, Stephanie Faldetta, Ariyana Felician, Joseline Guaman, Nicole Julian, Alejandra Loza, Estefania Martínez, María Mayorga, Alexis Molina, Nicole Perlaza, Julia Persaud, Matthew Petrouskie, Moriah S. Rastegar, Joceline Reyes, Laura Rojas, Caterina Russo, Ivan Sakkal, Cynthia K. Siavichay, Priscilla Smith, Carmelo Soto, Mariana Steinbuch, Arianna Thomas and Nuvia Velásquez. Everyone in the class read all three stories and translated specific sections, then they worked in groups to edit the stories in a unified style that faithfully represents the narrative voice of Wladimir Chávez Vaca, in English. In addition, the final version of this book, has taken shape thanks to collaboration with Kimberly Moreira, a former student of mine in the Certificate in 2
I thank Tallulah Bur for the suggestions
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Translation Studies program of the Department of Languages, Cultures, and Literatures at Adelphi University. During the Spring of 2018, Kimberly and I worked on the final organization and editing of this bilingual book; her passion and fascination with the world of translation and interpreting was a great asset and she has started her doctoral studies in the field of translation and interpreting at the University of Mรกlaga in Spain. Adelphi University and the Department of Languages, Cultures, and Literatures offers a high quality, innovative and diverse education. I want to thank the chair of the Department, Dr. Raysa Amador, for her dedication, professionalism, leadership, and support in helping to move this project forward. In addition, I thank my colleagues Dr. Nicholas Carbo, Dr. Jonathon Hiller, Dr. Sara Aponte-Olivieri, Dr. Priya Wadhera, and Dr. Nicole Rudolph for their interest and encouragement. Thanks also to the administrator of the department, Carmen Dori Castellรณn, as she made it possible for everything to function harmoniously and professionally. Finally, I want to mention the artwork on the cover of this book by the Spanish painter, Roberto Coromina. He explained to Wladimir Chรกvez Vaca and me that he created this image inspired by the setting of the third story in the book: Oslo, Norway. Coromina explained that he imaged Oslo as a city that is cold and grey, which is why the cover takes on that color scheme, with a symbolic rendition of a book. Roberto Coromina intends the symbol of the book on the cover to be an indicator of all the stories that a book can contain. Inspired by this image, I want to add that in many cases the stories exist thanks to people who dare to initiate a journey to live outside of their comfort zones. And, thank you to my travel and life partner, Jay M. Loomis. Oyster Bay (New York), May 31st 2018
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My God, How Handsome is My Father’s Killer!
My God, How Handsome is My Father’s Killer!
Dieu! soupire à part soi la plaintive Chimène, Qu'il est joli garçon l'assassin de Papa! Georges Fourest
It was that morning that Enrique saw his daughter’s apartment in New York for the first time. He explained to the superintendent of the building ―who luckily was Dominican, saving him the embarrassment of having to speak his broken English― that his daughter Sofia was going to stay a few weeks in Quito. The university’s residence lease lasted a year, so Enrique hoped that his daughter would return quickly. He then took the elevator, in front of the indicated door and crossed the threshold ―with the key to the apartment in his right hand and gripping his briefcase in his left― he was overwhelmed by the immaculate appearance of an apartment that seemed foreign to him. He was overwhelmed by a vision of neatness that immediately seemed alien for someone like his daughter who had suffered a panic attack two weeks before, on the eve of the exams. The smell of cleaning products had faded but it almost hurt the eyes to see such an impeccable floor. He realized that in the kitchen the garbage bags had been emptied, the dishes laid out to dry, next to the sink, and tiles in the bathroom shined. For the second 151
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time, he realized that for his daughter, who was in a rush, had a strange organization and disinfection, and spent more than $1500 to escape by plane and seek refuge in from her parents and antidepressants. He left his luggage next to the bed. The small apartment ―in reality had the appearance of a studio, suitable and reasonable for neighborhood like Greenwich Village― it was in such good conditions. However, his daughter had begged him not to sleep in her bed, and Enrique linked the request with a certain modesty to share the intimate space. He had just talked with her on the phone an hour ago. She seemed to be in such a good mood, that she even reflected, as if it were new, on a series of little commonplaces, which reminded him of his own bohemian outings in the 80s. “The literature of the country is like the imaginary line of the Ecuador. We don’t exist, we don’t occupy any place, dad”, she was able to tell him, and Enrique managed to respond “of course, my daughter, that’s how it has always been, but you will see how you will change everything”, and then he started to think about her, in her panic attack, and then in New York, and then in the hostile way that the city had ignored her and had made her feel invisible. And Sofia, without losing the cheerfulness in her voice, was able to warn him: “The notebook and books are on the desk. Dad, go today, because tomorrow a friend of mine is going and he has to take out the coffee machine that he left me in charge of”. He had already put the notebooks in his luggage. Enrique had eyed them. They were only some notes from classes. However, a few days ago, he had thought it was just easier to replace them online. He now became aware of his error: they were autographed. One by Richard Bausch, another by a man who shared the same name but a different surname (Ford), and the third which was the only one in Spanish, by Sergio Chejfec: Mis Dos Mundos. Enrique had already visited New York a few times in the 90s, so he didn’t feel the rush to get lost in the craziness of the traveling crowds of Fifth Avenue or the malls (he believed they would be packed since it was December 22nd) or on the lines to go see the viewpoint of the Rockefeller Center. In addition, outside it was cold, and he didn’t want to be stuck in a Starbucks staring at his smartphone. He began to look over Sofia’s books and he grabbed City of Glass, which was made 152
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into a graphic novel; some folded pages fell out. He picked them up. They were two pages printed in full color. In the first there was a man who was about fifty years―old, overweight, hairless, wearing underwear that chiseled his genitals, a fake nose, with animal whiskers painted on his cheeks, blindfolded, and a headband that had mouse ears. Exposing his pig―like pink skin, he posed smiling in the first image. The absence of body hair had made it easier to write (it seemed complicated for him to have been able to have done it on his own) on his chest and stomach, with same substance that was used on his cheeks: “Mademoiselle Satan rare orchid vice”. Enrique felt dizzy. It was the beginning of a poem by Jorge Carrea Andrade, one of the texts that he and his daughter liked the most. In the second photo, the same man posed with his back to the camera and starting at his left shoulder, a brief but harsh phrase about sexual submission that Enrique immediately wished he had never read. He left the images to the side, without putting them back in between the pages of City of Glass, trying to alleviate his thoughts. When he tried to convince himself that these photos were part of a homework for the university, an artistic project probably, his fears started overwhelming him: the semi―nude man could in fact be a stalker, a pervert that found pleasure in sending photos. Maybe he was the reason for the “sickness of nerves”, as his wife would say when she was referring to Sofia’s depression. Enrique proceeded to quickly and methodically debone the books from the shelf: he would open each volume, making its pages turn quickly and would then throw it on the bed before moving on to the next. He then continued with the papers on the desk. He could only find letters from the bank or the university. Not one single private letter. Not even one more photograph. He then began to empty the drawers and make a mess of the towels in the bathroom. Discovering the vibrator surprised him, but he started feeling vertigo when he came across a cat suit that didn’t cover the vagina or the breasts. Then he found a pair of balls held together by a thin rope ―he flipped through the used pages, which was called Ben Wa―, and finally found a box of thick crayons that were partially used for body paintings.
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He sat down, trying to catch his breath, to think for a few minutes. When he felt his hands on his face, he left them there, covered, paralyzed by the embarrassment and fear. He recovered, and determined collected the suit, toys, and pictures to put them in a garbage bag. In an aggressive manner, he put the books back, as well as the clothes and towels, without even folding them. Although just as clean as before, the apartment wasn’t exactly as he had found it. And as he left, he swore never to come back. Holding the garbage bag in one hand and the briefcase in the other, he was thinking about calling the neighbors, to simulate distension, gain their trust and to inquire about the life of his daughter. However, later on, he decided that he was afraid of running into the man from the picture. So, he went down the elevator with plans to ask the doorman where he could throw out the garbage. After asking if it was recyclable, and the refusal of Enrique, the Dominican continued: “We have a room over there.” he pointed to the back of the hall. “I’ll take it.”, and he put his hand out to grab the package. “Thanks, I’ll take care of it.” His gesture to push the bag away from the other hand was abrupt, and Enrique went to the area only to return thirty seconds later to see the doorman again, now with a smile: “Hey, quick question: did my daughter have any friends?” “What friends?” he replied, as if it cost him to understand Enrique’s Spanish. “Did anyone come over here to visit?” The Dominican shrugged his shoulders. “I’m sorry. I don’t know how to help you.” “I don’t know how to help you.” mumbled Enrique, as he walked away from the building, in awe of this peculiar way to avoid it, and assuming later that the Latin Community, working class, got these formal phrases from the television. He found a Starbucks and after buying a caffé misto, he sat next to the window. He looked at the contents of his transparent cup: it wasn’t just milk or dark coffee. On his smartphone, he made one more search about panic attacks on Google. When he put down his phone, the caffé misto was cold. Overwhelmed by the images of the naked man in his head, before leaving the coffee shop, Enrique asked 154
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himself if he would ever return to enjoy Carrera Andrade. He wandered down Broadway and headed towards Midtown, thinking that a collection of sexual contraptions sounded embarrassing, and that if that rumor ever reached the family table, it would be the final straw for Sofia’s maternal grandparents. He passed the Strand Bookstore and did not hesitate to seek refuge within its walls. As he entered taking off his gloves, putting them in his coat, Enrique realized that he was not even sure if his own mother had a clue what a vibrator was, and that he himself had not touched one up until that morning. He assumed that his father had heard about these gadgets, but without becoming an expert in the area. When one of the employees at the store got close enough to ask him if he was looking for anything in particular, Enrique said in English that he was just looking, and he wandered for a few minutes until finding Fifty Shades of Gray. He let it rest on the palm of his hand, moving it up and down, as if he was deciding whether to buy it by its weight. He had read diverse synopsis in the papers. He wasn’t going to take it, although he ended up skimming through it quickly, as he had done with the books in the Greenwich Village apartment. In the shelves of French works, he discovered Lunes de fiel. He took it with a smile, remembering his college years, when his French wasn’t as rusty. At the time, Lunes de fiel gave Enrique the same satisfaction reserved for those that had climbed Everest or married a virgin. And he also enjoyed the adaptation of Polanski. But when he was reminded of the intimate scenes between Coyote and Seigner, he hurriedly put the book back on the shelf. While on the streets, the thoughts about human sexuality appeared. There came to mind Nueve Semanas y Media, and a pair of scenes from old books where the characters used ice or whip. What else can you find in those places? He felt like a man who had slept for fifty years and woke up in an unknown and hostile world. He opted to disconnect his phone, and as he walked the streets of Broadway to his hotel, he wondered if people could notice his misery just by looking at the way he walked.
***
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“It seems like it’s better now.” said his wife, who sounded strange, but this time, Enrique felt that he was the cause of her worry. “Why do you ask me these questions?” His daughter had gone for a trip through the valleys and Enrique was grateful for the wisdom of the fortuitous, that it now allowed him to talk with his wife in private. Sofia was going to find out about his snooping, she would miss clothes, pictures, and toys, but he would not allow the mud of unbridled sexuality to embarrass them on Christmas Eve. Because of that, he had doubts about telling his wife, but also because he refused to talk about something beyond his comprehension, which prevents him from getting rid of the weight, possibly illogical, of the guilt of being a failed father. “I’m trying to understand what is going on with our daughter, that’s all.” said Enrique. He was on the street, in front of the building of Greenwich Village, with gloves covering his hands, one of them holding his cell phone, the other clinging to a cigarette. He was aware that he should be very careful with his questions, but what mortified him was with of such a nature that he couldn’t behave subtly. He had briefly told her of his experience from the previous day, leaving out key discoveries. He then asked his wife if Sofia had ever insinuated anything regarding her sexual experiences. The woman stayed quiet, and when her voice came back she was no longer the same person: “I’m not even sure if she’s a virgin or not”. Enrique asked, as if he was talking to himself as if that would not be part of the problem. His wife remained in silence. He wanted to continue to make a small list of the men that he remembered were special in Sofia’s life. He stopped himself because neither he nor his wife could shed much light on a list of names or a review of faces that in his memories had long been forgotten or could not even properly identified. Enrique finally asked if his daughter spent a lot of time locked in the bedroom or in the bathroom. The response was a “no” and that was when his wife told him that she thought Sofia was looking better. “Have you bought the nougat?” his wife asked changing the subject as if wanting to clear her mind. “Yesterday in the afternoon” Enrique remembered that the nougat had been his daughter’s idea, that she had 156
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insisted so much that it be from that special Spanish brand, as if sharing it with her parents on Christmas. She even gave her dad directions on where to find it in Queens. Two little boxes for each one. “I’m not a huge fan”. “Me neither”, Enrique confessed. Few people entered and left the building, and Enrique hoped that he would see someone with a coffee machine or carrying something in their hands. He carefully examined faces, packages and bags, feeling with his eyes, trying to avoid thinking that his daughter’s friend may have slipped out of his field of vision. He had been there for almost an hour, having a pack of cigarettes and was ready to wait as long as necessary. If the person had a copy of the key of the apartment, Enrique didn’t want to go to Ecuador without seeing the person’s face and look. Suddenly, his wife asked him if everything went well with the distributor. If they missed him. He answered that he had already heard about the news and that the Christmas activities continued without mishap ―he was convinced that his employees worked better with him absent― and the weak laugh of his wife came to him in response as he saw the fat man from the photo. Certainly, at some point during the night it had occurred to him that the man would be the recipient of the coffee maker, but he dismissed the thought as illogical. He wore with a thick blue jacket, and over his baldhead the fat man wore one of those Andean hats with bulky earflaps. “My love, I’m sorry. I have to go, I’ll call you later”. He hung up without waiting for an answer while watching the man enter the building and come down less than ten minutes later with something in his hands. He followed him discreetly from the opposite sidewalk, keeping some distance between them, and they both crossed Mercer Street before continuing on Broadway. Although the fat man moved with some haste, it was difficult to lose track of him. When they arrived at Union Square, Enrique decided to get a bit closer to the man after calculating, correctly, that the man would look for one of the subway's entrances. They got on the same wagon on the green line that was beginning to head in the direction Lower Manhattan. The fat man sat in one of the few free stands while 157
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Enrique remained standing, covered by the crowd, glimpsing from time to time, and tense with every announcement of a new stop. Little by little the wagon began to empty and, as soon as he got a seat, he was afraid that their eyes would cross and that the fat man would recognize the air of familiarity that he shared with his daughter. It was possible that his daughter may have shown him family photos. He calmed down remembering that he was also wearing a hat and the scarf that covered half of his face. When they got off at Franklin Avenue, Enrique went through another door of the same car, but he had to get closer, so he couldn’t lose him. As soon as they reached the exit, Enrique walked slowly, maintaining a distance, and kept walking like this for almost ten minutes, joined by a thread of Ariadna that zigzagged in a labyrinth of cars and streets, that avoided urban obstacles and neighbors that moved in a carelessness hurry. Halfway through the block, the fat man turned to his left to go up a few steps and stopped in front of the doorway of an old building that looked like similar to a boarding school. It was a bunch of apartments. The place lacked a doorman, and while the fat man left the bundle on the floor to look for his keys, Enrique found himself having to make the decision of stopping him or not: to lose sight of him, he had no way of knowing the man’s name or what floor his apartment was on. In those intense but brief instants of uncertainty, he could not get rid of a sense of a foreshadowing: any road already had its fatal mark. “Wait!” He yelled in Spanish Although almost immediately regretted saying it, he approached the man with haste. “Hello” he continued, now facing the fat man, removing his scarf from his face as if doing that would explain everything. His interlocutor was looking at him still trying to understand what was going on. “I am the father of Sofia” … barely closing his mouth, he immediately thought that it was incorrect, that the phrase in English was Sofia's father. The other looked at him in amazement. “I’m Alexandru” he finally got it out, in Spanish, while stretching his hand out to shake it. “I speak your language: I have harvested fruits in Murcia”.
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Enrique squeezed vigorously that palm that was extended to him and received back a soft, barely perceptible movement. Then he said his name and asked if they could talk for a bit. The other nodded and suggested that it would be better to talk inside. Alexandru was great, but there was something about him that left a strange impression of docility in Enrique. “How is Sofia?” He asked while they walked through the buildings doorway. When answering, Enrique made a gesture that seemed to admit certain approval: “She’s fine”. They found themselves in silence as they walked up the stairs, when Alexandru murmured: “It’s very cold” “Very” “It might snow” “It might” Alexandru stopped the conversation and Enrique sensed that he had done so not to continue listening to the unnecessary echo of his own words. He had to distract himself, so he thought about old times, almost prehistoric, when he studied Arts and walked around the few restaurants and bars of Quito to listen to Camilo Sesto or The Mamas & The Papas. Then he had a single certainty: knowing an insecure guy, lacking in character, unable in sneaking into the house of a stranger. He was incompetent in taking an initiative like this. After a few moments, his thoughts turned dark and his face hardened. “This man is not your friend”, Enrique thought, determined not to show a single smile, looking for appropriate taunts for that clumsy gait, to that corpulence of boar, to the dirt of the corridors of that building that had nothing to do with the one in Greenwich Village. "He's a boar," he repeated as the man opened the door of the apartment, with the package in his hand "and now I'm going into his lair." Alexandru lived in a studio not much bigger than his daughter's. The sunlight passed ever so lightly through the half―open shutters, illuminating the room like a film noir which to Enrique seemed like a filthy hollow, the refuge of a predator. Enrique’s fears came back because those were the perfect conditions to create deformations of hermits’ minds, willing to waste their free time creating and processing images of sexual depravity. His eyes turned to the clutter on the center 159
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table, behind a sofa that was against the back wall, and a single chair that was closer to him, both full of newspapers and magazines. To his surprise, he discovered a considerable number of books on the table, at the opposite end of the single chair. The fat man opened the blinds before freeing up some space at the table and picking up the books off the sofa and chair. Enrique looked at the fat man using those beasts looking fingers ―Alexandru had taken off his gloves and hat― and then realized and looked in astonishment that the wall to his left was covered by a bookcase full of volumes of books. Enrique didn’t notice any strange smell. Enrique sat down as soon as the books were taken off the chair, without waiting for an invitation or taking off his sweater; the fat man had to turn around to sit on the sofa ―the corridor formed between the table and the legs of his unexpected guest were too narrow― making sure not to knock over the volumes of books. Enrique did not let go of the scarf or the gloves, although he was in the process of keeping the wool hat in his pocket when he inquired at point―blank range: “What is your relationship with my daughter?” Alexandru, who was taking a seat on the sofa, seemed uncomfortable. In those few moments, Enrique thought he discovered signs of guilt. “We are friends” “Friends?” Keeping silent, Alexandru seemed to admit that neither age nor origin were obvious connections between the two. “How did you meet?” Enrique insisted, though cautiously now, remembering the of host he is. “It happened one afternoon, after I finished work. I’m what you would call a fontanero or plumber.” He paused, looking at Enrique for any sort of reaction, either based on his professional knowledge or learning of words in general. “I learned the trade in my village in Romania, although I did plenty of other things afterwards. That afternoon, I was passing by one of the shops in Greenwich Village. I made the line.” Here he smiled. “A woman was in front of me. One of those poor people that has some mental problem; I don’t know. You may have seen them in the subway. She was well dressed, and she didn’t look maniacal, but if you get a close look… she wanted to pay for a box of tea. But on one side of 160
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her waist” Alexandru mimicked. “Under her clothes, she carried a bundle. It was impossible to miss, which is why the cashier asked her what it was. It was a bag of cookies. The woman told him she could not afford them. You could see the craziness in her eyes, and the humiliation, you know? But the cashier was inflexible. His eyes were dull, like dirty pavement; the city had taught him that nothing was free, as it has taught us all. Exceptions do not exist. Well, you would know. Everything, including a fistful of chocolate chip cookies, is achieved here after working from nine to six. I had to intervene. I paid for the cookies. You wouldn’t imagine how happy the lady was. She hugged me, squeezed me, almost sent me to the floor, it was like I gave her a house. God bless these poor people. I had already paid for my things and was out of the store when a girl shouted at me to wait. It was your daughter. She told me that she saw it all. That’s how we met. She liked to read and so did I. All of this happened around the end of August.” Enrique nodded. For a moment, he had to recall the imposed formality of the Dominican doorman with his “I don’t know how to help you.” Alexandru’s formality, on the other hand, struck him by the ease of his sentences and the unexpected combinations he uses: “dirty pavement, dull eyes, and the handful of cookies...” Enrique’s gaze shifted from Alexandru’s face to the piles of books resting on the floor at the other end of the table, not just taking up the space that should be for another chair, but extending backwards, as if these towers hoped to be placed in the bookcase one day, within the studio. He realized that this material wasn’t stored there like in a cellar. Enrique then concentrated on the more modest pile, the ones that Alexandru had arranged on the table when clearing the seats, and without hesitation, took the book on top. It was one of George Fourest’s. “Your daughter let me borrow it.” said Alexandru. “I was a cherry farmer in Ceret. I also read French. Want something to drink?” and he got up. Enrique nodded and said “coffee” before putting away his gloves and opening the book that he himself had given to his daughter as a gift a few months ago. Alexandru retraced his steps along the sofa and the hills of books, and later required a few extra steps to get to the kitchen. He started up the coffeemaker recovered 161
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from Greenwich Village and warmed up the water while searching for cups. He started to talk about how the Ecuadorians of Murcia had influenced his accent and that in Manhattan he gets together with South Americans every now and then. Putting the filter over the pot and sprinkling it with coffee, he changed the subject, recalling the scarcity of certain commodities in the Alimentara communists, the famous food shops for granting a whole chicken to a family as a ration. He told him that sometimes the bread lines were so long that even in Modern Romania, when someone left with a lot of time in advance, they asked jokingly: “Why so soon? Are you going to buy bread?” Alexandru laughed at his own joke, and after no further response other than silence from his guest, he began to talk about superficial things related to the Christmas season. Enrique, who was reading the notes that his daughter had made on the margins of the text, started to respond with one―word answers. When Alexandru came back to the table to leave the cups and sit down, Enrique was already blushing. He had come across a couple of lines underlined by Sofia, marked with an asterisk as well as a striking sign of admiration. And in his head, he translated: “My God!” cried the sad Ximena, “How handsome is my father’s killer”. He returned the book to its corresponding pile, and, without touching the coffee, began: “I saw some pictures… in my daughter’s studio.” Alexandru positioned his head down before laying his hands on his face, saying something in Romanian. After a few seconds, he put himself back together. He looked up to say, timidly: “Sometimes… we roleplay.” Suddenly, Enrique felt dizzy. He knew he could repent, but he couldn’t help but ask: “I don’t understand.” “We have our… our ways of behaving intimately.” He looked embarrassed. “You know.” He saw an expression of absolute ignorance on Enrique’s face. “She likes to see me act like a rat.” “Sexual games?” thought Enrique. Maybe the fat man was just joking with him. Enrique wondered, with some sense of urgency, what the rats did and if it was at all possible to imitate such an animal without grace. “Did they make sounds? Wouldn’t it be more logical for a body like that of this Romanian to become a whale, for 162
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example?” Alexandru understood Enrique’s confusion, so he allowed himself to clarify: “The rats, for example, eat leftovers off the floor.” Enrique looked at him, even more confused. “What did they ultimately do? An artistic performance? What do leftovers off the floor have to do with anything?” And at that moment, Enrique was shocked by a sudden thought. From the darkest corners of his mind, this newly―discovered memory now instilled in him a feeling of certainty, the feeling that he had the key that explained everything. Because leftovers and rats, had been a familiar topic, long before. And while that memory, buried for so many years, was transparent in his mind just now, he was mortified that the complete opposite may have happened to his daughter. That this event was replayed repeatedly in the head of Sofia, without leaving her alone. When she was around ten or eleven years old, she had gone through a difficult phase, acting like a capricious empress towards her parents. She used to come home from school with an admirable ability to mock what her parents said and to criticize everyday routines. Her language had changed: she was using profanities from the Coast, so he and his wife just assumed that she was hanging out with a new group of friends. They even talked with her teacher. One night, when they were about to have dinner, Sofia noticed that her mother had prepared a simple dish of rice with scrambled eggs and mini Frankfurt sausages. She flatly refused to eat the scrambled eggs, but Enrique demanded that she finish it. There was an instance of neglect ―her mother had left the kitchen to find her planner while Enrique followed her with his eyes, telling her something about the next day― When her mother came back, and both looked at Sofia’s plate, there was no sign of the scrambled eggs. “I ate them”, she announced. Her mother opened the sink cabinet to find them in the garbage, resting on a bed of waste. Enrique got up as if bitten by a tarantula, took the trash can, and with his hand, grabbed the scrambled eggs ―when doing so, they were mixed with other pieces of waste― and he put them back on the plate. “Eat!” he ordered. “There’s garbage here!” complained Sofia, as if she could not believe what was happening. “Eat!” ordered Enrique again, finishing the sentence with an insult. “I’m not a rat!” shouted Sofia, trembling. Her mother remained hesitant at first, but in the end, became a silent witness 163
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to her daughter, who cried in silence, shaking her fork in her mouth, chewing and swallowing with difficulty, between feelings of fear and humiliation. The rice and eggs had mixed with watermelon seeds, pulp from vegetables or crushed carrots. Enrique was sure that none of this was dangerous and, concentrated on intimidating his daughter with a slaver’s look that even scared his own wife, he didn’t even bother to touch his plate, he didn’t eat. Now Enrique began to feel bad, physically sick, as if he ate something rotten. “She commands, I obey. That’s how it is all the time.” Alexandru’s sentence took Enrique out of his thoughts. It didn’t bring him any sort of relief to find out that his daughter was the patroness. He took a sip out of his cup of coffee before asking: “Obeying in what?” “I told you: I act like a rat.” Despite his experience with the literature of the 80s and his recent fanaticism with the TV series, Enrique prepared his fears to be confirmed: regarding sexual games, he lacked imagination. “I use ketchup. That’s the most common”, continued the other with caution. “At times condensed milk…” “Enough!” Enrique closed his eyes but opened them almost immediately to take the cup and gulp down the drink. He wanted his well―being to come in the form of a coffee aroma, dulling the pain and the feeling of obligation somewhat with his next question: “Have you taken many photos?” “A few. She was the photographer though, and if I am being honest there are also videos. She told me to edit them and take out her face. It is not that difficult…” noticing Enrique's transfigured face, he hastened to clarify. “I keep them! We do not upload anything to the internet! Everything is very discreet” and after a pause he continued. “I assume you are worried and will believe anything, but I assure you I never laid a finger on your daughter. I do not use whips or leathers or anything like that. Sofia never asked me to”. Enrique nodded slowly and thickly, trusting that the man would shut up. He had already lost any interest in the details of their relationship. 164
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“I want to know… I ask these questions because I want to find out why she had a panic attack. Why something like this could have happened to her, do you…know why?” “No. That I do not know. However, she was under a lot of pressure. She is not pretty enough for the Americans that she likes. Here that is something that pertains to all the girls that are neither beautiful nor ugly. They only want American guys. Or Argentinians, because your daughter liked her fellow students from her courses. The first time I saw her, she caught my attention, the beautiful color of her eyes that seemed like contact lenses. And they were” ―Enrique looked at him strangely: Sofia never wore contact lenses in Quito― “She does not have good luck when it comes to men. She is interested in the wrong people, who do not see her soul”. “Did she ever tell you something about her family?” “She mentioned you and your family sometimes. There is one story in particular…” he then paused for a few seconds wondering if he should tell him or not– “She thinks that she is more like you than people imagine. In personality, I mean. After our games, sometimes it felt strange. She could be ... Bossy, as you would say?” He smiled, nervously. “Bossy” Enrique repeated mechanically and painfully, as he prepared for what was going to be said next. “What she liked being the boss”. “However, we would laugh about everything a lot”. And twice she remembered the only time you and her uncles took her to a soccer game. She remembered the "Corcel" Mosquera. Enrique was speechless. The "Corcel", one of the most famous strikers of the late nineties, had played on his favorite team. He was an Afro―Ecuadorian, sharp, strong, and who made goals on several occasions. In his head, Enrique thought about the afternoon that he had gone with his daughter to the stadium. “You had warned her about the insults she would hear. She was surprised, too. They took it against the ‘Corcel’ because it had started to fail, and they shouted, ‘Black Horse’ until he scored a goal. Then they called him ‘Cute Black’ ―Alexandru began to laugh―. She also told me about the insults to the referee. She would have liked to participate, but you had forbidden her. She would have liked to go back too, but she told me you did 165
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not want to take her anymore”. He took a long sip of coffee. “For Sofia, it was a funny anecdote. She also said that you and her uncles, despite having filthy mouths, would have been the first to defend gay marriage or be shocked by racial discrimination. Good people outside the stadium, she told me. I'm going to get more coffee. Do you want me to refill your cup?” Enrique shook his head and Alexandru got up, repeating the trip to the kitchen. At that soccer match, Enrique remembered to have sung with the rest “Everything was a lie, Corcel!", after the goal, besides vociferate against the visiting team the typical sexual humiliations. Enrique was invaded by a disturbing combination of prejudice and anger, and he felt that he was being offended, subtly but systematically, on every occasion that the Romanian allowed himself to smile or drink coffee in the middle of the conversation, as if they were two old friends remembering old times. Suddenly he realized something. Maybe Alexandru was not as smart as he seemed. If he was surrounded by books and seemed to know so many languages, why did he live in a hole in Brooklyn? “Why a rat?” Alexandru was taking a seat on the sofa and was caught by surprise when Enrique asked him this question. “I prefer not to talk about that”. “Why a Rat?” And he was surprised by his own tone of voice. He stood, and Alexandru imitated him and got up too. "The rats in the New York subway have become extremely old”, the Romanian began “They are the most disgusting animals you can imagine. Sometimes it seems that they get inside the wagons only to create chaos. As they enjoy the hysterical cries, the tappets, the squeeze ....” Enrique looked at him attentively. Now he wanted to play with him. Humiliate him. “If my daughter can, why can’t I? “...Those who survived Hurricane Sandy are super rats” continued the man. “They confirm the theory of evolution. Here resists the fittest”. Enrique's gaze remained on the Romanian, who began to show gestures of discomfort. “Some of those survivors are the size of rabbits... Why don’t we sit down?” Alexandru suggested. 166
