El Comité 1973 número 38. Horror

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EL COMITÉ 1973, Núm. 38. Horror Revista de difusión, crítica y creación literaria. Correo electrónico: elcomite1973@gmail.com http://issuu.com/revistaelcomite1973 https://www.facebook.com/revistaelcomite1973 https://twitter.com/ElComite1973

El Comité 1973 Director Meneses Monroy Editora Asmara Gay Jefa de redacción Patricia Oliver Diseño gráfico Jovany Cruz Flores

Consejo editorial

Agustín Cadena Guadalupe Flores Liera Claudia Hernández de Valle Arizpe Daniel Olivares Viniegra Juan Antonio Rosado Zacarías Eduardo Torre Cantalapiedra E. J. Valdés

Portada y contraportada Jovany Cruz Publicación Bimestral Marzo - Abril Año 7 | Número 38 | 2019

Comité colaborador de este número

Lázaro Alarcón Guadalupe Flores Liera Icela Lightbourn Asmara Gay Uriel Hernández Antonio Ledesma Roberto López Edgar Loredo Meneses Monroy Consejera en artes visuales Ulises Paniagua Elsa Madrigal Adriana Azucena Rodríguez Juan Antonio Rosado Zacarías Erasmo W. Neumann

Publicación incluida en el catálogo de revistas electrónicas de arte y cultura del conaculta http://sic.conaculta.gob.mx/ficha.php?table=revista_elec&table_id=136 La revista El Comité 1973, es una publicación realizada por el grupo literario El Comité. Todos los derechos reservados.


ÍNDICE

Dossier El horror en la literatura ............................................................................................4 Asmara Gay Relato Ecce homo..................................................................................................................... 8 Juan Antonio Rosado Zacarías Pedro ........................................................................................................................... 12 Erasmo W. Neumann Nave del terror.............................................................................................................. 16 Roberto López Traducción Engaño supremo/Diamantís Axiotis.............................................................................. 19 Guadalupe Flores Liera Terror/Guy de Maupassant............................................................................................ 22 Asmara Gay Poesía El cortejo de la noche..................................................................................................... 25 Uriel Hernández Tiempo líquido.............................................................................................................. 26 Icela Lightbourn Portafolio Antonio Ledesma ..................................................................................................27 Relato Llamarada.................................................................................................................... 44 Lázaro Alarcón Punto cero.................................................................................................................... 50 Ulises Paniagua Minificción Minificciones y miniensayos sobre el horror.................................................................... 52 Adriana Azucena Rodríguez Atroz jugarreta / Festín de luz........................................................................................ 54 Edgar Loredo Haiku Sueño con fuego............................................................................................................ 55 Meneses Monroy


EL HORROR Y EL TERROR EN LA LITERATURA Asmara Gay

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n el arte literario, generalmente cuando estudiamos el concepto de ‘horror’ tratamos de referirlo de manera independiente de su término hermano ‘terror’; sin embargo, en la praxis literaria ambos términos son tomados, usualmente, como sinónimos y son más cercanos de lo que uno supone a la distancia. De acuerdo con Martín Alonso Pedraz (Enciclopedia del idioma, 1988), estos términos conllevan ciertos matices: horror (del latín hórror) es un “movimiento del alma causado por una cosa terrible y espantosa” (T. II: 2315), en tanto que terror (del latín terror, -oris) es “miedo, espanto, pavor de un mal que amenaza o de un peligro que se teme” (T. III: 3939). De este modo, es posible que, por su alusión etimológica, las nociones se hayan distanciado en el estudio literario, porque al usar la palabra horror nos referimos a un sentimiento, que puede ser miedo, escalofrío, estremecimiento, espanto, entre otras cosas, y que se provoca en el acto o cuando éste ha sucedido (nos horrorizamos, por ejemplo, ante una catástrofe o un asesinato); en cambio, el terror implica claramente miedo, y este miedo es producido por una cosa o suceso que lo infunde (es decir, no necesariamente ocurre, sino que se puede entrar en pánico por pensar en ello [como sucede con las fobias]). En cuanto a la literatura, el primer escritor en tratar de distinguir ambos conceptos fue Ann Radcliff, quien en su ensayo “De lo sobrenatural en poesía” (1826) dice: “Terror y horror son realmente opuestos, puesto que el primero expande el alma y despierta las facultades a una condición más grande de vida; en cambio, el segundo las contrae, las congela y casi las 4


aniquila”1. Por supuesto que, en este texto, la autora intenta distinguir ambas nociones a partir de lo que ocurre en el alma de las personas, en nuestro caso, en el lector. Como en su acepción etimológica, para Radcliffe los significados dan cuenta no sólo de la emoción, sino de la duración de la misma. Si, como ella afirma, el terror “expande el alma y despierta las facultades” es por la aprehensión que se suscita en nosotros a la espera de la amenaza o el peligro que nos aterroriza; pero el horror, en contraste, se da en el acto de lo que se vive o se observa, de ahí que se contraigan las facultades, se congelen y casi se aniquilen, porque el efecto del horror nos deja atónitos, suspendida el alma por un instante. Por su parte, H. P. Lovecraft, admirador de Radcliffe y destacado teórico del género, hace una nueva distinción. En su obra El horror sobrenatural en la literatura (1927) destaca que “la más antigua e intensa emoción de la humanidad es el miedo, y el tipo de miedo más antiguo e intenso es el temor a lo desconocido” 2. Con base en esta acepción, asegura que en la literatura de horror (o de terror, puesto que a lo largo de su obra concibe los términos como sinónimos) se puede hacer la siguiente separación: por un lado, se encuentra la literatura de terror que

basa su historia solamente en el miedo físico y en lo mundanalmente espantoso, y, por el otro, la literatura de terror cósmico, que alude precisamente al arraigado y antiguo temor a lo desconocido, viviente en la psique humana. Para él, por supuesto, es el terror u horror cósmico el que interesa a las plumas sensibles, porque: “los verdaderos cuentos de terror poseen algo más que el asesino oculto, huesos ensangrentados o una figura cubierta con una sábana que hace sonar las cadenas”3. En las narraciones de terror cósmico, indica Lovecraft, se respira “cierta atmósfera de inexplicable y jadeante horror ante fuerzas desconocidas, que ha de ser un indicio, expresado con absoluta seriedad y portento apropiado al tema que trata, de la más terrible concepción del cerebro humano: una interrupción concreta y maligna o un defecto en las leyes físicas de la naturaleza, que son nuestra única salvaguarda contra las amenazas del caos y de los demonios del espacio insondable”4. De este modo, para el autor norteamericano, el horror cósmico siempre será sobrenatural, porque tiene su fundamento en el miedo a lo desconocido. Por otro lado, sobresale que, como gran alumno de E. A. Poe, comprenda que la atmósfera que el escritor construye en su historia es fundamental

1 Todas las traducciones son mías. En cada cita, he puesto una nota al pie de página con el texto en su lengua original, para que el lector pueda confrontar los textos y términos usados por los autores. Radcliffe dice: “Terror and horror are so far opposite, that the first expands the soul, and awakens the faculties to a high degree of life; the other contracts, freezes, and nearly annihilates them”. 2 “The oldest and strongest emotion of mankind is fear, and the oldest and strongest kind of fear is fear of the unknown”. 3 “The true weird tale has something more than secret murder, bloody bones, or a sheeted form clanking chains”. 4 “A certain atmosphere pf breathless and unexplainable dread of outer, unknown forces must be present; and there must be a hint, expressed with a seriousness and portentousness becoming its subject, of that most terrible conception of the human brain—a malign and particular suspension or defeat of those fixed laws of Nature which are our only safeguard against the assaults of chaos and the daemons of unplumbed space”.

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para crear determinada expectativa y lograr un efecto, definido previamente, en el lector. Al respecto, Poe, en sus meditaciones estéticas, ya había contemplado que el campo semántico y los elementos literarios adecuados son importantes para construir la oscura atmósfera de una historia. Hacia mediados del siglo xx, el horror y el terror en los estudios literarios ya caminan un poco más distantes. Así lo observamos en Devendra Varma, autor de la Llama gótica (1966) y especialista en literatura gótica inglesa, quien coincide con la visión de Radcliffe sobre la desigualdad que hay entre los dos conceptos: “La diferencia entre el terror y el horror se encuentra en la diferencia que podemos hacer entre un terrible miedo y un acto enfermizo: entre el olor a muerte y el tropiezo con un cadáver”5. Aunque aludida desde el inicio, una característica importante del horror, tanto en su acepción etimológica, como en Radcliffe y Varma, es la repulsión que causa; por ello, un matiz esencial entre horror y terror es la manera en que cada concepto se adecua en la mente del ser humano; mientras que el terror es algo latente en ella, el horror es algo que se percibe en un momento determinado. Sobre esta cualidad inherente al horror, el escritor Stephen King, en su libro Danza macabra (1981), propone que, en vez de dos, hay tres tipos de terror: “la repulsión: la visión de una cabeza cortada cayendo por las escaleras —como cuando las luces se apagan y algo verde y baboso salpica tu brazo—; el horror: lo que no es natural, como las arañas que tienen el tamaño de los osos, los muertos despertando y caminando alrededor —como cuando las luces se apagan y algo con garras te sujeta el brazo—, y, el último y el peor, el terror, como cuando llegas a casa y te das cuenta de que todo lo que tenías te ha sido quitado y reemplazado por copias exactas —como cuando las luces se apagan y sientes algo detrás

5 “The difference between Terror and Horror is the difference between awful apprehension and sickening realization: between the smell of death and stumbling against a corpse” (citado por González de la Llana Fernández, 2010).

