7 minute read
Trump vs. Biden
Las elecciones del coronavirus
Advertisement
Escribe: Enrique Sánchez-Costa Doctor en Humanidades. Premio Extraordinario de Doctorado (UPF). Profesor principal UDEP
El 12 de febrero de 2020 el índice bursátil Dow Jones alcanzó máximos históricos (29,551). El índice de desempleo (3.5%) era el más bajo en cincuenta años. La popularidad de Trump se mantenía en su punto más alto (49% según Gallup). A ojos de muchos, se estaba cumpliendo el lema republicano de 2016: Make America Great Again.
Pero, desde la provincia china de Hubei, empezaban a llegar –para los oídos atentos– noticias preocupantes. La epidemia del coronavirus avanzaba: se habían diagnosticado 60,015 casos y producido 1,357 muertes (la mayoría en China). La empresa japonesa Rakuten anunció ese día que no asistiría al Mobile World Congress de Barcelona (finalmente cancelado). Eso sí, la Organización Mundial de la Salud se mantenía tranquila y el presidente Xi Jinping proyectaba confianza en la capacidad de China para contener el brote: “Debemos luchar esta batalla con confianza, ganaremos”.
Ocho meses después, 28 de octubre de 2020, el coronavirus había infectado a casi 9 millones de estadounidenses (incluido su presidente), segando las vidas de más de 225,000 personas. Estados Unidos era el noveno país del mundo con mayor porcentaje de muertes por coronavirus (68 por cien mil de habitantes). El daño económico era importante. El sanitario y el psicológico, todavía mayor. Y, aunque la bolsa se había recuperado del desplome de marzo, el desempleo se situaba en el 7.9% y la popularidad de Trump, según los últimos datos de Gallup, había caído al 43%. ¿Puede Trump, pese a todo, ganar de nuevo las elecciones?
La gestión de Trump: ¿algo más que fuego y furia?
En 2016 Trump se presentó como un outsider, un Adán henchido de promesa, un enfant terrible que derribaría las telarañas del sistema y devolvería a América su grandeza perdida. Ahora, en cambio, necesita jugar también a la defensiva, pues estas elecciones son, en buena parte, un plebiscito a su gestión.
Sus críticos inciden en el narcisismo y el egotismo de Trump: su volatilidad, su insensibilidad, su rudeza, su megalomanía. El periodista Michael Wolff describió su gestión como “fuego y furia”. Son famosos los tuits incendiarios de Trump (exclamaciones, mayúsculas, insultos), así como el ritmo frenético de despidos en la Casa Blanca. Pocos rebaten la condición populista de Trump. Muchos, incluso, lo acusan de autoritario, autócrata, fascista. Por ejemplo, el historiador Timothy Snyder, profesor en Yale, ha afirmado en el Washington Post que “el Reichstag ha estado ardiendo lentamente desde junio” y que “es una elección envuelta en un lenguaje autoritario de un golpe de Estado”. ¿No contribuyen, estos juicios excesivos, a oscurecer la cuestión?
Más allá del carácter volcánico de Trump, y de las descalificaciones hiperbólicas que él vierte sobre otros, y otros sobre él, ¿cómo pueden ponderarse sus cuatro años de gestión?
Escuchemos al brillante historiador británico Niall Ferguson, profesor en Stanford y Harvard, que el 15 de octubre resumía así, en El País, la gestión de Trump:
“Donald Trump desempeñó un papel catártico en la articulación de todas las frustraciones de la América media. Con la globalización, con China, con la inmigración, con las élites liberales. Hubo, por tanto, una cierta legitimidad en esa victoria electoral en 2016 contra un establishment demócrata fundamentalmente complaciente. Segundo, el impacto histórico de Trump reside en el hecho de que cambió el curso de la política de Estados Unidos hacia China. Rompió con un consenso sobre China que se remontaba a Kissinger y Nixon. Dirigió al público estadounidense a un marco mental completamente diferente con respecto a China, incluidos los demócratas. Eso es lo más relevante de su presidencia. La segunda guerra fría se puso en marcha. Estados Unidos se despertó al hecho de que había un desafío chino y que podía hacer algo por ello”.