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“Is this your father?” Enrique pointed with his finger at a photograph that rested on the bookshelf. Alexandru nodded hesitantly. “And does he also live like a rat?” Enrique said, without previous reflection. Although Alexandru looked at him without fear or offense, he announced carefully: “Now you have to leave”. Alexandru escorted Enrique to the door, while this was happening Enrique repeated to himself the chivalry of that phrase that marked him as an outlaw. He crossed the threshold when Alexandru's voice stopped him. When they turned around, their faces were very close, and Enrique felt that warm breath of coffee aroma of Zaruma. “Do you know why I can be a rat?” “Because it smells bad?” It gave him relief to vent a little more. “Because I'm also a survivor. Tubes, scourers, drains. I move between objects and fluids that nobody touches in this city. Nobody would like to touch me either. Only your daughter. She knows the value of rats”. Enrique took the subway back to Midtown and, before arriving at the hotel, bought a bottle of red wine. In the room, he set the alarm for 3pm, the time he had agreed with the receptionist to ask for a taxi. There was little more than three hours left. The suitcase was ready and after midnight he would land in Ecuador. He sat down to process the experiences of the day. He had not yet had lunch, but he prepared to kill with wine both the slight sensation of hunger and the anger that still lingered. He generously poured the first glass and drank it in three sips, watching the television images with the sound off. And he remembered ―he could not help but remember― the disgusted and weeping face of his daughter chewing slowly the scrambled eggs, with those eyes flooded with resentment and humiliation. He also imagined her in New York, looking at her compatriots every time she visited Queens or any Andean refuge as they were shit, and looking with a smile at her Buenos Aires colleagues, those slender and presumptuous subjects. He poured himself a second equally abundant glass, while his mind wandered to the portrait of Alexandru's father, then again to the image of his daughter swearing that we did not occupy a place, that we did not 167
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exist, she, who now considers herself imaginary as the equatorial line. Enrique remembered his own years in the College of Arts at the end of the 80s, the suffering of his half―brother who had an autistic son, the heavy hands of Alexandru, with clumsy but strong fingers, that little Ecuadorian novel that he had read recently. Poor book, very bad, which could barely rescue a couple of sentences about the future of mankind: all the development of humanities should come together in an alteration of physical laws capable of creating a black hole and return to our childhood, to our youth, to yesterday even, and to undo those roads that we have paved with stupidity and iniquities; and while he was pouring wine for the third time, his eyes got wet thinking about his daughter, at the café misto, which was neither milk nor black coffee nor had flavor to anything, he valued insomnia and a clear conscience, and he was disgusted by the fleeting memory of his hand embracing Alexandru’s. And suddenly he was frozen. The television showed caricatures of a canary and a feline but, by the expression on his face, it was as if he were observing an extreme display of malice, as if he were the casual witness of a decapitation. He had remembered the videos. Alexandru had recorded movies with his daughter. It was his duty as a father to recover them and get rid of them. *** He had the good fortune to reach the building’s entrance as a couple of young girls came out. He held the door and entered with the assurance as if it was his own home. He climbed the stairs clenching his fists, determined to give battle, but without definite plan on where he would hit first, without even knowing if he would launch an intimidating howl. He thought he was willing to bite or insult (in the subway, he entertained the thought of the threat: “Boar, if you don’t give me the videos, you won’t make it to Christmas”), but at the same time, he was almost glad not to have a baseball bat or any other weapon of sorts on him; as time passed, he thought that with so much adrenaline, that his hand would lose all control. 168
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He gave three strong knocks to the door, and immediately thought that he had exaggerated, that he had knocked with the authority of a police officer. And later, he started to think that maybe the police would show up during the fight, and he had no interest in spending the night in jail. He remembered his work as a volunteer with organizations of workers in Esmeraldas during the 80s, when he discovered that the local police dedicated themselves, almost exclusively, to solve drug trafficking crimes and the murders of white men. It was rumored that for the rest of the crimes, impunity was negotiable. But New York was alien territory, a distant world from that old Esmeraldas. He heard noises from the other side of the apartment and as soon as Alexandru was in the middle of opening the door, Enrique went up and attacked him, letting out a drowned battle cry. In those first seconds that they turned and stumbled inside the apartment, the two crimped to one another ―Enrique took Alexandru by the lapels, like how someone would cling to a float― and looked like they were dancing a furious tango. The door closed, and Enrique growled and looked at him like a wolf would, like a creature pushed by his instinct, governed by basic propensities like feeding and defending the herd; he wasn’t able to launch any insults, nor did he allow himself to explain his presence in the apartment; Alexandru heard these snorts, taking in these crazed eyes so close to his own, and his first reaction was to panic. He tried to get Enrique’s hands off him, and although he was stronger, Enrique’s fury was unbeatable, and so they wound up spinning around until they fell. The table shook and some of the piles of books dropped to the floor. Alexandru stayed on his back with all his corpulence, and, during those brief milliseconds in which he became an upside―down turtle, kicking at the air, Enrique took advantage sitting on top of him, growling, and shaking him again by the shirt, lifting him from the lapels only to push him back to the floor, getting his back and neck to bounce; Alexandru did not want to find Enrique’s face, but instead, his palm grabbed the first thing at its reach and he hit his opponent in the head with Le Petit Larousse, a hardcover, and Enrique soon found himself staggering sideways. Alexandru regained energy, struggled to get up, and had his knee on the ground when Enrique 169
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made a great effort and took Alexandru by the neck, taking Alexandru by the neck, with the intent of knocking him down; they struggled again and, in the chaos, one of Enrique’s fingers for a moment ―that seemed eternal for both― touched the wet hair of the nostrils of Alexandru. The second fall was more uncomfortable because of the number of books that were crushed under their weight and Enrique thought, during those fleeting seconds, that the books wanted vengeance: the covers sought to dig into their flesh, defying their clothes. Without thinking, he copied his rival’s strategy: he grabbed the first book before throwing it at the other’s head, although without any effect: he had opted for a light text, from a scrawny essay collection by Andre Breton. “Wait, wait!” Enrique could finally speak, extending his hands from the floor in Alexandru’s direction, who was coming on top of him. He didn’t add anything else. Both of them, on the ground, one of them lying down, uncomfortable, the other sinking, gasping for mouthfuls of air. And for some incomprehensible reason, Enrique remembered the first time that he had relations with his wife, Sofia’s mother ―it was the first time for both―, one Friday afternoon on the carpet of the living room of her parents. Back then he was also flooded with blushing, by clumsiness and hyperventilation, by sweat and above all, by the unrest and fear of the unknown, which at that time was the possible pregnancy of his girlfriend. “This is all surreal.” Enrique said to himself, still lacking air, trying to sit on the floor. “You’re crazy.” The Romanian interrupted, while he got comfortable on top of the carpet. “The videos… give me the videos.” And he looked around, as if he looked for them in the middle of this cemetery of books. “They’re not yours.” They evaluated each other in silence before Alexandru sentenced; “In any event, it’s what she decides. “I just want to take care of her. Protect her…” Enrique began. The sound of both catching their breath filled the living room, but started to be lost beneath Enrique’s laughter, contained at first, later uncontrollable. While he cried from laughter, he cleaned the finger that he had sunk into the other’s nose with on the carpet. The Romanian laughed too. 170
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“Absurd.” Alexandru finally said, after catching his breath. “Like in a movie.” And he let a long pause pass before being overwhelmed with urgency that pushed him to clarify that he did not think of his home videos with Sofia. “Like one of Woody Allen’s.” By this point, Enrique had stopped laughing, but an expression of satisfaction remained on his face, and for the first time, he looked at Alexandru in a different light. He thought that, if it were in other circumstances, maybe they would’ve had an enriching cultural exchange. They stayed in silence, almost enjoying it, as it the previous laughter had mellowed out the environment. “I would never leave my daughter alone with Woody Allen.” Enrique let out, without knowing too well what pushed him to take the chat in that direction. “Me neither. Nor with Polanski. Although maybe she would know how to handle them.” Alexandru insinuated. “She’s not a little girl anymore.” Silence. “I take care of your daughter too.” Alexandru assured, fixated on Enrique. Enrique nodded, getting up slowly. Alexandru also composed himself, somewhat tense, thinking that maybe the fight would resume. Enrique led himself to the exit, discouraged. He was cut short by the voice of the Romanian: “She doesn’t like me as a boyfriend. I will never be part of your family. The fat Alexandru knows his place, he has learned to survive on his own. Stay calm.” “Shut up.” Enrique begged, without raising his voice or returning the glance. Before leaving the apartment, when he had opened the door, he looked back towards Alexandru: “Please, fix the mess in my daughter’s studio. You know where everything goes.” And it hurt him to say the last sentence. “It seems like you know her better.” *** The woman who served at the counter for business class wished him a good flight, and in that instant, he felt insecure about spending Christmas with his family. He wandered around the terminal until he saw the clock: there was little time left before he had to go to the 171
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security checkpoint. He ran one hand through his hair, noting the bump from Le Petit Larousse, and felt the urgency to think about the next step. He strayed from part of the journey until he sat next to a trash can, near the toilets, that had gotten his attention for its nauseating odor. It was as if below this pile of contracted plastic and dirty papers lied an animal in decomposition. So, he opened a Christmas present that he brought in the backpack. It was one of the nougats his daughter asked for. Containing his queasiness, he put it in his mouth, asking himself if it was a good idea to return to Quito; thinking about his options for an excuse: to talk with his wife, tell her that he had missed the flight and he’ll fly back two days later; and while he took in the stench of the environment, he let himself be taken by the guilt, thinking about his daughter and about the scrambled eggs, prolonging for a few moments the decision of returning to that country of an imaginary line, where a different family awaited him, one in which he no longer had the place that he thought he deserved.
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Burn Newspapers, Publish books Words are the most powerful drug that humanity has ever invented Rudyard Kipling
Pilar never imagined that she would find her ex―boyfriend in New York, much less see him arrive with Mercedes. She was then a victim of the couple’s behavior, of that unbridled enthusiasm, when hugging her, after running over to congratulate her on the book launch. Pilar, not fully recovered, had barely heard Mercedes’s praise for the qualitative advantage of publishing “In the very core of Gringolandia, not like any other chola.” She and Leonel laughed, while the author just cracked a warm smile. Taking one of the copies, Leonel wanted to point out that New Yorkers was a good title and he started to recall a story that showed Pilar’s talent from her days as a reporter. In the middle of that false camaraderie, Mercedes looked around, calculating that there were barely 20 people in the room. Pilar had met them four years earlier, in Quito, during her first work experience. Back then, Mercedes covered cultural events, and Leonel and Pilar wrote notes for the business section under the orders of Albertina, the best editor in the country. Despite the age difference ―Leonel was ten years older ― him and Pilar had been dating for seven months. After they broke up, she quit her job and slipped away from the social lives of her former colleagues. Now, Mercedes and Leonel did not know how aware Pilar was of the latest newspaper gossip. In any event, they trusted that the Buitrago affair had not reached her ears. The couple had only been in New York for five weeks and the money had started to run out. Among the roots of the problem was Mercedes’s excessive optimism: her contacts at the news had never guaranteed her a job in the United States, but she had convinced Leonel that it was the ideal moment to abandon it all. During the first two weeks, they lived in Queens, in an acquaintance’s house, and later they rented a small apartment in Brooklyn. But the savings dripped away like an open faucet, and Mercedes had received confirmation, two days before, that she would get the job for the site.
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Leonel found himself with his hands tied: his experience as a journalist was vast, but the details of the Buitrago case were still fresh. Mercedes thought that Leonel would never return to work for a media outlet, although he never talked about his fears. To top it off, both of them had a visitor’s visa, making them inapplicable to get employment. That morning, Mercedes received an e―mail from the McNally Jackson Bookstore: Pilar would publish her first book. She then remembered a conversation in Quito, where she was told about Pilar and the scholarship that she had obtained to study Humanities in Manhattan. She felt bold. Although she was Leonel’s ex―girlfriend, she remembered Pilar as a nice girl. When she proposed to attend the launch, her boyfriend was encouraged: “Why not?” he said, “Maybe we can laugh a little”. Mercedes was a bit taken aback about “laughing”, although she knew that Leonel’s rather heavy humor always wound up winning her over. Leonel told Pilar that he spent his days as a freelancer and that Mercedes was going to receive a job at a news site. Pilar smiled through it all, without interrupting, and he could not help but relive the time of dating, when his words were captivating… convincing. They would cause trouble. Little by little, Leonel took over the conversation and, in his loquacity, he mentioned known colleagues, only to lie about his own works, unimportant things at the start, and then grandstanding the achievements since 2010. Mercedes looked at him quietly, neutral, but Leonel felt that hidden bewilderment of his; a few moments later, she excused herself to go to the restroom. Pilar simply nodded. Twice they were interrupted by people that wanted to greet the author before starting the act, but as Leonel stayed close to her, they ended up moving away, chasing the tray of food or trying to find other people. And at the halfway point, Mercedes had not come back from the restroom. “I think we can start,” Pilar said suddenly, talking more to herself, as she watched her two interviewers take their seats. “We can also get a motel in Chinatown.” Leonel said, smiling. The expression reminded her of a code shared years ago: “Get a motel in San Blas”. Their romance had begun after a story coverage at the Carondelet Palace. When they were dating, they remembered those words many times, and the self―assurance in which Leonel 174
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had said them, and the naturalness with which Pilar had accepted them, in an impulse completely unlike her. “Excuse me?” She became alert. “It was just a joke.” She observed him without smiling. Mercedes abruptly returned: “And what are we talking about here?” “Nothing important,” he intervened. “About couples.” “So, then you’ve told her that we’re thinking about getting married,” Mercedes fibbed, smiling, while she took Leonel by the arm, thinking that this provocation would amuse her boyfriend. “Congratulations to the lovebirds.” Pilar’s smile seemed frank. She warned, before turning around: “Let’s start.” *** Pilar had conflicting memories of her time in the newspaper, and not only because she had to collaborate with Fonseca, the unbearable editor of Amazonian News. At some point, she had to confess to Leonel that the first few weeks at the job had been the most bizarre period of her life, writing texts at an alarming rate, earning a meager salary that barely covered for the commute from her house to the paper or to the office of the interviewees. She frequently visited the Carondelet Palace or the ministerial headquarters. Her contract as an intern was part-time, but normally she would combine twelve hours a day or more in the editors’ cubicles, unable to leave the newspaper without finishing her notes. Sometimes the sources rejected her calls, which began the cat―and―mouse game, where the gears of their own contacts or the support list from Albertina came into effect. In addition to carrying out the heavy task of archiving and contextualization, Pilar interviewed the personalities of politics and the local economy, as well as getting to know colleagues who were sharp and detached like Albertina herself. She also believed in Leonel. First, she sought refuge in his words, and then, after long, exhausting days, she found pleasure in putting her head and arms in the hospitality of his body.
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There was also room for frustration. Not only did she spend her time in cubicles or press conferences until late at night, but she was also required to work weekends. In her first months on the job, her friends communicated with her by phone, and as Pilar had less time to contact them, they replied with pranks about how busy and important she had become. Then, they stopped calling her entirely. It was at that time when Pilar understood why so many reporters kept unstable relationship or even lovers within the same newspaper. The workplace was their social space: that was where they spent more than half of their day. And it would prove difficult to get the cries of Adelaida or Rocio, the editors of culture and society, out of her head. With over forty years, they had never started their own families ―although they were rumored to have had affairs with some colleagues― and, after getting drunk at a party, they both admitted that the newspaper business had taken the best of their lives. Rocio recommended to Pilar not to stay longer than two years. And to drive the point home, Adelaida said between sobs, “The newspaper sucks your blood. It dries you out.” Although it sounds frivolous, Leonel’s gaze dazzled her. Because that shipwrecked beard had later found her, overshadowed by the innocence and clarity of those eyes that had become legendary among her colleagues. Leonel also knew how to impress her with his personal anecdotes, and of course, with the National Prize for Journalism, awarded to him years ago for his report “Burned Newspapers”. The text was narrating an event related to the powerful family of Chiriboga Pardez, owner of two Quito morning papers: El Regenerador y La Verdad. With a considerable tradition, and a right―wing editorial line, El Regenerador had positioned itself as one of the two most influential newspapers in the country, under the administration of Ms. Marcela Chiriboga de Castro. The now―defunct La Verdad, on the other hand, was driven by the renegade of the family ―the cousin of Ms. Marcela―, Pedro “El Loco” Pardez. La Verdad had become an ambitious project that, with a promising start, had hooked the public of the moderate left. But the kinship of its business juncture gave way to contempt: the relationship between “El Loco” and his cousin was terrible.
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In October of 1999, the Guagua Pichincha volcano erupted and suddenly Quito was under a thick blanket of ash, causing, among other misfortunes, the collapse of the roof of the printing press managed by La Verdad. The machinery was unusable for several days. “El Loco” Pardez contacted his cousin and they agreed that he and his team would pay money to temporarily rent El Regenerador’s printing press. The schizophrenic parts of this story began to develop afterwards. “El Loco” Pardez had spent years inflating the printing figures to obtain better profits when negotiating with his sponsors. Supposedly, La Verdad circulated fifteen thousand copies daily, but in reality, only a third of that figure was printed. Ms. Marcela ignored this trick, and right away, “El Loco” took steps to avoid being discovered. During that time, fifteen thousand newspapers were printed, which were split into two groups; one which went directly to the distributors, and the other ―with ten thousand copies― arrived at the La Verdad facilities. What to do with so many newspapers? They couldn’t be sold to the recyclers; the quantity was so large that word would spread about the nature of the material. So, around the afternoon, in the two courtyards, wide and inaccessible to reporters, “El Loco” Pardez and his inner circle came in and burned the remaining newspapers. The smell reached the work cubicles and the nearby column of smoke could be seen perfectly from the offices. At the mercy of the wind’s whim, these dark emanations threatened to flood the newsroom. “El Loco” muttered that it was garbage from the cellars and that they had been forced to burn it to gain space. They needed to be more discrete. After a few days, they decided to incinerate the newspapers at night. A partial version of these events had reached Leonel, who then got testimonials, found the pieces that completed the puzzle, and published his report. From then on, his run of glory was unleashed. He received the National Award, took advantage of his bachelor status ―he rarely formalized relationships― and consolidated his career as a reporter ―specializing in economic journalism― with his reputation as a joker as well as a loyal colleague in difficult moments. The scourge of what happened with the gringa, Renata, hung over him like a bird of prey, but he knew how to resolve the
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conflict tactfully. When he was in his decline, he wanted to reinvent himself by writing a novel ―of which he managed to sell a few copies― on Cueva de los Tayos, with a reiki practitioner as the protagonist. In April of 2014, he met his hell. He had worked his way up to the position of Business Editor, and his name was even suggested to replace the general editor, when a note was required from Fermin Buitrago, the renowned economist. Buitrago was Argentinian, and despite the multiple calls, nobody answered on the other side of the line; not in Buenos Aires, and not in Villa Moll, where his mother lived. Due to the political and economic situation ―there was a restriction on imports in the Andean community― it was vital to publish an interview with him, a former adviser in Lima and Caracas. Two days later, during an editors’ meeting, Buitrago remained unaccounted for, and there was a formal request for Leonel to find another source. He refused, almost furious, swearing that everything was under control, that he expected positive news at any moment. He tried to reach Buitrago through Facebook, Twitter, and through colleagues in La Nación, but had no luck. Then a message came suggesting that Buitrago would be in the Norwegian forests for weeks, with his daughter and brother―in―law, and without internet access. He solved the problem with what would be his collapse. He had read the works of Buitrago. He kept his interviews in French of newspapers that, he was sure, nobody read in Ecuador. Based on these sources, and his own imagination, he published his piece the following day. The real Buitrago retweeted his text days later, clarifying that he had never given any interview. Leonel’s dismissal was fulminant. He had been out of work for a little over four months when Mercedes came up with the idea that he should try his luck in New York. *** The interviewers were professors from the Department of Iberian and Latin American Culture at Columbia University. One of them approached the microphone to execute a complex two―part question: first, about the origin of New Yorkers; and second, about memory and reality in fiction. Pilar said:
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“I remember that my father bought the book Soy Un Delicuente, which contained memories of a Venezuelan criminal. Why? I asked myself. Well, maybe now I can answer that. I think that in my father’s mind, in the end, Venezuela and the rest of the South American countries are the same. To begin with, he does not find a nationalist distinction. But there is something deeper, I think, and I say this because this story has to do with travel and discoveries. My father was and is a straightforward guy, honest to act and think, who pays his taxes, goes to volunteer for community work, gives to charity on the weekends. He lives in a house without a garden, but without leaks in his roof. He cancels the mortgage to Biess, religiously, every month. He knows poverty because he has seen it on television and in the streets. That poverty which has the smell of popular buses or farmers meetings… ―Here she made a sharp gesture with her head, as if coming out of a trance― But he has never experienced it, because there was always a plate of food on his table. Then his knowledge of poverty was relative. However, his knowledge of delinquency, not so. That’s why he bought the book, to soak up the details. It’s like the people who read tour guides and never leave home. For them, the pictures of the Great Wall of China or of the corals of the Caribbean are the quintessence of the adventure. Experiencing exoticism is a process that sublimates. This is my father, who wanted to know how an offender lived. But I do not cling to the assumption, I have the possibility of living: I came to New York because I wanted to breathe this city, find out what happened to all these people who live crowded in boroughs, although deep down, they are not so different from the rest…” “I hope she doesn’t start crying.” Mercedes had leaned towards her boyfriend’s ear. Leonel’s sudden smile, which showed complicity, preceded an answer between whispers: “As long as she doesn’t talk about Roald Dahl or her grandma.” Leonel had seen Pilar cry three times. The most recent one had happened on the day they broke up. But weeks before, on a Sunday afternoon, he had seen her cry during a conference about children’s literature. The speaker was Santiago Páez, a professor at the Catholic University and one of Pilar’s favorite writers. At a certain point, Páez had shifted his talk towards the subject of 179
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Las Brujas, by Roald Dahl: “In this novel, a boy and his grandmother fight against a witch cult and defeat them, they kill them all. The witches are evil: they kill children in the most horrendous ways, and they are horrible; square feet, blue saliva, and bald skulls like eggs. The novel ends with an emotional dialogue between the grandmother and the grandson. The child has been turned into a mouse by the witches and cannot be turned back into a human, so he asks his grandmother, the only person he has left in the world: ‘Grandma, how long does a mouse live?’ The grandmother answers: ‘Seven or eight years’. The child turned into a mouse asks again: ‘And how long will you live, Grandma?’ The woman, who is already very old, answers: ‘About seven, eight years at most’. And the child―mouse, realizing that they will die at about the same time, concludes: ‘Well, I wouldn’t like to be taken care of by anyone else other than you, Grandma’ (…)”. When Leonel returned his gaze, he saw Pilar take a handkerchief to her eyes, devastated in tears. He did not react. He did not even bother to draw her to himself, for fear that she would feel comfortable to let out a louder whimper. And although he would’ve like to, he also lacked words of encouragement for her, because he did not know any. He was speechless, unable to say the right things. Pilar had told him many times about her late grandmother, but only now began to understand the dimension of loss, of that broken bond. “Maybe she refuses to autograph your book” Mercedes leaned towards Leonel’s ear again; the other shrugged amused. She continued, “Maybe she never forgave you about the plant”. Both contained laughter. Pilar, who answered a question about the importance of literature in society, watched them whisper and have fun. After four months of dating, Leonel saw Pilar cry for the first time. At that moment, she was assigned to cover a story in Loja and would be away for twelve days. She made him in charge of her only plant that she loved, with the pot and everything. She could have left it with her parents, but she chose him. And Leonel could never explain what happened. He placed the little plant by the window so that it could receive sunlight. He poured water all the times, talked to it at night, and in the mornings, he sang Metallica or Guns & Roses, which during those weeks was what he would normally listen 180
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to before breakfast. Days started to go by, the biggest leaf began to bend. On the fifth day, the color turned from green to a carbon color as if it was gangrene. When Pilar returned, there was not much plant to save. She turned her back on her boyfriend and wiped away a couple of tears. It was not a cry in the strict sense, but Leonel wanted to break the ice and pointed to the vegetable body: "I think it committed suicide. It could not tolerate that we both loved you”. And because Pilar did not respond nor move, Leonel's thoughts turned into frustration: "Stupid Plant". Mercedes enjoyed these stories even though she had heard them several times. At the beginning of 2014, to celebrate the ten years of Leonel's forgotten novel, she gave her boyfriend a special type of plant capable of surviving the toughest weather. Leonel suggested calling her "Pilar". *** After the presentation, Mercedes and Leonel lined up to receive an autograph. "She’s not going to sign it", Mercedes insisted, mockingly, in his ear. Leonel, with New Yorkers in his hand, did not stop smiling at her, although inside grew an indomitable feeling, that envy that gave capers and bit the emptiness like a chained Doberman. Although the book had been printed in a small publishing house, it was bilingual, hardcover and beige paper. Besides, it was obvious that Pilar had not had to pay a single cent for the printing. His old novel about the Cueva de los Tayos, on the other hand, had been financed by himself. All the publishers he had approached asked him for money. In the end, Joaquin and he put together the edition. In those days, Leonel had spent vacations at El Murciélago beach with his parents. One morning they had breakfast in an open dining room, attracting the interest of sellers of pirated items: movies, CDs and clothes. One of them approached his table with books. He offered them one of Vargas Llosa autographed. "Autographed?", asked Leonel. "I'm in charge of imitating the signature, ten dollars," replied the other. His name was Joaquin. Among the various texts Leonel came across an original, published with Manta’s publishing
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house”, and Joaquin explained that local books were not subject of piracy: the falsifiers with social conscience respected the Ecuadorian product, in an exception that years later would be extended to the movies. Leonel also found a unique, disturbing and apocryphal copy. This was an anthology of stories by Alice Munro, supposedly published by an Iberian editorial that Leonel, knowing well, only the company was dedicated to the dissemination of detective novels. The cover had the photo of a Bedouin on a camel, an image that someone had valued as sufficiently artistic to deserve the central graphic position. Spaceships were floating behind the Bedouin. The first page lacked data ―neither author, nor ISBN, nor stamp, nor city― and the whole volume was a collection of photocopies that missed layout. It was evident, moreover, that somebody had kidnapped and reproduced the bar code of another book to embed it in the cover. Looking at it made him laugh, but Leonel held back to ask, "Can you do one of these for me?" Joaquin nodded. "But I don’t want it exactly the same. I'll give you some ideas”. And that was the beginning of his work, published in standard newsprint paper, on the Cueva de los Tayos. When the turn came, Mercedes and Leonel reiterated their congratulations and Pilar had to repeat the gratitude for that surprise presence. As she took the book and scribbled something on the second page, Leonel reminded her that they were now colleagues, and Pilar asked, returning the book New Yorkers with a disinterested voice, if the story about the reiki detective and the Tayos had been reprinted. Leonel then chained one lie after another. Pilar asked for the name of the publishing house, and if they planned to return to Quito for the re―launch. Leonel justified his story with more lies before Mercedes suggested a future encounter. They exchanged telephones as an act of courtesy, aware that such a meeting would never take place. Both walked the distance that separated them to the door of McNally Jackson, laughing secretly and then, already in the street, forgetting any modesty. "Pathetic", she said at last, hooked to the other's arm, and continued: "So few people! If there were even snacks left over”. Leonel nodded before completing: “We did not even have time to talk about Albertina or Fonseca". “Fonseca? If they only worked a few days, she spent the rest of the time with you” 182
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“It was short, but hard for Pilar. Fonseca was on top of her” “Poor Pilar, Fonseca was the worst editor in the world” “You know Fonseca once asked Adelaida if her feet smelled" “No? What an imbecile” “Yeah, but what happened next? Is he retired?” “You didn’t hear? They took him out of the newspaper. Hey, and what did she write about us in the dedication?” “Let’s see, let's get closer to the light ... It says 'To Meche and Leonel, with appreciation'. That is all. She did not even call me 'Leo'". They took refuge from the cold in a Broadway café―bar, ordered a couple of cappuccinos and chatted about the time at the newspaper. It was an almost inexhaustible subject, and Leonel made the attempt to remember the accessory details of so many love affairs, fights and dismissals, of the parties and scandals. Then they returned to Pilar and skinned her for her "senseless shyness." Almost without thinking, Leonel added: "I'm glad she finished me, and not the other way around. I think that was less traumatic". Mercedes looked at him fixedly. "You told me it was you. That you finished it”. A fleeting shadow of panic covered the face of Leonel, who reconstructed his face. “Yes, that. I got confused". Mercedes looked at him sternly. "Well", he retorted hesitantly, "If it was her or it was me. What does that matter now, sweetie?” The seriousness of Mercedes' face did not change. “Are you mad, my Meche?" He asked, forcing a smile, only to obtain a gesture difficult to interpret from Mercedes. Then she let herself be overcome by apathy, her eyes became dumb, expressionless, and her boyfriend also had to gather in a silence that was only broken by the tinkling of the spoons turning in cappuccinos. They spent almost two minutes without speaking and then Leonel knew that there would be no escape, it was time to tell that story. “I can explain to you what happened. But you will not like it”. “Start talking”. “Do you know that I had an operation on my knee?” “Why do you keep changing the subject?” 183
