3 minute read
CONCHA TISFAIER
Yo no me he librado de tener tortugas como mascotas esclavizadas a mi placer. No recuerdo bien la edad, pero antes de esa en la que estar triste mola, cuando aún te reñían por llorar (y yo lloraba y lloro y lloraré mucho). Entonces yo tenía una tortuga y mi hermana otra. En un recipiente plástico con forma de isla, unas escaleras y su correspondiente palmera. A las tortugas había que cambiarles el agua y darles de comer. Ambas cosas olían mal, muy mal, y eso era responsabilidad nuestra. Para entrenar esa cualidad empresarial se adquirieron las tortugas, supongo. Nuestra educación estaba por delante de cualquier bienestar animal. Así que si nosotras no les cambiábamos el agua, las tortugas nadaban o vegetaban rodeadas de su propia mierda. Es algo a reflexionar. Algo que nos gustaría poder hacer a muchas mujeres, dejar a las personas a nuestro cargo nadar en su mierda y ver como sus estómagos se devoran a sí mismos. Pero hacerles eso a bebés, familiares y otras personas dependientes no se puede. Descuidar tortugas sí, personas no. Así que seguimos pringando más o menos las de siempre. En el último diagnóstico sobre cuidados de Navarra, que es de 2020, nos cuentan que las mujeres representan entre el 58% y el 78% de las personas que se encargan siempre de los trabajos de cuidados.
Bien, yo en aquella época entre los 9 y los 12 años, ni me sentía muy mujer ni me dedicaba a los cuidados. Más bien me sentía super científica del comportamiento animal, e inspirada por mi libro de Ciencias Naturales me animé a hacer mi propio experimento. Dejé una semana a las tortugas sin comer, las saqué del agua inmunda y las puse en un extremo de la encimera. En el otro extremo, su comida, seca y maloliente. Aspiraba a presenciar una lucha veloz por alcanzar el manjar como en un documental cualquiera de La2. Pero las tortugas no se movieron. ¿Demasiado débiles? ¿Habían empezado a desarrollar algún tipo de trastorno de la conducta alimentaria? ¿Estaban en huelga de hambre? No pude extraerles ni una sola declaración. Las tortugas estaban inmóviles y mudas. Me apiadé un poco, les limpié el agua y las volví a guardar en su isla de plástico. Les di comida por si el orgullo se les desvanecía. Pero fue algo puntual. Volví a las andadas. Las observaba. Les restringía la comida. En el agua, las tortugas se movían, pero no muy rápidas. Por lo visto, lo de su lentitud era cierto. No una fábula cualquiera de Esopo. Volví a intentar mi experimento y las dejé sin comida. Aquella vez no pude probar nada, mi tortuga murió. La mía, no la de mi hermana. ¿Había sobrevivido la más fuerte? ¿O las menos cabezota? ¿Qué vida le esperaba a la otra tortuga sin su compañera de prisión? A esa tortuga, presa de la culpa que me animé a compartir con mi hermana, pasando así de mi clamor por la corresponsabilidad a mi defensa de la coculpa, la alimentamos una semana más. La semana que quiso vivir para afianzar su victoria. Ella, más lenta en su fallecimiento, había alcanzado el premio de las viandas. Ambas fueron debidamente honradas con su funeral en el pueblo viejo, su cruz de palos cruzados, sus palabras de coculpa y corresponsabilidad en el homicidio y sendas cajitas de caramelos ilustradas con personajes Disney.
Advertisement
Tardé mucho tiempo en unir esta experiencia con mi conversión en feminista y vegana, pero creo que quienes hayan llegado hasta aquí han podido ver en unos minutos lo que yo tardé décadas en intuir, la lucha por el reparto de los cuidados y del bienestar animal se ha llevado muchas vidas anónimas por delante, ¡no lo permitamos más! Coculpa, cocomida y cocoguagua para todos los seres vivos.
MUSETTA STORE
MODA SOSTENIBLE