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de ti, lo escuchas, puedes sentir su aliento en tu oreja, pero cuando te das vuelta, no hay nada—”6. De estos tres, para Stephen King, el mejor es el terror, porque provoca miedo a través de la imaginación y es el que, dice, se esfuerza por mantener en su propia escritura. No obstante todas estas características y peculiaridades a las que me he referido, ciertamente tanto en la práctica de la escritura como en su alusión a ella, la mayoría de las veces el horror y el terror caminan por el mismo sendero. Difícilmente nos referimos al hablar de este tipo de literatura como literatura de horror, y si acaso se menciona es como un sinónimo de terror, a la manera lovecraftiana. En cuanto a la creación literaria, en muchos textos el horror y el terror están mezclados, o del terror pasamos al horror, como en la traducción del poema Terror de Maupassant que presentamos en este número. En fin, mientras los estudios literarios amplían las categorías a partir de lo que los autores escriben, nosotros hemos querido en esta edición de El Comité 1973 compartir una mirada más amplia del género y, por ello, las colaboraciones que presentamos son de terror y horror al mismo tiempo. Esperamos que nuestros lectores disfruten de estos textos. 6 “The Gross-out: the sight of a severed head tumbling down a flight of stairs, it's when the lights go out and something green and slimy splatters against your arm. The Horror: the unnatural, spiders the size of bears, the dead waking up and walking around, it's when the lights go out and something with claws grabs you by the arm. And the last and worse one: Terror, when you come home and notice everything you own had been taken away and replaced by an exact substitute. It's when the lights go out and you feel something behind you, you hear it, you feel its breath against your ear, but when you turn around, there's nothing there...”.

Referencias Alonso, M. (1988). Enciclopedia del idioma. Ts. II y III. México: Aguilar. De Maupassant, G. (1876, 20 de junio). Terreur. Recuperado de http://maupassant.free.fr/poesie/terreur.html González de la Llana Fernández, N. “El tema del doble en ‘The Warlock’s Hairy Heart’ de J. K. Rowling”, en Revista Electrónica de Estudios Filológicos (Núm. 20). Recuperado de https://www.um.es/tonosdigital/znum20/secciones/ estudios-9-el_doble.htm Horror. (1979). Diccionario CIMA Everest Latino-español, español-latino (188). León: Editorial Everest. Lovecraft, H. P. (1927) Supernatural Horror in Literature. Recuperado de http://www.hplovecraft.com/writings/ texts/essays/shil.aspx Radcliffe, A. (1826). “On the Supernatural in Poetry”. Recuperado de http://seas3.elte.hu/coursematerial/RuttkayVeronika/radcliffe_sup.pdf Stephen King Quotes (s. f.). Recuperado de https://www.goodreads.com/quotes/84666-the-3-types-of-terrorthe-gross-out-the-sight-of Terror. (1979). Diccionario CIMA Everest Latino-español, español-latino (p. 417). León: Editorial Everest.

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ECCE

HOMO

* Juan Antonio Rosado Zacarías

J

avier volvió de un prolongado coma en el Hospital San Martín. En su extrema debilidad, sojuzgado por un dolor físico que a cada segundo le decía que nunca lo dejaría después de aquel accidente, aún no razonaba que le habían tenido que amputar los cuatro miembros ni que había perdido un ojo. Sólo el tronco macilento y el consuelo de una diminuta ventana al mundo lo mantenían respirando. Las cuerdas vocales y la lengua se habían destruido. Largas y tediosas, las intervenciones quirúrgicas sólo le devolvieron la mitad de la vida y una serie de balbuceos ininteligibles que ocultaban la certeza de saberse vivo. Después de la última operación, permaneció en un coma que hasta ese día lo abandonó. Su único ojo contempló el yeso del techo como si se tratara de una revelación, y trató de penetrar en él y dejarse absorber por la estática blancura, hasta confundirse con la profundidad para nunca despertar. Pero no fue así. El olor fétido de sus depresiones, su sangre y sus carnes mutiladas, la miseria, las angustiosas interrogantes: «¿por qué yo?, ¿qué pasó?», no lo dejaban ni un segundo, lo carcomían como la polilla a la madera. A lo lejos, un diálogo:

* Este cuento se publicó en el libro El miedo lejano y otras fobias (cuentos reunidos, 1980-2015), Ed. Praxis/ Secretaría de Cultura, México, 2017. Agradecemos al autor el permitirnos publicarlo en esta edición de la revista, pues es un cuento clásico de la literatura de horror en México.

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—¡Fue horrible! —el médico se quitó los lentes y frotó sus ojos con la palma derecha—. ¡Qué cansancio! —Ha estado pesado el día... ¿No hay noticias de algún conocido? —Ninguna —el médico volvió a colocarse los lentes—. Perdió brazos, piernas y cuerdas vocales. Conserva un ojo. Ya publicamos su foto en la prensa para que alguien lo reclame, pero hasta ahora... nada. —¿No llevaba identificación? —Claro que no. Otra cosa sería si la hubiéramos encontrado. No sabemos cómo se llama ni dónde vive, ni siquiera cómo era antes del accidente. De milagro sobrevivió. Su cara sufrió deformaciones y quemaduras de segundo y tercer grado. —Por suerte ya salió del coma. ¿Ha reaccionado? —Sí. Desde hace dos noches que quiere comunicarse. Quisiéramos inventar un sistema para que escriba con alguno de los muñones, pero no se nos ha ocurrido nada... Te veo luego, Juan; debo ir a firmar unos informes a la dirección. —Manténme al tanto, Rando. —Claro que sí. Nos vemos pronto. Los médicos caminaron, cada uno en sentido inverso. En la cama, el mutilado, el semihombre con sus cuatro muñones, ahora entendía el porqué de su falta de movilidad, pero nada recordaba. Javier —él sabía, él estaba seguro de que así se llamaba— prefería morir y trató de expresarlo, de gritarlo con todas sus fuerzas: ¡Quiero la eutanasia, una inyección, no soporto más! Nadie comprendía que el disimulo de su sufrimiento era pura apariencia y que en el fondo nada podía hacer con la vida que el azar le había cambiado por la otra, una vida —según recordaba— llena de amistad y trabajo. La última imagen que le vino a la cabeza fue el interior de un automóvil. Uno de sus amigos conducía y el ruido repelente de un artefacto lo hizo emitir un ligero grito. ¿Amistad?, ¿trabajo?, pero: ¿dónde quedó su identificación?, ¿quién tiró su identidad al basurero? Era necesario comunicarse, pero la debilidad se lo impedía. Javier vivía la experiencia de un mundo distanciado, ajeno, impersonal, donde la realidad —antes conocida— se le reveló de pronto como extraña y siniestra. Lo único que podía hacer era aguardar. Esa noche, un viejo de apariencia repugnante, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, una herida grave en la oreja y unos lentes oscuros, se presentó en la oficina del doctor Rodríguez. Vestía bata blanca. El médico pensó que buscaba a Juan. 9


suero en el cuello. ¡Qué bueno que no te cortaron la cabeza, mierda! Lo envolvió en una sábana y lo colocó sobre la camilla. Las interrogaciones de médicos y guardias fueron bien libradas. —El doctor Rodríguez me encargó trasladar con urgencia al paciente. —Sí, claro. Pase. — Por fin identificaron al paciente. Se encuentra mejor. Es necesario trasladarlo con el doctor Rodríguez. —¿Por qué le pusieron el pañuelo en la boca? —Tuvo una ligera hemorragia. Pronto el criminal y el enfermo se hallaron en la salida, donde no hubo problemas para alejarse. ¿Comprendía el inválido lo que ocurría? El asesino lo lanzó a la parte trasera de su coche y arrancó a toda velocidad, dejando la camilla en el estacionamiento. —¿A dónde quieres ir, primor? Te voy a llevar a un barranco, jijo de la chingada. Te voy a meter en un basurero hasta que llegue alguien y te recoja para incinerarte con el resto de la mierda. Llegaron a un terreno baldío, frente al cual el viejo le quitó a su víctima el pañuelo que le había incrustado en la boca, abrió la puerta y encendió un cigarro. Tras unas bocanadas de humo, sacó a Javier del coche. El desgraciado no paraba de balbucear, de emitir sonidos medio animalescos, medio humanos, tratando a la vez de contorsionarse: ya sabía que su verdugo lo introduciría en el basurero que percibía a unos pasos. Así fue.