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“They operated on me after the breakup with Pilar. The matter was like this...” ―He took a breath in―“I had an affair with the gringa, Renata”. “God!” She barely managed to say, covering her mouth. “I told you that you would not like it”. From the first day in the newspaper, Mercedes felt a deep contempt for that gringa, Renata. She was a reporter for the Entertainment section, a single mother, protected from the general editor ―some said, in fact, that the son was his―, who used to behave like a lady and a chief, expecting everyone to polish her high―heeled shoes. For photographers and infographics, only irritable orders came out of her mouth. During their first meeting, she teased Mercedes' clothes ("Honey, your dress looks like pajamas"), and after that Mercedes never came to forgive her. Although the general editor used to defend the gringa under the argument that her section came to be the most read after Sports, those enthusiastic exculpations only aroused the suspicions of others. The waiter ―a Portuguese boy who had joked with them before taking them to the table― came over to ask if they needed anything additional. Both shook their heads. As soon as they were alone, Leonel continued: “She and I dated for a little bit. Less than two months. I never knew who the child was, she did not talk about that. But she did tell me she was in love with me. That she had always been. She was pressing me to leave Pilar” ―he ran his hand through his hair― “God, that woman was crazy! She got pregnant”. ―It was silent, and he saw that Mercedes was about to start crying― “I told her that I did not want to be a father. The next day she locked herself in her office with Pilar and told her about her pregnancy. Pilar left the office ten minutes later, broke up with me and the next day resigned. It was a horrible time”. ―They looked at each other in silence and Leonel knew that he had to take advantage of the situation and leave the whole story behind him to make sure it would never happen again―. “I still do not understand how all this never became known. The gringa Renata was on two weeks of medical leave. You remember? A severe infection in the urinary tract, and then a flu, she said. The truth is that she had gone to a dentist to have an abortion, and in the process, she had suffered complications. During those 184
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days, I went to Café Tolstoy, they had asked me to read some pages of my novel “―at this point, Leonel saw it unnecessary to clarify that he had pressured the owner of Café Tolstoy to be invited―. “In a pause of reading, I discovered among the attendees a group of boys who remained standing. It was unusual, because there were free tables. The waiters approached them, but by gestures they refused to take a seat. Then I recognized one. He was Renata's brother. She had told me, for other reasons, that he was a violent guy. I sensed that I was in danger, that he was paying me a visit with his gang of fucking bullies. I walked calmly down from the stage and left the novel on the table, as if I were going to come back after a while and headed for the kitchen. Nobody stopped me. The others tried to follow me, but they were held back, or so I suppose, because I heard a bustle behind me. I went out the back door and stopped the first taxi I saw. I was getting into the car when those savages caught up with me. I kicked them, but they didn’t let go of the door. There were a few seconds of intense panic. I don’t know how to describe his eyes, Meche, I swear, it seemed that they were not going to find peace until they shattered me. The stupid driver only shouted, without accelerating or getting out of the car. They took my leg and closed the door at knee height, and while I was like this they gave me a couple more kicks. I thought I was going to die. The taxi driver decided to start the car while I complained in the back seats, lying like a wreck, crying and writhing. I even pissed my pants, Meche. It's the most terrifying experience I've had in my life. They operated on me a few days later, and I told people at the newspaper that it happened playing soccer. I spoke with the gringa. I apologized. I asked her about her health, I cried to her to get her brother to relax. I wanted to apologize also to Pilar, but she never answered my calls”. Mercedes could not contain her sobs. Leonel had never seen her like this before. He had made her cry. By some strange mechanism of memory, he recalled the face of that other woman, Pilar, and of her moments of despair. He looked for Mercedes's hand, but she rejected it. And then Leonel also felt that his eyes were filled with tears and he could not help but relive that other occasion, some years ago, when he was disturbed by a transparent and deep feeling. It had not been about 185
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pure sadness, as it was now, but rather a mixture of awe and despair. It happened a few days after the talk of Santiago Páez. They were in a small theater room nailed next to the Church of Belén, enjoying a show that stood out for its interpretative power and careful staging. Leonel, however, would remember it more because of a minor event that occurred shortly after the intermission. An actress of about 70 years gave voice to a woman who lived alone and reflected on the passage of time. In a certain moment, she began to declaim a lyric text, and Leonel closed his eyes to concentrate. The last verse was "But I really loved you". When Leonel opened his eyes, the actress's gaze was fixed on him. Her eyes were not lost among the audience, as is the custom among actors, nor were they directed at Pilar or her neighbors. Those damp eyes locked with his. Pilar clung to his arm, noticing the mystical moment, for a few seconds no one dared to breathe or cough. After, some attendees moved expectantly, curiously turning their heads. They looked at him. "But I really loved you," she said again, and even though Leonel could not fit the face of any woman with that statement, his eyes got wet. "It affected me," he would say later. Pilar dared to draw a certain parallelism, noting that this show rescued the same features that had shaken her in the speech of Santiago Páez: love, time and the struggle against misfortune. For Leonel, however, it was related above all to the unknown effect of words, with those miracles that could occasionally crystallize writers or those gossips. "I cannot believe it," Mercedes managed to mutter, wiping her eyes with her napkin. “And nobody ever knew about this?” “In the newspaper? Not that I know of. I was lucky”. Mercedes continued to sob, and he continued: “You have been with me in this difficult time. The worst of my life. I would not know what to do without your support. Now I could have told you any lie and justify me in another way. However, you deserve the truth. I'm sorry, really”. He wanted to reach for her hand again, but she rejected it again with a rough gesture. “Darling”, I was someone else then”. “I cannot believe it” ―and after the murmur of that repetition of hers, the crying returned to her like a wave that was born to her from within, uncontainable, forcing her to stretch the fingers with promptness and 186
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grabbing Leonel’s napkin. “And also, with that b...” he restrained himself, perhaps affected by the news of the abortion. Suddenly she stood up. “See you at home” and left quickly, leaving a shy gesture of Leonel who barely stretched his hand, without leaving the chair, and whose voice died in the middle of the throat an unconvincing “wait”. Overwhelmed, Leonel ordered two whiskeys from different brands. He tasted them with his head down, buried in his memories. It looked like the image of the man trying to get used to defeat. *** He was back home shortly before midnight. He found the light on and entered stealthily, like a thief. Mercedes had left him on the couch the pajamas, two blankets and a pillow. He approached the bedroom only to check that it was locked. “Get out!” It was heard from the other side of the door. When Leonel approached the sofa, he noticed that New Yorkers was still in his hand, something hot, like a morning roll waiting to be consumed. He sat. He did not even bother to browse through it during the subway ride. He reread the autograph only to discover that the date was wrong. It said 2004, a full decade of difference with the current year. He looked at the index: each story was identified by the name of a place or station in New York. He chose "Bronx." It hardly took a few lines to discover that the story was about a certain Leonel, a plumber from Quito, known as a ladies’ man who lived a few blocks from the Department of Communication at Manhattan College. He felt as if the tip of a knife was running down his back. He continued reading. The fright of being partially portrayed was replaced by amazement: Pilar was sailing with absolute control between the words. It went from intimacy to social criticism. It invited to the weeping without sinking in the melodrama. Overwhelmed by a mixture of sadness and disgust, he closed the book like someone who just slammed the door. He was aware that he would never be able to write at that level. Never.
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Olga, the last Pushkin girl My friend Birte couldn’t believe it, but it was true. To seduce me, Antonio only needed to tell that story about the ice merchant from Chimborazo. 1 Nothing else. It happened during one of our “Snakker du norsk?” sessions, a popular ‘meet up’ group in Oslo, where foreigners who planned to settle here would gather and practice their language skills. He looked shy, babbling in his poor Norwegian, and in little time, we had no choice but to switch to English. Then I learned how much he liked Russian culture, and how just a few weeks ago, he had managed to entertain himself during his scarce free time reading from the famous novel in verse by Pushkin. They served us two juices, and seeing the ice cubes floating in the glass, he was inspired to tell me about his country, specifically of Chimborazo and that man, Baltazar Ushca. For decades now, Ushca has been climbing the volcano and pulling out its guts, hauling back the huge blocks of ice and selling them to the local markets. Then he warned me that it wasn’t any fictional story, that the early-rising Ushca must have inherited the task from the days before electricity or refrigerators. Naranjilla juice, he said, is drunk in the Merced market with ice from the tallest mountain in the world. Next, he explained what naranjilla juice was, where the Merced was, and why Chimborazo was taller than Everest if you counted its height from the center of the Earth. He then continued to tell some anecdotes about the backbone of mountain peaks that cut through half of the world, that he, as an expert climber of the Andes 2, had come to know and love. Around that time, I was preoccupied with moving. Birte had offered me a room for rent in her apartment in Grünerløkka, which was convenient for me because it was cheaper than my room next to Vigeland Park. My romantic soul was keen to live in Grünerløkka, which was one of those traditional bohemian neighborhoods that in previous decades had embraced workers and then artists, including Edvard Munch. I had to plan carefully, as the little money I earned from student loans and my freelance projects as a Russian professor Baltazar Ushca, who harvests glacial ice from Ecuador’s Mount Chimborazo. In the original “andinista”. An andinista is a man or woman who knows the Andes well.
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barely allowed me to go to the movies or the theater twice in a month. Even though I knew I was going to miss my morning walks close to the Vigeland sculptures, I could not reject Birte’s offer. I had met her two days after my arrival to Norway, and we didn’t take much time to become close friends. She quickly introduced me to Kjell, whom she was about to marry. I was at her wedding; they both looked beautiful and happy, squeezed into those bunads 3 adorned with silver, where the fjord and those boundless mountains and ancient rocks became privileged witnesses. I don’t mean to suggest that my country has inferior scenery because the sunset in the steppes of Rostov―on―Don populated with its birch trees has always left me without words. I just want to emphasize the bonds that nature wove between Birte and Kjell on that day, who seemed unconquerable and optimistic, whose love had given them the strength to face any challenge. They looked proud and phenomenal, like the backdrop of sparkling waters and those ancient glacial survivors that stood guard behind the altar. On the very day that I moved into Birte’s apartment, I had already finished my fourth year in Norway, and had days before I found myself in the second semester of my university studies. Sometimes, I felt that my Norwegian continued to be weak, so I joined a “Snakker du norsk?” language group. I went to these meetings no more than four or five times. Antonio and I started going out in the very first week, although the first kiss was not until a month into the relationship. At the same time, Kjell was working for an NGO on the other side of the world. I was already settled into the apartment in Grünerløkka. Before my move, Birte and I had already spent a lot of time together. Even when she was Kjell’s girlfriend, we went out with our friends for girls’ nights, exploring bars or nightclubs in Oslo’s districts. Men often flocked around Birte. She doesn’t really have hips, but her breasts are large. On these occasions, I rarely spoke with strangers, and never flirted. I knew that she came to be known as “cold as ice” amongst her medical friends. But we, her close circle, knew of her good nature, and I, specifically, knew of her loyalty: She had been by my side in 2013, when Dimitri left me for that 3
Traditional Norwegian costume for men and women.
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Bulgarian, before they both moved to London. One year later, I also discovered her generous side, when the tax office’s letter arrived and I realized how stupid I had been to retain a frikort4 after months of working. Then, she and Kjell loaned me 20,000 crowns that I owed to the state. Birte made a confession to me on the first night in my new home. Kjell had left for Colombia a few hours earlier, unable to bring her along, seeing as she still had two semesters left of her studies. He planned on returning to Oslo for Christmas before his definite return in March. When that happened, the guest room―my room―had to be vacated. March has always been a bad time to look for housing or roommates, but I worried very little about these details. After meeting Antonio, there was something in him that made me feel carefree about the future, as if our destinies were already in a gradual and inevitable process of fusion. Every time I took the bus or the tram, I allowed myself to be carried away with pleasing fantasies. I used to imagine us together, sometimes even sharing the same home, or fighting for the same dreams. But it was that night, hours after Kjell had left, that my friend revealed an unknown side of herself to me. We were sitting in the living room―which was merely an open space between the dining room and the kitchen― and we had opened a bottle of wine while Leonard Cohen played in the background. The wine and Cohen were her ideas, which made me think she had prepared the atmosphere in a calculated way. When she started to talk it was without carefully choosing her words, but her speech was fluent and continuous, and she spoke with a tone that never altered, filling the room with a mysterious aura, and lending the apartment the sense of catacombs in an old cathedral. That night, more than on any other occasion, I felt like her friend, honored to be listening to these reflections that neither her parents nor Kjell could possibly have imagined existed. “I think I married very young,” began Birte. I said nothing. Caution is an inheritance from my maternal side. My grandmother would tell many stories of pridaniyja, the dowries that her relatives offered some Related to taxes, frikort is a document for those whose income stays beneath the threshold for mandatory filing/reporting
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generations before the Revolution to marriage candidates. These anecdotes had stayed within the family inheritance as lessons of generosity for one part, and of honor and caution for the other. Some of these same lessons are found in my favorite readings. I remembered that one of Pushkin’s characters, for example, had declared that a certain maiden was so good―natured she would never require a dowry. “I have lost a lot,” continued Birte. “I am thinking of all the people that I could meet. I have not finished my degree and I’ve been married for more than two years. You know, Olechka 5? I’m happy that Kjell is gone for a few months”. Birte was the only person outside of Russia who called me Olechka. From the moment we were introduced, she was not content with my name and asked for a diminutive. Curiously, Kjell called me by my full name. “What are you thinking about?” I asked with caution. “I want to go out and meet people. Get a little fresh air. And then return to Kjell’s arms. I want that too. Plus, I want kids. To settle myself-” she poured a little more wine into her glass, before refilling mine. “For that purpose, there’s no one better than Kjell. He is the perfect partner. I know that for the rest of my life he and I will be together, each supporting the other.” She looked at me, lost in thought, as if a movie was projected in front of her eyes. “But these months are now…a break from the decades we will spend together, where there will be diapers, insomnia, raising children and all of that. There will be happiness too. I’m telling you the truth, I see myself with Kjell until faced with sickness and death…I have thought hard about everything, Olechka, and now that I’m single, I am going to have a little fun. Kjell has been my boyfriend since I was fifteen. Do you know how many guys I have rejected since then?” said Birte. “It must be an astronomical number…” I said. “I’m telling you, I think I married too young,” she insisted after taking another gulp of wine. “When he gets back in March, we will return to the routine. I am in love with him. Next year is my graduation,” she smiled. “When Kjell is here, I will finish my break. I will
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It means Olga. In Russian it translates to Holy.
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return to the responsible life and the plan of settling down and having children. “But in the meantime?” I asked. She started to smile before returning to the tone of her confession: “I like to dance salsa, Olechka. You know, I’ve found a couple places in Oslo,” said Birte. It was definitely a special weekend. The night following this chat, I was intimate with Antonio for the first time. And then while he slept, I took advantage of my heightened senses, which were in a certain mysterious state of pleasure, to imagine Baltazar Ushca and his strength gained over the years. I pictured the icy air swirling about his body, a body that had worked an inverse miracle on old age, his mind and muscles growing sharper with time. From the darkness, as I lay in bed, I recalled what I had heard of his scant height, and I formed an impression of him as a mere five and a half feet tall. His gaze was lost in the horizon before starting the downhill run with blocks of ice wrapped in the stems of Andean scrublands. Ushca, the proud guardian of the highest peak in the world, had, in my mind, the face of Antonio. When we met, Antonio told me about these mountains that were over 5,000 meters tall. He had tried to climb these snowy peaks, he said it was his way of paying tribute to the sublime. At home, I had to revise those resounding names: Chimborazo, Cotopaxi, Carihuairazo…Now that I finally saw him resting next to me, a most rare certainty crossed my mind: that death by hypothermia could be enjoyable. I imagined what it must be like for the senses to disengage, one after the other, for consciousness to gradually lose its anchor in the world and drift into the realm of dreams, before joining with the stars and the light that never goes out. That night, while I watched him sleep, submerged in a limbo that resembled the weariness of one who has climbed those Andean peaks, I was his guardian. I was his Ushca. All I had ever wanted in life was revealed to me that night. That night, I wanted Antonio to stay with me forever. ***
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When Birte and Antonio met, the best thing that could happen to me occurred: they hated each other. Well, it wasn’t exactly like that. Birte felt indifferent, while Antonio was repulsed. Both disguised their impressions with courteous words and gestures. The truth is that I was afraid of the contrary, that they would be attracted to each other, especially now that Birte had let loose in the salsa nightclubs. But she thought Antonio was ugly, although she didn’t say anything. She made it clear through her he’s not my type, and her half smiles that were colored with pity. It was true, Antonio might have been ugly, but not for me. In terms of Antonio’s opinion of Birte, he already knew of her flirting behind Kjell’s back. He showed solidarity toward the poor horned one, as he liked to call him (I looked at him without understanding as he made a gesture of horns on his head, like a demon. He then explained its meaning in Latin culture, and I understood that he was describing Kjell as a cuckold). He also told me that he doesn’t forgive infidelity, and I knew that there was some relation to his personal history. “For me, married women are like men; I’m not interested in them,” he expressed bluntly. I was tempted to ask him if this had any connection to Sigrid, his first wife. He responded with a vague gesture, as if this name, or this theme, did not have any relevance. Sigrid had come to Ecuador to climb the Cotopaxi, so she needed a guide. She met Antonio and they were a couple for a considerable amount of time, even though they were only married for less than ten months. I was not aware of any other detail about that relationship, though I got the impression that it was a stormy one. Antonio had decided to stay in Oslo, but he no longer maintained contact with Sigrid and blamed his ex―wife for his current job in cleaning companies. Antonio could not aspire to anything better due to his inadequate knowledge of Norwegian and complained frequently that Sigrid had never wanted to help him with the language. In any case, due to some snippets of information I had gleaned from our talks, it seemed to me that she had been unfaithful and that this still caused him bitterness. It seemed logical that he sympathized with Kjell. I also felt a combination of tenderness and pity for Kjell. I remember a certain Monday in mid―August. Kjell had been in Colombia for three weeks, during 193
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which time Birte had already brought two guys to her room. On different days, sure. One was named Alejandro. I remember it well. He and Birte arrived on a Tuesday night. From my room, I heard when they invaded the living room. She said, “Not here, Alejandro!” Her laughing followed by loud but short kissing. Then, my friend’s door closed. I didn’t know the other man’s name, but I knew he was Argentinian. I saw his face because he stayed for breakfast on Saturday. In fact, he did not want to go. He was kind, but after the three of us finished what we had of juice, bacon, and scrambled eggs, he offered to wash the dishes. He then made coffee and tea prior to sitting down again to continue talking. He never ran out of topics of conversation. Just as we neared midday, I began to think, if it wasn’t the weekend, at least I could slip away using my classes as an excuse. All this drama was nothing more than a sad attempt from the guy to become committed to Birte somehow. In the end, she knew how to kick him out in a courteous manner, without even giving her telephone number, assuring him that she would see him in the salsa nightclub. I don’t know if she found him again, but in any case, she never brought him back to the apartment. This same Monday in mid-August, the sound of my cell interrupted me while I was cooking some pasta and thinking of an exposition that I could prepare about a story from Ivan Turguéniev. I mentally reviewed certain aspects of the rural life and the peculiar attitude of the Russian peasant before death when my cell vibrated and I saw an unknown phone number. The usual thing is to ignore calls like these, but I made an exception. It was Kjell. We exchanged short greetings, even though I, of course, was still surprised. He told me that he had tried to talk to Birte at various intervals over the weekend. I knew that they chatted on Skype almost daily, even if they were sometimes short conversations. Kjell called me to ask if everything was okay. I said yes, that I had seen Birte very busy reading her manuals and visiting friend’s houses to do group work in addition to her internship in the emergency room on weekends. I suggested that maybe she had forgotten to charge her phone. But the truth was something different. Birte had been unreachable for me too. On Friday, she had sent me a text message informing me that she was going out 194
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of Oslo with some friends. I wished her a good trip because I already had plans to spend the weekend with Antonio. When I got back early on Monday, Birte had yet to return. Obviously, I didn’t tell Kjell any of this. When he wanted to find out details of us living together, I painted a web of half―truths. Then he asked if I was getting used to it and if I slept well. In that moment, I remembered, though I didn’t say this to Kjell that the night after his departure, Birte and I had run a sound test with the TV. The appliance was in her room. We put the volume to maximum, shut the door, and barricaded ourselves in my room for a while. We discovered that you couldn’t hear anything, that the sound isolation was excellent, and that Birte could have the privacy that she wanted with her new dates…Yes, I responded to Kjell. I sleep well at night. He then asked me for a favor: to pass along to his wife that he had a definite phone number and a P.O Box (“Here they call them ‘apartado aéreo’,” he told me). He briefly clarified the terminology and I took note. “Birte is going to love the number,” he said. “The number?” I asked. “Of the PO Box. It is 1011. It’s her birthday,” he said. I stayed quiet. “The 11th of October,” he finished. An “Ah” barely escaped before my mind was overcome with speculation, asking myself if those numbers were random or if Kjell had endeavored to get them to impress his wife. When Birte came to the apartment, she had a radiant face and toasted skin, as if she had enjoyed a cruise in the Caribbean. I thought that she had possibly spent some time in one of those solar coffins that were all the rage at the time. She asked me if I had something to eat, and while I served her a little pasta with mushroom sauce, I told her about Kjell’s call. She changed her facial expression and listened attentively before asking me for the phone number. I went to my room to review the notes and I read the numbers. She saved the information on her cell, but I took the chance to tell her what she was missing: “He got a mailing address…” I said. “I don’t need it.” The tone of frustration in her voice surprised me. “I already spoke to him about this the last time, but I don’t know why he is so persistent 195
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to give it to me. I don’t write letters,” said Birte. She then looked for my eyes before smiling to say, “I am not like you, Olechka.” It was true. Antonio and I had decided to pay tribute to Baltazar Ushca and his anachronistic profession and the romance of being an ice merchant. We could be equally anachronistic. We would write letters, including some poems or drawings. We would gift CDs with music recorded by us. We did not leave text messages, as after meeting face to face, letter would be our main means of communication. By then, I had already received two of his as well as a disk with old ballads in English. With regards to Kjell, since that day, I never dared to answer a call from an unknown number even though it might have happened three or four times. When I saw my phone vibrate, I would calculate the time difference with Colombia and remember if Birte had been out or not that past afternoon. Then I convinced myself of the certainty that it was Kjell who waited on the other side of the line. Sometimes, I imagined him deceiving himself, justifying Birte’s silence, and unable to consider the possibility that his wife was unfaithful. *** While Birte spent her nights at salsa clubs, she also continued to study very meticulously. It was touching to see her working so hard. In an effort not to bother her, in the end, it was me who assumed responsibility of the household chores. I took charge of cleaning the apartment and preparing the food. Little by little, the absolute government of the house was in my hands. I spoke with the internet provider or the plumber. I spent time with Antonio after I was finished with the domestic tasks and my studies. Even though we were not officially together ―he wanted to be sure before starting any kind of serious relationship― we agreed to continue sharing books, happy times, and love. Birte not only respected my space, but even tried to help me with advice. Many evenings, I would sit down at the kitchen table to write my letters to Antonio. Birte would be there too, reading one of her textbooks and drinking a little tea. We would usually take a break to 196
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chat for a little while. I remember it was one afternoon in September that I felt my inspiration die out. Upon seeing me sitting there, motionless in front of the paper: Birte intervened, “What happened, Olechka?” I said, “I promised to write him a poem, but I can’t think of anything.” “Write anything. Everything said with sincerity is poetry,” she said. “I have studied literature, Birte, and the things that just come from the top of your head are not poetry.” “Then take some unknown poem. Translate it into Russian, for example, and claim the verses as your own.” “My thesis is precisely about plagiarism in Slavic literature…” “Olechka”, she said to me, after her laughter had died down. “Imagine that the world is a dance floor and love is the music. Let yourself be carried away.” One night, I accompanied her to the salsa nightclub to understand some more about this theory of love and music. This also happened in September. I was curious about this “Latin world” that for me was no more than a uniform block of impressions. Even though I knew about the existence of the different Hispanic dialects, stories, and cultural variations, I was not familiar with the region. I have a tendency to romanticize people, to understand groups in a homogenous way, so they become compacted like a monolith. Birte did not seem burdened by these concerns. Obviously, her objective in the salsa nightclub was not anthropological. Even though that mental trend towards the generalization of Hispanic culture didn’t make me feel good, I was consoled by the existence of other generalizations, this time present in the masterpieces of literature, which ended up reminding me of a fact little studied: in attempting to understand human nature, even the greatest spirits are vulnerable to a faulty or slightly individualized vision. For example, the great Pushkin, with regard to the mujiks, those peasant owners of nothing. That night in the salsa nightclub, after the first beats, a creature that could only be a Greek goddess crossed half the dance floor; the reincarnation of Lyubov Orlova or Birte with cleavage. It was Birte, of course, with the airs of divine Helena and the ability of Orlova to charm indiscriminately and to adopt various roles. 197
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Soon, the dance floor had become a stage and many men were unable to contain the vulgarity of their gazes. I remember that one of the Hispanic men came over to talk to me. He spoke about how well he knew Europe. I had not asked him about this, or about anything. His first European city had been Torrevieja, and from there he had moved to Oslo to follow a girl with blue eyes that he had fallen in love with at a nightclub. He was now in the process of a divorce. He persisted and told me about Torrevieja, as if his time in that city was a kind of identity marker of a cosmopolitan, as if it was an equivalent of New York. I communicated this to him with a certain delicacy, and he hastily added that he also had spent a short period of time in Madrid. I asked him about his favorite works in the Prado Museum. Then, at last, he was quiet. Birte rescued me from his company, introducing me to several of her acquaintances, and amongst them was Tanja. She had long, dark, curly hair. I figured that she was Hispanic, so I was surprised to hear that she had been born in Østfold. However, I soon learned that her paternal lineage was from Venice. At some point, we chatted next to the bar. “I was married to a Hispanic guy,” she drew closer to my ear and projected her voice above the volume of the music. “A Caribbean who lived in Bolivia. He gave salsa classes in La Paz. That’s how we met. Dancing. I was in the city for a short period of time, doing some research, and one day I decided to take a dance class. We hit it off, and it all kicked off from there and I came with him to Sarpsborg. I had my doubts, but he was a funny guy, and even now, I have never known anyone who has made me laugh so much. At least, the first year and half was like that…” Tanja spoke in a certain tone, as if she had repeated the same story on several occasions. Upon continuing, she no longer came too close to my ear: “You know something? What happened next was so different. Little by little, there were some hints that things were not going to work, and by the end it was conclusive. It was kind of like the way a DJ tricks you, when he starts with a bolero and then suddenly changes to merengue,” she laughs. “There were months, almost two years, when he neither looked for work nor worried about learning a single word of Norwegian. Without knowing Norwegian or English, there’s no way 198
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of learning anything. He stayed in the house, and when it wasn’t winter, he went to the parks. Some months he was interested in drawing. I bought him paper and charcoal and brushes, and afterwards, canvases. Then he was interested in internet forums, and was always online late into the night. In the fall, he asked me for a camera, an expensive one with lenses. He spent time outside taking pictures, going everywhere, even into other people’s gardens. Then, he asked me for money to pay some Dominican guy, who was going to teach him how to make cocktails. Then, the same Dominican guy taught him how to ride a motorcycle. He always found some useless activity. In the beginning, we went out dancing all the time, almost every Friday. We took the train to Oslo, we went over here to Malecón, and at the end of the night we stayed at a friend’s house. But, I worked overtime at the school, and every week I was getting more and more tired. One night, what had to happen, happened. I asked him if he might want to register in the Norwegian course one more time. I would pay, of course. He told me, no thank you, that it was too difficult. You know?” and this she told me almost laughing. “He said, ‘do you know, in one of the Star Wars movies the extraterrestrials speak Norwegian?’ He said it to make me laugh. I couldn’t anymore, because that was it. Ta-rata-tlan!” “Ta-rata-tlan!?” “The trumpets of the apocalypse. They sound a bit like…” and here she said a name, Willie 6. I don’t know what. I didn’t understand her well. “No? Okay. So the skies came crashing down. I saw the light. He wasn’t the person I had idealized. I had taken him away from Latin America, from a smelly space he called an apartment, where he lived crowded with his mother and two half-brothers. I had fed him. I had clothed him. In exchange, I only got extra hours of work and a nightmare. You cannot live in the moments of laughter. After the Star Wars joke, everything that until, then I had admired about him, crumbled away, leaving the only the stark truth. He was not an artistic and gloomy soul. He was a slacker,” here I couldn’t contain my laughter. “Seriously. It was a big drama,” nevertheless, I saw that she smiled too. “That was the way it was going to be for the rest of my life if I didn’t put my foot down. 6
Willie Colón, who was famous in his musical career for playing the trombone.