Se acusaba a Trump de belicista. Y, sin embargo, no ha iniciado ninguna guerra, ha salido de Siria y, tras derrotar al Estado Islámico (Daesh), está retirando sus tropas de Afganistán e Iraq. Al fin y al cabo, como buen comerciante, sabe que la guerra –y la incertidumbre que genera– es mala para los negocios. Por eso no ha intervenido militarmente en Venezuela. Por eso ha enfriado las tensiones con Corea del Norte. Mención especial merecen sus éxitos en Oriente Medio: Irán está más aislado que nunca; Israel ha acercado posiciones con Arabia Saudí y ha firmado acuerdos históricos con Bahréin y Emiratos Árabes Unidos. Más importante todavía es su pulso con China: balanza comercial, Taiwán, Hong Kong, 5G, Huawei, TikTok, etc. Estados Unidos ha dejado de ser el observador timorato de un Xi Jinping cada vez más agresivo en su control dictatorial, en su retórica, en su despliegue militar y en su colonización financiera de África o América Latina. La gestión internacional de Trump ha sido, en general, exitosa.
La irrupción del Black Lives Matter (BLM)
El 25 de mayo de 2020 fallecía en Minneapolis, por asfixia, el afroamericano George Floyd. ¿Era un homicidio racista a manos de la policía? Eso es lo que muchos interpretaron. Las calles de Estados Unidos hirvieron con manifestaciones. Muchas fueron pacíficas. Otras degeneraron en disturbios, violencia, saqueos e incendios. Se extendió por el mundo el término Black Lives Matter: un lema moral (“las vidas negras importan”) que refería, al mismo tiempo, a un movimiento ideológico antisistema, anticapitalista y cercano a posiciones anarquistas o comunistas (según los casos).
Al calor de las protestas antirracistas, ganó notoriedad la Critical Race Theory, que critica el “racismo sistémico” de Estados Unidos (todavía presente, alegan, en sus leyes e instituciones), basado en el supremacismo o la “supremacía blanca”. Las redes sociales multiplicaron mensajes de empresas, universidades, fundaciones, etc. pidiendo perdón por su racismo sistémico. Muchas personas caucásicas se arrodillaban, reconociendo sus “privilegios” y arrepintiéndose del pecado original de su “culpa blanca”. Frente al ideal de Luther King (que promovía la irrelevancia racial: valorar a las personas solo por sus méritos y su carácter), la Critical Race Theory lo racializa todo: valora a las personas no como individuos sino, ante todo, como miembros de un grupo racial (que las convierte en víctimas del sistema o, por el contrario, en perpetuadores de sus injusticias).
Biden y el frame del coronavirus
A Joe Biden le penaliza su edad: si ganara sería –con 77 años– el presidente más viejo en asumir la presidencia. No tiene el carisma de Obama ni la energía de Trump. Pero destaca, en cambio, por su bonhomía y su empatía. Sabe lo que es la tragedia, pues perdió a su primera esposa y a un hijo, en accidente de tráfico, y a otro hijo por cáncer cerebral. Su perenne mascarilla le resta fuerza, pero también lo acerca a millones de estadounidenses (especialmente mayores) asustados por la pandemia. Biden entusiasma a pocos, pero gusta a muchos. Su centrismo, su civismo y su prudencia atraen a quienes están cansados del narcisismo y el galope caótico de Trump.
Trump se crece en las tensiones callejeras y raciales, pues le hacen aparecer como el defensor de “la ley y el orden” frente al poco energético Biden. El BLM, paradójicamente, ha beneficiado a Trump, pues ha dejado en segundo plano –durante un tiempo– las calamidades de la pandemia. Al candidato demócrata, en cambio, le interesa centrar el frame (el encuadre, la mirada) en el coronavirus, y en su gestión errática por parte de Trump. Así lo resumía un asesor de Biden: “La gente conoce a Joe Biden. Les gusta. Saben que hay una pandemia y que Trump la ha manejado mal”.