—¿Es usted el doctor Randolfo Rodríguez? —Sí, ¿en qué puedo ayudarlo? El viejo sacó de la bata una pistola con silenciador y le disparó tres balazos en pleno rostro. El médico se impactó contra la pared y cayó de lado, dejando en la pared un camino de sangre. Sin piedad, el homicida se acercó y detonó el arma dos veces más en el corazón, para cerciorarse. Guardó la pistola y se retorció las manos, haciendo crujir las articulaciones. «Muy bien», se dijo. Con cuidado se aproximó al cuerpo. Le quitó el gafete y se lo colocó. Nadie sospechará que es un extraño. Era imprescindible hacerse pasar por el médico que atendía a esa basura humana, a ese canalla. Se percató de que el armario tenía la llave puesta. Lo abrió y se dispuso a arrastrar el cadáver: «habrá que encerrarlo, ya lo descubrirán después». Al terminar, tomó la llave y limpió los rastros de sangre, para luego dirigirse a la habitación del inválido, no sin apropiarse antes de una camilla que encontró en el vestíbulo. Javier trataba de dormir. Sus oídos captaban el profundo silencio del hospital y su mente se remontaba a lo último que vivió antes de la desgracia. La modorra lo acometía cuando el asesino entró. Lo primero que hizo fue cerrar la puerta y las cortinas. Con una expresión de terror en su único ojo, el inválido trató de balbucear algo, pero el homicida sacó un pañuelo y se lo introdujo en la boca. —Muy bien, basura, parásito, bueno para nada. Nos vamos. Pero antes te voy a desconectar estos cablecitos. Tampoco vas a necesitar el

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Desde el fondo del bote de metal oxidado, la víctima escuchó el motor del coche que se alejaba con rapidez. Intentó moverse, pero fue inútil. La anestesia disminuía sus efectos y el dolor lo hacía llorar. Su consuelo era saber que la pesadilla no tardaría en llegar a su fin: pronto se vería cara a cara con la muerte. Esa noche, una rata brincó al interior del basurero. El individuo sintió cómo el olfato del roedor le recorría la cara y el cuerpo; sintió los bigotes erectos y el pelambre hediondo. El animal mordió uno de los muñones superiores. Las profundas marcas que los dientes habían dejado se llenaron de sangre. El hocico se acercó al único ojo con vida. Javier lo cerró con todas sus fuerzas. Media hora después, la rata salió apresurada. El desgraciado sabía que la rabia no lo mataría. El alba llegó con su verdugo. —Ya estoy aquí, basura. Te traigo de comer para que te hundas en tu propia mierda. ¿Te visitó alguien, pícaro? Mira, traigo un embudo para metértelo por la boca. El hombre le colocó el embudo y por allí le vertió casi un litro de agua negra. Convulsiones estomacales, náuseas. El organismo no pudo más. Javier vomitó. —¡Eres un cerdo, no vuelvas a hacer eso! Te voy a dar un poco de carne cruda. Guardó el embudo y de una bolsa sacó trozos de carne y los introdujo por la boca de su víctima. —Mira: carne de rata. Yo mismo la maté hace unas horas. Era tu compañera. Ya no vas a tener con quién coger, mugroso. ¡Oh, creo que

ya no quieres! Bueno... Me voy. ¡Adiós, mierda! El sol resplandeció durante la tarde. Ya todo estaba oscuro cuando unos niños fueron a jugar con leños y gasolina al terreno. —¡Ey, Rubén, mira... Dispérsalos por acá! —escuchó Javier. —Les voy a rociar gasolina, ¿traes fuego? —Un encendedor. Se lo saqué a mi mamá de su bolsa. El incendio se propagó con lentitud. A los gritos de «¡corramos!» y «¡vámonos de aquí!», los niños huyeron a toda velocidad. El inválido sintió cómo se calentaba el metal del basurero. Con una angustia creciente aspiró el olor del pasto quemado. No tardaron, sin embargo, en llegar los bomberos, quienes al consumir el siniestro, prolongaron la agonía del enfermo. Al día siguiente, alguien se llevó el bote y —quizá sin percatarse del contenido, o ignorando, en medio del terror, que se trataba de un hombre— lo vació en un camión de basura para ser reciclada. Con seguridad lo meterían a un horno a miles de grados centígrados y se fusionaría con toda la inmundicia. El camión tomó una carretera vieja y en una curva peligrosa el individuo cayó junto con varios montones de basura y rodó hasta el borde de un precipicio. Una piedra —su peor enemiga— lo detuvo para que no cayera. El inválido trató de desplazarse con escasos movimientos de cuello y de cabeza. El objetivo: precipitarse a la muerte. No lo logró. Aún seguía vivo.

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Pedro Erasmo W. Neumann

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erdí el último autobús a San Francisco y, puesto que nadie me daría un aventón por los frecuentes robos a automovilistas, no tuve más opción que caminar, las manos en los bolsillos para guarecerlas del frío y los dedos cruzados para no toparme con algún ladrón. El camino desde Nopala, a decir verdad, no era muy largo; antes había realizado el trayecto a pie por ahorrarme los pesos del pasaje, mas nunca sin otra compañía que la luna, tímida entre los nubarrones. Por los nervios, me asaltaron las historias de espantos que mi abuela me contaba cuando era pequeño. Subí, pues, por la ladera del Cerro del Ixtle con imaginarios espectros a cuestas. Presa de inquietantes pensamientos, me abrí paso entre los cardos hasta la vereda que conducía al puente de la barranca, y descendí con cuidado de no resbalar o tropezarme; bastaba un paso en falso para dar contra los espinos. Cuando llegué a lo bajo del cerro, era tal la penumbra que anduve a tientas por los sembradíos que me separaban del puente. Respiré más aliviado con el asfalto bajo los pies; tan pronto cruzara, vería las luces de mi pueblo desde lo alto de la colina. Casi podía saborear la cena que mi madre habría preparado. Mientras caminaba, escuché un zumbido 12


proveniente del otro lado. Entonces me detuve. ¿Qué podía producir semejante sonido allí y a esa hora? No tardaría en descubrirlo pues, fuera lo que fuera, se dirigía hacia mí. Salté con un grito cuando, de repente, algo me golpeó un pie. Tan pronto me repuse del susto, me agaché a coger el objeto responsable: un cochecito a control remoto. Profería mil maldiciones, enrojecido por la súbita vergüenza, cuando la luna reveló, con luz de plata, una silueta varios metros más adelante. Aunque apenas la distinguía, tuve la certeza de que se trataba de un niño. —¿Hola? ¿Esto es tuyo? —inquirí con el juguete en la mano. —Sí, señor —me respondió una voz infantil. —¿Qué haces aquí solo y a esta hora? Es peligroso. —Juego. Mi papá estuvo toda la tarde en el depósito de don Chema y mi mamá me dijo que me saliera un rato mientras se quedaba dormido. Me acongojaron sus palabras; el lugar de don Chema no era sino la taberna en donde se reunían los borrachos y drogadictos del pueblo. El hombre debió llegar intoxicado, quizá violento, y la madre envió al niño fuera mientras pasaba la tormenta. Un escenario de sobra conocido por las familias de la zona. Cual fuera la situación en su casa, no podía dejarlo allí solo. —¿Eres de San Francisco? —pregunté. —Sí, señor. —¿Cómo te llamas? —Pedro. —Encantado de conocerte, Pedro. Escucha, no deberías estar tan lejos de tu casa, y mucho menos de noche. ¿Por qué no me acompañas de regreso al pueblo? —Pero estoy jugando… —Aquí está muy obscuro para eso. ¿Y si pierdes tu juguete? Vamos; yo jugaré contigo en cuanto estemos allá. ¿Qué te parece? Guardó silencio unos segundos antes de responder. —Está bien. Caminamos juntos hasta el otro extremo del puente. —Señor —me dijo cuando cruzamos—, ¿me devuelve mi carrito? Accedí sin imaginar que él, de inmediato, lo haría andar por la tierra. —¡Eh, espera hasta que lleguemos! —le reclamé, pero desobedeció