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At that time, I took the decision to get a divorce. After that, I met others similar to him, completely unconcerned about the future, just enjoying the present,” she asked for another margarita and bought me a mojito. “And you? Do you have a boyfriend?” she asked. “Something like that,” I said. “Not an official one. But he is Latino. Luckily, he doesn’t dance or take photographs,” we both laughed. “He works, and works hard.” I wanted to put it into context. “Why aren’t you in a relationship yet? If you don’t mind me asking, of course.” I said, “He was married and now he needs time, but we’re going down a good path.” “When you speak of him you look very happy” said Tanja. “I am happy,” I think I smiled. “Does Birte know him?” she asked. “They met once, but they didn’t click. They had different personalities.” “That is a little strange. I have problems with my sister and I can’t do anything. You already know you can’t choose your relatives, but we do pick our boyfriends and the best friends. They should have something in common.” Then, Tanja began to dance with a mixed race guy. At the same time, a bald man who ended up being from Colombia invited me to the dance floor, I remember his kind face. When the song finished and I found a seat, a man from Bolivia approached me. He was probably younger than me, but we danced, if you could call those clumsy moves dance, to a song that according to him was about a guy in an overcoat that assassinated a prostitute 7. “The boys are coming to us,” said Birte to me. Finally, when I could sit down at the bar, she was sitting in the seat next to me. “Do you know what I like about Latinos?” “What?” I asked. “Their determination. They don’t have this Norwegian habit of sticking in a kan jeg before giving you a kiss. It’s nonsense to ask permission for something like that. I’m sure that does not even happen in Russia,” said Birte.
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From the song, “Pedro Navaja”.
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Birte took a sip of her piña colada. Birte, like many others, considered my country a lawless place, which was a prejudice that I no longer bothered to correct. “And if we’re on this point of privacy…” Here she began to perform a roleplay in Spanish, speaking to an imaginary boy. She was Orlova again, only now she was in histrionic mode, making wild gestures and funny poses. I couldn’t stop laughing. At the end, she resumed speaking Norwegian. “I’m telling you, if I don’t like the guy, I would just have bolted or slapped his face” she said. “Norwegian men lack the tact to understand body language, or so I thought at first. Then I concluded that they were afraid to receive complaints of harassment or something like that,” I said. “Latinos don’t have that thought cross their minds,” and she took a sip of her piña colada. During the next month, the encounters with Antonio increased, as did our exchange of correspondence. In one of his letters, he spoke about a poet, Iván Carvajal, and I translated a short and simple piece called, “Los Amantes de Sumpa”. He also told me the details: Nine thousand years ago, a couple had been surprised by death in an intimate position, but their entwined remains had survived, defeating time itself. Their bones were inextricable even now, hugging for eternity. Antonio’s talent for telling stories was easily apparent in his letters. He wrote about Jivaroan peoples and shrunken heads, revisited the subject of the last ice merchant of Chimborazo or played with slang and described products offered by the merchants of the Bahia. I was incapable of putting his letters down. I devoured the words with fervor. I supposed that was the way the followers of Leo Tolstoy had felt when they travelled to Yásnaia Poliana to get nourishment from his divine words. December brought us some news. Because of his job, Kjell could not return to Oslo for Christmas, and in exchange offered to buy Birte a plane ticket to Colombia. She invented an excuse to do with her studies, determined to stay in our Grünerløkka apartment, eating pinnekjøtt with me and going out to the salsa club at night. This set―up wasn’t half bad, so I didn’t return to Russia either. Even though my parents lived there, I would’ve felt alone far from Oslo. Antonio 201
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was also leaving for a few weeks. Curiously, he was not going to Ecuador, but he planned instead to visit Pedro, a half-brother based in Bogotá. On one occasion, we spent a good part of the morning wrapped in the sheets, even if they were damp ―a little due to the friction of our bodies, but mostly due to his tendency to set the heat to maximum― making up Kjell’s possible reactions if Antonio were to show up in his office, offering to give him a full report of Birte’s behavior. “I would recognize Kjell in the streets,” he told me. “It’s easy to spot a ‘horned man’,” he explained, and made the demonic gesture with his hand. When we changed the subject, he began to talk to me about an Ecuadorian author who writes in detail on the topic of bolero 8. Suddenly, inspiration took him, and he stood up naked and taught me how to dance slow and clinging. The days passed with some frenzy. Birte studied daily, but she found ways in order to go out to dance twice a week. “The exercise heats up my body,” she says. If that were true, I would have returned to the salsa nightclub because the truth was that the winter was starting to get out of control. Birte and I would only see each other at lunchtimes, where I prepared any simple dish that included some kind of vegetable. On class days, we both ate in a hurry before rushing to university. Antonio bought an economy class ticket for Bogotá, due to travel on Sunday, December 13th. The Saturday before that, Birte and her friends had planned a party in our apartment. My duties of the mornings and evenings before the party, cleaning the place and shopping, were only an anticipation of the intensity of the weekend that was to come. The night prior to our celebration in Grünerløkka, I had plans with Antonio to go to Klingenberg cinema to see an Argentinian film. We were joking about Birte’s party the following day. He asked me if we could hijack the music and put on bolero songs. When we left the movie theater it was after ten and we wanted to reach Nasjonalgalleriet 9 to wander the area and encounter one The Ecuadorian writer is Raúl Pérez Torres and his book is called “Los últimos hijos del Bolero” (1997). 9 The National Museum of Art, Architecture and Design in Oslo is the national museum of art of Norway. 8
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of those bars that plays 80s pop. Without any special reason, I put my hand in my purse to look at my cell phone. I discovered that I had 15 missed calls, and all of them were from Birte. I stopped in the middle of the sidewalk and, by my sudden gesture, Antonio knew that something serious had happened. I called back, and the phone rang several times before the voice of my dear friend, bizarre and tearful, answered from the other side of the line, unable to even explain. I, strangled by anguish, insisted, “What happened? Tell me, what happened?” thinking of the thousands of dangers lurking in the urban night. It takes bad luck, ne vezet, to meet with evil, especially in such a safe place as Oslo, but that is the nature of misfortune. Here, like in any other part of the world, one moment you are stepping on solid ground, and the next, a hole opens under your feet and you fall. You fall without stopping. One day, you get cancer, or you fuck up your spine, or you’re attacked in a dark alley. Before you realize it, your very existence has been taken from you; you are stripped down to your residual parts, no longer an “I” but an unknown. Those pieces are no more than the spoils of a shipwreck that, with time, you must use to build yourself up from scratch. Antonio had moved closer to me while I prayed for my incoherent friend. I listened to her whine, but I interrupted her to repeat: “What happened?” and then I listened, as she slowly said, “I’m in the hospital emergency room.” I insisted with the same urgency, “But, what happened?” Her tiny voice returned, drowning in tears, “They’re going to scar my face.” I felt like I had heard something horrendous but outside the scope of my understanding. “Scar? Who?” I said. By this point, Antonio was practically glued to my side. Birte begged, “Come soon, Olechka,” and before I got a chance to interrupt her she said, “Do not leave me here. I am in Storgata in Legevakten 10.” She hung up. “Birte sounded confused,” I said to Antonio, my fingers that were holding the phone were still shaking,
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Emergency room.
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as if my friend had infected me with her own state of shock. “But she is in the hospital,” he responded before continuing, “She’s alright now. She is safe. From whatever it is.” I rested my head on his chest. “But scar her face?” I repeated in a quiet voice, trembling. “What did she mean?” Antonio hugged me delicately. We arrived at the hospital by taxi, said goodbye hastily, and he continued on his way. We agreed that he would only accompany me until this point, sensing that Birte would prefer to talk to me in private. Determined, I headed toward the entrance, I started to increase my pace, dodging people and stretchers and ready to even skip the small line that had formed in front of the ekspedisjon, but a young nurse held me back. I spoke in such a rushed way that, looking back, it seems incredible that she could have understood me. “I think I know who your friend is. Come with me,” she said to me. She guided me through the halls as though I were blind, skirting doctors and patients, and then we finally turned a bend and I assumed that we would check with one of the side offices, but we stumbled upon a small woman, also a nurse, who came from the opposite direction. My companion stopped her in her tracks: “Where is the eyebrow girl?” she asked. “The loud-mouthed one?” responded the small woman, and then she looked at me. “She already left.” “Describe your friend one more time,” asked the first nurse. I thought of something better. I took out my cellphone and showed them a picture. “That’s her,” confirmed the small woman. “Your friend already left”. I waited anxiously. For a few seconds, the two women remained silent. “Your friend was drunk,” began the first nurse. “She fell and she got a cut on the eyebrow.” “It wasn’t anything serious,” continued the other. “Just two stitches, but when the practitioner wanted to help her, she refused. She said she was not going to let any amateur scar her face, and that she was a medical student and she wanted a real surgeon. She shouted, first wanting Doctor Johnsen and then Doctor Askeland.” 204
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“She shouted like a crazy person,” intervened the other nurse. “I hope she never comes to work here.” Twenty minutes later, I took the bus to Grünerløkka. I used the opportunity to call Antonio. He was furious. I, however, was a lot calmer, and even happy because I would meet with Birte soon. I entered the apartment. The door of her room was open and before I said anything I heard her weak voice: “Through here.” On the way, I saw a dish with remainders of rice on the table, which I would wash past midnight, like I would scrub the bathroom floor and the edges of the toilet, both stained with traces of vomit. When I got to her room, I found her in her bed with her face turned towards me, eyes and cheeks swollen, and a bandage that covered the points above her eyebrow. “Olechka,” she whispered. We embraced as I listened to her sobbing, and I lay against the back of her bed. She put her head in my lap and I reassured her that now, everything was fine. She told me about the fall and about the hospital, about the return back to the apartment, the heaves, and finally, about the manner in which she gathered the strength to heat up some food and coffee. Although exhausted, now she felt less dizzy. Suddenly, she laughed. Before I could ask her why, she said that she was happy that none of her acquaintances had seen her in Legevakten. “You know?” she confessed to me. “They still think I’m a responsible girl. My friends, I mean. Well, yes I am responsible. You know me, Olechka. I have just relaxed a little,” she stopped. “Do you know what my parents would say if they knew what I get up to? That parties are not life. For almost everyone I know, dancing and having fun is only an escape. It is like you with your novels, Olechka, when you’re reading Dostoyevsky and…the rest of them,” here her lack of memory made me smile, “that isn’t fiction, that’s the stuff of life”. I was surprised by her certainty. “Fiction is having a shitty job and sitting in an office until three in the afternoon for thirty-five years or posting about happiness on Facebook. But what you and I do is live. It is reality itself.” We were entangled in such a way that I couldn’t see her face. Birte sounded both articulate and naïve, but also spontaneous. 205
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“Thank you for going to the Legevakten, Oleckha. You’re the best friend that anyone could ever have,” she said. I said, touched, that I felt the same about her. Then she extricated herself from me and, wiping off a tear, she said, “You are lucky to not look like a bimbo.” I laughed. “No seriously,” she insisted, “If boys love you, it will be because they know you.” We hugged more forcefully and I kissed her on the top of her head. “How lucky Antonio is” she mused, readjusting herself on my chest and me leaning back again on the back of the bed. “Olechka,” she let out. We were still linked together. “What?” I said. “Tell me what you’re reading about now,” she asked. “What do you want to know?” I inquired. “Tell me about those books that bring you so much emotion.” I started to talk about the stories, about the peasants from Turgenev, of a comical story from Chekhov about a man who seeks revenge after having been deceived by his wife (a poor horned man, as Antonio would say), of Los Amantes de Sumpa, surprised by death, coiled by love, confused in a tangle of limbs just as Birte and I were in this moment. Though what unified us was friendship, I remarked to Birte that it seemed like a feeling as noble as love, worthy of confronting death, and I continued with my favorite verses of Los Amantes de Sumpa: Ten thousand years against ancient salt prone in an embrace the earth protects from the desire of death… Then, I spoke about how Antonio had taught me about bolero, translating their sad lyrics for me. At first I thought she was gradually falling asleep, but I didn’t stop telling her stories from the books I had read in the previous months. First, I commented on them, and a little later I tried to embellish them until I was certain that she had allowed herself to be carried away by peaceful dreams, so similar to those created by snow and hypothermia. I understood that I was on guard duty and I felt like the new Baltazar Ushca.
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*** Until then, gatherings at the apartment in Grünerløkka had always been with a modest number of guests, sometimes five or six, but no more, due to the lack of room and chairs. From the information I had collected over the last few days, I figured that Birte would invite at least a dozen friends. My calculation fell short. The bustle of the party reached the corridor. I had barely walked in the door before people screamed in welcome. I strove to juggle my jacket onto the peg before returning their greetings and running a quick inventory of everyone there, with the majority of the faces unknown to me. I had to move by shoving. The music was not too loud, and during the rest of the evening it alternated between salsa and disco. The space was in a play of light and darkness, and took on the distinct smell of a seedy dive bar. It was claustrophobic, dirty, and stifling. All very nice and familiar, like my parties from 2013 when I lived with other foreigners in a ghetto called a student residence. Someone placed a paper hat on my head, and another handed me a jello shot. I finally got closer to Birte and we hugged. She was sitting next to Antonio. I had arrived late and I did not need a lot of time to notice that they had both taken the celebration seriously; a semi-empty bottle of whiskey rested on the window ledge. I sat down with them before starting on the jello shot. I spoke a little at the beginning, but even less afterwards. I heard Birte tell Antonio that after her last trip, she had needed to pay extra for excess baggage for her return to Oslo. “The last time I had two bags full of books,” she told him. The story was true, except that that it hadn’t happened to her, but to me. I smiled with shyness, somewhat confused, while Birte assured Antonio that she loved writing postcards and reading novels. “What books are you reading now?” he asked. The answer was, “Dostoyevsky and…other Russian ones. My dear Olechka remembers. Right, Olechka? They’re collections of stories. One about a “cuckhold” husband, another about peasants. Those Russians are fantastic.”
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Then I prompted, “Chekhov and Turgenev” feeling the absurdity of the situation and trusting that Antonio, who was aware of my reading habits, realized what was happening. Birte and Antonio then immersed themselves in a funny conversation, although their diction was affected by the whiskey. Antonio started to tease my friend, making comments about the bandage on her eyebrow, but she knew how to respond to him gracefully. The scene was tinged with outbreaks of flirting, each posturing in a way that seemed to be feeding a mutual vanity. I listened to them for twenty minutes and confirmed that, despite how infatuated they appeared with one another, there was a tacit agreement of chastity between them. There was no way they would end up kissing or in the bedroom. I told them I was going to sleep. Then they paid attention to me, begging me not to go, abusing all of the clichés to get me to stay. Antonio gave me one hundred percent of his attention, while Birte began to chat with a girl stopped at her side. After kissing a couple of times, he asked if we could go to my room. I knew what he was looking for, and I was already crushed. Besides, our bodies had expressed their temporary farewell a few hours earlier in his apartment. We kissed a couple more times, promising each other calls and above all, letters. I said goodnight brightly to Birte. First, I went to the bathroom. The absurdity of the previous thought, the possibility that Antonio and Birte were engaged in a futile process of seduction had taken root in my head, and it now began to annoy me. I stayed seated on the toilet before imagining, perhaps liberated by the jello shot, the effects of a possible betrayal. I could sink to the foundations of hell, even lead myself to a state of temporary madness. Based on biblical descriptions, I saw myself shouting and tearing my clothes. I smiled at the absurdity of the image. Sometimes, I love feeling like a victim. Upon leaving, I realized that there were people crammed together by the door, waiting their turn to use the bathroom. The atmosphere remained claustrophobic, but the music was lower and the place was darker. Someone had turned off the fluorescent lamps. A few hours earlier, when I met Antonio in his room, I had once again become a character of Pushkin, but now I set myself to become one of Dostoyevsky’s, a witness of the complexity of the human soul. I observed them 208
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under the protection of the shadows, thinking that when I wrote the first letter to Antonio in South America, I would include a small mockery of that “intimacy” with Birte. I managed to find myself with a couple of boys who were talking in Spanish with a woman with jet-black hair. I pretended to browse my cellphone. Even though the people who crowded the apartment reduced my line of vision, I noticed that adrenaline and whiskey had bathed Antonio’s eyes, giving his gaze the glow of a gambler. I was checking how well it was going when the small group of Latinos turned towards me, including me in their conversation. The girl was the one who spoke the best Norwegian. I don’t remember a single name, but hers was something biblical sounding, almost apocalyptic. At one point, Birte said something to Antonio and they looked around. It crossed my mind that they were looking for me, and I knew that I was out of their reach while I continued my chat with the Spanish trio. I was in this dynamic as a witness for half an hour. I wanted to know how far the bond between Antonio and Birte could go. Simultaneously, I was teaching. I felt half Ibsen because, at the request of the group, I was correcting their language. “Look at Birte,” said the girl with the jet-black hair suddenly. When we looked over, my friend and Antonio were kissing, searching for each other’s tongues in desperation. Suddenly, my group began again to talk in Spanish, between laughs about the latest couple, and there I was, still, a silent and powerless witness to the vagaries of the human soul, feeling like a rag, a swab, a chamber pot… I lowered my eyes and only then did I notice a glass, trampled and out of focus, abandoned by someone’s fingers. As if it had been made of plastic, its fall had not made a sound. It was broken, unusable. I imagined its descent; imagined that my gaze was pulled along with its fall. The boys returned to speaking to me in their weak Norwegian. I began to feel bad and had to push my way to get to the bathroom, my eyes already wet and my stomach queasy. I plunged into the abyss. My body gave into a grave that suddenly yawned beneath my feet. This body of mine, longing to reach the bottom and land in a thud, a dry blow, in total
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shutdown, my body coveting that peace of the Andean summits, the stillness of hypothermia. *** “Olechka?” I heard that distant voice coming from the heart of a ditch, and I suppose that my body twisted itself before I tried to open my eyelids. My brain was still fighting to get rid of a clinging drowsiness. “Olechka!” I lifted my head a little and felt someone’s arms around me. I blinked several times, returning a weak embrace as a reflex action. I found myself in a semihorizontal position with a face very close to mine. I was in my bed with Birte by my side, her feet on the floor and squatting. “My Olechka…Yesterday, I drank too much…” I hugged her harder, still confused. Suddenly, like Attila’s colts in the middle of a sacking, the experiences from last night passed through my mind. I heard Birte sob, hugging me, I tried to think fast, overcoming an indecipherable mix of feelings. “What happened?” I said. “Yesterday…Olechka…” “Did something happen to you yesterday?” I tried to disguise my voice. Birte separated herself from me and wiped away her tears. “You saw me. I was flirting with Antonio, using your stories, robbing you… What time did you go to sleep?” said Birte. I calculated hastily. I had arrived at about 9:30 PM. “Before ten,” I lied. “I went to the bathroom and then to bed. The jello shot affected me,” I said. “I feel so embarrassed, Olechka! I don’t know how…But nothing physical happened with him. Damn alcohol!” I drew her in to give her another hug: “Then don’t be like that,” I told her, trying to keep my voice natural. “Flirting is no sin”. “I’m a fool, Olechka”.
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During the middle of the hug, I asked myself if this was how some couples outdid adultery, by ignoring reality and manipulating memories. I also inquired if that same strategy helped the survival of friendship. But the time for decisions would arrive. It seemed to me that the most important thing that Sunday morning was to remain calm. “So, Antonio caught the flight?” I asked. “I guess so. He told me he was flying at six. He left from here at one with that nachspiel group…” “And now? What time is it?” I asked. “A little past nine,” said Birte. From my room, we left with our arms around each other, in a kind of gesture that could have been a parody of Los Amantes de Sumpa. She saw the living room and remembered a story Antonio had told her. It was about a conquistador and founder of Quito who was following the footsteps of an indigenous general, whose translated name ―I could never remember the original― meant Face or Eye of Stone. He was the guardian of treasures for the last Inca. When he reached ancient Quito, the Spanish conquistador and his men had found huts reduced to ashes, and temples and astronomical observatories dismantled by indigenous troops that had escaped towards the north. The Virgins of the Sun, who did not have license to leave the divine strongholds, had been sacrificed to preserve their honor. Before European eyes, only chaos and devastation rose. Something similar had happened in the living room of our apartment. I couldn’t find bodies lying on the floor―those dead― drunks that can sometimes be so unpleasant―but there was a varied collection of filth everywhere. We sat down after clearing the seats and that central table that was nothing more than a cemetery of cigarettes and cans of alcohol. We talked only for a few minutes, and laughed about some of the details of the party. I exaggerated in describing my consumption of the jello shots while she commented on the whiskey and the antics of some of her Latino friends. When she remembered Antonio, she said she was a fool. I told her not to worry anymore. We returned to laughing about Latino behavior in general. At one point, determined, Birte stood up and confessed with some urgency that she needed a shower. She entered the bathroom, and announced with relief that
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at least the floor wasn’t as dirty as our living room ―dining room― kitchen. I stood up slowly, with the intention of organizing the place. The task would be titanic, so I started with something simple: rinsing plates that had served mini burritos hours before. Then I noticed that Birte’s room was half open. From my position, I could make out the nightstand. Resting on the lamp was Antonio’s cardholder. It had an Andean mountain design that I recognized immediately. I dried my hands quickly and entered the room. I only opened it to check that it was Antonio’s; there was his credit card and monthly transport pass for the Oslo area. A folded paper rested on the same table. I opened it. Antonio and Birte were naked. It was a selfie from a few hours ago. She was wearing the little bandage of the accident on her eyebrow. She had taken the picture before sending it to her computer and printing it. Underneath the image, on the bottom half of the sheet, there was some handwritten text, scrawled in cramped calligraphy. It started with ¡Hola amigo! in Spanish that shocked me. It was paradoxical. I was incapable of understanding Birte’s concept of friendship. The rest of the sentences were written in English with a couple of huge grammatical errors. There were no promises of love. Yes, there was mention of a forgotten card. There was also mention of me, made with care. Now that I think about it, they were of care, respect, and concern. I’d rather not transcribe them here. Through the letter, it was clear that the previous night had been their first intimate encounter and that she would be open, depending on the circumstances, for future meetings. It was signed ‘Birte’, even though next to her name she had also written in Spanish, Tu nenita 11. I left the cardholder and the paper as I had found them. Before I left, I glanced at the wastebasket, which contained a fistful of toilet paper where I could make out a used condom. As soon as I stepped into the kitchen, I wiped away a couple of tears. It was absurd, but I was also mortified at the possibility that Antonio had told Birte the same stories that he had shared with me. Then a scene took place in my mind: the last group of partiers were leaving from nachspiel while Birte and Antonio stayed in the apartment. I stopped my 11
In English ¨Your Little Baby¨.
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imagination. When Birte came out of the shower, she found me scrubbing some of the glasses used for the Baileys. She said a few things, went to her room, and came back after a couple of moments. “You know something, Olechka? Your Antonio dropped this,” and she made the cardholder dance between her index finger and her heart. I acted astonished. I took it. I opened it. Finally I told her: “I don’t know if he has a second card, but if he doesn’t, he’ll be fucked without money.” Birte delicately took the card from my hand. “I can go to Ulvenveien’s office early tomorrow. It’s on my way to practice. I’ll buy an envelope and send it to him via express mail. What do you say? It will arrive in a few days.” I nodded. We looked at each other for a few seconds without speaking. Ta-ratá-tlan! I said to myself. I did not hear a trumpet, but it was as if the roof had been lifted and in streamed the light that made the truth about Birte dawn upon me. I saw her for the first time. In front of my eyes, I saw an opportunist who had used me to clean the apartment, prepare her food, listen to her existential crises, and get her out of trouble. There were no noticeable phrases or gestures, so she could not understand the solemnity of the moment, and I knew how to hide my earthquake of emotions. I explained all of this to her months later when we were forced to meet in circumstances stranger than those surrounding this story and that perhaps I’ll share on another occasion. “Don’t you want to write something and put it inside the envelope along with the wallet?” she asked me with some suspicion. “There is no need. I’ll speak to him tomorrow on the phone,” I lied. “I will tell him that you found it and that he should be awaiting a letter. You don’t know the address of his brother, Pedro, right?” “No”. “Wait. I have it here”. I went into my room and returned with my notebook. Before I began to speak, she intervened: “I don’t even know Antonio’s last name…” “If it were an ordinary address, we would need the brother’s last name,” I said. “But there’s no problem. 213
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What he has is a P.O. Box that doesn’t need an exact recipient. Write P.O. BOX first, the English way, so they understand it. The number is 1011. If you think about it, it’s your birthday: October 11th.” She didn’t even react, she was too busy copying the pieces of information on her smartphone. After she stopped writing, she settled into her chair: “He’ll be happy to get the envelope.” “It will be a surprise, without a doubt,” I said. We both smiled.
