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CONCHA TISFAIER

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MANUEL ASÍN

MANUEL ASÍN

Los hoteles son esos lugares donde te vuelves una rica burguesa y fascista nada más atravesar sus puertas automáticas con tus leggings del Primark, la camiseta de la cansa de tu colega tatuadora y tu mochila Kanken. Ahí, con tu pelo enmarañado tras seis horas en bus porque no te llega para el tren, apareces en recepción pasada la medianoche, sudada y con ganas de un largo baño y ¡no hay nadie! ¡Habráse visto tamaña desfachatez en la capital del Estado! Y ni un mísero timbre de esos redonditos y metálicos para llamar insistentemente. En Booking ponía que la recepción estaba abierta las 24 horas y deben recibirte ipso facto, sin atender otros asuntos, sin cagar, sin llamar a ver si a la cría le ha bajado la fiebre, sin subir a comprobar que las calefacciones funcionan. Has llegado y la atención debe ser para ti. Ese, amigas, ese es el encanto de los hoteles, que nos sentimos con derecho a que satisfagan nuestros caprichos siempre que paguemos por ellos. Pero si pagamos poco, queremos la satisfacción igual. En forma de jabones que resecan nuestras manos, de sábanas cambiadas al despertar y después de la siesta, de un buffet de desayuno con leche de manatí y con muesli de bayas de goji y no de estos arándanos secos que son tan 2020.

A los hoteles se va a mandar y a ser obedecidas, porque es la promesa que se nos hace eternamente a la clase trabajadora: déjate oprimir todo el año para poder ser opresora con el dinero que hayas rascado.

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Nunca he dejado propina en un hotel ni he dejado una reseña bonita. Nunca han cumplido mis expectativas de agasajo, comodidad, tamaño, limpieza o silencio. Siempre algo que mejorar y alguien que podía haber mostrado más simpatía. En los hoteles me olvido totalmente de que son empresas o negocios puestos en marcha y mantenidos por personas. Miro cien veces las etiquetas de una prenda para asegurarme de que no está hecha en Camboya, China o India, que no lleva animales en su composición, que puedo lavarla usando poca agua y electricidad, pero entro a una pensión de extrarradio y arramplo con los jabones, como cruasáns como si no fuera vegana y recito lo malísimo que es Amancio Ortega esclavizando niñas mientras retiro la mirada de la migrante explotada sin contrato que recoge mi plato con más dignidad que la que yo tendré nunca.

De hecho, pensando en este artículo venía yo enfadada porque cada vez hay menos hoteles con bañera. Muchos con jacuzzi y muchos con ducha de hidromasaje, pero la sencilla bañera que te encontrabas en cualquier cadena hotelera está desapareciendo. ¿Creéis que he pensado yo en las personas con movilidad reducida, en quienes tienen una discapacidad o quienes están cumpliendo años agusto pero si se sientan ya no se levantan? ¡Paparruchas! Yo quiero mi bañera, las sábanas blancas, las toallas cambiadas cada día y, sobre todas las cosas, poner el letrerito de “no molestar”. Ese letrerito es el motivo por el que prefiero los hoteles a los AirBnB, ese letrerito es el que me hace opresora y decide cuándo se limpia mi habitación. Aunque las que limpian tengan que cambiar su recorrido, retrasar su salida, cambiar su rutina laboral. Yo llego, pongo el “no molestar” y me creo Catherine Deneuve preparándose para recoger un César mientras espera a Roger Vadim en picardías. En realidad lo único que hago es ponerme lo más casposo de la televisión, a poder ser Megaconstrucciones o First Dates, mientras como los tallarines más grasientos del restaurante chino de abajo y me reviento espinillas de las ingles. La mañana no será mejor, cuando mis ingles hayan recogido la grasa de las sábanas y yo no pueda meterme cual ninfa en una bañera espumosa que tape los pelos que me niego a depilarme porque ante todo: feminista y anticapitalista.

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