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CONCHA TISFAIER

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IBAI FLORES

IBAI FLORES

DENTISTAS

Hay gente que son como dentistas, te hacen preguntas y luego no te dejan hablar. Lo habéis experimentado. Te sientas en la silla de un cuero azul y pegajoso, notas el pliegue de tu axila húmedo haciendo contacto con la tapicería, sabes que sudarás más y quedará marca. No deberías haberte puesto tirantes. Te concentras en respirar. Una vez fuiste a pilates y te hablaron de la respiración abdominal. Hinchas el estómago intentando que la inspiración no haga ruido. Controla el sudor, relájate. ¡No puedes estar meándote otra vez! Pero si has pedido ir al baño justo antes. ¡Y habías meado antes de salir de casa! La vasopresina, recuerdas, es la hormona que nos da ganas de mear cuando nos atacan los nervios. Así que haces otra inspiración, pero esta vez llenas las costillas para no presionar la vejiga. También fuiste una vez a hipopresivos y recuerdas que te relajó abrir la caja torácica. Toses. El auxiliar de dentista se ha ido y todavía no ha entrado la dentista. Menos mal. A ver si te van a cancelar la cita a estas alturas. Pero con cada inspiración, toses más. Llevas demasiado tiempo con la mascarilla más barata del súper, los pelitos del papel se han alojado en tu garganta. Ya tienes el combo: tienes ganas de toser y de mear y no puedes parar de sudar. Por suerte entra la dentista, esto va a comenzar y te distraerás.

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“Puedes quitarte la mascarilla”, esta frase casi suena a proposición erótica. Es de las más ansiadas. La excitación dura poco, aún tienes una de esas urticantes gomas rodeando una oreja cuando ya te han empezado a poner la servilleta babero con el cordoncito de metal y tienes un ancla pinzándote la comisura izquierda presta a absorber cualquier líquido y, esperas, varios paluegos. pero casi todas las consonantes han decidido transitar y ahora son todas la letra “f”. Renuncias. Sonríes intentando que tus ojos tengan tantas patas de gallos que eso parece un corral y asientes, con el deseo de que ella interprete esos espasmos como una señal para empezar a mirarte la piñata y dejar de hacerte preguntas. Pero no lo hace, y mientras te sube el labio superior e introduce espejo y el pincho ese raro a la vez en tu cavidad bucal, pregunta qué tal te va todo, si sigues viviendo en el barrio. Tus patas de gallo podrían considerarse ya fósiles, han quedado marcadas para la eternidad y tú te preguntas cómo articular tu lengua sin desplazar el espejo ni escupirle. No te engañes, haces lo que se hace siempre: GORJEAR. Y puedes crear auténticas frases para contarle tu mudanza “AoEeUIIaOOoo”1 mientras mueves tus cejas según la nueva moda del yoga facial y haces rodar tus esferas visuales en sus órbitas para acompañar esas vocales de la mímica necesaria para hacerte comprender. La dentista asiente, te ha entendido y quiere continuar con la conversación: “Al Soto, ¿eh? ¿En la parte de arriba o la de abajo?”. Y claro, te lo ha puesto fácil y aún no ha llegado la anestesia: “AAo”. Y aquí finaliza la conversación, porque te pincha en la encía y ya toda la sesión va enfocada a mantener la dignidad y la saliva dentro de la boca. Y ella continúa su monólogo, hablándote de tus dientes como si tuvieran solución, igual, igual, igual que esas personas que te preguntan como estás y, antes de que dejes la birra en la mesa, ya han empezado a contarte cómo tu vida les recuerda a la suya y empiezan a desgranártela sin que tú tengas más opción que tragar saliva.

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