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Goodbye to Chunchi It was his ninth day since his arrival to the United States. Juanjo had abandoned Chunchi, the village of the suicidal children, to seek refuge in New York, and now he had to meet with his new friend, Jessica, in the Starbucks a few steps away from the university bookstore. They had met each other the week before, on the first day of those short English courses given to undocumented immigrants, however very few students with visa like Jessica had also attended. That classroom on Lexington Avenue could only accommodate up to 60 people, and next to Juanjo sat a Taiwanese girl with whom he talked to for a few minutes. Juanjo’s English, thanks to the private classes by one of his colleagues in Chunchi, was more than enough for small talk. The Taiwanese girl was called Susan, though she told him that that wasn’t her real name, that she only used it in the U.S. because her name assigned at birth was unpronounceable. They laughed. Susan studied museology and was interested in learning more about art. They exchanged emails. She also told him that she wanted to meet other people from Taiwan. Suddenly, the group in charge of the presentation of the mini-courses, set up a dynamic for the future students: they distributed a paper with a color and Juanjo received green. He sought out other “greens” in the room, meeting a couple of old Armenians (a bit boring) and a young Italian (even more boring). When he returned to his post, he discovered the Asian Girl sitting in the same place. “How did it go?” inquired Juanjo. “Did you meet other Taiwanese people?” She returned a strange look before extending her hand: “Hello, my name is Jessica,” and told him that she was from Peking and that she was enrolled in the Hellenic Studies at New York University (NYU). The world stopped while Juanjo listened silently. He only managed to get out of his bewilderment by seeing the real Susan, who was making her way through the attendants. Noting well, both girls did not even look alike, one was much taller than the other. Juanjo felt horrible, (“how ugly can this sound?” he asked himself; “to say that all the Chinese are equal?”). Since her
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former seat was now taken, Susan had to sit next to Jessica. They even became friends. Juanjo also asked for her email. Although the three would not take the same courses ―they enrolled in a higher level―, to Juanjo they seemed pleasant and he proposed to keep in touch. In addition, the opportunity arose early the next day, during the academic orientation. Narrow and poorly ventilated, the meeting room hosted the foreigners who would attend to details about the December mini-courses and the organization from the new year. He asked a bunch of questions and a person ―Juanjo identified as his friend Susan, who was sitting a few rows ahead―, he asked to meet for lunch and chat on Fridays. In doing so, however, he did not use the expression “to have dinner”, but he said, “To have catering.” The organizers didn’t understand well and she had to repeat her proposal. After finishing the presentation, in the middle of the ruckus, Juanjo could not get near her, but a few hours later he wrote an email: He said that her proposal was excellent, that he thought to attend meals and hopefully end up organizing them in a restaurant with reasonable prices. Susan responded after a few minutes. A short but educated paragraph that clarified that she had not attended the orientation and that he was probably confused with someone else. This fiasco caused Juanjo to become seriously concerned. He began to surf the internet for conditions of forgetfulness and confusion. Although his selfdiagnosis at the end resulted to be ambiguous, he stumbled upon a strange word (“prosopagnosia”) and tried to convince himself that he suffered from some of its symptoms. Fate also wanted the next morning to place Susan in the halls of the Aguilar Library, but dodged eye contact, threatened to the thought that it might not be her. Now, at Starbucks, having to meet up with the other Asian girl, Jessica, whom he had only seen once. They sent an email and agreed to meet up, where they also exchanged phone numbers. A few days before, Juanjo had bought an iPhone. Since he did not have his Social Security number, he was forced to leave a $500 deposit. However, in that instant, in the Starbucks, he was happy he had a cell phone: two-thirds of the thirty clients were Asians. Juanjo went around between the 216
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tables, weighing them all with a look ―some chatted in groups, the rest read books or tended to their smartphones―, without finding his friend. Once he settled in the available loveseat in one of the corners, he received a brief message on his phone: “I’m here,” she said. “Where?” replied Juanjo. “I’ve been here for 10 minutes,” she answered. “Shit,” he said, glancing around before he wrote, “I’m here too. Do you see me? Juanjo got up, and luckily, a girl by the entrance ―Jessica― also got up. They left Starbucks and, in the corner, they noticed the gawky figure of an AfricanAmerican homeless man, skinny and ragged, who was standing next to a hot-dog stand was waiting his turn to fill up his cup of coffee. “Yesterday”, started Jessica, “I saw him at McDonald’s. They also gave him free food”. Juanjo nodded. He had seen a few of them at night, sleeping on the grates where the steam was escaping from the buildings. Every time he met a homeless man, he thought of Chunchi immigrants. He was horrified by their similarities, but he was unable to shake it. The typical Chunchi immigrants were always willing to work hard. However, on the other hand, like the teacher he was in Ecuador, Juanjo had met several groups. One of them was from the dreamers of those who would seek to travel to the United States, and the opportunity to master the language and enroll in a university within the country. Months later, news of those who had not been lost along the way circulated through Chunchi or Riobamba, of those who had not died, been assaulted, or drowned. The hours were painful, but they did well. Very well, relatives used to say. It could not be any other way. In addition, although Juanjo hoped so, at the same time he was unable to shake off his ill-fated speculations. “Homeless,” he said again. “If there is something inferior to those ‘without homes’, it ends with them, the ‘homeless’”. Perhaps the families in Chunchi exaggerated the triumph of the others in the big city. Maybe it was just too much optimism. That is why Juanjo was afraid, afraid of being so alien to the Andean moors. He was afraid to visit the red zone ―is there one in Manhattan?― and to discover old students there, or to delve into the faces of the homeless themselves and recognize the airs typical of Chunchi or Riobamba. As they walked closer to the library, Jessica asked him a question about his relatives, and Juanjo spoke 217
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many of those last days in which he had been rather taciturn. He told her that his father had died more than twenty years ago and that he now lived with his maternal aunt and his cousin in Queens in a small but decent, little house that even had a small patio, a deck. Jessica listened with respect while he continued talking about his current home and family as they entered the library. While Jessica filled out the form that would allow Juanjo to utilize the library, he told her that, he was born in Riobamba, one of the coldest cities in the world. Seventeen years after his father’s accident, he had gone to live in Chunchi with his mother, his aunt and his cousin, Ernesto. Ernesto’s father, with experience of being in the United States for two years, paid the coyotes to bring his wife. This is how the process worked: first, the elderly migrated. Then Juanjo set out to tell other unusual stories ―“worthy of my album,” he said to himself, referring to his collection of news clippings―. He spoke of the grandmother in Achupallas who had six children ―all in the United States― and took care of twenty grandchildren between one and twelve years old; the older boys just waited to grow a little more ―and that the parents in the United States would save some money― to be brought, one by one, along the northern path. Jessica’s eyes reflected sadness and astonishment. She took the library pass that was handed to her and gave it to Juanjo, and they entered the enormous lobby of the library. He didn’t stop talking as they moved along, so she made a gesture for the both of them to sit in one of the chairs. Juanjo continued to talk about, in detail, in which the coyotes took his cousin, along with dozens of immigrants, to the coast, before packing them up for fifteen days in a small fishing boat to Guatemala. He went on to talk about the fears that Ernesto had to go through with the Mexican immigration, packed tightly in a truck with everyone else for hours. Without toilets, everyone was doing their necessities in plastic bags. Their first stop was Los Angeles and their final stop was New York. That was almost twenty years ago. “So, you will live with your aunt, uncle, and your cousin, Ernesto?” Jessica asked. “Only with my cousin and my aunt. My uncle is no longer in the picture. Destroying homes is one characteristic in New York. At least, for those of us who come from Chunchi.” 218
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“You came as an illegal?” Jessica asked, carefully. “No. I have a tourist visa, but I’m going to stay here forever.” It was hard to believe that he had been granted a visa. Almost fifteen years earlier, in January of 2000, the economic crisis had pushed Juanjo to visit the U.S. Embassy for the first time. He had sworn to leave. The government tried to save the banks with public money, ordering the freezing of deposits and taking measures that doubled unemployment. Everyone who had a relative in another country left without thinking twice, and his aunt and husband ―still together― in addition to his cousin, Ernesto who encouraged him to travel to New York. For Juanjo, the coyotes were too risky, that’s why he gathered his papers and presented himself at the interview in Quito, in that bunker in front of the House of Culture. He had the visa request in order, the documents and the appointment, but he spent the entire morning waiting for his turn. Before the first hour was over, he knew what was going to go down. Nine of every ten applicants received no as an answer. The majority marched themselves off with their head down, but there were others who cried, collapsing in on themselves, inconsolable. Juanjo avoided looking into the eyes of his unfortunate companions. He felt resentment towards this type of initiation ceremony, this vile baptism, the previous step to the unique and unavoidable path: resort to the freights of the coyotes. The old embassy did not have separate cubicles ―the waiting room was where the interviews were done― and, as the officials packed off behind reinforced glass, the applicants had to raise their voice. Some of Juanjo’s fellow citizens, whose visa applications were rejected, tried arguing to convince those in charge. On one than more occasion, Juanjo felt the need to shut his ears. Rage consumed him, as did an unknown embarrassment. He remembered a television program about the Ancient Romans. For them, privacy was not a big deal. The bathrooms were communal rooms with platforms where holes were distributed to seat the buttocks. There were no stalls: those people put their needs in front of those of others. They didn’t even use toilet paper. Instead, they made a wooden handle with a sponge tied to one end ―nobody knows if they took turns with the sponge or they 219
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brought their own―. For Juanjo, the United States’ empire had adopted the same position in its embassies. The poorest and most vulnerable members of society were left exposed. He would now play their game. He prepared to pull their heartstrings. Tell them first that he had a deceased father. And then, he would speak to them about his family in Chunchi, Canar and New York. However, before all of that, he would insist on the details of his job as a literature professor. He would talk at great length about the sacrifices he had to make to finish his studies. He didn't receive the visa. Oddly enough, a couple days later the US would burst into their everyday life without warning. Ecuador adopted the dollar, replacing the multicolored Sucre bills ―replacing the faces of the wrathful Ruminahui or the insignia of Eugenio Espejo―. The dollar had the unrecognizable face of a fat guy with a wig and almost unpronounceable names. Some days later, a coup d’état dissolved the state, and would have to happen several years before Juanjo visited the US embassy. That occasion happened to him in October of 2014. I kept teaching classes about Homer and Montalvo. His father was still deceased. I was still single. Oddly enough, he managed to receive a tourist visa. They stood up, and when they began to walk, Jessica told him that his stories were entertaining. By the brightness of her appreciative eyes, he knew that she told the truth. They smiled. She announced to him that, in exchange for what he had heard, she wanted to tell him interesting anecdotes about her favorite place in the city: just happens to be, the library that they were in. They wandered through the lobby: to the side stand, without causing too much attention, he rested the traveling exhibition of the caricaturist from the 20th Century. As they walked, Jessica told him that sometimes the library turned into a concert hall, and not just for music classes. She also told him that the establishment stayed open 24 hours, they even stayed open for Christmas and New Year’s. “Can you believe it?” Juanjo only nodded in silence. She dared to share with him that the eighth floor had a lecture room with windows facing the mighty Empire State. “Reading there in the night is a privilege”, she whispered to him. Then his eyes wandered over to a caricature of Diego Rivera and reached to say, taking Jessica by the arm and in a short but urgent phrase: “He is from Latin 220
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America.” She barely smiled at him. It seemed to be no big deal, but it was not like that. Juanjo had recognized the presence of one of the irrefutable laws of the universe: randomness. That very instant his Chinese friend started to really relate to one of the cuts of his album: the one that talked about Diego Rivera. On that newspaper page, Rivera announced that all the gringos were the same and that's why they all looked the same to him. That wasn’t the case with other faces, because his art individualized Mestizos and Indians. Juanjo looked at Jessica and tried to capture those delicate lines of the jaw, the outline of her cheeks, and for a few seconds he made an effort to collect traits and differentiation, convinced that those features were not destined to become “water in the water”, as his beloved poet, Borges would say, but they were unique, “Like certain memories”, thought Juanjo, “Or like the news from my album”. His intense stare made Jessica feel uncomfortable, and instead Juanjo looked at the floor. She took the opportunity to propose that they walk through the upstairs floors. Since Jessica was the result of the single child policy from the Chinese government, Juanjo wanted to know some details. He asked if in Mandarin the words “brother” or “sister” were still used actively, or if they were like linguistic fossils. He inquired about life in a communist country and in the questions Juanjo asked, the word free was restricted by its persistence: free speech, free content, even free spirit. It seemed amusing to Jessica that this speaker displayed this childish wonder at her explanations. They had already reached the fifteenth floor when they began on the subject of the library again. She told Juanjo that ghosts passed through the shelves of the four million volumes. They slowly approached the golden fence behind the handrails that were but a separation between them and the abyss so that they could observe the free fall towards the lobby. Jessica spoke about a time ―years ago, when there was no fence― one where students committed suicide by throwing themselves off. Juanjo imagined them kissing the ground with violence. In his mind, he drew a still image, a card with valuable inanimate objects: a corpse that guarded beside travel novels from the 19th century, as well as reproductions of renaissance atlas’.
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“I still get chills. I’m very sensitive, it’s like not coming back, to stay studying at home ―continued Jessica― And even after everything, one still goes to the 8th floor and there waits the Empire State”. Juanjo saw something in that look that made him feel as though fate gave him another invitation once again. He spoke again about Chunchi, of the kids that grew up without their parents and ended up in a corrosive solitude. He spoke of the adults that immigrated to send money to their family members, for basic needs and small luxuries such as clothes or phones, but also for caskets and funerals of their children. No one cared much about this hidden place in the country until the reporter, Marcela Noriega, wrote her chronicle: “Chunchi, the town of the suicide kids”. Juanjo remembered Noriega. First, because he thought she was beautiful. Later, her attitude caught his attention, that tireless walk through the town. One time in school, her form of listening to the testimonies of the kids, the parents, and the teachers were peculiar, that ambivalent gesture between amazement and worry. For many habitants of Chunchi, the suicides became a common tragedy, familiar even. An event, very pitiful, impossible to fight, like frost or earthquakes. They passed by the vending machines on the bottom floor, they bought soda and sat at the tables by the computer room. Juanjo with his initial talkativeness told her that he started taking private English classes two years ago with the professor from Chunchi. Jessica listened with patience, but after a few moments, she found a way to move the conversation in another direction. In the end, both of them ended up focused on the commodities of the building. She assured him that a while ago, a certain Chinese student stayed to live in the library for about four months. They had thrown him out of his apartment, so he decided to rest every night on a sofa or an armchair between the computer room and the sixth floor, and he would shower no more than two times a week in the NYU gym on Mercer Street. “Four months?”, he repeated, in disbelief, and Jessica insisted, satisfied because it was now her story that surprised Juanjo. “One day they found him”, she continued, “And since then there’s a no written rule that states that you can only sleep here for one night, no
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more. A worker memorizes the faces of those who sleep and doesn’t allow you to stay a second time.” Juanjo wanted to point out how hard it was for some to remember Asian faces, but he realized he was walking on a tight rope: the risk of flying over political correctness. In any case, he would’ve liked to explain the story of Diego Rivera, but the only thing he said was “Four months”. It was obvious that the Chinese student lacked friends and family to go to. “Homeless”, Juanjo thought again. When Jessica walked towards the sink, he had to take advantage of those instances of solitude to relive what happened in the morning. The way in which his mother, form the other line of the phone, started with the insistence of only one word: “Bundle up!” Then came the rest of the repetitive advice: “Eat well" or "Don’t come back too late.” After hanging up the phone, Juanjo looked at his cousin before the complaint slipped involuntarily from his lips: "She treats me like a little kid." However, Ernesto answered without hesitation: “You act like a little kid." Ever since he had set foot in New York, Juanjo no longer recognized his cousin Ernesto, who had been his childhood accomplice back in Riobamba and Chunchi. Juanjo's mind now started to picture his cousin's current life, which, if it had a name, would be called frustration. In fact, it was Ernesto’s mother who had told him, the same day of his arrival, the reason for her son’s behavior: Ernesto had broken up with his girlfriend "Professor María" after being together for seven years. "Seven years" ―repeated the lady― “She was a pretty little gringuita. I really thought they would get married.” "Like a child," Ernesto went on that morning, hours before Juanjo met Jessica. “And on top of that is your damn Alzheimer. You only live in the past." He paused at the entrance of his room and turned before pointing to the scrapbook on the sofa. “Why did you bring it? That’s not healthy. And the songs... you're still with Soda, with Enanitos Verdes" ―he took a deep breath― “Cerati is dead, damn it! This is another life. Get used to it!” Not only did Ernesto dislike Juanjo's music or album, he also disliked behavior that was scandalous, unjustifiable vagrancy: for example, his cousin's disinterest in looking for work. Ernesto wanted to get him a temporary position at a bakery, but Juanjo would 223
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always find an excuse not to work. In the early morning or at night, when he was in the living room, Juanjo would always relax and review his scrapbook of newspapers and magazines, or quietly listen to a Latin American rock CD. He had tried to go unnoticed these days by not bothering Ernesto, ―who was normally busy with his work, nor his aunt, absent from working as a nana in New Jersey―. He tried to follow his mother's advice: “Juanjo, it's okay if you do not want to work in the beginning. Just make sure you’re not a bother". He even gave some money to his aunt, a fraction of the savings he had brought from Chunchi, thus paying his share of housing. However, he was worried that his relationship with his cousin had still not improved even after being in New York for more than a week already. During those days, if Juanjo was not taking the English mini-course for immigrants, he would often find himself home alone, or actually, alone. The same day he arrived to the United States, his aunt bought a turkey that would peck in their little patio. Just like Juanjo and his sofa, the bird slept in an improvised space: a humble little cave made up of boards, with a piece of zinc as a roof. Despite the icy air in New York at the end of the year, Juanjo sometimes sat next to the other guest: he took his album, flipped through it a bit and then watched the way the animal ate those preparations from Chunchi. The aunt had refused to buy the cans that were sold in supermarkets: "Who knows what’s in that mixture?” she complained before saying, "Such a dirty thing!" So she had shopped at one of the migrant stands in Queens and the bird ended up eating ―with pleasure― soaked rice and split morocho. When Juanjo would get bored of rereading the album or watching the turkey, he would go on the internet or get lost in his memories. That morning of reproaches, before Juanjo's meeting with Jessica at Starbucks, Ernesto finally left the living room, so Juanjo turned up the volume of La Ciudad de la Furia. He left the clippings on the floor and leaned back on the sofa, while thinking about how much he missed the old Ernesto, who had been his buddy in Ecuador. Maybe his cousin did not want to remember this, but in their teenage years, they were both were fascinated by that strange hobby from the album. It was during those years in Riobamba that 224
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Juanjo began to collect nonsensical articles, paste them on sheets of paper, and organize them in a folder. These cut outs were placed into sections of paranormal science ―Ernesto's favorite readings: encounters with aliens, experimentation with telepathy or levitation― and more reliable reports, sometimes even from news agencies. They called that folder The Album. Ernesto didn’t know that, during his long absence from Ecuador, Juanjo had added a third section: Chunchi's news, spread mainly by La Prensa or Los Andes. These last ones no longer shared the themes of adventure or mystery. Few were positive news. There were brief notes and reports about immigrants or family disintegration. Juanjo also kept six mortuary announcements. All six teens had been his students. From among all that amalgam of cuts, Juanjo’s favorite was the first one from the “serious” section. It was referring to a Russian who, after boarding a railway in the North Caucasus, had invited his traveling companions at gunpoint to play cards. In no way, it was a theft. The stranger ended up getting off, like nothing had happened, in a crowded station before getting lost in the multitude, “becoming water in water”, thought Juanjo once again, remembering Borges. Just like that one, each cutout story provoked fear or interest. When he started the collection, Juanjo was sixteen years old and Ernesto was three years younger. Now Juanjo was around forty. He only had the scrapbook and a rock CD from Ecuador, besides some clothes. He was ready to carve out a future with no past. The majority of his memories, along with the scraps of his life, had stayed hanging in the walls of his room back in Chunchi: photographs of landscapes and faces, a keychain collection, literature manuals ―for his classes―, novels ―he always treasured the adventure and navigation ones― and signed posters. Everything stayed in its place. He knew his mother would keep it that way, untouched ―like the room of a deceased infant―, hopeful for his return, even if it was just to visit. Since his turn had arrived, now Juanjo was running away from Chunchi, the village of the suicidal children. Jessica got out of the bathroom, but they decided it was time to say goodbye when they did not feel like wandering anymore. While they walked together to the Subway, Jessica asked him a few additional questions about his family, and Juanjo devoted himself 225
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to a brief reconstruction of his own adolescence. He did not have the opportunity to talk about his newspaper clippings. Jessica then intervened to tell him something personal: her work as a volunteer in an environmental group. While for a few instants they remained without exchanging any words, they noticed with relief that the silence was not a burden. They stayed like that for part of the journey, letting themselves be enveloped by the noise of the city. Juanjo remembered a certain evening, many years ago, when he and Ernesto imagined the possibility of meeting one of the protagonists of their album. They would have liked to talk with those men and women that wandered on the edge of reality and fantasy. In addition, what better place than New York to find people like that? Already in the wagon, they sat next to a man that was carrying a small dog. The owner and the animal wore dark jackets. Jessica pet the dog carefully while she made small talk with the middle-aged New Yorker. Three stations later, she got ready to get off to take her transfer, telling Juanjo goodbye with a hug ―at his request― that resulted being somewhat rigid, and wishing each other a Merry Christmas. She also said goodbye to the New Yorker, with polite but brief phrases and pet his dog a few more times. “I like animals”, she confessed, talking to herself, while glancing at the dog one last time. “You have gotten attached,” Juanjo, told her, not thinking much of his words. “No,” Jessica answered, with a little regret, and finished before leaving: “I know that here in New York you should not get attached to anyone.” Juanjo remained in silence, without making any small talk with the dog’s owner, thinking about Jessica’s words that echoed in his ears like an oriental proverb. Then he jumped into another thought and was gloated by the memories of that time in Riobamba, and then thought about a certain movie, where actor Ricardo Darín gave life to a methodical man who shared his own hobby: cutting and saving unusual news from the press. Perhaps he should see it again, this time with Jessica by his side. He felt happy then, thinking that, deep inside, he belonged to a community with shared interests. If Jessica saw the movie, it would be easier for Juanjo to explain his hobby. However, Darín also
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represented a lonely and resentful man incapable of renovating or destroying his customs. Maybe just like him? Like Juanjo? Half an hour later he had arrived at his aunt’s house in Queens, and with his hand resting on the doorknob, he heard a “hello” behind him. When he turned around, a woman with big blue eyes was awaiting him: “You must be Juanjo”, she said in Spanish. “Yes, that’s me”. “I am Mària” ―she went over to kiss his cheek; the other remained stunned and smiling―. “I don’t know if they have told you about me.” “The teacher Mària” He said more to himself, and after she nodded, he continued. “My cousin returns from work at about six.” “It doesn’t matter. I just have to get some things”, she started. “It’s a little clothing and some discs. Nothing more.” Juanjo looked at her a few moments before finally nodding. As soon as they entered the house, they heard the sound of running water in the shower. Juanjo found it strange that his aunt had finished babysitting so early. He looked at Mària again before insinuating a compliment: “You speak Spanish well.” “I lived in Granada about eight years ago.” “Are you not from New York?” “I'm not even from the United States,” she smiled, “I'm from Slovakia. I worked in a public school there.” Then she proceeded to Ernesto’s room and Juanjo went after her steps, feeling an obligation to be present while she looked around his cousin’s drawer. “How did you two meet?” Juanjo inquired and remained standing guard under the doorframe. “In a salsa club,” she turned around to face him. “But trust me. It’s not that Ernesto is a great dancer.” They both smiled. Then she took a panoramic look of the room. A half-open box rested in a corner and some of the objects that stood out invited Mária to inspect it. “It seems that he left everything here. Ready,” ―she said, somewhat upset; she took out Spanish novels and clothes before placing them in a small pile beside her; then she would arrange them back―. “There are also some memories…” and from his position Juanjo 227
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could see a keychain, some postcards and a Rubik’s cube that when completed it assembled photos instead of colors. "I have an enormous respect for memories," he said. She could only nod mechanically, and under that trance of withdrawal, she returned her things to the box. After raising her head, and as she was leaving the room, she stopped to inquire in a hurry, as if she had remembered something important. “Where were you before coming here?” “In Ecuador” “But what part of Ecuador?” “In Chunchi” “The town of the suicidal children”. “Ernesto told you…” he started but then he stopped mid-sentence. “Ernesto told me everything,” and she looked down before walking to the living room. Juanjo glanced at the sofa and, for the first time, noticed the absence of his clippings. “Shit” “What’s wrong?” she turned around. “My album. It’s not here.” She placed the box on the floor while Juanjo searched, with growing anxiety, under the cushions first, then on the floor and finally between the blankets stacked on the table. “It’s not here” he ratified. “Your album?” “Maybe Ernesto has it,” he said with fear without answering the question. “Could you give me a small glass of water?” He didn’t even answer her: with the ease of someone moving in her own home, Mària was already on her way to the kitchen. He was amazed that she didn’t care about the album. In fact, he even liked that self―confidence, a little. It was also nice for her to use "give me" that way, along with the diminutive "small glass". She sounded like a serrana. She was one more compatriot. “And that turkey?” Mària said, under the doorway that led to the patio. “My aunt bought it from an acquaintance of hers. Someone who has a farm in the Hudson Valley”, ―Juanjo stood near her―. “We both arrived the same 228
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day. He is a guest, like me. He’s been fasting since yesterday evening.” She turned to ask for a longer explanation when they heard the hinges of the bathroom door. They arrived at the living room when his aunt, with her hair still wet and carrying clothes in her hands, tumbled into the room. “M’ija!” she managed to say, with surprise. “Señora,” Maria mused. In addition, they looked at each other, blushing, forcing their smiles, as if they shared a secret that could either unite or separate them. They stood still, not knowing whether to stand there or take a seat. However, they would have felt terrible exchanging fake and unsavory phrases, frugally wishing “Merry Christmas.” Saving praise. They knew at that moment, after hesitating. They hugged lovingly. Then, already seated, they revived the old camaraderie, the topics that united them, and those particularities that had made them mutually unique in their small worlds. *** “I was looking for the album like crazy. I thought you had burned it.” “No, primo”, replied Ernesto. “I just wanted to read it. Chunchi is a very heavy topic.” They talked about the “Cusumbo” Espin, who had been a student of Juanjo’s and a cousin of one of Ernesto’s friends. He had lived in Chunchi with his uncles, but everything was different after the return of his father ―an alcoholic and a grump― from the United States. In his farewell letter, the “Cusumbo” mentioned Juanjo, but overall thanked one of the aunts and the youngest cousin. The mom did not return, not even for the wake; she had another family in Connecticut. Ernesto soon changed the direction of the talking: “I discovered in your album the commemorative report of Argentina-Ecuador. The one of ‘President Lupo’” Juanjo laughed sincerely “Remember the game?”