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y el zumbido del automóvil miniatura se alejó hasta perderse entre las tinieblas. —¡Mi coche! —se lamentó el niño cuando ya no hubo respuesta al mando. Contuve un suspiro enfadado; ¡estaba tan cerca de casa y a la vez tan lejos! —¡Tenemos que buscarlo, señor! ¡Por favor! —Lo lamento, pero en esta obscuridad jamás daremos con él. Te dije que no lo— Sin más, se echó a correr. De inmediato fui detrás suyo, alarmado, pues se dirigía hacia el precipicio. —¡Pedro, no! Cuan rápido actué, no di con él, y por la nula respuesta a mis llamados pensé lo peor. Lo buscaba de un lado a otro cuando, de reojo, vi las luces de un automóvil que se acercaba por el puente. Ya me dirigía a pedirle ayuda cuando un gruñido a mis espaldas me hizo dar la media vuelta. Por un instante, los faros del coche me revelaron entre Pedro y el borde de la barranca. Entonces lo vi claro: si bien tenía la estatura de un niño, no se trataba de uno; tras una mata de cabellos alborotados asomaba un rostro marchito, y de sus hombros anchos pendían unos brazos gruesos y peludos como los de un orangután. Sus ojos despedían un brillo rojizo, pero bien pudo ser efecto de la luz. —¡Pero qué carajo…! Se precipitó con la intención de arrojarme al abismo pero, quizá movido por la adrenalina, pude evadirlo. Luego, cogí una piedra y se la arrojé. Para entonces el coche se alejaba, pero un chillido en las sombras confirmó que di en el blanco. Fue mi turno de correr. Me las apañé para llegar al camino pero, una zancada tras otra, escuchaba a Pedro detrás mío. Jadeaba como un animal. Demasiado asustado como para hacerle frente, apresuré la marcha con la esperanza de que él se agotara primero. Debió ser así, pues cuando vislumbré las titilantes luces de San Francisco tuve la sospecha de que ya no me perseguía. Antes que cerciorarme, avancé más veloz. Ni siquiera me detuve cuando un mal paso en la obscuridad me hizo rodar sobre el asfalto y perdí un zapato; proseguí la carrera sin importarme que el calcetín se desgarrara y la gravilla se me incrustara en el pie.

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Apenas podía respirar cuando me adentré por la calle principal del pueblo. Trasnochados caminantes atestiguaron mi andar torpe. Miraba por encima del hombro, aprehensivo; temía que Pedro me diera alcance en cualquier momento. Para mi alivio, llegué a casa en una soledad absoluta. Mi familia se alarmó al verme sucio, agitado y con el pie cubierto de sangre y mugre. Quise relatarles lo ocurrido, pero me faltaba el aliento. No fue hasta que lloré en brazos de mi madre y me dieron a mascar migajón —“para el espanto”, dijo mi padre— que me tranquilicé y pude hablar sobre aquella… cosa… que encontré en medio de la noche. Su solo recuerdo me ahogó en lágrimas. Llamaron entonces a la abuela para que me sobara. —¡Pero si serás…! —exclamó ella con sus gruesas manos en mi espalda—. Eso te pasa por andar fuera a estas horas. ¿Acaso no te lo conté cuando eras chico? Mis hermanos y yo teníamos prohibido acercarnos de noche a la barranca y el cerro. Decían los adultos que allí vivían duendes que se llevaban a la gente. Y no era cuento: niños que crecieron conmigo en esta misma colonia amanecieron muertos al fondo del precipicio. Dale gracias a Dios que volviste a casa, muchacho, que estuviste a poco de ir y hacerles compañía. Mañana a primera hora te vas conmigo a la iglesia para que te bendiga el padre y le prendas una veladora a San Ignacio. ¡Y no tuerzas el hocico, que un día se te quedará así! Por ahora relájate, que con la frotada de alcohol y un tecito dormirás como lirón… Así fue. Sobra decir que, aunque no fui con el cura como sugirió la abuela, en adelante procuré salir de Nopala antes del atardecer. Poco me importó hacerme reputación de miedoso; eran preferibles las burlas a toparme con Pedro otra vez.

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Nave del

terror

Roberto López

Los tripulantes de la nave espacial ZC234 con destino a Plutón se encontraban llenos de miedo y espanto, pues el fallo en el motor cuántico causado por la tormenta solar había provocado que una de las cápsulas criogénicas se abriera dejando salir a la terrible criatura que se encontraba en su interior. Todos los tripulantes de la nave corrían de un lado a otro, presas del pánico y del terror, ya que desconocían lo terrible que podría ser la feroz bestia que hacía poco había sido capturada en aquel planeta infame que consideraban que estaba maldito. Por los pasillos y cuartos de mando dominaba un silencio siniestro que sólo era interrumpido por los ruidos extraños que el ser emitía al rondar por los pasillos y cubículos de la nave. El capitán, después de asegurarse de que todos los tripulantes civiles se encontrasen a salvo, salió junto a un grupo de militares y voluntarios en busca de la criatura. Todos iban armados con pistolas láser de bajo calibre, pues la misión por la que habían llegado al terrible planeta antes mencionado, consistía simplemente en la observación de la fauna local y la recolección de algunos especímenes, entre los que se encontraba el terrible ser que ahora ponía en peligro sus vidas, por lo cual no llevaban armas más poderosas. Después de una larga búsqueda, y de ordenar a sus hombres que

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se separaran para cubrir más terreno en menor tiempo, el capitán llegó solo al cuarto de máquinas, último lugar que faltaba por revisar y donde seguramente se encontraba la temible criatura. El capitán intentó abrir la puerta electrónica, pero los circuitos estaban roídos y cubiertos de una baba viscosa de olor nauseabundo. No tuvo otra opción que abrir con sus propias manos la pesada puerta corrediza de titanio galvanizado. Al abrir la pesada puerta una mezcla de olores rancios y putrefactos golpeó al valiente hombre en el rostro. El capitán entró con cautela intentando encender las luces, pero notó, para su horror, que el tablero estaba hecho añicos como si algo o alguien lo hubiera mordido dejando solamente un líquido viscoso como prueba de su presencia. Al ir explorando el lugar notó que su respiración se volvía pesada, que sus miembros le empezaban a fallar y que iba perdiendo poco a poco lucidez y claridad en sus pensamientos. Con espanto se dio cuenta de que los filtros de aire habían sido destruidos dejando entrar una peligrosa combinación de gases tóxicos. El capitán se apresuró al tablero electrónico con la esperanza de reactivar los filtros de emergencia y checar el estado del motor. Justo cuando estaba revisando los paneles superiores del motor cuántico sintió que algo se deslizaba por

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debajo de sus pies. Fue en ese momento en que su piel se heló al escuchar un ruido extraño detrás de su nuca. No tuvo tiempo de reaccionar cuando aquel ser se abalanzó encima de él con una furia indescriptible. Los ojos del capitán estaban atónitos. No daban crédito de aquello que veían. La fisionomía de la criatura era algo que sólo podía pertenecer a los cuentos de ciencia ficción que había leído de niño. La criatura apenas si medía dos metros, tenía pelos en varias zonas de su cuerpo y unas mandíbulas que parecían ser capaces de triturar cualquier cosa que tuviera la mala suerte de toparse con ellas. Aun así lo más temible de la criatura eran sus ojos, unos ojos llenos de ira y sed destructoras, ojos que pedían a gritos una víctima. El capitán no tuvo mas remedio que forcejear con aquel ser, sabía que no debía perder; pues la vida de toda la tripulación estaba en juego. El ser blandía sus extremidades superiores con una pericia aterradora que lograba amedrentar y atemorizar por momentos a su rival. En un descuido de la criatura el capitán pudo recuperar su pistola láser que se le había caído durante la batalla y con la cual pudo propinarle dos disparos que dejaron a la criatura fuera de combate. Todo había terminado, los demás miembros de la tripulación pudieron salir aliviados de sus escondites. El médico de la nave se acercó al capitán para examinarle las heridas que la terrible criatura le había infligido durante la lucha. “Tendré que tomar algunas muestras de sangre y de tejidos para analizarlas, pues tenemos que corroborar que la criatura no te ha infectado con algún agente patógeno peligroso”, dijo el doctor. También tendrás que estar en cuarentena bajo observación especializada. No importa, dijo el capitán. Al menos la pesadilla ha terminado. Por cierto, dijo mirando al doctor, ¿qué nombre pensáis poner a la criatura? Eso aún no lo sabemos con certeza, tenemos que hacer varios estudios a la criatura y ver en qué clasificación encaja. Tal vez tengamos que crear una nueva categoría. Por lo pronto, la etiquetaré como ellos se denominan a sí mismos: Hombres de la tierra. 18


DIAMANTIS AXIOTIS Presentación y traducción del griego de Guadalupe Flores Liera

Diamantís Axiotis nació en 1942 en la ciudad de Kavala, prefectura de Macedonia, en Grecia, de padres griegos expulsados de Asia Menor en 1922. Comenzó estudios de Economía y Ciencias Políticas en la Universidad Aristoteleion de Tesalónica, que no concluyó, ya que decidió dedicarse por entero a la literatura. Es poeta, narrador, cuentista, antologuista, novelista, editor, ha colaborado en la radio, también fue miembro del consejo de la Sociedad de Amigos de las Letras y de las Artes de la Biblioteca Municipal de Kavala, ciudad que ha sido eje de casi toda su obra. Ha sido ampliamente antologado, ha recibido varias menciones honoríficas por su trabajo y parte de su obra ha sido traducida al alemán y al inglés. El siguiente texto fue incluido en la antología: Μικροκύματα. 99 + 1 μικρό-διηγήματα των μελών της Εταιρείας Συγγραφέων, έκδοση της «Εφημερίδας των Συντακτών» [Microondas. 99 + 1 micro-relatos de los miembros de la Sociedad de Escritores, edición especial para el Periódico de los Redactores, Atenas, 2018, p. 18-19]. 19


