24 24 Hay un libro de Roberto Valencia (divulgador, crítico, agente cultural, pelazo de impresión y destacado exponente de la actual narrativa navarrita) en el que hay un relato con un detalle al que no puedo dejar de darle vueltas. Se trata de su debut literario: una colección de doce cuentos con la pornografía como tema común (he dicho pornografía, no lubricidad, así que lo siento, el libro no da pa paja, pero, eh, no permitáis que sea yo quien os corte las alas). Se llama Sonría a cámara [Ed. Lengua de trapo, 2010] y el relato del que hablaba, mi favorito...
niños en el balcón
Es el segundo de la antología. Dieciocho páginas (con letra tocha) dedicadas Lea de Mae, actriz de cine para adultos, y su calvario desde que le es diagnosticado un tumor cerebral. Un hecho real ficcionado que invita a reflexionar acerca de las relaciones que establecen en la industria del sexo entre sus propios agentes y entre estos y el público anónimo. La historia de un cuerpo que despierta el deseo ajeno (la protagonista continúa rodando pelis que los usuarios consumen sin sospechar lo que le ocurre) y el propio rechazo. Una cosa tremenda, sí. Llegado el clímax (perdón) del cuento, su título cobra sentido cuando se expone que, en uno de sus posibles finales (el texto se cuestiona y corrige continuamente a sí mismo), la protagonista agoniza rememorando en bucle un recuerdo: “No lo pudo comunicar porque había perdido la facultad
del habla, y prácticamente no veía. Pero en su interior, una y otra vez contemplaba un pasaje secundario de su infancia: aquel día en que, a los ocho años de edad, vio cómo unos niños de su colegio jugaban a encalar un pájaro muerto en un balcón”. Encalar. Según el diccionario de la RAE: “Blanquear con cal algo, principalmente una pared”. Nosotros sabemos que no es eso lo que el narrador está diciendo. Que existe otra acepción para ese verbo. La RAE también la contempla: “tr. Hacer que un objeto quede atascado en altura o lugar fuera de alcance”. Pero me temo que su uso sea excesivamente local. Y es de suponer que la intención del autor era llegar, hacer comprensible su relato, al mayor público posible. Un lector no naburro (un lector, vaya) podría entender que los niños están pintando el pájaro de color blanco. Algo plausible, puesto que la siguiente frase afirma que éste era negro, pero francamente raro en el contexto de la historia. En un revelador (y me atrevería a decir que inconsciente) desliz, el término se cuela en el relato sustrayéndole su universalidad para ubicarlo un entorno geográfico familiar. De golpe llegamos a la conclusión de que el asunto tiene lugar etxean, y todo adquiere nuevas implicaciones. Lo lees y no puedes evitar preguntarte si conocerás a la protagonista. Si tras su nombre artístico no se ocultará una Oneca o una Aintzane; si será... yo qué sé, una vecina de Barañáin o una compañera de Erasmus. Que Pamplona es un pañuelo. Un clínex arrugado. Así, en el núcleo de esta historia sobre cánceres, brota ese localismo como una célula tumoral que amenaza con corromper el relato entero. Es benigno, sí, y supongo que invisible para la