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“I remember the noise ―confessed Ernesto―. At the end I embraced my parents. We were curled up, we cried with snot and everything. I didn’t understand much. I wasn’t more than five years old”. “Some of the images are on YouTube...” ―Juanjo scorched up the video on his cousin’s laptop― “1983 (September 7)”. In 1983, the families of Juanjo and Ernesto rented a two-floor house in Riobamba. Both fathers had been soccer fans and followed on television the home and away games of the South American Football Championship. Ecuador was already eliminated by September 7th. “It was pure formality to play the last game” Juanjo stated, before pressing play on the video. “But it was important for the Argentinians. Only the first one of every group passed and they would reach Brazil”. YouTube reignites their memories and the images become a perpetual present. They see how pieces of confetti fall over the stadium in Buenos Aires. “Lupo scored a super goal”, points Juanjo. “My dad screamed then came my old lady who was with your mom in the kitchen, scared. My dad hugged yours”. “They were so happy”, finishes Ernesto. The Ecuadorian players celebrated the one to zero in a corner of the field, jumping like children and raise their arms to the sky. “Madness exploded later with Hans. However, at halftime they didn’t stop laughing and started swearing, especially your father. I asked if everything was over. There were still 45 minutes, said my old man”. At the beginning of the second half, a ball is pivoted towards an Argentinian who unleashes a cannon shot. The stadium vibrated with the tie. “Dad said a bad word. Too nice to be true, he said later or something like that. Only five minutes had passed”. The Argentinians takes the ball and places it in the middle of the field. They have smelled the blood and they feel the prey at their mercy. “Another chronicle of your album collected a list of our previous soccer disasters. We had never qualified to the World Cup. They say that Tiburón Gallardo peed his pants when they told him that he had to play against Argentina”. Argentina focus only on attacking. It is minute 70; the defense of Ecuador goes from fierce to heroic. Minute 80, Argentina is a tsunami, wants to take Ecuador ahead with bow and all, to erase the opposite 230
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team from the map, but they find themselves unable to score the second goal. Then the impossible occurred. Lupo dominated the ball and ran like a greyhound to face the goalie from Argentina, who crosses his leg. The referee José Manuel Orbitre calls for penalty. It is minute 90. “More than a scream, it was a loud roar. Our old ladies were sitting down to see the last few minutes. I am sure your mom remembers it. We hugged, there were kisses, saliva was running and we had a lot of unnecessary human contact. All of that, you know, they even made you fly through the air, then your dad went to the kitchen and came back. He said he could not believe it. He returned to the kitchen because he did not want to see the penalty”. The reporters invade the court, the Argentinian players surround the referee, but José Manuel Orbitre takes the ball and places it in the penalty spot. The coach of Argentina and the substitutes players want to avoid Ecuador taking the penalty shot, and they wander on the soccer field together with the journalists. Finally, they had to leave. Hans stands behind the ball. The legendary goalie Fillol, crouched, challenges him with a stare of the Cerberus of the Abyss. A deafening whistle descends from the stadium's grandstand. “What a game!” tells Ernesto, then observes the Ecuadorians run towards the ball, transforming it in a bombshell and quieting the boos of the stadium in Buenos Aires. Hans Maldonado celebrates the goal. “I remember our own celebration. We went around in a circle, hugging”, recalls Ernesto. “The neighbors also screamed, now that I think about it, I never saw my dad that happy. Maybe he has never been that happy.” Juanjo does not say anything; he observes an Argentinian player carrying the ball to the center of the field. They feel eliminated, but the embarrassment pushes them to attack. “We watched the last moments standing up, waiting for the final whistle,” says Juanjo. “It was during the eighties. No referee gave more than three additional minutes. My dad and yours were consumed by nerves. Every ball that came to our area was half a goal…About the other thing… I agree with you. I don’t remember that our dads were ever as excited as that time”. Minute 94. Ecuador piles up defenses in the area and cries for the hour. Minute 96. Ecuadorian players run through each ball and, when they have it, they try 231
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to hide it or throw it as far away as possible. It's now minute 98 and surprisingly, the game is not over. "By then your old man and mine were already treating that referee as a thief and as a son of a bitch". The game marks minute 99. “More or less your dad announced that the referee was not going to end the game until Argentina tied. It was a painful feeling. Orbitre, after the fight that broke out because of the 2―1, could not leave things as they were”. On the minute 100 the referee marks a penalty for Argentina. “At this moment, when Orbitre makes the gesture and stretches his arm, our parents jump and scream, pound the floor and the couch, and our mothers mourn as if they were sad, and I remember that you asked with fear: Is it for us? Is it for us?” Ecuadorian players surround the referee; the journalists take the court again. “My father’s face was violet, contorted; he wanted to break the television. Moreover, when Burruchaga kicks the ball, my old man closes his eyes. I know because I was looking at him. I did not want to turn to the TV either. Your dad left the room. You followed him”, Ernesto confesses. Burruchaga stands back the ball. “There was a short moment of prayers,” interrupts Juanjo. “From our mothers”. “I also remember it", Ernesto smiles, accomplice. Burruchaga tricks the goalkeeper and Ecuador has no time to even move the ball from half the field. The game ends 2 to 2 while the clock marks 103 minutes. “In the room, we sobbed as if our fingers had been crushed; it was like physical pain, this kind of pain that is concentrated in some small, indispensable part of our being. There was an ‘Oh my God!’ I do not know if your mother said it or mine.” “I remember my father”, Ernesto begins, “drowning in his words, saying that they had stolen the match from us. He hugged us and we clustered together. Wait, wait! I remember something else. Something you said. You insisted that they were going to repeat the game because we had played for more than 100 minutes and that was not fair. ‘Right, daddy?’ you said”. “Now I remember!” “You were stubborn. Your dad said no, and you insisted, yes, sure there was some way”. “Incredible RAM disk memory of yours”. 232
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“And what happened with Orbitre?” “No disciplinary sanctions, as far as I know. The referee was from Bolivia and the Ecuadorian government declared him persona non-grata. Then it turned out that he had a brother who was also referee, and in the nineties, he was appointed to a match of Copa Libertadores in Guayaquil. There was confusion at the beginning, because it was believed that he was the same Orbitre of year 83. Our honorable National Congress had an emergency meeting to discuss an issue that touched the pride of every decent citizen: ‘Did the declaration of a persona non-grata also apply to Orbitre’s brother?’ The congressmen decided yes, nobody from that fucking family would ever step on our homeland”. Ernesto laughs. Although he knows it is true, he can barely believe it. *** Sitting in the patio, his look absorbed in memories, with one hand around a wine bottle and, the other around a plastic cup, Juanjo only managed to sigh under the New York night. Very close to him was the turkey and that four-year-old boy in a thick jacket, who created twisted Lego constructions, patching and retouching them until they lost their balance. The cold air was dancing around the three of them, but none of them seemed to care about anything else except their own universe. A little earlier, Juanjo and Ernesto had delighted themselves by resuscitating the memories of Copa America. That breeze of happiness, that truce that his cousin had tacitly declared, had to last very little. After watching the images on YouTube, Ernesto had gone to the kitchen, where he chatted with his mother. Juanjo listened to them without paying too much attention. I had received a text message from Jessica. She reiterated “Merry Christmas”. It was short, but it was written in Spanish. It had been just a few hours since their meeting in the library. Now he returned the greeting, suggesting that they would have to see each other again and announcing that he would send the next day a picture of the dinner and his family, Ernesto burst into the living room, furious, and not sure. 233
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“Did you let Mária into my room?” ―and without waiting for a reply, he went straight to his room, if he could visit. When he left, he confronted his cousin― “how could you do this to me? She even took the box…” “She told me that they were her things” Juanjo said timidly. The aunt appeared fearful and stopped in the hallway between the kitchen and the living room. “She came right when she knew I wasn’t going to be here. If she wants to enter my room, she has to ask for my permission. To me! Do you understand? Juanjo and his aunt enclosed them in silence for a few moments. “Ok, primo. It’s not that serious” Juanjo started to say “It’s not that serious” ―the interruption was violent― “Why is she checking my room? Why annoy me? Don’t you see? And you… you should be pissed at her!” “Me? Why?” “For solidarity, asshole! You should not have even said hello! “Primo” ―Juanjo felt insecure, as if the words could explode in his mouth― “maybe you have to talk to her. Fix this problem...” “I don’t have anything to talk about with you or with her. Here, there is nothing to fix. Nothing!” The impasse had happened less than half an hour ago. Juanjo, sitting in the patio, with the bottle open, with a glass that at one time was full, now watched the kid with the legos, play carefree in that universe where he was god and built buildings and monstrous homes. It was customary for the Aunt to babysit in New Jersey until four o'clock but today was a special day and the parents had paid her extra to take care of him for the night. They had not arrived not long ago to leave him at the house. In addition, the first time the boy visited his nana in Queens, it was probably the first time they set foot in that district. He had been infatuated with playing outside, despite the weather. At a short distance from him and Juanjo himself, the turkey struggled to locate himself in that limbo, at a point equidistant from that of the others, without allowing himself to enter into too much confidence. Ernesto entered the patio: “I have orange juice for you” ―and he extended the drink, but the boy said no thanks and pointed to Juanjo's bottle: “What is that?” 234
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“It is juice. Grape juice but they were sour grapes. It tastes terrible” ―Ernesto made a gesture of disgust, and then he turned to Juanjo―. “Are you going to get drunk in front of the boy?” “I just had one glass” his voice sounded tired. “It's for the turkey” Ernesto reminded him, before entering into the kitchen. “What is his name?” The boy spoke suddenly to Juanjo, pointing to the bird. "No name," he said, and added in Spanish. “It is better that way. You know why? Because we are going to eat it.” We will eat it. ―he made the gesture of putting something in his mouth before resuming his Spanish. We cannot give it a name. It would be more difficult for us to kill him ―the boy turned his attention to the legos, bored with the other's incomprehensible speech. Juanjo then turned his gaze to the bird―. Amiguito turkey, I will tell you what will happen now to you. Tomorrow is December 23rd, we should eat you on the 24th, but your uncle Ernesto has a different idea. We are going to kill you the Ecuadorian way. No, do not be scared. You will not notice it. I know you are thirsty behind that inexpressive face of yours that of a turkey among the turkeys, or water in the water as the poet says, I am able to guess your hardships. I know that hunger consumes you. Fasting does not feel good to you, with the fat that the soaked rice has put on you. I am going to serve you wine. ―He filled three quarters of his glass and showed it to the bird, who approached with suspicion. At that moment, the boy looked up from the legos―. A little bit for you. ―He let the turkey drink for a moment, before removing the glass and taking a sip to his mouth―. And a little for me. That is how it will be tonight. You will drink with me. We will be together, like two good companions. ―He showed the wine to the animal, which after the previous gesture of removing the glass, now approached fearful but pushed by thirst―. In a little while, you will get drunk. Your body will feel insecure on your legs; you will walk like those wandering New Yorkers of the nights, those who have money and time to leave bars. Then, your time will come. In the middle of a ritual silence, they will cut your neck. I will not be the one who holds the knife. My hand could shake. It will be my aunt. Stay calm. Before saying goodbye, you will have shared a little alcohol with a 235
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friend. That is the way it must be, right? We will throw your head. No disgust. With respect. We will keep your legs, because they can used for the soup, just like the gizzard and the liver. Slowly we will put you in a pot of boiling water, your body will immerse in that purifying bath for two or three minutes. Your soul, from then on, will be ready for the final journey. We will proceed to defrost, to remove the impurities of that body of yours. We will pass soap through your skin and rinse you with a lot of water, like they said they did to the body of Patroclus, who before visiting the Hades, was anointed with the divine nectar. We will remove your viscera and rub your skin with salt. You will rest in the refrigerator, fresh until early morning. They say that your body will keep the taste of the wine, a tribute to the friendship ceremony tonight. My aunt is going to take charge of enhancing it by injecting you with the heavenly liquor, the very blood of the gods: garlic, another variant of red wine, salt dressing. It’s a recipe of the house, you know? My mother is also one of the guardians of the secret. Each part of your skin and the cavities that the extraction of your viscera have formed we will rub the dressing. You are lucky to be in our home, stranger. Unknown yesterday, friend now. You could have touched one of those industrial farms. You could have died between hot flashes, crowded with others of your species, the immigrant, because that is how some come from there. Therefore, others survive here, in these parts. If you had touched an industrial farm, you would now be a cold corpse in a supermarket. It can be horrible to live here. In addition, agonizing too. Even as an animal, you can be denied a dignified death. “What are you doing, m'ijo?” Behind him, his aunt and Ernesto watched him from the kitchen doorway. “Are you having an outburst” ―the cousin had to intervene, slowly―. “That music and picture cuts have driven him crazy”. The aunt said in English that the temperature had dropped and, addressing the child, asked him to enter the house. However, the boy observed the turkey and shook his head. His nana gave him a reproachful look and when she seemed willing to add something else, the phone rang. She had to take refuge immediately in the living room from where she was, where you heard sputtering in Spanish. The child 236
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continued with the games, looking sideways at the turkey and the man sharing that red drink, both wrapped in a ceremonious silence. Juanjo discarded offering wine to Ernesto, although he felt the look that fell on his neck like a harpoon. “You cannot be useless here, primo”, Ernesto began. “You have to look for a woman and you have to forget Ecuador”. “You have to look for a woman and you have to forget Ecuador”, Juanjo repeated that voice. The child had stopped playing with the Legos, now able to interpret those mysterious sounds that foreshadowed the storm. Ernesto's face underwent a transformation. Although he was younger, He had always been the strongest. He walked until he was in the center of the yard ―the bird recoiled in fright― to look at his cousin in the same way that he had years ago when he challenged him to "be a little boy" with the neighborhood bullies. He announced slowly: “Go back to imitate me and I’ll rip your nose off”. The aunt made an abrupt re―entry into the courtyard and, without wasting any time, turned to Ernesto: “My comadre, Rita, called” At a glance, Ernesto knew that it was something serious. “Let’s go to the living room” When they were alone, she could barely handle the urgency: “they tell me that my compadre Otilino was almost arrested”. Ernesto reacted with indignation: “arrested? why?” “The daughter, Marta, came to visit, and they went to Prospect Park. They prepared a guinea pig there”. “Today? With this cold”. “Today, m’ijo. People were passing by and they reported them because they thought that they were cooking a squirrel”. Ernesto laughed before asking: “and?” “That there they realized what it was. They were in a designated area for preparing of the animals. They didn’t do anything to them”. “Not them, m’ijo, but what about us? What if we need a permit” “For the turkey? Mom, it’s our house!”
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“I can kill it in the kitchen, so we can at least avoid someone reporting us” “No mom! That’s why we have the backyard. Who’s going to scrub the patio tiles?”. “Compadre Otilino is back in the store. I’m going to pass by there, even though it’s only for a little while”. “I’ll go with you, ma. I need to get cigarettes”. “M’ijo, Juanjo, look after this kid and watch over the water that I left in the kitchen. Ok? Don’t turn it off, just let it boil. We’ll be back in ten minutes”. They came back fifteen minutes later, and while the mother left her jacket and the hat in the entrance, Ernesto was surprised to discover that Juanjo backpack nor his albums of cutouts were on the sofa. He had a hunch and almost ran to the patio. The boy with the legos was completely alone. He asked in English, hastily, “And the turkey?’’, the words of the little one became mocking screams: “free the turkey! He said he was going to free the turkey!’’, as he announced it, he raised his arms, like Hans Maldonado, in a joyful, epic gesture, seeking to reach the celestial vault. Ernesto and his mother made a quick inventory of the situation. They confirmed that no money nor anything of value was missing. Before leaving and taking the turkey, Juanjo made sure to take the passport, phone and favorite CD. He was courteous enough to enter the kitchen and turn off the boiling water. He had abandoned his clothes, with exception of his sweat pants and the old sweater he used to sleep in. Ernesto clenched his fist: “How could he be so...irrational” He had to pause before letting that word out ―irrational― the memories had been all mixed up, to then suddenly form an explanation. Everything was irrational. The feelings he still had for Mária. The gunman who boarded the train to play cards. The tombs of the abandoned children in Chunchi. Now his cousin rescued the Christmas turkey before it escaped in the middle of the night, into the heart of a hostile and strange town. Although Ernesto went through the main door, he took a few steps towards the street before stopping in front of the cold weather and that icy wind hovered over the few pedestrians, pecking at the uncovered parts of their faces. He didnt know where to look. Slowly he turned around, not daring to go through the entrance 238
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of his house; instead, he stopped to light a cigarette. He thought of Juanjo’s stay in New York, he looked back at the time when they both shared a house in Riobamba. He wanted to relive that time of Copa America, despite only having scarce memories and few distorted images of it. Later his memories aligned and for some strange reason brought him back to the salsa classes they had taken together, both with robotic-like hips, both incapable of following the rhythm of those lessons; that later became useless for meeting girls at the stadium parties. Later he remembered the way that Juanjo supported him when his father left to seek the uncertain adventure in the United States, and how Ernesto had done the same for him by returning the favor of solace after the death of his father in Riobamba. For Ernesto, that man had meant so much. Him and Juanjo cried in a single embrace, like brothers, surrounded by the whispers of endless prayers and the muffled sound of old women shifting about, dressed in their mourning garments. All of them sunken beneath the penetrating mist of candles. Sometime later, it would be Juanjo who would take the role of main supporter, encouraging him the night before the trip with the coyotes, while his mother, Ernesto's aunt was busy sewing the hidden pockets of his jeans where he kept the extra tickets. Then the lady leaned, with her humble eyes, to extend her blessing ―because Ernesto was like a son― then she handed him a stamp with the Virgin of Biblical, Guardian of Migrants. Ernesto gave an extra whistle to his Marlboro, seized by a sadness that was difficult to suppress. Later he took the telephone and dialed Juanjo’s number. There was no one on the other line. He hung up, without daring to leave a message. He had to think about it and dial again. After the tone, he left a voicemail: “Primo, come back home, I don't care about the turkey. Everything has been arranged. We’ll talk here…. come. We’ll wait for you…’’, he pushed the end button unable to find the right words to precisely describe so many feelings. It was almost two in the morning and Ernesto moved towards the sleepy guard sitting in the living room ―the parents of the boy with the legos had brought him back to New Jersey and the Ernesto’s own mother had already gone to bed at around eleven―, when his 239
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smartphone went off. The small screen displayed a call from his cousin. A tremble went through his whole body, from the tip of his fingers to the bottom of his toes as he picked up the phone. Before answering, he took a deep breath. It might turn out impossible to convince his cousin to return ―he was prideful and stubborn―, but Ernesto was dedicated to use the necessary words ―including returning back to those memories―, to convince him that this was his home and that family should be united.
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A Hero’s Agony Just when Magnus began having problems at the office, his wife started to pressure him about the details on organizing the party. On top of that, he had to deal with the strange behavior of his son, Johan, and his inappropriate timing of stories about the Spanish teacher. At first, Johan’s comments were few and far in between at dinner; the only time during the workweek where the three of them were together. Usually, the boy played the role of the listener and took initiative. However, those days were an exception and Johan couldn’t stop talking about his new teacher; his mannerisms, the jokes he made with the students, how well he played the guitar and his impressions of Bob Dylan 12. His mother paid attention, but Magnus didn’t, aside from a comment here and there, mostly to keep the peace at the table to make the boy feel important. When the weekend began, it was spent in the isolated cabin near Gol 13. Since leaving Oslo at dawn up until they sat down at the oak table for the nightly game of cards, Johan managed to talk about his favorite subject the entire time. And on Saturday morning, after a breakfast of bread and goat cheese, he left another praise for his teacher in the air. It was on the second night, in the privacy of the bedroom, that Linda brought her doubts forward: “Is he turning gay?” Magnus, distraught, couldn’t even bring himself to smile. She got up to throw her arms around his neck, laughing at her own question but then made an additional comment. Now he couldn’t hear her well. She repeated, patiently: “It’s the age. I’m sure it’s the age.” Magnus nodded, though not before making a comment, as he settled on one side of the mattress: “It didn’t happen to me at his age, I think.” “What about Øyvind?” She was right next to his ear and the smell of moisturizer made him dislike it. It
12 An American songwriter, singer, artist, and writer. He has been influential in popular music and culture for more than five decades. Much of his most celebrated work dates from the 1960s, when his songs chronicled social unrest. 13 A municipality in Buskerud County, Norway.
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was a new brand. It would take some getting used to, he thought. “It is better we don’t talk about this right now,” “When, then? My birthday is the 23rd.” “Damn your habit of ruining a weekend.” Magnus writhed on the mattress, putting the pillow over his face, holding it with both hands, and then putting his weight on his right shoulder. Without a word, and with the calm of someone who has all the time in the world, Linda touched her husband's arm twice with her forefinger. He would get out of his submarine, he couldn’t hide behind that pillow forever. Two years earlier, and after a long period of absence, Øyvind had reappeared in the city. He even settled in a room in the basement. In his attempt to return to a life without syringes, Øyvind had to get a part―time job as a cashier, spending the rest of the day as Johan's babysitter. He also visited support groups. The four of them celebrated Christmas together. Johan still remembered him reading and making up stories, tickling and calling him Donald Duck 14. Magnus spent more time at work and because his wife insisted on focusing on the business of belts and purses, Øyvind received a few extra responsibilities. He began to pick up Johan from school and even went to see him during the annual Children's Poetry and Theater presentation. Øyvind, the old―faced uncle, thin as a noodle, had shown up that day in a long―sleeved shirt, and at the end of the act Johan's friends admired and commented on his tattooed neck. They asked him about the drawings, if they had hurt, and if he had more tattoos. “Of course, I have more”, Øyvind said. He rolled up his sleeves to show off his twig like arms, but careful not to expose the needle scars. Some parents in the distance looked at the scene with some apprehension. Øyvind answered the boys’ questions with inventiveness, each indelible mark of ink on his skin was explained with a joke. After that, a proud Johan, on the way home, would not stop talking to him. But one day the uncle disappeared. It was a Monday morning when nobody was home. He took very little clothes. He left a brief message that Magnus and his wife destroyed 14 A cartoon character created in 1934 at Walt Disney Productions. Donald is an anthropomorphic white duck with a yellow-orange bill, legs, and feet. He typically wears a sailor shirt and cap with a bow tie.
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after reading it in silence. During those days that followed, it was hard for Johan to sleep. He asked for his uncle only to receive evasive replies. Finally, he had accepted that this story had something dark, painful, and decided to swallow the questions forever. "I don’t even know how to find him," Magnus lied, taking his pillow off his face, but without looking back at his wife. In fact, he knew that if he began asking the volunteers at the drug addiction centers, he would find some temporary address. They would have an idea regarding his whereabouts. They knew the places they frequently went to, as well as their habits.
*** Magnus remembered that a ball was lost and unused in some corner of the cabin. He could not mask the uncomfortable grimace. It represented the constant disappointment that Johan had caused all these years: his disdain for soccer. Magnus wondered, with some anguish and a lot of rage, if at recess any boy was talking to his son. When he was a child himself, he considered anyone who didn’t play with a ball to be strange. He and Linda had slept poorly. In her dreams, she kicked and moved violently, although not allowing any sound to come out of her mouth. Magnus, useless in these situations, hardly paid attention to her. In the dim light. In the silence of the bedroom. In the privacy. He wanted to imagine the kind of nightmare: drowning in a lake, perhaps, or a Kung―Fu fight. Gradually, Linda stopped moving. Again, the rhythmic breathing. What was she dreaming about now? In the same lake, now from the shore? Their patience that day was scarce. Gol's cold morning didn’t help lift their spirits, and neither did the call that Magnus received; he had to immediately report to Trondheim and fix some problems at the branch. Linda spoke with Erlend, her brother, who happened to be visiting his in-laws in a place near Gol. Erlend has a son almost Johan's age, and after a few chats, they agreed that the cousins would spend the
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afternoon together. Erlend could pick up Johan at three o'clock and drive him back to Oslo by nine o'clock. At the breakfast table, between eating the toast and sipping his milk, Johan began to describe more adventures of the Spanish teacher and his fantastic marker drawings: about flamenco, about corn, and about trips through the Patagonia. Linda and Magnus looked at each other sideways. Maybe it was not just the bad night they had experienced. Maybe it was the numerous phone calls, stress, the sudden change of plans in a weekend hut that should, like a temple, keep the rituals of rest. Magnus was annoyed, unable to hide it. Linda went a little further. She interrupted: "Is it just you who talks about the teacher like this?" Johan looked at her as if he did not understand. A few brief seconds passed. Then his face turned red, as if he had seen his parents naked on TV. He tried to explain himself between babbling, hastily: "Yes ... I don’t know ... I think the others do, too. It's the beard, I think. It has a special cut...” "You already said that," the father said wearily. “Only here, on the sides, right?” With his left forefinger and thumb, he pointed to the two corners of his lips before drawing a line across his chin. "Yes." He looked at his plate, his face on the verge of bursting. For a few moments the dining room was filled by the sound of spoons against china. The mother stood up to refill the jug of juice. The boy was on the verge of tears. "Surely later you won’t have time to talk about what we have to talk about." Linda broke the silence, filling the glasses. "And what do we have to talk about?" Magnus asked, handing them the last pieces of chorizo 15. "The guest list for my party.” Magnus sighed with resignation, leaving the silverware on the plate. "If you leave for a week, that doesn’t leave us much time to plan," Linda said, before bringing a sip of juice to her lips. “It can’t be more than ten or twelve. Arne Martin could come with Lupita, along with Ane,
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A type of pork sausage.
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Kristian, Marit, Claudia and her new boyfriend. Invite the usual ones, you know.” "Uncle Øyvind was cool," Johan said suddenly, his voice somewhat broken. “Cool?” Magnus turned to him, irritated at the thought of the boy eavesdropping on his conversations. “Cool? If he humiliated you in Tetris. You already forgot?” Johan turned back at the plate, fighting back tears once more, while his mother asked him to eat in peace. Magnus began to feel a certain resentment towards himself, but he kept the look of reproach. The boy never used to intervene in the adults’ conversations; the fact that he was doing it now was to be interpreted as a challenge. "Perhaps, of course, you like being humiliated." "Magnus!" Linda glared at her husband, taking her son's hand, which rested on the table. "I think we're all hypersensitive today." He rose from his seat. “I'm going to pack. Enjoy your meal.” The truth is that there was not much to put in the suitcase. He decided to wash the few clothes he would bring to the hotel and he locked himself in the bathroom. With patience, he watched the tub fill up with hot water, and when it was ready he prepared to rest for half an hour. In the living room his wife had tuned in to some station with seventies music. He closed his eyes. He wasn’t quite sure how much time had passed when he heard knocks on the door. "Johan is gone." Linda entered the room, closing the door after her. "Is it three already?" Magnus stood up, frightened, as if waking up from a dream. "It's half-past twelve," she reassured him, smiling. “My brother couldn’t come later.” "Johan," Magnus began, covering himself with the water again. “Sometimes I don’t know what's going on with him.” She remained silent. He continued: "I don’t know why he came out so soft. Today he almost cried. Did you see?” ***
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Long days of work awaited him in Trondheim. He came to the branch office to take in the problems with the regional directors and, above all, with the workers. There were three legal consultation meetings, and his team for Thursday night was certain that everything would be resolved sooner rather than later. Therefore, he was able to decide to return home a day early. He called Linda, but without telling her he would arrive on Friday. Once again Johan was not at home. And just as it had happened on Tuesday night, she was acting suspicious again. "Does it have to do with Øyvind?" He guessed. "Why does everything have to do with Øyvind?" After this Linda insisted that everything was in order. That she and her son had a wonderful time. And that if he cared so much about Øyvind, he should try to find him, because maybe he needed his help. Linda's tone was not encouraging. It was as if they both had a pending conversation, that’s why he was glad to return a day earlier. The airport train left him in the center of Oslo just before three o'clock. He hurried across the station, not looking back at the public toilets. It had been a little over two years since the police had arrived at his house to inform him that, in the hygienic services of the station, they had discovered a heroin addict who probably was his brother, and that he was being taken to the hospital because his condition was serious. A few days later Øyvind would move to the basement of the house. Magnus stopped at a Narvessen16 to buy a sandwich and left thinking about that little harmless phobia of fleeing any public bathroom that he had developed from what happened with his brother. He was afraid to push a door without it giving way, stuck on someone's body. He smiled with regret. He wanted to clear his mind of those images and he dedicated himself to ruminating about his work. Perhaps the next time they would send him to Mongolia 17. Was that where the Gobi 18 was? He would like to enter the desert and feel that pleasant solitude. He remembered the story of a much younger colleague of his, Christer, who had solved some 16 A Norwegian chain of convenience stores/news agents and is one of Norway's largest convenience store chains with 370 stores 17 A nation bordered by China and Russia 18 A large desert region in Asia
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problems with a Californian company before sneaking into a temple of God knows what, New Age cult. It was out of curiosity, Christer wrote to him weeks later. He also confessed something definitive: no one can move me from here. These kinds of improvisations seduced Magnus very little. He imagined a temple in California overflowing with hippies, drugs, and unhealthy habits. "Lousy," he spat mentally as he passed a street musician at the Karl Johans Gate 19. Usually, he doesn’t look at the faces of the drug addicts and vagrants that loitered in the center. Another small and funny phobia; perhaps he didn’t want to discover in those desperate eyes the variants of his own hardships and troubles; or perhaps, simply, he tried to avoid the memory of his brother. He found a bank in the Slottsparken 20 and there he began to devour his sandwich, regretting not having accompanied it with a soda. After finishing, he stayed for a few minutes watching the people come and go. Although he had keys, he knocked before entering the house. His wife was in the kitchen preparing a sandwich and let out a noise of sincere surprise. Magnus kissed his wife and read her face: he knew that something was not quite right. "It's Johan," Linda said. “What happened? Where is he?” "Maybe it's nothing," she insinuated. “You know what kids are like today.” “Where is he?” he insisted. "Out, playing in the park." “What happened?” "He's wetting the bed. *** The mysterious Øyvind, who never spoke of his past or his best friends in front of him, taught him to ride a bicycle. Johan in return updated him on music trends and in fashion videos. They cultivated the habit of The main street of the city of Oslo, Norway. The street was named in honor of King Charles III John, who was also King of Sweden as Charles XIV John. 20 Norwegian: Slottsparken. The Palace Park is a public park in the center of Oslo, Norway, surrounding the Royal Palace 19
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watching YouTube in the afternoons. Øyvind was upset that certain songs had been heard 30 million times before he even knew about it. Sometimes, when the darkness brought the cold, Johan leaned close to Øyvind's chest to embrace him. He even insinuated that he wanted to have tattoos, but his uncle forbade it sharply. "Not even Donald Duck?" Asked the boy. "Not even him," he heard in response. They nurtured other routines, such as playing Tetris or having storytelling sessions. Øyvind read aloud from a collection of Greek mythology adapted for children. They then invented sequels, molded the characters, discussed alternative adventures, and agreed to a single ending. Once, Øyvind told him about the agony of the heroes. He said ink characters, like humans, made mistakes. Some were able to learn the lesson after the first or second failure. Others were more inclined towards the bad habit of accumulating the load, day after day, until raising an unstable tower that ended up burying them. And they lay dying under all that filth of mistakes, their personal repertoire of problems and debts. Fearful, Johan asked if there were heroes capable of surviving the collapse. He could not read the look that his uncle was giving him. Actually, what came out of his mouth was only doubt: "I'm not sure." But the exploits they came to imagine never ended with tragic events. After overcoming the tests, the hero was recognized as such by his family, the polis and the kingdoms. Even the gods loved him. Øyvind never the reading of the stories fell to Johan's mother, but she was not as fun with inventing sequels. This custom of reading and building had dissolved little by little.