Engaño supremo Diamantís Axiotis

Acudo a los entierros de gente desconocida, sobre todo de jóvenes. Veo las víboras que asoman por sus ojos y lloro por no haberlos podido conocer, porque no podré conocerlos nunca. No me interesa cómo se fueron, sino la manera en la que podrían regresar. Deslizo recados en los bolsillos de su ropa, les pido perdón, les deseo buen viaje, prometo reunirme con ellos pronto. Lamento que les haya tocado una vida tan breve. Al contrario de mí, que llevo una vida interminable y espantosa. Me asusta la presencia de una mujer que se mantiene en pie en la cabecera de un féretro. Me mira con desconfianza, como si le hubiera arrojado un montón de tierra en el pecho. Abre una boca enorme, me amonesta a causa de mi inexplicable tristeza. “Es mi hijo”, reivindica al muerto. La madre del joven acabó por tener el corazón duro a partir del momento en que se quedó sola. Levanta la cabeza sin vida, la encierra en su abrazo. Agita su cuerpo rítmicamente de atrás hacia delante. Se lamenta por él: “La víspera le llegó la carta de ésa”, dice, “la leyó, la releyó, fue la lectura lo que lo consumió. Fue el instante en el que descubrió que tenía veintidós años, carentes de valor, de esperanza. Esto es lo que pasa siempre. También su padre se marchó así. Cuando comprobó que el mundo es insalvable; carente de valor, de esperanza”. Con un movimiento de cabeza señala al joven entre sus brazos. “Este pobre decidió marcharse de la manera más ridícula. Se ahorcó con una erección enorme y el culo lleno de caca. Bajo las uñas tenía fibras de la cuerda, partículas de su carne. El pobre, hizo intentos por salvarse, la silla había sido arrojada muy lejos, sus piernas no la alcanzaban”. Su sinceridad me sacude el corazón. “Nunca nos suicidamos solos”, la consuelo. “Hace falta un ejército de malas conciencias”. Me imagi-

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no al suicida, su entierro en secreto, sus apariciones después de la muerte. “Regresará”, consuelo a su madre. Le revelo que en cierta ocasión yo también intenté suicidarme. Un instante de dolor y después el sueño. Escuché la voz de Dios. “Si fueres flojo en el día de trabajo, tu fuerza será reducida”. Me lancé sobre el cuchillo, sin éxito; no conseguí dejar de existir. La culpa es de Dios que me habló en el momento menos adecuado. “¡Dios te habló!”, la mujer se muestra extrañada y se persigna. “Me habló”, la consuelo. “¿Estás diciendo la verdad?”, desconfía. “Estoy diciendo la verdad”, le replico. “¿No te da vergüenza?”, refuta ella, “¿los muertos mienten?”. “Mienten”, le aseguro. A mis dieciséis años creí que los elegidos de los dioses mueren jóvenes, por eso busqué morir. Le pregunté a Ana si estaba muerto. Ella me tomó de las manos. “¿Te das cuenta?”, me regañó, “están calientes”. Le había causado una amargura tan grande que probablemente mentía, tal vez pretendía castigarme. Salí a la nieve y me quité los guantes. Me pasé la mano por la frente, que estaba fría. Arrojé los zapatos y los calcetines, mis pies estaban helados. Me despojé de la ropa y lo más seguro es que estuviera muerto. “¿Lo ves?”, le grité a Ana, “estoy muerto”. Ella, pensando que lo que quería era suicidarme, me abandonó. Se acababa de perder tras la esquina así que no escuchó mi grito. Grité “¿Auxilio!”, pero no oyó. No llegó a saber nunca que considero al suicidio el engaño supremo. Jamás conocerá mi verdadera muerte. Me tendí sobre la nieve con los brazos cruzados y los ojos cerrados. El lobo que percibió mi olor se aproximó lentamente, muy lentamente. Pensé que me iba a devorar, pero eso no me importaba en absoluto, porque ya estaba muerto.

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GUY DE MAUPASSANT: EL INMORTAL MAESTRO DEL HORROR Asmara Gay

H

enry René Albert Guy de Maupassant nació en el castillo de Miromesnil el 5 de agosto de 1850 y falleció en París el 6 de julio de 1893. Conocido sobre todo por su narrativa, fue un prolífico escritor francés, vinculado al realismo y al naturalismo, que comenzó a destacar como autor por la publicación de su cuento “Bola de sebo”, incluido en la antología Las veladas de Médan (1880), que contiene también narraciones de Émile Zola, Karl Huysmans, León Hennique, Henri Céard y Paul Alexis sobre la guerra franco-prusiana. Su inclinación por las letras empezó desde la infancia, por sus padres, que eran librepensadores, en especial por su madre Laura, cuyo hermano también quería ser escritor, y por la influencia de Gustave Flaubert, amigo de la familia. Precisamente, sería Flaubert quien le enseñaría el arte literario, quien corregiría sus primeros cuentos y poemas, quien le ayudaría a publicar en diversos periódicos y revistas y quien lo introduciría en varios círculos literarios. Aunque muchas de las creaciones literarias de Maupassant están cargadas hacia el realismo, es interesante observar que varias de ellas, como “El horla”, “Aparición”, “La muerta”, entre otras, desarrollan ampliamente la psicología de sus personajes y conllevan elementos

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sobrenaturales, lo que desviaría su literatura del realismo. Precisamente por esto, a Maupassant se le considera como el gran exponente de la literatura francesa de terror, y el poema que aparece en este número, Terror, da buena cuenta de ello. Publicado en la Republique des lettres el 20 de junio de 1876, cuando apenas comenzaba su carrera literaria bajo el seudónimo de Guy de Valmont, Terror refleja varias de las obsesiones del escritor: el miedo a lo desconocido, la soledad, la locura, el doble, la secuencia de imágenes y acciones para mostrar la psicología de sus personajes, la muerte, la angustia por los propios pensamientos. Tras la lectura del poema, el lector no quedará incólume, sobre todo al saber que el terror y la locura que se apoderan del personaje de este precoz texto dominaron también al mismo autor durante casi dos décadas —debido, al parecer, a una enfermedad genética y a la sífilis que contrajo durante la década de 1870—, razón por la cual trató de suicidarse en varias ocasiones, alegando en cada intento que no iba a conseguirlo, pues él era inmortal… Si bien no logró matarse, la última vez que acomete contra él, con un abrecartas, tiene consecuencias fatídicas, por la agonía de los meses que siguieron tras cortarse el cuello y por el sufrimiento que padeció al ser llevado a un manicomio, alejado de cuanto había vivido antes, en el mundo de las letras y del pensamiento.

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Terror Guy de Maupassant Traducción de Asmara Gay

Leía a cierto autor aquella noche, eran más de las doce, y, de pronto, tuve miedo. ¿Miedo de qué?, no lo sé, pero fue horrible. Jadeaba y temblaba al comprender que una cosa terrible ocurriría … Entonces me pareció sentir que alguien estaba de pie detrás de mí; una figura inmóvil y nerviosa que reía atrozmente: Pero yo no podía escuchar nada. ¡Qué tortura! Sentía que se inclinaba para tocar mi pelo, y que iba a poner su mano sobre mi hombro, y que iba a morir cuando pronunciara una palabra; él se inclinaba cada vez más, y cada vez estaba más cerca, pero yo, por mi salvación eterna, no hice ningún movimiento ni giré la cabeza… Enloquecidos de espanto, mis pensamientos dieron vueltas, como las aves golpeadas por un temporal; un sudor de muerte heló cada uno de mis miembros, y no escuché otro sonido en la habitación, más que el de mis dientes, que castañeaban de miedo. Súbitamente se oyó un estruendo: loco de horror, había lanzado el más terrible grito que nunca antes había salido de mi pecho; rígido e inmóvil, caí de espaldas, como muerto.

