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EL LAMONATORIO
La historia de la ciencia está salpicada de personas de moral cuestionable que infligieron mucho sufrimiento al dar rienda suelta a su psicopatía en nombre del progreso. Y no me refiero a Santiago Ramón y Cajal, nuestra superestrella científica patria. Es cierto que el de Petilla de Aragón ingresó en prisión a los 11 años, pero su único crimen fue cargarse la tapia de un vecino con un cañón de fabricación casera. Tampoco estoy hablando de Galileo Galilei, porque si bien estuvo los últimos 9 años de su vida bajo arresto domiciliario, dicho castigo tan solo se le aplicó por promover ideas antirreligiosas (que la Tierra giraba alrededor del Sol, vaya). Los individuos a los que me refiero fueron hombres perversos que no tuvieron reparos en experimentar con seres humanos sin su permiso para comprobar la certeza de sus hipótesis. Que se aliaron con políticos fascistas para sacar réditos económicos. Que fabricaron artefactos destructores y armas letales sin importarles el dolor humano.
Los experimentos de los científicos nazis fueron espantosos. Josef Mengele, Eduard Wirths, Aribert Heim… Médicos sin escrúpulos que torturaron a cientos de miles de prisioneros en los campos de concentración: inquietantes ensayos con gemelos, extracciones de tejidos y órganos sin anestesia apara estudiar trasplantes, pruebas de aguante físico ante diversos tipos de lesiones, congelación, quemaduras, patógenos como la malaria o el tétanos, esterilizaciones… La isla del Dr. Moreau era Portaventura comparada con Auschwitz o Mauthausen. Los estadounidenses no se quedaron atrás, y experimentos como el de Tuskegee o el de la cárcel de Stateville lo constatan. En la ciudad de Tuskegee, Alabama, el propio Servicio de Salud Pública llevó a cabo un ensayo clínico durante 50 años empleando como sujetos a 600 hombres negros que pensaban que se les estaba tratando la sífilis cuando no era cierto, que no sabían que la padecían, o que estaban recibiendo tratamientos experimentales sin autorización. De 1944 a 1946 en la Penitenciaría de Stateville, Illinois, se infectaba de malaria a los presos para estudiar la enfermedad. Si hablamos de un mal uso de la ciencia no puede faltar la I+D de armamento. Una figura que siempre me ha parecido retorcida a la vez que fascinante es la de Fritz Haber, Premio Nobel de Química por desarrollar la síntesis de amoniaco, base para la fabricación de los fertilizantes nitrogenados. Este hito mejoró significativamente la productividad de los cultivos e impulsó de manera única el crecimiento de la población mundial. Pero Haber también diseñó el uso de gases terriblemente tóxicos que fueron empleados como armas químicas bajo su supervisión. Su esposa, la química Clara Immerwahr, se quitó la vida y se dice que pudo ser por no superar las atrocidades que cometió Haber. En la línea de la temática armamentística, el Proyecto Manhattan congregó a un grupo de mentes brillantes que se pusieron al servicio de la fabricación de la bomba atómica. En este caso, algunos físicos se arrepintieron de haber contribuido a perpetrar masacres como la de Hiroshima y Nagasaki. Albert Einstein, Robert Oppenheimer o Léo Szilárd fueron algunos de los arrepentidos.
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Podríamos seguir señalando a quien utiliza la ciencia para hacer el mal, pero yo prefiero centrarme en que, desde hace muchos años, la regulación de los ensayos clínicos es enormemente estricta o que la comunidad científica es cada vez más crítica con las aplicaciones que se le dan a los hallazgos e inventos. Solo hay que ver cómo se le echaron encima a He Jiankui por lo de los embriones que modificó genéticamente con CRISPR-Cas9. Gentuza hay en todas partes, pero no culpéis a toda la comunidad científica por las acciones de unos pocos, que me tenéis hartita con tanta conspiranoia.