*** Magnus looked as if he did not understand her. She took him by the wrist until they were in the bathroom. "He's been wetting the bed for five nights now." Linda dipped her hands in the washer and pulled out
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partially wet sheets. “I put them in the machine every morning. All week, Magnus. Without fail.” The park was no more than a green, communal field, which the boys from neighboring houses, in addition to those living in the three neighboring blocks, used to play soccer. You had to go down the street and get to the boardwalk. It was strange to see Johan in shorts. The boy hardly rode bikes with any of his friends from the neighborhood. Besides playing PlayStation and, lately, talking about his Spanish teacher, Magnus did not know any of his hobbies. That afternoon he wore a cap, although there was no sun. Johan's gaze met his father's when he was very close to the field. Surprised, the boy came running up to him: "Are you going to stay, dad? Look, I'm going to make a goal.” Magnus took a breath to respond, but his son was faster. “I don’t think the team is much good, but maybe we can make at least one goal.” Magnus smiled and wanted to tell him to calm down, to save energy for when he had to chase the ball. But the boy did not want to waste time talking to his father and did not even give him a chance to speak. "They’re not good at passing the ball. That’s not my fault.” Then Magnus realized that something was wrong. He looked into the boy's eyes: he had seen that look before. But not in Johan, nor in himself. He had seen it in Øyvind, so many months ago, when after a gulp of rum, he confessed that he was afraid of relapsing. He had also seen it in Pilataxi, almost fifteen years ago, when Magnus was no more than a bachelor who had volunteered in Ecuador. That story, curiously, took place during a football match. They played every week on a dirt court in Latacunga 21. They took shots and drank slushies during breaks; beers and allullas 22 after the meetings. It happened on a Saturday afternoon. After the first goal, the opposing team must remove their shirts and finish the match bare chested. But a new player, Pilataxi, had refused. A plateau town of Ecuador, capital of the Cotopaxi Province, 89 km south of Quito. A popular bread in Chile and in Ecuador. The allulla is a flat round bread baked with vegetable shortening and is used for several traditional Chilean sandwiches. 21 22
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Pilataxi, who could not have been more than 18 years old began to feel the pressure of the other players. First, they were innocent jokes; Pilataxi ignored them, with a smile. Then one of Magnus's players ― the oldest on the field― demanded that he respect the rules. Pilataxi's refusal was hardly heard. Two other players ended up approaching him, throwing insults. Pilataxi stepped back a few steps and only then it was clear that he would have to give in. By now Magnus was convinced that he was going to witness something unpleasant. The right side of his coppery body showed marks that seemed as though made by a whip. Faced with anticipation and amazement, Pilataxi explained that his father had beaten him with a telephone cable. They remained mute, respectful. And Magnus looked into the eyes of that boy, who he could only remember the last name ―Pilate― and discovered the incarnation of terror and shame, of fear and humiliation, all drawn in his eyes and that dubious twinkle of tears that refused to fall as a primitive defense, as if to claim that it was not his fault after all. It was a reprehensible act, in which it happened often, but never in any way, not by word or omission, was it his fault. Johan had that same look. God! Magnus barely managed to think fifteen years later, on the other side of the planet and on another soccer field. His boy looked at him as if expecting to receive, at one moment or another, an undeserved slap, a blow with a telephone cord. When he realized it, Magnus was on the verge of tears. He wanted to hide his face; he ran his hand over his eyes, then down his chin. In the middle of the park, despite the screaming of boys, of the parade of adults, he felt the dry solitude of a desert that cannot be surrounded, nor be girdled, and more sand than Latacunga's dirt field wanted to choke him. He, who had just solved a huge labor issue in Trondheim, was now overcome by fear of being disoriented and defenseless in the face of Johan, this other riddle. Neither was his wife prepared to face those challenges that would break boys as fragile as he would. He shivered, thinking that he would not stop wetting the bed, that perhaps the boy who now saw him strangely would be broken forever. Magnus took a deep breath. He wanted to chase away the overcast of that evil that seemed incurable...
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“Dad?” Johan asked, shaking. The ball, propelled by another of the boys, hit his leg, but he could barely look away. Magnus offered his reddened eyes to Johan, then turned them to his right. Linda was coming down the path. She was still a little too far to see her husband's face, as he watched her approach, Magnus tried to remember the last time he had cried. Twelve years ago, after Samantha's move, when she'd left him for a neighborhood friend. He had cried like a Magdalena next to an endless supply of whiskey. Perhaps it was time to give up some habits. One of them, being that of crying infrequently. And another, to do it alone, without any witnesses.
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The Truth of Truths I have the class under control. Each time that I run out of material to share, I draw upon my ability to improvise and encourage the students to discuss about soccer. Other times, I make a connection with their family history; after all, they all know someone living in Alcobendas * or in Queens, and of course, all of them know and tend to idealize stories from construction workers or caregivers. However, my control over the class is more profound. I share wisdom and I treasure it. Imagine if the theme of the day is migratory waves. First, I stick to the script. After, I offer them a hint, the piece of knowledge missing from the curriculum. For example, I may be asked about the cases of minors, whose parents live abroad due to economical exile and as a result, they must take care of their younger siblings. I would complement my answer with a few surrounding themes and statistics: the school dropout percentage, the number ―although not exact― of grandparents that take care of their grandchildren, and the statistic ―which will never be exact― of youth suicides. Also, I might add concrete details about these small Andean villages where the male adult has become an endangered species, since he and almost all like him have moved to work in a foreign land. Then, when they least expect it, I drop the phrase that would normally provoke a difference, not in the final exams, but in their daily lives. I affirm to them in Spanish and in the original language: “Others will love you as much as you love them”, or "Imaynatan munanki chaynallatataq munusunki". As if nothing happened, I continue with the scientific and generic data of the migrations. Most of the students exchanged looks of confusion; those are the lambs. However, there were others that had a different interpretation of the word. Their eyes shone with complicity. Mine has been a gift, a Quechua proverb, a model applicable to all cultures and situations. Students decide whether to utilize my words or disregard them. *
Alcobendas: is a city located in the Community of Madrid, central Spain.
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During the academic year, the extent of my generosity goes as far as giving the students five or six outstanding truths without them realizing it. I would like to share with future classes, the key that makes sense of the existence of injustice and human stupidity; I myself ignore it, it is possible that one of my old instructors knows it conscientiously. It may even be that I was granted the pleasure of hearing the advice. If that is the case, I haven’t even come close to discovering the truth. At dawn, a certain doubt fueled my insomnia: one of my students had unknowingly covered up the secret in the form of a rhetorical question. His use of words in a careless context, had hidden the truth of all truths.
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Postcards for the Blind The thought sent to you, lost in lostness (...) in the swarming land of sad dogs, Dane Zajc
I saw her lean in front of the tape recorder to change the cassette, and although she did it without a grimace of reproach, it was obvious that my mania to listen to Chico Buarque was beginning to drown her―. I saw her from behind. I admired her shiny hair that attracted attention without going to the extremes: neither short like a draftee nor long like Rapunzel. “I burned my ships”, she said before replacing Buarque with an artist from her own homeland, from those who sing rock & pop in English. She was already on her way to the kitchen, ―suppressing― another expression in her mouth, this one of a smile, I enjoyed following her with my eyes. The first time we exchanged smiles and looks was, precisely, when we met in The Dickens Antiquarian. Although I turned my back, I could identify her as the gringuita of my Andean Literature classes. Not many exchange girls that attend the class ―requires fluency in the language and foreigners tend to opt for more relaxed courses―. For about twenty minutes, I kept some distance to discreetly observe the books I chose. I was not disappointed. “Don’t forget what day it is today”, ―she returned from the kitchen, taking me out of my daydreams, and before going to the bathroom, she gave me a short dry kiss―. “Let’s go to the movies?”. “Even better, let’s go out to dinner”. She fluttered her lashes at Dietrich in The Blue Angel (both of us had been fascinated by the movie) waiting for something more. “My budget barely covers dinner” I lied, while brainstorming in my head the option of entertaining her with a book, but I am sure she already guessed my intentions. “I’m going to write you a letter” she said and locked herself in the bathroom. The letter was not a surprise either. The habit emerged gradually and had a link with our first
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encounter, the one in which, captivated, I was watching her from a distance. They say the Minotaur from Crete was a unique being. The same thing happened with this other minotaur, the gringa without horns or a cow’s tail. The other time at the The Dickens Antiquarian, when I decided that my spying games to the works that she chose was meager, I focused my attention on the volumes and worn―out works that were offered around me. In the middle of that sea of paper with a castaway blue cover: Translations of Latin American stories to English. Due to an inventory error or a negligent reader, the copy had ended in the wrong section. As soon as I opened it, I came across a postcard. I rotated it between my fingers, surprised: in the middle of the English story of Letters from Mother. Since, The Dickens Antiquarian buys second―hand texts and sells them at student prices (half of my books come from there) it is common to discover in their entrails the heart of these books the trace of their old owners: dedications, underlined lines sentences or comments in the margin. However, it was the first time I came across a postcard. It had been written by Randi (woman? man?) for one such Ann Kristin Bjorke (thus, with that a melon sacrificed with by a dagger), who lived in Norway. Randi, curiously, wrote in Spanish (to practice, he said in one of his lines). The postcard showed a painting that could not be South American. I confirmed my impression after reviewing the stamp and, above all, when reading the brief typographical explanation in English: the painting hung in the National Museum of Belgrade. “So, this book comes with a surprise”. I left my reflections abruptly. It took me a couple of seconds to return to the labyrinth of shelves with books that is The Dickens Antiquarian and digest the reference, just as I would spend weeks later with her comment on Chico Buarque; as I would spend so often with her, in those cases in which she did not smile or smile half―heartedly, and the seriousness of her face contrasted with the lightness and playful tone of her words. I think I blushed before nodding. She introduced herself. “Frances”, she said. She had the smart idea to remind me that we were classmates in the Andean
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Literature classes. I nodded again, but now with the firm decision to be more talkative. “What book is it that?” I pointed to the thick, ivory―colored text she carried in her hands. “I am going to buy it” she announced, before extending it to me. Although from this collection, I have already read some. The House of Asterion is so far my favorite. The House of Asterion, I repeated to myself, without disguising my complacency. If that talk between her and me had been literature, a mere hammering of words, and Frances's life would have been a mass of fable, I would not have known whether to catalog the encounter as a sign of the everyday strangeness or, directly, as an example of the fantastic. However, what happened to me was life, so I wanted to interpret my fortune as a sign from heaven. The story says that Asterion doesn’t know how to read, I reminded her, and he regrets it because in his labyrinth the nights are long. We both smiled. That was the first time. We made love to each other seven nights later. She was the first to see me naked: "without a rag to cover these skinny bones, I confessed. Without a book hanging by the hand, she said, laughing, without the backpack on your back, donkey loaded with wisdom", completely full. When I moved into her department, an Afghanistan broke out in mine: "Since when does the child live with his girlfriend?" They howled at the moon. "Since I was 22 years old”, I was responded more directly to myself, because I was not in the position to transform myself in opposition: my parents financed my studies, and, in those specific months, I also worked on my thesis. With time, Frances and I discovered that the best strategy to communicate was in writing. Any problems of living together ―and a couple of more or less delicate issues that arose― were included in our correspondence. We exchanged at least two letters per month. So, the days became weeks and my daily life left me small marks of transcendence. That day that began with a tape replaced by Chico Buarque and a reminder of my Minotaur about the importance of the date, ended as I had suggested: in a restaurant. In the interim, Frances had attended the
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course of Andean Literature (there they could not count on my presence: I was fully involved in writing the thesis) and I understood that she read some of the anthology of Latin American stories in English, that of the postcard from Belgrade (Frances did not say anything about the texts, by any means). In the meantime, I took advantage of the opportunity and went to visit my parents with a bundle of dirty clothes. “Isabel Casante's mother gave me her phone number. She wants you to call her,” Frances said, almost casually, taking a swig from a cheap wine. I exhaled in frustration, refusing to believe that this situation was following me even during our monthly anniversary. “This lady does not even live in this country. I told her I could not give her your number without your permission. She gave me hers. She said she was here for three days and was leaving today.” In a state of shock, Frances took me by the hand. “She is a very nice woman. In fact, she was fascinated that I was a gringa.” She did not say anything more, but I could not miss the lecture in her stare. They shouted, Go. Talk to her. Isabel Casante, whom I had not met at all, was a poor girl from the second group of Literature Theory. Like me, she took classes for pure sport, because I had already completed the academic credits to start my thesis. A couple of months ago, she and some other kids had gone on vacation to the coast. At some point, according to the unofficial version, they had been a little drunk and gone into the river, and the water current had carried Isabel away. They found the body two weeks later. It was completely unrecognizable. Her mother, who lived abroad, had to come immediately. According to what they told me, she was the one who asked for the DNA tests. Despite the clothing and a certain charm about the body, the mother was reluctant to believe that this swollen body, without its front teeth ―they say she would have hit rocks―was her daughter. She was sure there was some sort of misunderstanding; she truly believed that her Isabel was still alive. She argued that maybe her daughter was wandering through the undergrowth, in a state of confusion. However, the truth was undeniable, and the evidence confirmed it. The Faculty Council had made some decisions. I was present as a student delegate. The dean and other representatives attended as well. Flowers were ordered 257
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for the funeral and an obituary was put in the newspaper. Up until that point, everything was fine. However, a week later, it occurred to one of the professors that Isabel could obtain her post―mortem degree. I remember the moment when they told me about it. I was at the neighborhood’s Chilean bar, in front of the faculty. The news froze my hand, and the glass was halfway between the table and my mouth. “Repeat what you just said,” I calmly asked my friend. My glass returned to the table, without even fulfilling its function. Typically speaking, a bachelor's degree is obtained after completing a thesis. The process of writing it begins with a presentation of a plan which is often times rejected two or three times before surrendering to the regular chapter presentations, gastritis, meetings with the director, polishing and repulsing of pages, insomnia, joint approval, droplets of valerian and oral defense. Overall, it is a process that comes with discipline and perseverance that takes roughly from January to December to finish. However, the bitter truth show that this process takes an average student almost 3 years to complete. In addition, Isabel had not even received the approval of her plan. The suggestion of the professor was sui generis, and the whispers of the faculty quickly filled the school corridors. Before being discussed in the Council, it reached the attention of Isabel's family. However, that proposal was pure air. Without support, it solely became a desire, like the construction of an unreal world. In fact, it was similar to supposing that Isabel was still alive and half-amnesiac somewhere, feeding on roots. I only concentrated on words written on paper: the texts I needed to read for my thesis and the letters from my Minotaur. Just in those days, I moved to Frances's apartment and I was captivated by her figure in the bedroom, reading upside down. That was what most counted on in my small universe. I took a few days before listening to my colleagues and discovered a majority of them were willing to pay tribute to Isabel in order to give her a minuscule of recognition for her academic abilities. There was another group, though smaller in number, who privately told me about their skepticism. And I, felt a tickle each time I heard that cause of bliss in a soft voice.
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I had discussed it on many occasions, especially through my correspondence with Frances. Granting a degree to the deceased seemed like an act of humanity. To me, it was one of injustice. My opinion began to cause unrest in the faculty corridors and it had reached to the hearing of Isabel’s family. An uncle had already asked about me. Later, a cousin. Now it was the mother. In the following days, after my anniversary dinner with Frances, I kept myself very busy. She made an effort to not interrupt me; she continued reading her book with the blue cover. I saw her use the postcard as a bookmark. I visited the university library and some professors in their offices, alternately. Along with a couple of them, we reflected on Isabel´s case. On the other afternoons, my peers and I got beers to bond over and to freely ruminate on the difficulties of our investigations. One day, the faculty secretary called me aside and extended a folded paper, one that I would send to the trash without opening a couple of minutes later. She said, “Isabel Castante’s mother had contacted me. Here is her email. She said that if it was better for you, you can write to her.” I barely agreed, immediately leaving and thinking that someone already had squealed to the lady of my preference of expressing myself in writing. The council was going to meet in two weeks to discuss the issue and I had felt only confusion. It was like reading a book under the influence of accumulated fatigue. During those days, I felt like I was held hostage by the thesis research. The effort to understand vanished, in spite of drowning in a sea of caffeine. A strange sensation, although bound to Isabel, was more consistent and apprehensive than the thesis itself. Nevertheless, those daily journeys with Frances were especially happy. I cannot say that each day was a new experience, like the savor of new wine or like those fossilized clichés. We had our routine. We would write letters to each other, respect our reading time, and listen to tape records to begin the day. Not only had we become accustomed to it, we had accepted it with rejoice. Isabel’s case gradually ended in the background and we hardly mentioned it until the day of the meeting. It was that day when I met Isabel’s mother. She was brunette, short woman who was dressed in careful dignity. She appeared much like the deceased which 259
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was the reason why I went to shake her hand. We cordially exchanged greetings for a couple of minutes. During the session, the council gave the word. My memory of that day does not include blood, nor screaming, nor the grinding of teeth. Yes, there were somewhat dramatic moments, especially when the mother read her speech, in addition to some sentimental comments, crude, from a certain professor and a mention of some common place. I didn’t say much. The truth is, the little that I had to say, I reserved for the end. I was obligated to caution the council that granting a post-mortem degree lacked any precedence and that any indication of illegality should be remitted immediately to the University Court. At the end of the session, Frances approached in silence. The council had held a public hearing and she had been present. She was looking at me as if we were strangers. I observed my Minotaur at first with amusement, and then with inquisition. She searched for a question with her eyes. Her eyes dug into me and seem to have found nothing. “What?” I answered insolently. She remained equally quiet. I believe that she could not find what she was looking for in my eyes. On the other hand, she assumed that it was reckless to excavate until reaching the bottom. I am not certain. Perhaps, she imagined that there was no gift in getting lost in my labyrinth of thoughts. That it was not worth carrying the skein and wander from one passage of thought to another. How I would have wished for you to write me a letter about what passes through your mind. *** It happened last night. I was already lying down, with the television on to kill time ―it was a habit of mine imposed for the emptiness of the last months―. I decided to give the remote control a break after running into a documentary program. It was, an American contemporary, about a serial criminal. A guy whose most notorious crime had been the kidnapping of a family of three, both parents with a small child, whom he held hostage. During the lapse of a week, he filmed the torture ritual and death.
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After his identification, the assailant had been arrested in Canada. However, because of a certain law, Canada could not deport a United States citizen if he ran the risk of facing the death penalty. The United States’ district attorneys had appealed some formal tricks to obtain his extradition. The criminal had been on death row for a few years now and his end was near. As soon as the documentary was over, I was overcome by a panic attack. It had been the first in my life. I stood up and started pacing from one side of the room to the other, as if I were possessed by a demon. My deranged breathing did not belong to me, and in spite of my fast and anguished aspirations, the air had become thick, refusing to fill my lungs. My hands opened and closed without control. I experienced a fear, similar to those who are pushed into the ocean and don’t know how to swim. Nevertheless, why did this fear possess me? Because of my own irrational thinking. Because of a memory. Once, when we lived together, I found Frances writing a letter. “Another one for me?” I asked hopefully. “No” she raised her gaze and I knew she wasn’t lying, that it was something serious. “Yesterday some human rights activists went to the university. They spoke to us about the death penalty in my country and at the end; they gave us a list of prisoners and the prisons where they are staying.” “Are you writing to a stranger?” I asked surprised. “They gave us basic information on each prisoner”, she said almost apologetically. “Some of the information is about where they were born, or what they are studying or why they are in prison for. Overall, they spoke to us about the irregularities in their processes. One of these prisoners was arrested in Canada and was deported to the United States so they could face the death penalty, despite the fact that the law prohibits this. I am writing to him to tell him that I don’t know what crime he committed, nor do I care. I just want to put him in good spirits and reassure him that he was unjustly convicted.” That was it. Frances did not mention one word about the topic again. I ignored what she wrote in the letter. I also don’t know if she included her address. I cannot even guarantee that it was the same delinquent that appeared on the documentary. 261
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However, anxiety was getting to me. “What if it was the same guy?” Moreover, that was then when I jumped out of bed and started pacing like crazy. I speculated a truly crazy thought: that both of them maintained communication. The mental image started to strangle me: I saw that good―for―nothing receiving the letters from Frances, and her reading the responses with satisfaction, and with tender feelings while I was left with nothing; without one line from her in so many months, despite all paper I had wasted on her. All the envelopes that, with every passing week were becoming more and more slim ―it was not pleasant writing to someone without receiving reply―. There were so many times of trying to explain something that not even I believed: that maybe we were able to stay friends. I only wanted to know if she was okay. I begged her to say something to me. I had even broken our old implicit pact of loathing technology. I wrote her an email. I am still waiting on a response. After said panic attack, I knew that I wouldn’t be able to go back to sleep. I needed to calm down, but I didn’t want to call my parents, nor anyone else in my country. In this country, however, I knew a few people (even though Frances is so close yet so far) and I would have felt embarrassed to wake them up. I would have liked Frances to write to me because she is the only one for me and I once was the only one for her. Here my mind tends to lose itself and the nights are long. To kill the insomnia, I opened my shoebox and I started to look at photographs and letters. These are the only valuable things that I brought with me, along with some books from Dicken’s Antique Shop. They told me that money from the scholarship was enough to buy all the books from the syllabus and even to buy myself clothing. Tomorrow, Monday, I am going to buy myself a language course that comes with CDs. I would like to speak English a little better, that way it will be easier to make friends. In addition, the unexpected began to take form. Gradually, today in the morning, while I continued reading my old letters, most of which are related to Frances, I remembered her face in these photos that, thank be to God, did not have the sepia color that would make the memory more 262
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foreign and painful. When I sat up to look through the bookcase for a book that exorcises ghosts from the past, my gaze gently focused on a survivor with a blue cover. It was a combination of translated stories from Latin America from the bard's language. “What a coincidence,” I thought. It was the only book in English that I had bought in The Dickens Antiquarian. I had packed the text to accompany me in my voluntary exile. It was a quiet companion, because I had not opened it in months. In fact, the only time had been the first: that one time in the labyrinth inside the bookstore. That time when a postcard, with its new function as a bookmark, was next to the story Letters from Mother. “Is it still in the book?” I opened it, anxiously. The postcard laid in the anthology’s interior, hugged by the last two pages. Frances had fully read the text. I smiled sadly, as I realized that we didn’t even have time to discuss it. I took the postcard within my fingers, perplexed and scared ―Maybe it was for a stranger? Perhaps the ridicule of misinterpretation? Of impatience?― and finally, with such emotion, I found a small variant. Next to Randi’s signature was a phone number. It was Frances’ handwriting. The number began with 001, which is the area code for the U.S. Why is her phone number here? The reasons didn’t matter. The consequences did: this couldn’t be a coincidence. It was a sign from heaven that I had to talk with Frances. And with those instructions in mind, today at nine in the morning, I went to a public telephone. I told myself that she wouldn’t be surprised to hear me: by now she knew well that I was studying in New York for my master’s degree (this, of course, assuming she had read my letters and my one and only email). Nevertheless, perhaps not. Maybe she burned my letters without opening them, and spat and beat the ashes before throwing them into the water. Maybe she joyfully read that other guy’s letters, of the inhabitant of death row. I shuddered as I placed the card inside the device and pressed the numbers. In addition, when I heard the ring on the other side of the line, the lack of a pre―established plan, of a reasonable excuse, scared me. I clung onto a simple “hello” and the assumption that the conversation would begin to flow. “Hello?” 263
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I felt short, almost sure that that woman was not Frances. The mother? The sister? I held my breath with a brief suspicion: maybe my nerves were preventing me from identifying her tone, her diction, her breath. “Who is this?” Her voice elevated to an unexpected tone. I thought I should hang up. There was an urgency in those words, as if she was waiting that I, from the other side, confirm some hope to her. It was not Frances, but for an instance, I believed to recognize that voice. “Isabel?” The woman supplicated, and I no longer doubted who it was. “M’hijita, is that you?” I violently hung up, scared to death. Why is her phone number written in Frances’ handwriting on the postcard? Stupid old hag. Isabel is very well dead. I was so enraged! I clenched my fists: if I had longer nails, my palms would’ve started to bleed. I headed towards the park. I wanted to punch the trunks of the trees until my knuckles were skinned. Stupid old hag, it’s not my fault that your drunk daughter drowned in the river and that she hadn’t even finished her thesis plan. I wanted to throw myself into the cold water, into the park’s small man-made lake. Clothes and all. I wasn’t to blame for anything. Anything. And now I’m still here. I haven’t thrown myself in yet; my clothes are still dry. To calm myself down, I stared at the ducks. That was at first. It’s been ten minutes since I took the castaway―colored book out of the bag, and since then I haven’t stopped tampering it with my fingers and eyes. A living postcard, traveler that has been to the Balkans, Scandinavia, Latin America, and now the U.S. I look at the sky painted on the postcard, by a so-called Milena Pavlovic Barilli, a foreign sky that seems ready to clear up, to give a sign, just to the right, behind that naked and lonely tree, reflecting on that slow death that is autumn. I reread what Randi wrote to Ann Kristin. His last lines: Don’t forget to write back, girl. You know that I hang your postcards on the fridge. Seems like her friend doesn’t have the same habit. For a second I felt the need to write to Ann Kristin. To ask her about Randi. To remind her that she should respond to those messages from Belgrade.