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EL CORTEJO DE

LA NOCHE

Uriel Hernández

I me arrastro bajo cielo de vidrios frotados en secreto entre piedras que aprenden a caminar la noche tiene huesos que los perros rompen y que los fantasmas cubren con sus bufandas amarillas cada vez que escribo noto los dientes postizos del amor la soledad de los perros que ladran tu recuerdo entiendo amar es mirar desde otra habitación si la hubiera con los ojos de un ciclope II extiende tu colcha sobre este corazón radioactivo enseña como ulula Dios cuando cruza el muro porque es bien sabido que los extraños son orcos en su tierra y los perros caminan oliendo el fruto de las piedras cuando éstas son arrojadas a las luces de las lámparas pero no a las huellas de los dinosaurios a los pájaros huecos a las sombras o al pasto 25


Icela Lightbourn

Tiempo líquido

Para Paola, niña mía. Un zumbo me arrancó del sueño… Medio sonámbulo, caminé por el largo pasillo hasta el salón. Ya ahí, primero, se desmayó el gran reloj de madera: se escurrió hasta el piso, junto con péndulo, campanas, manecillas y sus dorados números, también la carátula. Quedó una húmeda estampa del reloj en el suelo... No paró ahí: los sillones del salón se derritieron, se hicieron planos, también la gran mesa central con todo y los adornos que solían engalanarla: la caja incrustada con concha nácar, los ceniceros de Murano y la colección de calabazas de vidrio, barro y bronce. Como lámina líquida quedó el pequeño y antiguo molino de café que la abuela atesoraba y que antes lucía su volumen sobre una carpeta blanca que ella misma había tejido cuando veía bien. Todo, todo, pegado al suelo, sólo lagunas en el suelo. Además, los cuadros de las paredes se disolvían muy lentamente, dejando embarradas gotas ocres en los muros blancos. La deformidad de un cuadro hiperrealista campirano, donde cuatro zorras reposaban, se convirtió en imagen de seres anómalos escapados de un cuento de terror. De pronto, desde el suelo, el viejo reloj del abuelo marcó la hora, no con las acostumbradas melodiosas y alegres campanadas, ahora con un blooooong, blooooong, bloooonggggg que me erizó. Me tallé los ojos, creí que todo era parte de mis constantes pesadillas. Pero el sonido, más bien el agobiante zumbido, volvió… Entonces, entró. Apenas pudo cruzar el marco de la biblioteca una gigantesca avispa fuliginosa. Por el torbellino que provocó su aleteo me tuve que aferrar al marco de la puerta mientras mi cuerpo flotaba. Desde ahí vi cómo el aquel horrendo bichejo libaba, hasta no dejar huella, la imagen líquida del sillón rojo de la abuela y se pasaba a otro y otro mueble escurridos en el suelo… antes de que me notara… 26


PORTAFOLIO


Portafolio Antonio Ledesma

Confesión de parte Desde muy niño me han asaltado horrendas pesadillas, me han paralizado por minutos dentro de la eternidad. Muchas veces, después de los sueños infernales, caminaba solo por la casa, descalzo entre la densa penumbra que me rosaba las manos. Una vez creí haber despertado varias veces, pero seguía soñando, soñando terribles cosas y parecía que permanecería por siempre atrapado ahí, caminando en la oscuridad por aquel pasillo de la pequeña casa en que viví mi primera infancia. Mis pesadillas se han nutrido de los sufrimientos, dolores, locura y muerte propios de la vida y su naturaleza y del deterioro inexplicable y el desahucio en el alma del perverso que despedaza y tortura a otros seres. Hablo del monstruo insaciable, que busca más dolor pues se alimenta de él. Mentes torcidas laceradas por los ácidos de la abominación. Saber que eso existe; saber que actos despiadados suceden muy cerca o muy lejos de mí (quizá en la siguiente casa); saber que eso pasa constantemente y no podemos evitarlo me produce angustia, impotencia y una desesperación que sólo se calma con la distracción de mi trabajo, si bien éste es también otra manera de permanecer ajeno a esa realidad que no para. Esos horrores no me dejan ver tan fácilmente la sublime belleza de tantas cosas en la vida, belleza que veo y me llena los sentidos, pero la certeza de que el mal está aquí con nosotros, me regresa a la oscuridad. La deformidad humana interna y externa se representa en muchos de mis personajes. Desolados, atrapados y contenidos en papeles o telas, se aferran a su existencia solo para recordarme que han habitado en mí o quizá ahí siguen. Si bien ahora los veo sin miedo; nos vemos cara a cara cuando lo deseamos, conformamos una alianza que cura, que conforma y conjura; son exorcismo: purificación que el arte mágicamente prodiga a sus fieles. F. Antonio Ledesma L.

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Francisco Antonio Ledesma López estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas y el Posgrado en Artes Visuales en la Academia de San Carlos (ambas de la UNAM). Trabajó de cerca con Rafael Zepeda en su taller de grabado, espacio del cual se hizo cargo ya como académico. Ha sido ganador del V concurso de nacional grabado José Guadalupe Posada y de la beca del FONCA “Jóvenes Creadores”. En Viena, Austria, realizó una instalación con motivo del día de muertos y tres murales efímeros. En Alemania, junto con el proyecto Interkunts en Nürtingen trabajó con niños alemanes e inmigrantes en actividades artísticas. En 2013 participó en la exposición “Posada visto por sus ganadores” (Instituto Cultural de Aguascalientes). Firmando como Nostragamus, entre otros seudónimos, ha colaborado con ilustración y caricatura en importantes medios de circulación nacional. Ha participado en alrededor de 80 exposiciones individuales y colectivas, algunas en Alemania, Italia, China, Austria y Argentina.

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Amanece en pausas Dibujo (grafito, carbรณn, tinta, collage) 100x80 cm 2005

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Arde la piel sin mancha aĂşn Huecograbado (aguafuerte y aguatinta) 77x106 cm 1999

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Conexiones Dibujo (grafito, carbรณn, tinta, collage) 100x80 cm 2005

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Crisol Huecograbado (aguafuerte y aguatinta) 38x28 cm 2014

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El ígneo quebranto de tus penas I Dibujo técnica mixta 107x87.5 cm 2004

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El ígneo quebranto de tus penas II Dibujo técnica mixta 107x87.5 cm 2004

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La tragedia del fenรณmeno Aguafuerte y aguatinta 48x49.5 cm 2013

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Lame la brisa de un canto Dibujo (grafito) 112x76 cm 2002

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Mares de agua seca Dibujo (grafito) 112x76 cm 2002

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Sangre rota Huecograbado (aguafuerte y aguatinta) 77x106 cm 1999

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Úlceras botonosas Monotipo (aguafuerte, aguatinta, xilografía, acrílico) 98x78 cm 1999

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Despertar Huecograbado (aguafuerte y aguatinta) 10x14 cm 2001

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El Bello Huecograbado (aguafuerte y aguatinta) 24x17 cm 1996

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Vapor acariciante Huecograbado (aguafuerte y aguatinta) 90x60 cm 1999

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Llamarada Lázaro Alarcón

Ni aun permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino.

U

na serie de fenómenos sin explicación tenía lugar en la casa de Ignacio Herrera desde la muerte de su padre. Algunas noches, al entrar en una habitación, la puerta se azotaba detrás de él. “Será el viento” se decía. Otras, un vaso salía volando desde la alacena. “Será el gato”, pensaba. Otras cuantas más, escuchaba un golpeteo en la puerta de la recámara. “Será el perro”, se convencía. Pero cuando sucedía un incidente similar y notaba que el perro dormía, que el gato se acicalaba y que el viento estaba ausente, se decía que era su imaginación la que le jugaba malas pasadas. Una noche, Ignacio conversaba con Fátima, su más querida amiga, cuando una copa de vino estalló ante sus ojos, al tiempo que ella pronunció “destino”. Por supuesto, ninguno de los dos reparó en la terrible coincidencia. No hacen conexión las neuronas ante un fenómeno que sucede así tras invocar a la fatalidad, como sucede cuando se nombra a algún demonio; entonces todo cobra sentido. Es oportuno decir que esta no es una historia sobre entes infernales.

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—Así que estos son los fenómenos de los que me hablaste —preguntó Fátima mientras dirigía un encendedor al cigarrillo que esperaba entre sus labios. —No sabes lo aliviado que estoy de que alguien más lo haya visto. Ya no crees que esté demente ¿verdad? —Querido, nunca creí que lo estuvieras. Lo que sí se me ocurrió fue que tal vez pasabas por un escabroso duelo. —No, no es eso. Por supuesto que extraño a papá, pero ya era un hombre grande. Era lo natural. Lo entiendo. —No creo que nadie entienda la muerte, querido. Es lo más natural, pero al mismo tiempo, lo más inasible a la comprensión humana. Lo que no sé si es natural es esto que acaba de ocurrir. —No sé qué hacer. Pensé en cambiarme de casa, pero me costaría tanto desprenderme de ella —Yo sé, querido, yo sé. De cualquier modo, dudo mucho que esto se solucione sólo porque te mudes. —¿Crees que me persiga allá donde vaya? —una negrura ensombreció los ojos grises de Ignacio. —No sé, querido, no sé. Pero conozco a alguien que sí lo sabrá. Voy a pasarte el contacto, ve con ella, sin prejuicios y sin burlarte, que es una amiga muy querida y sé que no es farsante. Hay ocasiones en las que el espíritu de algún familiar busca la atención de alguien en particular para propiciar que se establezca contacto con él. Lo que Fátima le entregó a Ignacio esa noche fue la tarjeta de una médium, se llamaba Amaranta y se ubicaba en la Colonia Roma. Como su amiga le aconsejó, y sin otra posible solución a su problema, él se dirigió allá con la mente muy abierta. En una vieja casa, con la belleza discreta de un deliberado aspecto de abandono, recibió la espiritista a Ignacio. Lo dirigió a un salón poco amueblado y con grandes ventanales. La luz que entraba dejaba ver el polvo suspendido que no encontraba dónde reposar. La mujer cerró las gruesas cortinas y quedaron casi a oscuras, excepto por una tenue lámpara de piso. —Toma asiento, por favor —le señaló una mesa redonda de cedro—. Voy por las velas.

