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DISCALCULIA
por HELEN ÁGREDA WILES
Uno de mis primeros besos con lengua fue a dar con Jérémy, un joven estudiante francés que hacía intercambio en mi instituto. De aquel beso contra la tapia del colegio que había en frente de mi instituto solo disfruté el contarlo después, porque habíamos decidido casi entre todas que Jérémy era el más mono de los franceses que habían venido. Llevaba el pelo al cazo, jersey de Quicksilver y pantalones grandes caídos; cumplía todos los requisitos, por lo que una vez dada la oportunidad, tuve que hacerlo. Nos dejaron solos, sentados en el suelo del patio, y fuimos arrastrando los culos ya remachados y agujereados con piedritas, hasta que nos dimos el beso que era la razón de estar allí, muertos de hambre, muertos de frío. Quizá alguno más, no lo sé, como tampoco sé en qué momento le vi los braquets y quise echar a correr. Quise huir lejos. Y si no era posible que viniera un corcel negro, con la dentadura blanca y sin braquets, y me llevara a lomos a los confines del mundo, al menos que viniera mi padre a buscarme, que ya me cenaría yo la ensalada y la tortilla francesa sin rechistar, prometido.
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Pero me quedé. Incluso pensando que darle un beso a Jérémy sería como dárselo a una bobina de hilo dental usado me quedé. Incluso pensando que corría el riesgo de tener que echarme –en medio de un beso– a un lado a vomitar, me quedé. El beso que nos dimos Jérémy y yo no me gustó porque Jérémy a mí no me gustaba, pero me vi muy contenta cuando terminó. Y no solo contenta, también muy agradecida de no haber notado ni los braquets ni el chorizo del bocata de antesdeayer enganchado en ninguno de sus hierros.
Agradecida a Jérémy, como si Jérémy hubiera hecho algo por evitarlo. Como si no hubiera estado demasiado ocupado intentando que no le rozaran su nariz las espinillas pubescentes de la mía. Como si fuera capaz un chaval treceañero de pergeñar el beso borrador de braquets más perfecto a la vez que sueña con un unicornio de cuerno rojo, blanco y azul y sin puntos negros en el hocico, que viene volando a recogerle, de fondo sonando Alizée, y le lleva, galopando por las nubes, al precioso pueblo de playa francesa en el que vive, donde la arena no te marca los glúteos para toda la vida.