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Time of Grace Although Manuela had bought the ticket to the United States weeks ago, this was the first time she was sure that she would miss her country, Ecuador. She figured that she would not miss the lakes and the mountains, nor the soups with quinoa. Only the Sundays filled with soccer, friends, and the parties during the week. The true image of Quito is that there were seven liquor stores for each pharmacy and typical sugarcane liquor was cheaper than milk. Fairly so, the alcohol she drank that night seemingly enhanced her trivial talents: her witty and sharp sentences. When she spoke, a waterfall cascading of nonsense came from her mouth, amusing Paco so much, that his fits of laughter began to strain his Adam’s apple. When the bursts of tear jerking laughter began to die out, the boy had already decided to take a chance, sliding his forefinger so he can hold and caress Manuela by the waist. As dawn fell to dusk, the meeting had gone from the euphoria of rock and cheap whisky, to pumping music, to drinking Caña Manabita, to eating salami sandwiches and smoking cigarettes. Manuela kissing those lips and stepping into the home for the first time ―she supposed it belonged to the parents of the other boy; the one with the sparse hair and crooked teeth, with his soccer slang, the one trying to impress Cecilia― They were only six, including Paola, who in a slightly isolated corner strutted in front of another stranger. Invested and focused in their conversations, only Manuela and Paco noticed the fiftyish year―old woman, wearing a bright orange nightgown and with her head submerged in a bulky elastic cap, walking down the spiral staircase. Her attempt to go discreetly to the kitchen was sabotaged by a shower of short greetings. The woman, in response, murmured some phrases before opening the fridge, looking to finish as soon as possible, with what seemed as an unpleasant task. Manuela, seemingly intoxicated by the whisky, imagined that the woman was a part of an insignificant lower class. A single aunt perhaps, or a housekeeper. In high spirits from her last joke and already with her arms around Paco’s neck, lowering her voice to whisper in his ear, her words flowing through his jugular:
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“Who is that ridiculous old woman?” She could not have known it then, but Manuela would remember Paco’s response and not because of that saliva flavored with whiskey or the scandalous jugular, or the sweater with Doraemon's design. She felt the answer pouring out from her insides like a fireball. “That ridiculous old woman is my mother. She wears that hat because she has cancer.” At nineteen years old, Manuela considered herself an atheist, a logical product of the persistent threat and blunders in a high school taught by nuns. While Paco unwrapped his arms from hugging Manuela, Cecilia approached them to propose the end of the game ―witnessing and surprised by the abrupt movement of the boy― Manuela would have liked to believe in God, a divine higher power, just that he will fulmite right there, demanding the earth to open its insides, dragging her to the bottom, ridding her of shame and, above all, that memory that perhaps had arrived to stay, to bite and follow her forever. Already in the car, Paola, sitting behind the wheel, asked with certainty: “What did you do to Paco?” In the front door, Paco had avoided saying goodbye to Manuela. “Nothing” “What happened? Did you want to grab his package? The smile of Paola disguised the chaos, Manuela shook her head no. “Well. It doesn’t matter now” ―Paola watched through the rear―view mirror― “Also, in the land of gringos you will find real men. Not this type.” “Do you know when you’re leaving?” ―Intervened Cecilia “In three weeks, on a Thursday to be exact.” “What a nice life” ―Paola let go. The three smiled. One hour later Manuela was preparing the couch, ready to spend the night at Cecilia’s home. They shared secrets with one another and perfected their plan for the next day: the tickets for the semi―final against the United States and Mexico were being sold, and the only reasonable idea would be to wake up early and search for their resale around the White House. They relived the game played days before in the Aztecs. When they saw the minutes of compensation, the time of grace, 266
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holding hands. Cecilia dared to mention Paco’s name, and Manuela was torn from her dreams. She could only stutter a vague phrase about how abnormal men can be. Swallowed by the darkness, now without company and her eyes set on something, Manuela began to make a summary of her particular sordid week, before the images of her mother began to overflow in her head; just as she used to see her, many years ago, on television. She didn’t know it was her mother. She entertained herself focusing on the resentment she had for that woman who surely even now saw herself as young and beautiful. The blood of her blood. Her thoughts lingered to her family from Cuenca, strangers and distinguished from all, of baptisms and confirmations with lunches in luxury hotels. They were also the blood of her blood. She doubted if everyone in that part of the family knew of their existence, perhaps one or another uncle, maybe. She leaned to one side forcing herself to sleep. About the mother, that good―looking little woman who lived in the same city, lacked any personal memory. She had not thought of them yet, although la Gorda had participated in a certain detail: before her third birthday, the mother visited her a couple of times. There were tears, but also some distance of coldness. “I think she drew attention away from herself”, finished la Gorda trying to make the story end dismally. “After all, both times she came with her husband. It was clear, she was very happy that you were well.” I never exchanged a word with her mother but neither did she. Manuela was not interested in knowing her either. Less now, despite the fact that she ruminated it with stubbornness, thinking, as she appeared in the old days of television, with her same long lashes and that certain air of familiarity, indefinable, in the face. That woman who would later decide to make a career on the radio and which she would avoid listening to during the weekend programing. Nobody knew about her mother, except Cecilia. For the rest (and for herself until 10 years―old, when she learned the truth) she had fed the fable of the selfless mother who traveled to Madrid in early 1991 to look for a better future. She shifted uncomfortably. Her mind made her look at herself, small and hopeless, on a train platform, 267
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clinging to her mother’s skirts. Her eyes harbor the panic that came from facing death. Although she was now able to imagine the situation and therefore control it, for a time that same scene had tormented her in dreams. She sat on the couch before shaking her head, exorcising her memory, admitting that the battle against sleeplessness was lost. She stood up to dress slowly. She checked that her watch read eleven o'clock. As she approached the bedroom, she found the door half―opened. Even so, she knocked softly: “I have to go back. To Paco’s” –Manuela spoke in whispers, being careful not to wake up her friend’s parents, in the next room– “Will you help me?” “Now?” –Cecilia looked at her from the gloom and understood that something serious was brewing– “Let me see. Give me two minutes” *** They took the trolleybus. Cecilia spoke enthusiastically about the game against the America while the other, smiling, responded with pure monosyllables. When the silence fell, Manuela thought about how she liked Paola and Cecilia's independence and their constant signs of contempt for the dangers of Quito. Now they were two girls, who would later again roam the streets at midnight. She just thought of that time in English class when her classmates answered a survey saying that they would never go out on a date if the boy didn’t have his own car. They wanted to be returned to their home as princesses on carriages, joked Manuela, and nobody in the course found the joke funny, even when she translated it into Spanish. In another answer to the same survey, the majority of the class ruled out the taxi as a possibility of transportation. Manuela came up with something, but she preferred to save herself from the mocking. “Today I remembered about the book” Manuela said. “Now I don’t know if I did well in giving it to you” Cecilia told her.
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“At least now I don’t have those dreams. I don’t know why the train appeared. I have never taken the train. Only the trolley”. “Did you want a trolley to appear?” Manuela remained silent. Two years ago, for Christmas, Cecilia had given her a book― a testimony of Tadeusz Borowski. Among several misadventures, Borowski narrated that of a certain Jewish―Polish woman to whom it had been revealed, during the trip to a concentration camp, that women alone were capable of saving their lives if they were suitable for work, while mothers with children die, together with the little ones, in the gas chamber. When the train arrived at its destination, she could see in the distance, taken by the wind, the dark scar of death that insisted on dyeing the blue sky of Auschwitz. In the midst of the voices, she went towards the line of single women, clinging to her survival instinct. She avoided looking at the sides, especially behind her, and not because of fear of the ancient folklore that her people knew, of becoming a salt statue; behind her a human tide, almost inaccessible, emptied the wagons. However, she did not want to look back. She tried to contain herself even when that child, whose voice she knew very well, had sorted duffle bags, suitcases and all the wall of legs that, for his size were almost heavy bars. He screamed “Mom”. With clarity, “Mom”, looking at her, who persisted to walk fast, wiping off her tears, drowning her sorrows. The kid still screamed until he reached her, clinging like a spider onto her leg and the woman wanted to continue walking like nothing, walking with difficulty, ignoring the child holding onto her thigh. A guard confronted her, after breaking her mouth with a punch and sent her along with her son to the trucks, which were nothing but a shortcut to the crematorium. As an impotent witness and sullen remained that train, that moments before had arrived crowded with shadows and within nothing they would collapse like mountains of ashes. After finishing the story, Manuela was unable to control her hand from shaking. She did not take long to find out the details of the life of the young Borowski, who laid his head next to the stove, asphyxiating with residential gas, time after the war ended. Then Manuela’s nights started to harbor repeatedly the same dream ―she and her mother in front of a train― that, without the 269
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necessity to include soldiers nor war details, they filled her with dread, forcing her to wake up with an intense and very unpleasant sensation. Manuela and Cecilia got off at a stop in the south before walking senselessly around Paco’s town. Little by little, they confirmed their fears: they were unable to locate the exact address. Manuela asked her friend to stop. They whispered in the middle of the street, as if fearing to disturb the tranquility of the gloom. “If you explain what exactly we are doing here…” Cecilia finally implied. They went to a cafeteria that sells donuts and chocolate. As soon as they sat, a scruffy girl came in with a bunch of flowers. “Are you going to declare your love to Paco?” Cecilia mocked, when she saw Manuela buy one. “Cecilia, here is the plan”, she announced, after ordering two coffees and a pen. “Can you call Paola? Ask her for the address. I have to write” –and unfolded the napkin until she produced an ample and fine paper. “Are you going to declare your love for him on a napkin?” Cecilia sounded somewhat worried. “Give me three minutes, okay?” Paola did not pick up the phone. It was almost midnight. Cecilia sent her a text message while her friend put the final changes on her own confession. “Cecilia: thanks for your help. If I don’t do this, I won’t be able to sleep”. “Either way you won’ be able to sleep. At night, I can hear your murmur. You wallow in your dreams like a criminal”. “True. I won’t be able to sleep today either” ―It was hard for me to pronounce the words―I feel it in my body. “Do you want pills?” Manuela shook her head. “I want to apologize to Paco”. “Apologize for what?” Manuela updated her. After listening to the story, Cecilia finished her cup. “You screwed up and it is over. You have not seen Paco before today, and you will never see him again. Why the napkin and rose?” “I cannot leave it like this. I need him to forgive me”. 270
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“Leave that alone. It is related to the trip, no? You are sensitive like a bad tooth”. “I don’t want to leave, Cecilia. My friends are here” ―she took a couple seconds before she took hold of the words― “La Liga, the places to hang out, I don’t want to leave”. “Then don’t leave”. Manuela shook her head before she lit a cigarette. “You know who Alberto Spencer was”. “You are changing the subject” she was worried. “No, just let me use a soccer metaphor” ―she sipped on her cappuccino― “Well, there will be two”. “In addition, a story as a gift. The first: Alberto Spencer works hard and triumphs in the Barcelona of Ecuador. In the fifties. He does so well that the Uruguayan Penarol wanted to take him. Alberto is from a small town of fishermen in the middle of nowhere”. “A cove?” “Yeah that. And now he has to play on the best team in America”. “I already know that story”. “What I suppose you don't know is this. A few days before his departure, his mother finds him disconsolate. Why are you crying, son?” ―Manuela made a short pause― “I don't want to leave, mom. I want to be here with you guys, with my people. Keep in mind this is a shy guy, with no education, that doesn't know anything outside of the fish, the ocean, the ground stadiums. Then stay, his mother begs. I can’t. Uruguay is what’s best for me. Ergo: sometimes what is best for us isn't necessarily what we like most”. “Thank you, Dalai Lama” Cecilia said with a smile. “But it is daring to compare yourself with Cabeza Magica 23. Or not? Anyways, tell me the other soccer metaphor. Maybe I’ll know it”. “I read it on Deportivo Quito’s webpage”. Cecilia let out an insult, disgusted. “Can you believe it?” continued Manuela, happy to be a member of the team’s fanbase. “Sometimes there is poetry over there. A few months ago, one of them commented on his title drought...” “40 years”.
Refers to Alberto Pedro Spencer Herrera an Ecuadorian-Uruguayan soccer player during the late 1900’s.
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“…using the word crisis from its origin. Do you know what this means?” “Opportunity”. “No. Those fools that make self―help manuals say opportunity. For the ancient Greeks it was another thing. They talked about crisis to describe something that had to be born and had not been born or something that had to die and had not died. In addition, as it turns out at the end you are waiting for something that does not occur that is what produces an imbalance. The Greek equilibrium breaks. This is where crisis appears”. “And you are in a crisis”. “I am trying to figure out what had to be born so that I can see if I can help it give birth. On the other hand, find out what I should strangle. Maybe only then will I be able to sleep and leave to the U.S in peace”. “Will it help to ask forgiveness from Paco?” “A little. And thank you for coming with me, Ceci” ―she took her hand that rested on the table. “There was a third metaphor”. “And this one is not about soccer” ―she retrieved her hand― “Do you remember Insomnia?” The other nodded before bringing her lips to her friend’s cappuccino. They had seen the film in the House of Culture one night in June. Both were sixteen and Cecilia then felt Manuela’s influence. The strength and leadership of Paola had already influenced both of them. “When Al Pacino talks with the receptionist. She told him that in Alaska there are two types of people: those who were born there and didn't have the courage to leave. And those who weren't born there but flee from something and want to hide in the last corner of the world”. “So?” “For me the U.S is the same thing. I think that I am escaping but I am not sure from what. What makes things worse is that I feel like I have to leave in solidarity” ―she lowered her gaze―"We are in the process of depopulating Ecuador. He is stupid if he has the chance to leave and doesn't. One small, very small part of me is only going so that they don't call me an idiot. Am I making sense?” “Partially” said Cecilia. “But the other, the story about the word crisis, was a good one.
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“Who knows if it’s true. No fan of that team of sore losers will ever have 100% of my trust”. “Do you want a story about the Greeks?” ―she took one donut from the tray―. “The word companion means to eat from the same plate. This is something only humans do: share food. Animals tear each other up to shreds for a piece of meat. However, we leave behind the basic stuff to fill our spirit. I should be sleeping, but here I am feeding your madness” ―the other smiled―. “That’s what I am here for, companion, to share, to talk, and become more human”. “Homer is nothing compared to you, Ceci”. “Now I want you to listen to me” ―she leaned forward in her seat― “because it's my turn”. “A dreamlike story. You have had nightmares lately. And there is that moment with the train and stuff. Don't interrupt me… I, however, had a dream. That guayaco Mendoza appeared. I already told you not to interrupt me” ―the gesture stopped Manuela again―. “Four years have passed, I know. But, it wasn't a bad dream”. “You are more obsessed than I am. And it is your own fault”. “My fault?” “My fault?” ―she imitated in a high―pitched voice―. “It’s your fault! Because it is the only grip, you have had.” “Go try that on someone else”. “I’ve already found out where he lives. I want you to come with me tomorrow. After we get the soccer tickets.” “Ceci…” “I can go alone, I know, I know, but maybe the guayaco lives with his girlfriend or his wife. And if there are hair grabs and bites it’s better to have a manly woman on hand.” “Ceci, but…” “Although, it is necessary to take into account…” “Shut up!” her voice rose, and her face reddened. “Shut up, Cecilia. Shut up” she lowered her tone, gritting out her words. “I saw the guayaco Mendoza about a year ago, at a party. They asked if you had been his girlfriend and he denied it”. Cecilia carefully inspected her eyes just to make sure that she was not lying. 273
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“Paola hasn’t responded?” said Manuela, not knowing what else to add. “No, I don’t think about him,” she managed to babble to the other, while keeping an eye on the phone. “It’s just that I had that dream and the guayaco appeared in different ways. Nothing more, just dreams. I am not in a crisis. I do not have anything to kill, my friend. Paola hasn’t answered.” “You know...” Manuela looked at her watch. “Let’s take a walk, maybe this time we’ll get somewhere.” *** With their hands in their pockets, taking refuge from the bad weather, they let out hopeful words on the streets of the Recreo each time they thought they recognized a certain front door, a corner, or some closed grocery store. After a few minutes, they appreciated the silence, contributing with only measured breaths, and it made Manuela think about her father. It had been ten years since their last embrace. In the airport, he held her tight against his chest, but Manuela’s response was shy; still not listening to his apologies for the afternoon before. The word forgiveness never left her lips, and the memory insisted on bringing her that last moment of grief that always followed her, as if it had taken root. Because of the sporadic appearances of her father and the absence of her mother, Manuela always considered herself a functional orphan. She remembered the visits of her father, a month each year, until she had turned nine. Still present was the way that he was annoyed by her, as if it were a personal offense that she ―his sweet Manuela― would repeat the foul vocabulary of the boys of the condominium. In addition, he reproached her insistence on climbing up trees, and refusing the work of the kitchen; her aversion to dresses or to Barbies, her strength, her rebellious pale face, her lack of hygiene. That day before the goodbye, when her father found out that she did not know how to ride a bike, he practically forced her to get on, all the while whispering with hope and suppressed rage. You want to be a man. Let’s see how you manage, machoncita. So, he pushed her towards the bottom of Solano Street which, when she was younger, had seemed infinite to her, with a straight line start of just a couple of meters that sank suddenly in an abrupt descent, similar to the drop of a gorge, and almost ended with a loss of sight. It continued in an urban decline that was 274
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no more than a trap, the backbone of an asphalt viper, the mother of all slopes, cut by more arteries, by other passageways suicidal for novice cyclists. Unable to maintain control ―she kept her balance in a straight line―, and with the precipice that came over her, Manuela felt like howling with fear. At the last moment, she moved the handlebars to hit against the sidewalk and fell. She went back home running, without paying attention to the screams of the adults. Much later, in both dreams and wakefulness, there was the view from behind the handlebars, and again the descent approaching, their temperate cries, the shrieks of encouragement from the adults that in her head appeared to end in roaring laughter, her smiling father, perhaps entertained by what he saw, perhaps just nervous, concealing the absurdity of the situation. In addition, she knew that something inside of her had been hurt. In time, her arms became firm after so much exercise in the bars, and her mouth never ceased to be full of expletives in a fight. However, her chest developed abundantly, making her attractive. Furthermore, the heavy metal music encouraged her other hobby, soccer. She went to the soccer stadium often, with pleasure, alongside the people of the Muerte Blanca. Cecilia, the shy girl with the face of an angel and breasts like apples, went with her to any place. Immersed in his own world, that diplomatic father of hers postponed his return cycles, those four―year returns to Ecuador, he had to intersperse with four abroad. He suddenly ruled out Quito for his vacations, and for years the only contact that he had with his daughter was by phone. Almost without realizing, Manuela began to see the talks with her father that took place every two or three weeks as a part of her everyday life, without enjoying or avoiding them. It was something like brushing her teeth. Now her father wanted to take her to the United States and start a new life. “I have to apologize to Paco, Ceci” Manuela said, suddenly with her eyes affected slightly. In front of Paola, neither of them could afford to be sentimental. Manuela didn’t even call Ceci her friend. With Paola watching, her nickname was Choneña.
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“I feel like I’m clotting” and immediately her words did not make sense to her, leaving her embarrassed. She rubbed her palms vigorously and warmed them up with her breath. They went into a bar where they were welcomed by the sound of a monotone bass saxophone; they followed it into a warm and dim light atmosphere. They spotted a few people and one of them, a young man with curly hair, wore an Emelec shirt, which made Cecilia say that he looked he looked like guayaco Mendoza. The other responded with a gesture, still inhibited, looking at her to see if they would stay or not. No one even spared them a glance. Cecilia took a breath. “I don’t know if I’ve told you this, but that guayaco had older sisters. One was with her man for eight years, and they ended it. The first week she was on antidepressants and the week after she had already found a new man. Three months later they got married”. Manuela nodded again, without knowing how that was supposed to help her. “Another cousin of his after she was finished with school left her country and moved to Italy”. Manuela then interrupted her by taking rehearsed steps towards the bartender. Cecilia followed her. Manuela smiled after leaving the flower at the bar. “Are you looking for a boyfriend?” asked the bartender. “I’m looking for a house, the Ortega family’s. They call the boy Paco. Do you know him?” He said no and then bent over and got her a phone book. “You might have some luck here.” Manuela thanked him with a gesture, asked for two Guinnesses, and began to flip through the book without much excitement, thinking that what she needed was a sign from God. Cecilia, who slyly watched the boy with the electric blue shirt, proceeded smoothly: “That guayaco Mendoza also had a cousin. When he was done with school he had the chance to go to Central America, but he preferred the Galapagos, and stayed there to work as a chef. He wasn’t even a chef, but in those tourist areas, only the essentials are required. If you know how to heat up rice and fish and can use your imagination to create at least one vegetarian dish, you pass the test.” “Where are you going with all of this?” asked Manuela without taking her eyes off the phone book. 276
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“Don't you see? Moments of crisis appear when something begins or ends. At the end of high school, at the end of college, at the end of a horrible job, at the end of a loving relationship. When we decide that this routine has an expiration date”. Manuela was convinced to take her eyes off the book and looked into her friend’s eyes. “We make decisions when we’re under pressure and sometimes we kill instead of giving life”, she continued. “However, we have to decide. We can’t be students forever”. “Wait! Paola just texted me”, she announced triumphantly and took a couple of seconds before continuing. “She only gave us Paco’s phone number.” “We don’t need his phone number” Manuela recalled with desperation, and she closed the phone book. “Let me call him” and Cecilia had her ear to the phone for about a minute. “He won’t answer. He fell asleep already.” “This can’t be happening to us.” “We’re not gonna get to his house today.” “We have to try.” “If you’re so urged, send him a message. Maybe he’s still awake.” Manuela switched between looking at the phone and at Cecilia, she took out her own phone, and furiously attacked its keyboard. Her friend then began to daydream about the handsome guy with the blue shirt on. Although she was pressured to write, Manuela predicted the thoughts of the other, sensed the comparisons that her mind was making, and barely managed to appease her anger and frustration because Cecilia was too nice, too much to have been destined for the imbalance of her small breasts and her excessive shyness. She was too good for someone like that Emelec fan with the curly hair who was raised the wrong way. “Are you writing an epic poem?” she said ironically. “I’m almost ready”, responded Manuela. “Give me his number.” In addition, as soon as she had sent the message, she put the phone in her jacket, and she told Cecilia to sit back. “There’s not much more to do tonight. Should we finish our beer and leave?”
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“I want Paco to answer me”, Manuela responded. “And then we can leave.” “It’s 1:30 in the morning, he’s probably dreaming about you.” “If I don't get an answer from him, I won’t be able to fall asleep.” “Either way you won’t be able to sleep. We are seeing a movie at home until it is time for breakfast. Okay?” Manuela bit her lips. They were talking briefly about Guerrón Dynamite and the Urrutia Duck. With each sip of beer, Manuela seemed to taste a chalice of bile. “You screwed up with Paco. It’s done! Leave that sad face hanging. Cheer Up! He won’t be in your life again” “I didn’t want to insult the old lady”. “That’s the problem: the old lady, right? Manuela did not know how to respond. This subject was never touched in her presence”. “My only mother is my aunt” she announced slowly. “Then tell me this, Manuela” ―she leaned back on her chair; looking for her pack of cigarettes with despair―. Tell me why these days you sleep in my house and not with your grandma and your aunt. “I already told you” ―her steady hand failed to ignite the match―. “I argued with la Gorda”. “And if you were more communicative? Remember the word companion, my friend”. Manuela exhaled the smoke and remained silent, as if hinting an invitation. “I arrived home late on Saturday. I had forgotten…” ―she rubbed her eyelids with her fingertips, as if wanting to take a break from reality― “Lately, I have done some pretty stupid things. I don’t know; I’m forgetting orders. La Gorda asked me to buy something for the dog. The poor Shampoo was half crazy” ―she smoked the cigarette again―. “You already know how much la Gorda loves this animal. In addition, I arrived tipsy and without the medicines. She yelled at me. I answered her back. My poor grandma tried to bring peace. La Gorda told me that I was an inconsiderate person and some other thing. Then I went off on her”. “What did you say?” “I said” ―taking a breath― “I said she was hysterical. A huge disgrace. It was no coincidence that 278
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at 56 years of age, no man had noticed her. At least I was not going to end up single and disgusting”. She smoked the cigarette once and looked, broken by a trace of humidity, and became an arrow: determined, cold, lost in thought and crossing the wall to fall to the other side of the city. Manuela was no longer in front of Cecilia or surrounded by strangers; she was in front of her aunt and her grandmother and Shampoo wailing in a corner, a few days ago. After a while, she was back. “Now look at the circumstances, Ceci. The grandma is already a veteran. Shampoo is in the process of kicking the bucket. I am leaving to New York. And this foolishness occurs to me against la Gorda. I am an animal; I am ashamed to be born”. “Well, it is already done”. “This was another decision that my parents should have made in their time of crisis. If they did not want me, they should have killed me”. “Alright, Manuela”. “That is how it is, Ceci. My parents…” “It already happened! Clean your mouth; it’s dripping with so much bullshit” ―she tossed a napkin at her face and then sipped some Guinness―. “Wait a second. Maybe Paco will answer you. Or Paola. Everything can be fixed”. But, no cell phone rang the rest of the morning, and they both left the bar at half-past two. *** It was three when they walked through the door of the house. They entered with special stealth and, in the midst of darkness of the room; Manuela murmured that she needed a pen and a blank sheet. “Another declaration of love?” ―inquired Cecilia handing over a pencil and a paper, and turning on the light of a small lamp next to the dining room table― “I’m going to the room, but I'll be back in ten minutes. We have to talk about the morning jog”. “We should start looking for the game tickets by 7:00. I’m excited for this one―day trip”. “Bring a movie then”.
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“If you want, Ceci, we could visit the guayaco Mendoza” she insinuated, without looking at it, as if offering a shameful retribution. She refused with a gesture of annoyance before disappearing into her room. Manuela took the pencil, ready to write something for la Gorda. It was the second paper apology she made in her life. The first one was still in her pocket, on a napkin. After a quarter of an hour, she felt that the work was finished. Cecilia still has not appeared. Manuela went up to the room. Her friend slept sideways, holding the pillow with both hands, still wearing clothes. Manuela whispered her name twice in vain before moving away with care. She put on her jacket in the living room, so she could start her hour―long walk. *** Manuela closed the door behind her without the dog displaying the classic welcome of barks and jumps. I would have wanted to whisper some phrase ―Shampoo, furry beast, come here― but preferred not to rip anyone out of their dreams. It caused her pain that neither her grandmother nor her aunt expected her. The house that had been her home since forever was now wrapped in a dark, intimidating peace. When Manuela appeared at dawn after a party, she found la Gorda reading Paulo Coelho, interested in knowing if she was in good condition; always ready to prepare her some food; always ready in case of a hangover, with a jug of water and two aspirins on the nightstand. Now Manuela felt like an island and she wondered if that was how painful New York would be: to manage without them, without la Gorda, grandma or Cecil. Lonely, like a real adult. There was a feeling of freedom but also of profound misery. She left her jacket on the hanger and, already in her living room; she realized that the basket where the dog was sleeping was not in sight. She felt a cold surge in her chest and stomach. She took a deep breath. The place was quiet, gloomy, except for a candle almost burned out on the side of the window, on one of the shelves. She approached: the flickering fire was guarding a photo of La Gorda next to the dog. Manuela took the image carefully and turned it over: an 280
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inscription in a black pen said Shampoo (1999―2008). We will never forget you. If Paola had read the text, she would have remained silent ―although having been someone else's dog, she would not have stopped throwing sarcastic remarks; she was a specialist in suppressing feelings, humiliating tenderness, demolishing any tears that were not the fruit of hilarity―. Only Cecilia would have understood Manuela at that moment. Only she would have found the right words and the right gestures. She went into the kitchen. She wanted to make an impact: prepare breakfast for her grandmother and La Gorda. She put the special tablecloth, the one used for family events. The guava jam was her aunt's favorite, so she would be responsible for smearing it on soft white bread and make some good toast with butter. She pulled out the ingredients from the cupboard, opened the refrigerator and began to remove the cheese, milk and juice. Somewhere there were paper napkins with a festive design. She would use them for the occasion. She looked at her watch: it was a little after five. In less than an hour, everyone would wake up, including grandmother, early bird. She turned the radio on quietly and took a seat as she quickly arranged the products on the table. An eighties song invaded the kitchen. Manuela closed her eyes determined to tend to the singer for a few seconds and that sweet total eclipse of love. She still had to fill the glasses with juice and find the napkins from last Christmas. However, fatigue knew how to strike her down, leaving her asleep in the chair with her head thrown back and sideways at the same time. That is how La Gorda found her, at six in the morning. She smiled with emotion, and the morning light revealed a sparkle in her eyes. She muttered her name only once, and when she did not get an answer, she carefully covered her with a blanket. She would not know that her niece dreamt of her in a house with a large garden, where a barbecue was being prepared. It seemed like Sunday. It was Sunday. Manuela looked her age, playing childishly with Shampoo. No one else cut into her dream, not even Grandma or Ceci. La Gorda prepared the meat. She had seasoned it and now was roasting it. Perhaps she had caught the piece, like any tribal patriarch; or maybe she had only fattened her with her motherly patience. She was capable of both. Manuela, chasing and being 281
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chased by Shampoo, looked from time to time to her aunt with gratitude. That tall, sturdy woman like a wardrobe, with thick glasses and a pig face, was her father and mother.
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Editado por Editorial Grupo Destiempos Diciembre de 2018
“Este material se realizó como resultado de la Convocatoria pública nacional para proyectos artísticos y culturales 2017 - 2018, impulsada por el Instituto de Fomento de las Artes, Innovación y Creatividades”