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La mujer salió de la habitación y él examinó los pocos objetos que había alrededor: un mazo de cartas, varios libros de un tal Allan Kardec, y una tabla ouija a la que miró con recelo. Amaranta volvió con las velas, las encendió, apagó la lámpara y le dio a Ignacio un par de indicaciones. —No cruces las piernas y, pase lo que pase, no levantes las manos de la mesa. Luego, ella comenzó a pronunciar algunas palabras, pero él las perdió por completo. No podía dejar de adelantarse al futuro inmediato en su cabeza. ¿Sería su padre? ¿Qué era lo que le diría a través de la mujer? ¿Por qué lo atormentaba? ¿Y si no era él? Amaranta estaba sentada con la espalda recta y la barbilla en dirección a Ignacio que estaba sentado enfrente; la mirada, por el contrario, no se dirigía a él. Las pupilas miraban al interior de la mujer, dejando a la vista del hombre sólo el blanco del ojo. Al ver tan ridícula escena, no pudo evitar pensar que con seguridad le estaba tomando el pelo. Cualquier atisbo de escepticismo quedó aniquilado cuando la voz de la médium le llamó por el apodo de la infancia que le había acuñado el padre. No había forma de que ella lo supiera; era tan vergonzoso que jamás se lo había contado ni a la misma Fátima. Era indudable que quien hablaba ahora era Santiago Herrera. Se mostraba aliviado por haber logrado llamar la atención de Ignacio a fuerza de portazos y de cristales rotos. El motivo: hacerlo conocedor de la existencia de una caja de seguridad alquilada a su nombre en el banco, que contenía la documentación que lo haría poseedor de una propiedad más, al sur de la ciudad. —Es importante que tomes posesión de ella. Y, de manera inmediata, debes testar en favor de tu primo Agustín. —No entiendo. —Es una casona valiosa y es menester que permanezca en la familia. —Pero Agustín y yo tenemos la misma edad y ninguno tiene herederos aún. ¿Qué caso tiene que haga testamento a su nombre? —Hazlo por tu tranquilidad y por la mía. Una especie de ronquido surgió de la médium. La voz afable y paternal se tornó aún más grave y severa, como si el trance de la mujer hubiera dado lugar a un cambio de canal. Era claro que ya no era Santiago Herrera quien le hablaba. La rasposa voz del nuevo ente le dijo:

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—Ni el azar, ni mucho menos el libre albedrío son óbice para la fatalidad; sólo pausan o, en el mejor de los casos, aceleran la ejecución de aquello que está grabado a fuego en hoja de oro desde el comienzo. Un golpe de suerte te salvaguardó del fuego enviado a arrasarte. Pero lo escrito, escrito está y antes de concluir el año has de enfrentarte inevitablemente una vez más a las brasas. Un ventarrón nacido de la nada abrió todas las ventanas y extinguió las llamas. La médium volvió en sí y apresurada despidió al hombre. Ignacio salió desconcertado. ¿Qué extraño ente intervino la conversación con su padre para darle una sentencia de muerte? Pasó el fin de semana tirado en la cama, con las cortinas cerradas. No tenía ningún deseo de afrontar la cegadora luz del día. Habría podido permanecer escéptico de no ser porque el vaticinio aludió a una noche muchos años atrás. Ignacio tomaba un baño de tina cuando un radiador en la sala hizo corto circuito y encendió las cortinas. Las llamas se propagaron con rapidez al sofá y a los muebles de madera. Sólo cuando el humo llegó hasta el baño, se puso en pie y se colocó aprisa la bata y las sandalias. Para cuando había salido al pasillo, era una trampa de la que no había forma de salir indemne, mas había algo a su favor. Sí, había quedado arrinconado en el fondo de un pasillo con una ventana diminuta, pero era el baño. Dejó correr el agua del lavabo y de la bañera a toda la capacidad hasta que el cuarto se inundó. Esto le dio tiempo hasta que llegaron los bomberos. Si hubiera llegado un poco más cansado esa noche y hubiera decidido meterse directo a la cama, en lugar de tomar primero un baño relajante, con seguridad hubiera muerto quemado ahí. De hecho, sí estaba exhausto, pero había sido un día demasiado ajetreado y sentía la piel pegajosa a causa del sudor del largo día, y tuvo el impulso de asearse antes de meterse bajo las sábanas. La noche que la copa estalló, Ignacio acababa de contarle a Fátima de esa ocasión en que se salvó de la muerte por un par de detalles fortuitos. Ella le respondió entonces que no era suerte, sino el destino que no estaba escrito así. Y fue en ese instante que los vidrios saltaron por doquier. No era lo que le había dicho el espíritu a través de la médium, Ignacio parafraseaba en su mente la profecía: “al concluir el año te reencontrarás con

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las brasas y esta vez de forma ineludible”. Sólo aquel que ha recibido una sentencia de muerte y está en una celda en espera de su cumplimiento sería capaz de comprender la demolición en el ánimo de Ignacio. Desde aquel espeluznante vaticinio, el hombre temió al fuego. Comía fuera para evitar encender la estufa. Cierto es que nunca fue un hábil cocinero, pero recordaba ahora las múltiples veces en que sacó las sincronizadas del comal para servirlas en el plato, irse a comer, y percibir tres o cuatro horas después un olor metálico que infestaba la casa porque había olvidado apagar la lumbre. Se reía entonces y se decía: “¡Dios! ¡Pero qué bruto! Un día no me voy a dar cuenta y vuelvo a quemar la casa”. Solía contar el pequeño susto a algún amigo y, luego, burlarse de su propia torpeza. Después de la visita a Amaranta, no fue más asunto de risa. Si no era en extremo necesario, no volvería a usar el fuego: incluso dejó de fumar. De cualquier manera, no había sustancia que le calmara la ansiedad que aquella voz le había endilgado. Conforme pasaron los meses, la ansiedad se transfiguró en una pesada tristeza. Leyó y releyó aquellas magníficas obras literarias que hablan sobre el destino: Macbeth, Prometeo encadenado y, sobre todo, Edipo Rey. No podía dejar de identificarse con ese desgraciado hombre que recibió una profecía fatal, y que, en su afán por evitar su destino, este se cumplió a rajatabla. Llegó noviembre y, con el fin de año cerca, sintió su cuello bajo el filo suspendido de una guillotina. Para este momento ya había dejado de atender sus negocios; de pagar las cuentas, sobre todo la del gas. Pero por más que se atrasaba con el pago, la compañía no suspendía el servicio, así que él mismo cortó el paso. Se bañaba con agua helada. Pronto, bajó también el switch eléctrico para evitar un nuevo corto circuito. Extrañamente, no se le había ocurrido antes que el fuego arrasara dos veces de la misma manera. Había tomado ya todas las precauciones para desafiar al destino. Él no era Edipo. Para principios de diciembre, había enfermado por completo. Vivía en un estado de colapso entre el sofá y la cama. Las fiebres altas ocasionadas por un extraño agente que logró burlar, de manera progresiva, la seguridad de sus glóbulos blancos, le hicieron preguntarse si esta sería una forma poética de morir en las brasas. La noche del 20, abrió el frasco de pastillas

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y tragó tres somníferos. Esperaba que la Muerte hiciera su labor al tiempo que el medicamento lo hundía en un denso sopor. No quería sentir nada. Pero por la madrugada sintió un jalón tan duro en la cama, que ni los fármacos evitaron que se despertara. El terremoto se prolongó por varios minutos. Lo invadió el pavor, jamás había sentido ningún temblor de una magnitud siquiera parecida. Inútilmente, trató de convencerse de que no moriría ahí, pues no era su destino fenecer aplastado. Escuchó entonces el crujir de trabes y columnas que colapsaban. En ese instante, sintió la llamarada. No había a dónde correr. Gritó y se retorció en la cama; pero nadie escuchó. Cuando los rescatistas llegaron al lugar quedaron estupefactos. El terremoto había derribado toda la casa, excepto por la parte posterior: la alcoba principal —como si un campo de fuerza la hubiera protegido— en la que yacía, en el centro, en una posición terrible una silueta negruzca, aún humeante y con bordes ardientes que redibujaban facciones ya desfiguradas. Bomberos que acudieron al lugar para buscar posibles causas encontraron el paso del gas cerrado y el interruptor eléctrico apagado. No había velas ni fósforos alrededor de la cama. De hecho, parecía que nada se había quemado más que el hombre que estaba ahí. Él y apenas sus sábanas, ni siquiera el colchón. No había sido quemado por alguien afuera y luego depositado en la cama, sino que, en todo caso, habría ocurrido ahí. El caos en la ciudad a causa del terremoto dejó el caso enterrado. Las autoridades, sin tiempo ni recursos para investigar un posible crimen, enterraron la investigación bajo otros miles de archivos de decesos de ese fatídico día El oficial de la policía que llegó a la escena recuerda aún la horrible forma humana calcinada que, ya sin rostro, conservaba la posición de alguien que grita por auxilio. Se pregunta quién pudo haber cometido el crimen perfecto con el favor del azar: con un fenómeno natural, que arrasó, con miles de cadáveres y víctimas que demandaban toda la atención, las posibilidades de ser atrapado. Ignora, de hecho, que no hubo agente externo alguno, no hubo fósforo ni combustible, no hubo criminal ni delito que perseguir. Lo que sí hubo, fue un extraño caso de combustión espontánea humana.

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Punto cero Ulises Paniagua

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o perdí en plena juerga. Apenas puedo con la culpa. La anécdota es extraña, porque días antes una amiga leyó la palma de mi mano y aseguró que “el desvelo me asaltaría en rondas de luna”. Es verdad, duermo mal desde entonces. Antes de que él desapareciera, sin embargo, la chica que lo acompañaba dejó una pista, un detalle mínimo que me brinda esperanza. Debo relatar los hechos con precisión, de otro modo se malentenderán los eventos de esta historia. Me remonto a la fecha trágica: día once del mes once. Esa noche, cuando llegué al bar, mi amigo el poeta se hallaba sentado junto a una joven morena de ojos rasgados, de pupilas grises como las de un pez que habita en el abismo. La mujer, voluptuosa por cierto, acariciaba el cabello de mi amigo en círculos, cual conjuro, como si se tratara de una invocación. El poeta era atraído por el indescifrable canto de aquella sirena urbana. En algún momento de la madrugada (que comenzaba a parecer tediosa), mi amigo fue al baño. Ella aprovechó la situación: se sentó en mis piernas, me comió a besos. Acarició mis muslos con avidez (fue un poco más lejos). “Eres guapo”, dijo, “conozco un lugar para estar a solas”. La oferta era tentadora. Sus manos, tibias, embelesaban; percibí el calor de sus pechos. El bar, en mi imaginación, se tornó sensual. 50


“No debo”, respondí ofendido incluso conmigo. “Estás con él. No debo arrebatarle el asombro”. En ese momento, el poeta regresó. Una hora después los vi marchar, decididos, en busca de un hotelucho. Antes de que partieran, le pregunté a mi amigo desde cuándo la conocía. “Desde hace seis horas con seis minutos”, contestó sonriente. Bebí dos o tres cervezas antes de retirarme. Tarde noté el mensaje inquietante sobre la mesa contigua: “Búscalo para no hallarlo. Debiste ser tú”. Con angustia salí en su persecución, dejé atrás el callejón que da acceso al bar “Punto cero”, en la calle me esperaba una niebla espesa, y mucho frío. Ahora padezco insomnio. Cómo pude extraviarlo. Lo busqué en hostales, en salas de emergencia, en anfiteatros. He acudido a tiraderos de basura, a donde el periódico anuncia la aparición de algún decapitado. Los cadáveres no coinciden con su descripción. Está vivo. Eso espero. De manera periódica recibo llamadas a mi teléfono celular, llamadas desconcertantes. Es su voz, estoy seguro, esa voz con la que recitaba versos de largo aliento. “Hola”, dice. “¿Dónde estás?” “Ayúdame”, contesta en tono de súplica. “Aquí está oscuro, estoy solo”. Recorro las calles cada noche, con desánimo. Comienzo a olvidar a quién busco. En ocasiones vuelvo pasado de copas al departamento. Me convenzo: no tiene sentido investigar. Me diluyo, triste como su recuerdo, en esta ciudad de calles mal iluminadas, de olores asquerosos. Me desvanezco en el alcohol, en el recuerdo de los ojos grises de la chica que acarició mis muslos aquella vez en “Punto cero”. “Debiste ser tú”, me repito. Cómo pude perderlo. Cómo pude perder a un poeta, no lo entiendo. 51


Minificciones y miniensayos sobre el horror Adriana Azucena Rodríguez

Fantasmas de fantasmas Lo triste de las humanidades es que el investigador hace su labor en soledad, acompañado, por así decirlo, de los fantasmas de sus autoridades. Por fin, asiste a reuniones para comunicar sus avances: estas le resultan aburridas o distantes. Los investigadores descubren que los fantasmas son ellos, que el pensamiento que han citado es el que está vivo y ellos sólo el medio para que se manifieste. Candelaria En el pueblo de ***, en estos días los malos maridos desaparecían y uno que otro chamaco malora. “Se fue para el otro lado”, “Fue por cigarros”, decían las esposas. Pero el pueblo no era famoso por eso, sino por su gastronomía: la costumbre de preparar tamales el Día de la Candelaria nació ahí. Aunque hasta la fecha han mantenido en secreto sus recetas. Enciclopedia de espectros La pálida piel de los vampiros es un tanto vulgar frente al resplandor azucarado de los fantasmas. Ya se sabe de la permanente competencia entre bandas de vampiros y hombres lobo —“nidos” y “manadas”, se hacen llamar a sus gangs—. Los zombies se creen superiores en la escala evolutiva porque no deben ocultarse del sol y los vampiros dicen que, antes que lucir esos harapos, preferirían morir al primer rayo del amanecer. 52


Economía En un intento por hallar la cura contra toda enfermedad mortal, se obtuvo la madre de todas las vacunas: una zombificación que derivó en el agotamiento de cada recurso sobre la tierra. Así se produjo el nuevo orden mundial que sucedió al capitalismo: el canibalismo económico-político. De la Poética Para imitar a Aristóteles, diré que, como la comedia es la risa sin dolor, la literatura de terror es el miedo sin dolor: el miedo al margen de las amenazas de la vida real, de los desastres y desgracias, de las inseguridades cotidianas que nos impedirían salir de casa. Sangrienta Una vez casada con el príncipe, se ocupó de reclutar a todas las jóvenes bonitas del reino —a todas las jóvenes bonitas venidas a menos, cabe aclarar— ofreciendo a sus familiares que ocuparían un lugar a su lado en la corte, y que, tal vez, la fortuna las beneficiaría tanto como en su día le sucedió a ella. Las jóvenes formaban un ejército de criadas destinadas a perder su belleza bajo el tizne del fogón, en las horas y días de trabajo permanente para mantener el palacio tan limpio como deslumbrante era la belleza de la reina. Años después, comenzó a correr el rumor de que el destino de las doncellas fue tan terrible que dio lugar a una nueva leyenda, y al cambio de título de la reina: “Sangrienta”. Colofón Hasta la noche se cansa de ser tan oscura.

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Edgar Loredo

Atroz jugarreta Ajustaron con fuerza la mortaja y le cubrieron la boca. Improvisaron un féretro con algunas tablas sustraídas de otras tumbas; con descuido las unieron con herrumbrosos clavos. Dentro de la fosa dejaron caer el ataúd sin tapa; el golpe contra la tierra lo desajustó, pero el cuerpo malherido se mantuvo en su harapiento envoltorio. El fulgor de la luna les sirvió para guiarse en su propósito. No necesitaron linternas para iluminar alrededor: a oscuras habían actuado antes y sabían a la perfección qué hacer. Alguien robó una cruz de metal grabada con el nombre de una mujer muerta hacía setenta y dos años y la colocó en el extremo de la fosa: de este modo nadie se atrevería a profanarla para cerciorarse de quién yacía ahí. Con las manos y pies lanzaron tierra encima; torpemente consiguieron cubrir el hueco tras casi una hora. Aún con vida, el celador quedó acorralado por la oscuridad; su agonía duró hasta que el oxígeno le faltó por completo. Tras conseguir sepultarlo en la madrugada, sin que nadie se diera cuenta, los muertos vivientes regresaron a sus aposentos, donde permanecerían hasta tener una nueva oportunidad para cometer sus atroces jugarretas y poblar el cementerio con cientos de incautos.

Festín de luz Tal hastío le causaron las sombras donde por mucho tiempo (ni él mismo sabía cuánto) debió ocultarse, que aprovechó la distracción de toda la familia y salió de su escondite; se desprendió de las fisuras mohosas de la pared y envuelto en su lúgubre mortaja avanzó hasta el quinqué. Con suma paciencia roció el kerosene sobre los muebles, las persianas y la duela. Encendió el fósforo y lo arrojó. Un rastro de fuego brotó de la entrada de la habitación hasta la cómoda de madera, mientras él danzaba a la par del incendio, libre al fin de su impostura fantasmal.

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Meneses Monroy

Sueño con fuego. Mi cuerpo hecho cenizas. Morí quemado.

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el comité 1973

Revista de difusión, crítica y creación literaria


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